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De aves

Graciela Solórzano Castillo

Mira cómo las ventanas se cierran


tras el golpe de tus dedos
en la puerta de caoba.

Mira al mirlo que atoró sus alas


en los ojos de las luciérnagas.

Y ahora que has visto,


dime, ¿de aquí a cuántos metros
recordarás las manos que te acarician
y los ojos que te arañan?

Los siglos han dicho: “estos días que ves


son mis años, y estas horas que avanzan mi nombre”.
Pero nadie escucha,
porque no es necesario
atender a un mentiroso
que se complace en la verdad.

Y dejas de deletrear con los dedos


las cuerdas de la guitarra
que se suicida con los espasmos
de una nota mal plantada.
Y el mundo que busca culpables
hasta en el fondo de las piedras,
y para eso dios se ha dedicado
a inventar millones de nombres.

¿Quién dice que no complace


a su séquito de infieles?

Ven, te digo un secreto:


la muerte es una carcajada inocua
y yo me estoy riendo.

Y si uno quiere desgarrar


el ojo de la luciérnaga,
tiene que estar dispuesto
a sacrificar la ala del mirlo.

II
Colibrí negro,
en vano buscaste
el aroma de las flores
que de plástico
se cernieron todas
y adornaron el patio
de una casa triste.

¿Qué acaso no oíste


llorar a la dama
que la otra tarde
te vio asustada
como un mal presagio?

Tus alas vaticinaron


la desgracia de sus ojos,
pero sus lágrimas
no regaron las flores
con las que te alimentas.

En vano buscaste,
colibrí negro,
si solo encontraste muerte,
cuando una mujer
con su suerte
te anunció el destino. ​

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