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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1.- Hacia un nuevo jardín de las delicias biotecnologizado..................................1
2.- Investigando en torno a transgénicos.............................................................12
PRIMERA PARTE:
LA PRODUCCIÓN DE UNA NATURALEZA HÍBRIDA.......................................25
SEGUNDA PARTE:
SOCIOGÉNESIS DEL JARDÍN BIOTECNOLÓGICO...........................................62
INTERLUDIO:
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TERCERA PARTE:
CARTOGRAFÍAS GEOPOLÍTICAS DEL ORGANISMO TRANSGÉNICO....179
5.3.3.- Refugios..................................................................................208
5.3.4.- Etiquetado..............................................................................210
EPÍLOGO:
EL CUIDADO DE LA TIERRA................................................................................344
APÉNDICE:
Relación de entrevistas realizadas.................................................................................352
BIBLIOGRAFÍA.........................................................................................................354
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INTRODUCCIÓN
Este libro es una reflexión sobre una historia, sobre la historia de una mejora
genética que ha conducido a la aparición de organismos modificados genéticamente y,
más concretamente, sobre el modo en que dicha mejora genética ha quedado plasmada
en la obtención y comercialización de plantas transgénicas. Un libro sobre el sentido de
esa historia que nos narra la necesidad e idoneidad de la mejora genética, sobre el
propio sentido de decir que estamos ante una mejora genética. Porque aquí, en esta
invocación de la mejora, asoma el ya viejo murmullo del progreso, de ese tiempo vacío
y homogéneo que impide ver la hondura del presente, de cada presente, anunciándonos,
por el contrario, un futuro más pleno, más ordenado, más racionalizado. Es necesario
encarar esta historia, confrontarnos con todo aquello que se dice y se hace en torno a la
mejora con el fin de dictaminar el valor del sentido que se (nos) propone. Es necesario
recorrer todos los entresijos de esta historia narrada por muchos actores pero,
fundamentalmente, por un actor reconvertido en biólogo molecular que, a modo de los
viajeros clásicos, vuelve de un lugar no hoyado anteriormente en donde la vida ya no es
un misterio: este viajero nos dirá, cuantas veces sea necesario, que ha descubierto el
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secreto de la vida, que la vida es, desde ahora, materia susceptible de ser modificada,
susceptible de ser sometida a operaciones de ingeniería genética. Es necesario, decimos,
confrontarnos con este murmullo, con sus matices, con su retórica, con los seres que
aparecen en su relato, esos seres que ahora son ya mejores que sus predecesores. Sí,
quizás sea necesario, al menos por un breve instante, ver a este científico de la mejora
genética como un viajero y a esos seres mejorados que nos presenta como las otrora
encarnaciones quiméricas, monstruosas, con las que el viajero adornaba su discurso.
El relato que nos llega del viajero que ha estado allí donde nadie ha estado,
difícilmente puede librarse de una extraña mezcla de fascinación y recelo ante lo que
aquél evoca; en el relato, todo un mundo que hasta entonces había permanecido
desconocido comienza a tomar forma y, envueltos en palabras que nos retienen ante la
narración del relato, van emergiendo personajes, lugares, acontecimientos, rituales:
formas de vivir y de pensar que comienzan a conferir consistencia a lo extraño, a lo
ajeno y, así, en este relato hechizador, siquiera por un momento, pasamos a habitar esos
espacios que nunca habitaremos y nos reconocemos fugazmente en ese otro al que
nunca conoceremos. El viajero que ha conocido lo extraño, lo ajeno a la cotidianidad en
la que estamos inmersos, no sólo nos cuenta lo que ha visto, su relato mismo es una
invitación soterrada a revivir con él aquellos espacios lejanos en los que habita lo
fabuloso, lo extraordinario, lo que nunca puede ser parte de nuestra cercana y conocida
cotidianidad. Por ello, el relato del viaje es, de un modo más o menos implícito, una
propuesta de viaje, una invitación a conocer, un ofrecimiento para habitar en espacios
extraordinarios que se nos escapan pero que nos atraen. Y en esta tensión que aúna el
deseo de conocer y el recelo, la avidez por partir y el miedo a abandonar lo conocido,
emerge una figura determinante que ha acompañado al relato de los viajeros desde la
Grecia clásica, una figura en la que se condensa de forma paradigmática la fascinación y
el miedo: el monstruo. El viajero que narra lo extraño no deja de mencionar criaturas
monstruosas que habitan más allá de los márgenes conocidos y será, en definitiva, esta
invocación de lo monstruoso, y no tanto el viajero, lo que concite la fascinación y el
recelo del oyente, porque lo monstruoso repele pero también atrae y en esta tensión,
dotada de múltiples formas, el relato narrado por el viajero que ha recorrido lo extraño
envolverá al oyente incluso en el inquietante silencio que se abre cuando la narración ya
ha cesado.
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Por todo ello, el viajero, el buen viajero, sabe que para concitar nuestra atención,
el relato de lo acaecido debe enmarañarse con una trama retórica, metafórica, que no
sólo adorna el relato sino que también le imprime sentidos, significados y que,
consecuentemente, la narración del viaje combina, de un modo u otro, realidad y
ficción. Asimismo, el buen viajero sabe que esos monstruos de los que no deja de hablar
y que protagonizan sus andanzas, no sólo habitan en los entresijos de un relato ubicado
más allá del aquí y del ahora: el viajero sabe que esos monstruos, que él dice que ha
visto, también moran en el aquí y en el ahora del oyente, que del monstruo sólo se
puede hablar cuando se le ubica en geografías ignotas porque la presencia cercana de lo
monstruoso asusta, y la fascinación se torna en miedo. Y, por ello, lo que el viajero
nunca puede decir es que los monstruos que aparecen en el relato no son los monstruos
que pertenecen a lo radicalmente extraño, sino que son también los monstruos que le
pertenecen al oyente y que el mapa que él ha ido pergeñando es también el mapa que
sustenta lo cotidiano, que esa geografía de la que él habla está más cerca de lo que se
pudiera sospechar y que el monstruo no nos es tan lejano: el viajero sabe que no hace
falta viajar para hablar de lo extraño, que lo extraño está junto a nosotros, y que la
ficción del viaje es sólo una excusa para hablar, una y otra vez, de nosotros mismos. El
buen viajero sabe todo esto y sabe, en definitiva, que el éxito de su relato depende de
que sepa expresar correctamente los deseos y los miedos del oyente.
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Y ante esto, el oyente, el buen oyente, tendrá que rastrear el mapa que se le
propone y decidir si quiere habitar en él. El buen oyente necesita una historia, pero no
cualquier historia porque hay historias que asustan, que evacuan la posibilidad de lo
inédito, que nos afirman la inevitabilidad de la norma; y el buen oyente, en esa tensión
que aúna fascinación y recelo, tendrá que desconfiar de aquello que se le dice, con el
objeto de desentrañar qué se esconde en los pliegues de cada relato, con el objeto, en
definitiva, de indagar en el mundo en el que se le propone vivir. Ese monstruo, ahora
tan cercano, tan insoportablemente cercano, nos mira a los ojos pero es preciso
responderle la mirada y decirle que su presencia no cancela la pregunta sobre su
inevitabilidad sino que, al contrario, la acucia, la vuelve absolutamente urgente con el
fin de preguntarnos qué es esa historia, tan extraña, tan próxima, que se nos está
contando; y en esta urgencia, en este cruce de historias, no podemos dejar de afirmar, de
nuevo, que no todos los mapas tienen el mismo valor, que quizás no todos los
monstruos asusten por igual y que existen, siempre, otros mapas.
Existen muchos viajes, muchos relatos, muchos monstruos, pero aquí no se trata
de recorrer esa multiplicidad, de perdernos en un mar de ficciones, sino de adentrarse y
recorrer, si es posible, hasta el más mínimo detalle, las peculiaridades de un viaje, de un
relato, de un monstruo. El viajero de nuestro relato se ha adentrado en las profundidades
de un laboratorio de biología molecular y sale para decirnos que ha encontrado el
secreto de la vida; que la vida, tantas veces cantada, posee un secreto último que radica
en su peculiar estructura en forma de doble hélice y que una vez conocida su estructura
aparece un nuevo mundo en donde (el sentido de) la vida ya no puede escaparse porque
ésta deviene ya realidad transparente, ajena al misterio, susceptible de ser reestructurada
y reorganizada, sometida, en definitiva, a operaciones de ingeniería (genética). Por ello,
este viajero, transmutado en un biólogo molecular, no sólo quiere contarnos lo que, por
primera vez, ha visto, sino que viene impulsado por un urgente deseo de actuar, de
hacer, de transformar esa vida, y en esa transformación, en la irrupción de un ser vivo
inédito cuya genealogía no puede rastrearse en la historia de la naturaleza, podemos
entrever ya el viejo rumor de un relato inequívocamente moderno que anunciará, de
nuevo, la conquista de la naturaleza: “La ciencia moderna –nos dice Bauman- fue
engendrada por la ambición abrumadora de conquistar la naturaleza y de subordinarla a
las necesidades humanas. La tan alabada curiosidad que de acuerdo con el lugar común
estimulaba a los científicos a “llegar donde ningún humano se había atrevido” jamás se
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público y que el monstruo, si bien remite a lo oculto, por su propia naturaleza debe ser
mostrado en los bestiarios, en los capiteles de las catedrales medievales, en los
gabinetes de curiosidades del Renacimiento, en las ferias populares del siglo XIX y
principios del XX, pero también en la sociedad del espectáculo convertido en objeto de
consumo bajo la forma, pongamos, de un Godzilla o un inefable teletubby. No estamos,
lógicamente, ante unas formas comparables de ese mostrar: la sociedad del espectáculo
ha banalizado el monstruo, lo ha convertido en objeto de consumo subsumido en el
ritmo frenético de la moda. Aquí el monstruo apenas es un pálido reflejo de la tensión,
propia de lo monstruoso, que imbrica la fascinación y el miedo. Pero el monstruo
también se nos muestra, en el ámbito de los medios de comunicación, en forma de
hallazgo científico que nos informa sobre la consecución de un nuevo organismo
modificado genéticamente y habrá que determinar el modo en que esa tensión se
resuelve en la contemplación de una quimera tecnocientífica, de una quimera que
emerge del espacio por excelencia de la racionalidad y que, sin embargo, en su hacer, en
su devenir, no deja de invocar un desorden impredecible. El monstruo, podemos
concluir, es mostrado, pero también muestra, deja entrever, nos abre la puerta a otra
realidad y tenemos que preguntarnos por lo que se deja entrever bajo la inquietante
presencia de lo monstruoso, por esa realidad que concita nuestra mirada y nos retiene
ante la narración de lo monstruoso. Porque ante este monstruo que nos presenta la actual
tecnociencia en forma de organismo modificado genéticamente, cabe la fascinación del
que contempla uniones inéditas, pero cabe también la pregunta urgente que inquiere en
el sentido de este monstruo que ha irrumpido de un modo sigiloso, la pregunta que no
puede dejar de indagar en lo que se nos dice, en lo que se muestra a través de lo
monstruoso.
una forma absolutamente radical, podremos ser, pero también lo que somos; en el
monstruo nos reflejamos y a su través se muestra un residuo imaginario: “Los
monstruos son una hybris que vive del contrabando en la linde del orden y de la realidad
y, en tanto que creación humana, suponen una cristalización de valores sociales y
formas de conocimiento. No funcionan como un negativo del saber, sino como un
poderoso indicio de modelos sugeridos o impuestos de razonamiento y, por tanto, de
civilidad “ (Lapuente y Valverde, 2000).
En la lectura que Michel de Certeau (1993) hace de este intrigante cuadro, afirma
que no hay posibilidad alguna de encontrar una única guía que nos ayude a recorrer el
lienzo con el objetivo de entender aquello que se nos muestra: la búsqueda de una
interpretación aparece siempre incitada por la criaturas monstruosas que componen el
cuadro y, sin embargo, la propia realidad teratológica que se nos presenta niega la
posibilidad misma de encontrar una clave interpretativa que recorra todo el lienzo. La
interpretación nunca se consuma, siempre queda inconclusa, postergada en el rastreo de
los géneros disímiles que se entremezclan sin poseer una guía que oriente la indagación.
El nuevo significante emergente –el monstruo mismo- aparece así desprovisto de
significación: la contemplación de lo híbrido nos fascina, nos retiene ante el lienzo,
pero, al mismo tiempo su sentido se nos escapa, mostrándose inaprehensible. Hay
multitud de itinerarios susceptibles de ser recorridos pero ninguno de ellos conseguirá
aprehender el sentido del cuadro: “El cuadro se organiza de manera que provoca y
decepciona a cada una de las trayectorias interpretativas. No se establece solamente en
una diferencia en relación con todo el sentido; él mismo produce su diferencia haciendo
creer que oculta sentido” (de Certeau, 1993: 67; subrayado del autor). En el jardín de
las delicias parece esconderse una “criptografía simbólica de la naturaleza”, pero ésta
nunca llega a emerger, quedándonos con los despojos de un orden derruido en el que
sólo queda el caos.
El jardín de las delicias está habitado por quimeras, por recomposiciones híbridas
y azarosas de la naturaleza. Pero quizás sea necesario clarificar, siquiera someramente,
esta continua alusión a lo quimérico, a la pertinencia de la figura misma de la quimera
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Manglano-Ovalle compone una exposición a base de retratos cuyo objetivo es hacer una
relectura de las pinturas de castas realizadas en el arte colonial español del siglo XIX,
poniendo de manifiesto el mestizaje entre indios, españoles y africanos. El tema es, por
tanto, la identidad vinculada a cuestiones raciales, pero el artista en la relectura que
realiza, conecta la reflexión sobre la identidad con la actual genética y, así, previa
recogida de material genético de los individuos que van a ser retratados, los retratos que
podemos ver en la exposición no remiten a rasgos fisonómicos de ningún tipo, cuanto a
la representación de la huella genética de los distintos individuos seleccionados. Las
diferencias aparentes vinculadas a rasgos fisonómicos de diverso tipo devienen
difuminadas en la aparente similitud que se percibe en la contemplación de las distintas
huellas genéticas: lo que nos define, el ADN, irrumpe como alegato del mestizaje, de la
semejanza.
En este nuevo jardín de las delicias, la identidad de los sujetos aparece desprovista de
toda consideración corporal y aquello que muestra verdaderamente la identidad del
sujeto no es sino la información genética que cada uno posee. En este nuevo retrato, la
información genética sustituye al cuerpo como elemento vertebrador de la identidad.
Nada hay de monstruoso en este trabajo artístico, las grotescas criaturas del Bosco son
sustituidas por asépticas representaciones científicas y, sin embargo, la exposición de
Manglano-Ovalle deja entrever ya la base sobre la cual construir nuevas
configuraciones monstruosas. Si aquello que define a un ser vivo es su información
genética y si existen procedimientos tecnocientíficos que permiten intercambiar la
información genética entre los distintos organismos, nos ubicamos, en consecuencia, en
un escenario inédito en el que lo monstruoso no emanará ya de recreaciones imaginarias
sino de la propia práctica tecnocientífica. Atrapado bajo el hechizo de El Jardín de las
delicias, el biólogo molecular entreve la posibilidad de la emergencia de una nueva
naturaleza, de unas nuevas formas de vida. Lo grotesco, lo quimérico, puede volver a
emerger pero no tanto en el entramado de caos y aleatoriedad que recorre y define El
jardín de las delicias; lo quimérico en el nuevo jardín que barrunta el biólogo molecular
deberá estar transido de racionalidad tecnocientífica, de orden y seguridad. La cabra
transgénica puede pacer ya tranquilamente en la definitiva conjura del desorden, de los
avatares propios de la naturaleza. El jardín de las delicias tecnocientífico irrumpe así
como el jardín biotecnológico que anhela, de nuevo, la conquista de la naturaleza, la
erradicación definitiva del azar. En los albores de la modernidad, Francis Bacon ya
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medida en que los recorridos de las plantas transgénicas distan mucho de ser unívocos y
sus decursos van adoptando la forma de un laberinto en el que cuestiones de muy
diversa naturaleza comienzan a solaparse, conformando un escenario dotado de una
inusitada complejidad. El jardín tecnocientífico que aquí nos ocupa entreteje lo
científico, lo tecnológico, lo orgánico, lo económico, lo político, lo jurídico y, aquello
que a falta de otra generalidad, denominamos lo social, en una maraña que, cuanto
menos, asusta ante la contemplación del escenario en el que habrá que adentrarse. Hay
que seguir al objeto, dice el antropólogo Bruno Latour (1992), y ciertamente de esto se
trata, pero en esta caza partimos con el convencimiento de que el objeto, nuestra presa,
adquirirá formas en las que ya no podrá ser seguido: hay que seguirle hasta donde sea
posible, hasta los espacios y tiempos en donde su visibilidad se transmuta en
invisibilidad y entrever qué es lo que acontece allí donde devine flujo invisible.
transgénicos? Del laboratorio (e incluso antes) a la mesa de comer hay múltiples pasos
intermedios por los que transita el transgen, múltiples espacios y actores concurren
simultáneamente en el origen y desarrollo de estas nuevas quimeras, y cada nodo de la
red que se va formando podría constituir una vía de entrada a la arquitectura sobre la
que se levanta el jardín biotecnológico. En este sentido, los principales ámbitos de
actuación del transgénico, que no son sino los espacios que serán analizados
progresivamente en el trascurso de esta investigación, serían los siguientes:
Gran parte de las investigaciones que se realizan poseen una indudable tendencia
a la segmentarización, a la acotación de parcelas que serían estudiadas en profundidad,
pero lo que se pierde en esta tendencia hacia la especialización, hacia la enfatización de
una dimensión desconexionada del contexto más amplio en el que se encuentra
subsumida, es una visión de conjunto, una visión respetuosa con la heterogeneidad que
anida en todo fenómeno social. La investigación que aquí se presenta pretende transitar,
por el contrario, por esta heterogeneidad, recorrerla, con el fin de explicitar sus
dimensiones constitutivas, los rasgos que entrevera: es una investigación sobre la
heterogeneidad de la quimera y sobre el devenir de ésta. Y en esta sucinta aseveración:
“es una investigación sobre la heterogeneidad de la quimera y sobre el devenir de ésta”,
acaso podemos encontrar ya una respuesta a ese interrogante que nos exige escoger un
punto de entrada a la red laberíntica del jardín biotecnológico. La respuesta que desde
estas páginas se ofrece no es tanto la de escoger un ámbito de actuación para desde allí
desbrozar la madeja, cuanto la de ubicarnos en la propia quimera y convertir a ésta en
guía de nuestra investigación con el fin de responder al triple interrogante que recorre y
da forma a la presente investigación: qué es una quimera transgénica, cómo es posible
que llegue a existir y qué es lo que hace en los espacios sobre los que se proyecta.
transgénicos sino también lo que éstos hacen, el modo en que se enhebra la propia red
laberíntica. Elegimos, en consecuencia, una entrada contingente en el complejo
entramado que articula la biotecnología, elegimos a la quimera misma como actor
protagonista de una historia intrincada y polémica compuesta por una miríada de
actores, humanos (científicos, juristas, políticos, agricultores, consumidores, activistas)
y no humanos (genes, bacterias, máquinas, cultivos, insectos), que componen un
escenario cambiante. Este es el objetivo: ahondar en la arquitectura del jardín
biotecnológico; un mapa fluido, complejo, multidimensional, que nos permita
adentrarnos en los distintos espacios por los cuales transita un transgénico con el fin de
visualizar, en última instancia, cómo se define a los transgénicos en los distintos
espacios en los que está y las consecuencias que se derivan de la aparición, en dichos
espacios, de estos nuevos organismos producidos por la biología molecular.
Así, esta estrategia de aproximación nos confronta, de nuevo, ante una última
pregunta que es necesario explicitar en este apartado introductorio: ¿qué quimera
transgénica habremos de elegir en tanto que guía para desbrozar un contexto específico?
¿Qué transgénico sería el más idóneo para poder convertirlo en el protagonista central
de un relato que pretende acometer la difícil tarea de hacer un mapa del jardín
biotecnológico? La respuesta a esta pregunta, si buscamos en nuestro entorno más
cercano, es relativamente sencilla debido a que nos confrontamos con un abanico de
posibilidades ciertamente reducido. Tal y como tendrá ocasión de exponerse con mayor
detenimiento, tanto el contexto estatal como el europeo se ha visto caracterizado por tres
etapas bien diferenciadas: en la primera de ellas que se extiende desde 1996 a 1998, se
produjo una aceptación parcial y ciertamente controvertida de algunos organismos
modificados genéticamente. Entre los productos aprobados (algunos de los cuales, como
la soja, pueden ser importados pero no cultivados), y al margen de casos de carácter
más anecdótico (tal es el caso de claveles modificados para obtener una determinada
coloración), o que apenas han tenido posteriormente un uso significativo (la propia
colza modificada para ser resistente al glufosinato), el producto que ha tenido,
indudablemente, una mayor relevancia ha sido el maíz Bt 176 (modificado
genéticamente para ser resistente al taladro), patentado por Cyba Seeds y que,
posteriormente, en la cadena de fusiones entre empresas pasa a ser propiedad, primero
de Novartis, y en la actualidad de Syngenta. En una segunda fase, comprendida entre
1998 y 2004, la postura de la Unión Europea estuvo caracterizada por la entrada en
vigor de una moratoria que si bien impidió la aprobación de nuevos organismos
modificados genéticamente no constituyó un impedimento para que se pudiese
continuar la importación o cultivo de los transgénicos ya aceptados. Por último, la
tercera fase que comienza en el 2004 y continua hasta la actualidad, está caracterizada
por el levantamiento de la moratoria y el comienzo de la aprobación de nuevas plantas
transgénicas (fundamentalmente, nuevas variedades de maíz transgénico) así como el
estudio de un número considerable de peticiones para comercializar nuevas variedades
transgénicas. Habría que matizar esta última fase, al menos en su amplitud temporal,
recogiendo el hecho de que el estado español adelantó unilateralmente el levantamiento
de la moratoria al dar la aprobación para cultivar nuevas variedades de maíz transgénico
a partir del 11 de marzo de 2003 (fecha de la publicación en el BOE).
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la investigación, un eje que nos remite al hecho de que esta investigación aúna una
vertiente teórica con una vertiente empírica. La vertiente teórica pretende poner de
manifiesto, desde unos presupuestos analíticos que se irán poniendo progresivamente de
manifiesto, un análisis sociológico que indaga en las condiciones de posibilidad para la
aparición de organismos transgénicos al tiempo que analiza las formas de hacer y pensar
que se construyen en torno a dichos organismos; la vertiente empírica pretende
acercarse de un modo más cercano y directo a los discursos articulados por los propios
actores involucrados en la controversia, con el fin de ahondar en el contenido de dichos
discursos y en la estructura metafórica que confiere una forma y un sentido a cada
discurso. Para ello, se ha realizado una serie de entrevistas en profundidad a personas
significativas que, a nuestro juicio, podrían erigirse en “vías de entrada” para
aprehender el modo en que se construyen y explicitan los distintos sentidos y
narraciones que, en cada ámbito, se proyectan sobre las quimeras transgénicas. Demos
tan sólo unos breves apuntes sobre este trabajo de investigación empírico.
empleado como conocer, con mayor detalle, el modo en que se nombran y conciben los
organismos modificados genéticamente.
INTRODUCIR TABLA 1
Este es el esquema del libro, tres partes que responde a tres interrogantes que es
necesario formular conjuntamente: ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de una
quimera transgénica? ¿Cómo ha sido posible la aparición de este tipo de monstruos sin
apariencia monstruosa? ¿Qué consecuencias se coligen de la existencia de organismos
modificados genéticamente? Tres preguntas encadenadas que intentaremos ir
respondiendo de forma progresiva, con el objetivo de ir dotando de espesor a este
constructor y movilizador de mundos que es la quimera transgénica. Habría que añadir
que las tres partes poseen, en función de los respectivos interrogantes que pretenden
abordar, una cierta autonomía, una cierta problemática específica que puede ser leída en
sí misma, pero, simultáneamente y de un modo ineludible, se sucederán continuas
remisiones a las otras partes, puentes que se entreabren y que habrán de esperar el
momento oportuno para poder ser transitados. Por ello, el significado profundo de cada
parte, de cada interrogante planteado, únicamente adquirirá su verdadera dimensión al
ser puesto en relación con el escenario teórico y empírico que se abre en las otras partes,
en los otros interrogantes.
Quizás sea necesario comenzar nuestra reflexión atendiendo al propio título que
da nombre a esta primera parte del libro, porque en ese título están contenidos en
germen toda una serie de cuestiones que no dejarán de acompañarnos mientras tiene
lugar la tarea de pensar la naturaleza del jardín biotecnológico. La producción de una
naturaleza híbrida, ¿pero es que acaso la naturaleza se puede producir? ¿No designa, por
el contrario, aquello que nos antecede, que no es lo propiamente humano? ¿No sería el
jardín biotecnológico la culminación de una insidiosa desnaturalización de la naturaleza
y que, por ello, evacua y niega la posibilidad misma de hablar una naturaleza del jardín
biotecnológico?
Tras este razonamiento anida una disputa, tan larga como el pensamiento de
occidente (que va desde la idea platónica de dominio sobre la naturaleza -que entroncará
posteriormente con la concepción teleológica del Progreso ilustrado-, a la idea de un
necesario regreso a una naturaleza esencializada tal y como preconiza el romanticismo),
por medio de la cual se traza una línea divisoria entre la sociedad y la naturaleza, una
línea divisoria que concibe a los polos de esta dicotomía como realidades escindidas,
como ámbitos que si bien pueden ser puestos en relación, poseen una diferencia
irreductible que se materializa en la afirmación de que son realidades sustancialmente
contrapuestas. De un lado está aquello que hace, que piensa (la sociedad), del otro, está
lo hecho, lo pensado (la naturaleza). Esta dicotomía, como tantas otras (de especial
interés para nuestra argumentación, serán aquellas que escinden lo humano de lo no
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Vayamos por partes. Los organismos modificados genéticamente nos han sumido
en una controversia difícilmente superable, una controversia poblada por una miríada de
actores, discursos, y prácticas sociales que apenas dejan lugar a la activación de
espacios comunes de entendimiento y diálogo. No estamos ante una cuestión que pueda
ser subsumida únicamente en un prisma tecnocientífico que habría de dictaminar, en
última instancia, la seguridad irrevocable de los transgénicos; y, en cualquier caso, la
alusión a la tecnociencia como árbitro neutral que afirmaría la seguridad e idoneidad de
estos organismos, está lejos de constituirse en un escenario meramente posible toda vez
que la controversia (que posee aspectos sociopolíticos) también anida en la propia
tecnociencia y son numerosos los informes que afirman la incertidumbre ante la cual
nos coloca la ingeniería genética. La imagen de una tecnociencia, portadora de una
racionalidad objetiva, que vendría a eliminar lo que alimenta la controversia no es sino
una imagen ingenua e inservible que desconoce tanto el propio funcionamiento de la
tecnociencia como lo que se dirime en la propia controversia. La tecnociencia, en
definitiva, no cancela la controversia sino que la alimenta, la condiciona, la habita.
“No estamos hablando de nada natural, la agricultura hace mucho tiempo que dejó de
ser algo silvestre, yo creo que no hay que confundir, es algo domesticado, nosotros
hemos llevado las plantas por dónde hemos querido para cultivarlas” (1-E)
“En mi opinión es el verdadero recelo, que estás cambiando la naturaleza, pero vamos a ver más
adentro, ¿qué significa lo natural? ¿Es que existe alguna planta que comamos nosotros ahora
que sea natural? Las alcaparras probablemente sean de las pocas plantas que el hombre no las
haya manipulado, pero tenemos una concepción de lo natural que no está muy razonada. ¿Lo
natural es bueno por sí? Pues el SIDA es natural, las toxinas de los hongos son naturales... es
decir, no todo lo natural es bueno, digamos para el hombre. Te puedes envenenar perfectamente
con productos naturales. Pero sí se ve como si hubiera un orden de la naturaleza que se altera,
fundamentalmente porque creo que tenemos una visión de la naturaleza como algo estático,
como de dominguero que sales al campo y dices qué hermoso, qué bonito, y todo lo que
hacemos nosotros es estropear; pero a ver quédate tú aquí a vivir, a ver de qué comes hay que
ver cómo vives, te tendrás que hacer una casa, tendrías que volver a empezar la civilización por
ti solo y empezarías a hacer cosas que no son naturales [...] Tenemos una concepción, en mi
opinión, como mitológica de lo natural” (2-B).
“Podemos modificar selectivamente uno, dos, tres genes, los que queramos, pero de forma
selectiva, a diferencia de lo que es, digamos, la mejora genética clásica, en la que los cruces son
al azar [...] Teniendo una información previa de qué posibles cambios puede haber en una planta
nos puede interesar cambiar un gen en concreto y luego analizar qué efecto ha producido sobre
el fenómeno que nosotros estudiamos” (1-D)
“A mi me suena como hacer de algo natural algo antinatural [...] La naturaleza tiene
unos ritmos tranquilos, igual habrá mutaciones y cosas, pero esto es una cosa súper
brusca, una agresión casi, de repente hacer algo que no es lógico” (5-B)”
“Nos parece mucho más rentable trabajar con aquello que ha estado durante miles de
años, que son las semillas que conocemos que me merecen todos los respetos del
mundo. Ellas mismas se autodefienden y se han ido aclimatando por la zona en la
que se han ido instalando y ellas se hacen de por sí naturalmente resistentes.
Entonces, no tiene porqué intervenir el ser humano haciendo modificaciones porque
esas modificaciones no son tan sabias como la propia naturaleza. La naturaleza, ella,
hace una selección propia, natural, entonces no hay tanta necesidad de meter el dedo
artificial. Al final lo que haces es hurgar allá donde no sabes dónde vas a ir a parar...
No podemos estar nunca de acuerdo con los organismos modificados, nunca vamos a
estar de acuerdo con los transgénicos y cuando acabe la moratoria pediremos otra
moratoria (4-D)
transitar por los procesos sociohistóricos que han acometido la violación de esas
esencias. Sin embargo, y más allá de las lógicas diferencias que encontraríamos en un
repaso histórico de tales características, lo que aparecería como lugar común bajo el
influjo del discurso ecocentrista, es que la naturaleza sigue designando una exterioridad,
sigue estando “ahí fuera” no ya como objeto que espera ser desbrozado cuanto como
sujeto inalienable que espera ser reconocido. En el plano discursivo del ecocentrismo, la
naturaleza alude menos a una materialidad específica con la que interactuamos que a un
plano de significación que se proyecta sobre la naturaleza y desde el cual ésta adquiere
una particular idiosincrasia: la significación vendría a decirnos cómo es la naturaleza, lo
que existe más allá de la presencia humana, aquello que no ha de ser des-velado sino tan
sólo protegido, respetado, aquello, en definitiva, por lo que tenemos que velar.
medio ambiente sustituye a la naturaleza no tanto para negar que dicha naturaleza sea
concebida como externalidad sino para alterar el rostro de esa externalidad, pasando de
una posición de autoridad (moral, ética) a una posición de espacio material, pasivo, que
ha de ser administrado y regulado. El medio ambiente es la naturaleza secularizada
despojada de misterio, el espacio que espera la llegada del gestor. El tecnocentrismo,
revestido de preocupación ambiental, camina por los itinerarios que traza el desarrollo
sostenible atendiendo al modo en que han de ser gestionados los recursos de la
naturaleza cuando éstos hace tiempo ya que se han mostrado limitados. No en vano, el
acceso a los recursos genéticos existentes en la biodiversidad será, como veremos a su
debido tiempo, uno de los principales campos de batalla sobre los que se proyecta el
decir y hacer tecnocentrista en su pretensión por reordenar, mediante la ingeniería
genética, la propia naturaleza.
Más allá de una imagen idílica de la naturaleza que enfatiza el carácter armónico y
pausado de sus ciclos (naturales), más allá de una imagen materialista que busca la
explotación de los recursos (naturales), más allá de estas imágenes radicalmente
contrapuestas, pero que se dan la mano en una imagen en la que la naturaleza es siempre
otro (ajeno a lo humano), desde estas páginas habremos de reivindicar constantemente
que, más acá, la naturaleza nunca es otro, nunca nos es ajena, que la naturaleza es el
entorno en que vivimos, nuestro hábitat, nuestra morada, y que todo hábitat se forma a
lo largo del tiempo mediante un conjunto de hábitos, de formas de proceder, de formas
de pensar y hacer; y así, la naturaleza es, digámoslo ya, la forma cambiante en que
producimos el hábitat en el que habitamos y en ese hábitat, como no podía ser de otra
forma, conviven lo natural y lo artificial. La naturaleza pertenece al orden del devenir
cambiante y es ajena al ser; la cuestión es, por consiguiente, las formas emergentes en
las que se concretiza esa naturaleza en la que habitamos, los actores que las
protagonizan, los significados que incorporan. La historia de la naturaleza es, definitiva,
la historia del hombre (Williams, 1989), porque la naturaleza, nuestra naturaleza, nunca
ha sido ajena a la técnica.
llamar ecología política: “La ecología política puede ser definida como el estudio de las
múltiples articulaciones de la historia y la biología, y las inevitables mediaciones
culturales a través de las cuales se establecen tales articulaciones” (Escobar, 1999: 147).
La ecología política nombraría no sólo ese territorio intersticial e híbrido que desde
estas páginas estamos reivindicando como estrategia de aproximación analítica, sino
que también demanda la investigación y visualización de las formas concretas en las
que emergen, entreverados y culturalmente mediados, historia y biología. El estudio del
jardín biotecnológico responde así a una creciente demanda (repensar las relaciones
entre sociedad y naturaleza) y a una necesidad acuciante (escudriñar la forma
socionatural que se produce desde la biotecnología).
La ecología política es, por ello, y más allá de los lógicos matices que cada
aproximación posee, un análisis de la heterogeneidad (los actores humanos y no
humanos que habitan en cada ecosistema), de la relación (el modo en que esa
heterogeneidad se entrevera) y de la política (las relaciones de poder que atraviesan y
conforman la relación que conexiona lo heterogéneo). Desde esta política de la relación
heterogénea, lo que se impone, sin más dilación, es el abandono de esos hábitos
intelectuales heredados de la modernidad (manifestados de forma diferente en el
tecnocentrismo y ecocentrismo) que impedían un estudio conjunto de la sociedad y la
naturaleza, al tiempo que se demanda un estudio de cómo dicha política de la relación
crea y produce, en formas singulares y concretas, los distintos entornos socionaturales,
los hábitats en los que habitamos.
Por todo ello, desde el planteamiento teórico que estamos pergeñando, la alusión a
la naturaleza, será ineludiblemente la alusión a las distintas formas de producir las
naturalezas en las que estamos inmersos; la naturaleza, es un acontecer productivo en el
que hay que indagar su específica sociogénesis. La pregunta formulada por Escobar
posee, en este sentido, una pertinencia insoslayable: “¿Podemos tener una visión de la
naturaleza más allá de la trivialidad de que ésta se construye, para teorizar las múltiples
formas en que es culturalmente construida y socialmente producida, reconociendo, a su
vez, la base biofísica de su constitución?” (1999: 145). La necesidad de una ecología
política no vendría sino a responder a este interrogante en el análisis de los modos
específicos por medio de los cuales lo biológico, lo cultural, lo histórico y lo
tecnológico, se entreveran dando lugar a naturalezas disímiles que en vano han de
buscar el espejismo de una naturaleza esencializada en tanto que escenario idealizado a
perseguir: la naturaleza no nos antecede sino que nos acompaña, nos rodea, nos hace
mientras la hacemos. Por ello, de cada naturaleza analizada habrá que indagar la forma
en que lo biológico, lo cultural y lo tecnológico quedan trenzados en un proceso que es
histórico y, obviamente, político.
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Habitamos, como no podía ser de otra forma, el territorio intermedio que nos
niega la modernidad dicotómica, ese territorio que las culturas pre-modernas habían
comprendido perfectamente, al construir relatos en los que todos los elementos que
forman parte de sus hábitats están entretejidos, habitamos una inmensa abertura poblada
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por híbridos que ponen en relación lo humano con lo no humano, lo natural con lo
artificial. Híbridos que son generados en unos determinados contextos socionaturales y
que a su vez dan lugar a modificaciones en esos mismos contextos que les han
producido: “Los actores no somos sólo “nosotros” [...] la naturaleza está hecha, aunque
no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y
no humanos” (Haraway, 1999. 123). Entre esos actores también está, ahora, la quimera
transgénica y, con ella, todo el elenco de técnicas y teorías que producen dichas
quimeras transgénicas: “Naturaleza, cuerpos y organismos deben ser vistos como
actores semiótico-materiales, y no tanto como objetos de ciencia que pre-existen
manteniendo su pureza. La naturaleza y los organismos emergen en el seno de procesos
discursivos que conllevan complejos aparatos de ciencia, capital y cultura. Esto implica
que las fronteras entre lo orgánico, lo tecno-económico y lo textual (o más ampliamente,
lo cultural), son permeables” (Escobar, 1996: 60). Sí, la quimera transgénica es
ciertamente permeable, no deja de conectar lo natural, lo tecnocientífico, lo cultural, no
deja de recorrer e imbricar lo que los discursos sobre ella continuamente escinden:
narrar el devenir de la quimera es narrar una política de la relación que nos exige
desprendernos de la herencia dicotómica que la modernidad nos había suministrado;
narrar ese devenir exige, por ello, abandonar un único criterio explicativo -“naturaleza y
sociedad no son ya términos explicativos, sino que requieren una explicación conjunta”
(Latour, 1993: 123)- para adentrarnos en el propio hilvanamiento de la madeja
ciertamente abigarrada que la quimera teje al relacionarse con actores humanos y no
humanos.
Este aspecto, del que ahora reclamamos una atención especial y con el que
concluimos este epígrafe, no es otro que la necesidad de tener presente en todo
momento el entramado de relaciones de poder que afectan directamente al modo en que
se construye la arquitectura del jardín biotecnológico (es esta política de la naturaleza la
que sienta las diferencias entre un tomate transgénico y un tomate ecológico, toda vez
que, en ambos modelos, actores tan decisivos como el agricultor y la semilla quedan
definidos en un modo absolutamente contrapuesto). Tan sólo queremos, en este
momento, apuntar sucintamente la necesidad de no obviar esta dimensión del jardín, ya
que su análisis detallado no será posible realizarlo en toda su complejidad hasta que
hayamos transitado por todas las cuestiones que se dirimen en la segunda parte del libro,
en donde se analizan en profundidad las condiciones de posibilidad de la quimera
transgénica. Las relaciones de poder no son un añadido a la arquitectura del jardín
biotecnológico sino que, por el contrario, anidan en sus mismos cimientos y estructuran
el modo en que éste se gestiona. Las relaciones de poder están profundamente
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entretejidas con la tecnociencia desde el mismo momento en que la técnica pretende dar
forma a aquello sobre lo que se proyecta: “La Técnica no es ni ha sido nunca un mero
“habérselas” con la Naturaleza, más bien es ella, la Técnica, la que engendra eso que
llamamos “Naturaleza”. Desde su inicio –ya para nosotros, hombre ese inicio es el
Inicio-, la Técnica se ha configurado como un ejercicio de poder y dominación sobre un
territorio por parte de un grupo que, sólo por tener conciencia de esa actividad y
reflexionar sobre ella, merece ser considerado como humano” (Duque, 2001: 18-9). La
técnica es producción de realidad, crea nuevas formas, nuevos ordenamientos, nuevas
relaciones, inaugura los espacios y tiempos que habitamos y, por todo ello, por su
carácter inevitablemente performativo, por convertirse en la piel de la tierra que
habitamos, su carácter no puede dejar de ser inherentemente político. La tecnociencia no
es, nunca ha sido, mero conocimiento sobre la realidad, es un poderoso mecanismo de
producción de realidad social y natural. Haraway expone con meridiana claridad lo que
estamos planteando: “Quiero emplear el término tecnociencia para designar densos
nodos de actores humanos y no humanos que son puestos en relación por tecnologías
sociales, materiales y semióticas a través de las cuales lo que habrá de ser tenido por
naturaleza y por hechos materiales se constituye para –y por- muchos millones de
personas. [...] Las alianzas planetarias de construcción de humanos y no humanos en la
tecnociencia dan forma a los sujetos y a los objetos, a la subjetividad y a la objetividad,
a la acción y a la pasión, al adentro y al afuera en formas tales que debilitan otras
formas de hablar sobre la ciencia y la tecnología. Resumiendo, la tecnociencia trata de
un poder que se vierte sobre el significante y el significado, sobre la materia y el
mundo” (Haraway, 1997: 50-1).
La reflexión que aquí presentamos, nuestro propio relato, presenta una gran
similitud con los desplazamientos de este anillo, con el modo en que se teje una historia
a partir de las alteraciones que se desencadenan en los sucesivos movimientos del anillo.
Como muy bien ha expresado Calvino: "El verdadero protagonista del relato es, pues, el
anillo mágico: porque son los movimientos del anillo los que determinan los
movimientos de los personajes, y porque el anillo es el que establece relaciones entre
ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que es el campo
narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo reconocible que hace
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explícito el nexo entre personas o entre acontecimientos" (Calvino, 1989: 46). El anillo
abre un escenario allí donde irrumpe y en la historia que nos cuenta Calvino se sucede
una historia de amor, una historia de necrofilia, una nueva historia de amor homosexual
proyectada sobre el arzobispo y, finalmente, una historia donde el amor se vuelca
silenciosa e indefinidamente hacia un lago que no responde, que sólo ha de ser
contemplado. Aquí, los movimientos del anillo no constituyen sino los rudimentos de
una historia que aflora en formas disímiles, el decurso de un objeto móvil que allí donde
irrumpe altera el orden de los acontecimientos, el modo en que se disponían las cosas
sobre un orden reconocible; por ello, las historias que se narran no son sino los relatos
en donde se hace visible el hacer del anillo: el anillo hace y a ese hacer que modifica lo
existente se responde con una historia.
Serres nos propone, por su parte, una sugerente imagen en donde el anillo mágico
de Calvino se transmuta en un balón de rugby. En el transcurso de un partido de rugby,
los jugadores adoptarán diferentes posiciones y movimientos en función del lugar
específico en el que se encuentra el balón. La posición del balón marca, en cada
momento, las direcciones que han de tomar los jugadores y, así, los desplazamientos de
aquel obligan a los movimientos de éstos: se defiende, se ataca, se espera, se incomoda,
en función del espacio y trayectoria que adopta el balón; los jugadores designan un
entramado relacional que actúa atendiendo a los avances y retrocesos del balón. Y
siendo esto cierto, es tan sólo parte de la historia, porque el balón no lleva incorporado
un programa informático que le dice a donde debe ir, no tiene un telos interior que
dictamina sus trayectorias: el balón, sobra decirlo, no se mueve por sí mismo, es
movido, impulsado, llevado hacia delante y hacia atrás. El balón es movido por los
jugadores y, paralelamente, el balón mueve a los jugadores, pero en el transcurso este
juego relacional se hace cada vez más difícil determinar un agente de la acción: ¿quién
es el que mueve a quién? Quizás sería más acertado decir que en este entramado, los
distintos actores involucrados se mueven y se van co-haciendo en sus movimientos. El
balón teje así, en el transcurso de sus desplazamientos, un colectivo, pone a todos en
relación, crea una tela de araña que va dando forma al colectivo y, simultáneamente,
define al actor singular que en cada momento tiene en sus manos el balón. Por todo ello,
a través del balón se produce, al mismo tiempo, un escenario en el que tiene lugar un
doble movimiento que remite tanto a lo colectivo como a lo individual: el balón
colectiviza e individualiza y hace las dos cosas al unísono. El partido de rugby crea un
escenario en el que las fronteras entre el sujeto (jugador) y el objeto (balón) se
difuminan, aquí ya no podemos encontrar a los protagonistas de la epistemología
moderna, tan sólo podemos rastrear los trazos, redes y relaciones que (re)producen un
colectivo híbrido habitado por sujetos y objetos entreverados de forma indiscernible. El
nexo balón-jugador, podríamos concluir, crea a un colectivo que a su vez, individualiza
al actor que posee, por un período de tiempo indeterminado, el balón. Ya no hay sujetos
u objetos, tan sólo actores en un entorno enredado; quizás sería más acertado, tal y
como sugiere Serres, llamar al balón cuasi-objeto, y lo que define al cuasi-objeto en
todo momento es que transita entre actores, que crea colectividades y situaciones
particulares. En estas páginas, el transgénico siempre aparecerá como el anillo de
Calvino, como el balón de rugby de Serres, recreando lo colectivo y lo singular,
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cometido, lo que se espera de ellos pero también aquello que esos actores deben de
creer, de esperar. En el contrato biotecnológico, las especificidades propias de cada
posición poseen un fondo común que se deriva de un discurso ininterrumpido, por
medio del cual la tecnociencia afirma la seguridad e idoneidad de los transgénicos. En
ese contrato cada actor queda individualizado, circunscrito a una posición, pero, al
mismo tiempo, queda colectivizado, enredado en una red de proporciones cambiantes
que se expande más allá de cada posición, componiendo esa red que transita de lo local
a lo global, de lo global a lo local. En ese trayecto sociológico, en ese hacerse y
deshacerse de esa geografía, en esa conformación del contrato, el conocimiento
científico se enmaraña, irremediablemente, con lo político, con lo económico, con lo
jurídico. El contrato biotecnológico no es, por todo lo que acaba de ser expuesto, sino el
propio ordenamiento al que se ve sometido el jardín biotecnológico, el conjunto
normativo que regula su funcionamiento interno, la estructura que rige su quehacer
cotidiano.
Escribir una historia nunca es tarea fácil. La historia (cierta forma de concebir la
historia) parece demandar un punto de arranque, un inicio al que aferrarnos y desde el
cual poder narrar el decurso de aquello que va a ser objeto de un recorrido histórico; y
ciertamente, no sería difícil establecer una fecha en la que poder datar el inicio de
nuestra historia, un acta de nacimiento que confiera entidad al transgen que habremos de
seguir.
cuasi-objetos (una historia rizomática –los trayectos sociológicos mismos). Las historias
que se agolpan en este acercamiento rizomático que aquí estamos proponiendo y que, en
su confluencia, comienzan a dibujar los contornos del jardín biotecnológico, son unas
historias disímiles que, expuestas en un orden contingente, aluden a la historia de la
propia biotecnología en la que poder visualizar la emergencia de este actante concreto
(Bud, 1993); a la historia de la propia noción de vida y el modo en que ésta se ha
entendido y practicado, porque lo que aquí nos ocupa no es sino una práctica científico-
técnica de la vida emprendida por las así llamadas ciencias de la vida (Foucault, 1997;
Franklin, 2000); a la historia de la progresiva conformación de todo el entramado
tecnocientífico (que entreteje de un modo insoslayable conocimiento y economía),
articulado en torno a las llamadas ciencias de la vida, las cuales inauguran un “nuevo
espacio económico” (Kenney, 1998); a la historia de los modos de hacer de la
agricultura que conforman un contexto específico sobre el que se proyectará la quimera
transgénica (Kloppenburg, 1988); a la historia del propio maíz en la medida en que es
este cereal el que sirve de “recipiente” al transgen (Warman, 1988); a la historia,
lógicamente, de la propia tramitación y legalización del maíz Compa CB (Nottingham,
1998); y, por último, a la historia del modo en que se perciben y se consumen alimentos
sujetos a procesos de ingeniería genética (Wynne et al., 2001).
Pero lo que aquí está en ciernes es una mercancía y la mercancía, por definición,
tiene prisa porque el tiempo perdido es tiempo despojado de beneficio, tiempo baldío
carente de rentabilidad. El maíz Bt 176 tiene prisa y el rechazo del parlamento, la
precaución allí invocada, no impedirá que siga su curso. Si bien el parlamento europeo
juega un papel importante en la conformación de un clima en torno a la percepción y
legalidad de los organismos modificados genéticamente, la aprobación última que
precisa el maíz Bt 176 no precisa de la ratificación del parlamento. El parlamento no ha
quedado enrolado pero ello, en estos momentos iniciales, no es significativo puesto que
la pista de aterrizaje no es el parlamento sino la Comisión, y la Comisión, en el lapso de
tiempo que media entre las dos votaciones del parlamento antes mencionadas, actuará
como pista de aterrizaje que posibilita la expansión de las redes que va tejiendo
paulatinamente el maíz transgénico.
El proceso no estará exento de momentos que hagan dudar del posible aterrizaje
del maíz avalado por Ciba Seeds. Existe una propuesta (promovida por Francia) en el
seno de la Comisión para aprobar el maíz; pero la comisión no se muestra en líneas
generales favorable a permitir la comercialización del maíz. Paralelamente, en abril de
1996, un Comité Regulador vinculado a la Comisión no es capaz, ante las dudas
existentes, de tomar una decisión que avale la comercialización del maíz. En esta
situación de incertidumbre, el 25 de junio, el maíz Bt 176, todavía sin un aval
institucional, llega al Consejo de Ministros “enviado” desde la Comisión con el fin de
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que dicho Consejo adopte una decisión. El Consejo, con la postura a favor de Francia y
la oposición de trece países miembros (y la indecisión de España), no llega a adoptar
una decisión firme al respecto y traslada de nuevo el maíz a la Comisión. Así las cosas,
la Comisión encargará tres nuevos informes para llegar a una conclusión más
determinante en torno a la seguridad del maíz. Los informes encargados a comités
científicos vinculados a la Unión Europea (Scientific Committee for Food, Scientific
Committee for the Animal Nuitrition y Scientific Committee for Pesticides) serán
entregados en diciembre de 1996 y en ellos aparece avalada la seguridad de los
organismos transgénicos. Con todo ello, el 18 de diciembre de 1996, la Comisión decide
otorgar el permiso de comercialización al maíz Bt 176 promovido por Ciba Seeds. El 23
de enero de 1997 aparecerá la correspondiente inscripción del maíz en el Diario oficial
de la Comunidad Europea.
El maíz Bt 176 puede seguir su viaje: las puertas de Europa se le han abierto. Pero
los escollos todavía no se han saldado completamente, el viaje del maíz empieza a ser
más complicado de lo previsto. Los informes científicos se suceden. La Comisión avala
científicamente su seguridad, pero aparecerán países (especialmente Austria y
Luxemburgo) que poseen informes científicos que avalan científicamente su falta de
seguridad. La controversia se traslada a las disputas entre los países miembros de la
Unión Europea y la Comisión, y en este contexto se suceden las construcciones
científicas sustancialmente diferentes sobre las propiedades y efectos del maíz Bt 176:
cada informe construye su maíz, las identidades del maíz aumentan.
Sin entrar en los detalles que aluden al modo en que se construye un organismo
transgénico, tarea ésta que será abordada en la tercera parte, sí es necesario mencionar
en este momento que la propia inserción del transgen en el organismo receptor –
mediante la biobalística- posee un problema añadido en la medida en que no se puede
determinar a priori en qué región genómica del organismo receptor quedará insertado el
transgen. Con el fin de hacer frente a esta disyuntiva, la racionalidad tecnocientífica ha
dotado al transgen de un gen marcador que permite establecer dónde se ha ubicado el
transgen una vez que ha sido disparado por la pistola de genes. Lo que es necesario
resaltar en este momento de la argumentación es que dicho gen marcador está elaborado
a base de ampicilina y ello no ha dejado de ser fuente de controversia toda vez que la
ingesta de alimentos que contienen dicho gen marcador podría desencadenar
resistencias a antibióticos que emplean la ampicilina. El rechazo suscitado en
numerosos países de la Unión Europea estaba motivado, al menos parcialmente, por
este recelo ante la aparición de esas resistencias a antibióticos. Fruto de una larga
polémica en la que se afirmaba y negaba la inocuidad del gen marcador, en abril de
61
Sin embargo, ya antes de este intento de erradicar el maíz Compa CB (al menos
en su configuración actual), el maíz Bt 176 encontró en EEUU un obstáculo
difícilmente superable. Como consecuencia del hecho de que el polen de este maíz
transgénico expresaba una nivel muy elevado de la toxina Bt (que afectó de forma letal
a las larvas de la mariposa monarca), a lo que se añadía la escasa aceptación que este
maíz estaba teniendo entre los agricultores, debido a su baja efectividad en la lucha
contra los insectos perniciosos (Mellon y Rissler, 2003), Syngenta decidió no renovar
en 2003 el permiso para cultivar este maíz en EEUU, adelantándose así a una posible
prohibición de su cultivo fundamentada principalmente en su incidencia nociva sobre la
mariposa monarca. El maíz Bt 176 abandona así los campos de cultivo estadounidenses
para proseguir su tarea de biotecnologizar la naturaleza en otros espacios. La linealidad
aparece así nuevamente como una herramienta innecesaria a la hora de trazar la historia
de un acontecimiento: lo que concluye en un sitio continua en otro, la
biotecnologización continua allí donde el más mínimo resquicio legal (o ilegal) permite
su desarrollo.
Hagamos, pues, una historia del pliegue, del modo en que una multiplicidad de
procesos se aglutinan en una singularización a la que se ha dado en llamar maíz Compa
CB, pero hagamos también una historia de los trayectos sociológicos del maíz Compa
CB, una historia de la cartografía geopolítica que se va componiendo, de los espacios
por los que se transita y de las transformaciones que se derivan de dichos tránsitos. Una
historia de un pliegue y de su cartografía, de su multiplicidad y de su decurso. De esto
se trata, de hender la cosas, de hender este cuasi-objeto productor de naturalezas, de
ahondar en este espacio-tiempo en el que se dan la mano las condiciones de posibilidad
de su surgimiento (el modo en que se entrelaza aquello que permite la aparición de la
transgenia) y el trayecto que se activa desde su surgimiento (formas de hacer y pensar
que se inauguran en torno al transgénico). Esta es la tarea que aquí nos ocupa:
condiciones de posibilidad (cómo llega a aparecer este transgen) y sus trayectos (cómo
se estructura el jardín biotecnológico); es decir: la cartografía de un pliegue. La
segunda parte de este libro remite a las condiciones de posibilidad ahondando en la
metáfora del pliegue, mientras que la tercera profundiza en la metáfora cartográfica, en
los trayectos sociológicos de la quimera transgénica.