Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
I
La especificidad de la investigación literaria
Antes, y para entender mejor las condiciones de esta práctica, será necesario enfocarnos
en las peculiaridades del objeto de estudio. Esto, que parece un inofensivo principio de orden
expositivo, es, en rigor, una toma de posición dentro de una larga discusión –que ya lleva más
de un siglo– en el campo de la historia como disciplina científica. Para abreviar el punto en todo
lo posible, digamos que las primeras reflexiones de los historiadores sobre su propia disciplina
estuvieron enfocadas en la práctica, la metodología y las condiciones propias de la profesión,
tendencia que puede rastrearse desde la conferencia liminar de Wilhelm von Humboldt sobre
“La tarea del historiador”, pronunciada en la Universidad de Berlín en 1821, hasta el famoso
libro de Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, de 1949. La otra tendencia,
que aparece más tardíamente y que hoy es dominante, critica esta perspectiva “empirista” y
discute los fundamentos científicos disciplinares enfocándose en la naturaleza del objeto propio
de la historia, tendencia visible ya en los Escritos sobre la historia de Fernand Braudel, de
1969, y sobre todo en Paul Veyne, Michel de Certeau y Hayden White. Es en respuesta a (y
como posicionamiento dentro de) esta polémica entre “empiricistas” y “epistemologistas” que
planteo, entonces, aquí, hablar a la vez de la práctica y del objeto, como única manera de
avanzar en una reflexión más lúcida de la propia disciplina. 1
1
Es comprensible que el lector se pregunte qué tienen que ver estas controversias de la Historia con una
reflexión sobre la investigación literaria. La respuesta está en la importancia de la dimensión temporal
cuando se trata de investigar literatura no contemporánea. En la medida en que esta investigación se hace
cargo de la problemática histórico-literaria, el investigador se vuelve un historiador que trabaja en una
LECCIÓN INAUGURAL 2
II
Naturaleza convencional del objeto “literatura medieval española”
Hay actualmente un amplio consenso en aceptar como cosa indiscutible que el objeto
(objeto de estudio, de conocimiento, de análisis) no es algo virtual, naturalmente dado, ni mucho
menos preexistente al proceso mediante el cual se lo estudia, se lo conoce, se lo analiza; por el
contrario, el objeto se va constituyendo durante el proceso de conocimiento. Tal concepción, en su
formulación más acertada, plantea una relación dialéctica entre sujeto y objeto: ni el objeto impone
condiciones absolutas al sujeto, obligándolo a una adaptación total para acceder a su conocimiento,
ni el sujeto proyecta sus categorías e inventa un objeto de otro modo inexistente, en una especie de
idealismo radical. La interacción entre sujeto y objeto está, pues, en la base de esta concepción.
El conjunto de operaciones mediante las cuales el objeto se constituye puede entenderse
con más claridad si incluimos un tercer término que propongo llamar –de modo provisorio y al solo
fin ilustrativo– campo fenoménico. Bajo esta denominación quiero aludir al conjunto no
estructurado de los hechos en bruto, que se extiende en un área de límites no precisados por
ninguna disciplina, en un estado previo a cualquier operación cognoscente por encima de la
elemental percepción sensorial (una textualidad, un conglomerado de discursos, una masa de
archivos, etc.). El proceso puede, entonces, describirse de este modo: existe un campo fenoménico
determinado sobre el cual un sujeto recorta un objeto; la operación de recorte implica a ambos
términos y en ella se manifiesta su simultaneidad constitutiva. Por supuesto que el estatuto de este
campo fenoménico es pasible de una problematización idéntica a la del objeto (y ni hablar de la
discusión sobre el estatuto de lo que premeditadamente a la ligera acabo de llamar “hechos en
bruto”), pero en tal caso nos estaríamos ubicando en un nivel de generalidades básicas que remiten
a las categorías fundamentales de la experiencia humana. De todas maneras, no es mi intención
profundizar en cuestiones epistemológicas que sólo nos alejarían de nuestro objetivo; baste agregar
a lo ya dicho tres acotaciones:
En primer lugar, es oportuno aclarar que entiendo aquí los términos recortar y construir
como equivalentes, pues estarían aludiendo a una misma operación.
En segundo lugar, entre los factores actuantes en esa operación de recorte podemos
mencionar aquellos relacionados con la percepción (capacidad de “visualizar”, modalidad de
captación, dependientes de parámetros culturales reguladores de la conducta perceptiva
supra-individual), los intereses que movilizan la indagación (en gran medida de origen extra-
discursivo pero de inevitable manifestación discursiva y fundamentalmente de naturaleza
ideológica –política, económica, literaria–)2 y cierta “resistencia específica” del objeto,
denominación con la que pretendo aludir a la peculiar condición según la cual el objeto posee una
relativa “dureza” en su constitución que acota, hasta cierto punto, en la dialéctica cognoscitiva, la
operación de recorte –en otras palabras, el objeto no se podría “recortar por cualquier lado” sin
dañar su pertinencia como objeto científico.
En tercer lugar, la categoría de objeto no es la categoría de sentido, como algunos críticos
sostienen: una cosa es la confrontación de lecturas diferentes de un mismo objeto, y otra muy
distinta la coexistencia de discursos sobre objetos diferentes; precisamente la no percepción de esta
diferencia está en la base de la imposibilidad de dirimir interminables polémicas de la crítica sobre
tópicos histórico-literarios.
parcela muy restringida del campo histórico, como es la literatura (o la cultura, según veremos). En este
punto, entonces, los problemas disciplinares de los historiadores se convierten también en sus problemas.
Dicho de otro modo, la investigación en literatura no contemporánea es, en gran medida, si no
forzosamente, interdisciplinaria (cruce de historia y literatura).
2
Es inevitable la referencia al Foucault de la primera etapa, cuyas investigaciones culminan con la
publicación de Las palabras y las cosas (1966) y la reflexión teórica sobre su propia actividad plasmada en
La arqueología del saber (1969). Sobre esta cuestión del objeto, véase concretamente Foucault 1977: 65-81.
LEONARDO FUNES 3
Sin embargo, desde una postura empírica, sostenida por la experiencia concreta de trabajo
y aprendizaje en una larga tradición de comentarios sobre objetos históricamente identificados y
reconocidos, se puede sospechar, si no de la veracidad, al menos de la importancia de esta
afirmación. Al fin y al cabo, se llega a la investigación para trabajar con objetos que ya estaban allí
desde mucho tiempo antes. Lejos de describir un caso hipotético, lo antedicho constituye el
argumento subyacente en algunos estudios literarios: las polémicas, las apropiaciones, los
intercambios entre diferentes interpretaciones o posturas críticas suelen no tomar en cuenta el
interrogante sobre la identidad del objeto que pretenden compartir como escenario común. La falta
de problematización de la naturaleza del objeto bien puede no ser un obstáculo insalvable en el
nivel empírico de la investigación concreta sobre tópicos muy específicos, pero los problemas se
multiplican cuando se intenta abarcar fenómenos en un nivel de generalización mayor.
Tal es el caso, precisamente, en nuestra disciplina. Por eso les propongo, como una
manera de poner de relieve su especificidad, llevar a cabo un proceso de “desnaturalización” de
la concepción tradicional de nuestro objeto dentro de la filología hispánica.
Éste se definió siempre como “literatura medieval española”, una nominación
aparentemente irreprochable que estaría señalando una realidad auto-evidente. Esta virtualidad
de la literatura medieval española es el efecto de las aparentes especificaciones que ofrece la
nominación: dentro del ámbito de la praxis cultural, seleccionamos la literatura; dentro del
ámbito del pasado histórico, seleccionamos el período medieval; dentro del ámbito geográfico,
seleccionamos un territorio concreto, el español. Pero, como veremos, es sólo esta suerte de
ilusión taxonómica la que le da cierta garantía de existencia y de verdad a este objeto llamado
tradicionalmente literatura medieval española.
En rigor, cada uno de los términos en cuestión (literatura, medieval, española) encierra
una problemática muy compleja que tiene que ver con la historia de la terminología y de los
conceptos y también con ciertos automatismos, ciertos hábitos de la crítica contemporánea.
Zumthor (1989), todo texto –al menos hasta el siglo XIV– ha transitado por la voz, ya sea en la
composición, en la difusión, en la conservación, transmisión y almacenamiento, o en todas estas
instancias a la vez. Y ese tránsito no ha sido casual, porque aún los textos compuestos por
escrito llevan inscriptos una intervención determinante que actúa como un poderoso factor de
formalización: la intención de decirse, de propagarse, mediante un acto vocal. La auralidad,
como la llama Joyce Coleman (1996), es un factor primordial que diferencia la textualidad
medieval de la “literatura”. Volveré sobre esto más adelante.
Por todo lo dicho, entonces, hay que concluir que no hubo literatura en la Edad Media.
¿Cuál sería entonces la denominación apropiada para el resultado de la práctica artística basada
en la materia lingüística? Una posibilidad sería –y es lo que propongo en mis clases– hablar de
producción verbal, una denominación que pone el acento en la productividad de una práctica
cultural, en su carácter lingüístico o discursivo, y que también permite abarcar la oralidad, la
auralidad y la manuscritura.
Esta idea tendrá enorme influjo en el arte y el pensamiento medievales, pero ahora sólo quiero
llamar la atención sobre una sola de sus derivaciones: pasado ya el momento culminante de la
Encarnación, sólo queda esperar el previsible final de la consumación de los tiempos. Se vive,
pues, un tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo: en ese sentido –
digamos trascendental– podemos decir que hombres y mujeres medievales tenían conciencia de
vivir en una “edad media”. De todos modos, esto no tiene nada que ver con nuestra idea de lo
que es la “edad media” y lo “medieval”. Como bien sabemos, el término fue inventado por los
humanistas italianos para referirse negativamente al período que separaba la Antigüedad clásica
de su propio presente –que podemos ubicar entre mediados del siglo XIV y mediados del siglo
XVI. Se trata de una historia muy conocida, pero aún así creo que será necesario rastrear la
fortuna histórica de estos términos y de este concepto hasta nuestro tiempo, de modo que me
disculpo por lo que será un recorrido un tanto prolijo por unos seis siglos de malentendidos. 7
El primer gran difusor de una visión negativa de los “tiempos medios” fue Petrarca,
como bien se sabe. No es tan sabido, en cambio, el contexto político e ideológico en que esta
polémica desvalorización del pasado inmediato se propagó. Cuando Petrarca declara que hay
que rescatar a Roma de los bárbaros está diciendo muchas cosas a la vez: por un lado, se refiere
al influjo de los franceses (los galos, y por tanto, los bárbaros) sobre el papado, cuya sede ya no
está en Roma sino en Aviñón, escándalo para muchos cristianos que ven en esta situación un
segundo “cautiverio de Babilonia” que desembocará, en la segunda mitad del siglo XIV en el
llamado Cisma de Occidente; por otro lado, alude al rescate de la herencia clásica latina de
manos de los comentadores, glosadores y transmisores cuya sede central se ubica,
simbólicamente, en la Universidad de París; es una opción por recuperar la pureza de la lengua
latina de Virgilio y Cicerón en contra de la lengua degradada durante siglos de mezcla latino-
germánica.
7
Hay libros enteros dedicados a este tema, entre los que sobresalen Heers 1995 y Sergi 2000; también
hay comentarios sugerentes en Rico 1993a, Bartlett 2002 y Le Goff 2003. Los he aprovechado a todos en
este resumen.
LECCIÓN INAUGURAL 6
8
Diario Página 12, edición del 22 de febrero de 2004.
LEONARDO FUNES 7
Habrá que esperar hasta el siglo XVII para encontrar esta etiqueta de polemistas
convertida en un concepto historiográfico. En efecto, Cristóbal Keller, que había publicado en
1685 una Historia antiqua que terminaba con el emperador Constantino, escribió una Historia
Medii Aevii (publicada en 1688) que abarcaba de Constantino a la caída de Constantinopla
(1453). Con estas fechas comienza a estabilizarse la Edad Media como período histórico.
Desde luego, no hay que perder de vista el hecho de que periodizar es una operación
cultural perfectamente legítima, orientada a la comprensión del pasado manejando bloques
temporales de manera homogénea, como un modo de superar la imposibilidad para la memoria
colectiva de captar el magma del pasado aislando cada elemento.
Pero el problema subsiste y sigue preocupando a los historiadores. En cuanto al inicio
del período medieval, además de la fecha adoptada por Keller, se ha propuesto la conquista y
saqueo de Roma por el caudillo godo Alarico en el 410 y la caída del último emperador romano
de Occidente, Rómulo Augústulo, en 476. Mucho más insegura y discutible es la datación de su
final: antes que el hecho tomado por Keller, se suele aceptar vulgarmente como límite
cronológico el “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón (1492). Pero aun aceptando
que estas son convenciones del discurso historiográfico orientadas a facilitar la comunicación de
unos conocimientos (nadie está diciendo que la mañana del 13 de octubre de 1492 la gente se
despertó en la Edad Moderna, como ironiza el excelente chiste incluido en el film de Woody
Allen Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y no se atrevía a preguntar, cuando un
ansioso bufón está luchando para abrir el cinturón de castidad de su señora), aun con esta
salvedad, digo, la gran dificultad reside en el hecho de que ni siquiera una región tan pequeña
del mundo como es Europa se desenvuelve históricamente como un bloque homogéneo. Cada
país tiene su propia cronología: así, por ejemplo, en el caso de Italia la Edad Media termina ya
con la aparición de Petrarca, a mediados del siglo XIV; mientras que en Alemania los hechos
liminares serían la rebelión de Lutero y la elección de Carlos V como emperador (1517-1519);
por su parte, Francia estaría concluyendo su período medieval con el inicio de las grandes
conquistas de Carlos VIII en 1494, e Inglaterra, con el fin de la Guerra de las Dos Rosas y la
instauración de la dinastía Tudor, en 1485. Hasta un historiador tan autorizado como Jacques Le
Goff viene proponiendo una audaz prolongación de la Edad Media hasta la Revolución Francesa
(1789), una idea que, confieso, cada día me resulta más atractiva.
Además de su origen arbitrario, además de sus límites interminablemente re-dibujados,
todavía subsiste un inconveniente mayor: ¿cómo entender todo un milenio de historia humana
(al menos de un sector relativamente grande de la humanidad) como un único bloque
homogéneo? La historiografía actual ha visto aquí la mayor dificultad, por lo que ha recurrido al
expediente de agregar adjetivos, a fin de otorgar mayor precisión a la periodización. Así es
como se habla de una “temprana”, “alta”, “plena” o “baja” Edad Media, según el caso. Pero esta
solución al mismo tiempo pone en evidencia la inadecuación del término. Limitándonos a
cuestiones literarias de España: ¿cómo sostener que los cantares de gesta de finales del siglo XII
y la Celestina de fines del XV son igualmente “medievales”?
Todas estas observaciones e interrogantes ponen suficientemente en claro, entonces, que
el adjetivo “medieval” no alude a ninguna realidad histórica concreta.
Tenemos, por último, el término “española”. Aquí la cuestión es más compleja, porque
no se puede decir que la palabra y el concepto de España y español no hayan existido en ese
período. Lo que no existió fue una entidad geopolítica que correspondiera a ese nombre.
Tampoco puede decirse que los hombres de la Edad Media designaran con ese nombre
sólo al espacio geográfico, porque –como puntualiza Maravall (1964: 556)– la concepción del
territorio como fragmento de un espacio abstracto y absoluto sólo se difundió en Europa una vez
aceptados y generalizados los supuestos de la física newtoniana.
De modo que “lo español” pertenecía más bien al orden del imaginario político
medieval de la Península Ibérica. Remitía por un lado a la idea de la unidad perdida, en el marco
de la ideología neo-goticista, que trata de aprovechar para distintas unidades políticas (León,
Castilla, Aragón) la tradición romano-visigótica, reclamándose en cada caso legítima heredera.
Aludía, por otro lado, a la idea de la unidad a recuperar, fundamento ideológico de la lucha
contra los hispano-musulmanes del Al-Andalus que apela a la idea de “reconquista”. Por todo
LECCIÓN INAUGURAL 8
ello, podemos decir que el término “español” tal y como lo entendemos hoy está ligado a
connotaciones muy diferentes a las que pudo tener en la Edad Media, aunque más no fuera
porque en el medio han tenido lugar la construcción histórica de un estado y la elaboración
ideológica del concepto de nación. Sea como fuere, me interesa resaltar que “España” o
“español” no tenían correspondencia con lo real: no voy a detenerme en los detalles del
complejo proceso que llevó a la fragmentación política de la Península luego de la entrada de
los musulmanes y a una mezcla cultural sin parangón en el resto de Europa. Baste con señalar
los siguientes puntos: la invasión musulmana puso en relación –de modo muy traumático,
obviamente– una población constituida por una mayoría hispano-romana y una minoría visigoda
(totalmente romanizada luego de tres siglos de convivencia) con un contingente invasor que
estaba muy lejos de ser homogéneo (árabes, “sirios” y una mayoría de beréberes africanos).
Semejante heterogeneidad en la población y en la cultura se vio pronto enriquecida por las
comunidades judías, presentes tanto en las regiones cristianas como musulmanas de la
península, y por grupos híbridos culturalmente, como fueron los mozárabes (es decir, cristianos
que vivían en territorio musulmán) y los mudéjares (españoles musulmanes que vivían en
territorio cristiano). Todavía tendremos que, al concluir la Reconquista, los mudéjares que
permanecieron en la Península se llamaron moriscos y constituyeron una minoría que persistió,
perseguida, sometida, obligada a la conversión, hasta que fue expulsada a principios del siglo
XVII.
De modo que durante un extenso período que arranca a principios del siglo VIII y llega a
principios del siglo XVII tenemos: cristianos (navarros, gallegos, asturianos, aragoneses,
catalanes, portugueses, leoneses, castellanos), moros (españoles musulmanes de Al-Andalus),
judíos (comunidades protegidas en Al-Andalus, toleradas en los reinos cristianos), mozárabes
(cristianos entre musulmanes), mudéjares (musulmanes entre cristianos) y moriscos (minoría
musulmana en España); todos ellos legítimamente españoles.
Teniendo en cuenta esta realidad histórica debemos preguntarnos: ¿hasta qué punto los
medievalistas estudiamos literatura “española”? Por un problema de especialización académica
y de formación disciplinar se hace muy difícil investigar, con la misma versación y solvencia –y
de manera conjunta– las literaturas hispano-latina, galaico-portuguesa, hispano-árabe, hispano-
judía, aljamiada, catalana y castellana. En nuestro país, de hecho, por razones lingüísticas e
histórico-culturales relevantes para un hispanoamericano, nuestro campo se reduce en gran
medida a la literatura castellana. Sea como fuere, el punto es que no hay modo de aludir a una
cultura o a una literatura “española” homogénea en el período que nos interesa.
9
El agudo comentario de Régis Debray sobre el mundo intelectual contemporáneo (“La comunidad de
quienes sólo tienen en común sus diferencias se enfrenta cotidianamente a un problema sin solución
definitiva: ¿cómo lograr que mis iguales me reconozcan oficialmente como alguien sin igual? ¿Cómo
imponerme como excepcional en un mundo en el que la excepción es la regla general? No es fácil ser
único colectivamente.”, Le pouvoir intellectuel en France; apud Noiriel 1997: 123) pinta con bastante
exactitud nuestro ambiente universitario y da cuenta del contexto en el que la proliferación terminológica
o la tergiversación semántica de términos conocidos tiene lugar.
LEONARDO FUNES 9
III
La especificidad histórico-cultural de nuestro objeto
De todos modos no era mi intención llevar las cosas a una cuestión de disquisiciones
terminológicas. Me interesaba explayarme en estas inadecuaciones para ilustrar una serie de
fenómenos que tienen que ver con la especificidad del objeto del hispano-medievalismo; o más
precisamente con la especificidad de la investigación literaria de la literatura castellana de los
siglos XII a XV, que tal es el ámbito concreto de mi especialidad.
En primer lugar, habría que decir que la suma de confusiones que hay en torno de la
noción de literatura tiene su fuente principal –esa es mi convicción– en la radical alteridad del
texto medieval, que está en correlación, obviamente, con la radical alteridad de la cultura
medieval.
Uno de los ejercicios intelectuales más entusiasmantes y maravillosos (al menos espero
que compartan el entusiasmo que yo siento) que nos propone esta especialidad es tratar de
captar de la manera más profunda posible cuán “otra cosa” es la textualidad medieval. Para ello
se hace necesario reponer una cantidad importante de información histórica y, a la vez, aplicar
al máximo nuestra imaginación histórica. Así se logrará al menos vislumbrar un mundo cuya
lógica nos resulta absolutamente ajena. Al mismo tiempo habrá que potenciar nuestra
imaginación dialéctica para captar los caminos a través de los que ese mundo tan otro, tan ajeno,
repercute en nuestro presente.
Estos ejercicios permiten iluminar historias y fenómenos inesperados. El choque del
pasado con el presente hace saltar chispas, breves iluminaciones de fenómenos en los que
estamos involucrados de manera no consciente.
Un ejemplo: Jacques Le Goff dedica un libro denso y muy interesante al estudio del
nacimiento del Purgatorio (la idea de un tercer lugar, situado entre el Cielo y el Infierno en el
esquema cristiano de la salvación). Allí plantea que quien estudie este tema y no preste atención
al fenómeno muy concreto del pasaje del adjetivo (tiempo purgatorio) al sustantivo (ingresar al
Purgatorio), ocurrido entre 1150 y 1200,
dejará escapar, al mismo tiempo que la posibilidad de poner en claro una época decisiva y
una profunda mutación en la sociedad, la ocasión de determinar, a propósito de la creencia
en el Purgatorio, un fenómeno de gran importancia en la historia de las ideas y las
mentalidades: el proceso de espacialización del pensamiento. (Le Goff 1981: 12-13; las
itálicas son mías)
El pasaje es una verdadera perla: la indagación en esa cultura tan ajena a nuestros parámetros no
solamente permite iluminar un aspecto de la religión cristiana que, tanto creyentes como no
creyentes, solemos dar por descontado que siempre formó parte del dogma, sino que también –y
esto es lo más importante– vuelve inesperadamente patente la historicidad de una condición de
nuestros modos de pensar de la que casi no tenemos conciencia: su impregnación de metáforas
espaciales (centro-periferia, lo marginal, campo intelectual, punto de vista). La historia de una
cuestión abstrusa desarrollada durante 50 años hace ocho siglos se convierte en un episodio
relevante de la historia de los particulares parámetros de la mentalidad contemporánea.
Otro ejemplo: Georges Duby dedica un libro a estudiar el modelo trifuncional que
organiza la sociedad medieval (oradores, defensores y labradores) y allí comenta la dificultad
para encontrar menciones explícitas de este modelo en los escritos medievales:
La figura trifuncional era tan trivial que ninguno de estos escritores pensó en comentarla,
ninguno pensó en el destino que debía cumplir en su discurso teórico. Por ser inmemorial,
estaba al margen de cualquier discusión […] Estaba tan fuera de discusión como lo está, por
ejemplo, en la segunda mitad del siglo XX, la bipartición ideológica que pretende
convencernos de la existencia autónoma de una cultura “popular”. (Duby 1980: 143)
LECCIÓN INAUGURAL 10
Resulta fascinante la manera en que la comparación –que busca explicar una dificultad
documental de su investigación histórica y un hábito de esa cultura distante– nos sacude un
presupuesto que normalmente damos por sentado, cómo se ilumina con una luz diferente un
fenómeno casi trivial en nuestros días.
Podría decirse que la investigación literaria en el campo del hispano-medievalismo nos
sitúa frente a un universo cultural que es una suerte de novela inmensa atravesada por
centenares de hilos argumentales. Y nuestra lectura sólo puede recuperar algunas de esas tramas
y concretarlas en una historia dotada de sentido, una historia que, en su concreción final, bien
puede ser sorpresivamente distinta a la que en principio planeábamos reconstruir.
IV
El texto medieval
Una vez esbozado este marco cultural general, estrechemos nuestro enfoque en el
núcleo central de nuestro objeto: el texto medieval. Es mi convicción que, dentro de la tradición
occidental, han existido tres clases de texto: el texto antiguo (ligado a la materialidad del rollo),
el texto medieval (ligado a la materialidad del manuscrito) y el texto moderno (ligado a la
materialidad del libro impreso). Podríamos arriesgar la hipótesis de una cuarta clase: el texto
LEONARDO FUNES 11
posmoderno (ligado a los medios electrónicos, digitales, informáticos), que por obra de formas
inusitadas de recepción como el zapping y el surfing estalla en la fragmentariedad heterogénea del
texto flujo.10
No necesitamos mayores explicaciones de lo que es el texto moderno en tanto objeto
cultural, porque es parte de nuestra vida, porque lo usamos cotidianamente. Pero sí necesitamos
hacer un gran esfuerzo para captar lo que es el texto medieval, debido a su carácter pre-
moderno, pre-burgués. Nos exige, como decía más arriba, un ejercicio de imaginación y un
juego de comparaciones para vislumbrar este objeto a partir de lo que no es. Nos exige estar
alertas ante las similitudes engañosas, ante su aparente modernidad, su aparente vanguardismo.
Voy a mencionar aquí sólo tres rasgos específicos para que empecemos a entender nuestro
objeto.
En primer lugar, el texto medieval es un texto oral. Cuando se lee un texto medieval en
un libro impreso, se está realizando una actividad absolutamente impensable en la Edad Media.
En principio, porque, como ya dije, la imprenta no existía. Toda obra literaria dependía
completamente de la voz y de la mano, es decir, se originaba en la oralidad y en la manuscritura.
Este tránsito obligado de todo texto por la voz tiene consecuencias enormes:
a) El texto oral presupone, como contrapartida, el carácter colectivo o comunitario de su
recepción, lo que, a su vez, plantea una muy peculiar interacción entre el público y el emisor
(que sólo en determinadas condiciones coincide con el compositor del texto). En este sentido,
hay que entender que la escena de una persona leyendo en silencio y en soledad representa un
caso absolutamente excepcional dentro del fenómeno general de la recepción medieval.
b) Retomando lo que comentara poco más arriba, el efecto de alteridad que nos provoca
la naturaleza oral del texto medieval se hace marcadamente evidente cuando tratamos de
imaginar nuestro trabajo con semejante material: ¿cómo analizaríamos un relato que sólo hemos
escuchado una vez o pocas veces? No tenemos posibilidad de fragmentar, de volver atrás, de
releer y subrayar. Todo es recibido (visto y escuchado) en un tiempo homogéneo,
ininterrumpido y único. Evidentemente, necesitaríamos de herramientas que hoy no tenemos,
como, por ejemplo, una memoria auditiva mucho más desarrollada. Y también, ¿cómo
escribiríamos una obra si supiéramos de antemano que ésta va a ser escuchada y no leída? Sin
duda, tendríamos que apelar a una serie de recursos para asegurarnos de que lo que nos importa
destacar de nuestra obra sea claramente inteligible y se grabe en la mente del público. De la
misma manera el escritor medieval veía afectado su modo de componer por el carácter oral de la
difusión de su texto: la expresión era más enfática; se apelaba a diversos tipos de repetición.
c) Con el texto oral cambia sustancialmente la importancia y la naturaleza misma de la
memoria. Para entender esto, es necesario distinguir entre memorización y memoria.11 Así, por
ejemplo, un narrador oral no memoriza las historias que cuenta, sino que las recuerda. Para eso
se vale de ciertas frases formulares y de ciertas secuencias fijas: recursos para la expresión
rápida de un contenido narrativo. Por su parte, el público poseía una memoria mucho más
desarrollada que la nuestra; probablemente estuviera en condiciones de repetir con mayor
detalle lo visto y escuchado en un espectáculo juglaresco de lo que nosotros podemos contar de
lo presenciado en una función de teatro o de cine. Pero en el caso de textos culturalmente más
fundamentales, esa memoria tan ejercitada se potenciaba aún más mediante el aprovechamiento
de ciertos recursos visuales. Un ejemplo típico son los vitreaux de las iglesias y catedrales:
evidentemente no están allí para cumplir una función estética, o meramente decorativa, ni
siquiera simbólica; cumplen básicamente una función didáctico-narrativa, una función
comunicativa. Recuerdo especialmente los maravillosos vitreaux que se encuentran en el piso
superior de la Sainte-Chapelle, que en el siglo XIII mando construir el rey San Luis en la Ille-de-
France, en el centro de París, para guardar una reliquia de la cruz de Cristo. En cada flanco de la
nave de la capilla se representan escenas del Antiguo Testamento y escenas del Nuevo
Testamento ordenadas cronológicamente, de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha. El
impacto de la belleza del conjunto en nuestra sensibilidad estética no debe hacernos olvidar que
10
No se ven programas televisivos específicos, se ve televisión; no se visitan sitios de Internet específicos, se
navega por la red.
11
Véanse al respecto los sugerentes comentarios de Michel Riffaterre 1991.
LECCIÓN INAUGURAL 12
esas imágenes y su misma disposición constituyeron, en primer lugar, una apoyatura eficaz para
la transmisión de los relatos fundamentales de las Sagradas Escrituras por parte de los
sacerdotes y clérigos. Tales son las apoyaturas de la memoria de un público que luego, mediante
la contemplación de los vitrales, recuperará las palabras escuchadas, recordará los detalles del
relato.
La Sainte-Chapelle (Paris)
Se trata, entonces, de un caso muy ilustrativo de utilización de los medios audiovisuales para la
fijación de los relatos fundamentales de la cultura medieval en la memoria de la comunidad. Se
trata de una técnica que, de hecho, ha durado hasta el siglo XX. Baste recordar la escena en que
un “relator ambulante” cuenta la historia de un asesinato a los habitantes de un pueblito
congregados en la plaza en el filme El crimen de Cuenca, de Pilar Miró.
d) El texto oral es una prueba elocuente del enorme influjo que la oralidad ejerce sobre
la escritura. Basta detenerse en la prosodia, en la organización sintáctica de los textos
medievales para entender cuán apropiado resulta el nombre que Germán Orduna prefería para la
escritura (retomando un concepto de Koch 1993): oralidad elaborada (Orduna 2001). Esto
puede apreciarse con cierto detalle en un interesante artículo de Suzanne Fleischman
(“Philology, Linguistics, and the Discourse of the Medieval Text”, 1990), en el que plantea que
las anomalías y las incoherencias de la gramática y de la ortografía de las lenguas romances, tal
como aparecen en los textos, se deben a que esas lenguas no son todavía idiomas fijados por un
código escrito. El castellano antiguo es un lenguaje hablado, el instrumento comunicativo de
una comunidad oral que lenta y trabajosamente se va adaptando a las pautas formales de la
escritura. Un fenómeno análogo contemporáneo podría ser la transcripción fiel de la lengua
coloquial, con sus inconsecuencias, sus reiteraciones, sus frases inconclusas.
e) Las condiciones de la oralidad también ejercen un influjo decisivo en la lectura. Los
mismos mecanismos que mencionaba al hablar de los recursos audiovisuales para estimular la
memoria también actúan en el texto escrito. En rigor, la escritura debería entenderse, en este
contexto, como un sistema limitado e incompleto de signos visuales que ayudaba a los lectores a
recobrar representaciones más extensas. El influjo oral se pone de manifiesto en el hecho de que
la lectura medieval no es una decodificación de signos contiguos en una secuencia lineal, sino
que es la proyección de esos signos sobre paradigmas simultáneos presentes en la memoria. La
inteligibilidad del registro escrito se produce cuando se lo vocaliza, cuando se lo pronuncia en
LEONARDO FUNES 13
Un pequeño ejemplo del arduo y complejo trabajo que supone la lectura medieval lo
ofrece esta breve historia ejemplar incluida en el Calila e Dimna:
Et por ende, si el entendido alguna cosa leyere deste libro, es menester que lo afirme, et que
entienda lo que leyere [...]. O non sea atal commo el ome que dezían que quería leer
gramática, que se fue para un su amigo que era sabio. Et escrivióle una carta en que eran
puestas las partes del fablar. Et el escolar fuese con ella a su posada, et leyóla mucho, pero
non conoçió nin entendió el entendimiento que era en aquella carta, et la decoró [= la
aprendió de memoria] et súpola bien leer. Et açertóse con unos sabios, cuidanto que sabia
tanto commo ellos, et dixo una palabra en que herró. Et dixo uno de aquellos sabios: –Tú
herraste en que dezías, ca devías dezir así. Et dixo él: – ¿Cómo herré, ca yo he decorado lo
que era en una carta?
Et ellos burlaron dél porque non la sabía entender, et los sabios toviéronlo por muy grant
neçio. (Cacho Blecua-Lacarra 1984: 92-93)
lectura silenciosa sólo se convirtió en habitual y dominante en el siglo XIV y tuvo consecuencias
culturales amplísimas. Volviendo a nuestra analogía informática, la lectura medieval silenciosa
y a primera vista equivaldría a la posibilidad de una lectura directa del lenguaje-máquina.
En fin, creo que ha quedado suficientemente ilustrado hasta qué punto el texto medieval
es un texto oral.
We are inclined to wonder how men could be at once so original that they handled no
predecessor without pouring new life into him, and so unoriginal that they seldom did
anything completely new. (Lewis 1964: 209)
Este juego de la variación sólo desaparecerá con la imprenta, es decir, con la invención
del copista mecánico, y esto marcará el fin de la cultura medieval y el comienzo de la cultura
moderna.13 En este sentido, podríamos decir que el proceso cultural medieval se caracteriza por
un lento avance de la escritura a mano sobre la oralidad, hasta que su culminación hegemónica
se desvanece por la aparición de la imprenta y el consiguiente cambio de escenario de la
contienda discursiva.
Al proponerles este modelo descriptivo y explicativo estoy partiendo de una premisa: la
evolución de las mentalidades, de los modos de pensar, de las modalidades de producción
artística y verbal, está bajo el influjo de la evolución de los medios tecnológicos de
comunicación. De inmediato hay que aclarar que influjo no equivale a determinación. Y menos
aún significa causa suficiente y exclusiva. Por ejemplo, la imprenta se conoció en China varios
siglos antes que en Occidente, pero no influyó en la vieja sociedad imperial como lo hizo en
Europa. Había en el contexto histórico europeo un elemento diferente que tuvo un efecto
revolucionario en la cultura: el humanismo renacentista.
En tercer lugar, el texto medieval es un texto fundacional. Este rasgo está relacionado
con los textos escritos en lengua romance, o mejor, en lenguas vernáculas. Aquí es donde
resulta más fácil percibir la revolución cultural que implicó la puesta en escrito de lenguas no
codificadas por la escritura.
Pero es importante tener siempre presente que la literatura latina mantuvo su vigencia y
su vitalidad durante toda la Edad Media y el Renacimiento, a la vez que estas revoluciones
culturales que marcan una especificidad del ciclo civilizatorio medieval europeo también se
dieron en el ámbito de la latinidad. Basta recordar, al respecto, el brillante análisis que realiza
Erich Auerbach, en Mimesis, de la transformación de la lengua latina literaria desde Ammiano
Marcelino en el siglo IV hasta Gregorio de Tours en el siglo VI (Auerbach 1975: caps. III y IV),
análisis en el que muestra la serie de procesos ideológicos, históricos y culturales involucrados
en el paulatino abandono del uso de los casos y su reemplazo por preposiciones y en la
desarticulación del discurso clásico en diversas formas vulgares de acumulación.
Pero, aún así, para entender el carácter fundacional del texto medieval nos
circunscribiremos al escrito en lengua vernácula, porque la literatura que acompaña el
surgimiento de las lenguas modernas es, lógicamente, una literatura fundacional.
Uno de los fenómenos más llamativos y enigmáticos de la cultura medieval es el
contraste entre la sofisticada elegancia de los textos latinos de los siglos XII y XIII y la rudeza de
los textos en lengua vernácula de esos mismos siglos. La literatura parecería aquí confirmar una
concepción organicista, con sus períodos de infancia, juventud, madurez y vejez (en este caso,
el contraste entre la madura literatura latina y los infantiles experimentos textuales
vernáculos).14 Pero sabemos que esa concepción no es la más fructífera. Lo que podemos decir,
en cambio, es que la escritura en una lengua nueva (como lo era el castellano en los siglos XI y
XII) debe comenzar de cero el proceso de optimización de la función estética de esa lengua. Al
subrayar este “punto cero” que implica lo fundacional, estoy poniendo el acento en el hecho de
que los textos vernáculos no son una pura y simple continuación de la tradición literaria latina
con un mero cambio de lengua, del latín al vernáculo. Por el contrario, estamos aquí frente a un
13
Por supuesto que tampoco en este caso nos encontramos con un fenómeno puntual y decisivo: el sueño
de la reproducción infinita de copias por medios mecánicos se alcanzó luego de un largo proceso que
arranca con la imprenta artesanal del siglo XV y culmina a principios del siglo XIX con la perfección
tecnológica de la prensa mecánica, inicio a su vez de la imprenta industrial. Por lo tanto, en el período de
la llamada “modernidad clásica” se conserva todavía una cierta variación textual, comprobable en las
distintas emisiones de una misma edición, y una cierta mezcla de imprenta y manuscritura, visible en
aquellos libros cuyas ilustraciones se coloreaban y doraban a mano, ejemplar por ejemplar (he visto en la
National Gallery of Art, en Washington, un espléndido ejemplar de la Biblia en alemán que posee la más
antigua serie de ilustraciones bíblicas impresas, obra del llamado Maestro de la Biblia de Colonia, activo
entre 1470 y 1490, y originalmente publicada en Colonia en 1478 –el ejemplar exhibido correspondía a la
edición hecha por Antón Koberger, suegro de Durero, en Nüremberg, 1483).
14
No puedo evitar la evocación de Dámaso Alonso llamando a las glosas emilianenses “primer vagido”
de la lengua castellana (Alonso 1958).
LECCIÓN INAUGURAL 16
fenómeno mucho más complejo y relevante. Pocos lo han dicho de manera tan clara como
Alberto Vàrvaro:
se está plantando ante una tradición milenaria y está apostando por una escritura nueva, por
hacer de esa lengua cotidiana un instrumento de expresión artística. Esa osadía y su fortuna es lo
que podemos legítimamente admirar y es lo que el hispano-medievalismo busca investigar.
Tales son, pues, los perfiles de nuestro objeto de estudio.
15
Sobre este tema es muy ilustrativo el libro de Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez (2000).
16
Gonzalo de Berceo, Vida de Santo Domingo de Silos, c. 2. Cito por la edición de Aldo Ruffinatto
(1992).
LECCIÓN INAUGURAL 18
V
Condiciones de una lectura (pos)moderna de textos medievales
Para ilustrar el primer punto daré algunos ejemplos de la escuela filológica alemana,
porque en ellos se ve con claridad de qué modo una situación traumática del presente está en el
origen de una investigación histórico-literaria.
Ernst Robert Curtius publicó en 1948 un libro muy importante, Literatura europea y
Edad Media latina, que estudia la pervivencia de los autores latinos (clásicos y medievales) en
la literatura europea hasta comienzos del siglo XX. Es también una ardiente defensa del modo
histórico y filológico de leer los textos y, sobre todo, de la utilidad de la indagación del pasado
como una manera de comprender el presente:
Las vanguardias del conocimiento histórico son siempre unos cuantos individuos aislados a
quienes las conmociones históricas –guerras, revoluciones– obligan a plantearse nuevas
preguntas. Tucídides se sintió impulsado a escribir su obra histórica porque vio en la guerra
del Peloponeso la mayor de todas las guerras; San Agustín escribió la Ciudad de Dios bajo
la impresión de la conquista de Roma por Alarico; la obra político-histórica de Maquiavelo
es reflexión sobre la entrada de los franceses en Italia; la Revolución de 1789 y las guerras
napoleónicas hicieron surgir la filosofía de la historia hegeliana; a la derrota de 1871 siguió
la revisión de la historia francesa por Taine, y al establecimiento de la dinastía
Hohenzollern, la consideración “intempestiva” de Nietzsche sobre “la utilidad y desventaja
de la historia para la vida”, preludio de las discusiones modernas sobre el “historicismo”. El
resultado de la primera Guerra Mundial hizo que tuviera tanta repercusión en Alemania la
Decadencia de Occidente de Spengler. (Curtius 1955: 18)
Pocos años después, Erich Auerbach publica un libro, Lenguaje literario y público en la Baja
Latinidad y en la Edad Media, que completa su gran obra Mímesis, y en el prólogo de ese libro
dice:
La civilización europea está cerca del límite de su existencia; su propia historia, reducida a
sí misma, parece consumada; su unidad parece preparada y a punto de sucumbir ante otra
unidad que opera en un radio más amplio. Me parecía y me parece llegada la época en que
puede emprenderse el intento de comprender esa unidad histórica teniendo presente su
existencia viva y su viva conciencia. Trabajar en esta dirección –al menos para la expresión
literaria, objeto de la filología– fue desde siempre, y de modo cada vez más decidido, mi
intención. (Auerbach 1969: 10)
Basta conocer las circunstancias en que estas palabras fueron escritas para entender sus
resonancias más significativas: tanto Curtius como Auerbach habían iniciado sus carreras
académicas en los ámbitos universitarios de la República de Weimar; Curtius había sido
francófilo y socialista, Auerbach era judío: uno se vio obligado a abandonar su especialidad en
la literatura francesa contemporánea y dedicarse a enseñar latín medieval para no perder su
puesto universitario durante los años del nazismo; el segundo se vio obligado a emigrar para no
terminar en un campo de exterminio y pasó los años de la guerra refugiado en Estambul. Lo que
está presente como motivación y como problema en estos autores es el enorme sacudón que
sufre la civilización occidental con la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que la
cultura alemana, asentada en los grandes filósofos del Idealismo, culminara en Hitler y el
Holocausto? ¿Cómo explicar que una nación fundada en los valores del Espíritu y de la Razón
terminara en la pura irracionalidad?
En rigor, no fue diferente el caso de Adorno –en el ámbito de la filosofía y del
marxismo–, quien ante la evidencia de que Hitler había alcanzado el poder en 1933 con el voto
de cuatro millones de obreros, llevaría adelante una revisión total del materialismo histórico y
construiría su Dialéctica negativa, negando al proletariado el papel de Sujeto histórico del
proceso revolucionario.
El caso de estos filólogos, volviéndose al pasado medieval en busca de respuestas,
resulta particularmente dramático, pero sin llegar a una situación límite semejante creo que toda
indagación histórica que se lleve a cabo en nuestros días encuentra su motivación y su finalidad
en la preocupación por el presente.
LEONARDO FUNES 21
17
Julia Kristeva basa su libro Le texte du roman (1970) en el análisis de un roman del siglo XV, el Petit
Jehan de Saintré de Antoine de La Salle; Jauss basa gran parte de su “estética de la recepción” en el
fenómeno literario medieval y su recepción posterior; Bajtin elabora su concepción del carnaval y de la
cultura popular sobre la base de testimonios medievales; Lotman considera el fenómeno de la
significación medieval para elaborar su “semiótica de la cultura” y en cuanto a Eco, es conocida su
versación en la literatura y la estética medievales (Eco 1997), pero resulta especialmente ilustrativo de mi
argumento su artículo “La Edad Media ha comenzado ya” (1984).
18
Aprovecho y amplío aquí con toda intención el concepto acuñado por José Luis Romero en 1948 de
“ciclo de la revolución contemporánea” (Romero 1997).
LECCIÓN INAUGURAL 22
nuestro pasado inmediato cuentan con la facilidad de una intelección rápida, ofrecen una
enorme dificultad (aunque casi nunca se reconozca) para una comprensión plena, en la medida
en que estamos inmersos en las mismas ideologizaciones, las mismas mitificaciones que han
dado forma a esos textos.
Además, la relativa escasez de los testimonios conservados nos permite –en teoría–
abarcar el cuadro completo de esa cultura (o, como diría Georges Duby en un reportaje, al
menos la ilusión de una manejo exhaustivo de los datos), una posibilidad que se va esfumando a
medida que nos acercamos a nuestro tiempo, desbordados como estamos por un aluvión textual
inabarcable.
En suma, el período medieval nos ofrece un camino para alcanzar una comprensión de
nuestro presente tan indirecto como pertinente. Y esto sobre todo por su condición de alteridad
y de familiaridad. ¿A qué me refiero con familiaridad, luego de todo lo dicho sobre esta cultura
“otra”, perteneciente a un ciclo histórico ya concluido? Pues sencillamente a que los hombres y
mujeres de la Edad Media son muy ajenos a nosotros, pero no son extraterrestres. En todo caso,
su alteridad es de un carácter muy diferente al de, por ejemplo, las culturas antiguas de la China
y Japón. De algún modo, aun para nosotros, hispanoamericanos nacidos en una tierra sin Edad
Media, aquellas personas son nuestros lejanos antepasados. A esto es necesario agregar que
muchas instituciones e ideas actuales llevan la marca de una herencia medieval: la Iglesia
católica, la universidad, el sistema legal, el gobierno parlamentario, el amor-pasión, la idea de
“guerra justa”, la idea de “guerra santa”.
Sobre la base de ese aire de familia es posible aprovechar la Edad Media en tanto
contrapartida de nuestro presente: podemos plantear una relación especular entre pre-
modernidad y pos-modernidad; podemos, en suma, intentar vernos allí como en lo que Barbara
Tuchman (1978) llamó –hablando de la crisis del siglo XIV– “un espejo distante”.
Todo esto suena terriblemente ambicioso, pero en el fondo sólo es un planteo realista
sobre las condiciones de posibilidad de una tarea intelectual. Mi intención es llevar adelante una
serie de prácticas de lectura sobre unos textos escritos en lengua castellana entre los siglos XII y
XV, dirigidas a iluminar una variedad de cuestiones básicamente relacionadas con la forma y la
ideología de esos textos. Tal es el objetivo: iluminar los modos en que los textos,
dialécticamente, representan parámetros de intelección, patrones de conducta y escalas de
valores de una sociedad, como también los modos en que los textos configuran, perpetúan y
alteran los códigos dominantes de una cultura.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ALONSO, Dámaso, 1958. “El primer vagido de nuestra lengua”, en su De los siglos oscuros al de oro,
Madrid: Gredos, pp. 13-16.
AUERBACH, Eric, 1969. Lenguaje literario y público en la Baja Latinidad y en la Edad Media. Barcelona:
Seix Barral.
AUERBACH, Eric, 1975. Mímesis: la representación de la realidad en la literatura occidental. México:
Fondo de Cultura Económica, 1ª reimpr.
BALDINGER, Kurt, 1962. “Moyen Âge: un anglicisme?”, Revue de Linguistique Romane, XXVI, 101-102:
13-24.
BARTLETT, Robert, 2002. Panorama medieval. Traducción de Alejandro Jockl. Barcelona: Blume.
BLOOM, Harold, 1997. El canon occidental. Traducción de Damián Alou. Barcelona: Anagrama.
BORCH, Marianne, 2004. “Preface”, en Marianne Borch, ed., Text and Voice: The Rhetoric of Authority in
the Middle Ages. Odense: The University Press of Southern Denmark, pp. 7-20.
CERQUIGLINI, Bernard, 1989. Éloge de la variante: histoire critique de la philologie. Paris: Seuil.
COLEMAN, Joyce, 1996. “On beyond Ong: the bases of a revised theory of orality and literacy”, en su
Public Reading and the Reading Public in the Late Medieval England and France, Cambridge:
Cambridge University Press, pp. 1-33.
CURTIUS, Ernst Robert, 1955. Literatura europea y Edad Media latina. Traducción de Margit Frenk
Alatorre y Antonio Alatorre. México: Fondo de Cultura Económica.
LEONARDO FUNES 23
DUBY, Georges, 1980. Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. Introducción y traducción de
Arturo R. Firpo. Revisión técnica de Reyna Pastor. Barcelona: Petrel.
ECO, Umberto, 1984. “La Edad Media ha comenzado ya”, en Umberto Eco et al., La nueva Edad Media,
traducción de Carlos Manzano, Madrid: Alianza, pp. 7-34.
ECO, Umberto, 1997. Arte y belleza en la estética medieval. Traducción de Helena Lozano Miralles.
Barcelona: Lumen.
FLEISCHMAN, Suzanne, 1983. “On the Representation of History and Fiction in the Middle Ages”,
History and Theory, 22: 278-310.
FLEISCHMAN, Suzanne, 1990. “Philology, Linguistics, and the Discourse of the Medieval Text”,
Speculum, 65: 19-37.
FOUCAULT, Michel, 1977. La arqueología del saber. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. México:
Siglo XXI, 4ª ed.
GAVRILOV, A. K., 1997. “Techniques of Reading in Classical Antiquity”, The Classical Quarterly, New
Series, vol. 47:1: 56-73.
GINZBURG, Carlo, 2000. Ojazos de madera: nueve reflexiones sobre la distancia. Traducción de Alberto
Clavería Ibáñez. Barcelona: Península.
GÓMEZ MORENO, Ángel y Maximilian Kerkhof, eds., 1988. Íñigo López de Mendoza, Marqués de
Santillana, Obras completas. Barcelona: Planeta.
HEERS, Jacques. 1995. La invención de la Edad Media. Traducción de Mariona Vilalta. Barcelona:
Crítica.
JAUSS, Hans Robert, 1978. Pour une esthétique de la réception. Paris: Gallimard.
JAUSS, Hans Robert, 1979. “The Alterity and Modernity of Medieval Literature”, New Literary History,
10: 181-229.
JAY, Martin, 2003. Campos de fuerza: entre la historia intelectual y la crítica cultural. Traducción de A.
Bixio. Buenos Aires: Paidós.
KOCH, Peter, 1993. “Pour une typologie conceptionelle et médial des plus anciens documents/monuments
des langues romanes”, en M. Selig, B. Frank y J. Hartmann, eds., Le passage à l’écrit des
langues romanes, Tübingen: G. Narr, pp. 39-82.
KRISTEVA, Julia, 1970. Le texte du roman: approche sémiologique d’une structure discursive
transformationnelle. The Hague: Mouton.
LE GOFF, Jacques, 1981. El nacimiento del Purgatorio. Traducción de Francisco Pérez Gutiérrez. Madrid:
Taurus.
LE GOFF, Jacques, 2003. Á la recherche du Moyen Âge. Paris: Éditions Louis Audibert.
LEWIS, C. S., 1964. The Discarded Image: An Introduction to Medieval and Renaissance Literature.
Cambridge: Cambridge University Press.
MACLUHAN, Marshall, 1962. The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. Toronto:
University of Toronto Press.
MARAVALL, José Antonio, 1964. El concepto de España en la Edad Media. Madrid: Instituto de Estudios
Políticos, 2ª ed.
MILL, John M., ed., 1957. Alonso Fernández de Palencia, Universal vocabulario en latin y en romance
(Sevilla, 1490). Madrid: Real Academia Española.
MYLES, Robert, 1994. Chaucerian Realism. Cambridge: D. S. Brewer.
NOIRIEL, Gérard, 1997. Sobre la crisis de la historia. Traducción de Vicente Gómez Ibáñez. Madrid:
Cátedra.
ORDUNA, Germán, 2001. “La textualidad oral del discurso narrativo en España e Hispanoamérica (ss.
XIV-XVII)”, en AA.VV., Estudios sobre la variación textual. Prosa castellana de los siglos XIII a
XVI, Buenos Aires: SECRIT, pp. 1-24.
POZUELO YVANCOS, José María y Rosa María Aradra Sánchez, 2000. Teoría del canon y literatura
española. Madrid: Cátedra.
RICO, Francisco, 1993a. El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo. Madrid: Alianza.
RIFFATERRE, Michael, 1991. “The Mind’s Eye: Memory and Textuality”, en Kevin Brownlee and
Stephen Nichols, eds., The New Medievalism, Baltimore: The Johns Hopkins University Press,
pp. 29-45.
ROMERO, José Luis, 1997. El ciclo de la revolución contemporánea. Buenos Aires: Fondo de Cultura
Económica.
RUFFINATTO, Aldo, ed., 1992. “Vida de Santo Domingo de Silos”, en Isabel Uría, coord. editorial,
Gonzalo de Berceo, Obra completa, Madrid: Espasa-Calpe, pp. 251-453.
SERGI, Giuseppe, 2000. La idea de Edad Media. Traducción de Pascual Tamburri. Barcelona: Crítica.
STOCK, Brian, 1989. “Historical Worlds, Literary History”, en Ralph Cohen, ed., The Future of Literary
Theory, New York: Routledge, pp. 44-57.
LECCIÓN INAUGURAL 24
TUCHMAN, Barbara W., 1978. A Distant Mirror: The Calamitous 14th Century. New York: Ballantine
Books.
VÀRVARO, Alberto, 1983. Literatura románica de la Edad Media. Traducción de Lola Badía y Carlos
Alvar. Barcelona: Ariel.
VEGA, Ángel Custodio, O.S.A., ed., 1968. San Agustín, Las confesiones. Madrid: Biblioteca de Autores
Cristianos. Quinta edición.
ZUMTHOR, Paul, 1972. Essai de poétique médiévale. Paris: Seuil.
ZUMTHOR, Paul, 1975. Langue, texte, énigme. Paris: Seuil.
ZUMTHOR, Paul, 1989. La letra y la voz. De la “literatura” medieval. Trad. de Julián Presa. Madrid:
Cátedra.