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LECCIÓN INAUGURAL:

OBJETO Y PRÁCTICA DEL HISPANO-MEDIEVALISMO

I
La especificidad de la investigación literaria

H ablaré, en principio, de “investigación literaria”. Esto ya implica una decisión en cuanto a


la naturaleza de la práctica que reivindico como propia y que les estoy proponiendo. No la
crítica literaria, en tanto lectura puntual, evaluativa; no el comentario de textos, en tanto
ejercicio de clarificación de las oscuridades de un texto, no la historia literaria como compendio
panorámico de autores y de obras, como puro ejercicio de datación y de sujeción del texto a
filiaciones e influencias. Entiendo la investigación literaria como una actividad situada dentro
del ámbito universitario, pero a prudente distancia de los hábitos académicos más rancios y
también de los caprichos de la estricta actualidad, del gusto y del parecer del mundillo literario
extra-universitario –un ámbito mucho más conservador y previsible que el universitario, a decir
verdad. La investigación literaria reclama para sí un estatuto científico, en tanto productora de
un saber sobre los textos que se alcanza mediante la elaboración de hipótesis descriptivas y
explicativas de diferentes aspectos del fenómeno literario.
El fenómeno literario es, pues, el campo problemático sobre el cual se recorta el objeto
concreto de nuestra práctica. Ese objeto no puede identificarse con un texto, ni siquiera con un
autor; o, quizás, podría serlo sólo como primera instancia –puesto que siempre nos encontramos
primero con un texto–; pero luego los límites del objeto se ensanchan y resuenan en el horizonte
más vasto del campo fenoménico hasta abarcar el amplio abanico de procedimientos formales,
de recursos técnicos, de estrategias discursivas, de efectos de sentido, que constituyen la
práctica del arte verbal más allá de los textos y de los autores concretos.
Esto vale para la investigación literaria en general. Pero si esta actividad de
investigación se proyecta sobre un corpus no contemporáneo, adquiere una complejidad mayor,
porque se agrega la dimensión temporal.
En rigor, la investigación literaria, acotada al campo del hispano-medievalismo, posee
una dimensión teórica, una dimensión histórica y una dimensión disciplinar. Iremos discutiendo
cada una más adelante.

Antes, y para entender mejor las condiciones de esta práctica, será necesario enfocarnos
en las peculiaridades del objeto de estudio. Esto, que parece un inofensivo principio de orden
expositivo, es, en rigor, una toma de posición dentro de una larga discusión –que ya lleva más
de un siglo– en el campo de la historia como disciplina científica. Para abreviar el punto en todo
lo posible, digamos que las primeras reflexiones de los historiadores sobre su propia disciplina
estuvieron enfocadas en la práctica, la metodología y las condiciones propias de la profesión,
tendencia que puede rastrearse desde la conferencia liminar de Wilhelm von Humboldt sobre
“La tarea del historiador”, pronunciada en la Universidad de Berlín en 1821, hasta el famoso
libro de Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, de 1949. La otra tendencia,
que aparece más tardíamente y que hoy es dominante, critica esta perspectiva “empirista” y
discute los fundamentos científicos disciplinares enfocándose en la naturaleza del objeto propio
de la historia, tendencia visible ya en los Escritos sobre la historia de Fernand Braudel, de
1969, y sobre todo en Paul Veyne, Michel de Certeau y Hayden White. Es en respuesta a (y
como posicionamiento dentro de) esta polémica entre “empiricistas” y “epistemologistas” que
planteo, entonces, aquí, hablar a la vez de la práctica y del objeto, como única manera de
avanzar en una reflexión más lúcida de la propia disciplina. 1
1
Es comprensible que el lector se pregunte qué tienen que ver estas controversias de la Historia con una
reflexión sobre la investigación literaria. La respuesta está en la importancia de la dimensión temporal
cuando se trata de investigar literatura no contemporánea. En la medida en que esta investigación se hace
cargo de la problemática histórico-literaria, el investigador se vuelve un historiador que trabaja en una
LECCIÓN INAUGURAL 2

II
Naturaleza convencional del objeto “literatura medieval española”

Hay actualmente un amplio consenso en aceptar como cosa indiscutible que el objeto
(objeto de estudio, de conocimiento, de análisis) no es algo virtual, naturalmente dado, ni mucho
menos preexistente al proceso mediante el cual se lo estudia, se lo conoce, se lo analiza; por el
contrario, el objeto se va constituyendo durante el proceso de conocimiento. Tal concepción, en su
formulación más acertada, plantea una relación dialéctica entre sujeto y objeto: ni el objeto impone
condiciones absolutas al sujeto, obligándolo a una adaptación total para acceder a su conocimiento,
ni el sujeto proyecta sus categorías e inventa un objeto de otro modo inexistente, en una especie de
idealismo radical. La interacción entre sujeto y objeto está, pues, en la base de esta concepción.
El conjunto de operaciones mediante las cuales el objeto se constituye puede entenderse
con más claridad si incluimos un tercer término que propongo llamar –de modo provisorio y al solo
fin ilustrativo– campo fenoménico. Bajo esta denominación quiero aludir al conjunto no
estructurado de los hechos en bruto, que se extiende en un área de límites no precisados por
ninguna disciplina, en un estado previo a cualquier operación cognoscente por encima de la
elemental percepción sensorial (una textualidad, un conglomerado de discursos, una masa de
archivos, etc.). El proceso puede, entonces, describirse de este modo: existe un campo fenoménico
determinado sobre el cual un sujeto recorta un objeto; la operación de recorte implica a ambos
términos y en ella se manifiesta su simultaneidad constitutiva. Por supuesto que el estatuto de este
campo fenoménico es pasible de una problematización idéntica a la del objeto (y ni hablar de la
discusión sobre el estatuto de lo que premeditadamente a la ligera acabo de llamar “hechos en
bruto”), pero en tal caso nos estaríamos ubicando en un nivel de generalidades básicas que remiten
a las categorías fundamentales de la experiencia humana. De todas maneras, no es mi intención
profundizar en cuestiones epistemológicas que sólo nos alejarían de nuestro objetivo; baste agregar
a lo ya dicho tres acotaciones:
En primer lugar, es oportuno aclarar que entiendo aquí los términos recortar y construir
como equivalentes, pues estarían aludiendo a una misma operación.
En segundo lugar, entre los factores actuantes en esa operación de recorte podemos
mencionar aquellos relacionados con la percepción (capacidad de “visualizar”, modalidad de
captación, dependientes de parámetros culturales reguladores de la conducta perceptiva
supra-individual), los intereses que movilizan la indagación (en gran medida de origen extra-
discursivo pero de inevitable manifestación discursiva y fundamentalmente de naturaleza
ideológica –política, económica, literaria–)2 y cierta “resistencia específica” del objeto,
denominación con la que pretendo aludir a la peculiar condición según la cual el objeto posee una
relativa “dureza” en su constitución que acota, hasta cierto punto, en la dialéctica cognoscitiva, la
operación de recorte –en otras palabras, el objeto no se podría “recortar por cualquier lado” sin
dañar su pertinencia como objeto científico.
En tercer lugar, la categoría de objeto no es la categoría de sentido, como algunos críticos
sostienen: una cosa es la confrontación de lecturas diferentes de un mismo objeto, y otra muy
distinta la coexistencia de discursos sobre objetos diferentes; precisamente la no percepción de esta
diferencia está en la base de la imposibilidad de dirimir interminables polémicas de la crítica sobre
tópicos histórico-literarios.

parcela muy restringida del campo histórico, como es la literatura (o la cultura, según veremos). En este
punto, entonces, los problemas disciplinares de los historiadores se convierten también en sus problemas.
Dicho de otro modo, la investigación en literatura no contemporánea es, en gran medida, si no
forzosamente, interdisciplinaria (cruce de historia y literatura).
2
Es inevitable la referencia al Foucault de la primera etapa, cuyas investigaciones culminan con la
publicación de Las palabras y las cosas (1966) y la reflexión teórica sobre su propia actividad plasmada en
La arqueología del saber (1969). Sobre esta cuestión del objeto, véase concretamente Foucault 1977: 65-81.
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Sin embargo, desde una postura empírica, sostenida por la experiencia concreta de trabajo
y aprendizaje en una larga tradición de comentarios sobre objetos históricamente identificados y
reconocidos, se puede sospechar, si no de la veracidad, al menos de la importancia de esta
afirmación. Al fin y al cabo, se llega a la investigación para trabajar con objetos que ya estaban allí
desde mucho tiempo antes. Lejos de describir un caso hipotético, lo antedicho constituye el
argumento subyacente en algunos estudios literarios: las polémicas, las apropiaciones, los
intercambios entre diferentes interpretaciones o posturas críticas suelen no tomar en cuenta el
interrogante sobre la identidad del objeto que pretenden compartir como escenario común. La falta
de problematización de la naturaleza del objeto bien puede no ser un obstáculo insalvable en el
nivel empírico de la investigación concreta sobre tópicos muy específicos, pero los problemas se
multiplican cuando se intenta abarcar fenómenos en un nivel de generalización mayor.
Tal es el caso, precisamente, en nuestra disciplina. Por eso les propongo, como una
manera de poner de relieve su especificidad, llevar a cabo un proceso de “desnaturalización” de
la concepción tradicional de nuestro objeto dentro de la filología hispánica.
Éste se definió siempre como “literatura medieval española”, una nominación
aparentemente irreprochable que estaría señalando una realidad auto-evidente. Esta virtualidad
de la literatura medieval española es el efecto de las aparentes especificaciones que ofrece la
nominación: dentro del ámbito de la praxis cultural, seleccionamos la literatura; dentro del
ámbito del pasado histórico, seleccionamos el período medieval; dentro del ámbito geográfico,
seleccionamos un territorio concreto, el español. Pero, como veremos, es sólo esta suerte de
ilusión taxonómica la que le da cierta garantía de existencia y de verdad a este objeto llamado
tradicionalmente literatura medieval española.
En rigor, cada uno de los términos en cuestión (literatura, medieval, española) encierra
una problemática muy compleja que tiene que ver con la historia de la terminología y de los
conceptos y también con ciertos automatismos, ciertos hábitos de la crítica contemporánea.

Comencemos por “literatura”: se trata de un concepto ligado a una institución, no a una


práctica, y como tal, es una denominación inadecuada para referirse al corpus de textos
producidos en la Edad Media. Entre las varias razones que se pueden aducir para sostener esta
inadecuación se encuentra la que surge de la historia terminológica.
Restringida esta historia al ámbito hispánico, de inmediato constatamos que en el
período medieval ni siquiera existía la palabra: una rápida búsqueda permite saber que el término
litteratura aparece documentado por primera vez (según Corominas) en el Universal vocabulario
en latín y romance de Alonso de Palencia, de 1490. Allí leemos: “Apócope: Apoca es litteratura
dende se dize apocope que es cortadura de letra o de letras, quitados del fin de la diction como sat
por satis”.3
El apócope era, pues, una operación propia de la “litteratura”. Como se ve, la palabra está
aún dentro del campo semántico más estrecho de ‘letra’, lo que no sorprende tratándose de un
cultismo que traduce la forma griega grammatica; littera y gramma en su sentido “literal” están
presentes.4
La denominación literatura resulta inadecuada para el período medieval, también, por
anacronismo: el concepto como podemos reconocerlo hoy surge a fines del siglo XVIII, al
producirse lo que Jauss (1970) denomina “la emancipación de las bellas artes” en el ámbito de
la cultura burguesa. Podríamos decir que hasta el Iluminismo, el campo de las letras era bastante
amplio y en su interior convivían, sin mayores preocupaciones por una estricta demarcación de
sus límites, las diversas vocaciones humanísticas. Así, por ejemplo, no había una clara
distinción entre la historia y la literatura: el historiador era, ante todo, un escritor; la historia
tenía su lugar en los manuales de retórica.
3
La cita en f. 25b de la editio princeps: Alonso Fernández de Palencia, Universal Vocabulario en latin y en
romance Sevilla, 1490. Puede consultarse la edición de John M. Mill (1957).
4
Lo que no implica, desde luego, sentido “banal”; solamente se trata de una profundidad semántica que de
todas maneras se aparta de nuestro concepto de ‘literatura’. Escribe Alonso de Palencia más adelante: “Las
letras son iuezes de las cosas y señales de las palabras, y tienen tanta fuerça que ellas nos fablan sin boz los
dichos de los absentes” (op.cit., f. 250b).
LECCIÓN INAUGURAL 4

Con el Romanticismo esta situación cambió radicalmente: la literatura pasó a concebirse


como un corpus de textos privilegiados, en los que se depositaba el valor supremo de la belleza
y que se oponían al mundo empírico de la realidad –y por ello, en cierta medida, a la historia en
tanto registro fiel de esa realidad. Es imposible no ver en esta separación el triunfo de la
mentalidad burguesa: se trata de diferenciar los productos del arte de los demás productos
circulantes en el mercado, mistificándolos y fetichizándolos. La composición literaria deja de
verse como la puesta en práctica de una técnica y se la concibe como fruto misterioso de la
inspiración mágica o religiosa. El escritor ya no es una función que puede cumplir cualquier
individuo adecuadamente entrenado en las letras, sino que es un artista genial que crea
espontáneamente arrebatado por la inspiración. Se trata, entonces, de un hecho histórico,
estrechamente vinculado a una situación cultural específica, y por eso mismo, necesariamente
transitorio. Como todo proceso que ha tenido una fecha de nacimiento tendrá finalmente una
fecha de muerte (de hecho, me atrevería a decir que quizás este proceso de la institución
literatura ya haya terminado, sólo que nosotros todavía no nos hemos dado cuenta).
En tercer lugar, habría que decir que las características de la institución literatura,
asignadas por la operación cultural que le dio nacimiento y potenciadas por el Romanticismo
(recinto estético sagrado en el que el genio se expresa mediante la poesía y la ficción), han
nutrido la noción vulgar de literatura, todavía vigente, como el conjunto de los textos poéticos y
ficcionales. Y ocurre que esta noción es inhallable en la textualidad medieval, que abarca tipos
de textos que no podríamos hoy catalogar como literatura: libros de caza, crónicas, lapidarios,
herbarios, bestiarios, fisiólogos, libros de viajes o un género muy extendido en la Edad Media,
una especie de literatura de “autoayuda”, con textos de nombres misteriosos como Bocados de
oro, Secreto de los secretos, Flores de filosofía. Todo esto configura un paisaje textual que para
el lector común contemporáneo sería irreconocible como “literatura”.
Podría alegarse que en la estricta contemporaneidad, es decir, en los últimos años, la
comprensión de lo que es literatura se ha modificado: basta ver las mesas exhibidoras de las
grandes cadenas de librerías para comprobar que los textos poéticos y ficcionales –lo que se
suele llamar también “literatura de creación”– ocupan un espacio restringido, mientras que
avanzan en importancia las biografías, los ensayos, los reportajes y testimonios, en fin, lo que se
suele catalogar como literatura de no ficción. Pero, aún así, persiste la diferencia y la
inadecuación del concepto, porque en la Edad Media no se reconocía esa distinción taxativa
entre lo ficcional y lo no ficcional. Conviene aclarar: por supuesto que tal distinción funcionaba,
pero lo hacía de una manera más difusa y, sobre todo, delineando las fronteras por lugares para
nosotros sorprendentes.5 La textualidad medieval manifiesta una concepción radicalmente
diferente de los límites entre ciencia y arte, entre historia y fabulación; se trata más bien de
zonas borrosas en las que sólo podemos captar con cierta claridad el hecho de que cada texto
alude a un saber, mantiene una conexión con alguna forma de verdad, aunque ésta no sea
inmediatamente evidente para nosotros.6
Una última razón a considerar para demostrar la inadecuación del término literatura
aplicado a los textos medievales tiene que ver con el hecho de que este concepto está ligado al
mundo tipográfico. La literatura es un emergente de “la galaxia Gutenberg”, para usar la famosa
y atrayente fórmula de Marshall MacLuhan (1962); supone el libro impreso. Pero en la Edad
Media la imprenta no existía. Precisamente la aparición de la imprenta será uno de los
acontecimientos que marcarán el final de la Edad Media y el inicio de la Modernidad. El texto
medieval sobrevive por el registro manuscrito, esa lenta y penosa actividad que es la escritura a
mano y que le da al texto una configuración física, como objeto, absolutamente distinta a la del
libro impreso. A esto hay que agregar el hecho de que en la Edad Media, según nos enseña Paul
5
Sobre esta cuestión sigue siendo sugerente el trabajo de Suzanne Fleischman (1983).
6
Para tener una idea de hasta qué punto la peculiaridad medieval va ganando parecidos con la
sensibilidad estrictamente contemporánea, basta recordar aquí la opinión de Carlo Ginzburg sobre la
distinción entre lo histórico y lo ficcional en relación con el saber: “quisiera también oponerme con la
mayor claridad posible a las teorías de moda que tienden a difuminar [...] las fronteras entre historia y
ficción. [...] Cuando decía que la guerra no puede ser narrada como una novela, de hecho Proust no quería
exaltar la novela histórica; por el contrario, quería sugerir que tanto los historiadores como los novelistas
(o los pintores) tienen en común un fin cognoscitivo” (Ginzburg 2000: 39; las itálicas son mías).
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Zumthor (1989), todo texto –al menos hasta el siglo XIV– ha transitado por la voz, ya sea en la
composición, en la difusión, en la conservación, transmisión y almacenamiento, o en todas estas
instancias a la vez. Y ese tránsito no ha sido casual, porque aún los textos compuestos por
escrito llevan inscriptos una intervención determinante que actúa como un poderoso factor de
formalización: la intención de decirse, de propagarse, mediante un acto vocal. La auralidad,
como la llama Joyce Coleman (1996), es un factor primordial que diferencia la textualidad
medieval de la “literatura”. Volveré sobre esto más adelante.
Por todo lo dicho, entonces, hay que concluir que no hubo literatura en la Edad Media.
¿Cuál sería entonces la denominación apropiada para el resultado de la práctica artística basada
en la materia lingüística? Una posibilidad sería –y es lo que propongo en mis clases– hablar de
producción verbal, una denominación que pone el acento en la productividad de una práctica
cultural, en su carácter lingüístico o discursivo, y que también permite abarcar la oralidad, la
auralidad y la manuscritura.

En cuanto a “medieval”, obviamente, este es un adjetivo que de ninguna manera los


hombres y mujeres de aquel tiempo se habrían aplicado a sí mismos o a su quehacer cultural.
Es, sin embargo, posible que entendieran estar viviendo una cierta “edad media”, es decir, un
tiempo intermedio, en la medida en que la vida de cada persona, según la mentalidad medieval,
se inscribe en el gran relato de la historia universal, que no es otra que la historia divina. Erich
Auerbach ha dicho esto de modo insuperable: la historia se concibe en la Edad Media como

un drama único, cuyo principio es la creación del mundo y el pecado original, su


culminación la encarnación y la pasión y su esperado final, aún no consumado, el
retorno de Cristo y el juicio final. […] Este gran drama contiene, en el fondo, todos los
sucesos de la historia universal; y todas las alturas y los abismos de la conducta humana
[…]. (Auerbach 1975: 152)

Esta idea tendrá enorme influjo en el arte y el pensamiento medievales, pero ahora sólo quiero
llamar la atención sobre una sola de sus derivaciones: pasado ya el momento culminante de la
Encarnación, sólo queda esperar el previsible final de la consumación de los tiempos. Se vive,
pues, un tiempo intermedio entre la primera y la segunda venida de Cristo: en ese sentido –
digamos trascendental– podemos decir que hombres y mujeres medievales tenían conciencia de
vivir en una “edad media”. De todos modos, esto no tiene nada que ver con nuestra idea de lo
que es la “edad media” y lo “medieval”. Como bien sabemos, el término fue inventado por los
humanistas italianos para referirse negativamente al período que separaba la Antigüedad clásica
de su propio presente –que podemos ubicar entre mediados del siglo XIV y mediados del siglo
XVI. Se trata de una historia muy conocida, pero aún así creo que será necesario rastrear la
fortuna histórica de estos términos y de este concepto hasta nuestro tiempo, de modo que me
disculpo por lo que será un recorrido un tanto prolijo por unos seis siglos de malentendidos. 7
El primer gran difusor de una visión negativa de los “tiempos medios” fue Petrarca,
como bien se sabe. No es tan sabido, en cambio, el contexto político e ideológico en que esta
polémica desvalorización del pasado inmediato se propagó. Cuando Petrarca declara que hay
que rescatar a Roma de los bárbaros está diciendo muchas cosas a la vez: por un lado, se refiere
al influjo de los franceses (los galos, y por tanto, los bárbaros) sobre el papado, cuya sede ya no
está en Roma sino en Aviñón, escándalo para muchos cristianos que ven en esta situación un
segundo “cautiverio de Babilonia” que desembocará, en la segunda mitad del siglo XIV en el
llamado Cisma de Occidente; por otro lado, alude al rescate de la herencia clásica latina de
manos de los comentadores, glosadores y transmisores cuya sede central se ubica,
simbólicamente, en la Universidad de París; es una opción por recuperar la pureza de la lengua
latina de Virgilio y Cicerón en contra de la lengua degradada durante siglos de mezcla latino-
germánica.

7
Hay libros enteros dedicados a este tema, entre los que sobresalen Heers 1995 y Sergi 2000; también
hay comentarios sugerentes en Rico 1993a, Bartlett 2002 y Le Goff 2003. Los he aprovechado a todos en
este resumen.
LECCIÓN INAUGURAL 6

Esta corriente de exaltación de la antigüedad clásica y de desprecio del largo intermedio


que separaba ese pasado esplendoroso del tiempo presente de los humanistas continuó hasta
mediados del siglo XVI. El primer testimonio conservado de la expresión “edad media” (en
rigor, medium aevum) data de 1469, cuando Giovanni Andrea dei Bussi la utilizó en una
necrología panegírica de Nicolás de Cusa (Baldinger 1962).
A las connotaciones políticas y culturales se agregaron luego las religiosas: los
reformistas protestantes del siglo XVI exaltaron una Edad de Oro (no la Roma antigua sino el
Cristianismo primitivo) de la verdadera fe, luego contaminada por las supersticiones y la
corrupción de los papas y de la jerarquía eclesiástica que tuvieron su auge en la Edad Media,
vista como el tiempo intermedio entre la Iglesia primitiva y el presente de la Reforma. El primer
testimonio del uso de “edad media” en inglés aparece en un escrito de John Selden, fechado en
1618, sobre las biografías medievales de los papas. Lo medieval es, pues, sinónimo de barbarie,
incultura, superstición e idolatría.
Más adelante, en el siglo XVIII, los intelectuales de la Ilustración también despreciaron
“lo medieval” como sinónimo de atraso y barbarie: en contraste con las “luces del siglo de la
Razón” se encontraba la “Edad oscura” medieval, dominada por la superstición y el
“oscurantismo”. Como nos recuerda Le Goff (2003: 45), Voltaire afirmaba en su Ensayo sobre
las costumbres, de 1756, que oscurantismo clerical y Edad Media son una misma cosa –algo
que Leibniz ya había dicho antes que él. A finales de ese siglo, los burgueses de la Revolución
francesa denunciaban las injusticias del Antiguo Régimen como “residuos medievales”, aunque
no tuvieran nada que ver con las verdaderas condiciones del orden feudal de la Edad Media,
mucho menos abusivo, en verdad, que el absolutismo monárquico y los privilegios
aristocráticos del siglo XVIII.
Más tarde, el Romanticismo reivindicó la Edad Media y vulgarizó el concepto de “lo
medieval” dotándolo de connotaciones novelescas y pintorescas. Lo medieval quedó asociado a
torneos, cortesía, elfos y hadas, caballeros fieles y príncipes magnánimos.
Esta mitificación romántica tuvo su origen en Alemania y cumplió una función
ideológica y política importante en la afirmación de la identidad nacional y la búsqueda del
período más genuinamente germánico de su pasado. La historia posterior a la prístina Edad
Media se entendió como una progresiva corrupción del espíritu germánico debida a su contacto
con los pueblos mediterráneos. De allí viene también la teoría del comunismo primitivo de las
tribus germánicas, pervertido por el concepto de propiedad de los romanos. Hasta Marx y
Engels se hicieron eco de estos mitos.
La reacción anti-idealista y anti-romántica de la segunda mitad del siglo XIX, agudizada
por la atmósfera positivista de finales de ese siglo, trajo, además de la moda neoclásica en las
artes y la arquitectura, un rebrote del prejuicio anti-medieval.
Así es como esa Edad Media, distorsionada por la desvalorización humanista, el
desprecio iluminista y positivista y la mitificación romántica, es la que heredó nuestra época y
configuró la opinión común contemporánea. Baste como ejemplo, un caso reciente muy local:
con motivo de la noticia de la inminente caída del régimen caudillista y clientelar de los Juárez
en la provincia de Santiago del Estero, el diario Página 12 titula en primera plana: “El fin de la
Edad Media”.8 ¿Puede haber un ejemplo más elocuente de la manera en que la Edad Media se
ha vulgarizado como sinónimo de lo retrógrado y de lo injusto?
A todo esto hay que agregar el problema de la pertinencia de la Edad Media como
período histórico, como concepto historiográfico. La primera pregunta que surgió ni bien
comenzó a usarse el nombre de Edad Media fue: ¿cuándo se supone que comienza y termina
este “intervalo medieval”? Petrarca sitúa el comienzo de la Edad Media en el momento en que
“el nombre de Cristo comenzó a ser célebre en Roma y a ser adorado por los emperadores”
(apud Heers 1995: 48) y habla de Simone Martini y Giotto como artistas de un tiempo posterior.
En España, por ejemplo, el humanista Alfonso García Matamoros (1490-1550) en su libro
apologético Pro adserenda hispanorum eruditione sitúa los límites entre Boecio y Nebrija.
Como vemos, no hay un solo criterio sino vagas referencias literarias y artísticas.

8
Diario Página 12, edición del 22 de febrero de 2004.
LEONARDO FUNES 7

Habrá que esperar hasta el siglo XVII para encontrar esta etiqueta de polemistas
convertida en un concepto historiográfico. En efecto, Cristóbal Keller, que había publicado en
1685 una Historia antiqua que terminaba con el emperador Constantino, escribió una Historia
Medii Aevii (publicada en 1688) que abarcaba de Constantino a la caída de Constantinopla
(1453). Con estas fechas comienza a estabilizarse la Edad Media como período histórico.
Desde luego, no hay que perder de vista el hecho de que periodizar es una operación
cultural perfectamente legítima, orientada a la comprensión del pasado manejando bloques
temporales de manera homogénea, como un modo de superar la imposibilidad para la memoria
colectiva de captar el magma del pasado aislando cada elemento.
Pero el problema subsiste y sigue preocupando a los historiadores. En cuanto al inicio
del período medieval, además de la fecha adoptada por Keller, se ha propuesto la conquista y
saqueo de Roma por el caudillo godo Alarico en el 410 y la caída del último emperador romano
de Occidente, Rómulo Augústulo, en 476. Mucho más insegura y discutible es la datación de su
final: antes que el hecho tomado por Keller, se suele aceptar vulgarmente como límite
cronológico el “descubrimiento” de América por Cristóbal Colón (1492). Pero aun aceptando
que estas son convenciones del discurso historiográfico orientadas a facilitar la comunicación de
unos conocimientos (nadie está diciendo que la mañana del 13 de octubre de 1492 la gente se
despertó en la Edad Moderna, como ironiza el excelente chiste incluido en el film de Woody
Allen Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y no se atrevía a preguntar, cuando un
ansioso bufón está luchando para abrir el cinturón de castidad de su señora), aun con esta
salvedad, digo, la gran dificultad reside en el hecho de que ni siquiera una región tan pequeña
del mundo como es Europa se desenvuelve históricamente como un bloque homogéneo. Cada
país tiene su propia cronología: así, por ejemplo, en el caso de Italia la Edad Media termina ya
con la aparición de Petrarca, a mediados del siglo XIV; mientras que en Alemania los hechos
liminares serían la rebelión de Lutero y la elección de Carlos V como emperador (1517-1519);
por su parte, Francia estaría concluyendo su período medieval con el inicio de las grandes
conquistas de Carlos VIII en 1494, e Inglaterra, con el fin de la Guerra de las Dos Rosas y la
instauración de la dinastía Tudor, en 1485. Hasta un historiador tan autorizado como Jacques Le
Goff viene proponiendo una audaz prolongación de la Edad Media hasta la Revolución Francesa
(1789), una idea que, confieso, cada día me resulta más atractiva.
Además de su origen arbitrario, además de sus límites interminablemente re-dibujados,
todavía subsiste un inconveniente mayor: ¿cómo entender todo un milenio de historia humana
(al menos de un sector relativamente grande de la humanidad) como un único bloque
homogéneo? La historiografía actual ha visto aquí la mayor dificultad, por lo que ha recurrido al
expediente de agregar adjetivos, a fin de otorgar mayor precisión a la periodización. Así es
como se habla de una “temprana”, “alta”, “plena” o “baja” Edad Media, según el caso. Pero esta
solución al mismo tiempo pone en evidencia la inadecuación del término. Limitándonos a
cuestiones literarias de España: ¿cómo sostener que los cantares de gesta de finales del siglo XII
y la Celestina de fines del XV son igualmente “medievales”?
Todas estas observaciones e interrogantes ponen suficientemente en claro, entonces, que
el adjetivo “medieval” no alude a ninguna realidad histórica concreta.

Tenemos, por último, el término “española”. Aquí la cuestión es más compleja, porque
no se puede decir que la palabra y el concepto de España y español no hayan existido en ese
período. Lo que no existió fue una entidad geopolítica que correspondiera a ese nombre.
Tampoco puede decirse que los hombres de la Edad Media designaran con ese nombre
sólo al espacio geográfico, porque –como puntualiza Maravall (1964: 556)– la concepción del
territorio como fragmento de un espacio abstracto y absoluto sólo se difundió en Europa una vez
aceptados y generalizados los supuestos de la física newtoniana.
De modo que “lo español” pertenecía más bien al orden del imaginario político
medieval de la Península Ibérica. Remitía por un lado a la idea de la unidad perdida, en el marco
de la ideología neo-goticista, que trata de aprovechar para distintas unidades políticas (León,
Castilla, Aragón) la tradición romano-visigótica, reclamándose en cada caso legítima heredera.
Aludía, por otro lado, a la idea de la unidad a recuperar, fundamento ideológico de la lucha
contra los hispano-musulmanes del Al-Andalus que apela a la idea de “reconquista”. Por todo
LECCIÓN INAUGURAL 8

ello, podemos decir que el término “español” tal y como lo entendemos hoy está ligado a
connotaciones muy diferentes a las que pudo tener en la Edad Media, aunque más no fuera
porque en el medio han tenido lugar la construcción histórica de un estado y la elaboración
ideológica del concepto de nación. Sea como fuere, me interesa resaltar que “España” o
“español” no tenían correspondencia con lo real: no voy a detenerme en los detalles del
complejo proceso que llevó a la fragmentación política de la Península luego de la entrada de
los musulmanes y a una mezcla cultural sin parangón en el resto de Europa. Baste con señalar
los siguientes puntos: la invasión musulmana puso en relación –de modo muy traumático,
obviamente– una población constituida por una mayoría hispano-romana y una minoría visigoda
(totalmente romanizada luego de tres siglos de convivencia) con un contingente invasor que
estaba muy lejos de ser homogéneo (árabes, “sirios” y una mayoría de beréberes africanos).
Semejante heterogeneidad en la población y en la cultura se vio pronto enriquecida por las
comunidades judías, presentes tanto en las regiones cristianas como musulmanas de la
península, y por grupos híbridos culturalmente, como fueron los mozárabes (es decir, cristianos
que vivían en territorio musulmán) y los mudéjares (españoles musulmanes que vivían en
territorio cristiano). Todavía tendremos que, al concluir la Reconquista, los mudéjares que
permanecieron en la Península se llamaron moriscos y constituyeron una minoría que persistió,
perseguida, sometida, obligada a la conversión, hasta que fue expulsada a principios del siglo
XVII.
De modo que durante un extenso período que arranca a principios del siglo VIII y llega a
principios del siglo XVII tenemos: cristianos (navarros, gallegos, asturianos, aragoneses,
catalanes, portugueses, leoneses, castellanos), moros (españoles musulmanes de Al-Andalus),
judíos (comunidades protegidas en Al-Andalus, toleradas en los reinos cristianos), mozárabes
(cristianos entre musulmanes), mudéjares (musulmanes entre cristianos) y moriscos (minoría
musulmana en España); todos ellos legítimamente españoles.
Teniendo en cuenta esta realidad histórica debemos preguntarnos: ¿hasta qué punto los
medievalistas estudiamos literatura “española”? Por un problema de especialización académica
y de formación disciplinar se hace muy difícil investigar, con la misma versación y solvencia –y
de manera conjunta– las literaturas hispano-latina, galaico-portuguesa, hispano-árabe, hispano-
judía, aljamiada, catalana y castellana. En nuestro país, de hecho, por razones lingüísticas e
histórico-culturales relevantes para un hispanoamericano, nuestro campo se reduce en gran
medida a la literatura castellana. Sea como fuere, el punto es que no hay modo de aludir a una
cultura o a una literatura “española” homogénea en el período que nos interesa.

Así, pues, llegamos a la forzosa conclusión de que nuestro objeto de estudio no es


“literatura”, no es “medieval” ni es “española”. Aquí me encuentran ustedes, entonces,
investigando algo que no existe.
Pero debo advertir que no es mi intención proponer ahora una nueva terminología. En
este sentido, debo confesar que me encuentro bastante cercano a la opinión del historiador
Gérard Noiriel (1997) sobre la proliferación de terminologías, que sólo conducen a la confusión
y a la tergiversación conceptual, lo que constituiría, a su vez, una de las causas de la
desaparición del trabajo colectivo, uno de los signos de la actual “crisis” de la historia como
disciplina científica. Algo parecido, creo, estaría pasando en el campo de las Letras, 9 de modo
que, una vez hecha esta crítica bastante pormenorizada de la nominación misma de nuestro
objeto, creo necesario insistir en que estas palabras –literatura, medieval, española– son nuestra
herencia y, además, sirven al propósito de hacernos entender en el ámbito de la comunidad
científica literaria, siempre y cuando tengamos presente su carácter convencional.

9
El agudo comentario de Régis Debray sobre el mundo intelectual contemporáneo (“La comunidad de
quienes sólo tienen en común sus diferencias se enfrenta cotidianamente a un problema sin solución
definitiva: ¿cómo lograr que mis iguales me reconozcan oficialmente como alguien sin igual? ¿Cómo
imponerme como excepcional en un mundo en el que la excepción es la regla general? No es fácil ser
único colectivamente.”, Le pouvoir intellectuel en France; apud Noiriel 1997: 123) pinta con bastante
exactitud nuestro ambiente universitario y da cuenta del contexto en el que la proliferación terminológica
o la tergiversación semántica de términos conocidos tiene lugar.
LEONARDO FUNES 9

III
La especificidad histórico-cultural de nuestro objeto

De todos modos no era mi intención llevar las cosas a una cuestión de disquisiciones
terminológicas. Me interesaba explayarme en estas inadecuaciones para ilustrar una serie de
fenómenos que tienen que ver con la especificidad del objeto del hispano-medievalismo; o más
precisamente con la especificidad de la investigación literaria de la literatura castellana de los
siglos XII a XV, que tal es el ámbito concreto de mi especialidad.
En primer lugar, habría que decir que la suma de confusiones que hay en torno de la
noción de literatura tiene su fuente principal –esa es mi convicción– en la radical alteridad del
texto medieval, que está en correlación, obviamente, con la radical alteridad de la cultura
medieval.
Uno de los ejercicios intelectuales más entusiasmantes y maravillosos (al menos espero
que compartan el entusiasmo que yo siento) que nos propone esta especialidad es tratar de
captar de la manera más profunda posible cuán “otra cosa” es la textualidad medieval. Para ello
se hace necesario reponer una cantidad importante de información histórica y, a la vez, aplicar
al máximo nuestra imaginación histórica. Así se logrará al menos vislumbrar un mundo cuya
lógica nos resulta absolutamente ajena. Al mismo tiempo habrá que potenciar nuestra
imaginación dialéctica para captar los caminos a través de los que ese mundo tan otro, tan ajeno,
repercute en nuestro presente.
Estos ejercicios permiten iluminar historias y fenómenos inesperados. El choque del
pasado con el presente hace saltar chispas, breves iluminaciones de fenómenos en los que
estamos involucrados de manera no consciente.
Un ejemplo: Jacques Le Goff dedica un libro denso y muy interesante al estudio del
nacimiento del Purgatorio (la idea de un tercer lugar, situado entre el Cielo y el Infierno en el
esquema cristiano de la salvación). Allí plantea que quien estudie este tema y no preste atención
al fenómeno muy concreto del pasaje del adjetivo (tiempo purgatorio) al sustantivo (ingresar al
Purgatorio), ocurrido entre 1150 y 1200,

dejará escapar, al mismo tiempo que la posibilidad de poner en claro una época decisiva y
una profunda mutación en la sociedad, la ocasión de determinar, a propósito de la creencia
en el Purgatorio, un fenómeno de gran importancia en la historia de las ideas y las
mentalidades: el proceso de espacialización del pensamiento. (Le Goff 1981: 12-13; las
itálicas son mías)

El pasaje es una verdadera perla: la indagación en esa cultura tan ajena a nuestros parámetros no
solamente permite iluminar un aspecto de la religión cristiana que, tanto creyentes como no
creyentes, solemos dar por descontado que siempre formó parte del dogma, sino que también –y
esto es lo más importante– vuelve inesperadamente patente la historicidad de una condición de
nuestros modos de pensar de la que casi no tenemos conciencia: su impregnación de metáforas
espaciales (centro-periferia, lo marginal, campo intelectual, punto de vista). La historia de una
cuestión abstrusa desarrollada durante 50 años hace ocho siglos se convierte en un episodio
relevante de la historia de los particulares parámetros de la mentalidad contemporánea.
Otro ejemplo: Georges Duby dedica un libro a estudiar el modelo trifuncional que
organiza la sociedad medieval (oradores, defensores y labradores) y allí comenta la dificultad
para encontrar menciones explícitas de este modelo en los escritos medievales:

La figura trifuncional era tan trivial que ninguno de estos escritores pensó en comentarla,
ninguno pensó en el destino que debía cumplir en su discurso teórico. Por ser inmemorial,
estaba al margen de cualquier discusión […] Estaba tan fuera de discusión como lo está, por
ejemplo, en la segunda mitad del siglo XX, la bipartición ideológica que pretende
convencernos de la existencia autónoma de una cultura “popular”. (Duby 1980: 143)
LECCIÓN INAUGURAL 10

Resulta fascinante la manera en que la comparación –que busca explicar una dificultad
documental de su investigación histórica y un hábito de esa cultura distante– nos sacude un
presupuesto que normalmente damos por sentado, cómo se ilumina con una luz diferente un
fenómeno casi trivial en nuestros días.
Podría decirse que la investigación literaria en el campo del hispano-medievalismo nos
sitúa frente a un universo cultural que es una suerte de novela inmensa atravesada por
centenares de hilos argumentales. Y nuestra lectura sólo puede recuperar algunas de esas tramas
y concretarlas en una historia dotada de sentido, una historia que, en su concreción final, bien
puede ser sorpresivamente distinta a la que en principio planeábamos reconstruir.

Pero volvamos un momento al objeto concreto de esa investigación y adelantemos


algunos rasgos específicos.
Ampliemos primero nuestra mirada para abarcar el ciclo civilizatorio medieval. Lo que
distingue la cultura medieval de la cultura antigua o de la moderna y contemporánea son las
condiciones materiales y las tecnologías disponibles para la producción, circulación y
almacenamiento de los productos del arte verbal. Esas tecnologías tienen que ver con una acción
física directa (la actividad vocal y manual). Por lo tanto, el rasgo específico sería la coexistencia
de oralidad y escritura en el seno de una sociedad mayoritariamente iletrada. Esta coexistencia
nos enfrenta a una de las muchas paradojas que tiene esta cultura tan peculiar: la oralidad y la
escritura son simultáneamente hegemónicas.
Por una parte, la cultura medieval presenta un caso de oralidad secundaria, según la
tipología de Paul Zumthor (1989: 20-21), donde la mayoría de la población es analfabeta pero
conoce la existencia de la escritura. Y esta escritura, aunque sólo la practique una minoría
letrada, influye de modo determinante en la vida de toda la sociedad, como ocurre con la
informática en nuestros días, según nos recuerda Brian Stock (1989: 47). En este sentido es que
podemos decir que la escritura tenía una posición hegemónica, ya que quienes operaban con esa
tecnología estaban ligados a los sectores sociales que ejercían una autoridad, fuera ésta política,
religiosa, jurídica o científica.
Pero al mismo tiempo, y dado que la inmensa mayoría de la población no sabía leer ni
escribir, los productos del arte verbal circulaban, casi sin excepción, por canales orales. Esto
significa que toda esa masa textual fruto de la escritura a mano fue compuesta para ser
escuchada, ya fuera mediante el canto, la recitación o la lectura en voz alta. El hecho de que
todos los textos medievales fueron escuchados y sólo en un mínimo porcentaje fueron leídos
implica todo un desafío a nuestra capacidad de comprensión histórica: las posibilidades de
llevar adelante un análisis textual o una investigación mediante la sola escucha de nuestra
materia documental son ínfimas; nuestros parámetros de percepción no están ni remotamente
preparados para encarar una tarea semejante. En este sentido, entonces, en que la vista cede su
preeminencia al oído, es que podemos hablar de una hegemonía de la oralidad en la cultura
medieval.
Una última aclaración: es importante que evitemos pensar en la coexistencia de oralidad
y escritura como en la mera contigüidad de mundos estrictamente separados (esa es una de las
críticas que Joyce Coleman [1996] hace a los oralistas). Al contrario, hay que pensar en
fenómenos de cruce, de interpenetración, aún de fusión provocada por la contienda entre
prácticas discursivas que utilizan una u otra tecnología, o ambas.

IV
El texto medieval

Una vez esbozado este marco cultural general, estrechemos nuestro enfoque en el
núcleo central de nuestro objeto: el texto medieval. Es mi convicción que, dentro de la tradición
occidental, han existido tres clases de texto: el texto antiguo (ligado a la materialidad del rollo),
el texto medieval (ligado a la materialidad del manuscrito) y el texto moderno (ligado a la
materialidad del libro impreso). Podríamos arriesgar la hipótesis de una cuarta clase: el texto
LEONARDO FUNES 11

posmoderno (ligado a los medios electrónicos, digitales, informáticos), que por obra de formas
inusitadas de recepción como el zapping y el surfing estalla en la fragmentariedad heterogénea del
texto flujo.10
No necesitamos mayores explicaciones de lo que es el texto moderno en tanto objeto
cultural, porque es parte de nuestra vida, porque lo usamos cotidianamente. Pero sí necesitamos
hacer un gran esfuerzo para captar lo que es el texto medieval, debido a su carácter pre-
moderno, pre-burgués. Nos exige, como decía más arriba, un ejercicio de imaginación y un
juego de comparaciones para vislumbrar este objeto a partir de lo que no es. Nos exige estar
alertas ante las similitudes engañosas, ante su aparente modernidad, su aparente vanguardismo.
Voy a mencionar aquí sólo tres rasgos específicos para que empecemos a entender nuestro
objeto.

En primer lugar, el texto medieval es un texto oral. Cuando se lee un texto medieval en
un libro impreso, se está realizando una actividad absolutamente impensable en la Edad Media.
En principio, porque, como ya dije, la imprenta no existía. Toda obra literaria dependía
completamente de la voz y de la mano, es decir, se originaba en la oralidad y en la manuscritura.
Este tránsito obligado de todo texto por la voz tiene consecuencias enormes:
a) El texto oral presupone, como contrapartida, el carácter colectivo o comunitario de su
recepción, lo que, a su vez, plantea una muy peculiar interacción entre el público y el emisor
(que sólo en determinadas condiciones coincide con el compositor del texto). En este sentido,
hay que entender que la escena de una persona leyendo en silencio y en soledad representa un
caso absolutamente excepcional dentro del fenómeno general de la recepción medieval.
b) Retomando lo que comentara poco más arriba, el efecto de alteridad que nos provoca
la naturaleza oral del texto medieval se hace marcadamente evidente cuando tratamos de
imaginar nuestro trabajo con semejante material: ¿cómo analizaríamos un relato que sólo hemos
escuchado una vez o pocas veces? No tenemos posibilidad de fragmentar, de volver atrás, de
releer y subrayar. Todo es recibido (visto y escuchado) en un tiempo homogéneo,
ininterrumpido y único. Evidentemente, necesitaríamos de herramientas que hoy no tenemos,
como, por ejemplo, una memoria auditiva mucho más desarrollada. Y también, ¿cómo
escribiríamos una obra si supiéramos de antemano que ésta va a ser escuchada y no leída? Sin
duda, tendríamos que apelar a una serie de recursos para asegurarnos de que lo que nos importa
destacar de nuestra obra sea claramente inteligible y se grabe en la mente del público. De la
misma manera el escritor medieval veía afectado su modo de componer por el carácter oral de la
difusión de su texto: la expresión era más enfática; se apelaba a diversos tipos de repetición.
c) Con el texto oral cambia sustancialmente la importancia y la naturaleza misma de la
memoria. Para entender esto, es necesario distinguir entre memorización y memoria.11 Así, por
ejemplo, un narrador oral no memoriza las historias que cuenta, sino que las recuerda. Para eso
se vale de ciertas frases formulares y de ciertas secuencias fijas: recursos para la expresión
rápida de un contenido narrativo. Por su parte, el público poseía una memoria mucho más
desarrollada que la nuestra; probablemente estuviera en condiciones de repetir con mayor
detalle lo visto y escuchado en un espectáculo juglaresco de lo que nosotros podemos contar de
lo presenciado en una función de teatro o de cine. Pero en el caso de textos culturalmente más
fundamentales, esa memoria tan ejercitada se potenciaba aún más mediante el aprovechamiento
de ciertos recursos visuales. Un ejemplo típico son los vitreaux de las iglesias y catedrales:
evidentemente no están allí para cumplir una función estética, o meramente decorativa, ni
siquiera simbólica; cumplen básicamente una función didáctico-narrativa, una función
comunicativa. Recuerdo especialmente los maravillosos vitreaux que se encuentran en el piso
superior de la Sainte-Chapelle, que en el siglo XIII mando construir el rey San Luis en la Ille-de-
France, en el centro de París, para guardar una reliquia de la cruz de Cristo. En cada flanco de la
nave de la capilla se representan escenas del Antiguo Testamento y escenas del Nuevo
Testamento ordenadas cronológicamente, de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha. El
impacto de la belleza del conjunto en nuestra sensibilidad estética no debe hacernos olvidar que
10
No se ven programas televisivos específicos, se ve televisión; no se visitan sitios de Internet específicos, se
navega por la red.
11
Véanse al respecto los sugerentes comentarios de Michel Riffaterre 1991.
LECCIÓN INAUGURAL 12

esas imágenes y su misma disposición constituyeron, en primer lugar, una apoyatura eficaz para
la transmisión de los relatos fundamentales de las Sagradas Escrituras por parte de los
sacerdotes y clérigos. Tales son las apoyaturas de la memoria de un público que luego, mediante
la contemplación de los vitrales, recuperará las palabras escuchadas, recordará los detalles del
relato.

La Sainte-Chapelle (Paris)

Se trata, entonces, de un caso muy ilustrativo de utilización de los medios audiovisuales para la
fijación de los relatos fundamentales de la cultura medieval en la memoria de la comunidad. Se
trata de una técnica que, de hecho, ha durado hasta el siglo XX. Baste recordar la escena en que
un “relator ambulante” cuenta la historia de un asesinato a los habitantes de un pueblito
congregados en la plaza en el filme El crimen de Cuenca, de Pilar Miró.
d) El texto oral es una prueba elocuente del enorme influjo que la oralidad ejerce sobre
la escritura. Basta detenerse en la prosodia, en la organización sintáctica de los textos
medievales para entender cuán apropiado resulta el nombre que Germán Orduna prefería para la
escritura (retomando un concepto de Koch 1993): oralidad elaborada (Orduna 2001). Esto
puede apreciarse con cierto detalle en un interesante artículo de Suzanne Fleischman
(“Philology, Linguistics, and the Discourse of the Medieval Text”, 1990), en el que plantea que
las anomalías y las incoherencias de la gramática y de la ortografía de las lenguas romances, tal
como aparecen en los textos, se deben a que esas lenguas no son todavía idiomas fijados por un
código escrito. El castellano antiguo es un lenguaje hablado, el instrumento comunicativo de
una comunidad oral que lenta y trabajosamente se va adaptando a las pautas formales de la
escritura. Un fenómeno análogo contemporáneo podría ser la transcripción fiel de la lengua
coloquial, con sus inconsecuencias, sus reiteraciones, sus frases inconclusas.
e) Las condiciones de la oralidad también ejercen un influjo decisivo en la lectura. Los
mismos mecanismos que mencionaba al hablar de los recursos audiovisuales para estimular la
memoria también actúan en el texto escrito. En rigor, la escritura debería entenderse, en este
contexto, como un sistema limitado e incompleto de signos visuales que ayudaba a los lectores a
recobrar representaciones más extensas. El influjo oral se pone de manifiesto en el hecho de que
la lectura medieval no es una decodificación de signos contiguos en una secuencia lineal, sino
que es la proyección de esos signos sobre paradigmas simultáneos presentes en la memoria. La
inteligibilidad del registro escrito se produce cuando se lo vocaliza, cuando se lo pronuncia en
LEONARDO FUNES 13

voz alta. La lectura, entonces, supone un proceso de recuperación de discursos almacenados en


la escritura. Algo similar a la recuperación de documentos (la función retrieve) en la
computadora. Precisamente una comparación con lo que ocurre en el ámbito de la informática
puede ilustrar mejor esta peculiaridad de la lectura medieval. La oralidad hegemónica de la
cultura medieval hace del fenómeno excepcional de la escritura un elemento cultural que no
tiene nada que ver con la escritura contemporánea. En nuestra sociedad alfabetizada los
mensajes escritos son absolutamente transparentes; nuestra mente descifra en forma casi
automática e instantánea los caracteres gráficos de los mensajes viales o publicitarios que vemos
pasar velozmente mientras viajamos por una autopista (para mencionar un caso de lectura
involuntaria). En cambio, la escritura medieval es un arduo código cifrado, completamente
opaco para la inmensa mayoría de la población. Esa escritura equivale a lo que en informática se
llama “lenguaje máquina”, es decir, un código que no podemos leer directamente. A su vez, la
lectura medieval sería equivalente al uso de una interfase que nos permite recuperar el
contenido de un diskette o de un CD-Rom convirtiéndolo en un documento legible en pantalla.
El clérigo alfabetizado medieval cumple las veces de un computador personal que vuelve
inteligible el código escrito, reponiendo las pausas, la entonación y todos los elementos
suprasegmentales que convierten la sucesión de caracteres gráficos en un discurso comprensible
(recordemos que en la escritura medieval no existe un sistema exhaustivo ni universal de
puntuación –o al menos no se ha podido descubrir el criterio que rige los signos aparentemente
erráticos que encontramos en los manuscritos). Una vez recuperados todos esos elementos
orales, el texto escrito se vuelve comprensible. De modo que el momento de la comprensión
(reposición de la oralidad) sería el equivalente de nuestra lectura. Soy consciente de que esta
comparación puede parecer un tanto estrambótica, pero creo que ver las cosas desde este ángulo
inesperado está justificado por los propios testimonios medievales.

Un pequeño ejemplo del arduo y complejo trabajo que supone la lectura medieval lo
ofrece esta breve historia ejemplar incluida en el Calila e Dimna:

Et por ende, si el entendido alguna cosa leyere deste libro, es menester que lo afirme, et que
entienda lo que leyere [...]. O non sea atal commo el ome que dezían que quería leer
gramática, que se fue para un su amigo que era sabio. Et escrivióle una carta en que eran
puestas las partes del fablar. Et el escolar fuese con ella a su posada, et leyóla mucho, pero
non conoçió nin entendió el entendimiento que era en aquella carta, et la decoró [= la
aprendió de memoria] et súpola bien leer. Et açertóse con unos sabios, cuidanto que sabia
tanto commo ellos, et dixo una palabra en que herró. Et dixo uno de aquellos sabios: –Tú
herraste en que dezías, ca devías dezir así. Et dixo él: – ¿Cómo herré, ca yo he decorado lo
que era en una carta?
Et ellos burlaron dél porque non la sabía entender, et los sabios toviéronlo por muy grant
neçio. (Cacho Blecua-Lacarra 1984: 92-93)

Podría pensarse que el cuento simplemente ilustra la necesidad de la correcta interpretación


mostrando un “ignorante que quería pasar por sabio” (como los editores titularon el cuento);
pero tengo para mí que lo que se busca ejemplificar aquí es una operación más elemental: la de
la lectura comprensiva. En efecto, este caso nos estaría dando una idea bastante clara de que la
lectura de un texto requería, para gran parte de los letrados, un proceso de familiarización previa
(reposición de la voz, entonación y pausa) antes de que la lectura fuera inteligible. La capacidad
de leer a primera vista era, evidentemente, signo de gran erudición. También nos indica que la
lectura se hacía habitualmente en voz alta. Aparentemente –al respecto hay alguna controversia,
pues los testimonios no son concluyentes–, era habitual que aún el lector individual lo hiciera en
voz alta, o mejor, murmurando para sí las palabras del texto. 12 Sea como fuere, la práctica de la
12
Es conocido el testimonio que ofrece San Agustín en sus Confesiones al dar una descripción admirada
de la habilidad de su maestro San Ambrosio para leer en silencio: “Cuando leía, hacíalo pasando la vista
por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua. Muchas
veces, estando yo presente –pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién
venía–, le vi leer calladamente, y nunca hacerlo de otro modo” (Vega 1968: 233). El valor de este pasaje
ha sido puesto en duda últimamente. En el marco de la discusión en torno de la inexistencia o
LECCIÓN INAUGURAL 14

lectura silenciosa sólo se convirtió en habitual y dominante en el siglo XIV y tuvo consecuencias
culturales amplísimas. Volviendo a nuestra analogía informática, la lectura medieval silenciosa
y a primera vista equivaldría a la posibilidad de una lectura directa del lenguaje-máquina.
En fin, creo que ha quedado suficientemente ilustrado hasta qué punto el texto medieval
es un texto oral.

En segundo lugar, el texto medieval es un texto manuscrito. Cuando hablamos de


escritura, estamos hablando –y disculpen tanta insistencia– de escritura a mano. Esto le da al
fenómeno de la producción o reproducción del texto (al copiado) un carácter muy singular. Si
bien es cierto que el registro escrito permite una fijación del texto impensable en el ámbito
cambiante e inestable de la oralidad, en el contraste con el texto impreso rápidamente
comprobamos que todavía conserva mucho de esa inestabilidad de lo oral. Como cada
recitación, cada copia manuscrita de una obra tiene variantes.
Para entender cómo es que la copia manuscrita está lejos de ser un acto mecánico, neutro
y transparente, basta que pensemos un momento en el siguiente contraste: por un lado, un
impresor, un técnico artesano, arma con sus tipos móviles la caja de escritura de una página; tal es
el mínimo lapso de intervención humana antes de que la máquina se encargue de reproducir
indefinidamente la misma imagen tipográfica; la factura del libro parece avanzar por cuadros fijos.
Por otro lado, el copista, pero también escritor, y por lo tanto, a la vez técnico e intelectual, avanza
linealmente sobre un papel trazando signos de acuerdo con un ritmo de pausas dictado por su
cuerpo y por su mente: cada pausa será una posibilidad concreta de modificación de su modelo, se
abrirá a un paradigma de elecciones léxicas, sintácticas, estilísticas, cada reanudación derivará
hacia el encuentro o el desvío del modelo, un modelo percibido con la inestabilidad de las
pulsaciones que marcan las fatigas y las concentraciones de un trabajo prolongado; la factura del
códice parece avanzar por una línea oscilante, unidimensional, paradójicamente contenida por una
prodigiosa uniformidad caligráfica, fruto de la tenacidad y la disciplina. El abismo que separa
estas escenas nos da una idea de la distancia mental a recorrer en nuestro intento de comprender la
productividad intrínseca del trabajo de escritura. Tomada globalmente, la labor del copista está
pautada por miríadas de pequeñas decisiones que, reunidas en un nivel de generalidad superior,
condensan la convergencia de diferentes perspectivas (puntos de vista genéricos, orientaciones
ideológicas, intencionalidades políticas) y la distribuyen en un nuevo plano discursivo. Me
interesa destacar aquí cómo este trabajo intelectual depende de la materialidad concreta de los
trazos lineales sobre rectángulos de papel realizados con la mano. En esa base tecnológica baso mi
idea de la productividad de la escritura medieval, que engloba en un solo movimiento la literalidad
y la variación como fuentes simultáneas de su verdad, de su hegemonía, de su legitimidad.
Por supuesto, no es la misma variación para todos los tipos de textos: hay un mayor
respeto y un mayor celo por la copia fiel cuando se trata de la Biblia o de los clásicos, mientras
que hay mayor libertad cuando se trata de obras escritas en lenguas vernáculas.
Este fenómeno ha sido nominado mouvance por Paul Zumthor (1972) y variance por
Bernard Cerquiglini (1989). El planteo básico de éste último es que el texto medieval no tiene
variantes, sino que es variación permanente. Y aquí nos topamos con otra de las grandes
paradojas de la cultura medieval. El respeto por la tradición y el gusto por la repetición hacen
que ningún escritor desee escribir algo nuevo. Al mismo tiempo, la lógica de la variación hace
que cualquier copia nunca sea una repetición exacta de lo anterior, siempre tiene algo nuevo. C.
S. Lewis lo dice de este modo:

We are inclined to wonder how men could be at once so original that they handled no
predecessor without pouring new life into him, and so unoriginal that they seldom did
anything completely new. (Lewis 1964: 209)

excepcionalidad de la lectura silenciosa en la Antigüedad greco-latina, A. K. Gavrilov (1997) interpreta


que lo que sorprende a San Agustín no es la lectura silenciosa de San Ambrosio, sino el hecho de que la
practique en presencia de sus feligreses como una forma de poner distancia con ellos. Sin embargo, la
manera detallada en que Agustín describe la conducta de su maestro indica claramente que hay algo
relevante y excepcional en el acto mismo de leer en silencio. En todo caso, el valor del pasaje para ilustrar
la infrecuencia de la lectura silenciosa queda, a mi entender, vigente.
LEONARDO FUNES 15

Este juego de la variación sólo desaparecerá con la imprenta, es decir, con la invención
del copista mecánico, y esto marcará el fin de la cultura medieval y el comienzo de la cultura
moderna.13 En este sentido, podríamos decir que el proceso cultural medieval se caracteriza por
un lento avance de la escritura a mano sobre la oralidad, hasta que su culminación hegemónica
se desvanece por la aparición de la imprenta y el consiguiente cambio de escenario de la
contienda discursiva.
Al proponerles este modelo descriptivo y explicativo estoy partiendo de una premisa: la
evolución de las mentalidades, de los modos de pensar, de las modalidades de producción
artística y verbal, está bajo el influjo de la evolución de los medios tecnológicos de
comunicación. De inmediato hay que aclarar que influjo no equivale a determinación. Y menos
aún significa causa suficiente y exclusiva. Por ejemplo, la imprenta se conoció en China varios
siglos antes que en Occidente, pero no influyó en la vieja sociedad imperial como lo hizo en
Europa. Había en el contexto histórico europeo un elemento diferente que tuvo un efecto
revolucionario en la cultura: el humanismo renacentista.

En tercer lugar, el texto medieval es un texto fundacional. Este rasgo está relacionado
con los textos escritos en lengua romance, o mejor, en lenguas vernáculas. Aquí es donde
resulta más fácil percibir la revolución cultural que implicó la puesta en escrito de lenguas no
codificadas por la escritura.
Pero es importante tener siempre presente que la literatura latina mantuvo su vigencia y
su vitalidad durante toda la Edad Media y el Renacimiento, a la vez que estas revoluciones
culturales que marcan una especificidad del ciclo civilizatorio medieval europeo también se
dieron en el ámbito de la latinidad. Basta recordar, al respecto, el brillante análisis que realiza
Erich Auerbach, en Mimesis, de la transformación de la lengua latina literaria desde Ammiano
Marcelino en el siglo IV hasta Gregorio de Tours en el siglo VI (Auerbach 1975: caps. III y IV),
análisis en el que muestra la serie de procesos ideológicos, históricos y culturales involucrados
en el paulatino abandono del uso de los casos y su reemplazo por preposiciones y en la
desarticulación del discurso clásico en diversas formas vulgares de acumulación.
Pero, aún así, para entender el carácter fundacional del texto medieval nos
circunscribiremos al escrito en lengua vernácula, porque la literatura que acompaña el
surgimiento de las lenguas modernas es, lógicamente, una literatura fundacional.
Uno de los fenómenos más llamativos y enigmáticos de la cultura medieval es el
contraste entre la sofisticada elegancia de los textos latinos de los siglos XII y XIII y la rudeza de
los textos en lengua vernácula de esos mismos siglos. La literatura parecería aquí confirmar una
concepción organicista, con sus períodos de infancia, juventud, madurez y vejez (en este caso,
el contraste entre la madura literatura latina y los infantiles experimentos textuales
vernáculos).14 Pero sabemos que esa concepción no es la más fructífera. Lo que podemos decir,
en cambio, es que la escritura en una lengua nueva (como lo era el castellano en los siglos XI y
XII) debe comenzar de cero el proceso de optimización de la función estética de esa lengua. Al
subrayar este “punto cero” que implica lo fundacional, estoy poniendo el acento en el hecho de
que los textos vernáculos no son una pura y simple continuación de la tradición literaria latina
con un mero cambio de lengua, del latín al vernáculo. Por el contrario, estamos aquí frente a un
13
Por supuesto que tampoco en este caso nos encontramos con un fenómeno puntual y decisivo: el sueño
de la reproducción infinita de copias por medios mecánicos se alcanzó luego de un largo proceso que
arranca con la imprenta artesanal del siglo XV y culmina a principios del siglo XIX con la perfección
tecnológica de la prensa mecánica, inicio a su vez de la imprenta industrial. Por lo tanto, en el período de
la llamada “modernidad clásica” se conserva todavía una cierta variación textual, comprobable en las
distintas emisiones de una misma edición, y una cierta mezcla de imprenta y manuscritura, visible en
aquellos libros cuyas ilustraciones se coloreaban y doraban a mano, ejemplar por ejemplar (he visto en la
National Gallery of Art, en Washington, un espléndido ejemplar de la Biblia en alemán que posee la más
antigua serie de ilustraciones bíblicas impresas, obra del llamado Maestro de la Biblia de Colonia, activo
entre 1470 y 1490, y originalmente publicada en Colonia en 1478 –el ejemplar exhibido correspondía a la
edición hecha por Antón Koberger, suegro de Durero, en Nüremberg, 1483).
14
No puedo evitar la evocación de Dámaso Alonso llamando a las glosas emilianenses “primer vagido”
de la lengua castellana (Alonso 1958).
LECCIÓN INAUGURAL 16

fenómeno mucho más complejo y relevante. Pocos lo han dicho de manera tan clara como
Alberto Vàrvaro:

Un cambio de lengua implica muchas otras cosas: búsqueda de un público distinto y de


un tipo de relación nueva con él, cambio de óptica con relación al patrimonio cultural
del pueblo, elaboración de una cultura con ámbito, intenciones e ideales propios, y
hasta la formación de una tradición específica, mucho más vital y decisiva para la
cultura occidental moderna. (Vàrvaro 1983: 81-82)

Vàrvaro habla aquí de las lenguas romances en general; en mi caso, dentro de mi


especialización como hispano-medievalista, me ocupo de una sola de ellas, el castellano. En
rigor, para toda persona nacida en Hispanoamérica hay en esto un punto de muy especial
relevancia que está en la base de la razón de ser de estos estudios en una región del planeta que
careció de Edad Media. Para todos los estudiantes hispanoamericanos, el curso de literatura
medieval española ofrece la oportunidad, única en toda la carrera de Letras, de estudiar el
nacimiento de una lengua literaria. Eso no es posible en las literaturas clásicas ni en las
literaturas extranjeras, porque se requeriría un dominio del idioma cercano al de la lengua
materna. Tampoco es posible en los cursos de las llamadas “literaturas de corte” (al menos en la
Universidad de Buenos Aires existen cursos sobre “Literatura del Renacimiento”, “del siglo
XIX” o “del siglo XX”) ni en las literaturas argentina e hispanoamericana, porque siempre se
estarán estudiando derivaciones posteriores de una lengua literaria ya existente. Sólo en un
curso de literatura medieval es posible ver el nacimiento de nuestra lengua materna en función
estética.
Pero la asignación de un carácter fundacional al texto producido en la Edad Media tiene
resonancias más amplias en la historia y en la tradición de nuestra disciplina, así como en las
actuales discusiones en torno de lo que ha dado en llamarse “teoría del canon”.
Digamos, para empezar a aclarar los términos básicos de esta reflexión, que a partir de
la naturaleza oral, manuscrita y fundacional de estos textos es posible aventurar una primera
definición rigurosa de nuestro objeto de estudio: la producción verbal hispano-medieval como
literatura emergente. El término clave en este momento de la discusión es “emergente”, de allí
que sea necesario profundizar las implicancias de esta idea de “emergencia”. Por un lado, viene
a suplantar la idea de “origen” como un acto puntual de creación cuasi-divina, en la que algo
nace de la nada, completo en sí mismo. La noción de “emergencia”, por el contrario, remite a un
proceso, a una cierta praxis cultural, a la vez que –y esto es lo más importante–, apunta a unos
comienzos humildes y dubitativos. Por otro lado, y en virtud de esta condición cuasi-
experimental y marginal a que hago referencia con la calificación de “emergentes”, los primeros
textos en lengua romance pueden homologarse a los fenómenos que hoy se estudian como
“géneros menores”, manifestaciones periféricas de la cultura (y que suelen recibir,
precisamente, el nombre de “literaturas emergentes”, como en el caso del puesto universitario
que el crítico Wlad Godzich mantuvo hasta el año 2000 –director del Programa de literaturas
emergentes de la Universidad de Ginebra).
Esto es algo que nos cuesta percibir porque una prolongada operación institucional
cumplida por la academia ha terminado por colocar a autores como Chrétien de Troie, Chaucer,
Dante, don Juan Manuel y a obras como el Roman de la rose, el Cantar de los Nibelungos, el
Libro de buen amor en los lugares más altos del canon de la literatura culta.
Quizás la escena más ilustrativa de esta compleja operación histórico-institucional de
canonización (y al mismo tiempo de fundación disciplinar) sea la del filólogo francés Gaston
Paris declarando en el Collège de France, en 1870, que la Chanson de Roland era la expresión
más elevada del espíritu del pueblo francés. Las resonancias ideológicas del caso no podrían ser
más elocuentes: mientras el ejército prusiano está rodeando París, en el final de la guerra franco-
prusiana y ante la inminente caída del Segundo Imperio, uno de los máximos representantes de
la erudición francesa del siglo XIX está colocando en el primer lugar del canon de la literatura
francesa un poema que hace de una derrota (la derrota de la retaguardia del ejército de
Carlomagno en los desfiladeros de Roncesvalles) la más notable experiencia heroica de la épica
medieval europea.
LEONARDO FUNES 17

Hay ejemplos similares en la literatura española (también fruto de la contienda


ideológica nacionalista entre españoles, franceses, alemanes e ingleses), que culminan con la
fijación de un canon que convierte al Poema de Mio Cid, el Libro de Buen Amor, el Conde
Lucanor, el Amadís de Gaula, la Celestina, las Coplas de Manrique y el Romancero en las
manifestaciones más excelsas de la alta literatura, cuando en realidad, en su propio tiempo,
fueron obras pertenecientes a los géneros marginales del sistema cultural y normalmente
despreciados por la minoría letrada, como lo ilustra el pasaje tantas veces citado del Prohemio e
carta al condestable de Portugal del Marqués de Santillana: “Ínfimos son aquellos que syn
ningund orden, regla nin cuento fazen estos romançes e cantares de que las gentes de baxa e
servil condiçión se alegran” (Gómez Moreno-Kerkhof, 1988: 444).
Como ustedes saben, la cuestión del canon se convirtió, en las últimas dos décadas, en
un escenario de polémicas y de luchas intelectuales y políticas por el impacto que tanto los
estudios culturales, enfocados en las minorías étnicas y sexuales, como el llamado post-
colonialismo, enfocado en la crítica del etnocentrismo del Primer Mundo, tuvieron en los
ámbitos académicos, al poner en entredicho los criterios ideológicos de conformación del
canon. Todo esto derivó en una corriente específica de discusión teórica, la ya aludida “teoría
del canon”. Estas discusiones, mantenidas entre especialistas y en el espacio acotado de las
disciplinas humanísticas, tuvieron una mayor trascendencia pública a raíz de la aparición del
famoso libro de Harold Bloom, El canon occidental, que provocó mucho revuelo.15 Lo más
provechoso de este proceso, lleno de malentendidos y oportunismos de toda laya, fue que estas
polémicas pusieron en primer plano la necesidad de una reflexión más profunda sobre los
fundamentos epistemológicos e ideológicos de las disciplinas humanísticas en general y de los
estudios literarios en particular.
Al proponer la calificación de “fundacional” y de “emergente” al conjunto de la
producción verbal hispano-medieval, en el marco de estas discusiones en torno del canon –en
este caso, el canon de la literatura española o de las literaturas hispánicas–, me interesa enfatizar
una toma de posición y una agenda de investigación a seguir: no se trata simplemente de
denunciar la constitución ideológica de ese canon; ni –menos aún– de descartar el conjunto de
los textos canonizados y reemplazarlos por otros eventualmente marginados; de lo que se trata
es de recuperar la significación histórico-cultural de toda una textualidad mediante la práctica de
lecturas no canónicas (ni canonizantes) de los textos canónicos.
Cuando leemos los primeros textos literarios en lengua castellana, datados a fines del
siglo XII y principios del siglo XIII, si queremos alcanzar una apreciación tanto histórica como
estéticamente adecuada, lo primero que debemos hacer es descartar una actitud reverencial
hacia supuestos escritores absolutamente conscientes de su genialidad primigenia y de su
pertenencia al grupo más prestigioso de la alta literatura. Una vez librados de esas anteojeras
académicas podremos entender de qué modo una generación de espíritus inquietos, hace ocho
siglos, gente joven e impertinente que se quería comer el mundo decidió recoger de la calle las
palabras de todos los días, las palabras despreciadas por la alta cultura, las que escuchaban en
sus casas desde que habían aprendido a hablar, y con esas palabras se atrevieron a componer
obras de arte verbal usando las técnicas y los recursos aprendidos de la literatura latina.
Cuando Gonzalo de Berceo dice:

Quiero fer una prosa en román paladino


en qual suele el pueblo fablar con so vecino,
ca non so tan letrado por fer otro latino,
bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.16

se está plantando ante una tradición milenaria y está apostando por una escritura nueva, por
hacer de esa lengua cotidiana un instrumento de expresión artística. Esa osadía y su fortuna es lo
que podemos legítimamente admirar y es lo que el hispano-medievalismo busca investigar.
Tales son, pues, los perfiles de nuestro objeto de estudio.
15
Sobre este tema es muy ilustrativo el libro de Pozuelo Yvancos y Aradra Sánchez (2000).
16
Gonzalo de Berceo, Vida de Santo Domingo de Silos, c. 2. Cito por la edición de Aldo Ruffinatto
(1992).
LECCIÓN INAUGURAL 18

V
Condiciones de una lectura (pos)moderna de textos medievales

La discusión de la naturaleza fundacional y emergente de los textos medievales nos


obligó ya a discutir aspectos de nuestra práctica de investigación. Esto es inevitable, en la
medida en que hay una estrecha correlación entre el objeto y el aparato disciplinar que lo
estudia al mismo tiempo que lo constituye.
En nuestro caso, para decirlo un poco rudamente y casi en términos de “carteles de
batalla”, hay una correlación entre los estudios filológicos y literarios tradicionales y su objeto
denominado “literatura medieval española”, como también la hay entre el objeto que hemos
descripto como “producción verbal hispano-medieval como literatura emergente” y el hispano-
medievalismo como práctica de investigación literaria.
¿Cuáles son las condiciones específicas de la investigación literaria de un objeto
semejante? ¿Cuál es su marco teórico, su enfoque, su metodología?
El juego dialéctico entre las condiciones materiales e históricas de nuestro objeto y los
parámetros culturales de nuestra percepción crítica nos van orientando en cuanto a las
características de nuestra práctica de investigación.
La amplitud de tipos textuales, los múltiples combinaciones y amalgamas de lo oral, lo
manuscrito y lo aural, la naturaleza preponderantemente colectiva de la recepción de los textos,
la heterogeneidad de los públicos y de los ámbitos de recepción, todos estos fenómenos que
propiciaron la mezcla de géneros y una migración constante de motivos, procedimientos,
fórmulas, materiales narrativos y didácticos por las formas textuales más diversas, obligan a una
revisión drástica de nuestros modos de lectura y comprensión para poder alcanzar una
apreciación histórica y científicamente adecuada de la textualidad medieval.
Cuando yo leo y relaciono un poema épico con un poema de clerecía, una colección de
relatos ejemplares con una crónica, una antología de poemas a la Virgen con un tratado sobre el
dogma de la Asunción, cumpliendo una práctica de lectura habitual en nuestra disciplina, estoy
recortando un objeto en el que conviven obras derivadas del canon literario y productos de la
cultura popular, un objeto en el que carece de toda pertinencia la distinción entre alta cultura y
cultura popular, porque no hay posibilidad de entender los textos medievales si no se los
considera en el marco de la producción cultural global.
Para ustedes se habrá hecho evidente, a esta altura, que en esta manera de plantear las
cosas hay una deliberada homologación con la postura de los llamados estudios culturales,
según la perspectiva británica de Stuart Hall, Richard Hoggarth y Raymond Williams, también
llamada Materialismo cultural.

Otra característica fundamental de nuestro objeto es su pertenencia a un pasado bastante


alejado de nuestro tiempo, de allí que la adopción de un enfoque histórico parecería imponerse
por sí sola. Pero podría plantearse que es posible una lectura no-histórica de esos textos, ya sea
alegando que uno puede leer como un lector medieval, ya sosteniendo que un texto medieval
puede leerse como cualquier texto contemporáneo. Estos son casos extremos, pero numerosas
corrientes críticas del siglo XX han planteado una amplia gama de posibilidades de estudiar la
literatura de cualquier época dejando de lado la historia (el estudio inmanentista, el esteticismo
universal, el formalismo puro).
De allí que la opción por considerar la dimensión histórica de los textos no sea de
ningún modo una obviedad y deba, por ello, fundamentarse. En el caso concreto de los estudios
medievales, lo que propongo es un enfoque histórico-crítico. Para eso parto de la base de
entender la lectura como el encuentro, la puesta en contacto de dos historicidades: el pasado de
la escritura y el presente de la lectura.
LEONARDO FUNES 19

Lo fundamental en toda esta reflexión teórica y disciplinar es, precisamente, el modo en


que afrontemos la relación entre pasado y presente. Desde el punto de vista de la experiencia
estética, este choque entre pasado y presente provoca en un primer momento un efecto de
alteridad. Es interesante revisar esto de acuerdo con el planteo de Jauss en su artículo “Alteridad
y modernidad de la literatura medieval” (1979).
Nuestro primer acercamiento con el texto medieval consiste en una suerte de “test de
legibilidad”, del cual resulta una incómoda experiencia de displacer, incomprensión u otras
sensaciones ligadas a la comprobación de estar ante algo que nos resulta ajeno. Una alteridad lo
suficientemente profunda como para borrar aún la curiosidad ante lo exótico.
El siguiente paso será una consideración reflexiva de esa alteridad que nos permita
entender cuáles rasgos del texto medieval dificultan nuestro goce. Así comprobaremos que la
prioridad de la convención establecida sobre la expresión individual, la impersonalidad del
estilo, el formulismo del registro poético, la mezcla indiscriminada de lo poético y de lo
didáctico, el despliegue de un simbolismo difícil y hermético son los obstáculos más inmediatos
para una apreciación del arte verbal medieval.
A partir de aquí, Jauss propone aplicar la imaginación histórica para reconstruir el
horizonte de expectativas del público inmediato de esos textos y para buscar su sentido
mediante el contraste y la fusión con nuestro propio horizonte de expectativas.
Por último, el desafío es lograr una ampliación de nuestro propio horizonte recepcional
(lo que podríamos llamar “educar el oído”) que nos permita alcanzar finalmente una experiencia
estética placentera, y –agrego– al mismo tiempo, la posibilidad de construir un conocimiento de
esos textos y de recuperar/elaborar un sentido.
Este modo de describir el proceso me parece irreprochable, pero en un punto prefiero
tomar una cierta distancia. La concepción de Jauss es deudora de la perspectiva hermenéutica de
Hans Georg Gadamer, en su Verdad y método, y el concepto clave aquí es el de fusión de
horizontes, lo que implica fusión de historicidades, fusión de pasado y presente. En cambio,
prefiero rescatar aquí el planteo de Walter Benjamin (“toda circunstancia histórica presentada
dialécticamente se polariza y se transforma en un campo de fuerzas”; apud Jay 2003: 13) y,
siguiendo a Martin Jay (2003), propongo suplantar la fusión gadameriana por el campo de
fuerzas benjaminiano.
Y esto es posible si articulamos el enfoque histórico con una disposición crítica. Ver esa
relación entre pasado y presente como campo de fuerzas permite superar el desafío que Paul
Zumthor nos lanzara ya en 1975: trascender la distancia histórica sin abolirla. Al mismo tiempo
impide convertir nuestra actividad en la representación exacta del pasado “tal como fue” o en la
imposición de construcciones presentes a un pasado moldeable y vulnerable. En efecto, el
pasado no es algo que está allí para ser descubierto, ni es algo que esté aquí para ser inventado.
Aquí es oportuno mencionar un principio formulado por Adorno: la historia no tiene
significado en sí misma sino sólo en relación con el presente, y por lo tanto, sólo como concepto
crítico que desmitifica el presente.
Este es el meollo de la cuestión: hay una relación fuerte y yo diría inevitable entre el
estudio del pasado y el presente, y el modo de aprovechar esa relación es convirtiendo la
historia en un concepto crítico que ayude a desmitificar (y esta es la palabra clave) el presente.
Cuando digo desmitificar no estoy homologando mito con mentira: sólo marco la existencia de
un tipo de saber tomado como natural, que debe someterse a una revisión crítica para ser
transformado en conocimiento.
Podría decir también que cuando el pasado se aísla del presente, o el presente se aísla
del pasado, caemos en este tipo de mitificación de los fenómenos. Muchas veces nuestras ideas
sobre lo que es un libro, sobre la libertad interpretativa de la lectura individual, sobre la
consistencia humana de los personajes literarios, sobre la muerte de la novela o de la literatura,
sobre la distinción entre cultura popular y cultura culta, sobre el cambio o sobre la transgresión
están más cerca del mito que del conocimiento.
Dicho de otro modo, el enfoque histórico en la investigación literaria medievalista está
motivada, como toda indagación histórica, por una preocupación por comprender el presente. Al
mismo tiempo, muchas investigaciones orientadas a lo estrictamente contemporáneo encuentran
en su proyección al pasado una rigurosa prueba de pertinencia.
LECCIÓN INAUGURAL 20

Para ilustrar el primer punto daré algunos ejemplos de la escuela filológica alemana,
porque en ellos se ve con claridad de qué modo una situación traumática del presente está en el
origen de una investigación histórico-literaria.
Ernst Robert Curtius publicó en 1948 un libro muy importante, Literatura europea y
Edad Media latina, que estudia la pervivencia de los autores latinos (clásicos y medievales) en
la literatura europea hasta comienzos del siglo XX. Es también una ardiente defensa del modo
histórico y filológico de leer los textos y, sobre todo, de la utilidad de la indagación del pasado
como una manera de comprender el presente:

Las vanguardias del conocimiento histórico son siempre unos cuantos individuos aislados a
quienes las conmociones históricas –guerras, revoluciones– obligan a plantearse nuevas
preguntas. Tucídides se sintió impulsado a escribir su obra histórica porque vio en la guerra
del Peloponeso la mayor de todas las guerras; San Agustín escribió la Ciudad de Dios bajo
la impresión de la conquista de Roma por Alarico; la obra político-histórica de Maquiavelo
es reflexión sobre la entrada de los franceses en Italia; la Revolución de 1789 y las guerras
napoleónicas hicieron surgir la filosofía de la historia hegeliana; a la derrota de 1871 siguió
la revisión de la historia francesa por Taine, y al establecimiento de la dinastía
Hohenzollern, la consideración “intempestiva” de Nietzsche sobre “la utilidad y desventaja
de la historia para la vida”, preludio de las discusiones modernas sobre el “historicismo”. El
resultado de la primera Guerra Mundial hizo que tuviera tanta repercusión en Alemania la
Decadencia de Occidente de Spengler. (Curtius 1955: 18)

Pocos años después, Erich Auerbach publica un libro, Lenguaje literario y público en la Baja
Latinidad y en la Edad Media, que completa su gran obra Mímesis, y en el prólogo de ese libro
dice:

La civilización europea está cerca del límite de su existencia; su propia historia, reducida a
sí misma, parece consumada; su unidad parece preparada y a punto de sucumbir ante otra
unidad que opera en un radio más amplio. Me parecía y me parece llegada la época en que
puede emprenderse el intento de comprender esa unidad histórica teniendo presente su
existencia viva y su viva conciencia. Trabajar en esta dirección –al menos para la expresión
literaria, objeto de la filología– fue desde siempre, y de modo cada vez más decidido, mi
intención. (Auerbach 1969: 10)

Basta conocer las circunstancias en que estas palabras fueron escritas para entender sus
resonancias más significativas: tanto Curtius como Auerbach habían iniciado sus carreras
académicas en los ámbitos universitarios de la República de Weimar; Curtius había sido
francófilo y socialista, Auerbach era judío: uno se vio obligado a abandonar su especialidad en
la literatura francesa contemporánea y dedicarse a enseñar latín medieval para no perder su
puesto universitario durante los años del nazismo; el segundo se vio obligado a emigrar para no
terminar en un campo de exterminio y pasó los años de la guerra refugiado en Estambul. Lo que
está presente como motivación y como problema en estos autores es el enorme sacudón que
sufre la civilización occidental con la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo fue posible que la
cultura alemana, asentada en los grandes filósofos del Idealismo, culminara en Hitler y el
Holocausto? ¿Cómo explicar que una nación fundada en los valores del Espíritu y de la Razón
terminara en la pura irracionalidad?
En rigor, no fue diferente el caso de Adorno –en el ámbito de la filosofía y del
marxismo–, quien ante la evidencia de que Hitler había alcanzado el poder en 1933 con el voto
de cuatro millones de obreros, llevaría adelante una revisión total del materialismo histórico y
construiría su Dialéctica negativa, negando al proletariado el papel de Sujeto histórico del
proceso revolucionario.
El caso de estos filólogos, volviéndose al pasado medieval en busca de respuestas,
resulta particularmente dramático, pero sin llegar a una situación límite semejante creo que toda
indagación histórica que se lleve a cabo en nuestros días encuentra su motivación y su finalidad
en la preocupación por el presente.
LEONARDO FUNES 21

En cuanto al segundo punto (la proyección al pasado de estudios de lo contemporáneo


como puesta a prueba de su pertinencia), vale la pena tener en cuenta que cuando nos
enfocamos en la cultura y en la textualidad medieval y superamos las dificultades de su
alteridad, nos encontramos con un fenómeno inesperado: su modernidad.
Ideas tales como: “en el origen de la literatura no está la vida sino el lenguaje”, “todo
texto tiene su génesis en otros textos y remite a ellos”, “el personaje no es un ser autónomo
análogo al hombre sino que es un hecho de lenguaje”, “toda lectura debe ser productiva”, “el
escritor no es un genio creador sino el operador de una combinatoria de convenciones
literarias”, ideas que han declamado las vanguardias del siglo XX como una radical novedad,
resultan ser obviedades del quehacer literario de acuerdo con la mentalidad medieval.
Este inesperado “vanguardismo” atrajo la atención de muchos teóricos. Como señala
con acierto Marianne Borch (2004), el interés actual de estos teóricos en la Edad Media guarda
relación con el “giro lingüístico” de las últimas décadas. La textualidad medieval atrae a la
(pos)modernidad en parte porque el concepto mismo de un mundo textualizado tiene sentido
para nosotros –como no pudo tenerlo para el empirismo iluminista y su postulado de la
transparencia lingüística. Así, Robert Myles –nos recuerda Borch–, en su Chaucerian Realism,
llega a proponer que “rather than the ‘linguistic turn’ of the twentieth century, [it would be]
more accurate to speak of ‘a linguistic return’” (1994: 39). Algunas de las principales ideas
sobre el fenómeno literario de Julia Kristeva, Hans Robert Jauss, Mijail Bajtin, Iuri Lotman y
Umberto Eco han surgido de su interés y su estudio de textos medievales. 17

Me detengo tanto en esta cuestión de la relación entre pasado y presente porque me


interesa concluir esta clase inaugural ofreciendo una respuesta a la pregunta crucial, tan brutal
como ineludible, de para qué sirve nuestra práctica de investigación.
No pretendo ser el poseedor de la respuesta definitiva, sólo quisiera ofrecer algunos
argumentos en torno de una convicción profunda: la comprensión del presente de ninguna
manera puede prescindir de una consideración del pasado. Que ese pasado sea el período
medieval se justifica, en mi práctica, y más allá del innegable atractivo –y hasta me atrevo a
decir fascinación– que ese tiempo ejerce sobre mí, por varias razones.
En primer lugar, tiene la ventaja de la perspectiva temporal. Retomo aquí el argumento
esgrimido por Paul Zumthor (1975: 8): remontar el curso del tiempo nos permite a veces
encontrar un punto desde el cual el paisaje entero que nos importa –el nuestro– muestra sus
relieves, revela líneas imperceptibles a ras del suelo. Zumthor ejemplifica con las fotografías
aéreas usadas por los arqueólogos. En efecto, el recurso a la aerofotointerpretación en el campo
de la arqueología demuestra que, además de “profundizar” en la excavación del yacimiento
arqueológico, es necesario “elevarse” para obtener fotografías panorámicas que permitan
entender un diseño y una disposición del objeto imposible de captar “a ras del suelo”.
¿Pero acaso esa perspectiva no podría lograrse remontándose a períodos más cercanos,
al siglo XVIII o a la Modernidad clásica, por ejemplo? Creo que frente a esas posibilidades, el
período medieval tiene la ventaja de su alteridad, de su condición pre-moderna, su pertenencia a
un ciclo histórico cerrado. Lo que vino después pertenece ya al “ciclo de la revolución
burguesa”, un ciclo que todavía nos involucra. 18 Gracias a esa ventaja, podemos estudiar ese
corpus textual con una mirada si no objetiva, al menos imparcial, con un desprendimiento
mayor, ya que no estamos comprometidos con las tensiones ideológicas de la sociedad medieval
como lo estamos con el conflicto de clases de la sociedad burguesa. En el plano concreto de la
investigación literaria, me atrevo a decir que si bien la lectura de los textos contemporáneos o de

17
Julia Kristeva basa su libro Le texte du roman (1970) en el análisis de un roman del siglo XV, el Petit
Jehan de Saintré de Antoine de La Salle; Jauss basa gran parte de su “estética de la recepción” en el
fenómeno literario medieval y su recepción posterior; Bajtin elabora su concepción del carnaval y de la
cultura popular sobre la base de testimonios medievales; Lotman considera el fenómeno de la
significación medieval para elaborar su “semiótica de la cultura” y en cuanto a Eco, es conocida su
versación en la literatura y la estética medievales (Eco 1997), pero resulta especialmente ilustrativo de mi
argumento su artículo “La Edad Media ha comenzado ya” (1984).
18
Aprovecho y amplío aquí con toda intención el concepto acuñado por José Luis Romero en 1948 de
“ciclo de la revolución contemporánea” (Romero 1997).
LECCIÓN INAUGURAL 22

nuestro pasado inmediato cuentan con la facilidad de una intelección rápida, ofrecen una
enorme dificultad (aunque casi nunca se reconozca) para una comprensión plena, en la medida
en que estamos inmersos en las mismas ideologizaciones, las mismas mitificaciones que han
dado forma a esos textos.
Además, la relativa escasez de los testimonios conservados nos permite –en teoría–
abarcar el cuadro completo de esa cultura (o, como diría Georges Duby en un reportaje, al
menos la ilusión de una manejo exhaustivo de los datos), una posibilidad que se va esfumando a
medida que nos acercamos a nuestro tiempo, desbordados como estamos por un aluvión textual
inabarcable.
En suma, el período medieval nos ofrece un camino para alcanzar una comprensión de
nuestro presente tan indirecto como pertinente. Y esto sobre todo por su condición de alteridad
y de familiaridad. ¿A qué me refiero con familiaridad, luego de todo lo dicho sobre esta cultura
“otra”, perteneciente a un ciclo histórico ya concluido? Pues sencillamente a que los hombres y
mujeres de la Edad Media son muy ajenos a nosotros, pero no son extraterrestres. En todo caso,
su alteridad es de un carácter muy diferente al de, por ejemplo, las culturas antiguas de la China
y Japón. De algún modo, aun para nosotros, hispanoamericanos nacidos en una tierra sin Edad
Media, aquellas personas son nuestros lejanos antepasados. A esto es necesario agregar que
muchas instituciones e ideas actuales llevan la marca de una herencia medieval: la Iglesia
católica, la universidad, el sistema legal, el gobierno parlamentario, el amor-pasión, la idea de
“guerra justa”, la idea de “guerra santa”.
Sobre la base de ese aire de familia es posible aprovechar la Edad Media en tanto
contrapartida de nuestro presente: podemos plantear una relación especular entre pre-
modernidad y pos-modernidad; podemos, en suma, intentar vernos allí como en lo que Barbara
Tuchman (1978) llamó –hablando de la crisis del siglo XIV– “un espejo distante”.

Todo esto suena terriblemente ambicioso, pero en el fondo sólo es un planteo realista
sobre las condiciones de posibilidad de una tarea intelectual. Mi intención es llevar adelante una
serie de prácticas de lectura sobre unos textos escritos en lengua castellana entre los siglos XII y
XV, dirigidas a iluminar una variedad de cuestiones básicamente relacionadas con la forma y la
ideología de esos textos. Tal es el objetivo: iluminar los modos en que los textos,
dialécticamente, representan parámetros de intelección, patrones de conducta y escalas de
valores de una sociedad, como también los modos en que los textos configuran, perpetúan y
alteran los códigos dominantes de una cultura.

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