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¿FILOSOFÍA INÚTIL?
Work (Getty Images)
Para evitar este allanamiento hay tres respuestas posibles. Dos de ellas son
obvias: formarnos en esas disciplinas o reducir el foco de nuestra
investigación. Ballantyne recuerda al respecto con ironía que “tanto el trabajo
duro como la modestia son incómodos”. La tercera vía, que es la que le
parece más interesante a Antonio Gaitán -quien nos ha propuesto la idea-,
pasa por la colaboración entre profesionales de diferentes ámbitos.
Gaitán cree que es conveniente aplicar este concepto también a los filósofos:
“En muchas ocasiones, traspasamos la barrera de nuestra disciplina. No es
algo malo en sí mismo, pero sí es problemático y una señal de arrogancia”. El
profesor de la Universidad Carlos III opina que hace falta “mucha reflexión a
nivel metodológico y conceptual: qué hacemos, qué nos interesa y qué
podemos decir sin allanar dominios ajenos, teniendo en cuenta nuestra
tradición y la posibilidad de dar con hallazgos robustos”.
Coincide Eduardo Infante, que sobre este tema recuerda que “vivimos de
espaldas a la muerte como si fuera algo que le ocurre a los demás, pero no a
nosotros. Esta manera de pensar provoca que llevemos vidas inauténticas, en
las que las cosas dejan de ser un medio y se vuelven un fin en sí mismas”.
Todo esto también está relacionado con la pérdida, es decir, no solo hemos
de reflexionar acerca de nuestra muerte, sino también sobre la de nuestros
seres queridos. Carrasco Conde explica que esta ausencia es dolorosa, pero al
recordar a las personas que nos dejan, al hacer que protagonicen nuestros
relatos, “el otro forma parte de tu vida, de tu vivir”. La filósofa también señala
que las dificultades para despedirse de los seres queridos estos días pueden
hacer especialmente difícil esta transición.
24h
✔@24h_tve
“Se necesita ética para dialogar”, apunta Sissi Cano Cabildo, profesora de Filosofía Política
de la Universidad Complutense de Madrid. “Los políticos se atacan, se interrumpen, no
escuchan las críticas… No cumplen con los mínimos para establecer un diálogo”. Cano
recomienda leer a Jürgen Habermas y sus ideas sobre la ética del discurso, en las que
defiende la participación política de todos los ciudadanos.
Greppi recuerda que el Parlamento “nunca ha sido ni tiene que ser un seminario de
filosofía. Pero los debates sí podrían tener cierto componente pedagógico y prestar atención
a la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace para que los ciudadanos pudiéramos
aprender algo”.
“El diálogo no es una competición en la que se tenga que derrotar al otro”, añade Infante.
Hay que estar preparados para admitir que estamos equivocados o, al menos, “que en el
discurso del otro también hay verdad”.
Partido Popular
✔@populares
Eso sí, la culpa no es solo de los políticos: “¿La sociedad virtuosa se consigue gracias
políticos virtuosos? ¿O es al revés y es una sociedad virtuosa la que elige a políticos
virtuosos?”, se pregunta Infante, que hace mención a otra experiencia en una de sus clases:
pasó un examen tipo test, un alumno lo fotografió y compartió las preguntas con los otros
dos grupos que harían la prueba más tarde. Esto le llevó a iniciar una serie de clases sobre
la corrupción. “No la corrupción en general, sino la suya, para que se preguntaran qué
modelo de sociedad queremos crear y si la ejemplaridad solo la debe tener el político o
todos nosotros”.
Coincide Cano Cabildo, que apunta que "todos tenemos una responsabilidad pública”. De
hecho, los políticos también son ciudadanos, como recuerda Carrasco Conde. “Los que nos
gobernarán dentro de 30 o 40 años ahora están en el colegio y una formación filosófica les
puede ayudar a ser más conscientes”.
Claro que todo esto, resume Carrasco Conde, “no es útil para el sistema. No se puede
integrar como una herramienta más”. De hecho, en muchas ocasiones puede ser hasta “un
incordio” ya que su función es “dar valor y cambiar y transformar la sociedad”. Esta
pensadora recuerda que ya Sócrates fue condenado a muerte y que los totalitarismos
siempre han prohibido y perseguido a los filósofos.
Infante opina que el imperativo categórico de Kant es “una utopía moral” y subraya su
carácter formal. Es decir, no prohíbe nada explícitamente (como “no mientas nunca”), sino
que nos pide que obremos de tal modo que cualquier otra persona sea para nosotros siempre
un fin y nunca un medio. Es decir, “nos está pidiendo que pensemos antes de actuar”. Si
mentimos a alguien para conseguir su voto, estamos usando a esa persona como una
herramienta en nuestro propio provecho.
A Greppi no le preocupa tanto que los políticos mientan como el hecho de asegurar que los
ciudadanos tengamos herramientas para desmontar esas mentiras. Y para esto es importante
que haya “momentos en los que la conversación no esté en manos solo de la propaganda y
el marketing, y se pueda iniciar un diálogo con sentido”.
Un papel que no debería hacer falta. Infante recuerda la figura de Jean-Paul Sartre en
Francia. “Cuando había cualquier problema o debate, los periodistas le preguntaban su
opinión y salía publicada al día siguiente en los periódicos. Su valía intelectual y el respeto
que se le tenía no venían de sus títulos académicos, sino de ser una persona que buscaba
siempre la verdad”. Cuando respetamos a alguien, no necesitamos que nos enseñe sus
notas. Y añade: “La filosofía se preocupa por buscar el ser detrás de las apariencias”.
raquel hueso@bruixeta33
Infante recuerda que muchos de los conflictos que vivimos no son nuevos y que muchas de
las soluciones ya se han pensado antes, por lo que recomienda a los políticos que lean (o
relean) a los clásicos. “La filosofía tiene 25 siglos de experiencia”. Coincide Greppi, que
también recomienda la lectura de los grandes autores, que “han construido nuestra manera
de entender la política y la vida”.
“La historia de filosofía no es solo historia del pasado. La filosofía está viva y ayuda a
construir futuros mundos posibles”, dice Carrasco Conde. “En manos de los políticos o de
cualquier persona, nos enseña a no ponernos precio y a luchar por lo que tiene valor”.
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Los filósofos defensores de la corriente del "altruismo eficaz" creen que los donativos, por
pequeños que sean, pueden ayudar mucho más de lo que pensamos. El filósofo australiano
Peter Singer recordaba a Verne que los países en situación de pobreza extrema “viven con
menos de 700 dólares al año y a menudo no tienen acceso a agua potable, sanidad básica y
educación para sus hijos”. Es decir, esos 10 euros pueden llegar mucho más lejos en uno de
estos países con una situación económica peor.
Además de eso, no todas las iniciativas funcionan igual. En su libro Doing Good Better, el
filósofo de la Universidad de Oxford William MacAskill aconseja hacernos preguntas
como las siguientes: ¿Estamos ayudando en un área que esté olvidada y, por tanto,
necesitada de recursos? ¿O donamos cuando ocurre una catástrofe y, por tanto, ya hay
mucha gente echando una mano?
MacAskill también aboga por tener en cuenta si hay pruebas del alcance de las acciones de
la ONG. Por ejemplo y aunque suene paradójico, los programas de eliminación de
lombrices intestinales son más útiles para reducir el absentismo escolar en Kenia que
comprar libros de texto.
¿Mucho trabajo para 10 euros? Sí, lo es. Pero hay organizaciones que ofrecen esta
información, como Give Well, que analiza el impacto de las ONG que recomienda, y The
Life You Can Change, del propio Singer, que incluye incluso una calculadora que permite
saber para qué servirá cada donativo.
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Aunque a lo mejor no es buena idea. Los psicólogos Paul Bloom y Matthew Jordan se
preguntaban en The New York Times hace unas semanas si somos todos “torturadores
inofensivos” por culpa de las redes sociales. Este apelativo hace referencia a un
experimento mental que plantea Derek Parfit en Razones y personas, un libro de 1986. El
filósofo, fallecido en 2017, se imagina a unos torturadores que hace años tenían que causar
el máximo dolor posible a una sola persona cada uno, pero que ahora cuentan con un
sistema que les exime de responsabilidad. Lo único que tienen que hacer es apretar un
botón que incrementa en una milésima el dolor que siente cada uno de los mil presos.
Es decir, los torturadores pueden alegar que ellos no han causado gran diferencia en el
sufrimiento de estas personas. “Si yo hubiera dejado de apretar el botón, su dolor habría
pasado de 1000 a 999, así que ¿para qué iba a arriesgarme a que me despidieran?”. O, si
hablamos de Twitter, si por 280 caracteres no va a cambiar gran cosa, ¿por qué voy a dejar
de quedarme sin mis retuits aunque sea a costa de humillar o de insultar a alguien?
Pero, claro, en realidad no actuamos solos. No hay mucha diferencia por una sola persona,
pero cada uno de los torturadores sigue siendo responsable del daño causado. Sobre todo si
tenemos en cuenta que es probable que solo aprieta el botón porque cree que los otros 999
lo apretarán.
1. El primero asegura libertades básicas e iguales para todos los ciudadanos, como la
libertad de expresión y de religión.
Pero no todo el mundo está de acuerdo con los resultados de este planteamiento. Si Rawls
sentó las bases del pensamiento socialdemócrata contemporáneo, Robert Nozick hizo lo
mismo para el liberalismo moderno con su Anarquía, estado y utopía en 1974.
Para Nozick, el término “justicia redistributiva” no es adecuado. En su opinión, la riqueza
no es algo que esté ahí y solo haya que repartirla: la riqueza hay que crearla. Cuando las
personas toman decisiones libres sobre asuntos de economía, algunos terminan con más
dinero y otros con menos. Siempre que haya habido un intercambio libre, el resultado es
justo.
Schopenhauer decía que el hecho de que nuestras vidas estén rodeadas por la nada nos lleva
a sentir ansiedad metafísica, “una angustia existencial que nos asalta cuando intentamos
contemplar el abismo eterno de la Nada”, como resume Simon Blackburn en The Big
Questions.
Las dos nadas no nos angustian por igual. Puede que nos dé vértigo saber que pasaron
millones de años hasta que nacimos. Pero la nada que nos sucederá es la que nos suele dar
más miedo: pasarán (probablemente) millones de años cuando ya estemos muertos. ¿Por
qué no hacemos caso al filósofo romano Lucrecio cuando nos dice en su De la naturaleza
de las cosas que esta eternidad hasta nuestro nacimiento es un espejo de lo que ocurrirá tras
nuestra muerte?
De hecho, para Epicuro, este miedo es irracional. La muerte no es nada, ya que una vez
estemos muertos no podremos sentir nada en absoluto. No deberíamos temerla porque
cuando nos llega, ya no estamos ahí.
Las palabras de Epicuro suelen recibirse con admiración, pero sin que tengan mucho efecto.
Antes de nacer no existíamos, pero sí existimos antes de morir. Seguramente no llegaremos
a saber cómo es estar muerto, pero sí sabremos "qué significa morirse", como apunta Oriol
Quintana en 100 preguntes filosòfiques.
¿Y si pudiéramos ser inmortales? Según el británico Bernard Williams, la inmortalidad
sería tediosa y quitaría sentido a nuestras vidas. Siempre habrá tiempo de hacerlo todo y, en
consecuencia, no tendríamos ninguna urgencia por hacer nada. Es decir, quizás no podamos
librarnos del miedo a la muerte, pero al menos nos puede servir para recordar que debemos
aprovechar nuestras vidas. Y no aunque sean breves, sino precisamente porque lo son.
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Guayaquil
Especial: Diario de la pandemia /
DOSSIER / Mayo de 2020
Sépanlo: No somos gente melancólica. No somos gente lastimera. No somos gente triste.
Cualquiera que conozca a un guayaquileño lo puede corroborar: nos reímos hasta de lo que
no. Tropicales y primitivos en el goce, pecadores, malhablados. El agua es dulce, los
cangrejos rojos, por la noche refresca. Nos encanta estar juntos, sacar unas sillas y unos
parlantes a la calle, que vengan los vecinos, qué diablos, que vengan todos y pongámonos a
bailar que esta mierda es frágil. Alguien saca otra jaba de cerveza helada, blanca de hielo,
vestida de novia, canilla de albañil. Salud, carajo. El motivo es ninguno, el motivo es todos.
Hace demasiado calor en esta tierra para ser miserable. Sudamos lo que otros lloran. No
hay otra sed que la sed. Estamos desde siempre quebrados y jodidos: la estrategia es
cagarse de risa y olvidar. El guayaquileño es exagerado, salvajón, buscavidas, gozador,
ruidoso y canalla. Se gusta, nos gustamos, felices. Comemos, bebemos, cogemos, bailamos,
blasfemamos como si fuera el fin del mundo porque siempre lo es. Incendios, piratas,
inundaciones, gobiernos corruptos, ladrones, treinta y cinco grados a la sombra, mosquitos
con dengue, aguas pútridas, inflaciones, dolarizaciones: todo nos ha matado, nos mata a
cada rato. El guayaquileño es un fantasma que, en lugar de penar, sonríe. Ser guayaquileño
es ser superviviente y de ahí, de haberle ganado a la desgracia ese día, nace nuestra
carcajada. En Guayaquil nos reímos en la cara del diablo: te gané, pendejo, hoy día te gané.
¿Y ahora qué? La imagen de nuestra desgracia ha dado la vuelta al mundo. Nuestros
patéticos ataúdes de cartón, nuestros inmanejables cientos de muertos, los cadáveres en la
calle con la basura, mordisqueados por las ratas y los perros callejeros, los hospitales
colapsados, con pájaros carroñeros sobrevolándolos, los camiones refrigerados llenos de
gente, nuestra gente muerta, los entierros al apuro, indignos, solitarios. No hay palabras
para contar lo nuestro. Nos han visto agarrados de las rejas de los hospitales rogando que
nos devuelvan a papá o a mamá. Nos han visto destruidos tras las mascarillas. Nos han
escuchado aullar de desesperación como algo que no somos, que nunca hemos sido. Gente
del mundo que no sabía lo que era Guayaquil hasta la pandemia ahora piensa en nosotros
como un pueblo derrotado, agónico, gimiente. Unos pobres infelices. Nadie se olvidará de
que tuvimos a nuestros amados en la mesa del comedor cubiertos de hielo mientras
esperábamos una ambulancia que nunca llegó. De que todos, todos, todos perdimos a
alguien que amábamos. De que alguien salió a la calle con su muertito y lo dejó en una
banca cubierto con un parasol de colores, de esos que usan los vendedores de granizados.
De que no pudimos enterrarlos y llorarlos y abrazarnos. Nadie se olvida, tampoco, de que
unos cabrones nos robaron el dinero de los respiradores, de las mascarillas, del alcohol, de
la comida solidaria. O sea, de que nos mató el virus y también los corruptos. Damos miedo.
Guayaquil como símbolo de todo lo que se hizo mal, del desastre, de la pesadumbre
mundial, del horror. De todos los horrores. Porque lo más doloroso de todo esto es que la
pandemia no sólo mató a la gente que amamos, sino que consiguió matarnos a todos
nosotros también. Y en esta muerte ya nadie ríe.
Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.