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Conclusiones generales del mundo grecorromano. Jedin, Historia de la Iglesia I (p.

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Finalmente, hay que asignar principalmente a la religión popular una fuerte fe en lo maravilloso de
la época helenística, si bien contaba también con partidarios entre las clases cultas. El milagro que
más ardientemente se desea es la recuperación de la salud perdida. Ésta se pide al dios Asclepio,
que en la época helenística gozó de una veneración como nunca antes. De médico primigenio y
semidiós curador de enfermos, pasó a ser el ayudador de la humanidad, el «salvador de todos».
Dondequiera se le levantaba un templo algo mayor, allí surgía pronto una especie de lugar de
peregrinación, adonde afluían peregrinos de todas partes para ser curados durante el sueño, tras
lavatorios previos, en o junto al santuario, o para enterarse del remedio que acabará con la
enfermedad. El gran templo de Asclepio, del siglo iv antes de Cr., en Epidauro (Peloponeso) quedó
eclipsado en la época helenística por el grandioso templo del dios en Pérgamo7, que fue a su vez
punto de partida de nuevas fundaciones, de las que pueden actualmente señalarse unas
doscientas. De este Asclepios salvador (o curador) se espera que dé vista a los ciegos, devuelva el
habla a los mudos y cure la tisis y la rabia. Si la curación milagrosa tenía lugar, se daban gracias al
dios con preciosos exvotos que reproducían a veces en oro o plata el miembro curado y
pregonaban así a cuantos entraban en el templo el poder milagroso de Asclepio. En el siglo 11
después de Cr., el rétor Elio Arístides se hizo profeta de este dios curador y, en el siglo iv, el
emperador Juliano trató de imponerlo de nuevo como salvador de la humanidad frente al salvador
de los cristianos. El cristianismo mismo hubo de sostener contra las pretensiones salvadoras de
Asclepio una larga y dura lucha, cuyos comienzos se rastrean ya en los escritos joánicos del Nuevo
Testamento, y perdura hasta el siglo iv.
Si damos una ojeada general a la situación de conjunto en el mundo religioso del helenismo al
comienzo de la era cristiana, la impresión es desde luego negativa, si se contrapone a esa situación
la tarea con que tenía que enfrentarse el cristianismo. El culto imperial había de resultar un grave
obstáculo para la pacífica propagación de la nueva fe, primeramente porque el mensaje de un
redentor que había sido ejecutado como un malhechor sobre la cruz no podía imponerse
fácilmente en un mundo dado a lo exterior frente a la figura sagrada, rodeada de todo esplendor,
que se sentaba sobre el trono imperial. Además, si los seguidores del evangelio se atrevían a
despreciar o atacar, siquiera de palabra, ese culto oficial, el Estado podía desplegar todo su poder
contra ellos. Otro factor negativo lo ofrecía la espantosa falta de sentido moral de los cultos
mistéricos orientales, cuyos rasgos orgiásticos conducían frecuentemente a serias degeneraciones.
Además, la tendencia de esos cultos a la exhibición externa, destinada exclusivamente a
impresionar los sentidos, era a ¡menudo efecto de la superficialidad religiosa, propia de la
civilización helenística, que iba constantemente perdiendo hondura e intimidad. El mismo efecto
negativo había de tener la crítica de los dioses, irrespetuosa y descarada, que, con el desprecio de
las antiguas creencias y formas de culto de las viejas religiones, ayudó a enterrar toda reverencia
de lo religioso simplemente. La burlona ironía con que los sectores ilustrados acogen la
predicación de Pablo en Atenas, muestra bien a las claras qué disposiciones de espíritu tenía que
vencer el misionero cristiano.
Sin embargo, a estos factores negativos se contraponen en el cuadro de conjunto de la religiosidad
helenística rasgos positivos que cabe estimar como puntos de apoyo o de partida para el mensaje
de la nueva fe. Aquí hay que citar primeramente el sentimiento de vacío que, ante el fallo de las
antiguas religiones, había innegablemente surgido en las naturalezas reflexivas. En este vacío
podía penetrar sin excesiva dificultad un mensaje que, a par de predicar un alto ideal moral, podía
precisamente impresionar a cuantos sentían asco de su vida anterior. Algunos rasgos particulares
de los cultos mistéricos demuestran la existencia del profundo anhelo de redención sentido por la
humanidad de entonces, que había de prestar oído apenas se le hablara de la salvación eterna
ofrecida por un soter que, si estaba desnudo de toda grandeza terrena, por ello justamente era
superior al otro que sólo tenía que ofrecer una terrena. Finalmente, la tendencia al monoteísmo,
tal como se manifiesta patentemente en el helenismo, tenía que constituir un punto de partida
ideal para la evangelización cristiana en las tierras gentiles de la antigüedad, para cuyos pueblos
había ahora llegado la plenitud de los tiempos (Gal 4, 4).

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