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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Cap Alabanza a la Trinidad, el hombre y su encuentro con Cristo Pág

PRIMERA PARTE: ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL GRAN 6


JUBILEO

I Año: A Jesucristo 6

II Año: Al Espíritu Santo 7

III Año: Dios Padre 9

Oración de Juan Pablo II para el gran jubileo del año 2000 11

SEGUNDA PARTE: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 13

SECCIÓN I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD 14

1 En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación 14

2 La gloria de la Trinidad en la creación 16

3 La gloria de la Trinidad en la historia 18

4 La gloria de la Trinidad en la Encarnación 20

5 La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo 22

6 La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración 24

7 La gloria de la Trinidad en la Pasión 26

8 La gloria de la Trinidad en la Resurrección 29

9 La gloria de la Trinidad en la Ascensión 31

10 La gloria de la Trinidad en Pentecostés 33

11 La gloria de la Trinidad en el hombre vivo 35

12 La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia 37

13 La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial 39

SECCIÓN II: EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DOS 41

14 El hombre "buscado" por Dios y "en busca" de Dios 41

15 "Espera y asombro del hombre ante el misterio" 43

16 La escucha de la Palabra y del Espíritu en la revelación cósmica 45

17 El encuentro decisivo con Cristo Palabra encarnada 47

18 La metánoia, consecuencia del encuentro con Cristo 49

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19 El cristiano discípulo de Cristo 51

20 El cristiano animado por el Espíritu 53

21 En Cristo y en el Espíritu la experiencia del Dios "Abbá" 55

SECCIÓN III: LA EUCARISTÍA 57

22 La Eucaristía suprema celebración terrena de la "gloria" 57

23 La Eucaristía, memorial de las maravillas de Dios 59

24 La Eucaristía, sacrificio de alabanza 61

25 La Eucaristía banquete de comunión con Dios 63

26 La Eucaristía abre al futuro de Dios 65

27 La Eucaristía, sacramento de unidad 67

28 La Palabra, la Eucaristía y los cristianos desunidos 69

SECCIÓN IV: TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO 71

29 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva ecuménica 71

30 Fe, esperanza y caridad en la perspectiva del diálogo interreligioso 73

31 Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo 75

32 El valor del compromiso en las realidades temporales 77

33 El compromiso por la libertad y la justicia 79

34 El compromiso por evitar la catástrofe ecológica 81

35 El compromiso por un futuro digno del hombre 83

SECCIÓN V: LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA 85

36 Hacia cielos nuevos y una tierra nueva 85

37 La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo 87

38 La "recapitulación" de todas las cosas en Cristo 89

39 María, icono escatológico de la Iglesia 91

40 María, peregrina en la fe, estrella del tercer milenio 93

TERCERA PARTE: INAUGURACIÓN Y CLAUSURA DEL GRAN 95


JUBILEO

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1. Esta noche santa comienza el Gran Jubileo, un tiempo de gran alegría y 95


esperanza. Apertura de la Pueerta Santa de la Basílica de San Pedro

2. Un año de gracia y de misericordia. Apertura de la Puereta Santa de San 99


Juan de Letran

3. Cristo nos conceda la Paz. Apertura de la Puerta Santa de Santa María la 101
Mayor

4. El Espíritu Santo guia nuestros pasos hacia la unidad y la comunión plena. 103
Apertura de la Puerta Santa en San Pablo Extramuros

5. Se cierra la Puerta Santa, pero queda abierto más que nunca el Corazón de 106
Cristo. Clausura del Gran Jubileo

6. Acto de consagración a la Virgen del Tercer Milenio. Oración de Juan 110


Pablo II ante la imagen de Fátima.

APÉNDICE I 113

Tertio millennio adveniente 114

APÉNDICE II 140

Incarnationis mysterium 141

APÉNDICE III 154

Novo millennio ineunte 155

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PRIMERA PARTE

ORACIONES DE JUAN PABLO II PARA EL


GRAN JUBILEO
A JESUCRISTO

AL ESPÍRITU SANTO

AL PADRE

ORACIÓN PARA EL GRAN JUBILEO

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ORACIÓN DE JUAN PABLO II


PARA EL PRIMER AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL 2000

I año: Jesucristo

Señor Jesús, plenitud de los tiempos y señor de la historia, dispón nuestro corazón a celebrar con fe
el Gran Jubileo del Año 2000, para que sea un año de gracia y de misericordia. Danos un corazón
humilde y sencillo, para que contemplemos con renovado asombro el misterio de la Encarnación,
por el que tú, Hijo del Altísimo, en el seno de la Virgen, santuario del Espíritu, te hiciste nuestro
Hermano.

(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).

Jesús, principio y perfección del hombre nuevo, convierte nuestros corazones a ti, para que,
abandonando las sendas del error, caminemos tras tus huellas por el sendero que conduce a la vida.
Haz que, fieles a las promesas del Bautismo, vivamos con coherencia nuestra fe, dando testimonio
constante de tu palabra, para que en la familia y en la sociedad resplandezca la luz vivificante del
Evangelio.

(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).

Jesús, fuerza y sabiduría de Dios, enciende en nosotros el amor a la divina Escritura, donde resuena
la voz del Padre, que ilumina e inflama, alimenta y consuela. Tú, Palabra del Dios vivo, renueva en
la Iglesia el ardor misionero, para que todos los pueblos lleguen a conocerte, verdadero Hijo de
Dios y verdadero Hijo del hombre, único Mediador entra el hombre y Dios.

(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).

Jesús, fuente de unidad y de paz, fortalece la comunión en tu Iglesia, da vigor al movimiento


ecuménico, para que con la fuerza de tu Espíritu, todos tus discípulos sean uno. Tú que nos has
dado como norma de vida el mandamiento nuevo del amor, haznos constructores de un mundo
solidario, donde la guerra sea vencida por la paz, la cultura de la muerte por el compromiso en favor
de la vida.

(Gloria y alabanza a ti, oh Cristo, ahora y por siempre).

Jesús, Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, luz que ilumina a todo hombre, da a quien
te busca con corazón sincero la abundancia de tu vida. A ti, Redentor del hombre, principio y fin del
tiempo y del cosmos, al Padre, fuente inagotable de todo bien, y al Espíritu Santo, sello del infinito
amor, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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ORACIÓN DE JUAN PABLO II


PARA EL SEGUNDO AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL 2000

II año: el Espíritu Santo

Espíritu Santo, dulce huésped del alma,


muéstranos el sentido profundo del gran jubileo
y prepara nuestro espíritu para celebrarlo con fe,
en la esperanza que no defrauda,
en la caridad que no espera recompensa.

Espíritu de verdad, que conoces las profundidades de Dios,


memoria y profecía de la Iglesia,
dirige la humanidad para que reconozca en Jesús de Nazaret
el Señor de la gloria, el Salvador del mundo,
la culminación de la historia.

¡Ven, Espíritu de amor y de paz!


Espíritu creador, misterioso artífice del Reino,
guía la Iglesia con la fuerza de tus santos dones
para cruzar con valentía el umbral del nuevo milenio
y llevar a las generaciones venideras
la luz de la Palabra que salva.

Espíritu de santidad, aliento divino que mueve el universo,


ven y renueva la faz de la tierra.
Suscita en los cristianos el deseo de la plena unidad,
para ser verdaderamente en el mundo signo e instrumento
de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano.

¡Ven, Espíritu de amor y de paz!


Espíritu de comunión, alma y sostén de la Iglesia,
haz que la riqueza de los carismas y ministerios
contribuya a la unidad del Cuerpo de Cristo,
y que los laicos, los consagrados y los ministros ordenados
colaboren juntos en la edificación del único reino de Dios.

Espíritu de consuelo, fuente inagotable de gozo y de paz,


suscita solidaridad para con los necesitados,
da a los enfermos el aliento necesario,
infunde confianza y esperanza en los que sufren,
acrecienta en todos el compromiso por un mundo mejor.

¡Ven, Espíritu de amor y de paz!


Espíritu de sabiduría, que iluminas la mente y el corazón,
orienta el camino de la ciencia y de la técnica
al servicio de la vida, de la justicia y de la paz.

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Haz fecundo el diálogo con los miembros de otras religiones,


y que las diversas culturas se abran a los valores del Evangelio.

Espíritu de vida, por el cual el Verbo se hizo carne


en el seno de la Virgen, mujer del silencio y de la escucha,
haznos dóciles a las muestras de tu amor
y siempre dispuestos a acoger los signos de los tiempos
que tú pones en el curso de la historia.

¡Ven, Espíritu de amor y de paz!


A ti, Espíritu de amor,
junto con el Padre omnipotente
y el Hijo unigénito,
alabanza, honor y gloria
por los siglos de los siglos. Amén.

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ORACIÓN DE JUAN PABLO II


PARA EL TERCER AÑO DE PREPARACIÓN
DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

III año: Dios Padre

Bendito seas, Señor,


Padre que estás en el cielo,
porque en tu infinita misericorda
te has inclinado sobre la miseria del hombre
y nos has dado a Jesús, tu hijo, nacido de mujer,
nuestro salvador y amigo, hermano y redentor.

Gracias padere bueno,


por el don del año jubilar:
haz que sea un tiempo favorable,
el año del gran retorno a la casa paterna,
donde tú, lleno de amor,
esperas a tus hijos descarriados
para darles el abrazo del perdón
y sentarlos a tu mesa
vestidos con traje de fiesta.

A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre

Padre clemente,
que en el Año Santo
se fortalezca nuestro amor a ti y al prógimo;
que los discípulos de Cristo
promuevan la justicia y la paz;
se anuncie a los pobres la buena nueva
y que la Madre Iglesia
haga sentir su amor de predilección
por los pequeños y marginados.

A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre

Padre justo,
que el Gran Jubileo sea una ocación propicia
para que todos los católicos descubran el gozo
de vivir a la esucha de la palabra,
abandonándose a tu voluntad;
que experimenten el valor de la comunión fraterna
partiendo juntos el pan
y alabándote con himnos y cánticos espirituales.

A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.

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Padre, rico en misericordia,


que el santo jubileo sea un tiempo de apertura.
de diálogo y de encuentro
con todos los que creen en Cristo
y con los miembros de otras religiones;
en tu inmenso amor,
muestra generosamente tu misericordia con todos.

A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.

Padre omnipotente,
haz que todos tus hijos sientan
que en tu camnino hacia ti,
meta última del hombre,
les acompaña bondadosa la Virgen María,
icono del amor puro,
elegida por ti para ser Madre de Cristo y de la Iglesia.

A ti, Padre, nuestras alabanzas por siempre.

A ti, Padre de la vida,


principio sin principio,
suma bondad y eterna luz,
con el Hijo y el Espíritu,
honor y gloria, alabanza y gratirud,
por los siglos sin fin.
Amén.

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ORACIÓN DE JUAN PABLO II


PARA EL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

1. Bendito seas, Padre,


que en tu infinito amor
nos has dado a tu Hijo unigénito,
hecho carne por obra del Espíritu Santo
en el seno purísimo de la Virgen María
y nacido en Belén hace dos mil años.

Él se hizo nuestro compañero de viaje


y dio nuevo significado a la historia,
que es un camino recorrido juntos
en las penas y los sufrimientos,
en la fidelidad y el amor,
hacia los cielos nuevos y la tierra nueva
en los cuales Tú,
vencida la muerte, serás todo en todos.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,


único y eterno Dios!

2. Que por tu gracia, Padre, el Año jubilar


sea un tiempo de conversión profunda
y de gozoso retorno a ti;
que sea un tiempo de reconciliación entre los hombres
y de nueva concordia entre las naciones;
un tiempo en que las espadas se cambien por arados
y al ruido de las armas le sigan los cantos de la paz.

Concédenos, Padre, poder vivir el Año jubilar


dóciles a la voz del Espíritu,
fieles en el seguimiento de Cristo,
asiduos en la escucha de la Palabra
y en el acercarnos a las fuentes de la gracia.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,


único y eterno Dios!

3. Sostén, Padre, con la fuerza del Espíritu,


los esfuerzos de la Iglesia en la nueva evangelización
y guía nuestros pasos por los caminos del mundo,
para anunciar a Cristo con la propia vida
orientando nuestra peregrinación terrena
hacia la Ciudad de la luz.

Que los discípulos de Jesús brillen por su amor


hacia los pobres y oprimidos;

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que sean solidarios con los necesitados


y generosos en las obras de misericordia;
que sean indulgentes con los hermanos
para alcanzar de ti ellos mismos indulgencia y perdón.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,


único y eterno Dios!

4. Concede, Padre, que los discípulos de tu Hijo,


purificada la memoria y reconocidas las propias culpas,
sean una sola cosa para que el mundo crea.

Se extienda el diálogo
entre los seguidores de las grandes religiones
y todos los hombres descubran la alegría
de ser hijos tuyos.

A la voz suplicante de María,


Madre de todos los hombres,
se unan las voces orantes
de los apóstoles y de los mártires cristianos,
de los justos de todos los pueblos
y de todos los tiempos,
para que el Año santo sea para cada uno
y para la Iglesia
causa de renovada esperanza y de gozo en el Espíritu.

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad,


único y eterno Dios!

5. A ti, Padre omnipotente,


origen del cosmos y del hombre,
por Cristo, el que vive,
Señor del tiempo y de la historia,
en el Espíritu que santifica el universo,
alabanza, honor y gloria
ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

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SEGUNDA PARTE

LA GLORIA DE LA TRINIDAD
SECCIÓN I

LA GLORIA DE LA TRINIDAD

SECCIÓN II

EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DIOS

SECCIÓN III

LA EUCARISTÍA

SECCIÓN IV

TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO

SECCIÓN V

LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA

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SECCION I: LA GLORIA DE LA TRINIDAD

(1) En las fuentes y en el estuario de la historia de la salvación Miércoles 19 de Enero de 2000

1. "Trinidad superesencial, infinitamente divina y buena, custodia de la divina sabiduría de los


cristianos, llévanos más allá de toda luz y de todo lo desconocido hasta la cima más alta de las
místicas Escrituras, donde los misterios sencillos, absolutos e incorruptibles de la teología se
revelan en la tiniebla luminosa del silencio". Con esta invocación de Dionisio el Areopagita, teólogo
de Oriente (Teología mística I, 1), comenzamos a recorrer un itinerario arduo pero fascinante en la
contemplación del misterio de Dios. Después de reflexionar, durante los años pasados, sobre cada
una de las tres personas divinas -el Hijo, el Espíritu Santo y el Padre-, en este Año jubilar nos
proponemos abarcar con una sola mirada la gloria común de los Tres que son un solo Dios, "no una
sola persona, sino tres Personas en una sola naturaleza" (Prefacio de la solemnidad de la santísima
Trinidad). Esta opción corresponde a la indicación de la carta apostólica Tertio millennio
adveniente, la cual pone como objetivo de la fase celebrativa del gran jubileo "la glorificación de la
Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia" (n. 55).

2. Inspirándonos en una imagen del libro del Apocalipsis (cf. Ap 22, 1), podríamos comparar este
itinerario con el viaje de un peregrino por las riberas del río de Dios, es decir, de su presencia y de
su revelación en la historia de los hombres.

Hoy, como síntesis ideal de este camino, reflexionaremos en los dos puntos extremos de ese río: su
manantial y su estuario, uniéndolos entre sí en un solo horizonte. En efecto, la Trinidad divina está
en el origen del ser y de la historia, y se halla presente en su meta última.

Constituye el inicio y el fin de la historia de la salvación. Entre los dos extremos, el jardín del Edén
(cf. Gn 2) y el árbol de la vida de la Jerusalén celestial (cf. Ap 22), se desarrolla una larga historia
marcada por las tinieblas y la luz, por el pecado y la gracia. El pecado nos alejó del esplendor del
paraíso de Dios; la redención nos lleva a la gloria de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde "no
habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas" (Ap 21, 4).

3. La primera mirada sobre este horizonte nos la ofrece la página inicial de la sagrada Escritura, que
señala el momento en que la fuerza creadora de Dios saca al mundo de la nada: "En el principio
creó Dios los cielos y la tierra" (Gn 1, 1). Esta mirada se profundiza en el Nuevo Testamento,
remontándose hasta el centro de la vida divina, cuando san Juan, al inicio de su evangelio,
proclama: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios" (Jn
1, 1). Antes de la creación y como fundamento de ella, la revelación nos hace contemplar el
misterio del único Dios en la trinidad de las personas: el Padre y su Palabra, unidos en el Espíritu.

El autor bíblico que escribió la página de la creación no podía sospechar la profundidad de este
misterio. Mucho menos podía alcanzarlo la pura reflexión filosófica, ya que la Trinidad está por
encima de las posibilidades de nuestro entendimiento, y sólo puede conocerse por revelación.

Y, sin embargo, este misterio que nos supera infinitamente es también la realidad más cercana a
nosotros, porque está en las fuentes de nuestro ser. En efecto, en Dios "vivimos, nos movemos y
existimos" (Hch 17, 28) y a las tres personas divinas se aplica lo que san Agustín dice de Dios: es
"intimior intimo meo" (Conf. III, 6, 11). En lo más íntimo de nuestro ser, donde ni siquiera nuestra
mirada logra llegar, la gracia hace presentes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un solo Dios en

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tres personas. El misterio de la Trinidad, lejos de ser una árida verdad entregada al entendimiento,
es vida que nos habita y sostiene.

4. Esta vida trinitaria, que precede y funda la creación, es el punto de partida de nuestra
contemplación en este Año jubilar. Dios, misterio de los orígenes de donde brota todo, se nos
presenta como Aquel que es la plenitud del ser y comunica el ser, como luz que "ilumina a todo
hombre" (Jn 1, 9), como el Viviente y dador de vida. Y se nos presenta sobre todo como Amor,
según la hermosa definición de la primera carta de san Juan (cf. 1 Jn 4, 8). Es amor en su vida
íntima, donde el dinamismo trinitario es precisamente expresión del amor eterno con que el Padre
engendra al Hijo y ambos se donan recíprocamente en el Espíritu Santo. Es amor en la relación con
el mundo, ya que la libre decisión de sacarlo de la nada es fruto de este amor infinito que se irradia
en la esfera de la creación. Si los ojos de nuestro corazón, iluminados por la revelación, se hacen
suficientemente puros y penetrantes, serán capaces de descubrir en la fe este misterio, en el que
todo lo que existe tiene su raíz y su fundamento.

5. Pero, como aludí al inicio, el misterio de la Trinidad está también ante nosotros como la meta a la
que tiende la historia, como la patria que anhelamos. Nuestra reflexión trinitaria, siguiendo los
diversos ámbitos de la creación y de la historia, se orientará a esta meta, que el libro del Apocalipsis
con gran eficacia nos señala como culminación de la historia.

Esta es la segunda y última parte del río de Dios, al que nos referimos antes. En la Jerusalén
celestial el origen y el fin se vuelven a unir. En efecto, Dios Padre se sienta en el trono y dice: "Mira
que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5). A su lado se encuentra el Cordero, es decir, Cristo, en
su trono, con su luz, con el libro de la vida, en el que se hallan escritos los nombres de los
redimidos (cf. Ap 21, 23. 27; 22, 1. 3). Y, al final, en un diálogo dulce e intenso, el Espíritu ora en
nosotros y juntamente con la Iglesia, la esposa del Cordero, dice: "Ven, Señor Jesús" (cf. Ap 22, 17.
20).

Para concluir este primer esbozo de nuestra larga peregrinación en el misterio de Dios, volvamos a
la oración de Dionisio el Areopagita, que nos recuerda la necesidad de la contemplación: "Es en el
silencio donde se aprenden los secretos de esta tiniebla (...) que brilla con la luz más resplandeciente
(...). A pesar de ser perfectamente intangible e invisible, colma con esplendores más bellos que la
belleza las inteligencias que saben cerrar los ojos" (Teología mística, I, 1).

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(2) La gloria de la Trinidad en la creación Miércoles 26 de Enero de 2000

1. "¡Qué amables son todas sus obras! y eso que es sólo una chispa lo que de ellas podemos
conocer. (...) Nada ha hecho incompleto. (...) ¿Quién se saciará de contemplar su gloria? Mucho
más podríamos decir y nunca acabaríamos; broche de mis palabras: "Él lo es todo".

¿Dónde hallar fuerza para glorificarle? ¡Él es mucho más grande que todas sus obras!" (Si 42, 22.
24-25; 43, 27-28).

Con estas palabras, llenas de estupor, un sabio bíblico, el Sirácida, expresaba su admiración ante el
esplendor de la creación, alabando a Dios. Es un pequeño retazo del hilo de contemplación y
meditación que recorre todas las sagradas Escrituras, desde las primeras líneas del Génesis, cuando
en el silencio de la nada surgen las criaturas, convocadas por la Palabra eficaz del Creador.

"Dijo Dios: "Haya luz", y hubo luz" (Gn 1, 3). Ya en esta parte del primer relato de la creación se ve
en acción la Palabra de Dios, de la que san Juan dirá: "En el principio existía la Palabra (...) y la
Palabra era Dios. (...) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe" (Jn 1, 1. 3).
San Pablo reafirmará en el himno de la carta a los Colosenses que "en él (Cristo) fueron creadas
todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles: los tronos, las dominaciones,
los principados, las potestades. Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y
todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Pero en el instante inicial de la creación se
vislumbra también al Espíritu: "el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2).
Podemos decir, con la tradición cristiana, que la gloria de la Trinidad resplandece en la creación.

2. En efecto, a la luz de la Revelación, es posible ver cómo el acto creativo es apropiado ante todo
al "Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1, 17). Él resplandece
sobre todo el horizonte, como canta el Salmista: "¡Oh Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu
nombre en toda la tierra! Tú ensalzaste tu majestad sobre los cielos" (Sal 8, 2).

Dios "afianzó el orbe, y no se moverá" (Sal 96, 10) y frente a la nada, representada simbólicamente
por las aguas caóticas que elevan su voz, el Creador se yergue dando consistencia y seguridad:
"Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz, levantan los ríos su fragor; pero más que la voz
de las aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor" (Sal
93, 3-4).

3. En la sagrada Escritura la creación a menudo está vinculada también a la Palabra divina que
irrumpe y actúa: "La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos (...). Él lo
dijo, y existió; él lo mandó, y surgió" (Sal 33, 6. 9); "Él envía su mensaje a la tierra; su palabra
corre veloz" (Sal 147, 15). En la literatura sapiencial veterotestamentaria la Sabiduría divina,
personificada, es la que da origen al cosmos, actuando el proyecto de la mente de Dios (cf. Pr 8,
22-31). Ya hemos dicho que san Juan y san Pablo verán en la Palabra y en la Sabiduría de Dios el
anuncio de la acción de Cristo: "del cual proceden todas las cosas y para el cual somos" (1 Co 8, 6),
porque "por él hizo (Dios) también el mundo" (Hb 1, 2).

4. Por último, otras veces, la Escritura subraya el papel del Espíritu de Dios en el acto creador:
"Envías tu Espíritu y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104, 30). El mismo Espíritu es
representado simbólicamente por el soplo de la boca de Dios, que da vida y conciencia al hombre
(cf. Gn 2, 7) y le devuelve la vida en la resurrección, como anuncia el profeta Ezequiel en una

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página sugestiva, donde el Espíritu actúa para hacer revivir huesos ya secos (cf. Ez 37, 1-14). Ese
mismo soplo domina las aguas del mar en el éxodo de Israel de Egipto (cf. Ex 15, 8. 10). También el
Espíritu regenera a la criatura humana, como dirá Jesús en el diálogo nocturno con Nicodemo: "En
verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios.
Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu" (Jn 3, 5-6).

5. Pues bien, frente a la gloria de la Trinidad en la creación el hombre debe contemplar, cantar,
volver a sentir asombro. En la sociedad contemporánea la gente se hace árida "no por falta de
maravillas, sino por falta de maravilla" (G.K. Chesterton). Para el creyente contemplar lo creado es
también escuchar un mensaje, oír una voz paradójica y silenciosa, como nos sugiere el "Salmo del
sol": "El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día
le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19,
2-5).

Por consiguiente, la naturaleza se transforma en un evangelio que nos habla de Dios: "de la
grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5).
San Pablo nos enseña que "lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 20). Pero esta capacidad
de contemplación y conocimiento, este descubrimiento de una presencia trascendente en lo creado,
nos debe llevar también a redescubrir nuestra fraternidad con la tierra, a la que estamos vinculados
desde nuestra misma creación (cf. Gn 2, 7). Esta era precisamente la meta que el Antiguo
Testamento recomendaba para el jubileo judío, cuando la tierra descansaba y el hombre cogía lo que
de forma espontánea le ofrecía el campo (cf. Lv 25, 11-12). Si la naturaleza no es violentada y
humillada, vuelve a ser hermana del hombre.

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(3) La gloria de la Trinidad en la historia Miércoles 9 de febrero de 2000

1. Como habéis escuchado en la lectura, este encuentro ha tomado como punto de partida el "Gran
Hallel", el salmo 136, que es una solemne letanía para solista y coro: es un himno al hesed de Dios,
es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos de la historia de la salvación,
particularmente en la liberación de la esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El
Credo del Israel de Dios (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones divinas dentro de
la historia humana: el Señor no es un emperador impasible, rodeado de una aureola de luz y
relegado en los cielos dorados. Él observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja
para liberarlo (cf. Ex 3, 7-8).

2. Pues bien, ahora trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la
revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla
anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características
ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito
con respecto a los justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las
viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.

Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de


Dios con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante
y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para
Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de
amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una
profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: "Cuando
Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por
los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con
lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y
le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11,
1. 3-4. 8).

3. De estos pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera
es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito,
precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno
con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea
en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del
tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la
historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad.

Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la
humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea
levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los
Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy
y siempre" (Hb 13, 8).

4. Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir
el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la
superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir"
ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S
16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los
profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del
Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que
recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor
Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los
pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos
la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

5. El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para
colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la
historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se
transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta
sublime en la que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia"
anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria,
para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más
auténticamente cristiano y humano.

Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra
historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando
canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo
santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su
Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La
criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre
bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(4) La gloria de la Trinidad en la Encarnación Miércoles 5 de abril 2000

1. "Una sola fuente y una sola raíz, una sola forma luce con un triple esplendor. Donde brilla la
profundidad del Padre, irrumpe el poder del Hijo, sabiduría artífice del universo entero, fruto
engendrado por el corazón paterno. Y allí resplandece la luz unificante del Espíritu". Así cantaba a
inicios del siglo V Sinesio de Cirene en el Himno II, celebrando al alba de un nuevo día la Trinidad
divina, única en la fuente y triple en el esplendor. Esta verdad del único Dios en tres personas
iguales y distintas no está relegada a los cielos; no puede interpretarse como una especie de
"teorema aritmético celeste", del que no se sigue nada para la existencia del hombre, como suponía
el filósofo Kant.

2. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la
Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en
Jesús, en su encarnación y en su historia. San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la
luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la
modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el
anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María
y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: "Concebirás en el seno y darás a
luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 31-32).

3. Aquí tiene valor doble el término "Hijo", porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial
con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa
también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea
única e irrepetible: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 35). Las palabras
que el ángel proclama son como un pequeño Credo, que ilumina la identidad de Cristo en relación
con las demás Personas de la Trinidad. Es la fe común de la Iglesia, que san Lucas pone ya en los
inicios del tiempo de la plenitud salvífica: Cristo es el Hijo del Dios Altísimo, el Grande, el Santo,
el Rey, el Eterno, cuya generación en la carne se realiza por obra del Espíritu Santo. Por eso, como
dirá san Juan en su primera carta, "Todo el que niega al Hijo, tampoco posee al Padre. Quien
confiesa al Hijo, posee también al Padre" (1 Jn 2, 23).

4. En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su


amor por nosotros: "Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria" (Jn 1, 14). "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). "En esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Estas palabras de los escritos de san Juan nos ayudan a
comprender que la revelación de la gloria trinitaria en la Encarnación no es una simple iluminación
que disipa las tinieblas por un instante, sino una semilla de vida divina depositada para siempre en
el mundo y en el corazón de los hombres.

En este sentido es emblemática una declaración del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas: "Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de
que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá,
Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de
Dios" (Ga 4, 4-7, cf. Rm 8, 15-17). Así pues, el Padre, el Hijo y el Espíritu están presentes y actúan

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

en la Encarnación para hacernos participar en su misma vida. "Todos los hombres -reafirmó el
concilio Vaticano II- están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo. De él
venimos, por él vivimos y hacia él caminamos" (Lumen gentium, 3). Y, como afirmaba san
Cipriano, la comunidad de los hijos de Dios es "un pueblo congregado por la unidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo" (De orat. Dom., 23).

5. "Conocer a Dios y a su Hijo es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a la vida eterna por la participación
en la vida divina. Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de
Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta
inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo" (Evangelium vitae, 37-38).

Con este estupor y con esta acogida vital debemos adorar el misterio de la santísima Trinidad, que
"es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo.

Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina" (Catecismo de la
Iglesia católica, n. 234).

En la Encarnación contemplamos el amor trinitario que se manifiesta en Jesús; un amor que no


queda encerrado en un círculo perfecto de luz y de gloria, sino que se irradia en la carne de los
hombres, en su historia; penetra al hombre, regenerándolo y haciéndolo hijo en el Hijo.

Por eso, como decía san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre vivo: "Gloria enim Dei vivens homo,
vita autem hominis visio Dei"; no sólo lo es por su vida física, sino sobre todo porque "la vida del
hombre consiste en la visión de Dios" (Adversus haereses IV, 20, 7). Y ver a Dios significa ser
transfigurados en él: "Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le
veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

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(5) La gloria de la Trinidad en el bautismo de Cristo Miércoles 12 de abril 2000

1. La lectura que acabamos de proclamar nos hace remontarnos a las riberas del Jordán. Hoy
visitamos espiritualmente las orillas de ese río, que fluye a lo largo de los dos Testamentos bíblicos,
para contemplar la gran epifanía de la Trinidad en el día en que Jesús se presenta en el escenario de
la historia, precisamente en aquellas aguas, para comenzar su ministerio público.

El arte cristiano personificará ese río con los rasgos de un anciano que asiste asombrado a la visión
que se realiza en sus aguas. En efecto, como afirma la liturgia bizantina, en él "se lava el Sol,
Cristo". Esa misma liturgia, en la mañana del día de la teofanía o epifanía de Cristo, imagina un
diálogo con el río: "Jordán, ¿qué has visto como para turbarte tanto? He visto al Invisible desnudo y
me dio un escalofrío. Pues, ¿cómo no estremecerse y no ceder ante él? Los ángeles se estremecieron
al verlo, el cielo enloqueció, la tierra tembló, el mar retrocedió con todos los seres visibles e
invisibles. Cristo apareció en el Jordán para santificar todas las aguas".

2. La presencia de la Trinidad en ese acontecimiento está afirmada explícitamente en todas las


redacciones evangélicas del episodio. Acabamos de escuchar la más amplia, la de san Mateo, que
ofrece también un diálogo entre Jesús y el Bautista. En el centro de la escena destaca la figura de
Cristo, el Mesías que realiza en plenitud toda justicia (cf. Mt 3, 15). Él es quien lleva a
cumplimiento el proyecto divino de salvación, haciéndose humildemente solidario con los
pecadores.

Su humillación voluntaria le obtiene una exaltación admirable: sobre él resuena la voz del Padre
que lo proclama: "Mi Hijo predilecto, en quien tengo mis complacencias" (Mt 3, 17).

Es una frase que combina en sí misma dos aspectos del mesianismo de Jesús: el davídico, a través
de la evocación de un poema real (cf. Sal 2, 7), y el profético, a través de la cita del primer canto del
Siervo del Señor (cf. Is 42, 1). Por consiguiente, se tiene la revelación del íntimo vínculo de amor
de Jesús con el Padre celestial así como su investidura mesiánica frente a la humanidad entera.

3. En la escena irrumpe también el Espíritu Santo bajo forma de "paloma" que "desciende y se
posa" sobre Cristo. Se puede recurrir a varias referencias bíblicas para ilustrar esta imagen: a la
paloma que indica el fin del diluvio y el inicio de una nueva era (cf. Gn 8, 8-12; 1 P 3, 20-21); a la
paloma del Cantar de los cantares, símbolo de la mujer amada (cf. Ct 2, 14; 5, 2; 6, 9); a la paloma
que es casi un símbolo de Israel en algunos pasajes del Antiguo Testamento (cf. Os 7, 11; Sal 68,
14).

Es significativo un antiguo comentario judío al pasaje del Génesis (cf. Gn 1, 2) que describe el
aletear con ternura materna del Espíritu sobre las aguas iniciales: "El Espíritu de Dios aleteaba
sobre la superficie de las aguas como una paloma que aletea sobre sus polluelos sin
tocarlos" (Talmud, Hagigah 15 a). Sobre Jesús desciende, como fuerza de amor sobreabundante, el
Espíritu Santo. El Catecismo de la Iglesia católica, refiriéndose precisamente al bautismo de Jesús,
enseña: "El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a "posarse" sobre él. De
él manará este Espíritu para toda la humanidad" (n. 536).

4. Así pues, en el Jordán se halla presente toda la Trinidad para revelar su misterio, autenticar y
sostener la misión de Cristo, y para indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase
central y definitiva. Esa historia involucra el tiempo y el espacio, las vicisitudes humanas y el orden

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

cósmico, pero en primer lugar implica a las tres Personas divinas. El Padre encomienda al Hijo la
misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la "justicia", es decir, la salvación divina.

Cromacio, obispo de Aquileya, en el siglo IV, en una de sus homilías sobre el bautismo y sobre el
Espíritu Santo, afirma: "De la misma forma que nuestra primera creación fue obra de la Trinidad,
así también nuestra segunda creación es obra de la Trinidad. El Padre no hace nada sin el Hijo y sin
el Espíritu Santo, porque la obra del Padre es también del Hijo y la obra del Hijo es también del
Espíritu Santo. Sólo existe una sola y la misma gracia de la Trinidad. Así pues, somos salvados por
la Trinidad, pues originariamente hemos sido creados sólo por la Trinidad" (sermón 18 A).

5. Después del bautismo de Cristo, el Jordán se convirtió también en el río del bautismo cristiano: el
agua de la fuente bautismal es, según una tradición de las Iglesias de Oriente, un Jordán en
miniatura. Lo demuestra la siguiente oración litúrgica: "Así pues, te pedimos, Señor, que la acción
purificadora de la Trinidad descienda sobre las aguas bautismales y se les comunique la gracia de la
redención y la bendición del Jordán en la fuerza, en la acción y en la presencia del Espíritu
Santo" (Grandes Vísperas de la Santa Teofanía de nuestro Señor Jesucristo, Bendición de las
aguas).

En una idea semejante parece inspirarse también san Paulino de Nola en algunos versos preparados
como inscripción para grabar en un baptisterio: "De esta fuente, generadora de las almas
necesitadas de salvación, brota un río vivo de luz divina. El Espíritu Santo desciende del cielo a este
río y une sus aguas sagradas con el manantial celeste; la fuente se impregna de Dios y engendra
mediante una semilla eterna un linaje santo con sus aguas fecundas" (Carta 32, 5). Al salir del agua
regeneradora de la fuente bautismal, el cristiano comienza su itinerario de vida y testimonio.

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(6) La gloria de la Trinidad en la Tranfiguración Miércoles 26 de abril 2000

1. En esta octava de Pascua, considerada como un único gran día, la liturgia repite sin cesar el
anuncio de la resurrección: "¡Verdaderamente Jesús ha resucitado!". Este anuncio abre un horizonte
nuevo a la humanidad entera. En la Resurrección se hace realidad lo que en la Transfiguración del
monte Tabor se vislumbraba misteriosamente. Entonces el Salvador reveló a Pedro, Santiago y Juan
el prodigio de gloria y de luz confirmado por la voz del Padre: "Este es mi Hijo predilecto" (Mc 9,
7).

En la fiesta de Pascua estas palabras se nos presentan en su plenitud de verdad. El Hijo predilecto
del Padre, Cristo crucificado y muerto, ha resucitado por nosotros. A su luz, los creyentes vemos la
luz y, "exaltados por el Espíritu -como afirma la liturgia de la Iglesia de Oriente-, cantamos a la
Trinidad consustancial a lo largo de todos los siglos" (Grandes Vísperas de la Transfiguración de
Cristo). Con el corazón rebosante de alegría pascual subamos hoy espiritualmente al monte santo,
que domina la llanura de Galilea, para contemplar el acontecimiento que allí se realiza, anticipando
los sucesos pascuales.

2. Cristo es el centro de la Transfiguración. Hacia él convergen dos testigos de la primera Alianza:


Moisés, mediador de la Ley, y Elías, profeta del Dios vivo. La divinidad de Cristo, proclamada por
la voz del Padre, también se manifiesta mediante los símbolos que san Marcos traza con sus rasgos
pintorescos. La luz y la blancura son símbolos que representan la eternidad y la trascendencia: "Sus
vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como no los puede blanquear lavandera sobre
la tierra" (Mc 9, 3). Asimismo, la nube es signo de la presencia de Dios en el camino del Éxodo de
Israel y en la tienda de la Alianza (cf. Ex 13, 21-22; 14, 19. 24; 40, 34. 38).

Canta también la liturgia oriental, en el Matutino de la Transfiguración: "Luz inmutable de la luz del
Padre, oh Verbo, con tu brillante luz hoy hemos visto en el Tabor la luz que es el Padre y la luz que
es el Espíritu, luz que ilumina a toda criatura".

3. Este texto litúrgico subraya la dimensión trinitaria de la transfiguración de Cristo en el monte,


pues es explícita la presencia del Padre con su voz reveladora. La tradición cristiana vislumbra
implícitamente también la presencia del Espíritu Santo, teniendo en cuenta el evento paralelo del
bautismo en el Jordán, donde el Espíritu descendió sobre Cristo en forma de paloma (cf. Mc 1, 10).
De hecho, el mandato del Padre: "Escuchadlo" (Mc 9, 7) presupone que Jesús está lleno de Espíritu
Santo, de forma que sus palabras son "espíritu y vida" (Jn 6, 63; cf. 3, 34-35).

Por consiguiente, podemos subir al monte para detenernos a contemplar y sumergirnos en el


misterio de luz de Dios. El Tabor representa a todos los montes que nos llevan a Dios, según una
imagen muy frecuente en los místicos. Otro texto de la Iglesia de Oriente nos invita a esta ascensión
hacia las alturas y hacia la luz: "Venid, pueblos, seguidme. Subamos a la montaña santa y celestial;
detengámonos espiritualmente en la ciudad del Dios vivo y contemplemos en espíritu la divinidad
del Padre y del Espíritu que resplandece en el Hijo unigénito" (tropario, conclusión del Canon de
san Juan Damasceno).

4. En la Transfiguración no sólo contemplamos el misterio de Dios, pasando de luz a luz (cf. Sal 36,
10), sino que también se nos invita a escuchar la palabra divina que se nos dirige. Por encima de la
palabra de la Ley en Moisés y de la profecía en Elías, resuena la palabra del Padre que remite a la
del Hijo, como acabo de recordar. Al presentar al "Hijo predilecto", el Padre añade la invitación a

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

escucharlo (cf. Mc 9, 7).

La segunda carta de san Pedro, cuando comenta la escena de la Transfiguración, pone fuertemente
de relieve la voz divina. Jesucristo "recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando la sublime gloria
le dirigió esta voz: "Este es mi Hijo predilecto, en quien me complazco".

Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo. Y así se
nos hace más firme la palabra de los profetas, a la cual hacéis bien en prestar atención, como a
lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el
lucero de la mañana" (2 P 1, 17-19).

5. Visión y escucha, contemplación y obediencia son, por consiguiente, los caminos que nos llevan
al monte santo en el que la Trinidad se revela en la gloria del Hijo. "La Transfiguración nos concede
una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo
nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21). Pero nos recuerda también que "es
necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14,
22)" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 556).

La liturgia de la Transfiguración, como sugiere la espiritualidad de la Iglesia de Oriente, presenta en


los apóstoles Pedro, Santiago y Juan una "tríada" humana que contempla la Trinidad divina. Como
los tres jóvenes del horno de fuego ardiente del libro de Daniel (cf. Dn 3, 51-90), la liturgia
"bendice a Dios Padre creador, canta al Verbo que bajó en su ayuda y cambia el fuego en rocío, y
exalta al Espíritu que da a todos la vida por los siglos" (Matutino de la fiesta de la Transfiguración).

También nosotros oremos ahora al Cristo transfigurado con las palabras del Canon de san Juan
Damasceno: "Me has seducido con el deseo de ti, oh Cristo, y me has transformado con tu divino
amor. Quema mis pecados con el fuego inmaterial y dígnate colmarme de tu dulzura, para que, lleno
de alegría, exalte tus manifestaciones".

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(7) La gloria de la Trinidad en la Pasión Miércoles 3 de mayo 2000

1. Al final del relato de la muerte de Cristo, el Evangelio hace resonar la voz del centurión romano,
que anticipa la profesión de fe de la Iglesia: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc
15, 39). En las últimas horas de la existencia terrena de Jesús se actúa en las tinieblas la suprema
epifanía trinitaria. En efecto, el relato evangélico de la pasión y muerte de Cristo registra, aun en el
abismo del dolor, la permanencia de su relación íntima con el Padre celestial.

Todo comienza durante la tarde de la última cena en la tranquilidad del Cenáculo, donde, sin
embargo, ya se cernía la sombra de la traición. Juan nos ha conservado los discursos de despedida
que subrayan estupendamente el vínculo profundo y la recíproca inmanencia entre Jesús y el Padre:
"Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. (...) Quien me ha visto a mí, ha visto al
Padre. (...) Lo que yo os digo, no lo digo por cuenta propia. El Padre que permanece en mí, él
mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí" (Jn 14, 7. 9-11).

Al decir esto, Jesús citaba las palabras que había pronunciado poco antes, cuando declaró de modo
lapidario: "Yo y el Padre somos uno. (...) El Padre está en mí y yo en el Padre" (Jn 10, 30. 38). Y en
la oración que corona los discursos del Cenáculo, dirigiéndose al Padre en la contemplación de su
gloria, reafirma: "Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como
nosotros" (Jn 17, 11). Con esta confianza absoluta en el Padre, Jesús se dispone a cumplir su acto
supremo de amor (cf. Jn 13, 1).

2. En la Pasión, el vínculo que lo une al Padre se manifiesta de modo particularmente intenso y, al


mismo tiempo, dramático. El Hijo de Dios vive plenamente su humanidad, penetrando en la
oscuridad del sufrimiento y de la muerte que pertenecen a nuestra condición humana. En
Getsemaní, durante una oración semejante a una lucha, a una "agonía", Jesús se dirige al Padre con
el apelativo arameo de la intimidad filial: "¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta
copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú" (Mc 14, 36).

Poco después, cuando se desencadena contra él la hostilidad de los hombres, recuerda a Pedro que
esa hora de las tinieblas forma parte de un designio divino del Padre: "¿Piensas que no puedo yo
rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles? Mas,
¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?" (Mt 26, 53-54).

3. También el diálogo procesal con el sumo sacerdote se transforma en una revelación de la gloria
mesiánica y divina que envuelve al Hijo de Dios: «El sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por Dios
vivo a que me digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Díjole Jesús: "Tú lo has dicho. Y yo os
digo que a partir de ahora veréis al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre
las nubes del cielo"» (Mt 26, 63-64).

Cuando fue crucificado, los espectadores le recordaron sarcásticamente esta proclamación: «Ha
puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: "Soy
Hijo de Dios"» (Mt 27, 43). Pero para esa hora se le había reservado el silencio del Padre, a fin de
que se solidarizara plenamente con los pecadores y los redimiera. Como enseña el Catecismo de la
Iglesia católica: «Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el
amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a
Dios» (n. 603).

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4. En realidad, en la cruz Jesús sigue manteniendo su diálogo íntimo con el Padre, viviéndolo con
toda su humanidad herida y sufriente, sin perder jamás la actitud confiada del Hijo que es "uno" con
el Padre. En efecto, por un lado está el silencio misterioso del Padre, acompañado por la oscuridad
cósmica y subrayado por el grito: «"¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?". Que quiere decir: "¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?"» (Mt 27, 46).

Por otro, el Salmo 22, aquí citado por Jesús, termina con un himno al Señor soberano del mundo y
de la historia; y este aspecto se manifiesta en el relato de Lucas, según el cual las últimas palabras
de Cristo moribundo son una luminosa cita del Salmo con la añadidura de la invocación al Padre:
"Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46; cf. Sal 31, 6).

5. También el Espíritu Santo participa en este diálogo constante entre el Padre y el Hijo. Nos lo dice
la carta a los Hebreos, cuando describe con una fórmula en cierto modo trinitaria la ofrenda
sacrificial de Cristo, declarando que «por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a
Dios» (Hb 9, 14). En efecto, en su pasión, Cristo abrió plenamente su ser humano angustiado a la
acción del Espíritu Santo, y este le dio el impulso necesario para hacer de su muerte una ofrenda
perfecta al Padre.

Por su parte, el cuarto evangelio relaciona estrechamente el don del Paráclito con la "ida" de Jesús,
es decir, con su pasión y su muerte, cuando cita estas palabras del Salvador: «Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero
si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Después de la muerte de Jesús en la cruz, en el agua que brota
de su costado herido (cf. Jn 19, 34), es posible reconocer un símbolo del don del Espíritu (cf. Jn 7,
37-39). El Padre, entonces, glorifica a su Hijo, dándole la capacidad de comunicar el Espíritu a
todos los hombres.

Elevemos nuestra contemplación a la Trinidad, que se revela también en el día del dolor y de las
tinieblas, releyendo las palabras del "testamento" espiritual de santa Teresa Benedicta de la Cruz
(Edith Stein): «No nos puede ayudar únicamente la actividad humana, sino la pasión de Cristo:
participar en ella es mi verdadero deseo. Acepto desde ahora la muerte que Dios me ha reservado,
en perfecta unión con su santa voluntad. Acoge, Señor, para tu gloria y alabanza, mi vida y mi
muerte por las intenciones de la Iglesia. Que el Señor sea acogido entre los suyos, y venga a
nosotros su Reino con gloria» (La fuerza de la cruz).

Dirijo un saludo cordial a los polacos presentes en esta audiencia, en particular al cardenal
Macharski, de Cracovia; a mons. Zbigniew Kraszewski, de Varsovia; a mons. Roman Andrzejewski,
de Wloclawek; a los sacerdotes que han venido, juntamente con sus fieles, a la canonización de sor
Faustina; a las religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia; a los miembros de
"Solidaridad", que han participado, encabezados por su presidente, dr. Marian Krzaklewski, en el
jubileo del mundo del trabajo en Roma; a los numerosos grupos parroquiales y de jóvenes; al grupo
de invidentes de Laski, cerca de Varsovia; a los coros de Sandomierz y de Wyrzysk, al coro
"Halka".

1. Nuestros pensamientos se dirigen hoy a la Madre de Dios, a la Reina de Polonia, cuya fiesta se
celebra precisamente el 3 de mayo. Con ocasión de esta solemnidad del 3 de mayo, vienen a la
memoria las palabras que el rey Juan Casimiro pronunció ante la imagen de la Virgen de las
Gracias, en la catedral de Lvov, el 1 de abril de 1656: "Gran Madre de Dios-hombre, santísima
Virgen, yo, Juan Casimiro, rey por la misericordia de tu Hijo, Rey de reyes, (...) rey postrado a tus

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

santísimos pies, hoy te tomo como mi protectora y reina de mis Estados". Con este histórico y
solemne acto, el rey Juan Casimiro puso todo nuestro país bajo la protección de la Madre de Dios.

El 3 de mayo es también el aniversario de la Constitución de 1791. Esta coincidencia ha permitido


que en el mismo día celebremos la fiesta religiosa y la fiesta nacional.

No es lícito olvidar estos acontecimientos enraizados tan profundamente en la historia de la nación.


Han entrado con tanta fuerza en la conciencia de los polacos, que su recuerdo ha superado todos los
momentos más difíciles vividos por la nación: el período de las reparticiones, que duró más de cien
años; el tiempo de dos guerras mundiales; las persecuciones; y los muchos años de dominación del
sistema comunista.

2. Hoy nuestros pensamientos se dirigen también a los santos mártires, testigos de Cristo en los
comienzos de nuestra historia: san Adalberto y san Estanislao. El testimonio del martirio de san
Adalberto, el testimonio de su sangre, selló de modo particular el bautismo recibido por nuestros
antepasados hace mil años. Su martirio puso las bases del cristianismo en toda Polonia. San
Estanislao, patrono del orden moral, vela en cierto sentido por esta herencia.

Vela por lo que es más importante en la vida del cristiano y por los fundamentos de nuestra patria.
Vela por el orden moral en la vida de las personas y de la sociedad. ¿Qué es este orden moral? Está
relacionado con la observancia de la ley, con la fidelidad a los mandamientos y a la conciencia
cristiana. Gracias a él podemos distinguir el bien del mal, y liberarnos de diversas formas de
esclavitud moral. Estos dos santos, Adalberto y Estanislao, completan el tríptico de las fiestas
patronales: la Madre de Dios, Reina de Polonia, san Adalberto y san Estanislao.

3. El testimonio del martirio, dado hace mil años en nuestra tierra por el obispo de Praga y por el
obispo de Cracovia, perdura a lo largo de los siglos de generación en generación, y produce frutos
de santidad siempre nuevos. Uno de estos frutos es también la canonización de sor Faustina
Kowalska, que tuvo lugar el domingo pasado. Esta sencilla religiosa recordó al mundo que Dios es
amor, que es rico en misericordia, y que su amor es más fuerte que la muerte, más poderoso que el
pecado y que cualquier mal. El amor levanta al hombre de las mayores caídas y lo libra de los
mayores peligros.

4. "No olvidemos las hazañas de Dios" (cf. Sal 78, 7), exclama el salmista, admirado por la
sabiduría y la bondad de Dios. Que esta reflexión sea para nosotros motivo de aliento, a fin de
conservar la gran riqueza que encierra la historia de nuestra patria desde sus comienzos. Que se
transmita de generación en generación el recuerdo de las maravillas de Dios que se realizaban y se
realizan en nuestra tierra. No pertenecen sólo al pasado. Son una fuente incesante de la fuerza de la
nación en su camino de fidelidad al Evangelio, en su camino hacia el futuro.
¡Alabado sea Jesucristo!

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(8) La gloria de la Trinidad en la Resurrección Miércoles 10 de mayo 2000

1. El itinerario de la vida de Cristo no culmina en la oscuridad de la tumba, sino en el cielo


luminoso de la resurrección. En este misterio se funda la fe cristiana (cf. 1 Co 15, 1-20), como nos
recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: "La resurrección de Jesús es la verdad culminante de
nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central,
transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo
Testamento, predicada como parte esencial del misterio pascual al mismo tiempo que la cruz" (n.
638).

Afirmaba un escritor místico español del siglo XVI: "En Dios se descubren nuevos mares cuanto
más se navega" (fray Luis de León). Queremos navegar ahora en la inmensidad del misterio hacia la
luz de la presencia trinitaria en los acontecimientos pascuales. Es una presencia que se dilata
durante los cincuenta días de Pascua.

2. A diferencia de los escritos apócrifos, los evangelios canónicos no presentan el acontecimiento de


la resurrección en sí, sino más bien la presencia nueva y diferente de Cristo resucitado en medio de
sus discípulos. Precisamente esta novedad es la que subraya la primera escena en la que queremos
detenernos. Se trata de la aparición que tiene lugar en una Jerusalén aún sumergida en la luz tenue
del alba: una mujer, María Magdalena, y un hombre se encuentran en una zona de sepulcros. En un
primer momento, la mujer no reconoce al hombre que se le ha acercado; sin embargo, es el mismo
Jesús de Nazaret a quien había escuchado y que había transformado su vida.

Para reconocerlo es necesaria otra vía de conocimiento diversa de la razón y los sentidos. Es el
camino de la fe, que se abre cuando ella oye que le llaman por su nombre (cf. Jn 20, 11-18).

Fijemos nuestra atención, dentro de esta escena, en las palabras del Resucitado. Él declara: "Subo a
mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios" (Jn 20, 17). Aparece, pues, el Padre celestial,
con respecto al cual Cristo, con la expresión "mi Padre", subraya un vínculo especial y único,
distinto del que existe entre el Padre y los discípulos: "vuestro Padre". Tan sólo en el evangelio de
san Mateo, Jesús llama diecisiete veces a Dios "mi Padre". El cuarto evangelista usará dos vocablos
griegos diversos: uno, hyiós, para indicar la plena y perfecta filiación divina de Cristo; el otro,
tékna, referido a nuestro ser hijos de Dios de modo real, pero derivado.

3. La segunda escena nos lleva de Jerusalén a la región septentrional de Galilea, a un monte.

Allí tiene lugar una epifanía de Cristo, en la que el Resucitado se revela a los Apóstoles (cf. Mt 28,
16-20). Se trata de un solemne acontecimiento de revelación, reconocimiento y misión.

En la plenitud de sus poderes salvíficos, él confiere a la Iglesia el mandato de anunciar el


Evangelio, bautizar y enseñar a vivir según sus mandamientos. La Trinidad emerge en esas palabras
esenciales que resuenan también en la fórmula del bautismo cristiano, tal como lo administrará la
Iglesia: "Bautizad (a todas las gentes) en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt
28, 19).

Un antiguo escritor cristiano, Teodoro de Mopsuestia (siglo IV-V), comenta: "La expresión en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo indica quién da los bienes del bautismo: el nuevo
nacimiento, la renovación, la inmortalidad, la incorruptibilidad, la impasibilidad, la inmutabilidad,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

la liberación de la muerte, de la esclavitud y de todos los males, el gozo de la libertad y la


participación en los bienes futuros y sublimes. ¡Por eso somos bautizados! Se invoca, por tanto, al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo para que conozcas la fuente de los bienes del bautismo" (Homilía
II sobre el bautismo, 17).

4. Llegamos, así, a la tercera escena que queremos evocar. Nos remonta al tiempo en que Jesús
caminaba todavía por las calles de Tierra Santa, hablando y actuando. Durante la solemnidad judía
otoñal de las Tiendas, proclama: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como
dice la Escritura: "De su seno manarán ríos de agua viva"" (Jn 7, 38). El evangelista san Juan
interpreta estas palabras precisamente a la luz de la Pascua de gloria y del don del Espíritu Santo:
"Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había
Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39).

Vendrá la glorificación de la Pascua, y con ella también el don del Espíritu en Pentecostés, que
Jesús anticipará a sus Apóstoles al atardecer del mismo día de su resurrección.

Apareciéndose en el Cenáculo, soplará sobre ellos y les dirá: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20,
22).

5. Así pues, el Padre y el Espíritu están unidos al Hijo en la hora suprema de la redención.

Esto es lo que afirma san Pablo en una página muy luminosa de la carta a los Romanos, en la que
evoca a la Trinidad precisamente en relación con la resurrección de Cristo y de todos nosotros: "Y si
el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó
a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros" (Rm 8, 11).

El Apóstol indica en esta misma carta la condición para que se cumpla dicha promesa: "Porque, si
confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los
muertos, serás salvo" (Rm 10, 9). A la naturaleza trinitaria del acontecimiento pascual, corresponde
el aspecto trinitario de la profesión de fe. En efecto, "nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!", si no es
bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3), y quien lo dice, lo dice "para gloria de Dios
Padre" (Flp 2, 11).

Acojamos, pues, la fe pascual y la alegría que deriva de ella recordando un canto de la Iglesia de
Oriente para la Vigilia pascual: "Todas las cosas son iluminadas por tu resurrección, oh Señor, y el
paraíso ha vuelto a abrirse. Toda la creación te bendice y diariamente te ofrece un himno. Glorifico
el poder del Padre y del Hijo, alabo la autoridad del Espíritu Santo, Divinidad indivisa, increada,
Trinidad consustancial que reina por los siglos de los siglos" (Canon pascual de san Juan
Damasceno, Sábado santo, tercer tono).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(9) La gloria de la Trinidad en la Ascensión Miércoles 24 de mayo 2000

1. El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la


trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y
comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de
"resurrección", como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la
primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el
significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o
glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real,
que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentado en él como Salvador y Señor
de la historia.

En efecto, Jesús, en el evangelio de san Juan, exclama: "Yo, cuando sea levando de la tierra, atraeré
a todos hacia mí" (Jn 12, 32; cf. 3, 14; 8, 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los
Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz,
celebra así la Pascua: "Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda
lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11).

2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y
como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, se ha de entender bajo esta luz. Se
trata de la última aparición de Jesús, que "termina con la entrada irreversible de su humanidad en la
gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El
cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el
horizonte terrestre, dentro del cual se desarrolla la existencia humana.

Cristo, después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la


muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde
la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la
humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: "Dios, rico en misericordia, por el
grande amor con que nos amó, (...) nos vivificó juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los
cielos con Cristo Jesús" (Ef 2, 4-6). Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya
Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.

3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la


Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas
veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre
los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de
Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la
unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.

De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la
Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como
sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la
gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él
aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la
muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia
será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: "Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi
Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo
alto" (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que
para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo.

Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia.
Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los
Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a "aguardar la Promesa del
Padre", es decir, "ser bautizados en el Espíritu Santo", en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch 1, 4-5).

5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha
de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo
de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a
Cristo como guía.

Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo,
que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la
beata Isabel de la Trinidad: "¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme
completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la
eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso...

¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo
me abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!" (Elevación
a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(10) La gloria de la Trinidad en Pentecostés Miércoles 31 de mayo 2000

1. El Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del Espíritu Santo, presenta varios aspectos en
los escritos neotestamentarios. Comenzaremos con el que nos delinea el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles que acabamos de escuchar. Es el más inmediato en la mente de todos, en la historia del
arte e incluso en la liturgia.

San Lucas, en su segunda obra, sitúa el don del Espíritu dentro de una teofanía, es decir, de una
revelación divina solemne, que en sus símbolos remite a la experiencia de Israel en el Sinaí (cf. Ex
19). El fragor, el viento impetuoso, el fuego que evoca el fulgor, exaltan la trascendencia divina. En
realidad, es el Padre quien da el Espíritu a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo dice
san Pedro en su discurso: "Jesús, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís" (Hch 2, 33). En Pentecostés, como
enseña el Catecismo de la Iglesia católica, el Espíritu Santo "se manifiesta, da y comunica como
Persona divina (...). En este día se revela plenamente la santísima Trinidad" (nn. 731-732).

2. En efecto, toda la Trinidad está implicada en la irrupción del Espíritu Santo, derramado sobre la
primera comunidad y sobre la Iglesia de todos los tiempos como sello de la nueva Alianza
anunciada por los profetas (cf. Jr 31, 31-34; Ez 36, 24-27), como confirmación del testimonio y
como fuente de unidad en la pluralidad. Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles anuncian al
Resucitado, y todos los creyentes, en la diversidad de sus lenguas y, por tanto, de sus culturas y
vicisitudes históricas, profesan la única fe en el Señor, "anunciando las maravillas de Dios" (Hch 2,
11).

Es significativo constatar que un comentario judío al Éxodo, refiriéndose al capítulo 10 del Génesis,
en el que se traza un mapa de las setenta naciones que, según se creía, constituían la humanidad
entera, las remite al Sinaí para escuchar la palabra de Dios: "En el Sinaí la voz del Señor se dividió
en setenta lenguas, para que todas las naciones pudieran comprender" (Éxodo Rabba', 5, 9). Así,
también en el Pentecostés que relata san Lucas, la palabra de Dios, mediante los Apóstoles, se
dirige a la humanidad para anunciar a todas las naciones, en su diversidad, "las maravillas de
Dios" (Hch 2, 11).

3. Sin embargo, en el Nuevo Testamento hay otro relato que podríamos llamar el Pentecostés de san
Juan. En efecto, en el cuarto evangelio la efusión del Espíritu Santo se sitúa en la tarde misma de
Pascua y se halla íntimamente vinculada a la Resurrección. Se lee en san Juan: "Al atardecer de
aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar
donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con
vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al
Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos"" (Jn 20, 19-23).

También en este relato de san Juan resplandece la gloria de la Trinidad: de Cristo resucitado, que se
manifiesta en su cuerpo glorioso; del Padre, que está en la fuente de la misión apostólica; y del
Espíritu Santo, derramado como don de paz. Así se cumple la promesa hecha por Cristo, dentro de
esas mismas paredes, en los discursos de despedida a los discípulos: "El Paráclito, el Espíritu Santo,
que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he
dicho" (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la
unidad en el amor.

El acto simbólico de soplar quiere evocar el acto del Creador que, después de modelar el cuerpo del
hombre con polvo del suelo, "insufló en sus narices un aliento de vida" (Gn 2, 7).

Cristo resucitado comunica otro soplo de vida, "el Espíritu Santo". La redención es una nueva
creación, obra divina en la que la Iglesia está llamada a colaborar mediante el ministerio de la
reconciliación.

4. El apóstol san Pablo no nos ofrece un relato directo de la efusión del Espíritu, pero cita sus frutos
con tal intensidad que se podría hablar de un Pentecostés paulino, también presentado en una
perspectiva trinitaria. Según dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y a los Romanos, el
Espíritu es el don del Padre, que nos transforma en hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la
vida misma de la familia divina. Por eso afirma san Pablo: "No recibisteis un espíritu de esclavos
para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios. Y, si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,
15-17; cf. Ga 4, 6-7).

Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos a Dios con el nombre familiar abbá, que
Jesús mismo usaba con respecto a su Padre celestial (cf. Mc 14, 36). Como él, debemos caminar
según el Espíritu en la libertad interior profunda: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5, 22-23).

Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en Pentecostés con una invocación de la liturgia de


Oriente: "Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en tres personas: el Padre, en el Hijo, con el
Espíritu Santo. Porque el Padre, desde toda la eternidad, engendra un Hijo coeterno que reina con
él, y el Espíritu Santo está en el Padre, es glorificado con el Hijo, potencia única, sustancia única,
divinidad única... ¡Gloria a ti, Trinidad santa!" (Vísperas de Pentecostés).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(11) La gloria de la Trinidad en el hombre vivo Miércoles 7 de junio 2000

1. En este Año jubilar nuestra catequesis trata de buen grado sobre el tema de la glorificación de la
Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la
historia, en el misterio de Cristo, nuestra mirada se dirige ahora al hombre, para descubrir en él los
rayos luminosos de la acción de Dios.

"Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10).
Esta sugestiva declaración de Job revela el vínculo radical que une a los seres humanos con "el
Señor que ama la vida" (Sb 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en su ser una íntima relación
con el Creador, un vínculo profundo, constituido ante todo por el don de la vida. Don que es
concedido por la Trinidad misma e implica dos dimensiones principales, como trataremos ahora de
ilustrar a la luz de la palabra de Dios.

2. La primera dimensión fundamental de la vida que se nos concede es la física e histórica, el


"alma" (nefesh) y el "espíritu" (ruah), a los que se refería Job. El Padre entra en escena como fuente
de este don en los mismos inicios de la creación, cuando proclama solemnemente: "Hagamos al ser
humano a nuestra imagen y semejanza (...). Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de
Dios lo creó; varón y mujer los creó" (Gn 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia católica
podemos sacar esta consecuencia: "La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en
la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí" (n. 1702). En
la misma comunión de amor y en la capacidad generadora de las parejas humanas brilla un reflejo
del Creador. El hombre y la mujer en el matrimonio prosiguen la obra creadora de Dios, participan
en su paternidad suprema, en el misterio que san Pablo nos invita a contemplar cuando exclama:
"Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está presente en todos" (Ef
4, 6).

La presencia eficaz de Dios, al que el cristiano invoca como Padre, se manifiesta ya en los inicios
de la vida de todo hombre, y se extiende luego sobre todos sus días. Lo atestigua una estrofa muy
hermosa del Salmo 139: "Tú has creado mis entrañas; me has tejido en el seno materno. (...)
Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba
formando y entretejiendo en lo profundo de la tierra. Mi embrión (golmi) tus ojos lo veían; en tu
libro estaban inscritos todos mis días, antes que llegase el primero" (Sal 139, 13. 15-16).

3. En el momento en que llegamos a la existencia, además del Padre, también está presente el Hijo,
que asumió nuestra misma carne (cf. Jn 1, 14) hasta el punto de que pudo ser tocado por nuestras
manos, ser escuchado con nuestros oídos, ser visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1 Jn 1, 1).
En efecto, san Pablo nos recuerda que "no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas y para el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las
cosas y por el cual existimos nosotros" (1 Co 8, 6). Asimismo, toda criatura viva está encomendada
también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el Salmista: "Envías tu Espíritu y los creas" (Sal
104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un anuncio de la tercera
Persona de la santísima Trinidad. Así pues, en el origen de nuestra vida se halla una intervención
trinitaria de amor y bendición.

4. Como he insinuado, existe otra dimensión en la vida que Dios da a la criatura humana. La
podemos expresar mediante tres categorías teológicas neotestamentarias. Ante todo, tenemos la zoê
aiônios, es decir, la "vida eterna", celebrada por san Juan (cf. Jn 3, 15-16; 17, 2-3) y que se debe

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

entender como participación en la "vida divina". Luego, está la paulina kainé ktisis, la "nueva
criatura" (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15), producida por el Espíritu, que irrumpe en la criatura humana
transfigurándola y comunicándole una "vida nueva" (cf. Rm 6, 4; Col 3, 9-10; Ef 4, 22-24). Es la
vida pascual: "Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en
Cristo" (1 Co 15, 22). Y tenemos, por último, la vida de los hijos de Dios, la hyiothesía (cf. Rm 8,
15; Ga 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, siguiendo a Cristo, con la fuerza
del Espíritu Santo: "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero" (Ga 4, 6-7).

5. Esta vida trascendente, infundida en nosotros por gracia, nos abre al futuro, más allá del límite de
nuestra caducidad propia de criaturas. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos,
recordando una vez más que la Trinidad es fuente de esta vida pascual: "Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos (es decir, el Padre) habita en vosotros, Aquel que resucitó a
Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que
habita en vosotros" (Rm 8, 11).

"Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo
estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e
inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (...) (cf. 1 Jn 3, 1-2). Así alcanza su culmen la
verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia
divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la
luz de esta verdad, san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: "el hombre que vive" es
"gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (cf. san Ireneo, Adversus
haereses IV, 20, 7)" (Evangelium vitae, 38).

Concluyamos nuestra reflexión con la oración que eleva un sabio del Antiguo Testamento al Dios
vivo y amante de la vida: "Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo
odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se
habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque
son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sb 11, 24 12,
1).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(12) La gloria de la Trinidad en la vida de la Iglesia Miércoles 14 de junio 2000

1. La Iglesia en su peregrinación hacia la plena comunión de amor con Dios se presenta como un
"pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Esta estupenda
definición de san Cipriano (De Orat. Dom., 23; cf. Lumen gentium, 4) nos introduce en el misterio
de la Iglesia, convertida en comunidad de salvación por la presencia de Dios Trinidad. Como el
antiguo pueblo de Dios, en su nuevo Éxodo está guiada por la columna de nube durante el día y por
la columna de fuego durante la noche, símbolos de la constante presencia divina. En este horizonte
queremos contemplar la gloria de la Trinidad, que hace a la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

2. La Iglesia es, ante todo, una. En efecto, los bautizados están misteriosamente unidos a Cristo y
forman su Cuerpo místico por la fuerza del Espíritu Santo. Como afirma el concilio Vaticano II, "el
modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios, Padre e Hijo en el
Espíritu Santo, en la Trinidad de personas" (Unitatis redintegratio, 2).

Aunque en la historia esta unidad haya experimentado la prueba dolorosa de tantas divisiones, su
inagotable fuente trinitaria impulsa a la Iglesia a vivir cada vez más profundamente la koinonía o
comunión que resplandecía en la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 2, 42; 4, 32).

Desde esta perspectiva se ilumina el diálogo ecuménico, dado que todos los cristianos son
conscientes del fundamento trinitario de la comunión: "La koinonía es obra de Dios y tiene un
carácter marcadamente trinitario. En el bautismo se encuentra el punto de partida de la iniciación de
la koinonía trinitaria por medio de la fe, a través de Cristo, en el Espíritu... Y los medios que el
Espíritu ha dado para sostener la koinonía son la Palabra, el ministerio, los sacramentos y los
carismas" (Perspectivas sobre la koinonía, Relación del III quinquenio, 1985-1989, del diálogo
entre católicos y pentecostales, n. 31). A este respecto, el Concilio recuerda a todos los fieles que
"cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente
podrán aumentar la fraternidad mutua" (Unitatis redintegratio, 7).

3. La Iglesia es también santa. En el lenguaje bíblico, el concepto de "santo", antes de ser expresión
de la santidad moral y existencial del fiel, remite a la consagración realizada por Dios a través de la
elección y la gracia ofrecida a su pueblo. Así pues, es la presencia divina la que "consagra en la
verdad" a la comunidad de los creyentes (cf. Jn 17, 17. 19).

Y la liturgia, que es la epifanía de la consagración del pueblo de Dios, constituye el signo más
elevado de esa presencia. En ella se realiza la presencia eucarística del cuerpo y la sangre del Señor,
pero también "nuestra eucaristía, es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos
redimido con su muerte y hecho partícipes de su vida inmortal mediante su resurrección. Tal culto,
tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraiza ante todo en la
celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos" y la vida de la
Iglesia (Dominicae Coenae, 3). Y precisamente "al unirnos en mutua caridad y en la misma
alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia y tomando
parte en la liturgia de la gloria perfecta degustada anticipadamente" (Lumen gentium, 51).

4. La Iglesia es católica, enviada para anunciar a Cristo al mundo entero con la esperanza de que
todos los príncipes de los pueblos se reúnan con el pueblo del Dios de Abraham (cf. Sal 47, 10; Mt
28, 19). Como afirma el concilio Vaticano II, "la Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza,
misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

plan de Dios Padre. Este designio dimana del "amor fontal" o caridad de Dios Padre, que, siendo
principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y del que procede el Espíritu Santo por el
Hijo, creándonos libremente por su benignidad excesiva y misericordiosa y llamándonos, además,
por pura gracia a participar con él en la vida y la gloria, difundió con liberalidad y no deja de
difundir la bondad divina, de modo que el que es Creador de todas las cosas se hace por fin "todo en
todas las cosas" (1 Co 15, 28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad" (Ad
gentes, 2).

5. La Iglesia, por último, es apostólica. Según el mandato de Cristo, los Apóstoles deben ir a
enseñar a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20). Esta misión se extiende a
toda la Iglesia, que, a través de la Palabra, hecha viva, luminosa y eficaz por el Espíritu Santo y por
los sacramentos, "se cumple el designio de Dios, al que Cristo amorosa y obedientemente sirvió,
para gloria del Padre, que lo envió a fin de que todo el género humano forme un único pueblo de
Dios, se una en un único cuerpo de Cristo y se edifique en un único templo del Espíritu Santo" (Ad
gentes, 7).

La Iglesia una, santa, católica y apostólica es pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu
Santo. Estas tres imágenes bíblicas señalan de modo luminoso la dimensión trinitaria de la Iglesia.
En esta dimensión se encuentran todos los discípulos de Cristo, llamados a vivirla de modo cada
vez más profundo y con una comunión cada vez más viva. El mismo ecumenismo tiene en la
referencia trinitaria su sólido fundamento, dado que el Espíritu "une a los fieles con Cristo,
mediador de todo don de salvación, y les da, a través de él, acceso al Padre, que en el mismo
Espíritu pueden llamar "Abbá, Padre"" (Comisión conjunta católicos y evangélicos luteranos,
Iglesia y justificación, n. 64). Así pues, en la Iglesia encontramos una grandiosa epifanía de la gloria
trinitaria. Por tanto, recojamos la invitación que nos dirige san Ambrosio: "Levántate, tú que antes
estabas acostado, para dormir... Levántate y ven de prisa a la Iglesia: aquí está el Padre, aquí está el
Hijo, aquí está el Espíritu Santo" (In Lucam, VII).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(13) La gloria de la Trinidad en la Jerusalén celestial Miércoles 28 de junio 2000

1. "Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera como desterrada, de
manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba. Allí está sentado Cristo a la derecha
de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste
llena de gloria en compañía de su Esposo" (Lumen gentium, 6). Estas palabras del concilio Vaticano
II señalan el itinerario de la Iglesia, que sabe que no tiene "aquí ciudad permanente", sino que "anda
buscando la del futuro" (Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, "la ciudad del Dios vivo" (Hb 12, 22).

2. Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia san Pablo, no
veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. (...) Entonces conoceré como
soy conocido" (1 Co 13, 12). Y san Juan repite que "cuando se manifieste, seremos semejantes a él,
porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa y plena de la
Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta e íntima con él, que el cuarto
evangelio llama "la vida eterna", fuente de un "conocimiento" que en el lenguaje bíblico es
comunión de amor. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú
has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).

3. La resurrección de Cristo inaugura este horizonte de luz que ya el primer Testamento canta como
reino de paz y alegría, en el que "el Señor eliminará a la muerte definitivamente y enjugará las
lágrimas de todos los rostros" (Is 25, 8). Entonces, finalmente, "la misericordia y la fidelidad se
encontrarán, la justicia y la paz se besarán" (Sal 85, 11). Pero son sobre todo las últimas páginas de
la Biblia, es decir, la gloriosa visión conclusiva del Apocalipsis, las que nos revelan la ciudad que es
meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial.

Allí encontraremos ante todo al Padre, "el alfa y la omega, el principio y el fin" de toda la creación
(Ap 21, 6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el Dios que mora con la humanidad,
eliminando las lágrimas y el luto y renovando todas las cosas (cf. Ap 21, 3-5).

Pero en el centro de esa ciudad se alzará también el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con
un vínculo nupcial. De él recibe la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante
un templo, sino de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23). Hacia esa ciudad nos impulsa el
Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo: "El Espíritu y la
Esposa dicen: ¡Ven!" (Ap, 22, 17).

4. Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra mirada, rebasando los
límites de nuestra condición humana, superando el peso de nuestra miseria y de la culpabilidad que
penetran nuestra existencia terrena. Para ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una
continua purificación, conscientes de que en la Jerusalén celestial "no entrará nada impuro, ni los
que cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida del
Cordero" (Ap 21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que celebramos durante
nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación, ese amor perfecto: "En la liturgia
terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa,
Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del
Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero" (Sacrosanctum Concilium, 8).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Por eso, ahora nos dirigimos a Cristo para que, por el Espíritu Santo, nos ayude a presentarnos
puros ante el Padre. Es lo que nos invita a hacer Simeón Metafraste en una oración que la liturgia de
las Iglesias orientales propone a los fieles: "Tú, que, por la venida del Espíritu Santo consolador, de
tus discípulos santos has hecho vasos de honor, haz de mí una morada digna de su venida. Tú, que
debes venir de nuevo a juzgar al mundo entero con toda justicia, permíteme también a mí venir ante
ti, mi Juez y mi Creador, con todos tus santos, para alabarte y cantarte eternamente, con tu Padre
eterno y con tu santísimo, bueno y vivificante Espíritu, ahora y siempre" (Oraciones para la
comunión).

5. Juntamente con nosotros, "la creación expectante está aguardando la plena manifestación de los
hijos de Dios (...) y espera ser liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad
gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21). El Apocalipsis nos anuncia "un cielo nuevo y una
tierra nueva", porque el cielo y la tierra anteriores desaparecerán (cf. Ap 21, 1). Y san Pedro, en su
segunda carta, recurre a imágenes apocalípticas tradicionales para reafirmar el mismo concepto:
"Los cielos, en llamas, se disolverán, y los elementos, abrasados, se fundirán. Pero nosotros,
confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la
justicia" (2 P 3, 12-13).

Mientras espera la armonía y la plena alabanza, toda la creación debe entonar ya desde ahora,
juntamente con el hombre, un cántico de alegría y esperanza. Hagámoslo también nosotros, con las
palabras de un himno del siglo III, descubierto en Egipto: "Ni por la mañana ni por la tarde callen
todas las admirables obras creadas por Dios. No callen tampoco los astros luminosos ni las altas
montañas ni los abismos del mar ni los manantiales de los rápidos ríos, mientras nosotros cantamos
en nuestros himnos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Todos los ángeles de los cielos respondan:
Amén, Amén, Amén" (Texto editado por A. Gastoné en La Tribune de saint Gervais, septiembre-
octubre de 1922).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

SECCIÓN II: EL ENCUENTRO ENTRE EL HOMBRE Y DIOS

(14) El hombre "buscado" por Dios y "en busca" de Dios Miércoles 5 de julio 2000

1. El apóstol san Pablo, en la carta a los Romanos, recoge, con un poco de asombro, un oráculo del
libro de Isaías (cf. Is 65, 1), en el que Dios llega a decir por boca del profeta: "Fui hallado por
quienes no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mí" (Rm 10, 20). Pues bien,
después de haber contemplado, en las catequesis anteriores, la gloria de la Trinidad que se
manifiesta en el cosmos y en la historia, ahora queremos iniciar un itinerario interior a lo largo de
los caminos misteriosos por los que Dios va al encuentro del hombre, para hacerlo partícipe de su
vida y de su gloria. En efecto, Dios ama a la criatura formada a su imagen y, como el pastor
diligente de la parábola que acabamos de escuchar (cf. Lc 15, 4-7), no se cansa de buscarla ni
siquiera cuando se muestra indiferente o, incluso, molesta por la luz divina, como la oveja que se ha
alejado del rebaño y se ha extraviado en lugares inaccesibles y peligrosos.

2. El hombre, seguido por Dios, ya advierte su presencia, ya es iluminado por la luz que está detrás
de él y ya es atraído por la voz que lo llama desde lejos. De este modo, comienza a buscar él mismo
al Dios que lo busca: buscado, busca; amado, comienza a amar. Hoy empezamos a delinear esta
sugestiva trama entre la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre, descubriéndola como un
elemento fundamental de la experiencia religiosa. En realidad, el eco de esa experiencia se percibe
también en la voz de algunas personas que están lejos del cristianismo, signo del deseo de toda la
humanidad de conocer a Dios y ser objeto de su benevolencia. Incluso un enemigo del Israel
bíblico, el rey babilonio Nabucodonosor, que en los años 587-586 antes de Cristo destruyó la ciudad
santa, Jerusalén, se dirigía a la divinidad en estos términos: "Sin ti, Señor, ¿qué sería del rey que
amas y que has llamado por su nombre? ¿Cómo podría ser bueno a tus ojos? ¡Tú guías su nombre,
lo llevas por el camino recto! (...) Por tu gracia, Señor, que concedes abundantemente a todos, haz
que tu excelsa majestad sea misericordiosa y que reine en mi corazón el temor por tu divinidad.
¡Dame lo que es bueno para ti, puesto que has plasmado mi vida! (cf. G. Pettinato, Babilonia, Milán
1994, p. 182).

3. También nuestros hermanos musulmanes testimonian una fe análoga, repitiendo a menudo,


durante su jornada, la invocación que abre el libro del Corán y que celebra, precisamente, el camino
por el que Dios, "el Señor de la creación, el Clemente, el Misericordioso", guía a aquellos en
quienes infunde su gracia.

Sobre todo la gran tradición bíblica impulsa al fiel a dirigirse con frecuencia a Dios, a fin de que le
conceda la luz y la fuerza necesarias para hacer el bien. Así reza el salmista en el Salmo 119:
"Muéstrame, Señor, el camino de tus leyes, y lo seguiré puntualmente; enséñame a cumplir tu
voluntad, y a guardarla de todo corazón; guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi
gozo (...). Aparta mis ojos de las vanidades, dame vida con tu palabra" (vv. 33-35. 37).

4. Así pues, en la experiencia religiosa universal, y especialmente en la transmitida por la Biblia,


encontramos la conciencia del primado de Dios que va en busca del hombre para guiarlo hacia el
horizonte de su luz y de su misterio. En el principio está la Palabra que rompe el silencio de la nada,
la "buena voluntad" de Dios (cf. Lc 2, 14), que jamás abandona a la criatura a su propio destino.

Evidentemente, este comienzo absoluto no suprime la necesidad de la acción humana, no elimina el


compromiso de una respuesta por parte del hombre, el cual es invitado a dejarse alcanzar por Dios y

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

a abrirle la puerta de su vida, pero que también tiene la posibilidad de rechazar esa invitación. A
este respecto, son estupendas las palabras que el Apocalipsis pone en los labios de Cristo: "Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con
él y él conmigo" (Ap 3, 20). Si Cristo no recorriera los caminos del mundo, permaneceríamos
solitarios en nuestro horizonte limitado. Pero es preciso que le abramos nuestra puerta, para que
comparta nuestra mesa, en comunión de vida y amor.

5. El itinerario del encuentro entre Dios y el hombre se realizará bajo el signo del amor. Por una
parte, el amor divino trinitario nos precede, nos envuelve, nos abre constantemente el camino que
lleva a la casa paterna. En ella nos espera el Padre para abrazarnos, como en la parábola evangélica
del "hijo pródigo", o mejor, del "Padre misericordioso" (cf. Lc 15, 11-32).

Por otra, se nos pide que respondamos con amor fraterno al amor de Dios. En efecto, el apóstol san
Juan, en su primera carta, nos exhorta: "Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también
nosotros debemos amarnos unos a otros. (...) Dios es amor y quien permanece en el amor
permanece en Dios y Dios en él" (Jn 4, 11. 16). De ese abrazo entre el amor divino y el humano
florecen la salvación, la vida y la alegría eterna.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(15) "Espera y asombro del hombre ante el misterio" Miércoles 26 de julio de 2000

1. "¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!" (Is 63, 19). Esta gran invocación de Isaías, que sintetiza bien
la espera de Dios presente ante todo en la historia del Israel bíblico, pero también en el corazón de
cada hombre, no ha caído en el olvido. Dios Padre ha cruzado el umbral de su trascendencia:
mediante su Hijo, Jesucristo, ha recorrido los senderos del hombre y su Espíritu de vida y amor ha
penetrado en el corazón de sus criaturas. No permite que nos alejemos de sus caminos ni deja que
nuestro corazón se endurezca para siempre (cf. Is 63, 17). En Cristo, Dios se acerca a nosotros,
sobre todo cuando nuestro "rostro está triste", y entonces, al calor de su palabra, como sucedió con
los discípulos de Emaús, nuestro corazón empieza a arder dentro de nosotros (cf. Lc 24, 17. 32). Sin
embargo, el paso de Dios es misterioso y exige una mirada pura para descubrirlo, y oídos dispuestos
a escucharlo.

2. Desde esta perspectiva, queremos reflexionar hoy sobre dos actitudes fundamentales que es
preciso adoptar en relación con el Dios-Emmanuel, el cual ha decidido encontrarse con el hombre
en el espacio y en el tiempo, así como en la intimidad de su corazón. La primera actitud es la
espera, bien ilustrada en el pasaje del evangelio de san Marcos que acabamos de escuchar (cf. Mc
13, 33-37). En el original griego encontramos tres imperativos que articulan esta espera. El primero
es: "Estad atentos"; literalmente: "Mirad, vigilad". "Atención", como indica la misma palabra,
significa tender, estar orientados hacia una realidad con toda el alma.

Es lo contrario de distracción que, por desgracia, es nuestra condición casi habitual, sobre todo en
una sociedad frenética y superficial como la contemporánea. Es difícil fijar nuestra atención en un
objetivo, en un valor, y perseguirlo con fidelidad y coherencia. Corremos el riesgo de hacer lo
mismo también con Dios, que, al encarnarse, ha venido a nosotros para convertirse en la estrella
polar de nuestra existencia.

3. Al imperativo "estad atentos" se añade "velad", que en el original griego del evangelio equivale a
"estar en vela". Es fuerte la tentación de abandonarse al sueño, envueltos en las tinieblas de la
noche, que en la Biblia es símbolo de culpa, de inercia y de rechazo de la luz.

Por eso, se comprende la exhortación del apóstol san Pablo: "Vosotros, hermanos, no vivís en las
tinieblas, (...) porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las
tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados" (1 Ts 5,
4-6). Sólo liberándonos de la oscura atracción de las tinieblas y del mal lograremos encontrar al
Padre de la luz, en el cual "no hay fases ni períodos de sombra" (St 1, 17).

4. Hay un tercer imperativo, repetido dos veces con el mismo verbo griego: "Vigilad". Es el verbo
del centinela que debe estar alerta, mientras espera pacientemente que pase la noche y despunte en
el horizonte la luz del alba. El profeta Isaías describe de modo intenso y vivo esta larga espera,
introduciendo un diálogo entre dos centinelas, que se convierte en símbolo del uso correcto del
tiempo: ""Centinela, ¿qué hay de la noche?". Dice el centinela: "Se hizo de mañana y también de
noche. Si queréis preguntar, preguntad, convertíos, venid" (Is 21, 11-12).

Es preciso interrogarse, convertirse e ir al encuentro del Señor. Las tres exhortaciones de Cristo:
"Estad atentos, velad y vigilad" resumen muy acertadamente la espera cristiana del encuentro con el
Señor. La espera debe ser paciente, como nos recomienda Santiago en su Carta: "Tened paciencia
(...) hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la
venida del Señor está cerca" (St 5, 7-8). Para que crezca una espiga o brote una flor hace falta cierto
período de tiempo, que no se puede recortar; para que nazca un niño se necesitan nueve meses; para
escribir un libro o componer música de valor, a menudo se requieren años de búsqueda paciente.
Esta es también la ley del espíritu: "Todo lo que es frenético pasará pronto", cantaba un poeta
(Rainer María Rilke, Sonetos a Orfeo). Para el encuentro con el misterio se requiere paciencia,
purificación interior, silencio y espera.

5. Hablábamos antes de dos actitudes espirituales para descubrir a Dios que viene a nuestro
encuentro. La segunda -después de la espera atenta y vigilante- es la admiración, el asombro.

Es necesario abrir los ojos para admirar a Dios que se esconde y al mismo tiempo se muestra en las
cosas, y que nos introduce en los espacios del misterio. La cultura tecnológica y, más aún, la
excesiva inmersión en las realidades materiales nos impiden con frecuencia percibir el aspecto
oculto de las cosas. En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos
en profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios. Por tanto, son muchos los
signos que revelan la presencia de Dios. Pero, para descubrirlos debemos ser puros y sencillos como
niños (cf. Mt 18, 3-4), capaces de admirar, de asombrarnos, de maravillarnos, de embelesarnos por
los gestos divinos de amor y de cercanía a nosotros. En cierto sentido, se puede aplicar al entramado
de la vida diaria lo que el concilio Vaticano II afirma sobre la realización del gran designio de Dios
mediante la revelación de su Palabra: "Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como
amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía" (Dei Verbum, 2).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(16) La escucha de la Palabra y del Espíritu en la revelación cósmica Miércoles 2 de agosto


2000

1. "¡Qué amables son todas sus obras! Y eso que es sólo como una chispa lo que de ellas podemos
conocer. (...) Mucho más podríamos decir y no acabaríamos, y el resumen sería: él lo es todo. (...) Él
es mucho más grande que todas sus obras" (Si 42, 22; 43, 27-28). Estas estupendas palabras del
Sirácida condensan el canto de alabanza elevado en todas las épocas y bajo todos los cielos al
Creador, que se revela a través de la inmensidad y el esplendor de sus obras.

Aunque sea en formas aún imperfectas, muchísimas voces han reconocido en la creación la
presencia de su Artífice y Señor. Un antiguo rey y poeta egipcio, dirigiéndose a su divinidad solar,
exclamaba: "¡Cuán numerosas son tus obras! Están ocultas a nuestro rostro. Tú, Dios único, fuera
del cual nadie existe, tú has creado la tierra según tu voluntad, cuando estabas solo" (Himno a Aton,
cf. J.B. Pritchard ed., Ancient Near Eastern Texts, Princeton 1969, pp. 369-371).

Algunos siglos después, también un filósofo griego celebraba en un himno admirable la divinidad
que se manifiesta en la naturaleza y, de modo particular, en el hombre: "De tu linaje somos, y sólo
nosotros, entre todos los seres animados que viven y se mueven sobre la tierra, tenemos la palabra
como reflejo de tu mente" (Cleante, Himno a Zeus, vv. 4-5). El apóstol san Pablo recogerá esta
elevación, citándola en su discurso ante el Areópago de Atenas (cf. Hch 17, 28).

2. También al fiel musulmán se le pide escuchar la palabra que el Creador transmite mediante las
obras de sus manos: "Oh hombres, adorad a vuestro Señor, que os ha creado a vosotros y a los que
existieron antes que vosotros, y temed a Dios, el cual ha hecho la tierra como una alfombra para
vosotros y el cielo como un castillo, y ha hecho bajar del cielo agua con la cual saca de la tierra los
frutos que son vuestro alimento diario" (Corán II, 21-23).

La tradición judía, que floreció en la tierra fértil de la Biblia, descubrirá la presencia personal de
Dios en toda la creación: "Dondequiera que yo vaya, allí estás tú. Dondequiera que me detenga, allí
estás tú. Sólo tú, aún tú, siempre tú... En el cielo, tú. En la tierra, tú. Arriba, tú. Abajo, tú. A
dondequiera que me dirijo y en todas las cosas que admiro, allí estás tú, sólo tú, aún tú, siempre
tú" (M. Buber, Los relatos de los Chassidim, Milán 1979, p. 276).

3. La Revelación bíblica se inserta en esta amplia experiencia de sentido religioso y de oración de la


humanidad, poniéndole el sello divino. Al comunicarnos el misterio de la Trinidad, nos ayuda a
captar en la creación misma no sólo la huella del Padre, fuente de todo ser, sino también la del Hijo
y del Espíritu. A la Trinidad entera se dirige ya la mirada del cristiano cuando, con el salmista,
contempla el cielo: "La palabra del Señor -es decir, su Verbo eterno- hizo el cielo; el aliento de su
boca -es decir, el Espíritu Santo-, sus ejércitos" (Sal 33, 6). Por eso, "el cielo proclama la gloria de
Dios; el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la
noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que se pronuncien, sin que resuene su voz, a toda la tierra
alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje" (Sal 19, 2-5).

Es preciso eliminar de los oídos del alma los ruidos para captar esta voz divina que resuena en el
universo. Así pues, junto a la revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da
una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche. En cierto sentido, también la
naturaleza es el "libro de Dios".

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

4. Podemos preguntarnos cómo se puede desarrollar, en la experiencia cristiana, la contemplación


de la Trinidad a través de la creación, descubriendo en ella no sólo genéricamente el reflejo del
único Dios, sino también la huella de cada una de las Personas divinas. En efecto, aunque es verdad
que "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de la creación, sino un solo
principio" (concilio de Florencia: DS 1331), también es verdad que "cada persona divina realiza la
obra común según su propiedad personal" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 258).

Por consiguiente, cuando contemplamos con admiración el universo en su grandeza y belleza,


debemos alabar a toda la Trinidad, pero de modo especial nuestro pensamiento va al Padre, del que
todo brota, como plenitud fontal del ser mismo. Cuando reflexionamos en el orden que rige en el
cosmos y admiramos la sabiduría con la que el Padre lo ha creado, dotándolo de leyes que
gobiernan su existencia, nos resulta espontáneo remontarnos al Hijo eterno, que la Escritura nos
presenta como Palabra (cf. Jn 1, 1-3) y Sabiduría divina (cf. 1 Co 1, 24. 30).

En el admirable canto que la Sabiduría entona en el libro de los Proverbios, y que se leyó al
principio de este encuentro, se presenta "constituida desde la eternidad, desde el principio" (Pr 8,
24). La Sabiduría está presente en el momento de la creación "como arquitecto", dispuesta a poner
sus delicias "entre los hijos de los hombres" (cf. Pr 8, 30-31). Bajo estos aspectos, la tradición
cristiana ha visto en ella el rostro de Cristo, "imagen de Dios invisible, primogénito de toda la
creación (...) Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su
consistencia" (Col 1, 15-17; cf. Jn 1, 3).

5. Asimismo, a la luz de la fe cristiana, la creación evoca de modo particular al Espíritu Santo en el


dinamismo que distingue las relaciones entre las cosas, dentro del macrocosmos y del microcosmos,
y que se manifiesta sobre todo donde nace y se desarrolla la vida. En virtud de esta experiencia,
también en algunas culturas lejanas del cristianismo se ha percibido, de alguna manera, la presencia
de Dios como "espíritu" que anima el mundo. En este sentido, es célebre la expresión de Virgilio:
"spiritus intus alit", "el espíritu alimenta desde dentro" (Eneida VI, 726).

El cristiano sabe bien que esa evocación del Espíritu sería inaceptable si se refiriera a una especie
de "anima mundi", entendida en sentido panteísta. Pero, excluyendo este error, sigue siendo verdad
que toda forma de vida, de animación, de amor, remite en definitiva a aquel Espíritu del que el
Génesis dice que "aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) en el alba de la creación y en el que
los cristianos, a la luz del Nuevo Testamento, reconocen una referencia a la tercera Persona de la
santísima Trinidad.

En efecto, la creación, en su concepto bíblico, "conlleva no sólo la llamada del ser mismo del
cosmos a la existencia, es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu de Dios
en la creación, o sea, el inicio de la comunicación salvífica de Dios a las cosas que crea.

Lo cual es válido ante todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de
Dios" (Dominum et vivificantem, 12).

Al contemplar la revelación cósmica, anunciemos la obra de Dios con las palabras del salmista.
"Envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra" (Sal 104, 30).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(17) El encuentro decisivo con Cristo Palabra encarnada Miércoles 9 de agosto 2000

1. En nuestras reflexiones anteriores hemos seguido los pasos de la humanidad en su encuentro con
Dios, que la creó y salió a su camino para buscarla. Hoy meditaremos en el encuentro supremo
entre Dios y el hombre, el que se celebra en Jesucristo, la Palabra divina que se encarna y pone su
morada en medio de nosotros (cf. Jn 1, 14). Como afirmaba en el siglo II san Ireneo, obispo de
Lyon, la revelación definitiva de Dios se realizó "cuando el Verbo se hizo hombre, haciéndose
semejante al hombre y haciendo al hombre semejante a sí mismo, para que, a través de la semejanza
con el Hijo, el hombre llegara a ser precioso ante el Padre" (Adversus haereses V, 16, 2). Este
abrazo íntimo entre divinidad y humanidad, que san Bernardo compara con el "beso" del que habla
el Cantar de los cantares (cf. Sermones super Cantica canticorum II), se extiende desde la persona
de Cristo hasta aquellos a quienes él llega. Ese encuentro de amor manifiesta varias dimensiones
que ahora trataremos de ilustrar.

2. Es un encuentro que se realiza en la vida diaria, en el tiempo y en el espacio. Es sugestivo, a este


respecto, el pasaje del evangelio de san Juan que acabamos de leer (cf. Jn 1, 35-42). En él hallamos
una indicación cronológica precisa de un día y una hora, una localidad y una casa donde residía
Jesús. Hay hombres de vida sencilla a los que ese encuentro transforma, cambiándoles incluso el
nombre. En efecto, cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, trastorna su historia y sus
proyectos. Cuando esos pescadores de Galilea se encontraron con Jesús a la orilla del lago y
escucharon su llamada, "atracando a tierra las barcas, lo dejaron todo y le siguieron" (Lc 5, 11). Se
trata de un cambio radical que no admite vacilaciones y que encamina por una senda llena de
dificultades, pero muy liberadora: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame" (Mt 16, 24).

3. Cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón,
como sucede con la samaritana, a la que dice "todo cuanto ha hecho" (cf. Jn 4, 29). Sobre todo
suscita el arrepentimiento y el amor, como en el caso de Zaqueo, que da la mitad de sus bienes a los
pobres y devuelve el cuádruplo de lo que había defraudado (cf. Lc 19, 8). Así acontece también a la
pecadora arrepentida, a la que se le perdonan los pecados "porque ha amado mucho" (Lc 7, 47) y a
la adúltera, a la que no juzga sino exhorta a llevar una nueva vida alejada del pecado (cf. Jn 8, 11).
El encuentro con Jesús es como una regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un
verdadero culto, que consiste en adorar al Padre "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23-24).

4. Encontrarse con Cristo en el sendero de la propia vida significa a menudo obtener una curación
física. A sus discípulos Jesús les encomendará la misión de anunciar el reino de Dios, la conversión
y el perdón de los pecados (cf. Lc 24, 47), pero también curar a los enfermos, librar de todo mal,
consolar y sostener. En efecto, los discípulos "predicaban a la gente que se convirtiera; expulsaban a
muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban" (Mc 6, 12-13). Cristo vino
para buscar, encontrar y salvar al hombre entero. Como condición para la salvación, Jesús exige la
fe, con la que el hombre se abandona plenamente a Dios, que actúa en él. En efecto, a la hemorroísa
que, como última esperanza, había tocado la orla de su manto, Jesucristo le dice: "Hija, tu fe te ha
salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad" (Mc 5, 34).

5. La venida de Cristo a nosotros tiene como finalidad llevarnos al Padre. En efecto, "a Dios nadie
lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer" (Jn 1, 18).
Esta revelación histórica, realizada por Jesús con gestos y palabras, nos toca profundamente a través
de la acción interior del Padre (cf. Mt 16, 17; Jn 6, 44-45) y la iluminación del Espíritu Santo (cf. Jn

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

14, 26; 16, 13). Por eso, Jesús resucitado lo derrama como principio de perdón de los pecados (cf.
Jn 20, 22-23) y manantial del amor divino en nosotros (cf. Rm 5, 5). Así se realiza una comunión
trinitaria que comienza ya durante la existencia terrena y tiene como meta la plenitud de la visión,
cuando "seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

6. Ahora Cristo sigue caminando a nuestro lado por los senderos de la historia, cumpliendo su
promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
Está presente a través de su Palabra, "Palabra que llama, que invita, que interpela personalmente,
como sucedió en el caso de los Apóstoles. Cuando la Palabra toca a una persona, nace la
obediencia, es decir, la escucha que cambia la vida. Cada día (el fiel) se alimenta del pan de la
Palabra. Privado de él, está como muerto, y ya no tiene nada que comunicar a sus hermanos, porque
la Palabra es Cristo" (Orientale lumen, 10).

Cristo está presente, además, en la Eucaristía, fuente de amor, de unidad y de salvación.

Resuenan constantemente en nuestras iglesias las palabras que él pronunció un día en la sinagoga de
la localidad de Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades. Son palabras de esperanza y de vida: "El que
come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él" (Jn 6, 56).

"El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día" (Jn 6,
54).

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(18) La metánoia, consecuencia del encuentro con Cristo Miércoles 30 de agosto 2000

1. El salmista canta: "De mi vida errante llevas tú la cuenta" (Sal 56, 9). En esta frase breve y
esencial se contiene la historia del hombre que peregrina por el desierto de la soledad, del mal, de la
aridez. Con el pecado rompió la admirable armonía de la creación que Dios estableció en los
orígenes: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno y muy hermoso", como se podría
expresar el sentido del conocido texto del Génesis (Gn 1, 31). Con todo, Dios nunca está lejos de su
criatura, más aún, permanece siempre presente en su interior, de acuerdo con la hermosa intuición
de san Agustín: "¿Dónde estabas entonces tú? ¡Y qué lejos! Muy lejos, peregrinaba yo sin ti! (...)
Pero tú estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi
ser" (Confesiones, III, 6, 11).

Sin embargo, ya el salmista había descrito en un himno estupendo la inútil fuga del hombre de su
Creador: "¿A dónde iré lejos de tu aliento?, ¿a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo al cielo, allí
estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si
emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha. Si digo: "Que
al menos la tiniebla me encubra, que la luz se haga noche en torno a mí", ni la tiniebla es oscura
para ti; la noche es para ti clara como el día" (Sal 139, 7-12).

2. Dios busca con particular insistencia y amor al hijo rebelde que huye lejos de su mirada. Se ha
introducido en las sendas tortuosas de los pecadores a través de su Hijo, Jesucristo, que
precisamente al irrumpir en el escenario de la historia se presentó como "el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Las primeras palabras que pronuncia en público son estas:
"Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca" (Mt 4, 17). En ese texto aparece un término
importante que Jesús ilustrará repetidamente con palabras y obras: "Convertíos", en griego
metanoéite, es decir, llevad a cabo una metanoia, un cambio radical de la mente y del corazón. Es
preciso cortar con el mal y entrar en el reino de justicia, amor y verdad, que se está inaugurando.

La trilogía de las parábolas de la misericordia divina recogidas por san Lucas en el capítulo 15 de su
evangelio constituye la representación más nítida de la búsqueda activa y de la espera amorosa de
Dios con respecto a la criatura pecadora. Al realizar la metanoia, la conversión, el hombre, como el
hijo pródigo, vuelve a abrazar al Padre, que nunca lo ha olvidado ni abandonado.

3. San Ambrosio, comentando esta parábola del padre pródigo de amor con respecto al hijo pródigo
de pecado, introduce la presencia de la Trinidad: "Levántate, date prisa en venir a la Iglesia: aquí
está el Padre, aquí está el Hijo, aquí está el Espíritu Santo. Te sale al encuentro, porque te escucha
mientras estás reflexionando en lo más íntimo de tu corazón. Y cuando aún estás lejos, te ve y corre
hacia ti. Ve en tu corazón, y acude para que nadie te detenga, y además te abraza (...). Se arroja al
cuello, para levantar al que yacía en tierra, y para hacer que quien ya estaba oprimido por el peso de
los pecados e inclinado hacia las cosas terrenas, dirigiera nuevamente la mirada hacia el cielo,
donde debía buscar a su Creador. Cristo se arroja a tu cuello, porque quiere arrancarte de la nuca el
yugo de la esclavitud y ponerte en el cuello un yugo suave" (In Lucam VII, 229-230).

4. El encuentro con Cristo cambia la existencia de una persona, como enseña el caso de Zaqueo,
que hemos escuchado al inicio. Lo mismo sucedió a los pecadores y pecadoras que se cruzaron con
Jesús a lo largo de su camino. En la cruz hay un acto supremo de perdón y esperanza dado al
malhechor que lleva a cabo su metanoia cuando llega a la última frontera entre la vida y la muerte y
dice a su compañero: "Nosotros recibimos lo que hemos merecido con nuestras obras" (cf. Lc 23,

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41). Cuando este malhechor implora: "Acuérdate de mí cuando entres en tu reino", Jesús le
responde: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 42-43). Así, la misión terrena
de Cristo, que comenzó con la invitación a convertirse para entrar en el reino de Dios, se concluye
con una conversión y una entrada en su reino.

5. También la misión de los Apóstoles comenzó con una apremiante invitación a la conversión. A
los oyentes de su primer discurso, que estaban compungidos y preguntaban con ansia: "¿Qué hemos
de hacer?", san Pedro les respondió: "Convertíos (metanoésate) y que cada uno de vosotros reciba
el bautismo en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del
Espíritu Santo" (Hch 2, 37-38). Esta respuesta de san Pedro fue acogida con prontitud: "cerca de
tres mil personas" se convirtieron en aquel día (cf. Hch 2, 41). Después de la curación milagrosa de
un tullido, san Pedro renovó su exhortación.

Recordó a los habitantes de Jerusalén su horrendo pecado: "Vosotros renegasteis del Santo y del
Justo, (...) y matasteis al autor de la vida" (Hch 3, 14-15), pero atenuó su culpabilidad, diciendo:
"Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia" (Hch 3, 17); luego los invitó a la conversión (cf.
Hch 3, 19) y les dio una inmensa esperanza: "A vosotros en primer lugar Dios (...) lo envió para
bendeciros, y para que cada uno se convierta de sus iniquidades" (Hch 3, 26).

De forma semejante, el apóstol san Pablo predicaba la conversión. Lo dice en su discurso al rey
Agripa, describiendo así su apostolado: a todos, "también a los gentiles he predicado que se
convirtieran y que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de conversión" (Hch 26, 20; cf. 1 Ts 1,
9-10). San Pablo enseñaba que "la bondad de Dios (nos) impulsa a la conversión" (Rm 2, 4).

En el Apocalipsis es Cristo mismo quien exhorta repetidamente a la conversión. Inspirada en el


amor (cf. Ap 3, 19), la exhortación es vigorosa y manifiesta toda la urgencia de la conversión (cf. Ap
2, 5. 16. 21-22; 3, 3. 19), pero va acompañada de promesas maravillosas de intimidad con el
Salvador (cf. Ap 3, 20-21).

Así pues, todos los pecadores tienen siempre abierta una puerta de esperanza. "El hombre no se
queda solo para intentar, de mil modos a menudo frustrados, una imposible ascensión al cielo: hay
un tabernáculo de gloria, que es la persona santísima de Jesús el Señor, donde lo humano y lo
divino se encuentran en un abrazo que nunca podrá deshacerse: el Verbo se hizo carne, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado. Él derrama la divinidad en el corazón enfermo de la
humanidad e, infundiéndole el Espíritu del Padre, la hace capaz de llegar a ser Dios por la
gracia" (Orientale lumen, 15).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(19) El cristiano discípulo de Cristo Miércoles 6 de septiembre 2000

1. El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona, la impulsa a la metánoia o
conversión profunda de la mente y del corazón, y establece una comunión de vida que se transforma
en seguimiento. En los evangelios el seguimiento se expresa con dos actitudes: la primera consiste
en "acompañar" a Cristo (akoloutheîn); la segunda, en "caminar detrás" de él, que guía, siguiendo
sus huellas y su dirección (érchesthai opíso). Así, nace la figura del discípulo, que se realiza de
modos diferentes. Hay quien sigue de manera aún genérica y a menudo superficial, como la
muchedumbre (cf. Mc 3, 7; 5, 24; Mt 8, 1. 10; 14, 13; 19, 2; 20, 29). Están los pecadores (cf. Mc 2,
14-15); muchas veces se menciona a las mujeres que, con su servicio concreto, sostienen la misión
de Jesús (cf. Lc 8, 2-3; Mc 15, 41).

Algunos reciben una llamada específica por parte de Cristo y, entre ellos, una posición particular
ocupan los Doce.

Por tanto, la tipología de los llamados es muy variada: gente dedicada a la pesca y a cobrar
impuestos, honrados y pecadores, casados y solteros, pobres y ricos, como José de Arimatea (cf. Jn
19, 38), hombres y mujeres. Figura incluso el zelota Simón (cf. Lc 6, 15), es decir, un miembro de
la oposición revolucionaria antirromana. También hay quien rechaza la invitación, como el joven
rico, el cual, al oír las palabras exigentes de Cristo, se entristeció y se marchó pesaroso, "porque era
muy rico" (Mc 10, 22).

2. Las condiciones para recorrer el mismo camino de Jesús son pocas pero fundamentales.

Como hemos escuchado en el pasaje evangélico que acabamos de leer, es necesario dejar atrás el
pasado, cortar con él de modo determinante y realizar una metánoia en el sentido profundo del
término: un cambio de mentalidad y de vida. El camino que propone Cristo es estrecho, exige
sacrificio y la entrega total de sí: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga" (Mc 8, 34). Es un camino que conoce las espinas de las pruebas y de
las persecuciones: "Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán" (Jn 15, 20). Es
un camino que transforma en misioneros y testigos de la palabra de Cristo, pero exige de los
apóstoles que "nada tomen para el camino: (...) ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja" (Mc 6, 8;
cf. Mt 10, 9-10).

3. Así pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir
momentos de desaliento, hasta el punto de que, en una circunstancia, "muchos discípulos suyos se
echaron atrás y no volvieron a ir con él" (Jn 6, 66), es decir, con Jesús, que se vio obligado a
formular a los Doce una pregunta decisiva: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67). En
otra circunstancia, cuando Pedro se rebela a la perspectiva de la cruz, Jesús lo reprende bruscamente
con palabras que, según un matiz del texto original, podrían ser una invitación a "retirarse de su
vista", después de haber rechazado la meta de la cruz: "¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas
como los hombres, no como Dios" (Mc 8, 33).

Aunque Pedro corre siempre el riesgo de traicionar, al final seguirá a su Maestro y Señor con el
amor más generoso. En efecto, a orillas del lago de Tiberíades, Pedro hará su profesión de amor:
"Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Y Jesús le anunciará "la clase de muerte con que
iba a glorificar a Dios", repitiendo dos veces: "Sígueme" (Jn 21, 17. 19. 22).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

El seguimiento se expresa de modo especial en el discípulo amado, que entra en intimidad con
Cristo, de quien recibe como don a su Madre y a quien reconoce una vez resucitado (cf. Jn 13,
23-26; 18, 15-16; 19, 26-27; 20, 2-8; 21, 2. 7. 20-24).

4. La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la "imitación de Cristo", que
vivió en el amor y murió por amor en la cruz. El discípulo "debe, por decirlo así, entrar en Cristo
con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención
para encontrarse a sí mismo" (Redemptor hominis, 10). Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del
egoísmo y del orgullo, como dice a este propósito san Ambrosio: "Que Cristo entre en tu alma y
Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios al pecado en la tienda sagrada de la
virtud" (Comentario al Salmo 118, 26).

5. Por consiguiente, la cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a
configurarse con Cristo glorioso. Un Padre de la Iglesia de Oriente, que es también un poeta
inspirado, Romanos el Melódico, interpela al discípulo con estas palabras: "Tú posees la cruz como
bastón; apoya en ella tu juventud. Llévala a tu oración, llévala a la mesa común, llévala a tu cama y
por doquier como tu título de gloria. (...) Di a tu esposo que ahora se ha unido a ti: Me echo a tus
pies. Da, en tu gran misericordia, la paz a tu universo; a tus Iglesias, tu ayuda; a los pastores, la
solicitud; a la grey, la concordia, para que todos, siempre, cantemos nuestra resurrección" (Himno
52 "A los nuevos bautizados", estrofas 19 y 22).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(20) El cristiano animado por el Espíritu Miércoles 13 de septiembre 2000

1. En el Cenáculo, la última noche de su vida terrena, Jesús promete cinco veces el don del Espíritu
Santo (cf. Jn 14, 16-17; 14, 26; 15, 26-27; 16, 7-11; 16, 12-15). En el mismo lugar, la noche de
Pascua, el Resucitado se presenta ante los Apóstoles y derrama sobre ellos el Espíritu prometido,
con el gesto simbólico de soplar y con las palabras: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22).
Cincuenta días después, de nuevo en el Cenáculo, el Espíritu Santo irrumpe con su fuerza,
transformando el corazón y la vida de los primeros testigos del Evangelio.

Desde entonces toda la historia de la Iglesia, en sus dinámicas más profundas, está impregnada de la
presencia y de la acción del Espíritu, "dado sin medida" a los creyentes en Cristo (cf. Jn 3, 34). El
encuentro con Cristo implica el don del Espíritu Santo que, como decía el gran Padre de la Iglesia
san Basilio, "se derrama sobre todos sin que sufra ninguna disminución, está presente en cada uno
de quienes son capaces de recibirlo, como si existiera sólo en él, y en todos infunde la gracia
suficiente y completa" (De Spiritu Sancto IX, 22).

2. El apóstol san Pablo, en el pasaje de la carta a los Gálatas que acabamos de escuchar (cf. Ga 5,
16-18. 22-25), describe "el fruto del Espíritu" (Ga 5, 22), enumerando una gama múltiple de
virtudes que se manifiestan en la existencia del fiel. El Espíritu Santo está en la raíz de la
experiencia de fe. En efecto, el bautismo nos convierte en hijos de Dios precisamente mediante el
Espíritu: "La prueba de que sois hijos -afirma también san Pablo- es que Dios ha enviado a nuestro
corazón el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). En la fuente misma de la
existencia cristiana, cuando nacemos como criaturas nuevas, está el soplo del Espíritu que nos
transforma en hijos en el Hijo y nos hace "caminar" por sendas de justicia y salvación (cf. Ga 5,
16).

3. Así pues, toda la vida del cristiano deberá desarrollarse bajo el influjo del Espíritu. Cuando él nos
presenta la palabra de Cristo, resplandece dentro de nosotros la luz de la verdad, como prometió
Jesús: "El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe
todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26; cf. 16, 12-15). El Espíritu está a
nuestro lado en el momento de la prueba, defendiéndonos y sosteniéndonos: "Cuando os arresten,
no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que
tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis; el Espíritu de vuestro Padre hablará por
vosotros" (Mt 10, 19-20). El Espíritu está en la raíz de la libertad cristiana, que es remoción del
yugo del pecado. Lo dice claramente el apóstol san Pablo: "La ley del Espíritu que da la vida en
Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Como nos recuerda el mismo
san Pablo, la vida moral, precisamente porque es irradiada por el Espíritu, produce frutos de "amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Ga 5, 22).

4. El Espíritu anima a toda la comunidad de los creyentes en Cristo. También el Apóstol celebra con
la imagen del cuerpo la multiplicidad y la riqueza de la Iglesia, así como su unidad como obra del
Espíritu Santo. Por una parte, san Pablo enumera la variedad de los carismas, es decir, de los dones
particulares ofrecidos a los miembros de la Iglesia (cf. 1 Co 12, 1-10); por otra, reafirma que "todas
estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, que las distribuye a cada uno según su voluntad" (1
Co 12, 11). En efecto, "todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo
cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres.

Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Por último, gracias al Espíritu alcanzamos nuestro destino glorioso. A este propósito, san Pablo usa
la imagen del "sello" y de la "prenda": "Fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es
prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión, para alabanza de su
gloria" (Ef 1, 13-14; cf. 2 Co 1, 22; 5, 5). En síntesis, toda la vida del cristiano, desde su inicio hasta
su meta última, está bajo el signo y la obra del Espíritu Santo.

5. Me complace recordar, durante este Año jubilar, cuanto afirmé en la encíclica dedicada al
Espíritu Santo: "El gran jubileo del año 2000 contiene un mensaje de liberación por obra del
Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los
viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la "ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús",
descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto -como
escribe san Pablo- "donde está el Espíritu del Señor, allí esta la libertad"" (Dominum et
vivificantem, 60).

Así pues, abandonémonos a la acción liberadora del Espíritu, compartiendo el asombro de Simeón,
el Nuevo Teólogo, que se dirige a la tercera Persona divina con estas palabras: "Veo la belleza de tu
gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado
fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy
atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué
hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos
miembros, que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas" (Himnos, II,
vv. 19-27; cf. Vita consecrata, 20).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(21) En Cristo y en el Espíritu la experiencia del Dios "Abbá" Miércoles 20 de septiembre 2000

1. Hemos comenzado este encuentro bajo el signo de la Trinidad, trazado de modo incisivo y
luminoso por las palabras del apóstol san Pablo en la carta a los Gálatas (cf. Ga 4, 4-7). El Padre, al
infundir en el corazón de los cristianos el Espíritu Santo, realiza y revela la adopción filial que
Cristo nos ha obtenido. En efecto, "el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio
de que somos hijos de Dios" (Rm 8, 16). Contemplando esta verdad, como la estrella polar de la fe
cristiana, meditaremos en algunos aspectos existenciales de nuestra comunión con el Padre
mediante el Hijo y en el Espíritu.

2. El modo típicamente cristiano de considerar a Dios pasa siempre a través de Cristo. Él es el


camino, y nadie va al Padre sino por él (cf. Jn 14, 6). Al apóstol Felipe, que le pide: "Muéstranos al
Padre y nos basta", Jesús le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn 14, 9). Cristo, el
Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17; 17, 5) es por excelencia el revelador del Padre. El verdadero rostro de
Dios sólo nos es revelado por aquel que "está en el seno del Padre". La expresión original griega del
evangelio de san Juan (cf. Jn 1, 18) indica una relación íntima y dinámica de esencia, de amor y de
vida del Hijo con el Padre. Esta relación del Verbo eterno implica a la naturaleza humana que él
asumió en la encarnación. Por eso, desde la perspectiva cristiana, la experiencia de Dios nunca
puede reducirse a un genérico "sentido de lo divino", y no se puede considerar superable la
mediación de la humanidad de Cristo, como han demostrado muy bien los más grandes místicos:
san Bernardo, san Francisco de Asís, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila, y tantos
enamorados de Cristo de nuestro tiempo, como Carlos de Foucauld y santa Teresa Benedicta de la
Cruz (Edith Stein).

3. Varios aspectos del testimonio de Jesús con respecto al Padre se reflejan en toda auténtica
experiencia cristiana. Él atestiguó ante todo que el Padre está en el origen de su enseñanza: "Mi
doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). Lo que dio a conocer es exactamente lo
que "escuchó" del Padre (cf. Jn 8, 26; 15, 15; 17, 8. 14). Así pues, la experiencia cristiana de Dios
sólo puede desarrollarse en total coherencia con el Evangelio.

Cristo también testimonió eficazmente el amor del Padre. En la estupenda parábola del hijo
pródigo, Jesús presenta al Padre siempre a la espera del hombre pecador que vuelve a sus brazos.
En el evangelio de san Juan insiste en el amor del Padre a los hombres: "Tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Y también: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre
le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23).

Quien experimenta realmente el amor de Dios no puede por menos de repetir con emoción siempre
nueva la exclamación de la primera carta de san Juan: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). A la luz de esta realidad, podemos dirigirnos a
Dios con la invocación tierna, espontánea e íntima: "¡Abbá!, ¡Padre!", que aflora constantemente a
los labios del fiel que se siente hijo, como nos recuerda san Pablo en el texto con que abrimos este
encuentro (cf. Ga 4, 4-7).

4. Cristo nos da la vida misma de Dios, una vida que supera el tiempo y nos introduce en el misterio
del Padre, en su alegría y luz infinita. Lo testimonia el evangelista san Juan transmitiendo las
sublimes palabras de Jesús: "Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo
tener vida en sí mismo" (Jn 5, 26). "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y
crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día. (...) Lo mismo que el Padre, que vive,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 40. 57)

Esta participación en la vida de Cristo, que nos hace "hijos en el Hijo", es posible gracias al don del
Espíritu. En efecto, el Apóstol nos presenta el hecho de que somos hijos en íntima relación con el
Espíritu Santo: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14).

El Espíritu nos pone en relación con Cristo y con el Padre. "Por este Espíritu, que es el don eterno,
Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que
el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. (...) En la comunión
de gracia con la Trinidad se dilata el área vital del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida
divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive según el Espíritu y desea lo espiritual" (Dominum
et vivificantem, 58).

5. Al cristiano, iluminado por la gracia del Espíritu, Dios se le manifiesta verdaderamente con su
rostro paterno. Puede dirigirse a Dios con la confianza que santa Teresa de Lisieux muestra en este
intenso pasaje autobiográfico. "El pajarito quisiera volar hacia el sol esplendoroso que encandila sus
ojos. Quisiera imitar a las águilas, sus hermanas, a las que ve elevarse a las alturas hasta el fuego
divino de la Trinidad (...). Pero, tristemente, lo más que puede hacer es agitar sus alitas. Volar no
entra aún en sus posibilidades (...). Entonces, con audaz abandono, se queda contemplando su sol
divino. Nada podrá infundirle miedo, ni el viento ni la lluvia" (Manuscrits autobiographiques,
París, 1957, p. 231).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

SECCIÓN III: LA EUCARISTÍA

(22) La Eucaristía suprema celebración terrena de la "gloria" Miércoles 27 de septiembre 2000

1. Según las orientaciones trazadas por la Tertio millennio adveniente, este Año jubilar, celebración
solemne de la Encarnación, debe ser un año "intensamente eucarístico" (n. 55).

Por este motivo, después de haber fijado la mirada en la gloria de la Trinidad, que resplandece en el
camino del hombre, comenzamos una catequesis sobre la grande y, al mismo tiempo, humilde
celebración de la gloria divina que es la Eucaristía. Grande porque es la expresión principal de la
presencia de Cristo entre nosotros "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20); humilde,
porque está confiada a los signos sencillos y diarios del pan y del vino, comida y bebida habituales
de la tierra de Jesús y de muchas otras regiones. En esta cotidianidad de los alimentos, la Eucaristía
introduce no sólo la promesa, sino también la "prenda" de la gloria futura: "futurae gloriae nobis
pignus datur" (santo Tomás de Aquino, Officium de festo corporis Christi). Para captar la grandeza
del misterio eucarístico, queremos considerar hoy el tema de la gloria divina y de la acción de Dios
en el mundo, que unas veces se manifiesta en grandes acontecimientos de salvación, y otras se
esconde bajo signos humildes que sólo puede percibir la mirada de la fe.

2. En el Antiguo Testamento, el vocablo hebreo kabôd indica la revelación de la gloria divina y la


presencia de Dios en la historia y en la creación. La gloria del Señor resplandece en la cima del
Sinaí, lugar de revelación de la palabra divina (cf. Ex 24, 16). Está presente en la tienda santa y en
la liturgia del pueblo de Dios peregrino en el desierto (cf. Lv 9, 23). Domina en el templo, la morada
-como dice el salmista- "donde habita tu gloria" (Sal 26, 8). Envuelve como un manto de luz (cf. Is
60, 1) a todo el pueblo elegido: el mismo san Pablo es consciente de que "los israelitas poseen la
adopción filial, la gloria, las alianzas..." (Rm 9, 4).

3. Esta gloria divina, que se manifiesta de modo especial a Israel, está presente en todo el universo,
como el profeta Isaías oyó proclamar a los serafines en el momento de su vocación: "Santo, santo,
santo es el Señor de los ejércitos. Llena está toda la tierra de su gloria" (Is 6, 3).

Más aún, el Señor revela a todos los pueblos su gloria, tal como se lee en el Salterio: "Todos los
pueblos contemplan su gloria" (Sal 97, 6). Así pues, la revelación de la luz de la gloria es universal,
y por eso toda la humanidad puede descubrir la presencia divina en el cosmos.

Esta revelación se realiza, sobre todo, en Cristo, porque él es "resplandor de la gloria" divina (Hb 1,
3). Lo es también mediante sus obras, como testimonia el evangelista san Juan ante el signo de
Caná: "Manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos" (Jn 2, 11). Él es resplandor de la gloria
divina también mediante su palabra, que es palabra divina: "Yo les he dado tu palabra", dice Jesús al
Padre; "Yo les he dado la gloria que tú me diste" (Jn 17, 14. 22). Cristo manifiesta más radicalmente
la gloria divina mediante su humanidad, asumida en la encarnación: "El Verbo se hizo carne, y puso
su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo
único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14).

4. La revelación terrena de la gloria divina alcanza su ápice en la Pascua que, sobre todo en los
escritos joánicos y paulinos, se describe como una glorificación de Cristo a la diestra del Padre (cf.
Jn 12, 23; 13, 31; 17, 1; Flp 2, 6-11; Col 3, 1; 1 Tm 3, 16). Ahora bien, el misterio pascual,
expresión de la "perfecta glorificación de Dios" (Sacrosanctum Concilium, 7), se perpetúa en el

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección que Cristo confió a la Iglesia, su esposa
amada (cf. ib., 47). Con el mandato: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19), Jesús asegura la
presencia de la gloria pascual a través de todas las celebraciones eucarísticas que articularán el
devenir de la historia humana. "Por medio de la santa Eucaristía, el acontecimiento de la Pascua de
Cristo se extiende por toda la Iglesia (...).

Mediante la comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, los fieles crecen en la misteriosa
divinización gracias a la cual el Espíritu Santo los hace habitar en el Hijo como hijos del
Padre" (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I Iwas, Declaración común, 23 de junio de
1984, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de julio de 1984, p. 9).

5. Es indudable que la celebración más elevada de la gloria divina se realiza hoy en la liturgia.

"Ya que la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección constituyen el centro de la vida diaria de la
Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la liturgia tiene como primera función conducirnos
constantemente a través del camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para
entrar en la vida" (Vicesimus quintus annus, 6). Pero esta tarea se ejerce, ante todo, por medio de la
celebración eucarística, que hace presente la Pascua de Cristo y comunica su dinamismo a los fieles.
Así, el culto cristiano es la expresión más viva del encuentro entre la gloria divina y la glorificación
que sube de los labios y del corazón del hombre. A la "gloria del Señor que cubre la morada" del
templo con su presencia luminosa (cf. Ex 40, 34) debe corresponder nuestra "glorificación del Señor
con corazón generoso" (Si 35, 7).

6. Como nos recuerda san Pablo, debemos glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en
toda nuestra existencia, porque nuestro cuerpo es templo del Espíritu que habita en nosotros (cf. 1
Co 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una celebración cósmica de la
gloria divina. El mundo creado, "tan a menudo aún desfigurado por el egoísmo y la avidez",
encierra una "potencialidad eucarística: (...) está destinado a ser asumido en la Eucaristía del Señor,
en su Pascua presente en el sacrificio del altar" (Orientale lumen, 11). A la manifestación de la
gloria del Señor, que está "por encima de los cielos" (Sal 113, 4) y resplandece sobre el universo,
responderá entonces, como contrapunto de armonía, la alabanza coral de la creación, para que Dios
"sea glorificado en todo por Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de
los siglos. Amén" (1 P 4, 11).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(23) La Eucaristía, memorial de las maravillas de Dios Miércoles 4 de octubre 2000

1. Entre los múltiples aspectos de la Eucaristía destaca el de "memorial", que guarda relación con
un tema bíblico de gran importancia. Por ejemplo, en el libro del Éxodo leemos: "Dios se acordó de
su alianza con Abraham, Isaac y Jacob" (Ex 2, 24). En cambio, en el Deuteronomio se dice:
"Acuérdate del Señor, tu Dios" (Dt 8, 18). "Acuérdate bien de lo que el Señor, tu Dios, hizo..." (Dt
7, 18). En la Biblia el recuerdo de Dios y el recuerdo del hombre se entrecruzan y constituyen un
componente fundamental de la vida del pueblo de Dios. Sin embargo, no se trata de la simple
conmemoración de un pasado ya concluido, sino de un zikkarón, es decir, un "memorial". Esto "no
es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas
que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se
hacen, en cierta forma, presentes y actuales" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1363). El
memorial hace referencia a un vínculo de alianza que nunca desaparece: "El Señor se acuerda de
nosotros y nos bendice" (Sal 115, 12).

Así pues, la fe bíblica implica el recuerdo eficaz de las obras maravillosas de salvación. Esas obras
se profesan en el "Gran Hallel", el Salmo 136, que, después de proclamar la creación y la salvación
ofrecida a Israel en el Éxodo, concluye: "En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es
eterna su misericordia. (...) Nos libró (...), dio alimento a todo viviente, porque es eterna su
misericordia" (Sal 136, 23-25). En el evangelio encontramos palabras semejantes en labios de
María y de Zacarías: "Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia (...). Se acordó de
su santa alianza" (Lc 1, 54. 72).

2. En el Antiguo Testamento el "memorial" por excelencia de las obras de Dios en la historia era la
liturgia pascual del Éxodo: cada vez que el pueblo de Israel celebraba la Pascua, Dios le ofrecía de
modo eficaz el don de la libertad y de la salvación. Así pues, en el rito pascual se entrecruzaban los
dos recuerdos, el divino y el humano, es decir, la gracia salvífica y la fe agradecida: "Este será un
día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor (...). Y esto te servirá
como señal en tu mano, y como recordatorio ante tus ojos, para que la ley del Señor esté en tu boca;
porque con mano fuerte te sacó el Señor de Egipto" (Ex 12, 14; 13, 9). En virtud de este
acontecimiento, como afirmaba un filósofo judío, Israel será siempre "una comunidad basada en el
recuerdo" (M. Buber).

3. El entrelazamiento del recuerdo de Dios con el del hombre también está en el centro de la
Eucaristía, que es el "memorial" por excelencia de la Pascua cristiana. En efecto, la "anámnesis", o
sea, el acto de recordar es el corazón de la celebración: el sacrificio de Cristo, acontecimiento único,
realizado ...ef’hapax, es decir, "de una vez para siempre" (Hb 7, 27; 9, 12. 26; 10, 12), difunde su
presencia salvífica en el tiempo y en el espacio de la historia humana. Eso se expresa en el
imperativo final que san Lucas y san Pablo refieren en la narración de la última Cena: "Esto es mi
cuerpo que se entrega por vosotros; haced esto en recuerdo mío (...).

Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo
mío" (1 Co 11, 24-25, cf. Lc 22, 19). El pasado del "cuerpo entregado por nosotros" en la cruz se
presenta vivo en el hoy y, como declara san Pablo, se abre al futuro de la redención final: "Cada vez
que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11,
26). Por consiguiente, la Eucaristía es memorial de la muerte de Cristo, pero también es presencia
de su sacrificio y anticipación de su venida gloriosa. Es el sacramento de la continua cercanía
salvadora del Señor resucitado en la historia. Así se comprende la exhortación de san Pablo a

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Timoteo: "Acuérdate de Jesucristo, descendiente de David, resucitado de entre los muertos" (2 Tm


2, 8). Este recuerdo vive y actúa de modo especial en la Eucaristía.

4. El evangelista san Juan nos explica el sentido profundo del "recuerdo" de las palabras y de los
acontecimientos de Cristo. Frente al gesto de Jesús que expulsa del templo a los mercaderes y
anuncia que será destruido y reconstruido en tres días, anota: "Cuando resucitó de entre los muertos,
se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que
había dicho Jesús" (Jn 2, 22). Esta memoria que engendra y alimenta la fe es obra del Espíritu
Santo, "que el Padre mandará en nombre" de Cristo: "él os lo enseñará todo y os recordará todo lo
que yo os he dicho" (Jn 14, 26). Por consiguiente, hay un recuerdo eficaz: el interior, que lleva a la
comprensión de la palabra de Dios, y el sacramental, que se realiza en la Eucaristía. Son las dos
realidades de salvación que san Lucas unió en el espléndido relato de los discípulos de Emaús,
marcado por la explicación de las Escrituras y por el "partir del pan" (cf. Lc 24, 13-35).

5. "Recordar" es, por tanto, "volver a llevar al corazón" en la memoria y en el afecto, pero es
también celebrar una presencia. "Sólo la Eucaristía, verdadero memorial del misterio pascual de
Cristo, es capaz de mantener vivo en nosotros el recuerdo de su amor. De ahí que la Iglesia vigile su
celebración; ya que si la divina eficacia de esta vigilancia continua y dulcísima no la fomentara; si
no sintiera la fuerza penetrante de la mirada del Esposo fija sobre ella, fácilmente la misma Iglesia
se haría olvidadiza, insensible, infiel" (carta apostólica Patres Ecclesiae, III: Enchiridion Vaticanum
7, 33; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 15). Esta
exhortación a la vigilancia hace que nuestras liturgias eucarísticas estén abiertas a la venida plena
del Señor, a la aparición de la Jerusalén celestial. En la Eucaristía el cristiano alimenta la esperanza
del encuentro definitivo con su Señor.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(24) La Eucaristía, sacrificio de alabanza Miércoles 11 de octubre 2000

1. "Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo
honor y toda gloria". Con esta proclamación de alabanza a la Trinidad se concluye en toda
celebración eucarística la plegaria del Canon. En efecto, la Eucaristía es el perfecto "sacrificio de
alabanza", la glorificación más elevada que sube de la tierra al cielo, "la fuente y cima de toda la
vida cristiana, en la que los hijos de Dios ofrecen al Padre la víctima divina y a sí mismos con
ella" (cf. Lumen gentium, 11). En el Nuevo Testamento la carta a los Hebreos nos enseña que la
liturgia cristiana es ofrecida por un "sumo sacerdote santo, inocente, incontaminado, apartado de los
pecadores y encumbrado por encima de los cielos", que ha realizado de una vez para siempre un
único sacrificio "ofreciéndose a sí mismo" (cf. Hb 7, 26-27). "Por medio de él -dice la carta-,
ofrecemos a Dios sin cesar un sacrificio de alabanza" (Hb 13, 15). Así queremos evocar brevemente
los temas del sacrificio y de la alabanza, que confluyen en la Eucaristía, sacrificium laudis.

2. En la Eucaristía se actualiza, ante todo, el sacrificio de Cristo. Jesús está realmente presente bajo
las especies del pan y del vino, como él mismo nos asegura: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi
sangre" (Mt 26, 26. 28). Pero el Cristo presente en la Eucaristía es el Cristo ya glorificado, que en el
Viernes santo se ofreció a sí mismo en la cruz. Es lo que subrayan las palabras que pronunció sobre
el cáliz del vino: "Esta es mi sangre de la Alianza, derramada por muchos" (Mt 26, 28; cf. Mc 14,
24; Lc 22, 20). Si se analizan estas palabras a la luz de su filigrana bíblica, afloran dos referencias
significativas. La primera es la expresión "sangre derramada", que, como atestigua el lenguaje
bíblico (cf. Gn 9, 6), es sinónimo de muerte violenta. La segunda consiste en la precisión "por
muchos", que alude a los destinatarios de esa sangre derramada. Esta alusión nos remite a un texto
fundamental para la relectura cristiana de las Escrituras, el cuarto canto de Isaías: con su sacrificio,
"entregándose a la muerte", el Siervo del Señor "llevó el pecado de muchos" (Is 53, 12; cf. Hb 9,
28; 1 P 2, 24).

3. Esa misma dimensión sacrificial y redentora de la Eucaristía se halla expresada en las palabras de
Jesús sobre el pan en la última Cena, tal como las refiere la tradición de san Lucas y san Pablo:
"Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros" (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24).

También en este caso se hace una referencia a la entrega sacrificial del Siervo del Señor según el
pasaje ya evocado de Isaías: "Se entregó a la muerte (...), llevó el pecado de muchos e intercedió
por los pecadores" (Is 53, 12). "La Eucaristía es, por encima de todo, un sacrificio: sacrificio de la
Redención y al mismo tiempo sacrificio de la nueva alianza, como creemos y como claramente
profesan también las Iglesias orientales: "El sacrificio actual -afirmó hace siglos la Iglesia griega
(en el Sínodo Constantinopolitano contra Soterico, celebrado en los años 1156-1157)- es como
aquel que un día ofreció el unigénito Verbo de Dios encarnado, es ofrecido, hoy como entonces, por
él, siendo el mismo y único sacrificio"" (carta apostólica Dominicae Coenae, 9).

4. La Eucaristía, sacrificio de la nueva alianza, se presenta como desarrollo y cumplimiento de la


alianza celebrada en el Sinaí cuando Moisés derramó la mitad de la sangre de las víctimas
sacrificiales sobre el altar, símbolo de Dios, y la otra mitad sobre la asamblea de los hijos de Israel
(cf. Ex 24, 5-8). Esta "sangre de la alianza" unía íntimamente a Dios y al hombre con un vínculo de
solidaridad. Con la Eucaristía la intimidad se hace total, el abrazo entre Dios y el hombre alcanza su
cima. Es la realización de la "nueva alianza" que había predicho Jeremías (cf. Jr 31, 31-34): un
pacto en el espíritu y en el corazón, que la carta a los Hebreos exalta precisamente partiendo del
oráculo del profeta, refiriéndolo al sacrificio único y definitivo de Cristo (cf. Hb 10, 14-17).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

5. Al llegar a este punto, podemos ilustrar otra afirmación: la Eucaristía es un sacrificio de


alabanza. Esencialmente orientado a la comunión plena entre Dios y el hombre, "el sacrificio
eucarístico es la fuente y la cima de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cristiana. En este
sacrificio de acción de gracias, de propiciación, de impetración y de alabanza los fieles participan
con mayor plenitud cuando no sólo ofrecen al Padre con todo su corazón, en unión con el sacerdote,
la sagrada víctima y, en ella, se ofrecen a sí mismos, sino que también reciben la misma víctima en
el sacramento" (Sagrada Congregación de Ritos, Eucharisticum Mysterium, 3).

Como dice el término mismo en su etimología griega, la Eucaristía es "acción de gracias"; en ella el
Hijo de Dios une a sí mismo a la humanidad redimida en un cántico de acción de gracias y de
alabanza. Recordemos que la palabra hebrea todah, traducida por "alabanza", significa también
"acción de gracias". El sacrificio de alabanza era un sacrificio de acción de gracias (cf. Sal 50, 14.
23). En la última Cena, para instituir la Eucaristía, Jesús dio gracias a su Padre (cf. Mt 26, 26-27 y
paralelos); este es el origen del nombre de ese sacramento.

6. "En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la
muerte y resurrección de Cristo" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1359).

Uniéndose al sacrificio de Cristo, la Iglesia en la Eucaristía da voz a la alabanza de la creación


entera. A eso debe corresponder el compromiso de cada fiel de ofrecer su existencia, su "cuerpo" -
como dice san Pablo- "como una víctima viva, santa, agradable a Dios" (Rm 12, 1), en una
comunión plena con Cristo. De este modo una sola vida une a Dios y al hombre, a Cristo
crucificado y resucitado por todos y al discípulo llamado a entregarse totalmente a él.

Esta íntima comunión de amor es lo que canta el poeta francés Paul Claudel, el cual pone en labios
de Cristo estas palabras: "Ven conmigo, a donde yo estoy, en ti mismo, y te daré la clave de la
existencia. Donde yo estoy, está eternamente el secreto de tu origen (...). ¿Dónde están tus manos,
que no estén las mías? ¿Y tus pies, que no estén clavados en la misma cruz? ¡Yo he muerto y he
resucitado una vez para siempre! Estamos muy cerca el uno del otro (...). ¿Cómo puedes separarte
de mí sin arrancarme el corazón?" (La Messe là-bas).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(25) La Eucaristía banquete de comunión con Dios Miércoles 18 de octubre 2000

1. "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza y nosotros sus miembros, el


hombre total es él y nosotros" (san Agustín, Tractatus in Johannem, 21, 8). Estas atrevidas palabras
de san Agustín exaltan la comunión íntima que, en el misterio de la Iglesia, se crea entre Dios y el
hombre, una comunión que, en nuestro camino histórico, encuentra su signo más elevado en la
Eucaristía. Los imperativos: "Tomad y comed... bebed..." (Mt 26, 26-27) que Jesús dirige a sus
discípulos en la sala del piso superior de una casa de Jerusalén, la última tarde de su vida terrena
(cf. Mc 14, 15), entrañan un profundo significado. Ya el valor simbólico universal del banquete
ofrecido en el pan y en el vino (cf. Is 25, 6), remite a la comunión y a la intimidad. Elementos
ulteriores más explícitos exaltan la Eucaristía como banquete de amistad y de alianza con Dios. En
efecto, como recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, "es, a la vez e inseparablemente, el
memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la
comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor" (n. 1382).

2. Como en el Antiguo Testamento el santuario móvil del desierto era llamado "tienda del
Encuentro", es decir, del encuentro entre Dios y su pueblo y de los hermanos de fe entre sí, la
antigua tradición cristiana ha llamado "sinaxis", o sea "reunión", a la celebración eucarística.

En ella "se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, comunidad de los convocados a la sinaxis
para celebrar el don de Aquel que es oferente y ofrenda: estos, al participar en los sagrados
misterios, llegan a ser "consanguíneos" de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el
vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad" (Orientale lumen, 10).

Si queremos profundizar en el sentido genuino de este misterio de comunión entre Dios y los fieles,
debemos volver a las palabras de Jesús en la última Cena. Remiten a la categoría bíblica de la
"alianza", evocada precisamente a través de la conexión de la sangre de Cristo con la sangre del
sacrificio derramada en el Sinaí: "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza" (Mc 14, 24). Moisés
había dicho: "Esta es la sangre de la alianza" (Ex 24, 8). La alianza que en el Sinaí unía a Israel con
el Señor mediante un vínculo de sangre anunciaba la nueva alianza, de la que deriva, para usar la
expresión de los Padres griegos, una especie de consanguinidad entre Cristo y el fiel (cf. san Cirilo
de Alejandría, In Johannis Evangelium, XI; san Juan Crisóstomo, In Matthaeum hom., LXXXII, 5).

3. Las teologías de san Juan y de san Pablo son las que más exaltan la comunión del creyente con
Cristo en la Eucaristía. En el discurso pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús dice
explícitamente: "Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para
siempre" (Jn 6, 51). Todo el texto de ese discurso está orientado a subrayar la comunión vital que se
establece, en la fe, entre Cristo, pan de vida, y aquel que come de él. En particular destaca el verbo
griego típico del cuarto evangelio para indicar la intimidad mística entre Cristo y el discípulo,
ménein, "permanecer, morar": "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en
él" (Jn 6, 56; cf. 15, 4-9).

4. La palabra griega de la "comunión", koinonìa, aparece asimismo en la reflexión de la primera


carta a los Corintios, donde san Pablo habla de los banquetes sacrificiales de la idolatría,
definiéndolos "mesa de los demonios" (1 Co 10, 21), y expresa un principio que vale para todos los
sacrificios: "Los que comen de las víctimas están en comunión con el altar" (1 Co 10, 18). El
Apóstol aplica este principio de forma positiva y luminosa con respecto a la Eucaristía: "El cáliz de
bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión (koinonìa) con la sangre de Cristo? Y el pan que

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

partimos ¿no es comunión (koinonìa) con el cuerpo de Cristo? (...) Todos participamos de un solo
pan" (1 Co 10, 16-17). "La participación (...) en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza, es el
culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida eterna", principio y fuerza del don total de sí
mismo" (Veritatis splendor, 21).

5. Por consiguiente, esta comunión con Cristo produce una íntima transformación del fiel. San
Cirilo de Alejandría describe de modo eficaz este acontecimiento mostrando su resonancia en la
existencia y en la historia: "Cristo nos forma según su imagen de manera que los rasgos de su
naturaleza divina resplandezcan en nosotros a través de la santificación, la justicia y la vida buena y
según la virtud. La belleza de esta imagen resplandece en nosotros, que estamos en Cristo, cuando
con nuestras obras nos mostramos hombres buenos" (Tractatus ad Tiberium diaconum sociosque, II,
Responsiones ad Tiberium diaconum sociosque, en In divi Johannis Evangelium, vol. III, Bruselas
1965, p. 590). "Participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega
de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y
comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el servicio real del
cristiano" (Veritatis splendor, 107). Ese servicio regio tiene su raíz en el bautismo y su
florecimiento en la comunión eucarística. Así pues, el camino de la santidad, del amor y de la
verdad es la revelación al mundo de nuestra intimidad divina, realizada en el banquete de la
Eucaristía.

Dejemos que nuestro anhelo de la vida divina ofrecida en Cristo se exprese con las emotivas
palabras de un gran teólogo de la Iglesia armenia, Gregorio de Narek (siglo X): "Tengo siempre
nostalgia del Donante, no de sus dones. No aspiro a la gloria; lo que quiero es abrazar al Glorificado
(...). No busco el descanso; lo que pido, suplicante, es ver el rostro de Aquel que da el descanso. Lo
que ansío no es el banquete nupcial, sino estar con el Esposo" (Oración XII).

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(26) La Eucaristía abre al futuro de Dios Miércoles 25 de octubre 2000

1. "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste" (Sacrosanctum


Concilium, 8; cf. Gaudium et spes, 38). Estas palabras tan claras y esenciales del concilio Vaticano
II nos presentan una dimensión fundamental de la Eucaristía: es "futurae gloriae pignus", prenda de
la gloria futura, según una hermosa expresión de la tradición cristiana (cf. Sacrosanctum Concilium,
47). "Este sacramento -afirma santo Tomás de Aquino- no nos introduce inmediatamente en la
gloria, pero nos da la fuerza para llegar a la gloria y por eso se le llama "viático"" (Summa Theol.,
III, 79, 2, ad 1). La comunión con Cristo que vivimos ahora mientras somos peregrinos y
caminantes por las sendas de la historia anticipa el encuentro supremo del día en que "seremos
semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2). Elías, que, caminando por el desierto, se
sienta sin fuerzas bajo una retama y es fortalecido por un pan misterioso hasta llegar a la cumbre del
encuentro con Dios (cf. 1 R 19, 1-8) es un símbolo tradicional del itinerario de los fieles, que en el
pan eucarístico encuentran la fuerza para caminar hacia la meta luminosa de la ciudad santa.

2. También este es el sentido profundo del maná dado por Dios en las estepas del Sinaí, "pan de los
ángeles", que podía brindar todas las delicias y satisfacer todos los gustos, manifestación de la
dulzura de Dios para con sus hijos (cf. Sb 16, 20-21). Cristo mismo pondrá de relieve este
significado espiritual del evento del Éxodo. Es él quien nos hace gustar en la Eucaristía el doble
sabor de pan del peregrino y de alimento de la plenitud mesiánica en la eternidad (cf. Is 25, 6).
Utilizando una expresión dedicada a la liturgia sabática judía, la Eucaristía es "gustar la eternidad
en el tiempo" (A. J. Heschel). Como Cristo vivió en la carne permaneciendo en la gloria de Hijo de
Dios, así la Eucaristía es presencia divina y trascendente, comunión con lo eterno, signo de la
"compenetración de la ciudad terrena y la ciudad celeste" (Gaudium et spes, 40). Por su naturaleza,
la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, introduce lo eterno y lo infinito en la historia
humana.

3. Las palabras que Jesús pronuncia sobre el cáliz del vino en la última Cena (cf. Lc 22, 20; 1 Co
11, 25) ilustran este aspecto que abre la Eucaristía al futuro de Dios, aun dejándola anclada en la
realidad presente. San Marcos y san Mateo evocan en esas mismas palabras la alianza en la sangre
de los sacrificios del Sinaí (cf. Mc 14, 24; Mt 26, 28; Ex 24, 8). San Lucas y san Pablo, por el
contrario, revelan el cumplimiento de la "nueva alianza" anunciada por el profeta Jeremías: "He
aquí que vienen días -oráculo de Yahveh- en que yo pactaré con la casa de Israel, y con la casa de
Judá, una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres" (Jr 31, 31-32). En efecto,
Jesús declara. "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre". "Nuevo", en lengua bíblico, indica
generalmente progreso, perfección definitiva.

Son también san Lucas y san Pablo quienes subrayan que la Eucaristía es anticipación del horizonte
de luz gloriosa propia del reino de Dios. Antes de la última Cena, Jesús declara: "Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más
hasta que halle su cumplimiento en el reino de Dios. Y, tomando el cáliz, dadas las gracias, dijo:
Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del
producto de la vid hasta que llegue el reino de Dios" (Lc 22, 15-18). También san Pablo recuerda
explícitamente que la cena eucarística está orientada hacia la última venida del Señor: "Cada vez
que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11,
26).

4. El cuarto evangelista, san Juan, destaca esta orientación de la Eucaristía hacia la plenitud del

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

reino de Dios dentro del célebre discurso sobre el "pan de vida" que Jesús pronuncia en la sinagoga
de Cafarnaúm. El símbolo que utiliza como punto de referencia bíblico es, como ya hemos
mencionado, el del maná dado por Dios a Israel peregrino en el desierto. A propósito de la
Eucaristía Jesús afirma solemnemente: "Si uno come de este pan, vivirá para siempre (...). El que
come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día (...). Este es el
pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan
vivirá para siempre" (Jn 6, 51. 54. 58). La "vida eterna", en el lenguaje del cuarto evangelio, es la
misma vida divina que rebasa las fronteras del tiempo. La Eucaristía, al ser comunión con Cristo, es
también participación en la vida de Dios, que es eterna y vence la muerte. Por eso Jesús declara:
"Esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo
resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en
él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día" (Jn 6, 39-40).

5. Desde esta perspectiva, como decía sugestivamente un teólogo ruso, Sergej Bulgakov, "la liturgia
es el cielo en la tierra". Por eso, en la carta apostólica Dies Domini, recogiendo palabras de Pablo
VI, exhorté a los cristianos a no abandonar "este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara
con su amor. ¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y
glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la renovación de su
resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la alianza de amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente
de alegría cristiana, preparación para la fiesta eterna" (n. 58; cf. Gaudete in Domino, conclusión).

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(27) La Eucaristía, sacramento de unidad Miércoles 8 de noviembre 2000

1. "¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!". Esta exclamación de san


Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna
manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de
escuchar: "Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos
participamos de ese único pan" (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la
unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente
en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo,
afirma: "Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea
reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (9, 4).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de estas palabras, dice: "Los
mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e
indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de
muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre
suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a
nuestra comunidad compuesta por una multitud unida" (Ep. ad Magnum 6).

Este simbolismo eucarístico aplicado a la unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos
Padres y en los teólogos escolásticos. "El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que
nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía "como un símbolo (...) de su unidad y de la caridad
con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos" y, por lo tanto,
"símbolo de aquel único cuerpo del cual él es la cabeza"" (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench.
Vat., 2, 424; cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la
Iglesia católica sintetiza con eficacia: "Los que reciben la Eucaristía se unen más íntimamente a
Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia" (n. 1396).

3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la Escritura. San Pablo, en el pasaje ya
citado de la primera carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la
koinonía, es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía. "El cáliz de
bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinonía) con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos, ¿no es la comunión (koinonía) con el cuerpo de Cristo?" (1 Co 10, 16). El evangelio de
san Juan describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de
"interioridad recíproca": "él en mí y yo en él". En efecto, Jesús declara en la sinagoga de
Cafarnaúm: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56).

Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena mediante el símbolo de la
vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la
savia y la vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca, destinada al fuego:
aut vitis aut ignis, "o la vid o el fuego", comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis
Evangelium 81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el fiel y Cristo
presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que san Pablo formula así: "Los que
comen de las víctimas participan del altar" (1 Co 10, 18).

4. Esta comunión-koinonía, de tipo "vertical" porque se une al misterio divino engendra, al mismo
tiempo, una comunión-koinonía, que podríamos llamar "horizontal", o sea, eclesial, fraterna, capaz
de unir con un vínculo de amor a todos los que participan en la misma mesa.

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"Porque el pan es uno -nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues
todos participamos de ese único pan" (1 Co 10, 17). El discurso de la Eucaristía anticipa la gran
reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará
del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la Iglesia de
Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea esta unidad fraterna o
koinonía, relacionándola con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2,
42). Es una comunión que se realiza de forma concreta en la historia: "Perseveraban en oír la
enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinoní a), en la fracción del pan y en la
oración (...). Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común" (Hch 2,
42-44).

5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta
las exigencias de la caridad y de la comunión. San Pablo es severo con los Corintios porque su
asamblea "no es comer la cena del Señor" (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias y
los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir, expresión y fuente de amor. Y
quien participa indignamente, sin hacer que desemboque en la caridad fraterna, "come y bebe su
propia condenación" (1 Co 11, 29). "Si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del
principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente
precisamente en el santísimo Sacramento, llamado generalmente sacramento del amor" (Dominicae
coenae, 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y engendra esta caridad.

Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que exhortaba a los fieles de
Filadelfia, en Asia menor, a la unidad: "Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo
cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo" (Ep. ad
Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos a Dios Padre: "Que, fortalecidos con el cuerpo y la
sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo
espíritu" (Plegaria eucarística III).

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(28) La Palabra, la Eucaristía y los cristianos desunidos Miércoles 15 de noviembre 2000

1. En el programa de este Año jubilar no podía faltar la dimensión del diálogo ecuménico y del
interreligioso, como ya señalé en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. nn. 53 y 55). La
línea trinitaria y eucarística que hemos desarrollado en las anteriores catequesis nos lleva ahora a
reflexionar en este otro aspecto, tomando en consideración ante todo el problema del
restablecimiento de la unidad entre los cristianos. Lo hacemos a la luz de la narración evangélica
sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), observando el modo como los dos discípulos, que
se alejaban de la comunidad, fueron impulsados a hacer el camino inverso y a volver a ella.

2. Los dos discípulos abandonaban el lugar en donde Jesús había sido crucificado, porque ese
acontecimiento era para ellos una cruel desilusión. Por ese mismo hecho, se alejaban de los demás
discípulos y volvían, por decirlo así, al individualismo. "Conversaban entre sí sobre todo lo que
había pasado" (Lc 24, 14), sin comprender su sentido. No entendían que Jesús había muerto "para
reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Sólo veían el aspecto
tremendamente negativo de la cruz, que arruinaba sus esperanzas: "Nosotros esperábamos que sería
él el que iba a librar a Israel" (Lc 24, 21). Jesús resucitado se les acerca y camina con ellos, "pero
sus ojos no podían reconocerlo" (Lc 24, 16), porque desde el punto de vista espiritual se
encontraban en las tinieblas más oscuras. Entonces Jesús, mediante una larga catequesis bíblica, les
ayuda, con una paciencia admirable, a volver a la luz de la fe: "Empezando por Moisés y
continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras" (Lc 24,
27). Su corazón comenzó a arder (cf. Lc 24, 32). Pidieron a su misterioso compañero que se quedara
con ellos. "Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se
lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su
lado" (Lc 24, 30-31). Gracias a la explicación luminosa de las Escrituras, habían pasado de las
tinieblas de la incomprensión a la luz de la fe y se habían hecho capaces de reconocer a Cristo
resucitado "al partir el pan" (Lc 24, 35).

El efecto de este cambio profundo fue un impulso a ponerse nuevamente en camino, sin dilación,
para volver a Jerusalén y unirse a "los Once y a los que estaban con ellos" (Lc 24, 33). El camino de
fe había hecho posible la unión fraterna.

3. El nexo entre la interpretación de la palabra de Dios y la Eucaristía aparece también en otros


pasajes del Nuevo Testamento. San Juan, en su evangelio, relaciona esta palabra con la Eucaristía
cuando, en el discurso de Cafarnaúm, nos presenta a Jesús que evoca el don del maná en el desierto
reinterpretándolo en clave eucarística (cf. Jn 6, 32-58). En la Iglesia de Jerusalén, la asiduidad en la
escucha de la didaché, es decir, de la enseñanza de los Apóstoles basada en la palabra de Dios,
precedía a la participación en la "fracción del pan" (Hch 2, 42).

En Tróade, cuando los cristianos se congregaron en torno a san Pablo para "la fracción del pan", san
Lucas refiere que la reunión comenzó con largos discursos del Apóstol (cf. Hch 20, 7), ciertamente
para alimentar la fe, la esperanza y la caridad. De todo esto se deduce con claridad que la unión en
la fe es la condición previa para la participación común en la Eucaristía.

Con la liturgia de la Palabra y la Eucaristía, como nos recuerda el concilio Vaticano II citando a san
Juan Crisóstomo (In Joh. hom. 46), "los fieles unidos al obispo, al tener acceso a Dios Padre por
medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu
Santo, consiguen la comunión con la santísima Trinidad, hechos "partícipes de la naturaleza

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

divina" (2 P 1, 4). Consiguientemente, por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de
estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios, y mediante la concelebración se manifiesta la
comunión entre ellas" (Unitatis redintegratio, 15). Por tanto, este nexo con el misterio de la unidad
divina engendra un vínculo de comunión y amor entre los que participan en la única mesa de la
Palabra y la Eucaristía. La única mesa es signo y manifestación de la unidad. "Por consiguiente, la
comunión eucarística está inseparablemente unida a la plena comunión eclesial y a su expresión
visible" (La búsqueda de la unidad Directorio ecuménico, 1993, n. 129).

4. A esta luz se comprende cómo las divisiones doctrinales existentes entre los discípulos de Cristo
congregados en las diversas Iglesias y comunidades eclesiales limitan la plena comunión
sacramental. Sin embargo, el bautismo es la raíz profunda de una unidad fundamental que vincula a
los cristianos a pesar de sus divisiones. Por eso, aunque los cristianos aún divididos no pueden
participar en la misma Eucaristía, es posible introducir en la celebración eucarística, en casos
específicos previstos por el Directorio ecuménico, algunos signos de participación que expresan la
unidad ya existente y van en la dirección de la comunión plena de las Iglesias en torno a la mesa de
la Palabra y del Cuerpo y Sangre del Señor. Así, "en ocasiones excepcionales y por causa justa, el
obispo diocesano puede permitir que un miembro de otra Iglesia o comunidad eclesial desempeñe la
función de lector durante la celebración eucarística de la Iglesia católica" (n. 133). Asimismo,
"cuando una necesidad lo exija o lo aconseje una verdadera utilidad espiritual, con tal de que se
evite el peligro de error o de indiferentismo", entre católicos y cristianos orientales es lícita cierta
reciprocidad para los sacramentos de la penitencia, la Eucaristía y la unción de los enfermos (cf. nn.
123-131).

5. Con todo, el árbol de la unidad debe crecer hasta su plena expansión, como Cristo suplicó en la
gran oración del Cenáculo, que hemos proclamado al inicio (cf. Jn 17, 20-26; Unitatis
redintegratio, 22). Los límites en la intercomunión ante la mesa de la Palabra y de la Eucaristía
deben transformarse en una llamada a la purificación, al diálogo y al camino ecuménico de las
Iglesias. Son límites que nos hacen sentir con más intensidad, precisamente en la celebración
eucarística, el peso de nuestras laceraciones y contradicciones. Así la eucaristía es un desafío y una
provocación puesta en el corazón mismo de la Iglesia para recordarnos el extremo e intenso deseo
de Cristo: "Que sean uno" (Jn 17, 11. 21).

La Iglesia no debe ser un cuerpo de miembros divididos y doloridos, sino un organismo vivo y
fuerte que avanza sostenido por el pan divino, como lo prefigura el camino de Elías (cf. 1 R 19,
1-8), hasta la cima del encuentro definitivo con Dios. Allí, finalmente, se llevará a cabo la visión del
Apocalipsis: "Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios,
engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Ap 21, 2).

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SECCIÓN IV: TRABAJAR POR EL REINO DE DIOS EN EL MUNDO

(29) Fe, esperanza y caridad en la perspectiva ecuménica Miércoles 22 de noviembre 2000

1. La fe, la esperanza y la caridad son como tres estrellas que brillan en el cielo de nuestra vida
espiritual para guiarnos hacia Dios. Son, por excelencia, las virtudes "teologales": nos ponen en
comunión con Dios y nos llevan a él. Forman un tríptico que tiene su vértice en la caridad, el agape,
que canta de forma excelsa san Pablo en un himno de la primera carta a los Corintios. Ese himno
concluye con la siguiente declaración: "Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la
caridad, pero la más excelente de ellas es la caridad" (1 Co 13, 13).

Las tres virtudes teologales, en la medida en que animan a los discípulos de Cristo, los impulsan a
la unidad, según la indicación de las palabras paulinas que escuchamos al inicio: "Un solo cuerpo
(...), una sola esperanza (...), un solo Señor, una sola fe (...), un solo Dios y Padre" (Ef 4, 4-6).
Continuando nuestra reflexión de la catequesis anterior sobre la perspectiva ecuménica, hoy
queremos profundizar en el papel que desempeñan las virtudes teologales en el camino que lleva a
la plena comunión con Dios-Trinidad y con los hermanos.

2. En el pasaje de la carta a los Efesios antes mencionado el Apóstol exalta ante todo la unidad de la
fe. Esa unidad tiene su manantial en la palabra de Dios, que todas las Iglesias y comunidades
eclesiales consideran como lámpara para sus pasos en el camino de su historia (cf. Sal 119, 105).

Las Iglesias y comunidades eclesiales profesan la misma fe en "un solo Señor", Jesucristo,
verdadero Dios y verdadero hombre, y en "un solo Dios y Padre de todos" (Ef 4, 5. 6). Esta unidad
fundamental, así como la que brota del único bautismo, se manifiesta claramente en los múltiples
documentos del diálogo ecuménico, aunque sobre algunos aspectos quedan aún motivos de reserva.
Por ejemplo, en un documento del Consejo ecuménico de las Iglesias se lee: "Los cristianos creen
que el "único verdadero Dios", que se dio a conocer a Israel, se reveló de modo supremo en "su
enviado", Jesucristo (cf. Jn 17, 3); que en Cristo Dios reconcilió consigo al mundo (cf. 2 Co 5, 19);
y que, mediante su Santo Espíritu, Dios da nueva vida, vida eterna, a todos los que por medio de
Cristo se entregan a él" (Confesar una sola fe, 1992, n. 6).

Todas las Iglesias y comunidades eclesiales se refieren a los antiguos símbolos de la fe y a las
definiciones de los primeros concilios ecuménicos. Sin embargo, existen aún algunas divergencias
doctrinales, que es preciso superar para que el camino de la unidad de la fe llegue a la plenitud
señalada por la promesa de Cristo: "Escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo
pastor" (Jn 10, 16).

3. San Pablo, en el texto de la carta a los Efesios que hemos puesto como emblema de nuestro
encuentro, habla también de una sola esperanza, a la que estamos llamados (cf. Ef 4, 4). Es una
esperanza que se manifiesta en el compromiso común, a través de la oración y la activa coherencia
de vida, con vistas al establecimiento del reino de Dios. Dentro de este vasto horizonte, el
movimiento ecuménico se ha orientado hacia metas fundamentales que se entrelazan, como
objetivos de una única esperanza: la unidad de la Iglesia, la evangelización del mundo, la liberación
y la paz en la comunidad humana. El camino ecuménico se ha beneficiado también del diálogo con
las esperanzas terrenas y humanísticas de nuestro tiempo, incluso con la esperanza oculta,
aparentemente derrotada, de los "sin esperanza". Frente a estas múltiples expresiones de la
esperanza en nuestro tiempo, los cristianos, aunque estén en tensión entre sí y probados por la

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desunión, han sido impulsados a descubrir y testimoniar "una razón común de esperanza" (Consejo
ecuménico de las Iglesias, "Faith and Order" Sharing in One Hope, Bangalore 1978), reconociendo
en Cristo su fundamento indestructible.

Un poeta francés escribió: "Esperar es lo más difícil (...). Lo fácil, la gran tentación, es
desesperarse" (Charles Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, ed. Pléyade, p. 538).
Pero para nosotros, los cristianos, sigue siendo válida la exhortación de san Pedro a dar razón de
nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15).

4. En el vértice de las tres virtudes teologales está el amor, que san Pablo compara casi con un lazo
de oro que une en armonía perfecta a toda la comunidad cristiana: "Y por encima de todo esto,
revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Cristo, en la solemne oración por
la unidad de los discípulos, revela su substrato teológico profundo: "el amor con que tú (oh Padre)
me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). Precisamente este amor, acogido y
acrecentado, constituye en un solo cuerpo a la Iglesia, como nos señala san Pablo: "Siendo sinceros
en el amor, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo recibe
trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad
propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el
amor" (Ef 4, 15-16).

5. La meta eclesial de la caridad, y al mismo tiempo su fuente inagotable, es la Eucaristía,


comunión con el cuerpo y la sangre del Señor, anticipación de la intimidad perfecta con Dios.

Por desgracia, como recordé en la catequesis anterior, en las relaciones entre los cristianos
desunidos, "a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma
liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía
del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración.

Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más "con un mismo corazón"" (Ut unum sint,
45). El Concilio nos recordó que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la
unidad de la una y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humanas". Por ello
debemos poner nuestra esperanza "en la oración de Cristo por la Iglesia, en el amor del Padre para
con nosotros y en el poder del Espíritu Santo" (Unitatis redintegratio, 24).

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(30) Fe, esperanza y caridad en la perspectiva del diálogo interreligioso Miércoles 29 de


noviembre de 2000

1. En el grandioso cuadro que el Apocalipsis nos acaba de ofrecer no sólo se encuentra el pueblo de
Israel, simbólicamente representado por las doce tribus, sino también la inmensa multitud de gentes
de todos los lugares y de todas las culturas, vestidos con las vestiduras blancas de la eternidad
luminosa y feliz. Tomo como punto de partida esta sugestiva evocación para referirme al diálogo
interreligioso, tema muy actual en nuestro tiempo.

Todos los justos de la tierra, al llegar a la meta de la gloria, después de haber recorrido el camino
empinado y fatigoso de la existencia terrena, elevan su alabanza a Dios. Han pasado "por la gran
tribulación" y han obtenido la purificación mediante la sangre del Cordero, "derramada por muchos
para perdón de los pecados" (Mt 26, 28). Así pues, todos participan de la misma fuente de salvación
que Dios ha derramado sobre la humanidad. En efecto, "Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17).

2. La salvación se ofrece a todas las naciones, como lo atestigua ya la alianza con Noé (cf. Gn 9,
8-17), que testimonia la universalidad de la manifestación divina y de la respuesta humana en la fe
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 58). Asimismo, en Abraham "serán bendecidas todas las
familias de la tierra" (Gn 12, 3). Estas se hallan en camino hacia la ciudad santa, para gozar de la
paz que cambiará el rostro del mundo, cuando forjarán de sus espadas arados, y de sus lanzas
podaderas (cf. Is 2, 2-5).

Con emoción se leen en Isaías estas palabras: "Los egipcios servirán al Señor juntamente con los
asirios (...). Los bendecirá el Señor de los ejércitos, diciendo: "Bendito sea mi pueblo Egipto, la
obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel"" (Is 19, 23. 25). "Los príncipes de los gentiles -canta
el salmista- se reúnen con el pueblo del Dios de Abraham, porque de Dios son los grandes de la
tierra, y él es excelso" (Sal 47, 10). Más aún, el profeta Malaquías contempla cómo de todo el
horizonte de la humanidad se eleva la adoración y la alabanza hacia Dios: "Desde el sol levante
hasta el poniente grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un
sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el
Señor de los ejércitos" (Ml 1, 11). En efecto, el mismo profeta se pregunta: "¿No tenemos todos
nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?" (Ml 2, 10).

3. Así pues, en la invocación a Dios, incluso cuando su rostro es "desconocido" (cf. Hch 17, 23), se
da una cierta forma de fe. Toda la humanidad tiende hacia la auténtica adoración de Dios y la
comunión fraterna de los hombres bajo la acción del "Espíritu de verdad, que actúa más allá de los
confines visibles del Cuerpo místico" de Cristo (Redemptor hominis, 6).

San Ireneo recuerda, al respecto, que son cuatro las alianzas selladas por Dios con la humanidad: en
Adán, en Noé, en Moisés y en Jesucristo (cf. Adversus haereses, III, 11, 8).

Las tres primeras, orientadas idealmente hacia la plenitud de Cristo, marcan el diálogo de Dios con
sus criaturas, un encuentro de revelación y amor, de iluminación y gracia, que el Hijo reúne en la
unidad, sella en la verdad y lleva a la perfección.

4. Desde esta perspectiva, la fe de todos los pueblos desemboca en la esperanza. Esta esperanza aún
no está iluminada por la plenitud de la revelación, que la pone en relación con las promesas divinas

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

y la convierte en una virtud "teologal". Con todo, los libros sagrados de las religiones impulsan a la
esperanza en la medida en que abren un horizonte de comunión divina, delinean para la historia una
meta de purificación y salvación, promueven la búsqueda de la verdad y defienden los valores de la
vida, la santidad, la justicia, la paz y la libertad. Con esta tensión profunda, que resiste incluso en
medio de las contradicciones humanas, la experiencia religiosa abre a los hombres al don divino de
la caridad y a sus exigencias.

En este horizonte se sitúa el diálogo interreligioso al que el concilio Vaticano II nos ha estimulado
(cf. Nostra aetate, 2). Ese diálogo se manifiesta en el compromiso común de todos los creyentes en
favor de la justicia, la solidaridad y la paz. Se expresa en las relaciones culturales, que siembran una
semilla de idealidad y trascendencia en las tierras a menudo áridas de la política, la economía y la
existencia social. Encuentra un momento cualificado en el diálogo religioso, en el que los cristianos
dan testimonio íntegro de la fe en Cristo, único Salvador del mundo. Por la misma fe son
conscientes de que el camino hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13) exige la humildad de la
escucha para captar y valorar cualquier rayo de luz, siempre fruto del Espíritu de Cristo, venga de
donde venga.

5. "La misión de la Iglesia es hacer crecer "el reinado sobre el mundo de nuestro Señor y de su
Cristo" (Ap 11, 15), cuya sierva es. Así pues, una parte de este papel consiste en reconocer que la
realidad incipiente de este Reino puede encontrarse también fuera de los confines de la Iglesia, por
ejemplo, en el corazón de los adeptos de otras tradiciones religiosas, siempre que vivan los valores
evangélicos y permanezcan abiertos a la acción del Espíritu" (Documento del Consejo pontificio
para el diálogo interreligioso y de la Congregación para la evangelización de los pueblos, Diálogo y
anuncio, 35). Eso vale especialmente -como nos indicó el concilio Vaticano II en la declaración
Nostra aetate- para las religiones monoteístas del judaísmo y el islam. Con este espíritu, en la bula
de convocación del Año jubilar formulé este deseo: "Que el jubileo favorezca un nuevo paso en el
diálogo recíproco hasta que un día todos juntos -judíos, cristianos y musulmanes- nos demos en
Jerusalén el saludo de la paz" (Incarnationis mysterium, 2). Doy gracias al Señor porque, en mi
reciente peregrinación a los Santos lugares, me concedió la alegría de este saludo, promesa de
relaciones marcadas por una paz cada vez más profunda y universal.

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(31) Cooperar a la llegada del reino de Dios en el mundo Miércoles 6 de diciembre de 2000

1. En este año del gran jubileo, el tema de fondo de nuestras catequesis es la gloria de la Trinidad,
tal como se nos reveló en la historia de la salvación. Hemos reflexionado sobre la Eucaristía,
máxima celebración de Cristo presente bajo las humildes especies del pan y del vino. Ahora
queremos dedicar algunas catequesis al compromiso que se nos pide para que la gloria de la
Trinidad resplandezca plenamente en el mundo.

Y nuestra reflexión toma como punto de partida el evangelio de san Marcos, donde leemos:
"Marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la buena nueva de Dios, diciendo: "El tiempo se ha
cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio"" (Mc 1, 14-15).

Estas son las primeras palabras que Jesús pronuncia ante la multitud: contienen el núcleo de su
Evangelio de esperanza y salvación, el anuncio del reino de Dios. Desde ese momento en adelante,
como observan los evangelistas, "recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas,
proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el
pueblo" (Mt 4, 23; cf. Lc 8, 1). En esa línea se sitúan los Apóstoles, al igual que san Pablo, el
Apóstol de las gentes, llamado a "anunciar el reino de Dios" en medio de las naciones hasta la
capital del imperio romano (cf. Hch 20, 25; 28, 23. 31).

2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remite a las Escrituras sagradas que, con la imagen de un
rey, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. Así leemos en el Salterio:
"Decid a los pueblos: "El Señor es rey; él afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos
rectamente"" (Sal 96, 10). Por consiguiente, el Reino es la acción eficaz, pero misteriosa, que Dios
lleva a cabo en el universo y en el entramado de las vicisitudes humanas. Vence las resistencias del
mal con paciencia, no con prepotencia y de forma clamorosa.

Por eso, Jesús compara el Reino con el grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas,
pero destinada a convertirse en un árbol frondoso (cf. Mt 13, 31-32), o con la semilla que un
hombre echa en la tierra: "duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él
sepa cómo" (Mc 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de
serenidad y confianza: "No temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha
parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias
desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17,
21).

3. Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a
"buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra
preocupación principal (cf. Mt 6, 33). A los que "creían que el reino de Dios aparecería de un
momento a otro" (Lc 19, 11), les recomienda una actitud activa en vez de una espera pasiva,
contándoles la parábola de las diez minas encomendadas para hacerlas fructificar (cf. Lc 19, 12-27).
Por su parte, el apóstol san Pablo declara que "el reino de Dios no es cuestión de comida o bebida,
sino -ante todo- de justicia" (Rm 14, 17) e insta a los fieles a poner sus miembros al servicio de la
justicia con vistas a la santificación (cf. Rm 6, 13. 19).

Así pues, la persona humana está llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón al
establecimiento del reino de Dios en el mundo. Esto es verdad de manera especial con respecto a
los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, "cooperadores del reino de

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Dios" (Col 4, 11), pero también es verdad con respecto a toda persona humana.

4. En el Reino entran las personas que han elegido el camino de las bienaventuranzas evangélicas,
viviendo como "pobres de espíritu" por su desapego de los bienes materiales, para levantar a los
últimos de la tierra del polvo de la humillación. "¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el
mundo -se pregunta el apóstol Santiago en su carta- para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos
del Reino que prometió a los que le aman?" (St 2, 5). En el Reino entran los que soportan con amor
los sufrimientos de la vida: "Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el
reino de Dios" (Hch 14, 22; cf. 2 Ts 1, 4-5), donde Dios mismo "enjugará toda lágrima (...) y no
habrá ya muerte ni llanto ni gritos ni fatigas" (Ap 21, 4). En el Reino entran los puros de corazón
que eligen la senda de la justicia, es decir, de la adhesión a la voluntad de Dios, como advierte san
Pablo: "¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los
impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, (...) ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni
los rapaces heredarán el reino de Dios" (1 Co 6, 9-10, cf. 15, 50; Ef 5, 5).

5. Así pues, todos los justos de la tierra, incluso los que no conocen a Cristo y a su Iglesia, y que,
bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero (cf. Lumen gentium, 16), están
llamados a edificar el reino de Dios, colaborando con el Señor, que es su artífice primero y decisivo.
Por eso, debemos ponernos en sus manos, confiar en su palabra y dejarnos guiar por él como niños
inexpertos que sólo en el Padre encuentran la seguridad: "El que no reciba el reino de Dios como
niño -dijo Jesús-, no entrará en él" (Lc 18, 17).

Con este espíritu debemos hacer nuestra la invocación: "¡Venga tu reino!". En la historia de la
humanidad esta invocación se ha elevado innumerables veces al cielo como un gran anhelo de
esperanza: "¡Venga a nosotros la paz de tu reino!", exclama Dante en su paráfrasis del Padrenuestro
(Purgatorio XI, 7). Esa invocación nos impulsa a dirigir nuestra mirada al regreso de Cristo y
alimenta el deseo de la venida final del reino de Dios. Sin embargo, este deseo no impide a la
Iglesia cumplir su misión en este mundo; al contrario, la compromete aún más (cf. Catecismo de la
Iglesia católica, n. 2818), a la espera de poder cruzar el umbral del Reino, del que la Iglesia es
germen e inicio (cf. Lumen gentium, 5), cuando llegue al mundo en plenitud. Entonces, como nos
asegura san Pedro en su segunda carta, "se os dará amplia entrada en el reino eterno de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo" (2 P 1, 11).

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(32) El valor del compromiso en las realidades temporales Miércoles 13 de diciembre de 2000

1. El apóstol san Pablo afirma que "nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20), pero de ello no
concluye que podemos esperar pasivamente el ingreso en la patria; al contrario, nos exhorta a
comprometernos activamente. "No nos cansemos de obrar el bien -escribe-; pues, si no
desfallecemos, a su tiempo nos vendrá la cosecha. Así que, mientras tengamos oportunidad,
hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe" (Ga 6, 9-10).

La revelación bíblica y la mejor sabiduría filosófica coinciden en subrayar que, por un lado, la
humanidad tiende hacia lo infinito y la eternidad, y, por otro, está firmemente arraigada en la tierra,
dentro de las coordenadas del tiempo y del espacio. Existe una meta trascendente por alcanzar, pero
a través de un itinerario que se desarrolla en la tierra y en la historia. Las palabras del Génesis son
iluminadoras: la criatura humana está vinculada al polvo de la tierra, pero al mismo tiempo tiene un
"aliento" que la une directamente a Dios (cf. Gn 2, 7).

2. También afirma el Génesis que Dios, después de crear al hombre, lo dejó "en el jardín del Edén,
para que lo labrase y cuidase" (Gn 2, 15). Los dos verbos del texto original hebreo son los que se
usan en otros lugares para indicar también el "servir" a Dios y el "observar" su palabra, es decir, el
compromiso de Israel con respecto a la alianza con el Señor. Esta analogía parece sugerir que una
alianza primaria une al Creador con Adán y con toda criatura humana, una alianza que se realiza en
el compromiso de henchir la tierra, sometiendo y dominando a los peces del mar, a las aves del
cielo y a todo animal que serpea sobre la tierra (cf. Gn 1, 28; Sal 8, 7-9).

Por desgracia, a menudo el hombre cumple esta misión, que Dios le asignó, no como un artífice
sabio, sino como un tirano prepotente. Al final se encuentra en un mundo devastado y hostil, en una
sociedad desgarrada y lacerada, como también nos enseña el Génesis en el gran cuadro del capítulo
tercero, donde describe la ruptura de la armonía del hombre con su semejante, con la tierra y con el
mismo Creador. Este es el fruto del pecado original, es decir, de la rebelión que tuvo lugar desde el
inicio frente al proyecto que Dios había encomendado a la humanidad.

3. Por eso, con la gracia de Cristo Redentor, debevmos volver a hacer nuestro el designio de paz y
desarrollo, de justicia y solidaridad, de transformación y valorización de las realidades terrestres y
temporales, delineado en las primeras páginas de la Biblia. Debemos continuar la gran aventura de
la humanidad en el campo de la ciencia y la técnica, hurgando en los secretos de la naturaleza. Es
preciso desarrollar -a través de la economía, el comercio y la vida social- el bienestar, el
conocimiento, la victoria sobre la miseria y sobre cualquier forma de humillación de la dignidad
humana.

En cierto sentido, Dios ha delegado al hombre la obra de la creación, para que esta prosiga tanto en
las extraordinarias empresas de la ciencia y de la técnica, como en el esfuerzo diario de los
trabajadores, los estudiosos, las personas que con su mente y sus manos "labran y cuidan" la tierra y
hacen más solidarios a los hombres y mujeres entre sí. Dios no está ausente de su creación; más
aún, "ha coronado de gloria y honor al hombre", haciéndolo, con su autonomía y libertad, casi su
representante en el mundo y en la historia (cf. Sal 8, 6-7).

4. Como dice el salmista, por la mañana "el hombre sale a sus faenas, a su labranza hasta el
atardecer" (Sal 104, 23). También Cristo valora en sus parábolas esta labor del hombre y de la mujer
en los campos y en el mar, en las casas y en las asambleas, en los tribunales y en los mercados. La

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asume para ilustrar simbólicamente el misterio del reino de Dios y de su realización progresiva,
aunque sabe que a menudo este trabajo resulta estéril a causa del mal y del pecado, del egoísmo y
de la injusticia. La misteriosa presencia del Reino en la historia sostiene y vivifica el esfuerzo del
cristiano en sus tareas terrenas.

Los cristianos, implicados en esta obra y en esta lucha, están llamados a colaborar con el Creador
para realizar en la tierra una "casa del hombre" más acorde con su dignidad y con el plan divino,
una casa en la que "la misericordia y la verdad se encuentren, la justicia y la paz se besen" (Sal 85,
11).

5. A esta luz quisiera proponer a vuestra meditación las páginas que el concilio Vaticano II dedicó,
en la constitución pastoral Gaudium et spes (cf. parte I, cc. III y IV), a la "actividad humana en el
mundo" y a la "función de la Iglesia en el mundo actual". "Los creyentes -enseña el Concilio- tienen
la certeza de que la actividad humana individual y colectiva, es decir, aquel ingente esfuerzo con el
que los hombres pretenden mejorar las condiciones de su vida a lo largo de los siglos, considerado
en sí mismo, responde al plan de Dios" (n. 34).

La complejidad de la sociedad moderna hace cada vez más arduo el esfuerzo de animar las
estructuras políticas, culturales, económicas y tecnológicas que con frecuencia no tienen alma.

En este horizonte difícil y prometedor la Iglesia está llamada a reconocer la autonomía de las
realidades terrenas (cf. ib., 36), pero también a proclamar eficazmente "la prioridad de la ética sobre
la técnica, la primacía de la persona sobre las cosas y la superioridad del espíritu sobre la
materia" (Congregación para la educación católica, En estas últimas décadas, 30 de diciembre de
1988, n. 44: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de julio de 1989, p. 12). Sólo
así se cumplirá el anuncio de san Pablo: "La creación desea vivamente la revelación de los hijos de
Dios. (...) y alberga la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar
en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 19-21).

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(33) El compromiso por la libertad y la justicia Miércoles 10 de enero de 2001

1. La voz de los profetas -como la de Isaías, que acabamos de escuchar- resuena repetidamente para
recordarnos que debemos comprometernos para liberar a los oprimidos y hacer que reine la justicia.
Si falta este compromiso, el culto dado a Dios no le agrada. Es una llamada intensa, expresada a
veces de forma paradójica, como cuando Oseas refiere este oráculo divino citado también por Jesús
(cf. Mt 9, 13; 12, 7): "Yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que
holocaustos" (Os 6, 6).

También el profeta Amós presenta con gran vehemencia a Dios apartando su mirada pues no acepta
ritos, fiestas, ayunos, músicas, súplicas, cuando fuera del santuario se vende al justo por dinero y al
pobre por un par de sandalias y se pisotea contra el polvo de la tierra la cabeza de los pobres (cf. Am
2, 6-7). Por eso, hace esta firme invitación: "Que fluya el juicio como agua y la justicia como
arroyo perenne" (Am 5, 24). Así pues, los profetas, hablando en nombre de Dios, rechazan un culto
aislado de la vida, una liturgia separada de la justicia, una oración sin un compromiso diario, una fe
sin obras.

2. El grito de Isaías: "Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus
derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda" (Is 1, 16-17), resuena en la
enseñanza de Cristo, que nos advierte: "Si, al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas entonces
de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda" (Mt 5, 23-24). Al concluir la vida
de todo hombre y al final de la historia de la humanidad, el juicio de Dios versará sobre el amor,
sobre la práctica de la justicia, sobre la acogida dada a los pobres (cf. Mt 25, 31-46). Frente a una
comunidad lacerada por divisiones e injusticias, como la de Corinto, san Pablo llega incluso a exigir
la suspensión de la participación eucarística, invitando a los cristianos a examinar antes su propia
conciencia, para no ser reos del cuerpo y la sangre del Señor (cf. 1 Co 11, 27-29).

3. El servicio de la caridad, coherentemente vinculado a la fe y a la liturgia (cf. St 2, 14-17), el


compromiso por la justicia, la lucha contra toda opresión y la defensa de la dignidad de la persona
no son para el cristiano expresiones de filantropía motivada sólo por la pertenencia a la familia
humana. Al contrario, se trata de opciones y actos que brotan de un sentimiento profundamente
religioso: son auténticos sacrificios en los que Dios se complace, según la afirmación de la carta a
los Hebreos (cf. Hb 13, 16). Particularmente incisiva es la advertencia de san Juan Crisóstomo:
"¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo descuides cuando se encuentra desnudo. No le rindas
homenaje aquí en el templo con vestidos de seda, para luego descuidarlo fuera, donde sufre frío y
desnudez" (In Matthaeum hom. 50, 3).

4. Precisamente porque "el sentido de la justicia se ha despertado a gran escala en el mundo


contemporáneo (...), la Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente
deseo de una vida justa bajo todos los aspectos y no se abstiene ni siquiera de someter a reflexión
los diversos aspectos de la justicia, tal como lo exige la vida de los hombres y de las sociedades.
Prueba de ello es el campo de la doctrina social católica, ampliamente desarrollada en el arco del
último siglo" (Dives in misericordia, 12). Este compromiso de reflexión y acción debe recibir un
impulso extraordinario precisamente a partir del jubileo. En su matriz bíblica, es una celebración de
solidaridad: cuando resonaba la trompeta del Año jubilar, cada uno "recobraba su propiedad, y
regresaba a su familia", como reza el texto oficial del jubileo (cf. Lv 25, 10).

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5. Ante todo los terrenos perdidos por diversas vicisitudes económicas y familiares eran restituidos
a los antiguos propietarios. Así, con el Año jubilar se permitía a todos volver a un punto ideal de
partida, a través de una atrevida y valiente obra de justicia distributiva. Es evidente la dimensión
que se podría llamar "utópica", propuesta como remedio concreto contra la consolidación de
privilegios y prevaricaciones: es el intento de impulsar a la sociedad hacia un ideal más alto de
solidaridad, generosidad y fraternidad. En las modernas coordenadas históricas la vuelta a las tierras
perdidas podría expresarse, como he propuesto en varias ocasiones, mediante una condonación
total, o al menos una reducción, de la deuda externa de los países pobres (cf. Tertio millennio
adveniente, 51).

6. El otro compromiso jubilar consistía en hacer que el esclavo volviera libre a su familia (cf. Lv 25,
39-41). La miseria lo había arrastrado hasta la humillación de la esclavitud, pero ahora se abría ante
él la posibilidad de construir su futuro en libertad, en el seno de su familia. Por este motivo, el
profeta Ezequiel llama al Año jubilar "año de la liberación", es decir, del rescate (cf. Ez 46, 17). Y
otro libro bíblico, el Deuteronomio, augura una sociedad justa, libre y solidaria con estas palabras:
"No debería haber ningún pobre junto a ti, (...) si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos
(...) no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano" (Dt 15, 4. 7).

También nosotros debemos orientarnos hacia esta meta de solidaridad. "Solidaridad de los pobres
entre sí, solidaridad con los pobres, a la que los ricos están llamados, y solidaridad de los
trabajadores entre sí y con los trabajadores" (Instrucción de la Congregación para la doctrina de la
fe sobre Libertad cristiana y liberación, 89). El jubileo que acabamos de concluir, vivido así,
seguirá produciendo abundantes frutos de justicia, libertad y amor.

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(34) El compromiso por evitar la catástrofe ecológica Miércoles 17 de enero de 2001

1. En el himno de alabanza que acabamos de proclamar (Sal 148, 1-5), el Salmista convoca a todas
las criaturas, llamándolas por su nombre. En las alturas se asoman ángeles, sol, luna, estrellas y
cielos; en la tierra se mueven veintidós criaturas, tantas cuantas son las letras del alfabeto hebreo,
para indicar plenitud y totalidad. El fiel es como "el pastor del ser", es decir, aquel que conduce a
Dios todos los seres, invitándolos a entonar un "aleluya" de alabanza. El salmo nos introduce en una
especie de templo cósmico que tiene por ábside los cielos y por naves las regiones del mundo, y en
cuyo interior canta a Dios el coro de las criaturas.

Esta visión podría ser, por un lado, la representación de un paraíso perdido y, por otro, la del paraíso
prometido. Por eso el horizonte de un universo paradisíaco, que el Génesis coloca en el origen
mismo del mundo (c. 2), Isaías (c. 11) y el Apocalipsis (cc. 21-22) lo sitúan al final de la historia. Se
ve así que la armonía del hombre con su semejante, con la creación y con Dios es el proyecto que el
Creador persigue. Dicho proyecto ha sido y es alterado continuamente por el pecado humano, que
se inspira en un plan alternativo, representado en el libro mismo del Génesis (cc. 3-11), en el que se
describe la consolidación de una progresiva tensión conflictiva con Dios, con el semejante e incluso
con la naturaleza.

2. El contraste entre los dos proyectos emerge nítidamente en la vocación a la que la humanidad
está llamada, según la Biblia, y en las consecuencias provocadas por su infidelidad a esa llamada.

La criatura humana recibe una misión de gobierno sobre la creación para hacer brillar todas sus
potencialidades. Es una delegación que el Rey divino le atribuye en los orígenes mismos de la
creación, cuando el hombre y la mujer, que son "imagen de Dios" (Gn 1, 27), reciben la orden de
ser fecundos, multiplicarse, llenar la tierra, someterla y dominar los peces del mar, las aves del cielo
y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra (cf. Gn 1, 28). San Gregorio de Nisa, uno de los tres
grandes Padres capadocios, comentaba: "Dios creó al hombre de modo tal que pudiera desempeñar
su función de rey de la tierra (...). El hombre fue creado a imagen de Aquel que gobierna el
universo. Todo demuestra que, desde el principio, su naturaleza está marcada por la realeza (...). Él
es la imagen viva que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino" (De hominis
opificio, 4: PG 44, 136).

3. Sin embargo el señorío del hombre no es "absoluto, sino ministerial, reflejo real del señorío único
e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la
sabiduría y del amor inconmensurables de Dios" (Evangelium vitae, 52: L'Osservatore romano,
edición en lengua española, 31 de marzo de 1995, p. 12). En el lenguaje bíblico "dar el nombre" a
las criaturas (cf. Gn 2, 19-20) es el signo de esta misión de conocimiento y de transformación de la
realidad creada. Es la misión no de un dueño absoluto e incensurable, sino de un administrador del
reino de Dios, llamado a continuar la obra del Creador, una obra de vida y de paz. Su tarea, definida
en el libro de la Sabiduría, es la de gobernar "el mundo con santidad y justicia" (Sb 9, 3).

Por desgracia, si la mirada recorre las regiones de nuestro planeta, enseguida nos damos cuenta de
que la humanidad ha defraudado las expectativas divinas. Sobre todo en nuestro tiempo, el hombre
ha devastado sin vacilación llanuras y valles boscosos, ha contaminado las aguas, ha deformado el
hábitat de la tierra, ha hecho irrespirable el aire, ha alterado los sistemas hidro-geológicos y
atmosféricos, ha desertizado espacios verdes, ha realizado formas de industrialización salvaje,
humillando -con una imagen de Dante Alighieri (Paraíso, XXII, 151)- el "jardín" que es la tierra,

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nuestra morada.

4. Es preciso, pues, estimular y sostener la "conversión ecológica", que en estos últimos decenios ha
hecho a la humanidad más sensible respecto a la catástrofe hacia la cual se estaba encaminando. El
hombre no es ya "ministro" del Creador. Pero, autónomo déspota, está comprendiendo que debe
finalmente detenerse ante el abismo. "También se debe considerar positivamente una mayor
atención a la calidad de vida y a la ecología, que se registra sobre todo en las sociedades más
desarrolladas, en las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los problemas de la
supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de
vida" (Evangelium vitae, 27: L'Osservatore romano, edición en lengua española, 31 de marzo de
1995, p. 8). Por consiguiente, no está en juego sólo una ecología "física", atenta a tutelar el hábitat
de los diversos seres vivos, sino también una ecología "humana", que haga más digna la existencia
de las criaturas, protegiendo el bien radical de la vida en todas sus manifestaciones y preparando a
las futuras generaciones un ambiente que se acerque más al proyecto del Creador.

5. Los hombres y mujeres, en esta nueva armonía con la naturaleza y consigo mismos, vuelven a
pasear por el jardín de la creación, tratando de hacer que los bienes de la tierra estén disponibles
para todos y no sólo para algunos privilegiados, precisamente como sugería el jubileo bíblico (cf. Lv
25, 8-13. 23). En medio de estas maravillas descubrimos la voz del Creador, transmitida por el cielo
y la tierra, por el día y la noche: un lenguaje "sin palabras de las que se oiga el sonido", capaz de
cruzar todas las fronteras (cf. Sal 19, 2-5).

El libro de la Sabiduría, evocado por san Pablo, celebra esta presencia de Dios en el universo
recordando que "de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a
su Autor" (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Es lo que canta también la tradición judía de los Chassidim:
"Dondequiera que yo vaya, Tú! ¡Dondequiera que yo esté, Tú..., dondequiera me vuelva, en
cualquier parte que admire, sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú" (M. Buber, I racconti dei Chassidim,
Milán 1979, p. 256).

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(35) El compromiso por un futuro digno del hombre Miércoles 24 de enero de 2001

1. Al contemplar el mundo y su historia, a primera vista parece dominar el estandarte de la guerra,


de la violencia, de la opresión, de la injusticia y de la degradación moral. Como en la visión del
capítulo 6 del Apocalipsis, da la impresión de que por los páramos desolados de la tierra cabalgan
los jinetes que llevan la corona del poder triunfador, la espada de la violencia, la balanza de la
pobreza y del hambre, y la hoz afilada de la muerte (cf. Ap 6, 1-8).

Frente a las tragedias de la historia y a la inmoralidad dominante, se puede repetir la pregunta que el
profeta Jeremías dirigió a Dios, haciendo de portavoz de tantas personas que sufren y se ven
oprimidas: "Tú llevas la razón, Señor, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo un
punto de justicia. ¿Por qué tienen suerte los malos, y son felices todos los traidores?" (Jr 12, 1). A
diferencia de Moisés, que desde las alturas del monte Nebo contempló la tierra prometida (cf. Dt
34, 1), nosotros nos asomamos a un mundo atormentado, en el que el reino de Dios se va abriendo
camino con dificultad.

2. San Ireneo, en el siglo II, encontró una explicación en la libertad del hombre que, en vez de
seguir el proyecto divino de convivencia pacífica (cf. Gn 2), altera las relaciones con Dios, con el
hombre y con el mundo. Así escribió el obispo de Lyon: "Lo que falta no es el arte de Dios, porque
él es capaz de sacar de las piedras hijos de Abraham, sino que el que no sigue este arte es causa de
su propia imperfección. La luz no falta porque algunos se han cegado a sí mismos, sino que,
manteniéndose la luz tal cual es, los que se han cegado por su propia culpa se han sumergido en las
tinieblas. Ni la luz someterá a nadie por la fuerza, ni Dios hace violencia al que no quiere guardar su
arte" (Adversus haereses IV, 39, 3).

Por consiguiente, es necesario un esfuerzo continuo de conversión que enderece la ruta de la


humanidad, para que elija libremente seguir el "arte de Dios", es decir, su designio de paz y amor,
de verdad y justicia. Ese arte es el que se revela plenamente en Cristo, y que el convertido Paulino
de Nola hacía suyo con este impresionante programa de vida: "Mi único arte es la fe y la música es
Cristo" (Canto XX, 32).

3. Juntamente con la fe, el Espíritu Santo deposita en el corazón del hombre también la semilla de la
esperanza. En efecto, como dice la carta a los Hebreos, la fe es "la garantía de lo que se espera; la
prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11, 1). En un horizonte a menudo marcado por el
desaliento, por el pesimismo, por opciones de muerte, por la inercia y por la superficialidad, el
cristiano debe abrirse a la esperanza que brota de la fe. Es lo que representa la escena evangélica de
la borrasca que se abate sobre el lago: "¡Maestro, Maestro, que perecemos!", gritan los discípulos.
Y Cristo les pregunta: "¿Dónde está vuestra fe?" (Lc 8, 24-25). Con la fe en Cristo y en el reino de
Dios nunca se está perdido, y la esperanza de la calma y la serenidad reaparece en el horizonte.
También para un futuro digno del hombre es necesario hacer que vuelva a florecer la fe activa que
engendra la esperanza. De esta un poeta francés escribió: "La esperanza es la espera trepidante del
buen sembrador, es el ansia de quien presenta su candidatura para la eternidad. La esperanza es
infinitud de amor" (Charles Peguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud).

4. El amor a la humanidad, a su bienestar material y espiritual, a un progreso auténtico, debe animar


a todos los creyentes. Cada acto realizado para crear un futuro mejor, una tierra más habitable y una
sociedad más fraterna contribuye, aunque sea de modo indirecto, a la edificación del reino de Dios.
Precisamente en la perspectiva de ese reino, "el hombre, el hombre viviente, constituye el camino

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

primero y fundamental de la Iglesia" (Evangelium vitae, 2; cf. Redemptor hominis, 14). Es el


camino que Cristo mismo siguió, convirtiéndose a la vez en "camino" del hombre (cf. Jn 14, 6).

Por este camino estamos llamados ante todo a desterrar el miedo al futuro, que con frecuencia
atenaza a las generaciones jóvenes, llevándolas por reacción a la indiferencia, a la dimisión frente a
los compromisos de la vida, al embrutecimiento por la droga, la violencia y la apatía.

Asimismo, es preciso suscitar la alegría por todo niño que nace (cf. Jn 16, 21), para que sea acogido
con amor y pueda crecer en el cuerpo y en el espíritu. De ese modo se colabora en la obra misma de
Cristo, que definió así su misión: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia" (Jn 10, 10).

5. Al inicio escuchamos el mensaje que el apóstol san Juan dirige a los padres y a los hijos, a los
ancianos y a los jóvenes, para que sigan luchando y esperando juntos, con la certeza de que es
posible vencer el mal y al maligno, en virtud de la presencia eficaz del Padre celestial.

Infundir la esperanza es una tarea fundamental de la Iglesia. El concilio Vaticano II nos dejó al
respecto esta iluminadora consideración: "Podemos pensar, con razón, que la suerte futura de la
humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras
razones para vivir y para esperar" (Gaudium et spes, 31). Desde esta perspectiva me complace
recordar el llamamiento a la confianza que hice en el discurso dirigido a la Organización de las
Naciones Unidas en el año 1995: "No debemos tener miedo del futuro (...). Tenemos en nosotros la
capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos
construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la
persona humana, una verdadera cultura de la libertad.

¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este
siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano" (n. 18: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 13 de octubre de 1995, p. 9).

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SECCIÓN V: LOS NUEVOS CIELOS Y LA NUEVA TIERRA

(36) Hacia cielos nuevos y una tierra nueva Miércoles 31 de enero de 2001

1. La segunda carta de san Pedro, recurriendo a los símbolos característicos del lenguaje
apocalíptico que se utilizaban en la literatura judía, señala la nueva creación casi como una flor que
brota de las cenizas de la historia y del mundo (cf. 2 P 3, 11-13). Es una imagen que sella el libro
del Apocalipsis, cuando san Juan proclama: "Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el
primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya" (Ap 21, 1). El apóstol san
Pablo, en la carta a los Romanos, presenta a la creación gimiendo bajo el peso del mal, pero
destinada a "ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21).

Así la sagrada Escritura inserta un hilo de oro en medio de las debilidades, miserias, violencias e
injusticias de la historia humana y lleva hacia una meta mesiánica de liberación y paz. Sobre esta
sólida base bíblica, el Catecismo de la Iglesia católica enseña que "el universo visible también está
destinado a ser transformado, "a fin de que el mundo mismo, restaurado a su primitivo estado, ya
sin ningún obstáculo, esté al servicio de los justos", participando en su glorificación en Jesucristo
resucitado". (n. 1047; cf. san Ireneo, Adv. haer., V, 32, 1).

Entonces, finalmente, en un mundo pacificado, "el conocimiento del Señor llenará la tierra, como
cubren las aguas el mar" (Is 11, 9).

2. Esta nueva creación, humana y cósmica, se inaugura con la resurrección de Cristo, primicia de la
transfiguración a la que todos estamos destinados. Lo afirma san Pablo en la primera carta a los
Corintios: "Cristo, como primicias; luego los de Cristo, cuando él venga. Después será el fin,
cuando entregue a Dios Padre el reino. (...) El último enemigo en ser destruido será la muerte (...).
para que Dios sea todo en todos" (1 Co 15, 23-24. 26. 28).

Ciertamente, es una perspectiva de fe que a veces puede sufrir la tentación de la duda, en el hombre
que vive en la historia bajo el peso del mal, de las contradicciones y de la muerte. Ya la citada
segunda carta de san Pedro lo refiere, reflejando la objeción de los suspicaces o los escépticos,
incluso "los llenos de sarcasmo", que se preguntan: "¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues
desde que murieron nuestros padres, todo sigue como al principio de la creación" (2 P 3, 3-4).

3. Esta es la actitud de desaliento de quienes renuncian a cualquier compromiso con respecto a la


historia y su transformación. Están convencidos de que nada puede cambiar, de que cualquier
esfuerzo será inútil, de que Dios está ausente y no se interesa para nada de este minúsculo punto del
universo que es la tierra. Ya en el mundo griego algunos pensadores enseñaban esta perspectiva y la
segunda carta de san Pedro tal vez reacciona también ante esa visión fatalista que tiene evidentes
consecuencias prácticas. En efecto, si nada puede cambiar, ¿qué sentido tiene esperar? Lo único que
queda por hacer es ponerse al margen de la vida, dejando que el movimiento repetitivo de las
vicisitudes humanas cumpla su ciclo perenne. En esta línea muchos hombres y mujeres ya están
desalentados al borde de la historia, sin confianza, indiferentes a todo, incapaces de luchar y
esperar. En cambio, la visión cristiana es ilustrada de forma nítida por Jesús en aquella ocasión en
que, "habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios", respondió: "El reino de
Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "vedlo aquí o allá", porque el reino de Dios ya está entre
vosotros" (Lc 17, 20-21).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

4. A la tentación de los que imaginan escenarios apocalípticos de irrupción del reino de Dios y de
los que cierran los ojos bajo el peso del sueño de la indiferencia, Cristo opone la venida sin clamor
de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Esta venida es semejante al oculto pero activo crecimiento
de la semilla en la tierra (cf. Mc 4, 26-29).

Por consiguiente, Dios ha entrado en la historia humana y en el mundo, y avanza silenciosamente,


esperando con paciencia a la humanidad con sus retrasos y condicionamientos. Respeta su libertad,
la sostiene cuando es presa de la desesperación, la lleva de etapa en etapa y la invita a colaborar en
el proyecto de verdad, justicia y paz del Reino. Así pues, la acción divina y el compromiso humano
deben entrelazarse. "El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo ni
les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo
esto como un deber" (Gaudium et spes, 34).

5. Así se abre ante nosotros un tema de gran importancia, que siempre ha interesado a la reflexión y
la acción de la Iglesia. El cristiano, sin caer en los extremos opuestos del aislamiento sagrado y el
secularismo, debe manifestar su esperanza también dentro de las estructuras de la vida secular.
Aunque el Reino es divino y eterno, está sembrado en el tiempo y en el espacio: está "en medio de
nosotros", como dice Jesús.

El concilio Vaticano II subrayó con fuerza este íntimo y profundo vínculo: "La misión de la Iglesia
no consiste sólo en ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también en
impregnar y perfeccionar con el espíritu evangélico el orden de las realidades
temporales" (Apostolicam actuositatem, 5). Los órdenes espiritual y temporal, "aunque distintos,
están de tal manera unidos en el plan divino, que Dios mismo busca, en Cristo, reasumir el mundo
entero en una nueva creación, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (ib.).

El cristiano, animado por esta certeza, camina con valentía por las sendas del mundo tratando de
seguir los pasos de Dios y colaborando con él para suscitar un horizonte en el que "la misericordia y
la fidelidad se encuentren, la justicia y la paz se besen" (Sal 85, 11).

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(37) La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo Miércoles 7 de febrero de 2001

1. Como en el Antiguo Testamento la ciudad santa era llamada, con una imagen femenina, "la hija
de Sión", así el Apocalipsis de san Juan nos presenta la Jerusalén celestial "como una esposa
ataviada para su esposo" (Ap 21, 2). El símbolo femenino muestra el rostro de la Iglesia en sus
diferentes fisonomías de novia, esposa y madre, subrayando así una dimensión de amor y
fecundidad.

El pensamiento va a las palabras del apóstol Pablo, que, en la carta a los Efesios, en una página de
gran intensidad, traza los rasgos de la Iglesia "resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa
parecida, sino santa e inmaculada", amada por Cristo y modelo de toda nupcialidad cristiana (cf. Ef
5, 25-32). La comunidad eclesial, "desposada con un solo esposo" como virgen casta (cf. 2 Co 11,
2), está en continuidad con una concepción elaborada en el Antiguo Testamento en páginas
dolorosas, como las del profeta Oseas (cc. 1-3) o Ezequiel (c. 16), o a través de la alegre
luminosidad del Cantar de los cantares.

2. Ser amada por Cristo y amarlo con amor esponsal es parte constitutiva del misterio de la Iglesia.
En su fuente hay un acto libre de amor que se derrama desde el Padre por Cristo y el Espíritu Santo.
Este amor modela a la Iglesia, irradiándose sobre todas las criaturas. Desde esta perspectiva se
puede decir que la Iglesia es un estandarte elevado entre los pueblos para testimoniar la intensidad
del amor divino revelado en Cristo, especialmente en el don que él hace de su vida misma (cf. Jn
10, 11-15). Por eso, "por medio de la Iglesia, todos los seres humanos, hombres y mujeres, están
llamados a ser la "esposa" de Cristo, redentor del mundo" (Mulieris dignitatem, 25).

A través de la Iglesia se debe transparentar este amor supremo, recordando a la humanidad -que a
menudo tiene la sensación de estar sola y abandonada en las estepas desoladas de la historia- que
Dios nunca se olvidará de ella ni le faltará el calor de la ternura divina. Isaías afirma de modo
conmovedor: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus
entrañas? Pues aunque una mujer llegase a olvidar, yo no te olvido" (Is 49, 15).

3. La Iglesia, precisamente porque ha sido engendrada por el amor, difunde amor. Lo hace
anunciando el mandamiento de amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado (cf. Jn 15, 12), es
decir, hasta dar la vida: "Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los
hermanos" (1 Jn 3, 16). Ese Dios que "nos amó primero" (1 Jn 4, 19) y no dudó en entregar a su
Hijo por amor (cf. Jn 3, 16) impulsa a la Iglesia a recorrer "hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1) el
camino del amor. Y está llamada a hacerlo con la lozanía de dos esposos que se aman en la alegría
de la entrega sin reservas y en la generosidad diaria, tanto cuando el cielo de la vida es primaveral y
sereno, como cuando se ciernen la noche y las nubes del invierno del espíritu.

En este sentido se comprende por qué el Apocalipsis, a pesar de su dramática representación de la


historia, abunda en cantos, música y liturgias alegres. En el paisaje del espíritu, el amor es como el
sol que ilumina y transfigura la naturaleza, la cual, sin su fulgor, sería gris y uniforme.

4. Otra dimensión fundamental en la nupcialidad eclesial es la fecundidad. El amor recibido y dado


no se limita a la relación esponsal, sino que es creativo y generador. En el Génesis, que presenta a la
humanidad hecha "a imagen y semejanza de Dios", resulta significativa la referencia al hecho de ser
"varón y mujer": "Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó, varón y mujer
los creó" (Gn 1, 27).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

La distinción y la reciprocidad en la pareja humana son signo del amor de Dios no sólo en cuanto
fundamento de una vocación a la comunión, sino también en cuanto finalizadas a la fecundidad
generadora. No es casualidad que en el libro del Génesis se presenten con frecuencia genealogías,
que son fruto de la generación y dan origen a la historia en cuyo seno Dios se revela.

Así se comprende que también la Iglesia, en el Espíritu que la anima y la une a Cristo, su Esposo,
esté dotada de una íntima fecundidad, gracias a la cual engendra continuamente hijos de Dios en el
bautismo y los hace crecer hasta la plenitud de Cristo (cf. Ga 4, 19; Ef 4, 13).

5. Estos hijos son los que constituyen la "asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos",
destinados a habitar "el monte Sión, la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial" (cf. Hb 12,
21-23). Por algo las últimas palabras del Apocalipsis son una intensa invocación dirigida a Cristo:
"El Espíritu y la Esposa dicen: "¡Ven!"" (Ap 22, 17), "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 12, 20). Esta es la
meta última de la Iglesia, que avanza confiada en su peregrinación histórica, aun sintiendo con
frecuencia a su lado, según la imagen del mismo libro bíblico, la presencia hostil y furiosa de otra
figura femenina, "Babilonia", la "gran ramera" (cf. Ap 17, 1. 5), que encarna la "bestialidad" del
odio, la muerte y la esterilidad interior.

La Iglesia, contemplando su meta, cultiva "la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la
participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el
custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia" (Dominum et vivificantem, 66).
Así pues, pidamos a Dios que conceda a su Iglesia la gracia de ser siempre en la historia la custodia
de la esperanza, luminosa como la Mujer del Apocalipsis "vestida de sol, con la luna bajo sus pies y
una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap 12, 1).

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(38) La "recapitulación" de todas las cosas en Cristo Miércoles 14 de febrero de 2001

1. El plan salvífico de Dios, "el misterio de su voluntad" (Ef 1, 9) con respecto a toda criatura, se
expresa en la carta a los Efesios con un término característico: "recapitular" en Cristo todas las
cosas, las del cielo y las de la tierra (cf. Ef 1, 10). La imagen podría remitir también al asta en torno
a la cual se envolvía el rollo de pergamino o de papiro del volumen, en el que se hallaba un escrito:
Cristo confiere un sentido unitario a todas las sílabas, las palabras y las obras de la creación y de la
historia.

El primero que captó y desarrolló de modo admirable este tema de la "recapitulación" fue san
Ireneo, obispo de Lyon, gran Padre de la Iglesia del siglo II. Contra cualquier fragmentación de la
historia de la salvación, contra cualquier separación entre la Alianza antigua y la nueva, contra
cualquier dispersión de la revelación y de la acción divina, san Ireneo exalta al único Señor,
Jesucristo, que en la Encarnación une en sí mismo toda la historia de la salvación, a la humanidad y
a la creación entera: "Él, como rey eterno, recapitula en sí todas las cosas" (Adversus haereses III,
21, 9).

2. Escuchemos un pasaje en el que este Padre de la Iglesia comenta las palabras del Apóstol que se
refieren precisamente a la recapitulación en Cristo de todas las cosas. En la expresión "todas las
cosas" -afirma san Ireneo- queda comprendido también el hombre, tocado por el misterio de la
Encarnación, por el que el Hijo de Dios "de invisible se hizo visible, de incomprensible
comprensible, de impasible pasible, y de Verbo hombre. Él ha recapitulado en sí todas las cosas
para que el Verbo de Dios, como tiene la preeminencia sobre los seres supracelestes, espirituales e
invisibles, del mismo modo la tenga sobre los seres visibles y corporales; y para que, asumiendo en
sí esta preeminencia y poniéndose como cabeza de la Iglesia, pueda atraer a sí todas las cosas" (ib.,
III, 16, 6). Este confluir de todo el ser en Cristo, centro del tiempo y del espacio, se realiza
progresivamente en la historia superando los obstáculos y las resistencias del pecado y del maligno.

3. Para ilustrar esta tensión, san Ireneo recurre a la oposición, que ya presenta san Pablo, entre
Cristo y Adán (cf. Rm 5, 12-21): Cristo es el nuevo Adán, es decir, el Primogénito de la humanidad
fiel que acoge con amor y obediencia el plan de redención que Dios ha trazado como alma y meta
de la historia. Así pues, Cristo debe eliminar la obra de devastación, las horribles idolatrías, las
violencias y todo pecado que el rebelde Adán diseminó en la historia secular de la humanidad y en
el horizonte de la creación. Con su plena obediencia al Padre, Cristo inaugura la era de paz con
Dios y entre los hombres, reconciliando en sí a la humanidad dispersa (cf. Ef 2, 16). Él "recapitula"
en sí a Adán, en el que toda la humanidad se reconoce, lo transfigura en hijo de Dios y lo vuelve a
llevar a la comunión plena con el Padre.

Precisamente a través de su fraternidad con nosotros en la carne y en la sangre, en la vida y en la


muerte, Cristo se convierte en "la cabeza" de la humanidad salvada. Escribe también san Ireneo:
"Cristo recapituló en sí toda la sangre derramada por todos los justos y por todos los profetas que
existieron desde el inicio" (Adversus haereses V, 14, 1; cf. V, 14, 2).

4. El bien y el mal, por consiguiente, se consideran a la luz de la obra redentora de Cristo.

Como insinúa san Pablo, la redención de Cristo afecta a la creación entera, en la variedad de sus
componentes (cf. Rm 8, 18-30). En efecto, la naturaleza misma, sujeta al sinsentido, a la
degradación y a la devastación provocada por el pecado, participa así en la alegría de la liberación

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

realizada por Cristo en el Espíritu Santo.

Así pues, se delinea la realización plena del proyecto original del Creador: una creación en la que
Dios y el hombre, el hombre y la mujer, la humanidad y la naturaleza estén en armonía, en diálogo
y en comunión. Este proyecto, alterado por el pecado, lo restablece de modo admirable Cristo, que
lo está realizando de forma misteriosa pero eficaz en la realidad presente, a la espera de llevarlo a
pleno cumplimiento. Jesús mismo declaró que él era el fulcro y el punto de convergencia de este
plan de salvación, cuando afirmó: "Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,
32). Y el evangelista san Juan presenta esta obra precisamente como una especie de recapitulación,
un "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

5. Esta obra llegará a su plenitud al concluir la historia, cuando, como recuerda san Pablo, "Dios
será todo en todos" (1 Co 15, 28).

La última página del Apocalipsis, que se ha proclamado al inicio de nuestro encuentro, describe con
vivos colores esta meta. La Iglesia y el Espíritu esperan e invocan ese momento en el que Cristo
"entregará a Dios Padre el reino, después de haber destruido todo principado, dominación y
potestad. (...) El último enemigo en ser destruido será la muerte. Porque ha sometido todas las cosas
bajo los pies" de su Hijo (1 Co 15, 24-27).

Al final de esta batalla, cantada en páginas admirables por el Apocalipsis, Cristo llevará a cabo la
"recapitulación" y los que estén unidos a él formarán la comunidad de los redimidos, que "ya no
será herida por el pecado, por las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren a la comunidad
terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los
elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua" (Catecismo de la Iglesia
católica, n. 1045).

La Iglesia, esposa enamorada del Cordero, con la mirada puesta en aquel día de luz, eleva la
invocación ferviente: "Marana tha" (1 Co 16, 22), "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(39) María, icono escatológico de la Iglesia Miércoles 14 de marzo de 2001

1. Al inicio de este encuentro hemos escuchado una de las páginas más conocidas del Apocalipsis
de san Juan. En la mujer encinta, que da a luz un hijo mientras un dragón de color rojo sangre la
amenaza a ella y al hijo que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha visto la
imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la primera intención del autor sagrado, si
el nacimiento del niño representa la llegada del Mesías, la mujer personifica evidentemente al
pueblo de Dios, tanto al Israel bíblico como a la Iglesia.

La interpretación mariana no va en perjuicio del sentido eclesial del texto, ya que María es "figura
de la Iglesia" (Lumen gentium, 63; cf. san Ambrosio, Expos. Lc, II, 7).

Así pues, en el fondo de la comunidad fiel se descubre el perfil de la Madre del Mesías.

Contra María y la Iglesia se cierne el dragón, que evoca a Satanás y al mal, como ya indicó la
simbología del Antiguo Testamento; el color rojo es signo de guerra, de matanzas y de sangre
derramada; las "siete cabezas" coronadas indican un poder inmenso, mientras que los "diez
cuernos" evocan la fuerza impresionante de la bestia descrita por el profeta Daniel (cf. Dn 7, 7),
también ella imagen del poder prevaricador que domina en la historia.

2. Por consiguiente, el bien y el mal se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan la aparente
debilidad y pequeñez del amor, de la verdad y de la justicia. Contra ellos se desencadena la
monstruosa energía devastadora de la violencia, la mentira y la injusticia. Pero el canto con el que
se concluye el pasaje nos recuerda que el veredicto definitivo lo realizará "la salvación, el poder, el
reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo" (Ap 12, 10).

Ciertamente, en el tiempo de la historia la Iglesia puede verse obligada a huir al desierto, como el
antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El desierto es, entre otras cosas, el refugio
tradicional de los perseguidos, es el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina
(cf. Gn 21, 14-19; 1 R 19, 4-7). Con todo, en este refugio, como subraya el Apocalipsis (cf. Ap 12,
6. 14), la mujer permanece solamente durante un período de tiempo limitado. Así pues, el tiempo de
la angustia, de la persecución, de la prueba no es indefinido: al final llegará la liberación y será la
hora de la gloria.

Contemplando este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que "María, al lado
de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del
cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y modelo, para comprender en su integridad el
sentido de su misión" (Congregación para la doctrina de la fe, Libertatis conscientia, 22 de marzo
de 1986, n. 97; cf. Redemptoris Mater, 37).

3. Fijemos, por tanto, nuestra mirada en María, icono de la Iglesia peregrina en el desierto de la
historia, pero orientada a la meta gloriosa de la Jerusalén celestial, donde resplandecerá como
Esposa del Cordero, Cristo Señor. La Madre de Dios, como la celebra la Iglesia de Oriente, es la
Odigitria, la que "indica el camino", o sea, Cristo, único mediador para encontrar en plenitud al
Padre. Un poeta francés ve en ella "la criatura en su primer honor y en su meta final, tal como salió
de Dios en la mañana de su esplendor original" (P. Claudel, La Vierge à midi, ed. Pléiade, p. 540).

En su Inmaculada Concepción, María es el modelo perfecto de la criatura humana que, colmada

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

desde el inicio de la gracia divina que sostiene y transfigura a la criatura (cf. Lc 1, 28), elige
siempre, en su libertad, el camino de Dios. En cambio, en su gloriosa Asunción al cielo María es la
imagen de la criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la historia, la plenitud de
la comunión con Dios en la resurrección durante una eternidad feliz.

Para la Iglesia, que a menudo siente el peso de la historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es
el emblema luminoso de la humanidad redimida y envuelta por la gracia que salva.

4. La meta última de la historia humana se alcanzará cuando "Dios sea todo en todos" (1 Co 15, 28)
y, como anuncia el Apocalipsis, "el mar ya no exista" (Ap 21, 1), es decir, cuando el signo del caos
destructor y del mal haya sido por fin eliminado. Entonces la Iglesia se presentará a Cristo como "la
novia ataviada para su esposo" (Ap 21, 2). Ese será el momento de la intimidad y del amor sin
resquebrajaduras. Pero ya ahora, precisamente contemplando a la Virgen elevada al cielo, la Iglesia
gusta anticipadamente la alegría que se le dará en plenitud al final de los tiempos. En la
peregrinación de fe a lo largo de la historia, María acompaña a la Iglesia como "modelo de la
comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con Cristo. "Eternamente presente en el
misterio de Cristo", ella está, en medio de los Apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente
y de la Iglesia de todos los tiempos.

Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en la parte alta del cenáculo con María, que era la Madre
de Jesús, y con sus hermanos. No se puede, por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la
Madre del Señor, con sus hermanos"" (Congregación para la doctrina de la fe, Communionis notio,
28 de mayo de 1992, n. 19; cf. Cromacio de Aquileya, Sermo 30, 1).

5. Así pues, cantemos nuestro himno de alabanza a María, imagen de la humanidad redimida, signo
de la Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de la Jerusalén celestial. "El
genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado
incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia
siríaca" (Redemptoris Mater, 31). Es él quien presenta a María como icono de belleza: "Ella es
santa en su cuerpo, hermosa en su espíritu, pura en sus pensamientos, sincera en su inteligencia,
perfecta en sus sentimientos, casta, firme en sus propósitos, inmaculada en su corazón, eminente,
colmada de todas las virtudes" (Himnos a la Virgen María, 1, 4; ed. Th. J. Lamy, Hymni de B.
Maria, Malinas 1886, t. 2, col. 520). Que esta imagen resplandezca en el centro de toda comunidad
eclesial como reflejo perfecto de Cristo y sea como estandarte elevado entre los pueblos, como
"ciudad situada en la cima de un monte" y "lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos los
que están en la casa" (cf. Mt 5, 14-15).

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(40) María, peregrina en la fe, estrella del tercer milenio Miércoles 21 de marzo de 2001

1. La página de san Lucas que acabamos de escuchar nos presenta a María como peregrina de amor.
Pero Isabel atrae la atención hacia su fe y, refiriéndose a ella, pronuncia la primera bienaventuranza
de los evangelios: "Feliz la que ha creído". Esta expresión es "como una clave que nos abre a la
realidad íntima de María" (Redemptoris Mater, 19). Por eso, como coronamiento de las catequesis
del gran jubileo del año 2000, quisiéramos presentar a la Madre del Señor como peregrina en la fe.
Como hija de Sion, ella sigue las huellas de Abraham, quien por la fe obedeció "y salió hacia la
tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde iba" (Hb 11, 8).

Este símbolo de la peregrinación en la fe ilumina la historia interior de María, la creyente por


excelencia, como ya sugirió el concilio Vaticano II: "la bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz" (Lumen gentium, 58).
La Anunciación "es el punto de partida de donde inicia todo el camino de María hacia
Dios" (Redemptoris Mater, 14): un camino de fe que conoce el presagio de la espada que atraviesa
el alma (cf. Lc 2, 35), pasa por los tortuosos senderos del exilio en Egipto y de la oscuridad interior,
cuando María "no entiende" la actitud de Jesús a los doce años en el templo, pero conserva "todas
estas cosas en su corazón" (Lc 2, 51).

2. En la penumbra se desarrolla también la vida oculta de Jesús, durante la cual María debe hacer
resonar en su interior la bienaventuranza de Isabel a través de una auténtica "fatiga del
corazón" (Redemptoris Mater, 17).

Ciertamente, en la vida de María no faltan las ráfagas de luz, como en las bodas de Caná, donde, a
pesar de la aparente indiferencia, Cristo acoge la oración de su Madre y realiza el primer signo de
revelación, suscitando la fe de los discípulos (cf. Jn 2, 1-12).

En el mismo contrapunto de luz y sombra, de revelación y misterio, se sitúan las dos


bienaventuranzas que nos refiere san Lucas: la que dirige a la Madre de Cristo una mujer de la
multitud y la que destina Jesús a "los que oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11, 28).

La cima de esta peregrinación terrena en la fe es el Gólgota, donde María vive íntimamente el


misterio pascual de su Hijo: en cierto sentido, muere como madre al morir su Hijo y se abre a la
"resurrección" con una nueva maternidad respecto de la Iglesia (cf. Jn 19, 25-27). En el Calvario
María experimenta la noche de la fe, como la de Abraham en el monte Moria y, después de la
iluminación de Pentecostés, sigue peregrinando en la fe hasta la Asunción, cuando el Hijo la acoge
en la bienaventuranza eterna.

3. "La bienaventurada Virgen María sigue "precediendo" al pueblo de Dios. Su excepcional


peregrinación de la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los
individuos y las comunidades, para los pueblos y las naciones, y, en cierto modo, para toda la
humanidad" (Redemptoris Mater, 6). Ella es la estrella del tercer milenio, como fue en los
comienzos de la era cristiana la aurora que precedió a Jesús en el horizonte de la historia. En efecto,
María nació cronológicamente antes de Cristo y lo engendró e insertó en nuestra historia humana.
A ella nos dirigimos para que siga guiándonos hacia Cristo y hacia el Padre, también en la noche
tenebrosa del mal y en los momentos de duda, crisis, silencio y sufrimiento. A ella elevamos el
canto preferido de la Iglesia de Oriente: el himno Akáthistos, que en 24 estrofas exalta líricamente
su figura. En la quinta estrofa, dedicada a la visita a Isabel, exclama:

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

"Salve, oh tallo del verde Retoño. Salve, oh rama del Fruto incorrupto. Salve, al pío Arador tú
cultivas. Salve, tú plantas a quien planta la vida.

Salve, oh campo fecundo de gracias copiosas. Salve, oh mesa repleta de dones divinos. Salve, un
Prado germinas de toda delicia. Salve, al alma preparas Asilo seguro.

Salve, incienso de grata plegaria. Salve, ofrenda que el mundo concilia. Salve, clemencia de Dios
para el hombre. Salve, confianza del hombre con Dios.

Salve, ¡Virgen y Esposa!".

4. La visita a Isabel se concluye con el cántico del Magnificat, un himno que atraviesa, como
melodía perenne, todos los siglos cristianos: un himno que une los corazones de los discípulos de
Cristo por encima de las divisiones históricas, que estamos comprometidos a superar con vistas a
una comunión plena. En este clima ecuménico es hermoso recordar que Martín Lutero, en 1521,
dedicó a este "santo cántico de la bienaventurada Madre de Dios" -como él decía- un célebre
comentario. En él afirma que el himno "debería ser aprendido y guardado en la memoria por todos"
puesto que "en el Magnificat María nos enseña cómo debemos amar y alabar a Dios... Ella quiere
ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para impulsar a todos a la confianza y a la alabanza
de la gracia divina" (M. Lutero, Scritti religiosi, a cargo de V. Vinay, Turín 1967, pp. 431 y 512).

María celebra el primado de Dios y de su gracia que elige a los últimos y a los despreciados, a "los
pobres del Señor", de los que habla el Antiguo Testamento; cambia su suerte y los introduce como
protagonistas en la historia de la salvación.

5. Desde que Dios la contempló con amor, María se convirtió en signo de esperanza para la
multitud de los pobres, de los últimos de la tierra, que serán los primeros en el reino de Dios.

Ella copia fielmente la opción de Cristo, su Hijo, que a todos los afligidos de la historia repite:
"Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28). La Iglesia
sigue a María y al Señor Jesús caminando por las sendas tortuosas de la historia, para levantar,
promover y valorizar la inmensa procesión de mujeres y hombres pobres y hambrientos, humillados
y ofendidos (cf. Lc 1, 52-53). La humilde Virgen de Nazaret, como afirma san Ambrosio, no es "el
Dios del templo, sino el templo de Dios" (De Spiritu Sancto III, 11, 80). Como tal, a todos los que
recurren a ella los guía hacia el encuentro con Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

TERCERA PARTE

INAUGURACIÓN Y CLAUSURA DEL GRAN


JUBILEO
1. ESTA NOCHE SANTA COMIENZA EL GRAN JUBILEO, UN TIEMPO DE GRAN
ALEGRÍA Y ESPERANZA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE LA BASÍLICA DE SAN
PEDRO ( 24 XII 1999)
2. UN AÑO DE GRACIA Y DE MISERICORDIA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE
SAN JUAN DE LETRAN (25 XII 1999)
3. CRISTO NOS CONCEDA LA PAZ. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE SANTA
MARÍA LA MAYOR (1 I 2000)
4. EL ESPÍRITU SANTO GUIA NUESTROS PASOS HACIA LA UNIDAD Y LA COMUNÍON
PLENA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA EN SAN PABLO EXTRAMUROS (18 I 2000)
5. SE CIERRA LA PUERTA SANTA, PERO QUEDA ABIERTO MÁS QUE NUNCA EL
CORAZÓN DE CRISTO. CLAUSURA DEL GRAN JUBILEO (6 I 2001)
6. ACTO DE COSAGRACIÓN A LA VIRGEN DEL TERCER MILENIO. ORACIÓN DE JUAN
PABLO II ANTE LA IMAGEN DE FÁTIMA (8 X 2000)

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

1. ESTA NOCHE SANTA COMIENZA EL GRAN JUBILEO, UN TIEMPO DE GRAN ALEGRÍA


Y ESPERANZA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
( 24 XII 1999)

Homilía del Santo Padre Juan Pablo II


Misa de medianoche
Apertura del Gran Jubileo del Año 2000
Viernes, 24 de diciembre de 1999

1. "Hodie natus est nobis Salvator mundi" (Salmo resp.)

Desde hace veinte siglos brota del corazón de la Iglesia este anuncio alegre. En esta Noche Santa el
ángel lo repite a nosotros, hombres y mujeres del final de milenio: "No temáis, pues os anuncio una
gran alegría... Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador" (Lc 2,10-11). Nos hemos
preparado a acoger estas consoladoras palabras durante el tiempo de Adviento: en ellas se actualiza
el "hoy" de nuestra redención.

En esta hora, el "hoy" resuena con un tono singular: no es sólo el recuerdo del nacimiento del
Redentor, es el comienzo del Gran Jubileo. Nos unimos, pues, espiritualmente a aquel momento
singular de la historia en el cual Dios se hizo hombre, revistiéndose de nuestra carne.

Sí, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, engendrado
eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió nuestra naturaleza humana. Nació en
el tiempo. Dios entró en la historia humana. El incomparable "hoy" eterno de Dios se ha hecho
presencia en las vicisitudes cotidianas del hombre.

2. "Hodie natus est nobis Salvator mundi" (cf. Lc 2,10-11).

Nos postramos ante el Hijo de Dios. Nos unimos espiritualmente a la admiración de María y de
José. Adorando a Cristo, nacido en una gruta, asumimos la fe llena de sorpresa de aquellos pastores;
experimentemos su misma admiración y su misma alegría.

Es difícil no dejarse convencer por la elocuencia de este acontecimiento: nos quedamos


embelesados. Somos testigos de aquel instante del amor que une lo eterno a la historia: el "hoy" que
abre el tiempo del júbilo y de la esperanza, porque "un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros la
señal del principado" (Is 9,5), como leemos en el texto de Isaías.

Ante el Verbo encarnado ponemos las alegrías y temores, las lágrimas y esperanzas. Sólo en Cristo,
el hombre nuevo, encuentra su verdadera luz el misterio del ser humano.

Con el apóstol Pablo, meditamos que en Belén "ha aparecido la gracia de Dios, portadora de
salvación para todos los hombres" (Tt 2,11). Por esta razón, en la noche de Navidad resuenan cantos
de alegría en todos los rincones de la tierra y en todas las lenguas.

3. Esta noche, ante nuestros ojos se realiza lo que el Evangelio proclama: "Tanto amó Dios al
mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él...tenga vida" (Jn 3,16).

¡Su Hijo unigénito!

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del Dios vivo, venido en la gruta de Belén! Después de dos mil
años vivimos de nuevo este misterio como un acontecimiento único e irrepetible. Entre tantos hijos
de hombres, entre tantos niños venidos al mundo durante estos siglos, sólo Tú eres el Hijo de Dios:
tu nacimiento ha cambiado, de modo inefable, el curso de los acontecimiento humanos.

Ésta es la verdad que en esta noche la Iglesia quiere transmitir al tercer milenio. Y todos vosotros,
que vendréis después de nosotros, procurad acoger esta verdad, que ha cambiado totalmente la
historia. Desde la noche de Belén, la humanidad es consciente de que Dios se hizo Hombre: se hizo
Hombre para hacer al hombre partícipe de la naturaleza divina.

4. ¡Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo! En el umbral del tercer milenio, la Iglesia te saluda, Hijo
de Dios, que viniste al mundo para vencer a la muerte. Viniste para iluminar la vida humana
mediante el Evangelio. La Iglesia te saluda y junto contigo quiere entrar en el tercer milenio. Tú
eres nuestra esperanza. Sólo Tú tienes palabras de vida eterna.

Tú, que viniste al mundo en la noche de Belén, ¡quédate con nosotros!

Tú, que eres el Camino, la Verdad y la Vida, ¡guíanos!

Tú, que viniste del Padre, llévanos hacia Él en el Espíritu Santo, por el camino que sólo Tú conoces
y que nos revelaste para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia.

Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta!

¡Sé para nosotros la verdadera Puerta, simbolizada por aquélla que en esta Noche hemos abierto
solemnemente!

Sé para nosotros la Puerta que nos introduce en el misterio del Padre. ¡Haz que nadie quede
excluido de su abrazo de misericordia y de paz!

"Hodie natus est nobis Salvator mundi": ¡Cristo es nuestro único Salvador! Éste es el mensaje de
Navidad de 1999: el "hoy" de esta Noche Santa da inicio al Gran Jubileo.

María, aurora de los nuevos tiempos, quédate junto a nosotros, mientras con confianza recorremos
los primeros pasos del Año Jubilar.

Amén.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

2. UN AÑO DE GRACIA Y DE MISERICORDIA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE


SAN JUAN DE LETRAN (25 XII 1999)

HOMILÍA DE JUAN PABLO II


DURANTE EL REZO DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS DE NAVIDAD
Y LA APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE LA CATEDRAL DE ROMA

Sábado 25 de diciembre
Basílica de San Juan de Letrán

1. "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida (...) os lo anunciamos" (1
Jn 1, 1-3).

Amadísimos hermanos y hermanas, en este día solemne, en el que recordamos el nacimiento del
Señor Jesucristo, sentimos la verdad, la fuerza y la alegría de estas palabras del apóstol san Juan.

Sí, por la fe, nuestras manos han tocado a la Palabra de vida; han tocado a Aquel que, como hemos
rezado en el cántico, es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación. Por medio
de él y con vistas a él fueron creadas todas las cosas (cf. Col 1, 15-16). Este es el misterio de la
Navidad, que percibimos con profunda emoción, sobre todo hoy, comienzo del gran jubileo del año
2000. Dios ha entrado en la historia humana y ha venido a recorrer los caminos de esta tierra, para
dar a todos la capacidad de llegar a ser hijos de Dios.

De todo corazón deseo que este misterio de santidad y esperanza inunde con su continuo resplandor
el alma de toda la comunidad diocesana de Roma, reunida espiritualmente en esta basílica para la
solemne apertura de la Puerta santa.

En este momento de fuerte intensidad espiritual, quiero dirigir mi afectuoso saludo y mis mejores
deseos al cardenal vicario, mi primer colaborador en la solicitud por los fieles de la Iglesia que está
en la Urbe. Saludo, asimismo, al vicegerente y a los obispos auxiliares, que colaboran con él en el
servicio pastoral diocesano. Dirijo mi cordial saludo también al cabildo lateranense, a los párrocos,
a todo el clero romano, al seminario, así como a todos los religiosos, religiosas y agentes pastorales
laicos, que forman la parte elegida de nuestra Iglesia de Roma, llamada a presidir en la caridad y a
destacar en la fidelidad al Evangelio.

Saludo al señor alcalde, a las autoridades y a los representantes de la Administración pública que
han querido estar presentes. Saludo a los romanos, a los peregrinos y a cuantos, a través de la
televisión, se unen a nosotros para este acontecimiento de gran importancia histórica y espiritual.

2. Después de abrir anoche la Puerta santa en la basílica vaticana, acabo de abrir la Puerta santa de
esta basílica de San Juan de Letrán, "omnium Ecclesiarum Urbis et orbis Mater et caput", Madre y
cabeza de todas las Iglesias de Roma y del mundo, y catedral del Obispo de Roma. Aquí, en el año
1300, el Papa Bonifacio VIII comenzó de forma solemne el primer Año santo de la historia. Aquí,
en el jubileo del año 1423, el Papa Martín V abrió por primera vez la Puerta santa. Aquí se halla el
corazón de la dimensión particular de la historia de la salvación vinculada a la gracia de los
jubileos, y la memoria histórica de la Iglesia de Roma.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Hemos cruzado el umbral de esta Puerta, que representa a Cristo mismo, pues sólo él es el Salvador
enviado por Dios Padre, que nos hace pasar del pecado a la gracia, introduciéndonos en la plena
comunión que lo une al Padre en el Espíritu Santo.

Demos gracias a Dios, rico en misericordia, que ha dado su único Hijo como Redentor del mundo.

3. Podríamos decir que el rito de esta tarde asume una dimensión más familiar. En efecto, hoy la
familia diocesana comienza su camino jubilar, en especial unidad con las Iglesias esparcidas por el
mundo entero. A este gran evento se ha preparado desde hace tiempo, primero mediante el Sínodo y
luego con la Misión ciudadana. La ferviente participación de la ciudad y de toda la diócesis
testimonia que Roma es consciente de la misión de solicitud universal y de ejemplaridad en la fe y
en el amor que la providencia de Dios le ha confiado. Roma sabe bien que se trata de un servicio
que tiene su raíz en el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y que ha encontrado alimento
siempre nuevo en el testimonio de los innumerables mártires, santos y santas, que han marcado la
historia de esta Iglesia nuestra.

Amadísimos hermanos y hermanas, el Año santo, que hoy comienza, nos invita también a nosotros
a proseguir por este camino. Nos invita a responder con alegría y generosidad a la llamada a la
santidad, para ser cada vez más signo de esperanza en la sociedad actual, encaminada hacia el tercer
milenio.

4. A lo largo del Año santo los creyentes tendrán numerosas ocasiones de profundizar mejor este
compromiso religioso, íntimamente vinculado al itinerario jubilar. Ante todo, el jubileo diocesano,
que se celebrará, el domingo 28 de mayo, en la plaza de San Pedro.

Otro evento, encomendado de modo peculiar a la diócesis de Roma, es el Congrego eucarístico


internacional, que tendrá lugar, Dios mediante, del 18 al 25 de junio.

5. La tercera cita de gran importancia es la XV Jornada mundial de la juventud.


Junto con los jóvenes, las familias. Mi pensamiento va al Encuentro mundial de las familias, que se
celebrará los días 14 y 15 de octubre del año 2000. Así pues, son muchas y significativas las citas
que nos esperan. Las encomendamos todas a la maternal intercesión de María, Salud del pueblo
romano. Que ella nos acompañe y guíe nuestros pasos para que este año sea un tiempo de
extraordinaria gracia espiritual y de renovación social.

6. Iglesia de Roma, hoy el Señor te visita para abrir ante ti este año de gracia y de misericordia.
Cruzando, en humilde peregrinación, el umbral de la Puerta santa, acoge los dones del perdón y del
amor. Crece en la fe y en el impulso misionero: esta es la primera herencia de los apóstoles san
Pedro y san Pablo. ¡Cuántas veces, a lo largo de tu historia milenaria, has experimentado las
maravillas de la venida de Cristo, que te ha hecho madre en la fe y faro de civilización para muchos
pueblos! El gran jubileo, con el que te dispones a iniciar el nuevo milenio, te vuelva a confirmar,
Roma, en la alegría de seguir fielmente a tu Señor y te conceda un deseo siempre ardiente de
anunciar su Evangelio. Esta es tu peculiar aportación a la construcción de una era de justicia, paz y
santidad. Amén.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

3. CRISTO NOS CONCEDA LA PAZ. APERTURA DE LA PUERTA SANTA DE SANTA MARÍA


LA MAYOR (1 I 2000)

HOMILÍA DE JUAN PABLO II


APERTURA DE LA PUERTA SANTA
DE LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR

Sábado, 1 de enero de 2000

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios


XXXIII Jornada Mundial de la Paz
1. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4).

Ayer por la tarde meditamos en el significado de estas palabras de san Pablo, tomadas de la carta a
los Gálatas, y nos preguntamos en qué consiste la "plenitud de los tiempos", de la que habla el
Apóstol, con respecto a los procesos que marcan el camino del hombre a lo largo de la historia. El
momento que estamos viviendo es muy denso de significado: a medianoche el año 1999 pasó a la
historia, cedió el lugar a un nuevo año. Desde hace pocas horas nos encontramos en el año 2000.

¿Qué significa esto para nosotros? Se comienza a escribir otra página de la historia. Ayer por la
tarde dirigimos nuestra mirada al pasado, para ver cómo era el mundo cuando inició el segundo
milenio. Hoy, al comenzar el año 2000, no podemos menos de preguntarnos sobre el futuro: ¿qué
dirección tomará la gran familia humana en esta nueva etapa de su historia?

2. Teniendo en cuenta un nuevo año que comienza, la liturgia de hoy expresa a todos los hombres
de buena voluntad sus mejores deseos con las siguientes palabras: "El Señor te muestre su rostro y
te conceda la paz" (Nm 6, 26).

El Señor te conceda la paz. Éste es el deseo que la Iglesia expresa a la humanidad entera el primer
día del nuevo año, día dedicado a la celebración de la Jornada mundial de la paz. En el Mensaje
para esta jornada recordé algunas condiciones y urgencias para consolidar el camino de la paz en el
plano internacional. Desgraciadamente, se trata de un camino siempre amenazado, como nos
recuerdan los hechos dolorosos que ensombrecieron muchas veces la historia del siglo XX. Por eso,
hoy más que nunca, debemos desearnos la paz en nombre de Dios: ¡el Señor te conceda la paz!

Pienso, en este momento, en el encuentro de oración por la paz, celebrado en octubre de 1986, que
reunió en Asís a los representantes de las principales religiones del mundo. Estábamos aún en el
período de la así llamada "guerra fría": todos juntos rezamos para conjurar la grave amenaza de un
conflicto que se cernía sobre la humanidad. En cierto sentido, expresamos la oración de todos y
Dios acogió la súplica que se elevaba de sus hijos. Aunque hemos debido constatar el estallido de
peligrosos conflictos locales y regionales, al menos se evitó el gran conflicto mundial que se
vislumbraba en el horizonte. Por eso, con mayor conciencia, al cruzar el umbral del nuevo siglo,
nos intercambiamos este deseo de paz: "El Señor te muestre su rostro".
¡Año 2000, que sales a nuestro encuentro, Cristo te conceda la paz!

3. "La plenitud de los tiempos". San Pablo afirma que esta "plenitud" se realizó cuando Dios "envió
a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Ocho días después de Navidad, hoy, primer día del año
nuevo, hacemos memoria en especial de la "Mujer" de la que habla el Apóstol, la Madre de Dios. Al

100
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

dar a luz al Hijo eterno del Padre, María contribuyó a la llegada de la plenitud de los tiempos;
contribuyó de manera singular a hacer que el tiempo humano alcanzara la medida de su plenitud en
la encarnación del Verbo.

En este día tan significativo, he tenido la alegría de abrir la Puerta santa de esta venerable basílica
liberiana, la primera en Occidente dedicada a la Virgen Madre de Cristo. Una semana después del
solemne rito que tuvo lugar en la basílica de San Pedro, hoy es como si las comunidades eclesiales
de todas las naciones y de todos los continentes se congregaran idealmente aquí, bajo la mirada de
la Madre, para cruzar el umbral de la Puerta santa que es Cristo.

En efecto, a ella, Madre de Cristo y de la Iglesia, queremos encomendarle el Año santo recién
iniciado, para que proteja e impulse el camino de cuantos se convierten en peregrinos en este
tiempo de gracia y misericordia (cf. Incarnationis mysterium, 14).

4. La liturgia de esta solemnidad tiene un carácter profundamente mariano, aunque en los textos
bíblicos se manifieste de modo bastante sobrio. El pasaje del evangelista san Lucas resume cuanto
hemos escuchado en la noche de Navidad. En él se narra que los pastores fueron a Belén y
encontraron a María y a José, y al Niño en el pesebre. Después de haberlo visto, contaron lo que les
habían dicho acerca de él. Y todos se maravillaron del relato de los pastores. "María, por su parte,
guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2, 19).

Vale la pena meditar en esta frase, que expresa un aspecto admirable de la maternidad de María. En
cierto sentido, todo el año litúrgico se desarrolla siguiendo las huellas de esta maternidad,
comenzando por la fiesta de la Anunciación, el 25 de marzo, exactamente nueve meses antes de
Navidad. El día de la Anunciación, María oyó las palabras del ángel: "Vas a concebir en el seno y
vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. (...) El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios" (Lc 1, 31-33. 35). Y ella respondió: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí
según tu palabra" (Lc 1, 38).

María concibió por obra del Espíritu Santo. Como toda madre, llevó en su seno a ese Hijo, de quien
sólo ella sabía que era el Hijo unigénito de Dios. Lo dio a luz en la noche de Belén. Así, comenzó la
vida terrena del Hijo de Dios y su misión de salvación en la historia del mundo.

5. "María (...) guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón".

¿Qué tiene de sorprendente que la Madre de Dios recordara todo eso de modo singular, más aún, de
modo único? Toda madre tiene la misma conciencia del comienzo de una nueva vida en ella. La
historia de cada hombre está escrita, ante todo, en el corazón de la propia madre. No debe
sorprendernos que haya sucedido lo mismo en la vida terrena del Hijo de Dios.

"María (...) guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón".

Hoy, primer día del año nuevo, en el umbral de un nuevo año, de este nuevo milenio, la Iglesia
recuerda esa experiencia interior de la Madre de Dios. Lo hace no sólo volviendo a reflexionar en
los acontecimientos de Belén, Nazaret y Jerusalén, es decir, en las diversas etapas de la existencia
terrena del Redentor, sino también considerando todo lo que su vida, su muerte y su resurrección
han suscitado en la historia del hombre.

101
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

María estuvo presente con los Apóstoles el día de Pentecostés; participó directamente en el
nacimiento de la Iglesia. Desde entonces, su maternidad acompaña la historia de la humanidad
redimida, el camino de la gran familia humana, destinataria de la obra de la redención.

Oh María, al comienzo del año 2000, mientras avanzamos en el tiempo jubilar, confiamos en tu
"recuerdo" materno. Nos ponemos en este singular camino de la historia de la salvación, que se
mantiene vivo en tu corazón de Madre de Dios. Te encomendamos a ti los días del año nuevo, el
futuro de la Iglesia, el futuro de la humanidad y el futuro del universo entero.

María, Madre de Dios, Reina de la paz, vela por nosotros.

María, Salud del pueblo romano, ruega por nosotros. Amén.

102
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

4. EL ESPÍRITU SANTO GUIA NUESTROS PASOS HACIA LA UNIDAD Y LA COMUNÍON


PLENA. APERTURA DE LA PUERTA SANTA EN SAN PABLO EXTRAMUROS (18 I 2000)

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


APERTURA DE LA PUERTA SANTA
DE LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS

Martes 18 de enero

Queridos hermanos y hermanas:

1. Las palabras de san Pablo a la comunidad de Corinto: "En un solo Espíritu hemos sido
bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12, 13), parecen servir de contrapunto a
la oración de Cristo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn
17, 21).

¡La oración de Cristo por la unidad! Es la oración que él elevó al Padre en la inminencia de su
pasión y su muerte. A pesar de nuestras resistencias, esa oración sigue dando fruto, si bien de modo
misterioso. ¿No brota de ella la gracia del "movimiento ecuménico"? Como afirma el concilio
Vaticano II, "el Señor de los tiempos (...) últimamente ha comenzado a infundir con mayor
abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión", de forma
que "ha surgido, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, un movimiento cada día más amplio para
restaurar la unidad de todos los cristianos" (Unitatis redintegratio, 1). Nosotros hemos sido y somos
testigos de ello. Todos nos hemos enriquecido con la gracia del Espíritu Santo, que guía nuestros
pasos hacia la unidad y la comunión plena y visible.

La Semana de oración por la unidad de los cristianos se inaugura hoy en Roma con la celebración
para la que estamos ahora reunidos. He querido que con ella coincidiera la apertura de la Puerta
santa en esta basílica dedicada al Apóstol de las gentes, a fin de subrayar la dimensión ecuménica
que debe caracterizar el Año jubilar 2000. Al inicio de un nuevo milenio cristiano, en este año de
gracia que nos invita a convertirnos más radicalmente al Evangelio, debemos dirigirnos con una
súplica más apremiante al Espíritu, implorando la gracia de nuestra unidad.
"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo": nosotros,
representantes de pueblos y naciones diversos, de varias Iglesias y comunidades eclesiales, reunidos
en la basílica que lleva el nombre de san Pablo, nos sentimos directamente interpelados por esas
palabras del Apóstol de las gentes. Sabemos que somos hermanos aún divididos, pero ya estamos
encaminados con firme convicción por la senda que lleva a la plena unidad del Cuerpo de Cristo.

2. Queridos hermanos y hermanas, ¡sed todos bienvenidos! A cada uno de vosotros doy mi abrazo
de paz en el Señor, que nos ha reunido, a la vez que os agradezco cordialmente vuestra presencia,
que tanto aprecio. En cada uno de vosotros quiero saludar, con el "beso santo" (Rm 16, 16), a todos
los miembros de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, que dignamente representáis.

¡Bienvenidos a este encuentro, que marca un paso adelante hacia la unidad en el Espíritu, en el que
"hemos sido bautizados"! El bautismo que hemos recibido es único. Crea un vínculo sacramental de
unidad entre todos los que por él han sido regenerados. Esta agua purificadora, "agua de vida", nos
permite pasar a través de la única "puerta" que es Cristo: "Yo soy la puerta: si uno entra por mí, se
salvará" (Jn 10, 9). Cristo es la puerta de nuestra salvación, que lleva a la reconciliación, a la paz y a

103
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

la unidad. Él es "la luz del mundo" (Jn 8, 12) y nosotros, conformándonos plenamente a él, estamos
llamados a llevar esta luz al nuevo siglo y al nuevo milenio

El humilde símbolo de una puerta que se abre entraña una extraordinaria riqueza de significado:
proclama a todos que Jesucristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Lo es para todo ser
humano. Este anuncio llegará con tanta mayor fuerza cuanto más unidos estemos, haciendo que nos
reconozcan como discípulos de Cristo al ver que nos amamos los unos a los otros como él nos ha
amado (cf. Jn 13, 35; 15, 12). Muy oportunamente el concilio Vaticano II recordó que la división
contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa
santísima de predicar el anuncio del Evangelio a toda criatura (cf. Unitatis redintegratio, 1).

3. La unidad que quiere Jesús para sus discípulos es participación en la unidad que él tiene con el
Padre y que el Padre tiene con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti -dijo en la Última Cena-, que
ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). Por
consiguiente, la Iglesia, "pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo" (san Cipriano, De Dom. orat., 23), no puede por menos de mirar constantemente al supremo
modelo y principio de la unidad que resplandece en el misterio trinitario.

El Padre y el Hijo, con el Espíritu Santo, son uno en distintas personas. La fe nos enseña que, por
obra del Espíritu, el Hijo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre (Credo). A las
puertas de Damasco, san Pablo experimentó de modo singularísimo, por la fuerza del Espíritu, a
Cristo encarnado, crucificado y resucitado, y se convirtió en apóstol de Aquel "que se despojó de sí
mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2, 7).
Cuando escribe: "En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un
cuerpo" (1 Co 12, 13), desea expresar su fe en la encarnación del Hijo de Dios y revelar la peculiar
analogía del cuerpo de Cristo: la analogía entre el cuerpo del Dios-hombre, un cuerpo físico, que se
hizo sujeto de nuestra redención, y su cuerpo místico y social, que es la Iglesia. Cristo vive en ella,
haciéndose presente, mediante el Espíritu Santo, en todos los que formamos en él un solo cuerpo.

4. ¿Puede un cuerpo estar dividido? ¿Puede la Iglesia, cuerpo de Cristo, estar dividida? Ya desde los
primeros concilios, los cristianos han profesado juntos: "creo en la Iglesia, una, santa, católica y
apostólica". Saben, con san Pablo, que hay un solo cuerpo, un solo Espíritu, como es una la
esperanza a que han sido llamados: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y
Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está presente en todos" (Ef 4, 4-6).

Con respecto a este misterio de unidad, que es don de lo alto, las divisiones presentan un carácter
histórico que atestigua las debilidades humanas de los cristianos. El concilio Vaticano II reconoció
que surgieron "a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes" (Unitatis redintegratio, 3). En
este año de gracia cada uno de nosotros debe tomar mayor conciencia de la propia responsabilidad
en las rupturas que marcan la historia del Cuerpo místico de Cristo. Esa conciencia es indispensable
para progresar hacia la meta que el Concilio calificó como unitatis redintegratio, la reconstrucción
de nuestra unidad.

Pero el restablecimiento de la unidad no es posible sin una conversión interior, porque el deseo de la
unidad nace y madura de la renovación de la mente, del amor a la verdad, de la abnegación de sí
mismos y de la libre efusión de la caridad. La conversión de corazón y la santidad de vida, la
oración personal y comunitaria por la unidad, son el núcleo que constituye la fuerza y esencia del
movimiento ecuménico.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

La aspiración a la unidad va acompañada de una profunda capacidad de "sacrificio" de lo que es


personal, para disponer el alma a una fidelidad cada vez mayor al Evangelio. Prepararnos al
sacrificio de la unidad significa cambiar nuestra mirada, dilatar nuestro horizonte, saber reconocer
la acción del Espíritu, que actúa en nuestros hermanos, descubrir nuevos rostros de santidad,
abrirnos a aspectos inéditos del compromiso cristiano.

Si, sostenidos por la oración, renovamos nuestra mente y nuestro corazón, el diálogo que
mantenemos actualmente acabará por superar los límites de un intercambio de ideas y se
transformará en intercambio de dones, se hará diálogo de la caridad y de la verdad, impulsándonos
y estimulándonos a proseguir hasta poder ofrecer a Dios "el sacrificio mayor", es decir, el de
nuestra paz y de nuestra concordia fraterna (cf. san Cipriano, De Dom. orat., 23).

5. En esta basílica, construida en honor de san Pablo, recordando las palabras con que el Apóstol ha
interpelado hoy nuestra fe y nuestra esperanza -"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos,
para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12, 13)-, pedimos perdón a Cristo por todo lo que en la
historia de la Iglesia ha perjudicado a su plan de unidad. Le pedimos con confianza a él, puerta de la
vida, puerta de la salvación, puerta de la paz, que sostenga nuestros pasos, que haga duraderos los
progresos ya logrados y que nos conceda el apoyo de su Espíritu, para que nuestro compromiso sea
cada vez más auténtico y eficaz.

Queridos hermanos y hermanas, en este momento solemne expreso el deseo de que el año de gracia
2000 sea para todos los discípulos de Cristo ocasión para dar nuevo impulso al compromiso
ecuménico, acogiéndolo como un imperativo de la conciencia cristiana. De él depende en gran parte
el futuro de la evangelización, la proclamación del Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro
tiempo.

Desde esta basílica, en la que nos hallamos reunidos con el alma llena de esperanza, dirijo la mirada
hacia el nuevo milenio. Del corazón me brota el deseo, que se hace súplica apremiante ante el trono
del Eterno, de que en un futuro no muy lejano los cristianos, reconciliados finalmente, vuelvan a
caminar juntos como un solo pueblo, cumpliendo el designio del Padre, un pueblo capaz de repetir,
a una sola voz, con la alegría de una fraternidad renovada: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en
Cristo" (Ef 1, 3).

El Señor Jesús escuche nuestros deseos y nuestra ardiente súplica. Amén.

"Unidad, unidad", este grito que escuché en Bucarest, durante mi visita a Rumanía, vuelve ahora a
mi memoria. "Unidad, unidad", gritaba el pueblo reunido durante la celebración eucarística: todos
los cristianos -católicos, ortodoxos y protestantes evangélicos- gritaban "unidad, unidad". Gracias
por esta exclamación consoladora de nuestros hermanos y hermanas. Ojalá nosotros podamos salir
de esta basílica exclamando también como ellos: "Unidad, unidad". Gracias.

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5. SE CIERRA LA PUERTA SANTA, PERO QUEDA ABIERTO MÁS QUE NUNCA EL


CORAZÓN DE CRISTO. CLAUSURA DEL GRAN JUBILEO (6 I 2001)

CLAUSURA DE LA PUERTA SANTA

Homilía del Santo Padre


Solemnidad de la Epifanía del Señor, Sábado, 6 de enero de 2001

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta aclamación, repetida ahora en el Salmo
responsorial, expresa muy bien el significado de la Solemnidad de la Epifanía que hoy celebramos.

Al mismo tiempo ilumina también este rito de clausura de la Puerta Santa.

“Te adorarán, Señor...”: se trata de una visión que nos habla de futuro y nos hace mirar a lo lejos.

Evoca la antigua profecía mesiánica, que se realizará plenamente cuando Cristo el Señor volverá
glorioso al final de la historia. En efecto, ha tenido ya una primera realización histórica y al mismo
tiempo profética cuando los Magos llegaron a Belén trayendo sus dones. Fue el inicio de la
manifestación de Cristo – o sea su “epifanía”- a los representantes de los pueblos del mundo.

Es una profecía que se va realizando gradualmente a lo largo del tiempo, a medida que el anuncio
del Evangelio se extiende en los corazones de los hombres y hunde sus raíces en todas las regiones
de la tierra. ¿No ha sido, tal vez, el Gran Jubileo una especie de “epifanía”? Viniendo aquí a Roma o
también peregrinando a tantas Iglesias jubilares en otros lugares, innumerables personas se han
puesto de alguna manera sobre las huellas de los Magos a la búsqueda de Cristo. La Puerta Santa no
es más que el símbolo de este encuentro con Él. Cristo es la verdadera “Puerta Santa” que nos abre
el acceso a la casa del Padre y nos introduce en la intimidad de la vida divina.

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Sobre todo aquí, en el centro de la catolicidad,
el aflujo imponente de peregrinos provenientes de todos los continentes ha ofrecido este año una
imagen elocuente del camino de los pueblos hacia Cristo. Han sido personas de las más diversas
categorías, venidas con el deseo de contemplar el rostro de Cristo y de obtener su misericordia.

“Cristo ayer y hoy/Principio y Fin/Alfa y Omega./Suyo es el tiempo y la eternidad./ A Él la gloria y


el poder/ por todos los siglos de los siglos” (Liturgia de la Vigilia Pascual). Sí, este es el himno con
el cual el Jubileo, en el sugestivo horizonte del paso hacia el tercer milenio, ha querido ensalzar a
Cristo, Señor de la historia, a los dos mil años de su nacimiento. Hoy se concluye oficialmente este
año extraordinario, pero quedan los dones espirituales que en él se han prodigado; continúa aquel
gran “año de gracia” que Cristo inauguró en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,18-19) y que durará
hasta el fin de los tiempos.

Mientras hoy, con la Puerta Santa, se cierra un “símbolo” de Cristo, queda más que nunca abierto el
corazón de Cristo. Él sigue diciendo a la humanidad necesitada de esperanza y de sentido: “Venid a
mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso” (Mt 11,28). Más allá de
las numerosas celebraciones e iniciativas que lo han distinguido, la gran herencia que nos deja el
Jubileo es la experiencia viva y consoladora del “encuentro con Cristo”.

Hoy deseamos hacernos portavoces de la acción de gracias y alabanza de toda la Iglesia. Por ello, al

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

término de esta celebración, cantaremos un solemne Te Deum de agradecimiento. El Señor ha


hecho maravillas por nosotros, nos ha colmado de misericordia. Hoy debemos hacer nuestro el
sentimiento de alegría experimentado por los Magos en su camino hacia Cristo: “Al ver la estrella,
se llenaron de inmensa alegría”. Sobre todo, debemos imitarlos mientras presentan a los pies del
Niño no solo sus dones, sino su vida.

En este Año jubilar, la Iglesia ha intentado desempeñar aún con mayor interés, para sus hijos y para
la humanidad, la función de la estrella que orientó los pasos de los Magos. La Iglesia no vive para sí
misma, sino para Cristo. Intenta ser la “estrella” que sirva como punto de referencia para ayudar a
encontrar el camino que conduce a Él.

En la teología patrística se hablaba de la Iglesia como “mysterium lunae” para subrayar que ella,
como la luna, no brilla con luz propia, sino que refleja a Cristo, su Sol. Me es grato recordar que,
justamente con este pensamiento, comienza la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio
Vaticano II: “¡Cristo es la luz de los pueblos!”, “lumen gentium”! Los Padres conciliares
continuaban expresando sus ardientes deseos de “iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo
que resplandece sobre el rostro de la Iglesia” (n. 1).

Mysterium lunae: el Gran Jubileo ha hecho vivir a la Iglesia una experiencia intensa de esta
vocación suya. Es Cristo quien la ha indicado en este año de gracia, haciendo resonar una vez más
aún las palabras de Pedro: “Señor ¿a dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta universalidad de la llamada de los
pueblos a Cristo se ha manifestado este año de modo más llamativo. Personas de todos los
continentes y de todas las lenguas se han dado cita en esta Plaza. Tantas voces se han elevado aquí
con cantos, como sinfonía de alabanza y anuncio de fraternidad.

Ciertamente no podría recordar en este momento los diversos encuentros que hemos vivido. Me
vienen a la mente los niños, que han inaugurado el Jubileo con su irresistible regocijo, y los
jóvenes, que han conquistado Roma con su entusiasmo y la seriedad de su testimonio. Pienso en las
familias, que han propuesto un mensaje de fidelidad y de comunión, tan necesario en nuestro
mundo, y en los ancianos, los enfermos y los discapacitados, que han sabido ofrecer un elocuente
testimonio de esperanza cristiana. Tengo presente el Jubileo de aquellos que, en el mundo de la
cultura y de la ciencia, se dedican cotidianamente a la búsqueda de la verdad.

La peregrinación que los Magos realizaron hace dos mil años desde Oriente hasta Belén en
búsqueda de Cristo recién nacido, ha sido repetida este año por millones y millones de discípulos de
Cristo, que han llegado aquí no con “oro, incienso y mirra”, sino trayendo el propio corazón lleno
de fe y necesitado de misericordia.

Por ello hoy goza la Iglesia, vibrando con la llamada de Isaías: “Arriba, resplandece, que ha llegado
tu luz...Caminarán las naciones a tu luz” (Is 60, 1.3). En este sentimiento de alegría no hay ningún
vano triunfalismo. ¿Cómo podríamos caer en esta tentación, precisamente al final de un año tan
intensamente penitencial? El Gran Jubileo nos ha ofrecido una ocasión providencial para llevar a
cabo la “purificación de la memoria”, pidiendo perdón a Dios por las infidelidades llevadas a cabo
en estos dos mil años por los hijos de la Iglesia.

Delante de Cristo crucificado, hemos recordado que, de frente a la gracia sobreabundante que hace
a la Iglesia “santa”, nosotros, sus hijos, estamos marcados profundamente por el pecado y

107
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

empañamos el rostro de la Esposa de Cristo: así pues ninguna autoexaltación, sino plena conciencia
de nuestros propios límites y de nuestras debilidades. No obstante, no podemos dejar de vibrar de
alegría, de esa alegría interior a la que nos invita el profeta, rica de gratitud y alabanza, porque está
fundada en la conciencia de las gracias recibidas y en la certeza del amor perenne de Cristo.

6. Ahora es el momento de mirar hacia delante; el relato de los Magos puede, en cierto sentido,
indicarnos un camino espiritual. Ante todo ellos nos dicen que, cuando se encuentra a Cristo, es
necesario saber detenerse y vivir profundamente la alegría de la intimidad con Él. “Entraron en la
casa, vieron al niño con María su Madre y, postrándose, lo adoraron”: sus vidas habían sido
entregadas ya para siempre a aquella Criatura por la cual habían afrontado las asperezas del viaje y
las insidias de los hombres. El cristianismo nace, y se regenera continuamente, a partir de esta
contemplación de la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo.

Un rostro para contemplar, casi vislumbrando en sus ojos los “rasgos” del Padre y dejándose
envolver por el amor del Espíritu. La gran peregrinación jubilar nos ha recordado esta dimensión
trinitaria fundamental de la vida cristiana: en Cristo encontramos también al Padre y al Espíritu. La
Trinidad es el origen y el culmen. Todo parte de la Trinidad, todo vuelve a la Trinidad.

Y, no obstante, como sucedió a los Magos, esta inmersión en la contemplación del misterio no
impide caminar, antes bien obliga a reemprender un nuevo tramo de camino, en el cual nos
convertimos en anunciadores y testigos. “Volvieron a su país por otro camino”. Los Magos fueron
en cierta manera los primeros misioneros. El encuentro con Cristo no los bloqueó en Belén, sino
que les impulso nuevamente a recorrer los caminos del mundo. Es necesario volver a comenzar
desde Cristo, y por tanto, desde la Trinidad.

Esto es precisamente, queridos hermanos y hermanas, lo que se nos pide como fruto del Jubileo que
hoy se concluye.

En función de este compromiso que nos espera, firmaré dentro de poco la Carta Apostólica “Novo
millennio ineunte”, en la cual propongo algunas líneas de reflexión que pueden ayudar a toda la
comunidad cristiana a “reemprender” el camino con renovado impulso tras el compromiso jubilar.
Ciertamente, no se trata de organizar otras iniciativas de grandes proporciones a corto plazo.
Volvemos a las tareas ordinarias, pero esto no significa en modo alguno un descanso. Es necesario
sacar de la experiencia jubilar las enseñanzas útiles para dar al nuevo compromiso una inspiración y
un orientación eficaz.

Entrego estas líneas de reflexión a las Iglesias particulares, casi como la herencia del Gran Jubileo,
para que lo valoren a la luz de sus programaciones pastorales. Hay una urgente necesidad de
aprovechar el impulso de la contemplación de Cristo que la experiencia de este año nos ha dado. En
el rostro humano del Hijo de María reconocemos al Verbo hecho carne, en la plenitud de su
divinidad y de su humanidad. Los más insignes artistas –en Oriente y Occidente- se han
confrontado con el misterio de este Rostro. Pero el verdadero Rostro es, sobre todo, el que el
Espíritu, divino “iconógrafo”, imprime en los corazones de los que lo contemplan y lo aman. Es
necesario “recomenzar desde Cristo”, con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado.
Recomenzar desde Él ante todo en el compromiso cotidiano por la santidad, poniéndonos en actitud
de oración y de escucha de su palabra. Recomenzar también desde Él para testimoniar el Amor
mediante la práctica de una vida cristiana marcada por la comunión, por la caridad, por el
testimonio en el mundo. Este es el programa que entrego en la presente Carta Apostólica. Se podría

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

reducir a una sola palabra: “¡Jesucristo!”.

Al inicio de mi Pontificado, y tantas veces después, he gritado a los hijos de la Iglesia y al mundo:
“Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo”. Deseo hacerlo una vez más, al final de este Jubileo
y comienzo de este nuevo milenio.

“¡Te adorarán, Señor, todos los pueblos de la tierra!”. Esta profecía se realiza ya en la Jerusalén
celeste, donde todos los justos del mundo, y especialmente tantos Testigos de la fe, están recogidos
misteriosamente en aquella santa ciudad en la cual ya no luce el sol, porque su sol es el Cordero.
Allá arriba, los ángeles y los santos unen sus voces para cantar la alabanza de Dios.

La Iglesia peregrina en la tierra, a través de su liturgia, del anuncio del Evangelio, de su testimonio,
se hace eco cada día de este canto celeste. Quiera el Señor que, en el nuevo milenio, crezca cada
vez más en la santidad, para ser en la historia verdadera “epifanía” del rostro misericordioso y
glorioso de Cristo el Señor. ¡Así sea!

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

6. ACTO DE COSAGRACIÓN A LA VIRGEN DEL TERCER MILENIO. ORACIÓN DE JUAN


PABLO II ANTE LA IMAGEN DE FÁTIMA (8 X 2000)

ACTO DE CONSAGRACIÓN A MARÍA


Domingo 8 de octubre de 2000

1. “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26).


Mientras se acerca el final de este Año Jubilar,
en el que tú, Madre, nos has ofrecido de nuevo a Jesús,
el fruto bendito de tu purísimo vientre,
el Verbo hecho carne, el Redentor del mundo,
resuena con especial dulzura para nosotros esta palabra suya
que nos conduce hacia ti, al hacerte Madre nuestra:
“Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

Al encomendarte al apóstol Juan,


y con él a los hijos de la Iglesia,
más aún a todos los hombres,
Cristo no atenuaba, sino que confirmaba,
su papel exclusivo como Salvador del mundo.

Tú eres esplendor que no ensombrece la luz de Cristo,


porque vives en Él y para Él.

Todo en ti es “fiat”: Tú eres la Inmaculada,


eres transparencia y plenitud de gracia.

Aquí estamos, pues, tus hijos, reunidos en torno a ti


en el alba del nuevo Milenio.

Hoy la Iglesia, con la voz del Sucesor de Pedro,


a la que se unen tantos Pastores
provenientes de todas las partes del mundo,
busca amparo bajo tu materna protección
e implora confiada tu intercesión
ante los desafíos ocultos del futuro.

2. Son muchos los que, en este año de gracia,


han vivido y están viviendo
la alegría desbordante de la misericordia
que el Padre nos ha dado en Cristo.

En las Iglesias particulares esparcidas por el mundo


y, aún más, en este centro del cristianismo,
muchas clases de personas
han acogido este don.

Aquí ha vibrado el entusiasmo de los jóvenes,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

aquí se ha elevado la súplica de los enfermos.

Por aquí han pasado sacerdotes y religiosos,


artistas y periodistas,
hombres del trabajo y de la ciencia,
niños y adultos,
y todos ellos han reconocido en tu amado Hijo
al Verbo de Dios, encarnado en tu seno.

Haz, Madre, con tu intercesión,


que los frutos de este Año no se disipen,
y que las semillas de gracia se desarrollen
hasta alcanzar plenamente la santidad,
a la que todos estamos llamados.

3. Hoy queremos confiarte el futuro que nos espera,


rogándote que nos acompañes en nuestro camino.

Somos hombres y mujeres de una época extraordinaria,


tan apasionante como rica de contradicciones.

La humanidad posee hoy instrumentos de potencia inaudita.


Puede hacer de este mundo un jardín
o reducirlo a un cúmulo de escombros.

Ha logrado una extraordinaria capacidad de intervenir


en las fuentes mismas de la vida:
Puede usarlas para el bien, dentro del marco de la ley moral,
o ceder al orgullo miope
de una ciencia que no acepta límites,
llegando incluso a pisotear el respeto debido a cada ser humano.
Hoy, como nunca en el pasado,
la humanidad está en una encrucijada.

Y, una vez más, la salvación está sólo y enteramente,


oh Virgen Santa, en tu hijo Jesús.

4. Por esto, Madre, como el apóstol Juan,


nosotros queremos acogerte en nuestra casa (cf. Jn 19, 27),
para aprender de ti a ser como tu Hijo.

¡“Mujer, aquí tienes a tus hijos”!.

Estamos aquí, ante ti,


para confiar a tus cuidados maternos
a nosotros mismos, a la Iglesia y al mundo entero.

Ruega por nosotros a tu querido Hijo,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

para que nos dé con abundancia el Espíritu Santo,


el Espíritu de verdad que es fuente de vida.

Acógelo por nosotros y con nosotros,


como en la primera comunidad de Jerusalén,
reunida en torno a ti el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).

Que el Espíritu abra los corazones a la justicia y al amor,


guíe a las personas y las naciones hacia una comprensión recíproca
y hacia un firme deseo de paz.

Te encomendamos a todos los hombres,


comenzando por los más débiles:
a los niños que aún no han visto la luz
y a los que han nacido en medio de la pobreza y el sufrimiento;
a los jóvenes en busca de sentido,
a las personas que no tienen trabajo
y a las que padecen hambre o enfermedad.

Te encomendamos a las familias rotas,


a los ancianos que carecen de asistencia
y a cuantos están solos y sin esperanza.

5. Oh Madre, que conoces los sufrimientos


y las esperanzas de la Iglesia y del mundo,
ayuda a tus hijos en las pruebas cotidianas
que la vida reserva a cada uno
y haz que, por el esfuerzo de todos,
las tinieblas no prevalezcan sobre la luz.

A ti, aurora de la salvación, confiamos


nuestro camino en el nuevo Milenio,
para que bajo tu guía
todos los hombres descubran a Cristo,
luz del mundo y único Salvador,
que reina con el Padre y el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos. Amén.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

APÉNDICE I

CARTA APOSTÓLICA

TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

CARTA APOSTÓLICA
TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
COMO PREPARACIÓN
DEL JUBILEO DEL AÑO 2000

A los Obispos,
A los sacerdotes y diáconos,
A los religiosos y religiosas,
A todos los fieles laicos.

1. Mientras se aproxima el tercer milenio de la nueva era, el pensamiento se remonta


espontáneamente a las palabras del apóstol Pablo: « Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer » (Gal 4, 4). En efecto, la plenitud de los tiempos se identifica con el
misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre y con el misterio de la Redención
del mundo. San Pablo subraya en este fragmento que el Hijo de Dios ha nacido de mujer, nacido
bajo la Ley, venido al mundo para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que pudieran
recibir la filiación adoptiva. Y añade: « La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! ». Su conclusión es
verdaderamente consoladora: « De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también
heredero por voluntad de Dios » (Gal 4, 6-7).

Esta presentación paulina del misterio de la Encarnación incluye la revelación del misterio trinitario
y de la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo
de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo. El texto de san
Pablo deja vislumbrar así la plenitud del misterio de la Encarnación redentora.

I
« JESUCRISTO ES EL MISMO AYER, HOY ... »
(Hb 13, 8)

2. Lucas en su Evangelio nos ha transmitido una concisa descripción de las circunstancias relativas
al nacimiento de Jesús: « Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando
que se empadronase todo el mundo (...). Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió
también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama
Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba
encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y
dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían
sitio en el alojamiento » (2, 1. 3-7).

Se cumplía así lo que el ángel Gabriel había revelado en la Anunciación. Se había dirigido a la
Virgen de Nazaret con estas palabras: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » (1, 28).
Estas palabras habían turbado a María y por ello el Mensajero divino se apresuró a añadir: « No
temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz
un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo (...). El

114
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (1, 30-32. 35). La respuesta de María al mensaje
angélico fue clara: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (1, 38). Nunca
en la historia del hombre tanto dependió, como entonces, del consentimiento de la criatura humana.
(1)

3. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, sintetiza en una sola frase toda la profundidad del misterio
de la Encarnación. Escribe: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad
» (1, 14). Para Juan, en la concepción y en el nacimiento de Jesús se realiza la Encarnación del
Verbo eterno, consustancial al Padre. El Evangelista se refiere al Verbo que en el principio estaba
con Dios, por medio del cual ha sido hecho todo cuanto existe; el Verbo en quien estaba la vida,
vida que era la luz de los hombres (cf. 1, 1-5). Del Hijo unigénito, Dios de Dios, el apóstol Pablo
escribe que es « primogénito de toda la creación » (Col 1, 15). Dios crea el mundo por medio del
Verbo. El Verbo es la Sabiduría eterna, el Pensamiento y la Imagen sustancial de Dios, « resplandor
de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El, engendrado eternamente y eternamente
amado por el Padre, como Dios de Dios y Luz de Luz, es el principio y el arquetipo de todas las
cosas creadas por Dios en el tiempo.

El hecho de que el Verbo eterno asumiera en la plenitud de los tiempos la condición de criatura
confiere a lo acontecido en Belén hace dos mil años un singular valor cósmico. Gracias al Verbo, el
mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es decir, como universo ordenado. Y es que el
Verbo, encarnándose, renueva el orden cósmico de la creación. La Carta a los Efesios habla del
designio que Dios había prefijado en Cristo, « para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer
que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra » (1, 10).

4. Cristo, Redentor del mundo, es el único Mediador entre Dios y los hombres porque no hay bajo
el cielo otro nombre por el que podamos ser salvados (cf. Hch 4, 12). Leemos en la Carta a los
Efesios: « En El tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la
riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia (...) según el
benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos
» (1, 7-10). Cristo, Hijo consustancial al Padre, es pues Aquel que revela el plan de Dios sobre toda
la creación, y en particular sobre el hombre. Como afirma de modo sugestivo el Concilio Vaticano
II, El « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación ».(2) Le muestra esta vocación revelando el misterio del Padre y de su amor. « Imagen de
Dios invisible », Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la
semejanza divina, deformada por el pecado. En su naturaleza humana, libre de todo pecado y
asumida en la Persona divina del Verbo, la naturaleza común a todo ser humano viene elevada a una
altísima dignidad: « El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo
hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de
hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de
los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado ».(3)

5. Este « hacerse uno de los nuestros » del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no
sorprende que la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y de
personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas
alusiones. Referencias a Cristo se encuentran, por ejemplo, en las Antigüedades Judías, obra escrita
en Roma por el historiador José Flavio entre los años 93 y 94,(4) y sobre todo en los Anales de

115
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Tácito, redactados entre el 115 y el 120; en ellos, relatando el incendio de Roma del 64, falsamente
imputado por Nerón a los cristianos, el historiador hace explícita mención de Cristo « ajusticiado
por obra del procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio ».(5) También Suetonio en la
biografía del emperador Claudio, escrita en torna al 121, nos informa sobre la expulsión de los
Judíos de Roma ya que « bajo la instigación de un cierto Cresto provocaban frecuentes tumultos ».
(6) Entre los intérpretes está extendida la convicción de que este pasaje hace referencia a Jesucristo,
convertido en motivo de contienda dentro del hebraísmo romano. Es importante también, como
prueba de la rápida difusión del cristianismo el testimonio de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia,
quien refiere al emperador Trajano, entre el 111 y el 113, que un gran número de personas solía
reunirse « un día establecido, antes del alba, para cantar alternamente un himno a Cristo como a un
Dios ».(7)

Pero el gran acontecimiento, que los historiadores no cristianos se limitan a mencionar, alcanza luz
plena en los escritos del Nuevo Testamento que, aun siendo documentos de fe, no son menos
atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios históricos. Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es « el Alfa y la
Omega » (Ap 1, 8; 21, 6), « el Principio y el Fin » (Ap 21, 6). En El el Padre ha dicho la palabra
definitiva sobre el hombre y sobre la historia. Esto es lo que expresa sintéticamente la Carta a los
Hebreos: « Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio
de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo » (1, 1-2).

6. Jesús nació del Pueblo elegido, en cumplimiento de la promesa hecha a Abraham y recordada
constantemente por los profetas. Estos hablaban en nombre y en lugar de Dios. En efecto, la
economía del Antiguo Testamento está esencialmente ordenada a preparar y anunciar la venida de
Cristo, Redentor del universo, y de su Reino mesiánico. Los libros de la Antigua Alianza son así
testigos permanentes de una atenta pedagogía divina.(8) En Cristo esta pedagogía alcanza su meta:
El no se limita a hablar « en nombre de Dios » como los profetas, sino que es Dios mismo quien
habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo
se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de
Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo
el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a
mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo. Es lo que proclama el Prólogo del Evangelio
de Juan: « A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que estaba en el seno del Padre, El lo ha
contado » (1, 18). El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las
religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa
humana. Es misterio de gracia.

En Cristo la religión ya no es un « buscar a Dios a tientas » (cf. Hch 17, 27), sino una respuesta de
fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre;
respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al
Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios. Más
todavía, en este Hombre responde a Dios la creación entera.

Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en El converge, es acogido y restituido al Creador de


quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del
mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación. Si por una parte Dios en Cristo
habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación
hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios. Todo retorna de este modo a su principio. Jesucristo es

116
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

la recapitulación de todo (cf. Ef 1, 10) y a la vez el cumplimiento de cada cosa en Dios:


cumplimiento que es gloria de Dios. La religión fundamentada en Jesucristo es religión de la gloria,
es un existir en vida nueva para alabanza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 12). Toda la creación, en
realidad, es manifestación de su gloria; en particular el hombre (vivens homo) es epifanía de la
gloria de Dios, llamado a vivir de la plenitud de la vida en Dios.

7. En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios
testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como del hallazgo de la oveja
perdida (cf. Lc 15, 1-7). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante
en la Encarnación del Verbo. Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo
hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo
adoptivo. Por tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un modo diverso de
como lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad de Dios por una elección de amor: Dios
busca al hombre movido por su corazón de Padre.

¿Por qué lo busca? Porque el hombre se ha alejado de El, escondiéndose como Adán entre los
árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3, 8-10). El hombre se ha dejado extraviar por el enemigo de
Dios (cf. Gn 3, 13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de ser él mismo Dios, y de poder
conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la
voluntad divina (cf. Gn 3, 5). Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a
abandonar los caminos del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más. « Hacerle abandonar »
esos caminos quiere decir hacerle comprender que se halla en una vía equivocada; quiere decir
derrotar el mal extendido por la historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se
realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es
reconciliado con Dios. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el
seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor. La religión
de la Encarnación es la religión de la Redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que
comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la
muerte en la cruz, manifiesta y da la vida al mismo tiempo porque resucita, no teniendo ya la
muerte ningún poder sobre El.

8. La religión que brota del misterio de la Encarnación redentora es la religión del « permanecer en
la intimidad de Dios », del participar en su misma vida. De ello habla san Pablo en el pasaje citado
al principio: « Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!
» (Gal 4, 6). El hombre eleva su voz a semejanza de Cristo, el cual se dirigía a Dios « con poderoso
clamor y lágrimas » (Hb 5, 7), especialmente en Getsemaní y sobre la cruz: el hombre grita a Dios
como gritó Cristo y así da testimonio de participar en su filiación por obra del Espíritu Santo. El
Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida
íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos
bienes que constituyen la parte del Hijo (cf. Gal 4, 7). En esto consiste la religión del « permanecer
en la vida íntima de Dios », que se inicia con la Encarnación del Hijo de Dios. El Espíritu Santo,
que sondea las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10), nos introduce a nosotros, hombres, en estas
profundidades en virtud del sacrificio de Cristo.

II
EL JUBILEO DEL AÑO 2000

9. Cuando san Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en « la plenitud de los tiempos

117
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

» (cf. Gal 4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la
Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo:
¿qué « cumplimiento » es mayor que este? ¿qué otro « cumplimiento » sería posible? Alguien ha
pensado en ciertos ciclos cósmicos arcanos, en los que la historia del universo, y en particular del
hombre, se repetiría constantemente. El hombre surge de la tierra y a la tierra retorna (cf. Gn 3, 19):
este es el dato de evidencia inmediata. Pero en el hombre hay una irrenunciable aspiración a vivir
para siempre. ¿Cómo pensar en su supervivencia más allá de la muerte? Algunos han imaginado
varias formas de reencarnación: según cómo se haya vivido en el curso de la existencia precedente,
se llegaría a experimentar una nueva existencia más noble o más humilde, hasta alcanzar la plena
purificación. Esta creencia, muy arraigada en algunas religiones orientales, manifiesta entre otras
cosas que el hombre no quiere resignarse a una muerte irrevocable. Está convencido de su propia
naturaleza esencialmente espiritual e inmortal.

La revelación cristiana excluye la reencarnación, y habla de un cumplimiento que el hombre está


llamado a realizar en el curso de una única existencia sobre la tierra. Este cumplimiento del propio
destino lo alcanza el hombre en el don sincero de sí, un don que se hace posible solamente en el
encuentro con Dios. Por tanto, el hombre halla en Dios la plena realización de sí: esta es la verdad
revelada por Cristo. El hombre se autorrealiza en Dios, que ha venido a su encuentro mediante su
Hijo eterno.

Gracias a la venida de Dios a la tierra, el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su


plenitud. En efecto, « la plenitud de los tiempos » es sólo la eternidad, mejor aún, Aquel que es
eterno, es decir Dios. Entrar en la « plenitud de los tiempos » significa, por lo tanto, alcanzar el
término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios.
10. En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea
el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la « plenitud
de los tiempos » de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de
los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí
mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los « últimos tiempos » (cf. Hb 1, 2), la « última
hora » (cf. 1 Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía.

De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo,
cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de
la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia
de la Vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado,
proclama: « Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A El
la gloria y el poder por los siglos de los siglos ». Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la
cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el
Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son
abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la «
plenitud de los tiempos ». Por ello también la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El
año solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto sentido reproduce todo el misterio de
la Encarnación y de la Redención, comenzando por el primer Domingo de Adviento y concluyendo
en la solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada domingo recuerda el día
de la resurrección del Señor.

11. Desde esta perspectiva se hace comprensible el uso de los jubileos, que comenzó en el Antiguo
Testamento y continúa en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret fue un día a la sinagoga de su

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

ciudad y se levantó para hacer la lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen del profeta
Isaías, donde leyó el siguiente pasaje: « El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que
me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los
corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año
de gracia de Yahveh » (61, 1-2).

El Profeta hablaba del Mesías. « Hoy —añadió Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis
de oír » (Lc 4, 21), haciendo entender que el Mesías anunciado por el Profeta era precisamente El, y
que en El comenzaba el « tiempo » tan deseado: había llegado el día de la salvación, la « plenitud
de los tiempos ». Todos los jubileos se refieren a este « tiempo » y aluden a la misión mesiánica de
Cristo, venido como « consagrado con la unción » del Espíritu Santo, como « enviado por el Padre
». Es El quien anuncia la buena noticia a los pobres. Es El quien trae la libertad a los privados de
ella, libera a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos (cf. Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). De este modo
realiza « un año de gracia del Señor », que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo con sus
obras. El jubileo, « año de gracia del Señor », es una característica de la actividad de Jesús y no sólo
la definición cronológica de un cierto aniversario.

12. Las palabras y las obras de Jesús constituyen de este modo el cumplimiento de toda la tradición
de los jubileos del Antiguo Testamento. Es sabido que el jubileo era un tiempo dedicado de modo
particular a Dios. Se celebraba cada siete años, según la Ley de Moisés: era el « año sabático »,
durante el cual se dejaba reposar la tierra y se liberaban los esclavos. La obligación de liberar los
esclavos, estaba regulada por detalladas prescripciones contenidas en el Libro del Exodo (23,
10-11), del Levítico (25, 1-28), del Deuteronomio (15, 1-6) y, prácticamente, en toda la legislación
bíblica, que adquiere así esta dimensión peculiar. En el año sabático, además de la liberación de
esclavos, la Ley preveía la remisión de todas las deudas, según normas muy precisas. Todo esto
debía hacerse en honor a Dios. Lo referente al año sabático valía también para el « jubilar », que
tenía lugar cada cincuenta años. Sin embargo, en el año jubilar se ampliaban las prácticas del
sabático y se celebraban con mayor solemnidad. Leemos en el Levítico: « Declararéis santo el año
cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un
jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia » (25, 10). Una de las
consecuencias más significativas del año jubilar era la «emancipación » de todos los habitantes
necesitados de liberación. En esta ocasión cada israelita recobraba la posesión de la tierra de sus
padres, si eventualmente la había vendido o perdido al caer en esclavitud. No podía privarse
definitivamente de la tierra, puesto que pertenecía a Dios, ni podían los israelitas permanecer para
siempre en una situación de esclavitud, dado que Dios los había « rescatado » para sí como
propiedad exclusiva liberándolos de la esclavitud en Egipto.

13. Aunque en gran parte los preceptos del año jubilar no pasaron de ser una expectativa ideal —
más una esperanza que una concreta realización, estableciendo por otro lado una prophetia futuri
como preanuncio de la verdadera liberación que habría sido realizada por el Mesías venidero—
sobre la base de la normativa jurídica contenida en ellos se viene ya delineando una cierta doctrina
social, que se desarrolló después más claramente a partir del Nuevo Testamento. El año jubilar
debía devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel, abriendo nuevas posibilidades a las
familias que habían perdido sus propiedades e incluso la libertad personal. Por su parte, el año
jubilar recordaba a los ricos que había llegado el tiempo en que los esclavos israelitas, de nuevo
iguales a ellos, podían reivindicar sus derechos. En el tiempo previsto por la Ley debía proclamarse
un año jubilar, que venía en ayuda de todos los necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La
justicia, según la Ley de Israel, consistía sobre todo en la protección de los débiles, debiendo el rey

119
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

distinguirse en ello, como afirma el Salmista: « Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado
y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará » (Sal 7273,
12-13). Los presupuestos de estas tradiciones eran estrictamente teológicos, relacionados ante todo
con la teología de la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era común convicción
que sólo a Dios, como Creador, correspondía el « dominium altum », esto es, la señoría sobre todo
lo creado, y en particular sobre la tierra (cf. Lv 25, 23). Si Dios en su Providencia había dado la
tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación
se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como
propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de
Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a
todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta justicia
social. Así pues, en la tradición del año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la
Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha desarrollado particularmente
en el último siglo, sobre todo a partir de la Encíclica Rerum novarum.

14. Es preciso subrayar siempre lo que Isaías expresa con las palabras: « proclamar un año de gracia
del Señor ». El jubileo, para la Iglesia, es verdaderamente este « año de gracia », año de perdón de
los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de
múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. La tradición de los años
jubilares está ligada a la concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años.
Junto a los jubileos que recuerdan el misterio de la Encarnación, el cumplimiento de los cien, los
cincuenta o los veinticinco años, existen también aquellos que conmemoran la obra de la
Redención: la cruz de Cristo, su muerte sobre el Gólgota y su resurrección. La Iglesia, en estas
circunstancias, proclama « un año de gracia del Señor » y se afana para que todos los fieles puedan
gozar más ampliamente de esta gracia. Es por ello que los jubileos se celebran no sólo « in Urbe »,
sino también « extra Urbem »: tradicionalmente esto se hacía el año sucesivo a la celebración « in
Urbe ».

15. En la vida de cada persona los jubileos hacen referencia normalmente al día de nacimiento,
aunque también se celebran los aniversarios del Bautismo, de la Confirmación, de la primera
Comunión, de la Ordenación sacerdotal o episcopal y del sacramento del Matrimonio. Algunos de
estos aniversarios tienen su correspondencia en el ámbito secular, pero los cristianos les atribuyen
siempre un carácter religioso. De hecho, en la visión cristiana cada jubileo —el 25° aniversario del
sacerdocio o del matrimonio, llamado « de plata », o el 50°, denominado « de oro », o el 60°, « de
diamante »— constituye un particular año de gracia para la persona que ha recibido uno de los
sacramentos enumerados. Lo que hemos dicho sobre los jubileos particulares se puede aplicar
también a las comunidades o a las instituciones. Así pues se celebra el centenario o el milenio de
fundación de una ciudad o de un municipio. Y en el ámbito eclesial se festejan los jubileos de las
parroquias o de las diócesis. Todos estos jubileos personales o comunitarios tienen un papel
importante y significativo en la vida de los individuos y de las comunidades.

Bajo este aspecto, los dos mil años del nacimiento de Cristo —prescindiendo de la exactitud del
cálculo cronológico— representan un Jubileo extraordinariamente grande no sólo para los
cristianos, sino indirectamente para toda la humanidad, dado el papel primordial que el cristianismo
ha jugado en estos dos milenios. Es significativo que el cómputo del transcurso de los años se haga
casi en todas partes a partir de la venida de Cristo al mundo, la cual se convierte así en el centro del
calendario más utilizado hoy. ¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación
que para la historia universal ha significado el nacimiento de Jesús de Nazaret?

120
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

16. El término « jubileo » expresa alegría; no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta
exteriormente, ya que la venida de Dios es también un suceso exterior, visible, audible y tangible,
como recuerda san Juan (cf. 1 Jn 1, 1). Es justo, pues, que toda expresión de júbilo por esta venida
tenga su manifestación exterior. Esta indica que la Iglesia se alegra por la salvación, invita a todos a
la alegría, y se esfuerza por crear las condiciones para que las energías salvíficas puedan ser
comunicadas a cada uno. Por ello, el 2000 marcará la fecha del Gran Jubileo.

En cuanto al contenido, este Gran Jubileo será, en cierto modo, igual a cualquier otro. Pero, al
mismo tiempo, será diverso y más importante que los anteriores. En efecto, la Iglesia respeta las
medidas del tiempo: horas, días, años, siglos. De esta forma camina al paso de cada hombre,
haciendo que todos comprendan cómo cada una de estas medidas está impregnada de la presencia
de Dios y de su acción salvífica. Con este espíritu la Iglesia se alegra, da gracias y pide perdón,
presentando súplicas al Señor de la historia y de las conciencias humanas.

Entre las súplicas más fervientes de este momento excepcional al acercarse un nuevo Milenio, la
Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas
Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Deseo que el Jubileo sea la ocasión adecuada para
una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son
ciertamente más que las que nos separan. A este propósito ayudaría mucho que, respetando los
programas de cada Iglesia y Comunidad, se alcanzasen acuerdos ecuménicos para la preparación y
celebración del Jubileo: éste tendrá aún más fuerza si se testimonia al mundo la decidida voluntad
de todos los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la plena unidad en la certeza de
que « nada es imposible para Dios ».

III
LA PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO

17. En la historia de la Iglesia cada jubileo es preparado por la divina Providencia. Esto vale
también para el Gran Jubileo del Año 2000. Convencidos de ello, hoy miramos con sentido de
gratitud y también de responsabilidad cuanto ha sucedido en la historia de la humanidad a partir del
nacimiento de Cristo, principalmente los acontecimientos entre el Mil y el Dos mil. De un modo
muy particular dirigimos la mirada de fe a este siglo nuestro, buscando en él aquello que da
testimonio no sólo de la historia del hombre, sino también de la intervención divina en las
vicisitudes humanas.

18. En este sentido se puede afirmar que el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento
providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo
milenio. Se trata de un Concilio semejante a los anteriores, aunque muy diferente; un Concilio
centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo. Esta apertura
ha sido la respuesta evangélica a la reciente evolución del mundo con las desconcertantes
experiencias del siglo XX, atormentado por una primera y una segunda guerra mundial, por la
experiencia de los campos de concentración y por horrendas matanzas. Lo sucedido muestra sobre
todo que el mundo tiene necesidad de purificación, tiene necesidad de conversión.

Se piensa con frecuencia que el Concilio Vaticano II marca una época nueva en la vida de la Iglesia.
Esto es verdad, pero a la vez es difícil no ver cómo la Asamblea conciliar ha tomado mucho de las
experiencias y de las reflexiones del período precedente, especialmente del pensamiento de Pío XII.

121
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

En la historia de la Iglesia, « lo viejo » y « lo nuevo » están siempre profundamente relacionados


entre sí. Lo « nuevo » brota de lo « viejo » y lo « viejo » encuentra en lo « nuevo » una expresión
más plena. Así ha sido para el Concilio Vaticano II y para la actividad de los Pontífices relacionados
con la Asamblea conciliar, comenzando por Juan XXIII, siguiendo con Pablo VI y Juan Pablo I,
hasta el Papa actual.

Lo que ellos han realizado durante y después del Concilio, tanto el magisterio como la actividad de
cada uno, ha aportado ciertamente una significativa ayuda a la preparación de la nueva primavera
de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del
Espíritu Santo.

19. El Concilio, aunque no empleó el tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas del Jordán
exhortaba a la penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17), ha puesto de relieve algo del antiguo
Profeta, mostrando con nuevo vigor a los hombres de hoy a Cristo, el « Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo » (Jn 1, 29), el Redentor del hombre, el Señor de la historia. En la Asamblea
conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad,
descubriendo la profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en dócil
escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de
la liturgia, « fuente y culmen » de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su
existencia tanto a nivel universal como al de Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las
distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el
de los sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal, expresión
privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos en comunión con el Sucesor de
Pedro. Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras
Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún
otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las
religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad
de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales
dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación
social.

20. La enorme riqueza de contenidos y el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación


conciliar de estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres conciliares
han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del Sermón de la Montaña y de las
Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las
cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales.

En efecto, la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado


compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada
uno y de toda la Iglesia. Con el Vaticano II se ha inaugurado, en el sentido más amplio de la
palabra, la inmediata preparación del Gran Jubileo del 2000. Si buscáramos algo análogo en la
liturgia, se podría decir que la anual liturgia del Adviento es el tiempo más parecido al espíritu del
Concilio. El Adviento nos prepara al encuentro con Aquel que era, que es y que constantemente
viene (cf. Ap 4, 8).

21. En el camino de preparación a la cita del 2000 se incluye la serie de Sínodos iniciada después
del Concilio Vaticano II: Sínodos generales y Sínodos continentales, regionales, nacionales y
diocesanos. El tema de fondo es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

evangelización, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de
Pablo VI, publicada en el año 1975 después de la tercera Asamblea General del Sínodo de los
Obispos. Estos Sínodos ya forman parte por sí mismos de la nueva evangelización: nacen de la
visión conciliar de la Iglesia, abren un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su
específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el
Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia.
Muy elocuentes son a este respecto las afirmaciones del segundo capítulo de la Const. dogm.
Lumen gentium. La preparación del Jubileo del Año 2000 se realiza así en toda la Iglesia, a nivel
universal y local, animada por una conciencia nueva de la misión salvífica recibida de Cristo. Esta
conciencia se manifiesta con significativa evidencia en las Exhortaciones postsinodales dedicadas a
la misión de los laicos, a la formación de los sacerdotes, a la catequesis, a la familia, al valor de la
penitencia y de la reconciliación en la vida de la Iglesia y de la humanidad y, próximamente, a la
vida consagrada.

22. Con vista al Gran Jubileo del Año 2000, esperan alministerio del Obispo de Roma tareas y
responsabilidades específicas. En esta línea han actuado de algún modo todos los Pontífices del
siglo que está por acabar. Con el programa de renovar todo en Cristo, san Pío X trató de prevenir los
trágicos derroteros que iba adquiriendo la situación internacional de principios de siglo. La Iglesia,
frente a la consolidación en el mundo contemporáneo de tendencias opuestas a la paz y a la justicia,
era consciente del deber de actuar de un modo decisivo para favorecer y defender bienes tan
fundamentales. Los Pontífices del período preconciliar se movieron en este sentido con gran
diligencia, cada uno desde su propia situación: Benedicto XV se halló frente a la tragedia de la
primera guerra mundial; Pío XI debió afrontar las amenazas de los sistemas totalitarios o no
respetuosos de la libertad humana en Alemania, en Rusia, en Italia, en España, y antes aún en
México. Pío XII intervino contra la mayor injusticia de la segunda guerra mundial, el sumo
desprecio de la dignidad humana, y dio también luminosas orientaciones para el nacimiento de un
nuevo orden mundial después de la caída de los sistemas políticos precedentes.

Además los Papas a lo largo del siglo, siguiendo las huellas de León XIII, han tratado
sistemáticamente los temas de la doctrina social católica, considerando las características de un
sistema justo en el campo de las relaciones entre trabajo y capital. Basta pensar en la Encíclica
Quadragesimo anno de Pío XI, en las numerosas intervenciones de Pío XII, en la Mater et Magistra
y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la Populorum progressio y en la Carta Apostólica
Octogesima adveniens de Pablo VI. Sobre este argumento yo mismo he vuelto repetidamente: he
dedicado la Encíclica Laborem exercens de modo particular a la importancia del trabajo humano,
mientras que con la Centesimus annus he intentado reafirmar la validez de la doctrina de la Rerum
novarum después de cien años. Además anteriormente con la Encíclica Sollicitudo rei socialis había
propuesto de nuevo en forma sistemática toda la doctrina social de la Iglesia desde la perspectiva
del enfrentamiento entre los dos bloques Este-Oeste y del peligro de una guerra nuclear. Los dos
elementos de la doctrina social de la Iglesia —la tutela de la dignidad y de los derechos de la
persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital, y la promoción de la paz— se
encontraron en este texto y se fusionaron. Asimismo tratan de servir a la causa de la paz los
Mensajes pontificios anuales del primero de enero, publicados a partir de 1968, bajo el pontificado
de Pablo VI.

23. El pontificado actual, desde el primer documento, habla explícitamente del Gran Jubileo,
invitando a vivir el período de espera como « un nuevo adviento ».(9) Sobre este tema he vuelto
después muchas otras veces, deteniéndome ampliamente en la Encíclica Dominum et vivificantem.

123
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(10) De hecho, la preparación del Año 2000 es casi una de sus claves hermenéutica. Ciertamente no
se quiere inducir a un nuevo milenarismo, como se hizo por parte de algunos al final del primer
milenio; sino que se pretendesuscitar una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la
Iglesia y a las Iglesias (cf. Ap 2, 7ss.), así como a los individuos por medio de los carismas al
servicio de toda la comunidad. Se pretende subrayar aquello que el Espíritu sugiere a las distintas
comunidades, desde las más pequeñas, como la familia, a las más grandes, como las naciones y las
organizaciones internacionales, sin olvidar las culturas, las civilizaciones y las sanas tradiciones. La
humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de
esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por
san Pablo en la Carta a los Romanos (cf. 8, 19-22).

24. Las peregrinaciones del Papa se han convertido en un elemento importante del esfuerzo por la
aplicación del Concilio Vaticano II. Comenzadas por Juan XXIII, en puertas de la inauguración del
Concilio, con una significativa peregrinación a Loreto y Asís (1962), tuvieron un notable
incremento con Pablo VI, quien, después de haber ido en primer lugar a Tierra Santa (1964), realizó
otros nueve grandes viajes apostólicos que lo llevaron al contacto directo con las poblaciones de los
distintos continentes.

El pontificado actual ha ampliado aún más este programa, comenzando por México, con ocasión de
la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla en 1979. Se realizó
además, en aquel mismo año, la peregrinación a Polonia durante el Jubileo por el 900° aniversario
de la muerte de san Estanislao obispo y mártir.

Las sucesivas etapas de este peregrinar son conocidas. Las peregrinaciones se han hecho
sistemáticas, llegando a las Iglesias particulares de todos los continentes, con una cuidada atención
por el desarrollo de las relaciones ecuménicas con los cristianos de las diversas confesiones. En este
sentido revisten un particular relieve las visitas a Turquía (1979), Alemania (1980), Inglaterra,
Gales y Escocia (1982), Suiza (1984), Países Escandinavos (1989) y últimamente a los Países
Bálticos (1993).

En el momento presente, entre las metas de peregrinación vivamente deseadas se encuentra, además
de Sarajevo en Bosnia-Herzegovina, el Oriente Medio: Líbano, Jerusalén y Tierra Santa. Sería muy
elocuente si, con ocasión del año 2000, fuera posible visitar todos aquellos lugares que se hallan en
el camino del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, a partir de los lugares de Abraham y de
Moisés, atravesando Egipto y el Monte Sinaí, hasta Damasco, ciudad que fue testigo de la
conversión de san Pablo.

25. En la preparación del Año 2000 juegan un papel propio lasIglesias particulares, que con sus
jubileos celebran etapas significativas de la historia de salvación de los diversos pueblos. Entre
estos jubileos locales o regionales han tenido suma importancia el milenio del Bautismo de la Rus
en 1988 (11) y también los quinientos años del inicio de la evangelización del continente americano
(1492). Junto a estos acontecimientos de vasto alcance, aunque no de dimensión universal, se deben
recordar otros no menos significativos: por ejemplo, el milenio del Bautismo de Polonia en 1966 y
de Hungría en 1968, junto con los seis cientos años del Bautismo de Lituania en 1987. Además se
cumplirán próximamente el 1500° aniversario del Bautismo de Clodoveo rey de los francos (496), y
el 1400° aniversario de la llegada de san Agustín a Canterbury (597), inicio de la evangelización del
mundo anglosajón.

124
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

En relación a Asia, el Jubileo nos recordará al apóstol Tomás, que ya al comienzo de la era cristiana,
según la tradición, llevó el anuncio evangélico a la India, a donde en torno al año 1500 llegarían
después los misioneros portugueses. Se celebra este año el séptimo centenario de la evangelización
de la China (1294) y nos disponemos a conmemorar la expansión misionera en Filipinas con la
constitución de la sede metropolitana de Manila (1595), como también del IV centenario de los
primeros mártires del Japón (1597).

En Africa, donde el primer anuncio se remonta a la época apostólica, junto a los 1650 años de la
consagración episcopal del primer Obispo de los etíopes, san Frumencio (a. 397) y a los 500 años
del inicio de la evangelización de Angola, en el antiguo reino del Congo (1491), naciones como
Camerún, Costa de Marfil, República Centroafricana, Burundi y Burkina-Faso están celebrando los
respectivos centenarios de la llegada a sus territorios de los primeros misioneros. A su vez, otras
naciones africanas lo han celebrado hace poco.

¿Cómo olvidar además las Iglesias de Oriente, cuyos antiguos Patriarcados nos acercan a la
herencia apostólica y cuyas venerables tradiciones teológicas, litúrgicas y espirituales constituyen
una enorme riqueza, patrimonio común de toda la cristiandad? Las múltiples celebraciones jubilares
de estas Iglesias y de las Comunidades que en ellas reconocen el origen de su apostolicidad evocan
el camino de Cristo en los siglos y contribuyen también al gran Jubileo del final del segundo
milenio.

Vista así, toda la historia cristiana aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus
aguas. El Año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las
orillas de este gran río: el río de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de
la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años.
Es verdaderamente el « río » que con sus « afluentes », según la expresión del Salmo, « recrean la
ciudad de Dios » (4645, 5).

26. En la perspectiva de la preparación del Año 2000 se sitúan también los Años Santos celebrados
en el último período de este siglo. Está todavía fresco en la memoria el Año Santo que el Papa
Pablo VI convocó en 1975; en la misma línea se ha celebrado posteriormente 1983 como Año de la
Redención. Tal vez un eco todavía mayor tuvo el Año Mariano 1987 1988, muy esperado y
profundamente vivido en las Iglesias locales, y especialmente en los santuarios marianos del mundo
entero. La Encíclica Redemptoris Mater, publicada entonces, evidenció la enseñanza conciliar sobre
la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia: el Hijo de Dios se hizo
hombre hace dos mil años por obra del Espíritu Santo y nació de la Inmaculada Virgen María. El
Año Mariano fue como una anticipación del Jubileo, incluyendo en sí mucho de lo que se deberá
expresar plenamente en el Año 2000.

27. Es difícil no advertir cómo el Año Mariano precedió de cerca a los acontecimientos de 1989.
Son sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido desarrollo. Los años
ochenta se habían sucedido arrastrando un peligro creciente, en la estela de la « guerra fría »; el año
1989 trajo consigo una solución pacífica que ha tenido casi la forma de un desarrollo « orgánico ».
A su luz nos sentimos inducidos a reconocer un significado incluso profético a la Encíclica Rerum
novarum: cuanto el Papa León XIII allí escribe sobre el tema del comunismo encuentra en estos
acontecimientos una puntual verificación, como he hecho presente en la Encíclica Centesimus
annus.(12) Además se podía percibir cómo, en la trama de lo sucedido, operaba con premura
materna la mano invisible de la Providencia: « ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho...? » (Is

125
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

49, 15).

Después de 1989 han surgido, sin embargo, nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del
antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los
nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas
próximas. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo
culpas y errores cometidos históricamente, en campo económico y político, en relación a las
naciones cuyos derechos han sido sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado
y del presente.

28. Actualmente, siguiendo la huella del Año Mariano y en semejante perspectiva, estamos viviendo
el Año de la Familia, cuyo contenido se vincula estrechamente con el misterio de la Encarnación y
con la historia misma del hombre. Por tanto, se puede alimentar la esperanza de que el Año de la
Familia, inaugurado en Nazaret, llegue a ser, como el Año Mariano, una significativa etapa de la
preparación del Gran Jubileo.

En este sentido, he dirigido una Carta a las Familias, en la que he querido presentar el núcleo de la
enseñanza eclesial sobre la familia para llevarlo, por así decir, al interior de cada hogar doméstico.
En el Concilio Vaticano II la Iglesia reconoció como una de sus tareas la de valorar la dignidad del
matrimonio y de la familia.(13) El Año de la Familia pretende contribuir a la puesta en práctica del
Concilio en esta dimensión. Es por esto necesario que la preparación del Gran Jubileo pase, en
cierto modo, a través de cada familia. ¿Acaso no fue por medio de una familia, la de Nazaret, que el
Hijo de Dios quiso entrar en la historia del hombre?

IV
LA PREPARACIÓN INMEDIATA

29. Ante la vista de este vasto panorama surge la pregunta: ¿se puede elaborar un programa
específico de iniciativas para la preparación inmediata del Gran Jubileo? En verdad, cuanto se ha
dicho anteriormente presenta ya algunos elementos de tal programa.

Una presentación más detallada de iniciativas « ad hoc », para no ser artificial y de difícil aplicación
en las Iglesias particulares, que viven en condiciones tan diversas, debe resultar de una amplia
consulta. Consciente de ello, he querido interpelar al respecto a los Presidentes de las Conferencias
Episcopales y, en particular, a los Cardenales.

Estoy agradecido a los miembros del Colegio Cardenalicio que, reunidos en Consistorio
extraordinario el 13 y 14 de junio de 1994, han preparado al respecto numerosas propuestas y han
dado útiles orientaciones. Igualmente agradezco a los Hermanos en el Episcopado, los cuales de
varios modos no han dejado de hacerme llegar valiosas sugerencias, que he tenido bien presentes en
la elaboración de esta Carta Apostólica.

30. Una primera indicación, surgida con claridad de la consulta, es la relativa a los tiempos de la
preparación. Para el 2000 faltan ya pocos años: ha parecido oportuno dividir este período en dos
fases, reservando la fase propiamente preparatoria a los últimos tres años. Se ha pensado que un
período más largo acabaría por acumular excesivos contenidos, atenuando la tensión espiritual.

Por tanto parece conveniente acercarse a la histórica fecha con una primera fase de sensibilización

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

de los fieles sobre temas más generales, para después concentrar la preparación directa e inmediata
en una segunda fase, de un trienio, orientada toda ella a la celebración del misterio de Cristo
Salvador.

a) Primera Fase

31. La primera fase tendrá pues un carácter antepreparatorio: deberá servir para reavivar en el
pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el Jubileo del 2000 supone en la
historia humana. Este, llevando consigo la memoria del nacimiento de Cristo, está intrínsecamente
marcado por una connotación cristológica.

Conforme a la articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar,


también en esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la celebración, no
limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor
salvífico mediante la actualización sacramental. El Jubileo deberá confirmar en los cristianos de
hoy la fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la esperanza prolongada en la espera de la vida
eterna, vivificar la caridad comprometida activamente en el servicio a los hermanos.

En el curso de la primera fase (del 1994 al 1996) la Santa Sede, con la creación de un Comité al
efecto, no dejará de sugerir líneas de reflexión y de acción a nivel universal, mientras que un
esfuerzo análogo de sensibilización se desarrollará de un modo más capilar, por Comisiones
semejantes en las Iglesias locales. Se trata, de cualquier modo, de continuar con lo realizado en la
preparación remota y, al mismo tiempo, de profundizar los aspectos más característicos del
acontecimiento jubilar.

32. El Jubileo es siempre un tiempo de gracia particular, « un día bendecido por el Señor »: como
tal tiene —ya lo he comentado— un carácter de alegría. El Jubileo del Año 2000 quiere ser una gran
plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del Hijo de
Dios y de la Redención realizada por El. En el año jubilar los cristianos se pondrán con nuevo
asombro de fe frente al amor del Padre, que ha entregado su Hijo, « para que todo el que crea en El
no perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). Elevarán además con profundo sentimiento su
acción de gracias por el don de la Iglesia, fundada por Cristo como « sacramento o signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(14) Su
agradecimiento se extenderá finalmente a los frutos de santidad madurados en la vida de tantos
hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas
el don de la Redención.

El gozo de un jubileo es siempre de un modo particular el gozo por la remisión de las culpas, la
alegría de la conversión. Parece por ello oportuno poner nuevamente en primer plano el tema del
Sínodo de Obispos de 1984, es decir, la penitencia y la reconciliación.(15) Este Sínodo fue un
hecho muy significativo en la historia de la Iglesia postconciliar. Retoma la cuestión siempre actual
de la conversión (« metanoia »), que es la condición preliminar para la reconciliación con Dios
tanto de las personas como de las comunidades.

33. Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma
con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a
lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo,
en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.


La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella
reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores.
Afirma al respecto la Lumen gentium: « La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la
vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación ».(16)

La Puerta Santa del Jubileo del 2000 deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes,
porque la humanidad, alcanzando esta meta, se echará a la espalda no sólo un siglo, sino un milenio.
Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los
últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a
purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer
los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe,
haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy.

34. Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de
citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo. A lo largo
de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, «
a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes »,(17) ha conocido dolorosas laceraciones que
contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo.(18)
Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todavía su peso y permanecen como
tentaciones del presente. Es necesario hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo.

En esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu
Santo implorando de El la gracia de la unidad de los cristianos. Es este un problema crucial para el
testimonio evangélico en el mundo. Especialmente después del Concilio Vaticano II han sido
muchas las iniciativas ecuménicas emprendidas con generosidad y empeño: se puede decir que toda
la actividad de las Iglesias locales y de la Sede Apostólica ha asumido en estos años un carácter
ecuménico. El Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos ha sido uno de
los principales centros animadores del proceso hacia la plena unidad.

Sin embargo, somos todos conscientes de que el logro de esta meta no puede ser sólo fruto de
esfuerzos humanos, aun siendo éstos indispensables. La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu
Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la
verdad, sino más bien actualizando generosamente las directrices trazadas por el Concilio y por los
sucesivos documentos de la Santa Sede, apreciados también por muchos cristianos que no están en
plena comunión con la Iglesia católica.

Aquí está, por tanto, una de las tareas de los cristianos encaminados hacia el año 2000. La cercanía
del final del segundo milenio anima a todos a un examen de conciencia y a oportunas iniciativas
ecuménicas, de modo que ante el Gran Jubileo nos podamos presentar, si no del todo unidos, al
menos mucho más próximos a superar las divisiones del segundo milenio. Es necesario al respecto
—cada uno lo ve— un enorme esfuerzo. Hay que proseguir en el diálogo doctrinal, pero sobre todo
esforzarse más en la oración ecuménica. Oración que se ha intensificado mucho después del
Concilio, pero que debe aumentarse todavía comprometiendo cada vez más a los cristianos, en
sintonía con la gran invocación de Cristo, antes de la pasión: « que todos sean uno. Como tú, Padre,
en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros » (Jn 17, 21).

35. Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos,


con métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio a la verdad.

Es cierto que un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los
condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe
que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su
marginación. Muchos motivos convergen con frecuencia en la creación de premisas de intolerancia,
alimentando una atmósfera pasional a la que sólo los grandes espíritus verdaderamente libres y
llenos de Dios lograban de algún modo substraerse. Pero la consideración de las circunstancias
atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos
hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor
crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre. De estos trazos
dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe llevar a todo cristiano a tener
buena cuenta del principio de oro dictado por el Concilio: « La verdad no se impone sino por la
fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas ».(19)

36. Un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por numerosos Cardenales y Obispos sobre
todo para la Iglesia del presente. A las puertas del nuevo Milenio los cristianos deben ponerse
humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que ellos tienen también
en relación a los males de nuestro tiempo. La época actual junto a muchas luces presenta
igualmente no pocas sombras.

¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir
como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el
problema de la verdad y con el deber de la coherencia? A esto hay que añadir aún la extendida
pérdida del sentido trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético, incluso en
los valores fundamentales del respeto a la vida y a la familia. Se impone además a los hijos de la
Iglesia una verificación: ¿en qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de
secularismo y relativismo ético? ¿Y qué parte de responsabilidad deben reconocer también ellos,
frente a la desbordante irreligiosidad, por no haber manifestado el genuino rostro de Dios, « a causa
de los defectos de su vida religiosa, moral y social »? (20)

De hecho, no se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de
incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud
teologal de la fe. Esta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por
posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al
Magisterio de la Iglesia.

Y sobre el testimonio de la Iglesia en nuestro tiempo, ¿cómo no sentir dolor por la falta de
discernimiento, que a veces llega a ser aprobación, de no pocos cristianos frente a la violación de
fundamentales derechos humanos por parte de regímenes totalitarios? ¿Y no es acaso de lamentar,
entre las sombras del presente, la corresponsabilidad de tantos cristianos en graves formas de
injusticia y de marginación social? Hay que preguntarse cuántos, entre ellos, conocen a fondo y
practican coherentemente las directrices de la doctrina social de la Iglesia.

El examen de conciencia debe mirar también la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a
la Iglesia al final del segundo milenio. ¿En qué medida la Palabra de Dios ha llegado a ser
plenamente el alma de la teología y la inspiradora de toda la existencia cristiana, como pedía la Dei

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Verbum? ¿Se vive la liturgia como « fuente y culmen » de la vida eclesial, según las enseñanzas de
la Sacrosanctum Concilium? ¿Se consolida, en la Iglesia universal y en las Iglesias particulares, la
eclesiología de comunión de la Lumen gentium, dando espacio a los carismas, los ministerios, las
varias formas de participación del Pueblo de Dios, aunque sin admitir un democraticismo y un
sociologismo que no reflejan la visión católica de la Iglesia y el auténtico espíritu del Vaticano II?
Un interrogante fundamental debe también plantearse sobre el estilo de las relaciones entre la
Iglesia y el mundo. Las directrices conciliares —presentes en la Gaudium et spes y en otros
documentos— de un diálogo abierto, respetuoso y cordial, acompañado sin embargo por un atento
discernimiento y por el valiente testimonio de la verdad, siguen siendo válidas y nos llaman a un
compromiso ulterior.

37. La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires: « Sanguis martyrum, semen
christianorum ».(21) Los hechos históricos ligados a la figura de Constantino el Grande nunca
habrían podido garantizar un desarrollo de la Iglesia como el verificado en el primer milenio, si no
hubiera sido por aquella siembra de mártires y por aquel patrimonio de santidad que caracterizaron
a las primeras generaciones cristianas. Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de
nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —sacerdotes, religiosos y laicos—
han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del mundo. El testimonio ofrecido a
Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos,
anglicanos y protestantes, como revelaba ya Pablo VI en la homilíade la canonización de los
mártires ugandeses.(22)

Es un testimonio que no hay que olvidar. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrando
notables dificultades organizativas, se dedicó a fijar en martirologios el testimonio de los mártires.
Tales martirologios han sido constantemente actualizados a través de los siglos, y en el libro de
santos y beatos de la Iglesia han entrado no sólo aquellos que vertieron la sangre por Cristo, sino
también maestros de la fe, misioneros, confesores, obispos, presbíteros, vírgenes, cónyuges, viudas,
niños.

En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi « militi ignoti » de la
gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios.
Como se ha sugerido en el Consistorio, es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo posible por
no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación
necesaria. Esto ha de tener un sentido y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de
los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte
que los elementos de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto
de los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia rendía máximo
honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de
su santidad. Se ha desarrollado posteriormente la praxis de la canonización, que todavía perdura en
la Iglesia católica y en las ortodoxas. En estos años se han multiplicado las canonizaciones y
beatificaciones. Ellas manifiestan la vitalidad de las Iglesias locales, mucho más numerosas hoy que
en los primeros siglos y en el primer milenio. El mayor homenaje que todas las Iglesias tributarán a
Cristo en el umbral del tercer milenio, será la demostración de la omnipotente presencia del
Redentor mediante frutos de fe, esperanza y caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y
razas, que han seguido a Cristo en las distintas formas de la vocación cristiana.

Será tarea de la Sede Apostólica, con vista al Año 2000, actualizar los martirologios de la Iglesia
universal, prestando gran atención a la santidad de quienes también en nuestro tiempo han vivido

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

plenamente en la verdad de Cristo. De modo especial se deberá trabajar por el reconocimiento de la


heroicidad de las virtudes de los hombres y las mujeres que han realizado su vocación cristiana en
el Matrimonio: convencidos como estamos de que no faltan frutos de santidad en tal estado,
sentimos la necesidad de encontrar los medios más oportunos para verificarlos y proponerlos a toda
la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos.

38. Una exigencia posterior señalada por los Cardenales y los Obispos es la de los Sínodos de
carácter continental, en la línea de los ya celebrados para Europa y Africa. La última Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano ha acogido, en sintonía con el Episcopado
norteamericano, la propuesta de un Sínodo panamericano sobre la problemática de la nueva
evangelización en las dos partes del mismo continente, tan diversas entre sí por su origen y su
historia, y sobre la cuestión de la justicia y de las relaciones económicas internacionales,
considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur.

Otro Sínodo de carácter continental será oportuno en Asia, donde está más acentuado el tema del
encuentro del cristianismo con las antiguas culturas y religiones locales. Este es un gran desafío
para la evangelización, dado que sistemas religiosos como el budismo o el hinduismo se presentan
con un claro carácter soteriológico. Existe pues la urgente necesidad de un Sínodo, con ocasión del
Gran Jubileo, que ilustre y profundice la verdad sobre Cristo como único Mediador entre Dios y los
hombres, y como único Redentor del mundo, distinguiéndolo bien de los fundadores de otras
grandes religiones, en las cuales también se encuentran elementos de verdad, que la Iglesia
considera con sincero respeto, viendo en ellos un reflejo de la Verdad que ilumina a todos los
hombres.(23) En el 2000 deberá resonar con fuerza renovada la proclamación de la verdad: Ecce
natus est nobis Salvator mundi.

También para Oceanía podría ser útil un Sínodo regional. En este continente existe la cuestión de
las poblaciones aborígenes, que evoca de modo especial algunos aspectos de la prehistoria del
género humano. En este Sínodo un tema que no se habría de descuidar, junto con otros problemas
del Continente, debe ser el encuentro del cristianismo con aquellas antiquísimas formas de
religiosidad, significativamente caracterizadas por una orientación monoteísta.

b) Segunda fase

39. Sobre la base de esta amplia acción sensibilizadora será después posible afrontar la segunda
fase, la propiamentepreparatoria. Esta se desarrollará en una etapa de tres años, de 1997 a 1999. La
estructura ideal para este trienio, centrado en Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, debe ser teológica,
es decir « trinitaria ».

I año: Jesucristo

40. El primer año, 1997, se dedicará a la reflexión sobre Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por
obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que
celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el
género humano. El tema general, propuesto para este año por muchos Cardenales y Obispos, es: «
Jesucristo, único Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre » (cf. Hb 13, 8).

Entre los contenidos cristológicos propuestos en el Consistorio sobresalen los siguientes: el


descubrimiento de Cristo Salvador y Evangelizador, con particular referencia al capítulo cuarto del

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Evangelio de Lucas, donde el tema de Cristo enviado a evangelizar se entrelaza con el del Jubileo;
la profundización del misterio de su Encarnación y de su nacimiento del seno virginal de María; la
necesidad de la fe en El para la salvación.

Para conocer la verdadera identidad de Cristo, es necesario que los cristianos, sobre todo durante
este año, vuelvan con renovado interés a la Sagrada Escritura, « en la liturgia, tan llena del lenguaje
de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin
se organizan hoy por todas partes ».(24) En el texto revelado es el mismo Padre celestial que sale a
nuestro encuentro amorosamente y se entretiene con nosotros manifestándonos la naturaleza del
Hijo unigénito y su proyecto de salvación para la humanidad.(25)

41. El esfuerzo de actualización sacramental mencionado anteriormente podrá ayudar, a lo largo del
año, al descubrimiento del Bautismo como fundamento de la existencia cristiana, según la palabra
del Apóstol: « Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo » (Gal 3, 27). El
Catecismo de la Iglesia Católica, por su parte, recuerda que el Bautismo constituye « el fundamento
de la comunión entre todos los cristianos, e incluso con los que todavía no están en plena comunión
con la Iglesia católica ».(26) Bajo el perfil ecuménico, será un año muy importante para dirigir
juntos la mirada a Cristo, único Señor, con la intención de llegar a ser en El una sola cosa, según su
oración al Padre. La acentuación de la centralidad de Cristo, de la Palabra de Dios y de la fe no
debería dejar de suscitar en los cristianos de otras Confesiones interés y acogida favorable.

42. Todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del
testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un
fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y
de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado.

El primer año será, por tanto, el momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su
significado y valor originario de « enseñanza de los Apóstoles » (Hch 2, 42) sobre la persona de
Jesucristo y su misterio de salvación. De gran utilidad, para este objetivo, será la profundización en
elCatecismo de la Iglesia Católica, que presenta « fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada
Escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia
espiritual de los Padres, de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el
misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios ».(27) Para ser realistas, no se podrá descuidar
la recta formación de las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de
Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra El y contra la Iglesia.

43. María Santísima, que estará presente de un modo por así decir « transversal » a lo largo de toda
la fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el misterio de su Maternidad
divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser,
por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre. Su culto,
aunque valioso, de ninguna manera debe menoscabar « la dignidad y la eficacia de Cristo, único
Mediador ».(28) María, dedicada constantemente a su Divino Hijo, se propone a todos los cristianos
como modelo de fe vivida. « La Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz
del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de
la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo ».(29)

II año: El Espíritu Santo

132
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

44. El 1998, segundo año de la fase preparatoria, se dedicará de modo particular al Espíritu Santo y
a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo. « El gran Jubileo,
que concluirá el segundo milenio —escribía en la Encíclica Dominum et vivificantem— (...) tiene
una dimensión pnemautológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó por obra del Espíritu
Santo. Lo realizó aquel Espíritu que —consustancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto
de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dávida que proviene de
Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la
autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el
culmen de esta dávida y de esta autocomunicación divina ».(30)

La Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario « de otro modo, sino es por el Espíritu
Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por
obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia ».(31)

El Espíritu, de hecho, actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única
Revelación traída por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno: « El
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará
todo lo que yo os he dicho » (Jn 14, 26).

45. Se incluye por tanto entre los objetivos primarios de la preparación del Jubileo el
reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto
sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, tareas y
ministerios que El ha suscitado para su bien: « Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las
necesidades de los ministerios (cf. 1 Cor 12, 1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la
Iglesia. Entre estos dones destaca la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el Espíritu mismo
somete incluso los carismáticos (cf. 1 Cor 14). El mismo Espíritu personalmente, con su fuerza y
con la íntima conexión de los miembros, da unidad al cuerpo y así produce y estimula el amor entre
los creyentes ».(32)

El Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por
tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la
historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y
haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará
al final de los tiempos.

46. En esta dimensión escatológica, los creyentes serán llamados a redescubrir la virtud teologal de
la esperanza, acerca de la cual « fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio
» (Col 1, 5). La actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de
vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones
sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla
conforme al proyecto de Dios.

Como recuerda el apóstol Pablo: « Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y
sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque
nuestra salvación es en esperanza » (Rm 8, 22-24). Los cristianos están llamados a prepararse al
Gran Jubileo del inicio del tercer milenio renovando su esperanza en el venida definitiva del Reino
de Dios, preparándolo día a día en su corazón, en la comunidad cristiana a la que pertenecen, en el

133
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

contexto social donde viven y también en la historia del mundo.

Es necesario además que se estimen y profundicen los signos de esperanza presentes en este último
fin de siglo, a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos: en el campo
civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio
de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos
por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de
solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur
del mundo...; en el campo eclesial, una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la
acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de
todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura
contemporánea...

47. La reflexión de los fieles en el segundo año de preparación deberá centrarse con particular
solicitud sobre el valor de la unidad dentro de la Iglesia, a la que tienden los distintos dones y
carismas suscitados en ella por el Espíritu. A este propósito se podrá oportunamente profundizar en
la doctrina eclesiológica del Concilio Vaticano II contenida sobre todo en la Constitución dogmática
Lumen gentium. Este importante documento ha subrayado expresamente que la unidad del Cuerpo
de Cristo se funda en la acción del Espíritu Santo, está garantizada por el ministerio apostólico y
sostenida por el amor recíproco (cf. 1 Cor 13, 1-8). Tal profundización catequética de la fe llevará a
los miembros del Pueblo de Dios a una conciencia más madura de las propias responsabilidades,
como también a un más vivo sentido del valor de la obediencia eclesial.(33)

48. María, que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en
toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada a lo largo de este año sobre
todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de
esperanza, que supo acoger como Abraham la voluntad de Dios « esperando contra toda esperanza
» (Rom 4, 18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres de Yhaveh, y
resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios.

III año: Dios Padre

49. El 1999, tercer y último año preparatorio, tendrá la función de ampliar los horizontes del
creyente según la visión misma de Cristo: la visión del « Padre celestial » (cf. Mt 5, 45), por quien
fue enviado y a quien retornará (cf. Jn 16, 28).

« Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo » (Jn 17, 3). Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del
Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicionado por toda criatura humana, y en
particular por el « hijo pródigo » (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la
persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar la humanidad entera.

El Jubileo, centrado en la figura de Cristo, llega de este modo a ser un gran acto de alabanza al
Padre: « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda
clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo » (Ef 1, 3).

50. En este tercer año el sentido del « camino hacia el Padre » deberá llevar a todos a emprender, en
la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

un aspecto « negativo » de liberación del pecado, como un aspecto « positivo » de elección del bien,
manifestado por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el
Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del
sacramento de la Penitencia en su significado más profundo. El anuncio de la conversión como
exigencia imprescindible del amor cristiano es particularmente importante en la sociedad actual,
donde con frecuencia parecen desvanecerse los fundamentos mismos de una visión ética de la
existencia humana.

Será, por tanto, oportuno, especialmente en este año, resaltar la virtud teologal de la caridad,
recordando la sintética y plena afirmación de la primera Carta de Juan: « Dios es amor » (4, 8. 16).
La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del
creyente. Ella tiene en Dios su fuente y su meta.

51. En este sentido, recordando que Jesús vino a « evangelizar a los pobres » (Mt 11, 5; Lc 7, 22),
¿cómo no subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los
marginados? Se debe decir ante todo que el compromiso por la justicia y por la paz en un mundo
como el nuestro, marcado por tantos conflictos y por intolerables desigualdades sociales y
económicas, es un aspecto sobresaliente de la preparación y de la celebración del Jubileo. Así, en el
espíritu del Libro del Levítico (25, 8-28), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del
mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una
notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el
destino de muchas naciones. El Jubileo podrá además ofrecer la oportunidad de meditar sobre otros
desafíos del momento como, por ejemplo, la dificultad de diálogo entre culturas diversas y las
problemáticas relacionadas con el respeto de los derechos de la mujer y con la promoción de la
familia y del matrimonio.

52. Recordando, además, que « Cristo (...) en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación »,(34) dos compromisos serán ineludibles especialmente durante el tercer año
preparatorio: laconfrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones.

Respecto al primero, será oportuno afrontar la vasta problemática de la crisis de civilización, que se
ha ido manifestando sobre todo en el Occidente tecnológicamente más desarrollado, pero
interiormente empobrecido por el olvido y la marginación de Dios. A la crisis de civilización hay
que responder con la civilización del amor, fundada sobre valores universales de paz, solidaridad,
justicia y libertad, que encuentran en Cristo su plena realización.

53. A su vez, en lo relativo al horizonte de la conciencia religiosa, la vigilia del Dos mil será una
gran ocasión, también a la luz de los sucesos de estos últimos decenios, para el diálogo
interreligioso, según las claras indicaciones dadas por el Concilio Vaticano II en la Declaración
Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

En este diálogo deberán tener un puesto preeminente los hebreos y los musulmanes. Quiera Dios
que coincidiendo en esta intención se puedan realizar también encuentros comunes en lugares
significativos para las grandes religiones monoteístas.

Se estudia, a este respecto, cómo preparar tanto históricas reuniones en Belén, Jerusalén y el Sinaí,
lugares de gran valor simbólico, para intensificar el diálogo con los hebreos y los fieles del Islam,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

como encuentros con los representantes de las grandes religiones del mundo en otras ciudades. Sin
embargo, siempre se deberá tener cuidado para no provocar peligrosos malentendidos, vigilando el
riesgo del sincretismo y de un fácil y engañoso irenismo.

54. En este amplio programa, María Santísima, hija predilecta del Padre, se presenta ante la mirada
de los creyentes como ejemplo perfecto de amor, tanto a Dios como al prójimo. Como ella misma
afirma en el cántico del Magnificat, grandes cosas ha hecho en ella el Todopoderoso, cuyo nombre
es Santo (cf. Lc 1, 49). El Padre ha elegido a María para una misión única en la historia de la
salvación: ser Madre del mismo Salvador. La Virgen respondió a la llamada de Dios con una
disponibilidad plena: « He aquí la esclava del Señor » (Lc 1, 38). Su maternidad, iniciada en
Nazaret y vivida en plenitud en Jerusalén junto a la Cruz, se sentirá en este año como afectuosa e
insistente invitación a todos los hijos de Dios, para que vuelvan a la casa del Padre escuchando su
voz materna: « Haced lo que Cristo so diga » (cf. Jn 2, 5).

c) En vista de la celebración

55. Un capítulo particular es la celebración misma del Gran Jubileo, que tendrá lugar
contemporáneamente en Tierra Santa, en Roma y en las Iglesias locales del mundo entero. Sobre
todo en esta fase, la fase celebrativa, el objetivo será la glorificación de la Trinidad, de la que todo
procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia. A este misterio miran los tres años de
preparación inmediata: desde Cristo y por Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre. En este sentido la
celebración jubilar actualiza y al mismo tiempo anticipa la meta y el cumplimiento de la vida del
cristiano y de la Iglesia en Dios uno y trino.

Siendo Cristo el único camino al Padre, para destacar su presencia viva y salvífica en la Iglesia y en
el mundo, se celebrará en Roma, con ocasión del Gran Jubileo, el Congreso eucarístico
internacional. El Dos mil será un año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el
Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad
como fuente de vida divina.

La dimensión ecuménica y universal del Sagrado Jubileo, se podrá evidenciar oportunamente en un


significativo encuentro pancristiano. Se trata de un gesto de gran valor y por esto, para evitar
equívocos, se debe proponer correctamente y preparar con cuidado, en una actitud de fraterna
colaboración con los cristianos de otras confesiones y tradiciones, así como de afectuosa apertura a
las religiones cuyos representantes manifiesten interés por la alegría común de todos los discípulos
de Cristo.

Una cosa es cierta: cada uno es invitado a hacer cuanto esté en su mano para que no se
desaproveche el gran reto del Año 2000, al que está seguramente unida una particular gracia del
Señor para la Iglesia y para la humanidad entera.

V
« JESUCRISTO ES EL MISMO (...) SIEMPRE »
(Hb 13, 8)

56. La Iglesia perdura desde hace 2000 años. Como el evangélico grano de mostaza, ella crece hasta
llegar a ser un gran árbol, capaz de cubrir con sus ramas la humanidad entera (cf. Mt 13, 31-32). El
Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, considerando la cuestión de la

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

pertenencia a la Iglesia y de la ordenación al Pueblo de Dios, dice así: « Todos los hombres están
invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios (...). A esta unidad pertenecen de diversas
maneras o a ella están destinados los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en
general llamados a la salvación por la gracia de Dios ».(35) Pablo VI, por su parte, en la Encíclica
Ecclesiam suam explica la universal participación de los hombres en el proyecto de Dios, señalando
los distintos círculos del diálogo de salvación.(36)

A la luz de este planteamiento se puede comprender aún mejor el significado de la parábola de la


levadura (cf. Mt 13, 33): Cristo, como levadura divina, penetra siempre más profundamente en el
presente de la vida de la humanidad difundiendo la obra de la salvación realizada en el Misterio
pascual. El envuelve además en su dominio salvífico todo el pasado del género humano,
comenzando desde el primer Adán.(37) A El pertenece el futuro: « Jesucristo es el mismo ayer, hoy
y siempre » (Hb 13, 8). La Iglesia por su parte « sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del
Espíritu, la obra misma de Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y
no para juzgar, para servir y no para ser servido ».(38)

57. Por esto, desde los tiempos apostólicos, continúa sin interrupción la misión de la Iglesia dentro
de la universal familia humana. La primera evangelización se ocupó especialmente de la región del
Mar Mediterráneo. A lo largo del primer milenio los misioneros partiendo de Roma y
Constantinopla, llevaron el cristianismo al interior del continente europeo. Al mismo tiempo se
dirigieron hacia el corazón de Asia, hasta la India y China. El final del siglo XV, junto con el
descubrimiento de América, marcó el comienzo de la evangelización en este gran continente, en el
sur y en el norte. Contemporáneamente, mientras las costas sudsaharianas de Africa acogían la luz
de Cristo, san Francisco Javier, patrón de las misiones, llegó hasta el Japón. A caballo de los siglos
XVIII y XIX, un laico, Andrés Kim llevó el cristianismo a Corea; en aquella época el anuncio
evangélico alcanzó la Península Indochina, como también Australia y las islas del Pacífico.

El siglo XIX registró una gran actividad misionera entre los pueblos de Africa. Todas estas obras
han dado frutos que perduran hasta hoy. El Concilio Vaticano II da cuenta de ello en el Decreto Ad
Gentes sobre la actividad misionera. Después del Concilio el tema misionero ha sido tratado por la
Encíclica Redemptoris missio, relativa a los problemas de las misiones en esta última parte de
nuestro siglo. La Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter misionero forma
parte de su naturaleza. Con la caída de los grandes sistemas anticristianos del continente europeo,
del nazismo primero y después del comunismo, se impone la urgente tarea de ofrecer nuevamente a
los hombres y mujeres de Europa el mensaje liberador del Evangelio.(39) Además, como afirma la
Encíclica Redemptoris missio, se repite en el mundo la situación del Areópago de Atenas, donde
habló san Pablo.(40) Hoy son muchos los « areópagos », y bastante diversos: son los grandes
campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la economía. Cuanto
más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, más se convierte en terreno de misión, en la forma
de variados « areópagos ».

58. El futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas en este
siglo, serán maduras en el próximo, el primero del nuevo milenio. Cristo escucha a los jóvenes,
como escuchó al joven que le hizo la pregunta: « ¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida
eterna? » (Mt 19, 16). A la magnífica respuesta que Jesús le dio he hecho referencia en la reciente
Encíclica Veritatis splendor, como, anteriormente, en la « Carta a los jóvenes y a las jóvenes del
mundo » de 1985. Los jóvenes, en cada situación, en cada región de la tierra no dejan de preguntar
a Cristo: lo encuentran y lo buscan para interrogarlo a continuación. Si saben seguir el camino que

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

El indica, tendrán la alegría de aportar su propia contribución para su presencia en el próximo siglo
y en los sucesivos, hasta la consumación de los tiempos. « Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre ».

59. Para concluir, son oportunas las palabras de la Constitución pastoral Gaudium et spes: « La
Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu,
para que pueda responder a su máxima vocación; y que no ha sido dado a los hombres bajo el cielo
ningún otro nombre en el que haya que salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de
toda la historia humana se encuentra en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, en todos
los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo,
que es El mismo ayer, hoy y por los siglos. Por consiguiente, a la luz de Cristo, Imagen del Dios
invisible, Primogénito de toda criatura, el Concilio pretende hablar a todos para iluminar el misterio
del hombre y para cooperar en el descubrimiento de la solución de los principales problemas de
nuestro tiempo ».(41)

Mientras invito a los fieles a elevar al Señor insistentes oraciones para obtener luces y ayudas
necesarias para la preparación y celebración del Jubileo ya próximo, exhorto a los venerables
Hermanos en el Episcopado y a las comunidades eclesiales a ellos confiadas a que abran el corazón
a las inspiraciones del Espíritu. El no dejará de mover los corazones para que se dispongan a
celebrar con renovada fe y generosa participación el gran acontecimiento jubilar.

Confío esta tarea de toda la Iglesia a la materna intercesión de María, Madre del Redentor. Ella, la
Madre del amor hermoso, será para los cristianos que se encaminan hacia el gran Jubileo del tercer
milenio la Estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor. La humilde muchacha
de Nazaret, que hace dos mil años ofreció al mundo el Verbo encarnado, oriente hoy a la humanidad
hacia Aquel que es « la luz verdadera, aquella que ilumina a todo hombre » (Jn 1, 9).

Con estos sentimientos imparto a todos mi Bendición.

Vaticano, 10 de noviembre del año 1994, decimoséptimo de mi Pontificado.

1 Cf. St. Bernard, "In Laudibus Virginis Matris," Homilia IV, 8, Opera Omnia, Edit. Cisterc. (1966), 53.
2 Pastoral Constitution on the Church in the Modern World Gaudium et Spes, 22.
3 Ibid.
4 Cf. Ant. Iud. 20:200, and the well-known and much-discussed passage in 18:63-64.
5 Annales 15:44, 3.
6 Vita Claudii, 25:4.
7 Epist. 10:96.
8 Cf. Second Vatican Council, Dogmatic Constitution on Divine Revelation Dei Verbum, 15.
9. Carta Enc. Redemptor hominis (4 Marzo 1979), 1: AAS 71 (1979), 258.
10. Cf. Carta Enc. Dominum et vivificantem (18 Mayo 1986), nn. 49 ss: AAS 78 (1986), 868 ss.
11. Cf. Carta Ap. Euntes in mundum (25 Enero 1988): AAS 80 (1988), 935-956.
12. Cf. Carta Enc. Centesimus annus (1 Mayo 1991), 12: AAS 83 (1991), 807-809.
13. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47-52.
14. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
15. Cf. Exhortación Apost. Reconciliatio et paenitentia (2 Diciembre 1984): AAS 77 (1985), 185-275.
16. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.
17. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 3.
18. Cf. Ibidem, 1.
19. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1.
20. Con. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 19.
21. Tertuliano, Apol., 50, 13: CCL I, 171.
22. Cf. AAS 56 (1964), 906.
23. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra aetate, 2.
24. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Divina Revelación Dei Verbum, 25.
25. Cf. Ibidem, 2.
138
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

26. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1271.


27. Const. Ap. Fidei depositum (11 octubre 1992), 3: AAS 86 (1994), 116.
28. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 62.
29. Ibidem, 65.
30. Carta Enc. Dominum et vivificantem (18 Mayo 1986), 50: AAS 78 (1986), 869-870.
31. Ibidem, 51: AAS 78 (1986), 871.
32. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 7.
33. Cf. Ibidem, 37.
34. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
35. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 13.
36. Cf. Pablo VI, Carta Enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), III: AAS 56 (1964), 650-657.
37. Cf. Ibidem, 2.
38. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 3.
39. Cf. Declaración de la Asamblea especial para Europa del Sínodo de Obispos, n. 3.
40. Cf. Carta Enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 37, C: AAS 83 (1991), 284-286.
41. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10.

139
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

APÉNDICE II:

INCARNATIONIS MYSTERIUM
BULA DE CONVOCACIÓN DEL GRAN JUBILEO DEL AÑO 2000

140
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

« Incarnationis mysterium »

BULA DE CONVOCACIÓN
DEL GRAN JUBILEO
DEL AÑO 2000

JUAN PABLO OBISPO


SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A TODOS LOS FIELES
EN CAMINO HACIA EL TERCER MILENIO
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

1. Con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, la Iglesia se prepara para
cruzar el umbral del tercer milenio. Nunca como ahora sentimos el deber de hacer propio el canto
de alabanza y acción de gracias del Apóstol: « Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;
por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en
su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de
Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, [...] dándonos a conocer el Misterio de su voluntad
según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los
tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra
» (Ef 1, 3-5.9-10).

De estas palabras se deduce evidentemente que la historia de la salvación tiene en Cristo su punto
culminante y su significado supremo. En Él todos hemos recibido « gracia por gracia » (Jn 1, 16),
alcanzando la reconciliación con el Padre (cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18).

El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda relegar al pasado. En efecto, ante Él
se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su
presencia. Él es « el que vive » (Ap 1, 18), « Aquél que es, que era y que va a venir » (Ap 1, 4).
Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua debe
proclamar que Él es el Señor (cf. Flp 2, 10-11). Al encontrar a Cristo, todo hombre descubre el
misterio de su propia vida.(1)

Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para
siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y
la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para
juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más
humana.

2. El Gran Jubileo del año 2000 está a las puertas. Desde mi primera Encíclica, Redemptor hominis,
he mirado hacia esta fecha con la única intención de preparar los corazones de todos a hacerse
dóciles a la acción del Espíritu.(2) Será un acontecimiento que se celebrará contemporáneamente en
Roma y en todos las Iglesias particulares diseminadas por el mundo, y tendrá, por decirlo de algún
modo, dos centros: por una parte la Ciudad donde la Providencia quiso poner la sede del Sucesor de
Pedro, y por otra, Tierra Santa, en la que el Hijo de Dios nació como hombre tomando carne de una
Virgen llamada María (cf. Lc 1, 27). Con igual dignidad e importancia el Jubileo será, pues,
celebrado, además de Roma, en la Tierra llamada justamente « santa » por haber visto nacer y morir

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

a Jesús. Aquella Tierra, en la que surgió la primera comunidad cristiana, es el lugar donde Dios se
reveló a la humanidad. Es la Tierra prometida, que ha marcado la historia del pueblo judío y es
venerada también por los seguidores del Islam. Que el Jubileo pueda favorecer un nuevo paso en el
diálogo recíproco hasta que un día —judíos, cristianos y musulmanes— todos juntos nos demos en
Jerusalén el saludo de la paz.(3)

El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para
impulsar al hombre a la conversión y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y
condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su
gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas
del corazón humano.

La entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender su mirada de fe hacia


nuevos horizontes en el anuncio del Reino de Dios. Es obligado, en esta circunstancia especial,
volver con una renovada fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha dado nueva luz
a la tarea misionera de la Iglesia ante las exigencias actuales de la evangelización. En el Concilio la
Iglesia ha tomado conciencia más viva de su propio misterio y de la misión apostólica que le
encomendó el Señor. Esta conciencia compromete a la comunidad de los creyentes a vivir en el
mundo sabiendo que han de ser « fermento y el alma de la sociedad humana, que debe ser renovada
en Cristo y transformada en familia de Dios ».(4) Para corresponder eficazmente a este compromiso
debe permanecer unida y crecer en su vida de comunión.(5) El inminente acontecimiento jubilar es
un fuerte estímulo en este sentido.

El paso de los creyentes hacia el tercer milenio no se resiente absolutamente del cansancio que el
peso de dos mil años de historia podría llevar consigo; los cristianos se sienten más bien alentados
al ser conscientes de llevar al mundo la luz verdadera, Cristo Señor. La Iglesia, al anunciar a Jesús
de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto, abre a cada ser humano la perspectiva de ser «
divinizado » y, por tanto, de hacerse así más hombre.(6) Éste es el único medio por el cual el mundo
puede descubrir la alta vocación a la que está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada por
Dios.

3. En estos años de preparación inmediata al Jubileo las Iglesias particulares, de acuerdo con lo que
escribí en mi Carta Tertio millennio adveniente,(7) se están disponiendo con la oración, la
catequesis y la dedicación en diversas formas de la pastoral, para esta fecha que introduce a la
Iglesia entera en un nuevo período de gracia y de misión. La proximidad del acontecimiento jubilar
suscita además un creciente interés por parte de quienes están a la búsqueda de un signo propicio
que los ayude a descubrir los rasgos de la presencia de Dios en nuestro tiempo.

Los años de preparación al Jubileo han estado dedicados a la Santísima Trinidad: por Cristo —en el
Espíritu Santo— a Dios Padre. El misterio de la Trinidad es origen del camino de fe y su término
último, cuando al final nuestros ojos contemplarán eternamente el rostro de Dios. Al celebrar la
Encarnación, tenemos la mirada fija en el misterio de la Trinidad. Jesús de Nazaret, revelador del
Padre, ha llevado a cumplimiento el deseo escondido en el corazón de cada hombre de conocer a
Dios. Lo que la creación conservaba impreso en sí misma como sello de la mano creadora de Dios y
lo que los antiguos Profetas habían anunciado como promesa, alcanza su manifestación definitiva
en la revelación de Jesucristo.(8)

Jesús revela el rostro de Dios Padre « compasivo y misericordioso » (St 5, 11), y con el envío del

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Espíritu Santo manifiesta el misterio de amor de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien actúa en
la Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su escucha para distinguir los signos de los tiempos
nuevos y hacer que la espera del retorno del Señor glorificado sea cada vez más viva en el corazón
de los creyentes. El Año Santo, pues, debe ser un canto de alabanza único e ininterrumpido a la
Trinidad, Dios Altísimo. Nos ayudan para ello las poéticas palabras del teólogo san Gregorio
Nacianceno:

« Gloria a Dios Padre y al Hijo,


Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno ».(9)

4. Que este himno a la Trinidad por la encarnación del Hijo pueda ser cantado juntos por quienes,
habiendo recibido el mismo Bautismo, comparten la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter
ecuménico del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos decenios,
están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. La escucha del Espíritu
debe hacernos a todos capaces de llegar a manifestar visiblemente en la plena comunión la gracia de
la filiación divina inaugurada por el Bautismo: todos hijos de un solo Padre. El Apóstol no cesa de
repetir incluso para nosotros, hoy, su apremiante exhortación: « Un solo Cuerpo y un solo Espíritu,
como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,
un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos » (Ef 4, 4-6). Según san
Ireneo, nosotros no podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida, después de
recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos pretender llegar a ser un
único pan, si impedimos que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la harina
sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros.(10)

Cada año jubilar es como una invitación a una fiesta nupcial. Acudamos todos, desde las diversas
Iglesias y Comunidades eclesiales diseminadas por el mundo, a la fiesta que se prepara; llevemos
con nosotros lo que ya nos une y la mirada puesta sólo en Cristo nos permita crecer en la unidad
que es fruto del Espíritu. Como Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma está aquí para hacer más
intensa la invitación a la celebración jubilar, para que la conmemoración bimilenaria del misterio
central de la fe cristiana sea vivida como camino de reconciliación y como signo de genuina
esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia, sacramento « de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el género humano ».(11)

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

5. ¡Cuántos acontecimientos históricos evoca la celebración jubilar! El pensamiento se remonta al


año 1300, cuando el Papa Bonifacio VIII, acogiendo el deseo de todo el pueblo de Roma, inauguró
solemnemente el primer Jubileo de la historia. Recuperando una antigua tradición que otorgaba «
abundantes perdones e indulgencias de los pecados » a cuantos visitaban en la Ciudad eterna la
Basílica de San Pedro, quiso conceder en aquella ocasión « una indulgencia de todos los pecados no
sólo más abundante, sino más plena ».(12) A partir de entonces la Iglesia ha celebrado siempre el
Jubileo como una etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo.

La historia muestra con cuanto entusiasmo el pueblo de Dios ha vivido siempre los Años Santos,
viendo en ellos una conmemoración en la que se siente con mayor intensidad la llamada de Jesús a
la conversión. Durante este camino no han faltado abusos e incomprensiones; sin embargo, los
testimonios de fe auténtica y de caridad sincera han sido con mucho superiores. Lo atestigua de
modo ejemplar la figura de san Felipe Neri que, con ocasión del Jubileo de 1550, inició la « caridad
romana » como signo tangible de acogida a los peregrinos. Se podría indicar una larga historia de
santidad precisamente a partir de la práctica del Jubileo y de los frutos de conversión que la gracia
del perdón ha producido en tantos creyentes.

6. Durante mi pontificado he tenido el gozo de convocar, en 1983, el Jubileo extraordinario con


ocasión de los 1950 años de la redención del género humano. Este misterio, realizado mediante la
muerte y resurrección de Jesús, es el culmen de un acontecimiento que tuvo su inicio en la
encarnación del Hijo de Dios. Así pues, este Jubileo puede considerarse ciertamente « grande », y la
Iglesia manifiesta su gran deseo de acoger entre sus brazos a todos los creyentes para ofrecerles la
alegría de la reconciliación. Desde toda la Iglesia se elevará un himno de alabanza y agradecimiento
al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser « conciudadanos de los
santos y familiares de Dios » (Ef 2, 19). Con ocasión de esta gran fiesta, están cordialmente
invitados a compartir también nuestro gozo los seguidores de otras religiones, así como los que
están lejos de la fe en Dios. Como hermanos de la única familia humana, cruzamos juntos el umbral
de un nuevo milenio que exigirá el empeño y la responsabilidad de todos.

Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente de relieve la redención realizada por
Cristo mediante su muerte y resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado del
amor de Dios (cf. Rm 8, 21-39), si no es por su propia culpa. La gracia de la misericordia sale al
encuentro de todos, para que quienes han sido reconciliados puedan también ser « salvos por su
vida » (Rm 5, 10).

Establezco, pues, que el Gran Jubileo del Año 2000 se inicie la noche de Navidad de 1999, con la
apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, que precederá de pocas horas
a la celebración inaugural prevista en Jerusalén y en Belén y a la apertura de la puerta santa en las
otras Basílicas patriarcales de Roma. La apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo se
traslada al martes 18 de enero siguiente, inicio de la Semana de oración por la unidad de los
cristianos, para subrayar también de este modo el peculiar carácter ecuménico del Jubileo.

Establezco, además, que la inauguración del Jubileo en las Iglesias particulares se celebre el día
santísimo de la Natividad del Señor Jesús, con una solemne Liturgia eucarística presidida por el
Obispo diocesano en la catedral, así como en la concatedral. En la concatedral el Obispo puede
confiar la presidencia de la celebración a un delegado suyo. Ya que el rito de apertura de la puerta
santa es propio de la Basílica Vaticana y de las Basílicas Patriarcales, conviene que en la
inauguración del período jubilar en cada Diócesis se privilegie la statio en otra iglesia, desde la cual

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

se salga en peregrinación hacia la catedral; el realce litúrgico del Libro de los Evangelios y la
lectura de algunos párrafos de esta Bula, según las indicaciones del « Ritual para la celebración del
Gran Jubileo en las Iglesias particulares ».

La Navidad de 1999 debe ser para todos una solemnidad radiante de luz, preludio de una
experiencia particularmente profunda de gracia y misericordia divina, que se prolongará hasta la
clausura del Año jubilar el día de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el 6 de enero del año
2001. Cada creyente ha de acoger la invitación de los ángeles que anuncian incesantemente: «
Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor » (Lc 2, 14). De este
modo, el tiempo de Navidad será el corazón palpitante del Año Santo, que introducirá en la vida de
la Iglesia la abundancia de los dones del Espíritu para una nueva evangelización.

7. A lo largo de la historia la institución del Jubileo se ha enriquecido con signos que testimonian la
fe y favorecen la devoción del pueblo cristiano. Entre ellos hay que recordar, sobre todo, la
peregrinación, que recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la propia existencia
como un camino. Del nacimiento a la muerte, la condición de cada uno es la de homo viator. Por su
parte, la Sagrada Escritura manifiesta en numerosas ocasiones el valor del ponerse en camino hacia
los lugares sagrados. Era tradición que el israelita fuera en peregrinación a la ciudad donde se
conservaba el arca de la alianza, o también que visitase el santuario de Betel (cf. Jdt 20, 18) o el de
Silo, donde fue escuchada la oración de Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1, 3). Sometiéndose
voluntariamente a la Ley, también Jesús, con María y José, fue peregrinando a la ciudad santa de
Jerusalén (cf. Lc 2, 41). La historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación que
nunca acaba. En camino hacia la ciudad de los santos Pedro y Pablo, hacia Tierra Santa o hacia los
antiguos y los nuevos santuarios dedicados a la Virgen María y a los Santos, numerosos fieles
alimentan así su piedad.

La peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida de los creyentes, asumiendo


en las diferentes épocas históricas expresiones culturales diversas. Evoca el camino personal del
creyente siguiendo las huellas del Redentor: es ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento
por las debilidades humanas, de constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación
interior a la conversión del corazón. Mediante la vela, el ayuno y la oración, el peregrino avanza por
el camino de la perfección cristiana, esforzándose por llegar, con la ayuda de la gracia de Dios, « al
estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo » (Ef 4, 13).

8. La peregrinación va acompañada del signo de la puerta santa, abierta por primera vez en la
Basílica del Santísimo Salvador de Letrán durante el Jubileo de 1423. Ella evoca el paso que cada
cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús dijo: « Yo soy la puerta » (Jn 10, 7), para
indicar que nadie puede tener acceso al Padre si no a través suyo. Esta afirmación que Jesús hizo de
sí mismo significa que sólo Él es el Salvador enviado por el Padre. Hay un solo acceso que abre de
par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Jesús, única y absoluta vía de
salvación. Sólo a Él se pueden aplicar plenamente las palabras del Salmista: « Aquí está la puerta
del Señor, por ella entran los justos » (Sal 118 [117],20).

La indicación de la puerta recuerda la responsabilidad de cada creyente de cruzar su umbral. Pasar


por aquella puerta significa confesar que Cristo Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en Él para vivir
la vida nueva que nos ha dado. Es una decisión que presupone la libertad de elegir y, al mismo
tiempo, el valor de dejar algo, sabiendo que se alcanza la vida divina (cf. Mt 13, 44-46). Con este
espíritu el Papa será el primero en atravesar la puerta santa en la noche del 24 al 25 de diciembre de

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

1999. Al cruzar su umbral mostrará a la Iglesia y al mundo el Santo Evangelio, fuente de vida y de
esperanza para el próximo tercer milenio. A través de la puerta santa, simbólicamente más grande
por ser final de un milenio,(13) Cristo nos introducirá más profundamente en la Iglesia, su Cuerpo y
Esposa. Comprendemos así la riqueza de significado que tiene la llamada del apóstol Pedro cuando
escribe que, unidos a Cristo, también nosotros, como piedras vivas, entramos « en la construcción
de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a
Dios » (1 P 2, 5).

9. Otro signo característico, muy conocido entre los fieles, es la indulgencia, que es uno de los
elementos constitutivos del Jubileo. En ella se manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre,
que sale al encuentro de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el perdón de las
culpas. Ordinariamente Dios Padre concede su perdón mediante el sacramento de la Penitencia y de
la Reconciliación.(14) En efecto, el caer de manera consciente y libre en pecado grave separa al
creyente de la vida de la gracia con Dios y, por ello mismo, lo excluye de la santidad a la que está
llamado. La Iglesia, habiendo recibido de Cristo el poder de perdonar en su nombre (cf. Mt 16, 19;
Jn 20, 23), es en el mundo la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad
humana para acogerla en el abrazo de su misericordia. Precisamente a través del ministerio de su
Iglesia, Dios extiende en el mundo su misericordia mediante aquel precioso don que, con nombre
antiguo, se llama « indulgencia ».

El sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la « posibilidad de convertirse y de recuperar la


gracia de la justificación »,(15) obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido nuevamente
en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la Iglesia. Al confesar sus propios
pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía,
como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin embargo, desde la
antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente convencida de que el perdón, concedido de
forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva
eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental debía estar
unido a un acto existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente se llama
penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial sea superfluo, sino que, más bien,
cobra un sentido, es aceptado y acogido.

En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del


pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere
relieve la indulgencia, con la que se expresa el « don total de la misericordia de Dios ».(16) Con la
indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en
cuanto a la culpa.

10. El pecado, por su carácter de ofensa a la santidad y a la justicia de Dios, como también de
desprecio a la amistad personal de Dios con el hombre, tiene una doble consecuencia. En primer
lugar, si es grave, comporta la privación de la comunión con Dios y, por consiguiente, la exclusión
de la participación en la vida eterna. Sin embargo, Dios, en su misericordia, concede al pecador
arrepentido el perdón del pecado grave y la remisión de la consiguiente « pena eterna ».

En segundo lugar, « todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es
necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio.
Esta purificación libera de lo que se llama la “pena temporal” del pecado »,(17) con cuya expiación
se cancela lo que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Por otra parte, la Revelación enseña que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En
Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de
todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece
entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno
beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas
que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega
y sostiene a los demás. Es la realidad de la « vicariedad », sobre la cual se fundamenta todo el
misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la
grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en
su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los
Colosenses: « Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia » (1, 24).

Esta profunda realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en el
que se describe la Iglesia como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela
resplandeciente. Y san Juan dice: « El lino son las buenas acciones de los santos » (19, 8). En
efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad.

Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo
y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del « tesoro de la
Iglesia », que son las obras buenas de los santos. Rezar para obtener la indulgencia significa entrar
en esta comunión espiritual y, por tanto, abrirse totalmente a los demás. En efecto, incluso en el
ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia
alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro.
Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la «realidad vicaria», de la oración como
camino de unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la blanca túnica
de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo.

Esta doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar « lo malo y amargo que es haber
abandonado a Dios (cf. Jr 2, 19). Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden
expiar con solas sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad,
y por ello son movidos a una humildad saludable».(18) Además, la verdad sobre la comunión de los
santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí, nos enseña lo mucho que cada uno puede
ayudar a los demás —vivos o difuntos— para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre
celestial.

Apoyándome en estas razones doctrinales e interpretando el maternal sentir de la Iglesia, dispongo


que todos los fieles, convenientemente preparados, puedan beneficiarse con abundancia, durante
todo el Jubileo, del don de la indulgencia, según las indicaciones que acompañan esta Bula (ver
decreto adjunto).

11. Estos signos ya forman parte de la tradición de la celebración jubilar. El Pueblo de Dios ha de
abrir también su mente para reconocer otros posibles signos de la misericordia de Dios que actúa en
el Jubileo. En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente he indicado algunos que pueden servir
para vivir con mayor intensidad la gracia extraordinaria del Jubileo.(19) Los recuerdo ahora
brevemente.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Ante todo, el signo de la purificación de la memoria, que pide a todos un acto de valentía y
humildad para reconocer las faltas cometidas por quienes han llevado y llevan el nombre de
cristianos.

El Año Santo es por su naturaleza un momento de llamada a la conversión. Esta es la primera


palabra de la predicación de Jesús que, significativamente, está relacionada con la disponibilidad a
creer: « Convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15). Este imperativo presentado por Cristo
es consecuencia de ser conscientes de que « el tiempo se ha cumplido » (Mc 1, 15). El
cumplimiento del tiempo de Dios se entiende como llamada a la conversión. Ésta es, por lo demás,
fruto de la gracia. Es el Espíritu el que empuja a cada uno a « entrar en sí mismo » y a sentir la
necesidad de volver a la casa del Padre (cf. Lc 15, 17-20). Así pues, el examen de conciencia es uno
de los momentos más determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone
ante la verdad de su propia vida, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que
se ha propuesto.

La historia de la Iglesia es una historia de santidad. El Nuevo Testamento afirma con fuerza esta
característica de los bautizados: son « santos » en la medida en que, separados del mundo que está
sujeto al Maligno, se consagran al culto del único y verdadero Dios. Esta santidad se manifiesta
tanto en la vida de los muchos Santos y Beatos reconocidos por la Iglesia, como en la de una
inmensa multitud de hombres y mujeres no conocidos, cuyo número es imposible calcular (cf. Ap 7,
9). Su vida atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo el signo visible de la posibilidad de
la perfección. Sin embargo, se ha de reconocer que en la historia hay también no pocos
acontecimientos que son un antitestimonio en relación con el cristianismo. Por el vínculo que une a
unos y otros en el Cuerpo místico, y aún sin tener responsabilidad personal ni eludir el juicio de
Dios, el único que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores y de las culpas de
quienes nos han precedido. Además, también nosotros, hijos de la Iglesia, hemos pecado,
impidiendo así que el rostro de la Esposa de Cristo resplandezca en toda su belleza. Nuestro pecado
ha obstaculizado la acción del Espíritu Santo en el corazón de tantas personas. Nuestra poca fe ha
hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico con Cristo.

Como Sucesor de Pedro, pido que en este año de misericordia la Iglesia, persuadida de la santidad
que recibe de su Señor, se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de
sus hijos. Todos han pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios (cf. 1 Re 8, 46). Que se
repita sin temor: « Hemos pecado » (Jr 3, 25), pero manteniendo firme la certeza de que « donde
abundó el pecado sobreabundó la gracia » (Rm 5, 20).

El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va a su encuentro, será la justa
recompensa por el humilde reconocimiento de las culpas propias y ajenas, que se funda en el
profundo vínculo que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. Los cristianos
están llamados a hacerse cargo, ante Dios y ante los hombres que han ofendido con su
comportamiento, de las faltas cometidas por ellos. Que lo hagan sin pedir nada a cambio,
profundamente convencidos de que « el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones
» (Rm 5, 5). No dejará de haber personas ecuánimes capaces de reconocer que en la historia del
pasado y del presente se han producido y se producen frecuentemente casos de marginación,
injusticia y persecución en relación con los hijos de la Iglesia.

Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el
hermano mayor de la parábola evangélica que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cf. Lc 25,

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25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Obrando
así, la Esposa aparecerá ante los ojos del mundo con el esplendor de la belleza y santidad que
provienen de la gracia del Señor. Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María
coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos. Que por la
humildad de la Esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la Eucaristía, que ella celebra y
conserva en su seno. En el signo del Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y
glorificado, luz de las gentes (cf. Lc 2, 32), manifiesta la continuidad de su Encarnación. Permanece
vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su Cuerpo y con su
Sangre.

Que la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso no tiene en cuenta los
pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente (cf. Is 38, 17). Él realiza ahora algo
nuevo y, en el amor que perdona, anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca,
pues, la fe, se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad, para un renovado
compromiso de testimonio cristiano en el mundo del próximo milenio.

12. Un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es el de la caridad, que nos
abre los ojos a las necesidades de quienes viven en la pobreza y la marginación. Es una situación
que hoy afecta a grandes áreas de la sociedad y cubre con su sombra de muerte a pueblos enteros.
El género humano se halla ante formas de esclavitud nuevas y más sutiles que las conocidas en el
pasado y la libertad continúa siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido.
Muchas naciones, especialmente las más pobres, se encuentran oprimidas por una deuda que ha
adquirido tales proporciones que hace prácticamente imposible su pago. Resulta claro, por lo
demás, que no se puede alcanzar un progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de
toda lengua, raza, nación y religión. Se han de eliminar los atropellos que llevan al predominio de
unos sobre otros: son un pecado y una injusticia. Quien se dedica solamente a acumular tesoros en
la tierra (cf. Mt 6, 19), « no se enriquece en orden a Dios » (Lc 12, 21).

Así mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación internacionales, en la que
todos —especialmente los Países ricos y el sector privado— asuman su responsabilidad en un
modelo de economía al servicio de cada persona. No se ha de retardar el tiempo en el que el pobre
Lázaro pueda sentarse junto al rico para compartir el mismo banquete, sin verse obligado a
alimentarse de lo que cae de la mesa (cf. Lc 16, 19-31). La extrema pobreza es fuente de violencias,
rencores y escándalos. Poner remedio a la misma es una obra de justicia y, por tanto, de paz.

El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón mediante un cambio de vida. Recuerda
a todos que no se debe dar un valor absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son Dios, ni al
dominio o la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la tierra pertenece a Dios y sólo a
Él: « La tierra es mía, ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes » (Lv 25, 23). ¡Que
este año de gracia toque el corazón de cuantos tienen en sus manos los destinos de los pueblos!

13. Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la
memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el
Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más
grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la suprema palabra pronunciada
por Jesús en la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34). El creyente
que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una
posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan
por el constante testimonio de los mártires.

Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a causa
del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales
han sufrido por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia, o soportando con
valentía largos años de prisión y de privaciones de todo tipo por no ceder a una ideología
transformada en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista psicológico, el martirio
es la demostración más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la
muerte más violenta y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más atroces.
Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar con más fuerza el himno de
acción de gracias al Padre y cantar: Te martyrum candidatus laudat exercitus. Ciertamente, éste es el
ejército de los que « han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero
» (Ap 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes de la tierra, debe permanecer firme en su
testimonio y defender celosamente su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su fe por el
ejemplo de estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones, cruce con confianza
el umbral del tercer milenio. Que la admiración por su martirio esté acompañada, en el corazón de
los fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así lo exigieran las
circunstancias.

14. La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se dirigiese a aquélla que, obedeciendo
totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. En Belén a María « se le
cumplieron los días del alumbramiento » (Lc 2, 6), y llena del Espíritu Santo dio a luz al
Primogénito de la nueva creación. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su
maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la
Cruz. Allí, por un don admirable de Cristo, se convirtió también en Madre de la Iglesia, indicando a
todos el camino que conduce al Hijo.

Mujer del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre, la Virgen María es invocada por
todas las generaciones como « dichosa », porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu
Santo realizó en ella. Nunca se cansarán los pueblos de invocar a la Madre de la misericordia, bajo
cuya protección encontrarán siempre refugio. Que ella, que con su hijo Jesús y su esposo José
peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los peregrinos en este año
jubilar. Que interceda con especial intensidad en favor del pueblo cristiano durante los próximos
meses, para que obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que se alegra por los dos
mil años transcurridos desde el nacimiento de su Salvador.

Que la Iglesia alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don de la salvación en Cristo Señor,
ahora y por siempre.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de noviembre, I domingo de Adviento, del año del Señor
de 1998, vigésimo primero de mi Pontificado.

Joannes Paulus II

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

DISPOSICIONES PARA OBTENER


LA INDULGENCIA JUBILAR

Con el presente decreto, que da cumplimiento a la voluntad del Santo Padre expresada en la Bula
para la convocación del Gran Jubileo del año 2000, la Penitenciaría Apostólica, en virtud de las
facultades concedidas por el mismo Sumo Pontífice, determina la disciplina que se ha de observar
para la obtención de la indulgencia jubilar.

Todos los fieles debidamente preparados pueden beneficiarse copiosamente del don de la
indulgencia durante todo el Jubileo, según las disposiciones especificadas a continuación.

Teniendo presente que las indulgencias ya concedidas, sea de manera general sea por un rescripto
especial, permanecen en vigor durante el Gran Jubileo, se recuerda que la indulgencia jubilar puede
ser aplicada como sufragio por las almas de los difuntos. Con esta práctica se hace un acto de
caridad sobrenatural, por el vínculo mediante el cual, en el Cuerpo místico de Cristo, los fieles
todavía peregrinos en este mundo están unidos a los que ya han terminado su existencia terrena.
Durante el año jubilar queda también en vigor la norma según la cual la indulgencia plenaria puede
obtenerse solamente una vez al día.(20)

Culmen del Jubileo es el encuentro con Dios Padre por medio de Cristo Salvador, presente en su
Iglesia, especialmente en sus Sacramentos. Por esto, todo el camino jubilar, preparado por la
peregrinación, tiene como punto de partida y de llegada la celebración del sacramento de la
Penitencia y de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, nuestra paz y nuestra reconciliación: éste
es el encuentro transformador que abre al don de la indulgencia para uno mismo y para los demás.

Después de haber celebrado dignamente la confesión sacramental, que de manera ordinaria, según
el can. 960 del CIC y el can. 720, § 1 del CCEO, debe ser en su forma individual e íntegra, el fiel,
una vez cumplidos los requisitos exigidos, puede recibir o aplicar, durante un prudente período de
tiempo, el don de la indulgencia plenaria, incluso cotidianamente, sin tener que repetir la confesión.
Conviene, no obstante, que los fieles reciban frecuentemente la gracia del sacramento de la
Penitencia, para ahondar en la conversión y en la pureza de corazón.(21) La participación en la
Eucaristía —necesaria para cada indulgencia— es conveniente que tenga lugar el mismo día en que
se realizan las obras prescritas.(22)

Estos dos momentos culminantes han de estar acompañados, ante todo, por el testimonio de
comunión con la Iglesia, manifestada con la oración por las intenciones del Romano Pontífice, así
como por las obras de caridad y de penitencia, según las indicaciones dadas más abajo. Estas obras
quieren expresar la verdadera conversión del corazón a la que conduce la comunión con Cristo en
los Sacramentos. En efecto, Cristo es la indulgencia y la « propiciación por nuestros pecados » (1 Jn
2, 2). El, infundiendo en el corazón de los fieles el Espíritu Santo, que es « el perdón de todos los
pecados »,(23) impulsa a cada uno a un filial y confiado encuentro con el Padre de la misericordia.
De este encuentro surgen los compromisos de conversión y de renovación, de comunión eclesial y
de caridad para con los hermanos.

Para el próximo Jubileo se confirma también la norma según la cual los confesores pueden
conmutar, en favor de quienes estén legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las
condiciones requeridas.(24) Los religiosos y religiosas de clausura, los enfermos y todos aquellos
que no puedan salir de su vivienda, podrán realizar, en vez de la visita a una determinada iglesia,

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

una visita a la capilla de la propia casa; si ni siquiera esto les fuera posible, podrán obtener la
indulgencia uniéndose espiritualmente a cuantos cumplen en el modo ordinario la obra prescrita,
ofreciendo a Dios sus oraciones, sufrimientos y molestias.

Respecto a los requisitos necesarios, los fieles podrán obtener la indulgencia jubilar:

1) En Roma, haciendo una peregrinación a una de las Basílicas patriarcales, a saber: la Basílica de
San Pedro en el Vaticano, la Archibasílica del Santísimo Salvador de Letrán, la Basílica de Santa
María la Mayor o la de San Pablo Extramuros en la vía Ostiense, y participando allí con devoción
en la Santa Misa o en otra celebración litúrgica como Laudes o Vísperas, o en un ejercicio de
piedad (por ejemplo, el Vía Crucis, el Rosario mariano, el rezo del himno Akáthistos en honor de la
Madre de Dios); también visitando, en grupo o individualmente, una de las cuatro Basílicas
patriarcales y permaneciendo allí un cierto tiempo en adoración eucarística o en meditación
espiritual, concluyendo con el « Padre nuestro », con la profesión de fe en cualquiera de sus formas
legítimas y con la invocación a la Santísima Virgen María. En esta ocasión especial del Gran
Jubileo, se añaden a las cuatro Basílicas patriarcales los siguientes lugares y con las mismas
condiciones: la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, la Basílica de San Lorenzo junto al
cementerio Verano, el Santuario de la Virgen del Divino Amor y las Catacumbas cristianas.(25)

2) En Tierra Santa, observando las mismas condiciones y visitando la Basílica del Santo Sepulcro
en Jerusalén, la Basílica de la Natividad en Belén o la Basílica de la Anunciación en Nazaret.

3) En las demás circunscripciones eclesiásticas, haciendo una peregrinación a la iglesia Catedral o a


otras iglesias o lugares designados por el Ordinario y asistiendo allí con devoción a una celebración
litúrgica o a otro tipo de ejercicio, como los indicados anteriormente para la ciudad de Roma;
también visitando, en grupo o individualmente, la iglesia Catedral o un Santuario designado por el
Ordinario, permaneciendo allí un cierto tiempo en meditación espiritual, concluyendo con el «
Padre nuestro », con la profesión de fe en cualquiera de sus formas legítimas y con la invocación a
la Santísima Virgen María.

4) En cada lugar, yendo a visitar por un tiempo conveniente a los hermanos necesitados o con
dificultades (enfermos, encarcelados, ancianos solos, minusválidos, etc.), como haciendo una
peregrinación hacia Cristo presente en ellos (cf. Mt 25, 34-36) y cumpliendo los requisitos
espirituales acostumbrados, sacramentales y de oración. Los fieles querrán ciertamente repetir estas
visitas durante el Año Santo, pudiendo obtener en cada una ellas la indulgencia plenaria,
obviamente una sola vez al día.

La indulgencia plenaria jubilar podrá obtenerse también mediante iniciativas que favorezcan de
modo concreto y generoso el espíritu penitencial, que es como el alma del Jubileo. A saber:
absteniéndose al menos durante un día de cosas superfluas (por ejemplo, el tabaco, las bebida
alcohólicas, ayunando o practicando la abstinencia según las normas generales de la Iglesia y las de
los Episcopados) y dando una suma proporcionada de dinero a los pobres; sosteniendo con una
significativa aportación obras de carácter religioso o social (especialmente en favor de la infancia
abandonada, de la juventud con dificultades, de los ancianos necesitados, de los extranjeros en los
diversos Países donde buscan mejores condiciones de vida); dedicando una parte conveniente del
propio tiempo libre a actividades de interés para la comunidad u otras formas parecidas de sacrificio
personal.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Roma, en la Penitenciaría Apostólica, 29 de noviembre de 1998, I domingo de Adviento.


William Wakefield Card. Baum
Penitenciario Mayor
Luigi de Magistris
Regente

(1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
(2) Cf. n. 1: AAS 71 (1979), 258.
(3) Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Redemptionis anno (20 de abril de 1984): AAS 76 (1984), 627.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 40.
(5) Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Tertio millennio adveniente, (10 de noviembre de 1994), 36: AAS 87 (1995), 28.
(6) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 41.
(7) Cf. nn. 39-54: AAS 87 (1995), 31-37.
(8) Cf. Conc. Ecum. Vat. II Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.4.
(9) Poemas dogmáticos, XXXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511.
(10) Cf. Adversus Haereses, III, 17, PG 7, 930.
(11) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(12) Bula Antiquorum habet (22 de febrero de 1300): Bullarium Romanum III/2, p. 94.
(13) Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 33: AAS 87 (1995), 25.
(14) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et Paenitentia (2 de diciembre de 1984), 28-34: AAS 77
(1985), 250-273.
(15) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1446.
(16) Bula Aperite portas Redemptori (6 de enero de 1983), 8: AAS 75 (1983), 98.
(17) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1472.
(18) Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 de enero de 1967), 9: AAS 59 (1967), 18.
(19) Cf. nn. 33.37.51: AAS (1995), 25-26; 29-30; 36.
(20) Cf. Enchiridion indulgentiarum, LEV 1986, norm. 21, § 1.
(21) Cf. ibid., norm. 23, §§ 1-2.
(22) Cf. ibid., norm. 23, § 3.
(23) « Quia ipse remissio omnium peccatorum »: Missale Romanum, Super oblata, Sabbato post Dominicam VII
Paschae.
(24) Cf. Ench. indulg., norm. 27.
(25) Cf. Ench. indulg., conces. 14.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

APÉNDICE III

CARTA APÓSTOLICA

NOVO MILLENNIO INEUNTE

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

CARTA APOSTÓLICA
NOVO MILLENNIO INEUNTE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
AL CONCLUIR EL GRAN JUBILEO
DEL AÑO 2000

A los Obispos,
a los sacerdotes y diáconos,
a los religiosos y religiosas y
a todos los fieles laicos.

1. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los
dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino,
resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la
muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a « remar mar adentro » para pescar: «
Duc in altum » (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y
echaron las redes. « Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces » (Lc 5,6).

¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud
el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: « Jesucristo es el
mismo, ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).

La alegría de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su Esposo y Señor, ha sido


grande este año. Se ha convertido, más que nunca, en pueblo peregrino, guiado por Aquél que es «
el gran Pastor de las ovejas » (Hb 13,20). Con un extraordinario dinamisno, que ha implicado a
todos sus miembros, el Pueblo de Dios, aquí en Roma, así como en Jerusalén y en todas las Iglesias
locales, ha pasado a través de la « Puerta Santa » que es Cristo. A él, meta de la historia y único
Salvador del mundo, la Iglesia y el Espíritu Santo han elevado su voz: « Marana tha - Ven, Señor
Jesús » (cf. Ap 22,17.20; 1 Co 16,22).

Es imposible medir la efusión de gracia que, a lo largo del año, ha tocado las conciencias. Pero
ciertamente, un « río de agua viva », aquel que continuamente brota « del trono de Dios y del
Cordero » (cf. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la
sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y
dado otra vez. Al final de este año podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de
gratitud: « Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia » (Sal 118-117,1).

2. Por eso, siento el deber de dirigirme a todos vosotros para compartir el canto de alabanza. Había
pensado en este Año Santo del dos mil como un momento importante desde el inicio de mi
Pontificado. Pensé en esta celebración como una convocatoria providencial en la cual la Iglesia,
treinta y cinco años después del Concilio Ecuménico Vaticano II, habría sido invitada a interrogarse
sobre su renovación para asumir con nuevo ímpetu su misión evangelizadora.

¿Lo ha logrado el Jubileo? Nuestro compromiso, con sus generosos esfuerzos y las inevitables
fragilidades, está ante la mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las «

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

maravillas » que Dios ha realizado por nosotros. « Misericordias Domini in aeternum cantabo » (Sal
89-88,2).

Al mismo tiempo, lo ocurrido ante nosotros exige ser considerado y, en cierto sentido, interpretado,
para escuchar lo que el Espíritu, a lo largo de este año tan intenso, ha dicho a la Iglesia (cf. Ap
2,7.11.17 etc.).

3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro que nos espera.
Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el
Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora
aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción
concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. En cada una de ellas,
congregada en torno al propio Obispo, en la escucha de la Palabra, en la comunión fraterna y en la «
fracción del pan » (cf. Hch 2,42), está « verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una,
santa, católica y apostólica ».1 Es especialmente en la realidad concreta de cada Iglesia donde el
misterio del único Pueblo de Dios asume aquella especial configuración que lo hace adecuado a
todos los contextos y culturas.

Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento


mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el
Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial año de gracia, más aún, en el período más
amplio de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su fervor y recupere
un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con este objetivo, deseo ofrecer en esta
Carta, al concluir el Año Jubilar, la contribución de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille
cada vez más en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino.

I
EL ENCUENTRO CON CRISTO,
HERENCIA DEL GRAN JUBILEO

4. « Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente » (Ap 11,17). En la Bula de convocatoria del
Jubileo auguraba que la celebración bimilenaria del misterio de la Encarnación se viviera como un «
único e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad »2 y a la vez como camino de reconciliación
y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia ».3 La experiencia del
año jubilar se ha movido precisamente en estas dimensiones vitales, alcanzando momentos de
intensidad que nos han hecho como tocar con la mano la presencia misericordiosa de Dios, del cual
procede « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1,17).

Pienso, sobre todo, en la dimensión de la alabanza. Desde ella se mueve toda respuesta auténtica de
fe a la revelación de Dios en Cristo. El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que,
satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y
después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, «
últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo » (Hb 1,1-2).

¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin
disminuir la actualidad de aquel « hoy » con el que los ángeles anunciaron a los pastores el
acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén: « Hoy os ha nacido en la ciudad de
David un salvador, que es Cristo el Señor » (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos
en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: « Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír » (Lc 4,21). Han pasado dos mil años, pero siente siempre consolador
para los pecadores necesitados de misericordia —y ¿quién no lo es?— aquel « hoy » de la salvación
que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: « En verdad te digo, hoy
estarás conmigo en el Paraíso » (Lc 23,43).

La plenitud de los tiempos

5. La coincidencia de este Jubileo con la entrada en un nuevo milenio, ha favorecido ciertamente,


sin ceder a fantasías milenaristas, la percepción del misterio de Cristo en el gran horizonte de la
historia de la salvación. ¡El cristianismo es la religión que ha entrado en la historia! En efecto, es
sobre el terreno de la historia donde Dios ha querido establecer con Israel una alianza y preparar así
el nacimiento del Hijo del seno de María, « en la plenitud de los tiempos » (Ga 4,4). Contemplado
en su misterio divino y humano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el
sentido y la meta última. En efecto, es por medio él, Verbo e imagen del Padre, que « todo se hizo
» (Jn 1,3; cf. Col 1,15). Su encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu,
es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc
1,15), más aún, ha puesto sus raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol (cf.
Mc 4,30-32), en nuestra historia.

« Gloria a ti, Cristo Jesús, hoy y siempre tú reinarás ». Con este canto, tantas veces repetido, hemos
contemplado en este año a Cristo como nos lo presenta el Apocalipsis: « El Alfa y la Omega, el
Primero y el Último, el Principio y el Fin » (Ap 22,13). Y contemplando a Cristo hemos adorado
juntos al Padre y al Espíritu, la única e indivisible Trinidad, misterio inefable en el cual todo tiene
su origen y su realización.

Purificación de la memoria

6. Para que nosotros pudiéramos contemplar con mirada más pura el misterio, este Año jubilar ha
estado fuertemente caracterizado por la petición de perdón. Y esto ha sido así no sólo para cada uno
individualmente, que se ha examinado sobre la propia vida para implorar misericordia y obtener el
don especial de la indulgencia, sino también para toda la Iglesia, que ha querido recordar las
infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro
de Esposa de Cristo.

Para este examen de conciencia nos habíamos preparado mucho antes, conscientes de que la Iglesia,
acogiendo en su seno a los pecadores « es santa y a la vez tiene necesidad de purificación ».4 Unos
Congresos científicos nos han ayudado a centrar aquellos aspectos en los que el espíritu evangélico,
durante los dos primeros milenios, no siempre ha brillado. ¿Cómo olvidar la conmovedora Liturgia
del 12 de marzo de 2000, en la cual yo mismo, en la Basílica de san Pedro, fijando la mirada en
Cristo Crucificado, me he hecho portavoz de la Iglesia pidiendo perdón por el pecado de tantos
hijos suyos? Esta « purificación de la memoria » ha reforzado nuestros pasos en el camino hacia el
futuro, haciéndonos a la vez más humildes y atentos en nuestra adhesión al Evangelio.

Los testigos de la fe

7. Sin embargo, la viva conciencia penitencial no nos ha impedido dar gloria al Señor por todo lo

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el siglo que hemos dejado atrás,
concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos y de mártires. Para algunos de ellos el Año
jubilar ha sido también el año de su beatificación o canonización. Respecto a Pontífices bien
conocidos en la historia o a humildes figuras de laicos y religiosos, de un continente a otro del
mundo, la santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el
misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el
rostro de Cristo.

Mucho se ha trabajado también, con ocasión del Año Santo, para recoger las memorias preciosas de
los Testigos de la fe en el siglo XX. Los hemos conmemorado el 7 de mayo de 2000, junto con
representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en el sugestivo marco del Coliseo,
símbolo de las antiguas persecuciones. Es una herencia que no se debe perder y que se ha de
trasmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de imitación.

Iglesia peregrina

8. Siguiendo las huellas de los Santos, se han acercado aquí a Roma, ante las tumbas de los
Apóstoles, innumerables hijos de la Iglesia, deseosos de profesar la propia fe, confesar los propios
pecados y recibir la misericordia que salva. Mi mirada en este año ha quedado impresionada no sólo
por las multitudes que han llenado la Plaza de san Pedro durante muchas celebraciones.
Frecuentemente me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar la
Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su vida, llena de alegrías,
ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo y que en el diálogo con él reemprendía su
camino de esperanza.

Observando también el continuo fluir de los grupos, los veía como una imagen plástica de la Iglesia
peregrina, la Iglesia que está, como dice san Agustín « entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios ».5 Nosotros sólo podemos observar el aspecto más externo de este
acontecimiento singular. ¿Quién puede valorar las maravillas de la gracia que se han dado en los
corazones? Conviene callar y adorar, confiando humildemente en la acción misteriosa de Dios y
cantar su amor infinito: « ¡Misericordias Domini in aeternum cantabo! ».

Los jóvenes

9. Los numerosos encuentros jubilares han congregado las más diversas clases de personas,
notándose una participación realmente impresionante, que a veces ha puesto a prueba el esfuerzo de
los organizadores y animadores, tanto eclesiales como civiles. Deseo aprovechar esta Carta para
expresar a todos ellos mi agradecimiento más cordial. Pero, además del número, lo que tantas veces
me ha conmovido ha sido constatar el serio esfuerzo de oración, de reflexión y de comunión que
estos encuentros han manifestado.

Y, ¿cómo no recordar especialmente el alegre y entusiasmante encuentro de los jóvenes? Si hay una
imagen del Jubileo del Año 2000 que quedará viva en el recuerdo más que las otras es seguramente
la de la multitud de jóvenes con los cuales he podido establecer una especie de diálogo privilegiado,
basado en una recíproca simpatía y un profundo entendimiento. Fue así desde la bienvenida que les
di en la Plaza de san Juan de Letrán y en la Plaza de san Pedro. Después les vi deambular por la
Ciudad, alegres como deben ser los jóvenes, pero también reflexivos, deseosos de oración, de «
sentido » y de amistad verdadera. No será fácil, ni para ellos mismos, ni para cuantos los vieron,

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borrar de la memoria aquella semana en la cual Roma se hizo « joven con los jóvenes ». No será
posible olvidar la celebración eucarística de Tor Vergata.

Una vez más, los jóvenes han sido para Roma y para la Iglesia un don especial del Espíritu de Dios.
A veces, cuando se mira a los jóvenes, con los problemas y las fragilidades que les caracterizan en
la sociedad contemporánea, hay una tendencia al pesimismo. Es como si el Jubileo de los Jóvenes
nos hubiera « sorprendido », trasmitiéndonos, en cambio, el mensaje de una juventud que expresa
un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su
plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda
del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a
los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una
respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la
Cruz. Por eso, vibrando con su entusiasmo, no dudé en pedirles una opción radical de fe y de vida,
señalándoles una tarea estupenda: la de hacerse « centinelas de la mañana » (cf. Is 21,11-12) en esta
aurora del nuevo milenio.

Peregrinos de diversas clases

10. Obviamente no puedo detenerme en detalles sobre todas las celebraciones jubilares. Cada una
de ellas ha tenido sus características y ha dejado su mensaje no sólo a los que han asistido
directamente, sino también a los que lo han conocido o han participado a distancia a través de los
medios de comunicación social. Pero, ¿cómo no recordar el tono festivo del primer gran encuentro
dedicado a los niños? Empezar por ellos significaba, en cierto modo, respetar la exhortación de
Jesús: « Dejad que los niños se acerquen a mí » (Mc 10,14). Más aún, quizás significaba repetir el
gesto que él hizo cuando « colocó en medio » a un niño y lo presentó como símbolo mismo de la
actitud que había que asumir, si se quiere entrar en el Reino de Dios (cf. Mt 18,2-4).

Y así, en cierto sentido, siguiendo las huellas de los niños han venido a pedir la misericordia jubilar
las más diversas clases de adultos: desde los ancianos a los enfermos y minusválidos, desde los
trabajadores de las oficinas y del campo a los deportistas, desde los artistas a los profesores
universitarios, desde los Obispos y presbíteros a las personas de vida consagrada, desde los
políticos y los periodistas hasta los militares, venidos para confirmar el sentido de su servicio como
un servicio a la paz.

Gran impacto tuvo el encuentro de los trabajadores, desarrollado el 1 de mayo dentro de la


tradicional fecha de la fiesta del trabajo. A ellos les pedí que vivieran la espiritualidad del trabajo, a
imitación de san José y de Jesús mismo. Su jubileo me ofreció, además, la ocasión para lanzar una
fuerte llamada a remediar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del
trabajo, y a gestionar con decisión los procesos de la globalización económica en función de la
solidaridad y del respeto debido a cada persona humana.

Los niños, con su incontenible comportamiento festivo, volvieron en el Jubileo de las Familias, en
el cual han sido señalados al mundo como « primavera de la familia y de la sociedad ». Muy
elocuente fue este encuentro jubilar en el cual tantas familias, procedentes de diversas partes del
mundo, vinieron para obtener, con renovado fervor, la luz de Cristo sobre el proyecto originario de
Dios (cf. Mc 10,6-8; Mt 19,4-6). Ellas se comprometieron a difundirla en una cultura que corre el
peligro de perder, de modo cada vez más preocupante, el sentido mismo del matrimonio y de la
institución familiar.

159
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Entre los encuentros más emotivos está también para mí el que tuve con los presos de Regina Caeli.
En sus ojos leí el dolor, pero también el arrepentimiento y la esperanza. Para ellos el Jubileo fue por
un motivo muy particular un « año de misericordia ».

Simpático fue, finalmente, en los últimos días del año, el encuentro con el mundo del espectáculo.
A las personas que trabajan en este sector recordé la gran responsabilidad de proponer, con la alegre
diversión, mensajes positivos, moralmente sanos, capaces de transmitir confianza y amor a la vida.
Congreso Eucarístico Internacional

11. En la lógica de este Año jubilar, un significado determinante debía tener el Congreso Eucarístico
Internacional. ¡Y lo tuvo! Si la Eucaristía es el sacrificio de Cristo que se hace presente entre
nosotros, ¿cómo podía su presencia real no ser el centro del Año Santo dedicado a la encarnación
del Verbo? Precisamente por ello fue previsto como año « intensamente eucarístico »6 y así hemos
procurado vivirlo. Al mismo tiempo, ¿cómo podía faltar, al lado del recuerdo del nacimiento del
Hijo, el de la Madre? María ha estado presente en las celebraciones jubilares no sólo por medio de
oportunos y cualificados congresos, sino sobre todo a través del gran Acto de consagración con el
que, rodeado por buena parte del Episcopado mundial, confié a su solicitud materna la vida de los
hombres y de las mujeres del nuevo milenio.

La dimensión ecuménica

12. Se comprenderá así que hable espontáneamente del Jubileo visto desde la Sede de Pedro. Sin
embargo, no olvido que yo mismo quise que su celebración tuviese lugar de pleno derecho también
en las Iglesias particulares, y es allí donde la mayor parte de los fieles han podido obtener las
gracias especiales y, en particular, la indulgencia del Año jubilar. Así pues, es significativo que
muchas Diócesis hayan sentido el deseo de hacerse presentes, con numerosos grupos de fieles,
también aquí en Roma. La Ciudad Eterna ha manifestado, pues, una vez más su papel providencial
de lugar donde las riquezas y los dones de todas y cada una de las Iglesias, y también de cada
nación y cultura, se armonizan en la « catolicidad », para que la única Iglesia de Cristo manifieste
de modo cada vez más elocuente su misterio de sacramento de unidad.7

Había pedido también que, en el programa del Año jubilar, se prestara una particular atención a la
dimensión ecuménica. ¿Qué ocasión más propicia para animar el camino hacia la plena comunión
que la celebración común del nacimiento de Cristo? Se han llevado a cabo muchos esfuerzos para
este objetivo, y entre ellos destaca el encuentro ecuménico en la Basílica de San Pablo el 18 de
enero de 2000, cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente
por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado
Ecuménico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales
del todo el mundo. En esta misma dirección han ido también algunos importantes encuentros con
Patriarcas ortodoxos y Jerarcas de otras Confesiones cristianas. Recuerdo, en particular, la reciente
visita de S.S. Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicos de todos los Armenios. Además, muchos
fieles de otras Iglesias y Comunidades eclesiales han participado en los encuentros jubilares de los
diversos grupos. El camino ecuménico es ciertamente laborioso, quizás largo, pero nos anima la
esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su
Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas.

La peregrinación en Tierra Santa

160
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

13. ¿Cómo no recordar también mi Jubileo personal por los caminos de Tierra Santa? Habría
deseado iniciarlo en Ur de los Caldeos, para seguir casi prácticamente las huellas de Abraham «
nuestro padre en la fe » (cf. Rm 4,11-16). En cambio, tuve que contentarme con una etapa
únicamente espiritual, mediante la sugestiva « Liturgia de la palabra » celebrada el 23 de febrero en
el Aula Pablo VI. A continuación tuvo lugar la verdadera peregrinación, siguiendo el itinerario de la
historia de la salvación. Así tuve el gozo de pararme en el Monte Sinaí, lugar que recuerda la
entrega del Decálogo y de la primera Alianza. Un mes después retomé el camino, llegando al Monte
Nebo y visitando luego los mismos lugares habitados y santificados por el Redentor. Es difícil
expresar la emoción que experimenté al poder venerar los lugares del nacimiento y de la vida de
Cristo, en Belén y Nazaret, al celebrar la Eucaristía en el Cenáculo, en el mismo lugar de su
institución, al meditar el misterio de la Cruz sobre el Gólgota, donde él dio su vida por nosotros. En
aquellos lugares, aún tan probados e incluso recientemente entristecidos por la violencia, pude
experimentar una acogida extraordinaria no sólo por parte de los hijos de la Iglesia, sino también
por parte de las comunidades israelítica y palestina. Grande fue mi emoción en la oración ante el
Muro de las Lamentaciones y durante la visita al Mausoleo de Yad Vashem, en el recuerdo aterrador
de las víctimas de los campos de exterminio nazis. Aquella peregrinación fue un momento de
fraternidad y de paz, que me complace señalar como uno de los dones más bellos del
acontecimiento jubilar. Pensando en el clima vivido en aquellos días, expreso el sincero augurio de
una pronta y justa solución de los problemas aún abiertos en aquellos lugares santos, tan queridos a
la vez por los judíos, los cristianos y los musulmanes.

La deuda internacional

14. El Jubileo ha sido también, —y no podía ser de otro modo— un gran acontecimiento de caridad.
Desde los años preparatorios, hice una llamada a una mayor y más comprometida atención a los
problemas de la pobreza que aún afligen al mundo. Un significado particular ha tenido, a este
respecto, el problema de la deuda internacional de los Países pobres. En relación con éstos, un gesto
de generosidad estaba en la lógica misma del Jubileo, que en su originaria configuración bíblica era
precisamente el tiempo en el cual la comunidad se comprometía a restablecer la justicia y la
solidaridad en las relaciones entre las personas, restituyendo también los bienes materiales
substraídos. Me complace observar que recientemente los Parlamentos de muchos Estados
acreedores han votado una reducción sustancial de la deuda bilateral que tienen los Países más
pobres y endeudados. Formulo mis votos para que los respectivos Gobiernos acaten, en breve plazo,
estas decisiones parlamentarias. Más problemática ha resultado, sin embargo, la cuestión de la
deuda multilateral, contraída por Países pobres con los Organismos financieros internacionales. Es
de desear que los Estados miembros de tales organizaciones, sobre todo los que tienen un mayor
peso en las decisiones, logren encontrar el consenso necesario para llegar a una rápida solución de
una cuestión de la que depende el proceso de desarrollo de muchos Países, con graves
consecuencias para la condición económica y existencial de tantas personas.

Un nuevo dinamismo

15. Éstos son algunos de los aspectos más sobresalientes de la experiencia jubilar. Ésta deja en
nosotros tantos recuerdos. Pero si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que
nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus
coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el
mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino.

161
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos « remar mar adentro », confiando en la palabra
de Cristo: ¡Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez
y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben
suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en
iniciativas concretas. Jesús mismo nos lo advierte: « Quien pone su mano en el arado y vuelve su
vista atrás, no sirve para el Reino de Dios » (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para
mirar para atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y por eso
tenemos que emprender una eficaz programación pastoral postjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la
contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo
desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del « hacer por hacer ». Tenemos que resistir a esta
tentación, buscando « ser » antes que « hacer ». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a
Marta: « Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria » (Lc
10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo
haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento
absoluto de toda nuestra acción pastoral.

II
UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. « Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos
que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente
en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres
de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo «
hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo « ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia
reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las
generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros
contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final
del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas
experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el
rostro del Señor.

El testimonio de los Evangelios

17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada
Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado
oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san
Jerónimo afirma con vigor: « Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo ».8 Teniendo como
fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de
aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la
experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y
lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1).

Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no obstante su compleja redacción y con
una intención primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera plenamente
comprensible.9

18. En realidad los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones
de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un
fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo
testimonios fiables (cf. Lc 1,3) y trabajando sobre documentos sometidos al atento discernimiento
eclesial. Sobre la base de estos testimonios iniciales ellos, bajo la acción iluminada del Espíritu
Santo, descubrieron el dato humanamente desconcertante del nacimiento virginal de Jesús de María,
esposa de José. De quienes lo habían conocido durante los casi treinta años transcurridos por él en
Nazaret (cf. Lc 3,23), recogieron los datos sobre su vida de « hijo del carpintero » (Mt 13,55) y
también como « carpintero », en medio de sus parientes (cf. Mc 6,3). Hablaron de su religiosidad,
que lo movía a ir con los suyos en peregrinación anual al templo de Jerusalén (cf. Lc 2,41) y sobre
todo porque acudía de forma habitual a la sinagoga de su ciudad (cf. Lc 4,16).

Después los relatos serán más extensos, aún sin ser una narración orgánica y detallada, en el
período del ministerio público, a partir del momento en que el joven galileo se hace bautizar por
Juan Bautista en el Jordán y, apoyado por el testimonio de lo alto, con la conciencia de ser el « Hijo
amado » (cf. Lc 3,22), inicia su predicación de la venida del Reino de Dios, enseñando sus
exigencias y su fuerza mediante palabras y signos de gracia y misericordia. Los Evangelios nos lo
presentan así en camino por ciudades y aldeas, acompañado por doce Apóstoles elegidos por él (cf.
Mc 3,13-19), por un grupo de mujeres que los ayudan (cf. Lc 8,2-3), por muchedumbres que lo
buscan y lo siguen, por enfermos que imploran su poder de curación, por interlocutores que
escuchan, con diferente eco, sus palabras.

La narración de los Evangelios coincide además en mostrar la creciente tensión que hay entre Jesús
y los grupos dominantes de la sociedad religiosa de su tiempo, hasta la crisis final, que tiene su
epílogo dramático en el Gólgota. Es la hora de las tinieblas, a la que seguirá una nueva, radiante y
definitiva aurora. En efecto, las narraciones evangélicas terminan mostrando al Nazareno victorioso
sobre la muerte, señalan la tumba vacía y lo siguen en el ciclo de las apariciones, en las cuales los
discípulos, perplejos y atónitos antes, llenos de indecible gozo después, lo experimentan vivo y
radiante, y de él reciben el don del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22) y el mandato de anunciar el
Evangelio a « todas las gentes » (Mt 28,19).

El camino de la fe

19. « Los discípulos se alegraron de ver al Señor » (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles
contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos
tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles « las
manos y el costado » (ibíd.). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo
después de un laborioso itinerario del espíritu (cf. Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente
después de haber comprobado el prodigio (cf. Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase
su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Ésta era una experiencia que los
discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en
su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega
verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en
la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como
respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas
» (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a
entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante,
pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En
realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al
nivel profundo de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién decís que soy
yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega
realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo
» (Mt 16,16).

20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada
vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que
Jesús acoge la confesión de Pedro: « No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que
está en los cielos » (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común de
conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del
Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este
diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas
indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del
Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la
experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y
desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su
expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: « Y la Palabra se hizo
carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre
como Hijo único, lleno de gracia y de verdad » (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e
inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del
Concilio de Calcedonia (a. 451): « Una persona en dos naturalezas ». La persona es aquélla, y sólo
aquélla, la Palabra eterna, el hijo del Padre. Sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin
separación alguna posible, son la divina y la humana.10

Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre
humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite
asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y
verdadero hombre! Como el apóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar
sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte,
transfigurada por la resurrección: « Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en
mi costado » (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de
su divino esplendor, y exclama perennemente: ¡« Señor mío y Dios mío »! (Jn 20,28).

22. « La Palabra se hizo carne » (Jn 1,14). Esta espléndida presentación joánica del misterio de
Cristo está confirmada por todo el Nuevo Testamento. En este sentido se sitúa también el apóstol
Pablo cuando afirma que el Hijo de Dios nació de la estirpe de David « según la carne » (Rm 1,3;
cf. 9,5). Si hoy, con el racionalismo que reina en gran parte de la cultura contemporánea, es sobre
todo la fe en la divinidad de Cristo lo que constituye un problema, en otros contextos históricos y

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

culturales hubo más bien la tendencia a rebajar o desconocer el aspecto histórico concreto de la
humanidad de Jesús. Pero para la fe de la Iglesia es esencial e irrenunciable afirmar que realmente
la Palabra « se hizo carne » y asumió todas las características del ser humano, excepto el pecado (cf.
Hb 4,15). En esta perspectiva, la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un "despojarse", por
parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (cf. Flp 2,6-8; 1 P 3,18).

Por otra parte, este rebajarse del Hijo de Dios no es un fin en sí mismo; tiende más bien a la plena
glorificación de Cristo, incluso en su humanidad. « Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un
Nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre
» (Flp 2,9-11).

23. « Señor, busco tu rostro » (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una
respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha
bendecido verdaderamente y ha hecho « brillar su rostro sobre nosotros » (Sal 6766,3). Al mismo
tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, «
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».11

Jesús es el « hombre nuevo » (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la
humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es
capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más
aún, hacia la meta de la « divinazación », a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido,
admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la
Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente
hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.12

Rostro del Hijo

24. Esta identidad divino-humana brota vigorosamente de los Evangelios, que nos ofrecen una serie
de elementos gracias a los cuales podemos introducirnos en la « zona-límite » del misterio,
representada por la autoconciencia de Cristo. La Iglesia no duda de que en su narración los
evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo, captaran correctamente, en las palabras pronunciadas
por Jesús, la verdad que él tenía sobre su conciencia y su persona. ¿No es quizás esto lo que nos
quiere decir Lucas, recogiendo las primeras palabras de Jesús, apenas con doce años, en el templo
de Jerusalén? Entonces él aparece ya consciente de tener una relación única con Dios, como es la
propia del « hijo ». En efecto, a su Madre, que le hace notar la angustia con que ella y José lo han
buscado, Jesús responde sin dudar: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la
casa de mi Padre? » (Lc 2,49). No es de extrañar, pues, que, en la madurez, su lenguaje expresara
firmemente la profundidad de su misterio, como está abundantemente subrayado tanto por los
Evangelios sinópticos (cf. Mt 11,27; Lc 10,22), como por el evangelista Juan. En su autoconciencia
Jesús no tiene dudas: « El Padre está en mí, y yo en el Padre » (Jn 10,38).

Aunque sea lícito pensar que, por su condición humana que lo hacía crecer « en sabiduría, en
estatura y en gracia » (Lc 2,52), la conciencia humana de su misterio progresa también hasta la
plena expresión de su humanidad glorificada, no hay duda de que ya en su existencia terrena Jesús
tenía conciencia de su identidad de Hijo de Dios. Juan lo subraya llegando a afirmar que, en
definitiva, por esto fue rechazado y condenado. En efecto, buscaban matarlo, « porque no sólo
quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

» (Jn 5,18). En el marco de Getsemaní y del Gólgota, la conciencia humana de Jesús se verá
sometida a la prueba más dura. Pero ni siquiera el drama de la pasión y muerte conseguirá afectar su
serena seguridad de ser el Hijo del Padre celestial.

Rostro doliente

25. La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su
misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el
ser humano ha de postrarse en adoración.

Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús,
abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y
tierna expresión de confianza: « ¡Abbá, Padre! ». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del
sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para
devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino
cargarse incluso del « rostro » del pecado. « Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros,
para que viniésemos a ser justicia de Dios en él » (2 Co 5,21).

Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja
la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: « "Eloí,
Eloí, ¿lema sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?"
» (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el
angustioso « por qué » dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando
todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el
Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la
confianza. En efecto, continúa el Salmo: « En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los
liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro! » (2221, 5.12).

26. El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un


desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de
todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, « abandonado » por el Padre, él se « abandona »
en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia
que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del
pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué
significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es
sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera
vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía
hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables
está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática.

27. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz
en aquel patrimonio que es la « teología vivida » de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones
preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces
particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la
experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística
describe como « noche oscura ». Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la
experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la
Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

presente la alegría junto con el sufrimiento: « Y el alma está feliz y doliente: doliente por los
pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridadque ha recibido en sí misma.
Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y
doliente ».13 Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús,
verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: « Nuestro
Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía
no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo
algo ».14 Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da
lugar a esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo
dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23,34) y expresando al Padre su
extremo abandono filial: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23,46).

Rostro del Resucitado

28. Como en el Viernes y en el Sábado Santo, la Iglesia permanece en la contemplación de este


rostro ensangrentado, en el cual se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvación del mundo. Pero
esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el
Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14). La
resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo, como recuerda la Carta a los
Hebreos: « El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun
siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió
en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen » (5,7-9).

La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por
haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: « Tú
sabes que te quiero » (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de
Damasco y quedó impactado por él: « Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia » (Flp
1,21).

Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido
hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Dulcis Iesu memoria,
dans vera cordis gaudia »: ¡cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del
corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al
mundo, al inicio del tercer milenio: Él « es el mismo ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).

III
CAMINAR DESDE CRISTO

29. « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta
certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha
avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un
renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro
camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la
pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés:
« ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes
desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la
certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido


por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que
conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su
perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las
culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una
comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio.

Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las
condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la oportunidad extraordinaria de
dedicarnos, durante algunos años, a un camino de unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis
articulada sobre el tema trinitario y acompañada por objetivos pastorales orientados hacia una
fecunda experiencia jubilar. Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la
propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no
estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la
pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único
programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como
siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones
programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los
agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las
personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores
evangélicos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la
participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro,
sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con
las de la Iglesia universal.

Dicha sintonía será ciertamente más fácil por el trabajo colegial, que ya se ha hecho habitual,
desarrollado por los Obispos en las Conferencias episcopales y en los Sínodos. ¿No ha sido éste
quizás el objetivo de las Asambleas de los Sínodos, que han precedido la preparación al Jubileo,
elaborando orientaciones significativas para el anuncio actual del Evangelio en los múltiples
contextos y las diversas culturas? No se debe perder este rico patrimonio de reflexión, sino hacerlo
concretamente operativo.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin
embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades
pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis
ojos.

La santidad

30. En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral
es el de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia
especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con
esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de
nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia
pastoral.

Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución


dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la « vocación universal a la santidad ». Si los
Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque
espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y
determinante. Descubrir a la Iglesia como « misterio », es decir, como pueblo « congregado en la
unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,15 llevaba a descubrir también su « santidad »,
entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el « tres
veces Santo » (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de
Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de
santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: « Ésta es
la voluntad de Dios: vuestra santificación » (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a
algunos cristianos: « Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la
plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor ».16

31. Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que
nos atane al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico.
¿Acaso se puede « programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un
plan pastoral?

En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de
consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en
la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un
contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una
religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al
mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la
Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).

Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si
implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad.
Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al
Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre
ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el
momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana
ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta
dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una
pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada
persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales
de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los
movimientos reconocidos por la Iglesia.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

La oración

32. Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el
arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa.
Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a
orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los
primeros discípulos: « Señor, enséñanos a orar » (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese diálogo
con Cristo que nos convierte en sus íntimos: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15,4).
Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda
vida pastoral auténtica. Realizada en nosotros por el Espíritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo,
a la contemplación del rostro del Padre. Aprender esta lógica trinitaria de la oración cristiana,
viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial,17 pero también
de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos
para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33. ¿No es acaso un « signo de los tiempos » el que hoy, a pesar de los vastos procesos de
secularización, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta
precisamente en una renovada necesidad de orar? También las otras religiones, ya presentes
extensamente en los territorios de antigua cristianización, ofrecen sus propias respuestas a esta
necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en
Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos enseñar a qué grado de interiorización
nos puede llevar la relación con él.

La gran tradición mística de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede enseñar mucho a
este respecto. Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor,
hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso
del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre. Entonces se realiza la experiencia
viva de la promesa de Cristo: « El que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me
manifestaré a él » (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin
embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas
purificaciones (la « noche oscura »), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo
vivido por los místicos como « unión esponsal ». ¿Cómo no recordar aquí, entre tantos testimonios
espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jesús?

Sí, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser
auténticas « escuelas de oración », donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en
petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha
y viveza de afecto hasta el « arrebato del corazón. Una oración intensa, pues, que sin embargo no
aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor
de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios.18

34. Ciertamente, los fieles que han recibido el don de la vocación a una vida de especial
consagración están llamados de manera particular a la oración: por su naturaleza, la consagración
les hace más disponibles para la experiencia contemplativa, y es importante que ellos la cultiven
con generosa dedicación. Pero se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede
conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos
en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino « cristianos

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

con riesgo ». En efecto, correrían el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y


quizás acabarían por ceder a la seducción de los sucedáneos, acogiendo propuestas religiosas
alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstición. Hace falta, pues, que
la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda
programación pastoral. Yo mismo me he propuesto dedicar las próximas catequesis de los miércoles
a la reflexión sobre los Salmos, comenzando por los de la oración de Laudes, con la cual la Iglesia
nos invita a « consagrar » y orientar nuestra jornada. Cuánto ayudaría que no sólo en las
comunidades religiosas, sino también en las parroquiales, nos esforzáramos más para que todo el
ambiente espiritual estuviera marcado por la oración. Convendría valorizar, con el oportuno
discernimiento, las formas populares y sobre todo educar en las litúrgicas. Está quizá más cercano
de lo que ordinariamente se cree, el día en que en la comunidad cristiana se conjuguen los múltiples
compromisos pastorales y de testimonio en el mundo con la celebración eucarística y quizás con el
rezo de Laudes y Vísperas. Lo demuestra la experiencia de tantos grupos comprometidos
cristianamente, incluso con una buena representación de seglares.

La Eucaristía dominical

35. El mayor empeño se ha de poner, pues, en la liturgia, « cumbre a la cual tiende la actividad de la
Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza ».19 En el siglo XX,
especialmente a partir del Concilio, la comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de
celebrar los Sacramentos y sobre todo la Eucaristía. Es preciso insistir en este sentido, dando un
realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe,
día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana.20 Desde hace dos
mil años, el tiempo cristiano está marcado por la memoria de aquel « primer día después del sábado
» (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1¿, en el que Cristo resucitado llevó a los Apóstoles el don de la paz y
del Espíritu (cf. Jn 20,19-23). La verdad de la resurrección de Cristo es el dato originario sobre el
que se apoya la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14), acontecimiento que es el centro del misterio del tiempo
y que prefigura el último día, cuando Cristo vuelva glorioso. No sabemos qué acontecimientos nos
reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá
firmemente en las manos de Cristo, el « Rey de Reyes y Señor de los Señores » (Ap 19,16) y
precisamente celebrando su Pascua, no sólo una vez al año sino cada domingo, la Iglesia seguirá
indicando a cada generación « lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se
relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo ».21

36. Por tanto, quisiera insistir, en la línea de la Exhortación « Dies Domini », para que la
participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber
irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida
cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio que se presenta
caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en Países de antigua
cristianización. En muchas regiones los cristianos son, o lo están siendo, un « pequeño rebaño » (Lc
12,32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de
soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. El deber de la participación
eucarística cada domingo es una de éstos. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a
los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el
antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada
y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se
convierte también en el día de la Iglesia,22 que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de
sacramento de unidad.

171
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

El sacramento de la Reconciliación

37. Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la
comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la
Reconciliación. Como se recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación
postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que recogía los frutos de la reflexión de una Asamblea del
Sínodo de los Obispos, dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a esforzarse por todos los
medios para afrontar la crisis del « sentido del pecado » que se da en la cultura contemporánea,23
pero más aún, invitaba a hacer descubrir a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos
muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Éste es el rostro de Cristo
que conviene hacer descubrir también a través del sacramento de la penitencia que, para un
cristiano, « es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves
cometidos después del Bautismo ».24 Cuando el mencionado Sínodo afrontó el problema, era
patente a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos
que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha
caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje
alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes, se han acercado con
fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza,
creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. ¡No debemos rendirnos, queridos hermanos
sacerdotes, ante las crisis contemporáneas! Los dones del Señor —y los Sacramentos son de los
más preciosos— vienen de Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el Señor de la
historia.

Primacía de la gracia

38. En la programación que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que dé
prioridad a la oración, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visión
cristiana de la vida: la primacía de la gracia. Hay una tentación que insidia siempre todo camino
espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de
hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos
invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio
a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, « no podemos hacer nada » (cf. Jn
15,5).

La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de
Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta
este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un
humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el
episodio evangélico de la pesca milagrosa: « Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no
hemos pescado nada » (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios,
para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros
con toda su fuerza: ¡Duc in altum! En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: « en tu
palabra, echaré las redes » (ibíd.). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este
milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de
oración.

Escucha de la Palabra

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

39. No cabe duda de que esta primacía de la santidad y de la oración sólo se puede concebir a partir
de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el
papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho
en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le
corresponde en la oración pública de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las
comunidades recurren ya en gran número a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos
quienes se dedicana ella con la valiosa ayuda de estudios teológicos y bíblicos. Precisamente con
esta atención a la palabra de Dios se está revitalizando principalmente la tarea de la evangelización
y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta
orientación, incluso a través de la difusión de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular,
que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida
tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela,
orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40. Alimentarnos de la Palabra para ser « servidores de la Palabra » en el compromiso de la


evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha
pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una « sociedad cristiana
», la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores
evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y
comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y
culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la « llamada » a la nueva
evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el
impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de
Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba:
« ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16).

Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos
pocos « especialistas », sino que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del
Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe
anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano
de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando
debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas en las
que ha de llegar el mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada
pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud.

El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación.
Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición
eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido
acogido y arraigado. De la belleza de este rostro pluriforme de la Iglesia hemos gozado
particularmente en este Año jubilar. Quizás es sólo el comienzo, un icono apenas esbozado del
futuro que el Espíritu de Dios nos prepara.

La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las
familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje
evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

lenguaje, según el ejemplo de Pablo cuando decía: « Me he hecho todo a todos para salvar a toda
costa a algunos » (1 Co 9,22). Al recomendar todo esto, pienso en particular en la pastoral juvenil.
Precisamente por lo que se refiere a los jóvenes, como antes he recordado, el Jubileo nos ha
ofrecido un testimonio consolador de generosa disponibilidad. Hemos de saber valorizar aquella
respuesta alentadora, empleando aquel entusiasmo como un nuevo talento (cf. Mt 25,15) que Dios
ha puesto en nuestras manos para que los hagamos fructificar.

41. Que nos ayude y oriente, en esta acción misionera confiada, emprendedora y creativa, el
ejemplo esplendoroso de tantos testigos de la fe que el Jubileo nos ha hecho recordar. La Iglesia ha
encontrado siempre, en sus mártires, una semilla de vida. Sanguis martyrum - semen christianorum.
25 Esta célebre « ley » enunciada por Tertuliano, se ha demostrado siempre verdadera ante la
prueba de la historia. ¿No será así también para el siglo y para el milenio que estamos iniciando?
Quizás estábamos demasiado acostumbrados a pensar en los mártires en términos un poco lejanos,
como si se tratase de un grupo del pasado, vinculado sobre todo a los primeros siglos de la era
cristiana. La memoria jubilar nos ha abierto un panorama sorprendente, mostrándonos nuestro
tiempo particularmente rico en testigos que, de una manera u otra, han sabido vivir el Evangelio en
situaciones de hostilidad y persecución, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema.
En ellos la palabra de Dios, sembrada en terreno fértil, ha fructificado el céntuplo (cf. Mt 13,8.23).
Con su ejemplo nos han señalado y casi « allanado » el camino del futuro. A nosotros nos toca, con
la gracia de Dios, seguir sus huellas.

IV
TESTIGOS DEL AMOR

42. « En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn
13,35). Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas,
nuestra programación pastoral se inspirará en el « mandamiento nuevo » que él nos dio: « Que,
como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros » (Jn 13,34).

Otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el
ámbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comunión (koinonía), que
encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comunión es el fruto y la
manifestación de aquel amor que, surgiendo del corazón del eterno Padre, se derrama en nosotros a
través del Espíritu que Jesús nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de todos nosotros « un solo corazón y
una sola alma » (Hch 4,32). Realizando esta comunión de amor, la Iglesia se manifiesta como «
sacramento », o sea, « signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género
humano ».26

Las palabras del Señor a este respecto son demasiado precisas como para minimizar su alcance.
Muchas cosas serán necesarias para el camino histórico de la Iglesia también este nuevo siglo; pero
si faltara la caridad (ágape), todo sería inútil. Nos lo recuerda el apóstol Pablo en el himno a la
caridad: aunque habláramos las lenguas de los hombres y los ángeles, y tuviéramos una fe « que
mueve las montañas », si faltamos a la caridad, todo sería « nada » (cf. 1 Co 13,2). La caridad es
verdaderamente el « corazón » de la Iglesia, como bien intuyó santa Teresa de Lisieux, a la que he
querido proclamar Doctora de la Iglesia, precisamente como experta en la scientia amoris: «
Comprendí que la Iglesia tenía un Corazón y que este Corazón ardía de amor. Entendí que sólo el
amor movía a los miembros de la Iglesia [...]. Entendí que el amor comprendía todas las vocaciones,
que el Amor era todo ».27

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Espiritualidad de comunión

43. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante
nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también
a las profundas esperanzas del mundo.

¿Qué significa todo esto en concreto? También aquí la reflexión podría hacerse enseguida operativa,
pero sería equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas
concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio
educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los
ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las
familias y las comunidades. Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del
corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser
reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la
comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo
místico y, por tanto, como « uno que me pertenece », para saber compartir sus alegrías y sus
sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y
profunda amistad. Espiritualidad de la comunión es también capacidad de ver ante todo lo que hay
de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un « don para mí », además
de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la
comunión es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga
6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran
competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este
camino espiritual, de poco servirían los instrumentos externos de la comunión. Se convertirían en
medios sin alma, máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento.

44. Sobre esta base el nuevo siglo debe comprometernos más que nunca a valorar y desarrollar
aquellos ámbitos e instrumentos que, según las grandes directrices del Concilio Vaticano II, sirven
para asegurar y garantizar la comunión. ¿Cómo no pensar, ante todo, en los servicios específicos de
la comunión que son el ministerio petrino y, en estrecha relación con él, la colegialidad episcopal?
Se trata de realidades que tienen su fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo
sobre la Iglesia,28 pero que precisamente por eso necesitan de una continua verificación que
asegure su auténtica inspiración evangélica.

También se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la
Curia romana, la organización de los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales.
Pero queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades
de estos instrumentos de la comunión, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de
responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios
tan rápidos de nuestro tiempo.

45. Los espacios de comunión han de ser cultivados y ampliados día a día, a todos los niveles, en el
entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la comunión ha de ser patente en las relaciones entre
Obispos, presbíteros y diáconos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos,
entre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez más los
organismos de participación previstos por el Derecho canónico, como los Consejos presbiterales y
pastorales. Éstos, como es sabido, no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria,

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puesto que actúan de manera consultiva y no deliberativa29 sin embargo, no pierden por ello su
significado e importancia. En efecto, la teología y la espiritualidad de la comunión aconsejan una
escucha recíproca y eficaz entre Pastores y fieles, manteniéndolos por un lado unidos a priori en
todo lo que es esencial y, por otro, impulsándolos a confluir normalmente incluso en lo opinable
hacia opciones ponderadas y compartidas.

Para ello, hemos de hacer nuestra la antigua sabiduría, la cual, sin perjuicio alguno del papel
jerárquico de los Pastores, sabía animarlos a escuchar atentamente a todo el Pueblo de Dios. Es
significativo lo que san Benito recuerda al Abad del monasterio, cuando le invita a consultar
también a los más jóvenes: « Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor ».30 Y san
Paulino de Nola exhorta: « Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla
el Espíritu de Dios ».31

Por tanto, así como la prudencia jurídica, poniendo reglas precisas para la participación, manifiesta
la estructura jerárquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones
injustificadas, la espiritualidad de la comunión da un alma a la estructura institucional, con una
llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada
miembro del Pueblo de Dios.

Variedad de vocaciones

46. Esta perspectiva de comunión está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana
para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración
orgánica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un sólo
cuerpo, el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,12). Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer
milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia
responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el ministerio ordenado, pueden florecer otros
ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendiéndola
en sus múltiples necesidades: de la catequesis a la animación litúrgica, de la educación de los
jóvenes a las más diversas manifestaciones de la caridad.

Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo —sobre todo con la oración insistente al Dueño de
la mies (cf. Mt 9,38)— en la promoción de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial
consagración. Éste es un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todas las partes del
mundo. Además, en algunos países de antigua evangelización, se ha hecho incluso dramático
debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el
secularismo. Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que
llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexión atenta sobre los
valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está
invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las propias
fuerzas para la causa del Reino.

En este contexto cobran también toda su importancia las demás vocaciones, enraizadas básicamente
en la riqueza de la vida nueva recibida en el sacramento del Bautismo. En particular, es necesario
descubrir cada vez mejor la vocación propia de los laicos, llamados como tales a « buscar el reino
de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios »32 y a llevar a cabo «
en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde [...] con su empeño por evangelizar y
santificar a los hombres ».33

176
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

En esta misma línea, tiene gran importancia para la comunión el deber de promover las diversas
realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas
de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios
constituyendo una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia
universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y movimientos actúen en plena sintonía
eclesial y en obediencia a las directrices de los Pastores. Pero es también exigente y perentoria para
todos la exhortación del Apóstol: « No extingáis el Espíritu, no despreciéis las profecías,
examinadlo todo y quedaos con lo bueno » (1 Ts 5,19-21).

47. Una atención especial se ha de prestar también a la pastoral de la familia, especialmente


necesaria un momento histórico como el presente, en el que se está constatando una crisis
generalizada y radical de esta institución fundamental. En la visión cristiana del matrimonio, la
relación entre un hombre y una mujer —relación recíproca y total, única e indisoluble— responde
al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia por la « dureza de corazón », pero que Cristo
ha venido a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido « desde el
principio » (cf. Mt 19,8). En el matrimonio, elevado a la dignidad de Sacramento, se expresa
además el « gran misterio » del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5,32).

En este punto la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cierta cultura, aunque sea muy
extendida y a veces « militante ». Conviene más bien procurar que, mediante una educación
evangélica cada vez más completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la
posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las
verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los
más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez más conscientes de la
atención debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para
tutelar sus derechos.

El campo ecuménico

48. ¿Y qué decir, además, de la urgencia de promover la comunión en el delicado ámbito del campo
ecuménico? La triste herencia del pasado nos afecta todavía al cruzar el umbral del nuevo milenio.
La celebración jubilar ha incluido algún signo verdaderamente profético y conmovedor, pero queda
aún mucho camino por hacer.

En realidad, al hacernos poner la mirada en Cristo, el Gran Jubileo ha hecho tomar una conciencia
más viva de la Iglesia como misterio de unidad. « Creo en la Iglesia, que es una »: esto que
manifestamos en la profesión de fe tiene su fundamento último en Cristo, en el cual la Iglesia no
está dividida (1 Co 1,11-13). Como Cuerpo suyo, en la unidad obtenida por los dones del Espíritu,
es indivisible. La realidad de la división se produce en el ámbito de la historia, en las relaciones
entre los hijos de la Iglesia, como consecuencia de la fragilidad humana para acoger el don que
fluye continuamente del Cristo-Cabeza en el Cuerpo místico. La oración de Jesús en el cenáculo
—« como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros » (Jn 17, 21)— es a la
vez revelación e invocación. Nos revela la unidad de Cristo con el Padre como el lugar de donde
nace la unidad de la Iglesia y como don perenne que, en él, recibirá misteriosamente hasta el fin de
los tiempos. Esta unidad que se realiza concretamente en la Iglesia católica, a pesar de los límites
propios de lo humano, emerge también de manera diversa en tantos elementos de santificación y de
verdad que existen dentro de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales; dichos elementos, en

177
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

cuanto dones propios de la Iglesia de Cristo, les empujan sin cesar hacia la unidad plena.34

La oración de Cristo nos recuerda que este don ha de ser acogido y desarrollado de manera cada vez
más profunda. La invocación « ut unum sint » es, a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que
nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón. La confianza de poder
alcanzar, incluso en la historia, la comunión plena y visible de todos los cristianos se apoya en la
plegaria de Jesús, no en nuestras capacidades.

En esta perspectiva de renovado camino postjubilar, miro con gran esperanza a las Iglesias de
Oriente, deseando que se recupere plenamente ese intercambio de dones que ha enriquecido la
Iglesia del primer milenio. El recuerdo del tiempo en que la Iglesia respiraba con « dos pulmones »
ha de impulsar a los cristianos de oriente y occidente a caminar juntos, en la unidad de la fe y en el
respeto de las legítimas diferencias, acogiéndose y apoyándose mutuamente como miembros del
único Cuerpo de Cristo.

Con análogo esmero se ha de cultivar el diálogo ecuménico con los hermanos y hermanas de la
Comunión anglicana y de las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma. La confrontación
teológica sobre puntos esenciales de la fe y de la moral cristiana, la colaboración en la caridad y,
sobre todo, el gran ecumenismo de la santidad, con la ayuda de Dios, producirán sus frutos en el
futuro. Entre tanto, continuemos con confianza en el camino, anhelando el momento en que, con
todos los discípulos de Cristo sin excepción, podamos cantar juntos con voz clara: « Ved qué
dulzura, que delicia, convivir los hermanos unidos » (Sal 133,1).

Apostar por la caridad

49. A partir de la comunión intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal,
proyectándonos hacia la práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. Éste es un
ámbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programación
pastoral. El siglo y el milenio que comienzan tendrán que ver todavía, y es de desear que lo vean de
modo palpable, a qué grado de entrega puede llegar la caridad hacia los más pobres. Si
verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre
todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse: « He tenido hambre y
me habéis dado de comer, he tenido sed y me habéis dado que beber; fui forastero y me habéis
hospedado; desnudo y me habéis vestido, enfermo y me habéis visitado, encarcelado y habéis
venido a verme » (Mt 25,35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página
de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta página, la Iglesia comprueba su
fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el ámbito de la ortodoxia.

No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento
que « con la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre ».35
Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una
presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos. Mediante esta
opción, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna
manera, se siembran todavía en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jesús mismo
dejó en su vida terrena atendiendo a cuantos recurrían a Él para toda clase de necesidades
espirituales y materiales.

50. En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana.

178
ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento


económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no
sólo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida
muy por debajo del mínimo requerido por la dignidad humana. ¿Cómo es posible que, en nuestro
tiempo, haya todavía quien se muere de hambre; quién está condenado al analfabetismo; quién
carece de la asistencia médica más elemental; quién no tiene techo donde cobijarse?

El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas
pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero
expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad
avanzada o en la enfermedad, a la marginación o a la discriminación social. El cristiano, que se
asoma a este panorama, debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo interpretando el llamamiento
que él dirige desde este mundo de la pobreza. Se trata de continuar una tradición de caridad que ya
ha tenido muchísimas manifestaciones en los dos milenios pasados, pero que hoy quizás requiere
mayor creatividad. Es la hora de un nueva « imaginación de la caridad », que promueva no tanto y
no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con
quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un
compartir fraterno.

Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan
como « en su casa ». ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la buena nueva del
Reino? Sin esta forma de evangelización, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la
pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser
incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación
nos somete cada día. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras.

Retos actuales

51. ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace
inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz,
amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio de los
derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños? Muchas son las
urgencias ante las cuales el espíritu cristiano no puede permanecer insensible.

Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son
menos comprendidos, hasta el punto de hacer impopular la intervención de la Iglesia, pero que no
pueden por ello desaparecer de la agenda eclesial de la caridad. Me refiero al deber de
comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano desde la concepción hasta su
ocaso natural. Del mismo modo, el servicio al hombre nos obliga a proclamar, oportuna e
importunamente, que cuantos se valen de las nuevas potencialidades de la ciencia, especialmente en
el terreno de las biotecnologías, nunca han de ignorar las exigencias fundamentales de la ética,
apelando tal vez a una discutible solidaridad que acaba por discriminar entre vida y vida, con el
desprecio de la dignidad propia de cada ser humano.

Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos,
es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de
la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de
fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a


la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el
destino del ser humano y el futuro de la civilización.

52. Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo específicamente cristiano: deben ser
sobre todo los laicos, en virtud de su propia vocación, quienes se hagan presentes en estas tareas,
sin ceder nunca a la tentación de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales. En
particular, la relación con la sociedad civil tendrá que configurarse de tal modo que respete la
autonomía y las competencias de esta última, según las enseñanzas propuestas por la doctrina social
de la Iglesia.

Es notorio el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el siglo XX, para
interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer de modo cada vez más puntual y
orgánico su propia contribución a la solución de la cuestión social, que ha llegado a ser ya una
cuestión planetaria.

Esta vertiente ético-social se propone como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano.
Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver
con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma
tensión escatológica del cristianismo. Si esta última nos hace conscientes del carácter relativo de la
historia, no nos exime en ningún modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la
enseñanza del Concilio Vaticano II: « El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la
construcción el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les
obliga más a llevar a cabo esto como un deber ».36

Un signo concreto

53. Como signo de este mensaje de caridad y de promoción humana, que se basa en las íntimas
exigencias del Evangelio, he querido que el mismo Año jubilar, entre los numerosos frutos de
caridad que ya ha producido en el curso de su desarrollo —pienso particularmente en la ayuda
ofrecida a tantos hermanos más pobres para hacer posible su participación en el Jubileo— dejase
también una obra que sea, de alguna manera, el fruto y el sello de la caridad jubilar. En efecto,
muchos peregrinos han contribuido de diferentes modos con su limosna y, junto con ellos, también
muchos protagonistas del mundo económico han ofrecido ayudas generosas, que han servido para
asegurar la conveniente realización del acontecimiento jubilar. Una vez cubiertos los gastos que se
han debido afrontar a lo largo del año, el dinero que pueda sobrar, debe destinarse a fines
caritativos. En efecto, es importante excluir de un acontecimiento religioso tan significativo
cualquier apariencia de especulación económica. Lo que sobre servirá para repetir también en esta
ocasión la experiencia vivida tantas otras veces a lo largo de la historia desde que, en los comienzos
de la Iglesia, la comunidad de Jerusalén ofreció a los no cristianos la imagen conmovedora de un
intercambio espontáneo de dones, hasta la comunión de los bienes, en favor de los más pobres (cf.
Hch 2,44–45).

La obra que se realice será solamente un pequeño arroyo que confluirá en el gran río de la caridad
cristiana que recorre la historia. Pequeño, pero significativo arroyo: el Jubileo ha movido al mundo
a mirar hacia Roma, la Iglesia « que preside en la caridad »37 y a ofrecer a Pedro la propia limosna.
Ahora la caridad manifestada en el centro de la catolicidad vuelve, de alguna manera, hacia el
mundo a través de este gesto, que quiere quedar como fruto y memoria viva de la comunión

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

experimentada con ocasión del Jubileo.

Diálogo y misión

54. Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz.
Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su « reflejo ». Es el mysterium lunae
tan querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia
dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz.38 Era un modo de expresar lo que Cristo mismo
dice, al presentarse como « luz del mundo » (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran
« la luz del mundo » (cf Mt 5,14).

Ésta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve
opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos
abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos.

55. En esta perspectiva se sitúa también el gran desafío del diálogo interreligioso, en el cual
estaremos todavía comprometidos durante el nuevo siglo, en la línea indicada por el Concilio
Vaticano II.39 En los años de preparación al Gran Jubileo la Iglesia, mediante encuentros de notable
interés simbólico, ha tratado de establecer una relación de apertura y diálogo con representantes de
otras religiones. El diálogo debe continuar. En la situación de un marcado pluralismo cultural y
religioso, tal como se va presentando en la sociedad del nuevo milenio, este diálogo es también
importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de
religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad. El nombre del
único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de
paz.

56. Pero el diálogo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos
tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que está en
nosotros (cf. 1 Pt 3,15). No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo
que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor
respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelación del Dios-Amor, que « tanto amó al mundo
que le dio su Hijo unigénito » (Jn 3,16). Todo esto, como también ha sido subrayado recientemente
por la Declaración Dominus Iesus, no puede ser objeto de una especie de negociación dialogística,
como si para nosotros fuese una simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos
llena de alegría, una noticia que debemos anunciar.

La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los pueblos, y una tarea
prioritaria de la missio ad gentes sigue siendo anunciar a Cristo, « Camino, Verdad y Vida » (Jn
14,6), en el cual los hombres encuentran la salvación. El diálogo interreligioso « tampoco puede
sustituir al anuncio; de todos modos, aquél sigue orientándose hacia el anuncio ».40 Por otra parte,
el deber misionero no nos impide entablar el diálogo íntimamente dispuestos a la escucha. En
efecto, sabemos que, frente al misterio de gracia infinitamente rico por sus dimensiones e
implicaciones para la vida y la historia del hombre, la Iglesia misma nunca dejará de escudriñar,
contando con la ayuda del Paráclito, el Espíritu de verdad (cf. Jn 14,17), al que compete
precisamente llevarla a la « plenitud de la verdad » (Jn 16,13).

Este principio es la base no sólo de la inagotable profundización teológica de la verdad cristiana,


sino también del diálogo cristiano con las filosofías, las culturas y las religiones. No es raro que el

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Espíritu de Dios, que « sopla donde quiere » (Jn 3,8), suscite en la experiencia humana universal, a
pesar de sus múltiples contradicciones, signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos
de Cristo a comprender más profundamente el mensaje del que son portadores. ¿No ha sido quizás
esta humilde y confiada apertura con la que el Concilio Vaticano II se esforzó en leer los « signos de
los tiempos »?41 Incluso llevando a cabo un laborioso y atento discernimiento, para captar los «
verdaderos signos de la presencia o del designio de Dios »,42 la Iglesia reconoce que no sólo ha
dado, sino que también ha « recibido de la historia y del desarrollo del género humano ».43 Esta
actitud de apertura, y también de atento discernimiento respecto a las otras religiones, la inauguró el
Concilio. A nosotros nos corresponde seguir con gran fidelidad sus enseñanzas y sus indicaciones.

A la luz del Concilio

57. ¡Cuánta riqueza, queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que nos dio el Concilio
Vaticano II! Por eso, en la preparación del Gran Jubileo, he pedido a la Iglesia que se interrogase
sobre la acogida del Concilio.44 ¿Se ha hecho? El Congreso que se ha tenido aquí en el Vaticano ha
sido un momento de esta reflexión, y espero que, de diferentes modos, se haya realizado igualmente
en todas las Iglesias particulares. A medida que pasan los años, aquellos textos no pierden su valor
ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como
textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. Después de
concluir el Jubileo siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la
que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula
segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza.

CONCLUSIÓN

¡DUC IN ALTUM!

58. ¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso
en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó
hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para
verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos.
¿No ha sido quizás para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que
hemos celebrado el Año jubilar? El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez más a
ponernos en camino: « Id pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo » (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer
milenio invitándonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para
ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos
empuja hoy a partir animados por la esperanza « que no defrauda » (Rm 5,5).

Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse más rápida al recorrer los senderos
del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina,
son muchos, pero no hay distancias entre quienes están unidos por la única comunión, la comunión
que cada día se nutre de la mesa del Pan eucarístico y de la Palabra de vida. Cada domingo Cristo
resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo, donde al atardecer del día « primero de la
semana » (Jn 20,19) se presentó a los suyos para « exhalar » sobre de ellos el don vivificante del
Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización.

Nos acompaña en este camino la Santísima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas
veces en estos años la he presentado e invocado como « Estrella de la nueva evangelización ». La
indico aún como aurora luminosa y guía segura de nuestro camino. « Mujer, he aquí tus hijos », le
repito, evocando la voz misma de Jesús (cf. Jn 19,26), y haciéndome voz, ante ella, del cariño filial
de toda la Iglesia.

59. ¡Queridos hermanos y hermanas! El símbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas,
pero para dejar abierta más que nunca la puerta viva que es Cristo. Después del entusiasmo jubilar
ya no volvemos a un anodino día a día. Al contrario, si nuestra peregrinación ha sido auténtica debe
como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera. Tenemos que imitar la
intrepidez del apóstol Pablo: « Lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para
alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jesús » (Flp 13,14). Al mismo
tiempo, hemos de imitar la contemplación de María, la cual, después de la peregrinación a la ciudad
santa de Jerusalén, volvió a su casa de Nazareth meditando en su corazón el misterio del Hijo (cf.
Lc 2,51).

Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los
discípulos de Emaús « al partir el pan » (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para
reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: « ¡Hemos visto
al Señor! » (Jn 20,25).

Éste es el fruto tan deseado del Jubileo del Año dos mil, Jubileo que nos ha presentado de manera
palpable el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor del hombre.

Mientras se concluye y nos abre a un futuro de esperanza, suba hasta el Padre, por Cristo, en el
Espíritu Santo, la alabanza y el agradecimiento de toda la Iglesia.

Con estos augurios y desde lo más profundo del corazón, imparto a todos mi Bendición.

Vaticano, 6 de enero, Solemnidad de la Epifanía del Señor, del año 2001, vigésimo tercero de
Pontificado.

NOTAS

(1) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 11.
(2) Bula Incarnationis mysterium, 3: AAS 91 (1999), 132.
(3) Ibíd., 4: l.c., 133.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
(5) De civ. Dei XVIII, 51,2: PL 41, 614; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
(6) Cf. Cart. ap. Tertio millennio adveniente, 55: AAS 87 (1995), 38.
(7) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(8) « Ignoratio enim Scripturarum ignoratio Christi est »: Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17.
(9) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 19.
(10) « Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo
Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios
verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre [...] uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos
naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, [...] no partido o dividido en dos personas, sino uno
solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo y Señor Jesucristo »: DS 301-302.
(11) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
(12) A este respecto observa san Atanasio: « El hombre no podía ser divinizado permaneciendo unido a una criatura, si
el Hijo no fuese verdaderamente Dios », Discurso II contra los Arrianos 70: PG 26, 425 B.
(13) N. 78.
(14) Últimos Coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, 1003.

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ALABANZA A LA TRINIDAD, EL HOMBRE Y SU ENCUENTRO CON CRISTO JMJ

(15) S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553; cf. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
(16) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 40.
(17) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
(18) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Cart. Orationis formas, sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15
de octubre de 1989: AAS 82 (1990), 362-379.
(19) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
(20) Cart. ap. Dies Domini, 19: AAS 90 (1998), 724.
(21) Ibíd., 2: l.c., 714.
(22) Cf. Ibíd., 35: l.c., 734.
(23) Cf. n. 18: AAS 77 (1985), 224.
(24) Ibíd., 31: l.c., 258
(25) Tertuliano, Apol., 50,13: PL 1, 534.
(26) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(27) MsB 3vo, Opere Complete, Libreria Editrice Vaticana Edizioni OCD, Roma 1997, p. 223.
(28) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, c. III.
(29) Cf. Congr. para el Clero y Otras, Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones relativas la
colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes, (15 agosto 1997): AAS 89 (1997), 852–877,
especialmente art. 5: « Los organismos de colaboración en la Iglesia particular ».
(30) Reg. III, 3: « Ideo autem omnes ad consilium vocari diximus, quia saepe iuniori Dominus revelat quod melius est
».
(31) « De omnium fidelium ore pendeamus, quia in omnem fidelem Spiritus Dei spirat » (Epist. 23, 36 a Sulpicio
Severo: CSEL 29, 193.
(32) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
(33) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 2.
(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
(35) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
(36) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 34.
(37) S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, Pref., ed. Funk, I, 252.
(38) Así, por ejemplo, S. Agustín: « También la luna representa a la Iglesia, porque no tiene luz propia, sino que la
recibe del Hijo unigénito de Dios, el cual en muchas pasajes de la Escritura alegóricamente es llamado sol »: Enarr. In
Ps. 10, 3: CCL 38, 42.
(39) Cf. Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
(40) Pont. Cons. para el Diálogo Interreligioso y Congr. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio:
reflexiones y orientaciones (19 mayo 1991), 82: AAS 84 (1992), 444.
(41) Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
(42) Ibíd., 11.
(43) Ibíd., 44.
(44) Cf. Cart. Ap. Tertio millennio adveniente, 36

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