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10 Sin Duda Alguna PDF
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Preguntas prohibidas
Caso 1: Con la clase de «Religiones del mundo» realizamos la visita anual a una sinagoga. Escuchábamos fascinados el relato
de Tina, una joven que nos refería su peregrinaje espiritual y su decisión de convertirse al judaísmo reformista. Se había criado
en una iglesia cristiana, y de niña había hecho profesión de fe, pero llegada la adolescencia, comenzó a cuestionarse lo que
creía. ¿Es Cristo realmente Dios? ¿Tiene sentido la Trinidad? Si somos gente moderna, ¿qué podemos creer que sea verdad?
Su pastor le dijo que no debía plantearse esas preguntas, porque dudar era malo; ella simplemente debía creer lo que le habían
enseñado a creer. Tina estaba decidida a abandonar definitivamente el cristianismo.
Tomas el desconfiado
Caso 3: De niño en Alemania, como parte de la actividad escolar, los miércoles teníamos que asistir a un culto por la mañana.
Los protestantes y los católicos concurrían a sus respectivos servicios religiosos. Como yo era bautista, me asignaron al culto
en la iglesia luterana. Así que allí permanecíamos sentados, mientras nos pellizcábamos, hablábamos en voz baja, hacíamos
morisquetas e intentábamos cantar interminables himnos demasiado altos para nuestras voces. De más está decir que no
recuerdo mucho de lo que escuché en aquellos sermones, pero hay uno que me quedó grabado. Le había tocado el turno de
predicar al pastor principal. Era un hombre bueno, de cabello canoso y un semblante enrojecido, seguramente con varios platos
de cerdo asado con papas en su haber. Cuando deseaba enfatizar un punto en su predicación, se inclinaba hacia adelante sobre
el púlpito, se apoyaba en los antebrazos y las manos, y se empujaba para arriba y para abajo, como si fuera una simpática foca
haciendo lagartijas. Aquel miércoles de mañana habló sobre la aparición de Jesús a Tomás, el desconfiado. «¡Dejen en paz a mi
Tomás! —nos advirtió el pastor; más que nunca, se parecía a una foca con una misión—. Tomás quería descubrir él mismo la
verdad; no se contentaba con lo que le dijeran otros».
La fe y la razón
En el marco de la teología cristiana, usamos el término fe de tres maneras: fe salvadora, fe
progresiva y fe pensante.
Fe salvadora
Para el evangelio cristiano, la fe salvadora es crucial. En Hechos 16:31, Pablo instruyó al
carcelero de Filipos: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (RVR1960). Según Gálatas
2:16, somos salvos por la fe, no por las obras de la ley. Efesios 2:8-9 reitera que somos
salvos por gracia por medio de la fe. ¿Cómo es esta fe que nos salva?
Un buen sinónimo de la fe salvadora podría ser «confianza» o «dependencia». La persona
con este tipo de fe expresa que sin Cristo está perdida, que no puede redimirse a sí misma y
que el don de la salvación depende solo de Él y de Su obra. Este tipo de fe es un acto de
completa entrega a Dios. No es por ninguna clase de obras; por el contrario, es renunciar a
todas ellas y depender exclusivamente de Su obra.
La fe salvadora es todo o nada. Como señala Pablo en Gálatas, no es posible
complementar esta fe con las obras de la ley sin menoscabar la obra de Cristo (Gálatas 5:2-
4). Confiar en algo y al mismo tiempo buscar otras garantías no es confiar; la confianza que no
está dispuesta a aceptar lo que alguien afirma no es confianza. Del mismo modo, la confianza
en Cristo que procura más ayuda para la salvación no es, en realidad, confianza en Cristo. La
fe salvadora, por su propia naturaleza, excluye las obras.
Es pertinente una acotación: este tipo de fe, si es genuina, se manifestará en buenas
obras. Aunque las obras no son una condición para la salvación, son una consecuencia
concreta de la fe verdadera. Así lo enseña también Pablo, por ejemplo, en Gálatas 5 o en Tito
2 y 3, y también Santiago cuando afirma que la fe sin obras está muerta (2:26). Ver nuestras
reflexiones sobre esta cuestión en el capítulo 12.
Fe progresiva
Al segundo tipo de fe la llamaré «fe progresiva». Jesús nos animó a tener esta fe cuando
enseñó que no debíamos preocuparnos por el mañana, sino depender de las provisiones de
nuestro Padre celestial. La fe progresiva difiere en algunos sentidos de la fe salvadora. En
primer lugar, no influye en nuestra salvación. Forma parte de nuestra manera de vivir después
de haber nacido de nuevo. Parte de la base de que ya tenemos una relación con Cristo. Una
segunda diferencia con la fe salvadora es que al ser progresiva podemos hablar de grados de
fe. Puedo crecer en la fe conforme confíe en Dios todos los días. A lo largo de una vida entera
consagrada a Cristo, espero llegar a confiar en Él más y más.
Sin embargo, la fe progresiva tiene algo importante en común con la fe salvadora: ambas
dependen de Dios. Una vez más, lo que importa es aprender a no angustiarnos por nuestras
ansiedades, preocupaciones y afanes, sino entregárselos a Cristo.
Muchos, en su celo por estos dos primeros tipos de fe, concluyen erróneamente que, como
ambos implican entregarse por entero a Dios, la fe es ciega. Dicha afirmación supone que no
deberíamos usar nuestra mente para cuestionarnos ni para razonar: confiar en Dios implica la
ausencia de cualquier pensamiento o análisis crítico sobre Dios.
Basta reflexionar un poco sobre esta actitud para demostrar que es inaceptable. No
podemos confiar en alguien ni en algo de lo cual no sabemos nada. Debemos saber que
aquello en que confiamos es digno de confianza; no porque deseemos comprometer la
naturaleza de la fe, sino para que la fe sea real, para que esté basada en una realidad y no en
una fantasía. En Hebreos, leemos que quienes se acercan a Dios, primero deben creer que Él
existe y que recompensa a quienes lo buscan (Hebreos 11:6). En suma, antes de confiar en
Cristo, necesitamos saber que la fe en Él tiene sentido.
Fe pensante
Así llegamos al tercer tipo de fe, la «fe pensante», a menudo llamada «creencia», porque
significa aceptar que una serie de afirmaciones son verdaderas. Esta fe se refiere a la manera
en que llegamos a aceptar ciertas verdades intelectuales sin las cuales una fe basada en la
confianza sería imposible. No se puede responder al evangelio si desconocemos de qué se
trata; no se puede confiar en Cristo si ignoramos quién es y cuál es su mensaje. Entonces,
aunque solo podemos ser redimidos mediante la «fe salvadora», esta fe supone algunos
conocimientos esenciales.2 Santiago enseña que aun los demonios creen que Dios es uno, y
tiemblan, porque dicho conocimiento no los salva (Santiago 2:19). Nosotros tampoco somos
salvos por el conocimiento, pero una auténtica fe que confía en Dios supone algún grado de
conocimiento.
Hay diversas maneras de adquirir el conocimiento sobre el cual basarnos para tomar una
decisión. Las podemos agrupar en dos categorías: fe y razón, donde «fe» significa la «fe
pensante» que estamos considerando. El erudito medieval Tomás de Aquino nos proporcionó
un análisis útil de la fe y la razón en este contexto, y el siguiente razonamiento descansará en
gran medida en su descripción.3
La gente suele aprender los principios de su fe de alguna autoridad. Podrían ser los
padres, la iglesia, los maestros o la Biblia. Como se nos inculcó el respeto a estas
autoridades, aceptamos lo que nos enseñan sobre Dios. Sería impensable aceptar que
nuestras creencias son verdaderas solo cuando las hayamos verificado a todas. Muchas
personas no tienen la capacidad, el tiempo ni el interés para evaluar cabalmente una doctrina y
sus alternativas. En realidad, si tuviéramos que esperar que los «especialistas en la materia»,
los teólogos y los filósofos, se pusieran de acuerdo sobre las creencias antes de aceptarlas,
nadie creería nada. Por eso Dios ha encomendado a algunas personas transmitir Su verdad
como Él la reveló en Su Palabra, la Biblia. Es la obligación de todos los padres hacia sus hijos
y de todos quienes enseñan o predican en la iglesia. Vemos que es correcto y posible que los
artículos de fe sean aceptados por la fe, porque confiamos en las autoridades que los enseñan
y las respetamos.
Sin embargo, el camino de la fe pensante no excluye un segundo sendero basado en la
razón. Cuando era niño, mi padre me dijo que el agua estaba compuesta por oxígeno e
hidrógeno. Le creí, porque respetaba su autoridad. Sin embargo, mi fe en su palabra no me
impidió tomar un curso de química, en el que realicé un experimento para obtener agua a partir
de la combinación de oxígeno e hidrógeno. Todavía acepto que esa creencia es verdadera,
pero sobre otras bases: antes lo sabía porque confiaba en mi padre, ahora lo sé por la razón.
La misma lógica es aplicable a nuestro conocimiento sobre Dios.
Solo podemos acceder a muchas verdades mediante la fe en la revelación divina,
incluyendo los hechos concernientes al plan de salvación. No obstante, también hay verdades
que podemos conocer basados tanto en la razón como en la fe, como es el caso de la
existencia y la unidad de Dios. No hay nada en la naturaleza de la fe pensante que excluya la
posibilidad de aceptar algunas verdades basándonos en la razón.
Cuando planteamos la necesidad de fundamentar nuestra fe, queremos decir que algunas
de las creencias que antes aceptábamos basándonos en la fe pensante estarán basadas en la
razón. ¿Parece insidioso? No debería serlo, salvo que todavía no haya comprendido las
diferencias entre los tres tipos de fe. La razón nunca podrá reemplazar a la fe salvadora ni a la
fe progresiva. La razón no puede limitarse a suplir la fe pensante, pero sí habilita una segunda
vía hacia las mismas creencias que acostumbramos aceptar solo sobre la base de la
autoridad.
La unidad de la verdad
Nunca deberíamos temer indagar sobre la verdad. Si tenemos que huir de la verdad, quizás
sea porque tenemos algo que ocultar. ¿Será que tememos descubrir que, si miramos con
detenimiento, lo que hemos aceptado como verdadero por la fe resulte ser falso? Estoy
convencido de que la fe y la razón, debidamente usadas, llegarán a una idéntica verdad.4 Mi
convencimiento, a su vez, parte de la premisa —con la que Tomás de Aquino también comenzó
su discusión sobre este tema— de que la verdad se origina en Dios y nos guía a Él.
En consecuencia, no hay por qué ser melindrosos al indagar sobre la verdad. Una creencia
incapaz de soportar un duro cuestionamiento tal vez no valga la pena. Si el cristianismo es
verdadero, debería poder resistir las preguntas más difíciles que le hagamos. Si no es cierto,
deberíamos rechazarlo.
Esta última afirmación, que puede sonar arriesgada, en realidad, es relativamente inocua.
¿Deberíamos creer algo cuya falsedad se ha demostrado? De ninguna manera. Puedo hacer
tal afirmación porque estoy convencido de que el cristianismo es cierto y que resistirá el
escrutinio, aun el más riguroso. Además, debemos tener presente que demostrar que el
cristianismo es falso no es tan fácil como parece, ni siquiera hipotéticamente, como algunos
piensan.
Una clave para esta discusión reposa en la integridad del cuestionamiento. Las preguntas
sinceras serán las que nos conciernen, porque hay muchas discusiones religiosas que solo
consisten en ver quién resulta ganador. El crítico adopta un ataque tras otro, esperando que el
cristiano no pueda responder su última descarga, mientras que el cristiano erige una montaña
de argumentos, con la expectativa de que tarde o temprano el crítico se dé por vencido.
Cuestionarse con integridad no significa encontrar defensas a favor o en contra de puntos de
vista preestablecidos, sino luchar contra aquellas dudas reales que nunca dejan de
importunarnos.
Podemos concluir este capítulo introductorio con una invitación. Lo invito a responder
algunas preguntas difíciles. Veamos si podemos demostrar que el cristianismo es verdadero.
Para ello, deberá aprender a entender las preguntas, así como a dominar las respuestas.
Deberá aprender a preguntar con integridad. A la postre, también requerirá una respuesta
personal de compromiso de fe. Cuando comenzamos a exigir la verdad, es mucho lo que está
en juego.
A continuación, apliquemos algunas de estas ideas a nuestros casos iniciales:
Respuesta al caso 1: No deberíamos sentir que somos los únicos culpables cuando alguien aparentemente cristiano se aparta
de la fe. Intervienen muchos factores, entre ellos, la capacidad de tomar decisiones que Dios nos dio.5 Sin embargo, desde
nuestra perspectiva finita no puedo dejar de pensar que la actitud condenatoria del pastor contribuyó a esta tragedia. No
ayudamos a una persona con inquietudes sentidas y genuinas si la hacemos sentir culpable por tener «dudas». No sé si el
pastor hubiera podido contestar las preguntas de Tina ni si la hubiera ayudado a encontrar las respuestas. No tenemos por qué
estar en condiciones de responder las preguntas de todo el mundo. Sin embargo, estoy seguro de que al decirle que sus dudas
eran ilegítimas contribuyó a que ella buscara otra religión. Al fin de cuentas, eso es lo que ella misma dijo.
Respuesta al caso 2: La mayoría de las personas atraviesan períodos de profundos cuestionamientos. Como afirmé
anteriormente, hasta puede ser beneficioso para madurar en la fe. No hay nada malo en decidir reevaluar sus creencias. En
estos casos, conviene encontrar alguien que pueda acompañarlo para resolver con delicadeza y respeto las inquietudes
individuales. Compartir las dudas acuciantes en un grupo seguramente provocará una dinámica indeseable, como la
proliferación de respuestas superficiales o una atmósfera de censura. Si está atravesando un período de cuestionamiento, le
garantizo que es normal, no le pasa solo a usted, y hay respuestas.
Respuesta al caso 3: «¡Dejen en paz a mi Tomás!». Yo también suscribo esta afirmación. El cristianismo no se obtiene de
segunda mano; se conoce de primera mano. Jesús no condenó a Tomás, esa prerrogativa le correspondió a la iglesia. Jesús lo
invitó a tocar Sus cicatrices. Elogió a Tomás por creer en lo que había visto y luego alabó a quienes creerían sin haber visto . . .
¡a nosotros! Nunca podremos ver lo que vieron los primeros discípulos, pero podemos creer. Esta fe no nos obliga a dar un salto
irracional a lo desconocido. Así como Tomás no quería comprometerse basado en testimonios de segunda mano, nosotros
también podemos creer basados en un firme conocimiento personal.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Explicar por qué a veces es bueno, e incluso útil, cuestionar algunas de sus creencias.
2. Diferenciar tres tipos de fe.
3. Demostrar por qué el conocimiento basado en la razón no socava el conocimiento
afirmado en la fe.
4. Demostrar la unidad de la verdad.
5. Identificar los siguientes nombres con las contribuciones aludidas en este capítulo:
James W. Fowler, Tomás de Aquino.
1. En este capítulo explicamos que la duda a veces puede ser positiva. ¿Cuándo puede
ser perjudicial?
2. ¿Recuerda alguna experiencia de su vida en que cuestionarse algo lo acercó a la
verdad?
3. ¿En que medida los tres tipos de fe se interrelacionan? ¿Por qué son fáciles de
confundir entre sí?
4. ¿Qué verdades solo pueden ser conocidas sobre la base de la autoridad bíblica? ¿Hay
verdades que únicamente pueden conocerse mediante la razón?
5. ¿Cuáles son algunas áreas de su vida en que la fe y la razón concuerdan? ¿Cuáles son
algunas áreas en las que la razón parece reñida con la fe?
6. ¿Qué actitudes impiden que las personas procuren la verdad con integridad? ¿Qué
recaudos puede tomar para asegurarse de que no está meramente enredando la
verdad?
Lecturas adicionales
Gary R. Habermas, Dealing with Doubt (Chicago: Moody Press, 1990).
Paul Little, Know Why You Believe (Wheaton, IL: Scripture Press, 1967).
Clark H. Pinnock, Set Forth Your Case (Nutley, NJ: Craig Press, 1968).
1 James W. Fowler, Stages of Faith (Nueva York: Harper & Row, 1981). Ver especialmente la página 179.
2 Recuerdo interminables discusiones en las reuniones de jóvenes sobre el tema de cuánto hay que saber antes de estar en
condiciones de poder convertirse. Me temo que gran parte de esos debates obedecían a un malentendido. Por supuesto, no nos
salvamos por saber nada. La pregunta en realidad debería ser: ¿cuánto «conocimiento mental» es necesario para poder adoptar
una decisión inteligente por Jesucristo? No creo que haya dificultad en aceptar la mayoría de los puntos básicos, a saber: que
Dios existe, que somos pecadores y no podemos salvarnos por nuestros medios, que Cristo es el Hijo de Dios, que murió para
redimirnos de nuestros pecados, que Cristo vive, que recibimos la salvación cuando confiamos en Cristo y que hay una
eternidad en el cielo.
3 Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, I, 3-10.
4 Francis Schaeffer ha realizado un gran servicio al comparar la verdad de la revelación divina con la vacilante búsqueda de la
verdad que caracteriza a los emprendimientos humanistas. Ver Huyendo de la razón (Barcelona: Ediciones Evangélicas
Europeas, 1969). Por desgracia, en el fragor de su batalla, a veces inadvertidamente atacó a sus mejores aliados.
Probablemente Tomás de Aquino fue quien más se acercó a los ideales postulados por Schaeffer sobre el conocimiento. Fue
una pena que Schaeffer culpara a Tomás de Aquino de introducir la noción de la «autonomía» de las áreas de conocimiento,
cuando nadie la rechazó más que este pensador (ver 11-14). Francis Schaeffer debería haberse concentrado en Siger de
Brabante, contemporáneo y enemigo intelectual de Tomás de Aquino, quien efectivamente enseñó una teoría de doble verdad: lo
que es verdad por la fe puede no ser verdad por la razón, y viceversa. Tomas repudió todas las formas de dualismo, incluyendo
el dualismo naturaleza-gracia.
5 Muchas iglesias evangélicas enseñan que la persona que aceptó verdaderamente a Cristo como su Salvador nunca perderá
la salvación. Con frecuencia, esta doctrina conduce a la conclusión de que la persona que se aparta del cristianismo es porque
nunca había sido salva. Esta parecería ser la enseñanza del apóstol en 1 Juan 2:19. Si quienes abandonan la comunión cristiana
hubieran sido salvos de veras, nunca se habrían apartado de su seno. Por lo tanto, en este caso, una interpretación teológica
posible sería que Tina nunca se entregó auténticamente a Cristo. Recordemos, no obstante, que solo Dios conoce las
intenciones del corazón.
2
Verdad, conocimiento y relativismo
La lógica budista
Caso 1: Después de una campaña evangelizadora en el centro comercial de la Universidad de Maryland, me quedé conversando
con un compañero estudiante sobre el cristianismo. Sentados en el césped, disfrutando del sol y jugando con unas ramitas y las
briznas de hierba, intenté compartir el evangelio. La conversación se desenvolvía sin la pasión y la exaltación que suelen
caracterizar estas discusiones. Yo cursaba el último año de la universidad y había leído lo suficiente como para poder responder
a sus objeciones y darle pruebas claras de por qué el cristianismo es verdadero. Al final, terminó diciéndome que aun si lo fuera,
eso no convertía a las demás religiones en falsas. Intenté mostrarle lo inconducente de ese enfoque.
—Jesucristo afirmó ser el único camino a Dios. Decir que Él es el único camino y que hay otros caminos no sería lógico.
A lo que me respondió:
—Pero hay otras lógicas. Según la lógica budista, lo que es contradictorio para nosotros, no es contradictorio en absoluto.
El relativismo
En este capítulo, analizaremos el relativismo contemporáneo y por qué crea un obstáculo a
la presentación de una defensa racional del cristianismo. Luego, daremos nuestra respuesta y
mostraremos cómo, a pesar de algunas reservas legítimas, todavía podemos tener un
concepto válido de verdad y conocimiento objetivo.
Definición del relativismo
«Pero, ¿es verdad?». Esta pregunta supone que la verdad difiere de la falsedad y que no
es lo mismo que una creencia sea verdadera o no. Si al fin de cuentas todas las creencias son
verdaderas, aun aquellas que son mutuamente contradictorias, poco importa poder demostrar
que un sistema en particular es verdadero.
El razonamiento humano se basa en tres principios: de identidad, de no contradicción y de
tercio excluso. Según el principio de identidad, una cosa o afirmación es idéntica a sí misma.
En otras palabras, este árbol es este árbol.1 El principio de no contradicción afirma que si algo
es cierto, su contrario no puede ser también cierto. Si es cierto que esto es un árbol, lo
contrario —que no es un árbol— es falso. El principio de tercio excluso afirma que debe ser
una cosa o la otra. O es un árbol o es un no-árbol; no puede ser ambas cosas al mismo
tiempo.
Se ha puesto de moda cuestionar la universalidad de la ley del tercio excluso, aunque creo
que con fundamentos erróneos. Por ejemplo, hay quienes dicen que no siempre podemos
afirmar si se trata de un árbol o no. O, cuando llovizna, es difícil determinar si realmente está
lloviendo o no. Parecería que la ley de tercio excluso, que nos obliga a optar entre dos
alternativas absolutas, es insostenible. Estos ejemplos simplemente reflejan los límites de
nuestro conocimiento. Sin duda, es cierto que no siempre podemos determinar lo que algo es,
pero la ley del tercio excluso no pretende definir el conocimiento universal. Se limita a afirmar
que, sin importar lo que sea, deberá serlo o no serlo, aun cuando no podamos decidir cuál sea
el caso.
Lo que denominamos relativismo no admite la ley de no contradicción. El relativismo pone
en entredicho nuestro derecho a juzgar falso aquello que no se ajusta a nuestro entendimiento
de la verdad. En ámbitos más populares, suele oírse hablar de relativismo vinculado a
cuestiones morales: usted cree que algo está bien y yo creo que otra cosa está bien, y ambos
podemos estar en lo cierto, aun cuando nuestras creencias sean contradictorias, siempre y
cuando seamos sinceros respecto a nuestros principios personales. Esta es también la
naturaleza del relativismo respecto al conocimiento. Dos sistemas de creencias mutuamente
opuestos pueden ser ambos verdaderos.
La fuerza del relativismo reside en que intenta despojar de todo sentido a nuestros
argumentos a favor del cristianismo. Si el relativismo es cierto, presentar argumentos
racionales es una pérdida de tiempo. Un incrédulo podría aceptarlos todos y no verse afectado
por ninguno, porque aun las creencias en franca contradicción con el cristianismo podrían ser
ciertas. Nos deja en la posición de una persona que emprende un largo y arduo viaje solo para
descubrir, al cabo de muchos meses, que no avanzó ni siquiera un centímetro.
El relativismo constituye uno de los principales obstáculos a nuestro proyecto. Despoja de
significado a la palabra «verdad» y hace que pierda sentido la defensa de la supuesta verdad.
Al parecer, el relativismo se siente más cómodo que nunca en nuestra época. ¿Dónde se
originó?
Las raíces del relativismo
La acogida que nuestra cultura contemporánea le ha brindado al relativismo obedece a
varias razones. Mencionaremos seis, aunque sin duda puede haber más.
1. La explosión del conocimiento. La próxima vez que visite una biblioteca, consulte los
compendios de publicaciones sobre química o cualquier base de datos bibliográficos con los
artículos publicados en las principales revistas académicas. Una ojeada a los compendios de
tesis doctorales le bastará para hacerse una idea de la cantidad de doctorados que se otorgan
cada año y las investigaciones en que se basaron. Aun cuando su centro educativo tenga una
biblioteca relativamente pequeña, si visita el departamento de adquisiciones, se dará cuenta de
la cantidad de libros nuevos que incorpora y cuántos más «no pueden faltar en una buena
biblioteca». Después de este ejercicio, comenzará a concebir la magnitud de la llamada
explosión del conocimiento.
Cada día aparece más información que requiere la atención del mundo. Aunque gran parte
es inservible, otra puede ser útil, y ese es justamente el problema. Mucha de esta información
está respaldada por cuidadosas investigaciones y documentación, y es demasiado abundante.
Nadie puede mantenerse al tanto de esta producción. Ni siquiera los expertos pueden saber
todo lo concerniente a su campo de especialización.
Como consecuencia, parecería que la persona sabia, consciente de sus limitaciones, evita
pronunciarse en términos absolutos de verdad y falsedad. Como nadie puede saber todo sobre
un tema en particular, sería temerario apresurarse a opinar sobre cualquier cuestión. Lo que
parece ser la verdad absoluta desde mi perspectiva limitada podría ser solo una parte de un
panorama mucho más amplio.
El jainismo, una religión minoritaria de la India, ilustra este punto con el relato de cinco
ciegos que se encuentran con un elefante. Cada uno toca una parte diferente del animal y
piensa que conoce a todo el elefante. Uno se abraza a una pata y dice que el elefante es como
una columna. El segundo hombre le toma la cola y afirma que el elefante se parece a una
cuerda. El tercero le acaricia la oreja y dice que el elefante se parece a un abanico. El cuarto
le sostiene la trompa y piensa que es como una serpiente. El quinto palpa uno de los costados
y concluye que es como una pared. Todos tienen razón, pero, si adoptamos una visión más
global, todos tienen razón y, además, todos se equivocan. Nosotros somos como esos ciegos,
tenemos que arreglarnos con información limitada. ¿Quién se atrevería a pronunciarse sobre
todo el elefante?
2. El totalitarismo y la intolerancia. El siglo XX ha sido testigo de persecuciones y
genocidios a escala sin precedentes. La Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista
encabezan una larga lista de exterminios sistemáticos por motivos ideológicos, pero hay
muchos más casos. Con frecuencia, dicha persecución se hace en nombre de la religión. Por
ejemplo, algunos países islámicos han instigado al pueblo a la guerra por una causa,
convocando una yihad o «guerra santa». En 1989, unos líderes musulmanes exigieron la
muerte de Salman Rushdie por calumniar supuestamente al profeta Mahoma, en su libro Los
versos satánicos.2
La historia del cristianismo también está manchada de sangre. Podríamos señalar las
cruzadas, por ejemplo (y aun si no lo hiciéramos, el resto del mundo lo haría). Las iglesias
orientales y occidentales son culpables de haber respaldado en el nombre de Cristo masivas
acciones contra los judíos.
En realidad, la intolerancia campea aun muy cerca de nosotros. Una y otra vez leemos en
los periódicos sobre grupos cristianos que pretenden iniciar acciones legales para imponer sus
opiniones sobre el resto del país. ¿Realmente deseamos enviar gente a la cárcel porque no
creen lo mismo que nosotros? ¿Usaríamos más fuerza si pudiéramos?
En consecuencia, la gente parece establecer una correlación entre defender las ideas
propias y la intolerancia. Por lo tanto, ¿no sería mejor aceptar nuestras propias creencias sin
necesariamente afirmar que las de todos los demás son erróneas?
3. La sinceridad de los creyentes en otras religiones. Hubo un tiempo en que no sabíamos
mucho sobre la gente con otras creencias. Eso permitía que fantaseáramos y exageráramos
las diferencias, por lo general, en su detrimento. Imaginábamos que los «infieles» eran crueles
e inhumanos, tanto como lo permitiera nuestra propia arrogancia.
Sin embargo, como solemos decir, el mundo se achicó. Vemos gente de otras culturas y
religiones todas las noches en televisión. Ahora es muy fácil viajar de un extremo al otro del
mundo. Los viajes nos abren la mente, y también pueden derribar nuestros prejuicios. Una de
las lecciones que debemos aprender es que la gente con otras convicciones religiosas puede
tener una fe tan sincera como la nuestra.
En mis viajes al extranjero con estudiantes, noté que algunos quedan verdaderamente
sorprendidos del evidente compromiso de los fieles de otras religiones. Por alguna razón,
tenían la idea de que como no eran cristianos, debían ser hipócritas o personas aún en busca
de la verdad. Por supuesto, la realidad es muy diferente. Incluso es posible que sea al revés.
Hace unos meses, entré en un templo hindú y le pedí a un sacerdote brahmán que me
explicara algo. Él supuso de inmediato que yo «estaba buscando la verdad» y estaba más que
encantado de conducirme a la verdad como él la entendía.
Bien o mal, tendemos a juzgar la verdad de las creencias conforme a cuán convencidos
estemos de ellas. Cuando nos damos cuenta de que hay muchas personas tan convencidas
como nosotros, pero afiliadas a otras creencias, sentimos que ya no podemos sostener la
verdad de nuestras propias creencias con la misma convicción. Entonces, parecería que lo
más conveniente es decidir que ellos tienen su verdad y nosotros la nuestra.
4. La influencia del pensamiento oriental. En el plano popular, se ha extendido la noción de
que algunas cosmovisiones orientales no están sujetas al principio de no contradicción. Por
ejemplo, mi compañero de estudio en el Caso 1 parecía pensar que, cuando quedaba
arrinconado en un debate, podía invocar la «lógica budista» y salir airoso del atolladero.
El simple hecho de que parezca haber más de una manera de razonar correctamente
puede llevarnos a cuestionar la universalidad de nuestra denominada lógica aristotélica. Y
aunque no recurramos de inmediato a otra forma de lógica, lo más conveniente parecería ser
considerar que nuestra manera de razonar es solo una entre varias. De esta manera, una
inferencia derivada de nuestra lógica no tiene necesariamente validez universal. Si bien puede
encerrar alguna verdad, no necesariamente será una verdad universal.
5. El individualismo. Un ingrediente importante en el pensamiento actual es el derecho de
cada uno a decidir por sí mismo. Esta idea ha dado lugar a la noción de que cada uno es su
propia autoridad. Si admitimos esa noción, es fácil entender cómo puede llevarnos rápidamente
al relativismo. Sin otro tribunal superior de apelación que uno mismo, sería escandaloso
pronunciarse sobre la universalidad de la verdad o de la falsedad. Podré hablar sobre lo que a
mí me parece cierto; usted me dirá lo que a usted le parece cierto. Si no concordamos, el
asunto quedará sin resolver y cada uno se irá por su camino.
6. La virtud de la humildad. En parte como corolario de los cinco puntos anteriores, pero
quizás no exclusivamente, el relativismo también obedece a un renovado énfasis en la
humildad. Pensar que en un punto importante yo puedo estar en lo cierto y el resto del mundo
equivocado parece una actitud intrínsecamente arrogante. Aun suponiendo que fuera
teóricamente posible, ¿qué probabilidad hay de estar en lo cierto todas las veces que
sostengo una posición diferente a la de los demás? De alguna manera, la mera idea me coloca
en una posición privilegiada. Debo ser una persona especial si tengo la capacidad de discernir
el bien y el mal en términos absolutos y anunciárselo al resto del mundo.
Una actitud de auténtica humildad parecería ser la mejor manera de no caer en esta
tentación. Sin ánimo de colocarme en un pedestal por encima de todos los demás, me
expresaré con cautela: no diré que no tengo la verdad, pero tampoco negaré que usted
pudiera estar en lo cierto, a pesar de que aparentemente estemos en desacuerdo.
Una respuesta meditada a las raíces del relativismo
Las anteriores razones son factores potentes que nos empujan a aceptar el relativismo.
Para enfrentarlas, no basta con afirmar que tenemos un conocimiento absoluto. Además,
apelar a la revelación divina en este punto sería errado, porque lo que se cuestiona es
justamente la existencia misma de una autoridad divina que se revela. Enfrentar el relativismo
contemporáneo citando versículos bíblicos no contribuirá a resolver el desafío intelectual.
Responderemos al relativismo en dos etapas. Primero, abordaremos cada uno de los
anteriores puntos con respeto y comprensión, pero críticamente. Luego intentaremos
reconstruir lo que nosotros podemos decir sobre la verdad y el conocimiento, con una actitud
positiva.
1. El conocimiento parcial es conocimiento. El punto sobre el aumento exponencial del
conocimiento es válido, pero su conclusión relativista es exagerada. Es cierto que actualmente,
debido a la increíble acumulación de conocimiento, es imposible hablar con propiedad sobre
muchos temas. Simplemente hay demasiado por saber y nadie puede estar actualizado en
todo. En consecuencia, la persona prudente será consciente de sus limitaciones y evitará
realizar generalizaciones infundadas.
No obstante, es una falacia lógica3 concluir a partir de esta reserva que no podemos tener
ningún tipo de conocimiento genuino. Si uno de los ciegos nos dice que la parte del elefante
que está tocando es como una serpiente, mientras que otro nos informa que, según su saber y
entender, el elefante se asemeja a una pared, ambos están afirmando una verdad. La solución
no es negar las cosas que sabemos, sino condicionarlas.
¿Podemos llegar a saber si hemos precisado nuestros juicios lo suficiente para afirmar algo
sin temor a equivocarnos? En un sentido, no. Siempre será lógicamente concebible que
hayamos cometido algún error o que hayamos confundido la parte por el todo. No obstante,
como plantearemos más adelante en este capítulo, en otro sentido, esa pregunta no es tan
contundente como parece. A continuación, elaboraremos un concepto positivo del conocimiento
y resultará evidente que a veces es posible llegar a un punto tal en que suponer que estamos
equivocados es una cuestión arbitraria. Dejando de lado las posibilidades teóricas, no tiene
sentido práctico intentar descubrir en qué casos podría estar equivocado. (Antes de llegar a
esa parte en este capítulo, ¿cuándo piensa usted que eso podría ser cierto?).
2. El conocimiento no tiene que traducirse en intolerancia. Antes que nada, dejemos de
justificar las conductas intolerantes. Las personas (y eso incluye a los cristianos) pueden ser
intolerantes, con frecuencia sin otra excusa que tener la verdad y no desear que otros
sostengan o crean otra cosa. Mientras escribo este párrafo hay cristianos evangélicos en
Estados Unidos que procuran encontrar la forma de hacer ilegal que no se enseñen sus teorías
o que se enseñen ideas diferentes a las suyas. Tener la verdad (o pensar que la tenemos) a
menudo se traduce en intolerancia. Sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente así.
Nada nos obliga a odiar a quienes no piensan como nosotros. Al contrario, el ejemplo de la
Biblia es otro.
En segundo lugar, necesitamos establecer con firmeza un detalle importante: señalar que
las teorías de alguien son falsas no me convierte en intolerante. Por desgracia, podría llevarme
a la intolerancia, pero solo si me empeño en impedir que otros sostengan y promuevan sus
«errores» con la misma libertad que yo desearía tener para sostener y promover mis
«verdades». Cuando le preguntaron a Thomas Jefferson cómo se sentía respecto a las
personas que no creían lo mismo que él creía, supuestamente respondió: «No me toca el
bolsillo ni me rompe las piernas».4 En otras palabras, mientras no haga ningún daño a nadie,
podemos tolerar el pluralismo. Esta actitud de ningún modo implica abstenernos de emitir
nuestros juicios sobre lo que consideramos ser verdadero o falso.
3. La sinceridad no es buena guía para determinar la verdad. Aunque solemos estar
seguros de nuestras propias creencias, porque nos sentimos muy convencidos de que son
ciertas, esos sentimientos no constituyen en modo alguno una guía fiable para la verdad.
Quienes piensan que tal vez el hinduismo o el budismo son ciertos porque sus fieles son muy
sinceros encontrarían repulsivo el mismo argumento si se lo aplicara a los nazis o los
satanistas. La sinceridad con que la gente defiende un conjunto de creencias no sirve para
probar la verdad de ellas. La verdad debe evaluarse de alguna otra manera.
Observar la sinceridad de los demás nos muestra la plena humanidad que todos tenemos
en común. El hindú que practica su religión con el mismo fervor que yo la mía es un ser humano
igual que yo y debe ser tratado tal como espero que me traten a mí. El punto de partida de
nuestros diálogos y debates, por consiguiente, debería ser la comprensión y la compasión. El
apóstol Pablo enseñó con referencia a sus compatriotas judíos que con gozo perdería su
propia salvación si con eso podía llevarlos a Cristo. Reconocemos con lágrimas y
preocupación que algunos de nuestros congéneres están en el error, pero nuestros
sentimientos no pueden alterar la verdad.
4. La lógica oriental es improcedente. Quienes aluden a la lógica budista se equivocan por
partida doble. En primer lugar, no hay ninguna razón legítima para que cuando alguien queda
arrinconado en una discusión, de pronto pueda decir «lógica budista» y escabullirse como por
arte de magia. Para poder referirse a la «lógica budista» hay que hablar con propiedad, y no
se puede apelar a ella si uno no es budista.
En segundo lugar, la lógica budista no nos autoriza a prescindir del principio de no
contradicción cuando queramos; lo que postula es que cualquier afirmación puede ser vista
desde dos perspectivas. Tenemos la perspectiva cotidiana en la que un árbol es un árbol y no
un no-árbol. Sin embargo, el budismo mantiene que la verdad absoluta trasciende el mundo de
la experiencia cotidiana. Desde la perspectiva absoluta, la realidad cotidiana (maya) es mera
ilusión y, en última instancia, es la nada pura (sunyata). Por ende, el árbol en realidad es un
no-árbol. Si combinamos ambas perspectivas, es posible decir que un árbol es al mismo
tiempo un árbol y un no-árbol, pero solo en dos sentidos diferentes.
Desde la perspectiva maya sería cierto afirmar que es un árbol y falso que no lo es. Desde
la perspectiva sunyata sería falso decir que es un árbol y cierto que no lo es. En otras
palabras, no se prescinde del principio de no contradicción, sino que se confirma para
asegurarse de que no sea violado. Sería contradictorio afirmar que lo que es cierto desde una
perspectiva sea cierto desde otra; por eso la lógica budista nos obliga a contextualizar
nuestras observaciones, para asegurarse de que no traspasemos los límites de una
perspectiva dada, ¡para evitar caer en una contradicción! La ley de contradicción rige en
ambos planos. Por lo tanto, es un error sostener la incompatibilidad entre la lógica budista y el
principio de no contradicción. La lógica budista confirma este principio.
5. No somos puntos de referencia absolutos de la verdad. Hay hechos que escapan a
nuestras conceptualizaciones. El filósofo Paul Weiss postula que la realidad a menudo «se nos
resiste». Cuando pensamos que comprendimos todo, de pronto los hechos «se nos oponen».
No hay nada como un error o dos en los cálculos para recordarnos que la realidad supera con
creces a nuestra imaginación.5
Nos guste o no, lo verdadero y lo falso suele estar definido por la realidad. Por más que
alguien niegue la ley de gravedad, acabará muerto si salta desde un rascacielos. Esto no nos
impide intentar averiguar cuál es la verdad (ver el último capítulo), pero sí significa que si sus
conclusiones son contrarias a las mías, uno de los dos tiene que estar equivocado. La realidad,
no nuestras preferencias, debe ser la autoridad y referencia absoluta de la verdad.
6. La humildad no significa que debamos negar lo que sabemos que sabemos. La
humildad es una actitud. Ya mencionamos esta actitud cuando nos referimos a la tolerancia.
Por más humilde que sea no podré cambiar la realidad.
Imaginemos que usted y yo estamos aprendiendo a tocar la guitarra y que yo acabo de
aprender a tocar en re mayor, pero usted, no. Ser humilde significa que me siento satisfecho
con mi logro, agradezco a todos los que me ayudaron y me siento mal por los que todavía no
tuvieron la oportunidad de aprender este acorde. Sin embargo, sería necio de mi parte afirmar
que no sé tocar en re mayor, o decir que usted sí sabe cuando es evidente que usted no sabe.
Eso no sería humildad.
Es necesario hacer otra puntualización. A veces, una falsa modestia puede ser una excusa
para no vivir según lo que implica saber cierta verdad. Esta podría conllevar responsabilidad.
Por ejemplo, saber cómo realizar maniobras de resucitación puede obligarme a compartir mi
conocimiento con otros. ¿Qué hubiera pasado si Pasteur hubiera dicho que los gérmenes eran
verdaderos para él, pero que no necesariamente debían serlo para todos los demás? Si
Heimlich, por humildad, no hubiera dado a conocer su maniobra innovadora, muchas vidas se
habrían perdido. Sin caer en generalizaciones extremas, es necesario afirmar que a veces,
aparentar humildad puede ser un manto detrás del que la gente oculta su apatía. La verdad,
como dijimos en el capítulo anterior, exige compromiso.
Dos críticas al relativismo
Aunque muchos profesan ser relativistas, el relativismo es impracticable si se desea
mantener alguna forma de racionalidad.
1. El relativismo lleva a una imposible actitud de escepticismo. En un sentido teórico
estricto, el relativismo y el escepticismo son dos cosas distintas. El relativismo afirma que todo
puede ser cierto, aun las afirmaciones contradictorias. El escepticismo dice que es imposible
saber que algo sea verdadero. En teoría, se puede ser relativista sin ser escéptico.
En el mundo real, en cambio, no sucede así. Supongamos que a una persona, ante dos
cosmovisiones mutuamente incompatibles, se le pide que adopte una de ellas. La persona no
dirá que, dado que cualquiera puede ser cierta, no importa cuál elija. Más bien dirá que, como
es posible argumentar a favor de cualquiera de las dos, no es posible saber cuál es
verdaderamente cierta. En la actualidad, a pesar de todas sus actitudes relativistas, las
personas tienen un sentido rudimentario de lo que es verdadero y lo que es falso (ver la
segunda crítica). Por lo tanto, ante la posibilidad de que cualquier cosa puede ser cierta, la
reacción más probable es que se abstengan de tomar una decisión inmediata. Vemos así que
el relativismo, que afirma que dos cosas contradictorias pueden ser ciertas, conduce al
escepticismo, la noción de que es imposible saber que algo sea cierto.
El escepticismo también resulta ser una posición impracticable. Fíjense que no dije que no
deberíamos sostenerla, sino que es imposible. El escepticismo afirma que no se puede saber
nada con certeza. La persona que hace esta afirmación, ¿lo sabe o no? Si el escéptico piensa
que el escepticismo es verdadero, entonces es falso. El escéptico argumenta que hay solo una
cosa que podemos saber: que el escepticismo es cierto. Si no postulara que el escepticismo
es cierto, nada de lo que dijera tendría sentido.
Debemos diferenciar entre lo que es posible decir y lo que es posible afirmar con sentido.
Podemos decir cualquier cosa, pero eso no significa que tenga sentido. Puedo decir: «Un
soltero casado dibujó un círculo cuadrado en la arena que no era arena», pero sería un
galimatías. La proposición tiene tanto sentido, o menos, que los sonidos producidos por un
bebé de seis meses. Lo mismo vale para el escepticismo. Usted puede decir que no sabe
nada, pero la afirmación no tiene sentido. Ni siquiera la podemos concebir: tan pronto como
creemos que es cierta, debe ser también falsa. El verdadero escéptico, si existiera, tendría
que poder suspender todo pensamiento, incluyendo sus ideas sobre el escepticismo, y asumir
el papel de una planta sin cerebro. En la medida en que el relativismo lleva al escepticismo,
ese infeliz estado también debe ser el destino del relativismo.
2. En la práctica, el relativismo es imposible. El relativismo desempeña el papel del Zorro
en el mundo del conocimiento. Se mantiene oculto durante largo tiempo para irrumpir de pronto
en los momentos cruciales, vencer al mal y regresar a su escondite.
Una persona vive casi permanentemente conforme a la dicotomía no relativista de
verdadero y falso. Perdí el autobús o no lo perdí. Hoy es viernes, o es otro día. Ya almorcé o
todavía no almorcé.
En las culturas orientales el contexto es el mismo. El monje budista me invita a entrar a su
templo. No me dice: «Puede entrar y no entrar al templo que además es un no-templo». Me
prohíbe fotografiar ciertas imágenes y a él. No dice (ni quiere dar a entender): «Está permitido
y está prohibido sacar fotografías aquí». Realiza ciertas afirmaciones y espera que yo las
respete, no desea que dichas afirmaciones puedan ser verdaderas y falsas al mismo tiempo; si
son ciertas no pueden ser falsas. (Como vimos más arriba, este punto es perfectamente
compatible con la lógica budista).
El relativismo solo irrumpe en ciertos momentos cruciales, generalmente en el plano de la
moral o la religión. No me refiero solo a la pobreza dialéctica de apelar al relativismo como
último recurso para sacar las castañas del fuego. En general, las afirmaciones relativistas solo
se oyen cuando hablamos de Dios, del bien y del mal, y de la salvación. No se oye que nadie
diga que dos afirmaciones mutuamente excluyentes podrían ser ciertas cuando se trata de la
bolsa, los deportes o la cocina. La persona tal vez diga que el cristianismo es verdadero, pero
que eso no impide que otras religiones incompatibles con el cristianismo también puedan estar
en lo cierto. La misma persona, sin embargo, no apelará al mismo relativismo cuando tenga
que diferenciar entre la leche y el cianuro.
¿Por qué? Porque, en la práctica, el relativismo es imposible. La vida consiste en una
sucesión de juicios verdaderos o falsos. Ni siquiera es posible practicar el relativismo en las
áreas en que se lo aclama, la religión y la moral. Tarde o temprano, tenemos que definirnos:
algo es cierto y su contrario es falso. Si el relativismo es cierto, el no-relativismo debe ser
falso. Si se niega esto, uno se convierte en escéptico. Si se lo acepta, el relativismo es falso
porque hay algunas oposiciones verdadero-falso absolutas. En cualquier caso, adherirse al
relativismo solo lleva a un embrollo y, en consecuencia, es imposible practicarlo en la vida.
Por supuesto, la mejor crítica al relativismo sería demostrar que hay mejores alternativas
que no definirse. Por eso, consideraremos ahora el lado positivo de la cuestión y mostraremos
que no es necesario intentar vivir en el relativismo porque es posible conocer la verdad.
Verdad y conocimiento
La verdad
«¿Qué es la verdad?», preguntó Pilato. Quizás no estaba realmente interesado en la
respuesta. Sin embargo, ¿qué es la verdad? Esta pregunta podría recibir muchas respuestas
(y las ha recibido), algunas muy concretas, otras más teóricas. Para nuestros propósitos, lo
que necesitamos es una definición mínima que nos permita demostrar que, a diferencia del
relativismo, la verdad es una categoría absoluta.
¿Qué tenemos en mente cuando preguntamos si algo es cierto? Tomemos la siguiente
afirmación: «Mi auto está en el estacionamiento». ¿Cuándo es cierta esta afirmación? Cuando
mi auto efectivamente está en el estacionamiento. ¿Cuándo es cierta la fórmula «el cuadrado
de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en un triángulo
rectángulo»? Cuando se cumple esa relación geométrica en un triángulo rectángulo. ¿Cuándo
es cierta la afirmación «Dios existe»? Cuando Dios realmente existe.
En cada caso, entender que la afirmación es cierta significa más o menos lo siguiente: que
hay algún tipo de realidad independiente de lo que decimos sobre ella. En otras palabras, el
auto está en el estacionamiento o no está allí; la geometría de los triángulos rectángulos
cumple el teorema de Pitágoras o no; Dios existe o no existe. La realidad es un hecho.
Nuestras proposiciones son ciertas si se corresponden con la realidad en cuestión y son falsas
si no se corresponden con la realidad. Es la denominada teoría de la correspondencia de la
verdad,6 que se puede expresar en forma sucinta:
verdad = lo que se corresponde con la realidad.
Para los propósitos de esta teoría de verdad, no importa qué concepción tengamos de la
naturaleza de la realidad. La mayoría de nosotros pensamos que la realidad es una
combinación compleja de fenómenos físicos, espirituales y mentales. En ese caso, las
proposiciones que representen fielmente cualquiera de estos aspectos de la realidad pueden
ser ciertas. En suma, según la teoría de la correspondencia de la verdad, una proposición es
cierta si se corresponde o concuerda con la realidad, sea cual sea la realidad.
La naturaleza de la realidad será luego descubierta mediante su investigación. Podemos,
por tanto, ampliar nuestra primera pregunta: «Dada la verdad, ¿podemos conocerla?».
¿Podemos efectivamente determinar si una proposición se corresponde con la realidad?
El conocimiento
La última pregunta parece empantanarnos en una interminable maraña de profundas
cuestiones metafísicas que solo podrían responderse mediante una intensa meditación, pero
las apariencias engañan. En realidad, si nos limitamos a ejemplos más modestos, la respuesta
es fácil.
¿Qué queremos decir cuando preguntamos si podemos saber que algo es verdadero?
Volvamos al ejemplo de mi auto en el estacionamiento. ¿Cómo puedo saber si mi afirmación se
corresponde con la realidad? ¿Cómo puedo saber que es cierta? La respuesta es evidente:
puedo ir y verificarlo. Si veo al auto, la afirmación debe ser cierta. Pero ¿cómo puedo estar
seguro? Puedo ir acompañado de algunos amigos; puedo verificar la matrícula del auto; puedo
pedirle al FBI que determine la identidad del dueño del vehículo. Pasadas todas las pruebas de
verificación, y si no hay otra manera adecuada de confirmarlo, puedo estar seguro de que mi
auto está efectivamente en el estacionamiento. Y podré afirmar que sé que mi auto está en el
estacionamiento.
Esta línea de razonamiento se inscribe en una antigua tradición de definir el conocimiento
como «creencia justificada».7 Esto quiere decir que una creencia está «justificada» si pasa
todas las pruebas pertinentes. Tenemos dos opciones: la consideramos conocimiento genuino
o nos resignamos al escepticismo. Hay muchas creencias que no están justificadas de este
modo, y debemos ser cautelosos para diferenciar entre opiniones, suposiciones, verdades
posibles y verdadero conocimiento. Negar la posibilidad de cualquier tipo de conocimiento, una
vez verificadas todas las pruebas pertinentes y obtenidos los resultados, no es ser cauteloso,
es ser escéptico. Como ya vimos, el escepticismo es una posición insostenible. Por lo tanto,
conocimiento = creencia justificada.
Algunas salvedades
El desarrollo de este razonamiento no implica alguna forma de infalibilidad humana. Se basa
en la posibilidad realista de que, para determinadas creencias humanas, es posible establecer
un conjunto de pruebas que nos permitirán establecer, en la medida de nuestras capacidades,
que las creencias son verdaderas. Exigir más justificaciones no tendría sentido; aunque
ciertamente hay suficiente margen para el error, porque tal vez no contamos con todas las
pruebas, algunas de ellas pueden no ser pertinentes, o quizás no sacamos las debidas
conclusiones de estas. Son posibilidades reales, pero no son motivo para cambiar la definición
del conocimiento; simplemente muestran que, como seres humanos, con frecuencia no
alcanzamos el conocimiento ideal. A riesgo de ser redundante, afirmar categóricamente que
nunca podremos poseer esa clase de conocimiento solo nos llevará a la autodestrucción del
escepticismo.
Otro punto crucial que debemos tener presente es que hay muchas pruebas diferentes de
la verdad, que dependen de la creencia en cuestión. Para la creencia de que mi auto está en el
estacionamiento, la prueba más lógica es ir y mirar. Pero esa prueba no sirve para verificar la
verdad de un teorema de geometría: un profesor jamás aceptaría como válida otra cosa que
no fuera una demostración lógica de esa verdad. Del mismo modo, si intentara deducir que mi
auto está en el estacionamiento de la misma manera en que pruebo un teorema de geometría,
sería muy raro de mi parte y seguramente no lo conseguiría.
En la historia de la filosofía abundan las discusiones improductivas que resultaron de aplicar
un solo método para probar la verdad. Peor aún, cuando la prueba resultó no tener
aplicabilidad universal, se decidió que era imposible verificar el conocimiento.
¿Cómo saber si hemos agotado todas las pruebas pertinentes para una creencia en
particular? La respuesta solo puede ser vaga, porque depende claramente de la creencia en
cuestión. Probablemente hayamos recurrido a todas las pruebas pertinentes cuando las
objeciones a una creencia conllevan más problemas que la propia creencia, o cuando quienes
la objetan reclaman una prueba sujeta a una posibilidad que ningún ser humano normal
admitiría.
A modo de ilustración, aportaré un ejemplo trivial. Volvamos a la creencia de que mi auto
está en el estacionamiento. Confirmé los hechos cabalmente, con la ayuda de mis amigos y del
FBI, y estoy convencido de que hay un vehículo ubicado en el estacionamiento y que es el mío.
Ahora, alguien que recién empieza a estudiar filosofía podría sugerir que tal vez el auto en el
estacionamiento es un holograma proyectado en ese espacio y tiempo por unos marcianos
desde una nave espacial que sobrevuela la tierra. ¿Cómo responder a dicha objeción?
Lo cierto es que no tengo una respuesta satisfactoria, pero tampoco la necesito. La
persona que plantea esa posibilidad debería poder defenderla y estar en condiciones de
descartar cualquier prueba sobre la inexistencia de los marcianos que a mí se me ocurra.
Obligarme a que yo me haga cargo de esa objeción no es razonable. No podría ser capaz de
defender mi creencia sobre la ubicación de mi auto contra toda duda imaginable. Lo único que
necesito hacer es poder defenderla contra toda duda razonable. El que inventó esa objeción
seguramente tampoco la cree y solo la plantea a los efectos de argumentar en mi contra.
En realidad, podríamos devolverle la jugada y señalarle que su exigencia ni siquiera es
legítima, porque implica admitir que, para ser cierta, una creencia debería hacer frente a
cualquier duda concebible. Ninguna creencia puede cumplir ese requisito, ni siquiera la creencia
de que una creencia para ser cierta debería poder hacer frente a cualquier duda concebible.
Lo que importa no son todas las objeciones y nociones alternativas que alguien pudiera inventar
como argumentos para esgrimir, sino solo aquellas objeciones y exigencias razonables
planteadas por gente racional. Esas ya son suficientemente difíciles de responder. Si hubiera
un grupo de gente que (a su entender) realmente pensara que tiene razones para creer que mi
auto es un holograma marciano, me sentiría mucho más obligado a considerar su objeción.
Hemos definido el relativismo y explorado su origen en diversas facetas de nuestra vida.
Intentamos demostrar por qué esos factores no conducen necesariamente al relativismo.
Luego adoptamos una posición de ataque y demostramos que el relativismo y su hermano
gemelo, el escepticismo, son insostenibles en la práctica. Finalmente, procuramos mostrar la
posibilidad de conocer la verdad sin caer en el dogmatismo y, para ello, definimos la verdad
como correspondencia con la realidad y el conocimiento como creencia justificada. Cómo
podemos incluso intentar justificar las creencias religiosas, y en qué medida dicho esfuerzo
puede arribar a buen puerto, son preguntas pendientes que retomaremos en el siguiente
capítulo. Por el momento, volvamos a considerar los casos introductorios.
Respuesta al caso 1: No recuerdo qué le contesté a este estudiante. Lo que le debería haber dicho es algo en la línea de las
críticas al relativismo que detallé en este capítulo. Tendría que haberle mostrado que él tampoco vivía conforme a pautas
relativistas y que apelar a la lógica budista era una salida elegante porque yo lo tenía verbalmente acorralado. Debería haberle
dicho que, si no adoptaba toda la cosmovisión budista, no tenía ningún derecho a apelar a la lógica budista, aunque ni siquiera
eso lo sacaría de su aprieto. Tendría que habérselo planteado de manera comprensiva y amigable. Antes de terminar la
conversación, debería haberme asegurado de que hubiera entendido el ofrecimiento de la gracia de Dios, que era lo
verdaderamente importante, no la naturaleza de la lógica. Por último, tendría que haber hecho arreglos para volvernos a
encontrar y seguir conversando. Los relativistas aprecian las amistades no-relativistas, aun en esta sociedad que inventó la
frase: «No es asunto mío».
Respuesta al caso 2: Siempre me dejan intrigado las personas que como Linda dicen estas cosas (porque no es la única).
Para empezar, no sé cuántas personas llevan vidas cristianas tan buenas que todos pueden ver inequívocamente a Jesús en
sus vidas. No pretendo sugerir que nuestra vida no debería ser un claro testimonio de Cristo (debería serlo) ni que deberíamos
canalizar todas nuestras conversaciones a una discusión religiosa (no deberíamos hacerlo), pero me llama la atención que
algunas personas se resistan a dar el más mínimo testimonio verbal de su fe en Cristo. Primera Pedro 3:15 nos exhorta a estar
preparados para dar razón (presentar una defensa) de nuestra esperanza, nada más alejado de la afirmación relativista: «Es
cierto para mí, pero tal vez no lo sea para ti». El problema del relativismo de Linda es que aparentemente el cristianismo
tampoco es cierto para ella, porque la esencia del cristianismo es que Dios es uno y que hay un solo plan de salvación. «Porque
de tal manera amó Dios al mundo . . . », y no solo a quienes se sienten cómodos con la idea de Dios.
Respuesta al caso 3: Me imagino que Poncio Pilato era un hombre muy cínico, para quien la verdad era un simple asunto
expeditivo. Su pregunta parece propia de un hombre nacido dos mil años antes de su época, pero su relativismo ilustra otra
faceta importante de esta cuestión. La verdad se vincula con la realidad, y cuando se la transforma en una cuestión debatible,
podemos perder de vista la realidad. Pilato parecía estar solo interesado en codearse con uno que había dicho que Él era la
verdad. No nos olvidemos que, al hablar de la verdad, nuestro objetivo es la realidad de Jesús y no la disputa intelectual.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de terminar de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Definir el relativismo.
2. Describir seis factores que explican por qué el relativismo está tan extendido.
3. Demostrar por qué estos seis factores no constituyen un argumento convincente para
el relativismo.
4. Presentar dos críticas concretas al relativismo (basadas en las ideas del escepticismo
y la imposibilidad de vivir en la práctica el relativismo).
5. Explicar la idea de la verdad como correspondencia con la realidad.
6. Explicar el concepto del conocimiento como creencia justificada.
7. Demostrar cómo una comprensión básica del conocimiento no tiene que ser
necesariamente dogmática para evitar el escepticismo.
8. Ser capaz de identificar el siguiente nombre con la contribución aludida en este
capítulo: Paul Weiss.
Lecturas adicionales
Allan Bloom, The Closing of the American Mind (Nueva York: Simon & Schuster, 1987).
Richard J. Mouw, Distorted Truth (San Francisco: Harper & Row, 1989).
Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids: Eerdmans, 1989).
Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1968).
1 No intente leer algo «profundo» en esta afirmación. Cada tanto algunos estudiantes se frustran realmente con este tipo de
afirmaciones porque les parece que no captan su significado pleno. Buscan algo que no está. El principio significa solo lo que
dice.
2 En realidad, Rushdie no hizo tal cosa. Cometió el «delito» más sutil de satirizar a la institución islámica, entre muchas otras
religiones. Salman Rushdie, Los versos satánicos (Barcelona: Debolsillo, 2004).
3 La falacia de composición y de división. (Por ejemplo, la especie humana es una multitud innumerable; yo pertenezco a la
especie humana; por lo tanto, yo soy una multitud innumerable).
4 Martin E. Marty, Protestantism in the United States: Righteous Empire, 2.ª ed. (Nueva York: Scribner’s, 1986), 45-46.
5 Paul Weiss, First Considerations (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1977), 7-12.
6 Más adelante aprenderemos y usaremos la segunda teoría de la verdad, la «teoría de la coherencia». Por el momento, para
nuestros propósitos, nos basta con la teoría de la correspondencia. De cualquier modo, es posible argumentar con propiedad
que una teoría de la coherencia supone de alguna manera una teoría de la correspondencia. Comp. Bertrand Russell, Los
problemas de la filosofía (Barcelona: Labor, 1995), capítulo 12.
7 Nuevamente señalamos que esta descripción particular del conocimiento no es la única presente en la literatura filosófica.
Por ejemplo, en los últimos tiempos se ha suscitado mucho interés en determinar cuándo es justificable sostener una creencia,
a diferencia de nuestro interés por determinar la justificación de la propia creencia. A mi entender, no podemos considerar esta
cuestión con propiedad hasta tanto no estemos seguros de la integridad de la propia creencia. ¿Es posible justificar a la persona
que tiene una creencia falsa?
3
El conocimiento: algunos componentes
importantes
El método científico
Caso 3: Durante mi segundo año en la universidad, tuve que cursar Introducción a la Psicología. Estábamos en el anfiteatro,
esperando que comenzara la clase, cuando oí distraído una conversación que tenían dos compañeros sentados en la fila detrás.
Un estudiante se quejaba del curso.
—Es demasiado científico para mí —dijo—. No se puede estudiar el ser humano igual que los átomos y los elementos
químicos.
El joven sentado a su lado, asumió la defensa de la ciencia en este minidebate.
—Quieres saber la verdad, ¿no? El método científico es la única manera que tenemos para conocer la verdad de las cosas.
autoevidencia,
racionalidad,
información sensorial,
aplicabilidad.
Autoevidencia
Aceptamos que muchas creencias son verdaderas porque son evidentes por sí mismas.
Esto significa que ni siquiera tendría sentido que intentáramos encontrarles una justificación.
Basta con entenderlas para saber que son verdaderas. Estas creencias incluyen proposiciones
analíticas, creencias básicas y el conocimiento proveniente de la experiencia sensorial
inmediata.
Proposiciones analíticas. Estas proposiciones son verdaderas por el simple hecho del
significado de las palabras utilizadas. Por ejemplo, «un círculo es redondo» o «un soltero es un
hombre que no está casado». Si entendemos el significado de «círculo», «redondo», «soltero»
y «no casado», será evidente que estas oraciones deben ser verdaderas. Son autoevidentes
en la medida que conozcamos el idioma.
Lo mismo sucede con las creencias básicas. No puedo aportar una prueba convincente del
hecho de mi existencia, ni de que tengo un pasado significativo (es decir, que ni el mundo ni mi
memoria comenzaron a existir hace apenas un segundo) ni de que la vida vale la pena. Las
acepto sin reservas como verdaderas. También diría que todo el que dudara de ellas tiene un
problema que elude la mera curiosidad intelectual. No son proposiciones analíticas; negarlas no
implica una contradicción lógica inconcebible, pero no tiene ningún sentido rechazarlas. Son
parte integral de las creencias de cualquier persona racional. Son básicas, son autoevidentes.
También derivamos gran parte de nuestro conocimiento de la experiencia sensorial
inmediata. Estoy escribiendo estas palabras en un vuelo transatlántico a Europa, con el típico
dolor de cabeza que me aqueja siempre después de una hora de vuelo. Supongamos que la
persona sentada a mi lado me pidiera que le demostrara que tengo un dolor de cabeza. No
sabría qué decirle. Lo tengo, lo siento, estoy seguro de que me duele. Sin embargo, no puedo
aportarle a nadie ninguna prueba de que tengo este dolor de cabeza. Lo que es cierto para los
dolores de cabeza es también probablemente cierto para otras sensaciones que
experimentamos, si bien debemos ser cautos, ya que nuestras mentes son proclives a
catalogarlas como creencias, conceptos y actitudes. No obstante, parecería haber un tipo de
sensaciones, como la percepción de los colores, el hambre o la felicidad, que nos resultan
innegables cuando están presentes. Alguien podría dudar de nuestras razones para pensar
que sentimos lo que sentimos, pero cuando tenemos esas experiencias, nosotros no dudamos
de ellas. Son autoevidentes.
La autoevidencia es un ingrediente esencial del conocimiento humano. La cuestión ahora es
si la autoevidencia es razón suficiente para explicar las creencias religiosas. Algunos opinan
que sí. Podemos mencionar dos categorías.
La primera es el misticismo, o la experiencia personal directa. Una persona religiosa podría
afirmar que, así como no se puede dudar de la experiencia directa de los sentidos, tampoco
podemos dudar de la experiencia directa de Dios. A veces, es válido calificar de «mística» una
experiencia no mediada de Dios. En una experiencia mística, la persona siente que ha tenido
una comunicación directa con Dios. En dichas circunstancias, no tendría sentido exigir pruebas
de la existencia de Dios, mucho menos intentar probarla, ya que sería lo mismo que me
pidieran que probara el dolor de cabeza que siento. Para los místicos que sienten la presencia
de Dios, Su existencia es autoevidente.
La segunda categoría es que Dios es una creencia básica. Alvin Plantinga, un filósofo
contemporáneo ha popularizado la idea de que para el cristiano la creencia en Dios es tan
básica como las creencias mencionadas anteriormente; por ejemplo, «yo existo».2 Para el
cristiano, la existencia de Dios es la esencia misma de todo conocimiento. Para él, no tiene
ningún sentido cuestionarse la existencia de Dios, ni tampoco se siente sujeto a ninguna
obligación ética de contar con pruebas de Su existencia antes de creer en Él. Que Dios no
exista se ha convertido en una imposibilidad, no porque carezca de lógica (como un círculo
cuadrado), sino porque le resulta inconcebible (sería equivalente a pensar en que él mismo no
existe). En síntesis, la existencia de Dios debe ser autoevidente.
Es difícil criticar la idea de que las creencias deberían ser verdaderas porque son evidentes
por sí mismas. Un compromiso de fe que repose sobre una verdad autoevidente sin duda
conlleva el grado máximo de certeza. Sin embargo, necesitamos recordarnos la agenda que
nos fijamos en el primer capítulo. Como herramienta para confirmar la verdad del
cristianismo, apelar a la autoevidencia solo convence a los ya convencidos.
El objetivo del ejercicio que nos propusimos es lidiar justamente con aquellos casos en que
la verdad del cristianismo no es autoevidente. Afirmar que el cristianismo es verdad porque es
evidente por sí mismo sería dar por sentado lo que se quiere probar. Decir que debería ser
autoevidente es una incoherencia porque la evidencia no puede ser impuesta. En suma,
aunque la autoevidencia es un ingrediente importante en la compleja estructura de todo lo
que configura el conocimiento, por sí sola es insuficiente para demostrar la verdad del
cristianismo, porque solo puede ser admitida por quienes ya están seguros de dicha verdad.
Racionalidad
Para responder a las anteriores dificultades respecto a la autoevidencia, necesitamos algún
método de conocimiento que sea verdaderamente universal. ¿Qué podría ser más universal
que la racionalidad humana básica? El segundo componente del conocimiento que
consideraremos será la lógica y las deducciones que posibilita.
Deducción lógica
La lógica, como aludimos en el capítulo anterior, es un ingrediente esencial del
conocimiento. En realidad, es difícil imaginarnos siquiera qué significaría la propia idea del
pensamiento humano si no fuera por la lógica, que nos permite encadenar nuestras ideas y
crear nuevas ideas significativas.
Tomemos un argumento elemental como el siguiente:
Si París está en Francia, luego está en Europa.
París está en Francia.
Por lo tanto, París está en Europa.
Las primeras dos proposiciones son las premisas y la tercera es la conclusión. Notemos
que cuando concluimos que París está en Europa no nos limitamos a calcular probabilidades.
Si las premisas son definitivamente verdaderas, la conclusión no afirma que contamos con
buenas razones para suponer que París está en Europa. Inobjetablemente, París está en
Europa. El principio involucrado es que cada vez que un argumento tiene premisas verdaderas
y es formalmente válido, entonces es correcto, y la conclusión debe ser tan verdadera como
las premisas. Si no fuera así, el pensamiento humano no sería otra cosa que una colección
aleatoria de palabras incoherentes.
La geometría es un ejemplo de deducción lógica en su estado más puro. Si alguna vez
tomó un curso de geometría, quizás recuerde el procedimiento. Había cierta clase de
información que venía «dada». Podían ser definiciones, axiomas o teoremas, así como otros
datos que no se podían cuestionar. La tarea del estudiante era demostrar una conclusión en
particular a partir de la información dada y conforme a ciertas leyes racionales básicas.
Recurrir a datos adicionales invalidaba la demostración.
Podemos usar la geometría como modelo para una epistemología racional por derecho
propio. En dicho caso, eso nos permitiría aplicar este método a otras creencias para
justificarlas. Necesitaríamos contar con un punto de partida «dado», algo sobre lo que todos
estuviéramos de acuerdo; y luego podríamos deducir la creencia en cuestión a partir de la
información dada y valiéndonos solo de un razonamiento lógico. Si es posible emplear este
método en geometría, tal vez también sirva en otras áreas. Esta epistemología se conoce
como racionalismo. Para el racionalismo, una creencia justificada es aquella que se puede
deducir lógicamente de un incontrovertible punto de partida «dado».
El argumento ontológico
¿Podríamos aplicar el racionalismo a las creencias religiosas? Hay quienes argumentan que
es posible e incluso han intentado demostrar cómo hacerlo. Entre ellos, cabe mencionar a
Anselmo, un teólogo medieval, y a René Descartes, un filósofo del siglo XVII; estos
pensadores inventaron y renovaron el denominado argumento ontológico para probar la
existencia de Dios.3 Nos remitiremos al argumento tal como lo presentó Descartes ya que es
más simple que el razonamiento de Anselmo.4
Descartes comienza recordándonos que ciertas ideas están siempre lógicamente
conectadas entre sí. Por ejemplo, no puedo concebir una montaña sin un valle y un triángulo
será siempre un objeto geométrico con la propiedad de que la suma de sus tres ángulos
internos es siempre 180 grados. En filosofía, para expresar esta relación se dice que algunos
conceptos (por ejemplo, las montañas) implican necesariamente otros conceptos (por ejemplo,
los valles). Descartes postula como un hecho dado la idea de que Dios está siempre asociado
a la idea de reunir todas las perfecciones.
La palabra perfección, en este contexto, tiene un significado diferente al uso común.
Podemos definirla técnicamente como una propiedad positiva que es intrínsecamente mejor
tenerla que no tenerla, o —menos técnicamente— aquello que siempre hace bien a las cosas.
Yo tengo algunas perfecciones en ese sentido, aunque lejos estoy de ser perfecto en el
sentido más común de la palabra; pero tengo algunas cualidades que presumiblemente
contribuyen a cualquier bondad que pueda tener. Podríamos decir, entonces, que el concepto
de Dios es diferente porque Dios debería reunir todas estas perfecciones y las debería
poseerlas de manera ilimitada.
Según Descartes, la «existencia» es una de estas perfecciones. El filósofo parte de la
suposición de que es intrínsecamente mejor existir que no existir. Por lo tanto, la «existencia»
debe ser una de las perfecciones que le atribuimos a Dios. Ahora tenemos suficiente
información para sacar una conclusión a partir de dos premisas fuertes.
Dios, por definición, tiene todas las perfecciones.
La existencia es una perfección.
Por lo tanto, Dios existe.
Este argumento rara vez (o nunca) gana adeptos en la primera lectura. La mayoría de las
personas, llevadas por su instinto, reaccionan contra la posibilidad de probar la existencia de
Dios en tres pasos tan simples. Yo, también; pero antes de olvidarnos de este argumento,
pongámoslo en perspectiva.
El razonamiento, tal como está planteado, es formalmente válido. No hay ninguna falacia,
no hay ninguna petición de principio, no da por sentado lo que quiere probar.
Este argumento adopta diversas variantes. Las dos versiones de Anselmo plantean lo
mismo, pero lo expresan de diferente manera. Asimismo, hay algunos filósofos
contemporáneos que defienden versiones complejas del argumento ontológico. Entre ellos,
Alvin Plantinga, quien al principio criticó todas las variantes de este argumento, pero luego
elaboró su propia versión.5
No existe ninguna razón que nos impida probar la existencia de Dios en tres pasos (aunque
nuevamente debo confesar que tengo mis reservas). Debemos resistir la tentación de
desechar un argumento racional por el simple hecho de que funciona.
Evaluación del argumento ontológico
Como solo estamos usando este argumento con fines ilustrativos, no necesitamos
internarnos en una extensa discusión de todos sus méritos y defectos.6 Por lo pronto, nos
limitaremos a mostrar que es inadecuado si se lo considera solo en términos de racionalismo
puro. Planteemos dos preguntas.
Primero, ¿contamos con un punto de partida universalmente dado? En el contexto de este
argumento, esta pregunta significa: ¿la idea de que Dios por definición reúne todas las
perfecciones es aceptada por todo el mundo?
La respuesta es que muchas personas no la aceptan: es un asunto polémico, a veces
incluso para quienes creen en Dios. Por lo tanto, no es un dato «dado» como lo requiere la
epistemología. Es cierto que tal vez podamos presentar un argumento convincente a favor de
la idea de que un ser completamente perfecto es una posibilidad aceptable. Sin embargo, esa
sería la conclusión de un argumento, dejaría de ser un dato dado. Habría que aceptar un
concepto en particular antes de poder comenzar con este argumento.
Segundo, ¿el argumento se desarrolla solo por deducción lógica? Nuevamente, la
respuesta es no. Lo más relevante es la proposición extremadamente dudosa de que la
existencia es una perfección. Muchos filósofos la admitirían, pero muchos otros seguirían a
Emanuel Kant y dirían que la existencia no es una perfección, dado que ni siquiera es una
propiedad. La existencia significa que las propiedades son reales; no agrega por sí sola
ninguna otra propiedad. En cualquier caso, sea quien sea que esté en lo cierto, es evidente
que se trata de una cuestión metafísica discutible y, por lo tanto, no sirve como punto de
partida dado para una deducción lógica. Como en el caso anterior, el argumento ya supone
ciertas convicciones para ser aceptable.
Esta es la suerte que se le depara al racionalismo cuando se lo aplica a la verdad religiosa.
Aunque promete mucho en cuanto a objetividad y universalidad, el racionalismo al final sufre los
mismos inconvenientes que la autoevidencia: como argumento, está limitado a los iniciados, los
ya convencidos. Como no es posible identificar un dato dado, el razonamiento inevitablemente
no dependerá de la simple deducción lógica y requerirá información adicional. Por lo tanto,
aunque la racionalidad es un componente indispensable del conocimiento, no tiene suficiente
fuerza para probar la verdad cuando se trata de asuntos trascendentales como la existencia de
Dios.
Aplicabilidad
Se ha identificado un cuarto componente del conocimiento, especialmente propio de la
manera de pensar en Estados Unidos. Se trata del énfasis en la noción de que todas las
creencias verdaderas deben tener aplicación en la práctica. O, dicho de otro modo, si una
creencia no tiene consecuencias prácticas, no debe ser verdadera. Un europeo quizás le diga
que si esto le parece sentido común, se debe en parte a su condicionamiento cultural
estadounidense.
Pragmatismo
No parecería razonable prescindir de todo tipo de criterio de aplicabilidad para la verdad. Si
le vendo un remedio con la promesa de que le curará todas sus enfermedades físicas y
cuando lo toma le produce dolor de cabeza, usted tendrá buenos motivos para creer que le dije
algo falso. Por otra parte, supongamos que no puedo arrancar el auto. Viene alguien y me
dice: «Se le ahogó el carburador. Déjelo descansar una hora e inténtelo de nuevo. Entonces
arrancará sin problema». Espero una hora, intento prender el auto y consigo hacerlo arrancar.
Me sentiré inclinado a creer que la persona tenía razón: el motor estaba ahogado. Tal vez eso
no convierta la teoría en verdadera, pero para el caso, la consecuencia práctica fue
probablemente prueba suficiente de su verdad. Este componente particular del conocimiento
también se ha constituido en una prueba de la verdad por derecho propio. Se lo denomina
pragmatismo, y fue la posición de los filósofos estadounidenses C. S. Peirce, William James y
John Dewey. Aunque tenían diferentes intereses, estos tres pensadores compartían la noción
de que la verdad de una creencia depende de si produce un cambio práctico en el mundo. En
el pragmatismo, una creencia justificada es aquella que tiene consecuencias prácticas que la
confirman.
El pragmatismo y la verdad religiosa
El pragmatismo también se ha propuesto como una prueba exclusiva de la verdad religiosa.
El ejemplo a continuación proviene del campo de la teología de la liberación en América Latina.
El teólogo Juan Luis Segundo10 observa la intolerable situación social en América Latina y
concluye que se necesita una ideología que afirme la persona humana, la justicia y la
comunidad. Él la encuentra en las creencias tradicionales de Dios como Trinidad: tres personas
que son un Dios. Su planteo es que solo alguien que conozca a Dios y a Dios en tres personas
puede conocer correctamente a los seres humanos en relación entre sí. Segundo cree que el
Dios cristiano es verdad, no por razones independientes, sino porque le aporta las creencias
necesarias para producir los cambios sociales que él desearía. Los resultados prácticos de
estas creencias se convierten en el sello de su verdad.
Evaluación del pragmatismo como abordaje a la verdad religiosa
La mejor manera de criticar el enfoque pragmático a la verdad es leyendo a los propios
pragmatistas, porque lo que para una persona es un resultado favorable no necesariamente lo
será para otra. William James estudió este fenómeno y decidió que, como diferentes creencias
pueden «funcionar» para diferentes personas, cabe la posibilidad de que lleguen a ser
verdaderas dos creencias mutuamente excluyentes;11 una vez más, caeríamos en el
relativismo. Por su parte, John Dewey se fijó en las necesidades de nuestra sociedad y
argumentó a favor de una «fe» puramente secularizada y atea.12 El asunto es que, según el
criterio de verdad de los pragmáticos, es posible defender casi cualquier cosa como verdad,
siempre y cuando «funcione».
Además, el criterio pragmático no condice del todo con lo que pensamos intuitivamente que
debería ser la verdad. Imagine que una persona lleva una vida desordenada y, como
consecuencia, no ha logrado mucho en la vida. Supongamos que esta persona recibió unos
cientos de dólares, pero se los roban y no por ningún descuido suyo. Sin embargo, él no lo
sabe; y piensa que, como es tan desordenado, debió dejar el dinero en algún lado, pero que
no recuerda dónde. Entonces decide: «Esto ya no puede seguir así. Perdí mi dinero por ser
tan descuidado. A partir de hoy, voy a ser más ordenado y cuidadoso, para que no me vuelva
a suceder lo mismo». Cumple su palabra, y a los diez años es presidente de una gran
compañía. Creer que había perdido el dinero por ser desordenado le sirvió. Esa creencia
produjo cambios positivos e importantes en su vida, pero no era verdad. La verdad es que le
habían robado el dinero, aunque él nunca se hubiera dado cuenta. La verdad no cambia a
pesar de las creencias de ese hombre sobre lo sucedido y las consecuencias prácticas que
ellas tuvieron. Vemos que tenemos una conceptualización básica de la verdad que el
pragmatismo no contempla.
Por cuarta vez realizamos una observación similar. Que una creencia «funcione» en la
práctica es un aspecto importante del conocimiento, pero el pragmatismo como criterio de
verdad es insuficiente.
En este capítulo, estudiamos cuatro epistemologías, encontramos que todas tienen puntos
dignos de consideración, y luego las descartamos. Mostramos que eran insuficientes por sí
solas para validar la verdad religiosa. Cada una de ellas cumple un papel en la tarea bastante
compleja de validar la verdad de las creencias religiosas, pero no es posible depender
exclusivamente solo de una.
No obstante, este capítulo nos conduce a la observación de que necesitamos pensar en el
conocimiento como un gran sistema con muchos componentes. Una creencia nunca se
presenta aislada, sino siempre unida a otras creencias y predisposiciones. A la luz de esta
conclusión, volvamos a considerar los casos de este capítulo.
Respuesta al caso 1: Me alegro de que para Frank, a diferencia de muchos otros, en este momento de su vida, creer que Dios
existe no le resulte problemático. Para él, la existencia de Dios es autoevidente; por desgracia, eso no lo hace evidente para
todos los demás. Que Frank no requiera pruebas no significa que dichas pruebas no estén disponibles ni que sea ilegítimo
utilizarlas. Mi respuesta verbal a Frank tuvo el propósito de animarlo a prestar atención a este problema, porque tarde o
temprano, él podría encontrarse con alguien que sí necesitara convencerse de que hay un Dios. Podría incluso tratarse de él
mismo.
Respuesta al caso 2: En el curso de los años aprendí una lección importante sobre las personas que exigen pruebas. Después
de un sinnúmero de discusiones improductivas, ahora sé que necesito tomar la iniciativa con otra pregunta: «¿Qué aceptaría
usted como evidencia?». Con frecuencia resulta que lo que mi interlocutor desea es completamente diferente a lo que yo le
hubiera dado. Si a la persona le preocupa el sufrimiento en el mundo, no sirve de nada presentarle el argumento cosmológico. Si
la dificultad son los milagros, no tendría sentido mostrarle cómo la resurrección verifica la deidad de Cristo. La respuesta a mi
pregunta a menudo revela que la persona exige algo que ningún ser humano está en condiciones de aportar, como una prueba
puramente deductiva conforme a pautas racionalistas capaz de convertir automáticamente incluso al escéptico más
empedernido. Ante esa exigencia, necesitamos explicar por qué el cristianismo no es como la geometría. En realidad, la única
parte de la vida como la geometría es la propia geometría. Ojalá hubiera sido tan lúcido aquella noche en la cafetería. Si mal no
recuerdo, creo que les resumí mi tesis de maestría antes de darme cuenta de que solo estaban interesados en discutir por
discutir.
Respuesta al caso 3: No estoy en posición de pronunciarme definitivamente sobre si el método científico es siempre el mejor
abordaje en psicología, aunque para mí debería serlo. Sin embargo, convertir a este método en el único criterio para validar el
conocimiento en todas las áreas de la vida sería una extrapolación forzada. Me pregunto, sin embargo, si la persona que hablaba
se refería solo a procedimientos científicos rígidos. Tal vez estaba pensando en una noción de conocimiento más elástica,
basada en la evidencia y la investigación racional. En dicho caso, podría ser más comprensivo hacia su afirmación.
Respuesta al caso 4: Cuando tengamos que compartir nuestra fe, siempre es una buena idea referir lo que Cristo hizo por
nosotros. No hay nada malo en explicar a los demás que Cristo también puede hacer grandes cosas en sus vidas. Con todo,
necesitamos tener cuidado de no basar la verdad del cristianismo en nuestra experiencia. El cristianismo no es verdad porque
«funciona», sino que «funciona» porque es verdad. Los miembros de otras religiones también dicen que sus creencias están
basadas en sus experiencias. Desde la perspectiva cristiana, sus experiencias están basadas en falsedades. Por lo tanto, esa
cuestión deberá dilucidarse sobre otros fundamentos, no basta con la experiencia personal.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Describir cómo la autoevidencia sirve para validar la verdad y dar tres ejemplos.
2. Mostrar cómo la autoevidencia ha sido usada para validar las creencias religiosas y
por qué dicho camino podría no ser útil.
3. Describir cómo el racionalismo sirve para validar la verdad.
4. Presentar una versión simplificada del argumento ontológico, señalar sus debilidades y
mostrar cómo esas limitaciones son propias del racionalismo.
5. Describir cómo el empirismo sirve para validar la verdad.
6. Presentar una versión simplificada del argumento teleológico, señalar sus debilidades y
mostrar cómo esas limitaciones son propias del empirismo.
7. Describir cómo el pragmatismo sirve para validar la verdad.
8. Mostrar qué sucede cuando intentamos usar el pragmatismo para validar la verdad de
las creencias religiosas.
9. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Alvin
Plantinga, Anselmo, René Descartes, William Paley, David Hume, Juan Luis Segundo,
William James, John Dewey y C. S. Peirce.
Lecturas adicionales
A. J. Ayer, El problema del conocimiento (Buenos Aires: Editorial Eudeba, 1962).
Roderick Chisholm, Theory of Knowledge, 2.ª ed. (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1977).
Alvin Plantinga, ed., The Ontological Argument (Garden City, NY: Doubleday, 1965).
William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial, 2000).
David L. Wolfe, Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity
Press, 1982).
1 En este capítulo y el siguiente esbozamos una clasificación de los tipos de conocimiento basada en la obra de David L.
Wolfe. Ver su libro, David L. Wolfe, Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1982).
2 Alvin Plantinga, «The Reformed Objection to Natural Theology» en Christian Scholars Review 11 (1982): 187-98.
3 El origen del nombre surgió mucho después con Immanuel Kant. «Ontológico» significa «el orden de lo que es». Sería
conveniente no buscar una significación particular a este término; es el nombre tradicional que hoy se le da a este argumento. Ni
Anselmo ni Descartes lo habrían llamado «ontológico».
4 René Descartes, Meditations on First Philosophy, trad. Donald A. Cress (Indianápolis: Hackett, 1979), 40-45.
5 Alvin Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974), 85-112.
6 Para un análisis más extenso del argumento y sus diversas ramificaciones, ver Norman L. Geisler y Winfried Corduan,
Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker Book House, 1988), 123-49.
7 La descripción más común es que el científico realiza una observación, elabora una hipótesis y prueba la hipótesis en el
laboratorio. Si los resultados confirman la hipótesis, esta se convierte en teoría. Una teoría universalmente confirmada se
reconoce como ley. Es dudoso que los científicos pudieran trabajar en estas condiciones tan estrictas.
8 Nuevamente, no nos conviene internarnos en la significación del nombre original de este argumento. Deriva de la palabra
griega telos, que significa «propósito» o «fin» y se usa para indicar que, según este argumento, el universo es prueba de un
propósito divino. William Paley, A View of the Evidences of Christianity, tomó el argumento teleológico de Donald R. Burrill, ed.,
The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday Anchor Books, 1967), 165-70.
9 David Hume, Dialogues Concerning Natural Religion, en Burrill, ed., The Cosmological Arguments, 185-98.
10 Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, Vol. III, Nuestra idea de Dios, (Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1970).
11 William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial, 2000).
12 Ver John Dewey, A Common Faith (New Haven: Yale University Press, 1934).
4
El conocimiento: diversas cosmovisiones
puestas a prueba
Incredulidad ciega
Caso 1: Mi especialización de pregrado fue en zoología. Recién tomé mi primer curso universitario de filosofía después de haber
leído algunos libros sobre apologética cristiana. Cuando cursé Introducción a la Filosofía, descubrí la típica serie de argumentos
contra Dios y el cristianismo; no había casi nada positivo para decir sobre lo que yo creía. Lo conversé con Jerry, el estudiante
graduado que me habían asignado para este tipo de consultas. Nos reunimos varias veces y debatimos los argumentos a favor y
en contra. Una mañana, recuerdo que pasamos una hora conversando, sentados en un banco afuera de la capilla, y él me
permitió que le presentara todo el caso a favor de la deidad de Cristo, con los mejores argumentos que tuviera (ver el capítulo
10). Cuando terminé, me dijo:
—Estoy desarmado. No sé cómo refutar tus argumentos. Pero no puedo aceptarlos; debe haber algo mal. Solo que todavía
no sé qué es.
Stan lo entendió
Caso 2: Una vez conversé con Stan, un amigo cristiano, sobre nuestros diferentes orígenes. Yo venía de un sólido hogar
cristiano, y siempre había vivido dentro de una cosmovisión cristiana. Stan hacía dos años que era cristiano. Le pregunté cómo
era su cosmovisión antes de convertirse.
—Pensaba que el mundo era como una máquina —me respondió—. Todo, absolutamente todo lo que pasaba, de algún
modo u otro encajaba en este vasto aparato cósmico. Pero nada tenía más significado que ser un engranaje de la maquinaria.
—¿Qué te llevó a considerar el cristianismo? —pregunté.
—No fue ningún argumento en particular —reflexionó—. Era como si mi idea del mundo había dejado de tener sentido. No le
encontraba sentido a nada y, sin embargo, seguía aferrándome a la noción de que mi vida debía tener algún sentido. Cuando
encontré el cristianismo, basado en un Dios personal y amante, supe que había encontrado lo que buscaba.
Convencionalismo
Los filósofos han utilizado diversos términos para referirse a este filtro que nos permite
procesar el conocimiento:
sistema,
cosmovisión,
esquema interpretativo,
marco conceptual,
cualquier combinación de los anteriores y otros.
Crítica al convencionalismo
Los problemas del convencionalismo son evidentes. Primero, es imposible hacer
apologética debido a la incapacidad para defender la verdad del cristianismo. Algunas
personas han aceptado esta fatalidad y han efectivamente negado cualquier posibilidad de
realizar apologética. Por ejemplo, Karl Barth, un reconocido teólogo suizo. Para él, no podía
haber ningún punto de contacto racional entre el sistema cristiano, basado en un Dios que se
reveló a sí mismo y otros sistemas. Como consecuencia, ningún intento de presentar un
argumento basado en la razón humana puede conducir de un sistema no cristiano a Dios.2
Enseguida consideraremos si esta descripción representa una evaluación realista de las
posibilidades.
Segundo, el convencionalismo también hace añicos nuestro entendimiento de la verdad. Las
creencias mutuamente excluyentes encajan en sistemas diferentes. Por ejemplo, creer que
Jesús es el único camino para llegar a Dios es una creencia crucial para el cristianismo;
negarlo es parte del hinduismo. Una vez más nos enfrentamos al relativismo, que parece
admitir verdades ambivalentes, pero que en ese proceso niega toda verdad. Lo cierto es que
la gente quiere saber cuál creencia es realmente verdadera, si Jesús es el único camino para
llegar a Dios o si no lo es. Señalar que esta creencia es compatible con un sistema, pero que
no lo es con otro, no contribuirá a dilucidar la cuestión. Al fin de cuentas, sería posible concebir
un sistema consistente con una falsedad. Si el convencionalista plantea que no hay manera de
comprobarlo, nuevamente caemos en el desastre del relativismo. La manera natural de
entender la verdad es que la idea de una realidad como fundamento de nuestra cosmovisión
tiene sentido y constituye el contexto contra el que corroborar la verdad. El convencionalismo
va en contra de nuestro entendimiento natural de la verdad.
Tercero, ¿cómo explica el convencionalismo que la gente a veces cambie de creencias, e
incluso su sistema por completo, cuando se le presentan pruebas racionales? Según Quine,
dicho cambio sería puramente pragmático. En otras palabras, cambio de parecer si con eso
me va a ir mejor en la vida. Por ejemplo, si ponemos a alguien que se crió en una denominación
dentro del contexto de otra denominación, eventualmente cambiará sus lealtades, no porque se
convenzan racionalmente de las nuevas doctrinas, sino para no complicarse la vida.
Esta explicación revela una visión cínica del valor de las ideas y la razón humana. Debo
suponer que cuando Quine escribió estas ideas esperaba convencer a la gente, y a muchos
persuadió. En realidad, la gente admite que cambia de parecer, en asuntos importantes como
en asuntos menores, sobre la base de pruebas racionales. Por mi parte, en varias ocasiones
cambié mis opiniones sobre una creencia en virtud de la evidencia. A veces, dicho cambio
vulnera el simple pragmatismo; la vida suele tornarse más complicada, no más conveniente.
Tomemos el caso de un musulmán que responde a la predicación del evangelio. Conozco
una mujer que se convirtió; tuvo que dejar a su familia, su cultura, la seguridad, e incluso
arriesgar su vida. Encontró respuestas en el cristianismo que no las podía encontrar en el
Islam. No consigo interpretar esta experiencia como desearían los pragmáticos. Se sintió
persuadida a aceptar la verdad de otro sistema: eso no le facilitó en nada su vida. Además,
proponer una explicación psicológica a su conversión y alegar que había razones pragmáticas
inconscientes es simplemente un ejemplo de la falacia de apelar a la ignorancia. No se puede
explicar algo con pruebas que no contamos.
Concluimos, entonces, que el convencionalismo sobreestima sus posibilidades. Reconoce
que nuestros pensamientos surgen dentro de cosmovisiones, pero lleva demasiado lejos esta
verdad innegable al encerrarnos en nuestras cosmovisiones, como si estuviéramos condenados
a ellas de por vida. La realidad no es así. Sabemos por intuición que nuestra búsqueda de la
verdad no puede ser saboteada de esta manera, y nuestra experiencia práctica así lo
demuestra. Es posible evaluar racionalmente las creencias y los sistemas, y efectivamente lo
hacemos.
Criterios
¿Cómo podemos evaluar las cosmovisiones opuestas? Necesitamos criterios que la
mayoría de las personas no disputaría. Aparentemente, disponemos de dichos criterios; son la
pertinencia, la consistencia y la viabilidad.
La pertinencia
Una cosmovisión debe ser pertinente a la discusión. Establecido el piso común entre los
sistemas, se plantearán diversos problemas en particular. Si un sistema no puede resolverlos,
no pasará la prueba. Por ejemplo, si tanto el budismo como el cristianismo se plantean cómo
tener un mundo mejor, pero luego el budismo prescinde del mundo hacia la no existencia, el
budismo no estaría abordando el problema y no superaría esta prueba.
La consistencia
La cosmovisión debe ser consistente. Sería útil aclarar exactamente lo que implica la
consistencia, ya que nos hemos referido a ella en varias oportunidades. ¿Dos proposiciones
pueden ser verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido? Si cabe esta posibilidad,
entonces son consistentes. Si ambas no pueden ser verdaderas, entonces no son
consistentes, son contradictorias.
Consideremos las siguientes proposiciones:
1. Algunos carros de bomberos son rojos.
2. Algunos carros de bomberos son verdes.
Estas proposiciones son consistentes. Ambas pueden ser verdaderas, y de hecho, lo son.
En cambio, las siguientes proposiciones carecen de consistencia:
3. Todos los carros de bomberos son rojos.
4. Ningún carro de bomberos es rojo.
Ambas no pueden ser verdaderas. Las dos podrían ser falsas, como efectivamente lo son.
Si una o la otra fuera verdadera, nunca podrían ser ambas verdaderas (al mismo tiempo y en
el mismo sentido). Dicho par de proposiciones es inconsistente si ambas no son verdaderas
(aunque ambas podrían ser falsas).
Decimos que un conjunto de enunciados es contradictorio si tienen el mismo patrón que el
siguiente par de enunciados.
3. Todos los carros de bomberos son rojos.
4. Algunos carros de bomberos no son rojos.
Nótese que, nuevamente, ambos enunciados no pueden ser verdaderos. Sin embargo, es
también evidente que ambos no pueden ser falsos (al mismo tiempo y en el mismo sentido).
Uno debe ser verdadero; el otro debe ser falso. Los enunciados de este tipo son
contradictorios. Cuando los consideramos juntos, tenemos una contradicción simple que
siempre debe ser falsa.
El propósito de usar este criterio para evaluar las cosmovisiones es mostrar que un sistema
basado en proposiciones inconsistentes o contradictorias debe ser falso. A nuestros efectos,
nos resulta de particular interés la categoría de inconsistencia porque, a diferencia de las
contradicciones, una inconsistencia no nos obliga a elegir cuál de los dos enunciados es
verdadero. Imaginemos dos proposiciones que podrían considerarse pertenecientes a la base
de la cosmovisión marxista:
5. No hay valor más supremo que la felicidad personal del trabajador.
6. Todas las personas (incluidos los trabajadores) deben subordinar su felicidad
personal al bien del estado.
Estas proposiciones son inconsistentes. Como son la esencia de la cosmovisión marxista,
este hecho nos aporta una buena razón para cuestionar el sistema marxista. Lo que es
particularmente útil aquí, sin embargo, es que a diferencia de lo que sería cierto si se tratara
de una contradicción, ambas proposiciones, no solo una u otra, podrían ser (y de hecho lo son)
falsas.
Cuando aplicamos este criterio, es importante que nos enfoquemos en aquellos postulados
que constituyen la base del sistema de creencias. La mayoría de nosotros, si no todos,
tenemos algunas inconsistencias flotando en nuestra mente, pero no suelen causar mayor
daño. Por ejemplo, conozco un pacifista que disfruta la lectura de las novelas cargadas de
violencia de Robert Ludlum. Esta idiosincrasia no invalida su pacifismo; pero si hubiera una
inconsistencia básica en la esencia de su cosmovisión pacifista, si él creyera que sería legítimo
recurrir a la violencia cuando le conviniera, su posición sería altamente sospechosa.
La viabilidad
Debe ser posible vivir en la práctica una cosmovisión. Aquí retomamos el criterio de
viabilidad que planteamos contra el escepticismo. Una idea o un sistema no valen la pena si no
es posible llevarlos a la práctica. Vimos que el pragmatismo, al hacer de la aplicabilidad el
único criterio de verdad, llevaba este aspecto a un extremo. Quizás resulte más conveniente
pensar el criterio por la negativa: Si no podemos vivir conforme a los preceptos de una
cosmovisión, dicha visión no cumple esta importante prueba.
Es importante distinguir entre «no cumple» y «no puede cumplir». Si una cosmovisión
pudiera falsearse porque algunas personas que dicen aceptarla no viven conforme a sus
principios, posiblemente ninguna cosmovisión sería verdadera; el cristianismo seguramente no
lo sería. Que haya personas que no vivan conforme a lo que profesan creer no tiene por qué
ser culpa de la cosmovisión. Por lo tanto, eso no la falsea. En cambio, si un sistema es de tal
naturaleza que es intrínsecamente imposible aplicarlo en la práctica, debe ser falso.
Por ejemplo, cada tanto, la persona con quien estoy conversando me informa (con
frecuencia como si fuera el descubrimiento más grande del siglo) que no hay valores objetivos.
Invariablemente, basta un breve diálogo para establecer que (a) esta persona sin duda vive de
acuerdo a un conjunto de valores objetivos y (b) que sería imposible que no lo hiciera, aunque
difícilmente lo admita. Lo que está en juego aquí es la imposibilidad de vivir con una
cosmovisión completamente sin valores; en consecuencia, esa visión es falsa.
A la pertinencia, la consistencia y la viabilidad, podríamos agregarles dos criterios
adicionales: la completitud y la calidad estética. Según la prueba de completitud, una
cosmovisión debería proveer una explicación completa de la vida, no solo parcial. Quienes se
interesan en la calidad estética, postulan que una cosmovisión debería constituir un todo
agradable que produce sensaciones positivas. No obstante, parecería que estos dos criterios
no tienen el mismo peso que los tres anteriores y, en vez de facilitar el debate entre
cosmovisiones, podrían llegar a ser motivo de controversia.
Respuesta al caso 2: Aquí vemos a la persuasión racional en acción. En definitiva, se trata de qué concepción tenemos del
mundo. Stan se encontró con que su manera de comprender la vida se desmoronaba. En cambio, percibía que el cristianismo
justamente respondía aquellos puntos que él se cuestionaba. Eran luchas intelectuales, así como personales y espirituales.
Cuando se convirtió, no construyó lentamente un sistema cristiano, pieza por pieza, sino que experimentó una completa
transformación. Cuando aceptó a Cristo, toda su manera de pensar también cambió.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Una noción fundamental de este capítulo fue que todo nuestro pensamiento ocurre
dentro de un sistema de creencias. ¿En qué otras áreas de la vida es importante esta
noción?
2. Demuestre si es posible o no encontrar una base común o puntos de acuerdo entre la
cosmovisión cristiana y la no cristiana. Si es así, ¿cuáles son? Si no es así, ¿cómo
podemos hablar unos con otros?
3. Evalúe la contribución total de la evidencia racional a los efectos de que una persona
cambie su cosmovisión.
4. Investigue algunas áreas donde sería factible encontrar una base común entre una
cosmovisión cristiana y diversas filosofías o religiones no cristianas.
5. Evalúe su propio peregrinaje espiritual y presente sus creencias a la luz de la
pertinencia, la consistencia y la viabilidad.
Lecturas adicionales
Edward John Carnell, An Introduction to Apologetics, 5.ª ed. (Grand Rapids: Eerdmans, 1956).
William C. Placher, Unapologetic Theology (Louisville: Westminster, 1989).
Cornelius Van Til, A Christian Theory of Knowledge (Filadelfia: Presbyterian and Reformed,
1969).
1 W. V. O. Quine, From a Logical Point of View (Nueva York: Harper & Row, 1961); Quine y J. S. Ullian, The Web of Belief, 2.ª
ed. (Nueva York: Random House, 1978).
2 Karl Barth, Church Dogmatics, vol. 1, trad. G. T. Thomson (Edimburgo: T. & T. Clark, 1936), 141-283.
3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Filadelfia: Presbyterian and Reformed, 1955).
5
Cosmovisiones problemáticas
Entender a Dios como descrito en los siete puntos anteriores no es prerrogativa exclusiva
del cristianismo. También es una creencia esencial del judaísmo, el Islam, el zoroastrismo y
algunas religiones de origen africano, entre otras. Por supuesto, también hay diferencias
importantes entre las ideas de Dios sustentadas por estas religiones, pero por el momento
deseamos defender esta concepción genérica de Dios. En la tercera parte de este libro nos
dedicaremos a defender el cristianismo en particular.
En este capítulo intentaremos mostrar los graves problemas inherentes a cada una de las
cosmovisiones que se contraponen al teísmo:
Ateísmo
Definamos el ateísmo como la negación de cualquier tipo de Dios, y no solo la negación del
Dios del teísmo como lo definimos más arriba. Para el ateo, no hay ningún ser supremo. Lo
único que hay es el mundo.
Un ateo famoso fue Jean-Paul Sartre,1 el filósofo existencialista francés, quien describió su
obra como el desarrollo consistente de un pensamiento filosófico a partir de la premisa básica
de que Dios no existe. Según Sartre, estamos solos y debemos decidir qué hacer con nuestra
vida sin someternos a ninguna autoridad externa que nos presente una norma preestablecida a
la que debamos conformar nuestra conducta.
El ateísmo presenta tres problemas graves: no se puede demostrar, es contrario a la
naturaleza humana y vive «de prestado», con valores propios de otras cosmovisiones. A
continuación, describimos estos problemas uno por uno.
El ateísmo no se puede demostrar
Es prácticamente imposible probar una negación. Por ejemplo, ¿cómo podría demostrar
que los unicornios no existen? Tengo dos opciones disponibles. Tendría que demostrar que
exploré exhaustivamente las posibilidades de encontrar un unicornio y que todas resultaron
inequívocamente infructuosas; o podría intentar mostrar que la existencia de unicornios es
lógicamente imposible. Si no puedo hacer una u otra demostración, no tengo derecho a afirmar
dogmáticamente que los unicornios no existen.
Lo mismo sería cierto de cualquier intento de refutar la existencia de Dios. El ateo tendría
que demostrar que agotó todas las posibles vías de conocer que Dios existe y que todas
fueron negativas. Ningún ser humano está en condiciones de hacer tal afirmación, porque
nuestro conocimiento es siempre finito.
Otra posibilidad sería que el ateo decidiera demostrar que la idea de Dios es lógicamente
imposible; por ejemplo, que fuera autocontradictoria. Algunos ateos han optado justamente por
intentar esta demostración, aunque sin éxito. En todos los casos debieron comenzar con una
premisa muy cuestionable que ellos inventaron con el único propósito de prescindir de la idea
de Dios.
Por ejemplo, Kai Nielsen2 razona como sigue:
¿Por qué deberíamos aceptar la tercera premisa? Para los creyentes, la idea de acciones
espirituales realizadas por un Dios es perfectamente inteligible. El único motivo que podríamos
tener para aceptar la tercera premisa como cierta sería si quisiéramos demostrar que Dios no
existe. Sin embargo, eso sería una flagrante petición de principio. Si Dios existe, las acciones
espirituales deben ser coherentes. Otros intentos por demostrar la imposibilidad de la
existencia de Dios son igual de controvertibles.
Es imposible demostrar el ateísmo. No es más que una afirmación no verificada. A eso se
reducen los escritos de Sartre. Ahora, una creencia no es falsa simplemente porque todavía no
se ha probado que sea verdadera; pero estas consideraciones seguramente debilitan la
confianza de todo el que crea que en el siglo XX se ha demostrado que ya nadie puede creer
en Dios. Nada de eso ha ocurrido.
El ateísmo es contrario a la naturaleza humana
Cuando Sartre hablaba de su ateísmo, se refería a la necesidad humana de librarse de una
inclinación natural a creer en Dios. Admitió que él mismo había sentido la necesidad de Dios.
Sartre no es el único. Muchos escritos ateos dan testimonio de una necesidad básica de algo
trascendente.
Por supuesto, no basta con apelar a la cantidad de personas que dicen creer en Él para
probar la existencia de Dios. Nuestro objetivo no es probar la existencia de Dios, sino
desacreditar la negación de Su existencia. El argumento es como sigue: Es evidente que hay
una necesidad humana universal de Dios. Una necesidad real exige una realidad objetiva que la
satisfaga. La carga de la prueba de que dicha realidad no existe reposa en el ateo, quien aun
en su propia vida demuestra la necesidad de esta realidad. Dicha prueba, como acabamos de
ver, es imposible de aportar.
Cabe realizar una acotación sobre la denominada teoría proyectiva de la creencia en Dios,
la idea de que creer en Él es producto de la inventiva de los seres humanos, quienes proyectan
todas sus idealizaciones sobre un ser supremo. Esta doctrina, originada por el filósofo del siglo
XIX Ludwig Feuerbach, fue popularizada por Sigmund Freud. La esencia de este argumento es
que, como creer en Dios puede entenderse como una invención humana, es posible concluir
que este Dios no es más que una fantasía y que, por lo tanto, Dios no es real.
Basta una somera reflexión sobre el argumento de la proyección para revelar su
impropiedad. Descansa sobre la suposición de que como la idea de Dios puede ser una
proyección de las aspiraciones humanas, Dios no es otra cosa que esa proyección. Esto no
tiene lógica. Los seres humanos bien pueden proyectar sus ideas sobre algo que
efectivamente existe. Por supuesto, esta refutación tampoco prueba la existencia de Dios, pero
sí demuestra la improcedencia del argumento en contrario.
El ateísmo toma «prestados» sus valores . . . y no cumple sus compromisos
Tradicionalmente, la gente se basa en sus creencias religiosas para justificar sus valores.
Según el teísmo, Dios es el origen de todos los valores; en Dios encontramos la verdad, la
belleza y los estándares morales. Un juicio apresurado podría llevarnos a concluir que si no
creemos en Dios, no podemos tener valores. Iván, en Los hermanos Karamazov, declara que
como no hay Dios, todo es permisible. Sin embargo, no hay ninguna razón en particular para
que esto sea cierto. Los ateos pueden tener valores y para justificarlos se valen de diversos
fundamentos.
La verdadera cuestión es cuán plausible pueden ser dichas justificaciones. Un ateo podría
decir: «yo justifico mis valores sobre la base de la naturaleza humana»; o, «yo justifico mis
valores sobre la base del progreso evolutivo», y luego explayarse para explicar cómo este
entendimiento de la naturaleza humana o la evolución le permiten justificar los valores. ¿Hay
algo inherente en la naturaleza humana que nos obligue a actuar de una manera en particular?
El problema del ateo se plantea en dos planos de pensamiento. Primero, si admitimos esta
cosmovisión, los valores de vida de un ateo solo pueden ser arbitrarios. Si Dios no existe, este
universo material solo sería producto de la interacción entre el tiempo y el azar. Las así
denominadas leyes no son otra cosa que generalizaciones estadísticas sobre cómo opera el
universo, sin ninguna garantía de que siempre debería ser así. Este destino fatal se cierne
también sobre la persona atea en su afán por encontrar sentido y valores en el mundo.
Cornelius Van Til lo ilustra con una imagen muy apta:
Si el universo está gobernado por el azar, no cabe esperar otra cosa que sucesos aleatorios.
El problema del ateo concerniente a los valores persiste aun en un nivel más profundo.
Supongamos, a los efectos del argumento, que el ateo tiene un conjunto confiable de leyes
sobre el universo, que le permiten anunciar con la más absoluta exactitud cómo son las cosas.
Todavía no habría ninguna razón para explicar por qué las cosas son como son. Hablar sobre
valores implica que algunas cosas son preferibles a otras, y los valores nos permiten
establecer cómo deberían ser las cosas, no solo como son efectivamente. Si las cosas toman
una dirección, nuestros valores nos dicen que tal vez deberían ir en otro sentido. Por ejemplo,
la mayoría de los padres enseñan a sus hijos que solo porque todo el mundo haga algo, no
significa que hacerlo esté bien. Si descubriéramos que parte del proceso evolutivo fuera un
deseo irresistible de torturar a los gatos, no concluiríamos que todos deberíamos torturar a los
gatos. Hay un conjunto de hechos que no necesariamente implican una obligación moral.
Para expresar esta idea, los filósofos establecen que no se puede llegar a un «debería
ser» a partir de un «es». Las obligaciones morales son enunciados del tipo «debería ser». Nos
informan sobre un deber o un mandato al que estamos sometidos. Una descripción de lo que
«es» no implica necesariamente lo que «deberíamos» hacer, siempre y cuando no
introduzcamos subrepticiamente una premisa del tipo «debería ser». Por ejemplo, una
descripción de la situación de hambre en el mundo por sí sola no nos obliga a hacer algo al
respecto; necesitamos que se nos diga que este tipo de situación exige nuestra ayuda.
El ateo comete la falacia de intentar obtener un «debería ser» a partir de lo que «es».
Procura justificar las leyes morales prescriptivas a partir de datos descriptivos. El ateo
persigue un código moral obligatorio sin nada que lo haga obligatorio. Para tener
mandamientos, es necesario que de algún modo alguien o algo los establezcan, pero en el
sistema ateo dicha posibilidad no tiene cabida.
Por supuesto, los ateos, como el resto de los seres humanos, se rigen por ciertos valores
establecidos, pero toman estos valores «prestados», los toman del teísta, en cuyo sistema
surgieron. Para el ateo, cualquier afirmación de la existencia de valores objetivos no es más
que una salida irracional. Francis Schaeffer describió el problema del ateo en los siguientes
términos.4 En el plano del pensamiento racional, los ateos están acorralados por las
conclusiones ineludibles de su filosofía, las que solo pueden arrastrarlos al sinsentido y,
eventualmente, a la angustia. Para salir de su atascadero se ven obligados a dar un salto
irracional y adoptar valores a los que no tienen derecho. Podemos ilustrar esta situación con el
siguiente diagrama:
En síntesis, el ateo es un ser humano obligado a vivir conforme a la verdad, el sentido y los
valores. Sin embargo, la cosmovisión del ateísmo no está en condiciones de proveer la verdad,
el sentido y los valores; los ateos solo pueden tener estas cosas desde fuera de su
cosmovisión. Por lo tanto, el ateísmo es intrínsecamente inviable. Es imposible vivirlo en la
práctica.
Agnosticismo
En virtud de las razones anteriormente mencionadas, muchas personas optan por no
afiliarse al ateísmo y prefieren identificarse como agnósticos. El agnosticismo es la postura
que sostiene que no podemos saber si Dios existe o no. El término fue acuñado por T. H.
Huxley, el célebre promotor y defensor de las teorías de Darwin. Huxley tomó el término de un
antiguo sistema de creencias conocido como «gnosticismo», de la palabra griega gnosis, que
significa «conocimiento». Sus partidarios se enorgullecían de su gran conocimiento espiritual.
Huxley le anexó el prefijo de negación a- para formar la palabra «agnosticismo», con la
intención de mostrar que él no conocía.
Necesitamos diferenciar entre las formas benignas y las malignas del agnosticismo. Hay
momentos en la vida en que podemos decir sinceramente que no sabemos si Dios existe.
Todos nos sentimos así en ciertas ocasiones, y no ganamos nada en negarlo (ver capítulo 1).
Este es un agnosticismo benigno. Aquí, sin embargo, estamos interesados en el agnosticismo
como cosmovisión dogmática basada en la premisa de que es imposible saber si Dios existe. A
esta variante la denominamos agnosticismo maligno.
El agnosticismo en tanto cosmovisión dogmática padece vicios similares al ateísmo. En
realidad, es lo mismo que decir que no podemos probar que el ateísmo sea verdadero, pero
supondremos que lo es. La agenda del agnóstico es invariablemente la siguiente: propugnar
que como no podemos saber si Dios existe, no podemos hacer ninguna referencia a Él. Los
agnósticos nunca adoptan la otra postura: dado que no podemos saber que Dios existe, vamos
a suponer que existe. En definitiva, el agnosticismo se convierte en un ateísmo disfrazado de
modestia epistemológica.
Sin embargo, el agnosticismo acaba por ser tan indefendible como el ateísmo. No podemos
probar una negación. La afirmación «es imposible saber si Dios existe» es tan imposible de
demostrar como la proposición «Dios no existe». Nuevamente, es necesario que una de las
dos condiciones anteriormente mencionadas se cumpla. Habría que ser un experto en todas
las posibles maneras en que podemos llegar a saber si Dios existe, pero esto no es una opción
dentro del reino de las mentes humanas finitas; o, de lo contrario, habría que ser capaz de
mostrar que la cognoscibilidad de la existencia de Dios es una imposibilidad lógica, lo que
claramente no es el caso.5
En última instancia, un agnosticismo articulado de manera consistente lleva al escepticismo,
ya que obliga a sus defensores a decir que tienen conocimiento de algo que consideran
imposible de conocer. Por un lado, el agnóstico sostiene que es imposible conocer nada sobre
Dios, ni siquiera que Él existe. Por otro lado, dicha afirmación supone un cierto conocimiento
sobre Dios y Su naturaleza. ¿Cómo puede el agnóstico saber siquiera eso si supuestamente
no puede saber nada sobre Dios? Esto implica que el agnosticismo descansa sobre una
contradicción porque tiene que sostener al mismo tiempo que es posible e imposible conocer
algo sobre Dios. Como ya hemos visto anteriormente varias veces, dichas contradicciones
conducen al escepticismo, que es una postura imposible. El agnosticismo dogmático se
destruye a sí mismo.
Deísmo
La mejor manera de salir de los dilemas que presentan el ateísmo y el agnosticismo
parecería ser la siguiente: Supongamos que Dios existe. Este Dios creó el mundo. Lo dotó de
una ley moral, un código de conducta al que todas Sus criaturas deberían conformarse. Dios
juzgará a Sus criaturas sobre la base de lo bien que obedecieron Sus mandamientos. Mientras
tanto, Él no interfiere con Su creación. La hizo como Él quería, y no puede contradecirse ni ir
contra Su voluntad. Por el momento, adoramos a Dios e intentamos vivir según Su ley, pero no
debemos esperar que Él realice hechos sobrenaturales por nosotros.
Esta cosmovisión se denomina «deísmo». En ocasiones, se la describe mediante una
analogía: Dios creó un reloj, le dio cuerda y ahora deja que siga andando por sí solo. Esta
imagen capta parte de lo que implica la cosmovisión, pero no contempla el elemento moral.
Dios no es un mero espectador indiferente, sino que está profundamente interesado en el
progreso moral de Sus criaturas. Además de revelar Sus expectativas por medio de seres
humanos especiales, como Jesús, también dio a conocer Su voluntad a través de la naturaleza.
Sin embargo, no deberíamos esperar recibir ninguna ayuda especial de Dios cuando
intentamos vivir conforme a Su ley.
Thomas Jefferson es un buen ejemplo de un deísta. Creía que ninguna religión tenía el
monopolio para llegar a Dios, aunque encontraba la expresión más clara en las enseñanzas de
Jesús. Con esa finalidad, se propuso la tarea de publicar una edición de los Evangelios que
contuviera solo las enseñanzas morales de Cristo, y que no incluyera nada que requiriera fe o
una creencia en lo sobrenatural. En su edición sobre la vida de Jesús, conocida como la Biblia
de Jefferson,6 no hay ninguna mención al nacimiento sobrenatural de Cristo, Jesús tampoco
realizó milagros, ni echó fuera demonios, ni dijo ser Dios. No se presentó como alguien
diferente al resto de los seres humanos, y cuando murió, murió. La Biblia de Jefferson termina
con estas palabras: «Allí pusieron a Jesús, y colocaron una gran piedra en la entrada del
sepulcro y se fueron».7 No hubo resurrección.
El deísmo tiene la ventaja clara de reconocer la existencia de Dios. Por ende, deja de ser
un problema determinar cuál fue el origen del mundo ni por qué deberían existir obligaciones
morales. Al mismo tiempo, el deísmo intenta maximizar los beneficios del ateísmo y el
agnosticismo al decir que Dios no interviene directamente en nuestras vidas.
¿Es una cosmovisión racional? Aunque el deísmo se jacta de su racionalidad, tiene algunos
importantes defectos. El más importante es que parece ser más una expresión de deseo que
una realidad. La mejor manera de entender el deísmo es como un tipo de salto irracional al que
un ateo podría recurrir para salvaguardar los valores que orientan su vida, porque la
cosmovisión deísta es arbitraria e inconsistente.
Para entender el problema del deísmo, necesitamos apreciar la fuerza de su aversión a los
milagros. Sería una posición perfectamente plausible, compatible con el teísmo, decir que Dios
ha decidido no realizar ningún milagro en este momento de la historia. Es decir: Dios podría
realizar milagros, pero no quiere. Sin embargo, eso no es lo que plantea el deísmo. Según el
deísmo, hacer milagros es contrario a la naturaleza de Dios. Dios es un Dios racional que dotó
a Su universo de leyes racionales, y sería absurdo pensar que transgrediría Sus propias leyes.
En el deísmo Dios y lo sobrenatural son incompatibles.
Ahora podemos ver que el deísmo es en realidad irracional. La cosmovisión comienza con
un estupendo evento sobrenatural: la creación del mundo a partir de la nada. Los deístas
estarían de acuerdo que es una ley fundamental que «la nada no puede producir nada».
Precisamente por esta razón creen que el mundo necesitaba un Creador. Sin embargo, para
que el mundo existiera fue necesario un milagro; por lo tanto, objetar la realización de milagros
divinos pierde toda credibilidad. Si Dios pudo realizar el milagro de la creación, no hay ninguna
razón para que no pueda hacer otros milagros.
El deísmo parte de una inconsistencia medular. Para el deísmo hay dos afirmaciones
esenciales:
Para ser deísta, usted debe creer ambas proposiciones, pero ambas no pueden ser
verdaderas. Por lo tanto, el deísmo no es una cosmovisión creíble. Fracasa totalmente porque
no cumple el criterio de la consistencia lógica.
Panteísmo
Algunas personas sostienen una creencia diametralmente opuesta al deísmo. En vez de
pensar que Dios está «allí afuera», dicen que Él está «aquí dentro». Los teólogos dirían que el
Dios del deísmo es trascendente, está más allá del mundo. Para el panteísmo, Dios es solo
inmanente, o en el mundo; Dios y el mundo están tan íntimamente entretejidos que no se
pueden diferenciar.
En esta cosmovisión, Dios y el mundo son idénticos, no en el sentido de hermanos
gemelos, que se asemejan, sino en que son una misma y única cosa. Las palabras «mundo» y
«Dios» son dos descripciones del mismo fenómeno. Podríamos usar las expresiones «el ex
jugador de los Atlanta Braves» y «el deportista con el récord de jonrones» para referirnos a la
misma persona, Hank Aaron. Cada una de las expresiones pone un énfasis en un aspecto
particular de la persona, pero ambas expresiones son ciertas y la persona es la misma. De la
misma manera, el «mundo» y «Dios» describen una única realidad de dos maneras diferentes
sin llegar a ser nunca dos entes separados. Esta cosmovisión se denomina «panteísmo». Los
panteístas creen que todo es Dios y que Dios es todo.
Es crucial darse cuenta de que aunque el panteísmo parecería ser una teoría sobre el
cosmos, casi siempre pretende ser sobre el ser humano, sobre cada uno de nosotros. Como
somos parte del universo que es Dios, compartimos su naturaleza divina. Usted es Dios. Esa
es la enseñanza de muchas religiones orientales, como el hinduismo; y también está
representada por Baruch Spinoza, el filósofo del siglo XVII y por el movimiento contemporáneo
de la Nueva Era. «¡Yo soy Dios!», grita Shirley MacLaine, en la playa, con los brazos
extendidos.8
La primera impresión es que el panteísmo tiene mucho que ofrecer. En vez de agobiarnos
buscando respuestas fuera de nosotros, somos libres para hurgar en nuestro interior y
encontrar allí lo que necesitamos. Somos nuestra propia fuente de verdad. Podemos decidir
por nosotros mismos qué es bueno y qué es malo. Todo el poder necesario para lidiar con la
vida reposa dentro de las reservas inexplotadas del potencial humano. Dado que somos Dios,
el pecado y la redención se tornan innecesarios, solo es posible un estado de olvido y
despertar a esta gloriosa verdad. ¿Qué persona racional rechazaría este mensaje?
El panteísmo, sin embargo, no puede ser verdadero. No lo juzgo solo porque no concuerda
con mi dogma cristiano, sino porque también se funda en una contradicción; y las
contradicciones nunca son verdaderas. A pesar de lo espiritual, lo profundo o lo cautivante que
nos resulte el mensaje, debe ser falso si se contradice a sí mismo.
La primera contradicción del panteísmo es que las dos descripciones, «el mundo» y
«Dios», son irreconciliables, son mutuamente excluyentes. Es como si describiéramos a Hank
Aaron como «el deportista con el récord de jonrones» y «un hombre que jamás jugó al
béisbol». Las dos descripciones no pueden ser ambas verdaderas. Comencemos una
detallada documentación de esta contradicción.
¿Quién (o qué) es Dios? Para los panteístas, Dios es infinito; esto implica que Él es eterno,
omnipotente, inmutable, etcétera. Esta manera de entender a Dios como un ser infinito es la
esencia del panteísmo. En la siguiente sección analizaremos la idea de un Dios finito, pero
dicha noción es ajena por completo al panteísmo. Para el panteísmo, Dios es infinito. Por
ejemplo, Alan Watts describe a Dios como un ser infinito y luego explica el significado del
término: trasciende el tiempo (es eterno), trasciende el espacio (es omnipresente) y conoce
todas las cosas (es omnisciente).9
¿Qué es el mundo? El mundo es finito. Es temporal, limitado y cambiante. Sin embargo, el
panteísmo afirma que esta descripción de la realidad como un mundo finito y la descripción de
la realidad como un Dios infinito son ambas verdaderas. ¿Es esto posible? ¿Puede una cosa
ser finita e infinita al mismo tiempo? La respuesta es claramente negativa.10
Por supuesto, el panteísta, tan inteligente como todos lo demás, no tropezaría con una
contradicción tan elemental. Todas las formas de panteísmo responden de alguna u otra
manera a esta disyuntiva. Las respuestas suelen estar asociadas a la idea de que la finitud del
mundo es una ilusión. Como un prestidigitador haciendo pases mágicos, la aparente realidad
del mundo finito nos oculta la verdadera realidad del infinito. En otras palabras, la aparente
finitud del mundo no es real, mientras que la infinitud de Dios sí lo es. Nuevamente, cabe
preguntarnos si esto puede ser así.
Consideremos a Shirley MacLaine en la playa, mientras proclama: «¡Yo soy Dios».
Quisiéramos saber específicamente ¿quién es Dios? No puede ser la Sra. MacLaine, quien es
parte del mundo finito de las apariencias, porque acabamos de enterarnos de que la Sra.
MacLaine solo puede ser una ilusión. Por lo tanto, quien realiza este anuncio al mundo debe
ser el Dios infinito que acaba de darse cuenta de que ella es Dios. Esto es absurdo. Un ser
infinito no puede olvidarse de algo y de pronto descubrirlo. Debe ser siempre Dios y haberlo
sabido desde siempre. En síntesis, que la mujer finita Shirley MacLaine afirme ser Dios es
imposible; que el Dios infinito se convierta en Shirley MacLaine y descubra que ella es Dios es
una incoherencia. Simplemente, no tiene sentido.
No se trata de ridiculizar a quienes piensan de esta manera, sino de demostrar que los
intentos de los panteístas por identificar a Dios con el mundo no resultan; y no porque sea
demasiado difícil: es imposible. Dios y el mundo pertenecen a dos categorías distintas.
Estamos de regreso al que fue nuestro punto de partida original: Afirmar que la misma realidad
puede ser a la vez un Dios infinito y un mundo finito es una contradicción; debe ser una
afirmación falsa.
Una aclaración: Nunca pude persuadir a un panteísta de este argumento, y tengo poca
esperanza de poder hacerlo algún día. La respuesta inevitable es tildar mi insistencia —que
una contradicción nunca puede ser verdadera—, a pesar de la delicadeza con que me exprese,
de arbitraria, dogmática e intolerante. ¿Quién soy yo para afirmar que una contradicción no
puede ser verdadera? Quizás la verdad del panteísmo trasciende nuestras categorías lógicas.
No es por terco; tengo razón. Una supuesta convicción que trascienda la racionalidad nunca
podrá expresarse con coherencia. Consideremos las siguientes afirmaciones:
«Esta afirmación trasciende la lógica».
«Esta afirmación es falsa».
Ambas adolecen de lo mismo. Si son, no son. Pero si no son, entonces, son, y así
sucesivamente. Se requiere lógica para negar la lógica. Dicho enredo ni siquiera se puede
pensar, y afirmar que transmite un profundo discernimiento espiritual no cambia nada. El
siguiente aforismo panteísta está en igual situación:
«Dios y el mundo son idénticos».
Todo el que intentara persuadirnos en tal sentido estaría proponiendo algo imposible.
Panenteísmo
Aún queda otra opción (aparte del teísmo). El problema del panteísmo, tal como lo
presenté, radica en que un Dios infinito y un mundo finito son irreconciliables; pero ¿Dios
necesariamente debe ser infinito? Una cosmovisión contemporánea y extremadamente popular
es que Dios, en realidad, es un ser finito. Esta cosmovisión, a veces denominada «pan-en-
teísmo», sostiene que Dios está en el mundo; por lo tanto, no está más allá de él ni
simplemente es una sola cosa con el mundo.
Debemos tener en claro qué intentamos decir cuando afirmamos que Dios es finito. De
algún modo u otro, Dios tendría que poder ser Dios. Que simplemente sea un objeto más en el
mundo, entre muchos otros, no es aceptable. Él debe ser exaltado por encima de todo y estar
en una categoría distinta a todas las demás cosas que constituyen el mundo. Debemos poder
reconocerlo como Dios.
Ahora bien, parecería ser que negar uno u otro de los atributos divinos no presenta ninguna
dificultad. Podríamos, por ejemplo, afirmar que Dios no es omnipotente (todopoderoso). Pero
entonces, no sería infinito. Si negamos que Dios sea infinito, no tenemos ninguna razón para
pensar que debería ser alguna de aquellas otras cosas tan maravillosas que afirmamos que Él
es. No habría fundamento para que fuera omnisciente, absolutamente amante, eterno y los
demás atributos basados en Su infinitud. Si Él deja de ser infinito, no hay justificación para
creer en ninguno de los atributos comúnmente asociados a Dios. La negación arbitraria de un
atributo no produce un Dios finito: No produce nada.
Se requiere un sistema coherente, con un fundamento para aquello que se supone
constituye un Dios finito. Dicho modelo fue propuesto por la corriente de la filosofía
procesualista fundada por Alfred North Whitehead, a principios del siglo XX.11 En el sistema
de Whitehead, un Dios finito y mutable desempeña el papel de superintendente del mundo, en
su proceso continuo de cambio.
Para entender la naturaleza de Dios en el sistema de Whitehead, debemos comprender
cómo deseaba que pensáramos el mundo. En parte influido por los nuevos descubrimientos de
la física moderna, Whitehead ideó una nueva manera de entender la realidad. En pocas
palabras, en vez de pensar en cosas que cambian, deberíamos pensar en cambios que
adoptan la forma de las cosas. Por ejemplo, supongamos que estamos mirando un partido de
fútbol. Están los jugadores, los árbitros, los aficionados y los espectadores. Corren, patean,
silban, aplauden y gritan. Whitehead pretende que sigamos el camino inverso y que pensemos
primero en las acciones y después en las personas. Observamos las acciones de correr,
patear, silbar, aplaudir y gritar que han adoptado la forma de jugadores, árbitros, aficionados y
espectadores. La acción es de primer orden. De hecho, sería correcto afirmar que estamos
observando «el acontecimiento del partido de fútbol». Este lenguaje extraño pretende mostrar
que en el mundo no hay nada más fundamental que el cambio. Whitehead incluso deseaba que
pensáramos que todo el universo no era más que un gran acontecimiento.
¿Qué es el cambio? Supongamos que hacemos un pastel. Mezclamos los ingredientes y
formamos una masa. Colocamos la masa en el horno y, pasados unos minutos, sacamos un
pastel. La masa cambió y se convirtió en un pastel. La masa tiene la potencialidad de
convertirse en pastel, pero solo fue un pastel después del cambio. El pastel en potencia se
convirtió efectivamente en un pastel concreto, en otras palabras, la potencialidad de la masa
se actualizó cuando se convirtió en pastel. Todos los cambios pueden entenderse de esta
manera. Cuando algo cambia, su potencialidad se actualiza.
Por eso, cuando Whitehead afirma que el mundo es un gran acontecimiento, necesitamos
visualizarlo en términos de un cambio constante. Para ello, el mundo debe consistir de dos
partes, o polos: un polo actualizado y un polo en potencia. El polo actualizado es todo lo que
es verdadero del mundo en un momento dado. El polo en potencia son las vastas reservas de
todo lo que el mundo no es pero podría llegar a ser. Como el mundo está siempre cambiando,
su potencialidad se actualiza continuamente. Imagínese una flecha en movimiento perpetuo que
va del lado de las potencialidades al lado actualizado.
En esta imagen creada por Whitehead, Dios supervisa el proceso. Tengamos presente que
este Dios supuestamente es finito: Él también cambia. Debemos pensar en Dios en los mismos
términos en que pensamos el mundo: Él tiene un polo potencial y un polo actualizado (aunque
Whitehead los denomina las naturalezas «primordiales» y «consecuentes» de Dios). En todo
momento alguna nueva potencialidad de Dios se actualiza; Él cambia en respuesta a los
cambios en el mundo.
Como el Dios del deísmo, el Dios procesual no interviene en el mundo. Es un Dios
absolutamente finito. En el partido de fútbol de la realidad, Dios es un aficionado que alienta a
su equipo. Le presenta al mundo ideales para ser adoptados como meta; lo atrae para que
siga Sus planes; se lamenta si el mundo se aparta, pero no puede hacer que este haga nada.
A medida que el mundo cambia, Él también cambia, a fin de persuadir al mundo. Lo que Él
quiera que se haga, el mundo debe hacerlo sin Su ayuda directa.
Esta cosmovisión ofrece varias ventajas. Es muy útil para subsanar las dificultades que
presentaban otros sistemas. Como el Dios del deísmo, el Dios procesual es el autor de los
mandamientos morales, pero nos da libertad plena para obedecer. Sin embargo, esta imagen
de Dios no engendra las dificultades del deísmo. Dios no es concebido como un Creador
omnipotente; por ende, no hay ninguna inconsistencia entre una creación sobrenatural y la
negación de la posibilidad de los milagros. Esta visión soluciona los problemas del panteísmo,
al mantener una diferencia entre Dios y el mundo.
A pesar de ello, el panenteísmo es imposible. Deja de lado un elemento crucial del cambio:
la causalidad. Es cierto que todos los cambios son actualizaciones de una potencialidad, pero
eso no sucede por sí solo. Intente actualizar el potencial de una masa para transformarla en un
pastel sin ponerla en el horno.
Un pocillo de café tiene la potencialidad de llenarse con café . . . veamos si puede llenarse
a sí mismo. Por supuesto, no podrá. Los pasteles no se cocinan si nadie los coloca en el
horno; los pocillos de café no se llenan solos; las potencialidades no se actualizan por sí
mismas. Dondequiera que haya un cambio, habrá una causa que lo produjo.
Quienes creen en un Dios finito viven conforme a este principio como el resto de la
humanidad. Este hecho a veces queda opacado por el mito popular según el cual la ciencia
moderna ha demostrado que podemos prescindir del principio de causalidad. Nada podría
estar más alejado de la verdad. Sin principios causales, la ciencia pierde su sentido, moderna
o no tan moderna.
La impresión de que el principio de causalidad ya no rige se debe a dos circunstancias. En
primer lugar, a nivel subatómico, no es posible especificar matemáticamente la posición exacta
de una partícula sin distorsionar simultáneamente su posición (es el principio de incertidumbre
de Heisenberg). Solo se puede aspirar a estimar áreas de probabilidad donde podría estar
ubicada una partícula. En segundo lugar, Stephen Hawking ha demostrado que,
matemáticamente, es posible equilibrar ciertas ecuaciones relacionadas con el Big Bang sin
recurrir a una causa que diera origen al universo.12
Estas dos circunstancias demuestran que matemáticamente, en ocasiones, las causas no
se pueden especificar o no son requeridas. No obstante, a nosotros nos interesa la realidad,
más allá de las descripciones matemáticas. Estas conclusiones científicas no aportan la más
mínima evidencia de que alguna vez un cambio observado en la realidad no requirió una causa.
En realidad, absolutamente toda la evidencia indica lo contrario. Es un principio indispensable
admitir que todos los cambios requieren causas, ya sea posible expresarlas como ecuaciones
matemáticas o no.
El panenteísmo intenta eludir el principio de causalidad. En su visión, Dios y el mundo
están en constante cambio. Las potencialidades se actualizan, pero la causa está ausente. Es
una insuficiencia particularmente embarazosa cuando se trata de determinar cómo entendemos
a Dios. El panenteísta se enfrenta a la decisión de Hobson sobre cómo entender a Dios. Su
Dios es una imposibilidad metafísica de una potencialidad que se actualiza a sí misma (como el
pocillo de café que se llena a sí mismo) o es necesario que haya una causa externa a Dios (un
Dios detrás de Dios) que actualice Su potencialidad. Si así fuera, esto significaría que Dios
dejó de ser Dios como acostumbramos a reconocerlo. Este es el dilema del panenteísta: Sería
un Dios imposible o un Dios que en realidad no es Dios. En última instancia, en la práctica es
un ateísmo.
Esta última aseveración puede parecer provocativa solo para quienes no conozcan los
escritos de los propios panenteístas. Los teólogos procesuales parten de la premisa del
secularismo: la idea de que la humanidad podría encargarse bastante bien de sus propios
asuntos sin necesidad de Dios. El Dios procesual se incorpora al pensamiento para sustentar
principalmente nuestras aspiraciones humanas. Este Dios es sin duda optativo.13 Como
demostramos, en ese sentido Él también es imposible.
A modo de resumen de lo que aprendimos en este capítulo, a partir del análisis de las
cosmovisiones no teístas, vemos que necesitamos un sistema en que:
Respuesta al caso 2: Los académicos que no guardaron el debido respeto hacia el hombre que planteó una pregunta pertinente
tenían razón en un sentido: La esperanza es un ingrediente esencial de lo que significa ser humano. Hay dos tipos de esperanza:
la esperanza racional y la irracional. La esperanza racional se basa en realidades, tiene expectativas razonables. La esperanza
irracional es mero voluntarismo, sin ningún fundamento. Por supuesto, no hay ninguna ley que prohíba ser optimista, pero no
desearía apostar mi destino solo a eso. En cualquier cosmovisión en la que Dios no domina todo y el control queda en manos de
los seres humanos, la esperanza no puede ser más que un optimismo ilusorio. Una mirada a la historia del siglo XX nos muestra
que los seres humanos son más diestros en echar todo a perder que en arreglar los problemas. ¡Las cosmovisiones no teístas
no sirven de nada! Lo único que ofrecen es una esperanza irracional.
Respuesta al caso 3: Difícilmente pase un día en que no veamos la paradoja ilustrada por este episodio. La gente no solo tiene
valores, sino que también los predica e intenta imponerlos sin mucho fundamento. Pedimos tolerancia, pero solo dentro de los
límites de nuestros intereses y preferencias personales. La ética humanista no obliga a nadie a aceptar y conformarse a sus
reglas particulares. Estos valores son, por lo tanto, arbitrarios. Lo que la gente necesita no es un mejor código de ética, sino un
fundamento teísta para la ética.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
Lecturas adicionales
David K. Clark y Norman L. Geisler, Apologetics in the New Age (Grand Rapids: Baker, 1990).
Norman L. Geisler y William D. Watkins, Worlds Apart, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker, 1989).
Royce Gordon Gruenler, The Inexhaustible God (Grand Rapids: Baker, 1983).
1 Hay una buena descripción biográfica en su ensayo «Existentialism Is a Humanism» en Walter Kaufmann, ed.,
Existentialism from Dostoevsky to Sartre (Nueva York: World, 1956), 287-311.
2 Kai Nielsen, An Introduction to the Philosophy of Religion (Nueva York: St. Martin’s Press, 1982), 17-42.
3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Philadelphia: Presbyterian and Reformed, 1955), 102.
4 Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). El diagrama se encuentra en la
p. 61.
5 Para evitar una posible confusión terminológica, necesitamos tener presente una distinción importante entre conocer que
Dios existe y tener un conocimiento directo y personal de Dios. Gran parte del diálogo filosófico legítimo gira en torno a este
último concepto. Muchos filósofos postulan que dado que Dios es infinito y nosotros somos finitos, nunca será posible que
podamos tener un conocimiento directo de Dios. Yo no estoy de acuerdo con ellos, pero aquí estoy más interesado en mostrar
que ese es otro problema completamente distinto. El problema del agnosticismo que tenemos entre manos es una cuestión
mucho más básica: si podemos saber que dicho Ser infinito existe.
6 The Jefferson Bible: With the Annotated Commentaries on Religion of Thomas Jefferson (Nueva York: Clarkson N. Potter,
1964).
7 Ibídem, 137.
8 Shirley MacLaine, Out on a Limb (Nueva York: Bantam Books, 1983).
9 Alan Watts, The Supreme Identity (Nueva York: Random House, 1972), 53-56. Ver Baruch Spinoza, The Ethics and Selected
Letters (Indianapolis: Hackett, 1982), 31-47.
10 Algunas personas quizás tengan dificultad en aceptar esta aseveración. Al fin de cuentas, ¿acaso la teología cristiana no
enseña que Jesucristo es Dios y hombre y, por lo tanto, infinito y finito? La respuesta es negativa, no en el sentido en que la
misma realidad es infinita y finita. Según la doctrina cristológica, Cristo es aquel que tiene dos naturalezas, una infinita, una finita.
La contradicción existiría solo si dijéramos que Cristo tenía solo una naturaleza que era finita e infinita. Ver mi análisis de este
tema en Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker Book House, 1981), 149-57.
11 Alfred North Whitehead, Process and Reality (Londres: Macmillan, 1933).
12 Stephen Hawking, A Brief History of Time (Nueva York: Bantam, 1988).
13 Ver, por ejemplo, John B. Cobb, Jr., God and the World (Filadelfia: Westminster, 1969).
6
La existencia de Dios
La prueba imposible
Caso 1: Estaba sentado en el vestíbulo del Seminario Neues Leben en Alemania escribiendo uno de los primeros capítulos de
este libro. Helmut, uno de los seminaristas, estaba de turno, ocupado con el arreglo de las sillas y la atención del teléfono en la
recepción. Al cabo de un rato, se me acercó y comenzó a preguntarme cómo era el trabajo de profesor en Estados Unidos y qué
diferencias había con enseñar en Alemania. Se interesó en lo que estaba escribiendo y se lo dije.
—¿Apologética? —repitió—. No estoy seguro de que sirva de mucho. Quiero decir, es obvio, es imposible probar la
existencia de Dios.
¿Existe Dios? Seguramente no hay una pregunta más crucial que esta. Sin embargo,
muchas personas piensan que no es una pregunta legítima. Según ellas, tendríamos que
limitarnos a aceptar una respuesta sin la necesidad de contar con «pruebas» o «argumentos».
No obstante, en este capítulo, analizaremos la evidencia. La cuestión fundamental es que
hay dos hipótesis mutuamente excluyentes:
El argumento cosmológico
A continuación, presentaremos una forma del argumento cosmológico para demostrar la
existencia de Dios. El nombre del argumento deriva de la palabra cosmos que significa
«mundo». La idea es inferir la existencia de Dios a partir de lo que vemos en el mundo. La
versión que presento aquí es una adaptación del argumento cosmológico de Tomás de
Aquino.2
Comenzaré con un esbozo del argumento, y luego analizaremos detenidamente cada uno
de los pasos y defenderemos cada premisa. En ese momento, definiremos la terminología
poco conocida.
1. Hay algo que existe. Cualquier cosa sirve. Yo existo. Usted existe. El universo existe.
Una flor existe. Mi lapicera existe. Ni siquiera tiene por qué ser un objeto material. Si usted
duda de esta afirmación, su duda existe, y eso ya es suficiente. En síntesis, si para usted esta
afirmación de que hay algo que existe es discutible, ya la interpreta como algo y ese «algo»
tendría que existir, y usted tendría que existir para poder interpretarla. Ninguna persona
racional debería poner en entredicho esta afirmación.
Quisiera agregar dos comentarios. Primero, me consta que algunas personas racionales
efectivamente dudan de esta afirmación (por ejemplo, los budistas theravadas). A mi entender,
no deberían cuestionarla, porque en la medida en que lo hagan, están siendo irracionales. Sin
embargo, como es un hecho que la objetan, no puedo ofrecerla como un punto de partida
indisputable, como lo requiere el racionalismo. Presento esta afirmación sabiendo que la
abrumadora mayoría de mis lectores la acepta. Si existiera entre mis lectores algún budista
theravada que no la aceptara, su propia existencia confirmaría mi punto. Los budistas
theravadas existen.
Segundo, quisiera recalcar que esta afirmación es diferente a la famosa declaración de
René Descartes: «Pienso, luego existo».3 Analizamos a Descartes en el capítulo 3, como un
proponente del argumento ontológico. En dicho argumento, Descartes comienza por dudar que
pueda conocer algo. Luego razona que como está dudando, debe estar pensando; y como
está pensando, debe existir para poder pensar. Los filósofos han tomado partido con respecto
a este argumento. Podríamos decir mucho más al respecto, pero mi premisa no tiene un
propósito tan ambicioso como la de Descartes. Yo no pretendo probar la existencia de nada
con mi afirmación. Simplemente afirmo una verdad razonable: que hay algo que existe. Si
quisiéramos, podríamos contentarnos con que «mi duda existe». Acordemos que hay algo que
existe.
2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra.
Contingente significa «dependiente de otra cosa»; necesario significa «totalmente
independiente de todo lo demás». Si se lo piensa, nos damos cuenta de que estas
propiedades son mutuamente excluyentes. Si algo es contingente, no puede ser necesario; y
viceversa.
Aquí tenemos un hecho de lógica. Supongamos un par de propiedades realmente
contradictorias. Por ejemplo, recuerde que a pesar de lo que nos enseñaron en la escuela, el
opuesto de «perro» no es «gato», sino «no perro», todo lo que no sea un perro. Es un hecho
que todo lo que existe en el mundo debe tener una u otra de las propiedades de este binomio.
Todas las cosas en el mundo son un perro o no lo son. Todas las cosas en el mundo son un
jugador de béisbol de la liga mayor, o no lo son; son azules, o no lo son; son carnívoras o no, y
así podríamos seguir.
Por supuesto, cuando afirmamos esto no estamos haciendo ningún juicio específico sobre
ninguna cosa en particular concerniente a qué categoría corresponde asignarla (sería factible
que no pudiéramos determinar si un animal en el zoológico pertenece a la raza canina o no) ni
a la distribución total de los miembros entre una opción y otra en el universo (no sabemos la
cantidad total de perros que hay en el mundo). Dado cualquier par de oposiciones, siempre es
posible que todos, ninguno o cualquier cantidad parcial corresponda a una u otra opción. En
otras palabras, todavía desconocemos cuántas cosas son perros en oposición a las que no lo
son, ni sabemos cuántas cosas son azules en oposición a las que no son azules, etc. Lo único
que sabemos con certeza es que todo debe ser una cosa o la otra.
La dicotomía contingente/necesario representa un par de oposiciones de este tipo. Como
veremos con más claridad, son nociones contradictorias, mutuamente excluyentes. En
consecuencia, una o la otra debe ser cierta para todas las cosas en el universo.
Para ser más específico, cuando me refiero a un ser contingente,4 quiero decir que es un
ser dependiente. Existe por la influencia que otros seres ejercen sobre él. Entre dicha
influencias incluimos estas tres:
Un ser contingente tiene una causa. Recordemos la diferencia actualidad/potencialidad que
mencionamos al final del último capítulo. Un ser contingente es aquel que actualizó su
potencialidad de existir. Esa actualización requirió una causa. La causa tuvo que haber sido
otro ser, ya que no hay nada que pueda ser causa de su propia existencia. Recuerde: Los
pocillos de café no se llenan solos; y las potencialidades no se actualizan por sí mismas. Por
ejemplo, mi existencia se debió a una causa, en gran medida, a mis padres.
Un ser contingente es sustentado. No podría continuar existiendo si no fuera por
determinadas causas que sustentan su existencia. Por ejemplo, la continuidad de mi existencia
es posible, entre muchos factores, gracias a los alimentos que consumo, los medicamentos
que tomo y las leyes del universo al que pertenezco.
Un ser contingente está determinado. Los seres contingentes obtienen de causas externas
no solo su existencia, sino también la especificación de sus características. Yo no elegí ser
muchas cosas que soy (soy hombre, nací en Alemania, soy blanco, y tengo diversas aptitudes
y actitudes); las tengo impuestas por mis causas y factores sustentadores.
Como tarea les dejo la pregunta sobre si es posible que un ser contingente reúna solo una
o dos de estas tres categorías (yo me inclino a pensar que no). Para nuestros propósitos,
podemos conformarnos con una respuesta mínima y simplemente decidir que cualquier ser que
corresponda a una de estas categorías (que tenga una causa, que sea sustentado o que esté
determinado) será considerado un ser contingente.
Por definición, entonces, diremos que un «ser necesario» es algo que no corresponde a
ninguna de estas categorías. Por el momento, no necesitamos admitir la idea de que un ser
necesario realmente exista. Nos limitamos a afirmar que si existiera, por definición, tendría que
reunir las siguientes cualidades: No tendría una causa, no sería sustentado por nada fuera de
sí mismo y no estaría determinado por factores externos. Tendría una existencia totalmente
independiente de los demás seres.
¿Puede un ser tener algunos aspectos contingentes y otros necesarios? No, según nuestra
definición. Tan pronto como algo reuniera algunos de los criterios propios de un ser
contingente, dejaría de corresponder a la categoría de un ser necesario. Un ser parcialmente
necesario es una imposibilidad.
He propuesto deliberadamente una definición rigurosa de un ser necesario. ¿Es posible que
exista algo con esas características? La respuesta a esta pregunta deberá aguardar que
completemos el argumento. Mientras tanto, se mantiene en pie la disyuntiva lógica: Todas las
cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Dependen de algún modo de
otros seres, por más leve que sea esa dependencia (en cuyo caso son contingentes) o no
proceden absolutamente de nada (no tienen ninguna causa) y son independientes (en cuyo
caso son necesarias).
3. Un ser necesario tendría que ser Dios. A estas alturas del argumento, todavía no
sabemos si hay un ser necesario. Podemos analizar las propiedades para establecer que si
dicho ser existiera, sería el tipo de ser que llamamos «Dios».
Según nuestra definición, un ser necesario no tiene causa, no es sustentado y no está
determinado. Existe sin depender para nada de factores o influencias externas. Esta idea no
excluye la posibilidad de que, si así lo quisiera, pudiera responder a otros seres, pero no los
necesitaría ni sentiría ninguna obligación hacia ellos. Dicho ser necesario sería:
independiente;
ilimitado;
infinito; en realidad, es sinónimo de «ilimitado»;
eterno, no sujeto a ninguna restricción temporal;
omnipresente, no sujeto a ninguna restricción espacial;
inmutable, no cambia;
puro ser actual, no tendría ninguna potencialidad;
en posesión de todas sus propiedades de manera igualmente ilimitada.
Por ende, si pudiéramos demostrar que tiene poder, conocimiento y bondad, debería ser
omnipotente, omnisciente y omnibenevolente.
En definitiva, esto significa que el ser necesario tendría todas las propiedades que
normalmente asociamos con Dios. Usted y yo, ante un ser que no tiene causa y es
independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable, lo reconoceríamos de inmediato
como Dios.
Hay quienes rechazan esta vía de argumentación y cuestionan nuestro derecho a llamar
«Dios» a un ser necesario. Según ellos, solo porque tiene todos los atributos comúnmente
asociados con Dios no significa que sea Dios. La objeción tiene cierta validez lógica, pero esta
se disipa a la luz del uso habitual del lenguaje. ¿Podríamos llamar a un ser que no tiene causa
y es independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable de otra manera que no fuera
«Dios»? Si estos atributos no son suficientes, ¿cuáles lo serían? El lenguaje no es estático, y
no es posible proscribir arbitrariamente una palabra si es la única apropiada.
Una cuestión completamente diferente es si un ser necesario es el Dios verdadero. ¿Es el
Dios a quien adoramos en la iglesia, que se reveló en las Escrituras y que envió a Su Hijo a
morir por nuestros pecados en la cruz? Todavía no es posible dotar al ser necesario con esa
identidad. Antes tendremos que ofrecer más argumentos.
Aún no podemos afirmar que un ser necesario existe. Hemos mostrado que,
hipotéticamente, si uno existiera, sería Dios.
4. No es posible que el mundo sea un ser necesario. Algunas personas, para procurar
detener el avance del argumento cosmológico, admiten que un ser necesario existe, pero
insisten en que este ser necesario es el mundo. Si consideramos todo el argumento que
venimos desarrollando, resulta claro que esta opinión no es una alternativa viable. Concluir que
el mundo es el ser necesario sería lo mismo que equiparar el mundo a Dios. Sería panteísmo
y, como probamos en el capítulo 5, esta visión de la realidad es imposible porque es
contradictoria.
Por supuesto, quienes sostienen que el mundo es el ser necesario, por lo general no
pretenden suscribirse al panteísmo y esta imputación les desagradaría. Se debe a que en
nuestra época contemporánea pocas personas se ocupan profundamente de la metafísica.
Muy pocos se han detenido a pensar en las implicancias de sus juicios, pero eso no significa
que no deban hacerse responsables de sus opiniones. Afirmar que el mundo es un ser
necesario, es adherirse a la imposibilidad metafísica del panteísmo, téngase o no conciencia
de ello.
5. Solo es posible que haya un ser necesario. Todavía no estamos en condiciones de
afirmar que hay un ser necesario. Con esta premisa intentaremos probar que si hay uno, ese
es el límite. No puede haber más que uno.
Si suponemos que si dos cosas son diferentes, tienen que tener algo que las diferencie. Si
no difieren, tienen que ser una y la misma cosa. Gottfried Wilhelm Leibniz, un filósofo del siglo
XVII, llamaba a esto el principio de la identidad de los indiscernibles. A modo de ilustración:
Supongamos que usted y una amiga se ponen a conversar sobre la gente que conocen en
otra universidad. Usted le comenta que conoce a alguien llamado Aaron Huxtable. Estudia
administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con una muchacha llamada Imogene y tiene
un lunar en su mejilla derecha. Su amiga dice que ella también conoce a un Aaron Huxtable en
la misma universidad. Él también estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con
Imogene y tiene un lunar en su mejilla derecha. ¿Se quedarían sentados y maravillados de que
haya dos personas tan semejantes en la misma universidad? ¡De ninguna manera! Concluirían
que se trata del mismo individuo. Usarían el principio de la identidad de los indiscernibles. Dado
que las dos descripciones concuerdan en todo sentido, las dos cosas a que hacen referencia
deben tener la misma identidad.
Por supuesto, este principio rige estrictamente solo en una situación ideal, en la que
realmente no haya diferencias entre dos objetos referidos. Basta con que uno de ellos tenga
una propiedad que el otro no tiene para que no sean idénticos. Los gemelos no son idénticos
en este sentido. Aun cuando puedan ser asombrosamente parecidos, como es el caso de
algunos gemelos, difieren en un aspecto importante: son diferentes porciones de materia y
ocupan diferentes coordenadas espaciales. Si no fuera así, tendríamos que reconocerlos
como un único individuo.
Según este principio, ¿sería posible que existieran dos seres necesarios? Veamos por qué
no es posible. En primer lugar, en conformidad con nuestro principio, para que haya dos seres
necesarios, deberían tener alguna propiedad diferente. Uno de los seres necesarios debería
tener una propiedad que al otro le falta (o viceversa). Dada nuestra definición de un ser
necesario, ese caso es imposible. Un ser necesario es ilimitado; no puede carecer de ninguna
de las propiedades de su categoría y no puede tener anexada ninguna propiedad contingente
externa. En consecuencia, un ser necesario debe tener todas las propiedades que
corresponden a esa categoría, ni una más ni una menos. Por lo tanto, estos dos seres
necesarios no tendrán propiedades que los diferencien, y solo es posible que haya un ser
necesario.
Una breve acotación respecto a una confusión que a veces surge concerniente a esto.
¿Acaso la teología cristiana no enseña que hay tres seres necesarios, el Padre, el Hijo y
Espíritu Santo, la Santa Trinidad? ¿No sería una doctrina contraria al principio de la identidad
de los indiscernibles? La respuesta es que la doctrina de la tri-unidad no enseña que haya tres
Dioses. Son tres personas en el mismo Dios; se trata de un solo ser necesario.5
6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres contingentes. Llegamos
ahora al punto crucial del argumento, mostrar por qué debemos creer en la existencia de un
ser necesario. Como surge de la formulación de esta premisa, «a menos que . . . », usaremos
la lógica trascendental. Demostraremos que la existencia de un ser necesario es una condición
necesaria para que haya seres contingentes.
1. Supongamos que usted observa los candelabros suspendidos en una oscura catedral
gótica. No alcanza a ver el cielorraso y se pregunta cómo estará colgado el candelabro. Si
alguien le dijera que cuelga del último eslabón de una cadena, esa respuesta no lo satisfará. Si
le señalan que el último eslabón pende de otro eslabón, tampoco quedará conforme, porque
usted sabe que las cadenas no cuelgan solas en el aire. La cadena debe tener algo que la
afirma al cielorraso, sin importar su largo. Si no fuera porque la cadena está suspendida de un
gancho que no depende de la cadena, no podría colgar del cielorraso.
2. Supongamos ahora que a usted le interesan los trenes. Mientras conduce por una
autopista que corre paralela a las vías del tren, a su lado va pasando un largo tren de carga.
Se pregunta en voz alta quién tira del furgón de cola. Su acompañante le informa que lo tira el
vagón que va delante de él. Por supuesto, usted sabe que los vagones no se tiran a sí mismos,
y le pregunta qué tira de ese vagón. Nuevamente, si le informan que son los vagones que van
delante en forma sucesiva, esa respuesta no lo conformará. Usted sabe que tiene que haber
una locomotora. Si no hubiera algo que tirara del tren sin ser tirado por él, el tren no podría
moverse.
3. Volvamos a recordar los pocillos de café que no se pueden llenar a sí mismos. Si tengo
un pocillo de café y deseo saber de dónde salió el café, no quedaré satisfecho si me informan
que la potencialidad del pocillo de ser llenado fue actualizada. ¿Qué si le digo que el café
estaba en otra taza y que yo lo vertí en ese pocillo? Usted querrá saber de dónde salió el café
de la otra taza. Multiplicar tazas para crear una cadena interminable de tazas de café que se
vierten de una taza en otra no servirá. Poco importa cuánto nos pasemos vertiendo café de
aquí para allá. Tiene que haber una fuente primaria del café, una máquina de café o una
cafetera. Sin ese origen para el café, no podría haber café en ninguna taza ni pocillo.
Estas ilustraciones muestran que a veces no puede haber una serie de eventos u objetos
sin algo que dé origen a todo el conjunto. Sin una causa original, no habría nada. Aunque
podemos imaginar la cadena, el tren o la sucesión de tazas de café en una serie regresiva
infinita, en realidad esto no es cierto. Un tren con una cantidad infinita de vagones sin una
locomotora no estaría en movimiento. Una cantidad infinita de eslabones sin un gancho que los
sostengan, sería una cadena en el piso. Una cantidad infinita de tazas de café sin una cafetera,
estarían vacías. Los filósofos afirman que en estos casos no es posible una regresión
infinita.6
La causa que no tiene causa
Consideremos ahora otra serie: una cadena de seres contingentes. Por su propia
naturaleza, un ser contingente necesita haber sido causado por otro ser. Es una potencialidad
que fue actualizada, y como una potencialidad no puede actualizarse a sí misma, requiere una
causa externa que la actualice. Por supuesto, la causa no puede ser algo posible sino actual,
concreto. Por lo tanto, si fuera un ser contingente, también debería tener una causa. Este
encadenamiento de causas causadas podría, en teoría, prolongarse por un largo tiempo, pero
no puede continuar indefinidamente. No puede haber una regresión infinita de causas
causadas. Si no fuera porque algo hizo comenzar la cadena de actualidades sin haber sido
actualizado, no puede haber ninguna actualidad.
¿Por qué no? ¿Por qué no es posible que esta cadena de causas contingentes exista
simplemente como un hecho dado sin necesidad de una causa externa? Porque dicha
eventualidad convertiría al conjunto de seres contingentes en un ser necesario; y esto no es
posible por dos razones. Primero, no tiene sentido pensar que la sumatoria de muchos seres
contingentes resultaría en un ser necesario. Segundo, si admitiéramos que la totalidad de los
seres contingentes es un ser necesario tendríamos, a lo sumo, un panteísmo: la cosmovisión
que anteriormente desechamos por contradictoria.
Por lo tanto, es preciso que haya un ser necesario, un ser que además de existir, es causa
de la existencia de todos los seres contingentes. Este ser en sí mismo, en tanto ser necesario,
es sin causa. Un corolario inmediato de esta conclusión es que no se puede dar lo que no se
tiene. La causa de los seres debe tener aquellas cualidades positivas que infunde en sus
efectos. Por supuesto, aún seguirá siendo un ser infinito y, por lo tanto, omnipotente,
omnisciente, omnibenevolente, etc.
Todas las propiedades intrínsecamente positivas que constatemos en la creación reflejan,
en última instancia, la naturaleza del creador. Si hay amor en la creación, procede del creador.
Si hay belleza, la infundió el creador. En consecuencia, el creador es sumamente amoroso y
bello. Otra propiedad derivada de esta causa es la condición de persona. Esta condición es
una característica del mundo impartida por el creador. Es más, valoramos la noción de que no
somos meros organismos biológicos: somos personas. Por lo tanto, la causa primaria debe ser
personal por excelencia (en el sentido de ser persona). Establecido este punto, a partir de
ahora podemos usar el pronombre personal «él» para referirnos a la causa que no tiene
causa.7
La confusión del Profesor Edwards
La fuerza de nuestro argumento resultará más clara si la confrontamos con una crítica que
se le hace y procedemos a defenderla. Paul Edwards, un filósofo contemporáneo, ha
cuestionado una de las imágenes que usamos para explicar y fundamentar este argumento.8
Sugiere que la imagen de un tren de carga está fuera de lugar. Cada una de las causas
individuales tiene integridad propia y, por tanto, deberíamos pensar en una serie de
locomotoras unidas entre sí. No necesitaríamos una primera locomotora, y toda la cadena
avanzaría por sí misma.
Esta sugerencia revela una confusión común sobre esta cuestión. Para aceptar que la
imagen sea válida, cada ser causante debe ser por sí mismo sin causa: un ser necesario.
Concebir a todo el mundo como múltiples seres necesarios es demasiado problemático, como
ya vimos, para requerir una refutación adicional.
7. Existe un ser necesario. Comenzamos afirmando que hay algo que existe, y que deberá
ser necesario o contingente, una cosa o la otra. Si es necesario, nuestra búsqueda acabó:
demostramos que existe un ser necesario. Si es contingente, debe haber un ser necesario ya
que demostramos que no puede haber seres contingentes si no existe un ser necesario. Por lo
tanto, en ambos casos, existe un ser necesario.
8. Por lo tanto, Dios existe. Como mostramos que un ser necesario es lo que corresponde
llamar Dios, podemos afirmar que Dios existe.
9. Solo existe un Dios. Hemos demostrado que Dios, en tanto ser necesario, existe.
También demostramos que solo puede haber un ser necesario. Por lo tanto, solo puede haber
un Dios.
10. El Dios del teísmo existe. No es de extrañar que las características de un ser
necesario corresponden a los atributos del Dios del teísmo. Por lo tanto, el Dios del teísmo, el
supuesto objeto de todo este análisis, existe. Expresado de una forma que se corresponda con
nuestra metodología: Dada la existencia del mundo, es más plausible creer que el teísmo es
verdadero que creer que no lo es.
Respuesta al caso 2: Este capítulo lo escribí para responder precisamente a este tipo de situaciones. El argumento
cosmológico probablemente nunca convertirá a un ateo en maestro de escuela dominical de la noche a la mañana. Sin
embargo, es una respuesta meditada frente a la ligereza con que algunos rechazan el teísmo por infundado. La mayoría de los
cursos de filosofía introductorios y las lecturas recomendadas incluyen una sección que bien podría caracterizarse como «cómo
reírse de las pruebas de la existencia de Dios». Los profesores escépticos enseñan a los estudiantes a burlarse de los
argumentos teístas y a dar por sentado que no sirven. Por lo menos, hemos intentado mostrar que están equivocados.
Respuesta al caso 3: La objeción planteada en esta conversación es ilustrativa de un gran problema presente en algunas
versiones del argumento cosmológico, pero no en el nuestro. En ningún momento afirmamos que «todo necesita tener una
causa». Si lo hubiéramos hecho, sería sin duda irracional sostener que Dios es una excepción. Lo que postulamos es que todos
los seres son contingentes o necesarios, una cosa o la otra. Luego mostramos que los seres contingentes necesitan tener una
causa. Un ser necesario, por definición, es sin causa. Esta objeción, por lo tanto, nunca podría esgrimirse contra nuestro
argumento.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
Lecturas adicionales
Donald R. Burrill, ed., The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday, 1967).
Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker,
1988).
John Hick, ed., The Existence of God (Nueva York: Macmillan, 1964).
J. P. Moreland y Kai Nielsen, Does God Exist? (Nashville: Thomas Nelson, 1990).
El holocausto
Caso 1: Mi familia se mudó de Alemania a Estados Unidos cuando tenía trece años. Mi hermano y yo estábamos encantados
con la posibilidad de conocer y cultivar la amistad con varios compañeros de clase judíos, una experiencia nueva para nosotros.
Asistíamos a la escuela de verano y solíamos regresar a casa en bicicleta con Randy, uno de nuestros amigos. Un día nos invitó
a su casa para almorzar. Comimos unos sándwiches y conversamos sobre nuestros respectivos mundos. Cuando tocamos el
tema de la religión, Randy comentó:
—Nosotros somos ateos.
Como no entendía la palabra en inglés, él me aclaró:
—No creemos que Dios exista. Si existiera, no podría haber permitido que mataran a tantos judíos en la guerra.
Adán y Eva
Caso 3: Otra noche de sábado, otro café, esta vez era el Pilgrim’s Cave en Washington, D.C. Ya era casi medianoche y me
tocaba interpretar el último bloque musical. Después de las clásicas baladas de Peter, Paul, and Mary y algunas de Bob Dylan,
concluí con algunas canciones cristianas que había compuesto hacía poco. Con aquella manera de hablar que teníamos en los
sesenta, les dije a los presentes:
—Si alguien quisiera dialogar sobre lo que estoy cantando, nos sentamos a conversar, y vemos cómo nos va.
(¡Fantástico!).
Cuando terminé de cantar, dos parejas de más o menos mi edad me llamaron para conversar. Me dijeron que yo las había
hecho pensar sobre Dios, pero que había algo que no entendían, y querían conocer mi opinión. Si había un Dios, ¿por qué
permitía que hubiera hambrunas, terremotos, enfermedades y otras catástrofes naturales? (Yo, encantado).
—No culpen a Dios —les expliqué—. Dios creó un mundo perfecto. Pero cuando Adán y Eva se volvieron contra Dios,
arrastraron con ellos a todo el mundo. La culpa es nuestra, no de Dios.
En el último capítulo argumentamos a favor de la viabilidad del teísmo (la creencia en Dios).
Antes de continuar, necesitamos asegurarnos de que nuestra visión está bien fundamentada y
que no adolece de las mismas deficiencias que criticamos en otras cosmovisiones. Si el teísmo
tuviera alguna inconsistencia interna, no habríamos progresado en absoluto.
Algunas personas creen que han encontrado precisamente esa incongruencia en la
incompatibilidad entre el Dios todopoderoso y todo amoroso del teísmo y la innegable realidad
de mal que hay en el mundo.
Algunas restricciones
Hay un asunto crucial que conviene aclarar desde el principio. Nos proponemos considerar
el problema del mal desde el punto de vista intelectual, a fin de establecer en términos
racionales si la realidad del mal es incompatible con el Dios del teísmo.
El problema del mal tiene también otro aspecto, el psicológico o personal. En el transcurso
de la vida, experimentamos diversas formas de sufrimiento, las que podrían llevarnos a
preguntar por el sentido de nuestra vida y dudar del amor personal de Dios hacia nosotros. Al
atravesar esas crisis, las respuestas intelectuales al problema del mal tal vez tengan un valor
limitado. En dichas ocasiones es mucho más provechoso el apoyo emocional, espiritual y
psicológico que una discusión racional de cuestiones conceptuales.
Sin embargo, esto no significa que el análisis que nos proponemos hacer sea inútil. Solo
significa que su utilidad está limitada por su alcance: dar una respuesta racional a una pregunta
racional. No creo que dicha respuesta por sí sola ofrezca consuelo emocional; pero, ¿acaso
una falsedad brindaría más consuelo auténtico?
Para sintetizar este complicado razonamiento: Dios solo crearía el mejor de los mundos
posibles. Como existe el mal en el mundo, debe cumplir el propósito de hacer que este
mundo sea mejor. Antes de fruncir el ceño y objetar este argumento, quisiera hacer dos
puntualizaciones: (a) es un argumento lógicamente válido, y (b) la idea básica de que Dios solo
crearía el mejor mundo posible parece plausible.
¿Podemos aceptar la idea de que este mundo actual, con todos sus aparentes defectos,
es verdaderamente lo mejor que Dios pudo haber hecho? Los cristianos históricos han dicho
que no; todavía esperamos un mundo nuevo y mejor: el cielo.
Los escépticos se han burlado de la noción de que Dios solo pudo haber creado un mundo
bueno permitiendo cierto grado de mal. El mejor ejemplo de esta crítica fue Voltaire, en su
novela, Cándido,8 en la que relata los infortunios de un joven llamado Cándido, cuya peor
prueba tal vez fue tener que escuchar a su maestro que le enseñaba: «Todo está bien en este,
el mejor de los mundos posibles». Nadie encuentra muy convincente la conclusión de Leibniz.
Note que la idea de Leibniz cumple todos los criterios salvo el último. Si Dios creó el mejor
de los mundos posibles, y si el mal debe estar necesariamente incluido en dicho mundo, deja
de existir la inconsistencia. Un ser omnipotente e infinitamente bueno y la realidad del mal
serían compatibles. Sin embargo, pocas personas quedan satisfechas con la afirmación que
supuestamente solucionaba el problema lógico. Dios solo crearía el mejor mundo. Este no
puede ser el mejor mundo (al menos, no todavía).
Tercer paso: El mal debe ser una condición inevitable para los bienes de mayor valor
(como la libertad)
Hay una manera de rescatar las consideraciones de Leibniz. Para ello es necesario
puntualizar cómo opera el mal en beneficio del bien en el mundo. Estamos acostumbrados a la
idea de que en ocasiones un mal es la condición inevitable para un bien de mayor valor. En
dicho caso, el mal no se convierte en bien, pero cumple la buena función de facilitar algo
mejor. Considere una analogía: Si tuviera que someterse a una operación para que le
extirparan la vesícula, tenga por seguro que la intervención será algo dolorosa. El dolor es
malo, pero cumplirá una función útil. Si no lo operan, su salud quizás empeore y sufrirá de
problemas crónicos de vesícula. Esta ilustración dista mucho de esclarecer efectivamente el
problema del mal, pero pone en perspectiva que, a veces, un mal de valor inferior facilita un
bien de valor superior.
¿Podríamos generalizar este argumento? Muchas personas consideran que es posible
hacerlo dentro del marco de la denominada defensa basada en el libre albedrío. La suposición
básica es que el mal es la condición ineludible que posibilita el libre albedrío de los seres
humanos. Consideremos esto más detenidamente.
El primer paso en la defensa basada en el libre albedrío es afirmar que Dios actualizará los
valores superiores posibles. Esto implica, entre otras cosas, que las criaturas son libres para
tomar decisiones morales significativas. Cualquier decisión no libre y restringida no sería tan
buena como aquellas que proceden solo de nuestra voluntad. En consecuencia, Dios (que por
Su naturaleza solo crea lo mejor) haría criaturas libres.
Es necesario insertar aquí dos breves acotaciones. Evidentemente, quien no crea en la
realidad del libre albedrío no podría admitir esta defensa. Los calvinistas y los conductistas,
que no aceptan la idea del libre albedrío, difícilmente considerarán que es un valor en el
mundo.9 Ellos se podrán plegar a la línea de argumentación a partir de la próxima sección.
Segundo, y para simplificar el razonamiento, pensemos solamente en seres humanos cuando
nos referimos a criaturas libres. Podríamos aplicar una línea de pensamiento similar para los
ángeles, algunos de los cuales han caído; pero sabemos menos sobre ellos que sobre los
seres humanos y, en el mejor de los casos, solo complicaríamos el argumento y no
ganaríamos nada. Admitamos, entonces, la afirmación operativa de que Dios podría haber
creado un mundo con seres libres porque eso habría sido el valor superior.
El segundo paso en la defensa basada en el libre albedrío es aceptar que el mal es el
sacrificio que hay que pagar para tener libertad. La verdadera libertad implica que Dios no
influiría en nuestras decisiones. Las criaturas libres tienen libertad tanto para desobedecer a
Dios como para obedecerlo. Dios sabía que eventualmente lo desobedecerían. Él estuvo
dispuesto a pagar ese precio para promover el bien superior de la libertad. Si Él hubiera
interferido para prevenir el mal uso humano de la libertad, la habríamos perdido.
Esta es la manera en que la defensa basada en el libre albedrío intenta levantar la
inconsistencia original. Dios, el ser omnipotente y omnibenevolente, habría creado el mejor
mundo, uno que incluyera criaturas libres. El mal apareció porque estas criaturas utilizaron mal
su libertad. Es lamentable, pero no había más remedio. No es responsabilidad de Dios, y
nuestro problema queda resuelto.
La defensa basada en el libre albedrío es sin duda el abordaje más usado para resolver el
problema del mal. Es lógico, relativamente plausible y apela a nuestro sentido de importancia
en el esquema general de las cosas; sin embargo, presenta un problema grave que le resta
utilidad.
A saber: El mal, ¿era realmente inevitable? ¿El sacrificio de Dios para que tuviéramos
libertad fue permitir el mal? La respuesta, por más sorprendente que parezca en principio, es
negativa. La idea de libertad prohíbe que Dios influya directamente en nuestras decisiones,
pero hay otra manera de asegurar el resultado deseado, por ejemplo, limitando las
circunstancias en las que podemos elegir.
Consideremos esto lentamente. Supongamos que yo tengo de veras libre albedrío. Mis
decisiones estarán con todo limitadas por las circunstancias. No sería razonable que decidiera
ser un intérprete de oboe de clase mundial o un medallista olímpico en natación; no tengo esas
aptitudes naturales. Tampoco podría decidir pasar el próximo semestre en Marte: Las leyes
del universo y las políticas de mi universidad no lo permiten. En síntesis, la libertad de elección
pura y sin límite no existe. Siempre que contamos con libertad para tomar decisiones, lo
hacemos dentro de un marco limitado de opciones.
Por ende, basta con disponer las circunstancias para que sea posible influir en las
decisiones de una persona. Los padres lo hacen con sus hijos. Les enseñan a ejercer su
capacidad de tomar decisiones dentro de un marco restringido de opciones. En la
adolescencia, la persona decidirá si desea fumar o no; pero los padres no suponen que su hijo
de cuatro años tome esa decisión. Lo protegerán para que no se equivoque. Esto no significa
que su hijo no tenga libertad de elección dentro de un rango de opciones disponibles; pero,
como sus padres saben que podría tomar una mala decisión, no le permitirán tomar decisiones
si no tiene la suficiente madurez.
Llegamos ahora al punto crucial de nuestra objeción a la defensa basada en el libre
albedrío. Dios podría haber hecho lo mismo con los seres humanos. No hay ninguna razón
lógica para que Él tuviera que dejar a Sus criaturas libres caer en la desobediencia. Podría
haber dispuesto nuestras opciones disponibles de manera tal que fuésemos libres, pero solo
pudiéramos elegir libremente obedecerle. Un ser omnisciente y omnipotente bien podría haber
hecho eso.
En realidad, tenemos dos buenos indicadores sobre cómo habría sido ese arreglo. Estoy
introduciendo dos postulados de la teología cristiana, no para dar por sentado lo que quiero
demostrar del cristianismo, sino simplemente para mostrar que son posibilidades factibles.
Primero, dentro del marco de esta defensa, Dios creó a Adán y Eva como criaturas libres
que amaban libremente a Dios. Él no estaba obligado a colocar el árbol de la tentación en el
huerto de Edén. La libertad de Adán y Eva no hubiera sido menoscabada por un árbol menos.
Que su obediencia libre sea de alguna manera más significativa ante el hecho del árbol no es el
punto. Adán y Eva hubieran tenido también libertad para obedecer si el árbol no hubiera
estado, y eso es lo que importa para nuestro argumento.
Segundo, podemos señalar la idea cristiana del cielo. Quienes creen en el libre albedrío no
creen que lo perdamos en el cielo (aunque he sido testigo de algunas increíbles conversiones
momentáneas al calvinismo cuando se toca este tema). No hay pecado en el cielo. En otras
palabras, el cielo es exactamente el tipo de medio que estoy suponiendo, un medio en el que
las criaturas libres pueden optar libremente por obedecer y no pueden desobedecer. Si Dios
puede disponer las cosas de esta manera para la eternidad, ¿por qué no las hizo así desde el
principio?
Si nuestra objeción es correcta, la defensa basada en el libre albedrío no sirve. La defensa
se basa en la idea de que una vez que Dios dotó a Sus criaturas de libre albedrío, el mal fue
inevitable. Si, como intentamos mostrar, el mal es evitable incluso para criaturas que tienen
libre albedrío, la defensa no sirve. El mal no es el precio que se tuvo que pagar para tener
libertad. Volvimos, por ende, a nuestro punto de partida. Al permitir que hubiera mal en el
mundo, Dios debió tener otro propósito además de darnos libertad. Dios debió tener una
buena razón para permitir que hubiera mal.
Cuarto paso: Este mundo debe ser el mejor camino hacia el mundo mejor
Comencemos nuevamente con el argumento ateo en su expresión más tajante. Afirmaría lo
siguiente:
1. Un ser omnipotente y omnibenevolente suprimiría todo el mal.
2. Hay mal en el mundo.
3. Por lo tanto, no puede haber un ser omnipotente y omnibenevolente.
A las claras, esto es un mal razonamiento. Considere el siguiente argumento análogo:
4. Mi gato se comerá todos los ratones de mi casa.
5. Tengo ratones en el sótano.
6. Por lo tanto, no tengo un gato.
Por supuesto, la conclusión correcta, mientras tenga suficientes motivos para creer que tengo
un gato, es:
6. a. Mi gato se comerá todos los ratones del sótano.
Análogamente, tenemos fundadas razones para creer que un ser omnipotente y
omnibenevolente existe (ver el último capítulo). Por lo tanto, la conclusión correcta al
argumento anterior debe ser:
3. a. Un ser omnipotente y omnibenevolente suprimirá todo mal.
Hemos introducido el tiempo futuro en nuestra consideración y estamos listos para
combinar algunos puntos:
Dada la naturaleza de Dios, podemos esperar que Él creará el mejor de todos los
mundos posibles: un mundo sin mal.
Como este mundo todavía no es el mejor, tenemos la seguridad de que Dios generará
el mejor mundo en el futuro.
Hay mal en el este mundo. Este mal debe cumplir el propósito de propiciar la venida
del mundo mejor. En otras palabras, el mal presente es la condición necesaria sin la
cual un mundo mejor nunca sería posible.
Corresponde realizar dos puntualizaciones a este último enunciado. Primero, afirmar que el
mal presente es una condición necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido
posible sin el actual, tiene como premisa suponer que el mundo futuro representará una mejora
respecto a todo lo que ahora existe. Vimos que, en virtud de la naturaleza de Dios, esto es una
expectativa razonable. También podríamos agregar que esta idea es compatible con las
formas religiosas tradicionales del teísmo (incluyendo el cristianismo, el Islam y el judaísmo) en
las que hay una esperanza futura del cielo, que es más que la restauración a un estadio
anterior. Por ejemplo, en la teología cristiana, el estado futuro de glorificación es concebido
como algo más grandioso que un simple regreso al estado de Adán y Eva antes de la caída.
Segundo, afirmar que el mal presente es una condición necesaria para crear un mundo
mejor, que no hubiera sido posible sin el actual, se basa en otra premisa: suponer que no es
posible que exista el bien sin el mal. Este hecho representa el siguiente esquema: un mal de
valor inferior como condición necesaria para un bien cuyo valor es superior. Quisiera reiterar el
principio que esto implica mediante una ilustración: Estos análisis no pretenden hacer justicia a
todas las posibles realidades, son solo a efectos de mostrar cómo es este patrón. No es
posible dar muestras de valentía si no hay peligro; no es posible tener compasión si no hay
sufrimiento; no es posible la redención sin el pecado. Algunos valores, para ser posibles,
implican determinados males como requisitos lógicos. Ni siquiera Dios puede hacer lo
lógicamente imposible.10 Por lo tanto, es razonable y plausible que Dios (al crear el mejor de
todos los mundos posibles) usa cualquier mal que sea lógicamente necesario.
Concluimos nuestro análisis de la defensa basada en el libre albedrío con la observación de
que Dios debió tener un propósito para permitir que el mal entrara en el mundo. El mal no fue
un mero accidente que tomó por sorpresa a Dios y al mundo. Dios no creó el mal, pero
permitió que existiera para poder alcanzar algo mejor que no hubiera sido posible sin su
presencia. No quisiera que me interpretaran mal: el mal es malo, pero Dios lo usa para crear
un bien cuyo valor es superior. En términos filosóficos, este no es el mejor de los mundos
posibles, pero debe ser la mejor manera de hacer posible el mejor de los mundos posibles.
Quinto paso: Este es el peor de los mundos posibles
Me resulta útil considerar también la otra cara del argumento anterior. Acabamos de decir
que Dios usa el mal para hacer posible el mejor de los mundos posibles. ¿Exactamente cuánto
mal usaría Dios para cumplir Su propósito? Todo lo que sea estrictamente necesario. No
usaría menos, porque Dios emplearía la medida justa para crear el mejor de los mundos
posibles; pero tampoco utilizaría más, porque el mal injustificado e inútil sería contrario a Su
naturaleza.
Necesitamos comprender que Dios no permitiría más mal que el absolutamente necesario
para cumplir Sus propósitos. Esto significa, en pocas palabras, que no podríamos estar peor.
No porque un mundo mucho peor sea impensable. Podemos imaginarnos un mundo con más
terremotos, más cáncer y más exámenes. Sin embargo, Dios ha puesto un límite a la
cantidad de mal que permitirá: no más que el requerido para generar el mejor de los mundos
posibles.
Esta conclusión me sirve para traer a colación un par de corolarios. Primero, me permite
mirar de frente el mal y reconocerlo por lo que es. Hay mucho mal en el mundo, y de nada
sirve hacer como si no existiera. Segundo, me ayuda a concentrarme en que el mal está, en
última instancia, bajo el dominio de Dios. Nunca es en vano ni excesivo en el contexto del plan
global de Dios, aun cuando no lo comprendamos. Tercero, permite que me dedique al bien en
el mundo. A pesar de ser un hombre sagaz, Leibniz podía confundir el peor de los mundos
posibles con el mejor. Lo que sirve para mostrar cuánto bien hay incluso en el peor de los
mundos. Por último, me recuerda que el problema del mal tiene una dimensión cósmica. No
puedo comprender (en realidad, estoy seguro de que tampoco debería intentarlo) cómo cada
caso eventual de mal puede contribuir al bien de superior valor. Me molestan las
racionalizaciones superficiales con que la gente procura sobreponerse a las dificultades. ¿Será
posible que Dios permita que la gente se muera de cáncer para que una o dos personas
puedan tener una mejor vida de oración? Intento no perder de vista que, desde la perspectiva
de Dios, todo está interrelacionado a la perfección. ¡El mejor de los mundos posibles está
llegando!
Redactar este capítulo ha sido complicado, con muchos argumentos que van y vienen en
uno y otro sentido. A modo de resumen, repasemos lo que intenté demostrar.
Primero, recordemos el propósito de la discusión. Queremos dilucidar un posible problema
dentro de la cosmovisión del teísmo. Como ya lo expresé, pretendemos ofrecer una respuesta
racional a una pregunta racional formulada por personas racionales. A pesar de ser un tema
íntimamente ligado al trauma espiritual y emocional causado por el mal, no deberíamos evaluar
nuestro desarrollo simplemente por el consuelo que nos brinda.
Segundo, resumamos el problema y la solución propuesta. Planteamos el problema a partir
de una posible inconsistencia entre la existencia de Dios, entendido como un ser omnipotente y
omnibenevolente, y la realidad del mal. Afirmamos que Dios no creó el mal, pero que debe
tener un propósito para permitirlo. El propósito debe ser que usa el mal mientras prepara el
mejor de los mundos posibles. Por lo tanto, no hay inconsistencia entre ambas afirmaciones;
pueden ser ambas verdaderas y no implican una contradicción en el teísmo.
Ahora podemos responder a los casos introductorios, y una más que reservé para el final.
Respuesta al caso 1: Randy estaba expresando la objeción más común que se le hace al teísmo. No puedo de ningún modo
negar la fuerza emocional de su reproche. Debe ser muy difícil mantener la fe en Dios ante un mal tan horrendo, pero la objeción
es improcedente. Ni siquiera un mal tan incomprensible como el Holocausto sirve para negar la existencia de Dios. Tampoco
deseo ponerme a pensar qué bien específico podría resultar de esa tragedia, porque yo no conozco toda la situación como sí la
conoce Dios. Estoy seguro de que aun el mal más escandaloso que exista contribuye, de algún modo u otro, al plan maestro de
Dios para el mundo. Al fin de cuentas, el actual es el peor de todos los mundos posibles.
Respuesta al caso 2: Esta es la típica situación que exige sin duda algo más que conciliar intelectualmente una aparente
inconsistencia entre dos proposiciones. Leí algunos versículos bíblicos con esta mujer. Oramos juntos. La consolé cuanto pude
y le aseguré que Dios no la había abandonado. Unos días después, su fe se reavivó. Piénsenlo: No hubiera podido consolarla
emocionalmente si yo mismo estuviera acosado por dudas intelectuales.
Respuesta al caso 3: Como ustedes ya saben, ya no adoptaría este abordaje porque no creo que la defensa basada en el libre
albedrío sea una respuesta convincente. Adán y Eva no hubieran comido la manzana si esa acción no estuviera en el plan divino.
Puesto hoy en una conversación similar, no hablaría sobre los seres humanos, sino sobre Dios y lo que podemos saber sobre
Su naturaleza y Sus propósitos. Luego intentaría que la gente comprendiera que aunque el mal es desconcertante y nos lleva a
preguntarnos qué pretende Dios, bien pudiera ser que encaje a la perfección en Su plan.
Respuesta al caso 4: Si había una buena manera de responderle, no logré darme cuenta y Jackie se disgustó conmigo. Todo el
problema del mal gira en torno a esta dificultad. Un Dios omnipotente tendría que haber podido evitar esta tragedia. Desde
nuestra perspectiva, un Dios infinitamente bueno tendría que haberla impedido. ¿Por qué no lo hizo, entonces? No lo sé. No sé
por qué Dios no detuvo a Toni, y no creo que algún día llegue a saberlo. Sin embargo, esta no es la cuestión que estamos
considerando. La cuestión entre manos es que la muerte de Toni, a pesar de lo trágica que fue, no invalida la realidad de un Dios
todopoderoso y cuyo amor es infinito. Pero sí hace que Sus caminos sean más incomprensibles para nosotros.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. En este capítulo, nos centramos en el aspecto intelectual del problema del mal. ¿Qué
otros aspectos podríamos haber considerado? ¿Cómo se interrelacionan?
2. Considere las explicaciones subteístas del problema del mal. ¿Por qué las personas
están dispuestas a sacrificar su concepto de Dios a fin de contar con una respuesta al
mal?
3. ¿En qué medida un concepto de un Dios limitado podría compatibilizarse con un teísmo
genuino, quizás incluso bíblico?
4. Investigue argumentos a favor y en contra del libre albedrío del ser humano. ¿Por qué
la existencia o ausencia del libre albedrío en el ser humano no es necesariamente
importante para entender el problema del mal?
5. Compare la defensa del «mejor camino» con otras teorías, como las teorías orientales
del mal como ilusión, la teoría del «mejor mundo posible», la teoría de un Dios finito.
6. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos: (a) el mal es una prueba
contra Dios; (b) el mal es una prueba decisiva contra Dios. ¿Es posible admitir (a) sin
admitir (b)?
7. ¿Por qué una buena respuesta al problema del mal nos deja insatisfechos, con
cuestionamientos a Dios y aun enojados con Él? ¿Por qué no nos podemos librar de
esta tensión?
Lecturas adicionales
Norman L. Geisler, The Roots of Evil (Grand Rapids: Zondervan, 1978).
Michael Peterson, Evil and the Christian God (Grand Rapids: Baker, 1982).
Nelson Pike, ed., God and Evil (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964).
Alvin C. Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974).
1 Técnicamente, lo que hicimos fue encontrar una tercera afirmación que fuera consistente con una de las anteriores y que
implicara la otra. Comp. Alvin Plantinga, The Nature of Necessity (Oxford: Clarendon, 1974), 165.
2 Harold Kushner, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas, trad. Eduardo Roselló Toca (Nueva York: Vintage Español,
1996).
3 Ibídem, 147.
4 Albert Camus, La peste, trad. Rosa Chacel, (Barcelona: Edhasa, 1981).
5 Elie Wiesel, Night, trad. Stella Rodway (Nueva York: Hill & Wang, 1960).
6 Lo más irritante de este final, quizás uno de los más sentimentales en la historia cinematográfica, sea con qué facilidad nos
dejamos llevar por los sentimientos de ese momento. El regreso del Jedi, (Lucasfilms Ltd., 20th Century Fox, 1983).
7 Gottfried Wilhelm von Leibniz, Monadology and Other Philosophical Essays, trad. Paul Schrecker y Anne Martin Schrecker
(Indianápolis: Bobbs-Merrill, Library of Liberal Arts, 1965).
8 Voltaire, Cándido o el optimismo, Leandro Fernández de Moratín (Barcelona, Edhasa, 2004). Voltaire vivió entre 1694 y 1778.
Recomendamos la lectura de esta novela. De todas las obras que se supone que deberían leerse para ser una persona culta,
sin duda esta es una de ellas. Le hará reír y adquirirá algo de cultura.
9 John S. Feinberg ha escrito un artículo inteligente sobre este punto. «And the Atheist Shall Lie Down with the Calvinist:
Atheism, Calvinism, and the Freewill Defense». Trinity Journal 1 (1980): 142-52. Tal vez tendría que aclarar que, como calvinista,
debo excluirme también de esta defensa.
10 Si usted cree que este hecho de alguna manera impugna la omnipotencia de Dios, no ha entendido la naturaleza de Su
omnipotencia. La omnipotencia divina no significa que Él puede hacer cualquier cosa que podamos expresar con palabras, por
más ridículas que sean, por ejemplo, hacer que un círculo sea cuadrado, o hacer que Él desaparezca o crear una piedra tan
pesada que ni siquiera Él pueda levantarla. Significa que puede hacer cualquier cosa conforme a Su naturaleza. Y, por encima
de todo, Su naturaleza es racional.
8
Los milagros: a favor y en contra
Ideas claras
Caso 1: Era la hora del almuerzo en el hospital donde trabajaba de camillero (una de las tantas tareas que realicé durante los
largos años de esfuerzo por obtener títulos). Acababa de terminar mi maestría en el seminario y conversábamos sobre este
hecho y mi intención de trasladarme a Houston con el fin de continuar mis estudios de doctorado. Las enfermeras no entendían
si yo iba a ser profesor, pastor o qué. Una de ellas le preguntó al camillero que ocuparía mi lugar, y a quien yo estaba
entrenando:
—¿Tú también eres religioso Jim?
—Bueno —dijo Jim—, hay veces en que me siento con ganas de creer en Dios. Pero cuando se me aclaran las ideas, no
consigo creer en la resurrección, las sanidades y todas esas cosas sobrenaturales. Al fin de cuentas, estamos en pleno siglo
veinte ¿no?
Experiencias de sanidad
Caso 3: Scott trabajaba de colaborador en el Natural High Coffee House; es decir, cuando aparecía por el café. Al año de
egresar de la secundaria, pasaba muchos fines de semana en las campañas de Jesus People [Gente de Jesús], empeñado en
tener fuertes emociones espirituales. Llegó incluso a dar parte de enfermo para poder asistir a una reunión. Su jefe, al fin de
cuentas, «no entendía a los Jesus People».
Una tarde, Scott vino al café, emocionadísimo con la experiencia vivida la noche anterior.
—Fue increíble —me dijo—. Sanaban a la gente y echaban fuera a los demonios. Había una persona que tenía una pierna
mucho más corta que la otra. Ellos oraron y la pierna se le alargó hasta quedar las dos del mismo largo.
¿Será cierto? Hemos intentado demostrar que el teísmo es verdadero. Pero ¿es el
cristianismo el verdadero teísmo? En los siguientes capítulos, intentaremos probar que
efectivamente lo es. Nuestro objetivo será demostrar que Cristo es el Hijo de Dios en virtud de
Su vida y los milagros que realizó. Como es evidente, este proyecto suscita muchas preguntas,
por ejemplo, si es posible saber algo sobre el Cristo histórico o si efectivamente Él realizó
milagros. Además, hablando de milagros, hay un punto que debemos determinar desde el
principio: si tiene sentido o no que una persona racional crea en los milagros. Como
metodología, adoptaremos la verificación de hipótesis. La hipótesis en cuestión para este
capítulo será que es posible conocer y reconocer los milagros.
Los milagros son una espada de tres filos (si le es posible imaginársela). Nos juegan a
favor y en contra; pero aun cuando son favorables, es posible que nos planteen algún
inconveniente. Para algunos, los milagros corroboran la verdad del cristianismo; otros dicen
que lo impugnan. Si admitimos su posibilidad, necesitamos enfrentarnos al hecho de que hay
otras religiones que también usan los milagros para ratificar su verdad.1 Podemos visualizar la
situación en la siguiente tabla:
a. Usé el sombrero hoy de mañana cuando vine a la facultad y lo colgué allí cuando entré
en la oficina.
b. Dejé mi sombrero en casa esta mañana, pero mi esposa pensó que tal vez podría
necesitarlo más tarde y me lo trajo.
c. Anoche, un ladrón robó mi sombrero, se arrepintió de su delito, y lo dejó en el perchero
mientras yo no miraba.
d. El decano de la universidad, en un esfuerzo por convencer a la junta directiva del
empobrecimiento de los profesores, envió al decano asociado a mi casa a recoger mi
sombrero para exponerlo a plena vista en mi oficina.
e. Shiva, el dios hindú, a quien le agrada jugar y divertirse, transportó milagrosamente mi
sombrero desde mi casa a la oficina.
f. Un grupo de invasores extraterrestres confundió mi sombrero con una forma de vida
hostil y lo colgó de un gancho para que sufriera una muerte lenta y dolorosa.
g. El objeto que percibo no es en realidad mi sombrero: es un sofisticado holograma
producido por un diablillo desconocido.
h. Es imposible saber cómo llegó allí. La imaginación no tiene límites.
El resultado final
¿Cómo reconocemos un milagro? Las circunstancias deben ser altamente improbables y
dispuestas de tal modo que lo más razonable sea suponer una intervención divina. Por lo tanto,
se confirma la hipótesis para este capítulo: es posible conocer y reconocer los milagros. Si
bien esta conclusión nos permite obtener ciertas ventajas, también conlleva algunas
desventajas.
A favor
Los milagros son posibles; los milagros son conocibles; los milagros son reconocibles.
Dentro de una cosmovisión teísta, el argumento de Hume pierde su fuerza absoluta. Si
partimos de supuestos razonables, el argumento de Flew es un ejercicio circular. Despejamos
así los dos principales reparos planteados en este capítulo.
En contra
En retrospectiva, no tengo muchas esperanzas para esta línea de argumentación salvo un
reconocimiento del teísmo. La mayoría de los debates sobre los milagros son irrelevantes.
Cuando alguien se cierra absolutamente a reconocer la posibilidad de lo sobrenatural, por más
irrazonable que sea dicha actitud, no tiene mucho sentido discutir si un milagro en particular es
posible o no. La discusión necesita centrarse en la cuestión del teísmo. ¿Por qué es verdadero
el teísmo y por qué son falsas otras cosmovisiones? Es imposible elaborar exitosamente un
caso a favor de la intervención divina si se descarta de plano dicha posibilidad.
Si miro hacia delante, la cuestión será determinar si existe evidencia. En el caso de un
aparente milagro, ¿las circunstancias ameritan suponer que lo más razonable sea pensar en
una intervención divina? Después de investigar, ¿lo más razonable es concluir que ocurrió un
milagro? En última instancia, dependerá de cada caso concreto. Debemos aceptar la
posibilidad teórica de que a pesar de admitir que los milagros son posibles, ningún milagro en
particular puede verificarse en la realidad.
Dado que estamos interesados en los milagros bíblicos, este inconveniente es aún mayor,
porque la única manera que tenemos de examinar estos milagros es remitirnos a eventos que
sucedieron hace dos mil años. Cómo llevar a cabo dicha tarea será el tema del capítulo
siguiente.
De momento, volvamos a los casos de este capítulo.
Respuesta al caso 1: La actitud de Jim es común, pero nos deja perplejos cuanto más la pensamos. En el siglo XX, ¿sabemos
algo más sobre los milagros que no supieran las personas del pasado? En realidad, no. Estamos en condiciones de explicar
muchas cosas, pero sería un despropósito postular que lo sobrenatural no existe y que los milagros son imposibles. En todas
las épocas hubo creyentes y escépticos con mayor o menor grado de credulidad. Para sentirnos orgullosos de nuestro espíritu
científico, deberíamos estar más dispuestos a juzgar estos asuntos basados en la evidencia y no en suposiciones. Negarse a
creer en cualquier cosa sobrenatural no es signo de tener las ideas claras, sino de una mente definitivamente cerrada y resuelta.
Respuesta al caso 2: La actitud expresada por este profesor es comprensible. Si recurrimos a Dios para explicar todo cada vez
que nos quedamos sin respuestas, en realidad, no explicamos nada. Alguien pregunta por qué las ranas son verdes. Les
respondemos: Porque Dios las creó así. Entonces, ¿por qué las rosas son rojas y el cielo es azul? Volver a responder que son
de ese color porque Dios los creó así no sirve de nada. Una explicación que explica todo no explica nada. Por eso la ciencia se
basa en la idea de que debemos buscar la explicación más inmediata. La mayoría de las veces será una explicación natural.
La ciencia también se basa en la importancia de la evidencia. Si toda la evidencia apunta en dirección de algo sobrenatural,
el científico que descarte desde el principio lo sobrenatural no está adoptando una actitud científica. La mejor explicación, y la
más inmediata, bien podría ser que tuvo lugar un milagro. Con esto no pretendo que los científicos adopten esta opción siempre,
pero negarse a tomarla en cuenta es tal vez tan poco científico como recurrir a ella demasiado pronto. Nuevamente, dependerá
de cada caso en particular.
Respuesta al caso 3: Dios puede alargar las piernas si quiere. Quizás lo hizo en aquella campaña; pero tuve (y aún tengo) mis
dudas sobre lo que me refirió Scott. Creer en milagros no significa que debemos ser crédulos y creernos cuanta historia
sensacionalista anda circulando por ahí. Me constaba que Scott no tenía problemas para definir la verdad en conformidad con
sus propósitos espirituales. Me limité a sonreír y le comenté que era una historia muy interesante.
Quisiera agregar una advertencia. A medida que avanzamos con nuestra argumentación en
el curso de los siguientes capítulos, mostraremos que algunas creencias importantes dependen
de los milagros históricos de Jesús. Estos milagros son mucho más portentosos que los
efectos especiales que a veces se producen en los avivamientos o en las campañas de
sanidad. No permita que su fe personal dependa de sanidades especiales ni de cualquier
otro fervor temporal, por más reales que sean. Dios quizás le tenga reservadas más cosas
(ver el último capítulo). Agradezca a Dios por los milagros especiales que Él quizás obre en su
vida, pero base su fe en realidades objetivas. Agradézcale también por los momentos de
crecimiento doloroso, porque Él también los permitirá en su vida.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Explicar por qué los milagros son una espada de tres filos, es decir, por qué pueden
jugarnos en contra o a favor.
2. Determinar los tres puntos del argumento de Hume contra los milagros y mostrar por
qué este es plausible.
3. Mostrar por qué el argumento de Hume pierde su fuerza dentro de un marco teísta.
4. Distinguir entre dos tipos de milagros y explicar por qué no violan las leyes de la
naturaleza.
5. Definir el argumento de Flew sobre la imposibilidad de reconocer un milagro.
6. Explicar la noción de supuesto razonable y mostrar cómo derriba el argumento de
Flew.
7. Describir qué sería necesario, en general, para que pudiéramos reconocer un evento
como un milagro.
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Tomás
de Aquino, David Hume, Antony Flew.
Lecturas adicionales
Colin Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984).
Norman L. Geisler, Miracles and Modern Thought (Grand Rapids: Zondervan, 1982).
C. S. Lewis, Los milagros, trad. Jorge de la Cueva (Nueva York: Edición Rayo, 2006).
John W. Montgomery, Faith Founded on Fact (Nashville: Thomas Nelson, 1978).
1 Un estudio completo que será de valor en el curso de este capítulo es el de Colin Brown, Miracles and the Critical Mind
(Grand Rapids: Eerdmans, 1984).
2 Tomás de Aquino, De la verdad de la fe católica (Suma contra gentiles), vol. 1, cap. 9. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat.
3 Por supuesto, así como los milagros en un contexto budista no prueban que el budismo sea verdad, tampoco señalaremos
los milagros en un contexto cristiano para luego afirmar que el cristianismo es, por lo tanto, verdadero.
4 David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding (Indianapolis: Bobbs-Merril, Library of Liberal Arts, 1955), 117-41.
5 E. G. Patrick Nowell-Smith, «Miracles» en Antony Flew y Alasdair MacIntyre, eds., New Essays in Philosophical Theology
(Londres: SCM, 1955).
6 Antony Flew, «Miracles» en Paul Edwards, ed., The Encyclopedia of Philosophy, vol. 5 (Nueva York: Macmillan, l967), 348-
49.
9
Regreso al pasado
Versiones contradictorias
Caso 2: Cuando mi hijo mayor, Nick, tenía trece años, estudió a fondo la historia de Roanoke, la colonia británica en Virginia, que
desapareció sin dejar rastros a principios del siglo XVII. Hizo varias visitas a la biblioteca y consultó diferentes fuentes; la mayoría
se remontaban a documentos de los propios colonos ingleses. Lentamente comenzó a combinar las piezas del rompecabezas
para comprender lo que le había pasado a los pobladores.
Luego un día encontró un relato completamente diferente. Pertenecía a un indígena de los pueblos originarios. No solo ponía
en entredicho algunas de las interpretaciones más aceptadas de lo acaecido, sino que también cuestionaba algunos de los
hechos. ¿A quién debía creer Nick? Como no disponía de ninguna manera efectiva de decidir quién decía la verdad, archivó el
proyecto.
Testigos presenciales
Caso 3: Una primavera tuve que dar mi exposición sobre la resurrección. Estudiamos la evidencia disponible y cómo la
resurrección de Cristo de entre los muertos era la teoría que mejor explicaba los hechos. Cuando terminé, Jack, un excelente
estudiante, se me acercó y dijo:
—Quiero confirmar algo. Usted dice que no hubo testigos presenciales. Nadie vio a Jesús salir de la tumba.
—Así es —respondí—. Si los hubo, no tenemos conocimiento de ellos.
—Entonces no sé cómo usted puede creer que efectivamente sucedió. Pienso que deberíamos aceptar como históricos
únicamente aquellos hechos basados directamente en versiones de testigos presenciales.
Historia masculina
Caso 4: La profesora invitada se enfrentaba a la clase con una sonrisa, pero una nota de estridencia en su voz.
—Deben entender que estamos todos atrapados en un gran círculo. Lo que la mayoría de ustedes entiende por cristianismo
es el elaborado por la mitad masculina de la humanidad en beneficio de los varones. Es una historia larga, pero fue escrita por
seres humanos para su beneficio. En realidad, casi toda la así denominada historia es simplemente la propagación del punto de
vista masculino.
Solo porque los milagros sean posibles no significa que haya ocurrido alguna vez un
milagro. Para ser más específico, una cosa es decir que en un marco teísta podemos
demostrar la realidad de la resurrección, otra distinta es evaluar dicha demostración. ¿Sucedió
efectivamente la resurrección? Para dirimir este asunto, no es posible limitarse a un cruce de
argumentos filosóficos en una y otra dirección. Tarde o temprano tendremos que considerar lo
que efectivamente aconteció en la historia.
¿Es posible determinar los hechos históricos? Muchos afirman que es imposible. Es posible
establecer teorías e interpretaciones de la historia, pero es imposible determinar qué fue lo
que efectivamente ocurrió. No disponemos de un conjunto sólido de eventos históricos. En
consecuencia, no hay manera de verificar nuestras conclusiones sobre la historia apelando a
«lo que realmente sucedió».
En ese caso, el resto de este proyecto está en graves dificultades. Si no hay forma de
verificar si la resurrección sucedió, poco sentido tiene usar la resurrección como argumento a
favor del cristianismo. Por lo tanto, necesitamos dedicar cierto esfuerzo para explorar la
naturaleza de la historia. ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo podemos conocerla? La hipótesis
que deseamos demostrar en este capítulo es la siguiente: Es posible tener un conocimiento
genuino de los acontecimientos históricos.
Este capítulo se divide en dos partes. La primera tendrá un tono relativamente pesimista;
describiremos los obstáculos que conlleva la historiografía. En la segunda parte, esperamos
poder superar el problema y mostrar cómo es posible obtener un auténtico conocimiento
histórico.
Cada vez que intenta entender un texto literario, un ensayo domiciliario, una reseña
cinematográfica, o cualquier otra cosa, usted se mueve dentro de este círculo. No es posible
salir fuera de él, pero tampoco hay motivo alguno para desear hacerlo ya que obtenemos
nueva información precisamente por estar dentro de él.4
Podemos aplicar el mismo modelo a la tarea del historiador:
El propósito de este modelo es mostrar que la tarea del historiador es mucho más dinámica
que lo previsto por nuestro anterior dilema. Es verdad que los documentos son imperfectos y
que el historiador incorpora sus teorías a su trabajo, pero no debemos pensar que uno u otro
sea el factor dominante. Conviene pensarlo en términos de una interacción entre las teorías del
historiador y los documentos.
Evaluación de los documentos
Un abordaje historiográfico basado exclusivamente en documentos conduce al escepticismo
solo si suponemos que al historiador le resulta imposible juzgar cuáles documentos son los más
fidedignos. En la práctica, esto no sucede. A menudo, es la palabra de un documento contra la
de otro, y no parece haber manera de determinar a cuál creer. Sin embargo, no significa que
sea siempre imposible decidir entre uno u otro documento. A veces, es posible.
¿Qué criterios se utilizan para evaluar los documentos históricos? No consisten en reglas
esotéricas establecidas por los historiadores profesionales para uso exclusivo de los iniciados
en su arte, sino pautas basadas en el sentido común.
Supongamos que dos amigos le refieren versiones contradictorias sobre el mismo hecho.
Usted no sabe a quién creerle. Supongamos que su amiga tiene fama de decir siempre la
verdad. Todos le reconocen que tiene una memoria precisa, no ganaría nada si tergiversara la
historia y todo lo que dice se ajusta a lo que usted ya sabe. El otro, en cambio, a veces
miente. Todos saben que tiene lagunas mentales, le conviene manipular un poco los hechos, y
lo que describe no se ajusta del todo a lo que usted ya conoce. ¡No dirá que es difícil decidir a
quién creer!
Lo mismo ocurre con las fuentes históricas. No todos los documentos son igual de creíbles.
Los historiadores usan ciertos criterios simples para evaluar un documento, a saber:
En un ejercicio que acostumbro a hacer en clase, aun a los estudiantes que no son
licenciados en historia se les ocurren estos criterios, y son los mismos que aplican los
historiadores.
Por supuesto, no todos los criterios que acabamos de mencionar son aplicables en todos
los casos. No se trata de un simple listado de ítems que pueden verificarse o no, que luego se
suman y permiten asignar un factor de confiabilidad a un documento. En los casos concretos,
los historiadores con frecuencia no se ponen de acuerdo al aplicar estos criterios, pero los
criterios están.
Aunque los historiadores pueden no ponerse de acuerdo, es inconcebible que un historiador
afirme: «Prefiero el documento A al documento B porque el documento A se escribió en una
fecha muy posterior al hecho histórico, es una copia tan mala que no sabemos qué decía el
documento original, y tiene contradicciones internas: es evidente que se escribió sin ningún
apego a la verdad, sino solo con fines políticos. Por lo tanto, me quedo y le creo al documento
A». Eso nunca sucederá.
Hay efectivamente criterios para decidir entre un documento y otro. No son infalibles ni
tampoco decisivos: pero podemos utilizarlos y, en la mayoría de los casos, nos permiten lograr
nuestro objetivo.
El realismo interpretativo
Una vez que tenemos todo esto armado, obtenemos lo que el prestigioso filósofo cristiano
Arthur Holmes denominó «realismo interpretativo».5 El historiador debe juzgar e interpretar.
Hay un factor subjetivo ineludible en la historiografía. Sin embargo, eso no excluye que el relato
haga referencia a la realidad.
En algún momento del proceso de interpretación, el historiador quizás encuentre algo
concreto. Encontrará algunos hechos fundamentales que no están sujetos a interpretación. Hay
una realidad debajo de la teorización y, tarde o temprano, esta saldrá a la luz.
Martín Lutero era un monje que tomaba muy en serio su búsqueda espiritual. Transitó por
todas las disciplinas y regímenes prescritos en aquellos días para quienes buscaban la
salvación, pero continuaba insatisfecho. Finalmente, descubrió que Dios mismo le daría la
justificación por medio de la fe en Cristo. Lutero proclamó en público su descubrimiento, en
respuesta al monje Tetzel, quien vendía bulas para eximir a la gente del purgatorio. Lutero
colgó sus 95 tesis y comenzó la Reforma. Obviamente, esta descripción es solo una manera
de interpretar la Reforma. Pone el énfasis en la búsqueda espiritual y el descubrimiento
teológico de Lutero, pero no es la única interpretación posible. Una interpretación económica
se concentraría en los gastos enormes que realizaba el papado renacentista. Los papas
estaban obligados a recaudar fondos en Alemania, y Tetzel se convirtió en su agente. A los
príncipes alemanes les desagradaba que el prelado italiano obtuviera rentas de sus territorios.
Cuando Lutero cuestionó las actividades de Tetzel, los príncipes se «subieron al carro» de la
contienda teológica. Se identificaron con el protestantismo de Lutero porque era una
oportunidad para independizarse de los impuestos de Roma.
Habría otras interpretaciones. Una comprensión marxista de la Reforma entiende que fue
una etapa en la lucha de clases entre el campesinado y la aristocracia. Lutero les dio a los
campesinos la oportunidad de enfrentarse a la nobleza, aunque cuando se desencadenaron los
enfrentamientos con los campesinos, Lutero se plegó a la nobleza.
Por lo tanto, hay diferentes teorías que intentan darle un sentido a los acontecimientos de
la Reforma. Usted tal vez diga: «Pero ¿tenemos que optar por una de las tres? ¿No
podríamos combinarlas?». Por supuesto que sí, pero tendrá también una teoría. Habrá
cambiado una teoría simple por una teoría combinada, pero la teoría sigue estando.
En toda esta discusión sobre las teorías y marcos interpretativos, sin embargo, algunos
hechos son evidentes. Hubo una Reforma. Existió un hombre llamado Martín Lutero que se
opuso a la doctrina de la salvación que predicaba la iglesia católica. Existió un monje llamado
Tetzel que vendía indulgencias. Había un papa en Roma. Había príncipes y campesinos. La
lista podría seguir. Al analizar las diversas interpretaciones, hay ciertos hechos históricos que
son indisputables.
El mismo esquema es aplicable en otras investigaciones históricas. Aunque hay margen
para discernir entre los hechos y las interpretaciones, algunos hechos básicos constituyen un
punto de referencia que no puede ser razonablemente puesto en duda. Son los datos que las
interpretaciones históricas procuran explicar, y no están sujetos a interpretación.
De vuelta a lo básico
Alguien podría preguntarse: «Pero, ¿es posible estar realmente seguro de que estas cosas
sucedieron? Estas conclusiones resultan de la investigación histórica, pero eso no significa que
los acontecimientos realmente tuvieron lugar».
Seguramente esta objeción le resulte familiar. Consiste solo en una versión especializada
de lo que analizamos en el capítulo 2, cuando argumentamos a favor de la posibilidad del
conocimiento en general. Postulamos entonces que tenemos derecho a admitir una creencia
como conocimiento si se verifica su verdad. ¿Cuáles eran las pruebas para determinar la
verdad? Dependían del tipo de creencia. Siempre y cuando una creencia haya sido justificada
mediante una operación lógica, podemos afirmar que se ha convertido en conocimiento.
Sería un equívoco diferenciar entre este tipo de conocimiento y otro conocimiento «real».
No existe tal cosa. Hablar de un conocimiento distinto a lo que entendemos por conocimiento
es un empleo vacuo de palabras. Exigir más condiciones a este conocimiento que al otro solo
haría que nos perdiéramos en el escepticismo, que es la negación de todo tipo de
conocimiento, aun la del propio conocimiento de que el escepticismo es verdadero. El
escepticismo es una posición insostenible porque niega la posibilidad de cualquier tipo de
pensamiento.
La situación respecto al conocimiento histórico es similar. Aunque determinar lo que sucedió
en la historia presenta grandes dificultades, debemos estar dispuestos a aceptar el
conocimiento dondequiera que aflore. Verificar debidamente la verdad de la historia implica la
correcta evaluación de los documentos. Si después de examinarla cabalmente, una conclusión
está en orden, la única alternativa razonable es aceptarla como verdadera. Refugiarse en una
apelación a la subjetividad es lo mismo que buscar conocimiento por detrás del conocimiento.
El objetivo de la investigación histórica es encontrar los hechos que subyacen tras los
factores subjetivos. Una vez establecidos estos hechos, no hay necesidad de invocar los
factores subjetivos. Sería pedir conclusiones históricas sin conclusiones históricas.
En este capítulo ya consideramos las dificultades que presenta la investigación histórica.
Estas dificultades no desaparecen. No estoy borrando con el codo lo que escribí con la mano.
Afirmo que esos mismos procesos que nos hacen dudar de algunas conclusiones históricas
también sirven para confirmar muchas otras.
Con todo, quizás mis argumentos no dejen convencidos a todos. Alguien podría decir: «No
estoy defendiendo el escepticismo. Lo que quiero es contar con mejores pruebas de
verificación. Estaría más inclinado a aceptar los hechos históricos si estuvieran basados en
informes de testigos presenciales directos, corroborados por varios observadores con acceso
inmediato a los acontecimientos. ¿Qué tiene de malo desear contar con mejor conocimiento?».
Esta objeción parece inocua, pero pide algo que no tenemos derecho a pedir. Lo que
desea es contar con conocimiento histórico sin metodología histórica; por lo tanto, pide una
verificación de la verdad que no es apropiada. Sería lo mismo que alguien dijera: «Solo creeré
en los átomos si me los muestras a simple vista». No sería razonable. Los átomos, por su
propia naturaleza, no pueden verse a simple vista y exigir verlos de esa manera en realidad es
permitir la entrada al escepticismo. Análogamente, esperar obtener conclusiones históricas
prescindiendo de los procedimientos normales para evaluar el contenido de los documentos es,
en efecto, una manera arbitraria de impedir el conocimiento histórico.
Quizás parezca una exageración, pero todo se reduce a una cuestión de escepticismo
contra conocimiento. Negar arbitrariamente cualquier tipo de hechos que puedan descubrirse
mediante la metodología histórica conlleva desestimar la idea misma de conocimiento tal como
la planteamos. ¿Por qué debería usted creer todo lo que lee, escucha o ve? Porque tiene
pruebas que lo confirman. Los mismos argumentos esgrimidos contra el conocimiento histórico
pueden emplearse contra cualquier otro tipo de conocimiento.
Concluyamos este capítulo con una nota positiva. La hipótesis en discusión fue si era
posible conocer lo que había sucedido realmente en el pasado. Respondimos que sí, es
posible. El proceso no es fácil, quizás no podamos conocer completamente lo que sucedió, ni
todos los detalles; pero podremos conocer algo de lo que aconteció y con eso nos basta.
Nuestra siguiente pregunta será establecer si la historia bíblica se encuadra dentro de las
partes conocibles de la historia. De momento, consideremos nuevamente los casos
correspondientes a este capítulo.
Respuesta al caso 1: Es casi imposible argumentar en contra de estas generalizaciones tan infundadas. Si mal no recuerdo,
respondí algo más o menos en esta línea: «Creo que tendremos que continuar esta conversación». No diría que fue muy útil,
pero probablemente no hubiera podido contribuir más si consideramos cómo se había planteado la conversación.
Según este razonamiento, alguien podría decir: «Neil Armstrong no llegó en realidad a la luna. John F. Kennedy y Elvis están
vivos. Nunca hubo una segunda guerra mundial. La realidad es solo lo que la gente acuerda por consenso que es real. Yo soy
solo lo que la gente dice que debo ser». ¿Dónde nos detendremos? Hay solo una manera de decidir sobre los hechos objetivos:
sobre la base de la verificación. Desestimar la evidencia es sucumbir al escepticismo.
Si pudiera darme el lujo de volver a conversar con Todd sobre este tema, le señalaría nuevamente el criterio de viabilidad.
En la práctica, Todd conoce su pasado: como todo el mundo. La única cuestión es determinar si es posible conocer algo, no si
no podemos conocer nada.
Respuesta al caso 2: Hay criterios para decidir entre dos o más documentos históricos. A veces, tampoco sirven. Tal vez Nick
no pudo determinar a quién creer por su falta de experiencia, o tal vez justamente este es uno de esos casos particularmente
difíciles. Me inclino a pensar que se trataba de un caso complicado porque los historiadores profesionales competentes que
consultó tampoco estaban de acuerdo. Para nuestros propósitos, el que haya casos dudosos, aunque sean un millón, no
impugna todas las referencias históricas. Algunos acontecimientos históricos están cubiertos de misterio,6 pero estaría fuera de
toda lógica concluir por ello que es imposible determinar lo que sucedió en el pasado.
Respuesta al caso 3: Jack creía que estaba siendo riguroso, en realidad, solo era arbitrario. Como mencioné más arriba, él
decía lo mismo que quienes dicen no creer en los átomos hasta tanto no los vean a simple vista. Todos, incluido Jack, creemos
en muchas cosas sin tener testimonio ocular directo de ellas.
En cualquier circunstancia, el criterio de ver para creer es una distracción que nos lleva en la dirección equivocada. Todos
sabemos que los testimonios de los testigos presenciales pueden ser más o menos confiables; por ejemplo, piense en los
informes contradictorios que puede haber sobre un accidente de tránsito. Además, los testimonios históricos de los testigos
directos nos han llegado solo por una vía: a través de documentos.
De vez en cuando alguien dice: «Si solo hubiéramos contado con cámaras de video o cobertura televisiva en aquel
entonces. Entonces sí no tendríamos toda esta incertidumbre». En realidad, esta añoranza no es ni siquiera tan buena como
parece. Considere toda la controversia que rodea al asesinato de John F. Kennedy y por qué.
Respuesta al caso 4: En general, la profesora tiene razón. Sin duda que escribir historia es siempre subjetivo. Teniendo en
cuenta que lo que en la actualidad consideramos historia fue mayoritariamente escrito por hombres blancos, para ser leído por
otros hombres blancos, ese punto de vista estará sin duda presente.
¿Un sesgo pronunciado hará imposible la objetividad? Consideremos otro ejemplo. El lunes por la noche, los Washington
Redskins pasaron por arriba a los Philadelphia Eagles. Yo soy fanático de los Redskins y si tuviera que comentar el partido lo
haría de manera triunfal, resaltando el juego brillante de los Redskins. Por el contrario, si simpatizara con los Eagles, daría otra
descripción del mismo partido, tal vez con el tono de voz que solemos reservar para los velorios. Nuestra subjetividad
impregnaría el relato y se trasluciría, pero estaríamos refiriéndonos al mismo partido.
Solo porque escribir historia es una actividad parcial no significa que todo vale. El historiador debe dar cuenta de la evidencia
que descubre en los documentos. No tiene libertad para decir que, ya que toda la historia es subjetiva, puede reescribir los
acontecimientos como le parece que deberían haber sucedido y que vale tanto una revisión histórica como la otra. Hace unos
años, Marion Zimmer Bradley reescribió el relato de Camelot desde el punto de vista de una mujer consagrada a la veneración
de la antigua deidad.7 Es una lectura interesante e incluso permite descubrir algunos de nuestros prejuicios colectivos, pero no
es un texto de historia porque no se basa en una investigación académica de las fuentes.
Cuando la historia se limita a ser vehículo de una ideología, se convierte pronto en una herramienta de poder político. Una de
las primeras medidas que suelen tomar los regímenes totalitarios es reescribir la historia para conformarla a sus objetivos.
George Orwell, en su novela 1984, describió esto como el Ministerio de la Verdad, que revisaba la historia a diario para
acomodarla a las necesidades cambiantes de la dictadura.8 Nuestra única defensa contra ese tipo de manipulación es insistir en
que la historia se basa en un conjunto fundamental de datos accesibles.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. ¿Qué condiciones debe cumplir un texto para ser considerado un documento histórico?
Distinguir entre evidencia documental directa e indirecta. ¿Es posible considerar
documentos históricos a los textos religiosos?
2. Hable con un historiador. Averigüe cuál es la evidencia documental que avala algún
hecho histórico del que nadie dudaría. ¿Le resulta convincente?
3. Emprenda un estudio del sesgo sistemático presente en la historiografía. ¿En qué
medida hay sesgo sistemático en la historia que se escribe en la actualidad?
4. ¿Hasta qué punto el sesgo en la escritura de la historia puede ser algo positivo?
5. Reaccione a la afirmación: «Para que un acontecimiento sea considerado un hecho
histórico, no debe ser cuestionado por nadie».
Lecturas adicionales
William H. Dray, Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964).
Mircea Eliade, Cosmos and History (Nueva York: Harper & Row, 1959).
Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971).
John Warwick Montgomery, The Shape of the Past (Ann Arbor, MI: Edwards Bros., 1962).
1 Un excelente libro sobre este tema es Robert E. Lerner, The Heresy of the Free Spirit in the Middle Ages (Berkeley:
University of California Press, 1972).
2 Barbara W. Tuchman, A Distant Mirror: The Calamitous Fourteenth Century (Nueva York: Ballantine, 1978), 277.
3 Para un buen resumen de todos los problemas y soluciones propuestas, ver William H. Dray, Philosophy of History
(Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964).
4 Este modelo también es aplicable a la interpretación bíblica. En realidad, es en dicho campo donde surgió y es todavía objeto
de mucho debate. He resumido los puntos principales en un artículo, «Humility and Commitment: An Approach to Modern
Hermeneutics». Themelios 11 (Abril 1986): 83-88.
5 Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971), 78-84.
6 Es posible que el problema del sudario de Turín sea otro.
7 Marion Zimmer Bradley, The Mists of Avalon (Nueva York: Knopf, 1982).
8 George Orwell, 1984 (Buenos Aires: Bureau Editores, 2003, orig. 1949).
10
El Nuevo Testamento y la historia
Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros,
tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y
servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo
investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo
ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron.
(Lucas 1:1-4, NVI)
Esta aseveración de Lucas también es aplicable a otros pasajes narrativos del Nuevo
Testamento. Todo indica que hemos de aceptarlos como hechos de la realidad y no hay nada
que nos lleve a rechazar una interpretación objetiva.
Por lo tanto, concluimos que es legítimo leer el Nuevo Testamento como un texto histórico.
Esto no implica ningún juicio sobre la calidad de los documentos. Quizás tengan poco valor
histórico, tal vez no sean más que textos de ficción recubiertos de estilo histórico para darles
credibilidad. Estos juicios de valor todavía están pendientes, aún no los hemos determinado.
Por el momento, nos hemos centrado solo en establecer la legitimidad de decidir si es historia
buena o historia mala. Por lo menos, estos documentos deben tratarse como historia.
Los criterios y la carga de la prueba
En el último capítulo, listamos algunos criterios que los historiadores usan para evaluar los
documentos. A fin de adaptarlos para esta discusión, los combiné en cinco preguntas:
Una observación respecto a la carga de la prueba: Cuando un historiador se rige por las
pautas metodológicas de su disciplina (como descritas en el capítulo anterior), no puede
desestimar aquellos documentos que no le agradan. Por ejemplo, si estuviera escribiendo
sobre María Antonieta, deberá tomar en cuenta todas las fuentes relevantes. Supongamos que
encontrara un documento escrito por una persona allegada a María Antonieta. La versión del
documento en poder del historiador es una reproducción fiel del original.
Si así fuera, al documento debe concedérsele valor propio. Los últimos tres criterios se
convierten en negativos en el sentido de que si el documento no presenta problemas graves,
deberá ser admitido como evidencia histórica. En otras palabras, el documento es admitido
hasta tanto se pruebe que no es fidedigno, «es inocente hasta que se pruebe su culpabilidad».
Del mismo modo, si es posible establecer que los Evangelios son un registro fiel de los
recuerdos de personas allegadas a Jesús, deberán ser admitidos como documentos históricos
con su propia integridad. Si luego podemos mostrar que no relatan imposibilidades, no tienen
un sesgo tan marcado que son imposibles de creer y tampoco se contradicen con otras
fuentes, se convierten en una fuente autorizada. Un historiador que trabaje éticamente no
podrá dejarlos de lado y deberá aceptarlos como información confiable.
Los autores
Poco cabe decir respecto a si los autores tradicionales estaban en condiciones de escribir
relatos históricos. Mateo y Juan fueron discípulos de Jesús. Marcos era de Jerusalén y fue
testigo presencial de los hechos relatados en los Evangelios; además, según la tradición,
Marcos refirió los recuerdos de Pedro. Lucas, por supuesto, era un gentil; no fue uno de los
discípulos, y no presenció directamente los hechos. Sin embargo, el propio evangelista nos
informa sobre la investigación que realizó (ver la cita más arriba), y podemos tener la certeza
de que residió dos años en Jerusalén y estuvo muy ligado a quienes participaron directamente
de los acontecimientos.1
¿Fueron verdaderamente estas personas quienes escribieron los Evangelios que llevan sus
nombres? En la actualidad, los eruditos bíblicos suelen «dejar en suspenso sus juicios»
respecto a la pregunta sobre quién escribió un libro en particular y luego determinar sobre
bases independientes quién pudo haber sido el autor. La autoría atribuida por el propio
documento no incide de manera determinante en este tipo de investigaciones. Este abordaje
está justificado ya que hay libros antiguos escritos con seudónimos, que ocultan el nombre del
verdadero autor. Un ejemplo famoso es el libro de Enoc (que Judas cita en su epístola), pero
que no fue escrito por Enoc.
El historiador no es libre para suspender su juicio respecto a la información que tiene a la
mano. En algunos casos, es evidente que determinada persona no pudo haber escrito un relato
en particular. Dicha conclusión debería ser fruto de una investigación cuidadosa del texto, a
partir de las afirmaciones del texto mismo. Desestimar la autoría atribuida por el propio
documento y luego intentar atribuir, sin más respaldo documental, el texto a un supuesto autor
revela más arrogancia que metodología histórica.
Para recapitular, no hay nada a priori que nos obligue a rechazar las atribuciones sobre la
autoría de los Evangelios contenidas en los antiguos manuscritos. Es cierto que los nombres
de los autores no aparecen en el texto, pero figuraron desde siempre en los títulos de los
manuscritos. Ese debe ser el punto de partida del historiador. Podemos comenzar, entonces,
suponiendo que los Evangelios fueron escritos por personas lo suficientemente allegadas a los
hechos para referir los acontecimientos durante la vida de Jesús.
Los manuscritos
Durante la lectura de este libro, es posible que usted no lea siempre exactamente lo que
escribí de la manera en que lo escribí. Las casas editoriales modernas contratan a correctores
cuya tarea consiste en ayudar a los autores a pulir su redacción para transmitir mejor sus
ideas. Corrigen errores de gramática o reelaboran el lenguaje de un autor técnico para hacerlo
más accesible a quienes no son expertos en el tema. El lado negativo es que, en el proceso de
producir un texto para su publicación, es posible que se introduzcan erratas. Por eso, lo que
usted lee tal vez no sea palabra por palabra lo que escribí a mano y luego transcribí en mi
computadora. Por supuesto, si lo desea, puedo prestarle mis respaldos para que usted
compare la versión final con mi formulación original.
Cuando leemos los Evangelios, ¿leemos exactamente lo que escribieron los autores
originales? Es una pregunta importante. Al fin de cuentas, si los Evangelios tal como nos
llegaron difieren mucho de los escritos originales, no podemos esperar obtener información
confiable de ellos y ese sería el fin de nuestro proyecto.
Comparemos, entonces, las versiones actuales de los Evangelios con los originales. Sin
embargo, no disponemos de los originales. Hace mucho tiempo que se perdieron. Por fortuna,
alguien pensó en hacer copias; pero tampoco disponemos de estas copias directas del
original. Ni tampoco tenemos copias de las copias. Lo único que tenemos son copias de copias
de copias de copias, y varias generaciones de copias. Aún nos aguarda otra desagradable
sorpresa: Estas copias no coinciden; hay diferencias entre ellas en muchos puntos. Las
diferencias entre las copias son de diversa índole. La gran mayoría son poco significativas, una
palabra en vez de otra o una construcción gramatical algo diferente. Hay unas pocas
diferencias más sustanciales; por ejemplo, hay pasajes enteros (como Juan 8:1-11 o Marcos
16:9-20) ausentes en algunos manuscritos.
¿Cuál manuscrito es el correcto? Es decir, ¿cuál manuscrito es fiel a la escritura del autor
original? Si no podemos responder esta pregunta, no lograremos avanzar. Algunas personas
afirman que, como no disponemos de los originales, la pregunta debería quedar sin respuesta.
Por lo tanto, no podemos usar los Evangelios como documentos históricos sobre Jesús, ya que
no sabemos lo que los Evangelios originales decían sobre Él.
Antes de responder a este problema, sería útil introducir algunas definiciones aclaratorias.
Un manuscrito es una copia a mano de un documento en el idioma original. Lo que
denominamos «documento» a lo largo de este análisis se refiere a una fuente histórica en
particular, de la que quizás tengamos muchos manuscritos. Por ejemplo, el Evangelio de Lucas
es un documento, pero tenemos miles de manuscritos de Lucas.
Los originales o autógrafos se refieren al libro tal como fue escrito por el autor, con su
puño y letra o por medio de un dictado directo a un amanuense. Como mencionamos más
arriba, no disponemos de ninguno de estos autógrafos.
La crítica textual es la ciencia que estudia los manuscritos. La mayoría de las veces
constituye el intento de reconstruir lo que debió decir el original, basado en los manuscritos
disponibles.
Nuestra tarea será realizar una rudimentaria crítica textual. ¿Podemos, sobre la base de
los manuscritos que disponemos, inferir el contenido de los autógrafos originales? Les adelanto
que mi respuesta será afirmativa.
Lo que planteo a continuación tal vez les resulte familiar. Adoptaremos para los manuscritos
la misma línea de argumentación que usamos para los documentos históricos. A partir de
algunos criterios de sentido común, es posible sacar conclusiones sobre lo que debió decir el
autógrafo original.
Supongamos que doce personas le refieren una historia que escucharon de otra persona.
Hay ligeras diferencias entre los relatos de cada uno. ¿Le resultará imposible determinar cuál
debió ser la versión original de la historia? No necesariamente; con un poco de investigación
detectivesca, la mayoría de las veces no será difícil decidir qué debió haber dicho el primer
relator.
Seguramente usted tomará en consideración los siguientes factores:
No es una lista exhaustiva, pero nos sirve para demostrar que los criterios existen y que
hay maneras de decidir entre los manuscritos. No estamos tanteando en la oscuridad,
incapaces de decidir qué pudo haber dicho el original.
Nadie pretende decir que este proceso sea fácil. Aun cuando se cuenten con los mejores
criterios, habrá algunos pasajes (como el final de Marcos 16) en los que será difícil determinar
cómo era la redacción original. Aparentemente, algunos pasajes se incluyeron en las
traducciones; por ejemplo, la segunda parte de 1 Juan 5:7 según la versión Reina Valera no se
encuentra en ningún documento griego antiguo. Como conclusión a esta investigación: Los
mismos criterios que en un muy pequeño número de casos nos causan problemas (ninguno
de manera significativa) son también los que hacen que el Nuevo Testamento salga airoso
en su conjunto.
Comparemos la manera en que se conservó el texto del Nuevo Testamento con la de otros
documentos antiguos,2 por ejemplo, el estado de los manuscritos de Las guerras gálicas,
escrito por Julio César alrededor del 50 a.C. Hoy hay diez manuscritos de este libro, ninguno
anterior al año 900 d.C. Es decir, contamos con diez manuscritos escritos mil años después de
la fecha de su redacción original. Esto no es muy malo: es la situación típica de las fuentes
históricas antiguas.
En comparación, el Nuevo Testamento se escribió en el primer siglo,3 y el primer
manuscrito, el fragmento de John Rylands, es de la primera mitad del segundo siglo.4 La
mayoría de los restantes manuscritos datan solo unos cientos de años después de la fecha de
redacción original. Se conservan unos cinco mil manuscritos griegos del Nuevo Testamento en
la actualidad. Ningún otro documento antiguo iguala al Nuevo Testamento cuando se compara
el estado de conservación de los manuscritos, ni en cuanto a su cantidad ni en términos de
fidelidad a los originales.
La enorme cantidad de manuscritos nos da virtualmente la certeza de que contamos con las
principales variantes del texto. En la actualidad, es extremadamente improbable que se
descubra un manuscrito mucho mejor conservado, con una redacción completamente diferente.
Esto significa que, a los efectos prácticos, aunque no tenemos todavía una reconstrucción
precisa de todos los autógrafos originales, es altamente probable que todas las
interpretaciones del original estén representadas en el texto tal como se reconstruyó hasta
ahora o, por lo menos, en los manuscritos disponibles.
La riqueza de manuscritos del Nuevo Testamento no representa un problema grave en
definitiva. Podemos determinar, dentro de los límites razonables de la metodología de la crítica
textual, el contenido de los originales y saber que lo que leemos en nuestras Biblias es, en su
mayor parte, exactamente eso. Lo que comenzó como un aparente problema resultó ser una
de las principales fortalezas del Nuevo Testamento. Una evaluación objetiva de los manuscritos
nos da la más plena confianza de que efectivamente sabemos lo que escribieron Mateo,
Marcos, Lucas y Juan sobre Jesús. Ningún otro documento antiguo alcanza el mismo grado de
exactitud textual.
Imposibilidades e incredulidades
Si un manuscrito sin defectos relata hechos claramente imposibles, habría que desestimarlo
de todos modos. Por eso, la siguiente pregunta que nos planteamos es si el Nuevo Testamento
contiene relatos de imposibilidades, que lo inhabilitarían a ser usado como fuente histórica.
Muchos dirían que así es. En los Evangelios hay historias en las que el agua se convierte
en vino, las personas caminan sobre el mar, y hasta los muertos resucitan. En consecuencia, el
historiador concluye que no se puede confiar en los Evangelios para obtener información
objetiva sobre Jesús.
Valdría la pena que recordemos nuestro análisis sobre los milagros, en el capítulo 8. Allí
intentamos mostrar que, dentro de la cosmovisión teísta, los milagros son posibles y creíbles.
El Nuevo Testamento está escrito desde la perspectiva del teísmo, y hemos demostrado que
el teísmo es verdadero. Por lo tanto, es posible aceptar los relatos de los milagros tal como se
presentan en los Evangelios.
La palabra «imposible» se emplea comúnmente de dos maneras. Puede usarse para
expresar una imposibilidad lógica, como la cuadratura del círculo o cuando se afirma que un
canguro es y no es al mismo tiempo un canguro. Estas imposibilidades nunca se pueden creer,
ni siquiera dentro de un marco teísta. Sin embargo, no son el tipo de imposibilidad aparente
que encontramos en el Nuevo Testamento. En los Evangelios encontramos aparentes
imposibilidades físicas, pero como mostramos en el capítulo 8, podemos admitirlas en tanto
tengamos evidencia de que podrían ser obra de Dios quien tiene libertad para subrogar las
leyes que Él mismo creó.
Por supuesto, el historiador necesita proceder con cautela al analizar los Evangelios.
Tampoco es cuestión de aceptar con ligereza todos los relatos de hechos milagrosos, pero
estamos tratando con hechos poco probables, no imposibles. Como decía Sherlock Holmes:
«Una vez que se descartó lo imposible, lo improbable debe ser verdad».
Así pues, para poner fin al rumor, Nerón se inventó unos culpables y ejecutó con
refinadísimos tormentos a un grupo que, aborrecidos por sus infamias, el vulgo llamaba
cristianos. Debían este nombre a Cristo, que fue mandado ejecutar con el último suplicio
por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio; aunque brevemente
reprimida, la perniciosa superstición irrumpió de nuevo no solo en Judea, lugar de origen
de este mal, sino aun en Roma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y
vergonzoso hay en el mundo. Así pues, se empezó por detener a los que confesaban su
fe; luego por las indicaciones que estos dieron, toda una inmensa muchedumbre fue
condenada, no tanto por el crimen de incendiar la ciudad, sino por odiar a la
humanidad.8
¿Por qué tanto odio hacia los cristianos? La respuesta es que la mayoría de los romanos
no entendían realmente el cristianismo. Habían oído hablar sobre la celebración cristiana de la
Cena del Señor (sobre comer el cuerpo del Hijo y beber Su sangre) y pensaban que los
cristianos sacrificaban bebés y luego lo celebraban. ¿Quién no se opondría a un culto tan
atroz?
Sin embargo, lo que más importa es que Tácito menciona los principales hechos sobre la
vida de Jesús. Hubo un hombre llamado Cristo que fue ejecutado bajo el reinado de Poncio
Pilato, pero cuyos seguidores continuaron creyendo en Él (una referencia indirecta al menos a
la creencia en Su resurrección). No hay nada en este relato que nos lleve a reconsiderar
nuestra noción de los Evangelios.
Josefo
Flavio Josefo fue un historiador judío que compiló la historia de los judíos para los romanos.
Su obra está recogida en Antigüedades judías.
Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre,
porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres y mujeres que
aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo.
Delatado por los principales de los judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. Aquellos que
antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día
resucitado; los profetas habían anunciado este y mil otros hechos maravillosos sobre Él.
La tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado de crecer hasta este día.9
Sin duda que toda esta información está en completa armonía con lo que leemos en los
Evangelios.
Esta cita quizás sea demasiado buena para ser verdadera. A partir de otra información que
tenemos sobre Josefo, sería improbable que creyera que Jesús era el Mesías y que hubiera
resucitado. Es así que algunos eruditos han intentado realizar una crítica textual de los escritos
de Josefo, porque suponen que los copistas cristianos introdujeron algunas interpolaciones a lo
que efectivamente escribió.
Han reconstruido lo que Josefo quizás escribió:
Por aquel tiempo existió un hombre sabio llamado Jesús. Su conducta era buena y fue
conocido por su virtud. Muchos judíos y gentiles se convirtieron en Sus discípulos. Pilato
lo condenó a la crucifixión. Quienes eran Sus discípulos no abandonaron Su discipulado.
Según ellos, Él se les apareció tres días después de Su crucifixión y estaba vivo; por
eso, fue tal vez el Mesías del que los profetas anunciaron que haría muchos milagros.10
Estas afirmaciones, mucho más moderadas, están definitivamente más en línea con lo que
era esperable que escribiera alguien en la posición de Josefo, pero la historia de Jesús y Sus
discípulos básicamente está presente y concuerda con los testimonios del Nuevo Testamento.
El Talmud
El Talmud es un compendio de escritos judíos, en el que se recogen diversas
interpretaciones de la ley, estampas, referencias históricas, parábolas y una gran diversidad
de información que en el curso de los siglos ha conformado el judaísmo. Hay al menos una
mención a Jesús en el Talmud, en una sección redactada a principios del segundo siglo. Como
se escribió en un período aún próximo a la versión oficial judía contra Jesús, cabría esperar
que esta referencia sea desfavorable. Efectivamente lo es; pinta un retrato de Jesús para que
no quepa duda de Su culpabilidad. Leemos lo siguiente:
Esta cita agrega algunos matices nuevos. Aporta información sobre un heraldo que
supuestamente convocó a los posibles seguidores de Jesús, pero nadie se presentó. Por
supuesto, no podemos estudiar este fragmento talmúdico menos críticamente que los
Evangelios, en los que no hay ninguna mención a un heraldo, y por eso necesitamos
preguntarnos cuál documento es más confiable. La respuesta simple es que los Evangelios son
más creíbles y que, en este punto, el Talmud dista mucho de ser fidedigno. Dejando de lado
todas las razones textuales, es evidente que si Jesús no tenía seguidores, ¿cómo fue que
surgieron de pronto después Su muerte?
En los demás puntos, este registro concuerda con el relato de los Evangelios. Incluso
aporta información nueva: la perspectiva de los judíos sobre por qué Jesús tenía que morir. Se
enumeran sus crímenes: hizo extraviar a la gente para que apostatara y practicó la hechicería.
A pesar de ser términos cargados de negatividad, se combinan bien con la perspectiva de los
Evangelios, ya que corroboran el testimonio de que Jesús dijo ser Dios y que realizó milagros.
Vale la pena reflexionar sobre este punto y tenerlo presente para futuras consideraciones: Las
fuentes no cristianas primitivas más hostiles a Jesús no niegan que Él hiciera milagros.
Tácito, Josefo y el Talmud son las tres referencias más claras sobre Jesús aparte del
Nuevo Testamento. Cuando las estudiamos con la metodología histórica apropiada,
encontramos que no le restan integridad histórica a los Evangelios del Nuevo Testamento.
Hemos respondido ahora a los cinco criterios que formulamos al comenzar este capítulo.
Hemos demostrado que tratar a los Evangelios como fuentes históricas confiables es
compatible con la metodología histórica normal. Hacer menos que esto constituiría otorgarles
un tratamiento especial.
Tenemos todo lo que necesitamos. Hemos mostrado que los Evangelios son documentos
históricos por mérito propio. Sin embargo, no se trata de una concesión para permitirnos
comenzar una investigación sobre Jesús mediante los Evangelios. Allí es donde desearíamos
comenzar y también donde deberíamos comenzar.
Respondamos, entonces, brevemente a los casos correspondientes a este capítulo.
Respuesta al caso 1: En cierto sentido, afirmaciones como las de Karen son las más difíciles de responder. Es una opinión sin
fundamento; ella no comprende lo que dice, más allá de repetir algo que la ayuda a lidiar con cualquier convicción religiosa que
tiene o que desearía no tener. En realidad, quizás lo único que quiere hacer es señalar que no está de humor para discusiones
teológicas, cosa que deberíamos respetar.
Si usted tiene motivos para creer que convendría continuar la discusión, hay dos posibilidades. Si considera que es
necesario enfrentar a la persona, tal vez le convenga averiguar cómo sabe que así se formó la Biblia, con la esperanza de que
mientras piensan cómo responderle tal vez quieran conocer su opinión. Lo mejor, sin embargo, sería describirles brevemente lo
que usted cree que es la Biblia y cómo Dios la usó en su vida. Cuando la gente no está preparada para una investigación
intelectual, deberíamos darles nuestro testimonio sobre cómo Jesús nos salvó y por qué Él es una realidad en nuestra vida, en
vez de forzar una conversación sobre crítica textual.
Respuesta al caso 2: ¿Cómo es posible hacer afirmaciones sobre manuscritos originales que nadie ha visto desde hace casi
dos mil años? La respuesta, como intentamos probar, es clara: mediante la reproducción de los originales basada en la
evidencia de los manuscritos que tenemos. Vimos que esta evidencia es excelente.
He descubierto que, en relación a los autógrafos originales del Nuevo Testamento, muchos formulan objeciones que nunca
interpondrían en otras áreas. Por supuesto, tenemos derecho a cuestionar aquellas cosas que nunca hemos visto directamente.
Nunca vi en persona al actual presidente de los Estados Unidos, pero ¿puedo inferir por eso que él no existe y excusarme de
evaluar los méritos de sus políticas? De ningún modo, tengo buenas razones para hacer ambas cosas, aun cuando no lo
conozca personalmente. Lo mismo se puede decir de los átomos, los agujeros negros y la música grabada en un CD. Si sigo el
procedimiento correcto para establecer su realidad, tengo derecho a evaluarlos. Eso es lo único que pido también respecto a los
autógrafos originales de los Evangelios.
Respuesta al caso 3: ¿Creían los autores de los Evangelios que Jesús era Dios? No me cabe la menor duda de que
efectivamente lo creían. ¿Escribieron sus Evangelios para transmitir claramente este punto? Sin duda. ¿Ese hecho impugna
automáticamente la credibilidad histórica de los Evangelios? No, ¿por qué habría de restarles credibilidad? El único motivo que
podría hacernos suponer que la parcialidad de los autores resta credibilidad histórica a los Evangelios es si ya decidimos de
antemano que los evangelistas están equivocados.
Estuve en Washington, D.C., para la asunción presidencial de Lyndon B. Johnson en 1965 (fuimos con mi grupo de jóvenes
de la secundaria para repartir folletos entre el público). Vi cómo Johnson prestaba juramento a la presidencia y pronunciaba su
discurso inaugural. Si alguien me preguntara quién asumió la presidencia en enero de 1965, diría que fue Lyndon Johnson.
Ahora, considere la posibilidad de que alguien ponga en duda mi testimonio. Solo digo estas cosas porque estoy personalmente
convencido de que Johnson fue presidente. Sí, estoy personalmente convencido, pero con derecho, porque me baso en toda la
evidencia disponible. En síntesis, no hay nada malo en un testimonio «subjetivo» mientras el «sesgo» esté respaldado por la
evidencia (ver el capítulo sobre la metodología de la historiografía).
De la misma manera, si los autores de los Evangelios plantean que Jesús es Dios, tal vez sea porque Jesús efectivamente
es Dios. Tengamos presente que, a los efectos prácticos, sus escritos son la única evidencia que tenemos. Hay solo dos
opciones: cerramos los ojos ante la evidencia o la consideramos tal cual la presentaron los evangelistas. ¿Es razonable creer
que Jesús es verdaderamente Dios? Ese será el tema de nuestro próximo capítulo.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted podrá:
1. Explicar por qué es legítimo tratar a los Evangelios como documentos históricos.
2. Presentar cinco criterios que permiten confirmar la confiabilidad histórica de los
Evangelios.
3. Defender los Evangelios como relatos de personas que vivieron muy próximas a los
hechos narrados.
4. Argumentar por qué es posible establecer lo que decían los autógrafos originales de
los Evangelios.
5. Defender la afirmación de que los Evangelios no relatan imposibilidades.
6. Mostrar por qué podemos afirmar que los Evangelios no se ven tan afectados por
prejuicios como para restarles credibilidad.
7. Mencionar tres fuentes extrabíblicas sobre Jesús y describir la información que
contienen.
8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Bertrand
Russell, Tácito, Josefo.
1. ¿Por qué las personas a veces adoptan un estándar de confiabilidad para juzgar el
Nuevo Testamento y otro distinto para evaluar los escritos históricos? ¿En qué sentido
se trata de una injusticia?
2. ¿Toda la literatura bíblica es histórica por naturaleza? ¿Cómo podemos determinarlo?
3. Explore cómo la crítica textual, además de aplicarse a los estudios bíblicos, se utiliza
en otras disciplinas, como los estudios literarios o el derecho.
4. Analice varias versiones modernas de la Biblia. Busque referencias a diferentes
manuscritos en los márgenes o en las notas.
5. Investigue las alusiones a Jesús en la literatura clásica, aparte de las citadas en este
capítulo.
6. ¿Está de acuerdo con la siguiente afirmación: «Es posible obtener información histórica
de un documento que contenga errores»?
7. Estudie la cuestión de la completa veracidad (inerrancia) de la Biblia. ¿Cuáles son los
factores históricos y espirituales que implica? ¿Pueden separarse?
Lecturas adicionales
F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel Hall
(Miami: Editorial Caribe, 1972).
Norman L. Geisler, ed., Inerrancy (Grand Rapids: Zondervan, 1979).
Gary R. Habermas, The Verdict of History, 2.ª ed. (Nashville, Thomas Nelson, 1988).
Bruce M. Metzger, The New Testament: Its Background, Growth, and Content (Nashville:
Abingdon, 1965).
1 Lucas también escribió Hechos. En Hechos 21:15, se incluyó entre quienes acompañaron a Pablo a Jerusalén. Pablo fue
arrestado y pasó dos años en prisión, primero en Jerusalén, y luego en Cesarea. Cuando lo enviaron a Roma, Lucas también
estaba entre quienes lo acompañaron. Es una hipótesis razonable suponer que durante dicho período, Lucas estuvo en contacto
con personas que le refirieron de primera mano los hechos que rodearon la vida de Jesús y que escribió su Evangelio en dicha
oportunidad.
2 Ver F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972),
12-25. F. W. Hall, A Companion to Classical Texts (Oxford: Clarendon, 1913), 199-285. Bruce M. Metzger, The Text of the New
Testament (Nueva York: Oxford University Press, 1964).
3 Algunos investigadores más liberales asignan una fecha posterior a los libros del Nuevo Testamento. Lo interesante es que
dicha conclusión refuerza la conexión textual. Cuanto más tardía la escritura del libro, menos tiempo habría transcurrido entre el
original y las primeras copias.
4 Existe un manuscrito aún más tardío, aunque polémico, conocido como el 7Q5. Se encontró entre los manuscritos del Mar
Muerto en Qumrán. Aunque son solo los fragmentos de una hoja de papiro con algunas pocas letras, se ha argumentado que
corresponden a Marcos 6:52-53. De ser así, como se conoce la fecha de la cueva en que se encontró, este fragmento tendría
que ser una copia del Evangelio de Marcos, anterior al año 70 d.C. Como los pasajes proféticos de Marcos 13 predicen la
destrucción de Jerusalén en el 70 d.C., entre los eruditos liberales se considera que Marcos debió haberse escrito poco después
de ese hecho (dado que rechazan las profecías predictoras). De determinarse la autenticidad del 7Q5 y su correspondencia con
Marcos, se refutaría dicha teoría. En consecuencia, este fragmento es motivo de disputas apasionadas y, en ocasiones,
enconadas. Para nuestros propósitos, la transmisión textual del Nuevo Testamento es extraordinaria, aun si el 7Q5 resultara
eventualmente inauténtico.
5 Por ejemplo, William Wrede, un investigador alemán del Nuevo Testamento, enseñaba que debemos entender los
Evangelios no como relatos sobre Jesús, sino como registros de lo que la iglesia deseaba enseñar sobre Jesús. Los supuestos
dichos de Jesús solo serían palabras que la iglesia puso posteriormente en sus labios. William Wrede, The Messianic Secret,
trad. J. C. G. Greig (Cambridge, Inglaterra: J. Clarke, 1971).
6 Bertrand Russell, «Por qué no soy cristiano» en Antología, Bertrand Russell, ed. Luis Villoro y Fernanda Navarro, 18.ª ed.
(Buenos Aires: Siglo XXI, 2004), 86.
7 Si desea ahondar en un análisis más exhaustivo de la evidencia disponible, ver Gary R. Habermas, The Verdict of History:
Conclusive Evidence for the Life of Jesus (Nashville: Thomas Nelson, 1988).
8 Tácito, Anales 15.44, escrito alrededor del 115 d.C., citado en Habermas, Verdict of History, 87-88.
9 Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos, Vol 3, cap. 18 (Barcelona: Editorial CLIE, 1988).
10 Reconstrucción por Schlomo Pines, citado en Habermas, Verdict of History, 91-92.
11 The Babylonian Talmud, trad. I. Epstein (Londres: Soncino Press, 1935), vol. 3, Sanhedrin 43a, 281, citado en Habermas,
Verdict of History, 98.
12 Ver por ejemplo, Gleason L. Archer, Encyclopedia of Bible Difficulties (Grand Rapids: Zondervan, 1982).
11
¿Quién es Jesús?
La ciencia o el cristianismo
Caso 3: Hace varios años integré una comisión que tenía que entrevistar a un candidato a profesor de biología. Conversamos
sobre diversos aspectos de su posición. La entrevista iba saliendo bien. Cuando me llegó el turno, le pregunté:
—¿Cómo relaciona su fe cristiana con la ciencia?
—No tienen nada que ver —respondió para mi sorpresa—. Son dos campos de investigación diferentes, con diferentes
metodologías y diferentes conclusiones. ¿Resucitó Jesús? Según la teología cristiana, sí. Según la ciencia, la pregunta ni
siquiera es pertinente.
Pero ¿es verdad? ¿Podemos realmente creer que hace unos dos mil años hubo un hombre
sobre la tierra que era Dios? ¿Cómo podríamos determinarlo? Podemos hacer lo siguiente:
Estudiar los registros históricos para ver lo que este Hombre dijo sobre sí mismo. Si no
afirmó que era Dios, nos faltaría una prueba importante a favor de esta hipótesis.
Comparar hipótesis divergentes para determinar cuál concuerda más con Sus
afirmaciones (en el supuesto caso de que efectivamente haya dicho ser Dios).
Evaluar otras pruebas adicionales para fundamentar esta afirmación.
Las alternativas
Solo porque alguien dijera ser Dios, eso no lo convertiría en Dios. Muchas personas dirían
que Jesús no era Dios. Pero, entonces, ¿quién fue o qué era? Consideremos algunas
explicaciones alternativas para determinar si son defendibles.
Jesús fue un ser humano como cualquier otro
Podríamos comenzar barajando la posibilidad de que Jesús no tenía nada especial. Fue un
ser humano completamente común y corriente, en todo sentido igual al resto de los vivientes.
Sin embargo, esta noción presenta algunos problemas insoslayables.
Si Jesús no tenía nada de especial, no hay motivo alguno para que la religión cristiana se
haya desarrollado como una creencia centrada en Él. Esta teoría va en contra de todos los
documentos históricos. Aun las fuentes seculares lo presentan como un ser excepcional. Lo
que es aún más importante, como acabamos de ver, Él mismo alegó ser Dios. De por sí solo,
eso ya lo aleja del común de los mortales. Como señalamos al comenzar este capítulo, afirmar
ser Dios no es algo como para equivocarse accidentalmente. Si alguien es Dios,
definitivamente será especial. Si alguien alega ser Dios y no lo es, debe estar mentalmente
desequilibrado o ser un embaucador. De momento, lo que deseamos señalar es que quien
declare ser Dios nunca podría ser un ser humano común y corriente. Debe ser de alguna
manera un ser extraordinario.
Jesús fue simplemente un gran maestro
Muchas personas creen que fue uno de los grandes maestros religiosos de todos los
tiempos, pero que no era Dios. Por ejemplo, para Tomás Jefferson, las enseñanzas de Jesús
son la expresión más elevada de la verdad divina. Otros quizás no sean tan elogiosos, pero le
asignan a Jesús un lugar entre los grandes profetas y maestros de sabiduría, en compañía de
Buda, Mahoma, Lao-tsé y otros. Fue un maestro excepcional, pero no era Dios.
Para evaluar esta posibilidad, necesitamos tener presente algunos puntos importantes. La
enseñanza de Jesús se centró en Su persona. Fuera cual fuese el tema en discusión, Él lo
reducía a Su propia persona. «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino
por mí» (Juan 14:6, RVR95). Dichas afirmaciones abundan a lo largo de los Evangelios. Para
usar la fascinante descripción de John R. W. Stott, la enseñanza de Jesús era egocéntrica. El
foco estaba sobre Su persona. Entonces, cuando Jesús afirmaba ser Dios, estaba
estableciendo una verdad fundamental de Su enseñanza.
En consecuencia, si no era Dios, como alegaba ser, estaba equivocado sobre el punto más
importante de Su enseñanza. Lo que Él afirmaba sobre sí mismo no era una mera acotación al
margen. Si lo que alegaba sobre Él no era cierto, el mensaje central de Su enseñanza era
errado.
Quien se equivoque tanto respecto al mensaje fundamental que pretende enseñar ni
siquiera es un gran maestro. Sería concebible que un gran maestro se confunda sobre un
punto periférico. Por ejemplo, entre las materias que enseño, dicto un curso de lógica. Un día
podría cometer una falacia, sin dejar de ser un buen profesor. Ahora, si a lo largo del curso
postulé falacias en vez de razonamientos válidos, ya no sería un buen profesor. De modo
similar, si Jesús enseñó reiteradamente que era Dios (¡y lo hizo!), y si enseñó que Su identidad
era un punto fundamental de Su enseñanza (¡y lo era!), Jesucristo podría haber sido muchas
cosas, pero nunca un gran maestro si se equivocó en este punto. En realidad, por más que
parezca evidente, preguntar si es o no Dios nunca puede ser una cuestión marginal.
La conclusión, por lo tanto, es que Jesús no podría haber sido simplemente un gran
maestro si no era también Dios. Por supuesto, puedo decir que Él fue un gran maestro, pero
solo si también acepto que lo que enseñó era verdad. Y Él enseñó que era Dios.
La única manera de seguir sosteniendo que Jesús fue un gran maestro, pero que no era
Dios, es manipulando la evidencia para eliminar todas las instancias en que Él afirmó Su
deidad. Muchas personas han hecho justamente eso. Simplemente deciden ignorar los pasajes
que no concuerdan con su punto de vista. Fue lo que hizo Tomás Jefferson en su revisión de
los Evangelios, pero de ningún modo podemos admitir que aplicó una buena metodología
histórica. Jesús no fue solo un gran maestro: fue algo más o algo menos.
Jesús tenía un desequilibrio mental
He conocido algunas personas que creían ser Dios. Sus historias son muy tristes. Sufren
delirios de grandeza. Si Jesús sinceramente pensó y enseñó que era Dios, pero no lo era,
entonces también padecía una enfermedad mental.
¿Concuerda dicho diagnóstico con la evidencia que tenemos (que, como recordarán, es la
única evidencia histórica disponible)? De ningún modo. Salvo la declaración de Jesús (que no
es un asunto menor), no hay más pruebas de síntomas de enfermedad mental. Lo que es aún
más importante, la realidad de Sus milagros contrarresta por completo la noción apresurada
de que Jesús estaba loco. Yo les digo a mis estudiantes que, si alguna vez llego y digo que
soy Dios, el Creador del universo y el único Salvador, tendrían que tomarme delicadamente del
brazo y llevarme al psiquiatra más cercano. Pero si hiciera esa afirmación y convirtiera agua en
vino, sanara a muchas personas con unas simples palabras, alimentara a miles con la vianda
de un muchacho, resucitara a los muertos, predijera mi propia muerte y resurrección y lo
cumpliera, entonces convendría que tomaran mis palabras más en serio. Podré ser muchas
cosas, pero no un loco suelto. Jesús hizo todas estas cosas y muchas más: Él no tenía una
enfermedad mental.
Jesús fue un charlatán
Siempre han existido personas que engañan deliberadamente a otros para que crean que
son Dios, sin serlo. Son los charlatanes. Mienten para rodearse de seguidores, y del poder y
las riquezas que consiguen con su engaño. ¿Pudo Jesús ser una persona así?
Nuevamente, la evidencia no respalda esta interpretación. Jesús no se benefició en
absoluto de Sus palabras. Murió abandonado aun por Sus seguidores más cercanos, sin nada
de dinero, torturado sobre uno de los inventos más crueles en la historia de la humanidad. Que
Jesús haya engañado intencionalmente a las personas en beneficio propio es una idea
descabellada.
De nuevo, los milagros son el mayor obstáculo. Recuerde que aun la cita del Talmud, con
intención de desacreditar a Jesús, reconoce que realizó obras milagrosas (aunque las llamó
«hechicerías»). El retrato de Jesús como un milagroso sanador que ayudaba a todos no
condice con el de una persona embaucadora. Son incompatibles. Por lo tanto, Jesús no pudo
haber sido un charlatán.
Jesús estaba endemoniado
La refutación de las dos alternativas anteriores dependió, en gran parte, de la realización
de milagros por parte de Jesús. Como vimos, sin embargo, la cita del Talmud aceptaba que
Jesús obró milagros, pero negaba que fuera Dios. Consideraban que Jesús era un hechicero
endemoniado que probablemente había venido para probar la fe de los judíos en el Dios
verdadero. No negaban que hubiera hecho milagros, pero pensaban que solo servían para
probar que Jesús no era Dios sino Satanás. Esta es la interpretación dada en Marcos 3:22.
¿Pudo Jesús estar endemoniado?
Nuevamente, la respuesta clara es no. Esa acusación es infundada; se basa en un
entendimiento incompleto de las enseñanzas y las acciones de Jesús. La mejor refutación es
señalar la continuidad que hay entre Jesús y las enseñanzas del Antiguo Testamento. Él no
contradijo la revelación del Antiguo Testamento, sino que cumplió sus profecías.
Podemos considerar el cumplimiento de las profecías como un tipo particular de milagro.
Entre las muchas profecías del Antiguo Testamento referidas al Mesías, se predice Su lugar
de nacimiento (Miqueas 5:2), cómo habría de morir (Salmos 22; Isaías 53) y aun Su
resurrección (Salmos 16:10). Nadie puede manipular la realidad para que estas cosas
sucedan; su cumplimiento es milagroso. Tampoco cabe adscribirlas a meras coincidencias. Se
ha estimado que la probabilidad de que todas estas profecías se cumplieran solo por
casualidad es 1 en 10157 (10 multiplicado 157 veces por sí mismo).2 Se trata de un milagro.
Lo que es más importante, estas profecías y su cumplimiento demuestran la continuidad
con el Antiguo Testamento. Vez tras vez, al ver los debates de los cristianos con los judíos en
la iglesia primitiva, emerge este punto crucial: Jesús no es un malvado competidor con el Dios
del Antiguo Testamento, sino que es el Hijo del Dios del Antiguo Testamento. Así lo demostró
al cumplir las profecías del Antiguo Testamento. Jesús no estaba poseído por los demonios.3
Jesús fue quien dijo ser: Dios
¿Quién fue Jesús? Hemos establecido que no fue un mero ser humano común y corriente,
no fue solo un gran maestro, tampoco tenía una enfermedad mental, no fue un charlatán ni
estaba endemoniado. Nos hemos quedado sin opciones; la única posibilidad que subsiste es
que haya sido exactamente lo que dijo ser: Dios.
Por supuesto, no es fácil postular esta afirmación. Si vamos a afirmar que un individuo en
particular es Dios, deberíamos estar seguros de los hechos que respaldan nuestra aserción.
Tarde o temprano, deberemos enfrentar la conclusión inevitable. Sherlock Holmes decía:
«Descartadas todas las imposibilidades, lo improbable debe ser verdadero». Su dicho es
aplicable aquí. Lo improbable, que Dios realmente se encarnó en Jesús de Nazaret y tomó
forma humana, debe ser verdad, porque es la única explicación que se ajusta a todos los
hechos.
Cuatro posibilidades
Es posible condensar las explicaciones sobre quién fue Jesús en cuatro posibilidades.
Leyenda. Nunca existió un hombre llamado Jesús que alegó ser Dios. Esta opción está
en franca contradicción con la información obtenida a partir de una metodología
histórica.
Lunático. Jesús realmente pensaba que era Dios, pero estaba equivocado. Esta
opción no se corresponde con Su carácter y los milagros que realizó.
Embustero. Jesús engañó deliberadamente a la gente (como lo haría un charlatán o un
agente de Satanás). Los milagros que realizó, Su vida, muerte y resurrección y las
profecías que se cumplieron en Su persona contradicen esta posibilidad.
Señor. Él fue quien dijo ser.
Estos cuatro puntos son un buen resumen del argumento, aunque de ningún modo
constituyen una receta para convertir a los ateos en cristianos. Se basan en las conclusiones a
las que arribamos progresivamente —aunque usted no puede suponer que otros,
necesariamente, las aceptarán en una conversación. Hemos concluido que:
Respuesta al caso 2: Recuerdo que no respondí nada, pero sentí mucha pena por este hombre. Aparte de perderse la verdad,
continuaba siendo activo en la iglesia, gastando su tiempo en algo en lo que no creía. Nunca pude entender este fenómeno.
Como ya lo expresé más arriba, siento compasión por todas aquellas personas que no están dispuestas a creer en la
deidad de Cristo la primera vez que escuchan esta verdad. En mi trabajo con diferentes religiones, tengo que escuchar
afirmaciones que desestimo rápidamente, pero a veces necesito detenerme para considerar la evidencia. Lo mismo vale para
quienes consideran que la deidad de Cristo no es más que superstición, a pesar de la evidencia en sentido contrario; quizás
piensan que son modernos y racionales, cuando en realidad están siendo irracionales.
Respuesta al caso 3: Tal vez la manera más peligrosa de considerar la resurrección sea aislarla del mundo de la realidad. De
pronto, es posible creer algo que quizás no sea verdadero según los criterios normales de verdad. Me parece que la mayoría de
las personas que adoptan esta posición saben, en el fondo de su corazón, que sus creencias en realidad son falsas y que la
resurrección en realidad no sucedió.
Esta noción además le resta sentido a sus creencias. Una resurrección que no ocurrió en la realidad espacio-temporal del
mundo objetivo no es lo que la Biblia enseña ni es comprensible. ¿Qué quedaría de una resurrección que sucedió, pero que no
sucedió? No lo sé; este postulante a profesor no lo sabía; nadie lo sabe. Un salto a la irracionalidad no rescata a la fe, la hunde.
Respuesta al caso 4: Cómo saber lo mucho que prosperaría la causa de Cristo si quienes dicen creer en Él dejaran de
expresarse con tanto cinismo, ¡que, además, es falso! Si por «probar» queremos decir establecer los hechos racionalmente,
basados en la evidencia, con la Biblia «no se puede probar nada». Los criterios que hemos utilizado en este capítulo son las
pautas normales usadas en el estudio de la historia. En definitiva, se basan en el sentido común.
Si los hechos históricos sobre Jesús no fueran verdaderamente concluyentes, tendríamos un gran problema. En dicho
caso, también perderíamos la información teológica. Usted no puede saber que Jesús murió en la cruz por sus pecados si no
sabe que murió en la cruz. No puede saber que es su Salvador vivo si Él no resucitó. Estas cuestiones no tienen un mero interés
trivial. Si Jesús no es quien dijo ser, el cristianismo pierde su razón de ser. A su vez, sabemos que Jesús es Dios, que Él dio
pruebas de Su identidad y que nos invita a dejar que Su obra redentora nos libere.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Resumir siete pasajes en los que Jesús afirmó que era Dios.
2. Mencionar cinco explicaciones que no admiten que Jesús sea Dios, describir dónde
radican sus defectos y mostrar cómo la mejor explicación es aceptar que Él es Dios.
3. Argumentar a favor de la plausibilidad del nacimiento virginal y mostrar por qué las
explicaciones alternativas no se ajustan a los hechos.
4. Mostrar por qué las apariciones de Cristo no pudieron ser alucinaciones.
5. Refutar seis hipótesis que no admiten que el sepulcro estaba vacío porque Cristo
resucitó.
6. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: John R.
W. Stott, J. Gresham Machen.
1. Identifique otros pasajes bíblicos en los que Jesús afirmó ser Dios.
2. Encuentre un ejemplo de una persona contemporánea que alegue ser Dios. Aplique los
criterios usados en este capítulo a ese caso.
3. Descubra historias sobre nacimientos milagrosos en otras religiones. ¿En qué difieren
de los relatos sobre el nacimiento virginal de Jesús en el Nuevo Testamento?
4. Imagine que alguien le dijera que vio o experimentó algo muy inusual. Fíjese en los
pensamientos que le cruzan por la mente mientras intenta decidir si creerle o no.
¿Cómo aplicaría sus pensamientos a los informes de las personas que dijeron haber
visto a Jesús resucitado?
5. Piense en otras explicaciones alternativas que se han propuesto para evitar aceptar la
idea de una resurrección. Muestre cómo son refutadas por los argumentos de este
capítulo.
6. Repase el hilo del argumento de este libro a partir de la posibilidad de la verdad hasta
el hecho de la resurrección. ¿Hasta qué punto la interdependencia de los argumentos
es una ventaja o una desventaja?
Lecturas adicionales
J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930).
H. D. McDonald, Jesus: Human and Divine (Grand Rapids: Zondervan, Grand Rapids, 1968).
Josh McDowell, Más que un carpintero, 2.ª ed. (Miami: Unilit, 1997).
Frank Morison, ¿Quién movió la piedra?, trad. Rhode Flores de Ward (Miami: Caribe, 1977).
1 Comparar el análisis de Colin Brown, en Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984), 294-99.
2 Josh McDowell, Evidencia que exige un veredicto (Miami: Editorial Vida, 9.ª impresión, 1993), 170.
3 Cada tanto, un estudiante plantea que quizás el Dios del Antiguo Testamento era un demonio, que se trata todo de un gran
fraude. Esta objeción es insostenible porque despoja de todo significado a las palabras utilizadas. Por definición, Dios no es un
demonio, el bien no es el mal, etcétera. Por lo tanto, si Jesús es el Hijo de Dios, no puede ser un demonio.
4 J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930).
5 Alguien podría plantear una objeción razonable: ¿No esperaban los judíos un nacimiento virginal, sobre la base de la profecía
de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen concebirá, . . . » (RVR1960). Nuevamente, la respuesta es no. El vocablo «virgen» en
hebreo (alma) admite ser traducido como «virgen» o simplemente como «doncella» o «una joven». Como cristiano, estoy
convencido de que la traducción correcta es «virgen», pero los judíos en los días de Jesús no interpretaban el pasaje de esta
manera. Para ellos, hubiera sido una referencia a una joven.
6 Gary Habermas ha escrito profusamente sobre la resurrección. Ver The Resurrection of Jesus (Nueva York: University
Press of America, 1984).
12
De Cristo al cristianismo
Jesús o el cristianismo
Caso 1: Otra vez me encontraba en un café, un sábado de noche, hablando con un estudiante universitario interesado en saber
qué estábamos haciendo.
—¿Para qué tienen este lugar? —preguntó.
—Por varios motivos —respondí—. Para que la gente tenga un lugar tranquilo donde ir, para ayudar a la gente a conversar
en un ambiente informal, para que puedan conocer a Jesucristo, para mostrarles qué es el cristianismo.
—¡Espera! —me interrumpió—. Estás mezclando dos cosas diferentes. Primero, dijiste «Jesús», y luego, «cristianismo».
Son dos cosas diferentes.
—No lo creo —acoté—. El cristianismo son las enseñanzas de Jesucristo.
Mi interlocutor no estaba dispuesto a aceptarlo.
—No, son dos cosas completamente distintas. El cristianismo ha tergiversado por completo las enseñanzas de Jesús. Yo
quiero seguir a Jesús, pero no me interesa nada que tenga ver con eso conocido como «cristianismo».
El pecado
Caso 2: Mientras atendíamos una mesa con literatura en el centro de estudiantes, una estudiante curiosa se acercó para
averiguar qué «vendíamos». Compartí el evangelio con ella y le dije que Jesús murió por nuestros pecados.
—¿Pecados? —reaccionó con escepticismo—. Yo no soy una pecadora.
No iba a dejarlo pasar.
—¿Quieres decir que nunca pecaste?
—Nunca. Nunca.
No me iba a rendir.
—¿Quieres decir que nunca hiciste nada que de alguna manera haya lastimado a los demás?
¿Necesitamos fe?
Caso 3: Durante un viaje en bicicleta por la costa este de Estados Unidos, en un pequeño restaurante junto a la ruta, los dueños
nos permitieron refrescarnos con una manguera: una sensación agradable en el calor abrasador de Virginia. Se nos había unido
Max, otro ciclista venido de California. Después de comparar nuestras experiencias en la ruta, la conversación derivó al tema de
la religión. Max nos dijo que, en parte, el propósito de este largo viaje solo era darse tiempo para pensar sobre su compromiso
con Jesucristo. Estaba convencido de que, si realmente se lo proponía y le dedicaba todo su esfuerzo, podría vivir en perfecta
obediencia a Cristo.
Jim, uno de mis compañeros de ruta, comenzó a sondear un poco:
—Pero ¿y la fe? —preguntó—. ¿No necesitas tener fe en Cristo, además?
—No —respondió Max—. La fe es una muleta. Puedo seguir a Cristo sin recurrir a la fe.
—Pero Jesús enseñó que necesitábamos tener fe en Él, que murió por nuestros pecados.
—En realidad —respondió Max—, si leen cuidadosamente los evangelios, se darán cuenta de que Jesús nunca enseñó tal
cosa. El quería que lo siguiéramos, no que creyéramos en Su muerte para eludir nuestra responsabilidad.
En el último capítulo mostramos que es razonable aceptar que Jesús es Dios. A partir de
ahí, queda solo un pequeño paso para verificar que dichas creencias constituyen la esencia del
cristianismo. Por «esencia del cristianismo» me refiero a la lista de creencias que enumero a
continuación. No pretenden ser formulaciones dogmáticas de todas las verdades esenciales; la
forma expresa en que las formulo y el alcance de gran parte de lo que diré podría ser objeto
de refinamiento teológico. Comienzo con la hipótesis de que, por más matices que se les
introduzcan, el cristianismo genuino necesita aceptarlas como innegociables. La pregunta es:
¿qué respaldo tienen? Estas son las cinco creencias esenciales:1
1. Las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento son la Palabra inspirada de Dios.
2. Los seres humanos están apartados de Dios por causa de su pecado y no pueden
restaurarse a sí mismos para ser aceptables a Dios.
3. Con Su muerte en la cruz y Su resurrección, Cristo pagó el precio para que
pudiéramos ser reconciliados con Dios.
4. Para ser salvos, es necesario y suficiente tener fe en Cristo.
5. La persona salvada por la fe en Cristo da testimonio de su salvación viviendo en
rectitud.
Vemos, entonces, que Jesús usó las Escrituras como procedentes de Dios. Jesús
consideraba que eran fijas y permanentes, con autoridad y sobrenaturales. Estos puntos se
sintetizan en una frase: decimos que las Escrituras son «inspiradas». En particular, esta
expresión enfatiza la noción de que las Escrituras son escritos originados en Dios y contienen
Su mensaje de autoridad.
¿Creía Jesús personalmente lo que afirmaba sobre las Escrituras? ¿No sería posible que
las usara como lo hizo solo para comunicarse con Su público judío? Como ellos aceptaban que
eran inspiradas, Él recurrió a las mismas Escrituras para enseñarles. Es decir, Jesús no
estaba necesariamente expresando Sus propias convicciones, sino que se acomodaba a Sus
oyentes.
Aunque en principio esta teoría de la acomodación parecería ser relativamente plausible, es
insostenible cuando se la analiza. En primer lugar, estamos hablando del hombre que también
es Dios. No tiene sentido que esta persona avale ideas que Él mismo sabe que son falsas. Si
el Antiguo Testamento no es inspirado, Dios tendría que saberlo; que Cristo respaldara esta
noción sería lo mismo que defender una falsedad. Para cualquier ser humano eso de por sí ya
sería reprensible; para Dios, imposible.
En segundo lugar, la idea de que Jesús se limitó a acomodarse a la gente también es
problemática. Si hay algo destacable en el ministerio de Cristo es que se negó rotundamente a
avenirse a Su público. Estamos ante un Hombre que defendió a Sus discípulos cuando no se
lavaban las manos como ordenaba la ley y la tradición (Marcos 7:5), que acusó a Su público
de ser hijos del diablo (Juan 8: 44), que no siguió las costumbres judías en varias ocasiones y
que prácticamente nunca perdió oportunidad alguna de distanciarse de las autoridades. La idea
de que de pronto optara por sacrificar Sus convicciones para poder comunicarse mejor con la
gente no coincide con Su carácter.
En realidad, basta una breve mirada sobre cómo y cuándo usó las Escrituras para hacer
aún menos plausible la posibilidad de que estuviera acomodándose a Su público judío.
Invariablemente, las usaba para confrontarlos, no para conciliar posiciones. Su público estaba
equivocado y no entendían debidamente las Escrituras. Por ejemplo, les enseñó que, si creían
lo que leían en los escritos de Moisés, deberían ser capaces de creer en Él (Jesús): no creían
porque no tenían suficiente fe en las Escrituras. Jesús los convocó a una aceptación más
profunda de las Escrituras y de su mensaje, todo lo contrario a adaptarse. La noción de que
Jesús solo usó la Escritura como lo hacían Sus oyentes queda descartada.
Jesús, el Hijo de Dios, presentó a los escritos del Antiguo Testamento como escrituras
inspiradas por Dios mismo. Por lo tanto, la iglesia primitiva también aceptó el Antiguo
Testamento como escritos inspirados. Basados en la misma autoridad, la de Jesús, nosotros
deberíamos hacer lo mismo.
Con respecto a este tema, es importante considerar qué libros pertenecen a esta colección
de escritos inspirados. En virtud del anterior razonamiento, la respuesta más simple —y
correcta— es la siguiente: aquellos libros que ya pertenecían al Antiguo Testamento en la
Palestina del primer siglo, porque son los únicos que Jesús habría aceptado como inspirados.
Alrededor del año 90 d.C. un cónclave de rabinos (judíos, no cristianos) se reunió en la ciudad
palestina de Jamnia, para dar su aval permanente a los libros que las sinagogas judías ya
aceptaban como las Escrituras. Estos rabinos nunca consideraron la posibilidad de agregar
más libros; sí pensaron en eliminar algunos, aunque luego no lo hicieron. Tenemos, entonces,
un criterio claro de qué libros habría aceptado Jesús como Escritura, los que figuraban en la
lista de los rabinos. Estos libros son exactamente los mismos que hoy llamamos el «Antiguo
Testamento», de Génesis a Malaquías.
Existe otro grupo de libros que, en ocasiones, fundamentalmente por la iglesia católica, se
incluyen en las recopilaciones del Antiguo Testamento. Son 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit, la
Sabiduría de Salomón, entre otros: Se los conoce como apócrifos o deuterocanónicos.
«Apócrifo» significa «dudoso» y es efectivamente incierto si estos libros deben ser
considerados parte de las Escrituras. Debería rechazarse su inclusión en las Escrituras, no por
su contenido (aunque son de calidad muy despareja), sino porque no contaron con el aval del
judaísmo del primer siglo. No fueron aceptados por los rabinos, ni tampoco por Jesús. Por lo
tanto, no tenemos ninguna base para aceptarlos como inspirados.
Las Escrituras del Nuevo Testamento reposan en la autoridad de Cristo
Sin duda, el argumento para la inclusión de los libros en el Nuevo Testamento es diferente,
dado que recién se escribieron varios años después de que Jesús ascendiera al cielo. En este
caso, Jesús autorizó a Sus discípulos a registrar Sus enseñanzas y continuar predicándolas.
Sus enseñanzas se plasmaron en forma permanente en el Nuevo Testamento.
En Juan 14:26 encontramos la afirmación crucial de Jesús sobre este punto. Allí prometió a
Sus discípulos que el Espíritu Santo les haría recordar todas Sus enseñanzas después de Su
partida. En Juan 15:26-27, una vez más, afirmó que los discípulos serían Sus testigos por
medio del Espíritu Santo. Otros pasajes sobre lo mismo son Mateo 28:19-20 y Hechos 1:8.
Proporcionan la imagen del llamamiento especial dirigido a los discípulos a que propagaran las
enseñanzas de Cristo. Se transformaron de «discípulos», que significa «seguidores y
aprendices», en «apóstoles», que significa «representantes». Escuchar las enseñanzas de un
apóstol llevaba el mismo peso que si se escuchara enseñar a Cristo.
La colección de libros que llamamos en la actualidad «Nuevo Testamento» debe entenderse
como una extensión del ministerio de enseñanza de los apóstoles. Cada uno de los libros fue
escrito por un apóstol o por una persona estrechamente vinculada a un apóstol, alguien que
reproducía las enseñanzas del apóstol. Por ejemplo, Lucas fue compañero de Pablo, y
Marcos, de Pedro.
El proceso de reconocer la autoridad de estos libros comenzó casi de inmediato. En 2
Pedro 3:16, el apóstol Pedro usa el término «Escrituras» para referirse a las cartas de Pablo.
La palabra usada en este versículo es un término técnico que se utiliza solo para referirse a los
escritos tenidos por inspirados. Por lo tanto, al asociar el término a las epístolas de Pablo,
Pedro ya les está reconociendo su carácter inspirado.
El reconocimiento del Nuevo Testamento se dio en un breve período. Contrariamente a lo
que muchos creen, no fue fruto de interminables debates hasta que finalmente, al cabo de
muchos siglos, la cuestión se zanjó por medio de una decisión arbitraria de un concilio. En
realidad, el proceso de reconocimiento transcurrió relativamente sin tropiezos. Hacia finales del
siglo II d.C. (aproximadamente unos cien años después de haberse escrito el último libro), la
mayoría de las iglesias ya usaban una colección de libros muy similar al Nuevo Testamento de
la actualidad.2 Las declaraciones oficiales de los concilios fueron posteriores.
Por supuesto, no todo el mundo aceptó los mismos libros al mismo tiempo. Hubo algunas
discusiones bastante animadas sobre la inclusión de algunos de ellos; fue el caso de Hebreos y
2 Pedro. Durante esos debates, lo que más se discutió fue la autoría de dichos escritos, el
mismo punto que nos interesa aquí: ¿Quién escribió el libro? ¿Un apóstol o alguien que
representaba directamente a un apóstol? Si fue así, podría incluirse; de lo contrario, debería
ser rechazado.
Hay otra cosa que debe destacarse mientras describimos el proceso de selección.3 No
hubo sorpresas ni agregados de último momento. Los libros cuya inclusión se discutía y que
fueron aceptados universalmente habían sido reconocidos por la mayoría de las iglesias desde
hacía ya mucho tiempo. Las iglesias se limitaron a llegar a un consenso sobre los libros que ya
circulaban desde largo tiempo atrás.
El primer reconocimiento formal del canon del Nuevo Testamento fue en el año 397 d.C., en
el sínodo de Cartago. Se reconocieron los mismos veintisiete libros que aún hoy conforman
nuestro Nuevo Testamento. Lo único que hizo esta asamblea de obispos fue dar el
reconocimiento oficial a una realidad de las iglesias locales. Henry Chadwick, un eminente
investigador de la historia de la iglesia, evalúa el proceso de la siguiente manera: «A veces, los
escritores modernos se sorprenden de los desacuerdos. Lo verdaderamente sorprendente es
que haya habido tal grado de acuerdo en tan breve tiempo».4
La autoridad del Nuevo Testamento reposa en el siguiente razonamiento: Jesús impartió a
los apóstoles plena autoridad para enseñar por el poder del Espíritu Santo. La enseñanza de
los apóstoles se perpetuó en la compilación de sus escritos, el Nuevo Testamento. Por ende,
el Nuevo Testamento que recibimos descansa sobre la autoridad de Jesús mismo.
Estas consideraciones también permiten inferir que no es posible incorporar más libros al
Nuevo Testamento. De vez en cuando, alguien plantea la pregunta sobre si el canon está
cerrado o si quizás debiéramos agregar más escritos al Nuevo Testamento. Ahora bien, no
pretendo dar a entender que el Espíritu Santo ya no inspira a las personas para que registren
nuevas revelaciones. Dios es omnipotente y Él sin duda puede hacerlo. No obstante, cualquier
escrito nuevo no provendría de un apóstol y, por lo tanto, no tendría la autoridad de Jesús. No
seríamos capaces de reconocerlos como inspirados y autorizados para toda la iglesia de la
misma forma en que reconocemos la autoridad del Nuevo Testamento.
Hemos dado el primer paso en la transición de Cristo al cristianismo. Jesucristo, el Hijo de
Dios, avaló el Antiguo y el Nuevo Testamento con Su autoridad. En consecuencia, para ser
coherentes, si prometemos lealtad a las enseñanzas de Jesús, es necesario que
reconozcamos simultáneamente la revelación de las Escrituras. Sabemos que el Antiguo y el
Nuevo Testamento son la Palabra de Dios porque eso fue lo que nos enseñó el Hijo de Dios.
En nuestro anterior estudio, probamos que el Nuevo Testamento tiene autoridad como historia;
ahora, hemos mostrado que también tiene autoridad como revelación divina. Como corolario,
para el análisis que plantearemos a continuación podremos hacer referencia no solo a lo que
Jesús enseñó directamente, sino también a lo que el resto de los escritores del Nuevo
Testamento han elaborado.
Respuesta al caso 2: El pecado es algo mucho más grave que haber lastimado a alguien en algún momento de la vida. Jesús
no murió, y no necesitamos ser redimidos, porque hicimos llorar a nuestra hermanita cuando teníamos cinco años. La
naturaleza del pecado concierne una ruptura con Dios, la que luego se manifiesta en malas relaciones con los demás.
Por eso incluyo este caso en la categoría de «cosas que desearía no haber dicho». Si mal no recuerdo, ella dijo más o
menos lo que sigue: «¡Vamos! Eso no es pecado. Así somos los humanos». Estaba atrapado y necesitaba explicarle lo que debí
haberle dicho en primer lugar: que, por nuestra propia naturaleza, ya estamos separados de Dios. Por supuesto, hay muchos
que rechazan esta noción, pero, como lo ilustra este ejemplo, minimizar la naturaleza del pecado para que la gente reconozca
su pecado tampoco sirve de nada.
Respuesta al caso 3: Este caso no difiere del anterior. Una vez más, concierne la necesidad de ayudar a las personas a
comprender su condición de pecadoras que necesitan ser redimidas. La incluí solo para mostrar que Jesús enseñó
precisamente esto mismo. Eliminar el pecado y la redención de la enseñanza de Jesús es tergiversarla. De Sus enseñanzas
queda bien claro que necesitamos ser salvos de nuestra condición de pecadores.
Respuesta al caso 4: En el capítulo 1, esbozamos tres tipos de fe; a una de ellas la denominamos fe pensante. Es el tipo de fe
que «cree que . . . » algo es verdad. Con frecuencia consiste en aceptar una creencia como verdadera simplemente sobre la
base de una autoridad, sin considerar la evidencia. Aunque no es posible prescindir de este tipo de fe, para los propósitos de
este estudio nos propusimos la tarea de determinar si podemos saber que el cristianismo es verdadero sobre la base de la
evidencia. Si lo hemos logrado, ¿por qué considerarlo un detrimento?
Escucho este tipo de objeción a menudo en estos días, y debo decir que me deja algo desconcertado. ¿Qué pretende la
gente? ¿Debería dejar deslizar un argumento inválido de vez en cuando? (Se me ocurren varios). ¿Debería decirle a la gente:
«Aunque cuento con suficiente evidencia, quiero que usted la ignore y lo crea porque yo se lo digo»? No puedo convencerme de
que dicho proceder sirva para hacer avanzar la causa de la verdad.
Sí, la fe es esencial para el cristianismo, pero la fe verdadera no nos pide que creamos una aparente falsedad. La verdadera
fe está dispuesta, no solo a afirmar ciertas verdades, sino a entregarse por entero para la eternidad, en un acto de confianza en
aquel que demostró ser la Verdad.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Hemos establecido una lista de cinco creencias esenciales del cristianismo. Argumente
la posibilidad de añadir o quitar elementos a esa lista.
2. A la luz de este análisis, elabore un argumento contra la inclusión de más libros en la
Biblia.
3. ¿Por qué el concepto de pecado es un factor tan crucial para entender la naturaleza
del cristianismo?
4. Compile pasajes del Nuevo Testamento que consideran el efecto de la muerte de
Cristo en la cruz. ¿Qué tipo de imagen transmiten?
5. ¿Por qué la fe no implica ni el más mínimo tipo de esfuerzo? ¿Cómo, entonces, se
vincula la fe a la obediencia en el Nuevo Testamento?
6. Hay quienes postulan que esperar ver buenas obras como efecto de la fe es
reintroducir la salvación por obras. ¿Por qué esto no es así?
7. Elabore un breve resumen sobre el cristianismo, respaldado con versículos bíblicos,
como lo enseñaron Jesús y los apóstoles.
Lecturas adicionales
Winfried Corduan, Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker, 1981).
Paul Enns, The Moody Handbook of Theology (Chicago: Moody Press, 1989).
Robert H. Stein, The Method and Message of Jesus’ Teachings (Filadelfia: Westminster,
1978).
John R. W. Stott, Cristianismo básico, trad. C. René Padilla, 3.ª ed. revisada (Quito: Certeza,
1987).
1 Ya establecimos una serie de creencias sin las cuales no sería posible el cristianismo: que Dios existe, que Jesús existió en
la historia, que Jesús es Dios, etc.
2 Contamos con evidencia histórica contundente: una lista de estos libros. Ver «The Muratorian Canon» en Henry Bettenson,
ed., Documents of the Christian Church, 2.ª ed. (Nueva York: Oxford University Press, 1963), 28-29.
3 A este proceso se lo denomina «canonización» o la compilación del «canon». El vocablo griego «canon» significa «regla,
vara de medir». La cuestión es determinar qué libros cumplen ciertos criterios.
4 Henry Chadwick, The Early Church (Baltimore: Penguin, 1967), 44.
13
La verdad y nuestra cultura
El arte
Caso 3: Me encontraba en Washington, D.C., en el Museo de Arte Moderno, una filial del Smithsonian, contemplando una obra
titulada «Blanco», por Robert Rauschenberg. Era un óleo sin marco y consistía en un lienzo dividido en cinco paneles pintados
uniformemente de blanco . . . nada más. A su lado había otra pintura similar, solo que en negro, titulada «Negro».
El momento me quedó grabado en la memoria porque había un muchacho, de unos dieciséis años, parado junto a su madre
delante de los paneles blancos. Al parecer, ella había hecho un comentario despectivo sobre la obra.
—Es que tú no entiendes, mamá —reaccionó él—. En realidad, encierra un significado profundo.
¿Será cierto? A lo largo de los últimos doce capítulos hemos mostrado que en verdad, el
cristianismo es verdadero. Una última investigación será útil: confrontar el compromiso cristiano
para con la verdad con los supuestos de nuestra cultura. Para aclarar el propósito de este
capítulo, primero estableceré qué es lo que no intento hacer.
¿Qué es la cultura?
Comenzaré por especificar qué entiendo por «cultura». Un antropólogo podría definir cultura
como «ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las
leyes, las tradiciones y todos los demás usos y hábitos adquiridos por los humanos en tanto
miembros de una sociedad».2 En otras palabras, la cultura está presente en nuestro medio, en
nuestra vida y en lo que pensamos sobre todo. De muchas maneras, nuestras culturas son
permanentes y constituyen una parte tan íntima de nosotros como nuestro cuerpo. Casi nunca
nos percatamos de su presencia, salvo cuando algo anda mal.
En consecuencia, mi mirada de la cultura ya está afectada culturalmente. Representa la
perspectiva de un hombre blanco norteamericano de clase media, aunque —y esto también es
parte de mi sesgo— también estuve inmerso en otras culturas, por mis orígenes y mis viajes.
Además, la naturaleza misma de la cultura norteamericana hoy en día está influida por un
sentido multicultural, debido a que conviven diversas subculturas étnicas claramente
identificadas, como los afroamericanos, los hispanos y los chinos. Esta observación es
pertinente porque ser dogmático sobre lo que la cultura afirma con claridad sería excederse
más allá de lo factible. Con todo, estoy seguro de que mediante generalizaciones,
acompañadas de cuidadosas salvedades, podré hablar no solo sobre mí, sino también sobre lo
que la mayoría de los occidentales reconocería en general como la cultura occidental.
En nuestra definición de cultura está implícita la imposibilidad de desligarnos
completamente de ella; tampoco resulta claro por qué alguien desearía hacerlo. Todas las
culturas tienen defectos; sin embargo, todos los seres humanos están inmersos en una cultura.
Por lo tanto, la única manera posible —y deseable— de criticar una cultura es desde dentro de
ella misma, con la idea de redimirla, no de descartarla, lo que además sería imposible. (Ver el
estudio sobre el pensamiento dependiente del sistema en el capítulo 4).
Lo que ahora observamos, como parte de nuestra cultura, es la reacción a vivir en el piso
de arriba demasiado tiempo. La gente se da cuenta de que los valores que guían su vida son
solo huidas irracionales; no derivan de nada objetivo. En consecuencia, su huida es tan buena
como la mía: ambas son igual de irracionales y, entonces, ni siquiera tiene sentido preguntarse
cuál es la correcta. En un sentido, todas son correctas; en otro sentido, ninguna lo es. En
realidad, nada importa. Las luces de Navidad en octubre no son solo una decoración inocente y
agradable: son también un símbolo profundo de una cultura que perdió su rumbo. Veamos
ahora, más específicamente, lo que sucede con la verdad, la bondad y la belleza en este
contexto.
La verdad
He dedicado todo este libro a estudiar la verdad: a partir de su posibilidad, pasando por su
método y hasta su aplicación al cristianismo. Demostramos que (a) es posible conocer la
verdad y (b) podemos mostrar que el cristianismo es verdadero. Ahora nos detendremos para
considerar qué tratamiento recibe la verdad en nuestra cultura.
Hoy en día, en general, el abordaje más popular a la verdad es el relativismo, que ya
analizamos en el capítulo 2. El relativismo enseña que hay muchas verdades religiosas válidas.
El cristianismo quizás sea verdad, tanto como tal vez lo sean las tradiciones religiosas que lo
contradicen. Esta cita de Marcus Bach es representativa: «Me parece que las grandes
religiones deberían verse como dialectos diferentes que el ser humano usa para hablar con
Dios, y Dios con el ser humano».4 Esta afirmación implica que hay una realidad fundamental,
descrita con la palabra «Dios». Las diversas religiones, con sus conceptos, imágenes, mitos y
lenguajes, son diferentes maneras de relacionarse con Dios. Este tipo de afirmación (de
avanzada, cuando se postuló por primera vez en 1961) sirvió de punto de partida para lo que
luego se convirtió en una idea convencional hacia fines del siglo pasado. Es una vertiente
particular de relativismo, que podríamos denominar inclusivismo. Sin embargo, conlleva
grandes problemas.
1. El inclusivismo no permite la inclusión de una religión exclusiva. Algunas religiones se
presentan como el único camino a Dios; por ejemplo, el cristianismo. Jesús dijo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, NBLH).5 Hay solo
dos opciones lógicas ante afirmaciones de este tipo: (1) el cristianismo es falso o (2) el
cristianismo es exclusivamente verdadero. El cristianismo no puede ser verdadero mientras
otras religiones sean igualmente verdaderas. Para que sea verdadero, sus postulados deben
ser verdaderos: entre ellos, ser el único camino a Dios. Si esta premisa fuera falsa, el
cristianismo dejaría de ser verdadero. Algo no puede ser falso y verdadero al mismo tiempo.
Por supuesto, algo muy semejante al cristianismo todavía podría ser verdadero: un
cristianismo despojado de todos sus postulados de exclusividad. No sería un cristianismo
bíblico, sino un sucedáneo para conformarse a las tesis del inclusivismo. Si alguien deseara
acomodar el cristianismo al inclusivismo, tendría que tener alguna buena razón para pensar que
el inclusivismo es verdadero. Consideremos cuál es su posible respaldo.
2. El inclusivismo carece de evidencia. ¿Qué podría ser considerado evidencia a favor de
la afirmación de Marcus Bach? ¿Cómo saber que cuando hablamos de Dios nos referimos a la
misma realidad? Una respuesta a esta pregunta podría ser el principio de la identidad de los
indiscernibles, que usamos en el capítulo 6 para demostrar que solo puede haber un Dios. En
aquella oportunidad, afirmamos que el principio postula que si dos cosas comparten las
mismas propiedades, entonces son idénticas; se trata de la misma cosa. Si podemos mostrar
que Dios, como lo concibe cualquier religión, siempre tiene las mismas propiedades, este
principio nos llevaría a concluir que todas las religiones adoran al mismo Dios.
Nada más alejado a la verdad. Mientras escribo estas líneas, recuerdo un día en Singapur,
hace unos meses. En la mañana, un grupo de estudiantes y yo asistimos a una reunión de
equipo de Juventud para Cristo. Cantamos himnos, oramos y escuchamos una exposición
sobre la epístola de Santiago. En la tarde, visitamos un templo hindú, en ocasión de la fiesta
Taipusan, una celebración local para el dios Muruga.6 Nos quedamos de pie en el templo y
observamos cómo los devotos de Muruga se perforaban la piel con largos pinchos con pesas
(los «kavadi»), se atravesaban las mejillas y la lengua. Luego caminaban por la calle, con el
acompañamiento de cánticos en los que celebraban el «vel», la espada de Muruga. Mientras
observaba los rituales, reflexioné en el eslogan contemporáneo: «Todos adoramos al mismo
dios; solo que le damos nombres diferentes». No podía dejar de pensar en lo inadmisible que
es dicha noción. Las diferencias entre el Cristo a quien yo adoré en la mañana y el Muruga
venerado por estos hindúes eran insalvables. Jesús llevó la cruz y fue traspasado por nosotros;
Muruga exige que nosotros llevemos el «kavadi» y que nos traspasemos el cuerpo para
aplacarlo. Quizás haya analogías a nivel trivial (ambos son dioses, son objeto de adoración),
pero es casi imposible que sean similares en lo que verdaderamente importa, mucho menos
que exista el tipo de semejanza requerido por el principio de la identidad de los indiscernibles.
Por lo tanto, el principio no confirma el inclusivismo.
Sin embargo, Bach no apela al principio de la identidad de los indiscernibles. Hace su
afirmación al principio de un libro en el que muestra cómo operan las religiones en la vida de
personas pertenecientes a diversas confesiones. Su tesis parece ser que, como todas las
religiones operan de la misma manera en la vida de las personas, debe haber una realidad
común a todas ellas.
La premisa de este argumento, que todas las religiones cumplen un papel similar en la vida
de las personas, solo debería ser posible verificar empíricamente. La experiencia de Bach lo
conduce a realizar esta afirmación, aunque mi experiencia me lleva a cuestionarla, salvo en
términos tan generales que carecerían de valor. Aun dentro de una religión, los fieles participan
por motivaciones drásticamente diferentes: para asegurarse beneficios materiales o para
compensar el no tener bienes materiales, para esforzarse a fin de obtener el perdón de los
pecados o para expresar su gratitud por haber sido perdonados, para transformar el mundo o
para huir de él, etc. No creo que sea posible confiar en todo lo que la gente dice sobre su
religión y concluir que todas operan de la misma manera.
Aun si la premisa de Bach fuera verdadera, esto no permitiría inferir su conclusión.
Imaginemos dos hombres, Fred y Ricky, casados con dos mujeres, Ethel y Lucy. Si bien
podríamos suponer que Ethel se relaciona con Fred más o menos de la misma manera en que
Lucy se relaciona con Ricky, eso no es razón para pensar que Fred y Ricky están casados con
la misma mujer, y que «Ethel» y «Lucy» son simplemente dos nombres diferentes para una
sola realidad femenina. La única posibilidad para ello sería que ambas compartieran las
mismas propiedades (y que ocuparan además el mismo espacio al mismo tiempo), algo que
claramente no es el caso. De la misma manera, tampoco podemos concluir que si todas las
religiones operan de forma similar, entonces se refieren a la misma realidad. Esta afirmación
simplemente da por sentado lo que pretende demostrar, porque no todas las religiones
comparten las mismas propiedades (como hemos visto). Por lo tanto, la experiencia no
respalda el inclusivismo.
¿Qué podría servir como evidencia del inclusivismo? Analicemos con más detalle la
afirmación de Bach. Él no se refiere en realidad a todas las religiones, sino solo a las «grandes
religiones». Su afirmación no es totalmente inclusiva porque deja un margen de maniobra en
caso de que la evidencia así lo requiera. Podría mostrar, por ejemplo, que una religión
específica no está incluida en esta concepción, Bach tendría la posibilidad de alegar que no se
trata de una «gran religión». En última instancia, queda a su entera discreción cómo emplear la
evidencia.
Profundicemos aún más. La afirmación además no apela al empirismo. Bach dice: «Me
parece que . . . ». No postula una conclusión basada en la evidencia, sino una suposición para
abordar la evidencia. Preguntarnos qué podría valer como prueba para corroborar su
afirmación, en realidad, es irrelevante. A la luz de su suposición inicial, poco importa la
evidencia.
3. El inclusivismo lleva al nihilismo. Nos hemos detenido a analizar en detalle una
afirmación inclusivista y la ausencia de evidencia a fin de dejar bien en claro nuestro propósito.
El inclusivismo religioso contemporáneo (y el relativismo en el que se basa) no obedece a
ninguna conclusión de la investigación académica, ya que no cuenta con ningún respaldo
empírico. El inclusivismo es lisa y llanamente una suposición dogmática. El dogma es el
siguiente: Todas las religiones son igual de verdaderas. Todos los puntos de vista son
igualmente verdaderos. Las diferencias y los grados de plausibilidad no tienen verdadera
importancia.
Llegamos, entonces, al resultado nihilista de este asunto. Es aceptable ser religioso. Es
aceptable no ser religioso. Cualquier religión que uno escoja es aceptable. Simplemente, no
importa. En definitiva, el relativismo lleva al nihilismo.
4. El nihilismo lleva al autoritarismo. Esta progresión no termina en el nihilismo. Aunque
parezca paradójico, un abordaje nihilista de la verdad nos arrastra a una noción autoritaria de
la verdad. La lógica de esta tesis es simple. Vimos que en un esquema basado en el
relativismo no hay verdad objetiva; no hay manera de establecer la verdad apelando a la
realidad objetiva. Como planteamos en el capítulo 2, nadie puede vivir de esa manera.
Necesitamos vivir sabiendo que la verdad se opone a la falsedad. ¿Dónde podría originarse
dicha verdad? La única posibilidad es que la verdad sea definida arbitrariamente. En el caso de
una cultura o sociedad, la verdad tendría que ser definida por quienquiera que ocupe una
posición de autoridad: la iglesia, la academia, los medios de comunicación y, en última
instancia, el poder político. Cuando la prerrogativa de decidir la verdad (la de decretarla, no
descubrirla) queda en manos de un grupo de personas con suficiente poder para imponer su
resolución, estamos bien en camino hacia una sociedad autoritaria.
En el capítulo 2, aludimos a la cantidad de gente bien intencionada que acepta el
relativismo por un malentendido. Creen que entender la verdad como algo objetivo conduce a la
intolerancia y la persecución. Una mirada a la dinámica de la historia muestra que no es así
como se desarrollan las sociedades autoritarias. La intolerancia es la primera y última función
del poder; la manera de entender la verdad no desempeña ningún papel. Quienes están
verdaderamente convencidos de la verdad objetiva, no tienen nada que temer de la libertad de
investigación ni de la representación de puntos de vista opuestos. Que una sociedad dictatorial
recurra a suprimir los puntos de vista que se opongan a ella demuestra que dicha sociedad no
se basa en la verdad objetiva, sino en la opinión de quienes detentan el poder.
Para poner punto final a este caso —y dejar sentada una protesta pública—, expondremos
las debilidades de un mito muy de moda en la actualidad. Con frecuencia me señalan que,
dada mi condición de profesor evangélico, afiliado a una visión objetiva de la verdad, contribuyo
a fomentar la intolerancia en el mundo. Luego me invitan a aceptar el relativismo, porque
supuestamente es una visión oriental de la verdad, y engendra la tolerancia. Aldous Huxley, por
ejemplo, echó la culpa de la intolerancia que ocasionalmente caracterizó la historia europea a
una visión objetiva de la verdad y recomendó adoptar una actitud mística e intuitiva,
ejemplificada en el pensamiento hindú.7 Dichas recomendaciones, por más bien intencionadas
que sean, simplemente no tienen ningún asidero en la realidad. La sociedad hindú tradicional,
con su sistema de castas, no es otra cosa que un racismo institucionalizado. Algunas de las
guerras más sangrientas del siglo xx se libraron en el subcontinente indio por motivos
religiosos. Mi intención no es criticar la India ni la religión hindú, sino señalar que una
perspectiva oriental de la verdad no es ningún resguardo contra la intolerancia. La intolerancia
simplemente no es consecuencia de una concepción particular de la verdad, sino producto de
las luchas por el poder. Cuando el relativismo se convierte en nihilismo, allana el camino para
dicho autoritarismo.
¿Cómo saber si vamos camino a una sociedad autoritaria? Los siguientes indicios son
premonitorios:
Mientras escribo estos puntos, pienso en ejemplos que atraviesan todo el espectro político.
Por eso no está claro quién se impondrá: si la «izquierda», la «derecha» o el «centro»; pero es
evidente que estas dinámicas operan en nuestra cultura. Hace veinticinco años, varios
escritores advirtieron que si no retomábamos una visión objetiva de la verdad, acabaríamos en
la confusión y la anarquía. El caos ya está aquí. El siguiente paso será una sociedad
autoritaria.
La bondad
Un jueves de noviembre de 1990, un jugador de la NBA fue acusado por solicitar servicios
de una prostituta; lo arrestaron, lo encarcelaron, lo procesaron, y lo dejaron en libertad con
tiempo suficiente para presentarse en los últimos minutos del partido de baloncesto de su
equipo. Cuando llegó al estadio, los espectadores (al tanto de las noticias) lo recibieron con
una ovación, y volvieron a aplaudirlo cuando entró a la cancha para jugar. Los jugadores de
baloncesto, como cualquier persona en cualquier lugar y en todas las épocas, son falibles,
pero la reacción del público es representativa de nuestra cultura. Dudo que aprobaran la
conducta del jugador; pero con su reacción, manifestaban que no era importante. Eso fue
precisamente lo que expresó uno de sus compañeros de equipo en una declaración a la
prensa.8
Este ejemplo ilustra que nuestra cultura está al borde del nihilismo respecto a la moral. Ya
no tenemos normas claras sobre el bien y el mal, pero sentimos que tampoco las necesitamos.
Simplemente, no importa.
Esto no quiere decir que nuestra cultura promueva la inmoralidad. Dicha noción es más fácil
de sostener desde el púlpito que en la vida real. Los predicadores que afirman que ya no hay
más moral en la televisión, probablemente tampoco la miran. Podemos resumir un supuesto
código de ética que la mayoría de las comedias contemporáneas (como mínimo) parecen
suscribir la mayor parte del tiempo.
Por supuesto, esta moral está más diluida que una sopa digna de un orfanato sacado de
una novela de Charles Dickens. Sin embargo, representa a grandes rasgos el estado de
nuestra cultura, en términos de moral. Ya no hay consenso moral y, por ende, nos ocultamos
detrás de lugares comunes que no significan nada desde un punto de vista moral y relacional.
En los hechos concretos, no hay mucho para decir pero, de todos modos, en realidad no
importa siempre y cuando «uno sea fiel a sí mismo».
Este es el mensaje que nos bombardea día tras día. Aparece en forma endulcorada en los
espectáculos de televisión, en la música de moda y en los editoriales de la prensa. Se repite
con vehemencia en la música destinada a la cultura juvenil de hoy. Un grupo de rock, Metallica,
declara que no nos debe importar nada excepto uno mismo porque «todo lo demás no
importa».
Es imposible que una sociedad sobreviva en el caos moral absoluto. Para asegurar que
continúe funcionando, tarde o temprano será necesario encontrar un código o política moral. Si
no existe, uno se impondrá. Acabaremos con una moral social patrocinada por un gobierno. El
nihilismo moral también conduce al autoritarismo.
Parece una paradoja, porque la idea del relativismo ético es ser tolerante. En realidad,
parecería que la tolerancia es el único valor universal que nos queda. Todos deberíamos
respetar los valores de los demás, siempre. Por desgracia, la apuesta a la tolerancia es
mucho más ambigua que su expresión. Solo una persona que cree que el bien y el mal están
basados en algo más que las preferencias humanas (por ejemplo, en la voluntad divina) y que
los juicios de valor no son responsabilidad humana puede ser verdaderamente tolerante.9
Quienes creen que el bien y el mal se basan puramente en las decisiones personales y que
depende de cada uno hacer valer esa decisión, no pueden ser tolerantes. Desde una
perspectiva puramente lógica, pueden ser tolerantes en cierta medida, hasta que alguien
vulnere sus preferencias personales. Es decir, la tolerancia es la virtud suprema, pero
entendida dentro de lo que es aceptable para ellos. Cuando un juicio de moral contraría sus
propias preferencias, son tan intolerantes como los demás.
Lamentablemente, entonces, concluimos que el caos moral se cierne sobre nosotros.
Detrás de una fina capa superficial de moralina yace una tierra baldía en la que no hay nada
malo y, en definitiva, tampoco hay nada completamente bueno. Mientras que nuestra cultura no
recupere un fundamento objetivo de la moral, el fantasma del autoritarismo se cierne como la
única salida viable a esta confusión.
La belleza
Un aspecto importante de una cultura es el arte que produce. Tradicionalmente, el arte es
la expresión de lo que una cultura considera bello. ¿Qué cosas encontramos bellas en nuestra
cultura? Muchos quizás consideren que esta pregunta no es pertinente y tal vez se sientan
hasta ofendidos. Todos sabemos que «la belleza está en la mirada del observador», ¿no es
así? Nadie tiene derecho a pronunciarse dogmáticamente sobre qué es bello y qué no lo es.
Con respecto a este tema, aun los cristianos han absorbido esta corriente de nihilismo y
aceptan que los estándares de belleza no existen o que no importan. Lo único que importa es
que alguien encuentre que algo es agradable.
La afirmación «la belleza está en la mirada del observador» es en extremo ambigua. Podría
interpretarse de dos maneras:
Un fundamento objetivo
El caos de nuestra cultura con respecto a la verdad, la bondad y la belleza es consecuencia
del empeño en construir cosmovisiones sin un fundamento objetivo. El cristianismo, como
defendimos en este libro, constituye dicho fundamento objetivo.
La verdad: Comenzamos con la realidad y describimos la verdad como aquello que se
ajusta a la realidad. Incluye a Dios, quien se reveló en las Escrituras y en Cristo.
La bondad: Dios es bueno y Sus mandamientos son buenos. La base de la moral es la
naturaleza de Dios, como está expresada en Su divina voluntad.
La belleza: Dios creó una realidad que es objetivamente bella. El artista explora la
naturaleza de la realidad dentro del marco de su subjetividad, pero no puede descubrir la
realidad si prescinde de los criterios divinos de belleza y bondad.
Necesitamos tener clara esta relación lógica: El cristianismo no es verdadero porque llena
el vacío de la cultura contemporánea, sino que llena el vacío porque es verdadero. El
cristianismo no limita toda la verdad a la verdad de la fe cristiana, sino que aporta un supuesto
del mundo que posibilita la exploración de la verdad, la bondad y la belleza.
Respuesta al caso 2: Varios de mis estudiantes en aquella clase nunca entendieron qué pretendía con mi pregunta, ni siquiera
después de media hora más de discusión. Tienen grabado a fuego el dogma actual de que no hay diferencia alguna entre la
moral y la decisión de elegir café o té, pizza con pepperoni o anchoas: es simplemente cuestión de gustos personales. La
posibilidad de que haya una base objetiva para decidir entre el bien y el mal les resultaba una idea inaccesible.
Esta situación fue fascinante porque algunos de estos mismos estudiantes fueron quienes más discutieron cuando
debatimos algunos casos de moral. Defendieron sus puntos de vista con fervor y entusiasmo, aun cuando no entendían la
noción de tener una base para sus juicios de valor moral.
Esta ocasión sirvió para recordarme la necesidad de no quedarme solo con lo que la gente dice, sino procurar discernir sus
presupuestos. La gente usa el lenguaje de la moral; todavía hablan de lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, con esas
palabras tal vez no quieran significar más que aquello que les agrada subjetivamente.
Respuesta al caso 3: En un sentido, el muchacho tenía razón. El cuadro pintado de blanco contiene un profundo mensaje . . .
de nihilismo. Los paneles blancos son tan artísticos como las demás obras en el museo, ya se trate de cuadros abstractos de
Picasso o latas de sopa de Andy Warhol.
Al cristiano no tiene que agradarle un estilo de arte en particular. Mi gusto personal no se limita al arte realista y figurativo,
pero lo que el cristiano no puede hacer es decir que no importa. En un universo creado por Dios, todas las formas de expresión
importan.
Crecimiento y estudio
Repaso del capítulo
Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:
1. Definir el nihilismo.
2. Mostrar cómo y por qué el nihilismo es cada vez más una característica de nuestra
cultura.
3. Describir el inclusivismo en la religión y mostrar por qué no es una tesis plausible.
4. Demostrar cómo el nihilismo existe detrás de una moral contemporánea superficial.
5. Ilustrar cómo se manifiesta el nihilismo en el mundo del arte.
6. Mostrar cómo el nihilismo en la verdad, la bondad y la belleza conduce al autoritarismo.
7. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Marcus
Bach, Andres Serrano, Robert Mapplethorpe.
1. ¿Qué cambios en nuestra situación física y económica han causado las actuales
corrientes culturales e intelectuales?
2. Quienes postulan que no puede haber una verdad absoluta caen en una paradoja,
porque su postulado ya es de por sí una verdad absoluta. ¿Por qué, entonces,
continúan defendiendo esta noción?
3. ¿Cómo se representa un código moral objetivo dentro de un sistema político basado
en el pluralismo? ¿En qué lugar la libertad cede ante el interés por el bienestar moral
de la sociedad?
4. «Los criterios del arte» es un concepto muy ambiguo. ¿Cuántas capas de significado
puede usted descubrir en esta idea? ¿Cuáles son expectativas legítimas que podemos
esperar de un artista?
5. Muchas controversias actuales se centran en la posibilidad de decidir si una obra
constituye una expresión artística o un atentado al pudor. ¿Es válida esta alternativa?
¿Es posible que una obra sea legítimamente arte y, sin embargo, obscena?
6. ¿Cuál debería ser la función del gobierno en la promoción de la verdad, la bondad y la
belleza?
7. Si Jesucristo es la respuesta a las preguntas que nuestra cultura no puede responder,
¿por qué hay tantas personas que hacen todo lo posible para eludirlo?
Lecturas adicionales
Carl F. H. Henry, Twilight of a Great Civilization (Westchester, IL: Crossway, 1988).
H. R. Rookmaaker, Modern Art and the Death of a Culture (Downers Grove, IL: InterVarsity,
1970).
Francis A. Schaeffer, Huyendo de la razón, trad. José Grau (Barcelona: Ediciones Evangélicas
Europeas, 1969).
Helmut Thielicke, Nihilism (Nueva York: Schocken, 1969).
1 Los filósofos, al menos desde Platón, han visto estas tres categorías como preocupaciones importantes. Platón pensaba
que «lo verdadero», «lo bueno» y «lo bello» eran reales en sí mismos. Ver La república 6, 507B.
2 Edward B. Tylor, Primitive Culture (Londres: Murray, 1871), 1.
3 Uno de los análisis más populares lo constituye Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downer’s Grove, IL:
InterVarsity Press, 1968).
4 Marcus Bach, Had You Been Born in Another Faith (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1961), ix.
5 Recuerde que en el último capítulo mostramos que esta proposición de exclusividad es esencial al cristianismo. Cristo es
nuestro único acceso a Dios porque solo Cristo expió nuestro pecado.
6 Muruga es también conocido por otros nombres (y diversas grafías). Es probable que su veneración comenzara en el sur de
la India y luego fuera absorbido en el panteón hindú. En la actualidad, se lo identifica con Kartikeya o Skandar, el dios hindú de la
guerra. En la mitología hindú es hijo de Shiva, el heridor, y de Paravati, su esposa. Su hermano es Ganesha, el dios con cabeza
de elefante, Destructor de Obstáculos.
7 Aldous Huxley, The Perennial Philosophy (Nueva York: Harper & Row, 1944), 140-141.
8 Los Angeles Times, 16 de noviembre de 1990.
9 Esto no significa que quien crea en Dios como el origen de los valores éticos sea necesariamente una persona tolerante.
Hay muchos que profesan la moral cristiana y son extremadamente intolerantes.
10 Art News 89 (diciembre 1990), 10.
11 Ver Art News 89 (abril 1990), 163.
12 Para confirmar este punto, consulto el ejemplar de Newsweek que me acaba de llegar en el correo y leo: «Al otro lado del
Edén: En una nueva exposición fotográfica, el paisaje norteamericano tradicional luce desgastado», un detallado análisis de
excelentes fotografías, con claro contenido político. Newsweek, 1.º de junio de 1992, 66-67.