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El Manifiesto de Cartagena
Pronto sería derrotada la Primera República venezolana por la
reacción española, y su jefe, Francisco de Miranda, sería entrega-
do a sus enemigos por sus oficiales subalternos, entre ellos el
propio Bolívar, que acababa de perder la plaza fuerte confiada a su
mando. Para continuar la lucha —mientras Miranda va a morir
en las mazmorras de la cárcel de Cádiz— Bolívar huye a la Nueva
Granada, todavía dominada por los patriotas. Y en Cartage-
na compone y publica un “manifiesto” explicando y criticando
las causas del desastre venezolano: la falta de unidad de los revolu-
cionarios y su invención ingenua de “repúblicas aéreas” montadas
sobre doctrinas filosóficas importadas, y no sobre las realidades
de la tierra. No le hacen caso —como, la verdad sea dicha, no se
lo harán nunca—; pero por la fuerza de su personalidad consi-
gue en cambio que los neogranadinos le confíen un pequeño
ejército para reanudar la guerra en Venezuela. Y emprende la
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asombrosa campaña de reconquista —después llamada “Admi-
rable”— que lo lleva en unos meses a recuperar el territorio
perdido y entrar triunfante en Caracas, recibiendo el título de
Libertador. Que no abandonará ya nunca, ni siquiera en sus
derrotas: ni cuando la restaurada república venezolana —en
realidad, una dictadura militar— cayó de nuevo ante el empuje
de las montoneras de Boves al poco tiempo de proclamada, ni,
por supuesto, diez años después cuando lo hubo merecido de
cinco naciones.
La Carta de Jamaica
Derrotado en Venezuela vuelve a la Nueva Granada, al servicio
del Congreso de las Provincias Unidas, para las cuales conquista
la Bogotá centralista que ha dejado en su propia derrota el
precursor Antonio Nariño. En Cartagena choca con las autori-
dades locales y se embarca rumbo a Jamaica, salvándose así del
terrible asedio puesto a la ciudad por el Pacificador español
Pablo Morillo. Y en Jamaica descansa el soldado, pero despierta de
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nuevo el pensador político a través de la famosa Carta a un caballero
de esta isla. Una Carta de Jamaica que no tuvo ningún resultado
práctico, pues su texto en castellano no fue publicado sino
después de la muerte del Libertador, y la versión inglesa fue
ignorada por aquel a quien de verdad iba dirigida, que era el
gobierno inglés. A éste pretendía Bolívar explicarle las causas y la
justicia de la lucha independentista americana, y pintarle —con
ojo visionario— el futuro posible del continente. Pero todavía
entonces sigue siendo Bolívar mucho de lo que criticaba: un
ideólogo teórico sin suficiente asidero en las realidades de la
tierra. Todavía piensa, por ejemplo, que en América “el conflicto
civil es esencialmente económico”: entre ricos y pobres, y no entre
criollos blancos y castas de color, como en la práctica lo plantea-
ba a lanzazos Boves en Venezuela (y en la Nueva Granada lo
harían más tarde los guerrilleros realistas del Cauca).
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El Bolívar guerrero no descuida lo político. Y así convoca a
principios de 1819 el Congreso de Angostura, que iba a instau-
rar la República de Colombia por la unión de Venezuela, la
Nueva Granada y Quito: audacia asombrosa por parte de un
político la de crear un país y darle una Constitución (libertad de
los esclavos incluída) antes de haber conquistado su territorio,
pues los patriotas revolucionarios dominaban apenas unas pocas
regiones despobladas de los llanos del Orinoco y el Apure. Y esa
audacia política la remata Bolívar con otra militar: el golpe
estratégico de invertir el sentido de la guerra, devolviéndola de las
llanuras venezolanas a las montañas neogranadinas, donde los
españoles ya no la esperaban.
Boyacá
En pleno invierno atraviesa con su ejército los llanos inundados
para unirse con las guerrillas de Casanare organizadas por
Francisco de Paula Santander. Y reunidos en el piedemonte unos
quince mil hombres —tropas venezolanas, neogranadinas,
varios miles de mercenarios ingleses e irlandeses veteranos de las
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guerras napoleónicas, contratados en Londres con los primeros
empréstitos ingleses que iban a agobiar a Colombia durante
los siguientes dos siglos—, Bolívar emprende el cruce de la
cordillera por Pisba y Paya para caer por sorpresa sobre las tropas
españolas en el corazón de la Nueva Granada, deshaciéndolas en
las batallas del Pantano de Vargas y el Puente de Boyacá, el 7 de
agosto de 1819. Ésta, que en realidad no pasó de ser una escara-
muza, fue sin embargo el golpe definitivo sobre el Virreinato. El
Libertador entró en triunfo al día siguiente en Bogotá, de donde
había huído el virrey Sámano con tanta precipitación que olvidó
sobre su escritorio una bolsa con medio millón de pesos. Fiestas.
Corridas de toros. Bailes. Eran jóvenes: en Boyacá, el Libertador
tenía 36 años; el general Santander acababa de cumplir veinti-
séis. Anzoátegui, Soublette, los británicos…
Una de las severas críticas que le haría Karl Marx a Simón Bolívar
se refiere a su inmoderada inclinación por los festejos de victoria.
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El Congreso eligió presidente de Colombia a Bolívar, y vicepre-
sidente a Santander. El primero solicitó de inmediato permiso
para llevar la guerra al sur, convencido como estaba de que para
garantizar la independencia era necesario eliminar del todo
la presencia española en el continente: limpiar de realistas las
provincias del Cauca y Quito, y completar la independencia del
virreinato del Perú ya iniciada desde el sur por José de San
Martín, Libertador de Argentina y Chile. De modo que volvió a
imponerse el Bolívar guerrero sobre el gobernante (que en
realidad era lo que menos le gustaba ser, de todas sus cambiantes
personalidades). Batallas, todas victoriosas: Bomboná, Pichin-
cha —y entrada triunfal en Quito, donde una bella quiteña le
arroja una corona de laurel—. Bailes, fiestas: la bella quiteña, que
será muy importante en adelante para Bolívar y para las repúbli-
cas, se llamaba Manuela Sáenz.
El sueño de la unión
Durante los años de estancia de Bolívar en el Perú gobernó
Colombia el vicepresidente Santander, con grandes dificultades.
La más grave era la quiebra de la república, pese a un segundo y
vasto empréstito inglés que se diluyó en gastos de funcionamien-
to del gobierno y sobre todo en el mantenimiento del ejército.
Un gran ejército de treinta mil hombres [cifra oscilante al ritmo
de las deserciones y las levas forzosas] para una Colombia que,
sumadas sus tres partes, tenía poco más de dos millones de
habitantes. El ejército era por una parte un lastre fiscal, pero por
otra constituía la única vía de promoción social y la única fuerza
de cohesión de un país de tan diversas regiones, de tan malos
caminos y tan grande extensión territorial. Desde sus campa-
ñas del sur Bolívar reclamaba sin cesar más tropas, más armas,
más dinero. Y Santander respondía: “Deme usted una ley, y yo
hago diabluras. Pero sin una ley…”. La discusión, a través de
correos que se demoraban semanas en ir y volver, llevaba a
callejones sin salida: más que un diálogo era un intercambio de
principios. Bolívar seguía actuando como en su juventud de niño
rico y manirroto, mientras que Santander era tacaño tanto en lo
personal como en lo público. Escribía el Libertador:
El enfrentamiento
En los años de Lima su pensamiento político había seguido evolu-
cionando cada vez más hacia el autoritarismo —rodeado como
estaba de aduladores, de la admiración de sus generales, de la
aclamación de las muchedumbres y del amor de Manuela Sáenz—.
Y así lo plasmó en su proyecto de Constitución boliviana. Descon-
fiaba cada vez más de la volubilidad de los pueblos —“como
los niños, que tiran aquello por lo que han llorado”—, y de los
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americanos en particular: “hasta imaginar que no somos capaces de
mantener repúblicas, digo más, ni gobiernos constitucionales.
La historia lo dirá”. Le escribía a Sucre, su favorito, su presunto
heredero: “Nosotros somos el compuesto de esos tigres cazado-
res que vinieron a América a derramarle la sangre y a encastar
con las víctimas antes de sacrificarlas, para mezclarse después con
los frutos de esos esclavos arrancados del África. Con tales
mezclas físicas, con tales elementos morales ¿cómo se pueden
fundar leyes sobre los héroes y principios sobre los hombres?”.
El fin
El Congreso elige presidente a Joaquín Mosquera. Bolívar, enfer-
mo, sale hacia la costa para embarcarse rumbo a Europa. Al débil
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Mosquera y a su gobierno de santanderistas le da un golpe
militar el general Urdaneta. Asesinan a Sucre en Berruecos, sin
que se sepa quién: ¿Obando? ¿López? Futuros presidentes de
Colombia. ¿Flores, futuro presidente del Ecuador? A ese mismo
Juan José Flores le escribe Bolívar desde Barranquilla: “Vengue-
mos a Sucre y vénguese V. de esos que…”.
Pero ahí, en la carta que tal vez denunciaba a los que Bolívar creía
asesinos de Sucre, viene una nota de la transcripción: resulta
que en el original “hay una gran mancha, al parecer de tinta” que
“impide leer la continuación por espacio de treinta o treinta y
cinco letras”. Una de esas grandes manchas negras de tinta que
salpican y borran de tiempo en tiempo, en momentos precisos,
episodios de la triste historia de Colombia. Y prosigue la carta:
“vénguese en fin a Colombia que poseía a Sucre”.
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Uno y diez Bolívares
Había pensado, por enfoque de género, dedicar el recuadro de
personaje de este capítulo a Manuela Sáenz, que fue “la Liberta-
dora del Libertador” en la “nefanda noche septembrina” y su
amante durante los últimos ocho años de su vida: una mujer de
gran personalidad y gran belleza, impertinente y valiente, discuti-
da y discutidora, y llena de ímpetus y de enemigos hasta su
muerte solitaria en una aldea olvidada de la costa peruana, veinti-
cinco años después de haberse despedido para siempre de
Bolívar con un gesto de la mano cuando éste salió de Bogotá
rumbo a la muerte. Pero no hay duda: en esta época histórica el
protagonista que se impone sobre cualquier otro es Simón
Bolívar, el Libertador.
Sí: pero mandó veinte años, y aunque renunciaba una y otra vez
al mando, siempre volvía a él, y lo ejercía de modo dictatorial.
Eso era lo que veían los septembrinos que quisieron asesinarlo en
1828: la forma militar de su dictadura, y no los propósitos, por
muy altruistas y civilistas que fueran, de esa dictadura. Veían la
tiranía. Por eso hasta sus amigos se convertían en enemigos: en
Lima, en Bogotá, en Quito, en Caracas. Y por eso también sus
medidas de gobierno, sus decretos, sus proyectos de ley, siempre
bien orientados, solían tener en la práctica efectos insignificantes
o aun contraproducentes. Inclusive su obsesión generosa por la
liberación de los esclavos no vino a cumplirse sino veinte años
después de su muerte, bajo el gobierno —no ya de Colombia,
sino apenas de la república de la Nueva Granada— de uno de sus
generales revoltosos. Más que por los resultados —de los cuales
el único tangible sería la independencia, como él mismo lo
reconoció ante el Congreso de 1830— a Bolívar hay que juzgar-
lo por sus intenciones, cien veces proclamadas en sus escritos.
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