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3/27/2020 La inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura - Pontificia Commisión Bíblica

PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA
La Palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo

ÍNDICE

Prólogo

Introducción general

1. La liturgia de la Palabra y su contexto eucarístico


2. El contexto del estudio de la inspiración y la verdad de la Biblia
3. Las tres partes del documento

Primera parte: El testimonio de los escritos bíblicos sobre su proveniencia de Dios

1. Introducción

1.1. Revelación e inspiración en la Dei Verbum y en la Verbum Domini


1.2. Los escritos bíblicos y su proveniencia de Dios
1.3. Los escritos del Nuevo Testamento y su relación con Jesús
1.4. Criterios para la verificación de la relación con Dios en los escritos bíblicos

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

2.1. El Pentateuco
2.2. Los libros proféticos y los libros históricos
2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su
pueblo por medio de sus mensajeros
2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible y
llama a la conversión
2.3. Los Salmos
2.4. El libro del Eclesiástico
2.5. Conclusión

3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

3.1. Los cuatro Evangelios


3.2. Los Evangelios sinópticos
3.3. El Evangelio de Juan
3.4. Los Hechos de los Apóstoles
3.5. Las cartas del Apóstol Pablo
3.6. La carta a los Hebreos
3.7. El Apocalipsis

4. Conclusión

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4.1. Una mirada global sobre la relación “Dios – autor humano”


4.2. Los escritos del Nuevo Testamento testimonian la inspiración del Antiguo
Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo
4.3. El proceso de la formación literaria de los escritos bíblicos y la inspiración
4.4. En camino hacia un Canon de los dos testamentos
4.5. La recepción de los libros bíblicos y la formación del Canon

Segunda parte: El testimonio de los libros bíblicos sobre su verdad

1. Introducción

1.1. La verdad bíblica según la Dei Verbum


1.2. El centro de nuestro estudio sobre la verdad bíblica

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

2.1. Los relatos de la creación (Génesis 1-2)


2.2. Los decálogos (Ex 20,2-17 y Dt 5,6-21)
2.3. Los libros históricos
2.4. Los libros proféticos
2.5. Los Salmos
2.6. El Cantar de los Cantares
2.7. Los libros sapienciales
2.7.1. El libro de la Sabiduría y el Eclesiástico: la filantropía de Dios
2.7.2. El libro de Job y el libro del Eclesiastés: la inescrutabilidad de Dios

3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

3.1. Los Evangelios


3.2. Los Evangelios sinópticos
3.3. El Evangelio de Juan
3.4. Las cartas del Apóstol Pablo
3.5. El Apocalipsis

4. Conclusión

Tercera Parte: La interpretación de la Palabra de Dios y sus desafíos

1. Introducción

2. Primer desafío: Problemas históricos

2.1. El ciclo de Abrahán (Génesis)


2.2. El paso del mar (Éxodo 14)
2.3. Los libros de Tobías y de Jonás
2.3.1. El libro de Tobías
2.3.2. El libro de Jonás
2.4. Los evangelios de la infancia
2.5. Los relatos de milagros
2.6. Los relatos pascuales

3. Segundo desafío: Problemas éticos y sociales

3.1. La violencia en la Biblia


3.1.1. La violencia y sus remedios legales
3.1.2. La ley del exterminio
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3.1.3. La oración que pide venganza


3.2. El estatuto social de las mujeres

4. Conclusión

Conclusión General

Prólogo

La vida de la Iglesia se funda sobre la Palabra de Dios. Esta es trasmitida en la Sagrada


Escritura, o sea en los escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Según la fe de la Iglesia
estos escritos están inspirados, tienen por autor a Dios, quien para su redacción se ha servido
de hombres escogidos por Él. Por causa de su inspiración divina, los libros bíblicos
comunican la verdad. Todo su valor para la vida y la misión de la Iglesia depende de su
inspiración y de su verdad. Los escritos que no provienen de Dios no pueden comunicar la
Palabra de Dios y los escritos que no son verdaderos no pueden fundar y animar la vida y la
misión de la Iglesia. Sin embargo, la verdad presente en los textos sagrados no es siempre
fácilmente reconocible. A veces hay ahí, al menos aparentemente, contrastes entre lo que se
lee en los relatos bíblicos y los resultados de las ciencias naturales e históricas. Estas parecen
contradecir lo que afirman los escritos bíblicos y poner en duda su verdad. Es obvio que esta
situación compromete también la inspiración bíblica: si lo comunicado en la Biblia no es
verdadero, ¿cómo puede tener a Dios por autor? A partir de estos interrogantes la Pontificia
Comisión Bíblica se ha esforzado en indagar sobre la relación que existe entre inspiración y
verdad y en verificar de qué modo tratan estos conceptos los mismos escritos bíblicos. Ante
todo se debe constatar que raramente hablan los escritos sagrados directamente de
inspiración (cf. 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,20-21), aunque muestran continuamente la relación entre
sus autores humanos y Dios, y expresan así su proveniencia de Dios. En el Antiguo
Testamento esta relación que vincula al autor humano con Dios y viceversa es atestiguada
con formas y características diversas. En el Nuevo Testamento cada relación con Dios es
mediada por la persona de Jesús, Mesías e Hijo de Dios. Él, Palabra de Dios que se ha hecho
visible (cf. Jn 1,1.14), es el mediador de todo lo que proviene de Dios.

En la Biblia se encuentran muchos y diversos temas. Una lectura atenta de la misma muestra
sin embargo que el tema principal y dominante es Dios y su plan de salvación para los seres
humanos. La verdad que encontramos en la Sagrada Escritura concierne esencialmente a
Dios y a su relación con las criaturas. En el Nuevo Testamento la definición más elevada de
este vínculo se encuentra en las palabras de Jesús: «Yo soy el camino y la verdad y la vida.
Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Al ser la Palabra de Dios encarnada (cf. Jn 1,14),
Jesucristo es la verdad perfecta sobre Dios, revela a Dios como Padre y ofrece el acceso a Él,
fuente de toda vida. Las otras definiciones sobre Dios que se encuentran en los escritos
bíblicos se orientan hacia esta Palabra de Dios que se ha hecho hombre en Jesucristo, quien
pasa a ser la clave de interpretación.

Tras haber tratado el concepto de inspiración en los testimonios de los libros bíblicos, la
relación entre Dios y los autores humanos y cuál es la verdad que tales escritos nos
transmiten, la reflexión de la Comisión Bíblica se ha detenido a examinar algunas
dificultades que parecen problemáticas desde el punto de vista histórico o ético-social. Para
responder a estos interrogantes es necesario leer y comprender de manera adecuada los textos
que plantean dificultades, teniendo en cuenta los resultados de las ciencias modernas y al
mismo tiempo su tema principal, o sea Dios y su plan de salvación. Tal aproximación
muestra que es posible superar y explicar las dudas que se suscitan contra la verdad y la
proveniencia de Dios.
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El presente documento de la Comisión Bíblica no constituye una declaración oficial del


Magisterio de la Iglesia sobre el tema, ni pretende exponer una doctrina completa sobre la
inspiración y sobre la verdad de la Sagrada Escritura, sino sólo referir los resultados de un
atento estudio exegético de los textos bíblicos en lo que concierne a su proveniencia de Dios
y su verdad. Las conclusiones se ofrecen ahora a las otras disciplinas teológicas para que las
completen y profundicen de acuerdo con los puntos de vista propios.

Agradezco a los miembros de la Comisión Bíblica su dedicación paciente y competente,


mientras expreso el deseo de que su trabajo contribuya en toda la Iglesia a una escucha cada
vez más atenta, grata y gozosa de la Sagrada Escritura como Palabra que viene de Dios y
habla de Dios para la vida el mundo.

22 de febrero 1014
Cátedra de San Pedro

GERHARD Card. MÜLLER


Presidente

LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD DE LA SAGRADA ESCRITURA

La Palabra que viene de Dios y habla de Dios para salvar al mundo

«Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de empapar la
tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come,
así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y
llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-11).

«En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los
profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de
todo, y por medio del cual ha realizado los siglos» (Heb 1,1-2)

INTRODUCCIÓN GENERAL

1. Al Sínodo de los Obispos del 2008 se le encomendó tratar el tema La Palabra de Dios en
la vida y en la misión de la Iglesia. En su Exhortación Apostólica postsinodal Verbum
Domini el Santo Padre Benedicto XVI retomó y profundizó la temática del Sínodo,
subrayando en particular lo siguiente: «Ciertamente, la reflexión teológica ha considerado
siempre la inspiración y la verdad como dos conceptos clave para una hermenéutica eclesial
de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, hay que reconocer la necesidad actual de
profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder mejor a lo que exige la
interpretación de los textos sagrados según su naturaleza. En esa perspectiva, expreso el
deseo de que la investigación en este campo pueda progresar y dar frutos para la ciencia
bíblica y la vida espiritual de los fieles» (n.19: en la traducción de la Verbum Domini he
seguido la que aparece en la web del Vaticano). Respondiendo al deseo del Santo Padre la
Pontificia Comisión Bíblica se propone ofrecer una contribución para una comprensión más
adecuada de los conceptos de inspiración y verdad, muy consciente de que ello corresponde
de modo eminente a la naturaleza de la Biblia y a su significado para la vida de la Iglesia.

La asamblea litúrgica es el lugar más significativo y solemne para la proclamación de la


Palabra de Dios, y es además aquel en el que todos los fieles encuentran la Biblia. En el culto
eucarístico –que consta de dos partes principales: la liturgia de la Palabra y la liturgia
eucarística (cf. Sacrosanctum Concilium, n. 56)– la Iglesia celebra «el misterio pascual
leyendo “cuanto se refiere a él en toda las Escritura” (Lc 24,27), celebrando la Eucaristía, en
la que “se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte”, y dando gracias al
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mismo tiempo “a Dios por el don inefable” (2 Cor 9,15) en Cristo Jesús, “para alabanza de su
gloria” (Ef 1,12), por la fuerza del Espíritu Santo» (Sacrosanctum Concilium, n.6)[1].

En el centro de esta asamblea están la presencia de Jesús, revelador de Dios Padre, por su
palabra y su obra salvífica, y la unión de la comunidad de los fieles con él. El objetivo de la
entera celebración es hacer presente a Jesús en medio de la comunidad de los creyentes y
favorecer el encuentro y la comunión con él y con Dios Padre. Cristo en su misterio pascual
es proclamado en la lectura de la Palabra de Dios y celebrado en la liturgia eucarística.

1. La liturgia de la Palabra y su contexto eucarístico

2. El domingo de cada semana, el domingo, es decir, en el día del Señor, que la Iglesia
considera como «la fiesta primordial» (Sacrosanctum Concilium, n.106), se celebra la
resurrección de Cristo con un gozo y solemnidad especiales. Este día, en el que «la mesa de
la palabra de Dios [debe ser] preparada a los fieles con mayor abundancia» (Sacrosanctum
Concilium, n.51), se cantan algunos versículos de los salmos y se proclaman tres fragmentos
bíblicos, tomados, habitualmente, uno del Antiguo Testamento, otro de los escritos no
evangélicos del Nuevo Testamento, y un tercero de uno de los cuatro Evangelios. Después de
leer cada uno de los dos primeros fragmentos, el lector dice: «Palabra de Dios» y los fieles
responden: «Demos gracias a Dios». Al término de la proclamación del Evangelio el diácono
o el sacerdote proclama: «Palabra del Señor» y el pueblo responde: «Gloria a ti, Señor
Jesús». Mediante este breve diálogo se resaltan dos características de la lectura y de la
escucha: el lector subraya la importancia de la acción que ha realizado y pide a los oyentes
que tomen plena conciencia de que lo que se les ha comunicado es verdaderamente la
Palabra de Dios o, más específicamente, la Palabra del Señor (Jesús), el cual es en su misma
persona la Palabra de Dios (cf. Jn 1,1-2). Los fieles, por su parte, expresan la actitud de
humilde reverencia con que acogen la Palabra que Dios les dirige: llenos de reconocimiento,
escuchan con sentimientos de alabanza y de júbilo la Buena Noticia del Señor Jesús.

Aunque estas características no se realizan siempre de manera perfecta, la liturgia de la


Palabra constituye un lugar privilegiado de comunicación: Dios en su benevolencia se dirige
a su pueblo con palabras humanas, y este acoge con sentimientos de gratitud y alabanza la
Palabra de Dios. En la liturgia de la Palabra y sobre todo en la liturgia eucarística se celebra
el misterio pascual de Cristo, culmen y cumplimiento de la comunicación de Dios con la
humanidad. En ella se realiza la redención de los humanos y, al mismo tiempo, la más alta y
perfecta glorificación de Dios. La celebración no es una formalidad ritual, sino que se orienta
a lograr que los fieles «aprendan a ofrecerse a sí mismos […] y se perfeccionen día a día por
Cristo mediador en la unión con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios sea todo en
todos» (Sacrosanctum Concilium, n. 48). El hecho de que Dios dirija su palabra a los
hombres en la historia de la salvación y envíe a su Hijo, que es su Palabra encarnada (Jn
1,14), tiene el solo objetivo de ofrecer a los hombres la unión con Él.

2. El contexto del estudio de la inspiración y de la verdad de la Biblia

3. Sobre la base de lo que hemos dicho hasta ahora sobre la Palabra de Dios en la liturgia de
la Palabra y en el contexto de la celebración eucarística, podemos afirmar que nosotros la
escuchamos en un contexto teológico, cristológico, soteriológico y eclesiológico. Dios ofrece
la salvación, de modo definitivo y perfecto en su Cristo, realizando la comunión entre Él
mismo y sus criaturas humanas, que son representadas por su Iglesia. Este lugar, que es el
más apropiado para la proclamación de la Sagrada Escritura, constituye también el contexto
más adecuado para estudiar la inspiración y la verdad. Como hemos dicho, después de la
proclamación de los correspondientes textos bíblicos se afirma siempre que son «Palabra de
Dios» (o «Palabra del Señor»). Esta expresión puede ser entendida en un doble sentido: ante
todo, como palabra que proviene de Dios, pero también como palabra que habla de Dios.
Estos dos significados están íntimamente relacionados. Solo Dios conoce a Dios; en
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consecuencia, solo Dios puede hablar de Dios de un modo adecuado y fiable. Por ello solo
una palabra que proviene de Dios puede hablar justamente de Dios. La expresión «Palabra de
Dios» invita a los fieles a tomar conciencia de lo que están escuchando y a prestarle una
atención correspondiente. Los fieles deben tener la reverencia y la gratitud debidas a la
Palabra que proviene de Dios, y deben estar atentos para entender y comprender lo que esta
Palabra comunica sobre Dios, y entrar así en una unión cada vez más viva con Él.

El presente escrito, dedicado a «La Inspiración y la Verdad de la Sagrada Escritura»,


desarrollará estos dos aspectos. Cuando se declara la inspiración de la Biblia, se afirma que
todos sus libros «tienen a Dios por autor y como tales han sido transmitidos a la Iglesia» (Dei
Verbum, n.11). Así, pues, al estudiar la inspiración de la Biblia, pretendemos verificar lo que
dicen los mismos escritos bíblicos acerca de su proveniencia de Dios. En lo que se refiere a
la verdad de la Biblia, debemos tener presente ante todo el hecho de que, a pesar de que en
ella se tratan temas múltiples y diversos, el asunto primario y central de la misma es uno:
Dios mismo y la salvación. Para obtener informaciones fiables sobre cuestiones de todo tipo
hay otras muchas fuentes documentales y otras muchas ciencias; pero, en cuanto Palabra de
Dios, la Biblia es la fuente adecuada para conocer a Dios. Según la Constitución dogmática
Dei Verbum del Concilio Vaticano II, el contenido principal de la revelación es Dios mismo y
su proyecto de salvación para los hombres. En este texto conciliar se afirma, en efecto, desde
el primer capítulo: «Agradó a Dios en su bondad y sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a
conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9) en virtud del cual los hombres, por medio de
Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y llegan a ser
partícipes de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2 Pe 1,4)» (Dei Verbum, n.2). La Biblia está al
servicio de la transmisión de la revelación (cf. Dei Verbum, nn.7-10). Por ello, al estudiar la
verdad en la Biblia, centraremos nuestra atención en este preciso motivo: ¿qué es lo que
comunican los diversos escritos bíblicos sobre Dios y su proyecto de salvación?

3. Las tres partes del documento

4. La primera parte de nuestro documento considera la inspiración de la Sagrada Escritura


indagando su proveniencia de Dios, mientras que la segunda estudia la verdad de la Palabra
de Dios, resaltando el mensaje sobre Dios y su proyecto de salvación. Deseamos, por un
lado, que aumente la conciencia de que esta Palabra proviene de Dios y, por otro, que la
atención de los oyentes y de los lectores de la Biblia se concentre en lo que Dios quiere
comunicarnos sobre sí mismo y sobre su designio salvífico en favor de los hombres. Con la
misma actitud con la que celebramos el misterio pascual de Cristo como misterio de Dios y
de nuestra salvación, se nos invita a acoger la Palabra que Dios nos dirige lleno de amor y de
benevolencia. El objetivo es acoger, en comunión con los otros creyentes, el don de poder
escuchar y poder comprender lo que Él comunica sobre sí mismo, de modo que ahondemos y
renovemos la relación personal con él.

La tercera parte del documento trata, finalmente, de algunos retos que nos plantea la misma
Biblia debido a algunos particulares que parecen desmentir su calidad de Palabra de Dios.
Señalamos aquí en concreto dos de los retos que se plantean al lector: el primero procede del
enorme progreso que se ha producido en los dos últimos siglos en los conocimientos
relativos a la historia, la cultura y las lenguas de los pueblos del Próximo Oriente Antiguo,
que era el ambiente de Israel y de sus sagradas Escrituras. No es raro que se presenten fuertes
contrastes entre los datos de estas ciencias y lo que encontramos en el relato bíblico, cuando
se lee este último según el modelo de una crónica que refiriera puntualmente los
acontecimientos, incluso en un orden escrupulosamente cronológico. Tales contrastes
constituyen una primera dificultad y suscitan interrogantes sobre la fiabilidad histórica de los
relatos bíblicos. Otro reto lo plantea el hecho de que no pocos textos bíblicos están marcados
por la violencia. Podemos citar, como ejemplo, los salmos de imprecación y también el que
Dios da a Israel de exterminar poblaciones enteras. Los lectores cristianos se sienten

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incómodos y desorientados ante esos textos. Hay además lectores no cristianos recriminan a
los cristianos el hecho de que sus textos sagrados contengan fragmentos terribles,
acusándolos además de profesar y difundir una religión inspiradora de violencia. La tercera
parte del documento quiere afrontar estos y otros retos de interpretación, mostrando, por un
lado, cómo superar el fundamentalismo (cf. PCB, La interpretación de la Biblia en la Iglesia,
LEV, Città del Vaticano 1993: cf. EB 1381-1390), y, por otro, cómo evitar el escepticismo.
Albergamos la esperanza de que, eliminando tales obstáculos, quede expedito el acceso a una
recepción madura y adecuada de la Palabra de Dios.

Así, pues, el presente texto pretende ofrecer una contribución para que, profundizando la
comprensión de los conceptos de inspiración y verdad, la Palabra de Dios sea acogida por
todos en la asamblea litúrgica y en cualquier otro lugar, de un modo cada vez más acorde con
este singular don de Dios, en el que Él se comunica a Sí mismo e invita a los hombres a la
comunión con Él.

PRIMERA PARTE

EL TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS BÍBLICOS S


OBRE SU PROVENIENCIA DE DIOS

1. Introducción

5. En un primer parágrafo examinamos cómo la Constitución dogmática Dei Verbum del


Concilio Vaticano II y la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini entienden la
revelación y la inspiración, es decir, las dos acciones divinas que resultan fundamentales para
cualificar la Sagrada Escritura como Palabra de Dios. Mostramos luego el modo en que los
escritos bíblicos muestran que provienen de Dios; en el caso del Nuevo Testamento nos
encontramos con la particularidad de que la relación con Dios se establece sólo a través de
Jesús. Concluiremos con una reflexión sobre los criterios apropiados para indagar el
testimonio de los escritos bíblicos acerca de su proveniencia de Dios.

1. 1. Revelación e inspiración en la Dei Verbum y en la Verbum Domini

Sobre la revelación afirma la Dei Verbum [DV]: «Agradó a Dios en su bondad y sabiduría
revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1,9) en virtud del cual
los hombres, por medio de Cristo, Verbo hecho carne, tienen acceso al Padre en el Espíritu
Santo y llegan a ser partícipes de la naturaleza divina (cf. Ef 2,18; 2 Pe 1,4)» (n. 2). Dios se
revela en una «economía de la revelación» (cf. DV, n. 2) que se manifiesta en la creación:
«Dios, que por su Verbo crea todas las cosas (cf. Jn 1,3) y las conserva, ofrece a los hombres
un testimonio perenne de sí en las cosas creadas (cf. Rom 1,19-20)” (DV, n. 3; cf. Verbum
Domini [VD], n. 8). Dios se revela especialmente en el hombre, creado «a su imagen» (Gén
1,27; cf. VD, n. 9). La revelación acontece además «por hechos y palabras intrínsecamente
conexos entre sí» (DV, n. 2), en la historia de la salvación del pueblo de Israel (DV, nn. 3.14-
16), y alcanza su culminación «en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la
revelación» (DV, n. 2; cf. DV, nn. 4.17-20). Hablando de su dimensión trinitaria, Verbum
Domini, n.20 dice: «La culminación de la revelación de Dios Padre es ofrecida por el Hijo
con el don del Paráclito (cf. Jn 14,16), Espíritu del Padre y del Hijo, que nos “guía a toda la
verdad” (Jn 16,13)».

La inspiración afecta propiamente a los libros de la Sagrada Escritura. La Dei Verbum –


según la cual Dios es el «inspirador y autor de los libros de uno y otro Testamento» (n.16)–
afirma de manera más detallada: «En la composición de los libros sagrados, Dios eligió a
hombres a los que empleó en pleno uso de sus facultades y capacidades; de manera que al
actuar él en ellos y mediante ellos, transmitieran por escrito como verdaderos autores todo
aquello y sólo aquello que él quisiera» (n.11). Así, pues, en cuanto actividad de Dios, la
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inspiración atañe directamente a los autores humanos: son éstos los que son inspirados
personalmente. Pero también de los escritos compuestos por ellos se dice que son inspirados
(DV, nn. 11.14).

1. 2. Los escritos bíblicos y su proveniencia de Dios

6. Hemos visto que Dios es el autor único de la revelación y que los libros de la Sagrada
Escritura, que están al servicio de la transmisión de la revelación divina, han sido inspirados
por Él. Dios es «autor» de estos libros (DV, n. 16), pero por medio de hombres que Él ha
escogido. Éstos no escriben al dictado, sino que son «verdaderos autores» (DV, n. 11), que
emplean sus propias facultades y capacidades. La Dei Verbum, n. 11 no especifica en los
particulares cuál sea esta relación entre los hombres y Dios, aunque en las notas (18-20)
remite a una explicación tradicional basada en la causalidad principal e instrumental.

Volviéndonos a los libros bíblicos e indagando lo que ellos mismos dicen sobre su
inspiración, constatamos que en la Biblia sólo dos escritos del Nuevo Testamento hablan
explícitamente de la inspiración divina, que afirman para escritos del Antiguo Testamento.
En 2 Tim 3,16 se dice: «Toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar,
para argüir, para corregir, para educar en la justicia». Por su parte, 2 Pe 1,20-21 afirma:
«Sabiendo, sobre todo, lo siguiente: que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse
por cuenta propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que,
movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios». La escasa recurrencia
rara del término «inspiración» comporta que no podamos limitar nuestra búsqueda a un
campo semántico tan restringido.

Sin embargo al estudiar de cerca los textos bíblicos constatamos el hecho relevante de que en
ellos se explicita constantemente la relación entre sus autores y Dios. Esto ocurre de diversos
modos, cada uno de los cuales manifiesta con claridad que los respectivos escritos provienen
de Dios. Nuestro estudio pretende individuar en los textos de la Sagrada Escritura los
indicios de la relación entre autores humanos y Dios, mostrando así la proveniencia divina de
estos libros, o lo que es lo mismo su carácter inspirado. Queremos presentar una especie de
fenomenología de la relación «Dios – autor humano», de acuerdo con las modalidades en las
se atestigua esta relación en las páginas de la Biblia y subrayando así su condición de Palabra
que proviene de Dios. Así, pues, la PCB no pretende demostrar en este documento el hecho
de la inspiración de los escritos bíblicos, tarea propia de la teología fundamental. Partimos
más bien de la verdad de fe según la cual los libros de la Sagrada Escritura están inspirados
por Dios y comunican su Palabra; nuestra aportación consistirá únicamente en esclarecer
mejor su naturaleza, tal como resulta del testimonio de los mismos escritos.

Al fenómeno peculiar de que los libros bíblicos atestiguan la relación de sus autores con Dios
y que provienen de Él podemos denominarlo «autotestimonio». Este testimonio específico
será el centro de nuestras indagaciones.

7. Los documentos eclesiales que hemos citado varias veces (Dei Verbum y Verbum Domini)
distinguen entre «revelación» e «inspiración», considerándolas dos acciones divinas
distintas. La «revelación» se presenta como el acto fundamental de Dios mediante el cual Él
comunica qué y cuál es el misterio de su voluntad (cf. DV, n. 2), capacitando además, al
mismo tiempo, al hombre para recibir la revelación. La «inspiración» aparece en cambio
como la acción mediante la cual Dios habilita a ciertos hombres, escogidos por Él, para
transmitir fielmente su revelación por escrito (cf. DV, n. 11). La inspiración presupone la
revelación y está al servicio de la transmisión fiel de la revelación en los escritos de la Biblia.

El testimonio de los escritos bíblicos sólo permite entresasacar algunos indicios sobre la
relación específica entre el autor humano y Dios en lo que se refiere la actividad de escribir.
Ello explica que la fenomenología que nos proponemos presentar, concerniente tanto a la
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relación entre el autor humano y Dios como a la proveniencia divina de los textos escritos,
constituye un cuadro bastante general y variado. Veremos que el concepto específico de
inspiración no se explicita casi nunca ni se dilucida conceptualmente en la Escritura. Lo cual
se debe a la naturaleza propia de los testimonios que ofrecen los diversos libros bíblicos; en
efecto, bien es verdad que, por un lado, los textos se refieren constantemente a la
proveniencia divina de su contenido y su mensaje, por otro dicen poco o nada sobre el modo
en que fueron escritos o sobre su condición de documentos escritos. Como consecuencia de
ello el concepto amplio de revelación o el más específico de su puesta por escrito
(inspiración) son contemplados como un proceso único. Muy frecuentemente se habla de tal
modo que al referirse a uno se está pensando en el otro. Sin embargo, por el simple hecho de
que las afirmaciones que citamos proceden de textos escritos, resulta evidente que los autores
de los mismos aseveran implícitamente que sus textos constituyen la expresión final y el
depósito estable de los actos reveladores de Dios.

1.3. Los escritos del Nuevo Testamento y su relación con Jesús

8. Por lo que toca a los escritos del Nuevo Testamento, constatamos una situación específica:
la relación de sus autores con Dios sólo se manifiesta en ellos mediante la persona de Jesús.
La causa de este fenómeno la expresa el mismo Jesús de modo muy preciso. «Nadie va al
Padre sino por mí» (Jn 14,6), afirmación esta que se funda en el conocimiento singular que el
Hijo tiene del Padre (cf. Mt 11,27; Lc 10,22, Jn 1,18).

Es significativo e instructivo el comportamiento de Jesús en el trato con sus discípulos. Los


evangelios dan cuenta de la formación que les imparte; en ella se manifiesta de modo
paradigmático el tipo de relación con Jesús o con Dios que resulta esencial para que la
palabra de un apóstol o el escrito de un evangelista lleguen a ser «Palabra de Dios». Según
nuestras fuentes, Jesús mismo no escribió nada ni dictó nada a sus discípulos. Lo que hizo
realmente se puede resumir de esta manera: llamó a algunos hombres a que lo siguieran,
compartieran su vida, lo asistieran en su actividad, adquirieran un conocimiento cada vez
más hondo de su persona, crecieran en la fe en él y en la comunión de vida con él. Este es el
don que Jesús hizo a sus discípulos, el modo en que los preparó para ser sus apóstoles que
anunciaran su mensaje; la palabra de estos es tal que Jesús presenta a los futuros cristianos
como «los que creerán en mí por su palabra» (Jn 17,20). Y dice a sus misioneros: «Quien a
vosotros escucha, me escucha a mí; quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí; y quien me
rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16 cf. Jn 15.20). La palabra de sus
enviados puede constituir el fundamento de la fe de todos los cristianos por la sola razón de
que, al tener su origen en la intimísima unión con Jesús, es palabra de Jesús. La relación
personal con el Señor Jesús, vivida con una fe viva y consciente en su Persona, constituye el
fundamento básico de la «inspiración» que vuelve a los apóstoles capaces de comunicar,
oralmente o por escrito, el mensaje de Jesús, que es «Palabra de Dios». Lo decisivo no es la
comunicación de palabras pronunciadas literalmente por Jesús, sino el anuncio de su
Evangelio. Un ejemplo típico de este hecho es el Evangelio de Juan, del que se dice que cada
una de sus palabras manifiesta el estilo de Juan y al mismo tiempo comunica fielmente
cuanto Jesús ha dicho.

9. Se establece aquí, precisamente sobre la base del Evangelio de Juan, una conexión íntima
entre la naturaleza de la relación con Jesús y con Dios («inspiración») y el contenido del
mensaje que es comunicado como Palabra de Dios («verdad»). El mensaje central de Jesús,
según el Evangelio de Juan, es este: Dios Padre y su amor desbordante por el mundo,
revelado en su Hijo (cf. Jn 3,16); lo cual corresponde a lo que afirma Dei Verbum, n. 2: Dios
y su salvación. Este mensaje no puede ser recibido y comprendido con enfoque cognitivo de
carácter únicamente intelectual o puramente memorístico, sino sólo mediante una relación
intensamente viva y personal, es decir, acorde con el tipo de relación con la que Jesús formó
a sus discípulos. De Dios y de su amor se puede hablar siempre de manera formal y correcta,

É
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pero sólo la fe viva en Él y su amor hacen posible recibir el don de Dios y dar testimonio de
él. Constatamos, pues, que el mensaje central («verdad») y el modo de recibirlo para
atestiguarlo («inspiración») se condicionan recíprocamente: se trata siempre de la comunión
de vida más intensa y personal con el Padre, revelada por Jesús: comunión de vida, que es la
salvación.

1.4 Criterios para la verificación de la relación con Dios en los escritos bíblicos

10. Según cuanto hemos visto en los evangelios, la finalidad principal de la formación
impartida por Jesús a sus discípulos es la fe viva en Jesús, Hijo de Dios, en la cual se expresa
la relación fundamental de aquellos con Jesús y con Dios. Esta fe es un don del Espíritu
Santo (cf, Jn 3,5; 16,13) y se vive en una unión íntima, consciente y personal, con el Padre y
con el Hijo (cf. Jn 17,20.23). Mediante esta fe los discípulos quedan conectados con la
persona de Jesús, que es «mediador y plenitud de toda la revelación» (DV, n. 2), de quien
reciben además él los contenidos de su testimonio apostólico, tanto en su expresión oral
como escrita. Por el hecho de provenir de Jesús, que es Palabra de Dios, dicho testimonio no
puede ser otra cosa que Palabra que proviene de Dios. La relación personal de fe (1) con la
fuente a través de la que Dios se revela (2) son los dos elementos decisivos para hacer que las
palabras y las obras de los apóstoles provengan de Dios.

Jesús es «el punto culminante de la revelación de Dios Padre» (Verbum Domini, n.20), punto
culminante precedido por una rica «economía» de la revelación divina. Como hemos
indicado ya, Dios se revela en la creación (DV, n. 3) y especialmente en el hombre creado «a
su imagen» (Gén 1,27). Se revela sobre todo en la historia del pueblo de Israel «hechos y
palabras intrínsecamente conexos entre sí» (DV, n. 2). De este modo se delinean diversas
formas de la revelación de Dios, que alcanza su plenitud y su culminación en la persona de
Jesús (Heb 1,1-2).

En el caso de los evangelios (y más en general de los escritos apostólicos) los dos elementos
decisivos para la proveniencia de Dios son: la fe viva en Jesús (1) y la persona de Jesús, que
es la culminación de la revelación divina (2). En nuestro estudio, dedicado a la proveniencia
de Dios de los otros escritos bíblicos, nos servirán estos dos criterios verificación: ¿qué fe
personal en Dios (de acuerdo con la fase específica de la «economía» de revelación) y qué
forma de la revelación divina se manifiestan en los diversos escritos? El escrito bíblico
correspondiente proviene de Dios mediante la viva fe de su autor en Dios y mediante la
relación de este autor con una forma determinada (o con diversas formas) de la revelación
divina. No es raro que un escrito bíblico se apoye en un texto inspirado precedente y
comparta así la misma proveniencia de Dios.

Con estos criterios se puede investigar útilmente el testimonio de los diversos escritos
bíblicos y se puede ver cómo provienen de Dios, por ejemplo, textos legales, dichos
sapienciales, oráculos proféticos, oraciones de todo tipo, exhortaciones apostólicas, etc., y
cómo, en consecuencia, Dios es autor de los mismos mediante los autores humanos. De ello
resulta que la modalidad concreta de la proveniencia de Dios es diversa, según los casos, sin
que pueda parangonarse con un dictado divino simple y uniforme. Sin embargo lo que se
atestigua constantemente es la fe personal del autor humano en Dios y su obediencia a las
diversas formas de la revelación divina.

De este modo, estudiando los mismos escritos bíblicos e indagando el testimonio que ofrecen
acerca de la relación de sus autores con Dios, tratamos de mostrar más en concreto de qué
modo se presenta la inspiración en cuanto relación entre Dios, inspirador y autor, y los
hombres, verdaderos autores escogidos por Él.

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

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11. Hemos seleccionado algunos libros representativos del Antiguo y del Nuevo Testamento
para ilustrar cómo se expresa en los mismos textos su proveniencia de Dios. En el caso del
Antiguo Testamento seguimos la distribución clásica en Ley, Profetas y Escritos (cf. Lc
22,44); en este sentido hemos escogido para nuestra investigación primero el Pentateuco,
luego los Profetas y los Libros históricos (también llamados «profetas anteriores») y, por
último, los Salmos y el libro del Eclesiástico.

2.1. El Pentateuco

La idea de un origen divino de los textos bíblicos se desarrolla en los relatos del Pentateuco
sobre la base del concepto de escribir, poner por escrito. Así, en momentos especialmente
significativos, Moisés recibe de Dios el encargo de poner por escrito, por ejemplo, el
documento fundador de la alianza (Ex 24,4) o el texto de su renovación (Ex 34,27); en otros
lugares Moisés parece realizar el significado de esas instrucciones poniendo por escrito otras
cosas importantes (Ex 17,14; Núm 33,2; Dt 31,22), hasta la redacción de toda la Torah (cf.
Dt 27,3.8; 31,9). El libro del Deuteronomio valora en particular el papel específico de
Moisés, presentándolo como mediador inspirado de la revelación e intérprete autorizado de
la Palabra divina. Sobre esta base se ha desarrollado armónicamente la idea tradicional de
que Moisés es el autor del Pentateuco, de modo que los libros de Moisés no sólo hablan de
él, sino que además son considerados obra suya.

Las afirmaciones centrales relativas al comunicarse de Dios se hallan en los relatos del
encuentro de Israel con Dios en el monte de Dios Sinaí/Horeb (Ex 19 – Núm 10; Dt 4ss).
Estos relatos pretenden expresar con imágenes sugestivas la idea de que Dios está en el
origen del testimonio bíblico. Por lo tanto se puede decir que el fundamento de la
comprensión de la Biblia como Palabra de Dios se puso en el Sinaí, puesto que allí Dios
constituyó a Moisés como único mediador de su revelación. A Moisés le corresponde poner
por escrito la revelación divina, para poder trasmitirla y preservarla como Palabra de Dios
para los hombres de todos los tiempos. Lo escrito no sólo hace posible la transmisión de la
Palabra, sino que suscita además claramente la pregunta sobre el autor humano, lo cual, en el
caso de la Biblia, lleva a la idea de que aquella es Palabra de Dios en palabras humanas. Esta
autocomprensión (cf. DV, n. 12) se expresa ya in nuce en Ex 19,19, donde se dice que Dios
respondía a Moisés «con un sonido»; se descubre así que Dios «accede» a servirse del
lenguaje humano, también y precisamente en el caso del mediador de su revelación.

12. El origen divino de la palabra escrita se profundiza además sutilmente en el relato del
Sinaí. En este contexto el Decálogo se presenta como un documento singular e incomparable;
puede ser considerado el punto de partida de la idea del origen divino de la Escritura
(inspiración), pues, en cuanto texto, solo el Decálogo se vincula a la idea de que ha sido
escrito por el mismo Dios (cf. Ex 24,12; 31,18; 32,16; 34,1.28; Dt 4,13; 9,10; 10,4). Este
texto que el mismo Dios ha escrito en dos tablas de piedra es la base de la concepción de que
los textos bíblicos tienen un origen divino. El relato del Pentateuco desarrolla esta
concepción en dos direcciones. Por un lado está la autoridad especial que tiene el Decálogo
frente a todas las demás leyes e instrucciones de la Biblia, por otro constatamos que el
concepto de «escritura» (entendida como puesta por escrito) está conectado de manera
especial al mediador de la revelación, Moisés, de tal modo que más tarde «Moisés» y
Pentateuco pueden ser equiparados.

Respecto al primer aspecto, el del Decálogo escrito por Dios mismo, debemos notar que la
transmisión y la recepción de este texto particular se afirman en la tradición de la Sagrada
Escritura independientemente de su soporte material, constituido por las dos tablas de piedra.
No son las tablas sobre las que Dios ha escrito las que son preservadas y veneradas, sino que
es el texto que Dios ha escrito el que llega a formar parte de la Sagrada Escritura (cf. Ex 20;
Dt 5).

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Los diez mandamientos que Dios ha puesto por escrito y ha entregado a Moisés –y aquí
llegamos al segundo aspecto– apuntan a la relación especial entre Dios y el hombre en lo que
toca a la Sagrada Escritura. En efecto Moisés no es constituido mediador por razón de un
plan divino, sino que Dios cede a la petición de los hombres (Israel) que solicitan un
mediador. Una vez que Dios se ha dirigido directamente al pueblo de Israel (cf. Ex 19), el
pueblo pide a Moisés una mediación, por tener miedo del encuentro inmediato con Dios (cf.
Ex 20,18-21). Dios cede luego a la voluntad del pueblo e instituye a Moisés mediador,
hablando con él y comunicándole detalladamente sus instrucciones (Ex 20,22-23,33).
Moisés, al final, pone por escrito estas palabras, porque Dios estipula mediante ellas su
alianza con Israel (Ex 24,3-8). Para confirmar este hecho, Dios promete dar a Moisés las
tablas sobre las que Dios mismo ha escrito (cf. Ex 24,12). No se puede expresar de modo
más claro y más profundo el hecho de que la Sagrada Escritura, transmitida a lo largo de las
generaciones de la comunidad de fe de los judíos y de los cristianos, tenga su origen en Dios
también y precisamente en el caso de que haya sido redactada por hombres. Este auto-
testimonio de la Sagrada Escritura alcanza su cumplimiento cuando se afirma, al final del
Pentateuco, que Moisés mismo pone por escrito la instrucción inculcada al pueblo de Israel
antes de entrar en la tierra prometida (cf. Dt 31,9), entregándosela como programa de vida a
seguir en el futuro. Solamente cuando los humanos se dejan interpelar por esta palabra de la
Sagrada Escritura, que se dirige a ellos, pueden reconocerla y acogerla «no como palabra
humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros
los creyentes» (1 Tes 2,13).

2.2. Los libros proféticos y libros históricos

13. Los libros proféticos y los libros históricos son, con el Pentateuco, las partes del Antiguo
Testamento que insisten en mayor medida sobre el origen divino de su contenido. En general,
Dios se dirige a su pueblo o a sus jefes mediante seres humanos: Moisés, el arquetipo de los
profetas (Dt 18,18-22), en el Pentateuco; los profetas, en los libros proféticos y en los libros
históricos. Ahora se trata de mostrar cómo los libros proféticos y los libros históricos afirman
el origen divino de su contenido.

2.2.1. Los libros proféticos: recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su pueblo por
medio de sus mensajeros

Los libros proféticos se presentan como recopilaciones de lo que el Señor ha dicho a su


pueblo mediante los «autores» (presuntos) que dan nombre a las respectivas recopilaciones.
En efecto, estos libros declaran, con insistencia, que el Señor es el autor de su contenido. Y
lo hacen mediante diversas expresiones que introducen o se intercalan en el discurso. Estas
expresiones afirman o suponen que los libros proféticos son discursos del Señor, y precisan
que el Señor se dirige a su pueblo por medio de los autores de los libros en cuestión. Y en
efecto una buena parte de los libros proféticos es puesta, formalmente, en boca del Señor.
Correlativamente, estos libros presentan a sus autores como personas a las que Dios ha
enviado con el cometido de transmitir un mensaje a su pueblo.

a. Las «fórmulas proféticas»

Los títulos de dos tercios de los libros proféticos afirman explícitamente que éstos son de
origen divino, sirviéndose de la «fórmula del acontecimiento de la palabra del Señor».
Prescindiendo de diferencias de detalle, la fórmula puede resumirse en la afirmación: «la
palabra del Señor vino a …», seguida del nombre del profeta, receptor de la palabra (como
en los libros de Jeremías, Ezequiel, Oseas, Joel, Jonás, Sofonías y Zacarías), y a veces
también del nombre de sus destinatarios (como en Ageo y Malaquías). Estos títulos declaran
además que el contenido de los libros en cuestión, sea puesto en boca de Dios o en la de los
profetas, es todo él palabra de Dios. Los demás títulos de los libros proféticos informan de
que éstos refieren el contenido de visiones tenidas por personajes, cuyos nombres son Isaías,
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Amós, Abdías, Nahún y Habacuc. El título del libro de Miqueas yuxtapone la «fórmula del
acontecimiento de la palabra del Señor» a la mención de la visión. Aunque no se diga
explícitamente, en el contexto de los libros proféticos, la causa de las visiones no puede ser
sino el Señor mismo. Éste es por lo tanto el autor de los libros en cuestión.

Los títulos no son la única parte de los libros proféticos que declara que son Palabra de Dios.
Las numerosas «fórmulas proféticas» esparcidas por el texto hacen otro tanto. La expresión
más frecuente, la «fórmula profética» por excelencia, es «así dice el Señor». Al abrir el
discurso con esta fórmula, el profeta se presenta como mensajero del Señor. Informa así a sus
oyentes de que el discurso que les dirige no se debe a él, sino que tiene al Señor como autor.

Sin pretender ser exhaustivos, señalemos otras tres fórmulas que articulan los libros
proféticos: «oráculo del Señor», «dice el Señor/Dios» y «habla el Señor». A diferencia de la
primera de estas expresiones, llamada «fórmula del mensajero», que introduce los discursos,
las dos últimas los cierran. Sirviendo de firma puesta al final de un escrito, atestiguan que el
Señor es el autor del discurso que precede.

b. Los profetas, mensajeros del Señor

14. De entre los libros proféticos, cuatro narran cómo actuó el Señor para que los autores de
los escritos llegasen a ser sus mensajeros: Isaías (6,1-13), Jeremías (1,4-10), Ezequiel (1,3-
3,11) y Amós (7,15). Las misiones de Isaías y de Ezequiel tienen por marco una visión.
Probablemente lo mismo vale para Jeremías. El relato de la misión de Isaías es una buena
muestra del género, porque está bastante desarrollado, aunque al mismo tiempo es muy
conciso. En el consejo divino, al que Isaías asiste en la visión, el Señor, buscando un
voluntario, pregunta: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?», e Isaías responde:
«Heme aquí, envíame». Aceptando la oferta de Isaías, el Señor concluye: «Ve y tú dirás a
este pueblo…». Sigue el mensaje del Señor (Is 6,8-10). Estructurado por los verbos «enviar,
ir, decir», el relato concluye en el discurso del Señor que Isaías tiene la tarea de trasmitir al
pueblo. Lo mismo vale para los otros tres «relatos de envío profético» arriba citados, que
concluyen, también ellos, con la orden que da el Señor a su enviado de trasmitir el mensaje
que le comunica (Ez 2,3-4; 3,4-11; Am 7,15). En el relato del envío de Jeremías el Señor
insiste en el carácter perentorio de su mandato (cf. también Am 3,8) y contemporáneamente
en la exactitud que debe caracterizar la transmisión del mensaje: «Pero el Señor me dijo: No
digas: “soy joven” porque irás a todos aquellos a los que te envíe, y dirás todo aquello que te
ordene…» (Jer 1,7; cf. 1,17; 26,2.8; Dt 18,18.20). Estos relatos fundan el papel de
mensajeros del Señor que los libros proféticos reconocen a sus respectivos autores y,
consiguientemente, fundan también el origen divino de su mensaje.

2.2.2. Los libros históricos: la palabra del Señor tiene una eficacia infalible, y llama a la
conversión

a. Los libros de Josué – Reyes

15. En los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes el Señor toma frecuentemente la palabra,
como ocurre en los libros proféticos, a cuya colección pertenecen también estos libros según
la tradición judía. De hecho, en cada etapa de la conquista de la Tierra Prometida, el Señor
dice a Josué lo que debe hacer. En Jos 20,1-6 y 24,2-15 se dirige al pueblo por medio de
Josué, quien cumple así la función profética. En el libro de los Jueces, el Señor, o su Ángel,
habla con frecuencia a dirigentes, sobre todo a Gedeón, o al pueblo. El Señor actúa en
primera persona, salvo en Jue 4,6-7 y 6,7-9, cuando se sirve de la profetisa Débora y de un
profeta anónimo para dirigirse respectivamente a Barac y a todo el pueblo.

En los libros de Samuel y de los Reyes, en cambio y salvo raras excepciones, el Señor se
dirige a sus destinatarios por medio de personajes proféticos. Sus discursos están
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encuadrados en este caso por las mismas expresiones que introducen o articulan los libros
proféticos. En efecto, entre los libros bíblicos son los de Samuel y los de los Reyes los que
dan mayor relieve a los profetas y a su actividad como mensajeros del Señor. En la mayor
parte de los oráculos reseñados por Samuel y Reyes, el Señor anuncia las desgracias que hará
venir sobre los dirigentes del pueblo, especialmente sobre este o aquel rey y su dinastía, o
sobre los reinos de Israel (cf. 1 Re 14,15-16) y de Judá (cf. 2 Re 21,10-15), por el hecho de
que rinden culto a divinidades distintas de Él. Los anuncios divinos de desgracia van
seguidos habitualmente de la constatación de su cumplimiento. Samuel y Reyes se presentan
así, en buena medida, como una sucesión de anuncios de desgracia y de su cumplimiento. Tal
sucesión no desaparece con la destrucción del reino de Judá. En la introducción a los relatos
de la conquista babilónica (597-587 a.C.), 2 Re 24,2 declara, en efecto, que la destrucción de
Judá fue obra del Señor, el cual realizaba así lo que había anunciado «por medio de sus
siervos, los profetas». Puesto que el Señor no deja de cumplir lo que anuncia, su palabra es
de una eficacia infalible. En otras palabras, el Señor es el autor principal de la historia de su
pueblo; anuncia los acontecimientos, y hace que ocurran.

Como en los textos de los que se ha hablado, así también 2 Re 17,7-20 sintetiza la historia de
Israel y de Judá en una sucesión de discursos que el Señor les ha dirigido por medio de «sus
siervos, los profetas». Sin embargo el contenido de los discursos es diverso. El Señor no
anuncia desgracias a Israel y Judá, sino que los exhorta a convertirse. Puesto que los
interesados se han obstinado en su rechazo a las llamadas del Señor (vv. 13-14), Él acaba por
arrojarlos lejos de su rostro.

b. Los libros de las Crónicas

16. Como en Josué–Reyes, también en las Crónicas abundan los discursos del Señor. Él
habla directamente a Salomón (2 Crón 1,7.11-12; 7,12-22). En general el Señor se dirige al
rey o al pueblo por medio de intermediarios: la mayor parte de ellos recibe un título
«profético», pero los hay también sin título. El primer puesto corresponde a profetas como
Natán (cf. 1 Crón 17,1-15) y muchos otros. El Señor se sirve también de videntes como Gad
(cf. 1 Crón 21,9-12) y de personas que tienen diversos oficios y hasta de reyes extranjeros
como Necó (cf. 2 Crón 35,21) y Ciro (cf. 2 Crón 36,23). Los jefes de familia de los músicos
del Templo profetizan (cf. 1 Crón 25,1-3).

Las Crónicas retoman las concepciones de la palabra de Dios expresadas en Samuel y Reyes.
Como en estos libros, aunque tal vez con menor insistencia, los discursos del Señor tienen
por objeto el anuncio de acontecimientos cuyo cumplimiento se constata (cf. 1 Crón 11,1-3;
2 Crón 6,10; 10,15). Las Crónicas subrayan esta función de la palabra del Señor con
referencia al exilio babilónico. Según 2 Crón 36,20-22, tanto el exilio como su final cumplen
lo que el Señor había anunciado por boca de Jeremías (cf. Jer 25,11-14; 29,10). 2 Crón
36,15-16, con términos diferentes respecto a 2 Re 17,13-14, retoma el motivo de los
incesantes y vanos intentos hechos por el Señor para evitar la desgracia a su pueblo,
enviándole mensajeros/profetas. Para acabar habrá que notar que las Crónicas no afirman
que el contenido de los libros en cuestión sea divino, pero parecen sugerirlo al referirse a
fuentes proféticas (cf. 2 Crón 36,12.15-16.21-22).

Dicho brevemente, los libros proféticos se presentan integralmente como Palabra del Señor.
Esta ocupa un puesto preponderante también en los libros históricos. Unos y otros, pero
sobre todo los libros históricos, precisan que la Palabra del Señor tiene una eficacia infalible
y llama a la conversión.

2.3. Los Salmos

17. El Salterio es una colección de oraciones que provienen de la experiencia personal y


comunitaria de la presencia y de la actuación del Señor. Los Salmos expresan la oración de
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Israel en las diversas épocas de su historia: en la época de los reyes; luego, durante el exilio,
cuando Dios es reconocido cada vez más como rey de Israel; finalmente, después del exilio,
en la época del segundo templo. Cada uno de los salmos atestigua una relación viva y fuerte
con Dios; y sobre esta base podemos decir que proviene de Dios y está inspirado por Dios.
Conforme a lo que manifiestan los mismos textos y sin pretender ser exhaustivos, se pueden
destacar al menos tres tipos de relación: a) la experiencia de la intervención de Dios en la
vida de los creyentes; b) la experiencia de la presencia de Dios en el santuario; c) la
experiencia de Dios, fuente de toda sabiduría. Estos tres tipos de relación con Dios son
vividos sobre la base de la alianza del Sinaí, que incluye la promesa de la presencia activa de
Dios en la vida cotidiana del pueblo y en el templo.

a. La experiencia de la intervención de Dios en la vida de los creyentes

Los que oran experimentan la ayuda poderosa de Dios de dos maneras: como respuesta a su
clamor pidiendo ayuda; como escucha de las grandes maravillas de Dios.

En lo que atañe a los orantes como beneficiarios de la ayuda de Dios, entre tantos ejemplos
posibles, tomemos la oración del Sal 30,9-13: «A ti Señor, llamé, supliqué a mi Dios: […]
Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto, en danzas, me
desataste el sayal y me has vestido de fiesta; te cantará mi alma sin callarse. Señor, Dios mío
te daré gracias por siempre».

La fuerza inspiradora de los salmos de súplica y de alabanza es una experiencia, personal y al


mismo tiempo comunitaria, del Señor que salva. Esta experiencia es siempre objeto, como
mínimo, de una alusión, cuando no de un relato, al comienzo (cf. Sal 18,5-7; 30,2) al final
(cf. Sal 142,6-8) o en el centro del salmo (cf. Sal 22,22; 85,7-9). A medio camino entre la
palabra humana de súplica y la de alabanza, está la Palabra (que expresa la promesa y la
acción) de Dios (cf. Sal 30,12). Después de haberla percibido, el salmista se siente inspirado
para contarla a los otros. Esa es, así, esperada, recibida y alabada no solo por un individuo
sino por todo el pueblo.

Los orantes escuchan las maravillas del Señor, porque Dios habla al orante y a todo el pueblo
mediante las grandes obras que ha realizado en toda la creación y en la historia de Israel. El
Sal 19,2-5 recuerda las maravillas de la creación y describe el modo en que hablan: «El cielo
proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa
el mensaje, la noche a la noche se lo susurra. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que
resuene su voz, a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje».
Corresponde al que ora comprender este lenguaje que habla de la «gloria de Dios» (cf. Sal
147,15-20), y expresarlo con palabras propias.

El Sal 105 cuenta las obras de Dios en la historia de Israel y exhorta al individuo y al pueblo:
«Recordad las maravillas que hizo, sus prodigios, las sentencias de su boca» (v. 5). En los
salmos históricos cuentan estas «maravillas que hizo», que son también «las sentencias de su
boca». Las palabras de estos salmos, si bien formuladas por hombres en términos humanos,
están inspiradas por la gran actuación del Señor. Esta voz del Señor continúa resonando en el
hoy del orante y del pueblo. Urge escucharla.

b. La experiencia de la presencia poderosa de Dios en el ámbito del santuario

18. Tomemos como ejemplos los Sal 17 y Sal 50. En el primer texto la experiencia de Dios
inspira a un justo acusado falsamente, a elevar una plegaria de confianza incondicional en
Dios; en el segundo esta experiencia hace oír la voz de Dios que denuncia el comportamiento
equivocado del pueblo.

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En el Sal 17 el último versículo expresa una esperanza segura. Dice: «Pero yo con mi
apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (v. 15). También
otras dos plegarias de personas perseguidas terminan de un modo semejante. El Sal 11,7 se
cierra afirmando: «los buenos verán su rostro»; y el Sal 27 recita en el penúltimo versículo:
«Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13; cf. vv. 4.8.9). La expresión
«el rostro de Dios» significa Dios mismo, la persona de Dios según su realidad verdadera y
perfecta. Con la expresión «contemplar el rostro de Dios» se entiende por lo tanto un
encuentro intenso, real y personal con Dios, no mediante el órgano de la vista, sino en la
«visión» de fe. La esperanza inquebrantable de tener esta experiencia de Dios
(«contemplaré», en futuro) y el conocimiento de Dios que en ella se expresa son la fuente de
la plegaria entera.

El Sal 50 refiere la experiencia de una teofanía en la liturgia del templo. Al presentarse el


Dios de la alianza (cf. 50,5) se repiten los fenómenos del Sinaí, fuego voraz y tempestad (cf.
50.3). La manifestación de la verdadera realidad de Dios y de su relación con Israel: («¡Yo
soy Dios, tu Dios!»: 50,7) conduce lleva a la acusación contra el pueblo: «Te acusaré, te lo
echaré en cara» (50,21). Dios critica por partida doble el comportamiento del pueblo: su
relación con Dios está concentrada exclusivamente en los sacrificios (50,8-13), y la relación
con el prójimo se opone radicalmente a los mandamientos de la alianza (50,16-22). Dios
reclama la alabanza, la súplica en la angustia (50,14-15.23) y la recta actuación para con el
prójimo (50,23). El Sal 50, en el corazón del Salterio, retoma, pues, los módulos proféticos;
no sólo hace hablar al Señor, sino que hace también que cada súplica y cada acto de alabanza
sean interpretados como obediencia al mandato divino. Toda la plegaria está por lo tanto
«inspirada» por Dios.

c. La experiencia de Dios, fuente de sabiduría

19. La sabiduría y la inteligencia son una prerrogativa de Dios (cf. Sal 136,5; 147,5). Es Él
quien las comunica («En mi interior me inculcas sabiduría»: Sal 51,8), volviendo al hombre
sabio, es decir capaz de ver todas las cosas como las ve Dios. David poseía esta sabiduría e
inteligencia desde el momento en que Dios lo llamó para ser rey de Israel (cf. Sal 78,72).

El temor de Dios es la condición para ser instruidos por Dios y para recibir la sabiduría. En la
parte inicial del Sal 25 el orante pide intensamente la instrucción del Señor («Señor,
enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame»:
vv. 4-5), basándose en la disponibilidad de Dios para donarla (vv. 8-9). El temor de Dios es
la actitud indispensable para ser beneficiarios de la enseñanza sapiencial de Dios: «¿Hay
alguien que tema al Señor? Él le enseñará el camino escogido» (25,12). A los que temen a
Dios no sólo se les indica el camino recto a seguir, sino que, como explicita el Sal 25,
también reciben una iluminación más amplia y profunda: «El Señor se confía a los que lo
temen, y les da a conocer su alianza» (v. 14); en otros términos, Él les otorga una relación de
amistad íntima y un conocimiento penetrante del pacto que ha estipulado con Israel en el
Sinaí. Vemos por tanto que la relación con Dios expresada con la terminología del «temor de
Dios» es la fuente inspiradora de la que provienen muchos salmos sapienciales.

2.4. El libro del Eclesiástico

20. En los libros proféticos es Dios mismo quien habla por medio de los profetas. Como
hemos visto, Dios se dirige de diversos modos a las personas que ha escogido como
portavoces suyos en pueblo de Israel. En los Salmos es el hombre quien habla a Dios, pero lo
hace en su presencia y adoptando formas expresivas que presuponen una comunión íntima
con Él. En cambio en los libros sapienciales los hombres hablan a hombres; sin embargo, el
que habla y el que escucha están ambos profundamente arraigados en la fe del pueblo de
Israel en Dios. Con frecuencia en el Antiguo Testamento la sabiduría es atribuida
explícitamente al Espíritu de Dios (cf. Job 32,8; Sab 7,22; 9,17; también 1 Cor 12,4-11).
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Estos libros son llamados «sapienciales» porque sus autores escrutan e indican los caminos
para una vida humana guiada por la sabiduría. En su búsqueda son conscientes de que la
sabiduría es un don de Dios porque: «Uno solo es sabio, temible en extremo: el que está
sentado en su trono» (Eclo 1,8). Al querer ilustrar con precisión qué modalidades de relación
con Dios atestiguan estos escritos como base y fuente de lo que enseñan sus autores, hemos
concentrado nuestra investigación en el libro del Eclesiástico, debido a su carácter sintético.

Desde el comienzo el autor es consciente de que «toda sabiduría viene del Señor y está con él
por siempre» (Eclo 1,1). Ya en el prólogo del libro el traductor indica una vía mediante la
cual Dios ha comunicado la sabiduría al autor: «Mi abuelo Jesús –escribe– después de
haberse dedicado asiduamente a la lectura de la Ley, los Profetas y los otros escritos de los
antepasados, y de haber adquirido un gran dominio sobre ellos, se propuso escribir sobre
temas de instrucción y sabiduría». La lectura precisa y creyente de las Sagradas Escrituras en
las que Dios habla al pueblo de Israel ha unido al autor con Dios, ha llegado a ser la fuente
de su sabiduría, y lo ha llevado a escribir su obra. Se manifiesta así claramente un modo por
el que el libro proviene de Dios.

Lo que el traductor afirma en el prólogo queda confirmado por el mismo autor en el corazón
del libro. Después de haber reseñado el elogio que la sabiduría hace de sí misma (Eclo 24,1-
22), la identifica con el escrito de Moisés: «Todo esto es el libro de la alianza del Dios
altísimo, la ley que nos prescribió Moisés como herencia para las asambleas de Jacob» (Eclo
24,23). El Sirácida explicita luego cuál sea el resultado de su estudio de la ley y el efecto de
su escrito: «Haré que mi enseñanza brille como la aurora y que resplandezca en la lejanía.
Derramaré mi enseñanza como profecía y la transmitiré a las generaciones futuras. Fijaos que
no he trabajado solo para mí, sino para todos aquellos que buscan la sabiduría» (Eclo 24,32-
34 cf. 33,18). La sabiduría que todos, también en el futuro, pueden encontrar en su escrito es
el fruto de su estudio de la Ley y de lo que Dios le hace conocer en las pruebas de su vida
(cf. Eclo 4,11.17-18). Parece realizar un retrato de sí mismo cuando habla de «el que se
aplica de lleno a meditar la ley del Altísimo» (39,1a) y escribe: «Indaga la sabiduría de los
antiguos y dedica su ocio a estudiar las profecías» (31,1b). Luego indica el resultado: «Si el
Señor, el Grande, lo quiere, se llenará de espíritu de inteligencia; derramará como lluvia
sabias palabras y en la oración dará gracias al Señor» (Eclo 39,6). La adquisición de la
sabiduría como fruto del estudio es reconocida como don de Dios y lleva a la oración de
alabanza. Por lo tanto todo se desarrolla en una viva y continua unión con Dios. El autor
asegura no sólo para sí, sino para todos, que el temor de Dios y la observancia de la Ley dan
acceso a la sabiduría: «Así obra el que teme al Señor, el que observa la ley alcanza la
sabiduría» (15,1).

En la última parte de su obra (44-50) el Sirácida se ocupa de manera distinta de la tradición


de su pueblo, haciendo el elogio de los padres y describiendo la actuación de Dios por medio
de muchos hombres en la historia y a favor de Israel. También mediante esta reseña muestra
que su escrito proviene de la relación con Dios. Dice, en particular, sobre Moisés: «Le hizo
oír su voz y lo introdujo en la negra nube; cara a cara le dio los mandamientos, la ley de vida
y de conocimiento, para enseñar su alianza a Jacob y sus decretos a Israel» (45,5). Menciona
muchos profetas y a propósito de Isaías declara: «Con gran inspiración vio el fin de los
tiempos, y consoló a los afligidos de Sión» (48,24). Al meditar la Ley y los Profetas, al
escuchar por lo tanto la Palabra de Dios, este autor sapiencial estaba unido a Dios, obtenía la
sabiduría y adquiría la base para componer su obra (cf. prólogo).

En la parte conclusiva el Sirácida caracteriza el contenido de su libro como una «doctrina de


ciencia e inteligencia» (50,27). Le asocia una bienaventuranza: «Dichoso el que repase estas
enseñanzas; el que las guarde en su corazón se hará sabio. Y si las pone en práctica, será
fuerte en todo, porque la luz del Señor iluminará su camino» (50,28-29). La bienaventuranza

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reclama la meditación y la práctica del contenido del libro y promete la sabiduría y la luz del
Señor; todo ello es posible sólo si tal escrito proviene de Dios.

2.5 Conclusión

21.Terminada la relación de textos escogidos del Antiguo Testamento podemos ahora volver
a verlos con una perspectiva sintética. Los escritos examinados, si bien diversos en cuanto a
fecha y lugar de composición, además de serlo por el contenido específico y por el estilo
literario particular, concuerdan en presentar un único gran mensaje de fondo: Dios nos habla.
El mismo único Dios busca al hombre en la multiplicidad y variedad de situaciones
históricas, lo alcanza y le habla. Y el mensaje de Dios, diverso en la forma por causa de las
circunstancias históricas concretas de la revelación, tiende constantemente a suscitar la
respuesta de amor en el hombre. Esta extraordinaria intencionalidad por parte de Dios,
penetra de Dios los escritos que la expresan. Los vuelve inspirados e inspirantes, es decir,
capaces de iluminar y promover la inteligencia y la pasión de los creyentes. El hombre cae en
la cuenta y se pregunta, con un estremecimiento de estupor y de alegría: ¿Qué será capaz de
darme ese Dios inefable que me habla? Los autores del Nuevo Testamento, miembros del
pueblo de Israel, conocen las «Escrituras» de su pueblo y las reconocen como palabra
inspirada que proviene de Dios. Ellos nos muestran como Dios ha seguido hablando hasta
expresar su palabra última y definitiva en el envío de su Hijo (cf. Heb 1,1-2).

3. El testimonio de algunos escritos escogidos del Nuevo Testamento

22. Ya hemos señalado, como una característica de los escritos del Nuevo Testamento, que
estos manifiestan la relación de sus autores con Dios solamente a través de la persona de
Jesús. En este sentido ocupan un lugar especial los cuatro evangelios. La Dei Verbum habla,
en efecto, de su «merecida superioridad, pues son el principal testimonio acerca de la vida y
doctrina del Verbo encarnado, nuestro Salvador» (n. 18). Así, pues, tenemos en cuenta el
papel privilegiado de los evangelios; por ello después de una introducción que expone lo que
tienen en común, se explicitará en primer término el acercamiento de los evangelios
sinópticos y luego el que caracteriza al evangelio de Juan. De los otros escritos
neotestamentarios seleccionamos los más importantes, y nos ocuparemos, en consecuencia,
de los Hechos de los Apóstoles, de las cartas del apóstol Pablo, de la carta a los Hebreos y
del Apocalipsis.

3.1. Los cuatro evangelios

23. Los cuatro evangelios se distinguen de todos los otros libros de la Sagrada Escritura
porque refieren directamente «todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hch 1,1), y, al propio
tiempo, muestran cómo Jesús preparó a los misioneros que debían propagar la Palabra de
Dios revelada por él. Los evangelios, al presentar la persona de Jesús y su relación con Dios,
y a los apóstoles con la formación y la autoridad que confirió Jesús, atestiguan la manera
específica en que su texto proviene de Dios.

a. Jesús, cumbre de la revelación de Dios para todos los pueblos

Los evangelios revelan una diversidad real en algunos detalles del relato y en determinadas
líneas teológicas, pero muestran asimismo una gran convergencia a la hora de presentar la
persona de Jesús y su mensaje. Aquí ofrecemos cierta una síntesis que resalta los puntos
principales.

Los cuatro evangelios presentan la persona y la historia de Jesús como culminación de la


historia bíblica. Debido a ello se refieren con frecuencia a los escritos del Antiguo
Testamento, conocidos sobre todo en la traducción griega de los Setenta, pero también en los
textos originales hebreos y arameos. Son muy importantes las muchas conexiones que
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establecen los evangelios entre Jesús y los patriarcas, Moisés y los profetas como personas
cuya memoria y significado se hallan contenidos en los escritos sagrados del Antiguo
Testamento.

Los evangelios atestiguan que Jesús es el cumplimiento de la revelación del Dios de Israel,
del Dios que llama, instruye, castiga y a menudo reconstruye Israel como pueblo suyo,
separado de las otras naciones pero destinado a ser bendición para todas las gentes. Al mismo
tiempo amplían claramente el universalismo del Antiguo Testamento y dejan claro que en
Jesús Dios se dirige a todo el género humano de todos los tiempos (cf. Mt 28,20; Mc 14,9;
Lc 24,47; Jn 4,42).

Los cuatro evangelios –cada cual a su manera – afirman que Jesús es el Hijo de Dios, que
entienden no sólo como título mesiánico, sino además como expresión de una relación –
única y sin precedentes– con el Padre celestial, con lo que supera el papel salvífico y
revelador de todos los demás seres humanos. Ello se expone de la forma más explícita en el
evangelio de Juan, tanto al comienzo, en el prólogo (1,1-18), como en los capítulos sobre el
Señor resucitado, primero en el encuentro con Tomás (20,28) y luego en la última afirmación
sobre el significado inagotable de la vida y de la enseñanza de Jesús (21,25). Este mismo
mensaje se encuentra también en el evangelio de Marcos en la forma de una inclusión
literaria: al comienzo se declara que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (1,1) y al final se cita
el testimonio del centurión romano sobre Jesús crucificado: «Verdaderamente este hombre
era Hijo de Dios» (15,39). El mismo contenido lo atestiguan los otros evangelios sinópticos,
en términos fuertes y explícitos, en una oración de júbilo que Jesús dirige a su Padre (Mt
11,25-27; Lc 10,21-22). Usando expresiones francamente únicas, Jesús no declara
únicamente la perfecta igualdad existente entre Dios Padre y él mismo en cuanto Hijo, sino
que afirma también que esta relación no puede ser reconocida sino mediante un acto de
revelación: solo el Hijo puede revelar al Padre y solo el Padre puede revelar al Hijo.

Los evangelios, desde el punto de vista literario, contienen episodios narrativos y discursos
didácticos, pero de hecho, en su significado último, transmiten una historia de revelación y
de salvación. Presentan la vida del Hijo de Dios encarnado, que, desde la condición humilde
de una vida ordinaria y pasando por las crueles humillaciones de la pasión y muerte, llega
hasta la exaltación en la gloria. De este modo, comunicando la revelación de Dios en su Hijo
Jesús, los evangelios muestran, implícitamente, que su texto proviene de Dios.

b. La presencia y la formación de los testigos oculares y ministros de la palabra.

24. Todos los episodios de los evangelios se centran en Jesús, que, sin embargo, está siempre
rodeado de discípulos. El término «discípulos» contempla un grupo de seguidores de Jesús,
cuyo número no se precisa. Todos los evangelios hablan específicamente de los «Doce», un
grupo escogido que acompaña a Jesús durante todo su ministerio y cuyo significado es muy
relevante. Los Doce forman una comunidad, definida con precisión por los nombres
personales de sus componentes. Todos los evangelios dan cuenta de que este grupo fue
elegido por Jesús (Mt 10,1-4; Mc 3,13-19; Lc 6,12-16; Jn 6,70); ellos lo siguieron y se
convirtieron en testigos oculares de su ministerio y asumieron el papel de enviados dotados
de plenos poderes (Mt 10,5-8; Mc 3,14-15; 6,7; Lc 9,1-2; Jn 17,18; 20,21). Su número
simboliza las doce tribus de Israel (Mt 19,28; Lc 22,30) y significa la plenitud del pueblo de
Dios que debe alcanzarse mediante su misión de evangelizar a todo el mundo. Su ministerio
no sólo transmite el mensaje de Jesús a todas las personas de los tiempos venideros, sino que
también, cumpliendo la profecía de Isaías sobre la venida del Emmanuel (7,14), hace que la
presencia de Jesús permanezca en la historia según su promesa: «Y sabed que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Los evangelios, al atestiguar
la formación especial de los Doce, manifiestan el modo concreto en que provienen de Jesús y
de Dios.

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3.2. Los Evangelios sinópticos

25. Los evangelios sinópticos presentan la historia de Jesús de tal modo que no dejan espacio
entre la perspectiva del autor de la narración y el retrato de la persona y de la vida y misión
de Jesús que él ofrece. Al describir las múltiples relaciones de Jesús con Dios, los evangelios
muestran, implícitamente, su relación con Dios y su proveniencia de Dios, siempre mediante
la persona y el papel revelador y salvador de Jesús.

Solamente Lucas ofrece una introducción a los dos volúmenes de su obra (Lc 1,1-4; Hch
1,1), conectando su narración con estadios anteriores de la tradición apostólica. De ese modo
considera su obra en el marco del proceso del testimonio apostólico sobre Jesús y sobre la
historia de la salvación, testimonio iniciado con los primeros seguidores de Jesús («testigos
oculares»), proclamado en la primera predicación apostólica («ministros de la palabra») y
continuado ahora de una forma nueva mediante el evangelio de Lucas. De este modo Lucas
muestra explícitamente la relación de su evangelio con Jesús revelador de Dios y afirma la
autoridad reveladora de su obra.

En el centro de cada uno de los evangelios encontramos la persona de Jesús, vista en sus
relaciones, múltiples y singulares, con Dios, relaciones que se manifiestan en los hechos de
la vida de Jesús y en su actividad, pero también en su papel para la historia de la salvación.
En lo que sigue nos ocupamos, en un primer parágrafo, de la persona y de la actividad de
Jesús, y en otro consiguiente, de su papel en la historia de Dios con la humanidad.

a. Jesús y su relación singular con Dios

26. Los evangelios ilustran de varios modos la relación singular de Jesús con Dios. Lo
presentan como: a) el Cristo, el Hijo de Dios en su relación, privilegiada y única con el
Padre; b) alguien que está lleno del Espíritu Santo; c) que actúa con el poder de Dios; d) que
enseña con la autoridad de Dios; e) alguien cuya relación con el Padre se revela y confirma
definitivamente mediante su muerte y resurrección.

Jesús, Hijo singular de Dios Padre

Ya en los evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, se hace una clara referencia al origen
divino de Jesús (Mt 1,20; Lc 1,35) y a su relación única con el Padre (Mt 2,15; Lc 2,49).

Los tres evangelios sinópticos refieren luego unánimemente acontecimientos claves de la


vida de Jesús, en que los él se relaciona directamente con su Padre, y en los que el Padre, por
su parte, confirma el origen divino de la identidad y misión de su Hijo.

En todos los evangelios sinópticos el ministerio público de Jesús va precedido, en efecto, por
su bautismo y una teofanía impresionante. Los cielos se abren, el Espíritu desciende sobre
Jesús y la voz de Dios lo declara su Hijo amado (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Tras
este acontecimiento inaugural, los evangelios cuentan que es empujado por el Espíritu al
desierto (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13) para una confrontación con Satanás (con ello se
evoca la estancia de Israel en el desierto), e inicia luego su ministerio en Galilea.

Otra teofanía impactante, la transfiguración de Jesús, acontece al final de su ministerio


galileo, al emprender su camino hacia Jerusalén, cerca de los acontecimientos pascuales.
Como en el bautismo, Dios Padre declara: «Este es mi Hijo, el amado» (Mt 17,5 par.) y
subraya explícitamente la autoridad de que goza: «¡Escuchadlo!». Algunos detalles de esta
teofanía recuerdan el acontecimiento en el Sinaí: la cima del monte, la presencia de Moisés y
Elías, el resplandor de la persona de Jesús, la presencia de la nube que lo cubre con su
sombra. De este modo Jesús y su misión son vinculados con la revelación de Dios en el Sinaí
y con la con la historia de la salvación de Israel.
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El evangelio de Mateo contiene un título único y revelador de Jesús. Junto a su nombre


propio, «Jesús», que Mateo interpreta con la frase: «porque él salvará a su pueblo de sus
pecados» (1,21), refiere además el título «Emmanuel» (1,23), que significa «Dios con
nosotros» (cf. Is 7,14). De este modo el evangelista afirma explícitamente la presencia de
Dios en Jesús y subraya la autoridad que ello implica para la enseñanza y sus demás acciones
en todo su ministerio. El título «Emmanuel» reaparece, en cierto sentido, en Mt 18,20, donde
Jesús habla de su presencia en medio de la comunidad («donde dos o tres están reunidos en
mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos») y en Mt 28,20, con la promesa final de Cristo
resucitado: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».

Jesús, lleno del Espíritu de Dios

Todos los evangelios sinópticos refieren que, con ocasión del bautismo, el Espíritu de Dios
descendió sobre Jesús (Mt 3,16; Mc 1,10; Lc 3,22) y corroboran la actuación del Espíritu
Santo en sus acciones (cf. Mt 12,28; Mc 3,28-30). Lucas, en particular, menciona
repetidamente al Espíritu que anima a Jesús en su misión de enseñar y curar (cf. Lc
4,1.14.18-21). Este mismo evangelista afirma que, en un momento de gran conmoción, Jesús
«se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (10,21) y dijo: «Todo me ha sido entregado por mi
Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo» (Lc
10,21-22; cf. también Mt 11,25-27).

Jesús actúa con el poder de Dios

27. La relación singular de Jesús con Dios se manifiesta también en los exorcismos y en las
curaciones. En todos los sinópticos, pero especialmente en Marcos, los exorcismos cualifican
la misión de Jesús. El poder del Espíritu Santo que está presente en Jesús es capaz de
expulsar al espíritu maligno que intenta destruir a los humanos (p.ej. Mc 1,21-28). El
encuentro de Jesús con Satanás, que tuvo lugar en las tentaciones al comienzo de su
ministerio, se prolonga así, durante su vida, en el combate victorioso contra las fuerzas
malignas que causan el sufrimiento humano. Los mismos poderes demoníacos son
presentados como angustiosamente conscientes de la identidad de Jesús como Hijo de Dios
(p.ej. Mc 1,24; 3,11; 5,7). La «fuerza» que proviene de Jesús es fuerza de curación (cf. Mc
5,30). En los tres evangelios sinópticos abundan estos relatos. Cuando los adversarios acusan
a Jesús de que recibe su poder de Satanás, él responde con una afirmación sintética que
conecta sus acciones milagrosas con la fuerza del Espíritu Santo y con la presencia del reino
de Dios: «Pero si yo expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que ha llegado a
vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; cf. Lc 11,20).

La presencia del poder de Dios en Jesús se expresa de manera particular en los episodios en
los que despliega su autoridad incluso sobre las fuerzas de la naturaleza. Los relatos de la
tempestad calmada y de la travesía sobre las aguas equivalen a teofanías, en las que Jesús
ejerce una autoridad divina sobre la fuerza caótica del mar y, cuando camina sobre las aguas,
pronuncia el nombre divino como su propio nombre (Mt 14,27; Mc 6,50). En el relato de
Mateo los discípulos que asisten al prodigio son llevados a confesar la identidad de Jesús
como Hijo de Dios (14,33). Los relatos de la multiplicación de los panes revelan de modo
semejante el singular poder y autoridad de Jesús (Mt 14,13-21; Mc 6,32-44; Lc 9,10-17; cf.
Mt 15,32-39; Mc 8,1-10). Tales acciones están relacionadas con el don divino del maná en el
desierto y con el ministerio profético de Elías y Eliseo. Al mismo tiempo, mediante las
palabras y los gestos sobre los panes y la gran cantidad de pedazos sobrantes se alude a la
celebración eucarística de la comunidad cristiana, donde el poder salvífico de Jesús se
despliega sacramentalmente.

Jesús enseña con la autoridad de Dios

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Los evangelios sinópticos afirman que Jesús enseña con autoridad singular. En la
transfiguración la voz del cielo exige explícitamente: «Este es mi Hijo, el amado;
escuchadlo» (Mc 9,7; Mt 17,5; Lc 9,35). En la sinagoga de Cafarnaún, los testigos de la
primera enseñanza y del primer exorcismo de Jesús, exclaman: «¿Qué es esto? Una
enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le
obedecen» (Mc 1,27). En Mt 5,21-48 Jesús establece autoritativamente un contraste entre su
enseñanza y puntos clave de la ley: «Habéis oído que se dijo a los antiguos […], pero yo os
digo…». Él declara además que es «Señor del sábado» (Mt 12,8; Mc 2,28; Lc 6.5). La
autoridad que ha recibido de Dios se extiende al perdón de los pecados (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc
5,24).

La muerte y resurrección de Jesús como última revelación y confirmación de su relación


única con Dios

28. La crucifixión de Jesús, destino extremadamente cruel e ignominioso, parece confirmar


la opinión de sus adversarios que ven en él un blasfemador (Mt 26,65; Mc 14,63). Piden al
crucificado que baje de la cruz y pruebe su pretensión de ser el Hijo de Dios (Mt 27,41-43;
Mc 15,31-32). La muerte en el patíbulo parece demostrar que su actuación y sus pretensiones
han sido reprobadas por Dios. Sin embargo, de acuerdo con los evangelios, Jesús expresa, al
morir, su unión intimísima con Dios Padre, cuya voluntad acepta (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc
22,42). Y Dios Padre, al resucitar a Jesús de entre los muertos (Mt 28,6; Mc 16.6; Lc
24,6.34), manifiesta aprobación perfecta y definitiva de la persona de Jesús en todas sus
actividades y reivindicaciones. Quien cree en la resurrección de Jesús crucificado no puede
ya dudar de su singular relación con Dios Padre y de la validez de todo su ministerio.

b. Jesús y su papel en la historia de la salvación

29. Las Sagradas Escrituras del pueblo de Israel son consideradas como relato de la historia
de Dios con este pueblo y como Palabra de Dios. Los evangelios sinópticos muestran
también la relación de Jesús con Dios cuando cualifican su historia como cumplimiento de
las Escrituras. La relación particular de Jesús con Dios se muestra también en su
manifestación al fin de los tiempos.

El cumplimiento de las Escrituras

Es importante notar que Jesús no sólo completa la enseñanza de Moisés y de los profetas con
sus propias palabras, sino que además se presenta a sí mismo como el cumplimiento personal
de las Escrituras. Mateo observa en 2,15 que, siendo niño, Jesús repite el viaje de Israel «de
Egipto» (cf. Os 11,1). Lleno del Espíritu Santo (Lc 4,15), después de haber leído el libro de
Isaías en la sinagoga de Nazaret, lo cierra y declara: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que
habéis escuchado» (4,16-21). De modo semejante, manda decir a Juan en la cárcel que lo que
ven los que habían sido enviados por el propio Bautista cumple globalmente las profecías
mesiánicas de Isaías (Mt 11,2-6, concatenando Is 26,19; 29,18-19; 35,5; 61,1). El exordio
programático del evangelio de Marcos ofrece, en sus primeros versículos, un sumario de la
identidad de Jesús, no sólo en la primera línea donde se habla de «Jesús, Cristo, Hijo de
Dios» (1,1), sino también en los versículos siguientes que anuncian al mismo Señor cuyo
advenimiento se prepara de acuerdo con lo atestiguado por los profetas (1,2-3, con referencia
a Ex 23,20; Mal 3,1; Is 40,3). Si los evangelistas lo presentan con toda coherencia como un
descendiente de David, dicen también de él también que, en lo que atañe a la sabiduría, es
más grande que Salomón (Mt 12,42; Lc 11,31), más que el Templo (Mt 12,6) o más que
Jonás (Mt 12,41; Lc 11,32). En el sermón del monte, él legisla con una autoridad que es
superior a la de Moisés (cf. Mt 5,21.27.33.38.43).

El cumplimiento de la historia en el retorno triunfal de Jesús

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Según los evangelios sinópticos la relación estrechísima de Jesús con Dios se manifiesta no
sólo en el hecho de que la vida de Jesús sea la consumación de la historia de Dios con Israel,
sino también en que toda la historia es llevada a su consumación en el retorno de Jesús en su
gloria. En los discursos apocalípticos (Mt 24-25; Mc 13; Lc 21) él prepara a sus discípulos en
vista de los avatares de la historia tras su muerte y resurrección, y los exhorta a ser fieles y
estar vigilantes para su retorno. Ellos viven en un tiempo intermedio entre el cumplimiento
de la historia precedente, realizado mediante la obra y la vida de Jesús, y el cumplimiento
definitivo al final de todos los tiempos. Ese es el tiempo de las comunidades que creen en
Jesús, el tiempo de la Iglesia. Para este tiempo intermedio los cristianos cuentan con la
certeza de que el Señor resucitado está siempre con ellos (Mt 28.20), también mediante la
fuerza del Espíritu Santo (Lc 24,49; cf. Hch 1,8). Tienen además la tarea de anunciar el
evangelio de Jesús a todos los pueblos (Mt 26,13; Mc 13,10; Lc 24,47), de hacerlos
discípulos de Jesús (Mt 28,19) y de vivir de acuerdo con Jesús. Toda su vida y todo este
tiempo se desarrolla en el horizonte de la consumación de la historia que se realizará con el
retorno triunfal del Jesús.

c. Conclusión

30. Los evangelios sinópticos muestran la relación singular de Jesús con Dios en toda su vida
y actividad; muestran igualmente el significado singular de Jesús para la consumación de la
historia de Dios con el pueblo de Israel y para la consumación definitiva de toda la historia.
Es en Jesús en quien Dios se revela a sí mismo y su proyecto de salvación para toda la
humanidad; es en Jesús en quien Dios habla a las personas humanas, a través de Jesús son
conducidas a Dios y unidas a Él; a través de Jesús obtienen la salvación. Presentando a Jesús,
que es Palabra de Dios, los propios evangelios se convierten en palabra de Dios. Es propio de
las Sagradas Escrituras de Israel hablar de Dios con autoridad y conducir a Dios con
seguridad. Ese mismo carácter se manifiesta en los evangelios, y conduce a la creación de un
canon de escritos cristianos que enlaza con el canon de las Sagradas Escrituras hebreas.

3.3. El Evangelio de Juan

31. El prólogo del evangelio de Juan termina con la siguiente afirmación solemne: «A Dios
nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a
conocer» (1,18). Esta presentación de la naturaleza de Jesús (Hijo unigénito; Dios; unido
íntimamente con el Padre) y de su singular capacidad de conocer y de revelar a Dios no es
atestiguada únicamente al comienzo del evangelio, sino que, por tratarse de una cuestión
fundamental, es confirmada por toda la obra joánica. Quien entra en relación con Jesús y se
abre a su palabra recibe de él la revelación de Dios Padre. Lo mismo que los otros
evangelios, también el de Juan insiste en el cumplimiento de las Escrituras a través de la obra
de Jesús y afirma de este modo que esta forma parte del plan salvífico de Dios. Con todo, una
característica propia del cuarto evangelio es que señala algunos rasgos especiales de la
relación del evangelista con Jesús; se trata en particular de: a) La contemplación de la gloria
del Hijo unigénito; b) El testimonio ocular explícito; c) La instrucción del Espíritu de verdad
para los testigos. Estas características específicas, que conectan al evangelista más
estrechamente con la persona de Jesús, tienen como efecto mostrar que su evangelio proviene
de Dios mismo. Vamos a desarrollar aquí estos rasgos especiales.

a. La contemplación de la gloria del Hijo unigénito

El Prólogo dice: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su
gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14). Después de
haber afirmado la encarnación del Verbo y su inserción en la humanidad como morada
definitiva del Dios de la alianza, el texto habla inmediatamente de un profundo encuentro
personal con el Verbo encarnado. En los textos joánicos «contemplar» no designa un ver
momentáneo, superficial, sino un ver intenso y duradero, conectado con la reflexión y con
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una inteligencia y adhesión de fe crecientes. En Jn 11,45 se señala como objeto inmediato del
contemplar «lo que había hecho», es decir, la resurrección de Lázaro; y, como consecuencia,
se menciona la fe en Jesús. En Jn 1,14b se señala en seguida el resultado del contemplar, es
decir, la comprensión creyente, el reconocimiento del «Hijo unigénito que viene del Padre»
(cf. 1 Jn 1,1; 4.14). El objeto inmediato de la contemplación es, por lo tanto, Jesús, su
persona y actividad, pues, durante su presencia en la tierra, el Verbo de Dios se hizo visible a
los hombres.

El autor se incluye a sí mismo en un grupo («nosotros») de testigos atentos que, habiendo


contemplado la actuación de Jesús, llegaron a la fe en él como Hijo unigénito de Dios Padre.
El testimonio ocular del evangelista y su fe en Jesús, Hijo de Dios, constituyen la base de su
escrito; se deduce indirectamente que dicho escrito proviene de Jesús y, por tanto, de Dios.
Recalcamos que Juan es miembro de un grupo de testigos creyentes. La primera conclusión
del cuarto evangelio (20,30-31) permite identificar este grupo. El evangelista habla
explícitamente de su obra («este libro») y de los «signos» narrados en ella, y dice que Jesús
los hizo «en presencia de sus discípulos». Estos últimos son en definitiva el grupo de testigos
oculares al que pertenece el autor del cuarto evangelio.

b. El testimonio ocular explícito

32. El evangelista subraya explícitamente en dos ocasiones que ha sido testigo ocular de
cuanto escribe. En la conclusión del evangelio leemos: «Este es el discípulo que da
testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero»
(21,24). Un grupo («nosotros») presenta al discípulo –identificado con el protagonista del
último relato– como testigo fiable y como quien escribió de toda la obra. Se trata del
discípulo amado de Jesús (21,20), que también en otras ocasiones (13,23; 19,26; 20,2; 21,7),
debido a su particular cercanía a Jesús, ha sido testigo de su actuación. De este modo se
confirma que este evangelio proviene de Jesús y de Dios. Los que declaran «nosotros
sabemos» expresan su conciencia de que pueden hacer tal valoración. Ello constituye un acto
de reconocimiento, de recepción y de recomendación del escrito por parte de la comunidad
creyente.

En otro pasaje se explicita el testimonio ocular en relación con la efusión del agua y la sangre
después de la muerte de Jesús: «El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y
él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis» (19,35). Aquí son decisivos los
conceptos de ver, dar testimonio, verdad y creer. El testigo ocular afirma la verdad del
testimonio con el que se dirige a una comunidad («vosotros») exhortándola a compartir su fe
(cf. 20,31; 1 Jn 1,1-3). Esta última se refiere no sólo a los hechos ocurridos, sino también al
significado de los mismos, expresado en dos citas del Antiguo Testamento (cf. 19,36-37). Por
el contexto sabemos que el testigo ocular es el discípulo amado que estaba junto a la cruz de
Jesús y al que Jesús dirigió (19,25-27). Así, pues, en Jn 19,35 se subraya, con una referencia
específica a la muerte de Jesús, lo que Jn 21,24 afirma en relación con todo lo narrado en el
cuarto evangelio: esto ha sido escrito por un autor que, por experiencia directa y por fe, está
íntimamente unido a Jesús y a Dios, y comunica su testimonio a una comunidad de creyentes
que participan de la misma fe.

c. La instrucción del Espíritu de verdad para los testigos

33. El testimonio del discípulo resulta posible por el don del Espíritu Santo. En su discurso
de adiós (Jn 14,16) Jesús dice a los discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que os enviaré
desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y
también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» (15,26-27).
Los discípulos son los testigos oculares de toda actividad de Jesús «desde el principio». Pero
el testimonio de fe, que conduce a creer en Jesús como Cristo e Hijo de Dios (cf. 20,31), se
da por el poder del Espíritu, que al proceder del Padre y ser enviado por Jesús, crea en los
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discípulos la unión más viva con Dios. El mundo no puede recibir al Espíritu (14,17), pero
los discípulos lo reciben para su misión en el mundo (17,18). Jesús precisa que el Espíritu da
testimonio de él: «Será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he
dicho» (14,26) y «os guiará hasta la verdad plena» (16,13). La obra del Espíritu queda
referida enteramente a la actividad de Jesús y se orienta a conducir a una comprensión cada
vez más profunda de la verdad, es decir, de la revelación de Dios Padre aportada por Jesús
(cf. 1,17-18). El testimonio de cada discípulo en favor de Jesús resulta eficaz únicamente por
la acción del Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir en relación con el cuarto evangelio, que se
presenta como el testimonio escrito por el discípulo amado de Jesús.

3.4. Los Hechos de los Apóstoles

34. A Lucas se atribuyen no sólo el Evangelio, sino también el libro de los Hechos de los
Apóstoles (cf. Lc 1,1-4; Hch 1,1). El evangelista señala explícitamente como fuente de su
evangelio «a los que fueron desde el principio testigos oculares y también servidores de la
palabra» (Lc 1,2), sugiriendo de este modo que su evangelio proviene de Jesús, último y
supremo revelador de Dios Padre. La fuente del libro de los Hechos y su proveniencia de
Dios no las presenta de la misma manera. Con todo cabe notar, por un lado, que los nombres
de los Apóstoles son idénticos, salvo el de Judas, en las lista de Hch 1,13 y de Lc 6,14-16, y,
por otro lado, que en los Hechos se destaca su cualidad de testigos oculares (Hch 1,21-22;
10,40-41) y su misión de ser ministros de la Palabra (Hch 6,2; cf. 2,42). Así, pues, Lucas
describe en Hechos la actividad de aquellos de quienes había hablado en Lc 1,2, los cuales
constituyen, por tanto, la fuente para sus dos obras.

Podemos suponer que Lucas se ha informado sobre la actividad de aquellos (argumento de


libro de los Hechos) con el mismo esmero (cf. Lc 1,3) con el que ha realizado, por medio de
ellos, sus propias indagaciones sobre la actividad de Jesús.

El dato fundamental relativo a la proveniencia divina del libro de los Hechos es la relación
inmediata de estos «testigos oculares y servidores de la Palabra» con Jesús. Tal relación se
muestra además en particular en sus discursos y acciones, en la actuación del Espíritu Santo
y en la interpretación de las Sagradas Escrituras. Pasamos a exponer en concreto estos
elementos que dan testimonio de que el libro de los Hechos proviene de Jesús y de Dios.

a. La relación personal inmediata de los apóstoles con Jesús

El libro de los Hechos refiere la proclamación del Evangelio por parte de los apóstoles,
especialmente a través de Pedro y Pablo. Al principio del libro Lucas ofrece la lista de los
apóstoles, que incluye a Pedro y a los otros diez (Hch 1,13). Estos Once forman el núcleo de
la comunidad a la que se manifiesta el Señor resucitado (cf. Lc 24, 9.33) y constituyen un
puente esencial entre el evangelio de Lucas y el libro de los Hechos (cf. Hch 1,13.26).

La identidad de los nombres en la lista de Lc 6,14-16 y en la de Hch 1,13 pretende reafirmar


la larga e intensa relación personal de cada uno de los Apóstoles con Jesús. Tal relación
constituyó un privilegio suyo durante la actividad de Jesús y los convierte en protagonistas
del libro de los Hechos. Estos apóstoles (Hch 1,2) son también los interlocutores y los
comensales de Jesús antes de su ascensión (Hch 1,3-4). Él prometió «la fuerza del Espíritu
Santo», destinándolos a ser sus testigos «hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). Todas estas
precisiones favorecen que el relato de los Hechos sea acogido como proveniente de Jesús y
de Dios.

También Pablo, protagonista de la segunda parte del libro de los Hechos, se caracteriza por
su relación personal inmediata con Jesús. Su encuentro con el Señor resucitado se cuenta y
resalta tres veces (Hch 9,1-22; 22,3-16; 26,12-18). El propio Pablo afirma claramente la
proveniencia divina de su evangelio: «Pues yo no lo he recibido ni aprendido de ningún
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hombre, sino por revelación de Jesucristo» (Gál 1,12). Las secciones del libro dominadas por
el «nosotros» (Hch 16,10-18; 20,5-15; 21,1-18; 27,1-28,16) evocan la relación del autor del
libro con Pablo y, a través de Pablo, con Jesús.

b. Los discursos y las actuaciones de los apóstoles

35. La actividad de los apóstoles referida por el libro de los Hechos manifiesta la múltiple
relación de aquellos con Jesús.

Los discursos de Pedro (Hch 1,15-22; 2,14-36; 3,12-26; 10,34-43) y de Pablo (p.ej. Hch
13,16-41) son sumarios significativos de la vida y ministerio de Jesús y. presentan los datos
fundamentales: su pertenencia a la descendencia de David (13,22-23), su conexión con
Nazaret (2,22; 4,10), su ministerio, comenzando desde Galilea (10,37-39). Un relieve
especial se otorga a su pasión y muerte, en relación con la cual se implica a los judíos (2,23;
3,13; 4,10-11) y los paganos (2,23; 4,26-27), a Pilatos (3,13; 4,27; 13,28) y Herodes (4,27);
también se resalta el suplicio de la cruz (5,30; 10,39; 13,29), la sepultura (13,29) y la
resurrección por parte de Dios (2,24.32; etc.).

Al presentar la resurrección de Jesús, se subraya la actuación del Padre, que se opone a la de


los hombres: «Lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios
lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte» (2,23-24; cf. 3,15; etc.). Dios ha exaltado
a Jesús a su diestra (2,33; 5,31) y lo ha glorificado (3,13). Se subraya así la relación
estrechísima de Jesús con Dios y, al mismo tiempo, la proveniencia de Dios de lo que se
cuenta. Los títulos cristológicos del evangelio de Lucas se encuentran también en el libro de
los Hechos: Cristo (2,31; 3,18), Señor (2,36; 11,20), Hijo de Dios (9,20; 13,33), Salvador
(5,31; 13,23). En general Dios es la fuente de estos títulos, en los que se expresan la
condición y la misión que Él ha otorgado a Jesús (cf. 2,36; 5,31; 13,33).

También las actuaciones milagrosas conectan a los apóstoles con Jesús. Los milagros de
Jesús eran signos del Reino de Dios (Lc 4,18; 11,20; cf. Hch 2,22; 10,38). Él ha confiado esa
tarea a los Doce (Lc 9,1). El libro de los Hechos habla genéricamente de “signos y prodigios”
(2,43; 5,12; 14,3) cuando se refiere a las obras de los apóstoles. Narra también milagros
particulares como curaciones (3,1-10; 5,14-16; 14,8-10), exorcismos (5,16; 8,7; 19,12),
resurrección de los muertos (9,36-42; 20,9-10). Los apóstoles realizan estas acciones en el
nombre de Jesús, con su poder y autoridad (3,1-10; 9,32-35).

La actividad de los apóstoles está totalmente determinada por Jesús, proviene de él y remite a
él y a Dios Padre. Los Hechos acentúan además la continuidad del plan divino, cumplido en
Jesucristo y proseguido luego en la Iglesia. En los milagros, en particular, Lucas ve la
confirmación divina de la misión apostólica, como había ocurrido en el caso de Moisés
(7,35-36) y y en el del mismo Jesús (2,22).

c. La obra del Espíritu Santo

36. La relación de los apóstoles con Jesús se confirma igualmente mediante el Espíritu Santo
que Jesús ha prometido y les ha enviado, y con el que realizan sus obras.

El Señor resucitado les anuncia «la promesa del Padre» (Hch 1,4; cf. Lc 24,49), el bautismo
«con Espíritu Santo» (Hch 1,5), «la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 1,8). El día de
Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre ellos y «se llenaron todos de Espíritu Santo»
(Hch 2,4), Espíritu prometido por el Padre e infundido por Jesús tras haber sido exaltado a la
diestra de Dios (Hch 2,33). Con este Espíritu «Pedro con los Once» (Hch 2,14) da
valientemente el primer testimonio público de la obra y la resurrección de Jesús (Hch 2,14-
41).

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En el sumario sobre la vida de la Iglesia de Jerusalén, se resume la actividad apostólica en


estos términos: «Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con
mucho valor» (4,33; cf. 1,22; etc.); por otra parte, ese testimonio se produce por la acción del
Espíritu Santo (4,8.31; etc.). De modo idéntico se define el ministerio de Pablo, el cual
proclama la resurrección de Jesús (13,30.37), y se llena del Espíritu Santo (cf. 9,17;
13,2.4.9).

d. El cumplimiento del Antiguo Testamento

37. En el evangelio de Lucas se narra que el Señor resucitado explicó las Escrituras a sus
discípulos, haciéndoles comprender que con su pasión, muerte y resurrección se había
realizado el plan salvífico de Dios preanunciado por Moisés, los Profetas y los Salmos (Lc
24,27.44). En el libro de los Hechos hay unas 37 citas del Antiguo Testamento, la mayoría en
los discursos que Pedro, Esteban y Pablo dirigieron a un auditorio judío. La referencia a los
textos inspirados, mostrando su cumplimiento en Jesús, confiere un valor similar a las
palabras de los predicadores cristianos.

Con las Escrituras se relacionan tanto los acontecimientos cristológicos que constituyen el
contenido de la predicación, como los hechos concomitantes. En el discurso inaugural de
Pentecostés, Pedro explica los fenómenos extraordinarios que se producen como
consecuencia de la venida del Espíritu (Hch 2,4-13.15),a la luz de la profecía de Joel 3,1-5.
Al final del libro se cuenta que Pablo interpreta el rechazo de su anuncio por parte de los
judíos romanos (Hch 28,23-25) recurriendo a la profecía de Isaías 6,9-10. Lo que sucede al
comienzo y al final del ministerio apostólico se vincula con la palabra profética de Dios. Esta
especie de inclusión puede insinuar la idea de que todo lo que acontece y es referido en este
libro responde al plan salvífico de Dios.

Respecto a los contenidos de la predicación apostólica nos limitamos a unos cuantos


ejemplos. Pedro confirma el anuncio de la resurrección de Jesús (2,24) mediante la cita del
Sal 16,8-11, que atribuye a David (2,29-32). Funda la exaltación de Jesús a la diestra de Dios
(2,33) con el Sal 110,1, que también es atribuido a David. También hay referencias de
carácter general a todos los profetas, por boca de los cuales Dios ha preanunciado el destino
de Jesús (cf. 3,18.24; 24,14; 26,22; 28,23). Pablo presenta la resurrección de Jesús como
cumplimiento de la promesa hecha a los padres y cita el Sal 2,7 (Hch 13,32-33).

El libro de los Hechos atestigua de modo especial la manera en la que la Iglesia primitiva, no
sólo recibió las Escrituras hebreas como herencia propia, sino que se apropió además del
vocabulario y de la teología de la inspiración, como se descubre en el modo de citar los
textos del Antiguo Testamento. Así, tanto al comienzo (Hch 1,16) como al final del libro
(Hch 28,15) se declara que el Espíritu Santo habla por medio de los autores y de los textos
bíblicos. Al comienzo, las Escrituras –que se declaran cumplidas en Jesús– son
caracterizadas como «lo que el Espíritu Santo había predicho» (1,16; cf. además 4,25); y, al
final, las palabras de Pablo –que cierran los dos volúmenes de la obra lucana– citan Is 6,9-10
en términos similares: «Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del
profeta Isaías» (28,25). Esta forma de referirse al Espíritu Santo que habla en la palabra
bíblica usando como intermediarios a autores humanos es el modelo que asumieron los
cristianos, no sólo para describir las Escrituras hebreas inspiradas, sino también para
caracterizar la predicación apostólica. En efecto los Hechos presentan la predicación de los
misioneros cristianos, en particular la de Pedro (4,8) y la de Pablo (13,9), como lo hacen con
el discurso profético del Antiguo Testamento y el ministerio de Jesús: son expresiones
verbales (en forma oral más que escrita) que proceden de la plenitud del Espíritu.

e. Conclusión

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38. Una de las características del libro de los Hechos es que se refiere a la actividad de los
«los testigos oculares y ministros de la Palabra», los cuales tienen una relación múltiple con
Jesús. Ellos son ante todo testigos de la resurrección de Jesús, que dan testimonio fundados
en los encuentros con el Señor resucitado y por la fuerza del Espíritu Santo. Presentan la
historia de Jesús como cumplimiento del designio salvífico de Dios, refiriéndose al Antiguo
Testamento y viendo su propia actividad desde esa misma perspectiva. Todo lo que se cuenta
proviene de Jesús y de Dios. En razón de esta clara cualidad del contenido del libro de los
Hechos, también el texto proviene de Jesús y de Dios.

3.5. Las cartas del Apóstol Pablo

39. Pablo atestigua la proveniencia divina de las Escrituras de Israel, de su evangelio, de su


ministerio apostólico y de sus cartas.

a. Pablo atestigua el origen divino de las Escrituras

Pablo reconocer sin ambigüedad la autoridad de las Escrituras, atestigua su origen divino, y
las ve como profecías del Evangelio.

Sagradas Escrituras (cf. Rom 1,2) son para Pablo los libros recibidos de la tradición judía de
lengua griega. Nunca se pregunta sobre su verdad o su inspiración. Al ser un hebreo
creyente, los recibe como testimonio de la voluntad y del plan salvífico de Dios para la
humanidad. Con sus correligionarios, cree en su verdad, en su santidad y en su unidad. Por
medio de ellos Dios se nos comunica, nos interpela y nos manifiesta su voluntad (Rom 4,23-
25; 15,4; 1 Cor 9,10; 10,4.11).

Se debe añadir en seguida que Pablo lee y acoge las Escrituras como profecías de Cristo y de
nuestros tiempos (Rom 16,25-26) o, dicho en otros términos, como profecía de la salvación
ofrecida en y por medio de Jesucristo y, por ello mismo, como profecías del Evangelio (Rom
1,2): las Escrituras están orientadas cristológicamente y deben ser leídas como tales (2 Cor
3).

Como palabra de Dios y testimonio en favor del Evangelio, las Escrituras confirman la
unidad y la firmeza del plan salvífico de Dios, que ha sido el mismo desde el comienzo (Rom
9,6-29).

b. Pablo atestigua el origen divino de su Evangelio

40. En el primer capítulo de su carta a los Gálatas, Pablo reconoce haber perseguido a la
Iglesia, debido a su celo por la Ley, pero confiesa que Dios, en su infinita bondad, le reveló a
su Hijo (Gál 1,16; cf. Ef 3,1-6). Por medio de esta revelación, Jesús de Nazaret, que
precedentemente era para Pablo un blasfemo, un pseudomesías, pasa a ser el Resucitado, el
Mesías glorioso vencedor de la muerte, el Hijo de Dios. En la misma carta -Gál 1,12–,
declara que su Evangelio le fue revelado; y por Evangelio debemos entenderlos componentes
principales de la trayectoria y de la misión de Jesús, al menos su muerte y resurrección
salvíficas.

En Gál 1-2 Pablo declara además que su Evangelio no incluye la circuncisión. En otras
palabras, afirma que, conforme a lo que le ha sido revelado, no es necesario circuncidarse y
someterse a la ley mosaica para heredar las promesas escatológicas. Para Pablo, someter a la
circuncisión a los cristianos de origen no judío no es una cuestión periférica o anecdótica,
sino que toca al corazón del Evangelio. En efecto él declara con firmeza que quien se
circuncida–para someterse a la ley mosaica y obtener por ella la justicia– haría para sí mismo
la muerte de Cristo en una cruz: «Yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os

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servirá de nada» (Gál 5,2; cf. 5,4; 2,21). Lo que se pone en juego es, por lo tanto, el
Evangelio mismo que le fue revelado y que, en consecuencia, no puede ser modificado.

¿Cómo muestra Pablo en Gál 1-2 que su Evangelio –del que no forma parte la circuncisión–
es de origen divino? Comienza diciendo que esa configuración del Evangelio no puede
proceder de él mismo, porque, cuando era fariseo, se había opuesto a ello ferozmente, y
porque, si ahora anuncia lo contrario de lo que antes pensaba, no es por incoherencia
intelectual: de hecho todos sus correligionarios conocían bien la firmeza de sus convicciones
(Gál 1,13-14). Pablo muestra luego que su Evangelio no puede proceder de los otros
apóstoles, no solo porque él los visitó mucho tiempo después del encuentro con Cristo, sino
además porque no vaciló en enfrentarse con Pedro, el más conocido de los apóstoles, cuando
este mantuvo una postura que convertía de hecho la circuncisión en un factor de
discriminación entre cristianos (Gál 2,11-14). En conclusión: que, puesto que su Evangelio le
había sido revelado, también él había tenido que obedecer lo que Dios le había dado a
conocer. Es por esta razón por lo que puede decir, al comienzo de la misma carta a los
Gálatas: «Pues bien, aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os predicara un evangelio
distinto del que os hemos predicado, ¡sea anatema!» (Gál 1,8; cf.1,9).

¿Por qué quiso subrayar Pablo el carácter revelado de su Evangelio? De hecho, ese origen
divino era discutido por misioneros judaizantes, pues la circuncisión lo imponía un oráculo
divino apodíctico de la ley mosaica (Gén 17,10-14). Pues bien, Gén 17,10-14 afirma que,
para obtener la salvación, es preciso pertenecer a la familia de Abrahán y, por esta razón,
estar circuncidados. Por ello debe mostrar, en dos de sus cartas, Gálatas y Romanos, que su
Evangelio no va contra las Escrituras y no contradice Gén 17,10-14, un pasaje que no admite
excepciones. De hecho Pablo no puede declarar que este oráculo no sea ya válido, pues todos
los judíos observantes lo reconocen como obligatorio. No pudiendo obviarlo, Pablo debe
interpretarlo de modo diverso, cosa que sólo puede hacer recurriendo a otros pasajes de la
Escritura (Gén 15,6 y Sal 32,1-2 en Rom 4,3.6) que se constituyan en norma a partir de la
cual sea preciso interpretar Gén 17,10-14.

c. El ministerio apostólico de Pablo y su origen divino

41. Pablo quiso insistir igualmente en el origen divino de su apostolado, porque algunos, del
grupo de los apóstoles, lo denigraban y minimizaban el valor de su Evangelio; aun cuando se
había encontrado con el Resucitado, no formaba parte del grupo de los que habían vivido con
Jesús y eran testigos de su enseñanza, de sus milagros y de su pasión. Por esta razón insiste
en el hecho de que fue segregado y llamado por el Señor para ser apóstol de los gentiles
(Rom 1,5; 1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1; Gál 1,1). Por esta misma razón, en el largo elogio que hace
de sí mismo en 2 Cor 10-13, menciona las revelaciones recibidas del Señor (2 Cor 12,1-4).
No se trata de una exageración retórica o de una mentira piadosa, para resaltar su rango de
apóstol, sino de un simple testimonio de la verdad. En el auto-elogio de 2 Cor 10-13, Pablo
insiste mucho menos en las revelaciones excepcionales de las que fue destinatario,
destacando principalmente los sufrimientos apostólicos por las iglesias, pues el poder de
Dios se manifiesta plenamente por medio de sus debilidades. En otras palabras, cuando da a
conocer las revelaciones recibidas de Dios, Pablo no lo hace para que las iglesias lo admiren,
sino para mostrar que las señales del auténtico apóstol son más bien las fatigas y los
sufrimientos. Su testimonio es por ello digno de fe.

Pablo señala además en Gál 2,7-9 que, cuando subió a Jerusalén, Santiago, Pedro y Juan, los
más acreditados e influyentes de los apóstoles, reconocieron que Dios lo había constituido
apóstol de las gentes. Así, pues, Pablo no es el único en afirmar el origen divino de su
vocación, ya que esta última fue reconocida por las autoridades eclesiales de entonces.

d. Pablo atestigua el origen divino de sus cartas

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42. Pablo no declara únicamente el origen divino de su apostolado y de su Evangelio. El


hecho de que su Evangelio le haya sido revelado no garantiza automáticamente la corrección
y la fiabilidad de su transmisión. He aquí por qué, justo al comienzo de sus cartas, recuerda
su llamada y su mandato apostólico; en Rom 1,1, por ejemplo, se presenta así: «Pablo, siervo
de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para el Evangelio de Dios». Sostiene que sus
cartas transmiten fielmente su Evangelio y quiere que sean leídas por todas las iglesias (cf.
Col 4,16).

Incluso las directrices disciplinares que no están directamente vinculadas al Evangelio deben
ser acogidas por los creyentes de las diversas iglesias como si fuesen un mandato del Señor
(1 Cor 7,17b; 14,37). Es cierto que Pablo no atribuye la misma autoridad a todos sus
enunciados, como lo muestra la argumentación casuística de 1 Cor 7; pero, debido a que
frecuentemente explican y justifican su Evangelio, sus argumentaciones (cf. Rom 1,11 y Gál
1-4) se presentan de algún modo como una interpretación nueva y competente del Evangelio
mismo.

3.6. La carta a los Hebreos

43. A diferencia de Pablo, que afirma haber recibido el evangelio directamente de Cristo (Gál
1,1.12.16), el autor de la carta a los Hebreos no explicita ningún reclamo de autoridad
apostólica.

Sin embargo, en relación con esto, hay dos pasajes de importancia excepcional: 1,1-2, donde
al autor hace una síntesis de la historia de la revelación de Dios a los hombres y muestra la
conexión estrecha de la revelación divina en los dos Testamentos, y 2,1-4, donde se presenta
como perteneciente a la segunda generación cristiana, como uno que había recibido la
palabra de Dios, el mensaje de salvación, no directamente del Señor Jesús, sino a través de
los testigos de Cristo, de los discípulos que lo escucharon.

a. La historia de la revelación de Dios

El autor constata al comienzo de su escrito: «En muchas ocasiones y de muchas maneras


habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por
el Hijo» (Heb 1,1-2). Con esta frase inicial admirable, el autor traza la historia completa de la
Palabra de Dios dirigida al hombre. El pasaje es de una importancia singular para el tema de
la revelación e inspiración y merece una cuidadosa explicación.

En ella se afirma solemnemente un hecho capital: Dios buscó entrar en una relación personal
con los hombres. Él mismo tomó la iniciativa de este encuentro: Dios habló. El verbo
empleado no tiene complemento directo, no se precisa el contenido de aquella palabra. En
cambio se nombran las personas puestas en relación: Dios, los padres, los profetas, nosotros,
el Hijo. La palabra de Dios no se presenta aquí como la revelación de una verdad, sino como
medio para establecer relaciones entre las personas.

En la historia de la Palabra de Dios se distinguen dos etapas principales. La repetición del


verbo «hablar» en los dos casos expresa una continuidad evidente, y el paralelismo de las dos
frases contribuye a resaltar la semejanza de las dos intervenciones. Pero las diferencias
señalan la diversidad de época, de modo, de destinatarios y de mediadores.

En lo que atañe a la época, al primer dato («antiguamente»), simplemente cronológico, se


contrapone otro más complejo. El autor recurre a una expresión bíblica, «etapa final», que
indicaba vagamente el tiempo futuro (cf. Gén 49,1), pero cuyo significado se fue
especificando hasta aplicarse al tiempo de la intervención divina definitiva, «al final de los
tiempos» (Ez 38,16: Dan 2,28; 10,14). El autor retoma la fórmula, pero añade una nueva
determinación: «en esta etapa» (que estamos viviendo). Desde el punto de vista material se
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trata de una precisión mínima, pero que manifiesta un cambio de perspectiva radical. En el
Antiguo Testamento la intervención decisiva de Dios se situaba siempre en la oscuridad del
futuro. El autor de Hebreos afirma que la última etapa está ya presente, pues se ha
inaugurado una nueva era por la muerte y la resurrección de Cristo (Hch 2,17; 1 Cor 10,11; 1
Pe 1,20). Si «esta etapa» forma parte de la última era, ello quiere decir que el último día no
ha llegado todavía (cf. Jn 6.39; 12,48); sólo está más cercano (Heb 10,25). Aunque ya desde
ahora la existencia cristiana participa en los bienes definitivos, prometidos para los últimos
tiempos (6,4-5; 12,22-24.28). La relación de Dios con los hombres ha cambiado de nivel: se
ha pasado de la promesa a la realización, de la prefiguración al cumplimiento. La diferencia
es cualitativa.

El modo en el que se presenta la palabra de Dios no es el mismo en los dos períodos de la


historia de la salvación. En los tiempos antiguos se caracterizaba por la multiplicidad:
«muchas ocasiones» (o más literalmente: «en múltiples partes», «de modo fragmentario») y
«de muchas maneras». En esta multiplicidad hay una riqueza. Dios, sin cesar (cf. Jer 7,13),
encontró los medios para llegar a nosotros: dando órdenes, haciendo promesas, castigando a
los rebeldes, confortando a los sufrientes, utilizando todas las formas de expresión posibles
como teofanías terribles, visiones consoladoras, oráculos breves o grandes paneles de
historia, predicación de los profetas, cantos y ritos litúrgicos, leyes, relatos. Perola
multiplicidad es al propio tiempo un índice de imperfección (cf. 7,23; 10,1-2.11-14). Dios se
expresó parcialmente. Como buen pedagogo, comenzó por decir las cosas elementales en la
forma más accesible. Habló de heredad y de tierra, prometió y realizó la liberación de su
pueblo, le dotó con instituciones temporales: dinastía regia, sacerdocio hereditario. Mas todo
esto no era sino una prefiguración. En la fase final, la Palabra de Dios fue entregada
totalmente, de manera definitiva y perfecta. Las riquezas dispersas de las épocas precedentes
quedaron reunidas y llevadas a su culminación en la unidad del misterio de Cristo.

A la sucesión de períodos corresponde un cambio de auditorio para la Palabra. La de los


tiempos antiguos fue dirigida «a los padres», en sentido amplio, es decir, al conjunto de las
generaciones que recibieron el mensaje profético (cf. 3,9). La palabra definitiva se «nos» ha
dirigido. El pronombre «nos» incluye al autor y a los destinatarios de su escrito, pero
también a los testigos que la habían escuchado (cf. 2,3) y a sus contemporáneos.

Para hablar de los mediadores, el autor utiliza una expresión curiosa, poco común: Dios
habló «por» los profetas, «por» el Hijo; normalmente se dice «por medio de» (Mt 1,22; 2,15;
etc.; Hch 28,25). El autor pudo tener en vista la presencia activa de Dios mismo en sus
mensajeros. Es el único sentido adecuado a la segunda expresión: «por el Hijo». A los
profetas en sentido amplio, es decir, a todos aquellos cuyas intervenciones nos cuenta la
Biblia, sucede un último mensajero que es «Hijo». La posición escogida para nombrarlo, al
final de la frase, concentra la atención en él. Una vez mencionado, no se hablará sino de él
(1,2-4). El encuentro de Dios con el hombre se efectúa solo en él. Anteriormente Dios envió
a «sus siervos los profetas» (Jer 7,25; 25,4; 35,15; 44,4); ahora, su mensajero no es ya un
simple siervo, es «el Hijo». Al hablar por medio de los profetas, Dios se dio a conocer, pero
indirectamente, por persona interpuesta; ahora el encuentro con la Palabra de Dios se realiza
en el Hijo. El que nos habla ahora no es ya un hombre distinto de Dios, sino una persona
divina, cuya unidad con el Padre queda expresada con las fórmulas más fuertes que el autor
pudo encontrar: «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (1,3). No le bastó a Dios volverse a
nosotros asumiendo nuestro lenguaje; viene En la persona de Jesucristo vino Él mismo a
compartir realmente nuestra existencia y a hablar no sólo el lenguaje de las palabras, sino
también el de la vida ofrecida y la sangre derramada.

b. La relación del autor con la revelación del Hijo

44. Una vez desarrollado un aspecto de su doctrina, la palabra de Dios dirigida al hombre en
los profetas y en el Hijo (1,1-14), el autor precisa inmediatamente la conexión de la misma
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con la vida e indica su propia relación con el Hijo: «Por tanto, para no extraviarnos, debemos
prestar más atención a lo que hemos oído. Pues si la palabra comunicada a través de ángeles
tuvo validez, y toda trasgresión y desobediencia fue justamente castigada, ¿cómo
escaparemos nosotros si desdeñamos semejante salvación, que fue anunciada primero por el
Señor, confirmada por los que la habían escuchado, a la que Dios añadió su testimonio con
signos y portentos, con milagros varios, y dones del Espíritu Santo distribuidos según su
beneplácito?» (Heb 2,1-4).

Los cristianos son invitados a prestar una atención mayor a la palabra escuchada. No basta
con escuchar el mensaje; es preciso adherirse a él ello con todo el corazón y toda la vida. Sin
una seria adhesión al evangelio, se corre el peligro de andar fuera de ruta (cf. 2,1). Quien se
aleja de Dios no puede sino perderse y perecer. Mientras que quien se esfuerza en adherirse
al mensaje escuchado, se acerca Dios (cf. 7,19) y encuentra la salvación.

Después de haber introducido su tema (cf. 2,1), el autor lo desarrolla en una larga frase (cf.
2,2-4). Basa su argumentación en una comparación entre los ángeles y el Señor. El único
elemento idéntico en las dos partes es la expresión «anunciada por». La «palabra» fue
anunciada por los ángeles; la «salvación» comenzó a ser anunciada por el Señor.

Al referirse a la «palabra», el autor tiene a la vista la promulgación de la Ley acontecida en el


Sinaí. La expresión «salvación» resulta inesperada. Se esperaría un término paralelo a «la
palabra». Esta imperfección del paralelismo es rica en contenido. Manifiesta una profunda
diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la antigua alianza se tiene sólo una
«palabra», una ley externa que ordena y castiga. En la nueva alianza se ofrece una verdadera
salvación. ¿Qué excusa hay, entonces, para quienes rechazan la salvación? En estos tales, a la
indocilidad se añade la ingratitud. No rechazan una exigencia; se cierran al amor.

Un largo discurso sobre el tema señala tres características de la salvación y muestra como
esta alcanza al autor y a los destinatarios de su escrito: la predicación del Señor, el ministerio
de los primeros discípulos, el testimonio por parte de Dios (cf. 2,3b-4). La primera
característica de la salvación es que comenzó a ser anunciada por el Señor. El autor no utiliza
un verbo simple: «comenzar», sino una solemne perífrasis: «tener comienzo». Tal vez se
trate de una discreta alusión a Gén 1,1. La salvación constituye una nueva creación. El título
de «Kyrios» designa a Cristo, el Hijo, que es el último revelador enviado por Dios (cf. 1,2).
La salvación revelada por él constituye la culminación de la obra salvífica de Dios. El
anuncio hecho por el Señor «nos» (2,3; el autor y los destinatarios de su escrito) llega a
través del ministerio de testigos oyentes, que son los primeros discípulos de Jesús. Dios, de
quien proviene toda la revelación y toda la salvación (cf 1,1-2), confirma el ministerio de los
discípulos con signos, milagros y dones del Espíritu Santo (cf Hch 5,12; Rom 15,19; 1 Cor
12,4.11; 2 Cor 12,12).

Tras haber señalado de modo sintético toda la historia de la revelación (1,1-2), el autor
muestra (2,1-4) que él, y, en consecuencia, su escrito, está conectado con el Hijo y con Dios a
través del ministerio de los testigos oyentes del Señor.

3.7. El Apocalipsis

45. El término «inspiración» no está presente en el Apocalipsis, aunque encontramos la


realidad supuesta por el término, en los casos en que el texto contempla una relación de
dependencia, estrecha y directa, precisamente respecto de Dios. Esto ocurre en el prólogo
(1,1-3), volvemos a encontrarlo en 1,10 y 4,2, cuando Juan, en relación con lo que será el
contenido del libro, queda puesto en contacto especial con el Espíritu, y en 10,8-11, cuando
se le renueva la misión profética respecto al «librito»; se repite, finalmente, en el diálogo
litúrgico conclusivo, cuando se subraya la sacralidad intangible de todo del mensaje, una vez

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ha llegado a convertirse en libro (22,18-19). En el estudio de estos fragmentos obtenemos


una primera comprensión de la inspiración que se halla presente en el Apocalipsis.

a. La proveniencia de Dios del texto según el prólogo (1,1-3)

Una lectura atenta del prólogo del Apocalipsis nos ofrece una documentación, interesante y
detallada, del trayecto que lleva, en relación con el texto del Apocalipsis, del puro nivel de
Dios al nivel concreto de un libro legible en la asamblea litúrgica.

Constamos un primer enganche explícito con el nivel de Dios justo al inicio del texto: la
«revelación» es «de Jesucristo» (1,1a). Ahora bien, Jesucristo no es el inventor de la
revelación; lo es Dios, que, de acuerdo con el uso constante del término en el Nuevo
Testamento, debemos entender como «el Padre». La revelación, que ha brotado del Padre y
ha sido entregada al Hijo Jesucristo, y que, por ello mismo, se encuentra, podríamos decir, en
contacto íntimo con Dios, recibe y mantiene una impronta divina.

Del nivel de Dios se desciende luego al nivel del hombre. Es aquí donde nos encontramos
con Jesucristo: todo aquello que es de Dios-Padre se reencuentra en él, la «Palabra de Dios»
viva. Cuando Jesucristo se vuelva a los hombres, se presentará ante ellos, consiguientemente,
como un testigo totalmente fiable, que, en cuanto Hijo a nivel trinitario, es capaz de acoger
plenamente el contenido del Padre, de quien todo deriva, y, en cuanto Hijo encarnado, puede
comunicarlo adecuadamente a los hombres.

La revelación entra así en contacto con Juan. Lo cual sucede con una modalidad particular: el
Padre, mediante Jesucristo que es el portador, expresa la revelación «con signos» simbólicos
que son percibidos, «vistos» por Juan y comprendidos por él adecuadamente gracias a la
mediación de un ángel que los explica. A su vez, la revelación que ha llegado a adquirir la
expresa Juan en un mensaje suyo a las iglesias, y, llegada a este punto, la revelación se
convierte en un texto escrito. El contacto con el Padre y con el Hijo encarnado que ha dado
origen al texto sigue manteniéndose posteriormente y se convierte en una cualificación
permanente de la misma. Cuando, como último paso de su acontecer, la revelación escrita se
anuncie en la asamblea litúrgica, asumirá la forma de profecía.

b. La trasformación de Juan obrada por el Espíritu con miras a Cristo (1,10; 4,1-2)

46. Al comienzo de la primera (1,4-3,22) y de la segunda parte (4,1-22,5) de su texto, el


autor del Apocalipsis, que se identifica literariamente con Juan, ofrece una precisión
interesante sobre el dinamismo revelador que, partiendo del Padre y pasando a través de
Jesucristo, llega finalmente a él: ocurre una intervención particular del Espíritu Santo que,
transformándolo, pone a Juan en un contacto renovado con Jesucristo con el resultado de
conocerlo mejor.

Ello se verifica sobre todo al comienzo de la primera parte del libro (1,10), con referencia a
toda ella. Relegado a la isla de Patmos, con el pensamiento y con el corazón en su
comunidad de la lejana Éfeso, Juan advierte, «en el día del Señor”, propio de la asamblea
litúrgica, una acción del Espíritu que se hace presente de un modo nuevo: «El día del Señor
fui arrebatado en Espíritu». El «ser arrebatado» por medio del Espíritu y en contacto con él,
implica para Juan una transformación interior que, aun sin alcanzar necesariamente un nivel
extático, lo habilita para captar e interpretar el signo simbólico complejo que le será
presentado de inmediato. Ello producirá en Juan una nueva experiencia existencial,
cognoscitiva y afectiva, de Jesucristo resucitado, de quien recibirá luego el encargo de enviar
un mensaje escrito a las siete iglesias (cf. 1,10b-3,22).

Este contacto especial con el Espíritu se renueva al comienzo (4,1-2) de la segunda parte del
libro (4,1-22,5): «Enseguida fui arrebatado en Espíritu» (4,2), y se mantiene inalterado hasta
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la conclusión. La nueva acción del Espíritu tiende, como la precedente, a trasformar a Juan
interiormente. Va precedido por una interpretación de Jesucristo, quien dice a Juan que se
desplace del nivel de la tierra al del cielo. Como efecto de este segundo «ser arrebatado en
Espíritu», Juan será capaz de percibir los muchos «signos» que Dios le dará por medio de
Jesucristo, y de expresarlos adecuadamente en el texto. Este contacto renovador con el
Espíritu será reclamado posteriormente en algunos puntos muy significativos en relación con
Jesucristo. Ello ocurre en 17,3 antes de la presentación, complejísima, del juicio de la «gran
prostituta» (17,3-18,24), la cual, bajo el influjo de lo Demoníaco, lleva a cabo en la historia
la oposición más radical a los valores de Jesucristo. Después, cuando sea mostrado el gran
«signo» conclusivo de la Nueva Jerusalén, que presentará la relación inefable de amor entre
Jesucristo Cordero y la Iglesia convertida en su esposa, habrá para Juan un reclamo ulterior
del Espíritu (Ap 21,10), que le abrirá a la comprensión más alta de Jesucristo. Esta dilatación
producida por el Espíritu con miras a un «más» de Jesucristo pasará de Juan a su escrito y
tenderá a situarse en el lector-oyente.

c. La implicación humana en la expresión del mensaje profético (10,9-11)

47. Ahora bien ¿cómo se desarrolla en el hombre esta dilatación en el Espíritu? Sobre ello
encontramos una indicación interesante en 10,9-11. Un ángel, solemne manifestación de
Cristo (cf. 10,1-8), tiene en la mano izquierda un «librito» que contiene un mensaje de Dios,
probablemente el contenido, todavía en bruto, de Ap 11,1-13, e invita a Juan a tomarlo: «Él
me dice: “Toma y devóralo; te amargará en el vientre, pero en tu boca será dulce como la
miel”» (10,9). En el primer contacto con el «librito», Juan queda fascinado y experimenta la
dulzura inefable de la palabra de Dios. Mas el encanto de la palabra escuchada deberá luego
ceder el paso a la tarea dolorosa de su asimilación. La palabra de Dios deberá pasar del nivel
divino al de la comunicación humana mediante una fatigosa elaboración desde dentro, en la
que se verán implicadas la inteligencia, la emotividad y las facultades literarias creativas de
Juan. Terminada esta fase laboriosa, Juan será capaz de anunciar la palabra de Dios, que, ya
no en estado bruto, se ha convertido, por la tarea de elaboración, también en palabra del
hombre.

d. El carácter intangible del libro inspirado (22,18-19)

48. Llegado al término de su trabajo, cuando el texto compuesto puede denominarse «este
libro» (22,18.19 bis), el autor, poniendo todo en boca de Juan, hace una declaración radical
sobre el carácter intangible del libro mismo.

Inspirándose, como punto de partida en varios textos del Deuteronomio (cf. Dt 4,2; 13,1;
29,19), el autor del Apocalipsis acentúa la radicalidad de los mismos: el libro ya completado
tiene la plenitud propia de Dios, al cual no se le puede añadir ni quitar nada. El contacto
prolongado que ha tenido con Jesucristo por mediación del Espíritu durante su elaboración,
ha impreso el mensaje del libro con una sacralización propia: dentro de él, por así decirlo,
hay algo de Cristo y de su Espíritu; de este modo el texto queda habilitado para desempeñar
el papel de una profecía que penetra en la vida y es capaz de cambiarla.

e. Una primera síntesis sobre la proveniencia de Dios

49. De las observaciones que hemos venido haciendo se siguen, en relación con nuestro
tema, algunas cualificaciones fundamentales del texto del Apocalipsis. El texto tiene un
origen marcadamente divino, pues deriva directamente de Dios Padre y de Jesucristo, a quien
lo entrega Dios Padre. Jesucristo lo entrega a su vez a Juan, insertando su contenido en
«signos» simbólicos, que Juan, ayudado por el Ángel intérprete, logrará percibir. Este
contacto, inicial y directo, del texto con el nivel de Dios es activado posteriormente, a lo
largo de todo el libro, tanto en la primera como en la segunda parte que lo componen, por el

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influjo particular y propio del Espíritu, que renueva y dilata interiormente a Juan,
produciendo constantemente en él un salto cualitativo en el conocimiento de Jesucristo.

El contenido de la revelación no pasa automáticamente del nivel divino, en el que nace y se


desarrolla, al nivel del hombre, donde es escuchado. El paso que transforma la palabra de
Dios también en palabra de hombre, reclama de Juan, después de un sobresalto de alegría en
el primer contacto con la palabra, una sufrida elaboración que lleva el mensaje al nivel
propio del hombre y lo hace comprensible. Este paso no hace perder la característica
originaria: en todo el texto, ya escrito definitivamente y convertido en un libro, permanece
una dimensión de sacralización que roza el nivel de Dios. Tal sacralización, por una parte,
hace que el texto sea absolutamente intangible, sin posibilidad de añadiduras o sustracciones,
y, por otra, activa en su interior la energía profética que lo hace idóneo para repercutir
decididamente en la vida.

Este complejo conjunto de cualificaciones, que es preciso mantener siempre unidas, permite
percibir cómo el autor del Apocalipsis siente y propone los elementos de lo que hoy
denominamos inspiración: hay una intervención permanente por parte de Dios Padre; hay
una intervención permanente, particularmente rica y articulada, de Jesucristo; hay una
intervención, también ella permanente, del Espíritu; hay una intervención del ángel
intérprete; hay también, en la línea del contacto del texto con el hombre, una intervención
específica por parte de Juan. Al final este texto, palabra de Dios venida en contacto con el
hombre, conseguirá no sólo hacer comprender su contenido iluminador sino que sabrá
también irradiarlo en lo vivido. Será inspirado e inspirador.

Resulta impresionante el hecho de que este último libro del Nuevo Testamento que contiene
la más alta frecuencia de referencias al Antiguo Testamento y puede parecer una síntesis,
atestigua su proveniencia de Dios y su carácter inspirado del modo más preciso y articulado.
Y en contacto con Cristo hace saltar una nueva dimensión: también el Antiguo Testamento se
vuelve inspirado e inspirador en clave cristológica.

4. Conclusión

50. Al concluir la sección sobre la proveniencia de los libros bíblicos de Dios (con la que
ilustramos el concepto de inspiración) resumamos por una parte lo que se ha manifestado
sobre la relación entre Dios y los autores humanos, y destaquemos en particular el hecho de
que los escritos del Nuevo Testamento reconocen la inspiración del Antiguo Testamento, del
que hacen una lectura cristológica. Por otra parte ampliemos la perspectiva, y busquemos
completar los resultados obtenidos hasta ahora. A la consideración sincrónica se añade un
breve recorrido diacrónico de la formación literaria de los escritos bíblicos. El estudio de
escritos individuales se completará con una mirada al conjunto de todos los escritos que han
sido recibidos en el canon. Este último aspecto será tratado en dos partes: presentando las
pocas alusiones que se encuentran en el Nuevo Testamento a un canon de los dos testamentos
y delineando la historia de la formación del canon y de la recepción de los libros bíblicos en
Israel y en la Iglesia.

4.1. Una mirada global sobre la relación «Dios–autor humano»

51. Era nuestra intención individuar en algunos libros bíblicos los indicios de la relación
entre quienes los han escrito y Dios, evidenciando así cómo se atestigua su proveniencia de
Dios. De este modo ha resultado así una especie de fenomenología bíblica de la relación
«Dios–autor humano». Ahora, tras señalar breve y ordenadamente cuanto hemos tratado ya,
resaltamos algunos rasgos característicos de la inspiración, y ofrecemos finalmente una
conclusión sobre el modo apropiado con el que deben ser acogidos los libros inspirados.

a. Breve síntesis
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En los escritos del Antiguo Testamento la relación entre los diversos autores y Dios se
expresa de muchas maneras. En el Pentateuco Moisés aparece como el personaje instituido
por Dios como único mediador de su revelación. En esta parte de la Escritura encontramos la
afirmación singular de que el mismo Dios ha escrito el texto de los diez mandamientos y lo
ha entregado a Moisés (Éx 24,12); lo cual atestigua la proveniencia directa de este escrito de
Dios. Luego Moisés es encargado de escribir otras palabras de Dios (Éx 24,4; 34,27),
pasando a ser, en definitiva, mediador del Señor para toda la Torá (cf. Dt 31,9). Los libros
proféticos, por su parte, conocen diversas fórmulas para expresar el hecho de que Dios
comunica su Palabra a mensajeros inspirados que deben trasmitirla al pueblo. Mientras que
en el Pentateuco y en los libros proféticos la Palabra de Dios es recibida directamente por los
mediadores escogidos por Dios, en los Salmos y en los libros diversos encontramos una
situación diversa. En los Salmos el orante escucha la voz de Dios percibida sobre todo en los
grandes acontecimientos de la creación y de la historia salvífica de Israel, pero también en
algunas experiencias personales peculiares. De forma análoga, en los libros sapienciales el
estudio meditativo de la ley y de los profetas, inspirado por el temor de Dios, hace de las
diversas instrucciones una enseñanza de la sabiduría divina.

En el Nuevo Testamento la persona de Jesús, su actividad y su camino constituyen la


culminación de la revelación divina. Para todos los autores y los escritos del Nuevo
Testamento toda relación con Dios depende de la relación con Jesús. Los evangelios
sinópticos atestiguan su proveniencia divina presentando a Jesús y su obra reveladora. Este
hecho es común a los cuatro evangelios, pero no sin matices particulares. Mateo y Marcos se
identifican con la persona y la obra de Jesús; presentan en forma narrativa, su actividad, su
pasión y su resurrección como suprema confirmación divina de todas sus palabras y de todas
las afirmaciones acerca de su identidad. Lucas, en el prólogo de su evangelio, explica que su
narración se basad en confrontación con testigos oculares y ministros de la Palabra.
Finalmente Juan asegura que es testigo ocular de la obra de Jesús desde los comienzos e,
instruido por el Espíritu Santo y desde su fe en la filiación divina de Jesús, da testimonio de
su obra reveladora.

Los otros escritos del Nuevo Testamento atestiguan también de modos diversos su
proveniencia de Jesús y de Dios. Mediante la estrecha conexión entre sus dos obras (cf. Hch
1,1-2), Lucas da a entender que en los Hechos de los él refiere la actividad post-pascual de
los testigos oculares y ministros de la Palabra (cf. Lc 1,3) de los que depende en la
presentación de las obras de Jesús en su Evangelio. Pablo da testimonio de que ha recibido
de Dios Padre la revelación de su Hijo (Gál 1,15-16) y que ha visto al Señor resucitado (1
Cor 9,1; 15,8), afirmando el origen divino de su Evangelio. El autor de la carta a los Hebreos
depende, para el conocimiento de la salvación revelada por Dios, de los testigos oyentes del
anuncio del Señor. Finalmente, el autor del Apocalipsis describe con finura y de modo
diferenciado cómo ha recibido la revelación que se encuentra definitiva e inmutablemente en
su libro: de Dios Padre por medio de Jesucristo en signos percibidos con la ayuda de un
ángel intérprete.

Así, pues, en los escritos bíblicos encontramos una amplia gama de testimonios sobre su
proveniencia de Dios, pudiendo hablar en consecuencia de una rica fenomenología de la
relación entre Dios y el autor humano. En el Antiguo Testamento la relación se establece, de
diversos modos, con Dios. En cambio en el Nuevo Testamento la relación con Dios es
siempre mediada a través del Hijo de Dios, el Señor Jesucristo, en quien Dios ha dicho su
Palabra última y definitiva (cf. Heb 1,1-2). Ya en la introducción nos referíamos al hecho de
no poder distinguir claramente entre revelación e inspiración, entre comunicación de los
contenidos y asistencia divina en el acto de escribir. Es fundamental la comunicación divina
y la acogida creyente de los contenidos, que va luego acompañada por la asistencia divina
para el hecho de escribir. Es enteramente excepcional el caso de los diez mandamientos,
escritos por el mismo Dios y entregados a Moisés (Éx 24,12); es también especial el caso del

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Apocalipsis, en el que se detalla el proceso de la comunicación divina en la puesta por


escrito.

b. Algunos rasgos característicos de la inspiración

52. Sobre la base de cuanto ha quedado expuesto más arriba de manera concisa, indicamos
ahora brevemente algunos rasgos característicos de la inspiración que pueden ayudar a
precisar la noción de inspiración de los libros bíblicos.

Observando en nuestras indagaciones los indicios acerca de la proveniencia de Dios de los


diversos escritos, hemos constatado que en el Antiguo Testamento es fundamental la relación
viva con Dios, y en el Nuevo Testamento la relación con Dios mediante su Hijo Jesús. Esta
relación se muestra de formas diversas. Recordamos, para el Antiguo Testamento, la forma
en que se describe en el Pentateuco la relación singular de Moisés con Dios, la forma en que
se expresa en las fórmulas proféticas, la forma de la experiencia de Dios que está en la base
de los Salmos, la forma del temor de Dios característica de los libros sapienciales. Insertados
en esta relación y viviéndola, los autores reciben y reconocen lo que ellos trasmiten con sus
palabras y con sus escritos. En el Nuevo Testamento, la relación personal con Jesús se
manifiesta en la forma del discipulado, cuyo núcleo es la fe en Jesucristo Hijo de Dios (cf.
Mc 1,1; Jn 20,31). La relación con Jesús puede ser inmediata (Evangelio de Juan, Pablo) o
mediata (Evangelio de Lucas, Carta a los Hebreos). Tal relación, fundamental para la
comunicación de la Palabra de Dios, aparece de una manera particularmente articulada y rica
en el Evangelio de Juan: el autor ha contemplado la gloria del Hijo unigénito que viene del
Padre (1,14); es testigo ocular del camino de Jesús (19,35; 21,24); ofrece su testimonio,
instruido por el Espíritu de la verdad (15,26-27). En ete caso se manifiesta también el
carácter trinitario de la relación con Dios, que es fundamental para un autor inspirado del
Nuevo Testamento.

Conforme al testimonio de los escritos bíblicos, la inspiración se presenta como una relación
especial con Dios (o con Jesús), por la que Él concede a un autor humano decir –mediante su
Espíritu– lo que Él quiere comunicar a los hombres. Se corrobora de este modo cuanto
afirma la Dei Verbum (n. 11): los libros han sido escritos por inspiración del Espíritu Santo;
Dios es su autor, porque se sirve de algunos hombres escogidos, actuando en ellos y por su
medio; por otra parte estos hombres escriben como verdaderos autores.

Las características que hemos observado en nuestro estudio son complementarias: 1. Es


fundamental el don de una relación personal con Dios (fe incondicional en Dios, temor de
Dios, fe en Jesucristo, Hijo de Dios). 2. En esta relación el autor acoge los diversos modos en
que Dios se revela (creación, historia, presencia de Jesús de Nazaret). 3. En la economía de la
revelación de Dios, que culmina en el envío de su Hijo Jesús, tanto la relación personal con
Dios como el modo de la revelación sufren variaciones, determinadas por las fases y las
circunstancias de la revelación. De ello se concluye que la inspiración es analógicamente
idéntica para todos los autores de los libros bíblicos (como se señala en la Dei Verbum, n.
11), pero resulta diversificada por razón de la economía de la revelación divina.

c. La forma apropiada de acoger los libros inspirados

53. Al estudiar la inspiración de los escritos bíblicos, hemos visto la solicitud incansable con
que Dios se ha dirigido a su pueblo, y también hemos considerado el Espíritu con el que
fueron escritos estos libros.

A la solicitud de Dios debería corresponder una honda gratitud, que se manifiesta en un vivo
interés y una gran atención para escuchar y comprender cuanto Dios quiere comunicarnos.
Pero el Espíritu con el que fueron escritos los libros debe ser el Espíritu con el cual los
escuchamos. Los libros del Nuevo Testamento los han escrito verdaderos discípulos de Jesús,
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profundamente motivados por la fe en su Señor. Estos libros deben ser escuchados por
verdaderos discípulos de Jesús (cf. Mt 28,19), impregnados por la fe viva en él (cf. Jn 20,31).
Además somos invitados a leer los escritos del Antiguo Testamento, junto a Jesús resucitado,
según la enseñanza que él dio a sus discípulos (cf. Lc 24,25-27.44-47) y desde su
perspectiva. También es esencial tener en cuenta la inspiración para el estudio científico de
los escritos bíblicos, realizado no de un modo neutro sino con una aproximación
verdaderamente teológica. En efecto el criterio de una lectura auténtica lo indica la Dei
Verbum, cuando afirma que «la Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con el mismo
Espíritu con el que fue escrita» (n. 12). Los métodos exegéticos modernos no pueden
sustituir a la fe, pero aplicados en el marco de la fe, pueden ser muy fecundos para la
comprensión teológica de los textos.

4.2. Los escritos del Nuevo Testamento atestiguan la inspiración del Antiguo
Testamento y ofrecen una interpretación cristológica del mismo

54. En el estudio de los escritos neotestamentarios hemos constatado una y otra vez que se
refieren a las Sagradas Escrituras de la tradición judía. Aquí, en la conclusión, traemos a
colación algunos ejemplos, en los que se explicita la relación con textos del Antiguo
Testamento. Acabaremos comentando dos pasajes del Nuevo Testamento que no sólo citan al
Antiguo Testamento, sino que afirman claramente la inspiración del mismo.

a. Algunos ejemplos

Mateo cita los profetas de modo emblemático. En efecto, cuando habla del cumplimiento de
las promesas o de las profecías, no las atribuye al profeta (escribiendo: «Como dice [ha
dicho] el profeta»), sino que, explícita o implícitamente, las asigna a Dios mismo, utilizando
el pasivo teológico: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había sido dicho [por el
Señor] por medio del profeta» (Mt 1,22: 2.15: 2,17; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4); el profeta es
sólo el instrumento de Dios. Al presentar lo sucedido con Jesús como cumplimiento de la
antigua promesa da una interpretación cristológica de la misma.

El evangelio de Lucas añade que esta interpretación tuvo su origen en el mismo Jesús, el cual
describe su ministerio utilizando oráculos de Isaías (Lc 4,18-19) o las figuras proféticas de
Elías y Eliseo (Lc 4,25-27); con toda la autoridad que le da su resurrección muestra
finalmente que todas las Escrituras hablan de él, de sus sufrimientos y de su gloria (Lc 24,25-
27.44-47).

En Juan Jesús mismo afirma que las Escrituras dan testimonio de él; lo hace enfrentándose a
sus interlocutores, que investigan estas Escrituras para obtener la vida eterna (Jn 5,39).

Pablo, como ya ha quedado expuesto ampliamente, reconoce sin vacilaciones la autoridad de


las Escrituras, atestigua su origen divino y las ve como profecía del Evangelio.

b. El testimonio de 2 Tim 3,15-16 y 2 Pe 1,20-21

55. En estas dos cartas (2 Tim y 2 Pe) encontramos los únicos testimonios explícitos de la
naturaleza inspirada del Antiguo Testamento.

Pablo recuerda a Timoteo su formación en la fe, diciendo: «Desde niño conoces las Sagradas
Letras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en
Cristo Jesús. Toda la Escritura, inspirada por Dios, es también útil para enseñar, para argüir,
para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,15-16). Las Sagradas Escrituras del
Antiguo Testamento, leídas desde la fe en Cristo Jesús, constituían la base de la enseñanza
religiosa de Timoteo (cf. Hch 16,1-3: 2 Tim 1,5) y contribuían a afianzar su fe en Cristo

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Jesús. Al cualificar todas estas Escrituras como «inspiradas», dice que su autor es el Espíritu
de Dios.

Pedro funda su mensaje apostólico (que proclama «el poder y la venida de nuestro Señor
Jesucristo»: 2 Pe 1,16) en su propia condición de testigo que vio y oyó y en la palabra de los
profetas. Menciona (en 1,16-18) su presencia en el monte santo de la transfiguración, cuando
junto a otros testigos («nosotros»: 1,18) oyó la voz de Dios Padre: «Este es mi Hijo, el
amado» (1,17). Se refiere luego a la palabra firmísima de los profetas (1,19), de la que
afirma: «Sabiendo, sobre todo, lo siguiente, que ninguna profecía de la Escritura puede
interpretarse por cuenta propia, pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad
humana, sino que, movidos por el Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios»
(1,20-21). Habla de todas las profecías que se encuentran en la Escritura, y dice que se deben
al influjo del Espíritu Santo en los profetas. El Dios cuya voz oyó Pedro en el monte de la
transfiguración y el que por medio de los profetas es el mismo. De este mismo Dios, a través
de estas dos mediaciones, proviene el mensaje apostólico sobre Cristo.

Para la relación entre el Antiguo Testamento y el testimonio apostólico es importante el


hecho –común a 2 Tim y 2 Pe– de que los autores hablan de las «Escrituras» después de
haber aludido a su propia obra apostólica. Pablo menciona primero su enseñanza y su vida
ejemplar (2 Tim 3,10-11) y luego el papel de las Escrituras (3,16-17); Pedro presenta su
condición de testigo que vio y oyó en la transfiguración (2 Pe 1,16-18) y se refiere luego a
los antiguos profetas (1,19-21). Ambos textos muestran que para los cristianos el contexto
inmediato para la lectura e interpretación de las Escrituras inspiradas (del Antiguo
Testamento) es el testimonio apostólico. De ello se deduce que también este último debe
entenderse como inspirado.

4.3. El proceso de la formación literaria de los escritos bíblicos y la inspiración

56. Un breve recorrido diacrónico por la formación literaria de los escritos bíblicos muestra
que el Canon de las Escrituras se ha constituido de forma progresiva en el curso de la
historia, etapa tras etapa. En lo concerniente al Antiguo Testamento, estas etapas pueden
esquematizarse así:

- puesta por escrito de tradiciones orales, de palabras proféticas, de colecciones normativas;

- formación de colecciones de tradiciones escritas, que progresivamente adquieren autoridad


y se reconocen como expresiones de una revelación divina: así ocurrió con la Torá;

- conexión entre las diversas colecciones: Torá, Profetas y Escritos sapienciales.

Por otra parte, las tradiciones más antiguas fueron objeto de continuas relecturas y de
múltiples reinterpretaciones. El mismo fenómeno se descubre igualmente dentro de ciertas
reagrupaciones literarias: así, en el caso de la Torá, las recopilaciones legislativas más
recientes proponen un desarrollo y una interpretación de las leyes preexílicas; más todavía,
en el libro de Isaías encontramos huellas de desarrollos sucesivos y de una tarea literaria de
unificación.

Finalmente, los escritos más tardíos presentan una actualización de los textos antiguos; es lo
que ocurre, por ejemplo, con el libro del Eclesiástico, que identifica la Torá con la Sabiduría.

El estudio de las tradiciones neotestamentarias ha puesto de manifiesto que estas se basan en


las tradiciones escritas del judaísmo para anunciar el Evangelio de Cristo. Baste recordar, al
respecto, que el díptico Lucas – Hechos remite abundantemente a la Torá, a la literatura
profética y a los Salmos para mostrar cómo Jesús ha “cumplido” las Escrituras de Israel (Lc
24,25-27.44).
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Así, pues, la comprensión del concepto de inspiración de las Sagradas Escrituras debe tener
en cuenta este movimiento interno en las mismas Escrituras. La inspiración concierne tanto a
cada texto en particular, como al conjunto del Canon, que relaciona entre sí tradiciones
veterotestamentarias y neotestamentarias: de hecho, las antiguas tradiciones de Israel,
consignadas por escrito, fueron releídas, comentadas e interpretadas, finalmente, a la luz del
misterio de Cristo, que les da su sentido pleno definitivo.

Siguiendo «recorridos» o «ejes» dentro de la Escritura el lector puede llegar a descubrir el


modo en que se han ampliado y desarrollado los temas teológicos. La lectura canónica de la
Biblia permite poner de relieve el desarrollo de la revelación, en función de una lógica
diacrónica y sincrónica a la vez.

Veamos un ejemplo. La teología de la creación, anunciada desde el exordio el del libro del
Génesis, es desarrollada en la literatura profética; en efecto, el libro de Isaías, en el capítulo
43, conecta salvación y creación, entendiendo la salvación de Israel como prolongación de la
creación; por su parte los capítulos 65-66 del mismo libro interpretan el esperado
renacimiento de Israel como nueva creación (Is 65,17; 66,22). Por otra parte esta teología es
ulteriormente elaborada en los Salmos y en la literatura sapiencial.

57. En el Nuevo Testamento se puede constatar, por un lado, una «relación de cumplimiento»
respecto a las tradiciones veterotestamentarias, y, por otro, un movimiento diacrónico de
desarrollo y de reinterpretación de las tradiciones, análogo al que hemos señalado en el
Antiguo Testamento.

Como ilustración de las relaciones de cumplimiento entre escritos neotestamentarios y


tradiciones del Antiguo Testamento podemos citar el Evangelio de Juan, que, en su Prólogo,
presenta a Cristo como Palabra creadora, y también las cartas paulinas, que evocan la
dimensión cósmica de la venida de Cristo (cf. 1 Cor 8,6; Col 1,12-20), así como el
Apocalipsis, que presenta la victoria de Cristo como renovación escatológica de la creación
(Ap 21).

El estudio diacrónico de los libros del Nuevo Testamento muestra cómo estos han integrado
tradiciones antiguas, a veces pre-literarias, que reflejan la vida y las expresiones litúrgicas de
la primitiva comunidad cristiana: la carta a los Corintios, por ejemplo, cita una antigua
confesión de fe en 1 Cor 15,3-5. Por otra parte, los libros recogidos en el Canon del Nuevo
Testamento reflejan un desarrollo y una evolución en la elaboración teológica e institucional
de las primeras comunidades: así las cartas de Tito y a Timoteo atestiguan funciones
ministeriales y procedimientos de discernimiento más elaborados respecto a los de las
primeras cartas escritas por Pablo.

Este breve recorrido diacrónico debe vincularse con una perspectiva de lectura sincrónica: en
la medida en que el Canon de las Escrituras queda enmarcado entre el libro del Génesis y el
Apocalipsis, el lector de la Biblia es invitado a comprenderlas como un todo, como un único
relato que se desarrolla, desde la creación hasta la nueva creación inaugurada por Cristo.

La inspiración de la Escritura tiene que ver, pues, tanto con cada uno de los textos que la
constituyen, como con el conjunto del Canon. Afirmar que un libro bíblico está inspirado
significa reconocer que el mismo constituye un vector específico y privilegiado de la
revelación de Dios a los hombres, y que sus autores humanos fueron impulsados por el
Espíritu a expresar verdades de fe, en un texto situado históricamente y recibido como
normativo por las comunidades creyentes.

Afirmar que la Escritura, en su conjunto, está inspirada, equivale a reconocer que ella
constituye un Canon, es decir un conjunto de escritos normativos para la fe, recibidos en la
Iglesia. En cuanto tal, la Biblia es el lugar de la revelación de una verdad insuperable,
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identificada en una persona –Jesucristo–, la cual, con sus palabras y sus obras, «cumple» y
«perfecciona» las tradiciones del Antiguo Testamento, revelando al Padre de manera plena.

4.4. En camino hacia un Canon de los dos Testamentos

58. Las cartas 2 Tim y 2 Pe tienen funciones importantes para un primer esbozo de Canon
cristiano de las Escrituras. Apuntan a la conclusión de un corpus de cartas paulinas y de las
petrinas, cierran cualquier añadido posterior a estas cartas y preparan una conclusión del
Canon en relación con ellas. El texto de 2 Pe, en particular, apunta a un Canon de los dos
Testamentos y a una recepción eclesial de las cartas paulinas, factor importante para la
recepción de estos escritos en le Iglesia. La mayoría de biblistas considera las dos cartas
como obras «pseudónimas» (atribuidas a los apóstoles, pero producidas de hecho por autores
posteriores). Ello no afecta a su carácter inspirado y no disminuye su significación teológica.

a. La conclusión de las colecciones de las cartas paulinas y petrinas

Las dos cartas miran al pasado y resaltan el fin inminente de la vida de autores respectivos.
Recurren con frecuencia al «recuerdo», y exhortan a los lectores a rememorar y aplicar la
enseñanza que los apóstoles les han comunicado en el pasado (cf. 2 Tim 1,6.13; 2,2.8.14;
3,14; 2 Pe 1.12.15; 3,1-2). En la medida en que se refieren con insistencia a la muerte de los
autores, funcionan efectivamente como conclusión de la colección de las cartas respectivas.

En 2 Tim se evoca la muerte de Pablo como algo inminente: el apóstol, abandonado por
quienes lo apoyaban y habiendo perdido su causa en el tribunal imperial (cf. 4,16-18), está
preparado para recibir la corona del martirio: «Pues yo estoy a punto de ser derramado en
libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he
acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la
justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día» (4,6-8). Análogamente, 2 Pe indica
que el Señor ha revelado la cercanía de la muerte del apóstol: «Mientras habito en esta tienda
de campaña, considero un deber animaros con una exhortación, sabiendo que pronto voy a
dejar mi tienda, según me manifestó nuestro Señor Jesucristo: Pero pondré mi empeño en
que, incluso después de mi muerte, tengáis siempre la posibilidad de acordaros de esto»
(1,13-15; cf. 3,1).

Ambas cartas aparecen así como la última de su respectivo autor, como su testamento, que
pone punto y final a cuanto se proponía comunicar.

b. Hacia un Canon de los dos Testamentos

59. En 2 Pe 3,2 Pedro indica el objetivo de sus dos cartas: «Para recordar los mensajes
emitidos por los santos profetas y el mandamiento del Señor y Salvador transmitido por los
apóstoles». Aunque el texto hable de palabras dichas por los profetas, no cabe duda de que el
autor está pensando en las Escrituras proféticas (cf. 1,20). El término «mandamiento del
Señor y Salvador» no designa un mandamiento específico del Señor, sino que tiene el mismo
significado que en el pasaje precedente, en el que «el conocimiento de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo» es calificado como «el camino de la justicia» y «el mandamiento santo
que les había sido transmitido» (2,20-21). El término «mandamiento» (en singular), acuñado
análogamente al de Torá, tiene un significado casi técnico y, conectado en 3,2 con un doble
genitivo, designa la enseñanza de Cristo trasmitida por los apóstoles, esto es el evangelio
como nueva economía salvífica.

El pasaje de 2 Pe 3,2 resalta a los profetas, al Señor, a los apóstoles. De este modo se delinea
el Canon de los dos Testamentos, el primero de los cuales es determinado por los profetas y
el segundo por el Señor y Salvador Jesús, atestiguado por los apóstoles. Ambos Testamentos
se conectan en el testimonio por la fe en Cristo (cf. 2 Pe 1,16-21; 3,1-2), el Antiguo
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Testamento (los profetas) mediante su lectura cristológica, y el Nuevo Testamento mediante


del testimonio de los apóstoles que se expresa en sus cartas (especialmente en las de Pedro y
Pablo), pero también en los evangelios, basados en «testigos oculares y ministros de la
palabra» (Lc 1,2; cf. Jn 1,14).

También el pasaje de 2 Pe 3,15-16 es importante para la concepción del Canon de los dos
Testamentos y para su carácter inspirado. Pedro, después de haber explicado el retraso de la
parusía (3,13-14), afirma su concordancia con Pablo: «Según os escribió también nuestro
querido hermano Pablo conforme a la sabiduría que le fue concedida; tal como dice en todas
las cartas en las que trata de estas cosas. En ellas hay ciertamente algunas cuestiones difíciles
de entender, que los ignorantes e inestables tergiversan como hacen con las demás Escrituras
para su propia perdición». Se afirma aquí la existencia de una colección de cartas paulinas
que los destinatarios de Pedro han recibido. La afirmación de que Pablo ha escrito «conforme
a la sabiduría que le fue concedida», lo presenta como escritor inspirado. Las falsas
interpretaciones de los pasajes paulinos difíciles son equiparadas con las «de las demás
Escrituras»; de esta manera los textos paulinos y la carta de Pedro, confirmada por ellos, son
situadas junto a las «Escrituras» que, como textos proféticos, están inspiradas por Dios (cf.
1,20-21).

4.5. La recepción de los libros bíblicos y la formación del Canon

60. Los libros que componen hoy nuestras Sagradas Escrituras no se autocertifican como
«canónicos». Su autoridad, consecuencia de su inspiración, debe ser reconocida y aceptada
por la comunidad, bien sea la sinagoga o bien la Iglesia. Por ello es justo considerar el
proceso histórico de este reconocimiento.

Toda literatura tiene sus libros clásicos. Un clásico procede del mundo cultural de un
determinado pueblo, pero al mismo tiempo amplía el lenguaje de aquella sociedad, y se
impone como modelo para los futuros escritores. Un libro se convierte en clásico no porque
lo decrete una autoridad, sino porque es reconocido como tal por los más cultos del pueblo.
También muchas religiones tienen, por decirlo así, sus clásicos. En este caso se escogen los
escritos que reflejan las creencias de los seguidores de esas religiones, los cuales encuentran
en aquellos las fuentes de sus prácticas religiosas. Esto ocurre en el Próximo Oriente
Antiguo, en Mesopotamia, y también en Egipto. El mismo fenómeno se ha dado también
entre los judíos hebreos, quienes, por su conciencia especial de ser el pueblo elegido por
Dios, se identifican substancialmente con su tradición religiosa. Entre los diversos escritos
conservados en sus archivos los escribas eligieron, por tanto, aquellos que contenían las leyes
sagradas, el relato de su historia nacional, los oráculos proféticos y la recopilación de los
dichos sapienciales en los que el pueblo hebreo podía verse reflejado y reconocer el origen
de su fe. Y lo mismo ocurrió entre los cristianos de los primeros siglos, con los escritos
apostólicos ahora contenidos en el Nuevo Testamento.

La época preexílica

Los estudiosos contemplan la posibilidad de que que tal selección de tradiciones escritas y
orales, entre ellas los dichos proféticos y muchos salmos, se iniciase ya antes del exilio. De
hecho Jer 18,18 dice: «Porque no faltará la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el
oráculo del profeta». La reforma de Josías tuvo como fundamento el libro de la alianza
(acaso el Deuteronomio), reencontrado en el Templo (2 Re 23,2).

La época postexílica

Es a la vuelta del exilio, bajo el dominio persa, cuando podemos hablar de los comienzos de
la formación de un Canon tripartito, compuesto por la Ley, los Profetas y los Escritos (de
naturaleza predominantemente sapiencial). Los que habían vuelto de Babilonia necesitaban
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reencontrar su identidad como pueblo de la alianza. Se hacía, pues, necesario codificar leyes,
que reclamaban también los persas dominadores. La recopilación de los recuerdos históricos
los conectaba con la Judea preexílica; los libros proféticos servían para explicar las causas de
la deportación, en tanto que los Salmos eran indispensables para el culto en el Templo
reconstruido. Y, puesto que se creía que la profecía había cesado desde el reinado de
Artajerjes (465-423 a.C.) y que el espíritu había pasado a los sabios (cf. Flavio Josefo, Contr.
Ap. 1,8,41: Ant. 13,311-313), comenzaron a producirse varios libros sapienciales compuestos
por escribas cultos. Estos se encargaron de recoger los libros que, en virtud de su antigüedad,
veneración religiosa y autoridad, podían proveer una identidad precisa a los regresados,
también frente a sus nuevos dominadores. Por lo tanto no se excluyen motivos políticos y
sociales en la formación inicial del Canon. Podemos entonces considerar el gobierno de
Nehemías como el terminus a quo de la formación del Canon. De hecho, 2 Mac 2,13-15 nos
informa de que Nehemías fundó una biblioteca, recogiendo todos los libros sobre los reyes y
los profetas y los escritos de David, así como las cartas de los reyes sobre ofrendas votivas.
Además, lo mismo que en tiempos de Josías, el escriba Esdras leyó al pueblo con autoridad
el libro de la Ley de Moisés (Neh 8).

Los escribas postexílicos no se limitaron a recoger los libros dotados de acreditación


religiosa. Pusieron además al día las leyes y los relatos históricos, reunieron oráculos
proféticos y les añadieron pasajes de comentario interpretativo, y, sirviéndose de diversos
materiales, constituyeron un solo libro (por ejemplo, el libro de Isaías y el de los Doce
Profetas). Compusieron asimismo nuevos salmos y dieron forma a libros sapienciales.
Unificaron el conjunto bajo los nombres de Moisés, legislador y sumo profeta, de David, el
salmista, y de Salomón, el sabio. Un complejo corpus literario como este resultaba así útil
para sostener la fe, también frente a los desafíos culturales de la época persa y helenística.
Contemporáneamente, comenzaron a fijar el texto de los libros más antiguos, con lo que
Canon y texto se desarrollaban juntos.

La época de los Macabeos

Un nuevo problema se planteó cuando Antíoco IV manda destruir todos los libros sagrados
de los judíos. Se hacía necesaria una reorganización, lo cual condujo al terminus ad quem de
la época veterotestamentaria. En las primeras décadas del siglo II a.C., el Sirácida clasificaba
ya los libros sagrados como Ley, Profetas y otros escritos posteriores (Prólogo). En Eclo 44-
50 resume la historia de Israel desde los comienzos hasta su época , y en 48,1-11 menciona
explícitamente al profeta Elías, en 48,20-25 a Isaías y en 49,7-10 a Jeremías, Ezequiel y los
Doce Profetas. Unos cincuenta años más tarde 1 Mac 1,56-57 nos informa de que los
Seléucidas, durante la persecución de Antíoco, habían quemado los libros de la Ley y el libro
de la alianza, pero 2 Mac 2,14 nos dice que Judas Macabeo recogió los libros salvados de la
persecución.

En el primer siglo de la era cristiana, Flavio Josefo refiere que los libros reconocidos por los
judíos como sagrados son veintidós (Contr. Ap. 1,37-43), los cuales contenían leyes,
tradiciones narrativas, himnos y consejos. Dicha cifra se explica porque muchos libros que
van separados en nuestras ediciones de la Biblia (p.ej. los Doce Profetas), cuentan como uno
solo. El número 22 puede indicar totalidad, porque corresponde a las letras del alfabeto
hebreo. Hoy se tiende a datar la conclusión del Canon rabínico en el siglo II d.c., o aún más
tarde, bien por razones internas al judaísmo, o bien para hacer frente a los libros del Nuevo
Testamento, considerados por los cristianos como Sagradas Escrituras. Actualmente, sobre
todo tras los descubrimientos de Qumrán, no se acepta la distinción, habitual hasta ahora,
entre un Canon palestino de 22 libros y otro más amplio en la diáspora.

El Canon del Antiguo Testamento entre los Padres

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También entre los Padres de la Iglesia encontramos divergencias entre aquellos que
aceptaban un Canon breve, acaso para poder dialogar con los hebreos, y los que incluían
también los deuterocanónicos (escritos en griego) entre los libros recibidos por la Iglesia. En
el Concilio de Hipona del 393, en el que estaba presente Agustín, entonces simple sacerdote,
los obispos de África, al establecer el criterio de la lectura pública en la mayor parte de las
iglesias o en las principales, pusieron la base para la recepción de los deuterocanónicos, que
se afianzaron definitivamente en época medieval. En la Iglesia Católica fue luego el Concilio
de Trento el que decidió la aprobación del Canon largo contra los reformadores, que habían
vuelto al breve. La mayoría de las iglesias ortodoxas no difiere de la católica, aunque se
hallan divergencias entre las iglesias orientales antiguas.

La formación del Canon del Nuevo Testamento

61. Pasando a la constitución de los libros del Nuevo Testamento, constatamos de que el
contenido de estos libros fue recibido antes de que estos se pusiesen por escrito, pues los
creyentes acogieron la predicación de Cristo y de los apóstoles antes que la composición de
nuestros libros sagrados. Baste pensar en el prólogo de Lucas, donde se afirma que su escrito
evangélico no pretende otra cosa que ofrecer, mediante el relato de la historia de Jesús, un
“fundamento sólido” a las enseñanzas que Teófilo había recibido. Aunque muchos hubieran
sido escritos ocasionales, expresaban una necesidad interna de las comunidades cristianas de
añadir una didaché (enseñanza escrita) al kerygma (anuncio). Leídos inicialmente por las
asambleas a las que iban dirigidos, tales escritos fueron trasmitidos gradualmente a otras
iglesias debido a la autoridad apostólica de los mismos. La aceptación de estos documentos –
por el hecho de que hablaban con la autoridad de Jesús y de los apóstoles, no se identifica,
sin embargo, con su recepción como “Escritura” a la par que el Antiguo Testamento. Hemos
mencionado las alusiones que se hacen en 2 Pe 3,2.15-16, pero hay que esperar a finales del
siglo segundo para que se generalice la convicción acerca de tal paridad, y se pongan al
mismo nivel los libros que llamamos «Antiguo Testamento» y los que denominamos «Nuevo
Testamento».

Durante el primer siglo después de Cristo se pasó del «volumen» (que tenía la forma de
rollo) al «códice» (constituido por páginas encuadernadas, según resulta habitual hoy para un
libro); ello contribuyó notablemente a la formación de pequeños conjuntos literarios que
podían ser recogidos en un solo tomo, como ocurrió ante todo con los evangelios y las cartas
de Pablo. Más tardías son las alusiones a la constitución de un corpus johanneum y el de las
cartas católicas.

La necesidad de delimitar la colección de los escritos dotados de autoridad surgió cuando, a


comienzos del siglo II, los gnósticos comenzaron a componer obras que tenían los mismos
géneros literarios que los de la gran Iglesia (evangelios, hechos, epístolas y apocalipsis), para
divulgar sus doctrinas. Se sintió entonces la necesidad de criterios ciertos para distinguir los
textos ortodoxos de los heterodoxos. Algunos grupos judeo-cristianos extremistas, como los
Ebionitas, pretendieron la damnatio memoriae de Pablo, en tanto que los Montanistas
concedieron una importancia excesiva a los dones carismáticos. Quien tuvo una influencia
decisiva para apoyar la doctrina de Pablo fue Lucas con sus Hechos de los Apóstoles, los
cuales, en gran parte, describen la actividad de este apóstol y el éxito de su misión. También
Marción contribuyó, a su manera, al proceso de recepción de los textos neotestamentarios
con su opción de Pablo y de Lucas como únicos escritos «canónicos», pues esto produjo una
reacción que sirvió para explicitar los escritos que eran ya venerados por los cristianos.
Gradualmente se fueron afirmando criterios de discernimiento, entre ellos la lectura pública y
universal, la apostolicidad, entendida en el sentido de tradición auténtica de un apóstol, y,
especialmente, la regula fidei (Ireneo), es decir, el hecho de que un escrito no contradijera la
tradición apostólica trasmitida por los obispos en todas las iglesias. A Marción le faltó

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precisamente esta catholicitas, pues limitó la tradición apostólica de forma exclusiva a la


paulina y no tuvo en cuenta la petrina, la joánica y la judeocristiana.

Desde finales del siglo II en adelante comienzan a aparecer listas de libros del Nuevo
Testamento. Aceptación universal tuvieron los cuatro evangelios, los Hechos y trece
epístolas paulinas, mientras que hubo vacilaciones sobre la Carta a los Hebreos, las cartas
católicas y también sobre el Apocalipsis. En algunas listas se incluían también la primera
Carta de Clemente, el Pastor de Hermas y algún otro escrito. Sin embargo éstos, al no ser
leídos en todas las iglesias, no fueron asumidos en el Canon. Sobre la base de un consenso
general de las Iglesias, expresado en numerosas declaraciones del Magisterio y atestiguado
en pronunciamientos importantes de varios sínodos locales, el Concilio de Hipona (a finales
del siglo IV) fijó el Canon del Nuevo Testamento, confirmado por la definición dogmática
del Concilio de Trento.

Frente a lo que ocurre con el Canon veterotestamentario, los veintisiete libros del Nuevo
Testamento son considerados canónicos por católicos, ortodoxos y protestantes. La recepción
de estos libros por parte de la comunidad creyente expresa el reconocimiento de su
inspiración divina y de su condición de libros sagrados y normativos.

Como se ha dicho anteriormente, para le Iglesia Católica el reconocimiento definitivo y


oficial, tanto del Canon «largo» del Antiguo Testamento como de los veintisiete escritos del
Nuevo Testamento, tuvo lugar en el Concilio de Trento (D-S 1501-1503). La definición se
había hecho necesaria porque los reformadores excluían los libros deuterocanónicos del
Canon tradicional.

SEGUNDA PARTE

EL TESTIMONIO DE LOS ESCRITOS BÍBLICOS


SOBRE SU VERDAD

62. En esta segunda parte de nuestro Documento vamos a mostrar cómo los escritos bíblicos
atestiguan la verdad de su mensaje. Tras de la introducción, en una primera sección
señalaremos cómo algunos libros del Antiguo Testamento, presentan las verdad revelada por
Dios, preparando la revelación evangélica (cf. Dei Verbum [DV], n. 3); en una segunda
sección mostraremos lo que algunos escritos del Nuevo Testamento exponen sobre la verdad
revelada por medio de Jesucristo, que lleva a cumplimiento la revelación divina (cf. DV, n.
4).

1. Introducción

Para introducir el tema, examinamos antes que nada cómo la Dei Verbum entiende la verdad
bíblica, y precisamos luego el enfoque temático que se dará a nuestro examen de los escritos
bíblicos.

1.1. La verdad bíblica según la Dei Verbum

63. La verdad de la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras se halla íntimamente ligada a
su inspiración: en efecto el Dios que habla no puede engañar. No obstante esta declaración de
principio, algunas afirmaciones del texto sagrado crean dificultades. De ellas eran ya
conscientes los Padres de la Iglesia, aun hoy sigue habiendo problemas, como atestiguan las
discusiones mantenidas durante el Concilio Vaticano II. Lo que sigue tratará de aclarar el
sentido del término «verdad» como se ha entendido en el Concilio.

Los teólogos han recurrido al concepto de «inerrancia» y lo han aplicado a la Sagrada


Escritura. Si se toma en su sentido absoluto, este término significaría que en la Biblia no
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puede haber error de ningún género. Pero con los sucesivos descubrimientos en el campo de
la historia, de la filología y de las ciencias naturales, y como consecuencia de la aplicación
del método histórico-crítico a la investigación bíblica, los exegetas han tenido que reconocer
que en la Biblia no todo se expresa según las exigencias de las ciencias contemporáneas,
pues los escritores bíblicos reflejan los límites tanto de sus conocimientos personales como
los que corresponden a su época y cultura. Esta problemática tuvo que abordarla el Concilio
Vaticano II en la preparación de la Constitución Dogmática Dei Verbum.

El n. 11 de la Dei Verbum vuelve a proponer la doctrina tradicional, según la cual la Iglesia


«reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes,
son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo (cf. Jn
20,31; 2 Tim 3,16; 2 Pe 1,19-21; 3,15-16), tienen a Dios como autor». La Constitución no
entra en las particularidades del modo de inspiración (cf. la encíclica del Papa León XIII
Providentissimus Deus), pero en el mismo n. 11 dice: «Como todo lo que los autores
inspirados o hagiógrafos debe mantenerse que ha sido afirmado por el Espíritu Santo, por
ello hay que profesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y sin error
la verdad que Dios, por nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras.
Así que “toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar, para reprender,
corregir, instruir en la justicia; para que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda
obra buena” (2 Tim 3,16-17)».

La Comisión Teológica había eliminado la expresión «verdad salvífica» (veritas salutaris),


introduciendo una formulación más extensa: «La verdad que Dios, por nuestra salvación,
quiso que fuera consignada en las sagradas letras» (veritatem quam Deus nostrae salutis
causa Litteris Sacris consignari voluit). Puesto que la propia Comisión explicó que el inciso
«por nuestra salvación» se refiere a «verdad», ello significa que, cuando se habla de «verdad
de la Sagrada Escritura», se entiende esa verdad que mira a nuestra salvación. Sin embargo
esto no debe interpretarse en el sentido de que la verdad de la Sagrada Escritura afecte sólo a
las partes del Libro Sagrado que son necesarias para la fe y la moral, excluyendo otras (la
expresión veritas salutaris del cuarto esquema no había sido aceptada precisamente para
excluir tal interpretación): El sentido de la expresión «la verdad que Dios, por nuestra
salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras» es, más bien, que los libros de
la Sagrada Escritura, con todas sus partes, en cuanto inspirados por el Espíritu Santo y por
tener a Dios como autor, se proponen comunicar la verdad en cuanto que está relacionada
con nuestra salvación, que es de hecho la finalidad por la que Dios se revela.

Para corroborar esta tesis, la Dei Verbum, n. 11, además de 2 Tim 3,16-17, cita en la nota 21
el De Genesi ad litteram 2.9.20 y la Epistula 82,3 de San Agustín, quien excluye de la
enseñanza bíblica todo aquello que no es útil para nuestra salvación; y Santo Tomás,
basándose en la primera cita de San Agustín, dice en el De veritate q. 12, a. 2: Illa vero, quae
ad salutem pertinere non possunt, sunt extranea a materia prophetiae, («Sin embargo las
cosas que no pueden concernir a la salvación son extrañas a la materia de la profecía»).

64. El problema es entonces comprender qué significa «verdad por nuestra salvación» en el
contexto de la Dei Verbum. No basta considerar el término «verdad» en su acepción común;
tratándose de verdades cristianas, el concepto resulta enriquecido por el significado bíblico
de verdad, y, todavía más, por el uso del término que hace el Concilio en otros documentos.
En el Antiguo Testamento, Dios mismo es la suma verdad por la firmeza de sus elecciones,
de sus promesas y de sus dones; sus palabras son verdaderas y reclaman una aceptación
igualmente sólida en la respuesta del hombre, en el corazón y en las obras (cf. p.ej. 2 Sam
7,28 y Sal 31,6). La verdad es el fundamento de la alianza. En el Nuevo Testamento, Cristo
mismo es la verdad, porque él es el Amén encarnado de todas las promesas de Dios (cf. 2
Cor 1,19-20) y porque él, que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), al revelar al Padre
(cf. Jn 1,18), da acceso a Él (cf. Jn 14,6), que es la fuente última de la vida (cf. Jn 5,26; 6,57).

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El Espíritu que da Cristo es el Espíritu de la verdad (Jn 14,17; 15,26; 16,13), el cual
sostendrá el testimonio de los apóstoles (Jn 15,26-27) y la solidez de nuestra respuesta de fe.
La verdad tiene, por consiguiente, una dimensión trinitaria, pero esencialmente cristológica,
y la Iglesia que la anuncia es «columna y fundamento de la verdad» (1 Tom 3,15). Así, pues,
Revelador y objeto de la verdad para nuestra salvación es, por tanto, Cristo, preconizado en
el Antiguo Testamento: la verdad se manifiesta en el Nuevo Testamento en su persona y en el
Reino, presente y escatológico, anunciado e inaugurado por él. El concepto de verdad del
Concilio Vaticano II se explica en el mismo ámbito trinitario, cristológico y eclesial (cf. Dei
Verbum, nn. 2.7.8.19.24; Gaudium et spes, n. 3; Dignitatis humanae, n. 11): el Hijo en
persona revela al Padre, y su revelación es comunicada y confirmada por el Espíritu Santo y
transmitida en la Iglesia.

1.2. El centro de nuestro estudio sobre la verdad bíblica

65. La profundización que vamos a hacer del tema, centrada en algunos escritos bíblicos, se
basa en la enseñanza y la orientación de la Dei Verbum que acabamos de señalar. Citamos
antes que nada la frase con la que la antedicha Constitución cierra el primer pasaje sobre la
revelación: «La verdad íntima tanto acerca de Dios como de la salvación humana transmitida
por medio de esta revelación, brilla para nosotros en Cristo, que es a un tiempo mediador y
plenitiud de toda la revelación (cf. Mt 11,27; Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2 Cor 3,16 y 4,6; Ef
1,3-14)» (n. 2). No cabe duda de que la verdad que ocupa el centro de la revelación y, en
consecuencia, el centro de la Biblia en cuanto instrumento de transmisión de la revelación
(cf. Dei Verbum, nn. 7-10), tiene que ver con Dios y con la salvación del hombre. Tampoco
hay duda de que la plenitud de tal verdad se manifiesta por Cristo y en Cristo. Él es, en
persona, la Palabra de Dios (cf Jn 1,1.14) que viene de Dios y revela a Dios. Él, no sólo dice
la verdad acerca de Dios, sino que es la verdad acerca de Dios, aquel que afirma: «Quien me
ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9; cf. 12,45). La venida del Hijo revela también la
salvación del hombre: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para
que todo el que creen en él no perezca, sino que tanga vida eterna» (Jn 3,16).

Al estudiar la verdad de los escritos bíblicos, nuestra atención se concentrará, por tanto, en
estos dos temas, íntimamente conectados entre sí: qué dicen los escritos sobre Dios y qué
dicen sobre el plan de Dios para la salvación del hombre. Cristo trae la plenitud de la
revelación y de la verdad la trae; pero su venida fue preparada por una larga revelación
divina, atestiguada por los escritos del Antiguo Testamento. Por ello también queremos
escuchar lo que dicen estos escritos sobre Dios y su salvación, sabiendo que el significado
pleno de cuanto ellos atestiguan se revela en la persona y en la obra de Cristo. No sólo la
meta, sino también el camino y la preparación son parte esencial de la revelación de Dios.

2. El testimonio de algunos escritos escogidos del Antiguo Testamento

66. De la riqueza inmensa de la Biblia hemos seleccionado algunos libros representativos,


teniendo en cuenta los diversos géneros literarios y la importancia de los textos
correspondientes. Examinaremos algunos temas centrales, relativos a Dios y a la salvación,
tal como quedan son en los relatos de la creación (Gén 1-2), en los decálogos, en los libros
históricos y en los proféticos, en los Salmos, en el Cantar de los Cantares y en los escritos
sapienciales. Aunque el Antiguo Testamento sea la preparación del acontecimiento
culminante de la revelación de Dios en Cristo, su mayor extensión y la variedad y riqueza de
sus textos nos ha inducido a considerar un número mayor de fragmentos del Antiguo
Testamento que del Nuevo Testamento. Nuestra intención es mostrar cómo revelan los
distintos textos a Dios y su salvación y contribuir a que se preste mayor atención y se
comprenda mejor esta temática.

2.1. Los relatos de la creación (Génesis 1-2)

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67. Las primeras páginas de la Biblia, que contienen los llamados relatos de la creación
(Génesis 1-2), atestiguan la fe en el Dios que es origen y meta de todo. En cuanto «relatos de
la creación» no informan sobre «cómo» ha comenzado el mundo y el hombre, sino que
hablan del Creador y de su relación con la creación y con la criatura. Cuando estos textos de
la antigüedad se leen según la perspectiva moderna, se producen siempre grandes
malentendidos, pues se considera que son afirmaciones sobre «cómo» se han producido el
mundo y el hombre. Para responder más adecuadamente a la intención de los textos bíblicos
se hace necesario contrastar tal lectura, sin establecer una oposición entre sus asertos con los
conocimientos de las ciencias naturales de nuestra época. Estas no eliminan la pretensión de
la Biblia de comunicar la verdad, ya que la verdad de los relatos bíblicos sobre la creación
atañe a la coherencia, llena de sentido, del mundo como obra creada por Dios.

El primer relato de la creación (Gén 1,1-2,4ª) describe, precisamente mediante su estructura


bien organizada, no cómo el mundo ha llegado a ser, sino para qué y con qué objetivo es
como es. De manera poética, adoptando las imágenes de su época, el autor de Gén 1,1-2,4a
muestra que Dios está en el origen del cosmos y del hombre. El Dios Creador, del que habla
la Biblia, está orientado a relacionarse con su criatura, tanto que su crear, como lo describe la
Biblia, resalta dicha relación. Al crear al hombre “a su imagen” y confiarle la tarea de tomar
bajo su cuidado la creación, Dios manifiesta su voluntad salvífica fundamental.

Los elementos principales de la existencia humana están en el centro del relato de Gén 1, que
alcanza su punto culminante en la afirmación antropológica de que el hombre es «imagen de
Dios», esto es, su lugarteniente en la creación. La primera obra del Dios creador es, según el
relato, el tiempo (Gén 1,3-5), representado por el cambio de luz y tinieblas. Mas con ello no
se describe de veras qué es el tiempo. Con la distribución de las diversas obras de la creación
en seis días, no se quiere afirmar, como una verdad que se deba creer, que el mundo ha
cobrado forma realmente en seis días, y que en el día séptimo Dios se ha dedicado al reposo;
lo que se quiere comunicar es más bien que en la creación existe un orden y una finalidad. El
hombre puede y debe insertarse en este orden, para reconocer en el paso del trabajo al
descanso, que el tiempo que Dios ha estructurado para él le permite comprenderse como
criatura que debe su existencia al Creador.

Mediante las obras singulares de la creación, se muestra qué cosa es la creación y cuál es su
objetivo. Toda la narración, como ya se ha dicho, está orientada al hombre. Así el relato de la
creación no trata de dar una definición física de la categoría del espacio, sino presentarlo
como «espacio de vida» del hombre y mostrar su significado. El llamado «encargo de
dominar la tierra» (Gén 1,28) es una metáfora que expresa la responsabilidad del hombre en
relación con el espacio de vida que se destina a él, junto con los animales y las plantas.

Los dos textos sobre los orígenes (Gén 1,1-2,4a; Gén 2,4b-25) introducen el conjunto
canónico de la Biblia hebrea y más ampliamente el de la Biblia cristiana. Pese a usar
imágenes diferentes, pretenden enunciar una misma verdad: el mundo creado es un don de
Dios y el proyecto divino se orienta al el bien del hombre (cf. Gén 2,18), como se deduce,
entre otras cosas, del recurso frecuente al adjetivo «bueno» (cf. Gén 1,4-31). De este modo,
la humanidad es situada en una «relación de creación» frente a Dios: el don originario y
gratuito del Creador requiere la respuesta del hombre.

2.2. Los decálogos (Éx 20,2-17 y Dt 5,5-21)

68. Los dos decálogos de Éx 20,2-17 y de Dt 5,6-21 introducen las diversas colecciones
legislativas, reunidas, por una parte, en los libros del Éxodo, del Levítico y de los Números
(Éx 19,1-Núm 10,10), y, por otra, en el libro del Deuteronomio (Dt 12-26). Estos textos
revisten la forma de un discurso del Señor (YHWH), que se dirige a Israel unas veces en
primera persona y otras a través del intermediario Moisés. Esta forma literaria confiere a
tales textos un estatuto de autoridad fortísimo. Los decálogos constituyen la articulación
É
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entre un resumen de la fe de Israel (Éx 20,2 = Dt 5,6) –que hace referencia a los relatos del
Éxodo– por un lado, y el conjunto de las prescripciones cultuales y éticas, por otro. Tales
decálogos tienen numerosos puntos en común, y al mismo tiempo cada uno ofrece una
especificidad teológica propia: de hecho, mientras el decálogo de Éx 20 desarrolla
principalmente una teología de la creación, el de Dt 5 insiste principalmente en la teología
de la salvación.

Al tratarse de síntesis teológicas muy elaboradas, los dos decálogos son considerados
«sumarios» de la Torá, y ofrecen claves teológicas que permiten su interpretación adecuada.

a. La construcción literaria de los dos decálogos

La introducción de los decálogos (Éx 20,2 = Dt 5,6) define al Señor (YHWH) como Dios
salvador en la historia: el Dios de Israel se da a conocer mediante la obra de la salvación que
realiza en favor de Israel. Esta presentación narrativa del Dios de Israel como salvador de su
pueblo resume toda la primera parte del libro del Éxodo: la fórmula de autopresentación del
Señor en Éx 3,14, «Yo soy el que es/será», introduce el largo relato de la liberación de Israel
(Éx 4-14). El Señor revela su verdadera identidad ofreciendo a su pueblo el don de la
salvación. El don de Dios constituye, por lo tanto, el fundamento de las prescripciones
legislativas recogidas en los decálogos. Este don de Dios consiste en la liberación otorgada a
Israel, sometido a la esclavitud en Egipto. Las leyes de los decálogos enuncian, por su parte,
las modalidades de la respuesta de Israel al don de Dios: Israel, liberado por Dios, debe
entrar ahora en este camino de libertad, renunciando a los ídolos y al mal[2].

La primera sección del texto desarrolla las prohibiciones concernientes a la idolatría, es decir,
la fabricación de las imágenes, e invita a un monoteísmo estricto (Éx 20,3-7 = Dt 5,7-11).
Renunciar a los ídolos es acceder al culto exclusivo del Señor y aceptar una alianza definitiva
con él: el Señor es el único salvador del pueblo, el único Dios verdadero.

Los dos mandamientos positivos del Decálogo se refieren al sábado y al respeto de los
progenitores (Éx 20,8-12 y Dt 5,12-16). El día del sábado puede ser definido como el
«santuario de Dios» en el tiempo y en la historia; al respetar el sábado, Israel manifiesta que
solo el Señor puede dar sentido a la historia humana.

La última sección del texto de los decálogos concierne al dispositivo de la justa relación con
el prójimo (Éx 20,13-17 y Dt 5,17-21). La renuncia a cualquier proyecto de abuso del
prójimo es la condición indispensable para la construcción de una verdadera comunidad,
como testimonio de la posibilidad de una victoria del amor fraterno sobre la violencia.

b. Comentario e implicaciones teológicas

69. Los decálogos proponen a Israel el camino de la obediencia a la ley revelada por Dios en
el Sinaí (o en el Horeb). El proyecto divino apela a la respuesta de los hombres, en el marco
de la alianza (Éx 24,7-8; Dt 5,2-3).

Las leyes que siguen a los decálogos en la Torá desarrollan el contenido de aquellas. La
prohibición de la idolatría es el leitmotiv del Deuteronomio, mientras que la apelación a una
vida fraternal se tematiza en las Leyes de Santidad (Lev 17-26) y culmina en la invitación al
amor del prójimo, a saber, tanto del que es miembro de la comunidad de Israel como del
extranjero residente (Lev 19,18.34).

Los decálogos manifiestan el modo en el que el Dios creador se revela en a historia también
como salvador e invita a cada miembro de la comunidad a entrar, por su parte, en esta lógica
de salvación, poniendo en práctica una ética comunitaria exigente. La alianza con el Dios
creador y salvador conduce a los creyentes a «vivir conforme a la verdad».
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Los decálogos proveen una clave interpretativa del conjunto de la Torá, y constituyen al final
un verdadero «catecismo» para la comunidad de Israel. Este catecismo permite a los
israelitas afirmar su fe en el solo Dios verdadero, afrontando los retos de la historia, y
comprometerse en una vida comunitaria fraterna, renunciando a las estrategias de poder y de
violencia. Dicho con otras palabras, los decálogos conjugan el testimonio de una verdad que
concierne a Dios mismo (es el creador y salvador) con una verdad que contempla las
modalidades de una vida justa y recta. La relación con el Dios de Israel aparece así
inseparable de la relación con el prójimo, que es el lugar por excelencia en el que se expresa
la adhesión de los creyentes a la verdad revelada.

2.3. Los libros históricos

70. El compendio de la historia de Israel que ocupa tantos libros de la Biblia, especialmente
los llamados libros históricos (Josué, Jueces, 1-2 Samuel, 1-2 Reyes, 1-2 Crónicas, Esdras,
Nehemías, 1-2 Macabeos), muestra claramente que no se trata de una historiografía en el
sentido moderno, es decir entendida como la crónica, lo más objetiva posible, de los
acontecimientos del pasado. Todo intento de interpretar la historia bíblica en una perspectiva
moderna se expone al peligro de leer los textos al margen de su intencionalidad y de no
captar la plenitud de significado.

La presentación bíblica de la historia se desarrolla armónicamente sobre la base de la


teología de la creación, tal como se expone en las primeras páginas de la Biblia[3], en cuanto
que es un testimonio de la experiencia de Dios, y en cuanto que revela que Él actúa para la
salvación de los hombres también en la historia (Gén 24). En consecuencia, la historiografía
bíblica trata de mostrar que la voluntad salvífica de Dios tiene pleno sentido pues se orienta
totalmente al bien de la humanidad. En la historia bíblica no se narran únicamente
acontecimientos positivos; al contrario, en ella se muestra cómo, en las contradictorias
vicisitudes humanas, Dios manifiesta su pretensión constante de realizar la salvación de la
humanidad. De este modo la historia bíblica (Jue 6,36; 2 Sam 22,28) revela a Dios como
«Salvador».

La actuación de Dios con los hombres atestiguada por el relato bíblico se presenta, pues,
como una historia de «alianzas», comenzando por la establecida con Noé para toda la
humanidad, y prosiguiendo con las que caracterizan la historia de Israel. La alianza que Dios
ofrece a su pueblo en la persona de Abraham y que luego fue estipulada solemnemente con
Israel en el Sinaí, es continuamente transgredida por el pueblo a lo largo de su historia, de
manera que el hecho de que se llame «eterna» se debe únicamente a la fidelidad de Dios

En consecuencia, el programa teológico de la historiografía bíblica se presenta en primer


lugar como teo-logía en el sentido literal del término, es decir, pretende mostrar la fidelidad
de Dios en su relación con el hombre. Ello es confirmado hasta el anuncio de una nueva
alianza en Jer 31,31. Es la alianza de Dios que conduce a su pueblo, a través de la historia, a
la salvación junto a Él y con Él.

2.4. Los libros proféticos

71. La profecía bíblica atestigua de modo eminente el revelarse de Dios, ya que la palabra
humana de los profetas coincide explícitamente con la misma Palabra de Dios: «así dice el
Señor» es, en efecto, una fórmula típica de esta literatura. Una característica esencial de esta
revelación es que se manifiesta en la historia humana, en acontecimientos insertos en una
cronología atendible, en palabras dirigidas a personajes concretos, a través de hombres cuyo
nombre, origen y datación se conocen frecuentemente. El designio eterno de Dios de
establecer con la humanidad una alianza de amor (cf. Dei Verbum, n. 2) se da a conocer a los
profetas (Am 3,7), y es proclamado por los profetas a Israel y a las naciones, de modo que se
manifieste a todos la auténtica verdad de Dios y de la historia.
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De la inagotable riqueza de la palabra profética, signo de la sabiduría infinita de Dios,


sobresalen algunos rasgos destacados que, de manera específica, contribuyen a delinear el
rostro del verdadero Dios a favorecer la adhesión de la fe.

a. El Dios fiel

Los profetas se suceden en la historia conforme a la promesa del Señor: «Suscitaré un profeta
de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le
mande» (Dt 18,18). El carisma de Moisés (Dt 18,15) es transmitido, en la sucesión profética,
a aquellos que, mediante su misma aparición en la historia, se convierten en testigos de la
fidelidad de Dios a su alianza (Is 38,18-19; 49,7), testigos de una bondad que se extiende por
mil generaciones (Éx 34,7; Dt 5,10; 7,9; Jer 32,18). El Dios que es origen del acontecer
humano, el Padre de quien procede la vida, no abandona (Is 41,17; Os 11,8), no olvida sus
criaturas (Is 44,21; 54,10; Jer 31,20). «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no
tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré»
(Is 49,15).

Los profetas, enviados incansablemente por el Señor (Jer 7,13.25; 11,7; 25,3-4; etc.), son la
voz autorizada que recuerda la presencia indefectible del verdadero Dios en la complicada
historia humana (Is 41,10; 43,5; Jer 30,11): ellos proclaman: “Concederás a Jacob tu
fidelidad y a Abraham tu bondad, como antaño prometiste a nuestros padres” (Miq 7,20).

La verdad del Señor se puede comparar, por ello, a la de la Roca (Is 26,4), enteramente fiable
(Dt 32,4); los que se atengan fuertemente a sus palabras se podrán mantener firmes (Is 7,9)
sin temor de perderse (Os 4,10).

b. El Dios justo

72. Al revelarse, el Dios fiel reclama fidelidad, el Dios santo exige que quien entra en su
alianza sea santo como Él es santo (Lev 19,2), el Dios justo pide a cada uno que recorra el
camino de la rectitud trazado por la Ley (Dt 6,25). Los profetas, en el curso de la historia,
son los heraldos de la justicia perfecta, la que Dios realiza (Is 30,18; 45,21; Jer 9,3; 12,1; Sof
3,5) y la que Él pide a los hombres (Is 1,17; 5,7; 26,2; Ez 18,5-18; Am 5,24); aquellos no
sólo recuerdan las directivas del Señor, explicitando su sentido, sino que denuncian con
valentía cualquier desviación de la vía del bien por parte de los individuos y de las naciones.
De este modo llaman a la conversión, amenazando con el castigo justo por los crímenes
cometidos, y anuncian la catástrofe inevitable sobre aquellos que, en su perversión, no
quieren escuchar la amonestación divina (Is 30,12-14; Jer 6,19; 7,13-15).

Es aquí donde se manifiesta la verdad de la palabra profética, en oposición al consuelo fácil


de los falsos profetas, los cuales –despreocupados de las precisas exigencias morales de la
Ley– anuncian la paz, cuando en realidad la espada del juicio se cierne amenazante (Jer 6,14;
23,17; Ez 13,10), con lo que engañan al pueblo con promesas ilusorias (Is 9,14-15; Jer 27,14;
29,8-9; Am 9,10; Zac 10,2) y favorecen con así la iniquidad. “Los profetas que nos
precedieron a ti y a mí – dice Jeremías al (falso) profeta Ananías – desde tiempos antiguos,
profetizaron a países numerosos y a reyes poderosos guerras, calamidades y pestes” (Jer
28,8); la palabra auténtica del Señor afirma, por lo tanto, que el Dios justo revela
históricamente la maldad del mundo precisamente en el sufrimiento de la sanción. El paso
por la humillación y por la muerte es así explicado por los profetas como la disciplina
necesaria que favorece el reconocimiento del pecado (Jer 2,19) y la disposición humilde del
penitente en espera del perdón (Jl 2,12-14).

c. El Dios misericordioso

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73. Buena parte de la literatura profética asume un tono amenazante, semejante al de Jonás
en Nínive (Jon 3,4), ya que anuncia la desventura «contra todo mortal» (Ez 21,8-9), no sólo
declarando la disolución del reino de Israel (Jer 5,31; Os 10,15; Am 8,2), sino incluso
evocando el fin del mundo (Jer 4,23-26; 45,4; Ez 7,2-6; Dan 8,17). Esta perspectiva
catastrófica podría hacer pensar que Dios no ha sido fiel a su promesa: «¡Ay, Señor, cómo
engañaste a este pueblo prometiendo paz a Jerusalén cuando tienen la espada en el cuello!»
(Jer 4,10). «¿Dónde están tu celo y fortaleza? ¿Es que han sido reprimidas tu entrañable
ternura y compasión hacia nosotros?» (Is 63,15).

A este lamento, que se convierte en oración de un pueblo en el exilio, responde la voz de los
profetas que proclaman la consolación de Israel (Is 40,1): lo que podía ser considerado un
acontecimiento final, se transforma, por el poder del Creador, en nuevo origen (Jer 31,22; Ez
37,1ss; Os 2,16-17); lo que aparentemente había sido un fracaso, llega a ser principio de una
realidad maravillosa, porque el pecado que había producido la catástrofe es perdonado
definitivamente por la misericordia del Padre (Jer 31,34; Ez 16,63; Os 14,5; Miq 7,19).

Son los profetas lo que declaran el giro radical en la historia de Israel (Jer 30,3.18; 31,23; Ez
16,53; Jl 4,1; Am 9,14; Sof 3,20) y en la misma historia del mundo, pues anuncian nuevos
cielos y nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Jer 31,22). El acontecimiento del perdón divino, que va
acompañado de una inaudita riqueza de dones espirituales (Jer 31,33-34; Ez 36,27; Os 2,21-
22; Jl 3,1-2) y se hace visible en el florecimiento extraordinario del pueblo restaurado en
formas institucionales perfectas (Is 54,1-3; 62,1-3; Jer 30,18-21; Os 14,5-9), lo cual ocurre de
hecho en el acontecimiento definitivo de la historia, no podía ser previsto ni imaginado por la
mente humana: «Desde ahora –dice el Señor por medio de Isaías– te hago oír cosas nuevas,
secretos que no conocías. Solo ahora son creadas, no desde antiguo ni antes de hoy; no las
habías oído y no puedes decir: “Ya lo sabía”» (Is 48,6-7). Es el Señor, por medio de los
profetas, quien revela sus proyectos, infinitamente superiores a cuanto las criaturas pueden
concebir (Is 55,8-9); y es en la manifestación eficaz de la gracia como Dios da a conocer la
perfección de su verdad, llevando a cumplimiento el sentido de la historia.

Esta Palabra de promesa es veraz precisamente porque se cumple (Dt 18,22; Is 14,24; 45,23;
48,3; Jer 1,2; 28,9): «Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino
después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al
sembrador y pan al que come, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía,
sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo» (Is 55,10-11). El acontecimiento
único y epocal produce una alianza eterna (Is 55,3; Jer 32,40; Ez 16,60). De aquí brota la
alabanza, efecto último de la salvación: «Señor, tú eres mi Dios, te ensalzaré y alabaré tu
nombre, porque realizaste magníficos designios, constantes y seguros desde antiguo» (Is
25,1).

Los creyentes en Cristo reconocerán que son los hijos de los profetas y de la promesa (Hch
3,25) a quienes ha sido enviada la palabra consoladora de la salvación (Hch 13,26): en la
Pascua del Señor Jesús verán, con actitud adorante, la manifestación plena del Dios fiel, justo
y misericordioso.

2.5. Los Salmos

74. Las plegarias de los Salmos presuponen y manifiestan esta verdad esencial sobre Dios y
sobre la salvación: Dios no es un principio absoluto impersonal, sino una persona que
escucha y responde. Cada israelita sabe que puede volverse a Él en cualquier circunstancia
de la vida: en la alegría y en el dolor. Dios se ha revelado como el Dios presente (cf. Éx
3,14), que conoce a la persona que ora y siente hacia ella el interés más vivo y benévolo.

De entre las diversas características de Dios atestiguadas por los Salmos recordamos las dos
siguientes: Dios se revela (a) como el Dios del poder protector y (b) como el Dios de la
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justicia que transforma al pecador en justo. Por lo tanto Dios siempre Aquél que salva a los
seres humanos.

a. El Dios omnipotente: Sal 46

La presencia y la actividad de Dios se manifiestan de modo emblemático en el Sal 46, y se


expresan en la frase: «El Señor del universo está con nosotros» (vv. 8.12). Al comienzo, en el
medio y al final del Salmo se subraya la presencia de Dios, que está «a favor nuestro» y «con
nosotros» (vv. 2.8.12). Él domina, con su fuerza, la naturaleza (vv. 2-7), defiende a Israel y
crea la paz (vv. 8-12).

El poder de Dios domina la naturaleza: Dios es creador

El pueblo de la alianza se mantiene tranquilo frente a las sacudidas cósmicas: «Dios es


nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos
aunque tiemble la tierra, y los montes se desplomen en el mar. Que hiervan y bramen sus
olas, que sacudan a los montes con su furia» (vv. 2-4). Dios domina las fuerzas del caos. Aun
en el caso de que atenten contra la estabilidad de Sión, la ciudad santa «no vacila» (v. 6a),
porque «tiene a Dios en medio» (v. 6a), y el mismo «Dios la socorre al despuntar la aurora»
(v. 6b).

El poder de Dios defiende a su pueblo y crea la paz: Dios es salvador

La declaración «El señor del universo está con nosotros» se presenta como respuesta al grito
angustiado del pueblo rodeado por enemigos: «¡Levántate a socorrernos!» (Sal 44,27). Dios
es llamado «refugio y fuerza» (Sal 46,2), «alcázar» (vv. 8.12) para indicar el poder con el que
protege a sus fieles reunidos en Sión. Todos son invitados a reconocerlo: «Venid a ver las
obras del Señor» (v. 9). Luego el Salmo precisa cuáles son estas obras: «Pone fin a la guerra
hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos»
(v. 10). El Señor mismo se vuelve a los fieles, diciendo: «Rendíos, reconoced que yo soy
Dios: más alto que los pueblos, más alto que la tierra» (v. 11). Los adversarios deben dejar de
presentar batalla, deben reconocer al Señor y su majestad universal, que alcanza a todas las
gentes y toda la tierra. La intervención poderosa de Dios en favor de Sión tiene un
significado universal: Él trae la paz no sólo a la ciudad de Dios (cf. v. 5), sino a todas las
naciones, a toda la tierra (cf. v. 11).

b. El Dios de la justicia: Sal 51

75. En Sal 51 la confesión de los pecados se conjuga con la súplica. El dinamismo


fundamental –al que se alude en el centro de la primera y de la segunda parte del Salmo– es
la justicia de Dios: «En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente» (v. 6);
«Líbrame de la sangre, Oh Dios, Dios, Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia» (v. 16;
cf. v. 21). La justicia salvífica de Dios actúa en el hombre pecador, no sólo borrando sus
culpas y purificándolo, sino también justificándolo y transformándolo. Toda esta actuación
del Dios justo procede de su amor, que es fiel y misericordioso.

El Dios de la justicia ama al hombre pecador

Dios, al impulso de su amor, justifica al pecador. El Salmo comienza con la siguiente súplica:
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa» (v. 3). El
orante invoca el amor y la misericordia de Dios.

El primer sustantivo, «amor» (heded), es uno de los términos fundamentales de la teología de


los Salmos y de la alianza (muy frecuente en al Antiguo Testamento, especialmente en los
Salmos): indica la actitud de Dios que implica bondad, generosidad, fidelidad hacia el orante.
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En los Salmos se habla frecuentemente de este amor como si se tratase de una persona: «Que
tu misericordia y tu lealtad me guarden siempre» (Sal 40,12); Dios lo manda desde el cielo
(Sal 57,4; cf. 61,8; 85,11; 89,15), para que acompañe al creyente, lo siga como un amigo (Sal
23,6), lo rodee (Sal 32,10) y lo sacie (Sal 90,14). Es más importante que la misma vida: «Tu
gracia vale más que la vida» (Sal 63,4; cf. Sal 42,9; 62,13). El amor de Dios no se le quitará
al pecador, pese a su pecado (cf. Sal 77,9), porque Dios lo ama como un padre. Este amor
inspirará la justicia de Dios que justificará al pecador.

El segundo término, «misericordia» (rehem) (cf. Sal 40,12; 69,17; y otros), se encuentra
frecuentemente en contextos penitenciales (cf. Sal 25,6; 79,8) y habitualmente se usa en
plural (rahamim). El término evoca las «entrañas» de la madre, símbolo arquetípico de un
amor instintivo y radical. Se presenta a Dios adherido a la persona humana más aún de lo que
lo está la madre al propio hijo (cf. Is 49,15). Por ello el salmista dice: «Pero tú, Señor, Dios
clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal» (Sal 86,15).

En realidad, los dos términos, que en un cierto sentido describen dos modalidades (paterna y
materna) del amor de Dios, se usan conjuntamente: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu
misericordia son eternas» (Sal 25,6; cf. 103,13). Dios ama al hombre –incluso si este es
pecador– como una madre a su hijo; lo ama con un amor que no es fruto de los méritos, sino
totalmente gratuito, con un amor que constituye una exigencia esencial del corazón. Al
mismo tiempo lo ama como un padre, con un amor generoso y fiel. Las dos dimensiones del
amor de Dios evocadas al comienzo de Sal 51 son como dos coordinadas de la justicia de
Dios que justifica al pecador. El Dios, que ama y es misericordioso (v. 3; cf. v. 20), es al
mismo tiempo el Dios que juzga (v. 6; cf. v. 16).

La justicia de Dios justifica, esto es, trasforma al pecador en justo (vv. 6.16)

76. Volviéndose hacia el pecador, Dios instaura con él una relación dinámica y profunda,
inspirada en la justicia. Este proceso se desarrolla en varias etapas:

- La compasión o piedad amorosa: «Misericordia, Dios mío» (v. 3). Aquí se usa el verbo
«tener piedad / misericordia» (hanan) (cf. Sal 4,2; 6,3 y otros), que indica un «volverse»
gratuito del soberano hacia su súbdito. El que se ha rebelado contra Dios y se ha hecho
abominable a sus ojos pide hallar su compasión. Esta le levantará de su miseria más
profunda, que es la miseria del pecado.

- La enseñanza interior: «Te gusta un corazón sincero y en mi interior me inculcas sabiduría»


(v. 8). Dios obra en la conciencia del pecador, obnubilada por el pecado, e introduce en ella
la luz de la verdad, que permite reconocer los pecados, y la irradiación de su sabiduría, que
abre los ojos a la recta conducta.

- El veredicto de gracia que otorga el perdón. El pecador, encerrado en el reino del pecado,
reconoce: «En la sentencia tendrás razón» (v. 6). Después de haber invocado: «Borra, lava,
limpia» (vv. 3-4, repetidas en los vv. 9.11), se introduce una fuerte esperanza: «Aparta de mi
pecado tu vista, borra en mí toda culpa» (v. 11). Liberado de una presencia obsesiva del
pecado, pide: «Hazme oír el gozo y la alegría» (v. 10; cf. Is 66,14).

- La nueva creación: El pecador pide a Dios una nueva creación: «Oh Dios, crea en mí un
corazón puro» (v. 12). Tras esta petición fundamental, el orante suplica por tres veces recibir
el espíritu: «un espíritu firme», la presencia de «tu santo espíritu», «un espíritu generoso»
(vv. 12.13.14). Pide una renovación interior y permanente, para la cual es decisiva la
presencia del Espíritu de Dios, de quien proviene «la alegría de la salvación» (v. 14).

- El impulso para el testimonio. Renovado por Dios, el hombre quiere comunicar su propia
experiencia a cuantos la necesitan: «Enseñaré a los malvados tus caminos» (v. 15). Sobre
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todo quiere enseñarles esa sabiduría que le ha sido inculcada interiormente por Dios.

- La apertura a la alegría y a la alabanza. El penitente renovado se siente invadido por la


alegría, que quiere expresar en la alabanza: «Cantará mi lengua tu justicia. Señor, me abrirás
los labios, y mi boca proclamará tu alabanza» (vv. 16-17; cf. Sal 35,28; 71,24).

- El paralelismo entre «tu justicia» y «tu alabanza», en los últimos versículos, permite
concluir que Dios, en su justicia, no produce miedo; más bien, Dios es en realidad –inspirado
por su amor paterno y materno–la única causa que opera la justificación del pecador, es decir,
su nueva creación y su felicidad, liberándolo de la opresión del pecado.

2.6 El Cantar de los Cantares

77. Resulta sorprendente que el Cantar de los Cantares haya sido acogido entre los libros de
la Biblia hebrea (entre los cinco rollos); de hecho su contenido es muy singular. Reconocido
como texto inspirado e integrado en el Canon cristiano, ha dado lugar a una original
interpretación cristológica. El Cantar es un poema que celebra el amor conyugal como
plenitud de la experiencia humana, es decir, como amor que consiste en la búsqueda
reciproca y en la comunión personal entre el hombre y la mujer. Esta búsqueda y comunión
contienen un dinamismo fascinante e infinito que transfigura a dos criaturas humanas –un
pastor y una joven– en un rey y una reina, en una pareja real.

El Cántico celebra poéticamente el amor humano, un amor real, en su dimensión corporal y


al mismo tiempo espiritual. Pero lo hace de una forma abierta a una dimensión más
misteriosa y más teológica. El texto se caracteriza por la “polisemia”: al significado básico
del amor humano se añaden significados ulteriores, aunque fundados en el amor
esponsalicio, que es, por decirlo de algún modo, el símbolo de cualquier otra forma de amor.

El primer significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia toda persona humana. Fundado
en la afirmación de que “Dios creó al hombre a su imagen” (Gén 1,27), el poema canta el
amor apasionado de un hombre y una mujer como imagen del amor apasionado y personal de
Dios. El amor de Dios por cada criatura humana (cf. Sab 11,26) posee todas las
características del amor del varón (del esposo, del marido y del padre) y al propio tiempo del
amor de la mujer (de la esposa, de la mujer y de la madre). El amor humano auténtico es un
símbolo a través del cual el Creador se revela a los hombres como Dios-amor (cf. 1 Jn
4,7.8.16). Con muchos símbolos el libro nos permite entender que Dios es la fuente del amor
humano: lo crea, lo nutre, lo hace crecer, le da fuerzas para buscar al otro (a la otra) y vivir
en comunión perfecta con él (con ella) y en definitiva con la familia y con la comunidad. Por
esto, todo amor humano (considerado en sí mismo, y no sólo como metáfora) contiene una
semilla y un dinamismo divinos. Así, pues, conociendo y viviendo el amor se puede
descubrir y conocer a Dios. Además, a través del amor humano el hombre y la mujer son
alcanzados por el amor del mismo Dios (1 Jn 4,17). Y permaneciendo en el amor se entra en
comunión con Dios (cf. 1 Jn 4,12).

El segundo significado ulterior se refiere al amor de Dios hacia el pueblo de la alianza (cf. Os
1-3; Ez 16 y 23; Is 5,1-7; 62,5; Jr 2-3). Este encuentra una nueva realización y alcanza su
cumplimiento en el amor de Cristo por la Iglesia. Cristo se presenta o es presentado como
esposo en varios contextos (Mc 2,19; Jn 3,29; 2Cor 11,2; Ef 5,25.29; Ap 19,7.9; 21,2.9) y la
Iglesia es representada como la novia (Ap 19,7.9) que se convierte en esposa en la plenitud
escatológica (Ap 21,9). El amor de Cristo por la Iglesia es tan importante y fundamental para
la salvación de los hombres que el Evangelio de Juan presenta la actuación de Jesús en las
bodas de Caná como el comienzo de sus signos (Jn 2,11), de toda su actividad. Jesús se
revela como el verdadero esposo (Jn 3,29) que ofrece en plenitud el vino bueno para todos y
revela el amor que él ofrecerá “hasta el extremo” (13,1; cf. 10,11.15; 15,13; 17,23.26).

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2.7. Los libros sapienciales

78. También los textos sapienciales muestran diversas características de Dios Creador, en
particular las de Dios misericordioso e inescrutable. El creador es de hecho el Dios
misericordioso que olvida los pecados de los hombres cuando estos se convierten. Por otra
parte es misterioso e inescrutable; los humanos deben reconocer en consecuencia sus propios
límites como criaturas, caminando por la vía de la fidelidad y sin poder descubrir la razón de
lo que Él realiza en la historia. Resaltamos aquí algunos aspectos sapienciales que ilustran la
auténtica verdad de Dios: esta quiere conducir al hombre a la adhesión de fe en el Señor y
trata de suscitar en él “el temor del Señor”, es decir, un respeto profundo, consciente de la
inmensa distancia entre el Creador y sus criaturas (Ecl 3,10-14).

2.7.1. El libro de la Sabiduría y el Eclesiástico: la filantropía de Dios

a. El libro de la Sabiduría

79. La filantropía de Dios, comunicada en Sab 11,15–12,27, se expresa, sobre todo, mediante
el recuerdo de las llamadas plagas que afectaron a los egipcios, interpretando de forma
novedosa los castigos de Dios y su pedagogía. El Dios de la alianza, señor de la creación,
(Sab 16,24-29; 19,6-21), interviniendo repetidamente en la historia de la salvación, se
preocupa tanto de su pueblo como de cada “justo” (cf. Sab 3,1-4,19); es Él quien premia y
castiga (cf. Sab 4,20-5,23; 11,1-5), tratando a todos con longanimidad para llevarlos a la
conversión (Sab 12,9-18; cf. Rm 2,3-4; 2 Pt 3,9) y educar al justo a que juzgue con
clemencia (Sab 12,19-22).

Tras haber recordado que en la época del Éxodo Dios castigó con moderación a los enemigos
de su pueblo, el autor explica las razones de tal comportamiento. Aun reconociendo que
“bien podía tu mano omnipotente, que había creado el mundo de materia informe, enviar
contra ellos manadas de osos” (Sab 11,17), añade: “Te compadeces de todos, porque todo lo
puedes y pasas por alto los pecados de los humanos para que se arrepientan” (Sab 11,23; cf.
Sal 103,8-12; 130,3-4; Ex 34,6-7). La moderación con respecto a Egipto (Sab 11,15-12,2) no
es un signo de debilidad; todo lo contrario, Dios actuó así porque se compadece “de todos” y
porque quiere llevar los hombres a la conversión, de modo que, renunciando a la maldad,
alcancen la fe en él: “Por eso corriges poco a poco a los que caen, los reprendes y les
recuerdas su pecado, para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor” (Sab 12,2). La
omnipotencia de Dios no se manifiesta en su fuerza, sino, todo lo contrario, en su
misericordia. La potencia divina no es fuente de juicio, sino de perdón (cf. Eclo 18,7-12; Rm
2,4). Lo que motiva la compasión de Dios es precisamente su omnipotencia. La misericordia
de Dios se manifiesta también en el modo en que castiga a los habitantes de la tierra (Sab
12,8): los trata con benevolencia, con clemencia (cf. 11,26), porque son frágiles (cf. Sal
78,39). Si Dios se comportó con longanimidad al castigarlos y los perdonó, no lo ha hecho
por impotencia o porque ignorara sus crímenes (Sab 12,11).

El autor no se para aquí y nos ofrece una de las intuiciones más hermosas de todo el Antiguo
Testamento: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras
algo, no lo habrías creado. [...] Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas,
Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26). Dios no puede no amar lo que Él mismo ha
formado, porque su espíritu incorruptible está en todas las cosas (cf. Sab 1,7; 12,1). Dio ha
creado todas las cosas para salvarlas, se compadece de todos en orden a la conversión y no
quiere destruir nada de lo que ha creado (Sab 11,26).

El amor de Dios se manifiesta incluso en la muerte prematura del justo. Él ama al justo por
sus virtudes, por su vida intachable (Sab 4,9), y lo quita de este mundo perverso para que no
se corrompa: “Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre pecadores y Dios se lo llevó” (Sab
4,10; cf. Gn 5,24; Eclo 44,16; Hb 11,5).
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El amor de Dios por sus criaturas no es un amor estático, sino dinámico, se revela en la
acción. El hecho de que las criaturas permanezcan en la existencia y el hecho de que se
conserve su ser multiforme, activo, misterioso, son la prueba más tangible del amor de Dios
en acción.

b. El libro del Eclesiástico

80. También Ben Sira tiene un sentido vivo de la grandeza de Dios, como omnipotencia y
misericordia. Habla de Dios con entusiasmo y admiración emocionados. Dios es omnipotente
y en su providencia concede al escriba la sabiduría (Eclo 37,21; 39,6) y el éxito que se sigue
de ella (Eclo 10,5); además da al pobre la riqueza (Eclo 11,12-13.21); de Él procede
igualmente el decreto sobre la muerte de cada ser humano (Eclo 41,4). Junto a la grandeza de
Dios resalta su misericordia: “¿Quién medirá el poder de su majestad? ¿Quién conseguirá
narrar sus misericordias?” (Eclo 18,4). Por causa de la debilidad de la criatura, hecha de
carne y de sangre, de tierra y de ceniza Dios se ha mostrado magnánimo con el hombre,
volcando su misericordia (Eclo 18,10) sobre “todo ser viviente” (Eclo 18,13; cf. Sab 11,21–
12,18; Sal 145,9). Esta indulgencia de Dios no debe servir para quitar responsabilidad al
hombre, sino que es más bien una invitación a la conversión: “Retorna al Señor y abandona
el pecado, reza ante su rostro y elimina los obstáculos. Vuélvete al Altísimo y apártate de la
injusticia” (Eclo 17,25-26).

2.7.2. El libro de Job y el libro del Eclesiastés: la inescrutabilidad de Dios

a. El libro de Job

81. El libro de Job –enmarcado por un doble prólogo (1,1-2,13) y un doble epílogo (42,7-
17)– es un extenso diálogo, a lo largo del cual, de un Dios “conocido” se llega a la revelación
de un Dios imprevisible y misterioso.

Job había deseado ardientemente la presencia del Señor (9,32-35; 13,22-24; 16,19-22; 23,3-
5; 30,20), es más, había pretendido obtener una respuesta a tal deseo (31,35), porque quería
discutir su causa directamente con Él. Pero era una equivocación enfrentarse a Dios,
tratándolo en un plano de igualdad. Cuestionando el modo de actuar de Dios, pidiéndole
cuentas de sus criterios, Job se hace algún modo igual a su Creador. Para él resulta imposible
alcanzar las alturas infinitas del Omnipotente, cuya perfección es inaccesible al espíritu
humano (Job 11,7). Para expresar de modo elocuente y poético la trascendencia divina, que
supera cualquier comprensión humana, se van presentando los cielos, los infiernos, la tierra y
el mar como símbolos de la altura, longitud y anchura cósmicas, superadas por la inmensidad
divina (Job 11,8-9). La profundidad del misterio divino deja al hombre ignorante e impotente
(cf. Am 9,1-4; Jer 23,24; Dt 30,11-14; Ef 3,18-21). De hecho, a los humanos se les ha
concedido tocar con su mano los límites de la grandeza humana; ya los profetas
estigmatizaban a los que “se tienen por sabios y se creen inteligentes” (Is 5,21; cf. Is 10,13;
19,12; 29,14; Jr 8,8-9; 9,22-23; Ez 28).

Si bien Dios no responde a ninguna de las preguntas de Job, finalmente hace un discurso
bellísimo en los capítulos 38-41 del libro. En una grandiosa teofanía en forma de tempestad,
Dios toma por fin la palabra, no para replicar a los que habían hablado, sino más bien para
someter a Job a una especie de interrogatorio, para orientarlo hacia el misterio de Su persona.
En el discurso divino se suceden las preguntas que son muchas y rápidas, y van acompañadas
a veces de amplias descripciones. Dios hace que Job entienda su ignorancia, sus límites como
criatura, frente a los cuales aparece la sabiduría ilimitada de Dios (cf. Job 28). En todos los
interrogantes del Señor subyace una afirmación clara: Dios está presente en su creación, que
en su variedad infinita sigue siendo un misterio para el hombre. Los criterios humanos de
juicio no son adecuados para afrontar los misterios de la creación. Job había conocido a Dios
“de oídas” (42,5), según los módulos tradicionales de una teología basada sobre el principio
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rígido de la retribución. Tras el largo discurso de Dios, lo conoce por fin de una forma más
adecuada. Al final de su lucha confiesa: “Reconozco que lo puedes todo, que ningún
proyecto te resulta imposible. Dijiste: ‘¿Quién es ése que enturbia mis designios sin saber
siquiera de qué habla?’ Es cierto, hablé de cosas que ignoraba, de maravillas que superan mi
comprensión” (42,2-3). Job ha encontrado su puesto y pudo descubrir la grandeza de Dios y
lo inaccesible de su omnipotencia. Su encuentro con Dios le ha revelado la vanidad de su
pretensión de plantear un proceso a Dios. Sigue siendo un hombre que sufre, pero sin
pretensiones. Al final se encuentra a sí mismo; se encuentra como polvo, y de este modo se
vuelve más verdadero y más humano (42,6).

Job entiende que el hombre no puede conocer los designios de Dios; pero al final entiende
que sus ojos han visto a Dios mismo a través de todo lo que hace en el mundo (Job 42,5).
Mirando el universo y la humanidad con los ojos de Dios, puede confesar su error de
perspectiva y el hecho de haber ido demasiado lejos; por ello dice: “Yo me retracto” (Job
42,6a). Para Job la sabiduría consiste ahora en confesar que es posible reconocer que Dios es
justo sin necesidad de comprenderlo totalmente; y el hombre puede comprometerse en la
fidelidad a Él sin conocer “de principio a fin” (Ecl 3,11) el sentido de lo que Dios ha hecho.
Dios sigue siendo un misterio insondable para los humanos.

b. El libro del Eclesiastés

82. El autor de este libro desarrolla ulteriormente el motivo del carácter inescrutable de las
acciones de Dios. Asumiendo el punto de vista de los sabios (Ecl 8,16-17), se pone a buscar
el sentido de la vida en la medida en que se puede descubrir en las realidades del mundo,
sobre la tierra y bajo el sol. El sabio quiere comprender el significado de las ocupaciones en
las que se afanan los hombres en la tierra (8,16), y constata: “También pude observar todas
las obras de Dios: el hombre no puede descubrir el sentido de cuanto se hace bajo el sol…; y
aunque el sabio pretenda saberlo, nunca podrá descubrirlo”(8,17; cf. Job 42,3). Nadie puede
cambiar lo que Dios realiza a su debido tiempo (cf. Ecl 1,15; 3,1-8.14; 6,10; 7,13). Dios ha
hecho que el hombre no conozca su obra (Ecl 7,13-14; cf. Job 9,2-4). El Qohelet retoma este
tema en 11,5, donde la obra de Dios se presenta como incomprensible y se compara con el
misterio de la gestación en el seno materno. El hombre ignora el sentido de la vida, pero en la
voluntad de Dios todas las cosas creadas tienen su propio puesto y su propio tiempo (Ecl
3,11). El secreto de la obra de Dios es inaccesible, insondable e incomprensible para el
hombre que busca el sentido fundándose en su propia experiencia. Tanto la obra de Dios
como Dios mismo, el Creador, siguen siendo un misterio inescrutable para los humanos.

Conclusión

83. El testimonio de la sabiduría bíblica muestra a todos la auténtica verdad de Dios, que es
misericordioso; al propio tiempo, Él se presenta como un misterio insondable para los
humanos. La filantropía de Dios conduce al hombre a la conversión y a la fe, mientras que el
carácter inescrutable de Dios lo lleva a reconocer la grandeza del Creador y la propia
limitación, conduciéndolo al “temor del Señor”, y a observar sus mandamientos.

Notemos que los enfoques relativos a la verdad sobre Dios en los libros de la Sabiduría y del
Eclesiástico, por una parte, y en los de Job y Eclesiastés, por otra, son muy diferentes. De
acuerdo con los dos primeros la verdad puede ser alcanzada mediante la razón y/o mediante
el conocimiento de la Torá; el libro de Job y del Eclesiastés insisten, por su parte, en la
incapacidad humana para comprender el misterio de Dios y de su actividad: sólo resta la
confianza que los creyentes tienen en el mismo Dios, pese a no comprender la lógica de los
acontecimientos y del mundo. El Nuevo Testamento cambia el horizonte de la reflexión y
muestra que la verdad va más allá de la comprensión que de ella tiene la sabiduría de Israel y
se manifiesta de forma plena y definitiva en la persona de Cristo.

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3. El testimonio de algunos escritos del Nuevo Testamento

84. En el Nuevo Testamento podemos distinguir, fundados en su género literario específico,


entre los Evangelios y las Cartas Apostólicas y el libro del Apocalipsis. Esta subdivisión
determina también la presentación que ofrecemos sobre la verdad testimoniada en estos
libros.

3.1. Los Evangelios

Entre los libros de la Biblia cristiana ocupan un lugar sobresaliente los Evangelios, en cuanto
testimonio escrito de la revelación divina en su punto culminante; en ellos encontramos de
hecho la automanifestación de Dios Padre a través de su Hijo, el cual, hecho hombre, vivió,
sufrió y murió, y con su resurrección elevó nuestra naturaleza humana a la gloria divina (cf.
n.22). La Constitución Dogmática Dei Verbum afirma: “La verdad íntima tanto acerca de
Dios como de la salvación humana transmitida por medio de esta revelación brilla para
nosotros en Cristo” (nº 2). La Constitución concluye de esto “que entre todas las Escrituras,
incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios gozan de una merecida superioridad pues son
el principal testimonio acerca de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador”
(nº 18). El mismo texto conciliar afirma además el origen apostólico de los cuatro Evangelios
(ibid.): mediante el testimonio escrito de los Evangelios, los apóstoles, como “testigos
oculares y ministros de la palabra” (Lc 1,2), y sus discípulos vinculan la Iglesia con el mismo
Cristo.

La Dei Verbum reafirma así mismo el carácter histórico de los Evangelios, los cuales
“transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y
enseñó realmente para su eterna salvación” (nº. 19). Luego describe el proceso que condujo a
la forma actual de los cuatro Evangelios: estos no pueden ser reducidos a creaciones
simbólicas, míticas, poéticas de autores anónimos, sino que son relatos fiables de los hechos
de la vida y del ministerio de Jesús. Sería erróneo pretender una equivalencia precisa entre
cada uno de los elementos del texto y las particularidades de los hechos, pues ello no
responde a la naturaleza y a la finalidad de los Evangelios. Los diversos factores que
modifican los relatos y crean diferencias entre ellos no impiden una presentación atendible
de los hechos. También es inadecuado el supuesto que teoriza acerca de la discontinuidad
entre Jesús y las tradiciones que dan testimonio de él, o bien el desinterés o la incapacidad de
presentarlo de manera adecuada. Así, pues, los Evangelios establecen una relación veraz con
el verdadero Jesus.

3.2. Los Evangelios sinópticos

85. Examinaremos ahora, primero en los Evangelios Sinópticos y luego en el Evangelio de


Juan, qué tipo de verdad revela Cristo sobre Dios y sobre la salvación humana. Obviamente
resulta imposible ofrecer un cuadro completo sobre ello; por esta razón debemos
conformarnos con algunos trazos.

a. La verdad sobre Dios

Jesús dice en mt 11,27 (Lc 10,22): “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce
al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo
quiera revelar”. Jesús afirma una relación exclusiva de conocimiento recíproco entre él y
Dios. Dios conoce a Jesús como a su propio Hijo (Mt 3,17; 17,5; Lc 3,22; 9,35) y Jesús
conoce a Dios como a su propio Padre, con el cual mantiene una relación absolutamente
única. Este conocimiento del Padre es la base de la capacidad singular de Jesús para revelar a
Dios, para dar a conocer su verdadero rostro. Por otra parte, la revelación que hace Jesús de
Dios como Padre implica siempre la revelación de sí mismo como Hijo. De esta capacidad
singular de Jesús se deriva que el objetivo principal de su misión es la revelación de Dios. No
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sólo las palabras, sino también las obras y todo el camino de Jesús revelan a Dios y requieren
una atención continuada y vigilante a dicha revelación.

La revelación que Jesús hace de Dios como Padre de los que lo escuchan se explicita de un
modo especial en el Evangelio de Mateo. Ello se muestra particularmente en el Sermón de la
Montaña (Mt 5-7). En él Jesús da a conocer a sus oyentes que su Padre conoce sus
necesidades antes de que se las pidan (6,8), y les enseña a dirigirse a Dios llamándolo “Padre
nuestro que estás en el cielo” (6,9). Los instruye sobre la solicitud que Dios tiene por ellos y,
consiguientemente, sobre lo superfluas que resultan las preocupaciones humanas (6,25-34).
El Padre bueno con los buenos y con los malos (5,45) constituye el modelo de su actuación:
“Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (5,48). Sólo “el que
cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (7,21) –dice Jesús– se halla en el
camino adecuado y se libra del castigo final (cf. 7,24-27). Los oyentes de Jesús son “la luz
del mundo” (5,14) y tienen la tarea de dar a conocer al Padre por medio de sus buenas obras,
de modo que los hombres “den gloria a vuestro Padre que está en los cielos” (5,16).
Revelando al Padre, Jesús encomienda también la tarea de dar a conocer al Padre.

En el Evangelio de Lucas Jesús, al revelar al Padre, resalta sobre todo la misericordia con los
pecadores. Expresa de forma maravillosa esta cualidad de Dios en la parábola del padre que
tiene dos hijos y acoge con compasión y alegría al que se había perdido y, por otra parte, trata
de convencer al que se había quedado en casa (Lc 15,11-32). Con esta parábola Jesús explica
y justifica su actitud hacia los pecadores (cf. Lc 15,1-10). Al concluir el episodio del
publicano Zaqueo, afirma: “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba
perdido” (19,10). De este modo presenta el núcleo de su misión y manifiesta la voluntad y la
actuación del Padre.

Es significativo y programático el modo en el que Marcos describe el comienzo del


ministerio público de Jesús: “Después que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a
proclamar el Evangelio de Dios; decía: ‘Se ha cumplido el tiempo y ha llegado el Reino de
Dios. Convertíos y creed en el Evangelio’” (1,14-15). El contenido del anuncio de Jesús es
“el Evangelio de Dios”, la buena noticia que habla de Dios y viene de Dios. Jesús viene
como revelador de Dios y su revelación es buena noticia; proclama que el Reino de Dios ha
llegado. La realidad del “Reino de Dios” está en el centro de la predicación de Jesús en los
Evangelios sinópticos; revela y subraya la soberanía real de Dios, su solicitud de pastor hacia
los hombres, su intervención activa y poderosa en la historia humana. A través de toda su
actividad Jesús explica y explicita esta verdad sobre Dios.

b. La verdad sobre la salvación humana

86. El ser humano es criatura de Dios; para él, Jesús, el Hijo de Dios, constituye un modelo
siempre válido de gratitud, obediencia y apertura en las relaciones con Dios Padre, que es la
fuente de toda salvación.

La curación de enfermos y la liberación de endemoniados son una parte esencial del


ministerio de Jesús. Mateo pone el mismo sumario al principio (4,23) y al final (9,35) del
gran exordio de la actividad de Jesús (5,1–9,34), que, en la segunda parte, expone una serie
de sus intervenciones prodigiosas (8,1–9,34). En dicho sumario se mencionan dos obras de
Jesús: el anuncio del evangelio del Reino y la curación de “toda clase de enfermedades y
dolencias en el pueblo” (4,23). En esta actividad se ponen de manifiesto tanto las dolencias y
necesidades de los hombres como la capacidad generosa y poderosa que tiene Jesús para
superar tales miserias. El heraldo del Reino de Dios otorga eficazmente la salud del cuerpo y
manifiesta la compasión de Dios por su criatura que sufre y su voluntad de salvarla. Esta
actividad de Jesús es acogida con entusiasmo; Mateo dice: “Le traían todos los enfermos
aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y
él los curó”(4,24). En no pocos relatos se resalta que Jesús no impone la curación, sino que
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presupone la fe de los que acuden a él (cf. Mt 8,10; 9,22.28; 15,28). La narración de su visita
a Nazaret se concluye con la observación de que “Y no hizo allí muchos milagros, por su
falta de fe”(Mt 13,58).

Las curaciones son reales y tienen una gran significación, pero no constituyen el objetivo del
ministerio de Jesús. Ya antes de su nacimiento el ángel le explica a José el significado del
nombre de Jesús: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los
pecados” (Mt 1,21). La mayor miseria de los humanos no son las enfermedades, sino los
pecados, es decir, la alteración y la ruptura de la relación con Dios y con el prójimo. Los
hombres son incapaces de salir de esta mísera condición y tienen necesidad de un salvador
poderoso que los reconcilie con Dios. El nombre “Jesús” significa “el Señor salva”; en la
persona de su Hijo Jesús Dios ha mandado el Salvador de Israel y de toda la humanidad.
Jesús se acerca a los pecadores no como juez, sino como médico lleno de misericordia, para
sanarlos, y los llama a la conversión (Mt 9,12-13). El da “su vida en rescate por muchos” (Mt
20,28; Mc 10,45). Su sangre es “la sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el
perdón de los pecados” (Mt 26,28). El sacrificio de su vida sella la alianza nueva y definitiva
de Dios con Israel y con la humanidad, la reconciliación de Dios con los humanos. Esta es un
don gratuito de Dios. Depende de la libre decisión de los hombres aceptar la invitación a
salvarse o bien rechazarla y perderse (cf. Mt 22,1-13; 25,1-13.14-30).

El Evangelio de Lucas describe de modo incisivo qué salvación ofrece Dios a través de su
Hijo. Cuando nace Jesús, un ángel del Señor proclama: “Os anuncio una gran alegría…: os
ha nacido un Salvador, el Cristo, el Señor” (2,10-11). El evangelista narra después toda la
actividad y el camino de Jesús hasta su crucifixión. A esta siguen las múltiples burlas hechas
al Salvador y Cristo, que no es capaz de salvarse a sí mismo (23,35-39). Pero, al final, uno de
los malhechores que habían sido crucificados con él (23,33) se arrepiente de sus malas
acciones y expresa su fe e Jesús y en el Reino que él había anunciado (23,40-42). Jesús le
responde: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” (23,43). Jesús promete al
malhechor arrepentido la salvación plena, es decir, la comunión inmediata con Dios, que
incluye el perdón de los pecados y la superación de la muerte. Las apariciones de Jesús
resucitado (24,1-53) ponen de relieve y confirman que Cristo entró en su gloria (cf. 24,26) y
que de hecho él es el Salvador, capaz otorgar la salvación prometida a malhechor crucificado.

Subrayemos una vez más el carácter universal de la salvación revelada y realizada por Jesús.
Su misión se dirige primero al pueblo de Israel (Mt 15,24; cf. 10,6), pero está destinada a
todos los pueblos. Su Evangelio se anuncia en todo el mundo (Mt 24,14; 26,13; cf. Mc 14,9)
y sus discípulos son enviados a todos los pueblos. (Mt 28,19; cf. Lc 24,47). Dios ha enviado
a Jesús como Salvador de toda la humanidad.

3.3. El Evangelio de Juan

87. En este Evangelio encontramos una conexión muy estrecha entre la verdad sobre Dios y
la verdad sobre la salvación de los hombres. Jesús dice en Jn 3,16: “Tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él, no perezca sino que
tenga vida eterna”. Dios manda a su Hijo para salvar a los hombres, pero precisamente con
este envío se da a conocer a sí mismo, revelando su relación con el Hijo y su amor al mundo.
Se determina de este modo para los humanos una correlación intrínseca entre su
conocimiento de Dios y su salvación. De hecho, sobre la vida eterna en que consiste la
salvación plena afirma Jesús: “Esta es la vida eterna:que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”(17,3). El mediador es Jesús, Verbo de Dios e Hijo de
Dios hecho carne (1,14). Él revela al Padre (1,18) y trae la salvación de los hombres; mejor
dicho, revelando al Padre, revela la salvación.

Consideremos ahora el papel de Jesús desde tres aspectos: la relación del Hijo con el Padre;
la relación del Hijo y Salvador con los hombres; el acceso de los hombres a la salvación.
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a. La relación del Hijo con el Padre

88. El rasgo fundamental y más característico de la relación del Hijo con el Padre es su
perfecta unidad. Jesús dice: “Yo y el Padre somos uno” (10,30) y: “El Padre está en mí y yo
en el Padre” (10,38; cf. 17,21.23). Esta unión se expresa como íntimo conocimiento
recíproco y como amor sublime: “El Padre me conoce y yo conozco al Padre”, dice Jesús
(10,15); el Padre ama al Hijo (3,35; 5,20; 10,17; 15,9; 17,23.24.26) y el Hijo ama al Padre
(14,31).

Debemos señalar inmediatamente que la unión, el conocimiento y el amor que caracterizan la


relación entre el Padre y el Hijo son el fundamento y el modelo para la relación entre el Hijo
y los hombres. Jesús ora y pide al Padre: “Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí, y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros” (17,21; cf. 17,22-23). Presentándose a sí
mismo como el Buen Pastor, Jesús dice: “Conozco a mis ovejas, y las mías me conocen,
igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre” (10,14-15). También en relación con el
amor afirma la misma conexión y comunicación: “Como el Padre me ha amado, así os he
amado yo; permaneced en mi amor… Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros
como yo os he amado” (15,9.12; cf. 13,34). El amor del Hijo procede del amor del Padre, y
el amor de los discípulos debe estar enraizado en el amor que ellos han recibido del Hijo y
debe reflejar la cualidad y la intensidad de este amor. El origen de todo es siempre el Padre.
Lo que el Hijo comunica viene del Padre y da a conocer al Padre; no es sólo un don del
Padre, sino también verdad sobre el Padre que se convierte en modelo para la actuación de
los hombres.

La perfecta unión entre el Padre y el Hijo no significa identidad de funciones. El Hijo es


quien recibe todo del Padre; Jesús afirma que del Padre recibe en particular la vida, las obras
y las palabras. Dice: “Porque, igual que el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado también
al Hijo tener vida en sí mismo” (5,26; cf. 6,57). El Hijo depende del Padre también en su
obrar: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre”(5,19).
Jesús afirma además muchas veces que su doctrina y sus palabras proceden del Padre: “El
que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él… Hablo
como el Padre me ha enseñado” (8,26.28; cf. 7,16). Jesús concluye toda su actividad pública
con esta declaración: “Yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me
ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por
tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre” (12,49-50).

La orientación salvífica de esta múltiple dependencia del Hijo respecto del Padre es evidente.
En virtud de la vida que posee en sí mismo y conforme a la voluntad del Padre, el Hijo
resucita a los muertos en el último día (6,39-40). Las palabras que ha oído del Padre son la
doctrina que Jesús comunica a los hombres (cf. 7,16; 17,8.14). Las obras que aprende del
Padre son los signos que constituyen el núcleo de su actividad y que, escritos y transmitidos
en el Evangelio, son la base para la fe de las futuras generaciones (20,30-31). Así resulta
claro que no podemos abordar la relación entre el Padre y el Hijo sin considerar el
significado de dicha relación para la salvación del hombre; es evidente que la relación entre
el Padre y el Hijo posee una cualidad salvífica intrínseca.

Según lo que se ha visto hasta este momento, no es posible separar ni al Padre y al Hijo ni su
íntima relación recíproca, de la obra salvífica del Hijo. En el Evangelio de Juan, Jesús no
habla del Padre prescindiendo del Hijo y, por otro lado, tampoco habla de la salvación
humana prescindiendo de la relación íntima entre el Padre y el Hijo. Dice: “Quien me ha
visto a mí ha visto al Padre” (14,9; cf. 12,45), y: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo
el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna” (6,40). La verdad sobre Dios y la verdad
sobre la salvación humana están estrechamente ligadas entre sí.

b. La relación del Hijo y Salvador con los hombres


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89. Partiendo de lo que hemos constatado, en el Evangelio de Juan encontramos precisiones


ulteriores sobre la obra salvífica del Hijo y, consiguientemente, sobre la salvación humana.
Juan Bautista presenta a Jesús en su primera manifestación pública con las siguientes
palabras: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (1,29; cf. 1,36; Mt
1,21). Los samaritanos comprenden que “él es de verdad el Salvador del mundo” (4,42). En
relación con la obra salvífica de Jesús es fundamental el hecho de que fuera elevado en la
cruz. En la sublime afirmación “Yo soy” revela Jesús de forma eminente la perspectiva
salvífica, en sus distintos aspectos.

Ya en el diálogo con Nicodemo dice: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto
así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15para que todo el que cree en él tenga vida
eterna” (3,14-15). En otro pasaje dice: “Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis
que ‘Yo soy” (8,28); es decir, los hombres comprenderán la verdadera identidad de Jesús
como Hijo de Dios. Sobre sí mismo elevado en la cruz dice igualmente Jesús “Atraeré a
todos hacia mí” (12,32). Él será “el grano de trino” que “cae en la tierra” y, muriendo, “da
mucho fruto” (12,24). Su elevación sobre la tierra es al mismo tiempo su glorificación (cf.
12,23.28; 17,1.5), es decir, la plena revelación, tanto de su amor al Padre que se expresa en la
obediencia al envío y a la voluntad del Padre (14,31; cf. 4,34), como del amor ilimitado que
manifiesta el Padre enviando y entregando a su Hijo para salvar al mundo (3,16). Aceptando
la hora que ha sido determinada por el Padre, Jesús lleva su amor a los suyos “hasta el
extremo”, hasta el final (13,1). Y su última palabra, que precede a su muerte en la cruz, es:
“Está cumplido” (19,30). Muriendo en la cruz, cumplió la obra que el Padre le había
confiado para la salvación de los hombres; reveló, no sólo de palabra, sino también con las
obras, su amor y el amor del Padre hacia los hombres.

Habiendo sido enviado por el Padre y habiéndolo recibido todo del Padre, Jesús revela el
significado salvífico de su persona especialmente en las frases que comienzan con la
afirmación “Yo soy”. Con esta expresión –que debe entenderse a la luz de la revelación de
Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14)–, Jesús expresa que Dios Padre está presente
en su persona y, al mismo tiempo, concreta el efecto salvador de dicha presencia. La locución
“Yo soy” sin ningún complemento la usa Jesús en tres ocasiones: cuando camina sobre las
aguas (6,20), respecto de sí mismo elevado sobre la cruz (8,28) y en el aserto solemne: “En
verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy” (8,58); en estos casos
afirma siempre su presencia salvífica fundada en su perfecta unión con el Padre. En otros
siete casos la expresión “Yo soy” va seguida de un complemento que introduce la referencia
a realidades fundamentales de la vida humana. Sólo podemos aludir brevemente al
significado de las afirmaciones correspondientes.

En la primera Jesús dice: “Yo soy el pan de vida” (6,35.48.51). Es preciso añadir
inmediatamente que el término “vida” aparece de forma explícita en otras dos declaraciones
(11,25; 14,6), y de manera implícita se halla presente en todas. La vida terrena es el bien
fundamental, la base de todos los demás bienes. Jesús revela que la vida eterna, que consiste
en la unión más viva y completa con Dios (cf. 17,3), es el bien más alto, es la salvación
perfecta. La sentencia de Jesús relativa al pan contiene tres afirmaciones dobles: 1. El pan os
mantiene en la vida terrena. De mí recibís la vida eterna. 2. Dependéis del pan (del alimento)
para vivir; sin el pan la vida se acaba. Dependéis de mí para obtener la vida eterna; no podéis
obtener esta vida por vosotros mismos. 3. Para poder vivir debéis comer el pan; quien no
come muere. Para poseer la vida eterna debéis creer en mí; quien no cree perece.

Las otras afirmaciones con las que Jesús define la naturaleza de su persona se estructuran de
forma parecida a la que acabamos de describir y coinciden con ella en cuanto a su significado
salvífico. Con frecuencia se relacionan con uno de los signos de Jesús y/o se encuentran en el
marco de una instrucción extensa; el contexto aclara el significado.

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La siguiente afirmación es: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (8,12; cf. 9,5; 12,35). Caminar en tinieblas, sin luz
es muy peligroso. Jesús conoce la verdadera meta (cf. 8,14), el Padre; él busca el camino
justo y lo muestra a los discípulos. Con la frase siguiente, “Yo soy la puerta” (10,7.9), Jesús
dice que Él es el verdadero acceso hacia las ovejas (10,7): los verdaderos y auténticos
pastores del pueblo de Dios son solo las personas a las que Jesús ha encargado de serlo y que
vienen en su nombre (cf. 21,15-17). Jesús es además la puerta para las ovejas: solo por
medio de él encuentran los fieles un alimento bueno y abundante para tener vida en plenitud
(10,10). Al mismo ámbito parabólico pertenece la otra afirmación de Jesús: “Yo soy el buen
pastor” (10,11.14); en ella se resalta el cuidado solícito de Jesús por los suyos, el cual llega
hasta entregar la propia vida y se caracteriza por una familiaridad recíproca (10,14-18).

La frase “Yo soy la resurrección y la vida” (11,25) expresa el papel de Jesús en orden a la
superación de la muerte. Después de ella dice Jesús: “Yo soy el camino y la verdad y la vida.
Nadie va al Padre sino por mí” (14,6). En esta afirmación se expresa sintéticamente el papel
de Jesús para acceder a Dios Padre, que es la única fuente de salvación y de vida; se afirma
su papel para llegar al Padre, para conocer al Padre, para participar en la vida del Padre.

La última afirmación, “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (15,5; cf. 15,1), resume de
algún modo la relación entre Jesús y los hombres: los sarmientos sólo pueden vivir y dar
fruto si permanecen en la vid. La pregunta: “¿Qué deben hacer entonces los hombres para
estar unidos a Jesús”? nos lleva a la consideración que abordamos en el punto siguiente.

c. El acceso de los hombres a la salvación

90. Además de la imagen de la vid, Jesús señala dos formas de unión con él (sus palabras y
su amor): “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros…” (15,7), y:
“Permaneced en mi amor” (15,9). Las palabras de Jesús comprenden toda la revelación que
él ha traído. Tienen su origen en el Padre (cf. 14,10; 17,8) y permanecen en el que las acepta
creyendo en Jesús (cf. 12,44-50). Éste es el núcleo de la fe: “Creedme: yo estoy en el Padre y
el Padre en mí”(14,11). Por otra parte, en el amor de Jesús se permanece acogiéndolo con
gratitud viva y teniendo confianza total en él; pero también, observando su mandamiento:
“Que os améis unos a otros como yo os he amado” (15,12; cf. 13,34). Creer en Jesús, en sus
palabras y en su amor, y amar a los otros son la forma de permanecer en él, de mantener la
unión con él, que es la vid, es decir, la fuente de toda vida y salvación (cf. 1 Jn 3,23).

Precisamente en el contexto de la última frase “Yo soy”, afirma Jesús: “A vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (15,15). Su relación
con los discípulos se corresponde con su relación con el Padre y es de naturaleza
perfectamente persona, familiar y cordial. Permanecer en esta relación con Jesús constituye
la vida eterna, la salvación revelada por Jesús. Con qué intensidad desea Jesús esa unión lo
manifiesta al final de su gran oración al Padre; del “ruego” (17,9.15.20) pasa al singular e
inaudito “este es mi deseo”, diciendo: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado
estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas,
antes de la fundación del mundo” (17,24).

Así, pues, en el Evangelio de Juan se manifiesta de modo especial el hecho de que la


revelación de Dios se concentre en Dios mismo y en la salvación humana (cf. Dei Verbum 2).

3.4. Las cartas del Apóstol Pablo

91. Los escritos de Pablo son los más antiguos del Nuevo Testamento; refieren la verdad que
Dios ha revelado a Israel y que, con el envío del Hijo de Dios, Jesucristo, ha sido llevada a
cumplimiento y anunciada más allá de los límites del pueblo elegido, de modo que “no hay
griego ni judío” (Gal 3,28). A diferencia de los Evangelios, todos los cuales son posteriores a
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su epistolario, Pablo no considera tanto el pasado cuanto la actuación y el futuro de la vida en


Cristo de las comunidades cristianas, fundadas por él o por otros, pero unidas todas por la
misma respuesta de fe y de amor.

Los recuerdos de Jesús que se pueden encontrar en sus cartas son bastante escasos. Conviene
señalar además que en sus escritos se hallan ausentes los títulos que atribuyen los
evangelistas al Jesús terreno (maestro, rabbí, profeta, hijo de David, Hijo del hombre),
mientras que prevalecen los que se refieren directamente al Resucitado, tales como Señor (Fil
2,11), Cristo (con la tendencia a emplearlo como nombre propio de Jesús: cf. Rm 5,6.8; etc.),
Hijo de Dios (Rm 1,4; Gal 4,4; etc.), imagen de Dios (2 Cor 4,4) y otros. El interés personal
y pastoral de Pablo se concentran de forma casi exclusiva en la muerte y la resurrección del
Señor y en los efectos salvíficos que proceden de ellas. El Apóstol vive “en la fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Por ello se enfrenta encarnecidamente
con quienes deforman esta “verdad del Evangelio” (Gal 2,5), y se opone incluso a “Cefas”
(Gal 2,11). En cierto sentido Pablo comienza donde terminan los Evangelios.

Expondremos el testimonio de Pablo sobre Dios y sobre la salvación humana en cuatro


pasos: a) Pablo conoce la revelación por su propia vocación y por la tradición de la iglesia; b)
Dios se revela en Cristo crucificado y resucitado; c) la salvación se recibe y se vive en la
Iglesia, Cuerpo de Cristo; d) la plenitud de la salvación consiste en la resurrección con
Cristo.

a. Pablo conoce la revelación por su propia vocación y por la tradición de la Iglesia

92. Enlazando su particular vocación con cuanto se predicaba y se vivía ya en la iglesia, que
antes él había perseguido ferozmente (1 Cor 15,9; Gal 1,13; Fil 3,6), Pablo se sitúa en
continuidad con la tradición y con la fe común de las Iglesias. Consciente de la comunicación
singular, recibida personalmente, de la verdad del Evangelio (Gal 1,11-17; 1 Cor 15,8),
siente, sin embargo, la necesidad de vincularla con las demás comunidades cristianas. La
relación de Pablo con los creyentes en Cristo no es sólo la de un padre que da (1 Cor 4,15;
Gal 4,19), sino también y sobre todo, la de quien tiene una deuda con los predecesores, de los
que recibe el apretón de manos (Gal 2,9). Entre Jesús y la actividad apostólica de Pablo
transcurrieron unos veinte años de vida eclesial, que se desarrolló en Jerusalén, en Samaría,
en Damasco y en Antioquia de Siria. Fue en este período cuando la fe se consolidó cada vez
más profundamente en la mente y en el corazón de los primeros cristianos, configurándose
muy pronto en su original identidad, si bien con aclaraciones sucesivas. Pablo es deudor
también de este desarrollo y de estas Iglesias. Consiguientemente, después de haber insistido
fuertemente en el hecho de que la llamada que le fue dirigida directamente por Cristo era
suficiente para autentificar su Evangelio, sin tener que esperar la aprobación de los apóstoles
anteriores a él (Gal 1,11–17), siente, sin embargo, la urgencia de vincular la revelación
recibida por él con la herencia común visitando a Cefas (Gal 1,18) y confrontando su
predicación “no fuera que caminara o hubiera caminado en vano” (Gal 2,2). Igualmente, aun
resaltando la supremacía de su trabajo apostólico (“he trabajado más que todos ellos”, 1 Cor
15,10), Pablo se apresura a declarar: “tanto yo como ellos predicamos así, y así lo creísteis
vosotros.” (1 Cor 15,11).

Por ello rechaza cualquier forma de separatismo local que se aparte de las otras Iglesias, y
pregunta a los Corintios: “¿O es que ha salido la palabra de Dios de entre vosotros o ha
llegado sólo a vosotros?” (1 Cor 14,36). En esta Iglesia hay muchas divisiones: grupúsculos
que, incluso polémicamente, se remiten a diversas personalidades eclesiales (cap. 1–4);
celebraciones de tinte “clasista” de la misma Cena del Señor (1 Cor 11,17–34); emulaciones
por los carismas más aparentes (cap. 12–14). Tal situación de división explica el amplio
alcance del saludo inicial de Pablo: “A la Iglesia de Dios en Corinto, a los… llamados santos,
con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de
ellos y nuestro”. Precisamente a esta comunidad, amenazada por tantos peligros de
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disgregación, la exhorta Pablo a recordar los muchos importantes factores de unidad: Cristo
indiviso (1,13); el bautismo en un solo Espíritu (12,13); la eucaristía (10,14-17; 11,23-34); el
amor (8,1; 13; 16,24).

b. Dios se revela en Cristo crucificado y resucitado

93. La muerte del Hijo de Dios en la cruz es el corazón de la verdad revelada que Pablo
anuncia (1 Cor 2,1-2). Es “el mensaje de la cruz” (1 Cor 1,18), que se opone a las
pretensiones de judíos y griegos (1,22-23). A la jactancia de los griegos, orgullosos de su
“sabiduría” él contrapone la “locura” de la cruz (1,23). Pablo reacciona igualmente al
legalismo de los Gálatas: nada se puede añadir a Cristo, ni siquiera la ley que Dios ha dado
como elemento preparatorio y que Cristo ha cumplido y superado.

Sorprende, ciertamente que, para oponerse a la autosuficiencia de los Corintios, Pablo no


recurra a la resurrección, que habría contrarrestado maravillosamente el escándalo de la cruz.
Aunque la resurrección tenga una importancia única en su Evangelio (la predicación y la fe
son vanas sin la resurrección: 1 Cor 15,14), contra el triunfalismo de los corintios, Pablo
quiso recordar que no se llega a la pascua sin pasar primero por el Gólgota. Es preciso
constatar que, hablando del crucificado, usa el participio perfecto (estauroménos: 1,23; 2,2;
Gal 3,1), señalando así hasta qué punto Cristo, aunque ya glorificado, sigue siendo también
el crucificado. Así, pues, es evidente que Dios se manifiesta definitivamente mediante el
escándalo de la cruz de Cristo, mostrándose como Dios de gracia, que prefiere los débiles,
los pecadores, los alejados. Dios actúa y está presente allí donde uno no podría imaginarlo:
en Jesús de Nazaret condenado a una muerte de cruz.

Pero “la muerte ya no tiene dominio sobre él” (Rm 6,9). Aquí debemos notar además que
Pablo no presenta nunca la resurrección como un hecho independiente de la cruz. Entre el
crucificado y el resucitado hay una identidad absoluta, es decir, no se interrumpe la
continuidad entre el que “se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una
muerte de cruz”, y aquel a quien “Dios exaltó y le concedió un nombre sobre todo nombre”,
es decir, el nombre de “Señor” (Kyrios: Flp 2,8-9.11). Si se mirara solo al crucificado, no se
encontraría ninguna diferencia entre Jesús y los otros dos malhechores que fueron
condenados junto con él, ni siquiera con el heroico crucificado Espartaco. Por otro lado, si se
tuviera en cuenta solo al resucitado, se acabaría en una religión abstracta, alienante, que se
olvidaría de la vía (crucis) que es preciso recorrer antes de llegar a la gloria. En cualquier
caso, fue el encuentro con Cristo vencedor de la muerte lo que hizo que Pablo entendiera la
vitalidad del crucificado, y no al revés. Esto ha sido posible tanto por la experiencia personal
del Apóstol (Gal 1,15-16; 1 Cor 9,1; 15,8), como por la mediación de la Iglesia (1 Cor 11,23;
15,3: “Porque yo os transmití… lo que también yo recibí”).

c. La salvación se recibe y se vive en la Iglesia, cuerpo de Cristo

94. La armonía fundamental y singular entre diversidad y unidad en las comunidades


cristianas ha impulsado a Pablo servirse de la metáfora del “cuerpo” para profundizar los
misterios de la Iglesia de Cristo. Se trata de una consideración exclusivamente paulina en el
Nuevo Testamento (1 Cor 12,12-27; Rm 12,4-5). En la carta a los Colosenses (1,18.22.24;
2,9-19) y en Efesios (2,15-16; 4,4.12-16; 5,28-33), que muchos estudiosos atribuyen a una
“escuela paulina”, la metáfora es objeto de un amplio desarrollo.

Hablando de los cristianos como “Cuerpo de Cristo”, Pablo va más allá de la simple
comparación: los miembros de Cristo constituyen una sola cosa con él; la Iglesia es cuerpo
“en él”. Esta no es fruto de la suma de los individuos y de su colaboración, ya que existe
antes de que cada uno de los miembros se agreguen a ella. Por la misma razón tampoco el
resultado es algo neutro (hen), sino personal (heis): “No hay judío y griego, esclavo y libre,
hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno(heis) en Cristo Jesús” (Gal 3,28).
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Este pasaje enseña que “todos nosotros… hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para
formar un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Casi preanunciando el uso de dicha metáfora, Pablo
había señalado ya la fuente originaria de esta unidad: “Hay diversidad de carismas, pero un
mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de
actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12,4-6). De este modo se
subraya hasta qué punto las diferencias, armonizadas en unidad en la Iglesia, reflejan la
unidad divina originaria, en la que se hallan enraizadas. Lo da a entender igualmente la
preciosa bendición final de 2 Cor 13,13: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos vosotros”. Este augurio de Pablo no
comienza hablando de Dios Padre, sino de Jesucristo, porque sólo él nos ha introducido en el
misterio trinitario (Rm 8,39). Finalmente, debemos notar así mismo el papel de crear
comunión que se atribuye al Espíritu Santo, porque corresponde a él realizar la obra de la
salvación a través de los siglos: “Para que la bendición de Abrahán alcanzase a los gentiles
en Cristo Jesús, y para que recibiéramos por la fe la promesa del Espíritu” (Gal 3,14). Así
todos han sido embebidos del mismo Espíritu (1 Cor 12,13), y forman una comunidad
fraterna, diversificada pero unánime. El don inestimable de esta unidad, que ha superado
incluso la antigua división entre “judío y griego” (Rm 10,12; 1 Cor 1,24; 12,13; Gal 3,28),
obliga a caminar “en una vida nueva” (Rm 6, 4), “en la novedad del Espíritu” (Rm 7,6) de
modo que, “si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha
comenzado lo nuevo” (2 Cor 5,17).

d. La plenitud de la salvación consiste en la resurrección con Cristo

95. La unión con Cristo, que se vive junto a los demás creyentes en el cuerpo de Cristo que
es la Iglesia, no se limita a la vida terrena; es más, Pablo afirma: “Si hemos puesto nuestra
esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad” (1
Cor 15,19). En el capítulo más extenso de todas sus cartas (1 Cor 15,1-58), trata de fundar y
de explicar la resurrección de los cristianos, que deriva de la resurrección de Cristo. En dicho
contexto dice con fuerza: “Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que
han muerto… En Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15,20.22). La fe en la resurrección
con Cristo, en la comunión eterna con él y con el Padre, constituye el fundamento y el
horizonte de la predicación de Pablo. Influye profundamente en su vida terrena actual, hace
capaces de soportar las dificultades y las penas, sabiendo que el “esfuerzo no será vano en el
Señor” (1 Cor 15,58). En su carta más antigua el Apóstol explica a los tesalonicenses: “Dios
llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto” (1 Ts 4,14); y esto, “para que no os
aflijáis como los que no tienen esperanza” (1 Ts 4,13).

Pablo no ofrece ninguna descripción de esa vida, sino que afirma simplemente: “Estaremos
siempre con el Señor” (1 Ts 4,17; cf. 2 Cor 5,8). Reconoce en esta fe y en esta esperanza una
gran fuerza de estímulo y de consuelo y, al final del pasaje, dice a los cristianos de
Tesalónica: “Consolaos, pues, mutuamente, con estas palabras” (1 Ts 4,18). Considerando su
propia muerte, Pablo afirma: “Deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor”
(Fil 1,23). Estar con Cristo, que está con el Padre; es decir, la definitiva y perfecta comunión
de vida con Él y, en Él, con todos los miembros de su Cuerpo, se presenta como la plenitud
de la salvación (cf. 1 Cor 15,28; anche Jn 17,3.24).

3.5. El Apocalipsis

a. Introducción: una verdad revelada, particular y sugestiva

96. La verdad revelada que se contiene en el mensaje del Apocalipsis se presenta como la
“revelación de Jesucristo que Dios le encargó” (Ap 1,1). A lo largo del libro esta verdad
revelada, entregada por Dios Padre a Jesucristo, se precisa gradualmente como una iniciativa,
un proyecto creador y salvífico, que, nacido en la intimidad de Dios, se realiza luego fuera de
Dios, al nivel del hombre. La realización del proyecto la llevan a cabo Dios mismo,
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Jesucristo, la Palabra inspirada por Dios. Podemos dar un nombre específico al objeto de este
proyecto creador-salvífico: se trata del Reino de Dios, que, ideado por Dios, abraza todo el
universo creado y se desarrolla en la historia del hombre por medio de Cristo y de los
cristianos, hasta alcanzar su culmen escatológico, impulsado y conducido por la Palabra de
Cristo, en la maravilla de de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21,1 – 22,5).

El desarrollo del Reino de Dios en la historia se lleva a cabo de forma dialéctica: hay una
oposición radical, que se convierte en lucha encarnizada, entre el “sistema de Cristo” que
incluye a Jesucristo y sus seguidores y el “sistema terreno” del mal, inspirado y activado por
lo Demoníaco, el cual pretende realizar su propio antirreino, opuesto al Reino de Dios. La
lucha se concluirá, al final, con la desaparición definitiva de todos los protagonistas del mal y
la actualización plena del Reino de Dios en el ámbito definitivo de “un cielo nuevo y una
tierra nueva” (Ap 21,1), cuando una voz salida del trono del Reino de Dios declare
solemnemente: “He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos
serán sus pueblos, y el ‘Dios con ellos’ será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y
ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido”(Ap 21,3-
4). Es la presentación más hermosa del Reino de Dios realizado.

Pero el sentido agudo que tiene el autor del Apocalipsis del hombre concreto en general y,
específicamente, de las grandes dificultades que halla el cristiano frente a las iniciativas
hostiles del “sistema terrestre”, lo impulsan a resaltar, pensando en el Reino de Dios, la
certeza de su plena actualización. El Reino se realizará en la tierra, en la zona del hombre,
con toda la plenitud con que fue proyectado en el nivel altísimo de Dios.

Nos encontramos así con el Reino de Dios considerado, por una parte, en el conjunto de su
contenido global y, por otra, seguido y escrutado en su formación concreta. Los dos aspectos,
unidos, se suman, ofreciendo un panorama cautivador y unitario del Reino de Dios y de su
desarrollo. Esta es la verdad revelada típica del Apocalipsis, que ahora pasamos a considerar
en detalle.

b. La verdad global: el Reino de Dios realizado por el proyecto creador y salvífico

97. Los primeras referencias al Reino que encontramos ya al comienzo del libro nos ofrecen
un escenario iluminador: dirigiéndose a Jesucristo Crucificado y Resucitado, al que percibe
como presente y cercano, la asamblea litúrgica, con un impulso de conmovida gratitud,
expresa su agradecimiento por los dones que de él ha recibido: “Al que nos ama, y nos ha
librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su
Padre. A Él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (1,5-6). Alcanzado por el
amor de Jesucristo, el cristiano se reconoce como constituido por él Reino de Dios en Cristo.
Es un Reino en desarrollo y en proceso, no ciertamente concluido, pero ya iniciado: entre el
cristiano y Jesucristo hay una pertenencia recíproca de amor, con una responsabilidad
sacerdotal para el cristiano que lo hace mediador entre Dios, Cristo y la realidad humana.

Pero incluso antes de esta declaración de la asamblea litúrgica encontramos una referencia al
Reino en un sentido opuesto. Impartiendo la bendición trinitaria a la asamblea, Juan añade:
“… y de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los
reyes de la tierra”. Junto a la de Dios y de Cristo surge una realeza antagonista: los “reyes de
la tierra” se refieren en el Apocalipsis (cf. Ap 6,15; 17,2; 18,3.9; 19,19) a los centros de
poder característicos del “sistema terrestre”, opuesto al Reino de Dios. Entre los cristianos,
que ya pertenecen al Reino de Dios, y el anti-reino del mal surge una oposición que los
llevará a compartir y a flanquear, en cuanto sacerdotes suyos, la oposición vencedora propia
de Cristo-Cordero (cf. Ap 5,6-10).

De hecho, gestionar el desarrollo del Reino de Dios en la historia es propio de Cristo-


Cordero. Presentado solemnemente con un término tomado del Cuarto Evangelio (cf. Jn
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1,29.36), como Cordero, añade, a la capacidad de “quitar el pecado del mundo” (cf. Jn 1,29),
la energía que le permite vencer y eliminar todo el mal realizado por lo demoníaco y,
positivamente, compartir con todos los hombres que quieran pertenecerle el Espíritu Santo
del que es portador (cf. Ap 5,6). El Padre celestial le confía solemnemente todo el proyecto
creador y salvador del Reino (cf. Ap 5,7). Y será Él quien guíe como a sacerdotes
mediadores suyos a todos aquellos a quienes ha constituido como Reino. El acuerdo de amor
que ha unido entre sí a Jesucristo y a los cristianos que se adhieren a Él como su reino
iniciado, crece y se desarrolla a medida que aumente su colaboración.

El autor del Apocalipsis tiende a resaltar al máximo este acuerdo de amor, colocándolo, de
acuerdo con su estilo característico, en el esquema humano del amor entre dos enamorados.
Entre Jesús y los que participan de su Reino se establece así una reciprocidad que tiene la
frescura, la radicalidad, la fuerza arrolladora y la ternura del “primer amor” (cf. Ap 2,4-5), un
“amor celoso” (Ap 3,19). Y Jescristo lo exige de modo absoluto (cf. Ap 2,4-5). Se percibe
que el Reino de Dios que está llamado a construir deberá ser un reino de amor.

El acuerdo de amor recíproco entre Jesús y los suyos se desarrolla en paralelo a su


colaboración en superar el mal y establecer el bien, tendiendo a un máximo de realización,
logrado el cual, los cristianos pasarán, en su amor con Jesucristo, del noviazgo a la
nupcialidad. Trasladándose del plano actual de conflicto entre el “sistema de Cristo” y el
“sistema terreno”, al plano del cumplimiento final, el autor vislumbra, con alegría exultante,
la realización plena del Reino de Dios y una voz celestial que le dice: “Ahora se ha
establecido la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios Dios y la potestad de su Cristo”
(Ap 12,10). Aun advirtiendo agudamente la presión turbadora del mal –de la cual hablará
explícitamente–, el Apocalipsis insiste en esta conclusión positiva de la historia. La idea del
Reino de Dios realizado lo cautiva y, en la que es una de sus doxologías más hermosas (cf.
19,1-9) se expresa en términos entusiásticos: “Aleluya. Porque reina el Señor, nuestro Dios,
dueño de todo, alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su
esposa se ha embellecido, y se le ha concedido vestirse de lino resplandeciente y puro –el
lino son las buenas obras de los santos–” (Ap 19,6-8). Con las “buenas obras” de su
colaboración con Cristo, los cristianos son contemplados como la joven que se confecciona
el traje de novia. Las “bodas del Cordero” tendrán lugar cuando, en virtud del compromiso
conjunto de Jesucristo y los suyos, desaparezca todo el mal del mundo y todos los que hagan
el mal hayan sido aniquilados, y el compromiso de Cristo y de los suyos comunique a todos
la novedad de Cristo. Los cristianos, preparados por el toque de Dios, podrán amar entonces
a Jesucristo como Cristo los ha amado y los ama. La “novia” se convertirá en “esposa”.

Es la maravilla de la Nueva Jerusalén, del Reino de Dios ya realizado. Concluido ya su


compromiso en el advenimiento del Reino de Dios, los cristianos formarán parte de él
plenamente y gozarán de él en su totalidad. Nos lo dice la espléndida página conclusiva (cf.
Ap 22,1-5): en la plaza central de la Nueva Jerusalén hay un solo trono, el “de Dios y del
Cordero” (Ap 22,1c); del trono surge un “un río de agua de vida, reluciente como el cristal”
(Ap 22,1ab), símbolo del Espíritu Santo. El río corre haciendo nacer y crecer un “árbol de
vida” (Ap 22,2c), no ya como planta única (cf. Ap 2,7 e Gén 2,9; 3,22.24), sino como un
bosque de vida “a un lado y otro del río” (Ap 22,2b). Dada la implicación conjunta de Dios
Padre, del Hijo y del Espíritu, podríamos decir que se da una “inundación trinitaria” de vida
y de amor al infinitivo, que alcanza a los hombres. Y estos, felices de ser plenamente reino y,
como consecuencia de ello, de poder amar sin límites, no tendrán ya necesidad “de luz de
lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los
siglos” (Ap 22,5). He aquí el gran proyecto del Reino de Dios realizado.

c. La profundización de la verdad global a través de la “veracidad”

98. La gran verdad revelada del Apocalipsis, concentrada en el Reino de Dios, se recorre e
investiga más profundamente en las diez repeticiones típicas del término “veraz”.
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Relacionadas como están con la verdad revelada del Reino de Dios, ilustran y subrayan la
relación de suma coherencia que se sigue entre el proyecto considerado dentro de Dios, en la
intimidad divina, y su realización fuera de Dios, en el ámbito concreto de la historia humana.
Llegados a este punto, despega la esperanza del cristiano en camino. Pese a toda la presión
exasperante del mal, el Reino “de nuestro Dios y la potestad de su Cristo” (Ap 12,10), lejos
de ser un sueño que se desvanece, aparecerán en su realidad total.

La veracidad de Dios Padre

La primera de las cuatro atribuciones del término “veraz” a Dios Padre se refiere a él
personalmente. Los mártires, que se encuentran ya en contacto directo con Dios, constatando
la presencia persistente del mal en el mundo, dirigen a Dios una pregunta crucial y cargada
de emotividad, gritando en voz alta: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin
hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?” (Ap 6,10-11). Los
mártires, contemplando a Dios directamente, perciben la omnipotencia absoluta que lo hace
“soberano” de todo; ven a Dios “santo” y, en cuanto tal, contrapuesto radicalmente al mal y
con el impulso irresistible a eliminarlo; ven a Dios “veraz”, con una coherencia absoluta
entre todo lo que es en sí mismo y su acción en la historia, y le preguntan, turbados, hasta
cuándo se va a retrasar su actuación. Y Dios responde asegurándoles que su actuación para
superar el mal se producirá infaliblemente, pero se realizará de forma gradual de acuerdo con
su plan. Mientras, los mártires reciben inmediatamente una participación directa en la
resurrección de Cristo simbolizada en las “túnicas blancas” (Ap 6,11) que se les entregan.

Lo que estamos viendo se confirma y explicita cuando el término “veraz” se refiere a


aspectos ejecutivos con los que Dios lleva a cabo su proyecto en la historia. Se trata de los
“caminos” (cf. Ap 15,3) y además de los “juicios” valorativos (cf. Ap 16,7; 19,2), que,
poniendo a Dios en contacto con el devenir humano, garantizan, en cuanto “veraces”, la
coherencia suma entre Dios en sí mismo y su actuación.

La veracidad propia de Cristo

99. En el paso de don desde Jesucristo a los hombres, propio del proyecto del Reino de Dios,
se inserta tres veces el término “verdadero”(Ap 3,7.14; 19,9), introduciendo una
comprensión más completa del propio Reino y de su desarrollo.

En el primero de estos usos, Jesús se define como “el santo, el Veraz”, (Ap 3,7), situándose
así al mismo nivel que el Padre, al que los mártires habían gritado: “Santo y veraz” (Ap
6,10). En cuanto “santo”, Jesús posee, como el Padre, la plenitud de la divinidad. Cuando el
Padre y Jesús entran en la historia de los humanos, son calificados de veraces, en el sentido,
ya indicado, de que existe una correspondencia perfecta entre su divinidad y su implicación
en la historia. Su contacto con los hombres, en el gran proyecto de Dios, no se producirá a un
nivel reducido.

Mirando a Jesucristo implicado con los hombres, surge otro aspecto de su presencia en la
concretización de la historia: el testimonio del Padre del que es portador. Como “Palabra
viva” ve directamente al Padre en su inmensidad; como “Palabra encarnada” está en contacto
de adhesión con el hombre, comprendiéndolo hasta el fondo. Su testimonio podrá poner así
al alcance de los hombres, sean como sean y se encuentren donde se encuentren, la riqueza
infinita del Padre, a quien él ve. Al definirse a sí mismo como “el testigo fiel y veraz” (Ap
3,14), subraya que su testimonio “fiel” se corresponde completamente con la riqueza infinita
del Padre y está al mismo tiempo en un contacto de adhesión con el hombre. Además, con el
calificativo de “veraz” se explicita que Jesucristo compromete en su testimonio la plenitud de
su divinidad y de su humanidad. La riqueza infinita del Padre que se nos revela, así, en
Jesucristo da cuerpo y espesor a la verdad revelada del gran proyecto del Reino. La revela y
la da.
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En el contexto vivaz en el que contempla a Cristo y a los suyos comprometidos, frente al


sistema terrestre, en extirpar el mal e implantar el bien, se afirma, hablando de Cristo, que
“se llama fiel y veraz” (Ap 19,11), con lo cual se expresa su fidelidad al proyecto del Padre y
el compromiso total, de su divinidad y su humanidad, en realizarlo. Se señalan y acentúan
algunos aspectos de esta veracidad: su móvil es un amor abrasador (“los ojos […] llama de
fuego”: Ap 19,12) hacia el Padre y hacia los hombres; da su vida por cumplir su misión
(lleva un “manto empapado en sangre”: Ap 19,13a); su nombre seguirá siendo desconocido,
y al principio será su secreto (Ap 19,12c). Pero cuando, mediante la palabra que pronuncia
(la “espada aguda” que sale de su boca: Ap 19,15), imprima una impronta de sí mismo en
cuantos lo acojan, entonces será reconocido su nombre y será “llamado” públicamente “el
Verbo de Dios” (Ap 19,13b). Ese “Verbo de Dios” por excelencia y viviente, que Jesucristo
lleva dentro de sí y con el que coincide en cuanto logos encarnado (cf. Jn 1,1.14), transmitido
a través de la palabra dirigida a los hombres, será como impreso en todos los hombres que lo
acogen, otorgándoles su novedad cristológica. Al final, todo será configurado en él, Palabra
entregada.

La veracidad de las palabras inspiradas e inspiradoras

100. En el primero de los tres usos de veraz aplicado a las palabras (Ap 19,9), el Ángel
intérprete que sigue a Juan se expresa en estos términos: “Estas palabras verdaderas son de
Dios”. Las palabras inspiradas que encontramos en el Apocalipsis son todas, en su raíz,
palabras propias de Dios, pasan y se condensan en Jesucristo, Palabra viviente de Dios; desde
Jesucristo y por mediación del Espíritu se irradian hacia los hombres y los alcanzan. Son
llamadas “verdaderas” porque son capaces de llevar y de aplicar al hombre que las acoge
toda la riqueza de Cristo y de Dios de la que son portadoras.

El segundo uso tiene una formulación literaria más compleja. En el texto correspondiente se
alternan una intervención directa de Dios, una continuación del discurso por parte del ángel
intérprete y, una vez más, una intervención de Dios que concluye: “Y dijo el que está sentado
en el trono: ‘Mira, hago nuevas todas las cosas’. Y dijo (el ángel intérprete): ‘Escribe: estas
palabras son fieles y verdaderas’. Y me dijo (Dios sentado en el trono): ‘Hecho está. Yo soy
el Alfa y la Omega, el principio y el fin…’”(Ap 21,5-6). La afirmación solemne que hace
Dios, a quien se presenta “sentado en el trono” y que es contemplado como el principio
determinante de todo el desarrollo de la verdad revelada, de todo el devenir del Reino,
manifiesta el objetivo constante que lo mueve: quiere imprimir en todas las cosas,
comenzando por el hombre, la novedad de Cristo. La reanudación del discurso que el ángel
intérprete dirige a Juan subraya el valor de lo que se pondrá por escrito: todas “estas
palabras” de Dios (cf. Ap 19,9), comenzando por las que acaba de pronunciar, son “fieles”,
es decir, corresponden adecuadamente al objetivo de Dios, que las destina al hombre a través
de Jesucristo. Puesto que tienen, además, un contenido dinámico plenamente coherente con
las exigencias de Dios y las aspiraciones del hombre, se dice de ellas que son “verdaderas”,
pues son portadoras de toda la “novedad” de Cristo y capaces de comunicarla.

Alcanzada la meta escatológica, las palabras de Dios presentes en el Apocalipsis podrán


considerarse “realizadas”. El hecho lo afirma solemnemente Dios, tan cercano a la historia
del hombre que coincide casi con el principio y con el fin de la misma. En el arco temporal
que va desde el “alfa” a la “omega”, del “principio” al “cumplimiento”, se sitúan las palabras
de Dios “en su devenir”: se hacen realidad e irradian dinámicamente su contenido
cristológico. Y a través de estas palabras que se hacen realidad, Dios hace “nuevas todas las
cosas”.

El tercer uso de veraz/verdadero en relación con las palabras inspiradas se halla en la última
página del libro. Una vez más el ángel intérprete declara a la asamblea litúrgica que escucha:
“Estas palabras son fieles y veraces” (Ap 22,6). Al significado de una plena correspondencia
de las mismas con el objetivo de Dios y de un compromiso total, también por parte de Dios,
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de poner su divinidad, por medio de Cristo, al servicio del hombre, se añade aquí la
referencia al libro que se acaba de leer a la asamblea. Las palabras inspiradas, acogidas
debidamente, se convierten en palabras inspiradoras en quien las acoge, instalando en él a
Cristo, la novedad que renueva, del que son portadoras.

De este modo se cierra el círculo. Partiendo de Dios Padre, todo pasa a Jesucristo, Palabra
viva del Padre. Jesucristo, Palabra viva, se hace palabra enviada y dada: es decir, una palabra
que parte de él mismo como contenido, alcanza a los hombres e inserta en ellos su novedad.
Del nivel cristológico que se forma y desarrolla así en los hombres al constituir en ellos
gradualmente una unidad inefable con Jesucristo, Palabra viva, se alcanza el Padre celestial.

4. Conclusión

101. El lector de la Sagrada Escritura no puede menos de quedar impresionado por el modo
en que textos tan diversos por su forma literaria y su contexto histórico han sido reunidos en
un solo Canon, y manifiestan una verdad armónica, que halla su expresión plena en la
persona de Cristo.

a. Los enunciados literarios y teológicos del Antiguo Testamento

El estudio de los diversos conjuntos literarios del Antiguo Testamento ha mostrado la gran
riqueza de la manifestación de Dios en la historia. Las Escrituras dan testimonio de que Dios
quiere entrar en comunicación con la humanidad, asumiendo múltiples mediaciones.

– La misma obra de la creación es el reflejo de la voluntad divina de ser un Dios “para el


hombre”: Dios toma la iniciativa de manifestarse en una obra creadora, de la que el relato
bíblico dice que es “buena” (Gén 1,31), aunque resaltando que esta obra se vio confrontada
inmediatamente con la cuestión del mal (Gén 3,1-24).

– Dios se manifiesta igualmente en la historia singular del pueblo de Israel, con múltiples
intervenciones salvíficas –liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 14), liberación de la
idolatría (Ex 20; Dt 5)– y con el don de la Ley, que educa a Israel para una vida abierta al
amor al prójimo (Lv 19).

– La literatura profética califica la palabra de los profetas de inspirada (introducción a los


libros, fórmula del mensajero, formulas de los oráculos). Los oráculos proféticos expresan
bien las exigencias de Dios reveladas al pueblo en medio de las vicisitudes de la historia,
bien la fidelidad del Señor a pesar de las culpas de Israel.

– La literatura sapiencial, por su parte, refleja los conflictos que pueden plantearse entre las
antiguas culturas que aspiran a la verdad y la revelación específica de la que se benefició
Israel. Un elemento común a las tradiciones sapienciales es que presentan de la sabiduría de
Israel como la expresión por excelencia de la verdad revelada. En particular la sabiduría de
Israel, confrontada con los sistemas filosóficos griegos durante la época helenista, pretendió
proponer un sistema de pensamiento coherente, que subraya el valor moral y teológico de la
Torá y que propuso suscitar la adhesión del corazón y de la inteligencia.

– La literatura hímnica, de modo particular los Salmos, integra el conjunto de las


dimensiones enunciadas precedentemente: el Salterio celebra a Dios creador y salvador, a
Dios presente en la historia, a Dios fuente de verdad, invitando, al mismo tiempo a los
creyentes a una vida fiel, justa y recta.

b. Los enunciados teológicos del Nuevo Testamento

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102. El proyecto que unifica los libros del Nuevo Testamento es el de llevar al lector al
encuentro con Cristo, “revelador del Padre, fuente de salvación y manifestación última de la
verdad. Esta perspectiva común asume pedagogías diversas.

– Los Evangelios sinópticos, cuyos redactores se basan en testimonios históricos directos,


muestran cómo Jesús de Nazaret había “cumplido” el conjunto de las esperanzas de Israel: Él
es el Mesías, erl Hijo de Dios, el mediador de la salvación. Consagrado por el Espíritu Santo,
inaugura los tiempos nuevos con su muerte y resurrección, el Reino de Dios.

– El Evangelio de Juan pone de manifiesto que Cristo es la plenitud de la Palabra de Dios, el


Verbo revelado a los discípulos, que reciben la promesa del don del Espíritu.

– Las cartas de Pablo reivindican la autoridad de un apóstol, que, a partir de su experiencia


personal de Cristo, difunde el Evangelio entre los paganos y, con un vocabulario nuevo,
propone la obra de Cristo a las culturas de su época.

- Según el Apocalipsis Jesús, que recibe y da la palabra inspirada (Ap 1,1), constituye el don
supremo del Padre. Existe una correspondencia absoluta entre el proyecto del Reino que Dios
desea y su actualización verdadera en la historia del hombre a través de Cristo. Cuando todas
las palabras reveladas se hayan realizado, aniquilando el mal que se halla instalado en la
historia e implantando en ella la maravilla de Cristo, Dios declarará solemnemente
refiriéndose a las palabras: “¡Hecho está!” (Ap 21,6).

c. La necesidad de un acercamiento canónico a la Escritura y las modalidades del mismo

103. La Constitución Dogmática Dei Verbum (n. 12) y la exhortación post-sinodal Verbum
Domini (nn. 40-41) señalan que sólo el acercamiento que tenga en cuenta el conjunto
canónico de la Escritura es capaz de permitir que se descubra su pleno sentido teológico y
espiritual. En efecto, cada tradición bíblica debe ser interpretada en su contexto canónico de
enunciación, lo cual permite explicar los nexos diacrónicos y sincrónicos con el conjunto del
Canon. El acercamiento canónico pone así de manifiesto las relaciones entre las tradiciones
del Antiguo Testamento y las del Nuevo.

Más allá de la diversidad descrita en los parágrafos precedentes, el Canon de las Escrituras se
refiere de hecho a una única Verdad, Cristo, a quien el testimonio apostólico reconoce como
Hijo de Dios, revelador del Padre y salvador de los hombres. El conjunto del Canon culmina
con esta afirmación, hacia la cual “tienden”, por así decirlo, todos los elementos que lo
componen. En otras palabras, el Canon de las Escrituras es el contexto de interpretación
adecuado de cada una de las tradiciones que lo componen: al haber sido integrada en el
Canon, cada una de las tradiciones particulares recibe un nuevo contexto de enunciación, que
renueva su sentido.

Esta “lógica canónica” da cuenta de las relaciones que existen entre el Nuevo Testamento y
el Antiguo: las tradiciones neotestamentarias recurren al vocabulario de la “necesidad” y al
del “cumplimiento” (o del “perfeccionamiento”) para expresar el modo en el que la vida y la
obra de Cristo se refieren a las tradiciones del Antiguo Testamento (cf. Mt 26,54; Lc 22,37;
24,44). El contenido de las Escrituras, para que sea verdadero, debe cumplirse
necesariamente, y este cumplimiento se ha realizado plenamente en la vida, muerte y
resurrección de Cristo (Jn 13,18; 19,24; Hch 1,16). La misma persona de Cristo otorga su
sentido último a tradiciones muy distintas: lo vemos, por ejemplo, en el relato del capítulo 24
del Evangelio de Lucas, en el que Jesús en persona muestra cómo su historia individual
ilumina las tradiciones de la Torá, de los profetas y de los Salmos. La persona de Cristo es así
la respuesta a las esperanzas de Israel y cumple la revelación de Dios. Cristo “recapitula” las
principales figuras de la primera alianza y establece un vínculo de unión entre ellas: Él es el
Siervo, el Mesías, el mediador de la nueva alianza, el Salvador.
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Por otro lado, Cristo expresa de manera definitiva e insuperable la verdad que se había
revelado y desplegado progresivamente en tradiciones escritas en el contexto de la primera
alianza. La verdad de Cristo se consigna en las tradiciones neotestamentarias, que vinculan
de manera inseparable el testimonio ocular de los primeros discípulos con la recepción, en el
Espíritu, de aquel testimonio por parte de las primeras comunidades cristianas.

¿En qué consiste esta verdad sobre Dios y sobre la salvación del género humano, que
constituye el centro de la revelación divina y alcanza su última y definitiva expresión en
Jesús? La respuesta a esta pregunta la encontramos en la actuación de Jesús. Él revela al Dios
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Mt 28,19), al Dios que es y vive en sí mismo la
comunión perfecta. Jesús llama a sus discípulos a la comunión de vida consigo en el
seguimiento (Mt 4,18-22) y les encomienda hacer discípulos suyos a gente de todos los
pueblos (Mt 28,19). Expresa, además, su mayor deseo cuando pide al Padre: “Que también
ellos estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria” (Jn 17,24). Esta es la verdad
revelada por y en Jesús: Dios es comunión en sí mismo y Dios ofrece la comunión con él por
medio de su Hijo (cf. Dei Verbum, n. 2). La inspiración, cuyo carácter trinitario hemos
reconocido en los autores del Nuevo Testamento, se presenta como el camino adecuado para
la comunicación de esta verdad. Entre la inspiración y la verdad de la Biblia hay
correspondencia.

De este modo el Canon de las Escrituras permite acceder simultáneamente a la dinámica con
la que Dios se comunica personalmente a los hombres por medio de profetas, escritores
bíblicos, y últimamente en Jesús de Nazaret, y además al proceso por el que las comunidades
acogen, en el Espíritu, esta revelación y consignan por escrito el tenor de la misma.

TERCERA PARTE

LA INTERPRETACIÓN DE LA PALABRA DE DIOS Y SUS DESAFÍOS

1. Introducción

104. Al introducir la sección precedente, referida al testimonio de los escritos bíblicos sobre
la verdad, explicábamos como entiende la Dei Verbum la verdad bíblica y comentábamos en
especial la frase “la verdad que Dios ha querido consignar en las Escrituras Sagradas para
nuestra salvación” (n. 11). Hemos aprendido que la verdad que la Biblia quiere comunicarnos
atañe a Dios mismo y a su proyecto de salvación sobre los seres humanos.

Ahora volvemos a ocuparnos de la verdad de la Sagrada Escritura, pero desde otro punto de
vista. En la Biblia encontramos contradicciones, inexactitudes históricas, narraciones
inverosímiles y, en el Antiguo Testamento, preceptos y comportamientos morales que entran
en conflicto con la enseñanza de Jesús. ¿Cuál es la verdad de estos pasajes bíblicos? No cabe
duda de que nos encontramos con verdaderos desafíos relativos a la interpretación la palabra
de Dios.

La misma Dei Verbum nos ofrece algunas pistas para responder a esta pregunta. El texto
conciliar afirma que la revelación de Dios en la historia de la salvación acontece a través de
hechos y palabras que se complementan recíprocamente (n. 2), pero constata asimismo que
en el Antiguo Testamento encontramos “cosas imperfectas y provisionales” (n. 15). Hace
suya la doctrina de la “condescendencia de la Sabiduría eterna”, que procede de Juan
Cristóstomo (n. 13), aunque, sobre todo, se apela a los “géneros literarios” usuales en la
antigüedad, remitiendo a la Encíclica Divino afflante Spiritu de Pío XII (EB 557-562).

Tenemos que profundizar este último aspecto. También hoy la verdad contenida en una
novela difiere de la de un manual de física; hay diversas modalidades de escribir la historia,
que no siempre es una crónica objetiva; la poesía lírica no expresa lo que se encuentra en un
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poema épico, etc. Lo mismo vale para las literaturas del Próximo Oriente Antiguo y del
mundo helenista. En la Biblia encontramos diversos géneros literarios que estaban en uso en
aquel área cultural: poesía, profecía, narración, dichos escatológicos, parábolas, himnos,
confesiones de fe, etc.; cada uno de ellos tiene su propia forma de presentar la verdad.

El relato de Gén 1–11, las tradiciones sobre los patriarcas y sobre la conquista de la tierra de
Israel, las historias de los reyes hasta el levantamiento de los Macabeos contienen
ciertamente verdades, pero no pretenden proponer una crónica histórica del pueblo de Israel.
En la historia de la salvación el protagonista no es Israel ni los hombres, sino Dios. Los
relatos bíblicos son narraciones teologizadas. Su verdad –que en las secciones precedentes se
ha ilustrado con algunos textos– se deduce de los hechos narrados, pero sobre todo de la
finalidad didáctica, parenética y teológica buscada por el autor que ha recopilado estas
antiguas tradiciones o elaborado el material contenido en los archivos de los escribas, con el
fin de transmitir una intuición profética o sapiencial y comunicar un mensaje decisivo para su
generación.

105. Por otra parte, si es verdad que Dios se revela por medio de “hechos y palabras
intrínsicamente conexos entre sí”, entonces una “historia de la salvación” no existe sin un
núcleo histórico (Dei Verbum, n. 2). Además, si la inspiración abarca el Antiguo y el Nuevo
Testamento “con todas sus partes” (n. 11), no podemos eliminar ningún pasaje de la
narración; el exegeta debe esforzarse por encontrar el valor que tiene cada inciso en el
contexto de todo el relato por medio de los distintos métodos enumerados en el documento
de la Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Chiesa[4].

Si bien un estudio diacrónico de los textos es indispensable para captar las diversas
reinterpretaciones de un oráculo o de un relato original, el verdadero sentido de un pasaje
está unido a su forma última, aceptada en el Canon de la Iglesia. La reinterpretación puede
asumir también la forma de la alegorización de textos más antiguos. En consecuencia, ciertos
relatos o salmos que hablan de exterminios y de odio hacia los enemigos, incluso teniendo en
cuenta la imperfección de la revelación en el Antiguo Testamento, pueden tener un valor
parenético para la generación a la que se dirigen.

Resulta evidente que estas consideraciones no resuelven todas las dificultades; pero también
es innegable que con la expresión “la verdad... para nuestra salvación”, (n. 11) la Dei Verbum
restringe la verdad bíblica a la revelación divina que se refiere a Dios mismo y a la salvación
del género humano. Por otra parte, el subrayado de los géneros literarios ha dado mayor
respiro a la tarea, ya de suyo difícil, de los exegetas. Los ejemplos que siguen pueden ilustrar
este punto.

2. Primer desafío: Problemas históricos

106. Aquí nos ocuparemos únicamente de algunos textos problemáticos, tomados unos del
Antiguo Testamento y otros del Nuevo. Los pasajes son de distinta naturaleza, pero para
todos ellos se plantean, de forma y por razones diferentes, las siguientes preguntas: ¿qué
ocurrió realmente de lo se nos cuenta? ¿En qué medida pueden y quieren los textos atestiguar
hechos realmente ocurridos? ¿Qué pretenden afirmar? La problemática particular de cada
pasaje se mostrará en el párrafo correspondiente.

2.1. El ciclo de Abrahán (Génesis)

La mayoría de los exegetas admite que la redacción final de los relatos patriarcales, de los
del Éxodo, de la conquista y de los Jueces, se llevó a cabo después del exilio en Babilonia,
durante el período persa. Respecto al ciclo de Abrahán, los episodios que han vinculado la
historia de este patriarca con las otras tradiciones patriarcales, en particular mediante relatos
de promesas, son más recientes y van más allá de un horizonte originariamente limitado a
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historias de un clan. Un episodio como el de Gén 15 –esencial para la tesis paulina sobre la
justificación por la fe sola, independientemente de las obras de la ley mosaica (cf. Rm 4)– no
describe los hechos en el modo preciso en que se desarrollaron, como muestra la historia de
su redacción. Pero, si esta es la situación, ¿qué decir entonces del acto de fe del patriarca y de
la argumentación de Pablo, que parece perder el apoyo escriturístico que necesitaba?

Lo primero que se puede decir a propósito de los relatos sobre los Patriarcas (sobre el Éxodo
y sobre la conquista) es que no vienen de la nada. Todo pueblo siente, en efecto, la necesidad
de conocer y de expresar, para sí mismo o para otros, de dónde viene, su procedencia
geográfica y temporal, en otras palabras, su origen. Lo mismo que los pueblos de su entorno,
los israelitas de los siglos V-IV a.C. comenzaron a contar su pasado. Lo hacían en relatos que
retomaban tradiciones antiguas, no sólo para decir que tenían un pasado más o menos rico,
como lo tenían los otros pueblos, sino también para interpretarlo y valorarlo con la ayuda de
su fe.

107. ¿Qué se sabía entonces de Abrahán y de los antepasados? Probablemente que eran
pastores procedentes de Mesopotamia, nómadas que pasaban de un pasto a otro de acuerdo
con las estaciones, las lluvias y la acogida de los pueblos que atravesaban. Los escritores
posteriores al exilio, cuya reflexión se nutría del recuerdo de la deportación y de la
importancia de esta última para la fe de su comunidad, comprendieron que la generación del
exilio había vivido algo similar a la experiencia de los Patriarcas: en efecto, habían perdido
su tierra, sus instituciones políticas y religiosas (el Templo) y habían tenido que ir a una
tierra extranjera y vivir allí como esclavos. Era una situación dramática que los obligaba a
vivir de fe y de esperanza. Habiendo perdido lo que constituye la identidad de un pueblo, es
decir, la tierra y las instituciones patrias, los exiliados habrían tenido que desaparecer; y, pese
a todo, sobrevivieron como pueblo gracias a su fe. Esta experiencia radical alimentó su
oración y su relectura del pasado. Es indudable que, cuando el narrador o narradores bíblicos
describen las promesas divinas y la respuesta de fe del patriarca Abrahán (Gén 15,1-6), no
remiten a hechos cuya transmisión secular habría sido absolutamente segura. Fue más bien su
experiencia de fe la que les permitió escribir del modo en el que lo hicieron, para exponer el
significado global de aquellos hechos e invitar a sus compatriotas a creer en el poder y en la
fidelidad de Dios, que les había permitido a ellos mismos y a sus antepasados pasar por
períodos histórico muchas veces dramáticos. Más que los hechos concretos, cuenta la
interpretación de los mismos, el sentido que emerge en el hoy de la relectura. En realidad, el
significado de un período histórico que había durado varios siglos no se puede entender ni
transcribir bajo la forma de un relato teológico o de un poema hímnico sino con el tiempo.
Desde su fe viva en Dios, los escritores bíblicos meditaron en el hecho de la supervivencia de
su pueblo a través de los siglos, a pesar de tantos peligros morales y las terribles catástrofes a
las que tuvieron que hacer frente, y en el papel que habían tenido Dios y la fe en El para tal
supervivencia; de ello pudieron deducir que las cosas fueron así también en los comienzos de
su historia. Así, pues, no se puede leer Gén 15 como si se tratase de una crónica, sino como
un comportamiento normativo querido por Dios, norma que los escritores bíblicos vivieron
radicalmente y que, de este modo, pudieron transmitir a su generación y a las generaciones
futuras.

En síntesis, para valorar la verdad de los relatos bíblicos antiguos es preciso leerlos como
fueron escritos y como fueron leídos por el propio Pablo: “Todo esto les sucedía [a los
israelitas] alegóricamente y fue escrito para escarmiento nuestro, a quienes nos ha tocado
vivir en la última de las edades”(1 Cor 10,11).

2.2. El paso del mar (Éxodo 14)

108. El relato del paso de los Israelitas a través del mar constituye una parte esencial de las
lecturas prescritas para la celebración cristiana de la noche de Pascua. Dicho relato se basa en
una antigua tradición que recuerda la liberación del pueblo reducido a esclavitud. Esa
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tradición oral, puesta por escrito, fue objeto de múltiples “relecturas” y, por último, fue
insertada en la narración del Éxodo y en la Torá. En este marco la liberación de Israel es
presentada como una nueva creación. Lo mismo que Dios creó el mundo separando el mar
de la tierra seca, así “creó” al pueblo de Israel trazando para él un camino por la tierra seca a
través del mar. Así, pues, el relato une estrechamente una antigua tradición narrativa a una
interpretación teológica basada en la teología de la creación.

La verdad del relato no reside, pues, únicamente en la tradición de la que guarda memoria –
un relato de liberación que conservaba toda su actualidad en el momento del exilio de
Babilonia, cuando el Israel sometido aspiraba a la libertad–, sino además en la interpretación
teológica que lo acompaña. El texto bíblico une, pues, de manera indisoluble, un antiguo
relato, transmitido de generación en generación, y la actualización del mismo que se propuso
más tarde. Esta actualización evoca la situación de los autores de Ex 14 en el momento en
que se compuso el texto. De hecho, junto a la teología de la creación, el relato desarrolla una
teología de la salvación, presentando al Dios de Israel como el salvador que libra al pueblo
de la opresión y a Moisés como el personaje profético que invita al pueblo a tener confianza
en el poder salvífico de su Dios: “No temáis; estad firmes y veréis la victoria que el Señor os
va a conceder hoy” (Ex 14,13). Lo mismo que el Señor supo proteger a su pueblo en los
tiempos antiguos, de igual modo, en cualquier situación, es capaz de custodiarlo y otorgarle
la salvación. El relato del Éxodo no tiene el objetivo primero de transmitir la crónica de los
eventos antiguos según la modalidad de un documento de archivo, sino más bien el de hacer
memoria de una tradición que sigue dando testimonio de que, hoy como ayer, Dios está
presente junto a su pueblo para salvarlo.

Esta experiencia y esta esperanza de salvación, expresadas en el relato de Ex 14, tienen


además una traducción litúrgica en el relato de la Pascua (Ex 12,1-13,16) que lo precede. La
liturgia cristiana de la vigilia pascual muestra como el relato de Ex 14 alcanza su
“cumplimiento” en Jesucristo, en cuya resurrección el Dios Creador y Salvador se ha
manifestado a su pueblo de forma definitiva e insuperable.

2.3. Los libros de Tobías y de Jonás

109. El libro de Tobías no forma parte de la Biblia hebrea, sino de la griega; el decreto del
Concilio de Trento sobre el Canon lo incluye entre los libros históricos del Antiguo
Testamento (D-S 1502). El libro de Jonás, por el contrario, se encuentra entre los Doce
Profetas (también llamados “Profetas menores”) de la Biblia hebrea. Ambos libros cuentan
una serie de hechos sobre los cuales podemos preguntarnos si realmente ocurrieron.

2.3.1. El libro de Tobías

La muerte de siete maridos de una misma mujer antes de consumar el matrimonio (3,8-17) es
un hecho tan inverosímil que, por sí mismo, indica al lector que la narración es una ficción
literaria. Lo cual explica, por otra parte, los numerosos anacronismos: el padre del
protagonista se presenta como uno de los israelitas deportados a Nínive y, al mismo tiempo,
como observante de la ley deuteronomista (1,1-22); Tobit “profetiza” incluso la destrucción
de Nínive, la desolación de Judea y Samaria, el incendio del templo y su reconstrucción
(14,4-5).

Nos encontramos, pues, ante una fábula religiosa popular con una finalidad didáctica y
edificante, que, por ello mismo, se sitúa en el ámbito de la tradición sapiencial. Es una
composición literaria con el conocido esquema –redoblado por el paralelismo entre Tobit y
Sara– del comportamiento del justo que, afligido por las tribulaciones, ora al Señor, el cual le
envía la salvación.

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La intervención del demonio Asmodeo procede de la tradición bíblica que ve a Satanás y a


sus ángeles actuando y causando desastres en nuestro mundo. Esto nos permite catalogar la
obra en el género literario de los relatos entre cuyos protagonistas hay personajes humanos y
sobrehumanos. A diferencia de otras muchas narraciones de este género, en el libro de Tobías
la intervención del demonio se relata con gran sobriedad. El demonio Asmodeo es un
personaje ficticio; no lo es la capacidad diabólica de hacer daño a los seres humanos,
especialmente si se esfuerzan por vivir fieles a Dios. Se sigue que también el ángel Rafael
pertenece a la ficción literaria; pero, de acuerdo con las repetidas e insistentes tradiciones
bíblicas y su recepción en la Iglesia, no es ficticia la capacidad de seres como él de intervenir
a favor de los que invocan el nombre del Señor.

El libro de Tobías es un manifiesto que pretende elogiar la oración, el ayuno y la limosna


(12,8-9), prácticas de piedad tradicionales del judaísmo, así como el ejercicio de las obras de
misericordia, en especial las de sepultar a los muertos (12,13) y la oración de bendición y de
acción de gracias que proclama las obras gloriosas de Dios (12,6.22; 13,1-18). Un aspecto
singular del libro es la insistencia en la oración santificadora de la vida conyugar y de sostén
en los peligros (8,4-9).

2.3.2. El libro de Jonás

110. El hecho de que el libro de Jonás se haya transmitido entre los escritos de los Doce
Profetas es un indicio de que el protagonista de este libro fue considerado muy pronto como
un auténtico profeta (cf. 2 Re 14,25), que habría que colocar históricamente en el contexto
del dominio asirio, supuesto por el relato, antes de que los babilonios y los medos
destruyeran Nínive en el año 612 a.C. Tal consideración parece confirmarla el hecho de que
el mismo Jesús remite al episodio más llamativo del relato sobre el profeta, los tres días y las
tres noches en el vientre del cetáceo, como signo “histórico” que prefigura el acontecimiento
de su propia resurrección (Mt 12,39-41; Lc 11,29-30; Mt 16,4).

Pese a todo, en el relato hay, no sólo detalles, sino incluso elementos estructurales que no
podemos considerar como hechos históricos y nos llevan a interpretar el texto como una
composición imaginaria, con hondos contenidos teológicos.

Algunos detalles improbables –como, por ejemplo, que Nínive fuera una ciudad tan inmensa
que se necesitaran tres días para recorrerla (Jon 3,3)– pueden ser considerados hipérboles;
entre los elementos estructurales son inverosímiles, por el contrario, el pez que se traga a
Jonás y lo mantiene vivo tres días y tres noches en su vientre antes de vomitarlo (2,1.11), así
como la pretendida conversión de todos los ninivitas (3,5-10), de la que, entre otras cosas, no
hay ninguna huella en los documentos asirios.

Entre los temas teológicos presentes en el relato, subrayamos dos: 1) el contenido de un


mensaje profético no es un decreto irrevocable (3,4), sino más bien un pronunciamiento que
se puede modificar en función de la respuesta de aquellos a los que se dirige (4,2.11). 2) El
judaísmo posterior al exilio se caracterizaba por una tensión entre tendencias más
conciliadoras y universales y otras más cerradas y exclusivistas. Esto se descubre claramente
en el contraste entre los libros de Rut, Jonás, Tobías, por un lado, y los de Ageo, Zacarías,
Esdras, Nehemías y los de las Crónicas, por otro. Esdras e Nehemías habían hecho posible
que se mantuviera la identidad judía, oponiéndose a cualquier mezcla con el paganismo,
especialmente la representada por los matrimonios mixtos (Esd 9–10; Ne 10,29-31). Pese a
ello no desapareció del todo un espíritu más abierto y universalista, que podía nutrirse con
antiguas tradiciones patriarcales y proféticas. El libro de Rut reacciona contra la prohibición
de los matrimonios mixtos, presentando a una extranjera, Rut la moabita (Rut 1,4-19), como
antepasada de David (Rut 4,17). Jonás va más allá en su universalismo al presentar a los
malvados y odiados asirios –que habían destruido el reino de Israel, deportando a sus

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habitantes, y se enorgullecían de sus feroces costumbres guerreras– como destinatarios de un


mensaje profético al que respondieron convirtiéndose.

2.4. Los evangelios de la infancia

111. Sólo Mateo y (1–2) y Lucas (1,5–2,52) antepusieron a sus respectivas obras un llamado
“evangelio de la infancia”, en el que se exponen los orígenes y el comienzo de la vida de
Jesús. En este caso podemos señalar grandes diferencias entre los dos relatos, así como la
presencia de hechos extraordinarios que causan admiración, como la concepción virginal de
Jesús. De aquí surge la cuestión sobre la historicidad de tales narraciones. Exponemos las
diferencias y las convergencias que se descubren entre los dos relatos y tratamos de
determinar el mensaje de los mismos.

a. Las diferencias

Mateo coloca al principio de su relato una genealogía (1,1-17), notablemente diversa de la


referida en Lc 3,23-38, después del bautismo de Jesús. El anuncio de la concepción de Jesús
por obra del Espíritu Santo lo recibe José (1,18-25). Jesús –nacido en Belén de Judea (2,1), la
patria de José y María– recibe la visita y la adoración de los magos, guiados por una estrella
y desconocedores de la amenaza mortal por parte de Herodes (2,1-11). Advertidos en sueño
sobre ella, vuelven a casa por otro camino (2,12). Avisado en sueños por un ángel del Señor,
José huye a Egipto con el niño y su madre (2,13-15) antes de la matanza de los niños en
Belén (2,16-18). Tras la muerte de Herodes, José, María e el niño vuelven a la patria y van a
vivir a Nazaret, donde Jesús crece (2,19-23).

Un elemento diferente en el relato de Lucas 1,5-2,52 lo constituye la presencia de Juan


Bautista y las narraciones paralelas sobre este último y Jesús; estas se refieren al anuncio del
nacimiento de ambos (1,5-25.26-38), el parto y la circuncisión del niño con imposición del
nombre (1,57-79; 2,1-21). María y José viven en Nazaret (1,26) y debido al censo de Quirino
van a Belén (2,1-5), donde Jesús nace (2,6-7), y recibe la visita de unos pastores, a los que un
ángel del Señor había anunciado su nacimiento (2,8-20). De acuerdo con las prescripciones
de la ley, el niño es presentado al Señor en el Templo de Jerusalén y es recibido por Simeón y
Ana (2,22-40). Jesús volverá al Templo a la edad de 12 años (2,41-52).

Ninguno de los relatos que se encuentra en Mateo está presente en Lucas; y viceversa. Entre
los dos relatos hay además diferentes notables: según Mateo, María y José, antes del
nacimiento de Jesús, viven en Belén, y sólo van a Nazaret después de la huida a Egipto y
como consecuencia de una advertencia especial. Según Lucas, María y José viven en
Nazaret, el censo los lleva a Belén y, sin huir a Egipto, vuelven a Nazaret. Es difícil
encontrar una solución a tales diferencias, que, por otra parte, revelan que los dos
evangelistas son independientes uno del otro. Pero este último aspecto hace más
significativas las convergencias.

b. Las convergencias

112. Mateo y Lucas tienen en común los siguientes datos. María, la madre de Jesús, era
prometida de José (Mt 1,18; Lc 1,27), que es de la casa de David (Mt 1,20; Lc 1,27). Los dos
no viven juntos antes de la concepción de Jesús, que ocurre por obra del Espíritu Santo (Mt
1,18.20; Lc 1,35); Jose no es el padre natural de Jesús (Mt 1,16.18.25; Lc 1,34). El nombre
de Jesús lo comunica un ángel (Mt 1,21; Lc 1,31), junto con su significado salvífico (Mt
1,21; Lc 2,11). Jesús nace en Belén en tiempos del rey Herodes (Mt 2,1; Lc 2,4-7; 1,5) y
crece en Nazaret (Mt 2,22-23; Lc 2,39.51). Los dos evangelistas tienen en común los datos
fundamentales sobre las personas, los lugares y el tiempo. Una importancia particular tiene
su convergencia sobre la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo, la cual
excluye que José sea el padre natural de Jesús.
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c. El mensaje

113. Los evangelios de la infancia de Mateo y de Lucas introducen al resto de sus obras y
muestran cómo lo que se manifiesta en la vida y en la actividad de Jesús se funda en sus
orígenes. Mediante los diversos relatos y títulos atribuidos a Jesús estos evangelios explicitan
la relación de Jesús con Dios, su misión salvadora, su papel universal, su destino doloroso, su
enraizamiento en la historia de Dios con el pueblo de Israel.

Mateo presenta a Jesús como Hijo de Dios (2,15), en el que Dios está presente y al que
corresponde el nombre de “Emmanuel”, “Dios con nosotros” (1,23). Dios decide el nombre
de “Jesús”, en el que se expresa el programa de su misión salvadora: “salvará a su pueblo de
sus pecados” (1,21). Jesús es el Cristo de la casa de David (1,1.16.17.18; 2,4), “que será el
pastor de mi pueblo, Israel” (2,6; cf. Mi 5,1), el rey último y definitivo que Dios da a su
pueblo. La venida de los magos muestra que la misión de Jesús va más allá de Israel y
concierte a todos los pueblos (2,1-12). La amenaza mortal, que proviene del rey de aquella
época (2,1-18) y continúa con su sucesor (2,22), hace presagiar la pasión y la muerte de
Jesús. El enraizamiento de Jesús en el pueblo de Israel está presente en todo el relato y se
concentra en la genealogía (1,1-17) y en las cuatro citas de cumplimiento (1,22-23; 2,15.17-
18.23; cf. 2,6).

En Lucas hallamos indicaciones parecidas, si bien las expresiones y los acentos son distintos.
Jesús es llamado “Hijo de Dios” (1,35; cf. 1,32) y, en el Templo, su primera palabra, la única
recordada en el relato evangélico de la infancia es: “debo ocuparme de las cosas de mi
Padre”(2,49). Al anunciar a los pastores su nacimiento, el ángel proclama: “Os ha nacido un
Salvador, el Mesías, el Señor” (2,11). En el “Mesías del Señor” (2,26) ha llegado “la
salvación” (2,30), “la redención de Jerusalén” (2,38). Se subraya la vinculación de Jesús con
David (1,26.69; 2,4.11), que culmina en el anuncio del ángel: “El Señor, Dios, le dará el
trono de David su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá
fin”(1,32-33). El significado universal de la venida de Jesús lo expresa Simeón: la salvación
que llega con Jesús acontece “ante todos los pueblos” (2,31), y Jesús es “luz para alumbrar a
las naciones” (2,32). Simeón alude asimismo a las dificultades de la misión de Jesús, cuando
habla del “signo de contradicción” (2,34). Todo lo que se cuenta está ambientado en la vida
religiosa del pueblo de Israel: se comienza con un sacrificio en el Templo (1,5-22) y se
concluye con una peregrinación al Templo (2,41-50), observando fielmente la Ley del Señor
(2,21-28).

114. Ambos evangelistas refieren la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo
y atribuyen el comienzo de la vida de Jesús exclusivamente a la acción de Dios, sin
intervención de un padre humano. En Mt 1,20-23 el anuncio del nacimiento de Jesús va
unido al de su misión salvadora: el que salvará a su pueblo de sus pecados y lo reconciliará
con Dios, el que es “Dios con nosotros”, tiene origen divino. El Salvador y la salvación
proceden únicamente de Dios, son un don de su gracia. En Lc 1,35 se señala la consecuencia
de la concepción virginal de Jesús: “Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de
Dios”. En la concepción virginal de Jesús se revela su relación con Dios. En cuanto “santo”,
pertenece totalmente a Dios, de modo que también según su existencia humana Dios es su
único padre. La concepción virginal de Jesús tiene un profundo significado tanto para su
relación con Dios como para su misión salvadora en favor de los humanos.

Considerando las diferencias y las convergencias que encontramos en los evangelios de la


infancia de los dos evangelistas, se debe afirmar que la revelación salvífica consiste en todo
lo que se afirma sobre la persona de Jesús y sobre su relación con la historia de Israel y del
mundo, como introducción e ilustración de la obra salvífica que se narra en el resto del
evangelio. Las diferencias, que pueden ser armonizadas en parte, se refieren a aspectos
secundarios respecto a la figura central de Jesús, Hijo de Dios y salvador de los hombres, que
es común a los dos evangelistas.
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2.5. Los relatos de milagros

115. En el Antiguo Testamento y en el Nuevo se narran hechos extraordinarios que no se


corresponden con lo que ocurre normalmente, van más allá de las capacidades humanas y se
atribuyen a una intervención especial de Dios. Desde hace tiempo, debido a una pretendida
aproximación científica y a ciertas concepciones filosóficas, se han manifestado algunos
interrogantes sobre la historicidad de esos relatos. Según la ciencia moderna, todo lo que
ocurre en este mundo acontece como consecuencia de reglas invariables, las llamadas “leyes
naturales”. Todo está determinado por estas leyes y no queda espacio alguno para hechos
extraordinarios. También se halla difundida la concepción filosófica según la cual Dios,
aunque ha creado el mundo, no interviene en su funcionamiento, el cual sigue reglas
inmutables. En otras palabras, se afirma que no puede haber hechos extraordinarios causados
por Dios; en conscuencia, los relatos que cuentan hechos de ese tipo no pueden ser
históricos.

Consideremos, pues, los relatos de milagros del Antiguo y del Nuevo Testamento, buscando
su significado en sus contextos literarios. Los relatos del Nuevo Testamento se hallan en
continuidad con las tradiciones del pueblo de Israel y manifiestan que el poder creador y
salvífico de Dios alcanza su plenitud en Jesucristo.

a. Relatos en el Antiguo Testamento

116. Los libros del Antiguo Testamento están penetrados por la fe en que Dios lo ha creado
todo, obra continuamente en el mundo y mantiene todas las cosas en la existencia y en la
vida. Con esta fe el pueblo de Israel ve la creación, con todas sus maravillas, como efecto de
la acción puntual de Dios, tanto en lo que se refiere a las realidades ordinarias, como en lo
que se refiere a las realidades extraordinarias: todo es un continuo y gran milagro. Todo es un
mensaje de fe, que se resume muy bien en estas palabras del Salmo: “Solo él hace grandes
maravillas: porque es eterna su misericordia” (Sal 136,4).

Esta fe se expresa, en forma de himno, marcado por la gratitud, la alegría, la alabanza, en


textos como Sal 104 y Eclo 43 (cf. Gén 1). Al Sal 104, dedicado a Dios Creador, sigue Sal
105, en el que se celebra el poder y la fidelidad de Dios en la historia de su pueblo Israel.
Dios, que lo ha creado todo y actúa en la creación, actúa también en la historia (cf. Sal
106.135.136). Su actuación se revela particularmente prodigiosa y extraordinaria en haber
liberado a Israel de la esclavitud de Egipto y haberlo conducido a la tierra prometida. Moisés,
encargado y capacitado por Dios, realiza los hechos milagrosos de los que hablan el libro del
Éxodo y otros muchos textos (entre ellos también Sal 105,26-45). Se puede constatar la gran
influencia que tuvo el proceso de la liberación de Israel en las tradiciones hasta su relectura
en Sab 15,14–19,17. Pero no es posible individuar con seguridad los hechos realmente
acaecidos En estas tradiciones se recuerda, se expresa y se reconoce que Dios actúa en la
historia y que ha guiado y salvado y guiado a su pueblo con poder y fidelidad.

b. Los milagros de Jesús

117. Los cuatro Evangelios refieren una serie de acciones extraordinarias realizadas por
Jesús. Las más frecuentes son las curaciones de enfermos y los exorcismos. Se cuentan
además tres resurrecciones (Mt 9,18-26; Lc 7,11-17; Gv 11,1-44) y algunos “milagros sobre
la naturaleza”: la tempestad calmada (Mt 8,23-27), Jesús que camina sobre las aguas (Mt
14,22-33), la multiplicación de los panes y de los peces (Mt 14,13-21), y la transformación
del agua en vino (Jn 2,1-11). Lo mismo que la enseñanza en parábolas, también la realización
de acciones extraordinarias por parte de Jesús pertenece a su ministerio y es atestiguado de
muchas maneras. Estos relatos no constituyen un añadido posterior a la tradición original
sobre el ministerio de Jesús.

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Los términos que usan los evangelios para referirse a estas acciones son significativos.
Aunque hablen de la admiración de la gente ante la actuación de Jesús (cf. Mt 9,33; Lc 9,43;
19,17; Gv 7,21), los evangelios no usan un término que corresponda a nuestro “milagro”
(que significa “obra que causa admiración”. Los sinópticos hablan de “obras de poder”
(dynameis), mientras que el Evangelio de Juan usa el término “signos” (semeia). Esta
diferencia terminológica es muy significativa. En todas las acciones extraordinarias
realizadas por Jesús se constata inmediatamente la superación de una situación de necesidad
(enfermedad, peligro, etc.) Por otra parte, Jesús con su actuación manifiesta que esta
intervención extraordinaria no es todo. Mt 11,20 refiere que “Jesús se puso a recriminar a las
ciudades donde había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían
convertido”(cf. Lc 10,13). No basta admirar y agradecer al taumaturgo; es preciso convertirse
a su mensaje.

En los evangelios sinópticos, el Reino de Dios es el centro del anuncio de Jesús (cf. Mt 4,17;
Mc 1,15; Lc 4,43). Las obras de poder deben confirmar y evidenciar que la realidad salvífica
de este Reino se ha acercado y se ha hecho presente. Jesús dice sobre su actuación: “Si yo
expulso a los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a
vosotros” (Mt 12,28; cf. Lc 11,20). Estas obras, en su diversidad, no sólo manifiestan los
diferentes aspectos de la potencia salvadora del Reino de Dios, sino que tienen además una
función reveladora respecto a la identidad de Jesús. Después de que se haya calmado el mar
tempestuoso, los discípulos se preguntan: “¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le
obedecen!” (Mt 8,27). La pregunta de Juan Bautista: “¿Eres tú el que ha de venir?”, la
provocan “las obras del Mesías” (Mt 11,2-3). Jesús responde a la pregunta enumerando sus
obras poderosas (11,4-5).

En el Evangelio de Juan, las acciones extraordinarias de Jesús son llamadas “signos”: es


decir, deben llevar a otra realidad. Sobre la primera acción extraordinaria, la transformación
del agua en vino en Caná, el evangelista dice: “Este fue el primero de los signos que Jesús
realizó…; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2,11). El sentido y la
finalidad de los signos es revelar la gloria de Jesús, que consiste en su relación con Dios y es
“gloria como del Hijo único del Padre”(Jn 1,14) y conducir a la fe en Jesús. Con frecuencia a
los signos va unida una instrucción de Jesús, que señala un aspecto específico de su
significado salvífico. En la multiplicación de los panes (6,1-58) Jesús se revela como “el pan
de vida” (6,35.48.51); en la curación del ciego (9,1-41), como “la luz del mundo” (9,5; cf.
8,12; 12,46); en la resurrección de Lázaro (11,1-44), como “la resurrección y la vida”
(11,25). En la primera conclusión de su evangelio Juan pone de relieve los signos de Jesús, y
se dirige directamente a los lectores: “Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el
Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (20,31). Los
discípulos (20,30) son los testigos oculares y todos los demás dependen de su testimonio.
Los signos atestiguados y escritos tienen como objetivo conducir a la fe en Jesús, no vaga,
sino claramente determinada, y, por lo tanto, a la vida que procede de él.

Juan usa también con frecuencia el término “obras” (erga) para definir las acciones
extraordinarias de Jesús. Después de la curación de un enfermo un sábado (5,1-18), Jesús
explica (5,19-47) que su actuación depende de la de Dios: “Las obras que el Padre me ha
concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha
enviado” (5,36; cf. 10,25.37-38; 12,37-43). El término “obras” acentúa otra característica de
las acciones de Jesús. Estas son “signos” para los hombres y además son “obras” que
corresponden a la actuación de Dios; por ello son un testimonio de que Jesús ha sido enviado
por Dios Padre.

118. Cabe mencionar por último la que es la meta y el culmen de todos los signos y obras de
Jesús: la resurrección. Esta no es ya un signo visible, y es la obra de Dios Padre, porque
“Dios lo ha resucitado de entre los muertos” (Rm 10,9; cf. Gal 1,1; etc.). La resurrección de

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Jesús no fue vista por nadie, pero fue dada a conocer a los discípulos, que son testigos de ella
(cf. Hch 10,41), a través de las apariciones de Cristo resucitado. La finalidad de los signos y
de las obras realizadas por Jesús era revelar su relación con Dios y mostrar su misión
salvadora, misión que se expresa como socorro a las miserias humanas y comunicación de
vida. Todo esto se cumple en su resurrección. Esta revela y confirma la unión estrechísima de
Dios con Jesús, significa la superación de la muerte y de todas las enfermedades, realiza el
paso a la vida perfecta en la comunión eterna con Dios. Pablo anuncia la resurrección de
Jesús con la convicción de que “quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará a
nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante él” (2 Cor 4,14).

2.6. Los relatos pascuales

119. Una dificultad específica respecto a la verdad histórica de los relatos pascuales la crea el
hecho de que en ellos encontramos muchas divergencias que, situándonos al nivel de la pura
dimensión factual, no es fácil armonizar.

El acontecimiento mismo de la resurrección de Jesús no lo describe ningún texto del Nuevo


Testamento: queda sustraído en efecto a los ojos humanos y pertenece exclusivamente al
misterio de Dios. Tenemos, en cambio, dos tipos de relatos pascuales que cuentan lo que
ocurrió después de la resurrección: la visita de algunas mujeres a la tumba de Jesús y las
diversas apariciones del Señor resucitado (cf. además 1 Cor 15,3-8), que se mostró vivo a los
testigos escogidos por él. La visita a la tumba es el único acontecimiento pascual para el que
encontramos una narración semejante en los cuatro evangelios, si bien con numerosas
variantes de detalle.

Vamos a considerar en particular tres de las diferencias que se descubren en los cuatro
evangelios: a. Solo Mt 28,2 habla de un terremoto antes de hablar de la llegada de las
mujeres a la tumba de Jesús. b. Solo Mc 16,8 habla de la huida de las mujeres, de su temor y
silencio tras el encuentro con el mensajero celestial. c. Según los Sinópticos (Mt 28,5-7; Mc
16,6-7; Lc 24,5-7) el mensaje de la resurrección de Jesús fue comunicado a las mujeres por
uno o más mensajeros de Dios; según Jn 20,14-17, por el contrario, María Magdalena, aun
viendo dos ángeles en la tumba (Jn 20,12-13), recibe el anuncio de la resurrección
directamente de Jesús.

a. El terremoto

120. El hecho de que solo Mt 28,2 se refiera a un terremoto no significa que los otros
Evangelios, al no mencionarlo, lo nieguen. Una deducción de este tipo no sería segura, pues
se apoya exclusivamente en un argumento e silentio. Por otra parte, el “terremoto” parece
formar parte del estilo teológico de Mateo. De hecho, solo este evangelista menciona un
terremoto –unido a otros fenómenos extraordinarios– tras la muerte de Jesús (27,51-53), y lo
presenta como el motivo por el que el centurión y sus soldados se llenan de miedo y
confiesan la filiación divina de Jesús crucificado (27,54). En relación con esto se debe tener
en cuenta que, en las descripciones de las teofanías que encontramos en el Antiguo
Testamento, el terremoto es uno de los fenómenos en los que se manifiesta la presencia y la
actuación de Dios (cf. Ex 19,18; Jue 5,4-5; 1 Re 19,11; Sal 18,8; 68,8-9; 97,4; Is 63,19). En
el Apocalipsis el terremoto indica simbólicamente un movimiento que tiende provocar el
derrumbamiento del “sistema terrestre”, constituido por un mundo que, construido al margen
de Dios y en oposición a Él, llega un momento en que se derrumba (cf. Ap 6,12; 11,13;
16,18).

Así, pues, es probable que Mateo utilice este “motivo literario”. Mencionando el terremoto,
quiere resaltar que la muerte y la resurrección de Jesús no son hechos ordinarios, sino
acontecimientos “convulsionantes” en los que Dios actúa y realiza la salvación del género
humano. El significado específico de la acción divina debe deducirse del contexto del
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evangelio: la muerte de Jesús lleva a plenitud el perdón de los pecados y la reconciliación


con Dios (cf. Mt 20,28; 26,28), y en su resurrección Jesús vence la muerte, entra en la vida
de Dios Padre y se le otorga el poder sobre todo (cf. 28,18-20). Así, pues, el evangelista no
habla de un terremoto cuya fuerza pudiera medirse de acuerdo con los grados de una
determinada escala, sino que quiere despertar la atención de sus lectores y dirigirla a Dios,
resaltando el dato más importante de la muerte y resurrección de Jesús: su relación con la
potencia salvífica de Dios.

b. El comportamiento de las mujeres

121. Algo parecido ocurre con Mc 16,8, donde se habla de la reacción de las mujeres al
mensaje pascual, que fue de temor y de espanto: “Ellas salieron huyendo del sepulcro, pues
estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían”. Los otros
evangelistas no se refieren a un comportamiento así. Lo mismo que el terremoto es uno de
los fenómenos que acompañan la manifestación del poder de Dios, el temor constituye la
reacción humana habitual a aquella manifestación. Una característica del evangelio de
Marcos es recurrir a la reacción de los presentes para expresar la naturaleza y la calidad de
los hechos a los que aquellos han asistido. (cf. 1,22.27; 4,41; 5,42; ecc.). La reacción más
fuerte y resaltada que nos refiere en su evangelio es la de las mujeres después de haber
escuchado el mensaje pascual que les transmite el mensajero de Dios. Mediante la reacción
de las mujeres el evangelista subraya que la resurrección de Jesús crucificado es la mayor
manifestación del poder de Dios. El evangelista comunica no sólo el hecho en cuanto tal,
sino que muestra además el significado que tiene para los humanos y el efecto que produce
en ellos.

c. La fuente del mensaje pascual

122. Los evangelios presentan de diversos modos la fuente del mensaje pascual. Según los
sinópticos (Mt 28,5-7; Mc 16,6-7; Lc 24,5-7) las mujeres que van a la tumba de Jesús y la
encuentran vacía, reciben el mensaje de la resurrección de uno o dos enviados celestiales.
Frente a esto, según Jn 20,1-2 Maria Magdalena, después de haber encontrado la tumba
vacía, va adonde estaban los discípulos y les dice: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no
sabemos dónde lo han puesto”. Esta explicación sobre la tumba vacía la repite dos veces más
(20,13.15) y solo tras la aparición del mismo Señor resucitado (20,14-17) lleva a los
discípulos el mensaje de la resurrección (20,18). Nos podemos preguntar si Mateo, Marcos y
Lucas, al referirse al descubrimiento de la tumba vacía, anticipan la verdadera interpretación
de este hecho, en contraste con la ya mencionada, ofrecida por María Magdalena en Jn
20,2.13.15 (cf. además Mt 28,13). Poniendo esta explicación en labios del mensajero celeste,
los tres evangelistas la caracterizan como un conocimiento sobrehumano, que solo puede
venir de Dios. Pero la fuente efectiva de dicha interpretación es el mismo Señor resucitado
que se aparece a los testigos escogidos. No hay duda de que el fundamento más sólido de la
fe en la resurrección de Jesús son sus apariciones (cf. también 1 Cor 15,3-8).

Los cuatro relatos de la visita a la tumba, con sus diferencias, hacen difícil una armonización
histórica de los mismos, pero precisamente esas divergencias constituyen para nosotros un
verdadero estímulo para comprenderlas de modo más adecuado. El estudio de sus tres
diferencias principales –el terremoto, la huida de las mujeres y el mensaje celestial– ha
puesto de manifiesto un significado común, es decir, dar testimonio de Dios y de la
intervención decisiva de su poder salvador en la resurrección de Jesús. Este resultado, si bien
nos libera, por una parte, del tener que descubrir en cada detalle del relato –no sólo de los de
Pascua, sino del conjunto de los evangelios–el dato preciso de una crónica, por otro nos
anima a estar abiertos y atentos al significado teológico presente, no sólo en las diferencias,
sino en todos los detalles del relato.

d. El ‘valor teológico de los Evangelios’


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123. Se halla aún muy extendida la opinión de que los evangelios son esencialmente una
crónica de los hechos, de los que los testigos proporcionan una reseña puntual. Semejante
idea se basa en la convicción adecuada de que la fe cristiana no es una especulación
ahistórica, sino que está fundada en hechos realmente ocurridos. Dios actúa en la historia y
se ha hecho presente de forma eminente en la de su Hijo encarnado. Sin embargo, una
concepción que ve en los evangelios únicamente una especie de crónica puede perder de
vista su significado teológico y descuidar, por ello, toda su riqueza precisamente en cuanto
palabra que habla de Dios. La Pontificia Comisión Bíblica, ya en su Instrucción Sancta
Mater Ecclesia de 1964 sobre la verdad histórica de los Evangelios, afirmaba:“Dado que las
recientes investigaciones han mostrado que la doctrina y la vida de Jesús no fueron
simplemente relatadas con el único fin de recordarlas, sino que fueron ‘predicadas’ de modo
que ofrecieran a la Iglesia el fundamento de su fe y sus costumbres, el intérprete, escrutando
incansablemente el testimonio de los evangelistas, será capaz de iluminar con mayor
profundidad el perenne valor teológico de los Evangelios y de sacar a plena luz cuán
necesaria y cuán importante es la interpretación de la Iglesia” (EB 652).

Así, pues, debemos tener en cuenta el hecho de que los Evangelios no son solo crónicas de
los hechos de la vida de Jesús, puesto que los evangelistas pretenden expresar también, según
el módulo narrativo, el valor teológico de aquellos acontecimientos. Esto significa que, en
todo lo que nos cuentan, no pretenden relatar únicamente datos de una crónica, sino que
quieren hacer además un “comentario” teológico a los hechos que narran y expresar su valor
teológico, es decir, poner de relieve la relación con Dios.

Dicho en otros términos, el objetivo de anunciar a Jesús, Hijo de Dios y Salvador de los
hombres, –un objetivo que se puede llamar “teológico”– es prevalente y fundamental en los
Evangelios. La referencia a los hechos concretos que encontramos en los Evangelios se
inserta en el marco de este anuncio teológico. Esto implica que, mientras que las
afirmaciones teológicas sobre Jesús tienen un valor directo y normativo, los elementos
puramente históricos tienen una función subordinada.

3. Segundo desafío: Problemas éticos y sociales

124. Un desafío a la interpretación lo representan también otros textos bíblicos, de diversa


naturaleza. Son los que narran comportamientos claramente inmorales, que expresan
sentimientos de odio o de violencia, o parecen promover condiciones sociales que hoy se
consideran injustas. Estos textos pueden escandalizar y desorientar a los cristianos, los cuales
pueden ser acusados a veces por gente no cristiana de tener en su libro sagrado rasgos de una
religión que enseñan la inmoralidad y la violencia. En relación con esta difícil problemática
hemos decidido escoger, en el caso del Antiguo Testamento, la cuestión de la violencia,
expresada en concreto en la ley del exterminio y en los salmos que piden venganza; en el
caso del Nuevo Testamento, centraremos nuestra atención en el estatuto social de las mujeres
según el epistolario de Pablo.

3.1. La violencia en la Biblia

125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra inspirada lo
constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento, de manifestaciones repetidas
de violencia y crueldad, ordenadas en muchos casos por Dios, en otros muchos objeto de
súplicas dirigidas al Señor, y en otros atribuidas directamente a Él por el autor sagrado.

No se puede minimizar el malestar del lector contemporáneo ante ello. De hecho ha llevado a
algunos a asumir una actitud de rechazo frente a los textos veterotestamentarios, que
consideran superados e inadecuados para alimentar la fe. La propia jerarquía católica ha
percibido el reflejo pastoral de este problema y ha dispuesto que, en la liturgia pública, no se
lean pasajes bíblicos enteros y que se omitan sistemáticamente los versículos que podrían
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resultar ofensivos para la sensibilidad cristiana. De ello se podría concluir indebidamente que
una parte de la Sagrada Escritura no goza del carisma de la inspiración y que en concreto no
resultaría “útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia” (2 Tm
3,16).

Por ello se considera indispensable señalar algunas líneas de interpretación que permitan una
aproximación más adecuada a la tradición bíblicas, precisamente en relación con sus textos
más problemáticos, los cuales deberán interpretarse, en todo caso, en el contexto global de la
Escritura, y en consecuencia a la luz del mensaje evangélico del amor incluso a los enemigos
(Mt 5,38-48).

3.1.1. La violencia y sus remedios legales

126. Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en la sociedad
humana (Gén 4,8.23-24; 6,11.13), siendo su matriz el rechazo de Dios que se manifiesta en la
idolatría (Rm 1,18-32). La Sagrada Escritura denuncia y condena toda forma de abuso, desde
la esclavitud a las guerras fratricidas, desde las agresiones personales a los sistemas de
opresión, bien sea entre las naciones o bien dentro de Israel (Am 1,3–2,16). Poniendo ante
los hombres las terribles consecuencias de las perversiones del corazón (Gén 6,5; Jer 17,1),
la Palabra de dios tiene función profética; y así invita a reconocer el mal para evitarlo y
combatirlo.

Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para favorecer el
proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que es como el freno que evita la
difusión de la injusticia. Pero la Torá del Señor no indica solo la vía de la justicia que cada
cual es llamado a seguir como un deber, sino que prescribe también lo que hay que hacer
frente al culpable, en orden a extirpar el mal (Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir a las
víctimas y promover paz. Un sistema así no puede calificarse de violento. La sanción
punitiva es de hecho necesaria, porque no sólo pone en evidencia la iniquidad y peligrosidad
del crimen, sino que, además de constituir una justa retribución, pretende que el culpable se
enmiende y, al infundir el temor a la pena, ayuda a la sociedad y al individuo a evitar el mal.
Abolir completamente el castigo equivaldría a tolerar el mal y hacerse cómplice del mismo.
El sistema penal, regulado por la llamada “ley del talión” (“ojo por ojo, diente por diente”:
Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21), constituye de este modo una modalidad razonable de
realización del bien común. Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a sus aspectos
coercitivos y a algunas de sus modalidades sancionadoras, es asumido de hecho, con ajustes
oportunos, por los ordenamientos jurídicos de cualquier época y país, porque idealmente se
basa en la proporción equitativa entre delito y sanción, entre daño provocado y daño sufrido.
En lugar de la venganza arbitraria se fija la medida de una justa reacción al acto malo.

Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos del Antiguo
Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la flagelación: Dt 25,1-3; o de
la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se refiere a la pena de muerte, prevista para los delitos
más graves es cuestionada mayoritariamente en la actualidad. En estos casos, el lector de la
Biblia debe reconocer, por una parte, el carácter histórico de la legislación bíblica, superada
por una mejor comprensión de los procedimientos de justicia más respetuosos con los
derechos inalienables de la persona; por otra parte, las antiguas prescripciones pueden servir,
en cualquier caso, para señalar la gravedad de ciertos crímenes que exigen medidas
apropiadas que eviten la difusión del mal.

Así, pues, cuando en la Sagrada Escritura se atribuye a Dios o a un juez humano la


manifestación de la ira concretada en la actuación de la justicia punitiva, no se contempla un
comportamiento impropio; de hecho es un deber que el mal no quede impune y está bien que
las víctimas sean socorridas y resarcidas. Por otra parte, la Sagrada Escritura, incluido el
Antiguo Testamento, completa la visión de Dios en cuanto garante de la justicia con el
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recuerdo repetido de su gran paciencia (Ex 34,6; Nm 14,18; Sal 103,8; ecc.), y sobre todo
con la apertura constante al perdón hacia el culpable (Is 1,18; Gén 4,11), perdón concedido
cuando se manifiestan sentimientos y actos de verdadero arrepentimiento (Gén 3,10; Ez
18,23). El modelo divino, que atempera el rigor necesario en la disciplina con la
mansedumbre y la perspectiva del perdón lo propone la Biblia para que sea imitado por las
personas responsables de la justicia y la concordia social.

3.1.2. La ley del exterminio

127. En el libro del Deuteronomio, en particular, leemos que Dios ordena desposeer a las
naciones cananeas y entregarlas al exterminio (Dt 7,1-2; 20,16-18); la orden es ejecutada
fielmente por Josué (Jo 6–12) y puesta en práctica en la primera época de la monarquía (cf. 1
Sam 15). Este conjunto literario es bastante problemático, más incluso que las guerras y
masacres narrados en el Antiguo Testamento; hacer de ello un programa de conducta política
nacionalista, justificando sobre su base la violencia contra otros pueblos, debe rechazarse en
cualquier caso sin medias tintas, porque malinterpreta el sentido de los textos bíblicos.

Es preciso señalar, desde el principio, que estos relatos no ofrecen las características de una
crónica histórica: de hecho, en una guerra real, las murallas de una ciudad no se derrumban al
sonido de las trompetas (Jos 6,20); tampoco se entiende cómo puede hacerse reamente una
distribución pacífica de las tierras mediante sorteo (Jos 14,2). Por otro lado, la normativa del
Deuteronomio que prescribe el exterminio de los Cananeos toma forma escrita en un
momento histórico en el que aquellas poblaciones no eran ya identificables en la tierra de
Israel. Se impone por ello la necesidad de reconsiderar cuidadosamente el género literario de
estas tradiciones narrativas. Como habían sugerido ya los mejores intérpretes de la tradición
patrística, el relato de la epopeya e la conquista debe ser considerado como una especie de
parábola, que pone en escena personajes que tienen valor simbólico. A su vez, la ley del
exterminio exige una interpretación no literal, lo mismo que se hace, por otra parte, con el
mandato del Señor de cortarse la mano o sacarse un ojo si son ocasión de escándalo (Mt
5,29; 18,9).

En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de estas páginas
difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición literaria que acabamos de
mencionar es el de la conquista, entendida como expulsar a los habitantes de un lugar para
instalarse en él. No resulta convincente, sin duda, apelar al derecho que asiste a Dios de
distribuir la tierra favoreciendo a sus elegidos (Dt 7,6-11; 32,8-9), porque de ese modo se
desconoce las legítimas pretensiones de las poblaciones autóctonas. El propio texto bíblico
nos ofrece de hecho otras pistas de explicación más convincentes. En primer lugar, el relato
pone en juego el conflicto entre dos grupos de diversa capacidad económica y militar: por
una parte, el de los cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm 13,33; Dt 1,28; Am 2,9;
etc.), y por otra el de los israelitas, débil e inerme; así, pues, no se narra –como modelo
ideal– la prevalencia del prepotente, sino todo lo contrario, el triunfo del pequeño, de
acuerdo con una “figura” bien atestiguada en toda la Biblia hasta el Nuevo Testamento (Lc
1,52; 1 Cor 1,27). Se expresa así una lectura profética de la historia, que en la victoria de los
mansos, en una guerra “santa”, descubre la realización del Reino del Señor sobre la tierra.
Además, según el testimonio bíblico, Dios considera a los cananeos culpables de crímenes
gravísimos (Gén 15,16; Lv 18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.), entre otros el de asesinar a sus
propios hijos en rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-12). Así, pues, el relato contempla la
realización del juicio divino en la historia. Josué se manifiesta como “siervo del Señor” (Jos
24,29; Jue 2,8) cuando asume la tarea de ejecutar la justicia: sus victorias son atribuidas una
y otra vez al Señor y a su poder sobrehumano. El motivo literario del juicio sobre las
naciones comienza, pues, en los relatos de los orígenes, pero, como documentan los profetas
y los escritos apocalípticos, se extenderá a los diversos pueblos cada vez que una nación –y,
consiguientemente, también Israel– sea considerada por Dios merecedora de sanción.

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Pues bien, es en esta línea como se entiende la ley del “exterminio” y la aplicación puntual
que hacen de ella los fieles del Señor. Esa normativa se inspira en una interpretación sacra
del pueblo de la alianza (Dt 7,6), el cual debe expresar, incluso con actitudes extremas, su
radical diferencia frente a los gentiles. Dios no ordena, ciertamente, cometer un atropello que
se justificaría por motivos religiosos, sino que pide se obedezca a un deber de justicia,
análogo a la persecución, a la condena y a la ejecución del reo de un crimen capital, sea este
un individuo o una colectividad. Tener compasión del criminal, perdonándolo, se considera
un acto de desobediencia e injusticia (Dt 13,9-10; 19,13.21; 25,12; 1 Sam 15,18-19; 1 Re
20,42). Incluso en este caso, el acto aparentemente violento debe interpretarse, pues, como la
solicitud por eliminar el mal y de salvaguardar así el bien común. Esta corriente literaria es
corregida por otras –entre ellas, la llamada sacerdotal– que, a propósito de los mismos
hechos, sugieren, por el contrario, líneas de un pacifismo explícito. Por esta razón debemos
entender el conjunto de la conquista como una especie de símbolo, análogo al que leemos en
algunas parábolas evangélicas de juicio (Mt 13,30.41-43.50; 25,30.41; etc.); las peripecias de
la conquista debe ser, pues, integrada –lo repetimos – en el conjunto de otras páginas bíblicas
que anuncian la compasión divina y su perdón como horizonte y finalidad de toda la
actuación histórica del Soberano de toda la tierra, y como modelo de la actuación justa de los
seres humanos.

3.1.3. La oración pidiendo venganza

128. La manifestación de la violencia resulta especialmente incorrecta cuando se desarrolla


en la oración; pero es un hecho que precisamente en el Salterio encontramos expresiones de
odio y deseos de venganza que representan un contraste radical con los sentimientos de amor
hacia los enemigos que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos (Mt 5,44; Lc 6,27.35). Aun
respetando la decisión prudente de omitir en la liturgia lo que resulta motivo de escándalo,
parece oportuno ofrecer alguna indicación que permita a los creyentes hacer suyo, hoy lo
mismo que en el pasado, el entero patrimonio de la oración de Israel.

El modo principal de explicar y acoger las expresiones difíciles de los Salmos es la de


comprender su género literario; esto significa que las formas de decir que leemos en ellos no
deben tomarse al pie de la letra. En las oraciones de súplica y lamentación, hechas por
alguien que sufre persecución, aparece frecuentemente el motivo “imprecatorio”, que se
presenta como invocación apasionada dirigida a Dios pidiéndole que salve al orante
eliminando a los enemigos. En algunos Salmos (como el 59) este deseo de venganza resulta
insistente e incluso preponderante. Cuando las expresiones usadas por el salmista son
lingüísticamente moderadas (como por ejemplo: “retrocedan y sean humillados quienes
traman mi derrota”: Sal 35,4), pueden ser integradas fácilmente en la oración; por el
contrario, resultan problemáticas e insoportables las imágenes brutales (tales como: “Por tu
fidelidad dispersa a mis enemigos”: Sal 143,12; o: “Babilonia, […] ¡Dichoso quien agarre y
estrelle a tus hijos contra la peña!”: Sal 137,8-9). En relación con ello es preciso tener en
cuenta tres cosas:

a. El sujeto orante: la persona que sufre

129. El género literario de la lamentación se sirve de expresiones exageradas y exasperadas,


tanto en la descripción del sufrimiento, que es siempre extrema (“han taladrado mis manos y
mis pies, puedo contar todos mis huesos”; Sal 22,17-18; “Más que los pelos de mi cabeza son
los que me odian sin razón”: Sal 69,5), como en la petición de soluciones, que se desea sean
expeditivas y definitivas. Esto lo determina el hecho de que tal oración expresa la vivencia
emotiva de quien se encuentra en una situación dramática; sus sentimientos no pueden estar
marcados por la timidez; sus palabras parecen más bien un rugido (Sal 22,2). En cualquier
caso las imágenes usadas tienen valor metafórico: “romper los dientes a los malvados” (Sal
3,8; 58,7) expresa el deseo de que cese la desvergüenza y la avidez de los prepotentes;
“estrellar a los niños contra la peña” quiere decir aniquilar la fuerza maligna de quien
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destruye la vida sin posibilidad de que vuelva a reproducirse en el futuro; etc. Además, quien
ora con el Salterio utiliza las palabras escritas por otra persona, en circunstancias diversas;
por ello debe hacer siempre una trasposición para aplicarlas a su vivencia personal: una
actualización así será tanto más lograda cuando la persona asuma el lamento no (solo) como
expresión de su propia situación, sino como la voz y el dolor de las víctimas de toda la
historia, como el grito de los mártires (Ap 6,10) que piden a Dios que la “bestia” violenta
desaparezca para siempre.

b. ¿Qué pide la persona orante? “Líbranos del mal”

130. En la plegaria imprecatoria no se realiza una acción mágica que tuviera una eficacia
directa contra los enemigos; ocurre más bien que el orante confía a Dios la tarea de hacer
justicia, cosa que nadie en la tierra puede hacer. Ello implica renunciar a la venganza
personal (Rm 12,19; Eb 10,30) y, además, se expresa así la confianza en una acción del
Señor adecuada a a gravedad de la situación y plenamente conforme con la naturaleza misma
de Dios. Las expresiones usadas por la persona que ora parecen dictar a Dios la forma de
actuar; pero, entendidas correctamente, manifiestan sólo el dese de que el al sea aniquilado,
de forma que los humildes accedan a la vida. Se pide que esto acontezca en la historia, como
revelación del Señor (Sal 35,27; 59,14; 109,27) y, por esto, instrumento de conversión para
los mismos violentos (Sal 9,21; 83,18-19); de hecho, las persecuciones contra el orante es
considerada en algunos casos como una agresión contra Dios (Sal 2,2; 83,3.13), acompañada
con frecuencia por el desprecio hacia el Señor (Sal 10,4.13; 42,4; 73,11).

c. ¿Quién son los enemigos del orante?

131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera operación de naturaleza
exegética, que mostraría a qué personajes y a qué ocasiones históricas habría hecho alusión
el autor sagrado. En realidad, la situación descrita en los Samos (de lamentación) es por lo
general estereotipada; el lenguaje es convencional y frecuentemente voluntariamente
metafórico, de modo que pueda aplicarse a diversas circunstancias y a diferentes clases de
sujeto. Por ello es necesario un acto “profético”, de interpretación en el Espíritu, para
descubrir cómo las palabras del salmista se aplican a la vida concreta de quien recita un
Salmo de lamentación y reconocer en esta historia concreta quien es el enemigo que amenaza
(como en Hch 4,23-30).

En la identificación del enemigo se da un progreso cuando se descubre que este no es sólo


quien atenta contra la vida física o la dignidad de la persona, sino más bien quien asedia la
vida espiritual (Mt 10,28). ¿Cuáles son las fuerzas hostiles a las que se debe enfrentar el
orante? ¿Quién o qué es el “león rugiente”? (Sal 22,14; 1 Pt 5,8) ¿o los de “lenguas como
serpientes” (Sal 140,4), por quienes hay que sentir un odio implacable (Sal 26,5; 139,21-22)
y cuya aniquilación se pide a Dios (Sal 31,18)? “Nuestra lucha no es contra hombres de
carne y hueso”, escribe San Pablo (Ef 6,12); el orante pide que la poderosa misericordia de
Dios lo libre del “maligno”, que es “legión” (Mc 5,9), como a través de un exorcismo. Y,
como en todo exorcismo, las palabras son duras, porque expresan la hostilidad absoluta entre
Dios y el mal, entre los hijos de Dios y el mundo del pecado (St 4,4).

3.2. El estatuto social de las mujeres

132. Algunos pasajes bíblicos, particularmente paulinos, invitan a reflexionar sobre lo que,
en el Canon del Antiguo Testamento, pero también en el Nuevo Testamento, hay que
considerar como permanente y lo que, ligado a una cultura, a una civilización e incluso a las
categorías de una época determinada, habría que relativizar. El estatuto de las mujeres en el
epistolario paulino plantea este tipo de cuestiones.

a. La sumisión de la mujer a su marido


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En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo pide a las
mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos griegos y judíos, según los
cuales las mujeres tenían un estatuto social inferior al de los hombres. La exhortación parece
no seguir Gal 3,28, donde se declara que en la iglesia no debe haber discriminaciones, ni
entre judíos y griegos, ni entre libres y esclavos, ni entre hombres y mujeres.

En los textos de Efesios y Colosenses la sumisión de la mujer no se basa en normas sociales


vigentes en aquella época, sino en la actuación del marido, actuación que tiene su origen en
el agape, cuyo modelo es el amor del mismo Cristo por su Cuerpo, la Iglesia. Pese a ello, se
ha acusado a Pablo de invocar este ejemplo sublime para mantener con mayor facilidad el
sometimiento de la mujer y, al hacerlo, de someter los cristianos a los valores del mundo;
dicho en otros términos, ¡de alejarse del Evangelio!

A estas objeciones se responde diciendo que Pablo no insiste en la sumisión de las mujeres –
las motivaciones correspondientes son brevísimas–, sino más bien en el amor que el marido
debe mostrar a la mujer, un amor que para Pablo es la condición, no solo de la unión y de la
unidad del matrimonio, sino también de la sumisión y de la veneración de la mujer por el
marido. La superioridad del estatuto social del marido, que constituye la primera motivación
(Ef 5,23), desaparece totalmente del horizonte al final de la argumentación. Lo que se debe
mantener es, pues, el modo en el que, independientemente del papel que la sociedad de
entonces fijaba para cada uno de los cónyuges, Pablo quiere favorecer la renovación del
comportamiento del marido, cuyo estatuto era socialmente superior. Por otra parte, la
sumisión de la mujer al marido no debe separarse de Ef 5,21, donde Pablo afirma que todos
los creyentes deben “someterse unos a otros”.

Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y eclesial, si
no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la Iglesia, puesto que todos
los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo y único Señor, Cristo? Es preciso
excluir que Pablo haya podido comprometerse con valores mundanos. En realidad él no
propone nuevos modelos sociales, sino que, sin modificar materialmente los de su época,
invita a interiorizar relaciones o reglas sociales declaradas estables y duraderas en una
determinada época –la del siglo primero–, de modo que pudieran vivirse de acuerdo con el
Evangelio.

Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya afirmado
claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el estatuto social, pero
reconociendo que su modo de actuar era seguramente el único posible en aquella época –de
otro modo el cristianismo habría podido ser acusado de minar el orden social–. Pese a todo,
la exhortación a los maridos no ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.

b. El silencio de las mujeres en las asambleas eclesiales

133. También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades, porque Pablo pide a
las mujeres que callen durante las asambleas: “Como en todas las Iglesias de los santos, que
las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar; más bien, que se
sometan, como dice incluso la ley. Pero si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus
maridos, pues es indecoroso que las mujeres hablen en la asamblea”. Estos verículos pareen
contradecir lo afirmado en 1 Cor 14,31 (“podéis profetizar todos”) y 1 Cor 11,5, donde se
haba de mujeres que profetizan en las asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor 14,34-
38 deben ser contextualizados, es decir, interpretados en relación con los versículos
precedentes sobre la profecías. Pablo no pretende decir, ciertamente, que las mujeres no están
autorizadas a profetizar (cf. 11,5), sino que no deben valorar ni juzgar en la asamblea (v. 29)
las profecías de sus maridos. Los principios que subyacen a una prohibición como esta son
los del respeto, la concordia entre los cónyuges y el buen orden en las asambleas. Si estos
principios siguen siendo válidos aún hoy, su aplicación depende evidentemente del status de
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las mujeres en las respectivas civilizaciones y culturas. Pablo no hace del silencio de las
mujeres un valor absoluto, sino que lo considera un medio adecuado a la situación de las
asambleas de entonces. Y hoy no debemos confundir los principios con su aplicación, que
está siempre determinada por el contexto social y cultural.

c. El papel de las mujeres en las asambleas

134. Más difícil y menos defendible, si se entiende como un principio absoluto, es el modo
en que 1 Tm 2,11-15 justicia el estatuto inferior de las mujeres en el ámbito social y eclesial:
“Que la mujer aprenda sosegadamente y con toda sumisión. No consiento que la mujer
enseñe ni que se arrogue autoridad sobre el hombre, sino que permanezca sosegada. Pues
primero fue formado Adán; después, Eva. Además, Adán no fue engañado; en cambio, la
mujer, habiendo sido engañada, incurrió en transgresión, aunque se salvará por la
maternidad, si permanece en la fe, el amor y la santidad, junto con la modestia”. El contexto
sigue siendo el de las asambleas eclesiales compuestas de hombre y mujeres. Pablo no pide a
las mujeres que callen ni les impide que profeticen; la prohibición se refiere únicamente a la
enseñanza y a los carismas de gobierno. La idea es más o menos la de los casos precedentes:
la enseñanza y el gobierno estaban reservados en aquella época a los varones, y Pablo quiere
que se respete este orden social, considerado entonces como natural (cf. Ya 1 Cor 11,3: “la
cabeza de la mujer es el varón”).

Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más arriba, puede
adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más bien el modo en que se
justifica, es decir, mediante una interpretación problemática de los relatos de Gn 2-3: el
orden creado (el hombre es superior porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-
24) y la caída de la mujer en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn
3 se encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como por ejemplo, en el escrito judío
apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en su traducción griega. La mujer se
dejó engañar por la serpiente, pecó y fue responsable de la muerte de toda la especie humana;
por ello debe comportarse modestamente y no pretender dominar al hombre. Esta lectura está
influida claramente por el modo en el que se concebía y se justificaba entonces el respectivo
estatuto social del hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible con 1 Cor 15,21-22 e
Rm 5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que era preciso encontrar argumentos
de autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de no poder ejercer dichos papeles
en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto que esta lectura de Gén 2–3 está
condicionada por las circunstancias del siglo primero. Sin embargo, una interpretación
correcta de un pasaje bíblico –aquí, de Gn 2–3– debe asumir y respetar la l’intentio textus.

4. Conclusión

135. La afirmación de que la Biblia comunica la Palabra de Dios parece desmentirla no


pocos pasajes bíblicos. Hemos considerado dos clases de textos: relatos que parecen
inverosímiles e incapaces de soportar una investigación histórico-crítica seria, y textos que
no solo proponen, sino que imponen comportamientos inmorales o que van en contra de la
justicia social. Presentamos ahora una breve síntesis de los resultados de nuestra
investigación e intentemos formular algunas consecuencias para una lectura más adecuada y
una comprensión más justa de los textos bíblicos.

a. Breve síntesis

El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que una lectura que se
interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se incapacita para comprender la
intención y el contenido de dichos textos. En el caso de Génesis 15 y de Éxodo 14, los
hechos narrados no pueden ser verificados puntualmente por la ciencia histórica. Para
quienes narran estos textos es un hecho histórico la supervivencia plurisecular de su pueblo,
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y es decisiva su fe en Dios en sus circunstancias y experiencia (época del exilio). Sus relatos
dan testimonio de que la actitud fundamental es la fe incondicional en Dios y en poder
salvífico ilimitado. En el caso de Tobías y Jonás, se percibe que estos textos no relatan
hechos realmente ocurridos y que, pese a ello, se trata de relatos llenos de significado
edificante, didáctico y teológico.

Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha mostrado que no
basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es necesario prestar una gran atención al
significado de lo que se cuenta. En el caso de los evangelios de la infancia no es posible
verificar históricamente todos los detalles, mientras que se afirma claramente la concepción
virginal de Jesús. Estos relatos constituyen una introducción al resto del escrito
correspondiente y presentan las características principales de la persona y de la obra de Jesús.
Los milagros (obras poderosas, signos), por su parte, aparecen en todas las tradiciones sobre
la actividad de Jesús. Su significado no se agota, sin embargo, en su condición de obras
extraordinarias. En los evangelios sinópticos señalan la presencia salvífica del Reino de dios
en la persona y en la obra de Jesús; en Juan revelan la relación de Jesús con Dios y conducen
a la fe en Jesús (cf. también Mt 8,27; 14,33). Los relatos pascuales, debido precisamente a
sus divergencias, muestran que no son simple crónica de los hechos, y centran la atención en
el valor teológico de los detalles de la narración.

La explicación de la ley del exterminio y de la oración que pide venganza ha situado los
textos correspondientes en su raigambre histórica y literaria, permitiendo comprender mejor
su significado y su utilidad. Las precisiones sobre el estatuto de la mujer en el epistolario
paulino ponen de relieve la necesidad de distinguir entre los principios que determinan el
comportamiento cristiano justo y su aplicación en el contexto cultural y social de su época.

b. Algunas consecuencias para la lectura de la Biblia

136. A primera vista, muchos textos de la Biblia crean la impresión de que pretenden ser una
crónica que cuenta lo que ha ocurrido realmente. A esta impresión corresponde un modo de
leer la Biblia que en todo lo narrado descubre hechos realmente acontecidos. Esta forma de
leer parece favorecer una aproximación al contenido de la Biblia que es sencillo, inmediato,
accesible a todos y con resultados claros y seguros.

Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias modernas (historiografía,
filología, arqueología, antropología cultural, etc.) hace la comprensión de los textos bíblicos
más compleja y parece proponer resultados menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las
exigencias de nuestra época e interpretar los textos de la Biblia al margen de su contexto
histórico: debemos leer en nuestra época, con y para nuestros contemporáneos. La pista
seguida en este Documento muestra que la búsqueda del significado de los textos que supera
la preocupación por fijar exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce a una
comprensión más adecuada y profunda de su sentido.

Existe el peligro –que se debe evitar cuidadosamente– de que el no descubrir en los relatos
bíblicos la crónica de los hechos narrados, lleve a concluir que todo en la Biblia es una
invención y el producto de ideas y creencias humanas. Dios se revela en la historia, su “plan
de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí” (Dei
Verbum, n. 2). La Biblia transmite estos hechos y palabras. Una lectura serie y adecuada de la
Biblia debe estar atenta a estos hechos y palabras.

La presencia de la ley del exterminio y de otros textos semejantes pone de manifiesto otro
elemento importante para la lectura de la Biblia. Esta cuenta la historia de la revelación de
Dios y, al mismo tiempo, la historia de la moral revelada. Lo mismo que la revelación de
Dios, también la revelación del comportamiento humano justo alcanza su plenitud en Jesús.
Del mismo modo que no podemos encontrar en cada pasaje bíblico la revelación plena de
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Dios, tampoco podemos encontrar en ellos la perfecta revelación de la moral. Por ello no se
debe aislar o absolutizar los distintos pasajes de la Biblia, sino que deben comprenderse y
valorarse en su relación con la plenitud de la revelación en la persona y en la obra de Jesús,
en el marco de una lectura canónica de la Sagrada Escritura. Resulta muy útil comprender
profundamente estos textos en sí mismos; así se manifiesta el camino que ha seguido la
revelación en su historia. Finalmente es fundamental que al leer la Sagrada Escritura se
busque lo que esta dice sobre Dios y sobre la salvación de los hombres. De este modo,
aunque el lector no obtenga siempre una comprensión adecuada del texto en cuestión, seguirá
avanzando en el conocimiento de la verdad de la Biblia, en la sabiduría espiritual que es
camino para la plena comunión con Dios.

CONCLUSIÓN GENERAL

137. La Iglesia católica, con un pronunciamiento solemne y normativo (en el Concilio de


Trento, EB 58-60), ha recibido el Canon de los libros sagrados, definiendo de ese modo los
parámetros fundamentales de su creer. La Iglesia ha explicitado qué textos deben ser
considerados “escritos por inspiración del Espíritu Santo” (Dei Verbum, n. 11), y, en
consecuencia, indispensables para la formación y edificación del creyente y de la entera
comunidad cristiana (cf. 2 Tm 3,15-16). Si, por un lado, se tiene plena conciencia de que
tales escritos han sido compuestos por autores humanos, los cuales han dejado en ellos el
sello de su genio literario particular, por otro, se les reconoce igualmente una cualidad divina
del todo especial, atestiguada de diversos modos por los textos sagrados y explicada también
de diversos modos por los teólogos a lo largo de la historia.

138. No es tarea de la Comisión Bíblica, a quien se ha pedido manifestarse sobre esta


temática, ofrecer una doctrina sobre la inspiración, que pretendiera competir con lo que se
presenta habitualmente en los manuales de teología sistemática. Mediante este Documento la
Comisión pretende mostrar que la misma Sagrada Escritura muestra el origen divino de sus
afirmaciones, convirtiéndose así en mensajera de la verdad de Dios. Nos situamos, pues, en
un ámbito de fe: acogemos de hecho lo que la Iglesia nos entrega como Palabra de Dios y de
esta obtenemos elementos de comprensión que favorezcan una recepción más madura de esa
herencia divina.

139. Las Sagradas Escrituras constituyen un todo unitario, porque todos los libros “con todas
sus partes” (Dei Verbum, n. 11) tienen el carácter de texto inspirado y tienen al mismo Dios
“como autor” (ibid.). Sin emabrgo, aun admitiendo que cada palabra del texto sagrado puede
ser calificada de Palabra de Dios, coherente con todas las demás, la Iglesia ha reconocido
siempre el aspecto múltiple de esas palabras, el cual podría oponerse aparentemente a su
origen divino único.

La distinción entre Antiguo y Nuevo Testamento es la expresión más llamativa de las


importantes diversidades que se encuentran en la Biblia. En las antiguas basílicas cristianas
había dos ambones para la lectura de los textos sagrados, lo cual se ordenaba a señalar la
distinción y la complementariedad de uno y otro Testamento, ambos necesarios para
testimoniar el evento único de la Revelación definitiva, consistente en el misterio de Cristo
Señor. Por ello, también en esta contribución nuestra hemos respetado la naturaleza propia de
cada una de las partes constitutivas de la Sagrada Escritura, poniendo de manifiesto cómo su
diversidad no sólo no se opone, sino que más bien enriquece el testimonio veraz del único
Verbo de Dios.

Dentro de las dos grandes partes de la Biblia también es particularmente evidente la variedad
de géneros literarios, categorías teológicas, visiones antropológicas y sociológicas. De hecho,
Dios ha hablado “de diversos modos” (Heb 1,1) no sólo en los tiempos antiguos, sino
también después de la venida del Hijo que ha revelado plenamente al padre (cf. Jn 1,18). Por

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ello en este Documento ha parecido necesario ilustrar con oportunas catas una diversidad tan
rica de manifestaciones, animadas todas por la certeza común de expresar la verdad divina.

1. El origen divino del escrito bíblico

140. La comunidad creyente vive de una tradición: de hecho se considera constituida por la
escucha de la palabra de Dios, puesta por escrito en algunos libros, que han sido transmitidos
como normativos, por cuanto que llevan en sí mismos el sello de su autoridad.

Esta se hallaba garantizada ante todo por la autoridad de los escritores, que, según una
venerable y antigua tradición, habían sido reconocidos como enviados por Dios y dotados del
carisma de la inspiración. Así, durante muchos siglos y hasta la época moderna, no se
cuestionó la paternidad literaria, atribuido en bloque a Moisés, ni la de los diversos libros
proféticos y sapienciales, que, cuando no tenían un título específico, se atribuían a autores
bien conocidos (como David, Salomón, Jeremías, etc.).

Esta forma de recepción tradicional se asumió también en relación con los escritos del Nuevo
Testamento, todos los cuales se consideraba procedían del círculo de los Apóstoles. En
nuestros días y debido a investigaciones convergentes realizadas con metodologías literarias
e históricas no podemos mantener la misma perspectiva que los antiguos; la ciencia exegética
ha demostrado, en efecto, con argumentos convincentes, que los distintos libros bíblicos no
son el producto exclusivo del autor indicado en el título de la obra o reconocido como tal en
la tradición. La historia literaria de la Biblia postula, por el contrario, una pluralidad de
intervenciones y consiguientemente una colaboración de diversos autores, la mayoría
anónimos, a través de una historia redaccional bastante larga e incluso complicada. Esta
obligada asunción de un modelo interpretativo relativo al origen de los escritos sagrados no
se opone diametralmente a la concepción tradicional, a la que a veces se tacha con ligereza
de ingenuidad hermenéutica. De hecho la Iglesia, en la paciente y rigurosa tarea de
discernimiento que ha durado varios siglos ha reconocido siempre que podía acoger como
inspirado aquel escrito que estaba en consonancia con el depósito de la fe custodiado
sólidamente y fielmente por la comunidad creyente, garantizado por aquellos a quienes Dios
había antepuesto como pastores y guías de los fieles. El Espíritu que actúa en la Iglesia, con
la fuerza de inteligencia que le es propia, posibilitaba separar lo que era auténtica
comunicación divina de las formas engañosas o no suficientemente fundantes. Se rechazaba,
en algunos casos, un texto, atribuido en su título a un hombre inspirado, mientras se acogía
con veneración otro escrito que, pese a no estar garantizado por la firma de un autor
reconocido, llevaba, sin embargo, el sello inconfundible del mismo. Con una percepción
extraordinaria de la verdad de la Revelación, la Iglesia se auto-constituye en el
reconocimiento obediente de la Palabra de Dios, de la que ella vive.

La consonancia con el Verbo

141. La Iglesia basa su discernimiento en la experiencia vida del Señor Jesús, recibida en la
palabra de los testigos que lo conocieron y que reconocieron en él el cumplimiento de la
Revelación divina. A partir de lo que proclamaron los Apóstoles y Evangelistas se fue
estableciendo gradualmente el Canon de los libros sagrados, y la Iglesia reconoció, en sus
diversos testimonios, el carácter de la verdad auténtica, por ser concorde con el testimonio
sobre el Hijo de Dios. Así, pues, el simple hecho de presentarse con la pretensión de ser
Palabra de Dios no hacía que un determinado escrito fuera leído en las asambleas litúrgicas
como fundamento de la fe; era preciso que dicho escrito consonara, en su expresión, con el
Verbo, del cual constituía una explicitación adecuada. Es esta concordancia, incluso en la
variedad expresiva y en la pluralidad teológica, la que pretende ser ilustrada en las páginas
del presente Documento, mediante la exploración de los diversos testimonios que ofrecen los
libros de la Sagrada Escritura.

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Dicha consonancia no se limita a una convergencia genérica en algunas doctrinas


fundamentales. Ello significaría marginar el respeto por la diversidad de perspectivas, por la
complementariedad irreducible de las distintas aportaciones, por la historia literaria de estos
libros, que nacieron mediante la asimilación y re-propuesta innovadora de contenidos
antiguos. De hecho el escritos sagrado, según el testimonio del propio Jesús, saca de su
tesoro lo nuevo y lo antiguo (cf. Mt 13,52). Lo cual significa que los escritos que la Iglesia
ha reconocido como inspirados, no sólo reivindican de un modo más o menos explícito su
origen divino, sino que al propio tiempo atestiguan la autenticidad de los escritos que los han
precedido. Los profetas convalidan la Torá, y los escritos sapienciales reconocen el origen
divino de la Ley y de los profetas; de forma análoga, el testimonio de Jesús consagra toda la
tradición escrita del pueblo judío y los escritos del Nuevo Testamento se confirman
recíprocamente, asumiendo radicalmente y concordemente todas las tradiciones de la antigua
Escritura.

La pluralidad de las formas de acreditación

142. Es este uno de los principales resultados obtenidos sobre la base del análisis de distintos
libros del Antiguo y del Nuevo Testamento realizada en este Documento. Junto a este
aspecto de convergencia sustancial se ha manifestado además, de forma evidente, la
pluralidad de las experiencias religiosas y de las formas de expresión que las han
transmitido. No es posible retomar aquí de manera detallada y exhaustiva las formas en las
que los distintos autores bíblicos ofrecen un testimonio del origen divino de su locución;
baste señalar algunos modelos que, con acentos diversos, se encuentran en los distintos libros
de la Sagrada Escritura.

La modalidad de auto-testimonio más importante es la expresada en los relatos de vocación


profética y en las distintas formas que se hallan sembradas en las páginas de los profetas.
Aquí se presenta formalmente explicitada la realidad de la inspiración, expresada como la
conciencia íntima de algunos hombres que declaran haber sido capaces de escuchar las
palabras de Dios y haber recibido la orden de transmitirlas fielmente. Este modelo, por su
fuerza sugestiva, fue asumido por algunos autores sagrados de la tradición legislativa (como
Moisés), sapiencial (como Salomón) y apocalíptica (como Daniel), hasta el punto de crear
una especie de uniformidad general, casi como un sello de garantía que confirmase para los
lectores la cualidad del escrito, que se hacía remontar a una única fuente divina.

143. De una forma igualmente difundida la Biblia pone de manifiesto que el hombre
inspirato cuenta con la participación activa de colaboradores, dotatos de competencia literaria
y de total confianza, los cuales no sólo ayudaron a los autores principales, sino que además
recogieron nuevos materiales, adaptaron los ya existentes a las nuevas necesidades de los
destinatarios y realizaron, generación tras generación, un imponente trabajo redaccional de
importancia decisiva para la calidad del texto bíblico. El carisma profético estuvo
ciertamente activo en estos redactores anónimos, los cuales atestiguan indirectamente su
conciencia de transmitir las palabras del Señor en el acto mismo de transmitir el escrito
marcado por su contribución específica.

Los estudiosos de la Biblia han propuesto la hipótesis razonable de la existencia de


corrientes, escuelas o grupos religiosos capaces de custodiar, de forma vital, tradiciones
literarias consideradas sagradas que confluyeron luego en el cauce de la Sagrada Escritura,
de modo que, aun reconociendo la utilidad de elaborar una historia de la composición de los
textos bíblicos, no se puede y no se debe atribuir un valor distintos ni una autoridad diversa a
lo que era “originario” frente a lo que tiene un origen secundario.

Efectivamente, en muchos casos no poseemos las ipsissima verba del profeta (inspirado por
Dios) más que en las palabras de sus discípulos. Esto se realiza de forma emblemática en los
Evangelios, cuya inspiración está fuera de toda discusión; en este género de escritos el autor
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(es decir, los evangelistas) se presenta como un testigo fiel del Maestro y en algunos casos
como discípulo de sus primeros discípulos (no siendo mencionado en la lista de los
Apóstoles).

De estas indicaciones se deduce que, a partir de lo que la Biblia dice de sí misma, es


necesario, asumir una definición más amplia y más matizada del concepto de inspiración.
Pero no en el sentido de que en el texto sagrado habría partes insignificantes y faltas de valor,
sino más bien en el sentido de que el carisma inspirador se ha desplegado de forma
diversificada; en cualquier caso es posible y obligado prestar el homenaje de la atención
obediente de manera privilegiada a todo aquello que atestigua con mayor claridad a Cristo y
su perfecto mensaje de salvación. En lugar de disminuir la adhesión creyente a la Palabra que
procede de Dios, la perspectiva delineada de este modo propicia una manifestación más
madura de dicha adhesión, pues se inclina con sentimiento de reconocimiento al hecho de
que Dios se haya entregado en la historia y adora al Espíritu que ha actuado por medio de los
profetas (cf. Zac 7,12; Neh 9,30) a través de los muchos siglos de la historia de la salvación.
Por otra parte, ello permite comprender mejor que este Espíritu no ha dejado de actuar tras la
muerte de los Apóstoles, puesto que se le ha dado a la Iglesia para que esta pueda seleccionar
y adoptar los libros inspirados; ese Espíritu se halla hoy activo en el acto de la “escucha
religiosa de la Palabra de Dios” (Dei Verbum, n. 1), pues, –de acuerdo con la enseñanza de la
Dei Verbum, n. 12– la Escritura hay que “leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que
se escribió”. De nada sirve la Palabra inspirada si quien la recibe no vive del Espíritu que es
capaz de percibir y gustar el origen divino de la página bíblica.

2. La verdad de la Sagrada Escritura

144. Por venir de Dios, la Escritura tiene cualidades divinas. Entre ellas la fundamental de
atestiguar la verdad, entendida no como una suma de informaciones exactas sobre diversos
aspectos del conocimiento humano, sino como revelación de Dios mismo y de su plan de
salvación. La Biblia da a conocer, en efecto, el amor de Dios, manifestado en el Verbo hecho
carne, quien por medio del Espíritu conduce a la perfecta comunión de los hombres con Dios
(Dei Verbum, n. 2).

De este modo queda claro que la verdad de la Escritura es la que tiene como objetivo la
salvación de los creyentes. Las objeciones –planteadas en el pasado y recurrentes aún hoy–
debido a inexactitudes, contradicciones de orden geográfico, histórico, científico, más bien
frecuentes en la Biblia, objeciones que pretenden cuestionar la fiabilidad del texto sagrado y,
en consecuencia, su mismo origen divino, son rechazadas por la Iglesia con la afirmación de
“que los libros de la Escritura enseñan firmemente, fielmente y sin error, la verdad que Dios,
por nuestra salvación, quiso que fuera consignada en las sagradas letras” (Dei Verbum, n. 11).
Esta es la verdad que da plenitud de sentido a la existencia humana y esto es lo que Dios ha
querido dar a conocer a todas las gentes.

El presente Documento confirma esta misma perspectiva hermenéutica; su contribución,


innovadora solo en parte, es mostrar mediante un recorrido ilustrativo realizado en los
distintos libros de la vida y en diversas formas literarias, como se presenta la verdad que Dios
ha pretendido revelar al mundo por medio de sus siervos los escritores sagrados.

Verdad multiforme

145. Una primera característica de la verdad bíblica es la de hallarse expresada en muchas


formas y en diversos modos (Heb 1,1). Habiendo sido transmitida por muchos hombres y en
épocas diversas, tiene esencialmente un carácter múltiple, tanto en lo que concierne a las
afirmaciones doctrinales y las disciplinas normativas, como en lo que se refiere a las formas
literarias. Los autores del texto sagrado exponen cuanto, en su momento histórico y según el
don de Dios, podían comprender y transmitir; y lo que había dicho el Señor en el pasado era
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combinado con nuevas y diversas revelaciones divinas. La verdad bíblica asume además una
gran variedad de géneros literarios, por lo que no existe únicamente la proposición
dogmáticamente relevante, sino también la verdad propia del relato, la de la norma
legislativa o de la parábola, la del texto de oración y la de un poema de amor como el Cantar,
la de las páginas críticas de Job y el Eclesiastés y la de los libros apocalípticos. Por otra
parte, dentro de estos mismos géneros literarios, todos pueden constatar la pluralidad de
puntos de vista, indudablemente más evidente que la simple convergencia repetitiva.

Esta manifestación multiforme de la verdad divina no se restringe sólo a la literatura del


Antiguo Testamento, sino que se descubre también en la revelación testimoniada en el Nuevo
Testamento, donde tenemos formas narrativas y formas discursivas que no se pueden
sobreponer sin más, y donde constatamos divergencias significativas en la presentación del
mensaje. Tenemos, en efecto, cuatro Evangelios, y la Iglesia ha rechazado como algo
indebido la tentativa de una solución concordista; lo que está escrito “según Lucas”, por
ejemplo, debe ser respetado y aceptado, aunque no coincida inmediatamente con lo que dice
Marcos o Juan. Es más, mientras que en el caso de los Evangelios el mensaje se basa
esencialmente en la vida de Jesús y en sus palabras, en el caso de Pablo la verdad de Cristo
se arraiga de forma casi exclusiva en el acontecimiento de su muerte y resurrección. Por otra
parte, la diversidad de planteamiento entra la carta a los Romanos y la carta de Santiago
resulta paradigmática en relación con la pluralidad mediante la cual la Escritura atestigua la
verdad de Dios.

Esta polifonía de voces sagradas le se ofrece como modelo a la Iglesia, para que asuma en el
presente la misma capacidad de conjugar el mensaje que debe transmitir a los hombres con el
necesario respeto a la variedad multiforme de las experiencias individuales, de las culturas y
de los dones otorgados por Dios.

Verdad en forma histórica

146. Una segunda característica importante de la verdad bíblica se expresa en su haberse ido
configurando en forma histórica. Algunos libros de la Escritura llevan la indicación de la
época en la que fueron escritos; en los otros casos la ciencia exegética los sitúa de manera
plausible en distintas épocas históricas. El arco temporal abarcado por la literatura bíblica es
sin duda amplísimo, pues supera el milenio; en él se revela necesariamente el legado de ideas
ligadas a una época particular, de oipiniones fgruto de experiencias y preocupaciones
características de un momento específico del pueblo de Dios. La labor desarrollada por los
redactores en orden a dar cierta coherencia doctrinal y práctica al texto sagrado no ha
eliminado en modo alguno las huellas de la historia, desvelando sus titubeos y sus
imperfecciones, tanto en el ámbito teológico como en el antropológico. Deber del intérprete
es, pues, evitar la lectura fundamentalista de la Escritura y situar de este modo las diversas
formulaciones en su contexto histórico, según los géneros literarios entonces al uso. Es
acogiendo esta modalidad de la Revelación divina como seremos conducidos al misterio de
Cristo, manifestación plena y definitiva de la verdad de Dios en la historia de los hombres.

Verdad canónica

147. La perspectiva católica en la interpretración de la Biblia sostiene además que la verdad


de Dios debe ser acogida en la integridad de la Revelación, atestiguada en el Canon de las
Sagradas Escrituras. Esto significa que la verdad revelada no puede ser limitada a una parte
del patrimonio sagrado (rechazando, por ejemplo, el Antiguo Testamento, para afirmar el
Nuevo), ni ser restringida a un núcleo homogéneo, que eliminaría el resto o lo relativizaría
como poco significativo. No sólo todo lo que es inspirado es necesario para la plena
revelación de Dios, sino que cada una de las partes debe leerse en relación con las otras,
según un principio de armonía que no identifica con la uniformidad, sino más bien con la
suave convergencia de los elementos diversos.
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Resulta claro, sin embargo, que, en la perspectiva cristiana, la verdad del escrito bíblico se da
en el testimonio sobre el Señor Jesús, “mediador y plenitud de toda la revelación” (Dei
Verbum, n. 2), Él que se define “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14,6). Esta centralidad esencial
del misterio de Cristo no excluye, sino que más bien resalta las tradiciones antiguas, que,
como afirma el mismo Cristo, hablan de Él (cf. Jn 5,39) y de la salvación definitiva que se
realizó en su muerte y resurrección Cristo es, en su infinito misterio, el centro que ilumina
toda la Escritura.

Las tradiciones literarias de otras religiones

148. Se hace aquí una alusión a la forma en que hay que comprender la relación entre la
Sagrada Escritura y las tradiciones literarias de otras religiones. Tal cuestión es de una
apremiante actualidad para el diálogo interrelioso; su solución no es ciertamente cómoda,
puesto que se debe conjugar el principio irrenunciable de la “unicidad y universalidad del
misterio de Jesucristo y de la Iglesia” (como reza el título de la Declaración “Dominus Iesus”
de la Congregación para la Doctrina de la Fe) con el justo aprecio justo por los tesoros
espirituales de otras religiones. El presente Documento no ha explicitado las líneas, que, a
partir de la Sagrada Escritura, podrían sugerirse a la atención teológica y pastoral de la
Iglesia. Con todo baste evocar la figura de Balaán (Nm 24) para evidenciar que la profecia
(inspirada) no es prerrogativa del pueblo de Dios, y recordar que S. Pablo, en el discurso del
Areópago, expresión una adhesión convencida a las intuiciones de los poetas y filósofos
griegos (cf. Hch 17,28). Por otra parte, se reconoce plenamente que la literatura del Antiguo
Testamento es deudora en buena medida de cuanto se había escrito en Mesopotamia y Egipto
y que también los libros del Nuevo Testamento se nutren ampliamente del patrimonio
cultural del mundo griego. Las semina Verbi se hallan esparcidas en el mundo y por ello
mismo no pueden quedar encerradas en el solo texto de la Biblia. La Iglesia ha definido lo
que considera inspirado, pero no se ha manifestado negativamente sobre todo el resto. Sin
embargo, la Palabra de Dios transmitida en las Escrituras canónicas, en particular en la parte
de la misma que atestigua directamente al Verbo hecho carne, constituye el principio de
discernimiento de la verdad de cualquier otro testimonio religioso, bien sea en la Iglesia o
bien en las diversas tradiciones de los diferentes pueblos de la tierra.

Según se sigue de estas últimas consideraciones, la Iglesia vive de un virtuoso círculo


hermenéutico; saca de la escucha de las palabras de la Escrituralos principios de su fe e,
iluminada por esta fe, es capacitada, no sólo para interpretar correctamente lo que lee como
su libro sagrado, sino además para decidir sobre el valor de cualquier otro testimonio que
pretenda ser escuchado. Es propio del Espíritu ser el principio de verdad que pone en
movimiento y lleva a plenitud el proceso creyente, en una apertura indefinida al manifestarse
de Dios en la historia

3. La interpretación de páginas difíciles de la Biblia

149. Así, pues, la Iglesia, cuerpo vivo de lectores creyentes, intérpretes autorizados del texto
inspirado, es la mediación de la acogida y la proclamación de la verdad de la Escritura en
cualquier momento histórico y, consiguientemente, también hoy. Puesto que la Iglesia está
dotada del Espíritu Santo, es realmente “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15),
en la medida en que transmite fielmente al mundo la Palabra que la constituye. Su misión se
desarrolla anunciando con franqueza (parrhesia) a Cristo Jesús como Salvador único y
definitivo (Hch 4,12); pero es también deber de la Iglesia, en su condición de maestra, ayudar
a los fieles y a los hombres que buscan la verdad a interpretar correctamente los textos
bíblicos, mediante metodologías oportunas y presupuestos hermenéuticos apropiados. En
esto ha sido especialmente útil un anterior Documento de la Pontificia Comisión Bíblica
sobre La interpretación de la Biblia en la Iglesia, del año 1993.

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3/27/2020 La inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura - Pontificia Commisión Bíblica

De hecho, desde hace algún tiempo se han hecho más insistentes las reservas sobre la
tradición bíblica debido a que algunas de sus páginas o algunos de sus filones literarios
parecen inaceptables para la conciencia contemporánea, por representar concepciones judías
superadas, costumbres o prácticas jurídicas discutibles o incluso reprobables, relatos que
parecen carentes de fundamento histórico. De ello se sigue un descrédito difuso del texto
sagrado y una desconfianza larvada sobre su utilidad pastoral, hasta el punto de cuestionar la
misma inspiración de ciertas partes de la Biblia y consiguientemente su verdad. Por todo ello
no basta afirmar, de modo genérico, que en el Antiguo Testamento se encuentran “cosas
imperfectas y adaptadas a su época” (Dei Verbum, n. 15), o recordar que también los
escritores del Nuevo Testamento fueron deudores de la mentalidad de su tiempo; si es justo
reafirmar el principio de la encarnación, aplicándolo de forma análoga a la puesta por escrito
de la Revelación divina, también es obligado señalar que, en esa debilidad humana
resplandece en cualquier caso la gloria del Verbo. Tampoco basta eliminar, en nombre de una
prudente solicitud pastoral, suprimir de la lectura pública en las asambleas litúrgicas los
pasajes problemáticos; quien conoce todo el texto podrá incluso recelar de una reducción del
patrimonio sagrado o acusar a los pastores de ocultar de forma indebida los aspectos difíciles
de la Biblia.

150. La iglesia no puede eximirse de la tarea humilde y tenaz de interpretar, de manera


respetuosa, toda la tradición literaria que define inspirada y, consiguientemente, expresión de
la verdad de Dios. Ahora bien, para interpretar se requiere ante todo disponer de principios
claros que ayuden a comprender que el sentido de cuanto ha sido transmitido no se identifica
inmediatamente con la “letra” del texto. Por otra parte, es necesario actuar puntualmente,
afrontando uno tras otros los nudos que es preciso deshacer, de forma que se exprese el
compromiso obligado del creyente de hacer suya la palabra de Dios de acuerdo con el don de
entendimiento que el Espíritu otorga en cada momento de la historia.

Este Documento de la Pontificia Comisión Bíblica ha seleccionado por ello algunos de los
mayores problemas que plantean actualmente alguna dificultad al lector y ha sugerido
algunas pistas para una interpretación posible de los mismos, en el marco de nuestra fe. Es
posible que la brevedad del tratamiento no guste a todos, pero los principios hermenéuticos
expuestos y algunas indicaciones concretas a cuestiones específicas no dejarán de ser útiles.

Más que un examen definitivo y exhaustivo de las problemáticas difíciles que plantea el texto
se formula aquí un posible recorrido hermenéutico, en el intento de suscitar una reflexión
ulterior en diálogo con otros intérpretes del texto sagrado. En el esfuerzo común de
búsqueda, el camino hacia la verdad resultará más humilde y, al mismo tiempo, más
luminoso, al estar impregnado por la escucha recíproca del mismo Espíritu.

[1] La traducción de textos del Concilio se ha tomado de la edición de la BAC (NdT).

[2] Cf., sobre este punto, PCB, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano,
BAC, Madrid 2009, n. 20.

[3] Ver antes p.XXXX.

[4] Città del Vaticano 1993 (cf. EB 1259 - 1560).

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