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Biografía lectora

Mis recuerdos más tempranos relacionados a la Literatura se remontan a las canciones de


Maria Elena Walsh que nos cantaban a la guardería a la que asistía. Debido a eso, los
primeros años de mi vida estuvieron inundados de revistas, cantos, poemas, libros pequeños y
grandes de Manuelita. Paralelamente también recuerdo las leyendas sobre la naturaleza del
Chaco que me contaba mi mamá de camino a la guardería. La que aún persiste con fuerza en
mi memoria es la de la flor del irupé.

En los años siguientes me acompañaron los cuentos tradicionales: Caperucita roja,


Blancanieves y los siete enanitos, Cenicienta, Los Tres Cerditos, etc. Si bien la escuela fue la
que me tejió el puente hacia ellos, los conocí de otra manera en una academia de inglés a la
que concurría. Allí leímos e interpretamos una versión en inglés de La Sirenita.
Las revistas semanales tales como “Anteojito” y “Billiken” también estuvieron muy presentes
en esa época y de las cuales creo que nació mi deseo de leer y descubrir cosas que pudieran
interesarme y apasionarme.

Ya en los últimos años de la escuela primaria había leído algunos cuentos de Horacio
Quiroga que no recuerdo con claridad pero sí que me gustaron mucho, tanto que años más
tarde, más o menos a mitad de la secundaria, al volver a encontrarme con el autor, me
terminó por encantar. Cuentos de amor de locura y de muerte me fascinaba, y en la misma
línea empezaron a aparecer autores tales como Poe y Lovecraft.

Los últimos tres años de la escuela secundaria fueron los años en que más leí puramente por
placer e interés, con un disfrute despreocupado y apasionado, los libros que desde la currícula
escolar nos mandaban. Leímos en las clases de lengua El Corazón Delator, de Edgar Allan
Poe, así como también Frankenstein, de Mary Shelley; algunos poemas de Alfonsina Storni y
Alejandra Pizarnik, Ensayo sobre una ceguera, de José Saramago; Pedro Páramo, de Juan
Rulfo; Piedra, papel y tijeras, de Inés Garland; un montón de cuentos entretenidisimos de
Cortázar de los cuales Axolotl y Una Flor Amarilla persisten en mi memoria como una de las
mejores experiencias de lectura de ese tiempo, que creo que no hubieran podido darse así de
no ser por la gran labor docente de mis profesorxs.

Paralelamente a las lecturas del colegio, también leía lo que estaba de moda en esos años:
novelas juveniles como la trilogía de Los Juegos del hambre, de Suzanne Collins; Hush
Hush, de Becca Fitzpatrick; Hija de Humo y Hueso, de Laini Taylor; El Nombre del Viento,
de Patrick Rothfuss; entre otros. También algunas obras como Bajo la Misma Estrella, de
John Green, Las Ventajas de ser un marginado, de Stephen Chbosky; etc fueron
significativas en mi camino de lectura.

Más adelante, ya en los primeros años de la universidad, conocí Veinte poemas para ser
leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo, los Diarios de Alejandra Pizarnik, algunos poemas
de Juan Gelman. Pude leer los cuentos de Jorge Luis Borges de otra manera, ya no me
parecían tan inaccesibles como en la secundaria. Conocí los relatos clásicos: Homero, Platón,
Horacio, Catulo, entre otros. Algunas alusiones en clase a Kafka hicieron que terminara
leyendo Cartas al padre, que de hecho fue uno de los últimos libros que pude leer de corrido,
cuando las lecturas que me exigía la Universidad no eran tan agobiantes.

Recién este año (el cuarto cursando mi carrera) pude permitirme volver a leer por placer.
Gracias a esto conocí la obra de Alejandra Kamiya Los árboles caídos también son el
bosque, que fue un gran pie para la profundización de mi interés sobre la cultura japonesa. En
esa misma línea leí algunos poemas de José Watanabe, como también algunos de Julia Wong,
ambos poetas que se ubican en la frontera de Latinoamérica y Asia.

Magnano, Virginia Luisa


04/11/2019

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