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Jill Tomlinson

La gata que quería volver a casa


1. Un cesto poco corriente

Suzy era una gatita atigrada. Tenía unos bigotes blancos, tiesos y almidonados, y
en las patas calcetines a rayas como los de un futbolista.

Suzy vivía en la casa de un pescador, en un pueblecito costero de Francia. El


pescador tenía cuatro hijos: Pedro de diez años, Enrique de ocho, Pablo de seis y
Gaby de cuatro. Cuando se ponían en fila, parecían los peldaños de una escalera.

Los niños jugaban con Suzy y la llevaban siempre con ellos a todas partes.

Pedro, el mayor, hizo a Suzy un afilador enrollando un trozo de alfombra vieja a


una pata de la mesa de la cocina. Así Suzy podía afilarse las uñas siempre que
quisiera.

Enrique conocía muy bien en qué parte de la tripa salpicada de lunares tenía Suzy
más cosquillas. Y Enrique sabía hacer cosquillas con mucha habilidad.

Pablo había hecho a Suzy un juguete, que consistía en una bola de papel atada a
una larga cuerda. Pablo arrastraba la bola por el suelo para que la gata la cazase.
Como Suzy corría muy deprisa, pronto alcanzaba a Pablo y daba zarpazos a la
pelota de papel una y otra vez. Pablo tenía que pararse para recobrar aliento y
entonces, tirando de la cuerda, levantaba la pelota por encima de la cabeza de
Suzy, que brincaba y saltaba para cogerla. Cuando la gata estaba a punto de tocar
la pelota, Pablo tiraba de nuevo de la cuerda. Sí, Pablo era muy divertido.

Pero Gaby, el más pequeño, era el mejor. Suzy le adoraba por una sencilla razón.
Gaby desconocía la manera apropiada de acariciar a un gato. A la mayoría de los
gatos les gusta que les acaricien de la cabeza a la cola, o sea, en el sentido del pelo.
Pero Gaby siempre atusaba a Suzy a contrapelo, de la cola a la cabeza, y a Suzy eso
le encantaba. Se retorcía de gusto bajo la mano del niño, ronroneando como una
máquina de coser y pidiéndole que lo hiciera otra vez y otra. Aquello le gustaba
más que nada del mundo. Sí, más que comer pescado, y eso que a Suzy le gustaba
muchísimo el pescado, que era lo que tomaba a diario de almuerzo y de cena.

Los niños solían ayudar a su padre cuando éste volvía a casa en su barca con la
pesca del día. Todos los días le esperaban en el muelle Pedro, Enrique, Pablo y
Gaby y también Suzy. Ella sabía que le darían el pescado que era demasiado
pequeño para ser puesto a la venta. Siempre había algo para Suzy, hasta cuando la
pesca no había sido demasiado buena. Si los chicos no la obligaran a hacer
ejercicio, se habría puesto muy gorda.

Suzy detestaba que los niños estuviesen en la escuela. Durante ese tiempo no tenía
a nadie con quien jugar, nadie que bambolease encima de su cabeza una pelota de
papel o le diese ocasión de subirse a los árboles. Así que daba vueltas y correteaba
sola por el muelle o se iba a explorar por su cuenta los campos de detrás del
pueblo.

Un día en que andaba cazando mariposas por el campo, casi se dio de bruces
contra un gran cesto. Para Suzy los cestos eran un objeto familiar —había
montones de ellos en el puerto —, pero éste era mucho más grande que todos los
que había visto hasta entonces. Llena de curiosidad, se subió al borde del cesto y se
asomó a su interior. Aquel cesto era tan grande que tenía en su fondo un taburete
de madera. Y debajo del taburete había una sombra deliciosa.

Era un día muy caluroso. Suzy decidió echarse allí una siestecita. Saltó suavemente
dentro del cesto y se tumbó bajo el taburete metiendo el hocico entre el rabo. Así
enroscada parecía un enorme y peludo caracol.

Muy pronto Suzy dormía profundamente.

Cuando despertó, notó algo muy peculiar. El cesto parecía balancearse de un lado
a otro arrullándola. De un brinco Suzy se subió al borde, dispuesta a saltar hacia
afuera, pero cambió inmediatamente de decisión al mirar desde lo alto. El suelo se
encontraba lejos, muy lejos allá abajo, demasiado lejos para lanzarse a él. Al ver
que el cesto temblaba otra vez, se sujetó fuertemente agarrándose con las uñas a
una cuerda.

¿Cuerdas? No recordaba haberlas visto cuando trepó al cesto. Miró hacia arriba.
Las cuerdas estaban sujetas a un enorme globo, un globo descomunal. ¡Suzy se
elevaba volando por el cielo en un cesto suspendido de un globo!

¡Pobre Suzy! Se deslizó hacia abajo y se acurrucó en el suelo, temblando de miedo.

Entonces sintió una mano suave sobre el lomo y, al mirar hacia arriba, se encontró
con que había un hombre con ella dentro del cesto.

—Hola, gatita —dijo —. Yo no te había invitado, pero ahora es demasiado tarde


para devolverte a tierra. Tendrás que venirte conmigo a Inglaterra.

Suzy no sabía dónde estaba Inglaterra, pero sí sabía que ella no quería ir allí.
Quería quedarse en Francia, en su pequeña aldea de pescadores, con los niños.
— Chez moi —gimió. Aquello sonó algo así como «she mua»: Suzy estaba diciendo
en francés que quería volver a casa.

Pero el hombre maniobraba con su globo, que se tambaleaba violentamente, y


estaba demasiado ocupado para hacer caso a su pequeña pasajera.

Así Suzy volaba en globo sobre el mar entre Francia e Inglaterra. Le fastidiaba el
continuo bamboleo de aquel artefacto. Pero lo peor era ver desaparecer la costa de
Francia: Francia y con ella Pedro, Enrique, Pablo y Gaby; Francia y todo lo que
Suzy conocía y amaba.

— Chez moi — repetía gimiendo, pero nadie la escuchaba.

Grandes nubes como blancas bolas infladas navegaban por debajo de ellos y,
mucho más abajo, en el mar, barcos que parecían de juguete. El espectáculo era
realmente interesante y bello, pero Suzy no estaba en condiciones de apreciarlo. No
podía apartar de su mente el pensamiento de cómo podría atravesar aquella
enorme superficie de agua para regresar a casa.

Aterrizaron en Inglaterra con un gran golpetazo. Suzy no se dio cuenta de que


estaban de nuevo en tierra porque durante el trayecto final había mantenido los
ojos fuertemente cerrados. Pronto saltó de la cesta y echó a correr. Toda prisa le
parecía poca para alejarse del globo aquel.

Estaba muerta de hambre. Se dirigió corriendo hacia donde olía a pescado. Pero el
olor venía del mar y allí ni había peces ni barcos de pesca. Era una ciudad de la
costa inglesa que no se parecía en nada a su pueblecito.

Frente al mar había una gran explanada de cemento, con escaleras que bajaban
hasta la playa.

¡Pobre Suzy! Se sentó en las escaleras mirando tristísima a las olas. ¿Cómo iba a
volver a casa a través de toda aquella agua?

Afortunadamente pasó por allí una dama de la Sociedad Protectora de Animales.


Tenía la especialidad de encontrar casas para gatos abandonados. Cogió a Suzy en
brazos y la llevó a casa de una encantadora anciana, llamada tía Chon.

—¿Podría usted ocuparse de esta gatita, tía Chon? —le preguntó la dama de la
Sociedad Protectora de Animales—. Nunca la había visto antes por estos
alrededores, debe de haberse perdido.
—Claro que sí, puede quedarse conmigo —respondió tía Chon—. Así hará
compañía a Biff.

Biff era el nuevo periquito de tía Chon, que estaba aprendiendo a hablar.

—Hola, tía Chon —decía con su cascada voz.

Naturalmente, Suzy no entendía el inglés, pero sí comprendió que era para ella un
platito de leche que le pusieron delante y que lamió rápidamente hasta la última
gota. Como era una gata muy bien educada, dijo:

— Merci.

(Palabra que en francés quiere decir «gracias».)

—¡Qué maullido tan gracioso tienes! —dijo tía Chon.

— Merci —repitió Biff.

—¡Oh, qué listo eres, Biff! —exclamó tía Chon.

—Listo Biff —coreó el periquito—. Merci.

Suzy durmió aquella noche en una vieja y confortable butaca. Tía Chon le hizo
caricias y Suzy ronroneó de placer. Ronroneaba en francés, aunque el ronroneo
suena igual en todo el mundo.

Pero aquello no era lo mismo que estar en casa. ¡Suzy echaba de menos las caricias
que Gaby le hacía a contrapelo!
2. Ir y volver no es bueno

Así fue como Suzy empezó a vivir con tía Chon y el periquito Biff.

A la mañana siguiente tía Chon sacó su triciclo para ir de compras. Era un hermoso
triciclo de enormes ruedas con un cestillo en la parte de atrás. Tía Chon era
demasiado mayor para montar en una bici sencilla.

Cuando Suzy la vio ponerse el sombrerito ante el espejo del recibimiento y


sujetárselo al moño con un agujón, sospechó que se disponía a salir.

Tía Chon llevaba unos metros pedaleando calle abajo cuando de pronto oyó un
maullido detrás de ella.

— Chez moi —era la voz de Suzy.

Tía Chon hizo un brusco viraje y se detuvo en seco.

—¡Eh, gatita, me has asustado! ¿Qué haces ahí?

Pero Suzy no entendía.

— Chez moi —volvió a exclamar y se arrellanó poniéndose más cómoda en el


cestillo.

—Bien, puesto que quieres acompañarme, puedes venir conmigo —dijo la tía
Chon, pedaleando de nuevo—. Pero siéntate y ve calladita.

De este modo Suzy llegó cómodamente al paseo marítimo, montada en el triciclo


de tía Chon. Al ver otra vez el mar, se puso muy excitada. Aquella sábana azul con
encajes de espuma ribeteando las olas era el lazo que la unía con Francia. ¡Deseaba
tanto volver pronto a su hogar!

Tía Chon aparcó su triciclo ante la carnicería y, no bien hubo desaparecido en su


interior, Suzy saltó del cesto, cruzó la calle y bajó a la playa. Había niños por todas
partes, jugando con la arena y el agua igual que los niños franceses. Suzy los sorteó
ágilmente y corrió derecha hasta el borde del agua. Tenía la esperanza de
encontrar algún bote de pesca, como el de sus dueños, pero allí no había nada que
se le pareciera. Sólo había bañistas y más bañistas saltando y salpicando en el agua.
Estaba tan embebida contemplando el mar en busca de alguna barca, que no se dio
cuenta de que las olas empezaban a bañarle las pezuñas.
—¡Oh, mira, un gatito chapoteando en la orilla! —dijo una niña a su padre que
estaba sentado en una hamaca leyendo el periódico.

—Los gatos no chapotean, Carolina —dijo el padre—. Los gatos odian el agua.

—Pues ése está chapoteando —dijo Carolina—. Voy a verle.

Dejó el cubo y la pala con los que estaba jugando y corrió hacia la orilla.

Suzy se había ido un poco más lejos, pero era fácil encontrarla siguiendo las
huellas de sus patas en la arena.

—Gatito —dijo Carolina acariciando a Suzy. Suzy se estremeció y se restregó


ronroneando contra la mano de la niña.

—¡Qué mimosa eres! —dijo la niña levantando a la gata en vilo y echándosela al


hombro—. Ven, te voy a enseñar a papá. El no me cree que te hayas mojado las
patas.

La niña se encaminaba hacia donde estaba su padre cuando de repente Suzy dio
un salto y salió corriendo en dirección hacia unas rocas. ¡Había visto algo! Desde el
hombro de Carolina podía ver mejor por encima de las cabezas de los bañistas y
estaba segura de que había divisado una barca. ¡Una barca! ¡Por fin podría volver a
casa!

Carolina intentó seguirla, pero Suzy era mucho más rápida. Además, su padre se
enfadaría si ella desaparecía sin haberle dicho adónde iba. ¡Qué pena! Ahora nunca
creería que ella había visto a un gato meterse en el agua.

Suzy llegó a las rocas y miró por detrás de ellas. ¡Sí! ¡Allí había una barca! Era un
bote de plástico muy pequeño, pero como no había otra cosa tendría que servir. Un
niño remaba dentro del botecillo cerca de las rocas. Suzy trepó por su superficie
cubierta de algas resbaladizas, para que el niño pudiera verla, y fijó en él sus
grandes ojos verdes.

—Chez moi —gritó esperanzada—. Chez moi.

El niño miró hacia arriba y se quedó sorprendido al descubrir a Suzy. Nunca había
visto a un gato en la playa.

—¿Qué quieres, gatito? Me figuro que no querrás dar un paseo.

Suzy respondió metiéndose de un brinco en el bote. Allí se hizo un ovillo y esperó


pacientemente. ¡Por fin emprendía el viaje de vuelta!

Pero, naturalmente, no era así. Nadie cruza el Canal en un bote de juguete. Al niño
sólo le dejaban navegar por las aguas poco profundas muy cerquita de la costa. Al
cabo de algunos minutos de ir y volver, sin alejarse del mismo sitio, Suzy empezó a
inquietarse. ¡Así no llegaría nunca a Francia!

— Chez moi —volvió a insistir gimiendo. ¿Cómo no comprendía el niño lo


importante que era para ella volver a casa? — Chez moi.

—¿Qué, quieres bajarte ya? —le preguntó el niño—. De acuerdo, espera un


momento. Y acercó la canoa a una roca lisa. Cuando Suzy se dio cuenta de que
volvían a tierra, perdió toda esperanza de llegar a Francia en aquel viaje, así que se
dispuso a saltar.

—¡Ten cuidado con tus uñas! —gritó el niño de repente al ver que la gata las
clavaba en el plástico—. ¡Vas a pinchar la barca!

Demasiado tarde. Suzy no entendió lo que el niño le decía y saltó a la roca dejando
tras sí cuatro grupos de agujeritos por los que el aire comenzó a escaparse con un
sonoro silbido. No, las uñas no son buenas para los botes de plástico.

El niño desembarcó también y arrastró el bote basta la orilla.

—Es la última vez que llevo un gato a bordo —gruñó sacando de una bolsa el
estudie de herramientas para reparar la embarcación.

El bote perdía aire por momentos y estaba completamente desinflado cuando Suzy
llegó a la carnicería.

El triciclo de tía Chon ya no estaba allí, pero Suzy recordaba el camino que
conducía a la casa de aquélla y hacia allí se encaminó.

—¿Dónde has estado, gatita? —le preguntó tía Chon al entrar.

—¿Dónde has estado, gatita? —repitió Biff con su cómica voz —. Listo Biff.

—Sí, muy listo, Biff —dijo tía Chon—. Bueno, gatita, aquí tienes tu comida.

Y le puso delante un platito con hígado.

Suzy se lo comió todo. No era pescado, pero estaba muy rico.

—Merci —dijo limpiándose los bigotes.


—¡Qué maullido tan gracioso tienes! —dijo tía Chon.

—Merci —repitió Biff—. Listo Biff.

Y Suzy ronroneó.

Pero echaba de menos a Gaby y sus caricias a contrapelo.


3 ¡Sólo era un juego!

A la mañana siguiente tía Chon sacó de nuevo su triciclo y Suzy se encaramó en el


cestillo. Hacía mucho viento y tía Chon tuvo que ir asegurándose el sombrero
durante todo el camino.

Cuando doblaron la esquina y enfilaron por el paseo marítimo, casi vuelcan. El


viento soplaba violentamente desde el mar y olas enormes rompían atronadoras
contra la playa.

Tía Chon consiguió aparcar delante de la tienda de comestibles. Suzy se fue a ver
las olas. En un día como aquél no esperaba tener la oportunidad de regresar a
Francia.

Pero ¿qué era aquello? Un joven se adentraba en el mar a través de las olas
llevando con los brazos en alto un tabla encima de la cabeza. ¡Seguro que se dirigía
a Francia!

Suzy corrió hacia él pero, cuando llegó, el joven ya estaba muy lejos dentro del
agua, nadando y empujando la tabla delante de él.

La gata se quedó mirándole desolada. Se iba sin ella. ¡Tanto como ella deseaba
volver a casa! Levantó la cabeza y gimió:

— Chez moi.

¿Cómo? El joven debía de haberla oído porque volvía a la orilla. ¡Volvía a buscarla!

Suzy corrió a su encuentro sin importarle mojarse. El joven saltó de la tabla cuando
ésta tocó la playa. Suzy se subió de un brinco a ella. El joven estaba extrañadísimo.

—¿Te apetece hacer «surf» conmigo? —preguntó—. Creí que a los gatos no les
gustaba el agua.

— Chez moi — dijo Suzy.

—Está bien. Agárrate fuerte. Si te sueltas, te vas a mojar.

El joven levantó la tabla con Suzy sobre ella por encima de la cabeza,
manteniéndola fuera del alcance de las olas.

Suzy tenía que hacer grandes esfuerzos para guardar el equilibrio, pero estaba
feliz. ¡Francia al fin!

No se sintió tan feliz cuando el joven empezó a nadar, empujando la tabla delante
de él, en ocasiones a través de las olas. Suzy entonces cerraba los ojos y se agarraba
más fuerte a la tabla, escupiendo aquella repugnante agua de mar cuando se
tragaba una bocanada.

De pronto el joven gritó:

—¡Aquí viene una buena!

Se encaramó a la tabla, se arrodilló sobre ella y finalmente se puso de pie.

Una ola gigantesca los levantó en su cresta arrojándolos violentamente a la playa...


de Inglaterra. Suzy estaba furiosa.

— Chez moi —suspiraba.

—Sí, es maravilloso — gritó el joven creyendo que la gata estaba disfrutando tanto
como él.

Había otros muchos jóvenes haciendo «surf» en la playa, los cuales se quedaron
pasmados al ver a Suzy.

—¿Dónde la has encontrado, Bill? —le preguntó a voces uno de ellos—. ¿Es un
nuevo miembro del club?

—Sí —contestó Bill—. Es tremenda. Una verdadera campeona, ya verás.

Todos se dirigieron al agua y Suzy volvió a cobrar ánimos. ¡Estaba claro, el joven
había regresado para buscar a los otros, eso era todo! Ahora se irían todos a
Francia.

Por supuesto que no fue así. Entraron en el mar y salieron de él varias veces, hasta
que Suzy cayó en la cuenta de que aquello no era más que un juego, una diversión.

A los jóvenes Suzy les pareció maravillosa y, cuando dejaron el «surf» para comer,
le hicieron toda suerte de mimos. La envolvieron en una toalla para secarla y le
dieron de comer una lata entera de sardinas. ¡Pescado! Luego jugaron con ella a la
pelota y corrieron por la playa arrastrando un cinturón para que ella lo cazara.

Suzy se lo pasó estupendamente, aunque no había podido volver a Francia.

Cuando regresó a casa de tía Chon, Biff le preguntó: —¿Dónde has estado, gatita?
—Sí, ¿dónde has estado? —preguntó también tía Chon—. A juzgar por tu aspecto,
has debido de estar nadando. Tienes algas en el rabo.

Suzy se sentó y se lavó lamiéndose de arriba abajo. Tía Chon barrió las algas y
luego puso un plato de carne picada delante de la gata.

Suzy se lo comió todo. No era pescado, pero estaba muy rico.

—Merci —dijo limpiándose los bigotes.

—¡Qué maullido tan gracioso tienes! —exclamó tía Chon.

Y Suzy ronroneó.

Pero echaba de menos a Gaby y sus caricias a contrapelo.


4. Un gato nadando a lo perro

A la mañana siguiente tía Chon sacó de nuevo su triciclo y Suzy se encaramó en el


cestillo.

—No sé si llevarte conmigo —dijo tía Chon—. ¡Ayer volviste tan sucia!

— Chez moi — repitió Suzy preguntándose por qué tía Chon no arrancaba.

—Bueno, bueno —dijo tía Chon—, pero a ver si hoy te portas bien.

Pedaleó hacia sus tiendas. El viento se había calmado y, cuando doblaron la


esquina del paseo marítimo, vieron el mar liso y claro como un cristal.

No había acabado tía Chon de aparcar su triciclo cuando ya Suzy se había tirado
del cesto.

—¡Qué prisas! —exclamó tía Chon viendo cómo la gata salía corriendo hacia el
mar—. ¡Vaya gatita corretona!

La corretona gatita buscaba con la mirada algún barco. En un día tan tranquilo
como aquél no podía por menos de haber algún barco que se dirigiera a Francia.

Había algunas barcas de pedales que se deslizaban de un lado para otro. Pero Suzy
había aprendido mucho. Sabía que aquel ir y volver no le interesaba. Ella
necesitaba una embarcación que saliera a altamar.

¡Y allí había una! Una motora rápida que arrastraba a una jovencita. La chica
patinaba por el agua sobre dos tablas largas y estrechas. ¡Qué velocidad! Una
motora como aquélla podía llevarla a Francia en un periquete.

Suzy se dirigió hacia el extremo del embarcadero, donde una motora se disponía a
partir y otra chica se preparaba para que tirara de ella.

Suzy se quedó mirándola. Había abrigado la esperanza de que alguna de aquellas


motoras la remolcara a ella. Pero los esquís eran demasiado grandes para sus patas.

La chica se agarró a una cuerda que colgaba detrás de la motora. Suzy tampoco
podría agarrarse a la cuerda con sus pequeñas uñas.

Lo único que podía hacer era... montar con la chica.


Dio un salto y aterrizó sobre los hombros de la muchacha. Pero a ésta no le gustó lo
más mínimo.

—¡Largo! —gritó—. ¡Pero qué diablos...!

Miró de reojo hacia atrás para ver qué era aquel objeto peludo que se le había
venido encima, pero no se atrevía a soltar la cuerda para espantarlo porque iban a
arrancar de un momento a otro.

—¡Largo, quítate de ahí! —repitió tratando de empujar a Suzy con la barbilla, pero
Suzy no estaba dispuesta a dejarse echar de allí fácilmente.

Luego ya fue demasiado tarde. Con un gran bramido la motora salió disparada del
embarcadero. La chica se sujetó fuertemente a la cuerda mientras se esforzaba por
mantener el equilibrio sobre los esquís con Suzy enroscada en sus hombros.

En el embarcadero había montones de gente contemplando el espectáculo de los


esquiadores acuáticos. Cuando vieron a Suzy se echaron a reír.

—¡Un gato esquiador! —gritaban—. ¡Mirar eso!

La gata esquiadora estaba pasando verdaderos apuros para no caerse.

¿A qué se podría agarrar? La chica tenía una larga melena, así que Suzy se las
arregló para enredar en ella una de sus uñas y afianzarse de este modo.

—¡Ay! — gritó la pobre chica, pero no podía hacer nada.

Suzy estaba empezando a divertirse. Era excitante ir tan deprisa y sin mojarse. A lo
más, algunas pequeñas salpicaduras. ¡Qué forma tan bonita de volver a Francia!

Pero no tardó en darse cuenta de algo. ¡La otra motora había dado la vuelta y
ponía rumbo al punto de partida! ¿Haría la suya lo mismo?

Sí, su motora comenzó a virar. ¡Qué decepción!

— Chez moi —gimió Suzy al oído de muchacha.

Aquello fue demasiado para la chica. Dio un respingo, perdió el equilibrio y, un


minuto después, ella y Suzy se encontraban en el agua luchando con las olas,
mientras la motora regresaba sin ellas al embarcadero.

Suzy se dirigió también hacia allí. ¡Descubrió que podía nadar! ¡Un gato nadando a
lo perro!
Entretanto la tripulación de la motora se dio cuenta de que había perdido a su
esquiadora y volvió a recogerla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el piloto a la chica al ayudarla a subir a la


embarcación.

—¡Ese maldito gato! —contestó la chica—. Ha sido por su culpa.

—¿Qué gato? —inquirió el hombre—. No veo ninguno.

—¡Oh, el pobrecito debe haberse ahogado! —la esquiadora parecía de pronto


arrepentida—. Estaba tan ocupada tratando de mantenerme a flote que no me he
enterado de qué ha sido del animalito.

—¡Míralo! —dijo el otro tripulante—. Va nadando. Ya casi llega al embarcadero.

En efecto, Suzy, empapada y tiritando, trepaba por el embarcadero. La gente


aplaudía y la esquiadora se sintió tan aliviada de que el gato no se hubiera
ahogado, que le perdonó la faena.

Suzy se escurrió entre la gente y corrió a casa de tía Chon.

—¿Dónde has estado, gatita? —preguntó Biff.

—¡No hace falta preguntar! —dijo tía Chon viendo con horror cómo la empapada
Suzy ponía perdida la alfombra—. Viene aún más sucia que ayer.

Frotó a Suzy de pies a cabeza con una gruesa toalla y la envolvió en una manta
eléctrica para que se secara.

Luego le dio de comer un guiso de conejo.

—Aunque no te lo mereces —comentó la tía Chon.

Suzy se lo comió sin dejar nada. No era pescado, pero estaba muy rico.

—Merci —dijo limpiándose los bigotes.

—¡Qué maullido tan gracioso tienes! —exclamó tía Chon—. Pero eres una gata
muy traviesa.

Y acarició su piel mientras Suzy ronroneaba.

Pero Suzy echaba de menos a Gaby y sus caricias a contrapelo.


5. El camino más húmedo

A la mañana siguiente, cuando tía Chon se puso a leer el periódico, lo primero que
vio fue una foto de Suzy haciendo esquí acuático.

—¡Con que eso es lo que estuviste haciendo ayer, gatita! —dijo tía Chon—. No me
extraña que vinieras tan mojada. Creo que hoy será mejor que te quedes en casa.

Pero cuando tía Chon sacó su triciclo, Suzy se subió de un salto al cestillo como de
costumbre.

—Chez moi —pidió a tía Chon con una mirada suplicante.

—Bueno, bueno, vámonos —accedió tía Chon.

Según pedaleaba hacia las tiendas del paseo marítimo, un matrimonio reconoció a
la gata.

—¿No es ésta la gata que ayer hizo esquí acuático? —dijo la señora—. ¿Así que es
suya, tía Chon?

—Se ha extraviado —contestó tía Chon —. Yo cuido de ella.

—Es una estupenda nadadora —añadió su marido—. Esperemos que no se le


ocurra poner en práctica alguna de sus sorprendentes ideas con el acontecimiento
de hoy.

—¿Qué acontecimiento? —preguntó tía Chon.

Pues un nadador que pretende cruzar a nado el Canal de la Mancha. Demasiado


trecho para una gatita.

—¿Has oído, gatita? —dijo tía Chon—. Nada de travesías por el Canal.

Pero Suzy no la entendió y, no bien hubo aparcado tía Chon el triciclo, Suzy saltó
del cesto como solía y salió corriendo hacia la orilla del agua.

Por supuesto, buscaba algún barco. Descubrió uno pequeño, junto al cual se
encontraba un hombre muy alto. Era el nadador que pensaba atravesar el Canal.
Un amigo le estaba untando todo el cuerpo de una sustancia grasienta que le
ayudara a conservar el calor durante el largo recorrido.
Suzy no mostró demasiado interés por todo aquello hasta que oyó que alguien
decía:

—¡Buena suerte, Jim! ¡Qué llegues bien a Francia!

¿Francia? ¿Había oído bien? ¡Aquel hombre se dirigía realmente a Francia!

Nada de extraño, pues, que cuando el nadador llevaba nadando algunos minutos
descubriera en el agua junto a él una pequeña gata.

El hombre nadaba muy despacio, pues el trayecto que tenía por delante era muy
largo, pero aun así era demasiado rápido para Suzy, que tenía que patear como
una loca para no quedarse atrás. No podría continuar así durante mucho rato.

—Vuelve a casa —gruñó el hombre.

Suzy no le comprendió. ¡Si eso era justamente lo que intentaba hacer!

—¿Qué has dicho, Jim? —le preguntó su mujer, que le seguía en la barca.

—Llevamos compañía —contestó Jim—. Mira.

La mujer creyó que se trataba de tiburones o algo parecido.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Dónde?

—Ahí, un gato —respondió Jim.

—¿Un gato? —la mujer escudriñó las olas. Entonces vio a Suzi.

Suzi sacaba la cabeza todo lo que podía, con las orejas dobladas hacia abajo para
que no le entrara agua en ellas. La mujer se echo a reír.

—Pareces una pata con su cría, Jim —dijo su mujer—. Quieres que la suba a la
barca?

—Déjala —contestó Jim—. Lo está haciendo muy bien. Me gusta que me


acompañe.

Así fue como Suzi cruzó nadando un trocho del Canal.

Pero empezaba a sentirse muy cansada y a rezagarse. El hombre la espero y la


cogió en brazos.
—Toma —dijo a su mujer—. Súbela. Está retrasando mi marcha.

Suzy se vio sacada del agua y montada a bordo.

— Chez moi —gimió furiosa. Corrió al borde del bote, se zambulló en el agua y
comenzó a nadar de nuevo.

Jim casi se atragantó. Es difícil reírse mientras se nada. La mujer volvió a pescar a
Suzy y esta vez la atrapó con un cacharro contra el fondo del bote.

—Parece tan estúpidamente empeñada como tú en cruzar el Canal a nado —dijo la


mujer.

Suzy no se hallaba a gusto con aquel cacharro encima, pero estaba tan agotada que
no tenía fuerzas para seguir luchando. Así que, muy enfadada, se tumbó.

—Así está mejor —dijo la mujer—. Eres demasiado pequeña para nadar un camino
tan largo. Te quedarás aquí conmigo.

La secó con una toalla, sin soltarla ni un momento.

Suzy comprendió que, a fin de cuentas, el bote seguía al nadador, de manera que
también en él llegaría a Francia.

Y era sin duda más cómodo ir en la falda de aquella mujer que nadando. Así que
se acurrucó feliz.

La mujer miró al reloj.

—Estás haciendo buen tiempo, Jim —la gritó—. Cogeremos la marea.

Pero había hablado demasiado pronto. En aquel momento se levantó un viento


muy fuerte y el mar empezó a encresparse. A Jim le resultaba cada vez más difícil
avanzar y, poco después, apenas podía moverse. La mujer tuvo que parar el motor
del bote para esperar a su marido. La misma embarcación era sacudida por olas
cada vez mayores. La mujer volvió a colocar a Suzy debajo del cacharro para
ponerla a salvo.

Jim siguió luchando aún algunos instantes contra las olas, pero aquello no tenía ya
sentido. Debía de haberse equivocado con respecto a la hora de la marea.

Cuando finalmente la mujer ayudó al hombre a subir al bote. Suzy no podía


creerlo. Y cuando el bote puso rumbo de vuelta a Inglaterra, la tristeza de Suzy no
tuvo límites.

—Chez moi —gritó lastimeramente—. Chez moi.

—Lo siento, gatita —dijo Jim—. Creí que me ibas a traer suerte. No te preocupes.
Lo volveré a intentar mañana.

Lo único que le importaba a Suzy era que no iban a Francia.

—Chez moi — repitió.

—Me está diciendo que lo siente —comentó Jim a su mujer.

Se puso un grueso jersey y unas medias y luego se tomó una taza de café. Como el
bote estaba ahora más cargado, no zozobraba tanto, así que Jim cogió a Suzy y la
llevó el resto del viaje en brazos haciéndole toda suerte de mimos.

—Tiene agallas la pequeña —dijo a su mujer—. Quizá no pueda cruzar a nado el


Canal, pero seguro que sí podría cruzar el Támesis. Y luego aparecería en el Libro
Guinness de los records: «Primer gato que atravesó nadando el Támesis en un tiempo
record de cinco minutos.» ¿Qué te parece, gatita?

Y mientras la hablaba así, la acariciaba detrás de las orejas. Suzy ronroneó y se


quedó dormida.

Al despertar, ya estaban de vuelta en el embarcadero.

—Mala suerte, Jim —le decía la gente—. ¿Lo volverás a intentar?

—Mañana mismo, si hace buen tiempo —contestó Jim—. Y me llevaré a mi gata


mascota.

Miró alrededor.

—Pero, ¿dónde se ha metido?

Suzy se había escabullido entre la multitud y regresó a todo correr a casa de tía
Chon.

—¿Dónde has estado, gatita? —preguntó Biff.

—A juzgar por su aspecto, cruzando a nado el Canal —dijo tía Chon—. Eres un
caso, gatita.
—Un caso —repitió Biff—. Un caso. Listo Biff.

Tía Chon secó a Suzy como el día anterior y le puso de comida un trozo de pollo,
que Suzy devoró sin dejar rastro. No era pescado, pero estaba muy rico.

—Merci —dijo limpiándose los bigotes.

—Merci —repitió Biff—. Un caso.

Y Suzy ronroneó.

Pero echaba de menos a Gaby y sus caricias a contrapelo.


6. Suzy a punto de naufragar

A la mañana siguiente Suzy esperaba pacientemente en el vestíbulo junto a la


puerta mientras tía Chon se sujetaba el sombrero al moño. Hoy era un sombrero
distinto al de otros días, un sombrero con flores. Tía Chon vio a Suzy reflejada en el
espejo.

—No sé a qué esperas —le dijo—. Hoy es domingo y voy a la iglesia. No pienso
llevarte conmigo.

Pero sí la llevó. Suzy se acomodó en el cestillo tan pronto como tía Chon sacó el
triciclo, dispuesta a no moverse de allí por más que dijera o hiciera tía Chon.

—Está bien —dijo finalmente tía Chon —, puedes venir. Pero te quedarás fuera
durante la misa.

— Chez moi —replicó Suzy contenta.

Tía Chon tomó un camino distinto al de otros días, un camino que las llevó fuera
de la ciudad. La iglesia estaba en lo alto de una colina y, en el último trecho, tía
Chon tuvo que bajarse del triciclo y empujarlo. Suzy no se enteró, sentada como
iba en su cestillo mirando el paisaje. Al otro lado del promontorio sobre el que se
encontraba la iglesia podía verse una bahía y en ella... barcos, barcos muy grandes.

No había acabado tía Chon de aparcar el triciclo en el pórtico de la iglesia, cuando


ya Suzy salía disparada como un cohete por el promontorio.

—Espero que no vuelvas a las andadas —dijo tía Chon.

Suzy tomó un atajo por el acantilado, cruzó la playa y subió por unas escaleras a
un gran muelle. Una elegante motora decorada con banderas de colores estaba a
punto de partir. Suzy tuvo el tiempo justo de saltar a bordo y esconderse detrás de
un montón de cuerdas.

La motora cruzó la bahía dejando tras sí una estela de blanca espuma. En la


embarcación iba un montón de hombres uniformados y hasta un almirante, pero
naturalmente esto Suzy no lo sabía. ¡Lo único que sabía era que se dirigían a
Francia!

¿Pero se dirigían de verdad a Francia? La motora se acercaba a un barco muy


extraño que tenía forma de salchicha. ¡Ah, quizá fueran en ese barco a Francia!
Se unió a la procesión de los que embarcaban en aquel navío. Los marineros de
éste se encontraban ya formados en cubierta para que el almirante les pasara
revista. Uno de ellos metía un espantoso ruido con una especie de canuto enorme.

El almirante se contoneaba solemne ante las filas de marineros. Suzy, decidida a no


quedarse atrás, trotaba con no menos solemnidad detrás de aquél, como si el pasar
revista fuera algo que hiciera todos los días. La vista al frente, el rabo erecto,
levantando limpiamente sus patas con calcetines a rayas, Suzy recorría la cubierta
casi tan majestuosamente como el mismo almirante, y eso que ella no tenía como él
galones dorados.

Los marineros hacían esfuerzos para contener la risa. ¡No era cosa de todos los días
ver a un gato pasar revista!

Cuando ésta tocaba a su fin, Suzy empezó a impacientarse un poco. ¿A qué venía
aquel paseo? ¿Por qué no se ponían en marcha de una vez rumbo a Francia?

De pronto todo el mundo se puso a hacer algo. El almirante montó en la motora


para regresar a la costa. Suzy no quería de ningún modo volver, así que corrió a
ocultarse detrás de una especie de torrecilla.

Después de que hubo partido la embarcación del almirante, el capitán del navío
dio una orden:

—¡Listos para inmersión!

Por supuesto, Suzy no sabía lo que aquello significaba.

Los marineros se apresuraron a cerrar puertas y escotillas. En un instante Suzy era


el único ser vivo que quedaba sobre la cubierta del barco. Toda la tripulación había
desaparecido.

¡Con tal de llegar a Francia, a Suzy no le importaba hacer el viaje sola!

Pero, ¿qué era aquello? ¡El barco se estaba hundiendo! Suzy vio con horror que el
agua subía cada vez más cerca de donde ella estaba.

Pronto la mayor parte del barco estaba sumergida. Suzy se encaramó a lo alto de la
torrecilla, pero ésta también se hundía poco a poco.

¡Pobre Suzy! Se agarró al extremo del tubo aquel, lo único que sobresalía por
encima de las olas, mirando aterrada el inmenso mar a su alrededor. ¡Qué lejos
estaba la costa!
Dentro del submarino el capitán echó un último vistazo a través del periscopio.

—¡Qué raro! —dijo—. No se ve nada. Algo bloquea el periscopio.

—A ver —dijo el primer oficial—. ¡Santo cielo! ¡El gato del almirante! Tendremos
que emerger.

—¿Un gato? —se extrañó el capitán.

—Sí —repuso el primer oficial—. El que nos pasó revista. Creí que el almirante se
lo había llevado con él. ¡Qué descuido! ¿Emergemos?

—Sí —suspiró el capitán—. Alguien tendrá que llevar a tierra a ese animalito.

Así Suzy se vio de nuevo levantada lentamente por los aires, mientras el barco
volvía a aparecer sobre la superficie del agua.

¡Menos mal! pero, ¡qué barco tan raro, que subía y bajaba de semejante manera! A
Suzy no le gustaba nada todo aquello.

Así que no se enfadó demasiado cuando un marinero la bajó de allí y la metió en


un bote salvavidas. Este tenía un motor fuera borda y los llevó rápidamente al
muelle.

Antes de que el marinero tuviera tiempo de amarrar el bote, ya Suzy había saltado
a tierra y corría a casa de tía Chon.

—Ya empezaba a temer que te hubieras perdido en el mar — dijo tía Chon al ver
entrar a Suzy—. Casi me desgañito en la iglesia cantando aquello de «Líbranos,
Señor, de los peligros del mar».

Y esto último lo dijo cantando con voz trémula, siendo coreada por Biff con voz
más trémula todavía:

—De los peligros del mar... Listo Biff.

—Sí, muy listo, Biff —dijo tía Chon.

—Del mar, del mar. Listo Biff. Del mar —a Biff le gustaba cantar.

Tía Chon puso un plato de menudillos de pollo delante de Suzy, que había estado
en peligro de hundirse en el mar.

No era pescado, pero estaba muy rico, y Suzy se lo comió todo.


—Merci —dijo limpiándose los bigotes.

—¡Qué maullido tan gracioso! —dijo tía Chon.

—Merci —repitió Biff y volvió a cantar—: Del mar, del mar. Listo Biff. Del mar.

Tía Chon y Suzy estaban más que hartas de aquel himno a la hora de irse a la
cama.

Antes de retirarse, tía Chon acarició a Suzy:

—Buenas noches —le dijo.

Suzy ronroneó.

Pero echaba de menos a Gaby y sus caricias a contrapelo.


7. ¿A casa en coche?

A la mañana siguiente tía Chon sacó su triciclo como de costumbre. Suzy se metió
en el cestillo, pero volvió a bajarse de un salto, entrando de nuevo en la casa.

Tenía que decir adiós a Biff porque estaba segura de que aquel día iba a regresar a
Francia.

—Au revoir —le dijo en francés, que quiere decir adiós.

Biff ladeó la cabeza.

—Listo Biff —dijo—. Hola, tía Chon.

A Suzy le pareció que Biff no había entendido, pues cuando se dice adiós a alguien,
éste suele responder del mismo modo. Así que probó otra vez:

— Au revoir.

Esta vez Biff sí que entendió.

—Au revoir —repitió—. Listo Biff. Au revoir.

Suzy salió corriendo y llegó justo a tiempo de alcanzar a tía Chon, que ya estaba en
la calle.

—Creí que habías decidido no acompañarme hoy —dijo tía Chon parándose para
que montara Suzy.

—Chez moi —maulló ésta.

—¡Vaya un maullido! — exclamó tía Chon.

Pedalearon hasta las tiendas del paseo marítimo. Tía Chon aparcó delante de la
panadería. Al bajarse del sillín se volvió para mirar a Suzy, que ya estaba
preparada para saltar del cestillo.

—¿Se puede saber adónde vas? —preguntó—. Bueno, supongo que nos veremos a
la hora de cenar.

Y entró en la panadería.
Suzy cruzó corriendo la calzada. Acababa de ver algo familiar en la otra acera. ¡Un
marinero francés con su gorra de pompón rojo!

Y un marinero francés podía llevarla a un barco francés. Sin dudarlo, Suzy se puso
a seguirle.

El marinero caminaba a buen paso y Suzy tenía que correr para no rezagarse. Al
cabo de un rato, la acera por donde iban empezó a estar más transitada y la gente
que se cruzaba con ellos era cada vez más ruidosa.

Suzy comprendió que habían llegado a un gran puerto. Vio grúas y malecones,
mástiles y chimeneas de barcos.

¡Barcos! Suzy procuraba no distanciarse de su marinero. ¡Seguro que él la conducía


a un barco francés!

¡Pobre Suzy! El marinero no la condujo a un barco francés, sino que entró en un


gran edificio y desapareció. Suzy intentó seguirle, pero se lo impedía una puerta
giratoria que, cada vez que trataba de pasar por ella, la arrojaba a la acera. Probó
varias veces más, pero otras tantas fue despedida.

Bueno, en realidad ahora ya no necesitaba al marinero, pues estaba en un puerto.


Uno de aquellos barcos tenía que ir a Francia.

Suzy se dirigió trotando por una amplia calzada hacia los muelles. Pasaban
numerosos coches que iban en la misma dirección. Uno de ellos se detuvo cerca de
Suzy y el conductor preguntó por la ventanilla a un hombre de uniforme.

—¿El ferry con destino a Francia?

—Siga todo derecho —respondió el hombre—. Allí delante lo tiene usted.

¡Francia! Suzy penso que no debía perder de vista a aquel coche. Cuando éste se
puso de nuevo en marcha, ella echó a correr. Era mucho más difícil que seguir al
marinero. Suzy corría y corría: le dolían las patitas de tanto correr.

Estaba a punto de desistir de su empeño cuando el coche se paró detrás de otros


que hacían cola para embarcar en el ferry. A Suzy nunca se le había ocurrido
pensar que volvería a Francia en coche, pero parecía que así iba a ser. Recorrió la
cola buscando algún coche en el que pudiera montarse sin ser vista.

Por fin encontró uno. La familia al que pertenecía había cargado en él tanto
equipaje que el maletero no se podía cerrar. Estaba medio abierto, sujeto
cautelosamente entre una maleta y una hamaca y halló un pequeño espacio donde
enroscarse. Los ocupantes del coche no notaron nada, estando como estaban muy
ocupados en consultar un mapa de Francia para ver adónde iban a ir cuando
estuviesen al otro lado del Canal.

El coche de Suzy avanzaba lentamente. De pronto se oyó un gran ruido metálico: el


coche bajaba por una rampa a la bodega del barco.

Estaba oscuro allí dentro, aunque había algunas luces. Suzy se estuvo muy
quietecita, un poco asustada de los golpes que la gente daba al cerrar las puertas de
sus coches. Había coches delante, detrás, a los lados, por todas partes. Los portazos
resonaban en los costados metálicos del barco.

La familia de Suzy salió del coche y desapareció por una pequeña puerta lateral
hacia la que se dirigía el resto de la gente.

Finalmente todo quedó en silencio. Suzy miró por la rendija del maletero. No se
veía a nadie, así que Suzy saltó de su escondite, se deslizó entre las filas de coches
y salió por la puerta por la que había desaparecido su familia.

Oyó entonces un nuevo ruido: se detuvo a escuchar. Eran las máquinas del barco.
¡Ya se marchaban!

Suzy subió unas escaleras muy empinadas, atravesó un corredor y llegó a un gran
salón en el que había mucha gente sentada a las mesas y comiendo. Suzy pensó
que aquel barco era como una casa. Descubrió más escaleras. ¿Estarían arriba los
dormitorios? Suzy trepó por ellas y se encontró en la cubierta del barco a plena luz
del sol.

Alrededor no había más que mar. Suzy se asomó a la barandilla: allá al fondo, cada
vez más pequeña, quedaba por fin la costa de Inglaterra.

Corrió hacia el otro extremo del barco, la proa, y se puso a mirar a Francia. ¡Por fin
volvía a casa! Feliz con este pensamiento, se acomodó sobre unos bultos y fardos
que encontró bajando por otro corredor y se quedó dormida.
8. Por fin en casa

Al despertar subió de nuevo a cubierta para ver desde proa si se divisaba ya


Francia.

Una niña vino a sentarse a su lado.

—¿Eres el gato del barco? —le preguntó.

— Chez moi — respondió Suzy.

—¡Qué maullido tan gracioso! —exclamó la niña —. Mira, Robert, he encontrado al


gato del barco, que tiene un maullido muy gracioso. Escucha.

Pero Suzy no dijo nada más. Ya les había explicado adónde iba.

—Quizá le guste un sandwich de sardinas —dijo Robert.

A Suzy le gustó. Se lo comió sin dejar ni resto y dijo limpiándose los bigotes:

— Merci.

—¿Ves? Ya te he dicho que tenía un maullido muy gracioso —dijo la niña a Robert.

Se acercaron otros muchos niños que se pusieron a hablar con Suzy, pero ésta no se
movió de proa, que era el sitio donde podía estar más cerca de Francia.

Le pareció que el viaje duraba muchísimo, pero al fin se dibujó una línea de tierra
en el horizonte delante de ellos.

—¡Mirad, allí está Francia! — gritó la niña apuntando hacia la costa.

¡Francia! Suzy no podía creerlo. Pronto estaría en casa.

En aquel preciso momento pasó un marinero y vio a Suzy.

—¿Qué hace aquí este gato? —preguntó.

—Es el gato del barco —respondió la niña —. ¿No le conoces?

—No —dijo el marinero—. Nunca llevamos gatos a bordo. Es un polizón.

Intentó coger a Suzy, pero ésta se escabulló. El marinero tenía cara de pocos
amigos y salió en su persecución por escaleras, corredores, el comedor, el almacén,
más escaleras y de nuevo cubierta.

Los niños se unieron al marinero: ¡era un juego la mar de divertido!

¡Pobre Suzy! ¡Ahora que estaba tan cerca de casa! Pero nada la detendría. Se
escondería. Pero ¿dónde? La pandilla de niños se acercaba entre risas y chillidos.

Entonces vio el mástil. Trepó a él como una ardilla hasta que estuvo en lo más alto.
Allí nadie podría cogerla.

—La haré bajar —dijo el marinero resollando. Y se fue a buscar una escala.

Suzy miró alrededor desesperadamente. Francia estaba cada vez más cerca:
Francia y su hogar.

Entonces vio otra cosa. En el mar, delante de ellos, faenaba un pesquero francés.

Y sobre la cubierta había cuatro niños de pie, que parecían los peldaños de una
escalera.

¡Era la familia de Suzy! Tenía que serlo.

—¡Fuera de aquí! —gritaba el marinero a los niños, apartándolos del pie del mástil.
Llevaba una escala.

Pero a Suzy no le importaba ya. Saltó a cubierta por encima de la cabeza del
marinero, corrió a la barandilla, se subió a ella y... se tiró al agua.

—¡Oooooh! —exclamaron todos los que seguían la escena.

—¡Se va a ahogar! —chilló la niña —. ¡Rápido, que alguien la salve!

Pero Suzy no se ahogó. Al principio le pareció hundirse en lo más hondo de


aquellas verdes aguas pero luego, agitando con fuerza sus patas, logró salir a la
superficie como un corcho y empezó a nadar.

A un lado se alzaba el costado del ferry con la barandilla bordeada de cabezas que
miraban a Suzy. Las olas no dejaban a ésta ver el barco de pesca, y Suzy nadó hacia
el sitio donde le había visto antes.

La niña hacía señales con los brazos a los niños del pesquero señalándoles a Suzy.

—¡Gato al agua! —les gritaba.


Los demás niños del ferry se unieron a sus gritos:

—¡Gato al agua!

Los niños del pesquero francés no entendían, pero miraron hacia donde apuntaban
los niños del ferry, y le dijeron a su padre que virara hacia aquel punto.

Finalmente, en un momento de calma entre dos olas, vieron algo que se movía. A
los pocos segundos Suzy era izada a bordo en un cubo.

Aunque el ferry se había alejado ya un poco, pudieron oírse los aplausos de los
niños, que se alegraban de que Suzy estuviera a salvo y decían adiós con la mano.

Suzy estaba más que a salvo: estaba feliz, ronroneando dentro del cubo como el
motor de un barco.

—Es un gato —dijo Pedro—. Un gato nadador.

—Atigrado —dijo Enrique.

—Con medias de futbolista —dijo Pablo.

—¡Es Suzy! —dijo Gaby, sacándola con cuidado del cubo y abrazándola—. Sabía
que volvería.

Aquella noche en Inglaterra, tía Chon empezaba a preocuparse.

—¿Dónde se habrá metido? —se preguntaba en voz alta—. Hasta ahora nunca se
quedó sin cenar.

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