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Revista KARPA 3.

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Journal of Theatricalities and Visual Culture
California State University - Los Ángeles. ISSN: 1937-8572

“PALABRA DE CUENTERO”
(This pdf version contains no images. For the original article go to
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Nicolás Buenaventura Vidal


Abstract: Nicolás Buenaventura Vidal has been a storyteller for many years. His craft is highly meticulous
due to his theater practice at TEC (Experimental Theater of Cali), and the contact he had from early
childhood with the Colombian storytelling tradition. These experiences took him to reflect on what it
means to tell stories nowadays, and also awakened his need to go to the sources of this ancient rite. The text
published here is a collection of fragments from his book Palabra de cuentero (The Storyteller’s Word).
This book is based on his diverse experiences with storytelling in Africa, Europe, and Latin America.
Since these texts relate to the performative aspect of stoytelling (collecting stories, performing, audience
reception), we considered relevant to select and publish a few of them.

Nicolás Buenaventura Vidal lleva muchos años dedicados a la narración oral. Su largo paso por el
Teatro Experimental de Cali (TEC) y su contacto desde muy temprana edad con las tradiciones
orales colombianas lo han llevado por un camino riguroso en el oficio y en la reflexión sobre el
sentido de narrar en la efímera y fugaz contemporaneidad, pero en especial acerca de la necesidad
de ir a las fuentes de este antiguo rito. Lo que sigue a continuación son algunos apartes del libro
Palabra de cuentero, el cual está basado en las diversas experiencias en su larga trayectoria como
narrador oral en Africa, Europa y América Latina. Debido a que estas experiencias se centran en
la parte performática de su labor (recolección, ejecución, recepción) nos ha parecido significativo
seleccionar algunas de ellas. Teniendo en cuenta que han sido extraídas de un orden y ritmo
diferentes, han sido ligeramente editadas. Cuando esto ocurre se usan tres puntos suspensivos
entre paréntesis.

Kita, la cuna de los griots

En Malí —la tierra de los griots, la tierra de las grandes epopeyas, la tierra de los mandingas, del
imperio bambara— el espacio para los cuentos, el lugar de la palabra, es un espacio sagrado o,
digamos, investido de una extraña gravedad.

El griot es responsable de lo que dice, es responsable de su palabra, de lo que cuenta. Él sabe que
un hombre puede equivocarse sobre su parte de alimento pero no sobre su parte de palabra. La
palabra es algo serio, un arma peligrosa, un tesoro. La palabra es lo que cuenta, y da razón de la
vida.

Allí hablan de cuatro palabras: primera palabra, aquella que nos dice de dónde venimos; palabra
antigua, la que relata las grandes hazañas de los héroes, las grandes epopeyas, también es la
palabra de las genealogías; palabra simplemente, cuento, relato, chiste; y la palabra sagrada.

Para poder decir palabra sagrada, el griot debe cumplir previamente una serie de sacrificios y solo
puede contar palabra sagrada ante iniciados. Un relato cambia de un cuentero a otro y de un

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momento a otro, no porque el cuentero lo transforme a su voluntad (el cuento existe antes y
después del cuentero), sino porque las circunstancias no son propicias para decir palabra sagrada
y aparece un hueco que hay que llenar.

El griot representa una conciencia, una memoria. A menos que las circunstancias lo impidan, no
puede negarse a contar, a hablar, a decir y a intervenir en los pleitos y disputas y, lo peor, no
puede negar la verdad. No puede ir en contra de la verdad. Él es el lugar de la palabra y la palabra
siempre dice lo que es.

En Kita, en el llamado vestíbulo sagrado de los griots, experimenté la sensación de estar en


contacto con cosas profundas, esenciales. Era una choza, con techo de paja. Sin ningún mobiliario.
Sólo un pedazo de madera, lo que queda de la puerta del antiguo vestíbulo sagrado, que se quemó
hace años. Al frente mío estaban Mamadí Diabaté, asistente del jefe de los griots; Didji Diabaté,
griot notable y respetado que aspira a la jefatura; y Fousseini Kuyaté, griot de griots, cuentero de
los cuenteros. Es venerado pero no podrá ser jefe ni tener posición de mando. Debe alejarse del
poder. Como es quien resuelve los problemas entre los griots, no debe despertar odios ni envidias
y quien detente el poder siempre será odiado y tendrá enemigos. No había mujeres, pero era algo
excepcional. Entre los griots, las mujeres y los hombres tienen el mismo estatus, lo que no ocurre
en los otros grupos sociales. Hay mujeres jefes de familia y las ha habido jefes de casta o cofradía.
Mi llegada intempestiva y mi pronta partida no les habían dado tiempo para prepararlo todo como
era debido.

Llevaban un bubú encima del bubú habitual (esa bata larga, hasta los pies, con cuello y bordados).
Entre un bubú y otro, se alcanzaba a distinguir una profusión de amuletos, para protegerse de mí
y para mostrar que me reconocían poderes y misterios.

Fousseini Kuyaté era mi intermediario, me había oído contar en el mercado y le pedí que me
presentara ante los griots. Antes de partir había tenido la precaución de informarme acerca de las
costumbres locales, así fue como llegué con nueve nueces de kola, en señal de respeto. Me
presenté diciendo de dónde venía. Nombré uno a uno a mis padres, abuelos y tatarabuelos, siete
generaciones: …Hijo de Enrique Buenaventura Alder y de Jacqueline Vidal. Nieto de Cornelio
Buenaventura Torres y Julia Emma Alder. Bisnieto de Nicolás Buenaventura Martínez y de
Dolores Torres. Tataranieto de Nicolás Buenaventura Herrera y Gertrudis Martínez.
Tatarabisnieto de Manuel Antonio Buenaventura y Petronila Herrera. Bistatarabisnieto de Manuel
María José Buenaventura y María Francisca Martínez. Bisbistatarabisnieto de Jacinto Mateo
Antonio Vicente de Buonaventura y Gertrudis Calderón de la Barca. Que llegaron de España a las
Indias hacia 1700. Bisbisbistatarabisnieto de Antonio de Buonaventura y Vicenta Lombardo,
sicilianos, que llegaron a España hacia 1650. Conté la historia de mi iniciación a manos de
Fermín Ríos… Guardaron silencio. Había algo cercano al asombro en sus expresiones. Luego me
explicaron, era la primera vez que un blanco se dirigía a ellos en estos términos.

Allí escuché primera palabra, escuché palabra antigua y palabra sagrada. Me nombraron, allí me
llamaría, DakanDuman Kuyaté. Me dijeron que tenía que regresar y permanecer. Me dijeron que
tenía una enfermedad, la enfermedad del blanco: tenía prisa, itinerario, reloj, el tiempo dividido,
cortado en pedacitos y debía saberlo.

un viaje

(…)

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Mi viaje al África lo emprendí tal vez en mi infancia, con los relatos que hacía Enrique, mi padre,
de cuando se fue al Chocó, en su juventud y trabajó como winchero, en las dragas, a orillas del río
San Juan. O cuando conocí al primer hombre que se dedicaba a contar historias y hacía de ello su
arte: Fermín Ríos. Un hombre largo y flaco, mueco. Era yo un niño y él ya era el hombre sin edad,
o con todas las edades, que seguí viendo a lo largo de nuestros encuentros. Encuentros que se
sucedieron año tras año durante seis o siete años.

Fermín vivía en Buenaventura. Tocaba la flauta y contaba cuentos en el grupo de una maravillosa
mujer, maestra de currulaos, jugas, berejúes y otras danzas del Pacífico: Mercedes Montaño. De
manera inconsciente y no oficial, Fermín se hizo cargo de mi iniciación. Cada vez que podía me
sentaba a su lado y me contaba historias. Los cuentos del primer hombre y la primera mujer. De
los tiempos en los que el cielo era tan bajo que no podíamos crecer mucho, cuando todavía no
había árboles y nos alimentábamos de nubes. Los cuentos del Tío Conejo y el Tío Tigre. Las
historias del Compadre Rico y el Compadre Pobre. Cuentos de muertos, aparecidos y fantasmas.
Cuentos de amores eternos, de amores contrariados… También recitaba décimas y romances. Un
día me dijo: ¡Niño Nicolás!, le tengo que contar el cuento de la muchacha que perdió su dondoro.
Inmediatamente, sin sentido de la consecuencia, me contó otras historias, que nada tenían que ver
con lo anunciado. Al año regresó, me contó más historias y antes de despedirse anunció de nuevo
su intención de contarme la historia de la muchacha que perdió su dondoro. Pasó un año. Cuando
volvió, la semilla había germinado. En cuanto pude, pregunté: Fermín, ¿y el cuento de la
muchacha que perdió su dondoro? ¿De qué habla, muchacho? Respondió y no dijo nada más.
Pasó otro año en el que la curiosidad seguía creciéndome adentro y haciéndome crecer. En cuanto
apareció insistí: ¿Y la muchacha que perdió el dondoro? Me miró y con un aire de gravedad me
dijo: Todavía no estás listo, tal vez el año entrante. El misterio siguió postergándose a lo largo de
varios encuentros. Un día regresó a Cali el grupo de Mercedes y Fermín no estaba. Había muerto.
Se había ido sin contarme el cuento de la muchacha que perdió su dondoro. No puedo decir que
viví aquello como una tragedia, me dolió más su ausencia que la falta de una respuesta. Fermín,
además de despertar mi curiosidad, había iniciado en mí el aprendizaje de la paciencia. Conocí,
en mis posteriores viajes al Pacífico colombiano, muchas versiones del cuento de la muchacha y
su dondoro extraviado, entre otros, uno fascinante que cuenta el origen del río Timbiquí.

Creo que es fácil entender ahora mi deseo de ir a beber agua de la fuente, comprender por qué,
años más tarde, en diciembre de 1992, me fui al África, a recorrer aldeas y pueblos en Malí, Costa
de Marfil, Burkina Fasso.

(…)

Abidján. Capital de Costa de Marfil

Aquí los cuentos hacen parte de la vida de todos los días. Me dice Honorá, uno de los
organizadores del festival de la FranContePhonie de Grand Akuzin, la primera noche, en un
maquis, en Abidján. Aquí vivimos con los cuentos, comemos, crecemos con cuentos. No son un
espectáculo ni un acontecimiento extraordinario. Hacen parte de nuestra cotidianidad. Hay
cuentos de brujería, cuentos de guerra, cuentos de amor, cuentos de héroes. La iniciación es muy
importante, todo comienza en la iniciación y los cuentos señalan el camino de la iniciación, pero
la iniciación puede resultar grave cuando se ocupa de cosas graves, como la brujería. Mientras lo
oía, pensaba: en nuestras ciudades la
iniciación, si existe, ha quedado en manos de la televisión, del colegio y del ejército.

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Ayer nos presentamos en el teatro de Werewere Liking llamado Aldea Ki-Yi. La noche empezó
con un espectáculo de percusión, siguieron cantos tradicionales, ¡un desfile de modas! y, para
terminar la primera parte, una obra de teatro. Después comimos todos juntos: actores, músicos,
cuenteros y espectadores. Al final, le llegó el turno a los cuenteros. En su orden: Mimi
Barthelemy, cuentera haitiana que trabaja en Francia; Pierre Schwartz, de Suiza; Benjamín
Moisés Benzo, de Guadalupe; Henry Casaux, del sur de Francia; Koldo Amestoy, del País Vasco
y yo. Manfeï Obin, de Costa de Marfil, nuestro anfitrión, hizo la presentación y el puente entre
los cuenteros. Encontré un público como el de la Costa del Pacífico colombiano. Un público que
no espera señales y convenciones para reír. Que puja. Que sigue el desarrollo de la historia con
gestos y comentarios, incluso en voz alta. Que se deja sorprender, y en ocasiones sorprende a los
cuenteros que no están acostumbrados a esa forma de interacción y no esperan pujas ni respuestas.
Es un público que constantemente está interviniendo, y en cierto tipo de historias pregunta e
irrespetuosamente hace que el cuentero vuelva sobre un pasaje particularmente complejo o alegre,
o lo presiona para que se deje de rodeos y vaya al grano. El cuento es algo que ocurre, que
acontece, al tiempo que el mundo ocurre en el cuento.

Recuerdo que en Guapi [Colombia], Margarita Campaz, una cuentera maravillosa, me enseñó los
distintos tipos de cuentos que había en su tradición. Cuando en nuestro primer encuentro le pedí
un cuento me preguntó: ¿Cómo lo quiere, lo quiere contao? ¿Lo quiere cantao? ¿O lo quiere
pujao? Después me enseñaría una cuarta forma, la adivinanza de desate. El cuento contao y el
cuento cantao no necesitan que entremos en detalles. El cuento pujao, que nos trajo a este
recuerdo de Margarita, es una forma de narración en la que el público va atizando el relato con
sus pujas, es decir, con esas onomatopeyas que proferimos constantemente en la conversación
cotidiana como ajá, mjm, mm y que podríamos traducir como te oigo, aquí estoy, sigo el hilo de
tu relato. Es como si el público asistiera al cuentero en el parto del relato. La adivinanza de desate
es un enigma que esconde un cuento y que el público va desatando con preguntas e hipótesis que
se van confirmando o descartando en su diálogo con el cuentero. Volvamos a la Aldea Ki-Yi. A
la hora de comer me di cuenta de que la reacción ante los cuentos no era lo único que me haría
sentirme en Colombia: la cena fue yuca asada y plátano maduro. ¡Como en mi casa!

(…)

Fakaha, la aldea de los pintores. País Senoufó.


Al norte de la Costa de Marfil

Es una aldea donde se practica un arte milenario transmitido de padres a hijos. Las mujeres tejen
telas blancas, de algodón, sobre las que los hombres pintan. Desde mi llegada querían venderme.
El acoso era desesperante: ¡Venga Blanco, compre, compre Blanco, compre, lleve!

Los cuadros eran magníficos pero mi presupuesto no permitía ningún desliz. Pregunté si había un
cuentero. Me miraron extrañados y fueron a buscar a un anciano. Me llevaron a una cabaña y me
ofrecieron una silla. Durante diez minutos discutieron el precio que le iban a cobrar al Blanco por
un cuento. Por primera vez era el Blanco, sinónimo de plata, de negocio, de décadas de
colonialismo, saqueo y esclavitud. Cuando al fin se pusieron de acuerdo en el precio, sorpresa: ¡el
Blanco no quería comprar! Dije que no era un
turista ni un comerciante y que no estaba allí para comprar cuentos sino para hacer un
intercambio de palabras. Para encontrarme con gente de otra cultura. Para escuchar otra lengua,
otro pensamiento. Propuse que cambiáramos palabra por palabra, y que estaba dispuesto a
comprar té y tabaco para que compartiéramos. La verdad es que la idea no les gustó, nuevamente

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comenzaron a discutir. El viejo levantó su mano derecha y todos se callaron, me miró y dijo: Si es
así, cuente. Y conté.

Comencé con una historia de pintores que fue naciendo de aquellas hermosas telas, de aquellas
manos que tenía frente a mis ojos. El taxista que nos había llevado traducía. No era senoufó,
traducía mal, en la medida de sus escasas posibilidades. Nuevamente el viejo levantó la mano y
entendí, me callé. Hizo llamar a su hijo que, siendo niño, iba al colegio, conocía la lengua de los
blancos (el francés) y siendo hijo de cuentero tenía el arte de la palabra. Seguí con mi relato, la
atención cambió sensiblemente, mi nuevo traductor le imprimió un ritmo agradable a la
alternancia de palabras. Cuando terminé, el viejo contó una historia de iniciación, que explica por
qué no sirve de nada encerrar a las mujeres. Bajo llave, con vigilancia, amarradas, siempre
encontrarán una salida.

Respondí con otro cuento. Uno de los pintores pidió permiso y contó otra historia de iniciación.
Arrancó otro y un tercero. Entendí que la respuesta correspondía con la historia que yo proponía.
Improvisé un relato mítico de creación y empezó la ronda de los relatos míticos: ¿por qué los
Senoufó no comen buitre? ¿Por qué el cielo está tan lejos de la tierra?

Bebimos té, fumamos tabaco y conté una historia del Tío Conejo. Respondieron con varios
cuentos de la Liebre y la Hiena. Cuando me llegó de nuevo el turno me dio por contar El
bomboro y el yimboró. Mi versión del cuento de la muchacha que había perdido su dondoro. La
cabaña se fue llenando, llegaron los jóvenes, los niños, y por último llegaron las mujeres. Mi
joven traductor tenía dificultades para hacerse escuchar porque el auditorio no conseguía aguantar
a que terminara la traducción para estallar en carcajadas, pujas y comentarios. La cabaña era un
solo murmullo constante y al mismo tiempo había allí una calidad de escucha y una atención
como pocas veces he vuelto a encontrar. Algo ocurría más allá de las palabras y de la inteligencia.
Cuando terminé me vi rodeado de alegría. Comentaban, reían. Nadie más contó, como que había
que quedarse en el lomo de ese relato que nos había llevado a otra dimensión del entendimiento.
El taxista rompió el encanto, teníamos que irnos.

Cuando estábamos a punto de partir se acercó un joven con una magnífica tela, regalo del viejo,
en nombre del pueblo, para el cuentero. El cuadro representa las dos máscaras de los senoufó en
la puerta de la cabaña sagrada y debajo, el nombre de la aldea: Fakaha, pero escrito al revés, de
derecha a izquierda. El pintor habla varios idiomas, sabe leer muchos signos, reconoce las huellas
de muchos animales y puede interpretar las danzas de las nubes que anuncian las lluvias y los
vientos, que auguran sequías… pero no conoce la escritura de los blancos, es analfabeto. Alguien
le había escrito el nombre de la aldea en un papel y en el momento de hacer el cuadro olvidó en
qué sentido debía escribirlo.

Si toda la memoria de este viaje se borrara y quedara tan solo un recuerdo elegiría este.

dondoro
Es una palabra inventada. La denominación de palabras inventadas me
resulta divertida porque da a pensar que las otras palabras no son
inventadas. Como cuando se habla hoy en día de comercio justo, que
podría significar que todo el otro comercio no es justo.

Hay muchas versiones de este cuento. El dondoro (el bomboro en mi


cuento) sería aquello que no hay que nombrar, pero en el sentido de
algo que no es

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importante nombrar, no en el de una prohibición.

Para mi espectáculo “La palabra” hice una versión que está en mi libro
“Cuando el hombre es su palabra y otros cuentos”.

Quiero recordar otra, que cuenta el origen del río Timbiquí. Dicen allá,
en el Departamento del Cauca, en el Pacífico colombiano que una
muchacha estaba
lavando la ropa en el río y, como el dondoro se le mojó, se lo quitó y lo
dejó al sol, sobre una piedra. Un águila que pasaba por ahí vio el
dondoro de la muchacha y se lo robó. Ella, muy preocupada, se fue
detrás, le pidió que se lo devolviera pero el águila iba muy lejos.
Cuando la muchacha volvió a la aldea se fue de casa en casa
preguntando: ¿Tío, tiíto, has visto mi dondoro? Esta parte del relato es
cantada, el que cuenta pregunta y el público le responde, también
cantando: Yo no lo he visto, pregúntale a tu tío.

A todas estas, el águila no se había podido comer el dondoro y lo había


botado, pero nadie lo encontraba.

La muchacha, como no tenía dondoro, no podía orinar, comenzó a


hincharse. Estaba muy gorda, muy hinchada, descomunal y cuando
estaba a punto de reventar encontró su dondoro y orinó. Así nació el río
Timbiquí. (De “50 notas, 17 fotografías y 1 receta de cocina”)

antes

Era una fría mañana de otoño. Hacía parte de un grupo de cuenteros que andaba de gira por la
Región Centro, en Francia. Ese día contábamos en una diminuta aldea llamada Corvées-les-Yys,
tan diminuta que no la había encontrado en ningún mapa. Lo previsto era que contáramos al aire
libre, pero una lluvia terca arruinó los planes. Rápidamente improvisamos un escenario, con pacas
de heno, en una vieja granja, y cubrimos la entrada con una lona plástica para quitarle agresividad
al frío, que mordía sin piedad. Comenzamos tarde, ya sobre el mediodía. Hacía hambre, hacía frío.
En los cuentos había soles y banquetes.

Al final de la contada se me acercó un hombre pequeño, robusto, a quien ni el hambre ni el frío


parecían hacerle mella. Me dijo que le habían gustado mis cuentos, que contaba como los
cuenteros de antes. Señaló que no era del lugar, estaba en casa de su hermana, visitando a la
familia, y de casualidad pasaba por ahí cuando anunciaron los cuentos. Debió sentir los embates
de mi hambre porque se apresuró a preguntarme si aceptaría ir a contar cuentos, ese invierno, a su
aldea, más pequeña que aquella. Me advirtió que no me pagaría con dinero sino como a los
cuenteros de antes, con vino, queso, jamón, con esos pasteles de carne que llaman terrines, con
pan y con conservas y me invitó a quedarme, si quería, una semana entera. La idea me entusiasmó.
Busqué inmediatamente fechas, tenía una agenda tan apretada que le habían salido arrugas y
moretones a los días. Le propuse los dos únicos días libres que encontré. Aceptó, me indicó la
estación del ferrocarril a la que debía llegar y el horario conveniente. Allí estaré, prometió. Me
dio su nombre y se despidió.

Tenía tanta hambre que en el momento no acerté a pedir ninguna otra precisión. Luego, cuando
volví a pensar en el asunto me di cuenta de que todo era muy incierto. No tenía un teléfono ni una

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dirección, no había tenido la precaución de anotar el apellido de aquel hombre y ni siquiera estaba
seguro de su nombre. Solo tenía la referencia de una estación, una fecha y un horario. Para mi
buena ventura, cuando me bajé del tren y salí, allí estaba, esperándome, como había prometido.

Me llevó a su aldea, que quedaba a media hora de la estación. Una aldea de agricultores, me dijo.
Palabra que tiene ecos de tractor, de cosechadora y trituradora, de cultivos genéticamente
modificados… La palabra de antes, campesinos, con su azadón de palo, sus bueyes y yuntas,
palabra con surcos, lecturas de nubes y manos callosas, parece estar en desuso.

Llegamos a su casa. Me presentó a su familia, que demostró con alegría el orgullo de recibir a un
cuentero. Michel, creo recordar que ese era su nombre, me dijo que ese día contaría al anochecer,
antes de la cena, allí, en aquel salón y que el día siguiente lo haría en la casa vecina, donde su
primo. Luego, la señora de la casa me mostró mi habitación.

En esas latitudes anochece temprano en invierno. Michel vino a verme. Todo está listo, me dijo.
Había conseguido un taburete de madera, sin espaldar, de tres patas. Lo había ubicado al lado de
la chimenea. Había dispuesto las sillas para que todos los asistentes pudieran verme y
escucharme… Lo único que falta, agregó en un tono muy serio, casi trascendental, es que me diga
qué leña le echo al fuego. ¡¿Qué leña le echa al fuego?! La pregunta me desconcertó. Michel lo
notó. Al cabo de un silencio incómodo dijo: No importa, sin poder impedir que la desilusión
pesara en sus palabras. Es que tal vez no entendí la pregunta, traté de disculparme. Quería
simplemente que me dijera qué leña le echo al fuego, repitió. Sí, eso lo entendí, pero ¿cómo así
qué leña le echa al fuego? Bajó la mirada, como si lo que tenía que decir pudiera ofenderme. Es
que los cuenteros, antes, sabían qué leña había que echarle al fuego. ¡Mmm!, exclamé, y le
expliqué que venía de Cali, Colombia, una ciudad donde no hay invierno. Donde todo el año, la
temperatura vacila entre los 25 y los 35 grados, a veces sube un poco más. Donde no hay
chimeneas ni leña en las casas. Y donde, sin embargo, se cuentan cuentos. Cuando vi que mi
explicación había conseguido remendar el agujero en su entusiasmo, le pedí que me dijera qué
tenía que ver la leña con el cuento. Es simple, me dijo, si usted ha decidido contar, por ejemplo,
no sé, cuentos de amor o relatos mitológicos, pongo una leña discreta, que apenas murmulle y se
consuma suavemente. Si, por el contrario, va a contar cuentos de espantos, de aparecidos, pues
pongo una leña que restalle, que chasquee constantemente. O una leña que crepite si es, por
ejemplo, una epopeya… (Seguramente Michel no usó todos estos verbos que me llegaron a la
hora de pensar la voz del fuego. Ni tampoco esta enumeración de géneros, eso sí, dejó en claro y
firme lo que quería expresar). Del desconcierto pasé al asombro pero atiné en proponerle: Ponga
usted la leña, que yo haré lo que pueda y trataré de contar lo que dicte el fuego. El hombre quedó
contento con la salida que le habíamos encontrado al impasse y así se hizo.

La selección de las distintas leñas hizo que las dos contadas fueran verdaderos diálogos con el
fuego. Me pagaron con vino, con pan, con pasteles, con jamones y con terrines. Casi no podía
cargar todo lo que me dieron.

Cuando Michel me llevó a la estación para que tomara el tren de regreso me dijo lo orgulloso que
estaba de la visita. Habían estado muy contentos. Luego me confesó, pero así, como si hablara de
algo sin importancia, que no era verdad que conociera a los cuenteros de antes y que no había
escuchado a alguien que contara al ritmo del fuego. Había oído a su padre hablar tantas veces de
esos cuenteros, de la leña, el cuento y el fuego, que había querido vivirlo y se había arriesgado a
invitarme.

akpani

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En Abidján, (…) me recibió en su casa una familia. Para hacerles una atención a mis anfitriones,
decidí prepararles un sancocho de cola. En el mercado conseguí casi todo, la cola de res, los
plátanos, la yuca, la cebolla larga… Solo me faltó el cimarrón. Había grandes expectativas pero al
final, el único sorprendido fui yo. Cuando probaron mi sancocho me dijeron que había hecho un
plato marfileño, que no tratara de engañarlos. Lo único que les pareció distinto fueron las tostadas
de plátano. Así, como las hacemos en Colombia y con hogao, no las habían probado.

A la señora de la casa le pareció un honor que hubiera preparado una comida especial para ellos
(aunque nada exótica) y decidió darme a probar los platos locales más representativos. Al día
siguiente preparó gacela. A la hora de comer vi que no la probó. Le pregunté por qué y me
explicó que ella era gacela y si comía de su propio animal le iba a doler la cabeza, se podía
enfermar. Podía cocinar, en ocasiones especiales, una gacela que hubiera muerto en
circunstancias tales como un accidente y haciendo ciertos sacrificios, pero tenía prohibido
comerla. Recuerdo la gravedad de su respuesta, aunque olvidé a qué sabe la gacela.

Al día siguiente preparó una sopa de cangrejo con leche de coco. Luego cocinó carne de agutí. Y
así, cada día un plato nuevo. Llegó el fin de semana y fuimos al mercado, me mostró lo que
íbamos a almorzar: una especialidad llamada, en la lengua akan, akpani, murciélago.
Sí. Allí, al frente mío, secándose al sol, ahumados, peludos, con los dientes pelados estaban los
akpanis… Cuando vi aquello le dije a mi anfitriona, muy serio: Ocurre que soy murciélago. Le
mostré mis orejas puntudas y agregué: Creo que me haría mucho daño comerme un akpani. Ella
me miró, miró mis orejas y, con una sonrisa eligió otro plato para el almuerzo.

castigados

El 24 de septiembre de 1999 cayó viernes. Era el día de la virgen de las Mercedes, patrona de los
presos y, coincidencialmente, me pidieron que fuera a contar a las
dos cárceles de Bogotá, La Picota y la Modelo. Como era imposible recorrer los distintos patios
de los dos presidios el mismo día, la visita a la Modelo se pospuso para el lunes, que ya no tenía
la bendición de la virgen de las Mercedes.

Aquel viernes mi primera contada ocurrió en la cancha de fútbol. Allí tuve lo que, en la jerga de
los gestores culturales sería un verdadero público familiar. Estaban las compañeras y los hijos de
los detenidos. De allí me fueron entregando de patio en patio. Hubo un lugar en el que no conté.
Había una verdadera fiesta. Con mujeres, vestidas con muchos colores y poca tela. Un equipo de
sonido a todo volumen… Me pareció que la competencia era desleal y que escuchar cuentos en
tales circunstancias sería, para ellos, una pérdida
de tiempo. Supe más tarde que era el patio de los testaferros, secretarios y manos derechas de los
narcotraficantes. En los otros patios pude contar sin problemas.

Recuerdo que el cuento de “Los enemigos” tuvo una acogida especial. La introducción tendió un
silencio que se fue tensando, palabra a palabra: Mi abuelo tenía muchos enemigos, decía que en
la vida era fundamental tener buenos enemigos. Pónganse ustedes a pensar y verán que un amigo
un día lo abandona a uno, lo decepciona, lo traiciona, lo olvida, lo cambia por otro... En cambio,
¿un buen enemigo? ¡Un buen enemigo es para toda la vida! Además, los enemigos siempre dicen
la verdad. Sobre todo cuando duele. Y otra cosa, de un amigo nunca se sabe qué esperar; de los
enemigos, siempre, incluso lo peor. Y lo peor que puede pasar con un enemigo es que un día se
convierta en amigo, ya que para todo lo demás uno está preparado. Por todas estas razones, mi

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abuelo había llegado a la conclusión de que la grandeza de un hombre se mide por la calidad de
sus enemigos…

Hablo a menudo de lo importante que es encontrar la palabra precisa para cada relato. Debería
pensar también en que la palabra precisa tal vez no existe en general, no es solo la palabra en sí
sino cuándo y para quién. El caso es que en La
Picota, las palabras de este relato, parecían haber encontrado su destinatario, como nunca antes.

Otro recuerdo guardo de aquella visita, un recuerdo que tiene el pardo color del miedo. Persiste la
imagen de que allí, en la Picota se vivía el país de una manera extrema. Es como si aquel lugar
fuera un concentrado, de altísima densidad, de las contradicciones y desigualdades que nos
atraviesan. Había un patio de los paramilitares, otro de los guerrilleros, uno más de los
narcotraficantes y otro de los políticos corruptos y grandes estafadores. Todo tenía dueño. En las
cárceles en las que había estado antes, contando cuentos, la diferencia más visible era: por un lado,
los delincuentes comunes, por el otro, los presos políticos. En La Picota, y más aún en la Modelo,
las leyes no parecían ser las de la prisión sino las de la lógica del conflicto colombiano (la guerra
fratricida, el prójimo como enemigo, la negación del otro). En la entrada de cada patio un guardia
me entregaba a un interno. Como quien hace entrega de un objeto, sí, de algún valor, pero objeto
al fin y al cabo. No me acompañaban, eran territorios que les estaban vedados.

En uno de los patios, el hombre que me acompañaba notó mi temor. Me dijo que no me
preocupara, que estábamos seguros. Para comprobarlo me mostró una granada. Tal como lo digo,
¡una granada!, la llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. El temor no desapareció, se volvió
pavor. Había oído decir que en las cárceles bogotanas los presos estaban mejor armados que los
guardias, pero pensaba que era una exageración de las nuestras.

En la mañana del lunes me dirigí hacia la cárcel Modelo. Era, sin duda, el día y el lugar
equivocados. Al llegar presencié una escena a la que no debería haber asistido.

Llueve. En la entrada de la cárcel, una volqueta, herrumbrosa, de las de transporte de material. Un


guardia abre la reja. Seis guardias transportan tres cuerpos inertes, semidesnudos. Los sujetan por
las muñecas y los tobillos. Las cabezas cayendo, descoyuntadas. Llegan a la volqueta, los echan
adentro con un leve balanceo, el mínimo impulso…

Todavía puedo escuchar el sonido de aquellos cuerpos estrellándose contra el platón de la


volqueta.

El encargado de mi visita fue a averiguar qué ocurría. Hubo una discusión que duró un buen
tiempo. Yo esperaba. No podía quitarle los ojos de encima a la volqueta. Me acerqué a un guardia
y le pregunté qué había ocurrido. Es lunes, me respondió, ajustes de cuentas. La manera como me
lo dijo tenía el mismo dejo de normalidad, de acostumbramiento que había en el leve balanceo de
aquel impulso que dio con los cuerpos en la volqueta. Me explicó que el primer día de la semana
suele ser muy violento, los detenidos que se endeudan deben pagar el domingo, después de recibir
las visitas de los familiares. Cuando la visita no trae el dinero, el día lunes, los deudores pagan
con la vida.

A todas estas, la administración informó que no habría presentación de cuentos. Los reclusos
estaban castigados. Cuando mi acompañante me lo dijo me sentí aliviado. La idea de no contar
aquel día en aquel lugar me reconfortó. Sin embargo, él no tenía la más mínima intención de
ceder. Había obtenido los permisos después de muchos trámites y no disponíamos de otra fecha.

Buenaventura Vidal, Nicolás. “Palabra de cuentero” Karpa 3.2 (2010): n. pag.


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Pidió hablar con el director de la prisión y se fue a negociar. Al final, llegaron a un acuerdo que
nadie me supo explicar, tal vez había que vivirlo para entenderlo. Me llevaron a un patio, vacío, y
me entregaron una silla y un altavoz, de esos de pilas, que es más el ruido que hacen que el
sonido que amplifican. Me dijeron que los internos, como estaban castigados, no iban a asistir al
acto. Que contara desde allí, ellos me escucharían en las celdas. Me costaba creerlo, en otras
condiciones me habría negado a intentarlo, allí no pude. La negociación había sido complicada y
era lo máximo que la dirección estaba dispuesta a conceder. Comencé a contar para aquel espacio
vacío. Para las paredes blancas, para las ventanas, para las rejas.

Las palabras se me caen de la boca, no ocurren, no se levantan, se arrastran para tratar de llegar a
las celdas de las que solo percibo las rejas. Termino, no sin dificultades un primer cuento.
Termino un segundo cuento. En el tercero,
me siento perdido. Quiero acabar lo antes posible. Irme. Acelero el ritmo, apresuro las palabras.
No voy a poder contar más. Ni siquiera voy a poder terminar este cuento. De pronto, en uno de
los costados, en el fondo, veo una
mano que sale de una de las celdas, con un trapo amarillento. Comienza a moverlo, lentamente,
como si me dijera con su trapo: aquí estoy, cuéntame. Termino la tercera historia guiado por
aquel faro. Y sigo contando para aquella mano, para aquel trapo amarillento.

TIEMPOS y tiempos

(…)

Uno de los lugares más apartados que he visitado es Madagascar. En el solo nombre de aquel país
ya hay un viaje. Hay países, ciudades así, con nombres evocadores, que parecen palabras
mágicas: Samarcanda, Siracusa, Zanzíbar, Bucaramanga, Tombuctú… En Madagascar las
ciudades a las que fui a contar tenían nombres como esos, de cuentos: Antsiranana, Antananarivo,
Ambositra, Fianarantsoa, Farafangana, Tamatave, Ambatondrazaka, Ambovombe y la casi
impronunciable Tsiroanomandity. ¿No es como si dijéramos AbracadabrA?

De aquel viaje, de aquel presente lejano guardo una frustración. Hay muchas formas de
frustración, esta es una que recordar no duele.

Estuve 14 días en Madagascar, hice 14 presentaciones en 14 ciudades distintas. No puedo decir


que hice una función diaria porque recorrí distancias de más de un día y otras, de unas horas. A
algunos lugares fui en avioneta a otros en tren y sobre todo viajé en un microbús azul que
manejaba un hombre muy gentil, callado, como casi todos los malgaches que conocí. Se llamaba
Maurice y hablaba un francés… eso, de un presente lejano. Allí empieza el otro tiempo de
Madagascar, en la lengua. El francés que hablan tiene los colores y el rigor de otra época. Usan
palabras que hoy, en Francia, solo circulan en los libros. Como cuando en ciertos lugares, en
Colombia, la gente lo trata a uno en términos de su mercé. En cuanto a la lengua malgache, solo
podía apreciar su musicalidad y lo poco que distinguí me hacía pensar en un lugar improbable,
donde África y Asia se conjugaban en un mismo tiempo.

La cantidad de trabajo que tenía y las distancias que recorrí no me permitieron ver y sentir aquel
país como hubiera querido. Los directores de la Alianza Francesa y la Cooperación Franco-
malgache, mis anfitriones, habían organizado el itinerario. Como dije, una vuelta a Madagascar
para corredores de fondo con 14 etapas. En general, los atletas que hacen este periplo no llegan a
la última etapa porque en el camino los atacan gripas, catarros, desajustes gastrointestinales,
amebas… Tal vez viajé más rápido que las plagas porque allá no me alcanzó ninguna, (eso sí,

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regresé a Cali con un paludismo doble: vivax y falciparum). El hecho fue que pude llegar a la
última etapa del recorrido: Ambovombe, una aldea en el sur de la isla.

De ese lugar conocí el salón donde se hizo la presentación, la casa de una familia, una calle y un
hotel sin sábanas, donde había que dormir vestido. Recuerdo que esa noche, después de la función,
hacia las tres de la madrugada, el conserje, casi un niño, me despertó llamando a la puerta. Con
los ojos llenos de sueño le pregunté qué quería y me dijo: ¿Quiere una cocacola o una muchacha?
Debió darse cuenta de mi absoluto desconcierto porque se fue sin que tuviera que responderle.
Tardé mucho en volverme a dormir y a la mañana siguiente, a primera hora, seguí el viaje.
Maurice me esperaba en el microbús, allí dormía, no se alojó en ningún hotel. Le pregunté si los
viáticos no le alcanzaban. Me dijo que sí alcanzaban, pero que no le molestaba dormir allí.
Además, con lo que había ahorrado, la familia iba a poder hacer la celebración de voltear a uno de
sus ancestros. Ante mi asombro me explicó, de manera muy sencilla, que a los ancestros (los
muertos) les da frío y hay que desenterrarlos y cambiarles el sudario. En los cementerios en
Madagascar hay mausoleos enormes. A menudo los muertos habitan casas más grandes que los
vivos. El otro tiempo de Madagascar tiene que ver también con una presencia cotidiana de los
ancestros, con una vida y un presente constante de los muertos.

Volvamos a mi llegada a Ambovombe. Según me contaron, quiere decir allí donde hay pozos. El
encargado de la Alianza Francesa era joven, muy joven, 20, 22 años, estaba prestando su Servicio
Civil. En los meses que llevaba allí había tenido que cancelar una a una, irremediablemente, todas
las actividades culturales que había programado. Cuando le avisaron que yo sí llegaba, le dio
pánico. Pensó, no sin razón, que nadie asistiría y lo que se le ocurrió fue agarrar un mapamundi,
irse de casa en casa, mostrarle a todo el pueblo dónde quedaba Colombia y decir: Aquí está Cali y
aquí, Ambovombe y este hombre ha venido desde allá hasta acá para contarles cuentos.

Me instalaron en aquel hotel. Me llevaron al lugar de la función. Era de lo más desangelado. Un


salón largo con un techo muy bajo. Un tubo de neón que no paraba de titilar. No había sillas. En
uno de los costados del sitio donde debía contar, el joven encargado de la Alianza improvisó una
especie de burladero, juntó tres tablas y las dispuso verticalmente: mi camerino. A la hora
prevista llegó mucha gente, el lugar estaba repleto. Diría que todo el pueblo estaba ahí, solo
faltaban los perros, los gatos y las gallinas. Vi que casi todos traían pequeños tapetes. Los
desenrollaron y en ellos se sentaron. También vi que traían unos atados de tela. No faltaron allí
las sillas ni un escenario ni un camerino ni un reflector. Con su sola presencia angelaron el lugar.
Aunque al final sí, algo faltó…

Conté un poco más de una hora, me sentí bien, el público era respetuoso, atento. Los aplausos
fueron generosos. Me fui a mi parapeto. Me asomé por las hendijas. Como nadie mostraba prisa
por irse salí y conté una media hora más. Terminé y, de nuevo, los aplausos. Volví a mi
improvisado camerino. No se levantaban. Salí una tercera vez, conté unos cuarenta minutos más.
Cuando acabé saludé de la manera más evidente que encontré para decirles que la función había
terminado. Nada, nadie se levantaba. Por las hendijas de la tablazón vi cómo desataban los bultos
que habían traído pero no lograba saber qué hacían con ellos. Salí, anuncié que iba a contar un
último cuento. Cuando terminé aplaudieron y ahí se quedaron. Por los resquicios los miraba,
permanecían, sin la más mínima intención de irse. Le hice señas a mi joven anfitrión para que se
acercara y le pregunté si entendía algo de lo que ocurría. Me dijo que no, que para él estaba claro
que el espectáculo se había acabado. Propuso salir él y agradecer en nombre de la Alianza y
despedirse. Así lo hizo. Cuando terminó se produjo un silencio opaco, destemplado. La gente
comenzó a irse, lentamente. Decepción. Trataba de darme ánimos diciéndome: Tal vez son así.

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No tratés de entenderlos, no los reduzcás a tus expectativas… No había consuelo. La frustración
era innegable.

En el momento de partir, una mujer le dijo al joven organizador que iban a reunirse varios de los
que ahí estaban y nos invitaban a su casa, a cenar.

Tenía ganas de encerrarme en el hotel a rumiar lo ocurrido, a ver si le encontraba sentido … A


pesar del miedo y la vergüenza, no aguanté la curiosidad y terminé aceptando la invitación.

En una mesa pusieron una gran cantidad de platos y debajo, varios manteles, que se me
parecieron mucho a los trapos que formaban los atados que habían llevado a la función. También
había vino y cerveza… No me atrevía a decir nada, cualquier pregunta que hiciera significaba
aceptar y confesar mi derrota. Mientras el asunto se mantuviera en lo no dicho, podíamos guardar
las apariencias. Los dueños de la casa y unas cuantas personas más me preguntaron sobre
Colombia, el viaje, mis impresiones de los lugares que había visitado… Respondí, conté y llegó
un momento en el que la curiosidad venció a la cobardía, la pregunta no resistió más el encierro y
reventó: ¿Qué pasó? Quisiera saber qué fue lo que pasó… No entendieron a qué me refería. Traté
de ser más específico: ¿Un problema con el idioma? Me dijeron que no, que habían comprendido
todo. ¿Los cuentos? ¿Demasiado extraños? ¿Muy lejanos? Me contestaron que los cuentos les
habían encantado, que eran ¡tan distintos y tan parecidos a los cuentos que allá se contaban!
Entonces ¿qué fue? ¿Por qué esa frustración al final? La palabra frustración les pareció exagerada
pero supieron qué era lo que me preocupaba. No tiene ninguna importancia… Trataron de
tranquilizarme. Insistí. Al fin una mujer se atrevió: Sucede que aquí se cuentan cuentos solo en
una estación, durante el invierno. Vienen los contadores de historias, nos reunimos, y se cuenta
durante tres, a veces cuatro días con sus noches. Cuando nos mostraron que usted venía desde allá,
desde ¡tan lejos!, nos preparamos para recibirlo como merecía, llevamos comida… íbamos
dispuestos a escucharlo toda la noche.

Había llegado a otro tiempo, otro presente que no fui capaz de leer. (...)

tratés, reduzcás…
Cuando me hablo utilizo indistintamente el tú y el vos, a veces me
hablo también en francés, pero creo que no pienso en francés.
Considero y siento que la misteriosa manera en que se forma el
pensamiento está estrechamente determinada por la primera lengua, en
su forma más profunda. Es evidente que mi español está muy
contaminado. Hay en él palabras de mi infancia, en Cali, en el barrio
San Antonio. Digamos, soya, para dar un ejemplo. Expresión con la
que se forman sustantivo, verbo y adjetivo. De algo sabroso o agradable
se puede decir que es una soya. De alguien que se está gozando algo se
puede decir que está soyándoselo. Y de alguien divertido se puede decir
que está soyado. Hay palabras familiares, como la palabra lunanca para
referirse a una mesa que tiene un equilibrio bailable. En general se usa
una mesa coja. En mi familia, del lado Buenaventura, decimos lunanca,
expresión más apropiada para cuadrúpedos (mesas y vacas). Hay
palabras, expresiones y construcciones que vienen del bilingüismo en
que habito, entre el español de Colombia y el francés. También de allí
me viene la preocupación por diferenciar la pronunciación de la v y la b,
por ejemplo. De tratar de conservar el máximo de sonidos de la lengua
al contar. Aunque algunos sonidos me superan y creo que ya no podré

Buenaventura Vidal, Nicolás. “Palabra de cuentero” Karpa 3.2 (2010): n. pag.


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asumirlos, como la c castellana y la z. En general el llamado ceceo
tiene, en nuestra memoria, extrañas resonancias que dejan en la boca el
sabor de una traición.

En el Valle del Cauca, en el Pacífico Colombiano y en Antioquia se


utiliza un vos, que empieza en el sur de México y va dando saltos hasta
llegar al Cono Sur, Argentina, Uruguay, Paraguay. En mi infancia y
juventud se usaba un vos coherente. A quien se le colara una
conjugación en tú le caían burlas, lo tratábamos de rolo o de corroncho,
(apelativos despectivos con los que nosotros, el centro del mundo, nos
referíamos a los bogotanos y a los de la Costa Atlántica). El vos quieres,
en lugar del vos querés (que se ha vuelto muy Palabra de cuentero
común hoy en día, tanto en Cali como en Buenos Aires o en
Tegucigalpa) era considerado un barbarismo, una pérdida de identidad.
Ese vos nuestro entró muy temprano en la literatura gracias a un
maravilloso escritor al que le han acuñado el sello de costumbrista y así
cada vez se lo lee menos. Se trata de Tomás Carrasquilla, que escuchó
y llevó a las letras tesoros de la tradición oral, entre otras cosas, los
cuentos que se contaban los esclavos en las minas, allá en su pueblo,
Santo Domingo.

foro

(…)
La verdadera razón de mi contar descalzo se encuentra en una historia que comienza en Bogotá,
una ciudad donde puede llover mucho y muchas veces en el mismo día. Tenía una temporada de
“La guerra de los Cuervos y de los Búhos. Cuentero y cuarteto de instrumentos cultos, incultos y
salvajes”, en la salita del Teatro Libre del Centro. Yendo hacia el teatro me cayó encima un palo
de agua y se me empaparon los zapatos. (Cuando me preguntan cuál es la diferencia entre contar
cuentos y hacer teatro se me antoja decir que en el teatro, uno llega a la sala y en el camerino se
pone los zapatos del personaje). Como las noches bogotanas suelen ser frías decidí contar
descalzo y me sentí muy bien, sobre todo en la relación con el público. Decidí seguir contando
cuentos descalzo (con lo que mi diferencia entre hacer teatro y contar cuentos, ya no cabe, o tal
vez debería decir, cobra otro matiz: para contar cuentos me quito el personaje del teatro de la
vida).

Años más tarde fui a Guapi, en el Pacífico colombiano, allí donde queda África, sí, a pesar de lo
que dicen los mapas África también queda en Colombia. Estaba haciendo una serie de
documentales sobre las distintas tradiciones orales en Colombia y tenía que reunirme con un
grupo de cuenteras que se había dedicado a recuperar los cuentos de sus padres y abuelos. Eran
cinco mujeres negras, con todos sus cabellos blancos. Recuerdo los nombres: Margarita, Isaura,
Tránsito, Martina y Encarnación. Con ellas de todo se podía hablar con malicia y sin formalidad.
Cuando viajo a algún lugar a escuchar historias, cuento. También hace parte de mi iniciación, lo
aprendí en Fakaha, una aldea en el norte de Costa de Marfil, cuando dije que era cuentero y que
estaba allí para escuchar historias. Un viejo calló a todo el mundo y me dijo: Si es así, cuente. No
olvidé la lección.
Allí, en Guapi, cuando me llegó el momento de contar me quité los zapatos. Isaura me miró
inquieta y me advirtió: ¡No haga eso, muchacho! Con el calor que está haciendo y el piso tan frío,
de pronto se me resfría. Entonces Margarita la miró, miró mis pies desnudos y dijo: A ver
Isaura,¡haga memoria! (No sé si Margarita usó esa expresión pero hacer memoria me fascina).

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¡Piense, recuerde a su padre contando cuentos, a su abuelo! ¿Usted les ve zapatos? No, ¿verdad?
Es que el zapato y el cuento no pegan.

narradores

En Francia, al final de los ochenta, conocí narradores, cuenteros de muchos países. Allí entré en
contacto con cuenteros de culturas distintas y distantes y aprendí mucho de ellos. Francia, que
tuvo varias y distantes colonias, Vietnam, África del Oeste, Argelia, Madagascar, Canadá, el
Caribe… ha recibido herencias que todavía oficialmente trata de negar (entre otras razones,
porque hay muchas deudas pendientes con esos países).

Fue muy importante para mí ver el rigor, la manera cómo asumían los cuenteros de ese momento,
tanto los franceses como los de esas otras culturas, el oficio de contar. El rigor en la puesta en
escena, el rigor en el trabajo con la música. Podría citar algunos nombres: Michel Hindenoch, un
cuentero francés, de Alsacia y Lorraine, que cuenta las historias de Maître Renard,—renard es el
zorro, que en la tradición europea es la astucia, la malicia, lo que en algunas de nuestras
tradiciones es el conejo o la liebre—; Bruno de la Salle, capaz de contar La Odisea, desde los
primeros hasta los últimos versos, a la manera de los aedas; Manfeï Obin, cuentero de Costa de
Marfil; Hammed Bouzine, que es kabil por un lado y tuareg por el otro y cuenta grandes epopeyas
de los kabiles y de los tuareg; Catherine Zarcate, que puede contar en una noche Las mil y una
noches; Janick Jolin, que renueva toda la tradición de su región, el Poitou; Henry Gougaud, que le
da un nuevo aliento a tradiciones orales viejas como el mundo… Son muchos y una vez más temo
olvidar algunos nombres. La verdad es que a mí lo de las listas no se me da. Creo que un oficio
que detestaría hacer sería escribir manuales de uso para electrodomésticos, hacer listas,
inventarios, y todo tipo de enumeraciones verificables. También las encuestas me darían mucha
lidia.

Hoy en día me sigo encontrando con cuenteros que me asombran y que me producen fascinación:
Quico Cadaval, cuentero de Galicia, que le logra dar a la provocación una dimensión poética… o
al revés. Un cuentero argentino llamado Juan Marcial Moreno. Su repertorio es asombroso, capaz
de contar en alemán, inglés, francés… Es un monstruo sobre el escenario, es pequeño y, en
cuanto comienza a contar, dobla su tamaño. Me fascinan, además, porque no sería capaz de hacer
lo que ellos hacen. También tengo una gran admiración por varias cuenteras populares de
Colombia que he tenido la suerte de encontrar en mis viajes: Margarita Campaz, Isaura, Tránsito,
Martina y Encarnación.

* ~ *

El libro Palabra de cuentero de Nicolás Buenaventura Vidal reúne 24 relatos, 20 preguntas, 74


respuestas, 50 notas, 17 fotografías, 1 mapa, 1 receta de cocina, 7 notas al margen y 4 tigres
acerca de la escritura, el cine y especialmente, el arte de contar cuentos. Es un libro pensado,
escrito, soñado, jugado, construido como una casa. Con sus cuartos - amplios, el techo alto-, con
su cocina, con su sala de estar, con su salón de juegos, con su estudio, con sus tigres, con sus
cuartos de baño, con varias puertas y no menos ventanas. (Palabra de cuentero, Palabras del
Candil, Guadalajara, España. 2010)

Buenaventura Vidal, Nicolás. “Palabra de cuentero” Karpa 3.2 (2010): n. pag.


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