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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
1.- Hacia un nuevo jardín de las delicias biotecnologizado..................................1
2.- Investigando en torno a transgénicos.............................................................12

PRIMERA PARTE:
LA PRODUCCIÓN DE UNA NATURALEZA HÍBRIDA.......................................25

1.- Entre lo social y lo natural


1.1.-La naturaleza de la naturaleza biotecnologizada.............................26
1.2.- Los trayectos sociológicos del transgen.........................................45
1.3.- Historia del maíz Compa CB...........................................................52

SEGUNDA PARTE:
SOCIOGÉNESIS DEL JARDÍN BIOTECNOLÓGICO...........................................62

2.- Una sucinta historia de la vida........................................................................66


2.1.- La historia natural (o de cómo la vida se ausenta)...........................67
2.2.- La evolución de la vida (o de cómo la naturaleza no hace saltos)...72
2.3.- La genetización de la vida (o de cómo la vida deviene información).......79

3.- La práctica tecnocientífica de la biología molecular......................................95


3.1.- Hacia un conocimiento situado......................................................96
3.2.- El gen autotélico............................................................................106
3.3.- Habitando en los márgenes del determinismo genético................115

4.- La geometrización de la naturaleza..............................................................125


4.1.- La narrativa del jardín (maquínico)...............................................128
4.2.- Los tiempos del jardín...................................................................141
4.3.- Los espacios del jardín: la ex-titución biotecnológica..................158

INTERLUDIO:
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LA BIOPOLÍTICA EN EL JARDÍN BIOTECNOLÓGICO..................................168

TERCERA PARTE:
CARTOGRAFÍAS GEOPOLÍTICAS DEL ORGANISMO TRANSGÉNICO....179

5.- Estrategias para delimitar la presencia de los transgénicos............................185

5.1.- De la naturaleza al laboratorio: la práctica de la bioprospección.......187

5.2.- El diseño del maíz Compa CB............................................................195

5.3.- Imágenes de la frontera.......................................................................202

5.3.1.- Genes marcadores....................................................................203

5.3.2.- Campo de cultivo.....................................................................205

5.3.3.- Refugios..................................................................................208

5.3.4.- Etiquetado..............................................................................210

5.3.5.- Patentes.................................................................................. 213

6.- Controversias sociales en torno a los transgénicos.........................................225

6.1.- Del laboratorio a lo social: la producción de la (in)seguridad...............227

6.2.- La creación del consenso.....................................................................235

6.2.1.- La traducción de las plantas: tecnologías de restricción del uso


genético..................................................................................................235

6.2.2.- La traducción del conocimiento: los derechos de propiedad


intelectual...............................................................................................239

6.2.3.- La traducción de la economía: el postfordismo


biológico......................................................................................246

6.2.4.-La traducción de las instituciones: el principio de precaución....253


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6.3.- La creación del disenso..........................................................................262

6.3.1.- La batalla por un campo limpio: el combate del


agricultor contra las
plagas...........................................................................264

6.3.2.- La ingestión de la seguridad alimenticia: el consumidor


(in)tranquilo....................................................................................272

6.3.3.- Estrategias de visualización de los transgénicos: de la


crítica a la acción
directa.........................................................................282
6.3.4.- Redes de semillas: la defensa de la biodiversidad.................295

7.- El devenir incierto del transgen......................................................................308

7.1.- El transgen en una encrucijada de caminos (in)visibles e (in)seguros..310

7.2.- Tiempos glaciales y espacios fluidos....................................................316

7.2.1.- El genoma dialógico: la inestabilidad genética..........................317

7.2.2.- El ecosistema transgénico: transformaciones locales.................320

7.2.3.- El flujo génico: la geografía de la contaminación......................327

7.2.4.- La cadena trófica: el organismo biotecnologizado.....................334

7.3.- El accidente biotecnológico...................................................................337

EPÍLOGO:
EL CUIDADO DE LA TIERRA................................................................................344

APÉNDICE:
Relación de entrevistas realizadas.................................................................................352

BIBLIOGRAFÍA.........................................................................................................354
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INTRODUCCIÓN

1.- HACIA UN NUEVO JARDÍN DE LAS DELICIAS


BIOTECNOLOGIZADO

Vivimos arropados por historias, cobijados por el murmullo cotidiano que se


desprende de éstas, por ese sentido tan absolutamente insoslayable que nos permite, aún
en la mayor de las incertidumbres, encarar el día y dotar de una cierta inteligibilidad al
orden de los acontecimientos: vivimos desde ese sentido, con él, pero también contra él,
escudriñándolo, ahondando en sus carencias, en sus posibilidades dormidas, en los
límites que instaura. Las historias nos permiten pensar, nos proporcionan los rudimentos
con los que trenzar un sentido, por muy precario que éste pudiera ser, y, por ello mismo,
deviene completamente necesario pensar esas historias, encararnos con el murmullo que
nos arropa porque ahí, en esa confrontación, en la relectura que hacemos de esas
historias que (nos) dicen el sentido de lo que (nos) pasa, nos jugamos nuestra forma de
vivir, nuestra propia existencia.

Este libro es una reflexión sobre una historia, sobre la historia de una mejora
genética que ha conducido a la aparición de organismos modificados genéticamente y,
más concretamente, sobre el modo en que dicha mejora genética ha quedado plasmada
en la obtención y comercialización de plantas transgénicas. Un libro sobre el sentido de
esa historia que nos narra la necesidad e idoneidad de la mejora genética, sobre el
propio sentido de decir que estamos ante una mejora genética. Porque aquí, en esta
invocación de la mejora, asoma el ya viejo murmullo del progreso, de ese tiempo vacío
y homogéneo que impide ver la hondura del presente, de cada presente, anunciándonos,
por el contrario, un futuro más pleno, más ordenado, más racionalizado. Es necesario
encarar esta historia, confrontarnos con todo aquello que se dice y se hace en torno a la
mejora con el fin de dictaminar el valor del sentido que se (nos) propone. Es necesario
recorrer todos los entresijos de esta historia narrada por muchos actores pero,
fundamentalmente, por un actor reconvertido en biólogo molecular que, a modo de los
viajeros clásicos, vuelve de un lugar no hoyado anteriormente en donde la vida ya no es
un misterio: este viajero nos dirá, cuantas veces sea necesario, que ha descubierto el
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secreto de la vida, que la vida es, desde ahora, materia susceptible de ser modificada,
susceptible de ser sometida a operaciones de ingeniería genética. Es necesario, decimos,
confrontarnos con este murmullo, con sus matices, con su retórica, con los seres que
aparecen en su relato, esos seres que ahora son ya mejores que sus predecesores. Sí,
quizás sea necesario, al menos por un breve instante, ver a este científico de la mejora
genética como un viajero y a esos seres mejorados que nos presenta como las otrora
encarnaciones quiméricas, monstruosas, con las que el viajero adornaba su discurso.

El relato que nos llega del viajero que ha estado allí donde nadie ha estado,
difícilmente puede librarse de una extraña mezcla de fascinación y recelo ante lo que
aquél evoca; en el relato, todo un mundo que hasta entonces había permanecido
desconocido comienza a tomar forma y, envueltos en palabras que nos retienen ante la
narración del relato, van emergiendo personajes, lugares, acontecimientos, rituales:
formas de vivir y de pensar que comienzan a conferir consistencia a lo extraño, a lo
ajeno y, así, en este relato hechizador, siquiera por un momento, pasamos a habitar esos
espacios que nunca habitaremos y nos reconocemos fugazmente en ese otro al que
nunca conoceremos. El viajero que ha conocido lo extraño, lo ajeno a la cotidianidad en
la que estamos inmersos, no sólo nos cuenta lo que ha visto, su relato mismo es una
invitación soterrada a revivir con él aquellos espacios lejanos en los que habita lo
fabuloso, lo extraordinario, lo que nunca puede ser parte de nuestra cercana y conocida
cotidianidad. Por ello, el relato del viaje es, de un modo más o menos implícito, una
propuesta de viaje, una invitación a conocer, un ofrecimiento para habitar en espacios
extraordinarios que se nos escapan pero que nos atraen. Y en esta tensión que aúna el
deseo de conocer y el recelo, la avidez por partir y el miedo a abandonar lo conocido,
emerge una figura determinante que ha acompañado al relato de los viajeros desde la
Grecia clásica, una figura en la que se condensa de forma paradigmática la fascinación y
el miedo: el monstruo. El viajero que narra lo extraño no deja de mencionar criaturas
monstruosas que habitan más allá de los márgenes conocidos y será, en definitiva, esta
invocación de lo monstruoso, y no tanto el viajero, lo que concite la fascinación y el
recelo del oyente, porque lo monstruoso repele pero también atrae y en esta tensión,
dotada de múltiples formas, el relato narrado por el viajero que ha recorrido lo extraño
envolverá al oyente incluso en el inquietante silencio que se abre cuando la narración ya
ha cesado.
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Lo monstruoso irrumpirá en los pliegues de la narración, en los entresijos de un


relato que nos habla tanto de una geografía como de una historia, de los espacios en los
que habita el monstruo y de los orígenes y devenires, siempre esquivos, difícilmente
aprehensibles, de estas criaturas ajenas a lo cotidiano. La narración va tejiendo así un
mapa abigarrado que habla de geografías ignotas y de historias fantásticas. A través de
este mapa, el viajero irá desvelando los entresijos de su viaje mostrándonos el modo en
que es posible orientarse en esta confrontación con lo extraordinario que se extiende
más allá de los límites de lo conocido: el mapa le permite ir al encuentro de lo
monstruoso y volver para contarnos qué hay allí donde nadie ha estado. Y lo que sabe el
viajero, el buen viajero, es que este mapa no estaba disponible antes del viaje, que es el
viajero mismo el que tiene que ir haciéndose un mapa siempre provisional, que el mapa,
en definitiva, se construye mientras se viaja y que sólo cuando se cuenta el viaje, el
mapa aparece como una realidad acabada, inamovible, dotada de una consistencia que
sólo puede ser un efecto retórico del relato que concita nuestra atención.

Por todo ello, el viajero, el buen viajero, sabe que para concitar nuestra atención,
el relato de lo acaecido debe enmarañarse con una trama retórica, metafórica, que no
sólo adorna el relato sino que también le imprime sentidos, significados y que,
consecuentemente, la narración del viaje combina, de un modo u otro, realidad y
ficción. Asimismo, el buen viajero sabe que esos monstruos de los que no deja de hablar
y que protagonizan sus andanzas, no sólo habitan en los entresijos de un relato ubicado
más allá del aquí y del ahora: el viajero sabe que esos monstruos, que él dice que ha
visto, también moran en el aquí y en el ahora del oyente, que del monstruo sólo se
puede hablar cuando se le ubica en geografías ignotas porque la presencia cercana de lo
monstruoso asusta, y la fascinación se torna en miedo. Y, por ello, lo que el viajero
nunca puede decir es que los monstruos que aparecen en el relato no son los monstruos
que pertenecen a lo radicalmente extraño, sino que son también los monstruos que le
pertenecen al oyente y que el mapa que él ha ido pergeñando es también el mapa que
sustenta lo cotidiano, que esa geografía de la que él habla está más cerca de lo que se
pudiera sospechar y que el monstruo no nos es tan lejano: el viajero sabe que no hace
falta viajar para hablar de lo extraño, que lo extraño está junto a nosotros, y que la
ficción del viaje es sólo una excusa para hablar, una y otra vez, de nosotros mismos. El
buen viajero sabe todo esto y sabe, en definitiva, que el éxito de su relato depende de
que sepa expresar correctamente los deseos y los miedos del oyente.
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Y ante esto, el oyente, el buen oyente, tendrá que rastrear el mapa que se le
propone y decidir si quiere habitar en él. El buen oyente necesita una historia, pero no
cualquier historia porque hay historias que asustan, que evacuan la posibilidad de lo
inédito, que nos afirman la inevitabilidad de la norma; y el buen oyente, en esa tensión
que aúna fascinación y recelo, tendrá que desconfiar de aquello que se le dice, con el
objeto de desentrañar qué se esconde en los pliegues de cada relato, con el objeto, en
definitiva, de indagar en el mundo en el que se le propone vivir. Ese monstruo, ahora
tan cercano, tan insoportablemente cercano, nos mira a los ojos pero es preciso
responderle la mirada y decirle que su presencia no cancela la pregunta sobre su
inevitabilidad sino que, al contrario, la acucia, la vuelve absolutamente urgente con el
fin de preguntarnos qué es esa historia, tan extraña, tan próxima, que se nos está
contando; y en esta urgencia, en este cruce de historias, no podemos dejar de afirmar, de
nuevo, que no todos los mapas tienen el mismo valor, que quizás no todos los
monstruos asusten por igual y que existen, siempre, otros mapas.

Existen muchos viajes, muchos relatos, muchos monstruos, pero aquí no se trata
de recorrer esa multiplicidad, de perdernos en un mar de ficciones, sino de adentrarse y
recorrer, si es posible, hasta el más mínimo detalle, las peculiaridades de un viaje, de un
relato, de un monstruo. El viajero de nuestro relato se ha adentrado en las profundidades
de un laboratorio de biología molecular y sale para decirnos que ha encontrado el
secreto de la vida; que la vida, tantas veces cantada, posee un secreto último que radica
en su peculiar estructura en forma de doble hélice y que una vez conocida su estructura
aparece un nuevo mundo en donde (el sentido de) la vida ya no puede escaparse porque
ésta deviene ya realidad transparente, ajena al misterio, susceptible de ser reestructurada
y reorganizada, sometida, en definitiva, a operaciones de ingeniería (genética). Por ello,
este viajero, transmutado en un biólogo molecular, no sólo quiere contarnos lo que, por
primera vez, ha visto, sino que viene impulsado por un urgente deseo de actuar, de
hacer, de transformar esa vida, y en esa transformación, en la irrupción de un ser vivo
inédito cuya genealogía no puede rastrearse en la historia de la naturaleza, podemos
entrever ya el viejo rumor de un relato inequívocamente moderno que anunciará, de
nuevo, la conquista de la naturaleza: “La ciencia moderna –nos dice Bauman- fue
engendrada por la ambición abrumadora de conquistar la naturaleza y de subordinarla a
las necesidades humanas. La tan alabada curiosidad que de acuerdo con el lugar común
estimulaba a los científicos a “llegar donde ningún humano se había atrevido” jamás se
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desembarazó de la visión entusiasta del control, la administración y de hacer mejores las


cosas (esto es, más flexibles, obedientes y capaces de servir)” (2005: 67). Lo
monstruoso, en nuestro relato, emergerá en el curso de este viaje científico que anhela
transformar la naturaleza para convertirla en material flexible, obediente, sometida a la
servicialidad de la mercancía.

Este es un libro, digámoslo ya, sobre el relato de un monstruo tecnocientífico,


sobre su historia, sobre la geografía que teje en su particular modo de incidir en la
naturaleza, en la sociedad; un libro sobre realidades inéditas que nos confrontan con lo
extraño, con lo anormal, con el desorden y, sin embargo, esas realidades, ahora (en un
ahora que no deja de expandirse), nos llegan desde el espacio paradigmático de lo
propio, de lo normal, del orden, nos llegan desde el espacio por antonomasia de la razón
científica, desde el laboratorio. Este es un libro sobre los monstruos que pueblan el
escenario tecnocientífico de una modernidad tardía (pero revitalizada), sobre realidades
que hasta hace tan sólo unos pocos años únicamente podrían haber sido barruntadas en
los contornos de la ciencia ficción. Los monstruos de esta tecnociencia que se ubica en
el ámbito de la ingeniería genética comienzan a habitar en la naturaleza, en nuestros
cuerpos, en nuestros discursos, y con ellos, junto a ellos o contra ellos, el entorno social
y natural, en una magnitud difícilmente previsible, se va viendo progresivamente
alterado. El sueño de la razón, nos había advertido Goya, produce monstruos; la actual
tecnociencia promovida desde la biología molecular, nos dice, con sus técnicas de ADN
recombinante, que el sueño de la razón produce organismos modificados genéticamente,
quimeras, imbricaciones novedosas entre animales, plantas o árboles absolutamente
disímiles. Este libro trata de estos monstruos, de los hábitats y hábitos que precisan para
irrumpir y de los hábitats y hábitos que su presencia desencadena. Trata de lo que son,
de cómo han llegado a ser posibles, de lo que hacen. Trata de ellos y de nosotros.

Cada época ha tenido sus monstruos, los habitantes de un escenario en el que la


norma, queda subvertida dando lugar a la proliferación de todo aquello que había
permanecido oculto, velado; el monstruo es un ser poroso, lábil, liminal, que conecta lo
real con lo imaginario, lo que existe con lo que podría existir y, por ello, a través del
monstruo se nos muestra, el envés de la norma, la cara oculta del orden: “El monstruo
no es el otro absoluto sino más bien el espejo de la humanidad” (Shildrick, 2002: 17).
La propia raíz etimológica del monstruo, monstrare, indica que el monstruo es, en
primera instancia, un ser extraño que muestra algo, que es puesto ante los ojos del
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público y que el monstruo, si bien remite a lo oculto, por su propia naturaleza debe ser
mostrado en los bestiarios, en los capiteles de las catedrales medievales, en los
gabinetes de curiosidades del Renacimiento, en las ferias populares del siglo XIX y
principios del XX, pero también en la sociedad del espectáculo convertido en objeto de
consumo bajo la forma, pongamos, de un Godzilla o un inefable teletubby. No estamos,
lógicamente, ante unas formas comparables de ese mostrar: la sociedad del espectáculo
ha banalizado el monstruo, lo ha convertido en objeto de consumo subsumido en el
ritmo frenético de la moda. Aquí el monstruo apenas es un pálido reflejo de la tensión,
propia de lo monstruoso, que imbrica la fascinación y el miedo. Pero el monstruo
también se nos muestra, en el ámbito de los medios de comunicación, en forma de
hallazgo científico que nos informa sobre la consecución de un nuevo organismo
modificado genéticamente y habrá que determinar el modo en que esa tensión se
resuelve en la contemplación de una quimera tecnocientífica, de una quimera que
emerge del espacio por excelencia de la racionalidad y que, sin embargo, en su hacer, en
su devenir, no deja de invocar un desorden impredecible. El monstruo, podemos
concluir, es mostrado, pero también muestra, deja entrever, nos abre la puerta a otra
realidad y tenemos que preguntarnos por lo que se deja entrever bajo la inquietante
presencia de lo monstruoso, por esa realidad que concita nuestra mirada y nos retiene
ante la narración de lo monstruoso. Porque ante este monstruo que nos presenta la actual
tecnociencia en forma de organismo modificado genéticamente, cabe la fascinación del
que contempla uniones inéditas, pero cabe también la pregunta urgente que inquiere en
el sentido de este monstruo que ha irrumpido de un modo sigiloso, la pregunta que no
puede dejar de indagar en lo que se nos dice, en lo que se muestra a través de lo
monstruoso.

Acogiéndonos, nuevamente, a la raíz etimológica, vemos que la voz griega para


aludir a lo monstruoso es teratos y ésta remite tanto al horror como a la fascinación, al
prodigio como al demonio, a la aberración y a la adoración, a lo sagrado y a lo profano
(Braidotti, 1996). Lo monstruoso irrumpe como una criatura paradójica, porosa, un
conector de mundos que imbrica lo real y lo posible, lo permitido y lo prohibido; y en el
ejercicio de esta conexión, el monstruo exige que se le tome en consideración tanto por
lo que es como por lo que evoca. En el monstruo siempre hay, por todo ello, algo de
fronterizo, de esbozo de los límites de lo pensable, de manifestación de un espacio más
allá del cual no se puede ir: en el monstruo vemos lo que no somos, lo que nunca, y de
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una forma absolutamente radical, podremos ser, pero también lo que somos; en el
monstruo nos reflejamos y a su través se muestra un residuo imaginario: “Los
monstruos son una hybris que vive del contrabando en la linde del orden y de la realidad
y, en tanto que creación humana, suponen una cristalización de valores sociales y
formas de conocimiento. No funcionan como un negativo del saber, sino como un
poderoso indicio de modelos sugeridos o impuestos de razonamiento y, por tanto, de
civilidad “ (Lapuente y Valverde, 2000).

Cada época, repetimos, tiene sus monstruos, su realidad teratológica, su específica


conexión entre lo racional y lo imaginario. Es esta conexión, en todo su espesor, lo que
constituirá el tema central de nuestra investigación, la puesta de manifiesto de una
realidad multidimensional que se esconde y aflora en la presentación, pongamos, de una
cabra transgénica de cuya leche es posible extraer tela de araña. Esta cabra transgénica,
esta quimera hasta ahora impensada y desde ahora posible, existe no tanto, y a
diferencia de los monstruos renacentistas, como azar de la naturaleza o como castigo
divino, sino como consecuencia del mismo ejercicio de la razón tecnocientífica sujeta a
normas, técnicas y teorías asumidas por la comunidad científica. La cabra y la araña se
dan la mano en esta quimera tardomoderna, en un ser nacido para producir y
comercializar la tela de araña; y en la contemplación de esta monstruo, en apariencia
normal, como cualquier otra cabra, no podemos dejar de preguntarnos qué es el lo que
se esconde tras esta unión inédita, qué es lo que se muestra a través de la cabra, qué es,
lo que en este específico caso, nos fascina o repele; en último término, la pregunta que
intentamos plantear no es sino la que inquiere en cómo ha sido posible la aparición de
esta singular cabra y, simultáneamente, lo que esta cabra significa para nosotros, el
sentido que le damos a esto, tan raro, que (nos) está sucediendo; porque lo que sucede
sólo tiene sentido en la forma en la que nos lo contamos y en este contarnos lo que
significa la cabra, el cómo ha llegado a nosotros, nos estamos preguntando también
sobre nosotros mismos, sobre nuestras narraciones, sobre nuestros modos de contarnos
lo que somos y lo que podemos ser.

Aludamos a una imagen pictórica antes de empezar a concretar la investigación


que el lector, la lectora, tiene entre manos. En los inicios del siglo XVI el Bosco pinta
un cuadro casi imposible, un cuadro habitado por monstruosas criaturas que responde al
nombre de El jardín de las delicias. En este jardín, concebido en forma de tríptico, las
formas de la naturaleza aparecen profundamente alteradas en la presentación de un
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escenario inédito en donde predomina lo híbrido, la mezcla, la confusión. Los géneros


se difuminan y en su lugar irrumpe aquello que no tiene un lugar propio en la
naturaleza, aquello que al poner en relación ámbitos de la naturaleza que nunca habían
estado juntos da lugar al monstruo. Lo monstruoso, lo grotesco, aparece así como
plasmación de la mezcla de géneros, y en esta apoteosis de lo híbrido en la que los
cuerpos se entremezclan sin que podamos entrever sus fronteras, podemos apreciar
extraños seres como el hombre-árbol en cuyo interior se desarrolla una escena
tabernaria, pájaros que caminan o uniones imposibles ente hombres y plantas. El
desorden impera en este destierro del orden dando lugar a un escenario que no podemos
entender, un escenario que, literalmente, trastoca todos nuestro hábitos intelectuales, un
escenario que parece desterrar definitivamente a la razón.

En la lectura que Michel de Certeau (1993) hace de este intrigante cuadro, afirma
que no hay posibilidad alguna de encontrar una única guía que nos ayude a recorrer el
lienzo con el objetivo de entender aquello que se nos muestra: la búsqueda de una
interpretación aparece siempre incitada por la criaturas monstruosas que componen el
cuadro y, sin embargo, la propia realidad teratológica que se nos presenta niega la
posibilidad misma de encontrar una clave interpretativa que recorra todo el lienzo. La
interpretación nunca se consuma, siempre queda inconclusa, postergada en el rastreo de
los géneros disímiles que se entremezclan sin poseer una guía que oriente la indagación.
El nuevo significante emergente –el monstruo mismo- aparece así desprovisto de
significación: la contemplación de lo híbrido nos fascina, nos retiene ante el lienzo,
pero, al mismo tiempo su sentido se nos escapa, mostrándose inaprehensible. Hay
multitud de itinerarios susceptibles de ser recorridos pero ninguno de ellos conseguirá
aprehender el sentido del cuadro: “El cuadro se organiza de manera que provoca y
decepciona a cada una de las trayectorias interpretativas. No se establece solamente en
una diferencia en relación con todo el sentido; él mismo produce su diferencia haciendo
creer que oculta sentido” (de Certeau, 1993: 67; subrayado del autor). En el jardín de
las delicias parece esconderse una “criptografía simbólica de la naturaleza”, pero ésta
nunca llega a emerger, quedándonos con los despojos de un orden derruido en el que
sólo queda el caos.

El jardín de las delicias está habitado por quimeras, por recomposiciones híbridas
y azarosas de la naturaleza. Pero quizás sea necesario clarificar, siquiera someramente,
esta continua alusión a lo quimérico, a la pertinencia de la figura misma de la quimera
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más allá de su ya lejano contexto de aparición. La quimera, a diferencia de los


monstruos que habitan en los relatos mitológicos de la Grecia clásica y que ponían en
relación dos géneros diferentes, establece una relación entre tres animales diferentes:
una cabra, una serpiente y un león se agolpan en este cuerpo monstruoso convertido en
figura mitológica recurrente a la hora de nominar las nuevas formas de vida producidas
por la biología molecular (Charles, 2001; Davila, 2004; Graham, 2002; Haraway, 1997).
En su magnífico estudio sobre la quimera, Ginebra Bompiani afirma que la quimera es
el híbrido por excelencia, un animal “con vísceras de la tierra, de la oscuridad, del frío”.
La quimera pertenece a aquellos animales cuyo destino es el infierno y que nunca
adquieren una identidad definitiva. Hija de Tifón y Equidna (ambos seres monstruosos
que responden a la unión de un cuerpo humano con una serpiente), la quimera posee una
“naturaleza leonina” en la que prima la velocidad, la ligereza y de ella se dice en la
Ilíada que devastaba los campos y acosaba al ganado, siendo una criatura única con el
poder de tres bestias. De la quimera se habla no tanto para narrar su vida cuanto para
relatar su muerte a manos de Beleferonte, el cual, montado sobre el caballo Pegaso, se
situará por encima de la quimera con el fin de verter plomo fundido sobre ella.
Beleferonte tras acabar con la quimera desafiará a los dioses y producto de este desafío,
abocado al fracaso, acabará ciego, sumido en la melancolía y errando por el desierto.

La quimera nombra la posibilidad metafórica de una transmutación de la


naturaleza, una profunda alteración de la naturaleza conocida y sentida que abre las
puertas a híbridos insospechados. Por esta misma razón, la quimera siempre arrastrará
un residuo de duda, de inquietud sobre su radical imposibilidad para adecuarse a la
realidad. La quimera clásica nombra así, en la ilimitada mezcla de lo posible, una
“infinita imposibilidad”, y, sin embargo, en el modo en que la actual biología molecular
ha adoptado la imagen de la quimera, ésta deviene infinita posibilidad, infinita
reconfiguración, infinito (des)orden. Esta nueva quimera transgénica, tecnocientífica,
que pretende, infructuosa e ingenuamente, desprenderse del residuo imaginario que
ineludiblemente le acompaña, requiere un nuevo jardín de las delicias, un nuevo
contexto en el que lo grotesco se transmute en racionalidad inteligible.

Demos un salto en el tiempo para empezar a acercarnos a un contexto más


cercano, pasemos del siglo XVI a las postrimerías del siglo XX. En 1998, el artista
Iñigo Manglano-Ovalle realiza una exposición que evoca, con un título homónimo, el
jardín de las delicias ideado por el Bosco. Concebido también a modo de tríptico,
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Manglano-Ovalle compone una exposición a base de retratos cuyo objetivo es hacer una
relectura de las pinturas de castas realizadas en el arte colonial español del siglo XIX,
poniendo de manifiesto el mestizaje entre indios, españoles y africanos. El tema es, por
tanto, la identidad vinculada a cuestiones raciales, pero el artista en la relectura que
realiza, conecta la reflexión sobre la identidad con la actual genética y, así, previa
recogida de material genético de los individuos que van a ser retratados, los retratos que
podemos ver en la exposición no remiten a rasgos fisonómicos de ningún tipo, cuanto a
la representación de la huella genética de los distintos individuos seleccionados. Las
diferencias aparentes vinculadas a rasgos fisonómicos de diverso tipo devienen
difuminadas en la aparente similitud que se percibe en la contemplación de las distintas
huellas genéticas: lo que nos define, el ADN, irrumpe como alegato del mestizaje, de la
semejanza.

En este nuevo jardín de las delicias, la identidad de los sujetos aparece desprovista de
toda consideración corporal y aquello que muestra verdaderamente la identidad del
sujeto no es sino la información genética que cada uno posee. En este nuevo retrato, la
información genética sustituye al cuerpo como elemento vertebrador de la identidad.
Nada hay de monstruoso en este trabajo artístico, las grotescas criaturas del Bosco son
sustituidas por asépticas representaciones científicas y, sin embargo, la exposición de
Manglano-Ovalle deja entrever ya la base sobre la cual construir nuevas
configuraciones monstruosas. Si aquello que define a un ser vivo es su información
genética y si existen procedimientos tecnocientíficos que permiten intercambiar la
información genética entre los distintos organismos, nos ubicamos, en consecuencia, en
un escenario inédito en el que lo monstruoso no emanará ya de recreaciones imaginarias
sino de la propia práctica tecnocientífica. Atrapado bajo el hechizo de El Jardín de las
delicias, el biólogo molecular entreve la posibilidad de la emergencia de una nueva
naturaleza, de unas nuevas formas de vida. Lo grotesco, lo quimérico, puede volver a
emerger pero no tanto en el entramado de caos y aleatoriedad que recorre y define El
jardín de las delicias; lo quimérico en el nuevo jardín que barrunta el biólogo molecular
deberá estar transido de racionalidad tecnocientífica, de orden y seguridad. La cabra
transgénica puede pacer ya tranquilamente en la definitiva conjura del desorden, de los
avatares propios de la naturaleza. El jardín de las delicias tecnocientífico irrumpe así
como el jardín biotecnológico que anhela, de nuevo, la conquista de la naturaleza, la
erradicación definitiva del azar. En los albores de la modernidad, Francis Bacon ya
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imaginaba en su Nueva Atlántida un escenario similar: “En estos mismos huertos y


jardines hacemos, artificialmente, que árboles y flores maduren antes o después de su
tiempo, y que broten y se reproduzcan con mayor rapidez que su curso natural. Y
también artificialmente los hacemos más grandes y a sus frutos más sabrosos, dulces y
de diferente gusto, olor, color y forma. Y a muchos de ellos los hacemos también
adquirir virtudes medicinales” (Bacon, 1996 [1627]: 265). Nada nuevo, el mismo
impulso, el mismo deseo de conocimiento y dominio. Y simultáneamente todo
diferente, toda una forma específica de acometer la conquista de la naturaleza. El jardín
biotecnológico nace así como huella postrera de un imaginario de larga tradición, como
vestigio de un viaje no concluido, encaminado a construir quimeras transgénicas,
monstruos biotecnológicos, constituidos en protagonistas de una naturaleza inédita en
donde la vida ha quedado redefinida en términos de información genética
mercantilizable y transportable (Haraway, 1997; Lewontin, 1986, 2000).

Esta redefinición, como iremos viendo progresivamente, abre un ilimitado campo de


experimentación que es el que subyace a la progresiva producción de un nuevo tipo de
naturaleza biotecnologizada que se ve sometida a una concienzuda operación de diseño,
de manipulación, con el objeto de producir organismos inéditos que habrían de cumplir
una función predeterminada.

Este es un libro sobre monstruos que han perdido la apariencia de monstruos,


sobre organismos que poseen una estructura interna quimérica que carece de reflejo en
su exterioridad: la cabra transgénica se ha desprendido visualmente del león y la
serpiente, y en su interior se ubica ahora una araña invisible. El jardín de las delicias de
la modernidad tardía reclama una monstruosidad silenciosa, sigilosa, una monstruosidad
en absoluto estridente y ajena a la exhibición de los cuerpos deformes renacentistas: la
monstruosidad tardomoderna pretende nacer del orden, de la norma, de la razón y, sin
embargo, en vano intentará desprenderse del desorden, de la anomalía, de lo imaginario.
Este es un libro sobre monstruos silenciosos, sobre la realidad que producen y sobre la
realidad que les ha producido; es un libro, en definitiva, que se adentra en un jardín de
las delicias tecnocientífico y, para ello, inquiere en sus mecanismos de funcionamiento,
en sus normas y leyes, en sus límites, en los espacios y tiempos sobre los que se
proyecta, en las relaciones de poder que rigen su estructura, en los relatos que dan un
sentido a eso que (nos) acontece en la vivencia del jardín.
15

Y en el relato de este jardín biotecnológico, de los monstruos que lo pueblan, el


viajero al que invocábamos al inicio de estas páginas se transmuta en un biólogo
molecular que nos dice cuáles son nuestras necesidades, nuestros deseos,
proponiéndonos un nueva naturaleza segura, ordenada, controlada; y el oyente se
transmuta en el habitante de esta nueva naturaleza que debe consumir aquello que se le
ofrece. Pero las cuestiones que se dirimen en este nuevo jardín de las delicias, pasado
por el tamiz de la biotecnología, poseen la suficiente hondura como para que el oyente
haga gala de una ingenua credulidad por medio de la cual se acepten estas narraciones
que nos llegan desde ese espacio, tradicionalmente paradigmático de la razón, que es la
ciencia. La tarea que aquí comenzamos no puede sino alejarse de credulidad para
esbozar una pregunta ininterrumpida que inquiere en las condiciones de posibilidad de
este jardín, en el escenario socionatural sobre el cual se nos conmina a vivir. Es
necesario no quedar fascinados ante lo que se nos dice de este jardín, es necesario
arrojar una sombra de duda ante las verdades de la ciencia en las que se nos dice lo que
son las cosas y cómo funcionan, porque siempre hay algo más allá de lo que se dice en
este decir que se presenta como un decir último portador de una verdad incuestionable.

Y no es de otra cosa de lo aquí se trata, de la pertinencia y el sentido de este jardín


que se presenta como inevitable, porque lo que aquí está en juego es si queremos vivir
en este jardín biotecnológico, en este nuevo entorno socionatural que se está gestando,
si queremos convivir con unas quimeras que poseen posibilidades infinitas de
recombinación. Lo que aquí está en juego es, en última instancia, si queremos vivir, y
cómo, la vida que nos exhortan a vivir las ciencias de la vida.

2.- INVESTIGANDO EN TORNO A LOS TRANSGÉNICOS

Una investigación como la que aquí se presenta, precisa de una serie de


aclaraciones, de acotaciones previas que permitan entender el modo en que se ha
emprendido la estrategia de acercamiento al escenario tan controvertido protagonizado
por los organismos modificados genéticamente; unas acotaciones que irán delimitando
los contornos del jardín biotecnológico y el modo en que éste será transitado. El
escenario sobre el que ya nos movemos, como se expondrá más adelante con mayor
16

detalle, está protagonizado, predominantemente, por una serie de plantas transgénicas


como son maíz, soja, algodón y colza, alterados en su estructura interna genética con el
fin de hacerse resistente a herbicidas e insectos. Y junto a estas plantas, aflora una
creciente investigación, que por el momento apenas ha sido comercializada, en la que se
producen los llamados alicamentos: plantas que introducen mejoras médicas (obtención
de vacunas, de proteínas, de fármacos) y biofactorías: plantas que posibilitan la
obtención de materias primas (plásticos, aceites...). Éste es, dicho muy sucintamente, el
escenario en el que estamos, el jardín por el que habremos de transitar y que demanda
un análisis en profundidad, toda vez que las cuestiones que en él se están dirimiendo
poseen visos de una gran trascendencia; cabe añadir que la investigación que aquí se
presenta tiene, como elemento a su favor, el hecho de que aquello que se adopta como
referente está en proceso de conformación, está haciéndose y deshaciéndose, tejiéndose
y destejiéndose: la controversia no está cerrada sino que se está gestionando en una
compleja y difícil delimitación de los lindes y recorridos internos que habrán de definir
al jardín biotecnológico.

La investigación, como señalaba de un modo certero Jesús Ibáñez, en modo


alguno se asemeja a la tarea de un recolector que recoge, aprehende, lo que ya está
concluido y esperando “ahí fuera” la atenta mirada del investigador que dictamina
categóricamente las peculiaridades internas de aquello que sucede. La investigación se
asemeja, por el contrario, a la actividad de la caza en la que la presa siempre encuentra
un resquicio por el que continuar sus recorridos y el cazador -el investigador-, se ve
compelido a una interminable tarea de rastrear los vestigios, las huellas, que la presa
deja a su paso: de esto trata la investigación, toda investigación, de vestigios, de huellas,
de rastros, de intentar, en suma, arrojar un destello de luz hacia una realidad que tiende
a mostrarse huidiza, esquiva a los intentos de apresamiento por medio de las
herramientas analíticas con las que se dota el investigador. Esta caracterización del
objeto como presa huidiza adquiere una especial relevancia en el campo de estudio que
aquí nos ocupa, toda vez que la quimera transgénica, como su antecesor mitológico,
presenta una movilidad inusitada que, en última instancia, adquirirá la forma de un flujo
carente de fronteras distinguibles.

Y dicho esto (los protagonistas del jardín biotecnológico y el carácter huidizo de


éstos), una primera y leve aproximación nos confirmará ya, desde los mismos inicios,
que la tarea que nos hemos propuesto acometer posee una difícil resolución en la
17

medida en que los recorridos de las plantas transgénicas distan mucho de ser unívocos y
sus decursos van adoptando la forma de un laberinto en el que cuestiones de muy
diversa naturaleza comienzan a solaparse, conformando un escenario dotado de una
inusitada complejidad. El jardín tecnocientífico que aquí nos ocupa entreteje lo
científico, lo tecnológico, lo orgánico, lo económico, lo político, lo jurídico y, aquello
que a falta de otra generalidad, denominamos lo social, en una maraña que, cuanto
menos, asusta ante la contemplación del escenario en el que habrá que adentrarse. Hay
que seguir al objeto, dice el antropólogo Bruno Latour (1992), y ciertamente de esto se
trata, pero en esta caza partimos con el convencimiento de que el objeto, nuestra presa,
adquirirá formas en las que ya no podrá ser seguido: hay que seguirle hasta donde sea
posible, hasta los espacios y tiempos en donde su visibilidad se transmuta en
invisibilidad y entrever qué es lo que acontece allí donde devine flujo invisible.

La imagen del laberinto no es mero ornamento del discurso: el transgénico


compone una red ciertamente intrincada conectando las dimensiones antes señaladas en
un modo a menudo inextricable con lo que no cabe, en un sentido estricto, la separación
de las mismas. No obstante, la complejidad del laberinto no puede cancelar la pregunta
sobre el modo en que se erige la arquitectura del jardín biotecnológico, no puede
convertirnos en meros espectadores pasivos ajenos a la pregunta que inquiere en el
sentido de lo que se (nos) está haciendo. Hay que adentrase en la arquitectura laberíntica
del jardín, en el modo contingente en el que la quimera transgénica pone en relación
dimensiones de muy diverso signo, pero ante este abigarramiento, ante lo intrincado del
escenario que se nos presenta, se alza una pregunta que no podemos dejar sin responder:
¿por dónde empezar? ¿Qué actor tomamos como guía en nuestro recorrido? ¿Habría que
comenzar con los biólogos que producen los organismos modificados genéticamente?
¿Por el entramado empresarial que financia e impulsa la investigación y
comercialización de los transgénicos? ¿Por el sistema legal que posibilita la
comercialización de dichos organismos y su propiedad intelectual bajo un intrincado
régimen de patentes? ¿Por el principio de precaución invocado por las instituciones en
tanto que mecanismo de legitimación para la comercialización de las quimeras
transgénicas? ¿Por las grandes cadenas alimenticias que optan por introducir o no los
transgénicos dentro de sus redes comerciales? ¿Por los sindicatos y asociaciones de
agricultores que deciden, en último termino, plantar cultivos transgénicos? ¿Por los
consumidores que habrán de decidir (si pueden) sobre el consumo de alimentos
18

transgénicos? Del laboratorio (e incluso antes) a la mesa de comer hay múltiples pasos
intermedios por los que transita el transgen, múltiples espacios y actores concurren
simultáneamente en el origen y desarrollo de estas nuevas quimeras, y cada nodo de la
red que se va formando podría constituir una vía de entrada a la arquitectura sobre la
que se levanta el jardín biotecnológico. En este sentido, los principales ámbitos de
actuación del transgénico, que no son sino los espacios que serán analizados
progresivamente en el trascurso de esta investigación, serían los siguientes:

• Un ámbito tecnocientífico que ponga de manifiesto las formas de hacer


y pensar de la biología molecular en la producción de transgénicos.

• Un ámbito empresarial que indague en el modo en que las empresas


potencian y legitiman la investigación y comercialización de
transgénicos.

• Un ámbito institucional que inquiera en los procedimientos legales y


discursivos que han adoptado las diferentes instituciones implicadas en
la concesión de permisos para la investigación y ulterior
comercialización de plantas transgénicas.

• Un ámbito agrícola que profundice en el modo en que se ha producido


la recepción de este nuevo tipo de cultivo por parte de los agricultores
y, asimismo, que indague en las consecuencias sociales y
medioambientales que se derivan para la propia agricultura
(convencional y ecológica) de la introducción de organismos
modificados genéticamente.

• Un ámbito social que ponga de manifiesto el modo en que se han


articulado movimientos sociales de diverso signo en torno a la
aparición del jardín biotecnológico, pero que también ahonde en el
modo en que se posicionan los consumidores ante el hecho de que los
transgénicos formen parte, en mayor o menor medida, de la cadena
alimenticia.
19

Ciertamente sería difícil establecer férreas demarcaciones entres los cinco


ámbitos sugeridos: el transgénico los recorre, los atraviesa en su recorrido y los
conexiona de una u otra forma. Es posible establecer la especificidad de cada campo,
pero es una especificidad que emerge como consecuencia del modo concreto y
contingente en que se establecen relaciones con los otros ámbitos implicados. Un
planteamiento de estas características supone admitir, consecuentemente, que el
transgénico es, simultáneamente, un asunto tecnocientífico, empresarial, institucional,
agrícola, y social. En cada ámbito adquiere una peculiaridad pero quizás habría que
tener presente, en todo momento, que la peculiaridad más propia del transgénico es el
modo en que se entreteje su heterogeneidad constitutiva.

Habría pues muchas maneras de empezar a analizar el jardín tecnocientífico, de


adentrarse en el entramado de relaciones que continuamente se están tejiendo y
destejiendo, de desbrozar la miríada de actores de muy diversa naturaleza que habitan
en su interior. El análisis de una controversia posibilita varias vías de entrada desde las
cuales ir desentrañando las razones que esa miríada de actores invoca en la
imposibilidad de llegar a un acuerdo que posibilitaría la creación de un consenso. La
controversia, al menos mientras se mantiene como controversia alejada de un consenso
postergado, posee tantas formas de ser abordada como el número de actores que están
implicados, tantas estrategias de aproximación como número de dimensiones (políticas,
económicas, jurídicas, tecnocientíficas, etc.) que en ella se suscitan: la controversia se
asemeja a un laberinto con múltiples vías de entrada en donde cualquiera de las vías
adoptadas debería llevarnos a transitar, como un hilo de Ariadna, por todas esas
dimensiones suscitadas, por todos esos actores implicados. En vano buscaríamos una
vía que se erigiese en la única vía posible de entrada, en la opción definitiva que
condenase al ostracismo a las restantes porque esa vía, en última instancia, no sería sino
el intento falaz por reeditar un nuevo punto de Arquímedes, una nueva mirada de Dios
transida de omnisciencia. La epistemología clásica, pese a que todavía transitemos por
sus reminiscencias, no puede erigirse en un pilar sobre el que cimentar nuestra
andadura. En consecuencia, a la pregunta que antes realizábamos: ¿por dónde empezar?
podríamos responder que por cualquier sitio porque desde cualquier sitio, si seguimos la
madeja, deberíamos poder llegar a todos los demás sitios. Pero, lógicamente, es
necesario empezar de un modo concreto. Concretemos, pues, el inicio nuestro.
20

Gran parte de las investigaciones que se realizan poseen una indudable tendencia
a la segmentarización, a la acotación de parcelas que serían estudiadas en profundidad,
pero lo que se pierde en esta tendencia hacia la especialización, hacia la enfatización de
una dimensión desconexionada del contexto más amplio en el que se encuentra
subsumida, es una visión de conjunto, una visión respetuosa con la heterogeneidad que
anida en todo fenómeno social. La investigación que aquí se presenta pretende transitar,
por el contrario, por esta heterogeneidad, recorrerla, con el fin de explicitar sus
dimensiones constitutivas, los rasgos que entrevera: es una investigación sobre la
heterogeneidad de la quimera y sobre el devenir de ésta. Y en esta sucinta aseveración:
“es una investigación sobre la heterogeneidad de la quimera y sobre el devenir de ésta”,
acaso podemos encontrar ya una respuesta a ese interrogante que nos exige escoger un
punto de entrada a la red laberíntica del jardín biotecnológico. La respuesta que desde
estas páginas se ofrece no es tanto la de escoger un ámbito de actuación para desde allí
desbrozar la madeja, cuanto la de ubicarnos en la propia quimera y convertir a ésta en
guía de nuestra investigación con el fin de responder al triple interrogante que recorre y
da forma a la presente investigación: qué es una quimera transgénica, cómo es posible
que llegue a existir y qué es lo que hace en los espacios sobre los que se proyecta.

En un planteamiento que si bien presenta diferencias notables, posee elementos de


afinidad con determinados estudios empíricos que se han desarrollado en el ámbito de
los estudios sociales de la ciencia y la tecnología (Bijker, 1995; Callon, 1995; Latour,
1992), donde el protagonismo de dichos estudios ha recaído en el objeto mismo
alrededor del cual se suscita la controversia, nuestro acercamiento al jardín
biotecnológico confiere al transgénico mismo el rango de protagonista central. Ello,
lógicamente, no supone una pérdida de importancia de aquellos actores (humanos) que
han protagonizado los análisis de las ciencias sociales puesto que el transgénico no
designa sino una red en donde lo humano y lo no humano se entreveran de un modo
indiscernible. Lo humano, tal y como quedará argumentado en el próximo capítulo, en
modo alguno puede desaparecer pero es preciso tener presente que lo humano es parte
integrante de una red en donde también está presente lo no humano, esto es, la quimera
misma (Haraway, 1997; Latour, 1993; Serres, 1991b). La producción de una quimera
transgénica no es, en este sentido, más que la construcción de una red heterogénea en
donde actores humanos y no humanos se entretejen en el proceso de biotecnologización
de la naturaleza y lo social. No sólo queremos saber lo que se dice en torno a los
21

transgénicos sino también lo que éstos hacen, el modo en que se enhebra la propia red
laberíntica. Elegimos, en consecuencia, una entrada contingente en el complejo
entramado que articula la biotecnología, elegimos a la quimera misma como actor
protagonista de una historia intrincada y polémica compuesta por una miríada de
actores, humanos (científicos, juristas, políticos, agricultores, consumidores, activistas)
y no humanos (genes, bacterias, máquinas, cultivos, insectos), que componen un
escenario cambiante. Este es el objetivo: ahondar en la arquitectura del jardín
biotecnológico; un mapa fluido, complejo, multidimensional, que nos permita
adentrarnos en los distintos espacios por los cuales transita un transgénico con el fin de
visualizar, en última instancia, cómo se define a los transgénicos en los distintos
espacios en los que está y las consecuencias que se derivan de la aparición, en dichos
espacios, de estos nuevos organismos producidos por la biología molecular.

Nos hemos propuesto trazar, en consecuencia, la arquitectura del jardín


biotecnológico, desbrozando así los materiales con los cuales está construido, los relatos
que en él se invocan, los actores de diversa naturaleza que allí se agolpan. Tarea esta
que nos llevará a transitar por senderos de muy diversa índole, por espacios
absolutamente disímiles que se ven ahora conectados por el decurso de la propia
quimera transgénica articulando así un jardín cada vez más globalizado, más extenso.
Ello nos confronta ante una nueva pregunta una vez que ya hemos dirimido cuál será
nuestra particular vía de entrada al jardín biotecnológico: ¿habremos de elegir una
específica quimera transgénica que nos enseñe el camino específico que traza en su
particular producción de realidad biotecnológica o, por el contrario, deberíamos
ceñirnos a una visión más global alejada de las especificidades contingentes de lo
particular? La investigación que aquí se expone ha adoptado una posición intermedia
caracterizada por una estrategia pendular que desencadena un movimiento continuo
entre lo general y lo específico, lo global y lo local; una estrategia que responde a un
doble objetivo que alude, por una parte, a poner de manifiesto los rasgos centrales que
recorren y dan forma al jardín biotecnológico y, por otra, la necesidad de encontrar
visualizaciones concretas en donde poder plasmar el modo en que lo genérico acontece
en lo particular. De lo global a lo local y de lo local a lo global: este movimiento
pendular nos acompañará en nuestro recorrido, mostrándonos la forma en la que
irrumpe la matriz biotecnológica pero también iluminando las consecuencias específicas
que se derivan de dicha irrupción.
22

Así, esta estrategia de aproximación nos confronta, de nuevo, ante una última
pregunta que es necesario explicitar en este apartado introductorio: ¿qué quimera
transgénica habremos de elegir en tanto que guía para desbrozar un contexto específico?
¿Qué transgénico sería el más idóneo para poder convertirlo en el protagonista central
de un relato que pretende acometer la difícil tarea de hacer un mapa del jardín
biotecnológico? La respuesta a esta pregunta, si buscamos en nuestro entorno más
cercano, es relativamente sencilla debido a que nos confrontamos con un abanico de
posibilidades ciertamente reducido. Tal y como tendrá ocasión de exponerse con mayor
detenimiento, tanto el contexto estatal como el europeo se ha visto caracterizado por tres
etapas bien diferenciadas: en la primera de ellas que se extiende desde 1996 a 1998, se
produjo una aceptación parcial y ciertamente controvertida de algunos organismos
modificados genéticamente. Entre los productos aprobados (algunos de los cuales, como
la soja, pueden ser importados pero no cultivados), y al margen de casos de carácter
más anecdótico (tal es el caso de claveles modificados para obtener una determinada
coloración), o que apenas han tenido posteriormente un uso significativo (la propia
colza modificada para ser resistente al glufosinato), el producto que ha tenido,
indudablemente, una mayor relevancia ha sido el maíz Bt 176 (modificado
genéticamente para ser resistente al taladro), patentado por Cyba Seeds y que,
posteriormente, en la cadena de fusiones entre empresas pasa a ser propiedad, primero
de Novartis, y en la actualidad de Syngenta. En una segunda fase, comprendida entre
1998 y 2004, la postura de la Unión Europea estuvo caracterizada por la entrada en
vigor de una moratoria que si bien impidió la aprobación de nuevos organismos
modificados genéticamente no constituyó un impedimento para que se pudiese
continuar la importación o cultivo de los transgénicos ya aceptados. Por último, la
tercera fase que comienza en el 2004 y continua hasta la actualidad, está caracterizada
por el levantamiento de la moratoria y el comienzo de la aprobación de nuevas plantas
transgénicas (fundamentalmente, nuevas variedades de maíz transgénico) así como el
estudio de un número considerable de peticiones para comercializar nuevas variedades
transgénicas. Habría que matizar esta última fase, al menos en su amplitud temporal,
recogiendo el hecho de que el estado español adelantó unilateralmente el levantamiento
de la moratoria al dar la aprobación para cultivar nuevas variedades de maíz transgénico
a partir del 11 de marzo de 2003 (fecha de la publicación en el BOE).
23

En este contexto, las posibilidades de elegir una quimera transgénica que se


convirtiera en un ejemplo significativo del modo en que se está pergeñando la
construcción del jardín biotecnológico, quedaban ciertamente reducidas a una única
opción en donde poder establecer una línea de conexión entre los fundamentos
tecnocientíficos que rigen la construcción de una quimera transgénica y el modo en que
ésta es cultivada y comercializada. La elección, en este sentido, no es tanto el resultado
de un proceso indagatorio sino que viene impuesta por el propio contexto de la
investigación. El maíz transgénico Bt 176 se convierte así en el transgénico protagonista
de nuestra investigación. Un maíz que, como todo aquello que rodea al jardín
biotecnológico, no ha quedado eximido de una fuerte controversia, producto de la cual
si bien el cultivo y comercialización de este maíz transgénico es posible en la Unión
Europea desde el 23 de enero de 1997, las constantes reticencias a los cultivos
transgénicos han conducido a un escenario en el que dicho maíz apenas ha sido
cultivado en el marco de la Unión Europea, siendo España el único país que lo ha
cultivado y comercializado de forma continuada y en unos niveles significativos. En el
movimiento pendular desatado entre lo global y lo local, el maíz Bt 176 –en su
denominación científica- o Compa CB –en su denominación comercial (la variedad
comercial Jordi CB apenas ha tenido ninguna repercusión), pasa a constituirse en el
referente clave a través del cual visualizar la producción de los transgénicos y la
controversia desatada en torno a los mismos.

La estrategia de aproximación que estamos pergeñando a la controversia que


impregna al jardín biotecnológico comienza, en consecuencia, a dotarse de unos
contornos más reconocibles: a) la quimera transgénica es un ser híbrido que conecta una
multiplicidad de dimensiones y actores; b) con el fin de respetar esa multiplicidad y
abandonar una lectura que estuviese concernida con una única dimensión, la estrategia
de aproximación confiere a la quimera transgénica el rango de protagonista del relato,
tanto en lo que remite a la indagación de sus condiciones de posibilidad como al rastreo
de su decurso una vez que la quimera ha irrumpido; y c) esta aproximación se realizará
en el seno de un movimiento pendular que conecta continuamente lo general (la
construcción del jardín biotecnológico) con lo particular (visualizaciones concretas en
donde se incidirá en los decursos del maíz transgénico Bt 176).

Partiendo de estas consideraciones, es necesario apuntar ya el último eje de


nuestra estrategia de aproximación a los transgénicos antes de explicitar la estructura de
24

la investigación, un eje que nos remite al hecho de que esta investigación aúna una
vertiente teórica con una vertiente empírica. La vertiente teórica pretende poner de
manifiesto, desde unos presupuestos analíticos que se irán poniendo progresivamente de
manifiesto, un análisis sociológico que indaga en las condiciones de posibilidad para la
aparición de organismos transgénicos al tiempo que analiza las formas de hacer y pensar
que se construyen en torno a dichos organismos; la vertiente empírica pretende
acercarse de un modo más cercano y directo a los discursos articulados por los propios
actores involucrados en la controversia, con el fin de ahondar en el contenido de dichos
discursos y en la estructura metafórica que confiere una forma y un sentido a cada
discurso. Para ello, se ha realizado una serie de entrevistas en profundidad a personas
significativas que, a nuestro juicio, podrían erigirse en “vías de entrada” para
aprehender el modo en que se construyen y explicitan los distintos sentidos y
narraciones que, en cada ámbito, se proyectan sobre las quimeras transgénicas. Demos
tan sólo unos breves apuntes sobre este trabajo de investigación empírico.

Alejándonos de las encuestas de opinión que pretenden cuantificar lo que


piensan los sujetos encuestados, la metodología cualitativa aquí empleada pretende
adentrarse no sólo en el qué de lo que se piensa, sino también en cómo se construye la
argumentación desde los distintos ámbitos en los que está presente el transgénico. Por
ello, el sujeto entrevistado no puede ser cualquiera (que cumpla una serie de
condiciones) tal y como preconiza la metodología cuantitativa, sino que debe ser un
sujeto significativo a cuyo través podamos ahondar en las formaciones discursivas de
cada ámbito en cuestión. En este sentido, son sujetos anónimos (de los que se apuntan
tan sólo los detalles que avalan su ubicación en cada ámbito específico) que no precisan
de identificación porque no es la opinión concreta de ellos lo que es verdaderamente
importante cuanto lo que se trasluce a través de sus discursos, esto es, los relatos que se
dan en los distintos ámbitos analizados. En consonancia con este mismo planteamiento,
el número de entrevistas no queda prefijado de antemano (como en la metodología
cuantitativa) sino que la investigación empírica concluye cuando las entrevistas llegan a
un nivel de redundancia en donde ya no se aportan más matices, repitiéndose las ideas
principales aportadas por los anteriores entrevistados. En este diálogo entre lo teórico y
lo empírico, a lo largo de la exposición irán apareciendo citas de los sujetos
entrevistados a través de las cuales se pretende tanto clarificar el enfoque teórico
25

empleado como conocer, con mayor detalle, el modo en que se nombran y conciben los
organismos modificados genéticamente.

En la tabla 1 se especifican el número de entrevistas realizadas en cada ámbito


de actuación.

INTRODUCIR TABLA 1

Queda así pergeñada la estrategia de aproximación a la controversia suscitada en


torno a los organismos modificados genéticamente: un trabajo teórico y empírico que
indaga en el recorrido multidimensional de la quimera transgénica, atendiendo a la
conformación de un laberíntico jardín biotecnológico que será visualizado de un modo
más directamente aprehensible en la especificidad construida alrededor del maíz
transgénico Bt 176.

El último paso, en consecuencia, de esta introducción no sería sino presentar el


modo en que dicha estrategia de aproximación se irá exponiendo paulatinamente a lo
largo de las siguientes páginas, esto es, la estructura formal que adopta esta
investigación sobre los transgénicos. Partiendo de los presupuestos que ya se han
esbozados en las páginas precedentes, la estructura que confiere un orden a la presente
investigación se estructura en torno a una triple pregunta que ya ha salido a colación
anteriormente: qué es un transgénico, cuáles son sus condiciones de posibilidad y qué
tipo de transformaciones sociales y ecológicas desencadena en los ámbitos en los cuales
está operando. Tres preguntas que serán abordadas progresivamente en cada una de las
tres partes del libro.

En la primera parte, nos preguntaremos por el estatuto ontológico de la quimera


transgénica, por su carácter híbrido en la conformación de un nuevo entorno social y
natural. La quimera transgénica aparecerá no tanto como una desnaturalización de una
naturaleza esencializada sino como agente multidimensional que desencadena la
producción concreta de una nueva naturaleza, de un nuevo entorno socionatural de
proporciones cambiantes. Lo artificial y lo natural, lo humano y lo no humano, se dan la
mano en la quimera transgénica, en la producción de mundo que ésta acomete.
26

En la segunda parte, ahondaremos en las condiciones de posibilidad de la


quimera, en toda una serie de procesos que, en su conjunción, posibilitan la aparición de
los organismos modificados genéticamente. Unos procesos que tienen que ver con el
modo en que se redefine la vida, con el proceder concreto de la biología molecular en la
presentación de sus planteamientos teóricos fundamentales y, finalmente, con un cierto
imaginario que si bien no es específico de la biotecnología, ésta lo incorpora y lo hace
suyo, un imaginario que habla del orden, del diseño paroxístico de la naturaleza, un
imaginario político en donde adquirirá toda su magnitud la imagen de un jardín
biotecnológico transido de orden (y habitado por máquinas genetizadas). Los ámbitos
tecnocientíficos y empresariales se convertirán en los ejes fundamentales a cuyo través
se articula esta segunda parte que se adentra en el proceder concreto de la tecnociencia.
Aquí, y de un modo tan sólo aparente, estaremos ubicados fundamentalmente en el
espacio del laboratorio, en el hacer y decir de los científicos sobre la producción de
transgénicos.

En la tercera parte, indagaremos en los recorridos de la quimera, en los espacios


y tiempos que inaugura con su presencia y, con ello, en las consecuencias que se
derivan de la irrupción de este nuevo ser vivo. Así, en esta parte, frente al análisis de
corte más teórico que caracteriza a las dos partes precedentes, el carácter empírico de la
controversia cobrará una especial relevancia. Aquí, y, de nuevo, en un modo tan sólo
aparente, estaremos ubicados en el exterior del laboratorio, en el conjunto de discursos y
prácticas sociales que impulsan o se ven afectados por el propio hacer de las quimeras
transgénicas. El transgénico, para salir del laboratorio, precisa de la creación de un
consenso por medio del cual se logre enrolar toda una serie de ámbitos (científicos,
económicos, institucionales), que promuevan y hagan suyo el discurso de la seguridad e
idoneidad de los transgénicos. Sin embargo, el transgénico no dejará de producir
disenso al no poder enrolar a una miríada de actores (agricultores, consumidores,
movimientos sociales) que niegan la pertinencia de las quimeras transgénicas. El
conflicto entre el deseo por producir consenso y la constante generación de disenso
marcará, en su mayor parte, las reflexiones vertidas en la tercera parte. Pero, y en
consonancia con lo que ya se manifestado, también será objeto de análisis no sólo lo
que se dice sobre el transgénico sino también lo que éste hace al salir del laboratorio, el
modo en que genera un nuevo ecosistema que no responde enteramente a lo que el
diseño tecnocientífico pudiera haber previsto.
27

Este es el esquema del libro, tres partes que responde a tres interrogantes que es
necesario formular conjuntamente: ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de una
quimera transgénica? ¿Cómo ha sido posible la aparición de este tipo de monstruos sin
apariencia monstruosa? ¿Qué consecuencias se coligen de la existencia de organismos
modificados genéticamente? Tres preguntas encadenadas que intentaremos ir
respondiendo de forma progresiva, con el objetivo de ir dotando de espesor a este
constructor y movilizador de mundos que es la quimera transgénica. Habría que añadir
que las tres partes poseen, en función de los respectivos interrogantes que pretenden
abordar, una cierta autonomía, una cierta problemática específica que puede ser leída en
sí misma, pero, simultáneamente y de un modo ineludible, se sucederán continuas
remisiones a las otras partes, puentes que se entreabren y que habrán de esperar el
momento oportuno para poder ser transitados. Por ello, el significado profundo de cada
parte, de cada interrogante planteado, únicamente adquirirá su verdadera dimensión al
ser puesto en relación con el escenario teórico y empírico que se abre en las otras partes,
en los otros interrogantes.

La quimera nos propone, sin preguntarnos, un laberinto, pero al menos no puede


negarnos la posibilidad de preguntarnos por la propia arquitectura de este laberinto que
(nos) está construyendo; una arquitectura, que en su peculiar estructura, imbrica el
orden y el desorden, el control y el descontrol, lo visible y lo invisible. El transgénico
no podrá abandonar su condición paradójica y nuestro cometido no será sino el que
intenta indagar en las huellas que deja a su paso, aun cuando dichas huellas no siempre
sean visibles en los vericuetos de un laberinto, a menudo, demasiado intrincado.
28

1.- LA NATURALEZA DE LA NATURALEZA


BIOTECNOLOGIZADA

Quizás sea necesario comenzar nuestra reflexión atendiendo al propio título que
da nombre a esta primera parte del libro, porque en ese título están contenidos en
germen toda una serie de cuestiones que no dejarán de acompañarnos mientras tiene
lugar la tarea de pensar la naturaleza del jardín biotecnológico. La producción de una
naturaleza híbrida, ¿pero es que acaso la naturaleza se puede producir? ¿No designa, por
el contrario, aquello que nos antecede, que no es lo propiamente humano? ¿No sería el
jardín biotecnológico la culminación de una insidiosa desnaturalización de la naturaleza
y que, por ello, evacua y niega la posibilidad misma de hablar una naturaleza del jardín
biotecnológico?

Hablar de la producción de una naturaleza híbrida quizás pudiera ser entendido, en


este sentido, como fuente de equívoco, como un error analítico que aludiría al hecho de
que la naturaleza puede ser producida; la remisión al carácter híbrido de dicha
producción sería un añadido superfluo que no merece ser tomado en consideración dado
que es irrelevante calificar en un determinado sentido una producción que difícilmente
puede tener lugar: la naturaleza no se produce, sino que es, por el contrario, aquello que
ya está ahí, el entorno que nos rodea, el medio ambiente, el escenario que
contemplamos o sobre el que nos proyectamos, pero la naturaleza no puede ser
producida porque ya ha sido producida por mecanismos ajenos a lo humano.

Tras este razonamiento anida una disputa, tan larga como el pensamiento de
occidente (que va desde la idea platónica de dominio sobre la naturaleza -que entroncará
posteriormente con la concepción teleológica del Progreso ilustrado-, a la idea de un
necesario regreso a una naturaleza esencializada tal y como preconiza el romanticismo),
por medio de la cual se traza una línea divisoria entre la sociedad y la naturaleza, una
línea divisoria que concibe a los polos de esta dicotomía como realidades escindidas,
como ámbitos que si bien pueden ser puestos en relación, poseen una diferencia
irreductible que se materializa en la afirmación de que son realidades sustancialmente
contrapuestas. De un lado está aquello que hace, que piensa (la sociedad), del otro, está
lo hecho, lo pensado (la naturaleza). Esta dicotomía, como tantas otras (de especial
interés para nuestra argumentación, serán aquellas que escinden lo humano de lo no
29

humano, lo orgánico de lo inorgánico), recorren nuestros hábitos intelectuales y será


preciso ponerlas en cuestión y liberarnos de su peso paralizante para poder pensar en
toda su complejidad aquello que se dirime en el jardín biotecnológico porque la quimera
transgénica no deja de producir naturaleza, no deja de producir sociedad: en el jardín
biotecnológico lo social y lo natural hace tiempo que han devenido indiscernibles.

Vayamos por partes. Los organismos modificados genéticamente nos han sumido
en una controversia difícilmente superable, una controversia poblada por una miríada de
actores, discursos, y prácticas sociales que apenas dejan lugar a la activación de
espacios comunes de entendimiento y diálogo. No estamos ante una cuestión que pueda
ser subsumida únicamente en un prisma tecnocientífico que habría de dictaminar, en
última instancia, la seguridad irrevocable de los transgénicos; y, en cualquier caso, la
alusión a la tecnociencia como árbitro neutral que afirmaría la seguridad e idoneidad de
estos organismos, está lejos de constituirse en un escenario meramente posible toda vez
que la controversia (que posee aspectos sociopolíticos) también anida en la propia
tecnociencia y son numerosos los informes que afirman la incertidumbre ante la cual
nos coloca la ingeniería genética. La imagen de una tecnociencia, portadora de una
racionalidad objetiva, que vendría a eliminar lo que alimenta la controversia no es sino
una imagen ingenua e inservible que desconoce tanto el propio funcionamiento de la
tecnociencia como lo que se dirime en la propia controversia. La tecnociencia, en
definitiva, no cancela la controversia sino que la alimenta, la condiciona, la habita.

En la controversia anida, por el contrario, el modo en que ha de gestarse la propia


relación con la naturaleza, el modo en que se produce la naturaleza, y esto nos exige
repensar, como decíamos hace un instante, la propia relación entre naturaleza y sociedad
con el fin de contextualizar el hacer específico de la quimera transgénica. Esta
controversia que aquí nos ocupa ha dejado de convertirse en una controversia acerca de
la posibilidad de los transgénicos para transmutarse en una controversia acerca de su
gestión: la quimera transgénica no ha esperado la llegada de un consenso que legitimase
su irrupción, un acuerdo que avalase la pertinencia de su idoneidad. La quimera
transgénica ha irrumpido por encima de la necesidad del consenso, ha hecho acto de
presencia al margen de las voces que se han levantado en su contra aduciendo razones
tanto político-económicas como ambientales. Por ello, la controversia sobre la
posibilidad misma del jardín biotecnológico ha quedado recontextualizada,
progresivamente, como una controversia desde el escenario que paulatinamente va
30

recreando la propia ingeniería genética. De un modo u otro, hemos pasado a ser


habitantes del jardín biotecnológico, aspecto éste que, sin duda, reaviva la controversia
y acucia la necesidad de interrogar por el modo en que se erige dicho jardín, por el
modo, en definitiva, que se teje una red abigarra y contingente que (re)produce, biología
molecular mediante, lo social y lo natural: sí, la naturaleza se produce y el jardín
biotecnológico, por su parte, produce una naturaleza.

Ahora bien, esta coproducción de lo social y lo natural no puede seguir siendo


pensada bajo el influjo de una dicotomía esterilizante que opone la sociedad a la
naturaleza; es necesario alejarnos de ciertos discursos que habitan en esta controversia
con el fin de comprender en su radicalidad el hacer mismo de la quimera transgénica. Es
necesario alejarnos de aquellos discursos que se ubican en los extremos de esta
dicotomía y que acometen un ensalzamiento inusitado de la técnica (tecnocentrismo) o
de la naturaleza (ecocentrismo), como si éstas operasen por separado. No se trata, en
modo alguno, de realizar un detenido análisis sociohistórico de las posturas
tecnocentristas y ecocentristas, cuanto de ahondar en las peculiaridades de sus
discursos, con el fin de poner de manifiesto unas carencias analíticas de las que
habremos de desprendernos si queremos indagar en el modo en que la biotecnología
produce naturaleza. En los inicios de este recorrido es necesario desembarazarse ya de
insidiosos compañeros de viaje que en nada ayudan a nuestro cometido: la quimera
transgénica no se deja narrar por ninguno de estos dos discursos, precisa de otras formas
de pensar, de otras metáforas.

El tecnocentrismo no es sino la huella de un deseo nunca consumado, portador de


una larga historia, que afirma, en última instancia, la posibilidad misma de poder llevar
a cabo el dominio de la naturaleza mediante la implementación de todo un dispositivo
tecnológico. La naturaleza aquí es el otro con el que se relaciona el ser humano, una
realidad ajena (lo otro) susceptible de ser controlada, de ser sometida a las directrices
del quehacer tecnológico. El tecnocentrismo disecciona la naturaleza buscando sus
elementos constituyentes, las leyes que habrían de conferir una forma y estructura al
modo en que acontece el decurso de lo natural. Así, la posibilidad de esa disección y el
conocimiento de esas leyes, se dan la mano en la consecución de un saber-hacer
tecnocientífico que tiene por objeto adentrarse en la naturaleza con el fin de incidir en el
modo en que se estructura lo natural: la ciencia se ha auto-conferido la mítica tarea de
des-velar los entresijos de la naturaleza accediendo al reino de la objetividad. Así las
31

cosas, el tecnocentrismo, cuyo objetivo último pasa por la extracción de recursos


materiales de la naturaleza, emerge en la controversia en torno a los transgénicos bajo el
manto de un poderoso dispositivo tecnocientífico en donde la disección se vuelca en el
análisis de las peculiaridades específicas de cada gen, del mismo modo en que las leyes
pretendidas quedan dibujadas en el marco de las teorías dominantes en el ámbito de la
biología molecular. El tecnocentrismo biotecnológico no afirmaría, en última instancia,
sino la posibilidad misma de rearticular, sobre la base de un conocimiento objetivo y
seguro, las formas de vida existentes dando lugar así a formas de vida inéditas que
llevan el sello de la racionalidad tecnocientífica, unas formas de vida mejoradas, ajenas
al azar propio de lo natural, subsumidas en el orden que emana el conocimiento
tecnocientífico. La biotecnología, por ello, no atentaría contra la naturaleza sino que
posibilita, por el contrario, un perfeccionamiento de sus mecanismos de (re)producción.

El tecnocentrismo, en su reproducción de la dicotomía sujeto-objeto, se posiciona


en el espacio privilegiado del sujeto científico para desde su atalaya reordenar el objeto
(la naturaleza); tarea mítica que, por lo infructuosa de la misma, siempre tendrá un
ámbito, un resquicio, sobre el que proyectar su inacabada, por inacabable, tarea fáustica.
En una breve presentación, dentro del marco de nuestra investigación, de los discursos
antagónicos con los que habremos de encontrarnos, podemos decir que el
tecnocentrismo impregna un discurso prometéico, que niega una esencialización e
idealización de la naturaleza y subsume a ésta bajo la égida de la razón científica; es
decir, si ya no hay nada “natural”, si la naturaleza “virgen” simplemente no existe, lo
que hay que hacer es reordenar con ayuda de una tecnología de precisión, la propia
naturaleza para que no quede expuesta al imprevisto, al azar, al caos.

“No estamos hablando de nada natural, la agricultura hace mucho tiempo que dejó de
ser algo silvestre, yo creo que no hay que confundir, es algo domesticado, nosotros
hemos llevado las plantas por dónde hemos querido para cultivarlas” (1-E)

“Si le planteas al consumidor si prefiere un alimento natural frente a otro


transgénico, yo creo que nos dirá el natural, pero hay que explicarle al consumidor
que todo lo que consumimos hoy en día ha sido modificado previamente por el
hombre; entonces yo creo que no hay apenas ningún alimento que se puede
considerar natural, empezando porque las propias variedades cultivadas cuando el
hombre desaparece se extinguen y son barridas de los medios en donde están en el
campo por otras plantas que esas sí que son naturales y están adaptadas a la
supervivencia” (2-A)
32

“En mi opinión es el verdadero recelo, que estás cambiando la naturaleza, pero vamos a ver más
adentro, ¿qué significa lo natural? ¿Es que existe alguna planta que comamos nosotros ahora
que sea natural? Las alcaparras probablemente sean de las pocas plantas que el hombre no las
haya manipulado, pero tenemos una concepción de lo natural que no está muy razonada. ¿Lo
natural es bueno por sí? Pues el SIDA es natural, las toxinas de los hongos son naturales... es
decir, no todo lo natural es bueno, digamos para el hombre. Te puedes envenenar perfectamente
con productos naturales. Pero sí se ve como si hubiera un orden de la naturaleza que se altera,
fundamentalmente porque creo que tenemos una visión de la naturaleza como algo estático,
como de dominguero que sales al campo y dices qué hermoso, qué bonito, y todo lo que
hacemos nosotros es estropear; pero a ver quédate tú aquí a vivir, a ver de qué comes hay que
ver cómo vives, te tendrás que hacer una casa, tendrías que volver a empezar la civilización por
ti solo y empezarías a hacer cosas que no son naturales [...] Tenemos una concepción, en mi
opinión, como mitológica de lo natural” (2-B).

Ubicados en un discurso prometéico, la naturaleza está despojada de cualquier


reminiscencia idealizada, no hay nada natural en el sentido de algo esencializado: “todo
lo que consumimos ha sido previamente modificado por el hombre”. Ante la
confrontación con una supuesta naturaleza prístina, “tendrás que hacer una casa,
tendrías que volver a empezar la civilización”, ante esta situación, en la que ya no queda
resquicio para la naturaleza al margen de los dictados de la técnica, se hace posible e
incluso necesario llevar a las plantas por dónde se quiera: los organismos modificados
genéticamente no son más que la última expresión de un discurso que posee una larga
trayectoria y que afirma la supremacía de la técnica sobre la naturaleza. Este es el leit
motiv del tecnocentrismo: “Considerar a la naturaleza como una entidad separada e
independiente del hombre, pero en última instancia sometida a él” (Duque, 1986: 23).

El tecnocentrismo se constituye, en consecuencia, en el dispositivo discursivo que


avala y legitima la producción de quimeras transgénicas y, por ello, será objeto de un
análisis pormenorizado en la segunda parte de este libro. Este discurso habita en un
extremo de la controversia, en un espacio en donde la naturaleza queda a merced de la
sociedad. Los secretos de la vida han quedado expuestos en un libro, el Santo Grial, que
responde al nombre de ADN y que espera, pacientemente, el desciframiento de todos
sus entresijos una vez que ya se conoce el lenguaje con el que está escrita la vida: la
información genética; y así, en definitiva, la información genética, disponible,
manipulable, trasladable, abre las puertas a un ejercicio de recomposición, de ingeniería,
que tendrá como consecuencia la aparición de una quimera transgénica que lleva la
33

impronta indeleble de una racionalidad tecnocientífica portadora de un imaginario de


control y dominio sobre la naturaleza, sobre el material genético diseccionado.

“Podemos modificar selectivamente uno, dos, tres genes, los que queramos, pero de forma
selectiva, a diferencia de lo que es, digamos, la mejora genética clásica, en la que los cruces son
al azar [...] Teniendo una información previa de qué posibles cambios puede haber en una planta
nos puede interesar cambiar un gen en concreto y luego analizar qué efecto ha producido sobre
el fenómeno que nosotros estudiamos” (1-D)

Aquí, la naturaleza siempre será otredad disponible, manipulable, ordenable,


controlable: hacemos lo que hace la naturaleza pero mejor (porque sabemos como
funciona); este es el grito silencioso que da forma a su hacer, el logro de haber podido
des-velar el funcionamiento de la naturaleza y des-cubrir así en una mirada prístina y
reveladora los secretos que allí se escondían. El des-cubrimiento del secreto de la vida,
el des-velamiento de la naturaleza, designan figuras metafóricas que han quedado ya
adheridas a la piel de la quimera transgénica.

El segundo discurso que establece un modo antagónico de narrar la relación entre


la sociedad y la naturaleza es el que, anteriormente, hemos caracterizado como
ecocentrismo. En el ecocentrismo, el peso de la balanza que el tecnocentrismo hacía
recaer sobre la sociedad se desplaza ahora al extremo de la naturaleza. La naturaleza ya
no designa una realidad material que ha de ser desbrozada con el fin de poder someterla
a procesos de reordenamiento que faciliten su dominio y la extracción, asimismo, de
recursos materiales. La naturaleza designa, por el contrario, no tanto un objeto
explotable cuanto un sujeto, dotado de derechos, que ha de ser respetado y
salvaguardado. Ya no es posible la disección de la naturaleza porque ésta tan sólo se
entiende en su totalidad, en el modo en que se disponen las relaciones entre sus
integrantes. El ecocentrismo, llevado a sus extremos, afirmaría la existencia de una
esencia de la naturaleza ajena a toda interferencia humana, una esencia dotada de una
sabiduría incuestionable que si bien puede ser barruntada ha de ser inevitablemente
respetada y mantenida en los términos en los que dicha sabiduría opera.

Cada contexto sociohistórico poseería, lógicamente, su forma específica para


nombrar el núcleo esencializado en donde se condensa lo que vendría a caracterizar lo
propio de la naturaleza. Sin embargo, lo determinante para nuestra investigación es
afirmar que el peso se traslada, en última instancia, del intento por controlar
34

tecnocientíficamente el devenir de la naturaleza (haciendo de ésta algo que debe quedar


a disposición del hombre), al esfuerzo por permitir que la naturaleza siga su propio
curso (haciendo de ésta algo que debe ser respetado por el hombre). Desde este plano
argumentativo, se entenderá que la ingeniería genética constituye una alteración a todas
luces injustificable porque lo que ésta desencadena no es sino una profunda alteración
de los entresijos que conforman el propio funcionamiento de la vida. La naturaleza,
pasada por el tamiz de la biotecnología, se habría convertido en un objeto a explotar,
una mercancía sujeta a las leyes del mercado que desnaturaliza nuestros hábitats,
arrojándonos a un escenario atravesado por la incertidumbre del que no sabe que
decursos deparará la alteración y suspensión de las formas de hacer propias de la
naturaleza. En el tecnocentrismo, la naturaleza deviene objeto científico susceptible de
ser conocido y mejorado; en el ecocentrismo, deviene sujeto despojado de sus derechos
y desprovisto de su propia naturalidad; aquí, en el jardín biotecnológico, ya no hay
naturaleza, tan sólo los despojos que la quimera va dejando a su paso, el propio
escenario antinatural que ésta no deja de crear. La biotecnología, se aducirá, no mejora
la naturaleza sino que por el contrario, la pervierte hasta tal punto que aquello que
nombramos como naturaleza se muestra ya irremediablemente ausente: la biotecnología
no designaría, en ultima instancia, más que el último capítulo de un ya dilatado proceso
que anuncia, en cada época histórica, la muerte de la naturaleza (Merchant, 1992). La
biotecnología es nuestra muerte de la naturaleza, el modo más sobresaliente en el que el
capitalismo globalizado altera hasta lo irreconocible la naturalidad de las cosas: en la
cabra-araña no hay ningún resquicio natural, nada que pueda ser subsumido en lo que
desde el ecocentrismo se entiende por naturaleza, tan sólo es un monstruo inefable.

“Es antinatural totalmente porque es algo de laboratorio, se introduce una serie de


genes en el laboratorio y más antinatural que eso...; es que además no sabemos cómo
va a afectar eso a la naturaleza, tú echas en el suelo algo que va a producir más, que
es resistente a no se qué, pero qué efectos va a tener en el suelo; es que es muy
peligroso introducir algo en la naturaleza algo que sobrepasa nuestro entendimiento,
que cuando pasen un montón de años qué es lo que vas a dejar tú en el suelo, qué es
lo que vas a hacer. Entonces, yo creo que es antinatural y muy peligroso, no sabemos
cómo nos va afectar, yo creo que hay que ser mucho más cuidadoso con este tipo de
cosas que luego la naturaleza se vuelve contra ti; hay que ser mucho más respetuoso
con este tipo de cosas. Yo creo que la naturaleza es capaz de darnos un montón de
cosas y que no la machaquemos de esta manera. A mi me preocupa que dejemos ahí
en el suelo algo que no sabemos cómo va a reaccionar y qué va a pasar dentro de
unos años, es que es muy peligroso” (4-A)
35

“A mi me suena como hacer de algo natural algo antinatural [...] La naturaleza tiene
unos ritmos tranquilos, igual habrá mutaciones y cosas, pero esto es una cosa súper
brusca, una agresión casi, de repente hacer algo que no es lógico” (5-B)”

“Nos parece mucho más rentable trabajar con aquello que ha estado durante miles de
años, que son las semillas que conocemos que me merecen todos los respetos del
mundo. Ellas mismas se autodefienden y se han ido aclimatando por la zona en la
que se han ido instalando y ellas se hacen de por sí naturalmente resistentes.
Entonces, no tiene porqué intervenir el ser humano haciendo modificaciones porque
esas modificaciones no son tan sabias como la propia naturaleza. La naturaleza, ella,
hace una selección propia, natural, entonces no hay tanta necesidad de meter el dedo
artificial. Al final lo que haces es hurgar allá donde no sabes dónde vas a ir a parar...
No podemos estar nunca de acuerdo con los organismos modificados, nunca vamos a
estar de acuerdo con los transgénicos y cuando acabe la moratoria pediremos otra
moratoria (4-D)

La técnica no dirige ya a la naturaleza haciéndola ir por donde previamente se ha


dictaminado racionalmente, sino que la técnica destruye la propia naturaleza y, además,
la ubica en un escenario inédito difícilmente regulable porque supera nuestro
entendimiento y ello no es sino la antesala de una naturaleza que se vuelve contra el
impulsor del imaginario prometéico. Esta naturaleza, “alterada por el dedo artificial”, es
una naturaleza que se aleja del hacer propio de la naturaleza, del conocimiento que ella
atesora y, por ello, es una naturaleza impredecible, antinatural, brusca, que nos lleva
“allá donde no sabes dónde vas a ir a parar”. El personaje mitológico de Prometeo
encuentra aquí su reverso, el castigo que los dioses han elaborado con el fin de castigar
la osadía que ha supuesto el robo del fuego y que se materializa en el aprendizaje de las
distintas técnicas. Pandora, la primera mujer, irrumpe como el emisario portador de los
males que habrán de castigar el inusitado atrevimiento prometéico. La quimera
transgénica, construcción que emana de una imaginario prometéico que pretende
rehacer la naturaleza, pasa a formar parte del escenario que abre Pandora y así vuelve a
arrasar los campos en un recorrido del que no se puede saber cómo concluirá. La
quimera transgénica será una creación del imaginario prometéico que pasa a manos de
Pandora.

Un repaso histórico nos llevaría a visualizar todo el elenco de formas a través de


las cuales se ha nombrado aquello que define de un modo primigenio a la naturaleza, a
esa Madre Naturaleza portadora de esencias inviolables e, igualmente, nos llevaría a
36

transitar por los procesos sociohistóricos que han acometido la violación de esas
esencias. Sin embargo, y más allá de las lógicas diferencias que encontraríamos en un
repaso histórico de tales características, lo que aparecería como lugar común bajo el
influjo del discurso ecocentrista, es que la naturaleza sigue designando una exterioridad,
sigue estando “ahí fuera” no ya como objeto que espera ser desbrozado cuanto como
sujeto inalienable que espera ser reconocido. En el plano discursivo del ecocentrismo, la
naturaleza alude menos a una materialidad específica con la que interactuamos que a un
plano de significación que se proyecta sobre la naturaleza y desde el cual ésta adquiere
una particular idiosincrasia: la significación vendría a decirnos cómo es la naturaleza, lo
que existe más allá de la presencia humana, aquello que no ha de ser des-velado sino tan
sólo protegido, respetado, aquello, en definitiva, por lo que tenemos que velar.

El tecnocentrismo se había autoconferido la tarea, ciertamente titánica, de


recontextualizar todo reducto natural en el plano de la lógica científico técnica; aquí no
hay esencias sino ordenamientos racionalizantes que evacuan la posibilidad de lo
ilógico (y, por ello, la quimera transgénica distaría mucho de ser ilógica o antinatural).
En el ecocentrismo, por el contrario, es la propia materialidad la que desaparece,
dejándonos envueltos en un mar de significación que transmuta la gestión de la
naturaleza en el respeto de sus modos internos de funcionamiento y la noción de recurso
en un don de la tierra que ha de ser velado y protegido. En el primer caso, quedamos
reducidos a materialidad ahistórica que ha de ser gestionada bajo el ropaje de una
neutralidad científica que quiere evacuar reminiscencias axiológicas; en el segundo
caso, por el contrario, sólo hay significación, una significación que esencializa el propio
hacerse de la naturaleza y sin negar su historicidad tiende a ubicarla en un pasado
inmemorial donado por los ancestros.

No debería pasar desapercibido en este debate en torno a la materialidad y


significación de la naturaleza, como bien recuerda Escobar (1996), que en los discursos
elaborados en torno al desarrollo sostenible, la propia noción de naturaleza ha quedado
relegada por la de medio ambiente. Mientras que “la autoridad de la naturaleza como
fuente de normas sociales deriva de una asumida externalidad con respecto a la
interferencia humana” (Smith, 1996: 41), la noción de medio ambiente despoja a lo
natural de todo asomo de autoridad para reubicar la propia naturaleza bajo una lógica
mecanicista que pretende conciliar crecimiento económico y entorno natural,
instituyendo así una gestión racionalizada y burocratizada de los recursos naturales. El
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medio ambiente sustituye a la naturaleza no tanto para negar que dicha naturaleza sea
concebida como externalidad sino para alterar el rostro de esa externalidad, pasando de
una posición de autoridad (moral, ética) a una posición de espacio material, pasivo, que
ha de ser administrado y regulado. El medio ambiente es la naturaleza secularizada
despojada de misterio, el espacio que espera la llegada del gestor. El tecnocentrismo,
revestido de preocupación ambiental, camina por los itinerarios que traza el desarrollo
sostenible atendiendo al modo en que han de ser gestionados los recursos de la
naturaleza cuando éstos hace tiempo ya que se han mostrado limitados. No en vano, el
acceso a los recursos genéticos existentes en la biodiversidad será, como veremos a su
debido tiempo, uno de los principales campos de batalla sobre los que se proyecta el
decir y hacer tecnocentrista en su pretensión por reordenar, mediante la ingeniería
genética, la propia naturaleza.

El tecnocentrismo, en definitiva, ubica la materialidad allí donde el ecocentrismo


coloca la significación y, sin embargo, materialidad y significación no pueden
desligarse, no pueden dejar de ir juntas, enmarañadas, trenzadas en formas disímiles.
Bajo la apariencia de una diferencia irreconciliable, podemos encontrar un nexo de
unión que traza una conexión inesperada entre tecnocentrismo y ecocentrismo, un nexo
que no es otro que el de compartir, desde diferentes puntos de vista y, no lo olvidemos,
desde diferentes gradientes de poder, la propia dicotomía sociedad y naturaleza. Este
nexo, apenas explicitado, es el que afirma una y otra vez que la naturaleza es una
exterioridad que puede ser gestionada o que ha de ser respetada, un nexo que nos
propone en silencio que la sociedad es lo que explica y la naturaleza lo explicado, un
nexo que ahoga el empeño de pensar conjuntamente lo social y lo natural, un nexo, en
definitiva, que niega lo que existe en medio de esa dicotomía y en ese medio, habría que
decir, está todo, está el modo abigarrado en el que, a lo largo de procesos históricos
contingentes, se enmaraña la significación con la materialidad conformando naturalezas,
produciendo la naturaleza propia de cada contexto sociohistórico. Como bien afirma
Castree: “Todos, cada uno en su peculiaridad, plantean una separación, distinción o
división entre lo social y lo natural, lo humano y lo no humano. Dicho de forma más
concreta, todos, cada uno en su peculiaridad, tienden a plantear uno u otro “lado” de
este supuesto dualismo, como una indiscutible fuerza normativa, causal y ontológica al
justificar sus argumentos y guiar sus prácticas” (Castree, 2000: 12). Sí, la naturaleza se
produce, pero siempre se produce en el medio, allí donde los polos de las dicotomías
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muestran su esterilidad y se precipitan en realidades heterogéneas e híbridas. Hay que


pasar de los extremos a ese territorio intermedio y ver cómo acontece allí la naturaleza,
hay que habitar intelectualmente ese territorio intersticial porque es allí donde
habitamos cotidianamente con nuestras prácticas sociales, porque es allí donde habita la
quimera transgénica.

Todas las posturas que habremos de encontrar en el curso de esta investigación, se


ubican en este continuo que abarca desde la consideración de la naturaleza como objeto
(controlable) hasta su caracterización como sujeto (desnaturalizado). La creación de
bancos de información genética en donde la naturaleza (redefinida como información),
quedaría a disposición de la tecnociencia con el fin de acometer las reordenaciones que
considerara pertinentes, constituye el ejemplo paradigmático de un tecnocentrismo (que
no es sino una manifestación moderna del antropocentrismo) volcado sobre la
materialidad. La naturaleza supuestamente salvaje de un entorno inviolado, ajeno a lo
humano, donde es posible contemplar o siquiera atisbar la grandiosidad, por diminuta
que ésta sea, de las entrañas de la naturaleza, constituye, por su parte, el ejemplo
paradigmático de un ecocentrismo volcado sobre la significación. Pero quizás a este
ecocentrismo ingenuo habría que decirle, como sugería Sánchez Ferlosio, que hay tanta
naturaleza en la sabana africana como en el recorrido de una miserable rata a lo largo de
un infecta pared de un basurero; y quizás, asimismo, habría que decirle al no menos
ingenuo tecnocentrismo que la racionalidad no puede desprenderse de su
correspondiente plano de significación que le da forma, abriendo así la razón al
imaginario, al tiempo que sus pretensiones de dominio de lo natural en vano evacuarán
los despojos de caos que ese afán de dominio deja a su paso. Quizás habría que insuflar
algo de materialidad al ecocentrismo y algo de significación al tecnocentrismo, con el
fin de comprender que la naturaleza ni es objeto (a explotar) ni es sujeto (a respetar)
sino que es el hábitat híbrido que producimos con nuestros hábitos, el hábitat en donde
lo social y lo natural quedan insoslayablemente entreverados, el hábitat en donde el
sujeto y el objeto dejan de contraponerse para co-hacerse mutuamente.

La idea de hábitat, frente a las concepciones hipostasiadas que nos habían


deparado el tecnocentrismo o el ecocentrismo, afirmaría, por contraposición, la idea de
un estado fluido y contingente, huérfano de esencias, en donde la imbricación de lo
social y la natural tiene lugar mediante un entramado de hábitos y narraciones que
confieren un sentido a las formas de hacer y pensar que producen naturalezas. La
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naturaleza no es, no está dada: la naturaleza surge, acontece, irrumpe, designando un


plexo de unión, una imbricación carente de esencias. Por todo ello, hablar de la
naturaleza es hablar siempre de los elementos que ponemos en relación en la producción
específica de las distintas naturalezas. Hablar de naturaleza, como veremos, exige hablar
de lo material, lo orgánico, lo no humano, pero también de la técnica, del trabajo, del
discurso, de lo humano: lo natural imbrica y se conforma en la relación performativa,
cambiante y fluida que no deja de producirse entre lo humano y lo no humano.

Más allá de una imagen idílica de la naturaleza que enfatiza el carácter armónico y
pausado de sus ciclos (naturales), más allá de una imagen materialista que busca la
explotación de los recursos (naturales), más allá de estas imágenes radicalmente
contrapuestas, pero que se dan la mano en una imagen en la que la naturaleza es siempre
otro (ajeno a lo humano), desde estas páginas habremos de reivindicar constantemente
que, más acá, la naturaleza nunca es otro, nunca nos es ajena, que la naturaleza es el
entorno en que vivimos, nuestro hábitat, nuestra morada, y que todo hábitat se forma a
lo largo del tiempo mediante un conjunto de hábitos, de formas de proceder, de formas
de pensar y hacer; y así, la naturaleza es, digámoslo ya, la forma cambiante en que
producimos el hábitat en el que habitamos y en ese hábitat, como no podía ser de otra
forma, conviven lo natural y lo artificial. La naturaleza pertenece al orden del devenir
cambiante y es ajena al ser; la cuestión es, por consiguiente, las formas emergentes en
las que se concretiza esa naturaleza en la que habitamos, los actores que las
protagonizan, los significados que incorporan. La historia de la naturaleza es, definitiva,
la historia del hombre (Williams, 1989), porque la naturaleza, nuestra naturaleza, nunca
ha sido ajena a la técnica.

En este abandono, carente de toda nostalgia, de los extremos que conforma la


dicotomía moderna sociedad-naturaleza y en la subsiguiente incursión en la
heterogeneidad de los hábitats en los que habitamos, encontramos compañeros de viaje
que venidos de ámbitos tan variados como la antropología (Descola, 1996; Escobar,
1996, 1999; Ingold, 2000; Rabinow, 1996a, 1996b, 1999), los estudios sociales de la
ciencia (Bijker, 1995; Callon, 1995; Latour, 1993, 2001, 2004; Pickering, 1995;
Traweek, 1992; Woolgar, 1991a, 1995), la teoría feminista (Butler, 1993; Franklin et
al., 2000; Haraway, 1995, 1997, 1999), la geografía crítica (Braun, y Castree, 1998;
Peet, R. y Watts, 1996; Smith, 1996) o la filosofía (Deleuze y Guattari 1988; Duque,
1986, 2001; Guattari, 1996; Serres, 1991b), se aglutinan en torno a lo que se ha dado en
40

llamar ecología política: “La ecología política puede ser definida como el estudio de las
múltiples articulaciones de la historia y la biología, y las inevitables mediaciones
culturales a través de las cuales se establecen tales articulaciones” (Escobar, 1999: 147).
La ecología política nombraría no sólo ese territorio intersticial e híbrido que desde
estas páginas estamos reivindicando como estrategia de aproximación analítica, sino
que también demanda la investigación y visualización de las formas concretas en las
que emergen, entreverados y culturalmente mediados, historia y biología. El estudio del
jardín biotecnológico responde así a una creciente demanda (repensar las relaciones
entre sociedad y naturaleza) y a una necesidad acuciante (escudriñar la forma
socionatural que se produce desde la biotecnología).

La ecología política es, por ello, y más allá de los lógicos matices que cada
aproximación posee, un análisis de la heterogeneidad (los actores humanos y no
humanos que habitan en cada ecosistema), de la relación (el modo en que esa
heterogeneidad se entrevera) y de la política (las relaciones de poder que atraviesan y
conforman la relación que conexiona lo heterogéneo). Desde esta política de la relación
heterogénea, lo que se impone, sin más dilación, es el abandono de esos hábitos
intelectuales heredados de la modernidad (manifestados de forma diferente en el
tecnocentrismo y ecocentrismo) que impedían un estudio conjunto de la sociedad y la
naturaleza, al tiempo que se demanda un estudio de cómo dicha política de la relación
crea y produce, en formas singulares y concretas, los distintos entornos socionaturales,
los hábitats en los que habitamos.

Tenemos que pasar, en definitiva, de los extremos de la dicotomía al centro de la


misma con el fin de ver los recorridos que se establecen entre dichos polos porque allí,
recorriendo ese intrincado camino, la quimera transgénica no deja de unir lo que el
tecnocentrismo y el ecocentrismo desunen. Al hiato que se abre entre la técnica como
encauzadora racional del hacer humano sobre la naturaleza y la técnica como
desnaturalizadora de una naturaleza esencializada, cabe anteponer un planteamiento en
el que la naturaleza y la técnica lejos de oponerse se imbrican mutuamente en la
producción de una miríada de naturalezas: la naturaleza siempre lleva la impronta de
una huella que remite a nuestra actividad (Iranzo, 2002). La naturaleza, podríamos
concluir, designa la geopolítica de nuestras prácticas sociales, del conjunto de
dispositivos sociotécnicos que se sedimentan en hábitats cambiantes portadores de sus
propias especificidades. La técnica, en consecuencia, no puede presentarse como la
41

antítesis de la naturaleza sino como operación productiva de la misma, tal y como ya


había sido puesto de manifiesto en el pensamiento clásico: "Físico es, ya para
Aristóteles, lo que se mueve, lo sometido a alteraciones, lo que varía, lo que huye, lo
que se puede contar (con el tiempo) y medir (con el espacio) sin que esta definición sea
obra de la "inversión" cartesiana. El movimiento, que hace que las cosas sean naturales,
físicas, es lo único que permite a las cosas ser -devenir- sentidas y tener sentido en el
mundo sensible (que es, literalmente, el mundo físico). Que las cosas se mueven, que
hay movimiento, que yo siento algo (modificación, cambio, alteración), que siento ser,
tal es el principio de lo físico. Y el movimiento no es, como queda dicho, un simple
cambio de lugar sino, en su más cabal sentido, producción de cosas, producción de
sentido(s), es decir, poética (poiesis). Esa producción de cosas es contada y medida y,
por lo tanto, sometida a cierto régimen de producción, a cierta técnica, a cierto arte
(tejné). Así, la técnica no solamente no es lo contrario de la naturaleza, sino que antes
bien, es la naturaleza misma en acción, la acción de la naturaleza, la naturalización de
las cosas, la existencia de los entes, la terrestridad de los cuerpos" (Pardo, 1992: 109-
110; el subrayado es nuestro).

Por todo ello, desde el planteamiento teórico que estamos pergeñando, la alusión a
la naturaleza, será ineludiblemente la alusión a las distintas formas de producir las
naturalezas en las que estamos inmersos; la naturaleza, es un acontecer productivo en el
que hay que indagar su específica sociogénesis. La pregunta formulada por Escobar
posee, en este sentido, una pertinencia insoslayable: “¿Podemos tener una visión de la
naturaleza más allá de la trivialidad de que ésta se construye, para teorizar las múltiples
formas en que es culturalmente construida y socialmente producida, reconociendo, a su
vez, la base biofísica de su constitución?” (1999: 145). La necesidad de una ecología
política no vendría sino a responder a este interrogante en el análisis de los modos
específicos por medio de los cuales lo biológico, lo cultural, lo histórico y lo
tecnológico, se entreveran dando lugar a naturalezas disímiles que en vano han de
buscar el espejismo de una naturaleza esencializada en tanto que escenario idealizado a
perseguir: la naturaleza no nos antecede sino que nos acompaña, nos rodea, nos hace
mientras la hacemos. Por ello, de cada naturaleza analizada habrá que indagar la forma
en que lo biológico, lo cultural y lo tecnológico quedan trenzados en un proceso que es
histórico y, obviamente, político.
42

Despojada de ropajes retóricos esterilizantes, la naturaleza emerge como lo que es,


como lo que siempre ha sido: relación, política de la relación, espacio-tiempo híbrido en
donde la creciente unión de lo tecnológico y lo orgánico componen escenarios inéditos
y complejos. Donna Haraway lo ha expresado con su habitual contundencia: “La
naturaleza no es un lugar físico al que se pueda ir, ni un tesoro que se pueda encerrar o
almacenar, ni una esencia que salvar o violar. La naturaleza no está oculta y por lo tanto
no necesita ser desvelada. La naturaleza no es un texto que pueda leerse en códigos
matemáticos o biomédicos. No es el “otro” que brinda origen, provisión o servicios.
Tampoco es madre, enfermera ni esclava; la naturaleza no es matriz, ni un recurso, ni
una herramienta para la producción del hombre” (1999: 122). ¿Qué queda tras este
elenco de negaciones con las que habitualmente habíamos asociado la naturaleza?
¿Dónde ubicar un concepto tan central en el pensamiento occidental? La naturaleza
parece escapársenos ante la imposibilidad de contextualizarla con los hábitos
intelectuales que habíamos interiorizado (Descola, 1996); si la naturaleza ya no es el
otro que la sociedad ha exteriorizado con miras a ser pensada, observada, dominada,
protegida o admirada, la naturaleza deviene inaprenhensible, indecible. Pero la
naturaleza nunca ha sido otredad en la prácticas sociales, siempre ha estado enmarañada
con lo social, lo no humano siempre se ha visto envuelto en complejos tejidos poblados
también por lo humano. La naturaleza como otredad es la huella todavía presente de un
imaginario moderno no concluido: “El concepto de naturaleza, en su interpretación
moderna, se opone al concepto de humanidad, que fue su engendrador. Se yergue como
lo otro de la humanidad. Es el nombre de lo que no tiene objetivos, de lo vago, del sin
sentido. Al negarle integridad y sentido inherentes, la naturaleza aparenta ser un objeto
dúctil frente a las libertades del hombre” (Bauman, 2005: 67; subrayado del autor). Sin
embargo, la naturaleza siempre ha estado más acá de lo que nos pensábamos, más
cercana. La naturaleza no es, la naturaleza acontece, impregnada de la política de la
relación: la naturaleza tan sólo ha sido otredad en las ensoñaciones modernas liberadas
de “restricciones éticas” y, asimismo, en las ensoñaciones esencializadas del
ecocentrismo.

Habitamos, como no podía ser de otra forma, el territorio intermedio que nos
niega la modernidad dicotómica, ese territorio que las culturas pre-modernas habían
comprendido perfectamente, al construir relatos en los que todos los elementos que
forman parte de sus hábitats están entretejidos, habitamos una inmensa abertura poblada
43

por híbridos que ponen en relación lo humano con lo no humano, lo natural con lo
artificial. Híbridos que son generados en unos determinados contextos socionaturales y
que a su vez dan lugar a modificaciones en esos mismos contextos que les han
producido: “Los actores no somos sólo “nosotros” [...] la naturaleza está hecha, aunque
no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y
no humanos” (Haraway, 1999. 123). Entre esos actores también está, ahora, la quimera
transgénica y, con ella, todo el elenco de técnicas y teorías que producen dichas
quimeras transgénicas: “Naturaleza, cuerpos y organismos deben ser vistos como
actores semiótico-materiales, y no tanto como objetos de ciencia que pre-existen
manteniendo su pureza. La naturaleza y los organismos emergen en el seno de procesos
discursivos que conllevan complejos aparatos de ciencia, capital y cultura. Esto implica
que las fronteras entre lo orgánico, lo tecno-económico y lo textual (o más ampliamente,
lo cultural), son permeables” (Escobar, 1996: 60). Sí, la quimera transgénica es
ciertamente permeable, no deja de conectar lo natural, lo tecnocientífico, lo cultural, no
deja de recorrer e imbricar lo que los discursos sobre ella continuamente escinden:
narrar el devenir de la quimera es narrar una política de la relación que nos exige
desprendernos de la herencia dicotómica que la modernidad nos había suministrado;
narrar ese devenir exige, por ello, abandonar un único criterio explicativo -“naturaleza y
sociedad no son ya términos explicativos, sino que requieren una explicación conjunta”
(Latour, 1993: 123)- para adentrarnos en el propio hilvanamiento de la madeja
ciertamente abigarrada que la quimera teje al relacionarse con actores humanos y no
humanos.

Podemos, en consecuencia, sobre la base que proporcionan las reflexiones


precedentes, explicitar ya una idea fundamental de nuestra argumentación: la
biotecnología no es una desnaturalización de la naturaleza sino la producción
específica de una naturaleza. Un argumento que pretende trasladar al ámbito de la
naturaleza, las reflexiones sobre el poder realizadas por Foucault cuando éste afirma la
necesidad de dejar de pensar únicamente en términos restrictivos para indagar en las
distintas realidades que se producen desde unas determinadas relaciones de poder.
Obviamente, un tomate transgénico que ha alargado mediante técnicas de modificación
genética el proceso de maduración, posee una naturaleza sustancialmente diferente a un
tomate cultivado, digamos, en un sistema de agricultura ecológica. El tomate
transgénico y el tomate ecológico son generados por distintos entramados sociotécnicos
44

que responden a diferentes formas de concebir y practicar la relación con la naturaleza


y, asimismo, ambos tomates generan naturalezas disímiles, ecosistemas antagónicos
portadores de sus propias peculiaridades. En el análisis de estas diferencias, no nos
concierne tanto la referencia a una supuesta naturaleza prístina inmaculada en la que
apreciar lo que verdaderamente es la naturaleza, nos concierne indagar en la génesis y
desarrollo de las distintas naturalezas y, en concreto, aquella naturaleza que produce la
biotecnología mediante un complejo aparato tecnocientífico. Tanto el tomate
transgénico como el tomate ecológico conectan lo social y lo natural en la conformación
de unos hábitats híbridos conformados por hábitos, por narraciones; son, naturalmente,
naturalezas contrapuestas pero en nada nos ayuda la remisión a una naturaleza
primigenia porque de lo que se trata es de ver el escenario concreto que se abre en cada
práctica socionatural, el modo en que quedan definidos los actores involucrados, las
consecuencias, tanto sociales como ambientales, que se derivan de los modos,
ciertamente antagónicos, de relacionarse con la naturaleza. Por ello, hablar de una
producción de la naturaleza remite, ineludiblemente, a la forma en que dicha producción
acontece y, en consecuencia, a las relaciones de poder que atraviesan y dan forma a
dicha operación productiva: la producción de la naturaleza no puede dejar de ser política
porque en su decurso no deja de trenzar relaciones entre los actores buscando conferir
una determinada identidad a cada actor implicado.

Este aspecto, del que ahora reclamamos una atención especial y con el que
concluimos este epígrafe, no es otro que la necesidad de tener presente en todo
momento el entramado de relaciones de poder que afectan directamente al modo en que
se construye la arquitectura del jardín biotecnológico (es esta política de la naturaleza la
que sienta las diferencias entre un tomate transgénico y un tomate ecológico, toda vez
que, en ambos modelos, actores tan decisivos como el agricultor y la semilla quedan
definidos en un modo absolutamente contrapuesto). Tan sólo queremos, en este
momento, apuntar sucintamente la necesidad de no obviar esta dimensión del jardín, ya
que su análisis detallado no será posible realizarlo en toda su complejidad hasta que
hayamos transitado por todas las cuestiones que se dirimen en la segunda parte del libro,
en donde se analizan en profundidad las condiciones de posibilidad de la quimera
transgénica. Las relaciones de poder no son un añadido a la arquitectura del jardín
biotecnológico sino que, por el contrario, anidan en sus mismos cimientos y estructuran
el modo en que éste se gestiona. Las relaciones de poder están profundamente
45

entretejidas con la tecnociencia desde el mismo momento en que la técnica pretende dar
forma a aquello sobre lo que se proyecta: “La Técnica no es ni ha sido nunca un mero
“habérselas” con la Naturaleza, más bien es ella, la Técnica, la que engendra eso que
llamamos “Naturaleza”. Desde su inicio –ya para nosotros, hombre ese inicio es el
Inicio-, la Técnica se ha configurado como un ejercicio de poder y dominación sobre un
territorio por parte de un grupo que, sólo por tener conciencia de esa actividad y
reflexionar sobre ella, merece ser considerado como humano” (Duque, 2001: 18-9). La
técnica es producción de realidad, crea nuevas formas, nuevos ordenamientos, nuevas
relaciones, inaugura los espacios y tiempos que habitamos y, por todo ello, por su
carácter inevitablemente performativo, por convertirse en la piel de la tierra que
habitamos, su carácter no puede dejar de ser inherentemente político. La tecnociencia no
es, nunca ha sido, mero conocimiento sobre la realidad, es un poderoso mecanismo de
producción de realidad social y natural. Haraway expone con meridiana claridad lo que
estamos planteando: “Quiero emplear el término tecnociencia para designar densos
nodos de actores humanos y no humanos que son puestos en relación por tecnologías
sociales, materiales y semióticas a través de las cuales lo que habrá de ser tenido por
naturaleza y por hechos materiales se constituye para –y por- muchos millones de
personas. [...] Las alianzas planetarias de construcción de humanos y no humanos en la
tecnociencia dan forma a los sujetos y a los objetos, a la subjetividad y a la objetividad,
a la acción y a la pasión, al adentro y al afuera en formas tales que debilitan otras
formas de hablar sobre la ciencia y la tecnología. Resumiendo, la tecnociencia trata de
un poder que se vierte sobre el significante y el significado, sobre la materia y el
mundo” (Haraway, 1997: 50-1).

La cuestión que se plantea, en consecuencia, es la forma en que acontece la


política (de la relación) bajo un régimen biotecnológico, esto es, aquello que caracteriza
a las relaciones de poder que se gestan en ese poderoso dispositivo tecnocientífico
recreado en torno a las ciencias de la vida. En espera de poder responder a esta pregunta
con toda la radicalidad que se merece, baste decir, por el momento, que las relaciones de
poder que definen a la ingeniería genética remiten a la articulación de un complejo
entramado jurídico-político-económico que pretende reconvertir la naturaleza en un
espacio controlado (el jardín biotecnológico) en donde la biodiversidad existente ha de
transmutarse en información (genética) sujeta a disponibilidad tecnocientífica y
protegida por el sello de la mercancía (las patentes). La quimera transgénica aparecerá,
46

por ello, como el legítimo habitante de un espacio controlado mediante patentes y


sometido a continuas reorganizaciones de la información disponible. En este sentido, la
disponibilidad de la información se erigirá en el basamento central del jardín
biotecnológico, aquello que, en la forma específica en que se promueve, le confiere su
seña de identidad. En la disponibilidad (el tener acceso a) se encuentran, para no volver
a separarse, tanto la obtención como la mercantilización de la vida genetizada, en el
marco de un régimen tecnocientífico que busca la erradicación de todo misterio, de toda
sombra de opacidad: “Hay que ajustarles las cuentas al mítico Prometeo. Y para ello,
nada como darse cuenta de que, tome la forma que tome, cada configuración –y la
entera experiencia posible- será siempre matemáticamente calculable y previsible a
priori, o sea: siempre será dominable. El hombre moderno, al tanto ya del mundo, lo
rehace y lo deshace continuamente, por arbitrio pero según razón. Eso es lo que exigía
Kant: seguir un metódico programa bien definido y tendente a eliminar toda
materialidad, o sea toda opacidad e indisponibilidad por parte de una naturaleza cada
vez más vejada y doblegada hasta que al final, asintóticamente – de nuevo Kant-, la
ciencia (el systema doctrinalis) coincida sin resto con un mundo enteramente convertido
en artefacto (systema naturalis): la teoría, fundida enteramente con la práctica. Tal la
tecnociencia actual” (Duque, 2001: 43).

Naturaleza, relaciones de poder y tecnociencia aparecen, en consecuencia,


profundamente entretejidas; los tres ejes articulan un denso tejido relacional compuesto
por una multiplicidad de actores y es, precisamente, este tejido relacional lo que aquí
nos ocupa, lo que constituye el espacio fundamental de reflexión de este libro porque en
él se dibujan los cimientos de la nueva ciudad en la que estamos compelidos a habitar.
Si hemos definido a la naturaleza como un denso entramado de hábitos sociotécnicos
que componen hábitats portadores de relaciones de poder, la naturaleza emergente en
capitalismo informacional globalizado del siglo XXI, responde a una naturaleza
tecnocientífica, genetizada, capitalizada. La naturaleza reducida a información genética
es la naturaleza mercantilizada que incorpora un régimen neocapitalista que impulsa y
da forma a una mundialización lábil y fluctuante que siempre tendrá espacios sobre los
que proyectarse. Esta nueva ciudad que progresivamente va tomando forma nombra así
el complejo hábitat en el que estamos inmersos, la naturaleza biotecnologizada que nos
habita, el jardín biotecnológico sobre el que empezamos a transitar.
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El jardín biotecnológico no es, lógicamente, nuestra única naturaleza pero sí es


una naturaleza que en un breve lapso de tiempo ha adquirido unas proporciones en
modo alguno desdeñables. Estamos ante una naturaleza controvertida pero que no deja
de expandirse, una naturaleza que emana de un discurso (tecnocentrista), como es de la
ingeniería genética, que quiere erigirse en portavoz de la misma naturaleza una vez que
ha desentrañado sus mecanismos de funcionamiento, una vez que la vida ha sido
despojada del misterio y sus secretos afloran ante la atenta mirada de la biología
molecular.

El transgénico, el habitante paradigmático de esta naturaleza inédita, el habitante


transparente, diáfano, cristalino, que no encierra ningún misterio porque únicamente se
hace posible a partir del descubrimiento del secreto de la vida, comienza a andar y a
tejer espacios y tiempos, realidades materiales y significaciones, actores humanos y no
humanos, y en este hacer, en este tejer y destejer la naturaleza que va componiendo,
empezaremos a atisbar que el transgénico no es tan transparente, que sus recorridos no
son siempre claros, que quizás su devenir comporta más de un secreto porque de existir
ese tan manido secreto de la vida puesto ante los ojos de un científico aparentemente
inocente, el secreto, decimos, no podría ser sino la radical imposibilidad de proferir
semejante afirmación.

2.- LOS TRAYECTOS SOCIOLÓGICOS DEL TRANSGEN

Lejos de la naturaleza esencializada en la que nos sumerge el ecocentrismo y de la


naturaleza reificada a la que nos confronta el tecnocentrismo, el transgénico comienza a
trazar un mapa en donde lo que ocurre no está contenido en ningún origen, en unas
directrices que habrán de confirmarse en los sucesivos futuros del transgénico: lo que
ocurre sólo es explicable en la comprensión de las redes híbridas que se amalgaman en
cada presente, en el modo contingente y específico por medio del cual el transgénico
horada un presente en el orden de los acontecimientos. Si de comprender se trata
aquello que acontece, la noción de origen deberá dejar paso a un análisis de las
condiciones de posibilidad, del mismo modo en que la esencialidad debe dejar paso a la
actualidad, a lo emergente (Foucault, 1992). Aludir a los trayectos sociológicos del
48

transgen no es sino el modo en el que desde estas páginas nos referiremos a la


actualidad que abre el transgen, al acontecimiento que genera su irrupción en cada
presente.

Comencemos la explicación de dicho concepto con un relato porque aquello de lo


que habremos de tratar está compuesto de relaciones, de acontecimientos, de
emergencias, de traducciones, de tiempos y espacios complejos, de actores humanos y
no humanos, pero también, y de una forma decisiva, de relatos, de narraciones que
atraviesan e impregnan el curso de los acontecimientos. Relato contado por Calvino en
su excelente Seis propuestas para el nuevo milenio:

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha


alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído
de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del imperio.
Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero
por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El
emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería
separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospecho un
encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta
encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de
Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la
persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo
al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse
nunca más de sus orillas.

La reflexión que aquí presentamos, nuestro propio relato, presenta una gran
similitud con los desplazamientos de este anillo, con el modo en que se teje una historia
a partir de las alteraciones que se desencadenan en los sucesivos movimientos del anillo.
Como muy bien ha expresado Calvino: "El verdadero protagonista del relato es, pues, el
anillo mágico: porque son los movimientos del anillo los que determinan los
movimientos de los personajes, y porque el anillo es el que establece relaciones entre
ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que es el campo
narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo reconocible que hace
49

explícito el nexo entre personas o entre acontecimientos" (Calvino, 1989: 46). El anillo
abre un escenario allí donde irrumpe y en la historia que nos cuenta Calvino se sucede
una historia de amor, una historia de necrofilia, una nueva historia de amor homosexual
proyectada sobre el arzobispo y, finalmente, una historia donde el amor se vuelca
silenciosa e indefinidamente hacia un lago que no responde, que sólo ha de ser
contemplado. Aquí, los movimientos del anillo no constituyen sino los rudimentos de
una historia que aflora en formas disímiles, el decurso de un objeto móvil que allí donde
irrumpe altera el orden de los acontecimientos, el modo en que se disponían las cosas
sobre un orden reconocible; por ello, las historias que se narran no son sino los relatos
en donde se hace visible el hacer del anillo: el anillo hace y a ese hacer que modifica lo
existente se responde con una historia.

Si bien el ejemplo que nos narra Calvino es perfectamente comprensible, en él se


suscita algo que actúa a contracorriente de lo que han sido los relatos producidos por las
ciencias sociales, unos relatos en donde el protagonismo recae en la persona, en sujetos,
en seres pensantes que reflexionan y actúan sobre y desde contextos configurados
sociohistóricamente: la cosa, el objeto, rara vez alcanza cierta dosis de protagonismo.
Cuando páginas atrás afirmábamos que nuestra entrada en la controversia creada en
torno a los transgénicos se haría desde la óptica del propio transgénico, lo que
estábamos proponiendo no es sino lo que Calvino nos está ahora sugiriendo: no
interrogamos únicamente a Carlomagno, a la princesa, a su cadáver, al arzobispo, (ni al
silencioso lago), no es está la aproximación que elegimos en un primer momento;
interrogamos al transgénico y desde él, con él, junto a él, a todo los demás actores que
van emergiendo. Dejamos así de privilegiar al actor humano para ver que junto a él
existen otras formas de hacer, otros actores no humanos que juegan sin duda un papel
relevante en la historia. Habría que decir, para ser más precisos, que no interrogamos ni
a los sujetos (actores humanos), ni a los objetos (actores no humanos) sino a la red que
se teje entre ambos, a la materialidad y discursividad que se abre en los decursos de las
quimeras transgénicas, a ese trayecto sociológico que comienza progresivamente a
tomar forma, a una cartografía en donde el anillo se ve sustituido por el transgénico: ni
sujetos, ni objetos, tan sólo, como a propuesto Michel Serres, cuasi-objetos,
hibridaciones de acores humanos y no humanos que componen una geografía móvil,
una cartografía que hay que desbrozar.
50

Serres nos propone, por su parte, una sugerente imagen en donde el anillo mágico
de Calvino se transmuta en un balón de rugby. En el transcurso de un partido de rugby,
los jugadores adoptarán diferentes posiciones y movimientos en función del lugar
específico en el que se encuentra el balón. La posición del balón marca, en cada
momento, las direcciones que han de tomar los jugadores y, así, los desplazamientos de
aquel obligan a los movimientos de éstos: se defiende, se ataca, se espera, se incomoda,
en función del espacio y trayectoria que adopta el balón; los jugadores designan un
entramado relacional que actúa atendiendo a los avances y retrocesos del balón. Y
siendo esto cierto, es tan sólo parte de la historia, porque el balón no lleva incorporado
un programa informático que le dice a donde debe ir, no tiene un telos interior que
dictamina sus trayectorias: el balón, sobra decirlo, no se mueve por sí mismo, es
movido, impulsado, llevado hacia delante y hacia atrás. El balón es movido por los
jugadores y, paralelamente, el balón mueve a los jugadores, pero en el transcurso este
juego relacional se hace cada vez más difícil determinar un agente de la acción: ¿quién
es el que mueve a quién? Quizás sería más acertado decir que en este entramado, los
distintos actores involucrados se mueven y se van co-haciendo en sus movimientos. El
balón teje así, en el transcurso de sus desplazamientos, un colectivo, pone a todos en
relación, crea una tela de araña que va dando forma al colectivo y, simultáneamente,
define al actor singular que en cada momento tiene en sus manos el balón. Por todo ello,
a través del balón se produce, al mismo tiempo, un escenario en el que tiene lugar un
doble movimiento que remite tanto a lo colectivo como a lo individual: el balón
colectiviza e individualiza y hace las dos cosas al unísono. El partido de rugby crea un
escenario en el que las fronteras entre el sujeto (jugador) y el objeto (balón) se
difuminan, aquí ya no podemos encontrar a los protagonistas de la epistemología
moderna, tan sólo podemos rastrear los trazos, redes y relaciones que (re)producen un
colectivo híbrido habitado por sujetos y objetos entreverados de forma indiscernible. El
nexo balón-jugador, podríamos concluir, crea a un colectivo que a su vez, individualiza
al actor que posee, por un período de tiempo indeterminado, el balón. Ya no hay sujetos
u objetos, tan sólo actores en un entorno enredado; quizás sería más acertado, tal y
como sugiere Serres, llamar al balón cuasi-objeto, y lo que define al cuasi-objeto en
todo momento es que transita entre actores, que crea colectividades y situaciones
particulares. En estas páginas, el transgénico siempre aparecerá como el anillo de
Calvino, como el balón de rugby de Serres, recreando lo colectivo y lo singular,
51

articulando un nuevo entorno socionatural y modificando a los actores humanos y no


humanos que entran en contacto con el transgénico.

Lo que se suscita inmediatamente a continuación es, entonces, la geografía del


cuasi-objeto, la extensión de sus movimientos, la temporalidad a la que nos aboca, la
cantidad de actores que son afectados por sus decursos. En última instancia, la pregunta
a la que nos confrontamos y que sólo podremos responder de una manera precisa en la
tercera parte de este libro es si el cuasi-objeto transgénico que aquí nos ocupa, la
quimera transgénica, es un “objeto-mundo”. Atendiendo nuevamente a Serres:
“Llamamos objeto-mundo a un artefacto en el que al menos una de las dimensiones,
tiempo, espacio, velocidad, energía... alcanza la escala del globo” (1991: 32).
Obviamente, la respuesta a esta cuestión no puede ser respondida a priori dado que
depende directamente del modo en que se estructuran los decursos de la quimera
transgénica; es decir, depende de la producción de una geografía particular, de una
cartografía que ha de ser tejida con materiales diversos, depende, en definitiva, de la
propia estructura que adopta el trayecto sociológico que se compone desde y en torno al
transgénico. El trayecto sociológico, digámoslo ya, no es sino la propia geografía que
produce el transgénico al imbricar actores humanos y no humanos, el ámbito
socionatural emergente que carece de límites preconcebidos: “Las cuestiones
sociológicas se parecen mucho a un mapa de carreteras, todas las rutas van a algún
lugar, sean caminos, carreteras, autovías o autopistas, pero no todas van al mismo lugar,
no tienen la misma densidad de tráfico, y construirlas o mantenerlas no cuesta lo
mismo. Llamar “absurda” a una afirmación o “preciso” a un saber no tiene más
significado que llamar “ilógico” a la ruta de un contrabandista y “lógica” a una
autopista. Lo único que queremos saber sobre estos trayectos sociológicos es a dónde
van, cuánta gente los recorre, con qué tipo de vehículo y si son cómodos para viajar, no
si son correctos o están equivocados” (1992: 197). Tan sólo conociendo la especificidad
del trayecto que produce el cuasi-objeto transgénico podremos dictaminar, en última
instancia, si estamos asistiendo a la emergencia de un nuevo objeto-mundo, de algo que
desborda los límites de lo particular para abrazar lo global.

Lo que sí podemos adelantar, en cualquier caso, es que la geografía que se


produce desde y en torno a las quimeras transgénicas, constituye un complejo
entramado que inaugura, por retomar otra imagen de Serres, una nueva forma de
contrato por medio del cual deviene necesario ordenar, pautar y legislar aquello que está
52

emergiendo. El contrato, la forma específica que éste adquiere, remite directamente al


modo contingente por medio del cual se estructura cómo han de ser puestos en relación
los actores humanos y no humanos que se amalgaman en torno a los transgénicos: el
contrato fija posiciones, adscribe identidades, atribuye funciones. Por medio de un
contrato cada cual queda identificado, sujetado a lo que se espera de él. El contrato, por
ello, restringe el campo de lo posible al delimitar el campo de acción de cada actor
involucrado y, sin embargo, alejándonos de cualquier posición inmovilista y
determinista, será necesario indagar en las aperturas que se abren por medio de la
fijación de los contratos. El contrato es el hacerse mismo de la relación, del trayecto
sociológico, impregnado ya de un modo ineludible de relaciones de poder: “Corre de un
lugar a otro, pero además expresa en todos los puntos la totalidad de los
emplazamientos; evidentemente, va de lo local a lo local, pero sobre todo de lo local a
lo global y de lo global a lo local. Así, pues, el contrato nos concierne como individuos
al hacernos participar de forma inmediata en toda nuestra comunidad” (1991: 177). El
contrato nos sujeta, nos ata, pero en el contrato, en cada forma específica que se
conforma, habrá que indagar, asimismo, la posibilidad misma de poner en cuestión esa
sujeción, la posibilidad de abrirnos a otras ataduras.

El contrato es, en definitiva, el régimen de relaciones políticas, trans-formadoras,


que se origina a través del decurso del cuasi-objeto, del anillo de Calvino, del balón de
rugby de Serres, de la quimera transgénica producida desde la tecnociencia. El contrato
da forma al entramado relacional y, por ello, la cuestión que inmediatamente después de
esta afirmación se dirime, la cuestión que precipita la investigación que aquí se
desarrolla, no puede ser sino la que inquiere en la sociogénesis y desarrollo de un
específico contrato, del contrato biotecnológico construido en torno a las quimeras
transgénicas. Si la naturaleza es un conjunto de contratos, como nos propone Serres
(1991: 182), nuestra tarea debe ahondar en la especificidad del contrato biotecnológico
para poder esbozar, desde ahí, la peculiaridad de la naturaleza que se nos propone, el
régimen de relaciones de fuerza en donde se nos introduce, los significados metafóricos
que se nos sugieren, la nueva materialidad a la que se nos aboca.

El contrato biotecnológico crea, en resumen, una geografía fluctuante por medio


de la cual los actores interpelados (bacterias, genes, plantas, científicos, empresas,
instituciones, patentes, agricultores, empresas de alimentación, consumidores...), van
adquiriendo una posición, una identidad que les pretende fijar cuál habrá de ser su
53

cometido, lo que se espera de ellos pero también aquello que esos actores deben de
creer, de esperar. En el contrato biotecnológico, las especificidades propias de cada
posición poseen un fondo común que se deriva de un discurso ininterrumpido, por
medio del cual la tecnociencia afirma la seguridad e idoneidad de los transgénicos. En
ese contrato cada actor queda individualizado, circunscrito a una posición, pero, al
mismo tiempo, queda colectivizado, enredado en una red de proporciones cambiantes
que se expande más allá de cada posición, componiendo esa red que transita de lo local
a lo global, de lo global a lo local. En ese trayecto sociológico, en ese hacerse y
deshacerse de esa geografía, en esa conformación del contrato, el conocimiento
científico se enmaraña, irremediablemente, con lo político, con lo económico, con lo
jurídico. El contrato biotecnológico no es, por todo lo que acaba de ser expuesto, sino el
propio ordenamiento al que se ve sometido el jardín biotecnológico, el conjunto
normativo que regula su funcionamiento interno, la estructura que rige su quehacer
cotidiano.

Encarábamos la realización de esta primera parte impulsados por una pregunta


que inquiría en el propio estatuto ontológico del transgénico. Las reflexiones
precedentes han pretendido responder a este interrogante sugiriendo una doble
aproximación. En primer lugar, ahondar en el carácter híbrido de la quimera transgénica
poniendo de manifiesto la imposibilidad de trazar una línea divisoria entre lo natural y
lo social: la quimera transgénica es un híbrido, el vértice a cuyo través se teje un
complejo hábitat socionatural. En segundo lugar, ahondar en la geografía y
temporalidad que se produce en la creación de mundo biotecnologizado mediante la
imagen de un trayecto sociológico que enhebra actores de diversa naturaleza: la quimera
es una relación, el eje a cuyo través se teje un contrato que regula científica, jurídica,
política y económicamente la producción de ese mundo biotecnologizado. El estatuto
ontológico de la quimera transgénica queda así caracterizado como un haz de relaciones
heterogéneas, un vector que aúna lo social, lo tecnológico y lo natural articulando una
geografía y una temporalidad variable. La incursión en el estatuto ontológico de la
quimera transgénica nos introduce así en los rudimentos de la historia que habremos de
narrar, en la trama conceptual que habrá de acompañarnos en nuestra indagación. Tan
sólo estamos en los inicios del viaje, en la preparación del posible itinerario a recorrer,
en la antesala del jardín que habremos de transitar.
54

Pero es necesario dar un paso ulterior, el último, antes de comenzar nuestra


indagación en la sociogénesis del jardín biotecnológico. Las reflexiones anteriores dejan
traslucir una ineludible preocupación por lo específico, por la singularidad que se deriva
de la producción social y natural desencadenada a partir de la quimera transgénica. El
discurso teórico demanda un campo espacio-temporal en el que visualizar todo aquello
que se está sugiriendo, un territorio en el que ver lo que transgen hace; demanda, en
definitiva, la presentación de una de las quimeras transgénicas que habita en el jardín
biotecnológico, una quimera que nos permita no sólo hablar, en términos genéricos, de
los trayectos sociológicos que se construyen en torno a esta naturaleza biotecnologizada,
sino también adentrarnos en la especificidad de un hacer concreto, en el decurso de un
cuasi-objeto. Esta quimera, la quimera a la que habremos de seguir en momentos
puntuales de nuestra investigación, tiene nombres y apellidos, es el maíz Compa CB, el
maíz Bt 176, y tiene, como todo actor, su particular historia.

3.- LA HISTORIA DEL MAÍZ COMPA CB

Escribir una historia nunca es tarea fácil. La historia (cierta forma de concebir la
historia) parece demandar un punto de arranque, un inicio al que aferrarnos y desde el
cual poder narrar el decurso de aquello que va a ser objeto de un recorrido histórico; y
ciertamente, no sería difícil establecer una fecha en la que poder datar el inicio de
nuestra historia, un acta de nacimiento que confiera entidad al transgen que habremos de
seguir.

El 26 de marzo de 1998 aparece publicado en el BOE una Orden dictada por el


Ministerio de Agricultura por medio de la cual se inscriben en el Registro de Variedades
Comerciales dos variedades de maíz manipulado genéticamente: 950242 Compa CB y
950243 Jordi CB. Las dos variedades se registran a nombre de la empresa Novartis.

26 de marzo de 1998. El maíz Compa CB tiene ya su acta de nacimiento, una


fecha de inicio avalada jurídicamente que permite establecer un antes y un después.
Estaríamos ante el momento fundacional de nuestro transgen, el momento que sienta las
bases de la aparición, regulación y difusión del maíz Compa CB y que posibilitará
55

ulteriormente su cultivo en los campos del estado español. Si atendemos a toda la


documentación empleada en el proceso de aceptación del maíz Compa CB, veríamos
que allí se condensa toda una reglamentación que, en principio, dictamina cómo se va a
comportar esta nueva variedad de maíz sobre la base del conocimiento acumulado en
todos los experimentos y pruebas realizados antes de su inscripción en el Registro de
Variedades. Así, lo que está contenido en el Registro, pretende narrar el devenir del
transgen analizado asegurando que no hay posibilidad de ir más allá de los decursos
previstos por la racionalidad tecnocientífica que avala y legitima al maíz transgénico. El
momento fundacional explicaría, consecuentemente, aquello que ha de acontecer.

Sin embargo, este planteamiento constituye una innecesaria simplificación del


orden de los acontecimientos que habremos de analizar en las páginas siguientes; una
simplificación que se deriva del mantenimiento de una premisa falaz que afirmaría
recurrentemente que el origen de las cosas explica el devenir de éstas. El origen actúa
así en tanto que espacio de la verdad condensado que se despliega a lo largo del tiempo,
corroborando lo que en el origen ya estaba contenido: el origen explica. No obstante,
cabe mantener un enfoque diametralmente opuesto que afirmaría, por el contrario, que
el origen no explica sino que él mismo ha de ser explicado, esto es, ha de ser puesto en
contexto con el fin de trazar la red de acontecimientos superpuestos que conformaron
sus condiciones de posibilidad. Desde esta premisa, la historia del maíz Compa CB se
aleja de una historia lineal y nos acerca a una historia abigarrada, transida de
discontinuidades, de emergencias, de procesos diferentes que se amalgaman en torno a
esta particular quimera transgénica. La historia de este maíz sería, si logramos
desentrañarla, la historia de una multiplicidad de fenómenos que se materializan, en un
momento dado, en una consecución tecnocientífica (maíz Bt 176) que recibirá
posteriormente el aval necesario para ser comercializado (maíz Compa CB).

La historia (en singular) se transmuta en historias (en plural), la linealidad en


discontinuidad, el origen en actualidad emergente. La crítica del modelo genealógico
fundamentado en la noción de origen en tanto que depositario de la verdad, aparece así
como momento ineludible del proceso que nos hemos propuesto narrar; este modelo,
que Deleuze y Guattari (1988) engloban bajo la imagen del árbol, se contrapone a una
aproximación rizomática caracterizada por la pluralidad de historias (dis)continuas que,
en un momento dado, confluyen dando lugar a las distintas actualidades emergentes.
Tenemos que narrar no el origen de algo (una historia arbórea) sino los devenires de los
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cuasi-objetos (una historia rizomática –los trayectos sociológicos mismos). Las historias
que se agolpan en este acercamiento rizomático que aquí estamos proponiendo y que, en
su confluencia, comienzan a dibujar los contornos del jardín biotecnológico, son unas
historias disímiles que, expuestas en un orden contingente, aluden a la historia de la
propia biotecnología en la que poder visualizar la emergencia de este actante concreto
(Bud, 1993); a la historia de la propia noción de vida y el modo en que ésta se ha
entendido y practicado, porque lo que aquí nos ocupa no es sino una práctica científico-
técnica de la vida emprendida por las así llamadas ciencias de la vida (Foucault, 1997;
Franklin, 2000); a la historia de la progresiva conformación de todo el entramado
tecnocientífico (que entreteje de un modo insoslayable conocimiento y economía),
articulado en torno a las llamadas ciencias de la vida, las cuales inauguran un “nuevo
espacio económico” (Kenney, 1998); a la historia de los modos de hacer de la
agricultura que conforman un contexto específico sobre el que se proyectará la quimera
transgénica (Kloppenburg, 1988); a la historia del propio maíz en la medida en que es
este cereal el que sirve de “recipiente” al transgen (Warman, 1988); a la historia,
lógicamente, de la propia tramitación y legalización del maíz Compa CB (Nottingham,
1998); y, por último, a la historia del modo en que se perciben y se consumen alimentos
sujetos a procesos de ingeniería genética (Wynne et al., 2001).

Y, lógicamente, cada historia aquí sucintamente enunciada, articularía su propia


historia del maíz transgénico, su propio modo de definir y dictaminar qué es una
mazorca de maíz que ha incorporado en su genoma material genética procedente de una
bacteria. Ante la quimera se articularán historias (que irán siendo desgranadas a su
debido tiempo) trenzadas con materiales diversos, con imaginarios contrapuestos, con
expectativas encontradas. Desde el relato que entronca con la (historia de la) mejora
genética afirmando que no estamos ante nada nuevo sino ante un proceso más
controlado y seguro de algo que, por otros medios ya se venía haciendo, hasta la
narración que critica la contaminación genética producida, por ejemplo, en México, en
donde el maíz desborda con creces lo que sería una mera referencia a un alimento para
alcanzar resonancias mitológicas, pasando por la intranquilidad del consumidor (que
recela de algo hasta ahora desconocido) o las remisiones a la necesidad de producir más
para paliar el hambre del mundo, habremos de encontrarnos con narraciones que
construyen su propia lectura de lo que es o ha sido la historia de esta quimera
transgénica porque si, como ya hemos repetido, el transgénico está en muchos sitios
57

simultáneamente (en el laboratorio, en la empresa que posee su propiedad, en el registro


de patentes, en el ministerio de agricultura, en las empresas de alimentación, en la
cadena alimentaria, en los campos de cultivo transgénico, en los campos de cultivo
ecológico, en las baldas de los supermercados, en el organismo humano), en cada uno
de esos sitios es muy posible que aflore una historia particular.

Desde esta perspectiva, enarbolar el 26 de marzo de 1998 como fecha que


anuncia el nacimiento del maíz Compa CB (u otra posible fecha, cualquier fecha),
deviene una simplificación a todas luces innecesaria de la historia que nos ocupa. El 26
de marzo de 1998, toda una multiplicidad de procesos que tienen lógicas disímiles se
condensan y aúnan en un momento crucial que parece silenciar esa heterogeneidad de
historias con el fin de promover y facilitar un actuar conjunto. No nos interesa, en
consecuencia, el (inexistente) momento fundacional sino las realidades disímiles que, en
su confluencia, hicieron posible la emergencia del transgénico. Pasamos del origen a las
condiciones de posibilidad de lo que se define como origen; una historia, la nuestra,
que, en definitiva, prescinde del origen porque el origen nunca es inocente, siempre
viene precedido por una construcción social que pretende ser naturalizada, una
construcción que anhela un momento en el que lo observado hubiese adquirido, siquiera
momentáneamente, una superficie pulida en la que visualizar aquello que efectivamente
ha de ser transportado en el tiempo. La deriva histórica permite así transmutar el
fundamento en contingencia: “La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario:
remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra
heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo” (Foucault, 1991:
13). Es cierto, no necesitamos una historia lineal, arborescente, necesitamos una historia
rizomática, abigarrada.
La historia lineal es demasiado sencilla, sus pilares centrales son fácilmente enunciables. El maíz ante el cual nos
encontramos es producido en un laboratorio de Carolina del Norte (ubicado en el Research Triangle Park), en una investigación
impulsada y financiada por una empresa suiza llamada Ciba Seeds. Tal y como tendremos ocasión de recordar posteriormente, este
maíz transgénico se elabora mediante una técnica de biobalísitica que consiste en la introducción del transgen, previamente
diseñado, en el genoma del maíz mediante disparos de partículas de tungsteno revestidas de dicho transgen. Dado que esta técnica
comporta un elevado nivel de azar y de imprecisión es necesario realizar un número elevado de disparos hasta obtener el resultado
necesario. En este caso, la denominación científica de maíz Bt 176 responde al evento (disparo) seleccionado. En noviembre de
1994, la empresa Ciba Seeds pide el permiso para comercializar el maíz Bt 176 en EEUU y, poco tiempo después, esta misma
empresa entregará en Francia el dossier pertinente para que se inicien los trámites en la Unión Europea. El 9 de agosto de 1995 la
Agencia de Protección Medio Ambiental estadounidense aprueba el evento 176, siendo la campaña de 1996 el primer año de cultivo
en EEUU de este maíz transgénico.

Si nos centramos en el ámbito europeo hay que apuntar como fechas


importantes, en primer lugar, la del 16 de marzo de 1995. En ese día la Comisión
Europea recibe la petición de Ciba, a través de Francia, para comercializar su maíz Bt.
La controversia convivirá desde esos momentos iniciales con este maíz transgénico que
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se muestra incapaz de generar un consenso amplio en torno a él, un consenso a cuyo


través habrían de ensancharse las fronteras del jardín biotecnológico. Como muestra
significativa de esta controversia cabe apuntar que el parlamento europeo va a mostrar
un rechazo unánime en la votación celebrada el 25 de abril de 1996 a cerca de la
comercialización del maíz Bt 176; este rechazo se manifestará de nuevo el 8 de abril de
1997. Una muralla se erige ante el maíz Bt 176, una frontera institucional parece
cercenar el avance de la transgenia: el parlamento europeo quiere tiempo, una moratoria
dilatada que permita dictaminar de forma concluyente sin los organismos quiméricos
que la tecnociencia ha empezado a construir son realmente inocuos para la salud
humana. El parlamento europeo no dice, en consecuencia, que no acepta a los
organismos modificados genéticamente, dice que hay que esperar, que la pretendida
mejora e inocuidad no está suficientemente probada: la quimera se ha precipitado,
debería volver al laboratorio.

Pero lo que aquí está en ciernes es una mercancía y la mercancía, por definición,
tiene prisa porque el tiempo perdido es tiempo despojado de beneficio, tiempo baldío
carente de rentabilidad. El maíz Bt 176 tiene prisa y el rechazo del parlamento, la
precaución allí invocada, no impedirá que siga su curso. Si bien el parlamento europeo
juega un papel importante en la conformación de un clima en torno a la percepción y
legalidad de los organismos modificados genéticamente, la aprobación última que
precisa el maíz Bt 176 no precisa de la ratificación del parlamento. El parlamento no ha
quedado enrolado pero ello, en estos momentos iniciales, no es significativo puesto que
la pista de aterrizaje no es el parlamento sino la Comisión, y la Comisión, en el lapso de
tiempo que media entre las dos votaciones del parlamento antes mencionadas, actuará
como pista de aterrizaje que posibilita la expansión de las redes que va tejiendo
paulatinamente el maíz transgénico.

El proceso no estará exento de momentos que hagan dudar del posible aterrizaje
del maíz avalado por Ciba Seeds. Existe una propuesta (promovida por Francia) en el
seno de la Comisión para aprobar el maíz; pero la comisión no se muestra en líneas
generales favorable a permitir la comercialización del maíz. Paralelamente, en abril de
1996, un Comité Regulador vinculado a la Comisión no es capaz, ante las dudas
existentes, de tomar una decisión que avale la comercialización del maíz. En esta
situación de incertidumbre, el 25 de junio, el maíz Bt 176, todavía sin un aval
institucional, llega al Consejo de Ministros “enviado” desde la Comisión con el fin de
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que dicho Consejo adopte una decisión. El Consejo, con la postura a favor de Francia y
la oposición de trece países miembros (y la indecisión de España), no llega a adoptar
una decisión firme al respecto y traslada de nuevo el maíz a la Comisión. Así las cosas,
la Comisión encargará tres nuevos informes para llegar a una conclusión más
determinante en torno a la seguridad del maíz. Los informes encargados a comités
científicos vinculados a la Unión Europea (Scientific Committee for Food, Scientific
Committee for the Animal Nuitrition y Scientific Committee for Pesticides) serán
entregados en diciembre de 1996 y en ellos aparece avalada la seguridad de los
organismos transgénicos. Con todo ello, el 18 de diciembre de 1996, la Comisión decide
otorgar el permiso de comercialización al maíz Bt 176 promovido por Ciba Seeds. El 23
de enero de 1997 aparecerá la correspondiente inscripción del maíz en el Diario oficial
de la Comunidad Europea.

El maíz Bt 176 puede seguir su viaje: las puertas de Europa se le han abierto. Pero
los escollos todavía no se han saldado completamente, el viaje del maíz empieza a ser
más complicado de lo previsto. Los informes científicos se suceden. La Comisión avala
científicamente su seguridad, pero aparecerán países (especialmente Austria y
Luxemburgo) que poseen informes científicos que avalan científicamente su falta de
seguridad. La controversia se traslada a las disputas entre los países miembros de la
Unión Europea y la Comisión, y en este contexto se suceden las construcciones
científicas sustancialmente diferentes sobre las propiedades y efectos del maíz Bt 176:
cada informe construye su maíz, las identidades del maíz aumentan.

En este clima, quizás no tanto de rechazo como de recelo, el 26 de marzo de 1998


se recoge en el BOE –como ya se ha apuntado anteriormente- una orden dictada por el
Ministerio de Agricultura por medio de la cual se inscribe en el registro de variedades
comerciales el maíz Bt 176. El maíz Bt 176 se transforma así en maíz Compa CB: el
evento tecnocientífico se transforma en variedad comercial. El maíz Compa CB ya
puede comenzar a recrear su particular jardín biotecnológico. Sin embargo, el decurso
de esta quimera está lejos de ser apacible. En el cierre provisional de la controversia
suscitada en torno a la aprobación del maíz transgénico emergerán dos cuestiones
fundamentales para el devenir del maíz Bt 176. En primer lugar y ante la creciente
inquietud sobre los transgénicos, la Unión Europea promoverá a mediados de 1998 una
moratoria de facto por medio de la cual se mantiene vigente la aprobación ya concedida
a determinados organismos transgénicos pero, en cambio, se suspende la concesión de
60

nuevas aprobaciones. En segundo lugar, los países de la Unión Europea optarán


progresivamente por no plantar el maíz Bt 176 pese a estar permitida su
comercialización debido al creciente recelo que muestran los consumidores. Si bien
habrá países con pequeñas plantaciones, será España el único país en el que se plante de
forma significativa y continuada (en torno a las 30.000 hectáreas y durante el año 2004
llegando a las 50.000 hectáreas). El espacio del maíz Bt 176 se estrecha, la posibilidad
del uso no va acompañada del uso mismo.

La historia del maíz Compa CB dista mucho de ser la feliz historia de un


constructo tecnocientífico que es asumido con entusiasmo en los diferentes ámbitos
sobre los que habría de proyectarse. Es la historia, al menos en el contexto europeo, de
un fracaso: apenas ha sido cultivado, apenas ha alcanzado un porcentaje mínimo con
respecto a las posibilidades que la industria biotecnológica habría podido atisbar. La
geografía de su expansión queda limitada a unas miles de hectáreas pero es también esta
presencia, por mínima que pudiera ser, la que sienta la posibilidad misma de la
existencia de una geografía transgénica al margen del amplio rechazo existente: desde
esas hectáreas el maíz transgénico ya está sugiriendo que, más allá del disenso, su
objetivo no es otro que el de la biotecnologización de la naturaleza, la
biotecnologización de lo social.

Sin entrar en los detalles que aluden al modo en que se construye un organismo
transgénico, tarea ésta que será abordada en la tercera parte, sí es necesario mencionar
en este momento que la propia inserción del transgen en el organismo receptor –
mediante la biobalística- posee un problema añadido en la medida en que no se puede
determinar a priori en qué región genómica del organismo receptor quedará insertado el
transgen. Con el fin de hacer frente a esta disyuntiva, la racionalidad tecnocientífica ha
dotado al transgen de un gen marcador que permite establecer dónde se ha ubicado el
transgen una vez que ha sido disparado por la pistola de genes. Lo que es necesario
resaltar en este momento de la argumentación es que dicho gen marcador está elaborado
a base de ampicilina y ello no ha dejado de ser fuente de controversia toda vez que la
ingesta de alimentos que contienen dicho gen marcador podría desencadenar
resistencias a antibióticos que emplean la ampicilina. El rechazo suscitado en
numerosos países de la Unión Europea estaba motivado, al menos parcialmente, por
este recelo ante la aparición de esas resistencias a antibióticos. Fruto de una larga
polémica en la que se afirmaba y negaba la inocuidad del gen marcador, en abril de
61

2004, un informe del Comité Científico de la Autoridad Europea de Seguridad


Alimentaria, recomendaba la erradicación de este tipo de genes marcadores a partir de
2005, dictamen que sería corroborado posteriormente por la agencia española de
Seguridad Alimentaria. Pese a que la laxitud de los controles existentes hace difícil
determinar si dicha recomendación ha sido realmente implementada, cabe afirmar que el
maíz Bt 176, al menos en su configuración inicial, no podrá seguir empleándose en el
futuro.

Sin embargo, ya antes de este intento de erradicar el maíz Compa CB (al menos
en su configuración actual), el maíz Bt 176 encontró en EEUU un obstáculo
difícilmente superable. Como consecuencia del hecho de que el polen de este maíz
transgénico expresaba una nivel muy elevado de la toxina Bt (que afectó de forma letal
a las larvas de la mariposa monarca), a lo que se añadía la escasa aceptación que este
maíz estaba teniendo entre los agricultores, debido a su baja efectividad en la lucha
contra los insectos perniciosos (Mellon y Rissler, 2003), Syngenta decidió no renovar
en 2003 el permiso para cultivar este maíz en EEUU, adelantándose así a una posible
prohibición de su cultivo fundamentada principalmente en su incidencia nociva sobre la
mariposa monarca. El maíz Bt 176 abandona así los campos de cultivo estadounidenses
para proseguir su tarea de biotecnologizar la naturaleza en otros espacios. La linealidad
aparece así nuevamente como una herramienta innecesaria a la hora de trazar la historia
de un acontecimiento: lo que concluye en un sitio continua en otro, la
biotecnologización continua allí donde el más mínimo resquicio legal (o ilegal) permite
su desarrollo.

La narrativa de los orígenes está concernida con una forma de concebir la


temporalidad en donde deviene posible datar los acontecimientos, tal y como hemos
hecho sucintamente en las líneas precedentes, pero en la medida en que nos alejamos de
esta narrativa arbórea y comenzamos a transitar por una narrativa concernida con las
condiciones de posibilidad, con la heterogeneidad que anida en todo actor, nos abrimos
a otro escenario, sustancialmente diferente, en donde lo que se trata es de ahondar en la
profundidad ontológica de aquello que acontece: "No se trata de buscar los orígenes,
perdidos o borrados, sino de tomar las cosas allí donde nacen, en el medio, hender las
cosas, hender las palabras. No buscar lo eterno, aunque se trate de la eternidad del
tiempo, sino la formación de lo nuevo, la emergencia, lo que Foucault llamaba ‘la
actualidad’" (Deleuze, 1996: 141).
62

Hemos visto, hasta el momento, el estatuto ontológico híbrido de las quimeras


transgénicas en su producción de una nueva naturaleza emergente de carácter
biotecnológico y, asimismo, hemos presentado una trama conceptual básica para poder
establecer las líneas maestras desde las cuales ir pergeñando el modo en que se
construye un jardín biotecnológico por unos cuasi-objetos genéticamente modificados a
cuyo través comienza a gestarse un contrato natural de dimensiones variables. Tan sólo
estamos en los inicios de nuestras pesquisas, en los comienzos de un viaje que apenas
barrunta las consecuencias que habrá de tener la irrupción generalizada de una
naturaleza biotecnologizada. Pero ya en estos comienzos es posible atisbar que la
cuestión que aquí nos ocupa posee, sin duda, resonancias de una magnitud considerable,
toda vez que la propia enunciación, ya repetida, de que se está produciendo una
naturaleza inédita, contiene los requisitos suficientes para que ésta concite nuestra
atención.

Más allá de la repetición de lugares comunes de corte tecnocentrista o


ecocentrista, más allá de la creencia falaz en un origen que explica, debemos comenzar
a transitar por ese territorio fronterizo al que alude Deleuze, ese territorio que tiene que
ser hendido, hurgado, desbrozado, para ver qué es lo que allí se imbrica, qué es lo que
allí irrumpe, cuál es, en definitiva, la actualidad que se produce. Las dos partes con las
que se completa este libro, no son sino dos movimientos entreverados por medio de los
cuales se quiere hender el espesor de la quimera transgénica, dos movimientos
interrelacionados que pueden ser condensados en dos metáforas.

En primer lugar, ahondamos en las condiciones de posibilidad de aquello que


emerge, en las condiciones de posibilidad del jardín biotecnológico, atendiendo al modo
en que se redefine la propia noción de vida, a las prácticas tecnocientíficas de la
biología molecular y a los imaginarios (políticos) que impregnan y dan forma al propio
quehacer científico. La quimera transgénica no será sino un pliegue, una plasmación
concreta de aquello que le posibilita, que le subyace. En segundo lugar, nos
detendremos en aquello que hace la quimera transgénica cuando ésta ya ha sido
producida, en el modo en que redefine los espacios sobre los que se proyecta, en los
trayectos sociológicos que compone y a cuyo través se va componiendo una geografía
particular. Una geografía que desde estas páginas será enunciada en términos de un
cartografía geopolítica.
63

Hagamos, pues, una historia del pliegue, del modo en que una multiplicidad de
procesos se aglutinan en una singularización a la que se ha dado en llamar maíz Compa
CB, pero hagamos también una historia de los trayectos sociológicos del maíz Compa
CB, una historia de la cartografía geopolítica que se va componiendo, de los espacios
por los que se transita y de las transformaciones que se derivan de dichos tránsitos. Una
historia de un pliegue y de su cartografía, de su multiplicidad y de su decurso. De esto
se trata, de hender la cosas, de hender este cuasi-objeto productor de naturalezas, de
ahondar en este espacio-tiempo en el que se dan la mano las condiciones de posibilidad
de su surgimiento (el modo en que se entrelaza aquello que permite la aparición de la
transgenia) y el trayecto que se activa desde su surgimiento (formas de hacer y pensar
que se inauguran en torno al transgénico). Esta es la tarea que aquí nos ocupa:
condiciones de posibilidad (cómo llega a aparecer este transgen) y sus trayectos (cómo
se estructura el jardín biotecnológico); es decir: la cartografía de un pliegue. La
segunda parte de este libro remite a las condiciones de posibilidad ahondando en la
metáfora del pliegue, mientras que la tercera profundiza en la metáfora cartográfica, en
los trayectos sociológicos de la quimera transgénica.

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