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¿FILOSOFÍA INÚTIL?

Seis ideas filosóficas para reflexionar sobre la


pandemia
El trabajo de los filósofos consiste en incordiar y “señalar lo que debe ser destruido para no
repetir errores”
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JAIME RUBIO HANCOCK  25 MAY 2020 - 08:21 CEST

El vecino de Eduardo Infante subió a hablar con él sobre la pandemia. Estaba


angustiado y quería conocer su opinión sobre todo lo que estaba ocurriendo.
Infante lo invitó a pasar y estuvieron charlando un buen rato, intercambiando
opiniones e intentando buscarle algo de sentido al confinamiento y a la
enfermedad.

Infante no es científico, ni médico, ni psicólogo: es profesor de Filosofía en un


instituto de Gijón y autor del libro Filosofía en la calle. Según cuenta a Verne,
lo que pudo aportar a la conversación fue algo de “perspectiva, estuvimos
hablando sobre cómo nuestra generación no se había preparado para algo así
—Infante nació a finales de los setenta y su vecino es algo mayor—. La historia
nos muestra que las situaciones adversas forman parte de la vida del ser
humano. ¿Por qué íbamos nosotros a ser especiales y no íbamos a
enfrentarnos a ninguna gran crisis?”. Es decir, la pregunta no era tanto “¿por
qué nos está pasando esto?” como “¿por qué no nos iba a pasar?”.
La filosofía no va a ayudarnos a encontrar la vacuna contra la enfermedad, ni
nada parecido, pero en una situación como la actual, llena de incertidumbres,
es cuando se muestra más necesaria, como explica Eurídice Cabañes, filósofa
especializada en tecnología. El pensamiento crítico “es imprescindible” no
solo para intentar buscar algo de sentido a lo que está pasando, sino también
para “reevaluar las condiciones del mundo tras la pandemia”. Y las de antes
de la enfermedad: Ana Carrasco Conde, autora de En torno a la
crueldad, apunta que esta crisis también ha puesto de relieve problemas
estructurales. La tarea de los filósofos consiste, en gran medida, en “incordiar,
ver dónde se producen estos problemas” y “señalar lo que debe ser destruido
para no repetir errores”.
Hemos pedido a cinco filósofos de campos diferentes que nos den alguna
idea que nos pueda servir como herramienta para poner en práctica este
pensamiento crítico, por si nos sentimos tan perdidos como el vecino de
Infante. Esto es lo que nos han dicho:

1. La importancia de la investigación científica. Eulalia Pérez Sedeño,


profesora en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de Las 'mentiras'
científicas sobre las mujeres, explica que la pandemia ha puesto de manifiesto
“la necesidad de que el Estado financie la ciencia básica” para garantizar la
investigación en campos en los que “los beneficios pueden no ser
inmediatos”. Ni siquiera a medio plazo.
Pone el ejemplo de Margarita Salas, bióloga que creó una tecnología que
revolucionó las pruebas de ADN y cuya patente ha reportado al CSIC más de
seis millones de euros. No lo hizo buscando ninguna aplicación práctica: el
objetivo de sus investigaciones en biología molecular era aprender más sobre
cómo funciona el ADN y cómo se transmite la información que contiene. La
propia Salas, fallecida en 2019, explicó que “hay que hacer investigación
básica de calidad, pues de esta investigación saldrán resultados que no son
previsibles a priori y que redundarán en beneficio de la sociedad",
Pérez Sedeño añade que es importante que esta investigación se haga en
entidades públicas, ya que así es más fácil que los resultados “estén al alcance
de todo el mundo”. De este modo no entraría en juego la necesidad de
obtener beneficios rápidamente como ocurre con las farmacéuticas privadas.
Y como podría pasar con la vacuna de la covid-19.

2. El postureo moral. Así traduce Antonio Gaitán, coautor de Una introducción


a la ética experimental, el concepto “moral grandstanding”, acuñado por Justin
Tosi y Brandon Warmke en un artículo de 2016. Con este término, que
también se puede traducir por “exhibicionismo moral”, estos filósofos
estadounidenses se refieren a los discursos exagerados e hipermoralistas, que
muestran una indignación impostada o fuera de tono. El objetivo no es
exponer razones, alimentar un debate o llegar a acuerdos con los demás, sino
que los interlocutores (o seguidores en redes sociales) puedan ver que
estamos en el bando que consideramos correcto, el "de los buenos".
Se trata de una actitud, explica Gaitán, que “devalúa el debate moral”. Hace
más difícil llegar a acuerdos y contribuye a la polarización, además de dar una
falsa sensación de consenso, como cuando un político dice que algo es de
sentido común sin que lo sea necesariamente. Este exhibicionismo de la
indignación y de la moralina “incrementa la intolerancia hacia las ideas
ajenas”, lo que además acaba provocando que se expulse a mucha gente del
debate público, dejando la conversación en manos de los más agresivos o
grandilocuentes.
El concepto “está muy en línea con hallazgos recientes sobre cómo el
comportamiento de grupo afecta a las creencias”, explica Gaitán,
mencionando el filtro burbuja y las cámaras de eco. Tosi y Warmke advierten
en su libro Grandstanding, recientemente publicado, de dos cosas a tener en
cuenta: primero, que no es una actitud exclusiva de derechas o de izquierdas
(aunque sí hay más tendencia en las personas situadas en los extremos) y,
segundo, que nos resulta muy fácil advertir el postureo en los demás, pero,
en cambio, no caemos en la cuenta cuando lo hacemos nosotros.
Id-

Work (Getty Images)

3. La soberanía tecnológica. Eurídice Cabañes, fundadora de la asociación


cultural Arsgames, recuerda que, con el confinamiento, el espacio público
está siendo estos días casi por entero digital: “Hemos dejado de habitar las
calles e interactuamos a través de espacios digitales”. Estos espacios son de
gestión privada y no pública, con normas de participación decididas por
corporaciones. “La ciudadanía digital está privatizada, incluso en el caso de las
entidades públicas”, que tienen, por ejemplo, contratos de almacenamiento
digital con Amazon.
Cabañes también recuerda que muchas escuelas están usando para las clases
a distancia la Suite de Google, entre otras aplicaciones similares, que puede
almacenar y vender datos a terceros. Esta práctica puede ser especialmente
peligrosa en ámbitos como la educación y la sanidad. Todo esto no es nuevo,
pero “el confinamiento ha supuesto un salto brutal. Por ejemplo, todas las
clases han pasado de presenciales a digitales de un plumazo”.

La soberanía tecnológica apuesta por iniciativas de software libre (es decir,


modificable para adaptarlo a usos concretos, por ejemplo) que sean menos
intrusivas con nuestra privacidad y nuestros datos. Cabañes recuerda que hay
propuestas que ya están en marcha, además de productos y servicios
accesibles: “Por ejemplo, se puede usar Jitsi en lugar de Zoom, que es
mucho más respetuoso con la información privada”. También propone
incentivar iniciativas locales, introduciendo la idea de “tecnología situada, por
analogía con el conocimiento situado que proponía la filósofa Donna Haraway".
Es decir, en contexto y aplicado a necesidades concretas y no globales.
Otro aspecto relacionado es el de la necesidad de fijarnos en la igualdad de
acceso a estas nuevas tecnologías. Eulalia Pérez Sedeño recuerda cómo estas
desigualdades se han puesto de manifiesto con las clases a distancia de
escuelas y universidades. El confinamiento ha afectado de manera más grave
a familias desfavorecidas sin medios ni recursos, como ordenadores para
conectarse y atender a estas clases.
4. El cosmopolitismo. Para Eduardo Infante, “una de las cosas que nos ha
mostrado el virus es la artificiosidad de nuestras fronteras y las incapacidades
del Estado-nación”. El filósofo recuerda que “lo que estamos viviendo es un
problema global". Los virus "no distinguen naciones ni clases sociales, y los
problemas globales exigen soluciones globales”. Infante apunta que “esta
crisis nos desvela, una vez más, que somos vulnerables e interdependientes”.
Y añade: “El orgullo de sentirse español, catalán o estadounidense, no cura
esta enfermedad y ninguna bandera detiene el virus”.
Infante compara nuestra situación con la Grecia helenística (siglos IV-I antes
de Cristo). Era “una época muy parecida a la nuestra: de profunda crisis e
incertidumbre” y fue cuando muchos pensadores propusieron el modelo
cosmopolita. Cuando a Diógenes el Cínico le preguntaron por su
nacionalidad, respondió: “Soy ciudadano del mundo”. Hierocles, filósofo
estoico del siglo II, “afirmaba que en nuestras relaciones con los demás vamos
construyendo círculos concéntricos en función de la proximidad". La
propuesta de Hierocles consiste en "tratar a las personas de los círculos
exteriores como tratamos a las de los interiores: a nuestros vecinos como
familiares y a cualquier ser humano como mi compatriota”.

5. El allanamiento epistémico. Este allanamiento ocurre cuando un experto en


un terreno rebasa de forma clara su campo de estudio y habla de un tema
para el que carece de datos o de los conocimientos para evaluar esos datos.
El término fue acuñado por el filósofo estadounidense Nathan Ballantyne en
un artículo de 2016. 
El allanamiento no tiene por qué ser negativo. De hecho, a veces es
necesario: muchas de las preguntas que tratan de responder ciencias y
humanidades son “híbridas”. Por ejemplo, escribe Ballantyne, para saber qué
causó la extinción del cretácico-paleógeno hace falta contar con el trabajo de
“paleontólogos, geólogos, climatólogos y oceanógrafos, entre otros”.

El problema viene cuando se cae en la tentación de opinar sobre algo que


desconocemos. Por ejemplo, ¿estoy seguro de que esto que voy a tuitear
sobre la covid-19 está bien fundamentado o, por el contrario, estoy
contribuyendo al ruido y a la desinformación?

Para evitar este allanamiento hay tres respuestas posibles. Dos de ellas son
obvias: formarnos en esas disciplinas o reducir el foco de nuestra
investigación. Ballantyne recuerda al respecto con ironía que “tanto el trabajo
duro como la modestia son incómodos”. La tercera vía, que es la que le
parece más interesante a Antonio Gaitán -quien nos ha propuesto la idea-,
pasa por la colaboración entre profesionales de diferentes ámbitos.

Gaitán cree que es conveniente aplicar este concepto también a los filósofos:
“En muchas ocasiones, traspasamos la barrera de nuestra disciplina. No es
algo malo en sí mismo, pero sí es problemático y una señal de arrogancia”. El
profesor de la Universidad Carlos III opina que hace falta “mucha reflexión a
nivel metodológico y conceptual: qué hacemos, qué nos interesa y qué
podemos decir sin allanar dominios ajenos, teniendo en cuenta nuestra
tradición y la posibilidad de dar con hallazgos robustos”.

6. Meditar sobre la muerte (y sobre la vida). Desde la propia filosofía se ha


intentado ver la muerte con indiferencia (como proponía Epicteto), como una
ganancia (Sócrates) o como un mal, una pérdida (Sartre). Pero Ana Carrasco
Conde propone cuestionar que sea una frontera, un límite o un final de
trayecto: “No somos mortales al final de nuestra vida, sino durante toda ella”.
Vida y muerte “no son conceptos antagónicos, sino que son en gran medida
complementarios”, explica la filósofa. La autora propone tener en cuenta no
solo la duración de la vida sino, sobre todo, su intensidad, para “llenarla de
sentido y de algo que nos realice a nosotros mismos”, que no suele ser ni el
trabajo ni los productos que acumulamos. Y resume: “Lo contrario a vivir no
es morir, sino malvivir”. Y aprender a morir, un tema filosófico clásico, es en
realidad “aprender a vivir”.

Coincide Eduardo Infante, que sobre este tema recuerda que “vivimos de
espaldas a la muerte como si fuera algo que le ocurre a los demás, pero no a
nosotros. Esta manera de pensar provoca que llevemos vidas inauténticas, en
las que las cosas dejan de ser un medio y se vuelven un fin en sí mismas”.

Todo esto también está relacionado con la pérdida, es decir, no solo hemos
de reflexionar acerca de nuestra muerte, sino también sobre la de nuestros
seres queridos. Carrasco Conde explica que esta ausencia es dolorosa, pero al
recordar a las personas que nos dejan, al hacer que protagonicen nuestros
relatos, “el otro forma parte de tu vida, de tu vivir”. La filósofa también señala
que las dificultades para despedirse de los seres queridos estos días pueden
hacer especialmente difícil esta transición.

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6 lecciones de filosofía que los políticos
podrían haber aprendido
La filosofía no nos hace mejores personas, pero nos proporciona herramientas para analizar
nuestras decisiones
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Jean-Paul Sartre y Hannah Arendt. Montaje de Anabel Bueno


JAIME RUBIO HANCOCK  21 OCT 2018 - 10:24 CEST

El Congreso ha pactado que la ética y la filosofía vuelvan a ser obligatorias en 4º de


secundaria y en 1º y 2º de bachillerato, como antes de aprobarse la ley de 2013. Tras estos
cinco años de sequía, hemos preguntado a varios filósofos qué podrían haber aprendido los
políticos en las clases de esta asignatura.
Eso sí, siempre teniendo en cuenta que “la filosofía no nos va a hacer mejores personas”,
como recuerda Andrea Greppi, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos
III. Aunque “tener una mínima familiaridad con los grandes problemas de la filosofía y el
pensamiento ayuda a tener un poco de sensibilidad, sobre todo con el lenguaje y las
palabras que usamos”.
Además, la filosofía tiene una vertiente práctica y social, como subraya Ana Carrasco
Conde. Esta filósofa, autora de En torno a la crueldad, recuerda que, por ejemplo, el
presocrático Tales de Mileto fue legislador en su ciudad y que tanto Sócrates como
Protágoras querían enseñar a sus discípulos a ser buenos ciudadanos.
De la filosofía se puede aprender, entre otras cuestiones, a:

1. Debatir de forma racional


Eduardo Infante es profesor de Filosofía en un instituto de Gijón. Una de las cosas que
enseña a sus alumnos es a distinguir un argumento racional de una falacia. “Buscamos
ejemplos en la vida real y el Congreso hoy en día es una mina”. Recuerda un ejemplo
reciente que usaron en clase: el vídeo de Gabriel Rufián llamando “palmera” a Beatriz
Escudero, diputada del Partido Popular. “Los alumnos dijeron que era un ad
hóminem como una casa. Es uno de los errores más graves en un diálogo racional. No se
puede descalificar”.

24h
✔@24h_tve

Rufián llama "palmera" a la vicepresidenta de la comisión de

Investigación relativa a la presunta financiación ilegal del PP y esta le responde


"imbécil" antes de abandonar la mesa http://www.rtve.es/noticias/mas-24/ …
182
6:14 - 9 oct. 2018
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“Se necesita ética para dialogar”, apunta Sissi Cano Cabildo, profesora de Filosofía Política
de la Universidad Complutense de Madrid. “Los políticos se atacan, se interrumpen, no
escuchan las críticas… No cumplen con los mínimos para establecer un diálogo”. Cano
recomienda leer a Jürgen Habermas y sus ideas sobre la ética del discurso, en las que
defiende la participación política de todos los ciudadanos.

Greppi recuerda que el Parlamento “nunca ha sido ni tiene que ser un seminario de
filosofía. Pero los debates sí podrían tener cierto componente pedagógico y prestar atención
a la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace para que los ciudadanos pudiéramos
aprender algo”.

2. Reconocer nuestros errores


Para tener claros nuestros objetivos y nuestros límites hemos de conocernos a nosotros
mismos. Como decía Sócrates, “una vida no examinada no merece ser vivida”. Y, a
menudo, ese examen llega a la conclusión de que hemos cometido errores.
Los políticos también se equivocan. Por ejemplo, Pedro Sánchez no acertó en el
nombramiento de dos ministros que tuvieron que dimitir (Màxim Huerta y Carmen
Montón). Carrasco Conde apunta que cuando se le pide a Sánchez o a cualquier político
que rectifique, “se lo toma como un insulto. No debería ser así. Si uno tiene claros sus
objetivos, tiene que saber que también se puede equivocar”. Y resume: “Se critica a quien
cambia de opinión y se valora positivamente a quien cree ciegamente en sus ideas en lugar
de defender lo mejor para todos”.

“El diálogo no es una competición en la que se tenga que derrotar al otro”, añade Infante.
Hay que estar preparados para admitir que estamos equivocados o, al menos, “que en el
discurso del otro también hay verdad”.

3. No coger sobres (esta es fácil)


Mariano Rajoy dimitió en junio tras una moción de censura motivada por la sentencia del
caso Gürtel. No hace falta ser catedrático de ética para saber que “coger un sobre está mal”,
apunta Carrasco Conde. El problema es cuando se pasa a creer que es normal porque todo
el mundo lo hace. “Entonces caemos en la banalidad del mal”, dice, citando a Hannah
Arendt. “Usamos a los demás seres humanos como medios y no como fines en sí mismos”,
explica, citando esta vez a Kant.
La filósofa recuerda que los códigos éticos, como el que recientemente ha aprobado el PP,
solo son “reglamentos de conducta”. La ética va más allá: “Es la autorregulación del
individuo y es válida para todos los ámbitos de la vida. Coger sobres está mal seas político
o no”.

Partido Popular
✔@populares

@CCifuentes: "Somos el único partido que aplica de manera absoluta el

código ético" #L6NCifuentes


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16:26 - 17 feb. 2018
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Eso sí, la culpa no es solo de los políticos: “¿La sociedad virtuosa se consigue gracias
políticos virtuosos? ¿O es al revés y es una sociedad virtuosa la que elige a políticos
virtuosos?”, se pregunta Infante, que hace mención a otra experiencia en una de sus clases:
pasó un examen tipo test, un alumno lo fotografió y compartió las preguntas con los otros
dos grupos que harían la prueba más tarde. Esto le llevó a iniciar una serie de clases sobre
la corrupción. “No la corrupción en general, sino la suya, para que se preguntaran qué
modelo de sociedad queremos crear y si la ejemplaridad solo la debe tener el político o
todos nosotros”.

Coincide Cano Cabildo, que apunta que "todos tenemos una responsabilidad pública”. De
hecho, los políticos también son ciudadanos, como recuerda Carrasco Conde. “Los que nos
gobernarán dentro de 30 o 40 años ahora están en el colegio y una formación filosófica les
puede ayudar a ser más conscientes”.
Claro que todo esto, resume Carrasco Conde, “no es útil para el sistema. No se puede
integrar como una herramienta más”. De hecho, en muchas ocasiones puede ser hasta “un
incordio” ya que su función es “dar valor y cambiar y transformar la sociedad”. Esta
pensadora recuerda que ya Sócrates fue condenado a muerte y que los totalitarismos
siempre han prohibido y perseguido a los filósofos.

4. Defendernos de las mentiras


“Facturé a través de una sociedad limitada y no era ilegal en ese momento”. “No
hay ningún militante de ahora condenado”. Estos son algunos ejemplos de mentiras (o
medias verdades) pronunciadas en los últimos meses por políticos, a quienes se acusa a
menudo de maquillar la verdad, especialmente en campaña.
Un político que sepa filosofía podría estar tentado de usar este conocimiento para el mal y
recurrir a la idea de la “mentira noble” de Platón, es decir, de las historias que se cuentan
para salvaguardar el orden moral. En el otro extremo, Kant sostenía que no debemos mentir
nunca. Ni aun cuando un asesino nos preguntara dónde podría encontrar a uno de nuestros
amigos para matarlo.

Infante opina que el imperativo categórico de Kant es “una utopía moral” y subraya su
carácter formal. Es decir, no prohíbe nada explícitamente (como “no mientas nunca”), sino
que nos pide que obremos de tal modo que cualquier otra persona sea para nosotros siempre
un fin y nunca un medio. Es decir, “nos está pidiendo que pensemos antes de actuar”. Si
mentimos a alguien para conseguir su voto, estamos usando a esa persona como una
herramienta en nuestro propio provecho.

A Greppi no le preocupa tanto que los políticos mientan como el hecho de asegurar que los
ciudadanos tengamos herramientas para desmontar esas mentiras. Y para esto es importante
que haya “momentos en los que la conversación no esté en manos solo de la propaganda y
el marketing, y se pueda iniciar un diálogo con sentido”.

5. Diferenciar entre las apariencias y la sustancia


Maquiavelo escribía en El Príncipe sobre la importancia que tiene la reputación: “No es
necesario para un príncipe tener las buenas cualidades que he enumerado, pero es necesario
aparentarlas”. Esto puede recordar a los escándalos recientes con los másteres regalados.
No es importante haber aprendido algo en clase, basta con tener el título en el currículum.
“Esto muestra la idea que tienen nuestros políticos de lo que creen que es la educación
-explica Greppi-. Y traiciona su mala conciencia por no estar a la altura. Creen que pueden
cubrir esa insuficiencia con un papel”.

Un papel que no debería hacer falta. Infante recuerda la figura de Jean-Paul Sartre en
Francia. “Cuando había cualquier problema o debate, los periodistas le preguntaban su
opinión y salía publicada al día siguiente en los periódicos. Su valía intelectual y el respeto
que se le tenía no venían de sus títulos académicos, sino de ser una persona que buscaba
siempre la verdad”. Cuando respetamos a alguien, no necesitamos que nos enseñe sus
notas. Y añade: “La filosofía se preocupa por buscar el ser detrás de las apariencias”.

raquel hueso@bruixeta33

Los Simpsons ya predijeron lo del "posgrado en Harvard" de Pablo Casado.


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14:42 - 12 abr. 2018
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6. Recordar que muchos problemas nuevos en realidad tienen siglos


En una ocasión, Infante dio a leer a sus alumnos el discurso que Trasímaco dio ante la
Asamblea Ateniense durante la última etapa de la guerra del Peloponeso. Este
contemporáneo de Sócrates aconsejaba a los partidos que evitaran las luchas partidistas
para que la ciudad no se hundiera. “Si cambias la guerra del Peloponeso por Cataluña, te
das cuenta de que su discurso es actual”.

Infante recuerda que muchos de los conflictos que vivimos no son nuevos y que muchas de
las soluciones ya se han pensado antes, por lo que recomienda a los políticos que lean (o
relean) a los clásicos. “La filosofía tiene 25 siglos de experiencia”. Coincide Greppi, que
también recomienda la lectura de los grandes autores, que “han construido nuestra manera
de entender la política y la vida”.

“La historia de filosofía no es solo historia del pasado. La filosofía está viva y ayuda a
construir futuros mundos posibles”, dice Carrasco Conde. “En manos de los políticos o de
cualquier persona, nos enseña a no ponernos precio y a luchar por lo que tiene valor”.

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4 ejemplos prácticos de que la filosofía sirve


para la vida diaria
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Schopenhauer tuiteando sobre la muerte. Montaje de Anabel Bueno a partir de una


fotografía de J. Schäfer
JAIME RUBIO HANCOCK  18 OCT 2018 - 13:39 CEST

El Congreso ha pactado por unanimidad que la filosofía vuelva a ser obligatoria en 4º de


secundaria y en 1º y 2º de bachillerato, como ocurría antes de la ley de 2013. Desde
entonces, solo era obligatoria en el primer año de bachillerato.
La asignatura dejó de considerarse un "área prioritaria" y ha sido cuestionada por su
carácter poco práctico. Pero, como nos recordaba la filósofa Marina Garcés, “la filosofía no
es útil o inútil. Es necesaria”. Se trata de un “lenguaje fundamental” para aprender a pensar
de forma crítica.
De todas formas, a estas alturas habrá lectores diciendo algo así como: “Vale, muy bien. La
filosofía es bonita. Puede ser un hobby, como jugar al ajedrez o resolver crucigramas. Pero
no se traduce en nada que me pueda servir. Nunca me veré en la situación de dudar acerca
de si el mundo existe, como Descartes”.

Pero la reflexión y el análisis de cuestiones fundamentales tienen consecuencias mucho más


prácticas de lo que parece. La filosofía no solo nos ayuda a ver el mundo de forma
diferente, sino que también puede cambiar cómo interactuamos con él. Desde cómo
podemos ayudar a los demás hasta cómo enfrentarnos a la muerte o si debemos tuitear
enfadados. El pensamiento crítico y las herramientas que nos proporciona la filosofía nos
ayudan a tomar decisiones meditadas.

1. ¿Cómo puedo ayudar a más gente?


Supongamos que quieres donar 10 euros a alguna ONG. ¿Cuál deberías escoger? ¿Una
cuyo nombre te suene? ¿Alguna que esté trabajando en el terreno de catástrofe? ¿O quizás
otra que trabaje en tu ciudad?

Los filósofos defensores de la corriente del "altruismo eficaz" creen que los donativos, por
pequeños que sean, pueden ayudar mucho más de lo que pensamos. El filósofo australiano
Peter Singer recordaba a Verne que los países en situación de pobreza extrema “viven con
menos de 700 dólares al año y a menudo no tienen acceso a agua potable, sanidad básica y
educación para sus hijos”. Es decir, esos 10 euros pueden llegar mucho más lejos en uno de
estos países con una situación económica peor.
Además de eso, no todas las iniciativas funcionan igual. En su libro Doing Good Better, el
filósofo de la Universidad de Oxford William MacAskill aconseja hacernos preguntas
como las siguientes: ¿Estamos ayudando en un área que esté olvidada y, por tanto,
necesitada de recursos? ¿O donamos cuando ocurre una catástrofe y, por tanto, ya hay
mucha gente echando una mano?
MacAskill también aboga por tener en cuenta si hay pruebas del alcance de las acciones de
la ONG. Por ejemplo y aunque suene paradójico, los programas de eliminación de
lombrices intestinales son más útiles para reducir el absentismo escolar en Kenia que
comprar libros de texto.

¿Mucho trabajo para 10 euros? Sí, lo es. Pero hay organizaciones que ofrecen esta
información, como Give Well, que analiza el impacto de las ONG que recomienda, y The
Life You Can Change, del propio Singer, que incluye incluso una calculadora que permite
saber para qué servirá cada donativo.
Para activar los subtítulos, pincha el el primer icono de la esquina inferior derecha

2. ¿Debo unirme a la polémica del día en Twitter?


Bien, ya has donado los 10 euros. Ahora sacas el móvil para darte una vuelta por Twitter.
Como suele suceder en estos casos, a los pocos segundos ya estás enfadadísimo con alguien
que ha dicho una barbaridad y tienes ganas de decirle cuatro cosas bien claras.

Aunque a lo mejor no es buena idea. Los psicólogos Paul Bloom y Matthew Jordan se
preguntaban en The New York Times hace unas semanas si somos todos “torturadores
inofensivos” por culpa de las redes sociales. Este apelativo hace referencia a un
experimento mental que plantea Derek Parfit en Razones y personas, un libro de 1986. El
filósofo, fallecido en 2017, se imagina a unos torturadores que hace años tenían que causar
el máximo dolor posible a una sola persona cada uno, pero que ahora cuentan con un
sistema que les exime de responsabilidad. Lo único que tienen que hacer es apretar un
botón que incrementa en una milésima el dolor que siente cada uno de los mil presos.
Es decir, los torturadores pueden alegar que ellos no han causado gran diferencia en el
sufrimiento de estas personas. “Si yo hubiera dejado de apretar el botón, su dolor habría
pasado de 1000 a 999, así que ¿para qué iba a arriesgarme a que me despidieran?”. O, si
hablamos de Twitter, si por 280 caracteres no va a cambiar gran cosa, ¿por qué voy a dejar
de quedarme sin mis retuits aunque sea a costa de humillar o de insultar a alguien?

Pero, claro, en realidad no actuamos solos. No hay mucha diferencia por una sola persona,
pero cada uno de los torturadores sigue siendo responsable del daño causado. Sobre todo si
tenemos en cuenta que es probable que solo aprieta el botón porque cree que los otros 999
lo apretarán.

3. ¿A quién puedo votar?


Uno de los ejemplos es de que no solemos actuar solos son las elecciones. Un voto puede
ayudar a marcar diferencia, por lo que hay que tomarse esta decisión con cierta
responsabilidad. Por ejemplo, ¿queremos ayudar a crear una sociedad más equitativa o
preferimos potenciar la libertad individual?

El filósofo estadounidense John Rawls proponía en Una teoría de la justicia (1971) que


imagináramos que nos hemos reunido todos para acordar los principios fundamentales de la
sociedad. Hay un pero: no sabemos cuál será nuestra posición en esta sociedad. Puede que
seamos ricos o pobres, que estemos sanos o enfermos, que seamos inteligentes o más bien
justitos. Ni siquiera sabemos si naceremos en España o en Somalia. Estamos bajo “el velo
de la ignorancia”, en lo que Rawls llama la “posición original”.
En estas circunstancias y según Rawls, todos nos imaginaremos que corremos el riesgo de
estar en una posición más desfavorable, por lo que optaremos por una sociedad que nos
proteja, llegando a dos principios básicos:

1. El primero asegura libertades básicas e iguales para todos los ciudadanos, como la
libertad de expresión y de religión.

2. El segundo se refiere a la igualdad social y económica. Las desigualdades solo se


permiten si benefician a los miembros peor situados de la sociedad. Según Rawls, para
saber si una sociedad es justa no hay que mirar la riqueza total ni cómo está distribuida.
Basta con examinar la situación de quienes lo están pasando peor.

Pero no todo el mundo está de acuerdo con los resultados de este planteamiento. Si Rawls
sentó las bases del pensamiento socialdemócrata contemporáneo, Robert Nozick hizo lo
mismo para el liberalismo moderno con su Anarquía, estado y utopía en 1974.
Para Nozick, el término “justicia redistributiva” no es adecuado. En su opinión, la riqueza
no es algo que esté ahí y solo haya que repartirla: la riqueza hay que crearla. Cuando las
personas toman decisiones libres sobre asuntos de economía, algunos terminan con más
dinero y otros con menos. Siempre que haya habido un intercambio libre, el resultado es
justo.

4. ¿Cómo debo enfrentarme a la muerte?


Por otro lado, ¿algo de esto importa? Al fin y al cabo, nuestras vidas son muy cortas como
para que un puñado de votos, unos tuits o donar 10 euros de vez en cuando supongan un
cambio significativo.

Schopenhauer decía que el hecho de que nuestras vidas estén rodeadas por la nada nos lleva
a sentir ansiedad metafísica, “una angustia existencial que nos asalta cuando intentamos
contemplar el abismo eterno de la Nada”, como resume Simon Blackburn en The Big
Questions.
Las dos nadas no nos angustian por igual. Puede que nos dé vértigo saber que pasaron
millones de años hasta que nacimos. Pero la nada que nos sucederá es la que nos suele dar
más miedo: pasarán (probablemente) millones de años cuando ya estemos muertos. ¿Por
qué no hacemos caso al filósofo romano Lucrecio cuando nos dice en su De la naturaleza
de las cosas que esta eternidad hasta nuestro nacimiento es un espejo de lo que ocurrirá tras
nuestra muerte?
De hecho, para Epicuro, este miedo es irracional. La muerte no es nada, ya que una vez
estemos muertos no podremos sentir nada en absoluto. No deberíamos temerla porque
cuando nos llega, ya no estamos ahí.

Las palabras de Epicuro suelen recibirse con admiración, pero sin que tengan mucho efecto.
Antes de nacer no existíamos, pero sí existimos antes de morir. Seguramente no llegaremos
a saber cómo es estar muerto, pero sí sabremos "qué significa morirse", como apunta Oriol
Quintana en 100 preguntes filosòfiques.
¿Y si pudiéramos ser inmortales? Según el británico Bernard Williams, la inmortalidad
sería tediosa y quitaría sentido a nuestras vidas. Siempre habrá tiempo de hacerlo todo y, en
consecuencia, no tendríamos ninguna urgencia por hacer nada. Es decir, quizás no podamos
librarnos del miedo a la muerte, pero al menos nos puede servir para recordar que debemos
aprovechar nuestras vidas. Y no aunque sean breves, sino precisamente porque lo son.

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Guayaquil
Especial: Diario de la pandemia  /
DOSSIER  / Mayo de 2020

María Fernanda Ampuero


Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que
en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de
emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para
proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. Mariana Enriquez,
“El ansia”

Sépanlo: No somos gente melancólica. No somos gente lastimera. No somos gente triste.
Cualquiera que conozca a un guayaquileño lo puede corroborar: nos reímos hasta de lo que
no. Tropicales y primitivos en el goce, pecadores, malhablados. El agua es dulce, los
cangrejos rojos, por la noche refresca. Nos encanta estar juntos, sacar unas sillas y unos
parlantes a la calle, que vengan los vecinos, qué diablos, que vengan todos y pongámonos a
bailar que esta mierda es frágil. Alguien saca otra jaba de cerveza helada, blanca de hielo,
vestida de novia, canilla de albañil. Salud, carajo. El motivo es ninguno, el motivo es todos.
Hace demasiado calor en esta tierra para ser miserable. Sudamos lo que otros lloran. No
hay otra sed que la sed. Estamos desde siempre quebrados y jodidos: la estrategia es
cagarse de risa y olvidar. El guayaquileño es exagerado, salvajón, buscavidas, gozador,
ruidoso y canalla. Se gusta, nos gustamos, felices. Comemos, bebemos, cogemos, bailamos,
blasfemamos como si fuera el fin del mundo porque siempre lo es. Incendios, piratas,
inundaciones, gobiernos corruptos, ladrones, treinta y cinco grados a la sombra, mosquitos
con dengue, aguas pútridas, inflaciones, dolarizaciones: todo nos ha matado, nos mata a
cada rato. El guayaquileño es un fantasma que, en lugar de penar, sonríe. Ser guayaquileño
es ser superviviente y de ahí, de haberle ganado a la desgracia ese día, nace nuestra
carcajada. En Guayaquil nos reímos en la cara del diablo: te gané, pendejo, hoy día te gané.
¿Y ahora qué? La imagen de nuestra desgracia ha dado la vuelta al mundo. Nuestros
patéticos ataúdes de cartón, nuestros inmanejables cientos de muertos, los cadáveres en la
calle con la basura, mordisqueados por las ratas y los perros callejeros, los hospitales
colapsados, con pájaros carroñeros sobrevolándolos, los camiones refrigerados llenos de
gente, nuestra gente muerta, los entierros al apuro, indignos, solitarios. No hay palabras
para contar lo nuestro. Nos han visto agarrados de las rejas de los hospitales rogando que
nos devuelvan a papá o a mamá. Nos han visto destruidos tras las mascarillas. Nos han
escuchado aullar de desesperación como algo que no somos, que nunca hemos sido. Gente
del mundo que no sabía lo que era Guayaquil hasta la pandemia ahora piensa en nosotros
como un pueblo derrotado, agónico, gimiente. Unos pobres infelices. Nadie se olvidará de
que tuvimos a nuestros amados en la mesa del comedor cubiertos de hielo mientras
esperábamos una ambulancia que nunca llegó. De que todos, todos, todos perdimos a
alguien que amábamos. De que alguien salió a la calle con su muertito y lo dejó en una
banca cubierto con un parasol de colores, de esos que usan los vendedores de granizados.
De que no pudimos enterrarlos y llorarlos y abrazarnos. Nadie se olvida, tampoco, de que
unos cabrones nos robaron el dinero de los respiradores, de las mascarillas, del alcohol, de
la comida solidaria. O sea, de que nos mató el virus y también los corruptos. Damos miedo.
Guayaquil como símbolo de todo lo que se hizo mal, del desastre, de la pesadumbre
mundial, del horror. De todos los horrores. Porque lo más doloroso de todo esto es que la
pandemia no sólo mató a la gente que amamos, sino que consiguió matarnos a todos
nosotros también. Y en esta muerte ya nadie ríe.
Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.

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