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E D UA R D O B . M .

A L L E G R I

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DICHOS CON BICHOS

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2014
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E D UA R D O B . M . A L L E G R I

DICHOS CON BICHOS

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2014

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Este libro

T al vez algunos vean en estos relatos el rastro de las fábulas. Y es verdad que hay animales en
ellos y que algunos se comportan de modo similar a como lo hacen en ellas. Pero no quieren ser
fábulas estos cuentos más o menos breves, pues lo que movió a escribirlos no es la finalidad didáctica
o moral, sino que fueron compuestos con el objeto de narrar historias.

Es verdad lo que me dijo Marta Campos, en la ocasión de leerlos: nadie narra tanto porque sí
que no imagine un interlocutor. Y, aunque es enteramente verdad, no sabría decir qué traza podría
tener el supuesto lector. Me bastaría que, fuere quien fuere, los recorriera con agrado y le aprovecha-
ran en algo, siquiera en eso: pasar un tiempo agradable, que hoy por hoy, no es poco.

Los relatos se publicaron a lo largo de estos años, desde 2012 hasta 2014, en una bitácora
pelícano en el sur, primero (que ya no existe), y en la bitácora ens, finalmente, que es adonde fueron
a dar; y allí están los originales ahora.

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1. La calandria y la morenita

H acía tiempo la espiaba desde el saucedal y los espinillos, desde los ceibos y los fresnos. Y una
mañana, al fin, la calandria se atrevió y le imitó el canto a la morenita que lavaba la ropa en el río.

Cada día practicaba con el silbido del boyerito, y lo seguía de madrugada entre la tropa, pero no
alcanzaba con eso.Afanosa de aprender, hacía sus gorjeos concienzudamente al mediodía cuando Soriano,
el mayoral, murmurando una canción inexistente, volvía de los potreros con la tropilla; o cuando Tarcisio, el
peón, atracaba el carro de vuelta de los trojes y siempre tarareando. Temprano y a la tardecita entonaba
intermitente con Rosarito, la hija de la cocinera, que tarareaba mientras barría el patio de tierra de atrás de la
casa, bajo los paraísos y la tipa enorme.

La voz humana la tenía fascinada. Y descuidaba las otras melodías que hay por todas partes: sólo se
atenía a los sonidos del hombre.

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Pero ni el boyero, ni Soriano, ni Tarcisio, ni Rosarito, ni los domadores, ni los peones del tambo, ni la
cocinera, nadie. Ni siquiera el patrón que tenía esa voz melodiosa y grave, ni su hija que trinaba alto como su
difunta madre. Nadie tanto.

Sólo la morenita que a media mañana cargaba el canasto y buscaba el río. Sólo ella era la única digna
de imitación para la calandria overa. Pero no se le animaba así nomás. Era calandria macho. Sabía que
cantaba mejor que su hembra y tenía como honra mayor cierta pulcritud creativa y su buen gusto, las frases
más largas, más exigentes. No era cuestión de una imitación cualquiera. No de ese canto sencillo y claro de
la morenita de la ropa.

Cada día, durante mucho tiempo, revoloteaba por las cina-cinas, se acomodaba en el tala, confortable
en su ramas erizadas de espinas, daba saltos breves por los ramajes de unos pocos fresnos que bordeaban el
camino al agua. Y esperaba verla salir. Entonces, ganándole metros por las alturas, de árbol en árbol, de
arbusto en arbusto, iba oyendo el canturreo de la morenita que de habitual decía rancheras y milongas, a
veces algún valsecito, unas coplas, quién sabe de dónde los sabría, tal vez de oír en la casa grande, donde se
cantaba mucho. Y en silencio, mientras la custodiaba por el aire y cuando después recordaba las melodías,
ensayaba los tonos y los acordes sólo en su oído, en su imaginación musical, alada y dúctil, tratando de
sacarle los secretos a esa voz inigualable. Pero no se le animaba.

Esa mañana, todo el aire olía a poleo y a pastos nuevos. Sopló medio fuerte el viento y sacudía el nido
que la calandria con su compañera habían colgado cuidadosamente de un ceibo alto. Ella estaba empollando,
así que la overa no quería apartarse demasiado de los huevos que corrían peligro.Además, la tarde anterior,
unos tordos lustrosos y ladinos habían revoloteado por allí con la intención de ponerle sus huevos intrusos al
nido. No era cuestión de descuidarse.

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Pero, esa mañana, la morenita de la ropa salió en silencio de la casa y recién hizo sonar la voz de
terciopelo y plata cuando enfiló para el río, bien entrada la senda.

La calandria levantó el pico al cielo oliendo el viento y semblanteando el aire. Movió la cabeza en todas
direcciones, parada en el pináculo del nido, mientras la compañera cobijaba adentro los huevos tibios. Dudó
apenas un segundo y se lanzó al vuelo hacia el camino al río. Voló yendo y viniendo, aprovechando las
corrientes rápidas de ese día y, así, con un ojo vigilaba el nido y con el otro le seguía los pasos a la morenita,
mientras su oído ansioso estaba todo puesto en la voz de la niña, que no aparecía sino en susurros melodiosos.
Ya volaba sobre ella cuando recién allí se oyó una copla nueva y tristona.

La morenita estaba lloriqueando y se le cascaban las sílabas de su música, lo que hacía más conmove-
dora la partitura para la calandria que embelesada y atraída se acercaba más y más. Tanto llegó cerca que
hasta vio unas lágrimas de la morenita, como cristalitos blancoazules sobre la piel tersa y mate. De tanto en
tanto, oía, imperceptibles, como unos suspiros hondos y lastimeros, quién sabe por qué. La calandria no
sabía y no podía preguntárselo siquiera, porque todo lo veía como si transcurriera mudo, opaco y silencioso.
En su conmoción, sólo tenía atención suficiente para la voz de la niña que a medida que caminaba, a paso más
lento que de costumbre, sin la alegría de siempre, menos gimoteaba y más ymejor entonaba, y aunque en voz
queda y gris, igual de arrobadora.

Y entonces, desesperada de emoción, envuelta en un torbellino tibio que crecía rápido y le subía hasta
la gola, la calandria, como borracha de esa voz, dio un vuelo más largo y se detuvo camino adelante, sobre
una rama baja de un aguaribay retorcido y luminoso.

* * *

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Y cantó. Cantó al fin la calandria con todas las notas que le había oído a la morenita durante tanto
tiempo y que le salían sin querer, de tan maceradas que estaban. Pero ahora ensayó un trino nuevo con la
melodía tristona y el tono melancólico que venía oyéndole por la vereda del río esa mañana.

Y cantó alto la calandria y sonó como en eco por todo el monte y por la vera del río, tanto que otros
pájaros por un momento se apagaron y los animales del monte, del campo y hasta los de la casa, volvieron
sus cabezas hacia el camino del río.Alto y claro cantó la calandria, con tanto sentimiento y tan virtuosamente,
que hasta la hembra asomó la cabeza del nido, tan atraída como recelosa.

Detrás de la melodía repetida, por debajo de la frase que sonaba como amplificada por todo el ámbito,
la calandria disimulaba la canción y la voz de la morenita, sin proponérselo, por hábito, pero ahora con una
intención y una emoción que atravesaban sus dotes de imitadora y desde adentro le moldeaban -como un
artesano invisible- la composición de sus gorjeos y la maestría de sus trinos.

Así conmovida, la calandria no vio que la morenita llegaba al aguaribay, silenciosa, yya robada también
ella por el canto del ave. Hasta que alcanzó a ver, cuando ya la tenía debajo de la rama en la que se había
posado, que la morenita sonreía apenas y miraba hacia arriba, buscando los sonidos, la boca entreabierta y
los ojos ansiosos.

No podía dejar de trinar, con arpegios cada vez más armónicos y punzantes. Tan alegres resultaban
en su melancolía, tanto entraban en el corazón, que entonces la morenita mudó la nota tristona que venía
trayendo y ahora era ella la que quería imitar el canto de la calandria, con un entusiasmo convaleciente
pero animoso.

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Y así, entreveradas las voces, sonaron por el monte la tristeza de la morenita, rehecha en gozo en el
canto de la calandria, y esa alegría nueva de los trinos medio agrisados de la calandria que la morenita fue
imitando y que le airearon su propia melancolía mientras llevaba la ropa al río ese día.

Nunca después volvió a oírse que la calandria overa cantara así.

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2. La cría

E l día que el puma hirió al zorro, la garza cuidaba a los pichones del otro lado del estero, en una
especie de isleta de juncales.

Oyó el quejido agudo del zorrito, primero atrapado, después herido y al final fatalmente agonizante, y
se sobresaltó; inmediatamente se recogió sobre el nido y aplastó a los pichones bajo el ala, agachando la
cabeza. Había oído nítido el chillido y sabía lo que era.

Cuando cayó la tarde, un viento tibio movió el agua de la laguna y los juncales bailaron lentamente,
meneando las cabezas al ritmo. La garza apenas acomodó los pichones en todo ese tiempo y les retaceó la
comida, engañándolos con alguna semilla y briznas de pasto. No quería salir a buscar alimento, por temor al
puma. Jamás llegaría al nido cruzando las aguas, pero sí podría alcanzarla a ella si se descuidaba y se le ponía
a tiro.

¿Qué hacía el puma tan cerca de los esteros?

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La garza alzó el cuello terso y blanco, cuidadosamente, más arriba de los juncos, y vio hacia el oeste,
recortadas contra el sol poniente, unas nubes grises todavía e inclinadas, que iban siguiendo el viento contra-
rio, que no dejaba que el aire oliera a quemazón cerca de las aguas. El monte todavía no se había apagado.
Sería eso.

Un día y otro pasó la garza rondando la isleta, un poco más cada vez, juntando bichitos que llevar al
buche de la cría. Ya no se oyeron los agudos gritos de la caza del puma en todo ese tiempo. Los animales, al
parecer, olieron al carnicero y buscaron mejores rumbos, por un tiempo al menos. La garza, mientras, sabía
que las marismas alrededor eran los muros de su fortaleza y de allí no saldría hasta que se sintiera segura.

Una tarde, oyó ruidos que parecían venir del pequeño canal, al norte del estero.

El viento que no dejaba de cambiar le impedía darse cuenta de qué se trataba. Por un momento apenas
oyó el chapoteo isócrono y advirtió la madera sobre el agua del canal: un botecito chico. Y el hombre, claro.
Entonces volvió sin ruido al nido y a los pichones y medio los tapó de nuevo con el cuerpo.

El botecito pasó lento, muy lento, y dejó un silencio claro que precisamente, por eso mismo, amplificó
el maullido terrible del gato que sonó imprevistamente, aunque con certeza entendió que no cerca, sino ya
como bien adentro de tierra firme, lejos del agua. Pero igual, otra vez el viento, el grito se oyó fuerte y claro.

No era el mismo ronquido grave que oyó después de lo del zorrito, más tarde, cuando parecía que el
animal se había saciado y digería la presa complacido, imaginó la garza.

Era un maullido ronco pero ansioso. Como de hembra de puma, parecía.

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La garza instintivamente alzó otra vez el cuello pero esta vez el pico apuntó al cielo, inclinando la
cabeza en un ángulo imposible. Se movió y dejó a los pichones apenas al descubierto y como distraídamente
estiró las patas, acercándose a los juncales de la orilla y revisando con cuidado para ver si en las hojas y los
tallos había bichos que comer. Un poco más se acercó al agua y miró fijo para ver si entre sus patas nadaba
alguna mojarra chica. Al rato, clavó el pico al descuido, profesionalmente, en las tierras de la orilla y sacó
algún gusano tierno.

Esa tarde, distendida, estuvo bastante tiempo llevando comida al nido y picoteando a los pichones,
como si los limpiara.

Al anochecer de ese día, rugió otra vez el gato, que ya la garza estimaba hembra, y eso marcó el fin de
la jornada para las aves de la isleta del estero.

Amaneció limpio el aire y la luz se iba esparciendo como humo tibio por el cielo.

La garza esperaba el sol desde hacía rato y los pichones dormían.Antes de que lo advirtieran ellos, la
madre ya estaba de pie y haciendo su excursión habitual para encontrar alimento.

Un rato largo estuvo como pensativa al borde del agua, sin moverse, apenas girando la cabeza garbosa
sobre el cuello curvo. Los pichones ya despiertos estaban quietos y en silencio, como si entendieran la
emergencia y el peligro latente.

El estero despertaba y la infinidad de pequeños signos de vida sonaba por doquier. Juiciosamente, a
cada signo, la garza movía la cabeza y enfilaba los ojos y los oídos en cada dirección.

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De pronto, apartándose apenas de la orilla, hizo un ademán elegante, un carreteo imperceptible y
levantó el vuelo, sin prólogos.

Primero casi a la altura de la junquera alta que había hacia el sur, donde el estero se hacía más hondo
y acuoso. Después, con un giro grácil enfiló hacia la piel del agua y voló casi al ras por unos metros. En otro
giro leve, cortó oblicuamente el canal y ganó altura, sabiendo que en cuanto se hiciera visible ya no podría
ocultarse. Pero, para cuando eso pasó, estaba lejos del nido y en dirección opuesta. Cualquier animal habría
creído que levantaba vuelo desde allí mismo desde donde ahora ya podía vérsela surcar el aire.

Nada pasó, sin embargo, y la garza pudo mirar todo alrededor y hasta disfrutar del vuelo de la mañana
de ese día, el primero que acometía desde que llevó a los pichones a la isleta del estero.

Vio al oeste el monte quemado y algunos humos dispersos: asociando una cosa con la otra, recordó
que el puma (¿o eran dos?) todavía podía ser una amaenaza cierta. Entonces, en un gesto mecánico quiso
enfilar hacia la isleta, pero retomó el rumbo hacia el este que traía, con el sol de frente y los espejos de las
aguas del estero brillando ya bastante abajo. De todos modos, no quería alejarse demasiado y en cuanto vio
la morosa cola ocre y bronce del río grande cerrando el horizonte, se dio cuenta de que ya era suficiente.

Alcanzó las barrancas rojizas y verdes y vio a la vera del agua grande decenas de garzas y otras aves,
que aprovechaban el estallido de la mañana fresca y se reunían a revolotear comiendo y trazando figuras en
el aire. Se tentó por un momento. ¿Por qué no darse una vuelta por aquella magnífica reunión de alas y trinos?
Pero se acordó del juncal del estero y oyó sin oír el ronquido del gato grande y hambriento.

Giró en pleno vuelo y enfiló hacia el borde sur del estero para cortar camino,después un poco al oeste yya
estaba sobre las estribaciones del agua, volando todavía sobre una pampa que se salpicaba de unos pocos talas.

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Y allí los vio.

Eran dos cachorros de puma que seguían a su madre saliendo de entre unas ramas caídas, metiéndose
en los pastos y enredándose en revolcones y manotazos torpes, mientras la hembra volvía de tanto en tanto
y zamarreaba a alguno de los dos, poniéndolo de nuevo en camino.

Le pareció oír los ronquidos festivos de la cría del gato y el ronquido complacido de la madre.

Y no vio más.

Acariciaba ahora otra vez casi la piel del agua y fue planeando parejo hasta que distinguió el nido
apenas adelante.

Las patas tocaron tierra húmeda suavemente y, a saltos armónicos, la garza se acercó a los pichones
que la miraban y festejaban como si nada hubiera pasado.

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3. Tincho

F ueron ocho los perros en lo de Tincho: Cabito, Negro, China, Chino, Tarta, Gaucho, Mate y Liebre.

No podrían haber sido pelajes ytemperamentos más distintos: parecían una manada de salvajes que se
hubieran ido juntando al azar y hubieran resuelto jugarse la suerte de la vida así, en malón, como una banda
de hermanos en el fragor de cada día, a lo que saliera al paso.

Lloraba uno y lloraban todos. Cuando ladraban al unísono, cada cual con su registro -el Tarta y la
China eran agudos e insufribles-, parecían un coro, hasta que Cabito dejaba de ladrar y entonces todos se
llamaban a silencio como conjurados. Era el patrón de la jauría y parecía el animal de mejor casta o con
menos mezcla. Pero se ve que su mando no era despótico y eso no le quitaba a los demás la iniciativa. Se los
veía muchas veces de a uno o de a dos por los alrededores, a su aire, incluso comiendo en casas ajenas o
echados a la salida de la estación, tal vez esperando, nunca perdidos.

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Créase o no, nosotros habíamos llegado a conocer cada ladrido y cada llamada, cada tono, cada pena
y cada hambre de los ocho. Y, creáse o no, sabíamos, por ejemplo, que si Mate y Liebre salían disparados sin
aviso, aunque hubieran estado hasta un segundo antes echados y somnolientos, era porque el padre de
Tincho había bajado del tren y caminaba ya por la calle de la estación. Sabíamos que si el Negro lloraba o
ladraba triste, por ejemplo a la tardecita o a la noche, era porque Tincho estaba enfermo o al menos tenía
fiebre. Sabíamos que el Chino y Cabito eran los únicos que empezaban a ladrar a las comadrejas de noche o
los que cazaban ratones en el baldío.

Habían ido apareciendo de a uno, a lo largo de unos años. El único de origen reconocido fue el
Gaucho, que había nacido en el tambo del vasco Oña. Todavía medio cachorrón, en alguno de los viajes a la
estación el animal lo siguió y, en vez de volverse, había hecho yunta con alguno de los de Tincho correteando
por los andenes y las vías, y ya no se fue. Cuando el vasco aparecía, el Gaucho se le acercaba, lo olfateaba
regalón y le hacía algunas fiestas. Pero se quedaba clavado cuando el vasco arrancaba para el tambo. Al
principio lo llamaba, pero se ve que, guacho como era el animal y con otros en el campo, el vasco no se
esforzaba demasiado por atraerlo.

Los ocho se hicieron tan de la casa que parecían ellos los dueños y los demás habitantes sus mascotas.
Distintos y todo, se hermanaron, sin embargo, y tanto que parecían realmente hijos de la misma madre. A
veces, viendo eso con extrañeza, los chicos jugábamos a esconder a alguno de ellos y los demás se volvían
locos buscándolo. Y había que ponerle límites precisos a la escondida para que no empezaran a gruñir
amenazas muy creíbles.

¿Por qué tantos? ¿Para qué?, decía la viuda Rita cuando salía el tema y era tema siempre. Mi madre,
con la bolsa de las compras en la mano y ya en la puerta de la despensa, respondía invariablemente que lo
cuidaban a Tincho. Y sería así.

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Tincho había quedado huérfano de madre al nacer. El padre tenía una herrería en la ciudad. Casi todo
el día pasaba solo Tincho, aunque la tía Poli (¿qué nombre es ése? ¿Apolinaria?) vivía en el lote de la casa, en
una piecita que había en el costado del terreno, y hacía las veces de cocinera y tutora del muchacho.

Ella llamaba al médico si Tincho se engripaba y era la que iba a las reuniones de padres en la escuela o
la que veíamos en primera fila en los actos, porque Tincho casi siempre llevó la bandera.

Tal vez el padre sintiera que los perros harían que Tincho se hallara menos solo en el caserón en que
vivían y por eso los habría ido permitiendo a medida que aparecían. La tía Poli era buena mujer pero muy
callada y adusta y por alguna razón desconocida no dormía bajo el mismo techo. Los perros, al revés, eran
barulleros y simpáticos y tenían el paso franco por cualquiera de las habitaciones.

El Colorado, el hijo de Don Tomás, les traía de comer casi a diario, porque la carnicería del padre era
la fuente obligada para abastecer la mesa de la jauría y nos habíamos tomado a cargo -porque sí, por afecto
a Tincho- ayudar a mantener a semejante tropa. Pero también Saló, el terrible Saló, colaboraba con panes de
la despensa de su madre, la viuda Rita, que de tanto en tanto y a desgano arrimaba además un poco de leche
o un arroz recocido y chirle que les encantaba a los pobres bichos.

Mi hermano y yo hacíamos aportes magros, porque apenas si había en la casa. Pero sobras no faltaban
en ninguna parte y los perros de Tincho, al final, estaban bastante bien alimentados.

De habitual, dormían apelmazados en los fondos del terreno, entre ligustres y laureles de árbol, algunos
debajo de los jazmines, el piso de tierra ahuecado por todos lados, como madrigueras tibias. En el invierno,
buscaban el alero de atrás de la casa y Tincho, con los primeros fríos, sacaba del galpón unas cobijas rotosas

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y peludas que les extendía sobre el cemento helado.Allí daba el sol a la tarde y allí estaban casi siempre -si no
salía Tincho- desde mediodía hasta la siesta.

Y eran guardianes, claro, pero no prepotentes. Había que tener alguna mala traza en algo para que lo
torearan a uno. Pocas veces pasó. Y nunca feo. La gente por allí era buena gente. Y no éramos tantos que
hubiera desconocidos, al menos no del todo desconocidos.

Como quiera que se hayan juntado, la jauría era indiscutiblemente propiedad de Tincho. Él los gober-
naba casi sin palabras ni gestos. Eran su guardia pretoriana y sus compañeros de horas solas. Temprano por
la mañana, abajo de los paraísos que había en la vereda de la escuela, donde se dejaban las bicicletas y algún
caballo de vez en cuando, se recostaban como si fueran la monta de duendes diminutos, yesperaban así hasta
mediodía, cuando Tincho aparecía por la puerta del patio por la que salíamos. Cuando nos juntábamos a
jugar en el campito de la estación, Tincho venía con la pelota y con su compañía. Los perros se iban acomo-
dando cansinamente, dispersos por los bordes de la canchita, más alejados algunos, entreverados a veces
entre los suplentes que los usaban de cojinillos para recostarse sobre ellos, porque si estaba el patrón cerca
eran bien mansos. Cuando nos volvíamos cada quien a su casa, la manada levantaba al unísono la cabeza y
buscaba a Tincho y sin siquiera mirarse, al trotecito, se le acercaban, algunos adelante, otros detrás. Si se
demoraba bromeando a la salida del campito, el perrerío esperaba alrededor, como impaciente.

* * *

Fue unos días antes del verano. Habíamos terminado las clases hacía poco y se nos abría un abismo
adelante hasta las fiestas. Las vacaciones esta vez iban a ser agridulces, sobre todo para algunos.

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Yo me iba a la ciudad a seguir estudiando y tenía que vivir durante la semana en lo deAurora, la prima
solterona de mi padre, a mi hermano le quedaban todavía dos años en la escuela. Saló, que a duras penas
había pasado las últimas pruebas, iba derecho a la despensa de la viuda Rita y de allí no parecía que fuera a
salir en los próximos al menos 50 años. El Colorado se iba a la capital, bastante más lejos; su padre tenía
algunas pretensiones, además de parientes que lo alojaran, y quería que su hijo hiciera el industrial y en la
ciudad no había. Los mellizos, Danel yAitor, sobrinos del vasco Oña, se separarían por primera vez, porque
Danel se quedaba en el tambo yAitor iría a vivir y estudiar conmigo. Dura cosa para ambos.

Y estaba Tincho.

Unos días antes de terminar las clases, un sábado antes de almorzar, el padre y la tía Poli se habían
sentado con él en el comedor y le habían contado los planes. Se mudarían en febrero a la ciudad y ponían la
casa en venta.

Cuando nos lo contó, esa misma tarde, lloraba el pobre Tincho y no le entendimos mucho de por qué
así, tan de repente la mudanza. Después supimos que el padre había encontrado mujer allá y pensaba casar-
se. Pero la que sería madastra de Tincho no quería venirse a vivir al pueblo.

Habíamos hecho un fueguito abajo de las casuarinas que bordeaban la vía abandonada del trencito del
molino y anochecía.Aitor quemaba una rama de eucalipto, distraídamente, y todos mirábamos en silencio y
como hipnotizados el chisporroteo que de tanto en tanto se levantaba cuandoAitor golpeaba la rama contra
las brasas, con la fuerza exacta para que se entendiera el gesto de protesta y de tristeza, sin que fuera
violento. Mucho tiempo después, he visto en el recuerdo aquellas chispas levantarse como el ritmo exacto de
un tambor de guerra, melancólico, afectuoso y serio, a la vez.

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Están los perros, dijo Tincho de pronto y con la voz apagada. No me los puedo llevar. Ni siquiera
uno me dejan llevar, no hay lugar dice papá...

Bajó el silencio otra vez sobre las brasas y las pocas llamas y el mecanismo de la protesta de Aitor
volvió a funcionar sutilmente.

Saló, que parecía un poco ajeno a la tragedia, miraba las llamitas sin moverse.

Yo puedo tenerte uno o dos, la vieja me mata, pero los tengo lo mismo, ¿qué me va a decir? Va
a gritar un poco, como hace siempre..., dijo sin mover un solo músculo del cuerpo y como si hablaran las
llamas.

Y dijo puedo tenerte y no dijo puedo quedarme con, con una delicadeza que ahora me sorprende y
me emociona.

Y yo, dijo Danel, me llevo al Gaucho y al Negro, que son bien compinches. Al tío no le hace un par
de perros más y cuando venís los tenés a mano...

Mi hermano me miró y, antes de que le hiciera ningún permiso con el gesto, me estaba preguntando sin
querer mi respuesta.

Y nosotros en casa uno podemos tener, ¿no? Uno de los más chicos, o por ahí dos de los más
chicos..., ¿no?

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El Colorado completó la subasta, lacónico y seguro de sí mismo, como siempre.

Tincho no habló por un rato largo.

Miraba las brasas y parecía que contaba una por una las chispas que Aitor hacía volar ritualmente,
como si contara hasta ocho y volviera a empezar, una y otra vez.

Y, sí..., mejor; así, por lo menos... Pobres bichos...

Eso dijo al final y ya no hablamos más del asunto, ni de nada esa noche.

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4. Caranchos y chimangos

C ontaba Don Cleto Rivas que hubo un tiempo en el llano en el que, sorprendentemente, los caranchos
y los chimangos anduvieron a los picotazos, y durante muchos meses con las garras listas siempre para
atacarse. Después, decía, lo peor de la bronca pasó y se fueron distanciando hasta casi ignorarse, aunque no
tanto y nunca como antes.

No se acordaba Don Cleto cómo había sabido el hecho pero lo decía con tantos detalles y conclusio-
nes que se podía creer que él mismo lo hubiera protagonizado y supiera por qué había sido.

Pero, según se dice también, la verdad la sabía de cierto el aguilucho, porque él sí había sido testigo de
aquel entrevero.

Yo, por mi parte, solamente puedo referir aquí lo que me contaron.

Fue hace muchos años y todos los animales de la llanura tienen en la memoria los cuentos de la época
fatídica de aquellos encuentros asesinos, especialmente a campo abierto y a plena luz del día.

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Tan peligrosa se volvió aquella guerra que a casi todos hasta se les hacía difícil salir a buscar su propia
comida durante la mañana y la tarde y muchos prefirieron por entonces merodear a la noche, cuando la saña
de los carroñeros amainaba con la caída del sol.

Todo parece que empezó con una suelta de palomas que hubo en el pueblo, para el aniversario de la
fundación. La idea había sido del párroco, apasionado colombófilo, amante investigador tenaz de los hábitos
de esos bichos.

En los pueblos vecinos -y en el monte grande, la casa de los Colombo, precisamente y parece broma-
había otros como el cura y así por todo alrededor menudeaban por entonces los palomares y la cría de
mensajeras.

Se dice que, a instancias del párroco, la idea era que los criadores de palomas soltaran todas a la vez,
no sólo en el pueblo, y las dejaran volar por allí para que terminara volviendo cada bandada a su sitio,
finalmente. Una vez en el aire, pensaban, las palomas harían un gran espectáculo con su paseo alejándose -
algunas buscando incluso sus destinos habituales- yse encontrarían las bandadas en pleno vuelo, mezclándo-
se hasta que el instinto las devolviera a su origen, lo que suponían pasaría en unos días. Y fue así, nomás.
Aunque no exactamente con esa pulcritud y precisión que era impecable sólo en el diseño de la compleja
operación.

El caso fue que bandadas de palomas llenaron el cielo ylos campos ese día yse mezclaron efectivamente
entre sí, pero también con las torcazas y con un lorerío bullicioso que hacía no mucho tenía su asentamiento en
el monte de eucaliptos yallí se reproducía yalborotaba, ocupando hasta recovecos de las ruinas de un puesto que
en otro tiempo hubo en ese monte, cuando todas esas tierras eran precisamente de los padres de Don Cleto.

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Hay que ver, sin embargo, lo que el aguilucho sabía de todo esto.

Porque fue él el que se enteró un día, volando por los campos del tero, que todo había sido culpa de la
liebre, en realidad.Así, y a partir de allí, el aguilucho había sido testigo de cada uno de los escalones por los
que había descendido la tragedia.

Y lo que pasó fue esto: como era un lugar tranquilo y despejado, el tero solía revolotear por el cemen-
terio que había junto a la iglesia, que miraba a campo abierto y no estaba cercado por aquellos años. En aquel
entonces hasta tenía nido por allí y se había acostumbrado a la presencia del cura que, además de palomas,
mantenía una huerta bien nutrida de la que, hay que decirlo, solía servirse más de uno, con o sin permiso. El
párroco pasaba sus ratos libres allí y más de una vez se refugiaba bajo dos paraísos donde había acomodado
unos bancos rústicos.Allí conversaba muchas veces con gente que citaba o venía a verlo.

Fue así que el tero se cruzó un día con la liebre y le contó lo que había oído cerca de la huerta: que para
la fiesta del pueblo habría una suelta de palomas por todas partes y que por eso mismo tendría que vigilar
mejor el nido porque él maliciaba que habría muchos peligros con tanto revuelo en el aire y en la tierra y que
le aconsejaba a ella que hiciera otro tanto, porque la fiesta caía en tiempo de cría.

La liebre era huesuda y ágil, y no solamente de movimientos. Vistosa y todo como era, no llegaba a ser
bonita y aunque su piel era suave y elegante, era tenida por vulgar, al fin de cuentas. Su mirada desconfiada y
alerta, sus labios finos y apretados, sus orejas suspicaces. Su agilidad era su mayor gloria y de su facilidad de
carrera había hecho un arte, aunque de algún modo torcido esa virtud se le había pasado al carácter feamen-
te. Solía burlarse de otros bichos más lentos (no por nada ya lo decían las fábulas), incluso en el mismo
momento en que sufrían las garras o los colmillos de algún adversario, y a veces hasta corría alrededor de la

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presa, a buena distancia, claro, y sonreía mostrando sus dientes desparejos con una risa que por la mueca
parecía alegre y hasta simpática, pero que era en verdad cruel. No tenía buena fama y aunque parecía llevarse
bien con casi todos, no tenía socios ni compañeros de correrías y mucho menos amigos. Casi todos decían,
además, que era cobarde e interesada. Y mentirosa, decían, las más de las veces por cobardía. De este
modo, ni siquiera su astucia era apreciada y, al contrario, los que llegaban a conocerla de cerca bien pronto
la despreciaban en primer lugar por lo agrio de su sutileza, que además siempre maquinaba en su beneficio.

La cuestión es que la liebre rápidamente hizo con el dato que oyó del tero un cuadro completo y
afiebrado y se imaginó que habiendo tanta presa suelta, las aves rapaces, los carroñeros y otros predadores
andarían también de fiesta por un tiempo, con la gula a flor de garras, colmillos y picos quebradores de
huesos y tironeadores de tejidos.

De todos, a los que más temía era a los caranchos y a los chimangos. Eran los que podían con su
velocidad amargarle el día, y especialmente el carancho que por su envergadura podía hacerse un banquete
con la cría y hasta con ella misma. Con ellos se sentía indefensa y el miedo la cegó por completo.

Estaba el aguilucho también. Pero fuera porque el ave era más elegante, solitaria y distante que las
otras, fuera porque el terror a los otros dos la obnubilaba sin medida, apenas si lo tuvo en cuenta.

La misma tarde en que se enteró, corrió ella menos que otras veces por el campo y se paró largo rato
aquí y allá sobre sus tensas y poderosas patas traseras, las orejas por todo lo alto, buscando hacerse bien
visible, aun desde las alturas del vuelo de los carroñeros. Y pasó que llegó primero el carancho que venía
planeando en círculos de muy alto y hacía rato la había visto. Siempre atento a la escopeta de los hombres, el
carancho vigilaba mientras descendía. Curioso y todo por la actitud extraña de la liebre, cuando ya estaba a

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cierta altura chilló lo suficientemente claro como para que ella quedara advertida. Su prestigio de cazador un
poco se resentía viendo que el animal no se movía y parecía esperarlo sin emociones. Siempre era mejor y
más apasionante desentumecer las alas en una buena corrida, porque la destreza para atrapar bichos veloces
también era su orgullo.

Pero la liebre lo esperó hasta que su voz pudiera hacerse nítida para el carancho y entonces levantó la
cabeza y lo llamó. Sorprendido, el carancho tocó el suelo bastante lejos y fue acercándose lentamente; era
hábil en tierra firme.

Allí nomás, a la distancia, la liebre empezó el cuento. Sin aturdirlo con detalles humanos, fue directa-
mente al punto que el carroñero podía apreciar mejor. Muy suavemente fue despertando en el carancho la
codicia de tanta presa indefensa cruzando al descampado, muy sutilmente le fue pintando un enorme coto de
caza privado. Por supuesto no dijo nada de sus pesadillas y terrores. Quería poner ante los ojos del carancho
una mesa ricamente servida con toda suerte de carnes volanderas y de roedores varios, y nada de liebre.

El carancho picó. Le dio, eso sí, los detalles que sabía del día y la hora y el asunto estaba terminado.
Casi al momento el ave carreteó y alzó vuelo. Iba a avisar del festín a sus socios, otros caranchos.

El pánico de la liebre no tuvo en cuenta que al carancho no le gusta cazar en el aire y es un carroñero
más torpe y brutal que el chimango, que se precia de su pericia para volar y cazar a la vez, porque tiene
algunas ínfulas de halcón. Y esta vez el menú se trataba de palomas al vuelo, especialmente, que era hacia
donde más que nada la liebre quería distraer la atención de sus temidos enemigos en medio de la bata-
hola que esperaba.

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Sin revisar en nada su plan, y conforme con su estrategia y su traición, la liebre pasó los pocos días que
quedaban hasta la que preveía sería una matanza acomodando su cubil y acicalando a su cría, despreocupada
ya. Mucho más tranquila estaba desde que vio el movimiento de las tropas de caranchos por aquí y por allá,
una juntada que era inusual pero que solamente tenía sentido si alguno hubiera sabido lo que tramaban a
instancias de la liebre.

Y llegó el día. La noche había pasado muy nublada y hasta se vieron refucilos en el horizonte que
parecía vendrían para estos lados. Pero, cuando empezó a clarear, un aire limpio, un perfumado olor a campo
anunció un buen día. Nomás rayó el sol, se levantó una niebla suave de rocío que pronto se diluyó y todo por
todas partes lucía expectante aunque sereno.

A eso de las ocho, había en el cielo unos como puntos negros a muy gran altura y no era sino el
revoloteo de las escuadras de vigías que los chimangos habían convenido hacer salir al viento desde tempra-
no, porque imaginaban así tener un control absoluto de la situación.

A las nueve en punto, cuando el párroco daba inicio a la procesión que encabezaba, sonaron ahogados
y potentes los primeros estruendos de las bombas de los festejos, que estallarían durante toda la mañana y
otra vez al caer el sol, porque habría un festival de fuegos de artificio como cierre de los actos del aniversario.

Desde el campo abierto, podía oírse la banda que había venido de la ciudad y su música llegaba con el
viento en ondas intermitentes, entremezclada con los estruendos y, de tanto en tanto, los cantos. Una misa de
campaña introdujo nuevos sonidos, como murmullos, que eran las voces de los fieles. Más tarde, el son
metálico de los parlantes amplificaba inmoderadamente los discursos de circunstancias, más o menos pareci-
dos de año en año.

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En el pináculo de un poste, alerta, el aguilucho inmóvil veía y oía todo. Ya había detectado el revoloteo
de los caranchos, y ya había notado que el único bicho que no andaba esa mañana por allí era la liebre.
Lechuzones, cuises, la perdiz, alguna que otra culebra, teros y los pájaros de costumbre. Más lejos, unas
vacas pastaban en los potreros de cerca del arroyo y, más lejos todavía, los caballos del regimiento iban a los
bebederos en grupos de cuatro o cinco. Cada tanto, sin embargo, el aire se suspendía y todos los animales se
detenían, alzaban o volvían sus cabezas, como reteniendo la respiración, con ese instinto que tienen para
olfatear y sentir en las coyundas los desastres por venir.

Faltaba poco para las once y media. Había terminado la misa y ya no había discursos.Antes de que se
abriera la kermesse o de que se habilitaran las mesas junto a los asadores para el almuerzo criollo, el cura
tomó el micrófono y anunció solemnemente -y explicó con minuciosidad apasionada- la suelta de palomas y
su complejo desarrollo. Cruzando de punta a punta la tarima, bajó hasta la calle principal y se fue hacia las
cajas y jaulas que habían dispuesto por decenas en semicírculo y de las que saldrían las palomas al aire. La
mujer del intendente abriría la primera jaula, el párroco la segunda y así otros notables las restantes hasta las
diez primeras. Para las demás, estaban los scouts, ya parados cada cual junto a su cañón de plumas y alas,
como artilleros.

El aguilucho levantó vuelo repentinamente y se volvió a posar en otro palo, ahora en un puntero más
alto y más ancho que marcaba el linde de varios potreros.

De pronto, un estrépito mayor que los anteriores indicó el comienzo del revuelo. Eran exactamente las
once y media y, tal como se había convenido, otras jaulas y cajas, mucho más lejos de allí, también se abrían
y soltaban su carga al viento. Siguió un aplauso atronador y una gritería festiva.

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El aguilucho volteaba su cabeza alternativamente en dirección al pueblo y hacia un punto del horizonte
desde donde suponía vendrían las otras bandadas. Su mirada terrible vio primero, curiosamente, la bandada
más lejana abierta como en abanico y con algunas nubes de fondo que le permitían distinguirlas mejor.
Inmediatamente dio vuelta en dirección al pueblo otra vez y vio las palomas locales ascender y tomar mucha
altura antes de elegir una dirección.

Lo que siguió fue bastante rápido. Pronto algunos grupos desgajados de la bandada mayor empezaron
a llegar hasta el campo abierto y allí se demoraron dando vueltas extensas como en espiral. Bastante tiempo
quedaron así. Primero se les unieron las demás que venían del pueblo, después fueron llegando más y más de
todas partes y al rato ya no era posible distinguir su origen. Sobre campo abierto las palomas seguían en sus
destrezas, algo inconsistentes y no muy garbosas, como es su vuelo. Lo que sí impresionaba era la cantidad.

Como de la nada, primero como un chirrido lejano, se oyó crecer el barullo de los loros.Al minuto, ya
se mezclaban en el frenesí de las palomas, como si entraran a un festejo de no sabían qué, pero al que venían
a traerle su entusiasmo vocinglero. Y las torcazas, después, de a decenas también ellas, volando con una
inocencia conmovedora.

El campo parecía un inmenso mar fértil de peces, cubierto a media altura de centenares de voraces
gaviotas pescadoras que alborotaban volando anárquicamente. En la tierra, mientras tanto, el bicherío de a
pie sintió la creciente emoción electrizante de aquella mezcla inusual y se movía como convulso de un lado a
otro.

El aguilucho vio que la liebre -siempre ausente ymás en ese momento- no se había equivocado del todo.

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Y en eso estaba cuando, como un relámpago estalla en medio de la noche oscura, de alguna parte salió
una compañía completa de chimangos. Venían volando a mayor altura que el resto de las aves, pero más bajo
que los caranchos que seguían juntándose arriba listos para almorzar ese día opíparamente.

En vuelos rápidos y oblicuos, los chimangos se desprendieron como flechas sobre las bandadas, eli-
giendo en especial a los palomones y a las torcazas, unos por más lentos y torpes, las otras por más sabrosas.

Tantas eran las presas que los chimangos apenas si conseguían en el primer intento dañarlas y hacerlas
caer a tierra. El lorerío tuvo pocas bajas ese día, pero sus chillidos le ponían una nota terrible a la matanza,
como ayes de heridos, o de viudas y huérfanos.

Antes de que los caranchos pudieran tomar posición, otra oleada de chimangos ya andaba por el suelo
descarnando a las víctimas. Algunos, incluso, despreciando palomas o torcazas, encontraban en el camino
algún ratón o una culebra chica yremontaban vuelo con esa nueva presa para alejarse del batifondo y echarse
un bocado en paz.

Hasta que llegaron los caranchos por fin al teatro de operaciones, ya tan furiosos como hambrientos, y
como babeantes de odio.

Desordenadamente quisieron tomar posesión del campo, pero ya estaba tan ocupado y tan revuelto
con tanta víctima y tanto predador que pronto se vieron en la necesidad de dejar la comida para después del
combate con los competidores.

Todavía estaban maltratándose entre sí ferozmente caranchos y chimangos cuando el aguilucho levantó
vuelo para ver la escena desde un punto arriba, panorámico. En algún momento, creyó ver un par de orejas

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salir de un agujero en la tierra, muy lejos de la acción, y después un hocico dientudo que parecía olfatear en
una sola dirección. Pero no se detuvo en eso y voló en círculos sobre el campo de batalla.

Desde allí pudo ver que la mayoría de las mensajeras y palomones se habían salvado y se juntaban en
el aire, ya muy apartadas de la masacre y buscando cada bandada su destino. Pero quedaban varias en tierra,
de todos modos, agonizantes o muertas.

En el campo, abajo, quedaba igualmente un tendal de toda clase de aves y algunos bichos terrestres.
Vio que la gran mayoría de ellos, heridos o ya exánimes, eran ignorados por caranchos y chimangos que
solamente tenían pico y garras para el enemigo. De hecho, sólo los más jóvenes y algunas hembras de ambos
ejércitos tenían más ganas de comer que de guerrear.

Y así pasó ese día.

A la mañana siguiente, en patrullas desconfiadas, todavía los carroñeros tomaban posiciones por sec-
tores y buscaban presas perdidas. Los caranchos para el lado del arroyo, los chimangos para el lado del
pueblo. Pero aun ese día se desgajaban de cada grupo los más belicosos y se enfrentaban cada vez que
podían, al rato, la trifulca volvía a hacerse poco menos que general.

La mutua furia de ambos había dejado mucha presa a medio consumir, y pese a que eran muchos los
competidores, algunos animales se atrevían a su riesgo a mordisquear lo que quedaba. Y el riesgo era alto
porque ambos bandos a la vez acechaban agudamente los movimientos de toda cosa , con la alerta que quizá
sólo el odio y la furia empujan.

Gran mortandad de bichos hubo por esos tiempos. Incluso de caranchos y chimangos.

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El aguilucho vio, día tras día y durante meses, cómo se levantaba la ola de la venganza y parecía
aplacarse al rato, para volver a crecer después, y así fue durante mucho tiempo.

Pero pasó, al menos lo más cruento e inquinado del asunto.Y, aunque muy lentamente, al fin volvieron
las cosas a como son y habían sido.

Menos la liebre.

Estuvo aterrada durante muchísimo tiempo yaquello que pensaba conseguir se le volvió al fin en contra
misteriosamente, como aquello que pensaba evitar resultó al fin amarguísimo y multiplicado miles de veces, y
vivía con un pánico y una desazón tan honda que le impedían reaccionar. Su propia cría, más o menos ajena
a las maquinaciones y a casi todas las cosas del mundo fuera del cubil, y precoces como son las liebres,
pronto ganó el campo y se lanzó a hacer su vida, más o menos lejos de casa. Pero ella apenas si volvió a salir
de su cueva. El campo alrededor, siempre fértil, le daba de comer una dieta mínima sin que tuviera que
hacerse ver.

Su terror ante caranchos y chimangos creció hasta hacerse obsesivo y doloroso.

Pero lo más curioso de todo fue que, sin poder saber por qué, soñaba cada noche con el aguilucho, al
que pasó a temerle más que a ninguna otra cosa en su mundo.

Lo cierto es que jamás el aguilucho volvió a cruzarse con ella en nada y jamás ella volvió a verlo. Pero
el caso es que la liebre no podía dejar de ver ni soportar la mirada penetrante del ave, que, en sus pesadillas,
la miraba siempre a la distancia, muda y directamente a los ojos.

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5. Sire y la mandolina

N unca había visto una mandolina.

Cuando era chico, sólo aparecía en una expresión de la abuela María, la piamontesa: “¡…otra vez la
mandolina…!”, decía ella con acento y mirando al cielo cuando había alguna queja mía que no terminaba
jamás, cuando prolongaba yo algún remilgo para hacer algún mandado o cuando oía que me retaban otra vez
por sacar el caballo de mi hermano sin permiso.

Como se la mencionaba así sin más, no había que preguntar cómo era. Pero nunca había visto el
artefacto que, siempre asociado al suspiro teatral y simpático de la piamontesa, no sé qué me imaginaría
podría ser. Tenía sí una forma redonda en mis imágenes, pero como una rueda que gira infinitamente. No
imaginaba que sonara y, menos aún, cómo.

Después supe qué era, por supuesto, pero seguía sin haber visto un ejemplar vivo.

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Cuando la única hija de Carmen Saracho cumplió 15 años era verano. Y hubo gran fiesta en lo de Don
Carmen. Yo estaba ya de vacaciones. Por esos días no me quedaba en la ciudad más que lo necesario para
cursar o rendir exámenes. Pero hasta para estudiar volvía al campo, ahogado y a desahogarme.

Don Carmen tenía siete regias chacras a unas cinco leguas del pueblo, entre el campo de los Juárez y
las quintas que lamían lo último del poblado, para el lado de la panadería vieja. Su padre, Lino Saracho, era
un criollo juicioso y trabajador que había muerto ya y había repartido juiciosamente tierras a sus siete hijos.
Su madre, Filumé, era siciliana. Se llamaba Filomena, por cierto, pero en la voz de sus hermanos mayores y
de su padre viudo, sonaba así en dialecto y el nombre así quedó para todos. Y fue ella la que insistió en que
su primer hijo varón se llamara como su abuelo (Carmine, quería, pero no hubo caso) que había quedado
allá, en la isla, y al que en la casa, incluso los que jamás lo habían visto, extrañaban como una pérdida
irreparable. Sería un gran hombre, seguramente.

Tina Saracho era muy bonita y a la fiesta en su honor fueron bandadas de gavilanes con ilusiones
justificadas ypretensiones imposibles. Sus ojos tenían un aire marino de tormenta, una mirada firme verdegris,
navegando siempre enérgica en su cara morena y vivaz. Don Carmen era un anfitrión orgulloso y espléndido
y ella, la niña de sus ojos, tuvo un festejo algo exagerado pero magnífico que duró todo el día, desde media
mañana hasta la madrugada. Durante toda la jornada cayó gente a lo de Saracho y a la tarde todavía había
quienes llegaban cuando otros se daban por cumplidos.

En ese día de mi vida pasaron dos cosas importantes: murió el caballo de mi hermano, por mi culpa, y
vi por primera vez una mandolina.

* * *

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Había llegado de la ciudad el jueves y la fiesta fue el sábado. El pueblo, las quintas y las chacras
estaban alborotados con la fiesta de Don Carmen. En el campo la fiesta causaba algo menos de revuelo, pero
igual alcancé a ver al herrero acomodar el viernes a último momento algún que otro carruaje, algún charré o
alguna jardinera, señal siempre de que no se usaría automóvil porque la ocasión ameritaba un protocolo
especial, como se usa en el pueblo.

Mi hermano no estaba en la casa en esos días. Mis hermanas durante semanas habían estado atormen-
tando a mi madre con pedidos de arreglos, compras y promesas de peluquerías, perfumes, chucherías…,
cosas de mujeres.

El sábado, en algún momento de la mañana, la casa quedó silenciosa y desierta, por todas partes con
los restos típicos de los preparativos para un festejo. Con calma, esperé gozando de aquella paz hasta que
pasó el mediodía. Me pareció buena idea ir a caballo y aproveché que no estaba Esteban y ensillé el suyo,
antes de ponerme en condiciones, para no desentonar del todo.

El Sire, el caballo de Esteban, estaba en la casa desde que su madre, una yegua de cría de los Juárez,
había muerto desgraciadamente al nacer él. Mi padre ayudaba de tanto en tanto en esas cosas y Pilo Juárez,
el dueño de la yegua, le había regalado el potrillo para que lo criara alguno de los chicos. Mi padre, en cuanto
llegó a casa, se lo regaló a Esteban, a quien le habían robado una yegüita lobuna por esos días.

Yo tenía al Petizo, un moro chico, morrudo, inquieto y arisco, que a mí sólo me hacía caso, pero me
gustaba el Sire, su planta, sus colores, su andar elegante; a veces conseguía que Esteban me lo prestara.
Cuando no, se lo sacaba a escondidas. Inevitablemente, tenía que vérmelas con él o con mis padres a la
vuelta. Y, por supuesto, oír a la piamontesa que desde la galería, sentada en su sillón hamaca, o asomándose

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a la ventana de la cocina que daba al palenque, donde yo estaba siendo sentenciado in fraganti, murmuraba
aquellas cosas de la mandolina.

En lo de Saracho la fiesta iba camino al éxito. Pasó el almuerzo y las gentes se fueron agrupando para
conversar. Se sucedían los guitarreros y cantores, el vino era bueno, había familias enteras, y estaba lleno de
chicos que corrieron por todas partes todo el día. Había visto a casi todos los viejos amigos y compañeros de
los años de escuela, había saludado a infinidad de señoras y viejos (“¿te acordás de mi hijo?”, “¿a que no
sabés quién es esta señora…, este señor…, esta chica…?”). Hasta había conversado con todo aliño
durante veinte minutos con mi primera novia…

A media tarde, las mesas se acomodaron hasta quedar debajo de los árboles y se pusieron unas
tarimas de madera en el centro del semicírculo que se había formado. El día era glorioso y un viento sur,
liviano y aromático, prometía una noche mejor aún. El calor podía esperar. El verano sería otro día, mañana
acaso.

Se ponía el sol cuando, de pronto, un movimiento que vino como oleaje creciente fue acompañado por
aplausos y vivas. Un grupo de gentes que estaban más cerca de la casa saludaban y escoltaban a Don
Carmen que, emocionado y sonriente, caminaba entre ellos, saludando, abrazando, llorando y levantando
triunfante un instrumento impecable, color roble borgoña, de frente opaco y dorado, clavijas de un marfil
oscuro y añejo en un clavijero de metal que parecía de plata. Era una mandolina.

Subió a la tarima y allí se quedó un rato mientras los aplausos se extendían como un murmullo de mar,
como un río de palmas un día de creciente. El espacio abierto se llevaba y volvía a traer las manos y las voces.

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Don Carmen, finalmente, se quedó quieto mirando a la gente y a su hija que estaba frente a él,
absorta y risueña.

Cuando se hizo silencio, Don Carmen contó que hacía tres años había mandado a pedir una mandolina
al pueblo de su madre y que unos primos se la habían elegido entre las cinco que tenía la familia. Fue un
capricho, dijo inocentemente con la voz cortada, un gusto que quería darse, un regalo para la niña de sus
ojos. Quería aprender algunas canciones sicilianas y cantarlas en el cumpleaños de su hija. Y lo hizo. En
secreto, con la Sra. De Santis, la eterna profesora de guitarra del pueblo, a la que había complicado en la
conspiración. Durante tres años casi, dos veces por mes sin faltar nunca, durante más de dos horas practica-
ba las tres canciones que quería cantar ese preciso día. La mandolina dormía con su cómplice en el pueblo y
hasta esa semana de la fiesta jamás había llegado a las chacras. Solamente sus dos hijos varones fueron en el
último mes invitados al conciliábulo y ellos se encargaron de ir corrieron la voz desde la mañana: “el viejo
tiene una sorpresa…, un regalo para Tina…, ni se imaginan…” Y así fue como la sorpresa fue el comen-
tario durante toda la jornada hasta que Don Carmen apareció y mostró el instrumento mágico y misterioso a
todos los que allí estábamos.

Sonó más que maravillosamente, dadas las circunstancias y el ejecutante viejo y bisoño a la vez. En un
costado, en la mesa de las señoras, la maestra de música lloraba su secreto, ahora a la vista de todos, con una
sonrisa impagable en la boca. Tina casi todo el tiempo tuvo las manos cubriendo la cara y sus hombros se
movían convulsionados, de tanto en tanto, y vimos al fin sus afeites de quinceañera arrasados por la ternura y
la emoción del regalo afinado y por la voz ineducada de Don Carmen, pero por sus raíces melodiosa y nítida.

No recuerdo qué cantó. Pero sí recuerdo –con recuerdo imborrable- la mandolina como una aparición
que sonaba dulcemente, llevándonos a todos a otro lugar, quién sabe cuál para muchos.

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Doña Filumé,sentada junto aTina,de impecable vestido negrosiciliano, regía como unareina lagrimeante
y miraba a su hijo con un arrobamiento dignísimo.

Lo que siguió es parte del catálogo establecido para las fiestas familiares, bailes incluidos, algunas
pocas borracheras, gente “alegre” aquí y allá, una que otra discusión, mujeres sermoneando a sus hijos, a sus
maridos, a sus amigas. Los chicos corrieron hasta que con la noche cerca fueron defeccionando.

Era de noche y bastante tarde cuando me pareció que podía irme. El cielo estaba lleno de luces y aquel
viento del sur limpiaba el aire de tal modo que, aunque no había luna, alcanzaba para ver lo necesario.

* * *

Podría haberme ido por el camino real, pero era tan fragante y clara la noche que en la curva de Juárez,
en vez de seguir, tomé la calle angosta que desemboca en el descampado de los Fuentes, una tierra ahora
medio descuidada y por eso sin alambrado. No se corta mucho camino por allí para ir a la casa, pero se abre
el cielo y el llano de tal modo que tienta echarse un galope ligero, con los ruidos serenos de las noches de un
verano que recién nace y es casi primavera, con el viento en la cara despejando la fiesta y trayendo una y otra
vez la escena luminosa de la mandolina de Don Carmen.

El Sire, descansado y alegre, navegaba suavemente y los cueros de las riendas y la montura (Esteban
lo quería estilizado y jamás se ensillaba con apero) gemían virilmente acompasando su andar armónico,
suave, pero firme, con ese sutil toque de acero del bocado.

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Tan en andas de la noche mansa íbamos los dos que cuando la vizcacha saltó a un costado, corriendo
después histérica hacia adelante, nos sorprendimos al unísono. Hice un movimiento brusco con las riendas y
elSire se resintió. Dio un cabezazo, primero, después un bufido que quiso ser relincho bronco y se bandeó
bruscamente para el lado opuesto al de la carrera de la vizcacha. Abrió los ojos con espanto, resopló con
temor. Perdí la vertical con el bandazo y los estribos flamearon soltados de mis pies. Más se encabritó el Sire
y tomó carrera, como alocado en medio de la noche que podía ser clara para un paseo amable, pero era
oscura para una emergencia así de violenta e inadvertida.

Corrió el Sire sin tino por el descampado y parecía estar persiguiendo a la vizcacha más que escapan-
do del objeto que lo había asustado.

Mal acomodado (ah, si hubiera sido apero…), me costaba asentarme sobre el cuero lustroso de la
montura. Los frenéticos corcovos del Sire no me dejaban controlar al animal y él mandaba en esa huida a
ninguna parte por ningún motivo.

A esa altura, y aunque nos íbamos acercando al pago, todavía estaba a buena distancia, y más cerca de
lo de Saracho que de nuestra casa. La familia seguía exprimiendo la fiesta hasta su último jugo.

No podía haber visto las vizcacheras en esa noche y en ese trance, imposible. Ni siquiera recordé que
en el descampado había ése y otros riesgos, como pozos sin destino, osamentas, restos de alambrados, algún
ramerío o troncos, incluso.

El Sire pareció clavar las dos manos hacia adelante y de golpe, en un gesto brutal acompañado de un
quebrarse fiero de huesos, y salí desmañada y velozmente por encima de su cuello garboso. Caí de costado

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y un dolor terrible en el hombro me punzó de repente hasta hacerme casi perder el sentido. La cara se
arrastró por los abrojales y algunos cardos con la inercia de la caída y sentí de pronto un cosquilleo arenoso
y ardiente que se sumó al atontamiento que me trajo el golpe en la cabeza. Allá atrás, alcancé a oír una
especie de gemido ronco, un extraño sonido como un grito sordo de caballo.

Me quedé tendido sin poder moverme durante un rato.A cierta distancia sentí que se iba apagando el
resoplido del Sire, que ni siquiera parecía hacer el intento de levantarse.

Creo que unos cinco minutos tardé en recuperar el aliento y en sentarme en medio de la noche.

Tuve frío.

Busqué al Sire, pensando que podría haberse incorporado sin que me diera cuenta. No lo vi. Busqué
entonces el bulto y vi que estaba a unos cuantos metros. Quise pararme pero estaba mareado y cuando
intenté ir gateando despacio, el hombro me llamó al orden.

Otro rato, que no recuerdo cuánto fue, estuve sentado con la cabeza gacha, aturdido, con un zumbido
interminable que parecía un motor en mi cabeza. El golpe había sido fuerte. Me incliné hacia el lado menos
golpeado del cuerpo y con dificultad me puse de pie.

Miré alrededor para orientarme siquiera algo y enseguida caminé hasta donde el Sire roncaba un
silbido cada vez más débil. Tenía las manos en una posición imposible y sentí que un dolor áspero, intenso y
seco me subía hasta el hombro: era el reflejo de mi propio cuerpo al pensar lo que esas quebraduras podrían
estar doliéndole al pobre bicho.

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Me acerqué a la cabeza. Me agaché a su lado y lo acaricié palmeándolo, con un susurro de voz que me
sorprendió por lo grave y sin fuerza.

El Sire tenía los ojos fijos y apenas si los movió. Estaría doliéndole siquiera mover los ojos y hasta
respirar, me imaginé.

Me quedé sentado junto a él, estaba aturdido todavía y no sabía qué hacer. No llegaría fácilmente a
ninguna parte –ni a la casa, ni de vuelta a la fiesta- en ese estado penoso y dolorido.

* * *

Soñé inquieto. No sé cuánto tiempo, porque ni siquiera me di cuenta, con la conmoción de la rodada,
que me estaba quedando dormido.

En el sueño (no sé por qué ni cómo puedo recordar eso todavía tan claramente), parecía sonar la
mandolina de Don Carmen con aplausos de fondo y -así son los sueños- la sonrisa contenida de Doña Filumé
me miraba tendido en medio del descampado; a su lado, inclinado sobre mí, Esteban me consolaba y mi
primera novia –así son los sueños-, de pie y con los brazos en jarras, me reprochaba haber doblado en la
curva de Juárez y no haber seguido el camino real…

Desperté como afiebrado, con escalofríos y un terrible cansancio. Me dolía ahora todo el cuerpo y no
solamente el hombro y la cabeza.

A mi lado, el Sire ya no sufría.

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6. Torcazas y comadrejas

E s un bicho asqueroso, dijo el sapo. Yo perdí un hermano y un tío en los dientes de la overa.

Será, no lo niego. Pero el raterío le teme y otros también, así que para algo sirve, como todos. La
culebra, con la cola refrescándose en el agua, no le temía a la comadreja. Era más rápida y más ágil y era
difícil que la alcanzara.

No me venga con cuentos, dijo el pato. La muy bicha nada bien y es peligrosa también en el agua.
Usted cuídese, que le gusta nadar... Vez pasada fui a poner los huevos a la isla del medio y hasta allá
quiso cruzarse, la desgraciada. Si no era por el perro flaco de la casa que se aficionó a la isla..., ahora
el pobre cruza por el bañado, desde que bajó el agua de la laguna. Nadar ya no puede. No bien lo vio
la overa se zambulló en los pastos y arañando el suelo llegó al agua, que si la pilla...

Sí, es verdad, volvió a terciar el sapo con un bufido de disgusto, siempre a la sombra del sauce.

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Pero las que no se salvaron fueron las torcazas, ahora que menta la isla. Y eso sí que fue imper-
donable: ahí se ve la entraña de la overa, dígame si miento...

* * *

La tarde empezaba tranquila en el otoño. Había buen sol y viento fresco, no muy fuerte. Las aguas se
mecían suavemente. Se habían juntado varios bichos al borde de la laguna en esos días, por el calor raro de
las semanas pasadas. La tierra tardaba en enfriarse. Para algunos predadores, el agua era una trampera
natural, así que el bicherío conversaba siempre con un ojo y un oído atentos al derredor.

En el último año y medio, la comadreja overa había ido ganando enemigos por todas partes. Había
llegado un poco antes de una primavera raramente fría en el pago. No estaba sola. Eran varias, pero como
son bichos que sólo se juntan para tener cría, andaban sueltas por todo el ámbito y se las veía poco.

Salvo cerca de la laguna. Era el sitio de los troncos podridos por la humedad y allí buscaban reparo
durante el día y de allí salían por las noches a hacer desmanes. No se acercaban a la casa, pese al gallinero
bien poblado, porque el gallego Urdiales alimentaba una módica jauría de cuzcos de mandíbulas veloces y de
instintos cazadores, que eran la pesadilla de cualquier comedor de huevos o pollitos. Por otro lado, alrededor
de la laguna había alimento suficiente para una overa calculadora y algo sensata como era ésta. De otros
tiempos, quedaban recostados sobre el monte de ceibos y paraísos que hubo en una época, unos frutales que
todavía daban. Hasta fruta y a veces algún zapallo perdido ligaba la overa y variaba así la dieta.

Estaba la isla, además. No era, en realidad, sino un montículo, elevado vaya a saberse por qué.
Cuando se formó la laguna en el bajo, quedó esa lonja de tierra que no llegaba ni a la media hectárea y con
unas pocas plantas. El cotorrerío dejó allí semillas de tala y de alguna que otra acacia que esparcía sus vainas,

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así que terminó por formarse una especie de montecito no muy lucido, pero tentador para pájaros y bichos
que quisieran criar a sus crías sin demasiado sobresalto.

A la overa le gustaba el agua y se sabe que son muy pulcras, pese a las costumbres carroñeras y
basureras. La laguna no era valla suficiente y sabía que los huevos de la isla tenían el sabor de lo seguro tanto
como el de lo difícil: doblemente sabrosos, entonces.

Las torcazas anidaban allí desde que la laguna se había formado y eran como las dueñas del montecito,
aunque convivían con otro pájaros sin hacer cuestión. Pero desde que apareció la overa y su cría numerosa
ya desparramada, no vivían tranquilas.

El último episodio era reciente y a eso se refería el sapo indignado. Ni uno sólo de los huevos había
sobrevivido. Una verdadera masacre.

Sin necesidad, dijo la calandria. Yo no soy quién, pero díganme si no es verdad: cuántos ratones
había en el campo en esos días.

El gallego Urdiales había tirado abajo el galpón viejo. Un cobertizo mediano en el rincón norte de la
chacra que había comprado cuando ya terminaba el verano pasado, algo apartada como a tres o cuatro
costados de chacra de la casa. Del desguace salieron a las disparadas familias enteras de ratones migrantes.
Le había puesto tanto ruido el patrón con la sierra para cortar tirantes y los martillazos en las chapas, que
andaban los roedores aturdidos por el campo, salvando lo que pudieron y buscando nuevas habitaciones.
Afuera, a la luz del día, a campo abierto, las lechuzas miraban con displiscencia desde los postes de los

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alambrados su almuerzo seguro. Y la overa, también, se supone, porque aunque era muy temprano para
darse una vuelta por allí, sabía que las noches que venían todavía serían tiempo para unos cuantos bocados.

Pero la overa apenas si cazó alguno que otro. Yuna nochecita, tibia y sin mucho viento, enfiló hasta la
orilla de la laguna y nadó sin ruido. Acechó desde que llegó a la isla y fue trepando con método árbol por
árbol, haciendo su plan de batalla, nunca uno al lado del otro. Subiendo uno aquí, otro en la otra punta, para
que casi no se la notara. A la madrugada, cuando empezaban a volar las madres para buscar comida, la
comadreja atacó huevos y pichones a mansalva.Antes de que saliera el sol, el daño estaba hecho y la overa
nadaba, satisfecha y lenta, ahora anadeando hasta la orilla de tierra y juncos y troncos podridos, como si
fuera más pato que marsupial.Atrás quedaba un mar de arrullos como lágrimas torcaces.

La noticia voló, claro, y esa mañana no se hablaba de otra cosa en el campo alrededor. Yera comidilla
todavía después de un tiempo, como se oyó al principio, porque la furia contra la overa no menguaba.

Así fue que mientras los bichos hacían lonjas de la fama de la comadreja, cayó el perro flaco a la orilla,
medio apartado del bicherío y rengueando, por una controversia con los más jóvenes de la jauría que le
disputaron la osamenta de un pernil esa mañana. La ganó, finalmente, pero a su costa.

La calandria habló primero y para que la escuchara el mastín flaco.

Algún escarmiento hay que darle a esta mal parida.

Sí, pero quién..., dijo el sapo.

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Perro tiene que ser, o el hombre, insistió la calandria. Pero el hombre ni debe saber que hay coma-
drejas por acá. Muy bichas son, ni se arriman al gallinero. El perro sí sabe. La vio el flaco y los otros
la huelen de lejos, a ellos no los engaña...

Ah..., si anduviera el zorro aquel que vivía en el montecito del alto..., dijo el pato. A ése no se le
anima. Pero quién sabe qué habrá sido...

Cómo qué, dijo la culebra. Yo lo vi. Unos perdigones del .12, eso fue. ¿No se acuerdan? Muy zorro
y todo pero fue por gallinas un domingo..., hay que ser...

Si no hay zorro, hay perros. Perro tiene que ser. No hay otra..., volvió a la carga chillando la
calandria.

Y el hombre sí que sabe, vea, dijo la culebra. Vez pasada, andaba yo por el pastizal al lado de la
bomba y oí al patrón que hablaba con el hijo mayor, el que estudia en el pueblo. El mozo le decía al
padre que no matara a las comadrejas, si había, que las aprovechara para que le cazaran los ratones
y las cucarachas, que no pasaban enfermedades..., y no sé cuántas cosas le decía. El patrón lo oía y le
preguntaba cosas y el mozo le contaba que había visto una en el monte de atrás que ellos le dicen, allá
donde vivía el zorro, que en paz descanse... Yo los oí, de cierto que el hombre sabe...

Mala cosa entonces..., ahí quedan las comadrejas, dijo el sapo mirando el agua que brillaba.

Entonces, perro tiene que ser, levantó más el chillido la calandria.

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Y el perro flaco se acercó, al fin, cansado de que lo aludieran tan descaradamente.

Qué dice la gente, dijo serio y casi cordial.

Ya ve, lanzó el pato, seguro de que había oído todo.

¿Nos da una mano, don?, dijo la calandria.

No sé, mire, ladeó la cabeza el perro mirando para la casa. ¿Qué quieren hacer?

Que usted haga, más bien dirá. Nosotros no podemos nada. Ella nos puede a todos nosotros
juntos, si vamos al caso, se sinceró la culebra.

¿Entonces...?, desafió el mastín.

Usted, ¿se le animará?, lo chuceó el pato.

¿Para?, negoció el perro.

Para que vea que acá viene sobrando ella..., la calandria nerviosa cambió de rama y se posó casi
frente al perro obligándolo a mirar para arriba a contrasol, él la siguió un poco molesto con la mirada.

Mire, don, dijo parsimoniosamente el sapo, usted entiende el asunto. No lo haga si no quiere, pero
usted sabe que con esta overa no hay tu tía, es ella o nosotros. Y si esto sigue, es ella. Ya vio lo de la isla
y las torcazas, ni ganas de bajar a la orilla tienen, las pobres. No digo que la comadreja no tenga que

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comer, pero eso fue puro daño. Un día le puede tocar a cualquiera, eso se sabe, como otro día le puede
tocar a ella, ley de las cosas, claro que sí. Pero esto fue abuso...

Es verdad. Ley de las cosas..., dijo el perro parco.

Siquiera un buen susto, siquiera eso..., insistía la calandria.

Y cómo haciendo, dijo el perro.

Del otro lado del juncal aquel, señaló la culebra, ahí, en los troncos tiene la guarida. No es cosa de
hacerle daño porque sí, pero que se asuste lindo, eso puede hacerse...

Ahora, eso sí, guay con la overa que es ladina, dijo el sapo. Lo sabía mi finado tío y se ensartó
igual. Le habían contado al pobre que las comadrejas cuando están en peligro pueden hacerse las
muertas, ni respiran casi, por horas, y ni se les oye latir el corazón, y hasta empiezan a oler hediondo
con una cosa que no sé qué dijo que tenían que la sueltan para eso. Y se quedan así hasta que el
enemigo se va y más... Toda una noche, tal vez, hasta que se levantan bien vivas de nuevo y escapan
o se esconden. Engañan, son astutas y cobardes...

Veré, dijo el perro como todo dictamen y se quedó él también viendo como el sol jugaba en las olitas
de la laguna mientras la tarde se iba poniendo fresca.

Unos minutos más estuvo en medio de ellos, todos en silencio. De pronto, sin avisar, dio media vuelta
y apenas se oyó un saludo mientras volvía a la casa, rengueando un poco menos, pero sin trotar.

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Pasó que por un tiempo bastante largo ni se supo del mastín. A veces, se lo veía de lejos, cerca de la
casa, como paseando sin destino. Después, entre los frutales. Otra vez, como buscando algo en el montecito
de los ceibos. Otra vez estuvo casi toda una mañana echado bajo los eucaliptus, con el sol del este en la cara,
mirando quién sabe qué cosa, como perdido. Y no mucho más. Lo cierto es que tampoco había rastros de la
overa, no que ellos hubieran visto. Ni señales.

Al tiempo, una tarde, después de una lluvia fina y fría que castigó el campo hasta casi el mediodía,
volvieron a juntarse los bichos, pero ahora apartados de la laguna, buscando el calor de los pastos, debajo de
los árboles. Una de las torcazas pardas estaba entre ellos esta vez.

Yo lo vi, dijo de repente en un arrullo bajo. Estaba en los frutales y lo vi. A los dos, en realidad. Ella,
la overa, venía escondiéndose a la tardecita, raro tan temprano, pero se ve que un par de frutas que
había entre los yuyos la pudieron. No andaba descuidada, no. Al revés, juiciosa andaba. Pero se ve que
ni lo vio ni lo oyó al perro flaco, que estaba como echado, pero con las orejas atentas y el hocico tenso.
Después me di cuenta de que se había puesto con el viento de frente y por eso ella no lo olió siquiera,
hasta que se lo topó, medio lejos pero bien visible. Yo estaba a dos árboles, bien arriba. El perro sí me vio.
Yo lo vi: antes, me estuvo mirando largo, sin moverse. Después, volvió a mirar para adelante, por donde
venía la overa. Ella estuvo rápida en cuanto lo topó: se escabulló a los pastos altos, lejos del alambre y
buscó el montecito de los paraísos. Los alcanzó y se trepó veloz. Raro: el perro ni se movió. Como si no
le importara, porque ella vio que él la había visto y la había mirado fijo. Pero el miedo no hizo muchos
cálculos y se trepó, nomás. Me quedé quieta, pero la rama se mecía un poco por el vientito fresco y hacía
equilibrio para no moverme. Se venía haciendo la noche enseguida...

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¿Y? ¿Cómo la agarró? ¿La agarró el flaco?, preguntaron casi a dúo la calandria y el sapo. Todos
estaban atentos y asombrados y la torcaz hablaba como consigo misma, llena de melancolía todavía por lo
que había perdido.

Y vieran cómo, perro sabio ese flaco... Ella alcanzó el paraíso más apartado y medio pelado de
ramas, el de la punta del potrero, el que encontró primero. Si hacía unos metros más, llegaba a los
ceibos o a los otros paraísos que están más juntos aunque más cerca de la casa, y allí hubiera podido
saltar de uno en otro como suelen hacer, yo las vi hacerlo. Pero ahí, en ése, estaba aislada. Se dio
cuenta, pero como el perro estaba inmóvil y había quedado medio lejos, la overa no sabía qué hacer.
Entre los pastos, estaba perdida. Pero si el perro no iba a atacar, pensaría que tenía tiempo para llegar
a los otros árboles. Para el otro lado del alambre no podía ir, era presa segura. El perro no se movió
nada. En un momento debe de haber creído la overa que tenía la ventaja. De a pasitos firmes, con los
dedos bien afirmados a la corteza, se fue alistando para el próximo movimiento. No le sacaba los ojos
de encima al flaco. Ahí es cuando el perro apenas gira la cabeza, ni el cuerpo acomodó. La overa se
congeló de miedo, ya se creía que el perro no tenía ganas de correr y de pronto el animal muestra un
interés mínimo. La miró el flaco apenas un segundo y volvió la cabeza, otra vez hacia la laguna,
digamos. Les digo que yo no entendía qué estaba haciendo el perro. Pero me pareció que lo que hacía
era obligarla a moverse como él quería. Ella quería escapar, nomás. Y ahí es claro que se equivocó la
overa. Porque la confundió y al final la desesperó. No la dejó que pensara, que viera cómo escapar.
Ella quería escapar como fuera. Y parece que así no se escapa. De pronto, al rato, el flaco pegó un par
de ladridos, medio ahogados son, como ladra él, sin ganas. Pero ladró. Separados uno de otro los
ladridos. ¿Qué hace?, pensé. La overa se quedó tiesa y bailaba los ojitos mirando los paraísos y al
perro, que no volvió a mirarla. Al otro rato, se oyeron dos o tres ladridos que hicieron eco en la
nochecita, venían de la casa, de los cuzcos. Ellos ladraron lejos, pero salieron al campo, ya sin ladrar,

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y se fueron arrimando al trote para el lado de los frutales, por atrás de los paraísos. La overa ni se fijó.
Los ojos empezaban a brillarle más rojos y amarillos con los destellos de la luna que se colaban entre
las nubes que iban rápidas, arriando la última lluvia para el lado del pueblo. Yo estaba entumecida
pero la escena me tenía petrificada. En cuanto unas nubes taparon otra vez la luz del cielo, loca de
miedo se creyó al amparo y así la overa pegó un salto y se lanzó a los pastos y de ahí a los paraísos con
pasitos cortos y rápidos. No tanto que alcanzara los árboles salvadores. Yo los había visto a los cuzcos
acercarse porque estaba mejor ubicada. Ella no los vio hasta que los tuvo casi al lado: ahí se le debe
haber parado el corazón a ella y todos se quedaron duros por unos segundos. Ella gruñó y mostró los
dientes filosos ferozmente, pero dio la vuelta con un gesto brusco de la cola gruesa que tiene que debe
haberle pegado a un cuzco en el hocico, porque gimió entre los ladridos de los demás, como lastimado.
Y la overa empezó a correr, curvada sobre sí misma y desesperada por escapar. Los perros la seguían
sin verla, apenas por el movimiento que hacía poco ruido entre los pastos húmedos y también por el
olor. Sin darse cuenta por el terror, fue a parar derecho a la vigilia del perro flaco. Ya casi ni se veía de
oscuro que se había puesto. De repente, como un eco grave, se oyó un ¡clac! fiero, sordo. Y un chirrido
largo, ensordecedor, que enloqueció a los cuzcos por un momento. Siguieron ladrando hacia el lado del
chillido, pero se quedaron quietos, hasta que se fueron volviendo de a uno a la casa, ladrando también,
pero ya como de compromiso. Se oyó el silbido del patrón. Y después silencio. El perro flaco, al rato
largo, se levantó. Y también él enfiló hacia las luces de la casa. En el campo no se movía nada. Al fin,
volé por encima un par de vueltas, yendo y volviendo hasta los paraísos, volando bajo fui y volví. Al
lado de donde había estado el flaco, la vi, echada de costado, quieta. Y así estaba a la mañana siguien-
te. Y así cuando, al otro día, fue que se le acercó uno de los cuzcos y la arrastró para el lado del maizal
chico. Eso fue hace tres días. No la vi más.

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7. Emilia y los gatos

E n la calle cortada, la única que había en el pueblo, vivía Emilia. Nadie se acordaba nunca del
apellido de aquella mujer. Sí del de la madre, Julia Requena, que era nativa del pago (el padre venía de una
provincia del sur), y era común que le dijeran Emilia Requena, como si fuera hija de madre soltera. En un
pueblo chico era raro que hubiera una calle así. No era raro en cambio que uno no se acordara del apellido
de alguien. Sobrenombres y nombres suelen bastar para el común de los mortales que se conocen de toda la
vida.

Emilia no estaba lejos de eso que llaman mediana edad, arrancando en los cuarenta y algo y llegando
casi a los 60, según el porte y las peripecias de la vida. Desde la muerte del padre, vivía sola en una casita
modesta pero bien puesta, la última de la calle, antes del paredón de las monjas, detrás del cual había un
jardincito muy bien cuidado que era la parte privada de una especie de conventito que había nacido casi con
el pueblo.

Era la casa donde siempre había vivido.Aunque no siempre, es verdad, porque hubo un tiempo en el
que faltó casi dos años del pueblo. Las malas lenguas decían que Emilia tenía un hijo que vivía en la ciudad, tal

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vez al cuidado de algún pariente o conocido, o que lo había dado en adopción. Pero, ya se sabe, las historias
crecen como matorrales en los pueblos y las tardes de verano o de invierno son el almácigo en el que se
siembran y se riegan los chismes. Eran cosas que se decían, nada más. Nadie nunca vio o supo si era verdad.
Y, por cierto, nadie sabía por qué había estado ausente.

Emilia era una mujer pulcra y discreta. Amable, aunque distante, tenía buen trato con casi todos. El
primero con el que dejó de saludarse -en un pueblo chico es un asunto delicado- fue el veterinario, por otra
parte su compañero en toda la primaria y hasta compañero de banco.

El asunto con Emilia era precisamente cosa de veterinarios.

Un par de años después de la muerte de su padre, Emilia trajo a la casa un gato negro. Nunca había
habido animales en la casa porque Julia Requena vivía atacada por alergias a casi todas las cosas. Yfue idea
de Tito Francini, el veterinario en cuestión, que Emilia se llevara al felino "por un tiempo", le dijo, hasta ver si
lo ubicaba con alguna familia que lo quisiera.Aél se lo había dejado la madre del jefe de la estación, que se
había ido con su hijo a la ciudad cuando lo trasladaron. En el departamento no habría lugar para el bicho que,
por otra parte, apenas si lo había alimentado durante menos de un año, porque era animal recogido de por ahí.

Emilia, reticente, aceptó, más por amistad que por afecto a los gatos.

Los primeros días fueron tensos y difíciles. El gato, es claro, no se hallaba cómodo con el cambio y
Emilia no tenía mucha idea de cómo se lleva a la felicidad a semejante bicho. Pero algún empeño puso en la
demanda y hasta fue varias veces a lo de Francini buscando consejos y estratagemas para cumplir a concien-
cia su tutoría.

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Mirá que es gata, le dijo una de esas veces Tito. Y puede tener cría. Es medio fina. Así que puede
darte gatitos bien bonitos. Tenéla vigilada. Yo no quise esterilizarla porque es buen animal. Ya estoy
buscando a ver quién...

Emilia se fue contrariada de la veterinaria. Apenas podía con la idea de tener un animal en la casa y
todo este expediente nuevo era abrumador para ella. Llegó a la casa y se quedó un largo rato en la puerta,
mirando los árboles que asomaban por encima del paredón de las monjas, o buscando quién sabe qué en los
canteros de su propio jardincito, nerviosa, sin querer entrar.

Hasta que por el pasillo del costado apareció el felino, la cola negra ylustrosa muy alta en el aire, como
si fuera una oriflama de un ejército regio. El paso cuidado y contoneante, con elegancia, le fue irritante a
Emilia. Le pareció que la gata se pavoneba como una aristócrata petulante o como una mujer insinuante, tanto
daba. Al cuello, la gata llevaba una especie de collarín, que en realidad era una cinta azul oscuro, en la que
estaba escrito su nombre: Lila.

Fuera por su impericia o por distracción (o, como fue: la cinta estaba dada vuelta), no advirtió el escrito
sino cuando, en un reflejo sorprendente, alzó al animal y revisó recién en ese momento, por primera vez, el
collarín sedoso que le ceñía el pelaje renegrido. Lila. Más irritada quedó mirando aquel dictamen y soltó al
animal dejándolo más o menos suavemente otra vez en la vereda de piedras que llevaba a la puerta de
entrada.

La gata, como si supiera, alcanzó a lamerse discreta pero como despectivamente las partes de su
cuerpo que había tocado Emilia.

* * *

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No había mucho para hacer con el asunto.Al menos, Emilia no sabía que hubiera. Y pasaron los días
y hasta los meses. La gata se había aficionado a un rincón de la salita y se echaba allí durante horas por las
tardes, porque el sol daba justamente en aquel rincón. Emilia, cuando lo advirtió, puso un trasto allí y Lila lo
aceptó. La comida, siempre afuera, debajo del alero. Ycuando se hicieron por demás perceptibles los fluidos
del animal, Emilia, enojada, tapizó los pisos con acaroína y algún otro producto limpiador aromatizado. Lila
lo advirtió, seguramente, porque salía al jardín subrepticiamente para sus propósitos.

De todos modos, y pese a que ya se ocupaba del animal con cierta dedicación excluyente, Emilia se
declaró molesta con Tito Francini y espació las idas a su veterinaria. En un mes, casi, ni pasó por la puerta y
lo evitó un par de veces en la estación y en la panadería. Tampoco él tomó iniciativa.Y Lila moraba sin afecto
pero sin apuro en la casita de la calle cortada.

Fue una mañana de domingo que Emilia se dio cuenta de que la gata no estaba. La buscó con afán
angustioso que, en cuanto lo advirtió, le dio un poco de fastidio y hasta vergüenza. Los ritos y los hábitos de
ambas habían empezado a amalgamarse y cualquier asimetría ahora se notaba dolorosamente.

Pasó casi una semana. Lila no aparecía. Emilia pasaba las horas ya sin poder fijar demasiado la aten-
ción en otros menesteres. Un día amaneció determinada a pasar por lo de Tito y darle el parte. Mejor..., se
repetía en la cocina esperando el agua del mate y consolando su angustia con indiferencia y desapego fingi-
dos.

Pero fue. Y habló con el veterinario. Qué lástima, dijo él, era lindo animal. Pero en una de esas
vuelve, andará de parranda, estáte atenta...

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Y estuvo atenta.Y Lila volvió, efectivamente. Pero Emilia esta vez no dijo nada, ningún parte a Tito. O
sí, pero mentiroso, porque cuando se cruzaron a la salida de misa un domingo, él le preguntó si no había
aparecido la gata.Y ella lo negó. Lástima, repitió él, más profesional que afectivamente.

Con el expediente cerrado y casi archivado, Emilia sintió cierta curiosa satisfacción.Ahora el asunto de
la gata era asunto exclusivamente suyo. Pero Lila no lo tuvo en cuenta. Un par de semanas y empezaba a ser
evidente que la gata estaba preñada. Un tiempo más -y no largo, porque tenía sólo dos crías-, y unos
maullidos apenas perceptibles andaban por la casa reclamando leche, madre y aventuras. Los dos gatitos
eran machos y los dos eran de un atigrado muy oscuro. El negro de Lila había desaparecido.

Emilia salía cada vez menos. Ytanto que había empezado a acostumbrarse a que algunas mercaderías
se la trajeran a la casa. Se anotó en el reparto de pan y leche, compraba la verdura a una camionetita
destartalada que pasaba por la esquina voceando su carga y cosas así. La carne y la misa no podían ser a
domicilio, así que tenía que salir.Astutamente, no compraba alimento para gatos.

* * *

Nada dura para siempre, es verdad. Un lunes a la mañana llegó a la puerta el repartidor de la leche, que
por otra parte ya había advertido con intriga que tenía que dejar tres litros cada dos días, en vez de los dos
por semana del comienzo. Pero eso habría sido apenas un asunto menor. El chico era sobrino de Francini y
un día, al pasar, dijo en la veterinaria (donde ayudaba por las tardes) que había oído unos maullidos pichones
en lo de Emilia.

Y conjeturó displicentemente que sería por eso lo de la leche de más que empezó a pedir. ¿No me
habías dicho que el gato aquel, el negro, se le había escapado?, soltó al descuido.

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Tito oyó y nada dijo. Estaba ocupado con un ovejero abichado y apenas prestó atención. Pero lo
registró. Volvió sobre el caso a la noche y le contó a su mujer. Ella, mujer al fin, le dijo que Emilia siempre
había sido una chica rara y dio el pase del expediente a otro sector. Pero Tito quedó intrigado y algo molesto.

Un incidente casual vino a enmarañar el asunto. Un perro. Uno de esos que andan sueltos, ya viejos y
apenas bastándose a sí mismos y a los que se ve deambular como si buscaran un lugar para echarse finalmen-
te a morir. Merodeó la calle cortada un par de días.Alguna vecina le dio por piedad algo de comer, tal vez.
Yél mismo, con sus instintos mermados pero vivos, buscó lo suyo por las suyas.Así fue que se metió en lo de
Emilia una nochecita y fue casi directamente al plato de la leche de los gatos que estaba a un costado del alero
de atrás. Emilia no lo descubrió sino hasta la tarde del día siguiente, debajo de unas hortensias frondosas
adonde había buscado refugio, lejos de la vista. Reaccionó con furia y trató de echarlo, pero el animal se
quedó inmóvil, como adivinando que esa mujer no era enemigo de temer. Efectivamente, ella se rindió des-
pués de cuatro o cinco intentos. El perro, que ya había dado cuenta de dos platos de leche, tenía motivos
para resistir.

Pero Lila olió el peligro y al perro casi inmediatamente. Primero llevó a su cría algo más lejos, dentro
del mismo jardín. Pero al día siguiente, de a uno entre los dientes, los cruzó al jardincito de las monjas,
poniendo distancia. Y no apareció otra vez por lo de Emilia.

Fue, precisamente al día siguiente, cuando Tito Francini haciéndose el encontradizo, pasó por la calle
cortada. Desde la esquina la vio a Emilia barriendo la vereda, frenética, para paliar la abstinencia de Lila y la
sobredosis del perro rebelde.

Tito la saludó para hacerse ver, medio a los gritos, cuando ella levantó la cabeza. Desviándose, Francini
caminó los pocos metros de la calle aparentando cortesía. Ella se dio cuenta de que no podía escapar.

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Ansioso, Tito apenas cruzó las preguntas protocolares y atacó enseguida el punto. Ella negó. La gata
no había vuelto y no sabía nada de ella. Llevada por su propia ansiedad aprovechó el diálogo forzado para
denunciar al perro. No lo podía sacar, ¿por qué no la ayudaba con eso? Entraron y en un recorrido experto
de la mirada, Francini rápidamente detectó el plato vacío y unos trastos con algunos pocos pelos. Y un cierto
olor inconfundible. Unos metros más atrás, estaba todavía el animal, rebelde todavía al desalojo.

Francini prometió volver más tarde o a la mañana siguiente, porque andaba sin la camionetita y las
cosas, collares o jeringas, según se necesitara porque el animal se veía bastante mal. Emilia, mientras, se había
tranquilizado un poco. Francini no parecía oler nada raro y la libraría del obstáculo que impedía que Lila y los
gatitos volvieran a la casa.

Pero pasó que, como había llegado, el perro se fue esa misma noche, tal vez por la misma razón: ya no
había lo que había encontrado el primer día: algo que comer.

Temprano, Emilia recorrió el jardín más que nada ilusionada con la vuelta de Lila. Pero pronto advirtió
que el perro ya no estaba y un nuevo frenesí la atacó: como Francini no había venido a la tarde, vendría a la
mañana. ¿Y si la gata volvía? ¿Y si él la veía? ¿Y si veía los gatitos?

Apenas se acicaló y con pasó rápido caminó hasta la veterinaria para suspender la visita del veterina-
rio. Estaba cerrada. No sabía qué hacer. No se dio cuenta de que era temprano para abrir. Pensó lo peor:
Francini pasaría por su casa antes de venir a su local, no la encontraría a ella, entraría al jardincito de atrás, no
encontraría al perro..., pero podía estar la gata con su cría... Temblaba.

Cuando llegó, agitada ysin poder controlar el temblor, no había rastros de Tito. Ni del perro. Ni de la gata.

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Pero algo pasó ese día que la desquició: Francini no apareció. Y peor fue al día siguiente: tampoco
apareció. Y más: el repartidor de la leche no vino.

Emilia no podía ni imaginar una serie revuelta de casualidades. Y pensó cualquier otra cosa y todo
enmarañado. Llegó a la conclusión de que había sido descubierta, que Francini había sacado subrepticiamen-
te el perro a la noche, que en ese momento pudieron aparecer los gatos, siquiera Lila, y que él mismo se la
había llevado en represalia. ¿Por qué, si no, no había pasado su sobrino con la leche esa mañana? ¿Por qué
Francini no había venido a buscar al perro? Estaba claro: había sido descubierta. Y entonces era mejor que se
cubriera. Así, por unos días, ni apareció.

Lo cierto es que Francini había ido por allí y había visto al perro callejear en la esquina. Lo cierto es que
Francini había visto la tarde anterior a la gata en el jardín de las monjas, que desde lo de Emilia no se veía,
pero desde la otra calle, sí. Y Francini perdió rápidamente interés en el misterio, como hombre práctico que
era. Emilia olvidó en su descontrol que los pedidos se hacían mes a mes, como lo había hecho ella desde el
principio, olvidó que este mes se había cumplido y que ya había lo había pagado por adelantado, para
asegurarse, como había hecho desde que contrató el reparto. Como no renovó el pedido, el chico no pasó y
el lechero esperaba un nuevo encargo, que nunca llegó. Nunca llegó a completar el relato de lo que había
pasado y amontonaba impresiones y causas y efectos algo disparatados al principio, completamente dispara-
tados al final. Uno de eso días, con un aspecto algo siniestro por el secreto que le impuso al comentario, le
pidió a la vecina que, si pasaba por el reparto de pan, se lo suspendiera por favor y que allí le daba los pesos
para pagar la cuenta. En la mesa de la cocina, en unas cuantas bolsas sin abrir que el repartidor dejó durante
un tiempo cada día, estaba el pan ya endureciéndose.

* * *

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Durante bastante tiempo, Emilia estuvo al acecho. Después, con un sigilo algo ridículo, hacía sus com-
pras siempre en lugares distantes y evitaba a los más conocidos. Llegó a hacer doce cuadras (y otras doce de
vuelta, desde su casa hasta casi la ruta) para traerse tres piezas de pan francés, dos bifes de cuadril y dos
tomates. Dejo de ir a misa y, sobre todo, jamás pasaba ni cerca de la veterinaria. De tanto en tanto, se la veía
a horas raras, como una sombra algo encorvada y siempre discretamente acicalada, aunque ya no pasaba
por la peluquería y el color del pelo era difuso y el peinado algo extraño.

Por las mañanas, muy temprano, barría la vereda obsesivamente mientras miraba en todas direcciones
esperando ver aparecer a Lila, que era su verdadero propósito. Y esperando no ver aparecer a Francini, que
era su casi única pesadilla. Por las noches, hablando en susurros que ni siquiera ella misma oía bien, limpiaba
el plato sucio a veces de tierra, otras veces con hojas, y acomodaba los trastos del alero.

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8. La trucha de la laguna

E l agua estaba helada y el viento soplaba apenas, pero era tan frío que obligaba a cubrirse la piel de
las manos y la cara para no sentir los tajos de hielo. Un invierno crudo como hacía tiempo no teníamos.

Todo alrededor de la laguna, para el norte, se veían montecitos de eucaliptos y acacias, sauces y
espinillos, quietos y envueltos en la niebla del amanecer. Visto así, más frío parecía todo. La misma niebla
cubría las aguas hacia el sur de la laguna, por donde están los campos más bajos y los bañados.

Era helado el amanecer y prometía un sol insuficiente. Pero para eso faltaba bastante.

En silencio, miraba la silueta oscura del pobre viejo que parecía un tocón casi sobre el agua, inclinado
e inmóvil como estaba, si no fuera por el mástil de la caña que con la luz escasa ya brillaba como encendido.

Había hecho un fuego chico a unos veinte metros de la orilla, para no molestar al viejo y para que
ambos tuviéramos donde calentarnos siquiera un poco o poner una pava sobre las brasas para matear. La

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asunto que conocía bien pero al que no se había dedicado casi nunca, salvo de favor. Pero en las chacras
todavía quedaban artefactos simples aunque delicados que no se componían así nomás. Y él sabía cómo, con
una pulcritud y una delicadeza completamente inusitadas para mí. Lo demás, eran trabajos ocasionales, sobre
todo de fuerza, que tuvo que ir abandonando de a poco, a medida que la edad le comía el aguante.

Los años que no estuve en el pueblo, para él fueron la misma cosa siempre. Salvo por el asunto de la
trucha enorme de la laguna enorme.

* * *

La pensión de Pirín Julián, el Turco, estaba casi a la entrada del pueblo. Era para los pescadores de
temporada, más que para visitantes y viajeros que no había. Entre mayo y agosto, solía poblarse la laguna de
extranjeros que venían a la pesca del pejerrey, la atracción local por excelencia.

Lo que sí frecuentaban los locales era el barcito que Pirín había armado junto a la pensión.Allí se podía
tomar de todo, porque el Turco, astutamente, había dispuesto un ambiente familiar y evitado de ese modo la
mala fama de cualquier boliche de borrachos. Cierto era también que la mayoría de los asistentes eran
varones adultos, y que los chicos y las mujeres esquivaban el sitio después de las seis o siete de la tarde.

El viejo iba de vez en cuando y creo que más que nada en temporada para cruzarse con los pescadores
de afuera, porque también él era pescador como muchos otros en el pueblo, aunque siempre lo había sido a
las cansadas.

Una tarde, el barcito estaba animado y repleto. El viejo conversaba con un grupo de sureños que,
dijeron, recorrían todas las lagunas de pesca que podían y que ya llevaban no sé cuántas. La temporada

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estaba muy avanzada y el aire de agosto ya era más benigno. Muy buena pesca hubo ese año. Todavía hoy,
en la pared del barcito, descolorida y enmarcada, hay una página de una revista de fanáticos en la que un
extranjero muestra sus presas con una sonrisa tímida y satisfecha, porque verdaderamente el caso había sido
notable.

El grupito de sureños estaba desde el principio. Se habían ido quedando por la buena pesca y habían
gastado buena cantidad de plata en recorrer, a pie y embarcados, toda la laguna, lo que es mucho decir,
porque es enorme. Los tres muelles del alto, los interminables montecitos para el lado de la casa grande de
los Espinoza, toda la costa baja al sur. Se los veía días casi enteros en el bote verde del Club de Pescadores,
solos ellos, en medio de la laguna, como si fueran una boya.

Fue uno de los últimos días de la estadía de los sureños. Tal vez el último, me parece, porque habían
armado un festejo y convidaban cerveza a los que se acercaban a su rincón en el bar. El viejo acercó una silla
y se sentó junto al que parecía el jefe de aquella manada, un rubio gigante y reidor, con una voz profunda y
lenta.

Y fue ésa la línea de largada de todo lo que pasó después. El hombretón contaba anécdotas de
pescador y fascinaba a todos con los recorridos de lagunas y de algunos lagos. Pirín había dejado el mostra-
dor y atendía desde el saloncito para poder ir y venir y oír los cuentos. El viejo, encorvado y atento, no perdía
palabra, en un segundo plano acechante.

Ya lo había mencionado al pasar, pero ahora lo repitió solemnemente como parte de su gran número
final: "En esta laguna, hace una semana, vi una trucha enorme... Y yo sé lo que es una trucha: vengo -
venimos, todos nosotros-, del sur... Una marrón, muy bonita, enorme... No sé, mire, pero no baja de los

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4 kilos, si no más...Qué animal bonito es la trucha... Pero me quedé con las ganas... Estaba solo en el
bote y tenía aparejos para pejerrey, que de no, ahí me llevaba... Si hasta una mosca tenía en la caja...
No me pregunten cómo llegó ese bicho a estos lados, porque no tendría que estar acá, no es lugar de
truchas, pero ahí está..."

Todos hicieron unos segundos de silencio denso y desconfiado. El hombretón los miró a todos porque
se dio cuenta de que hablaba en completa soledad.

Fue apenas un momento de sorpresa y ya todos se acercaban hablando a la silla del hombre rubio.
negaban, preguntaban, se burlaban (con las típicas mofas de los pescadores...)

Inmutable, el hombretón levantó la mano. Silencio. "Ustedes digan lo que quieran: yo me crié
pescando truchas en el sur. Me cansé de sacar animales grandes. Decíle, Juan, contále a esta gente lo
que pesqué en el lago Gutiérrez... en el Gutiérrez que es bien difícil... ¿Estaba con vos, Beto, cuando
fuimos al Puelo y nos caímos del bote, semejante guerra que dio aquel bicho...? Eso que tienen ahí en
este lagunón es una trucha, una señora trucha, y el que la saque va a saber lo trucha que es esa trucha,
déjenmé de embromar. Como que esta laguna es una laguna, lo que hay allá afuera es una trucha,
señores..."

Y volvió el griterío. El viejo, callado, estuvo apenas un rato más y se fue yendo sin decir palabra y sin
que nadie lo extrañara mucho.Ala madrugada, ya estaba rondando lo de Pirín, porque sabía que los sureños
salían bien temprano.

El hombretón apareció al rato con aparejos y bolsos y los acomodaba en la caja de la camioneta
cuando el viejo se le acercó. Estuvieron hablando allí como unos diez minutos, mientras los demás compadres

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aparecían y seguían cargando. Y se fueron. El viejo, ese mismo día y después, empezó a rondar la laguna,
caminando nomás, horas enteras, bien temprano y a veces antes de anochecer.

Fue a la casa de pesca de la vieja Sosa y encargó unos aparejos como los que le había indicado el
hombretón, que de eso habló con él en el estribo, esa mañana. Las cosas llegaron a la semana, las pagó con
los únicos pesos que tenía y se las llevó a la carbonería. Unos días después, al filo de la veda, empezó la
cacería de su quimera marrón.

* * *

Cada año, a partir del siguiente, el viejo abría y cerraba la temporada, obsesionado por el bicho. El
animal tenía sus feligreses y sus incrédulos. Pero, como el cuento duraba, consiguió una partida de dos que lo
acompañaron. Es verdad también que, sin éxito, el cuento languidecía y ya no era lo que decía el hombretón
sino que ahora era la obsesión del viejo, que se había transformado en personaje local por su apostolado de
la trucha enorme.Y así, en años sucesivos, alguno lo acompañaba, mientras pescaba lo suyo él mismo, y para
ver con una curiosidad típica de pescador -dado a creer en esas mitologías del agua- si la trucha aparecía o no.

En vano le decían, pasados los primeros años, que si había habido alguna (y no que uno lo creyera...),
ya no podía estar allí, que cómo viviría tanto tiempo. Y así. Inútilmente. El viejo no oía a detractores y
argumentaba con medias palabras la gloria de encontrar esa presa.

* * *

La caña apenas se movía, el viejo menos que la caña. Empezaba a soplar ese vientito que anuncia que
llega la mañana y más frío hacía entonces. El fuego había tomado cuerpo y yo calentaba el mío todo lo que

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podía, mirándolo hipnotizado y mascullando la tontería de estar allí en esa empresa sin sentido. Calenté un
poco de agua y fui empezando el mate. Sin gritar, le dije que se acercara a calentarse un poco, que clavara el
aparejo y viniera al calor del fuego. No me contestó, pero creí que había hablado muy bajo en mi afán por no
perturbarle el improbable pique, cosa de pescadores.

* * *

Miraba el cuadrito de la laguna que hay en la salita de espera del dispensario y meneaba la cabeza
diciéndome qué locura era ésa. En la Guardia, el viejo seguía sin conocimiento. Leiva, el enfermero, entraba
y salía, pero no parecía preocupado. Ya lo había visto el médico y después de dar indicaciones, se había ido
de recorrida. Tuve que forzar bastante las manos para desasirlas de la caña. Lo cargué en el auto y, con
bastante susto, lo dejé en la camilla no bien entré. Estaba azul y los labios no tenían color. Pero estaba vivo y
no parecía que fuera a morir.

Habrán pasado dos horas. Me corrí hasta el barcito de Pirín, tomé café y conté el asunto. Me llamó la
atención la preocupación de todos y el cariño con el que reaccionaron. Todos preguntaron si iba a vivir, si
estaba muy mal, si se lo podía ver, si se lo llevaban al hospital. Todos me compadecían y me agradecían haber
estado allí, para pescar con él y para socorrerlo.

Volví al dispensario. En una de las pasadas, Leiva de dijo que había despertado. Que si quería podía
pasar unos minutos, que le habían puesto una vía, que lo iba a encontrar mejor. "Es fuerte, el viejo; no
parece, pero...", dijo con indiferencia profesional pero sonriendo.

* * *

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Hace dos semanas que el viejo se repone en lo de Pirín. El Turco se ofreció a tenerlo allí lo que hiciera
falta. La temporada era floja y había pocos pescadores rondando la laguna.

Y aquí estoy yo. La caña plateada brilla en el amanecer. Hace frío, pero no tanto.

Me hizo prometerle que iba a volver a la laguna. Dijo que él había sentido el pique poderoso del animal.
Que el frío lo estaba taladrando y que no sabía cómo se había ido quedando dormido, mientras hacía esfuer-
zos por sostener la caña que según él había enganchado al bicho.

Yo no había visto nada de eso. Pero me dio pena la alegría del viejo: "Esta vez sí, paisano", me dijo.
"No me importa si no la saco yo, pero hay que ir, hay que ir..."

Y aquí estoy. No quise que me acompañaran. Hasta Pirín dijo que, si quería, él venía conmigo.

El sol está tiñiendo de a poco la niebla y la hace clara. La punta de la caña centellea con la luz y el hilo,
según el viento, parece un rayo de ninguna parte a ninguna parte.

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9. El yacaré de Oleg

C iudad grande, linda. Llueve poco, río grande, mar... Linda ciudad..., decía Oleg hablando con
el cabo que, recién llegado al destacamento hacía un par de semanas, andaba buscando conocer a los del
lugar. El cabo tomaba su caña de la tarde en el rincón del mostrador estañado y abría los ojos ante cada
párrafo de Oleg y preguntaba de tanto en tanto para que el hombretón siguiera hablando. Oleg entrecortaba
las frases como siempre, a veces farfullando en castellano cosas que decía mezclando palabras rusas y
juntando sin unir una cosa con otra.

El policía, bisoño y medio forastero, estaba impresionado por las historias que el hombretón dosificaba
al parecer con algo de astucia. Pero era el único.AOleg los parroquianos lo miraban indiferentes en el boliche
y apenas si lo oían. Acostumbrados a su cara plana, enorme, a sus hombros anchos, a su andar recto y
pesado, no lo distinguían entre otros.Y, sin embargo, Oleg era completamente distinguible.

Cuando cuadraba la ocasión, como ahora con el cabo, Oleg hablaba deArjángelsk, su cuna en Rusia,
bien al norte, "930 verstas de Moscú", decía en medidas rusas y aclaraba siempre: "mil kilómetros, más o
menos..., como de acá al Sur", y así se refería a la capital a la que nunca nombraba sino como "el Sur".

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¿Qué lo había traído de allá tan lejos hasta estas tierras? Era un misterio del que nunca hablaba.
Aquellos fríos helados con inviernos de 30 grados bajo cero y veranos de más de 30 grados no eran pareci-
dos para nada a estos parajes tropicales. Pero el hecho es que aquí estaba Oleg, y completamente solo, por
otra parte, aunque de tanto en tanto aparecía en su media lengua Irina Ivanovna, quién sabe quién sería.

Pero entonces, cuando la mentaba, o por algún episodio o porque había coincidido con ella en algún
lugar cierta vez o porque refería que ella le había dicho algo en alguna ocasión que para él era memorable,
Oleg ya no era Oleg. "Porque cuando Oleg Stepanovich estaba Arjángelsk -decía cuando recordaba-,
Irina Ivanovna llevó canasta a casa de Oleg Stepanovich... canasta con medovuja para frío y kvas
para verano caliente... canasta de Irina Ivanovna tenía frutas y cherny jleb, rico, recién horno de casa
de Irina Ivanovna..."

¿Era una muchacha? Parecía por los cuentos esporádicos en los que se la mencionaba. Pero podía ser
una matrona voluminosa, que era lo que se representaban casi todos, y eso creo que por el nombre, que les
sonaba ancho, gordo, serio, con busto enorme, polleras largas y pañuelo en la cabeza. A mí me pareció
siempre que Irina Ivanovna era una joven bonita, casi etérea, de cuando él también era joven. Me pareció
siempre -a mí me lo decían los ojos de Oleg, impenetrables, pero delatores- que era una campesina y que
Oleg Stepanovich trabajaba en algún lugar, diría una chacra -claro que de eso no hay en Rusia, creo-, y que
allí tenía algún conchabo como de peón y tal vez había alguna habitación separada de la casa principal, y que
era allí donde él vivía. Jamás dijo Oleg nada parecido a mis imaginaciones, pero me imaginaba yo que Oleg
no estaba a la altura de Irina, por campesina que fuera, porque él era peón y ella era ¿la hija preciada y
preciosa del chacarero? Quién sabe. Y quién sabe si no habrán sido esos amores de canasta con bebidas,
frutas y panes lo que terminó por darle un boleto para estas tierras o para cualquier parte, pero lejos de Irina.

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¿Tendría unos 70 años? Tal vez. Nadie sabía exactamente. Yo mismo lo conocí siendo chico, porque
alguna vez hizo trabajos en las chacras de mi padre, y él ya era un hombre que se me figuraba grande. En
cualquier caso, hacía años que Oleg rondaba los esteros, hasta que se afincó en un rancho que levantó él
mismo. Se sabía que había andado por el lado del Mburucuyá un tiempo, tal vez cazando o trabajando la
tierra, changueando. Y se sabía también, porque él lo contaba, que se había movido más al norte en otras
épocas después, para la zona de SanAntonio o más al norte, tal vez cerca de Ituzaingó. De allí, algunos años
más tarde, pasó para el otro lado y vino para estos pagos.Al principio, anduvo todo a lo largo de la ruta, aquí
y allá, más bien para el lado de La Cruz, pero al final recaló cerca de la Colonia, al sur. Y de ahí ya no se
movió más. Hábil con las manos y muy trabajador, no costaba creerle que había hecho de todo. Igual, de
tanto en tanto, desaparecía del ranchito a veces hasta por unos meses y volvía a aparecer al rato, sin avisar
que había vuelto ni de dónde, así como no decía que se iba ni adónde. Para el lado de "el Sur" no había ido
sino una sola vez y jamás volvió a ir. O jamás quiso, vaya a saberse.

Esa tarde el cabo tenía que preguntar de dónde venía, por qué, cuánto tiempo llevaba en el país y qué
hacía por allí, a la vera de los esteros. Y Oleg hablaba de esas cosas si quería y nunca contestaba alguna de
esas preguntas, amparándose en un increíble desconocimiento del idioma, que no era del todo falso. Tampo-
co contestó esta vez y que fuera el cabo de policía el que preguntaba no ayudaba tampoco a animarlo a la
tertulia, sino al contrario.

Oleg tenía una decidida cara de ruso, decían los que sabían (mi padre lo decía siempre...), pero con
rasgos inequívocamente como achinados, que el doctor Serafini decía que eran mongoles. De chico, me
quedaba extasiado oyendo las historias que Serafini sabía de aquellos mundos que se me hacían de fantasía,
y la retahila de invasiones y tumultos, guerras y hambrunas y paisajes de novela: allí estaba yo husmeando los

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mapas que el doctor mostraba para ubicar a Oleg en el mundo y en la inmensa Rusia, siempre llena de
invierno y nieve. Quién sabe qué sangres se juntaban detrás de aquellos ojos como rasgados y pardos, que él
entrecerraba en ocasiones para escapar de preguntas molestas o de situaciones ambiguas o peligrosas. Y
acertaba Oleg con la estratagema, si era eso lo que se formaba en su cara. Impresionaba. Era amenazante, lo
quisiera o no, apenas con un gesto, con una mirada helada detrás de unos párpados tensos, casi del todo
horizontales, que lograba clavar en su interlocutor sin fruncir el ceño, que así más amenazante parecía. Y eso
le fue siempre suficiente porque no se sabía que Oleg le hubiera levantado alguna vez la mano a alguien, al
menos por estos pagos. Y a nadie humano, se entiende.

* * *

Los esteros son un mundo aparte, si me preguntan. Y aun por mucha que sea la gente que anda dando
vueltas por aquí, sigue siendo un lugar aparte y más bien solitario. O se me hace así, al menos.

Todo alrededor, los esteros están quietos la mayor parte del año. Nunca son un silencio completo, en
absoluto. Murmuran los vientos de tanto en tanto, silbando entre los juncos, meciendo irupés y camalotes
sobre el agua que gime rítmicamente, percutiendo ramajes e islas de plantas. Sobre las costas, el urunday
deja que trine el pajarerío en el ramaje, la pindó hace bulla en los penachos de sus palmas morosas,
compitiéndole en vano la envergadura a la caranday pero también mirando desde arriba, como sus hermanas,
a los sarandíes, a los timbóes, a los llorones, a los curupíes.

Durante todo el año el sol enciende las aguas y deja reflejos por todas partes y las vuelve rojas en los
atardeceres, espejo del cielo ardido de los ocasos, mientras todo el ámbito se llena de susurros que reptan,
que saltan, que mascullan, que se zambullen acechantes, a medida que crece la noche.

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Sorprende, si uno no es del lugar, ver tantos animales distintos que parecen convivir pacíficamente en
esa extensión interminable de aguas y plantas. Por supuesto que no es así y silenciosamente la escala entre
ellos se cumple sin miramientos. El hombre, que a veces interviene en las cosas de los animales, por supuesto
que también es parte del asunto de un modo u otro.

Y también Oleg, el extraño y lejano ruso, con todo y eso. Y así parece que era, nomás, según vinimos
a enterarnos cuando fue que el cabo casi deja sus carnes en los dientes de un yacaré ñato.

* * *

Fue exactamente el año de los carpinchos. Siempre son muchos los que se ven, pero en esa temporada
al parecer hubo un exceso de hembras y las crías fueron inusualmente numerosas, de modo que la población
de estos señores de los pastos había aumentado.

Y con la superpoblación de carpinchos creció a la par la codicia del yacaré, que mira a las crías como
un bocado sabroso, para variar su habitual plato del día de peces, serpientes o caracoles, si el menú es
escaso.Así fue que hubo también por aquellos meses bastante carroña dando vuelta entre los pastos y por las
aguas del estero, como pasa cuando la comida abunda.

La primera vez que el cabo visitó aquellas vastedades fue por la denuncia del viejo Silveyra. Dijo que
había visto unas vacas suyas por allí y que las iba arriando por las costas un muchachón medio colorado que
no conocía. Eso dijo el viejo en el destacamento y lo mandaron al cabo a ver por los esteros.

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Lo primero que vio es que no conocía lo suficiente el terreno, así que, a la vuelta, y sin poder adivinar
los rastros de los animales, pidió que alguien baquiano le mostrara el paisaje mejor.Yallí fue Toñito Emparanza
que tenía bote y conocía bien los vericuetos del asunto. Y así el cabo anduvo por segunda vez los esteros,
ahora con más solvencia.

No tanta, sin embargo, porque la tercera vez fue solo, como a los dos meses, un martes de franco,
soleado y fresco. Curioso y entusiasmado por el paisaje y la que imaginó una aventura, se hizo de un bote
chico, con un motorcito de dos tiempos, de los de cuatro caballos, que le prestó el sargento Renzi. "Cuidado
con las plantas. Y no se baje del bote en el agua, si no hay tierra firme que pisar...", dijo Renzi, veterano.
Y tenía razón.

El cabo anduvo dando vueltas por esas calles de agua anchas y quietas, esquivando los islotes verdes
y bamboleantes. Le gustaba el paseo. De tanto en tanto, salía una garza mora o un tuyuyu alzando el vuelo
desde atrás de los juncales o pasaba un carpincho a la distancia, cabalgado por un bichofeo o por un hocó, de
los de cuello color ladrillo. Vio zorritos escabullirse entre los pastos de las isletas, oyó conciertos de mil
pájaros, y hasta una serpiente overa y gorda que se deslizaba desde una barranquita hasta el agua de la
laguna. Toda la mañana anduvo el cabo en esas vueltas y revueltas, encantado.

La tentación fue grande cuando vio una especie de brazo de agua abrirse a la izquierda, más angosto y
como sinuoso. No se veía adónde iba y eso tuvo que haberlo acicateado, porque ya había entrado en con-
fianza y se sentía parte de la intimidad de los esteros, alternando, como creía, con los dueños de casa durante
toda la mañana. Y allí fue el cabo casi sin alerta.

Los primeros codos de esa senda de agua fueron tranquilos y emocionantes, porque deparaban una
sorpesa inquietante que se resolvía en un tramo apenas recto y otro codo más adelante. Pero el camino se iba

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cerrando lentamente sin que se diera cuenta él. Un rato largo anduvo así, mientras se acercaba a una de las
márgenes de tierra firme, pero adentrándose en vegetación cada vez más alta a la vez.

Era bien pasado el mediodía. El sol caía ahora sin el alivio de brisa ninguna y ardía más. El agua
espejaba la luz con más claridad y molestaba un poco al que iba ya más atento a los estrechos pasadizos
líquidos que encaraba la quilla. Miró varias veces hacia atrás, para asegurarse de reconocer el camino que
había tomado y el paisaje que vio no lo dejó tranquilo, sino al contrario. Los mismos codos incitantes de la ida
eran ahora un galimatías porque, volviendo la vista, vio que se abrían como decenas de sendas en el agua y no
las había advertido al pasar a su lado.

De pronto, el motorcito tosió. Y al rato volvió a toser. Con la tercera convulsión, se paró. Le sonó
extraño el silencio y empezó a oír sonidos que no había distinguido antes, precisamente por las explosiones
monótonas del motor. Más pájaros, más conciertos vegetales de pastos, camalotes, juncos y ramas. Hasta el
agua misma, tonasolada, más barrosa aquí más verdinegra por allá, sonaba distinta. Las tablas del bote se
sumaron a la sinfonía, golpeadas de tanto en tanto por el agua.

Un chasquido abrupto lo sacó del ensimismamiento intranquilo. Otro casi inmediatamente y otro más,
pero en otras direcciones. Pensó primero en los sonidos de carabinas, porque ya sabía que merodeaban
siempre tramperos y cazadores furtivos. Después advirtió que se oían al ras de las aguas y descartó a los
furtivos. Sintió vagamente que era observado; tal vez perseguido, se le cruzó por la mente, pero se repuso y
trató de ordenar sus actos. Era de más al sur y no conocía bien los campos y los esteros de esta zona. La mayor
parte de su vida era citadina, salvo un par de años de su primer destino. Sentía entonces cierta alarma ahora y los
peligros del paseo, que no había querido tener en cuenta, de pronto se le aparecían punzantes y urgentes.

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Había un solo remo en el bote y una soga de no más de dos metros y no muy gruesa. Volvió a sonar un
chasquido. Más por instinto que por pericia sacó a relucir el remo y lo hizo palmear el agua. Una vez. Otra
vez. Nada. Los chasquidos no respondieron la provocación.

En la proa había dos recipientes de metal, debajo de una especie de tablón que hacía de asiento. Recordó
que Renzi le había dicho que uno tenía combustible y se dio cuenta de que no sabía qué tendría el otro.
Resultó agua potable. Había también una especie de cobertor doblado en varios pliegos y atado con una tira
de caucho.Ynada más.Al terminar la revisión pensó en el arma reglamentaria que había dejado en la pensión
de Aurora, donde se alojaba. Se arrepintió de no haberla puesto en el bolsito azul en el que cargó algunas
vituallas y algo de bebida. había almorzado abajo de unos sauces y ahora le quedaban dos panes, algo de
queso, un chorizo colorado entero y menos de media botella de vino. El cuchillito -muy bien afilado, pero de
hoja demasiado corta- era lo único que le serviría de arma, aunque estaba el remo también, llegado el caso.

Se aplicó a refuelar, que parecía lo primero y más importante. El recipiente, tendría tal vez un poco menos que
unos cinco litros. Cargó el combustible pero el motor no respondió. Cuando terminó esa tanda de pruebas y
una vez que le pareció que podría haberse ahogado con los primeros intentos, volvió a sentarse, en medio del
silencio rumoroso de los esteros. El tiempo pasaba lentamente. Y volvió a oír tres o cuatro de aquellos
chasquidos, durante casi una hora, pero no se hacía ver aquello que los provocaba.

Soplaba ahora otra vez un poco de viento y el aire olía a barro y a materia viva y vegetal, pero de vez en
cuando también como a carnes en descomposición. En esos días había oído más de una vez lo de los
carpinchos a montones, lo de la carroña y los yacarés; una súbita alerta lo empujó a relacionar los chasquidos
con los animales más temidos de esas aguas. Por un impulso se paró haciendo equilibrio. El bote era bastante
ancho pero pequeño y los movimientos a bordo se hacían sentir. Mientras estuvo en pie, buscó con la vista lo

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que pudiera ver más allá de los pastos de agua que parecían rodearlo. Como a unos cincuenta metros, tal vez
un poco más, vio un ramerío y una especie de barranca, no muy pronunciada, pero que sugería una costa, o
algo de tierra firme. De haber conocido el lugar, habría distinguido los signos: la cerrazón de esos pasillos de
agua, los pastos más altos. En realidad estaba muy cerca de la costa y de tierra firme. Tampoco sabía si esa
especie de pastizal o junquerío era un bañado o si solamente era pura agua. Si arrancaba el motor no le
parecía fácil que el bote pudiera abrirse camino. Lo intentaría, de todos modos. Entretanto, comió algo y
apuró unos tragos de vino que mezcló con agua en la misma botella. Tenía sed.

Volvió a probar suerte con el motor y esta vez, después de una explosión ahogada, arrancó al segundo
intento. Le hubiera convenido usar el remo, de haber sabido que a esas profundidades las raíces son muchas
y el agua es más oscura por el barro, lo que las hace invisibles. Pero no lo sabía y no tomó precauciones.
Primero trató de volver un tramo hacia atrás, por donde había llegado pero después prefirió probar suerte
hacia la costa. El paseo había perdido algo de su resplandor, aunque estaba en medio de una módica aven-
tura. Apenas unos metros más y la proa del bote encaró hacia donde había visto la barranca. Parecía que se
abriría paso. De pronto, sintió que el timoncito se endurecía, pastoso. Inmediatamente después, sintió unos
golpes en la mano que venían desde abajo y un sonido sordo y metálico fue lo último que dijo el motor. Estaba
casi en el mismo lugar de donde había partido. Recordó que Renzi le había mostrado la traba para poner el
motor en el agua y tiró del perno para levantarlo sobre el bote, porque estaba seguro de que algo había
trabado la pequeña hélice. Sin embargo, el artefacto no respondió al primer intento y parecía aferrado al
fondo del bote pues cada vez que impulsaba hacia arriba el motor, algo golpeaba las maderas.

Un sonoro chasquido se oyó esta vez muy próximo yenseguida una especie de zambullida. Se inquietó
y al mismo tiempo se puso en guardia. Creyó advertir una figura oscura, casi negra, a unos 5 ó 6 pasos en
dirección a la barranca, mezclada entre las varas de los pastizales y juncos, desplazando el agua que parecía

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ondear levemente. Era una figura larga, como el lomo de una curiyú grande. Pero no era liso sino espinado: un
yacaré y probablemente uno negro. Ya no podía sin algún riesgo aventurar la mano para tantear la hélice
trabada que impedía levantar el motor.

Se había equivocado con los colores. Ya más cerca, era efectivamente un yacaré lo que rondaba su
posición. Pero era overo, de un agrisado oscuro y opaco. Ñato, de fauces cortas pero de dientes largos que
le asomaban amarillentos. Una o dos veces el animal serpeó a unos cuatro metros del bote y volvió a apartar-
se. Los minutos eran largos y llenos de sonidos amplificados por la alerta y el temor del cabo. Pensó primero
en blandir el remo pero era corto para la distancia que guardaba el bicho, bastante más corpudo y largo de lo
que creyó. El cuchillito estaba descartado, salvo que el yacaré se pusiera a una distancia tal que pudiera
defenderse cuerpo a cuerpo. ¿De qué tipo de cuero se trataba? ¿Adónde la cortada podía ser más efectiva?
Nada de eso sabía el cabo y esperaba no tener que averiguarlo.

El bote estaba como anclado, bajar era un suicidio, remar no serviría de nada. Un vaho tibio subía
ahora de todo el derredor, por la humedad caliente que había dejado el día de pleno sol. El viento ya no
soplaba, ni había siquiera un aire. Por momentos volvían los hedores, leves pero nítidos.

El cabo no sabía cómo salir de allí. Pensó que a la nochecita ya Renzi se alarmaría de no verlo llegar. Y
como el bote quedaba en la laguna, junto a un muellecito, tal vez había que esperar hasta la mañana, cuando
no apareciera por el destacamento. Saldrían a buscarlo y aunque no supieran bien por dónde rastrearlo, se
las arreglarían. Era el único de por allí que no conocía la zona, los demás eran conocedores.

Podría haber disfrutado la espléndida caída del sol y esos rumores mansos y líquidos del lugar y hasta
los aleteos del mundo de aves que se vuelven a sus nidos o los murmullos de los bichos que salen de sus

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madrigueras. Pero tendría que haber estado de mejor ánimo y libre de la preocupación de hacer noche en lo
que ahora se le presentaba como un páramo hostil en el que estaba atrapado. ¿Qué otros bichos habría por
esos parajes al caer la noche? ¿Sería verdad lo de las boas que subían a las embarcaciones cuando estaban
quietas? ¿Qué haría el yacaré?

Hacía horas que no oía una voz humana, ni siquiera la suya.Ygritó. Por las dudas hubiera alguien cerca
-después de todo, había alguna costa por allí-, pero más que nada por el acicate de esa soledad.Aalguien le
tenía que decir que estaba molesto con el asunto y, por qué no decirlo, con la cadena de imprudencias que
había cometido.

El grito sonó claro pero sin eco. Era bronca más que nada y no quería sonar como un grito de auxilio.
Fue el tipo de efusión que no cuenta con ningún oyente, pero que esta vez escondía la esperanza remota de
que lo hubiera. Todo volvió al silencio rumoroso casi inmediatamente y por el este el cielo había empezado a
oscurecerse. La luz, sin embargo, era suficiente como para ver de tanto en tanto el volumen amenazante del
yacaré que nunca había dejado la zona desde que lo vio por primera vez.

Al principio, confundió el silbido con un aullido de mono, tal vez un ave. Punzante pero también algo
ronco, volvió a sonar después, a un par de minutos que le parecieron horas.

¡Ñatooo!!, se oyó de pronto con una voz que se ahogaba entre los pastos y parecía deformada por el
aire mismo: ¡Eey, Ñato!! Al menos, eso fue lo que le pareció oír.

El agua se sacudió. La forma de la cola del yacaré sumergido hizo un giro casi en el aire y se escabulló
entre los juncos y pastos y se meneó tomando impulso. El bicho parecía responder a la voz y, como si fuera un
perro, se diría que corría atento a la llamada. De haber tenido orejas, las habría alzado en dirección al grito.

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El cabo quedó sorprendido y sin entender la cadena de hechos. Pero él mismo pegó un grito hacia
donde había sonado el otro.

¿Quién anda?, dijo el vozarrón y repitió: ¡Ñaatooo!! Se oyó la voz otra vez ahora como hablando con
alguien. Y volvió a gritar en dirección al cabo que se identificó con cierta desesperación en la voz y cierta
alegría. Pero nadie respondió. ¡Aquí, aquí estoy...!, dijo un par de veces más y hubo silencio.

A los pocos minutos, se oyó una especie de chapoteo y vio moverse los juncos que lo separaban de la
barranca. La figura de Oleg parecía enorme ahora. Calzaba unas botas altísimas y más lo empinaban mientras
surcaba el estero como un acorazado de hombros anchos. El cabo lo miró con estupor pero inmediatamente
recordó al yacaré y le pegó un grito advirtiéndole. Oleg parecía sordo y contento de verlo, pues no hizo el
más mínimo caso a la advertencia y avanzó como si estuviera en un manso trigal. Llegó junto al bote, dijo
algunas palabras ininteligibles entre sonrisas y en dos movimientos metió los brazos por debajo del motor
mientras seguía murmurando algo posiblemente en ruso; después, revolviendo las aguas con los brazos y con
un esfuerzo mediano, arrancó unas tiras delgadas que arrojó detrás suyo, unas raíces marrones y larguísimas.
Rodeó el bote hasta encontrar la soga al frente y la ató al tablón y de ella tiró después esquivando pastos y
plantas y algún ramaje hasta que llegó a un rellano junto a la barranca. El cabo saltó a la orilla con el bolso al
hombro, mirando todavía con desconfianza hacia el agua. Oleg acomodó el bote y lo empujó de atrás ya con
la ayuda del cabo hasta que quedó por completo fuera del agua. Remontaron juntos la pequeña barranca y
allí vio el cabo el ranchito de Oleg como a unos 50 metros, en el único alto que se veía por los alrededores.

* * *

Todos estábamos en silencio. La mesa tenía una cabecera excluyente: el cabo y su relato. Se lo hicimos
repetir dos o tres veces y cuando llegaba al asunto del yacaré nos mirábamos sutilmente sin mirarnos, asin-

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tiendo con la cabeza como si fuera normal. Oleg tenía un yacaré al que le hablaba y obedecía como un perro.
Él lo llamaba -les digo que lo llamó Ñato, dos o tres veces, yo lo oí clarito- y el animal respondía obediente.
No, no lo había visto ni en la barranca ni menos cerca del ranchito. Tampoco Oleg lo mencionó y cuando el
cabo le preguntó si tenía perro, el ruso dijo que para qué, que era lugar seguro y él no trabajaba con hacienda.
El cabo dice que al final se atrevió a preguntarle por el yacaré. ¿Yacaré?, dijo Oleg. Uno negro, largo,
medio ñato..., dijo el cabo con intención. ¿Es suyo?, y lo miró a Oleg. ¿Mío? Disparate..., dijo alargando
las sílabas el ruso. Pero yo vi uno que cuando usted gritó...., insistió medio enojado el cabo viendo que el
otro lo esquivaba. Pero, señor..., dijo Oleg condescendiente. ¿Yacaré en estero? ¿Sabe cuánto yacaré hay
en laguna, en estero? ¿Yacaré mío? ¿Cómo ser mío yacaré?, y largó una risotada de bosque, de estepa,
ancha, gruesa, sonora...

Dice el cabo que ya no preguntó más porque vio que Oleg parecía irse enojando, a pesar de la risa, y
que tal vez fueran imaginaciones suyas lo del bicho, aunque no creía. Nadie más le preguntó al cabo y nadie
le mencionó el asunto a Oleg, que tampoco dijo jamás ni una palabra al respecto.

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ÍNDICE

1. La calandria y la morenita, 7
2. La cría, 13
3. Tincho, 19
4. Caranchos y chimangos, 27
5. Sire y la mandolina, 40
6. Torcazas y comadrejas, 50
7. Emilia y los gatos, 61
8. La trucha de la laguna, 71
9. El yacaré de Oleg, 79

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