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TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Parodiando la vieja advertencia de los ferrocarriles, podríamos decir que en la teología “es
peligroso no asomarse al exterior”. El puesto del teólogo fundamental, en la casa de la Iglesia,
es precisamente el umbral, y desde esa posición liminar intenta, situándose dentro de la Iglesia,
mantener el diálogo con los de fuera. Es evidente la exigencia y la dificultad que lleva consigo
intentar esta misión fronteriza, afinar el oído para una tarea tan sinfónica, habitar en ese
“ecotono”1 entre la fe y la increencia.
Como teología que es, la teología fundamental nos exige poner en acción nuestra razón
religiosa (no nuestra piadosa afectividad): es un saber razonado, sí, pero que se hace desde la
fe (“metanoia”).
Se nos invita a leer, y a intentar hacerlo yendo más allá del texto (las categorías teológicas,
como las filosóficas, son deícticas, apuntan a algo que está más allá de ellas), huyendo del
“pecado cordial” de la superficialidad. Leer, pensar por uno mismo (Pr 5, 15: “Bebe el agua de tu
cisterna y los raudales de tu propio pozo”), preguntarse (el teólogo es ante todo un
interrogador), dialogar... son medios que nos ayudan a alejar la amenaza del irracionalismo.
o Esta crisis no afecta sólo a los individuos, sino al papel mismo de la religión en la
sociedad, de manera que asistimos a una transfomación de los mapas religiosos: el
cristianismo está pasando, en Occidente, de ser una fuerza social mayoritaria a una
vivencia de minorías.
Ante una situación así, pueden darse reacciones extremas, como el intento de retorno a la Edad
Media (“nueva cristiandad”, en la línea de Maréchal) o, por el lado contrario, una adaptación a la
cultura moderna que suponga la disolución de nuestra identidad.
1
En biología se llama “ecotono” a la zona fronteriza entre dos ecosistemas, que es precisamente la más rica
en formas de vida.
2
o Entre ambas vías erróneas, la solución más razonable parece que pasa por la
inculturación, la contextualización, la reformulación de las mediaciones religiosas (lo que
supone acabar con la imagen “gregoriana” de la Iglesia, basada en la potestas, para aplicar
la teología conciliar).
Tres son los principales retos que se presentan a la teología fundamental en la situación actual de
Occidente.
Junto a la autonomía de muchos ámbitos antes determinados por lo religioso (la moral,
la celebración...), asistimos a la “sacralización” de realidades inmanentes (como el
compromiso social voluntario, la estética o la ecología), y, entre los que se dicen
creyentes, se da una divergencia cada vez mayor entre la doctrina oficial de la Iglesia y
la conciencia particular, e incluso entre lo que se dice de palabra y lo que se muestra
con la vida.
Según Elmer Salmann, en nuestra cultura posmoderna se advierte un fuerte viraje anti-
platónico, de cierto cariz neorromántico, cuyos rasgos principales son:
Todo esto no está sólo fuera de nosotros: si nos examinamos sinceramente, veremos
que en nosotros mismos anida la tendencia a la tibieza vital, a la religiosidad
“descafeinada”, a la superficialidad... Al cristianismo de hoy se le presenta esta
situación, no para juzgarla o despreciarla, sino para acogerla con comprensión y
responder a ella.
2
Filósofos actuales como Levinas o Rosenzweig nos han recordado que se paga un precio muy alto cuando
no somos capaces de escuchar al otro, al ser humano particular que tenemos ante nosotros.
3
Siempre ha habido injusticia en el mundo, pero nunca se habían alcanzado las dimensiones
de atrocidad que hemos conocido en el siglo XX, y además nunca habíamos sido tan
conscientes de las implicaciones teológicas de esta situación (“Dios está en los mapas”; los
barrios marginales de una gran ciudad dibujan con nitidez el perfil de la corona de espinas
de Cristo).
La injusticia afecta a la posibilidad de la experiencia de Dios (el espesor del mal oculta el
rostro divino) y condiciona nuestra imagen de Él: el Dios cristiano no puede desvincularse
de la solicitud por los pobres (Isaías presenta al Mesías como solidario con los oprimidos,
hasta dejarse matar antes que ser cómplice de la injusticia). Algunos retos que nos plantea
la injusticia son: la comprensión de la relación entre historia profana e historia de salvación
(¿cómo actúa Dios en la historia?); la integración de la dimensión mística y la profética en
la praxis cristiana; la necesidad de colaborar en la lucha por la justicia con todos los
hombres de buena voluntad.
Del etnocentrismo decimonónico (en el que se hablaba con toda tranquilidad de “pueblos
primitivos”) se ha ido pasando al reconocimiento del otro, del diferente; a un mundo
multicéntrico, irremediablemente plural, aunque desde el punto de vista económico sea
cada vez más una aldea global.
El cambio de “la Cultura” a “las culturas”, del exclusivismo religioso al diálogo interreligioso
(desde la primera reunión de representantes de diversas religiones – Chicago, 1893 -,
anatematizada por León XIII, hasta hoy, han proliferado cada vez más este tipo de
encuentros) ha hecho posible el nacimiento de la todavía titubeante “teología de las
religiones”, que relee los temas tradicionales de la teología a la luz del diálogo con otras
tradiciones religiosas. Todo esto nos obliga a enfrentarnos con una pregunta inevitable:
¿qué pasa con las pretensiones de verdad de las distintas religiones reveladas?
La teología comparte el estudio de la religión con otros dos tipos de saberes: la filosofía de
la religión y las llamadas “ciencias de la religión”. Frente a estas, la teología tiene la
desventaja de que parece un saber menos “científico” y también menos autónomo (al estar
más condicionada por el magisterio eclesial), y por ello no tan “presentable” en el ámbito
universitario3.
3
Así, en los países latinos –a diferencia del ámbito germánico y anglosajón- la teología ha sido desalojada de
los estudios civiles.
4
Seckler señala cómo se pueden entender los tres tipos de saber religioso como tres fases graduales en el
proceso de conocimiento humano, en relación con la teoría de los “tres estadios” de Comte: teología (estadio
mítico), filosofía de la religión (estadio metafísico) y ciencias de la religión (estadio positivo).
4
Homero, según nos dice Aristóteles, era “theologós”, en el sentido de que narraba
poéticamente mitos religiosos.
o Sin embargo, el Estagirita propone una forma diferente de hacer teología, una
forma no narrativa, sino argumentativa, lógica: un discurso filosófico sobre Dios.
o Aristóteles considera este saber nada menos que como la “prote philosophía”
(filosofía primera), la culminación de la metafísica.
Los saberes sobre el hecho religioso de que disponemos actualmente se pueden clasificar
en saberes normativos y no normativos.
o Entre estos últimos distinguimos las varias “ciencias de la religión”, que pretenden
“explicar” objetivamente las diversas facetas del hecho religioso, y la
“fenomenología de la religión”, que aspira a “comprender”, por medio de un
estudio sintético y global, en qué consiste lo específicamente religioso en la
conducta humana.
o Los saberes normativos (que emiten juicios de valor sobre lo estudiado) incluyen
la filosofía de la religión y la teología (que parte siempre de la fe en una
determinada revelación), así como la incipiente “teología de las religiones”.
5
En expresión tomista, existe un desiderium naturale videndi Dei.
5
Fenomenología de la religión
(“comprensión”)
Saberes
Filosofía de la religión
Normativos Teología
Todo verdadero saber sobre la religión tiene que ser un saber riguroso, una “ episteme” (en el
sentido platónico, que se distingue de “doxa”),
y tiene que poseer una esencia irreductiblemente propia, es decir, atender a una tarea o a un campo
no sustituible por otras disciplinas. La teología, como “ciencia de Dios secundum revelationem”
(scientia fidei o Glaubens Wissenschaft),
o tiene un campo objetivo (“teo” – “logía”, sermo de Deo, discurso religioso sobre Dios);
o debe hablar en conformidad con las condiciones de cientificidad de su época;
o cuenta con una fuente normativa (la revelación bíblica);
o posee una subjetividad específica (la fe6);
o y se desarrolla en un lugar social (la Iglesia, comunidad de fe).
6
Entendida como aquella subjetividad en la que el Dios de la revelación viene a irrumpir, como
preocupación última, sobre el hombre que se abre a ella.
7
En el sentido, antes mencionado, de una “episteme”.
8
La eclesialidad de un teólogo no depende de su virtud, de su “santidad”, sino de en qué medida la
comunidad creyente se encuentra reflejada o no en su discurso teológico; es un error, lamentablemente
demasiado frecuente, tomar como criterio definitivo de eclesialidad, en casos de conflicto, las actitudes
personales de los teólogos.
6
ekklesía, y nos obliga a preguntarnos qué entendemos por Iglesia (no sólo la jerarquía,
aunque también la jerarquía): lo que sustenta la teología es la Iglesia en su totalidad.
La teología es una “diakonía” intelectual de la fe: trata de servir 9 a la fe, para que la
comunidad creyente no haga de ella una idolatría10. Por eso mismo, la teología no puede
ser una empresa privada; el teólogo tiene que dar cuenta de su tarea a la comunidad, tiene
que estar en comunión con ella. La dimensión eclesial da a la teología una capacidad de
discernir, pero el criterio último de discernimiento no es la Iglesia, ni siquiera la fe (mucho
menos, la interpretación de esa fe propia de una época determinada), sino la Palabra de
Dios, Palabra que juzga a la Iglesia y a la misma fe. Al magisterio le corresponde velar por
la fidelidad evangélica de la teología, por su comunión con la Iglesia y con la tradición
apostólica (regula fidei), pero debe hacer esto de manera evangélica.
La teología es, en fin, una función vital de la religión misma; Hegel la definió como “la
religión acompañada de una conciencia pensante y comprendente”. Lo decisivo es la
connotación intrínseca de la religión a la teología, la auto-reflexión y auto-articulación de la
religión que la sustenta. Cada teología se atiene a los contenidos, normas, reglas y fines de
“su” religión. La Iglesia es un conjunto coherente, en el que todo está interrelacionado, y si
falla algún aspecto se resienten todos; por eso es fundamental que la teología esté bien
ensamblada con las demás dimensiones de la vida de la Iglesia (predicación, diaconía,
liturgia...).
9
Con un servicio crítico, que no puede reducirse a una mera sistematización del kerygma o un asentimiento
ciego al magisterio eclesial.
10
Lo que el teólogo debe combatir no es el ateísmo, sino la idolatría: la tentación, que siempre acecha al ser
humano, de poner su corazón en cosas que son menos valiosas que él mismo, de absolutizar aquello que en sí
es relativo.
11
Aunque indudablemente le convenga aprender de la radicalidad socrático-cartesiana de los fenomenólogos,
hecha de responsabilidad y lucidez (nada hay más difícil que la lucidez, porque exige “salir del propio amor,
querer e interés”).
7
o I) fase de reacción contra la apologética clásica (en los años anteriores al Concilio
Vaticano
o II); fase de ampliación (en torno al Concilio), en la cual, bajo el nuevo nombre de
“teología fundamental” se agrupan todo tipo de contenidos (“pantología sacra”);
o III) fase de reflexión (tras el Concilio), centrada en el planteamiento de la identidad
de esta disciplina y en la jerarquización de tareas.
12
Tertuliano había hablado ya del anima naturaliter christiana.
13
El deísmo ilustrado consideraba el elemento revelado de las religiones “positivas” como algo superfluo, e
incluso supersticioso, y afirmaba que lo único importante era el núcleo racional, común a toda religión: la
existencia de un ser supremo, la libertad del hombre y la necesidad de emanciparse de cualquier servidumbre.
Según estos autores, las revelaciones históricas, en sí mismas inverificables, no tenían más utilidad que la de
servir como instrumento pedagógico para llegar a ese núcleo racional.
8
En obras del siglo XVI se observa ya este esquema tripartito. El término “apologética”
aparece en el catolicismo en torno a 1830, a raíz de la obra de Johann Sebastian Drey,
inspirada en Schleiermacher.
Vamos a realizar ahora un breve análisis del significado y uso de algunos de los términos principales que se
han utilizado en nuestra disciplina, comenzando por el concepto de…
APOLOGÍA
La palabra “apología” significaba, en su origen griego, simplemente “defensa, justificación”: se
refiere a la acción de dar cuentas, dar razón de algo, ante una acusación cualquiera14. Usado en ese
sentido amplio, encontramos el término aplicado a diversas obras literarias a lo largo de la historia:
Apología de Sócrates (escrito de Platón que supuestamente reproduce la defensa de Sócrates ante
los jueces), Apología contra el insensato Gaunilón (en la que san Anselmo defiende su argumento
ontológico frente a las críticas de este monje), Apología de la Confessio augustana, de Melanchton
(en defensa de los puntos de vista protestantes), o la Apologia pro vita sua del cardenal Newman
(justificando su conversión al catolicismo).
Los primeros cristianos tuvieron que defenderse pronto de acusaciones variadas, y por ello en
seguida empezaron a redactarse apologías, hasta el punto de que se suele hablar de los “padres
apologistas” de la Iglesia antigua: Justino, Atenágoras, Teófilo de Antioquía, Melitón de Sardes, etc.
Casi todos ellos escriben “contra” algo o alguien (Adversus...), defendiendo el cristianismo frente a
diversas calumnias15, sospechas generales e incluso persecuciones. Es interesante advertir cómo
este empeño por defender la religión cristiana frente a sus acusadores llevó a estos “padres
apologistas” a hacer un progresivo esfuerzo de clarificación de la esencia del cristianismo y de sus
fundamentos.
Por último, digamos que la palabra “apología” se utiliza también como un término técnico de la
teología fundamental, para referirse de manera muy precisa al “acto especializado y complejo de la
legitimación de la fe cristiana en el horizonte de la cuestión de la verdad y a la luz de la misión
universal del cristianismo”. Recordemos que, según 1 Pe 3, 15 (“dispuestos siempre a la apología
para con todo el que os pida razón acerca de la esperanza que hay en vosotros”), esta es una
exigencia indispesable de nuestra fe.
APOLOGÉTICA
14
Cf. el verbo inglés apologize (“excusarse”).
15
Algunas tan ridículas como la acusación de que los cristianos bebían, en sus banquetes rituales, la sangre
de niños asesinados.
9
Este sustantivo se usa a veces con valor colectivo, para referirse a un conjunto de apologías
(“apologética de la Iglesia antigua”), pero también se emplea en otro sentido:
El de una tarea teológica particular (o una disciplina teológica parcial), que consiste en la ciencia o el
arte de la apología.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Por último, llegamos al término teología fundamental, que es el que utilizamos actualmente. La preocupación
por lo “fundamental” o “los fundamentos” es característica de la filosofía del siglo XIX, y en la teología
aparece por primera vez de forma oficial en el documento Dei filius, emanado del Concilio Vaticano I. El
concepto “teología fundamental” comprende tres apartados:
16
Los milagros y las profecías son los más socorridos.
17
Autores más actuales de esta línea son Biser, Fiorenza y Peukert.
18
Tillich, en su Teología sistemática, afirma que se puede hablar de la “razón” en un sentido “técnico”
(conocimiento controlador del objeto) y en un sentido “ontológico” (conocimiento receptivo, participativo),
que no deben contraponerse ni excluirse (no podemos estar siempre implicados ni siempre distantes con
respecto a la realidad). Él propone el concepto de “profundidad de la razón” (depth of reason), profundidad
que es tanto del sujeto cognoscente como de la realidad conocida (la realidad tiene también un lógos). Esta
profundidad se expresa en las estructuras de la razón, desbordándolas, y se manifiesta en formas simbólicas
(mito, culto).
10
teología de los fundamentos: intento de poner de relieve, de manera no puramente extrinsecista, los
fundamentos del cristianismo;
justificación argumentativa, que reasume la apologética tradicional, pero en una clave menos
“defensiva” y más dialogal
Podemos decir, pues, que la teología fundamental se enfrenta a una doble tarea:
2. El horizonte hermenéutico
La relación entre lector y texto es siempre una relación circular: el lector se sitúa ante el texto
con una serie de “prejuicios”, de “pre-comprensiones” que condicionan su lectura, y a la vez lo
que lee afecta a sus juicios y su comprensión de las cosas; esto forma parte del llamado “círculo
hermenéutico”. No siempre somos conscientes de nuestras pre-comprensiones.
La explicación literal del texto (análisis filológico, crítico, histórico...) es imprescindible para
poder hacer hermenéutica, pero no es todavía hermenéutica. Ortega y Gasset, en su prólogo al
Banquete de Platón, subrayaba que todo texto es un fragmento de un conjunto más amplio que
el lector ha de reconstruir21. Interpretar es algo más que “comprender”, aunque la hermenéutica
incluya la comprensión del texto como elemento fundamental.
Es de capital importancia la disposición, la actitud con la que nos acercamos al texto, tratando
de evitar lecturas superficialmente unilateralistas: los textos son siempre una invitación, una
“pro-vocación” a una comprensión más profunda. Pero para comprender un texto, este tiene
que encontrar resonancia en nosotros, y eso exige una cierta sensibilidad.
EXPLICACIÓN
(Auslegung)
REPRODUCCIÓN COMPRENSIÓN
(Nachbildern) (Verständnis)
conciencia
subjetiva RECONSTRUCCIÓN
del intérprete (Nachkunstruieren)
ha hecho una reflexión muy enriquecedora sobre la hermenéutica, atendiendo no sólo a los
aspectos “técnicos”, sino sobre todo al sentido profundo de esta labor.
23
Es de notar que Dilthey concibe todavía la cultura en el sentido restringido de la Kultur idealista, no en el
sentido amplio que le damos actualmente a este término.
24
Más recientemente, Tracy señalará que en los clásicos se da, a la vez que una radical estabilidad
(permanecen siempre como significativos), una radical inestabilidad, que Dilthey no percibió (en cuanto que
albergan un “exceso de significado” y por ello se resisten a una interpretación definitiva).
13
Gadamer afirma que hay que buscar una “fusión de horizontes” entre el horizonte del texto
y el del lector, un diálogo en el que pueda resonar lo profundo del texto. Otro concepto
importante de la filosofía de Gadamer es el de Wirkungsgeschichtliches Bewusstsein
(conciencia de la determinación histórica), que tiene que ver con la pluralidad de la
recepción de los textos a lo largo de la historia.
Este autor opta por una hermenéutica “restauradora del sentido” 26: una vez que sabemos
cómo funciona el texto, hemos de ir más allá de él, en busca de aquello a lo que apunta el
texto, de aquello que le da sentido. Alcanzar ese “más allá” supone un “desvelamiento” del
“exceso de sentido” que el texto posee.
Hay, en efecto, un “exceso de sentido”, que en los textos religiosos se expresa de distintas
formas27, siempre con una mediación lingüística (Escrituras, canon). Ese exceso de sentido
impele a la interpretación (en la línea de “llamada – respuesta”, más que en la de “pregunta
– solución”), y esto se da dentro de una comunidad interpretante. Es inevitable la
pertenencia a una tradición: los “prejuicios” son necesarios para descubrir lo nuevo
(Ricoeur habla de la innovación como “deformación reglada”).
(estructuras,
composición, redacción
formas, estilo, historia contexto socio-cultural
códigos) intencionalidad
La teología es una empresa esencialmente hermenéutica, pues los mismos textos sagrados
constituyen una interpretación de la historia (e incluso una interpretación de la misma Escritura, ya que el
Nuevo Testamento interpreta al Antiguo). Por eso, no deben citarse los textos bíblicos (y lo mismo puede
decirse de los documentos del magisterio eclesial31) sin tener en cuenta el contexto en que fueron escritos.
De ello se siguen dos consecuencias: la fusión de horizontes entre la palabra de Dios y la palabra humana
(fusión que supone crisis, interpelación mutua) y la equiparación entre el amor a Dios y el amor al prójimo.
Esa verdad se ha manifestado en el acontecimiento pascual, centro del anuncio cristiano, pero
tiene que llegar a su plenitud en el futuro (“ya sí, pero todavía no”). Por eso, la verdad cristiana
29
Entre Escritura y tradición media siempre un componente cultural (nótese cómo ya la Biblia asumió
muchos elementos culturales de Mesopotamia).
30
Ricoeur utiliza el concepto de “participación semántica” para indicar que se puede entender el significado
del lenguaje religioso sin ser creyente.
31
Sullivan, en su estudio sobre la fórmula extra Ecclesiam nulla salus, postula una “fidelidad creativa” a la
hora de explicar el magisterio de la Iglesia.
15
Es evidente que un concepto de verdad como este resulta más rico que el de la mera
“adecuación de la mente a las cosas”: la verdad que buscamos es siempre mayor que nuestros
esquemas mentales; no debemos, pues, confundir la verdad en sí con nuestras formas de
acceder a ella.
Una pregunta importante es si la verdad cristiana puede entenderse de una forma que no sea
exclusiva (la única verdad es la nuestra) ni tampoco inclusiva (nuestra verdad asume todas las
demás33), sin caer en el relativismo, es decir, si puede afirmarse como tal respetando las otras
verdades. Esto tiene gran importancia de cara al diálogo interreligioso (¿cómo compartir nuestra
verdad con las verdades de otras religiones?).
2. La “reserva escatológica”. Nuestra salvación es en esperanza (“ya sí, pero todavía no”), y sólo
Dios tiene la última verdad sobre las cosas; por eso no hay nada definitivamente irremediable,
siempre hay una apertura al futuro.
4. La aceptación de las Escrituras judías. Frente a la postura de herejes como Marción, la Iglesia
siempre ha entendido que el Nuevo Testamento asume la tradición de Israel. Esta actitud no
exclusivista ya se percibe en el Antiguo Testamento, con su pluralidad de tradiciones, su
asimilación de elementos culturales mesopotámicos, o sus “santos paganos” (Melquisedec, Rut,
Ciro...). Si Dios quiere que todos los hombres se salven, la actitud creyente ha de ser de
universalismo y apertura.
32
Experiencias espirituales profundas, como pueden ser las impresiones estéticas sublimes, los encuentros
personales auténticos, la contemplación de la naturaleza... permiten al hombre intuir esa eternidad que
trasciende el tiempo.
33
La concepción inclusiva de la verdad, expresada en el esquema tradicional “promesa-cumplimiento” y que
subyace a formulaciones como la patrística de las “semillas del Verbo” o la rahneriana de los “cristianos
anónimos”, ha sido criticada porque, en el fondo, no respeta la alteridad, no respeta al otro en cuanto tal.
34
En verdad el dogma trinitario constituye una sorprendente transgresión del estricto monoteísmo judío,
transgresión que sólo es posible si hay tras ella una experiencia espiritual que se impone inevitablemente.
35
Por eso, afirmar que la Iglesia es icono de la Trinidad nos exige aceptar la pluralidad y el derecho a la
diferencia dentro de esa Iglesia.
16
5. El recurso a la racionalidad. Ninguna otra religión ha dado un valor tan grande a la razón
humana36 como vía de acceso a Dios, como preambulum fidei. A lo largo de toda la historia del
cristianismo, esta confianza en la razón, mucho más presente que el diálogo con otras
religiones, se ha manifestado de diversas maneras: en la apologética (aun con todos sus
defectos), en la tradición escolástica de las quaestiones y objectiones, en la idea medieval de
los “cuatro sentidos” de la Escritura (literal, moral, teológico y místico), en el diálogo con la
filosofía, en la apertura de la exégesis bíblica a las ciencias humanas...
6. La lucha contra la idolatría. La pregunta teológica no es “si existe Dios” ( an sit Deus), sino
“quién es Dios” (quis sit Deus), cómo es el Dios verdadero. Optar por el auténtico Dios, y no por
los ídolos, es una cuestión existencial (confessio), no sólo intelectual. Sólo Dios nos permite ser
ateos, nos da la libertad de aceptarle o negarle, a diferencia de los ídolos.
El que la teología sea científica no significa que no asuma la problematicidad de las mediaciones
científicas. Heidegger, en su artículo Fenomenología y teología, considera a la teología como una ciencia
óntica, que tiene un positum, un objeto de estudio dado de antemano. El objeto de la teología cristiana es,
según él, la “cristianidad”, “lo creído”, aquello que brota de la fe en el Dios crucificado. La fe es un modo de
existencia del “ser-ahí” humano, un existir que comprende creyendo, y que exige una actitud de conversión
permanente. Para Heidegger la teología es ciencia de lo desvelado en la fe, de lo creído, y a la vez de la
conducta creyente (la “fideidad”); es una ciencia que procede de la fe y que al mismo tiempo configura la
existencia creyente.
Tillich afirmaba que la revelación no es sino la irrupción de lo incondicionado en lo condicionado,
irrupción que provoca dos efectos: melancolía (se nos descubre nuestra falta de plenitud, nuestra
imperfección, nuestro pecado...) y coraje (se nos anuncia la gracia, la justificación, la esperanza...).
En resumen, podemos decir que la verdad cristiana pertenece al orden de lo testimonial, de lo
confesante, de lo autoimplicativo, de lo performativo, de lo doxológico, y también de lo crítico o profético; pero
al mismo tiempo hay que decir que esta verdad cristiana está radicada en una realidad histórica, cultural y
social determinada. La verdad cristiana representa el consenso eclesial, y es capaz de adentrarse en ámbitos
conflictivos de la realidad.
afirmación dogmática como tal, sino aquello a lo que esta apunta 38. Biser (Las barreras del lenguaje) ha
puesto de relieve los peligros del “dogmatismo”: el fixismo en las formulaciones dogmáticas puede hacer que
una verdad de fe llegue a resultar in-significante.
Rahner señala que los dogmas son definiciones con pretensión de verdad incluso formal. Son
afirmaciones de fe, que remiten a la experiencia de fe vivida (fides qua creditur), pero a la vez son
afirmaciones naturales, con el mismo grado de contingencia de todo lo infralapsario. La fijación terminológica
llevada a cabo por la comunidad no debe inducirnos a confundir la expresión lingüística de un dogma con la
realidad salvífica a la que apunta, ni dispensarnos de tomar en serio la historicidad (los conceptos humanos
están sujetos a una mutación histórica que el magisterio sólo parcialmente puede controlar) y la dimensión
escatológica (“prolepsis”: hablamos de realidades que vivimos en esperanza y que aún no conocemos
plenamente). El dogma no debe desvincularse del kerygma: la distancia entre el kerygma y la formulación
dogmática es mediada por la tradición de la Iglesia, en un proceso de discernimiento. No obstante, el
lenguaje dogmático adolece con frecuencia de una cierta proclividad al “dogmatismo” y una seria falta de
mistagogía.
Al considerar la historia de los dogmas hay que tener en cuenta el condicionamiento del contexto
cultural: a medida que va cambiando la mentalidad, la visión del mundo, también las palabras modifican su
significado; por eso, los dogmas necesitan ser contextualizados (no “adaptados al mundo moderno”, pero sí
expresados de una forma comprensible para los hombres de cada época). También hay que tener presentes
las controversias teológicas que a veces están en el trasfondo, ya que muchos dogmas se han formulado
como respuesta a errores o polémicas doctrinales, y sin conocer estas es difícil entender aquellos: la
tradición de la Iglesia es dinámica, se va construyendo en diálogo, también con otras confesiones cristianas y
otras religiones.
La crisis modernista de principios de siglo dificultó notablemente las discusiones sobre la evolución
del dogma, pero desde entonces son muchos los autores que han hablado de la evolución del dogma
católico: aun admitiendo que Dios no vaya a decir más de lo que ya ha dicho en Jesucristo, siempre cabe
decirlo mejor. Quizá deberíamos aspirar a un equilibrio entre la aceptación acrítica de la tradición y la
sospecha obsesiva de todo lo transmitido en ella, sin olvidar que la clave de interpretación de nuestra
doctrina es Cristo, y que la revelación, igual que la respuesta del hombre a ella, no es algo puramente
intelectual, doctrinal, sino una experiencia global de la persona.
El decreto Unitatis Redintegratio del Concilio Vaticano II, en su párrafo 11, recuerda a los teólogos
que “existe un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de tales
verdades con el fundamento de la fe cristiana”. No todo lo que creemos es igual de nuclear para nuestra fe. A
este respecto, Rahner defiende que el centro del cristianismo es precisamente la autodonación de Dios en
Jesucristo.
El párrafo 12 de la constitución conciliar Lumen Gentium alude al sensus fidelium o sensus fidei en
estos términos: “La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20 y 27), no puede
equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de
la fe de todo el pueblo cuando “desde los obispos hasta los últimos fieles laicos” presta su consentimiento
universal en las cosas de fe y costumbres”. Se trata de una cierta sabiduría, en cuestiones de fe, que reside
en el conjunto de los bautizados y que no se adquiere en los libros.
El sensus fidei no es el recurso que les queda a los laicos frente al clero y a los teólogos; es el
“maestro interior” que permite al creyente hacer sus juicios de fe y tomar sus opciones cotidianas, a menudo
de una manera connatural. No posee un carácter autónomo como testificador de la fe, sino que se incluye en
el testimonio múltiple de la Iglesia, y tiene mucho que ver con la praxis: cuanto más se ama a Dios, mejor se
le conoce.
Ciertamente es difícil verificar el sensus fidei, comprobar que no se trata de deformaciones
particularistas, especialmente en terrenos como la religiosidad popular, pero no podemos prescindir de esta
38
Como recuerda santo Tomás, actus credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem, y articulus fidei
est perceptio divinae veritatis tendens in ipsam.
18
instancia, como elemento estructural y constitutivo que es de la eclesiología. En particular, una eclesiología
que acentúa el carácter sacramental de la Iglesia, como es la del Vaticano II, necesariamente ha de valorar el
sensus fidelium.
La idea de los topoi o “lugares” había sido desarrollada por la lógica clásica (pensemos en los
Topica de Aristóteles) y sobre todo por la retórica; los humanistas del Renacimiento continuaron sirviéndose
de este concepto, como vemos en la obra de Rodolfo Agrícola (1529). Melchor Cano señalará diez “lugares
teológicos” o instancias en las que el teólogo puede basar su argumentación. Ya antes que él, Tomás de
Aquino había hecho una distinción en las fuentes de la argumentación teológica entre argumenta propria (ya
sean ex necessitate –la Sagrada Escritura- o probabilia – los doctores de la Iglesia-) y argumenta extranea (la
razón humana).
Wicks define los lugares teológicos como “ principios organizativos estándar que guían la tarea
teológica”. Waldenfels afirma que “un corte longitudinal en el proceso de la tradición permite esbozar
transversalmente los aspectos o campos más importantes que confluyen en el “lugar” donde se produce el
conocimiento o la comprensión teológica actual”. Tornos los considera no sólo como terrenos de donde se
extraen datos, sino como “campos del saber / concienciar donde puede realizarse el movimiento que va del
captar al creer y del creer al entender, que es un nuevo captar”.
Los “lugares teológicos” no son meros “archivos” de datos para la teología, sino que tienen que ver
con la naturaleza misma de la Iglesia, con su catolicidad y el carácter múltiple de su testimonio: la Iglesia
hace presente el Reino de Dios realizando la diakonía, viviendo la koinonía, anunciando el kerygma y
celebrando la leitourgía. Debe evitarse el reduccionismo que lleva a planteamientos monológicos: tan
perjudicial es la sola Scriptura como la sola ratio o el solum magisterium.
Los lugares teológicos representan un sistema de conocimiento, pero a la vez forman parte de la
espiritualidad de la Iglesia, ya que el conocimiento de la fe concierne a todos los creyentes, no sólo a los
teólogos.
c. La aportación de Melchor Cano
El neoescolástico dominico Melchor Cano, en su Libro de los principios teológicos, hace la siguiente
clasificación de los lugares teológicos:
Sagrada Escritura
Constituyentes
Tradiciones de los apóstoles
Iglesia católica
Concilios
Lugares teológicos Interpelativos Iglesia romana (Papa)
Padres de la Iglesia
Teólogos (escolásticos)
Razón humana
Impropios o ajenos Filósofos
Historia humana
Los lugares teológicos que Melchor Cano llama “impropios o ajenos” son quizá los que plantean hoy
más desafíos. Así, el de la “razón humana” y el de los “filósofos” atañen al círculo filosofía – teología, y
suscitan la pregunta de con qué filosofía debe dialogar la teología actual. El lugar teológico de la historia
también demanda una rearticulación. La “teología política” y la “teología de la liberación” han dado un lugar
central a la praxis histórica y han puesto de relieve la importancia del “desde dónde” se hace la teología
(“nuestra metodología es nuestra espiritualidad”), preocupación que enlaza con la idea tradicional del “hábito
teológico”. En este lugar teológico de la historia podría tener cabida el diálogo con las artes, especialmente
con las artes de ficción, como la literatura y el cine, en las que abundan las “significaciones personificadas”:
¿por qué no ha de ser posible iniciar y consumar una inteligencia de la fe frecuentando las manifestaciones
artísticas del ser humano?
“Hablar de Dios” es sólo uno de los vértices (junto con “hablar a Dios” y “hablar en nombre de Dios”)
que forman el triángulo del lenguaje religioso, en cuyo centro tiene que estar necesariamente el “dejar hablar
a Dios”:
Lo primero y principal es, pues, dejar hablar a Dios en mí. El silencio, aunque no es un valor
absoluto (se puede hacer daño con el silencio igual que con las palabras), es importante y resulta
imprescindible para escuchar a Dios. El silencio nos permite recuperar las palabras, rescatar su valor, y hace
aumentar nuestro deseo de Dios. Orar es celebrar el don de existir, situarse en total dependencia de Dios,
reconocer ante Él la propia condición. La oración supone un equilibrio entre alteridad (Dios como el
absolutamente otro) y respectividad (Dios como aquel que nos afecta en nuestro centro más íntimo).
b. Elementos de semiología
20
Para hablar del lenguaje religioso, es importante reconocer las diferencias que existen entre el
“signo” o “señal”, la “alegoría” y el “símbolo”. Estas diferencias afectan tanto al significante como al
significado, y también a la relación entre uno y otro.
Parcialmente adecuado
Adecuado Suficiente e inadecuado
(parabólico)
Relación significante–
significado
Equivalencia indicativa Traducción (económica) Epifanía
Puede ser aprehendido Difícilmente captable Nunca puede ser
captado por el
por otro procedimiento por medio directo
pensamiento directo
de pensamiento Por lo general es un
concepto complejo o
Significado
una idea abstracta
Nunca se da fuera
Se da antes que
Se da antes que el
del proceso simbólico
el significante
significante
Lenguaje de la
experiencia y deseo
Narración
Confesión de fe
Anuncio
Dogma
Teología
- Novedad - Evocaciones
- Descripciones - Valores
Verificabilidad Misterio
En el contexto de indiferencia religiosa en que vivimos, el anuncio del evangelio requiere una labor
previa: la de despertar en el corazón de nuestros contemporáneos (y quizá en el nuestro también) la
“resonancia” religiosa, la sensibilidad hacia la trascendencia. Algunas actitudes fundamentales para hacer
posible ese “despertar” son las siguientes:
a) El centro frente a la dispersión: si vivimos “en las afueras de nosotros mismos”, en vez de vivir
de dentro a fuera, no puede aflorar el deseo de Dios; hay que luchar contra la dificultad que
23
b) La estimación de los valores frente a la mirada interesada: necesitamos aprender a apreciar por
sí mismas aquellas cosas que son valiosas, independientemente de su utilidad.
La magna obra de M. Blondel, L’action, nos ayuda a identificar y describir el “indicio originario” de la
apertura a la trascendencia del ser humano. En su Carta en materia de apologética, Blondel escribía que la
pretensión de La acción era “poner en ecuación, en la conciencia misma, lo que parece que pensamos y
queremos y hacemos con lo que hacemos, queremos y pensamos”. Hay, en efecto, una inadecuación entre
los dos términos de esa ecuación, o, como los llama Blondel, entre la volonté voulante y la volonté voulue:
entre lo que quiero ser y lo que soy, entre el ímpetu de trascendencia y el mundo de mis resistencias.
Esta “desproporción entre lo que somos y lo que tendemos a ser”, esta distancia o desequilibrio, es
descrita por Blondel en otros pasajes como “herida ontológica”, “escisión íntima” o “divino descontento”. El
sentimiento de la ausencia de Dios es como la “huella en negativo” de Dios en el alma humana, el “sello”, la
imagen divina en el interior del hombre. El fin de la existencia humana no es otro que acrecentar todo lo
posible la comunión entre la volonté voulante (el ímpetu de trascendencia) y la volonté voulue (el objeto
concreto de nuestros quereres).
Algunas vivencias cotidianas que nos abren a ese “abismo interior” son: la experiencia de las
resistencias de la realidad, de los límites internos, vivida en la confianza; la aceptación del sufrimiento, de las
críticas, del dolor... como una purificación en el amor; el afrontar las dificultades de la vida con alegría y
espíritu de servicio; la satisfacción por el bien de los otros; la belleza, la fidelidad, la amistad...
* INTRODUCCIÓN: ¿Sentido?
1ª parte
El hombre en el mundo o la insuficiencia del orden natural
2ª parte
1)
2)
3ª parte: el fenómeno de la acción 3) (punto de inflexión: la intención que modela39)
4)
39
La acción se presenta, en este momento central de la obra, como “la intención que vive en el organismo y
modela las energías de las que había emergido”.
24
5)
* CONCLUSIÓN: “Existe”
En la primera y segunda parte se plantea si existe un problema de la acción, y se pasa revista a tres
posiciones que lo niegan: el dilettante, el esteta, y, con más radicalidad aún, el nihilista. El dilettante quiere
probarlo todo pero nunca se compromete con nada, no opta; vive de las puras necesidades, sin afrontar
nunca el espesor de la existencia. El esteta es una especie de “químico de los sentimientos”, tan
incomprometido como el anterior, y tan incapaz como él de asumir el sufrimiento de la vida. Blondel intenta
hacer caer en la cuenta de la insuficiencia de estas posturas, que aceleran la dispersión y la agonía del
sujeto moral; su obra es una llamada a la lucidez, a reducir al máximo los auto-engaños; a no estancar el
dinamismo de la acción, el ímpetu de trascendencia.
La postura del nihilista, que pretende “instalarse tranquilamente en la finitud” (Tierno Galván),
llevada a sus últimas consecuencias (aniquilar la voluntad: “no quiero querer”), es contradictoria con la
existencia humana, como se ve en un análisis existencial. No decidir ya es decidir; en cualquier caso hay que
tomar una opción.
La tercera parte (“El fenómeno de la acción”), que está muy desarrollada y tiene zonas muy
complejas, ofrece analogías con los Pensamientos de Pascal y con la obra de Teilhard de Chardin. Incluye
un excursus sobre la ciencia (la actitud científica, cerrada en sí misma, resulta insuficiente) y una vehemente
crítica tanto del nacionalismo como de la deformación religiosa que Blondel llama “superstición”. En esta
exhortación a liberarse de los “ídolos” aflora de nuevo esa “mística de la lucidez” tan blondeliana.
La cuarta y la quinta partes abordan ya la cuestión decisiva de “lo absolutamente inaccesible y más
que necesario al hombre”. Para abrirse a este unum necessarium, es preciso entrar en crisis, percibir la
propia limitación, no acallar (como hacen el dilettante, el esteta o el nihilista) la fractura, la inadecuación
interior que es la huella del absoluto en nosotros. La obra termina invitando al lector a tomar en serio la
pretensión de revelación del cristianismo, y dejándolo así a las puertas de la teología, puertas que Blondel
pone sumo cuidado en no traspasar.
La idea de “lo infinito” ha sido “tematizada” en las diversas religiones como “Dios”. Esta realidad
divina se expresa por medio de “mitos”, o bien a través de una auto-manifestación histórica del mismo Dios
(revelación)40. Vamos a ver cómo han tematizado las diversas religiones esta captación de “lo infinito”,
sirviéndonos para ello de los datos que nos aportan las ciencias de la religión y la fenomenología de la
religión.
Una cuestión previa es la de la relación entre “la religión” y “las religiones”: ¿tiene sentido hablar de
“la religión” en abstracto, más allá de sus concreciones históricas en las distintas religiones de la humanidad?
En todo caso, hemos de ser conscientes de que al emplear el término universal lo hacemos como un
“análogo”. Entre las definiciones clásicas de religio podemos recordar las de Cicerón (culto a los dioses),
Lactancio (vinculación – re-ligare – con lo absoluto) y Agustín (vuelta a Dios). La religión es un hecho
40
Pannenberg orienta su Teología sistemática en función del siguiente esquema: 1) Teología (homo capax
Dei) 2) Lo infinito (“Dios”) 3) Religiones (mito) // 4) Revelación (historia) 5) Jesucristo 6)
Trinidad (y desde aquí se cerraría el círculo volviendo nuevamente a la teología).
25
humano específico, con múltiples manifestaciones históricas, que no se confunde con (no puede reducirse a)
la dimensión estética, moral, jurídica, filosófica, social, afectiva... del hombre. Hay indudablemente un “hecho
religioso”, que no se agota en su aspecto visible, sino que apunta siempre a lo invisible.
. Cuando comenzaron a desarrollarse las ciencias de la religión, en el siglo XIX, era frecuente buscar
el “punto cero” de la historia de las religiones, con la pretensión de llegar a explicar el origen de la religión por
un fenómeno no religioso, ya fuera el animismo (Taylor), la cohesión social (Durkheim) o la magia (Frazer).
También se abusó mucho de la comparación entre las diversas religiones. Hoy día estos planteamientos
están ampliamente superados.
Jaspers hizo notar la importancia que tiene para la historia de las religiones el siglo VI a.C., al que él
considera como un “siglo eje”, que permite clasificar las distintas religiones del mundo en “pre-axiales” y
“post-axiales”. Lo que distingue sobre todo a las religiones de antes y de después del “eje” es el diferente
sentido del tiempo. Las religiones pre-axiales incluyen la religión prehistórica y las llamadas “religiones
primitivas”, todas ellas ágrafas, así como las religiones de las grandes culturas antiguas (Babilonia, Egipto,
India antigua, Grecia y Roma). Entre las post-axiales están, por una parte, las de orientación mística, como el
hinduismo, el budismo, el jainismo y las religiones de Japón y de China (confucianismo, taoísmo, zen), y, por
otra parte, las de orientación profética: judaísmo, mazdeísmo, cristianismo e Islam.
De la religión prehistórica tenemos solamente datos muy fragmentarios. Parece que la religión
surge, igual que otras muchas dimensiones de lo humano, como consecuencia del proceso de hominización,
en el que tienen una importancia clave la verticalidad (posición erecta) y el desarrollo del quiridio
(configuración de la mano); ambos avances permiten al hombre proyectarse, organizar el espacio, crear un
“mundo” propio. En este contexto encontramos los primeros vestigios de religiosidad: enterramientos,
imágenes (como la “Venus de Willendorf”)41...
Las religiones llamadas “primitivas”, como las que se dan entre los aborígenes australianos o los
indios de América, están muy centradas en el complejo mítico-ritual y carecen de desarrollo teológico (danzar
más que pensar). Todas estas, y lo mismo las religiones de las grandes civilizaciones antiguas (religiones
agrarias), tienen en común un especial sentido del tiempo, un sentido mítico: el “gran tiempo”, salido de las
manos de los dioses, va degenerando hacia un “punto cero”, pero el ritual consigue evitar que se llegue a
semejante catástrofe y pone de nuevo en marcha la rueda del tiempo.
Este concepto arcaico, cíclico, del tiempo pervive en cierto modo en las religiones que hemos
llamado “de orientación mística”; serán las religiones “proféticas” las que se despeguen de esta visión,
pasando a concebir el tiempo de una forma lineal y adquiriendo así el sentido de la historia 42. Se da también
en ellas un despegue de lo cosmológico, de lo natural (religiones “agrarias”), hacia lo cultural y hacia lo
personal (“conversión”). En la tradición judeo-cristiana, las claves son la palabra y la historia, más que la
naturaleza (para Israel el éxodo es más determinante que la creación).
En el hinduismo y el budismo, las religiones más característicamente “místicas”, el elemento
fundamental es la “liberación” (samadhi) y a eso se orienta la vida entera; la ayuda para llegar a esa
liberación (por medio de la sabiduría, el amor, el trabajo...) se llama “yoga”. Las religiones de orientación
profética, por su parte, acentúan lo personal, la conciencia religiosa del sujeto, distinguiendo claramente entre
Dios, el mundo y el hombre; la realidad material se concibe como “creación” del ser trascendente (nada de
“emanación” o “fusión”).
están inscritas en un ámbito de realidad original, que designamos con el término “lo sagrado”;
constan de un sistema de expresiones organizadas (creencias, prácticas, símbolos, lugares /
espacios, tiempos / fiestas, objetos, sujetos, etc.);
expresan una experiencia humana peculiar de reconocimiento, adoración, entrega;
esa experiencia está referida a una realidad (configurada de múltiples maneras posibles: mana,
politeísmo, monismo, dualismo, monoteísmo...) trascendente, al mismo tiempo que inmanente,
al hombre y a su mundo, y que interviene en él para darle sentido y salvarle.
La primera característica común a las religiones es, pues, la de inscribirse en ese ámbito de realidad
que llamamos “lo sagrado” (ordo ad sacrum). Para Durkheim, “sagrado” se opone a “profano”; Eliade, en
cambio, afirma que lo sagrado se manifiesta en lo profano. “Lo sagrado” no es un término objetivo frente al
sujeto, sino que supone una ruptura de nivel ontológico, una forma nueva de ser. Marca una ruptura con la
visión ordinaria, profana, de las cosas, como cuando Dios ordena a Moisés que se descalce porque el terreno
que pisa “es sagrado” (no puede poseerlo).
La iluminación es el final del camino zen o del yoga; irrumpe en experiencias como el satori (zen), el
samadhi (yoga) o el nirvana (budismo). Es una experiencia de gracia, que no se provoca, aunque puede venir
tras mucho esfuerzo; se presenta como un advenimiento súbito, que puede incluso expresarse en poesía. En
cuanto a los ritos de iniciación, según Tornos se distinguen en ellos las siguientes etapas:
La tercera característica de las religiones es que expresan una experiencia humana peculiar
(reconocimiento, adoración, entrega...). La actitud religiosa tiene un doble componente: por una parte, es una
actitud extática, de trascendimiento (siempre difícil), de reconocimiento de Dios como el que nos atrae y nos
seduce (el pecado no es la transgresión de una norma, sino el alejamiento de nuestro centro); por otra parte,
es una actitud salvífica, de confianza en Dios como el que nos libera del pecado / mal y el que plenifica
(escatología) lo mejor que hay en nosotros. Las mediaciones encaminan en este doble sentido.
El misterio es la realidad fontal que pone en pie lo sagrado. R. Otto, en su clásico libro “Lo santo”
(Das Heilige), le atribuía dos cualidades principales: tremendum43 y fascinans44. Siendo “el ideograma de la
43
“¡Qué terrible es este lugar!” (Gn 28, 17).
44
“¡Qué bueno es estarnos aquí!” (Mc 9, 5).
27
absoluta inaccesibilidad”, podemos hablar de él a través de sus efectos, de la huella que deja en el ser
humano. El misterio es “lo que no es”, “el diferente de todo lo conocido y también de todo lo desconocido”; no
es algo objetivo, que yo controlo (un problema), sino una realidad dentro de la cual me encuentro. Es lo
totalmente otro, la trascendencia suma, lo cual implica superioridad ontológica45, supremacía axiológica46 y
santidad augusta47. Símbolos como la majestad (maiestas), el temblor (tremor) o la “ira de Dios” apuntan a
esta realidad desbordante.
Las configuraciones de lo divino, que no dejan de ser mediaciones, son muy diversas. El “mana”
(poder o “fuerza” indefinida) y el monismo (todo en el Uno) acentúan la trascendencia excluyendo la
invocabilidad (toda afirmación sobre el misterio sería antropomorfismo). El politeísmo, propio de las culturas
antiguas, que supone ya un desarrollo teológico, pone el énfasis en la invocabilidad en detrimento de la
trascendencia. El monoteísmo48 es el reconocimiento de la absoluta trascendencia y a la vez de la total
invocabilidad; va unido a la idea de creación (distinción radical entre Dios y el mundo) y a la afirmación de la
distancia (no aislamiento ni separación) entre el Creador y lo creado. Una última configuración de lo divino
sería el silencio o el vacío (exceso de plenitud) del budismo (¿religión sin Dios?).
Podemos preguntarnos, después de todo esto, dónde está, al fin y al cabo, el núcleo de la religión.
Según Heiler, en la adoración del misterio y la entrega confiada al mismo, es decir, en la fe: sólo si hay fe hay
religión. Como modelos bíblicos de fe tenemos a Abraham, que esperó contra toda esperanza, aun en la
prueba más dura (el sacrificio del hijo de la promesa), y a Elías, que pasa de la manipulación de lo divino, a
través de la experiencia de su debilidad, a reconocer la presencia de Dios en la brisa.
Non discens, sed patiens divina: la realidad de Dios no se aprende, se “padece”. Las figuras de
Adán y Job nos muestran que la prueba es necesaria para el conocimiento de Dios, es ocasión de conversión
(desfiguración transfiguración); en el sufrimiento, en la prueba, es posible la trascendencia. Según Jüngel,
en el amor se da un cambio del “yo” al “ser-tenido-por-otro”, del apego (Zuneigung) a la alteridad
(Zuwendung). Nuestra finitud no nos permite vivir a la vez para Dios y para el mundo; por eso, vivir para Dios
precisa renunciar a la satisfacción de otros deseos. El sacrificio es la otra cara del amor, y la renuncia tiene
sentido en función del valor de aquello por lo que se renuncia. El núcleo último de la religión es, pues, el
descentramiento del sujeto, que acoge confiadamente una trascendencia que le revela su propia finitud.
Según santo Tomás de Aquino, la religión consiste propiamente en una orientación del ser humano
a Dios: religio proprie importat ordinem ad Deum49. En la base de esta definición hay una convicción teológica
y antropológica: la realización definitiva del hombre sólo está en Dios, Él es el horizonte último de la vida
humana50. Para Tomás todo lo creado, lo que no es Dios, participa de Dios en cuanto este le comunica el ser,
pero esa afinidad de “participación”, que es consecuencia de la creación, no es propiamente religión:
empieza a haber religión cuando la relación con Dios se vive como salvación, como donación gratuita de la
bondad eterna.
45
“Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza” (Gn 18, 27).
46
“Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra” (Sal 73, 25).
47
“Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8).
48
El dualismo, representado por la religión persa posterior a Zarathustra (Ormud / Ahrimán), puede
considerarse como un paso intermedio entre politeísmo y monoteísmo.
49
Summa Theologiae II – II, 81, 1.
50
Tillich dirá, siete siglos más tarde, que la religión no es una función más del espíritu humano en
competencia con las otras, sino la tensión del espíritu humano hacia lo incondicionado que sostiene todas las
demás funciones.
28
inmediato- con los verdaderos deseos profundos del corazón, la tentación de curvarse sobre sí mismo en vez
de abrirse a la alteridad.
Así pues, la religión como producto cultural, en sus diversas manifestaciones, es expresión y
testimonio de la realidad interior del ordo ad Deum, de la existencia vivida delante de Dios. La vera religio
desborda las religiones particulares; por decirlo en términos fenomenológicos, Dios es el nóema de la nóesis
religiosa.
7. De la religión a la revelación
En algunas revelaciones, Dios se revela a sí mismo; en otras, revela su “ley”, su voluntad; en otras,
su amor. La revelación puede darse por intervención directa de la divinidad o por la mediación de un profeta.
51
En el relato de Ex 3 tenemos los elementos característicos de una teofanía: presencia maravillosa de Dios
(el fuego), llamada (“¡Moisés, Moisés!”), diálogo, respeto de la trascendencia (“quita las sandalias de tus
pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada”) y misión (“yo te envío a Faraón, para que saques a mi
pueblo, los israelitas, de Egipto”).
52
Ex 33, 11.
30
8. Modelos
En nuestros tiempos parece estar de moda entre los teólogos el hablar de “modelos”, y existe el
peligro de extrapolar al pensamiento teológico la categoría científica de “modelo” sin hacerle ninguna
corrección, lo cual supondría adoptar materiales de otro lugar pensando que van a servir para explicar algo
esencialmente distinto. Un ejemplo ilustrativo del error al que puede llevar este planteamiento es la idea de
aplicar el modelo evolutivo de Darwin a la religión (“evolución del dogma”): fácilmente se ve lo absurdo de
esta propuesta, pues es claro que los misterios teológicos no evolucionan igual que los seres vivos.
El problema que está de fondo es el de qué significa “entender” o “teologizar” una verdad de fe, y
hasta qué punto el instrumental científico -o en su caso, el filosófico- es válido para esta tentativa. Para
evaluar cualquier “modelo” de revelación habría que aplicarle las siguientes preguntas: ¿Cuánto del
contenido de la fe comprende? ¿Cuánto del contenido de la fe no comprende? ¿Cuánto del contenido de la
fe altera al comprenderlo? En todo caso, las categorías (praedicamenta), por valiosas que sean, no deben
llevarnos a perder oído para lo trascendental.
a) Revelación como doctrina (Dios, maestro autorizado). Este modelo, que da una gran
importancia a la formulación clara de las verdades de fe, tiene adeptos tanto en el campo
protestante, con su idea de la sola Scriptura y la autopistía de la Biblia, como en el católico
(autoridad de la Iglesia, profecías – milagros).
b) Revelación como historia (Dios se manifiesta en los acontecimientos). Para los partidarios de
este modelo, la Biblia es ante todo el testimonio de la historia de salvación.
c) Revelación como experiencia interior (Dios, luz del alma). Este modelo, que enfatiza la
percepción interna subjetiva, da una gran importancia a la relación de Jesús con el Padre.
d) Revelación como presencia dialéctica (Dios, dador de la gracia). Este modelo parte de la
aversión a todo lo que pueda sonar a objetivación de Dios (“blasfemia involuntaria”): entre Dios
y las criaturas hay un abismo que sólo Él puede saltar. La revelación (pura gracia), que se
opone a la “religión” (pretensión soberbia de llegar a Dios por el puro esfuerzo humano), es
palabra que cuestiona la realidad humana.
53
Models of Revelation, II, 19-35.
31
Torres Queiruga, en un planteamiento muy sugerente, subraya cómo Dios, en su amor infinito, está
siempre revelándose al hombre “en cuanto puede”. Reflexionando sobre el problema de la perceptibilidad de
la revelación y del sentido de la historia, este autor presenta la revelación como “mayéutica histórica”: la
Palabra viene de fuera, pero trae a la luz lo más profundo e íntimo de nuestro ser. Esta idea, muy fecunda,
tiene su aplicación en diversas cuestiones de teología fundamental: la elección de Israel, la naturaleza de la
Biblia como Palabra de Dios, la relación entre el cristianismo y las otras religiones...
9. El modelo conceptual
Hay que distinguir entre “conocimiento natural de Dios” y “conocimiento de Dios en la naturaleza”.
Por otra parte, para nosotros es muy difícil percibir la naturaleza “en estado puro”, sin historización. La Biblia,
aunque historiza la naturaleza (creación, desacralización del mundo natural), valora las realidades naturales
(“Los cielos proclaman la gloria de Dios, pregona el firmamento la obra de sus manos”54): la creación
manifiesta el kabôd, la gloria del Señor.
Hay dos textos bíblicos muy valorados por este modelo conceptual, porque afirman la posibilidad de
un conocimiento de Dios a partir de la realidad natural. Son Sb 13,1-5 (donde quizá la teología escolástica vio
más “analogía” de la que realmente hay en el texto) y Rm 1, 18-23 (en el que la “ira de Dios” subraya su
trascendencia y su distancia con el “Dios de los filósofos”). Ambos textos han tenido mucho eco en la
tradición cristiana, ya desde la patrística.
En la obra de san Agustín encontramos toda una serie de términos afines al concepto de
“revelación”: revelatio, manifestatio, somnium, visio, extasis, videre, credere, cognoscere... El conocimiento
de Dios requiere la experiencia interior de Jesús (crede ut intelligas), pues la palabra de Dios recogida en la
Escritura “correlaciona” con la palabra que resuena en el corazón del hombre. Jesucristo es la mediación de
la revelación; Él anticipa el futuro del hombre, que es Dios.
El discurso sobre la revelación se va a desplazar desde la postura agustiniana, centrada en Cristo y
el alma, a la escolástica, basada más bien en los conceptos de ratio y auctoritas. No obstante, la teología
medieval, debido al persistente influjo del Pseudo-Dionisio, mantendrá siempre una conciencia de apofatismo
(de Dios podemos decir mejor lo que no sabemos que lo que sabemos).
Con la escolástica bajomedieval comienza la “teología” propiamente dicha, la búsqueda racional del
intellectus fidei. Las universidades favorecen la pretensión de una síntesis universal de los conocimientos,
hecha desde la experiencia de la fe cristiana y basada en lo que pudo salvarse del saber de la Antigüedad55.
La teología escolástica, con su esquema del exitus – reditus, tiene como trasfondo el “admirable intercambio”
por el que Dios se hace hombre para que el hombre participe de la vida divina. Sigue vigente el crede ut
intelligas agustiniano: Dios, objeto de conocimiento, es a la vez el que sostiene al sujeto cognoscente.
San Buenaventura subrayó profundamente la trascendencia divina. Según él, en la creación hay
“vestigios” (umbra) de Dios, pero su “imagen” (imago) es solamente el hombre. Por el pecado hemos perdido
la capacidad de “leer el libro de la creación”, pero Cristo nos devuelve esa capacidad; la encarnación, para
Buenaventura, no es solamente remedio del pecado, sino divinización del hombre.
54
Sal 19, 2.
55
Recibido en gran parte a través de autores tardíos como Boecio y Casiodoro y por mediación de la cultura
árabe.
32
Con santo Tomás de Aquino entramos ya de lleno en el modelo conceptual. Hombre de gran
sensibilidad poética y de talante pastoral, autor de una enorme cantidad de tratados, en su reflexión se sirve
de la filosofía aristotélica, pero sin hacer de ella su único apoyo (cuando le interesa más, acude a Platón o a
san Agustín). Para Tomás, en el ser humano (homo capax Dei) lo natural y lo sobrenatural están conectados,
a través del desiderium naturale videndi Dei: la apertura a lo sobrenatural está inscrita en la naturaleza
humana.
El concilio de Trento evitó hablar de “revelación”, refiriéndose en cambio a la “verdad saludable” del
evangelio.
La reflexión del Vaticano I sobre la revelación plantea de forma muy incisiva el problema de las
relaciones entre razón y fe, en términos que seguirán siendo discutidos a lo largo del siglo XX. Donde la Dei
F ilius habla de “misterios” de la fe, hoy preferimos hablar del “misterio”56.
teología liberal sostenía que las formulaciones dogmáticas no son sino consecuencia de la helenización del
cristianismo, y un medio de que se han servido los teólogos para universalizar la peculiaridad histórica de
Jesús. Newman tiene una gran importancia por su novedoso planteamiento del “desarrollo (development) del
dogma”.
Troeltsch considera que la relación entre la teología y la historia es más importante que la que se da
entre la teología y la ciencia. El mundo posterior a la Revolución Francesa se concibe a sí mismo como una
realidad dinámica, evolutiva, histórica (Hegel es el máximo exponente de esta visión), frente a la idea de un
“orden inmutable” propia del Antiguo Régimen. Esto crea graves problemas a un cristianismo que ha
formulado su fe en categorías básicamente estaticistas, y que ahora se ve confrontado con la pregunta:
¿cómo actúa Dios en la historia?
Una pregunta previa sería la de ¿qué es la historia? La palabra “historia” alude a la conciencia
subjetiva que precede al hecho objetivo y le da sentido; la conciencia histórica está unida a la conciencia del
tiempo. La historia humana es siempre ambigua, y eso impide identificar la “historia de salvación” con la
historia puramente intramundana. El problema es ¿cómo se relacionan una y otra? Y, más aún, ¿cómo se
relacionan el tiempo cronológico de la historia y el “tiempo” escatológico de la salvación? (en el fondo está el
problema de qué es la eternidad).
Cullmann concebía la historia de salvación y la historia del mundo como dos historias paralelas.
Frente a esto se situaron Rahner, Pannenberg y otros, como Metz, Gustavo Gutiérrez, Schilebeeckx,
Ellacuría... Rahner57 afirma que la historia de salvación acontece en la historia del mundo, pero se distingue
de ella; ambas partes de la afirmación son fundamentales.
La historia de salvación acontece en la historia: Dios, creador del mundo y fundamento secreto de la
historia, actúa en ella des-absolutizando todo lo que es relativo, orientando la historia hacia su plenitud, y
esto lo hace inspirando el corazón del hombre. La salvación es un misterio trascendente, indisponible para el
hombre, pero acontece en la historia del mundo, está “incoada” en ella. Esto tiene tres consecuencias
importantes: la salvación no es algo exclusivamente futuro, sino presente; acontece bajo la libre aceptación
del hombre; y está “escondida” en la historia profana, que no puede ser interpretada unívocamente como
salvación o perdición58.
Pero la historia de salvación se distingue de la historia profana: el carácter de salvación o perdición
de la acción libre del hombre no puede objetivarse de tal modo que sea histórico.
La opinión de Rahner sobre las relaciones entre historia profana e historia de salvación, tal como la
expresa en su artículo “Historia del mundo e historia de la salvación”59 , pueden resumirse en un presupuesto
y cinco tesis:
- Presupuesto: Dios se manifiesta “en” la historia, no necesariamente “a través de” la historia (es
decir, los acontecimientos son ambiguos).
- Tesis 1ª: Dios nos revela su salvación “dentro de” la historia profana y “en relación con” ella.
57
Cf. Curso fundamental sobre la fe, 172- 198.
58
La historia intramundana es interpretada como historia de salvación a través de las profecías y los milagros,
y sobre todo a través del acontecimiento pascual: en el cuerpo del Crucificado – Resucitado la historia se abre
a la eternidad.
59
Escritos de Teología V (1964), 115-134.
34
- Tesis 2ª: El “designio” de Dios sobre la historia profana es que los hombres creen un mundo
cada vez más justo y fraternal.
- Tesis 3ª: Pero el hombre, individual y/o colectivamente, puede frustrar ese designio de Dios,
rechazando su Espíritu.
- Tesis 4ª: Por tanto, el futuro de la historia humana es incierto. La fe no nos dice nada sobre si,
de hecho, esa historia será progresiva, regresiva o fluctuante.
- Tesis 5ª: Dios no se manifiesta, pues, “directamente” en los acontecimientos que constituyen la
historia profana, sino en la “actitud moral y religiosa” que los hombres -y paradigmáticamente
Jesucristo- adoptan ante tales acontecimientos, impulsados por el Espíritu, que no fuerza nunca
nuestra libertad.
La expresión “signos de los tiempos”61 fue tomada del evangelio (Mt 16, 3) y puesta en circulación
por Juan XXIII. El Concilio Vaticano II se hizo eco de este concepto y le dio amplia difusión (Gaudium et Spes
4, 11, 44), y en él se inspiró el famoso esquema metodológico de la Acción Católica posconciliar (“ver, juzgar
y actuar”). Fisichella define los “signos de los tiempos” como “aquellos acontecimientos históricos, que logran
crear un consenso universal, por los que el creyente se ve confirmado en la verificación del actuar de Dios en
la historia, mientras que el no creyente se ve orientado a concretar opciones cada vez más verdaderas,
coherentes y fundamentales en favor de la promoción global de la humanidad”.
Actualmente asistimos a una “inflación” de signos de los tiempos (ecología, feminismo, y otros
muchos fenómenos sociales contemporáneos son interpretados como tales por diversas personas). Para
discernir los verdaderos “signos de los tiempos”, hay que tener en cuenta que estos requieren “consenso
universal” y deben ser auténticamente progresivos. En los documentos del Vaticano II hay una criterología
bastante dispersa (clamor por la libertad, búsqueda universal de la paz, martirio...) para orientar este
discernimiento; en todo caso, queda claro que el sujeto que intepreta es la totalidad de la comunidad
cristiana, “especialmente los pastores y teólogos”.
La existencia humana es más -mucho más- que vida biológica; nuestro ser no se agota en nuestra
actividad. “Ser hombre / mujer” es algo dinámico, no algo conseguido de una vez por todas. La
trascendencia, más que paso a un “espacio” diferente (trans - scandere), es presencia inobjetiva, en lo íntimo
del hombre, de la absoluta alteridad. La fe hace captar, en la ambigüedad de la experiencia histórica humana,
esa presencia inobjetiva de Dios. Ahora bien, sólo si es vivida en serio, la vida puede adquirir carácter
teofánico, como ocurre de manera eminente en la vida de Jesús, lugar de encuentro por antonomasia del
hombre con Dios.
60
Ez 37, 12.
61
La mejor reflexión sobre este tema está en un artículo de Chénu publicado en Nouvelle Revue de Théologie
1965.
35
Metz ha llamado la atención sobre el hecho del sufrimiento en la historia: el sufrimiento es lo que
impide que la historia profana se identifique con la historia de salvación. Esto se manifiesta, más que en la
teología “teórica”, en las oraciones: en la oración, el hombre se atreve a quejarse a Dios, a pedirle cuentas de
sus sufrimientos, cosa que la teología no suele tener la audacia de hacer. La protesta frente al mal tiene
como trasfondo una de las grandes preguntas del creyente: ¿sufre Dios con nosotros o es apático?
El interlocutor principal de Metz es la Ilustración emancipatoria europea, frente a la que defiende la
“razón de los vencidos”. Toda la “teología política” de este autor pivota sobre la “memoria escatológica de
Jesucristo”62: el recuerdo de la vida y la muerte de Jesús es un recuerdo subversivo, más allá de cualquier
interpretación burguesa, existencial, personalista... del cristianismo; la resurrección no es un triunfo
apabullante, sino una débil lucecita en la noche de la historia.
11.2 Jesús: el que sale al encuentro, hombre para los demás. Palabra definitiva del Padre
El Nuevo Testamento aplicó a Jesús la profecía del Emmanuel (Is 7, 14): Jesús es el “Dios con
nosotros”, el hombre totalmente para los demás por ser totalmente de Dios (cf. Dt 6, 5 y Lv 19, 18). El
evangelio está cuajado de encuentros (milagros, parábolas, diálogos...). El concepto de “prójimo” (plesíos)
que encontramos en la parábola del buen samaritano remite al hebreo rê‘a (“camarada”, “compañero
cercano”)64: Cristo es el buen samaritano por excelencia, cuyas entrañas “se conmueven” ante el otro en
necesidad.
Según Seckler, la expresión “palabra de Dios” tiene al menos siete significados posibles65. Pero, en
su sentido más propio, la “Palabra de Dios” es Cristo. La kénosis del logos limita también su expresión a los
62
Formulación que mejora la anteriormente propuesta por él mismo (memoria passionis et resurrectionis
Christi).
63
Cf. A. Nygren, Eros und Agape.
64
Otros términos hebreos afines son ‘amith, ‘ah, qârobh.
65
Verbum aeternum (el Logos), Verbum visibile (Jesucristo), oraculum divinum, vox, Verbum creans,
verbum scriptum (la Biblia) y verbum praedicatum (el kerygma).
36
La constitución conciliar Dei Verbum, sobre la divina revelación, fue un documento de difícil
gestación, que pasó por muchas reformas hasta el acuerdo final. A diferencia de la Dei Filius, del Vaticano I,
pone el acento en el que se revela, más que en las “verdades” reveladas. La revelación se presenta como
acontecimiento interpersonal de encuentro del hombre con Dios66: la autocomunicación de Dios, por pura
gracia, permite a los hombres incorporarse a la vida divina, a la vida intratrinitaria.
El número 2 de la Dei Verbum muestra un acusado cristocentrismo: Cristo es el gran revelador del
Padre, “mediador y plenitud de toda la revelación”. La revelación se realiza “por obras y palabras (gestis67
verbisque) intrínsecamente ligadas”: la integración de “palabras” y “obras” evita una visión puramente
historicista o puramente intelectualista de la revelación, apuntando a una concepción más englobante, que
permita superar dicotomías como obras / palabras, natural / sobrenatural.
Revelación y salvación son conceptos muy relacionados, pero no idénticos: la salvación es un efecto
de la revelación. La verdad, entendida como algo buscado, no plenamente alcanzado, se expresa en los
acontecimientos histórico-salvíficos (creación, elección de Israel, éxodo...) hasta culminar en el
acontecimiento de Cristo.
En los tres primeros números de este documento, Dios aparece como sujeto de la revelación, como
el que toma la iniciativa. Pero en el número 4 hay un cambio de sujeto: sólo en Cristo es posible la
revelación. Cristo es revelador y revelación, mediador y plenitud: no sólo habla de Dios, sino que en Él Dios
se dice a sí mismo. Evocando la idea de san Juan de la Cruz (Dios nos lo ha dicho todo en Cristo), el Concilio
afirma que “la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra
revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor”68. Esta frase no significa
que estemos ante un acontecimiento cerrado, aunque ciertamente deja un poco oscurecida la necesaria
“reserva escatológica”. Cristo es el Adán definitivo69; en Jesús se encarna el Hijo en su integridad (no sólo el
“logos” en sentido estoico).
El número 5 de la Dei Verbum replantea la concepción de la fe, en correspondencia con el
replanteamiento de la concepción de la revelación: la fe es una respuesta integral del hombre a la
autodonación amorosa de Dios. A la luz de otros textos conciliares (Gaudium et Spes), que reflexionan sobre
la existencia cristiana, la fe no se concibe como algo puramente cognitivo, o puramente afectivo, o
voluntarista, sino que implica a todo el ser humano; es un acto de libertad, aunque movido por la grac
66
“por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina” (Dei Verbum 2).
67
La palabra gestae remite a acontecimientos histórico-salvíficos; no son facta, puros datos positivos.
68
Dei Verbum 4.
69
Quizá, mejor que “universal concreto”, podríamos referirnos a Él como “singular pleno”.
37
La confrontación del cristianismo con otras religiones pone de relieve una cuestión fundamental:
¿cómo Cristo, siendo un individuo particular, puede ser norma universal para la humanidad? Ante el
problema de la relación entre el cristianismo y las demás religiones, o del sentido que tienen estas desde la
visión cristiana de la historia, se han dado tres tipos de respuestas: el exclusivismo, el pluralismo y el
inclusivismo.
La postura exclusivista está representada por los que hacen una interpretación rigorista del axioma
clásico Extra Ecclesiam nulla salus70 y, de forma más civilizada, por K. Barth. Barth sostiene que las
“religiones” son superadas por la “revelación” cristiana; el cristianismo es la única religión sobrenatural,
porque acepta ser justificada por la fe71.
El pluralismo es la opción de J. Hick y de otros teólogos como Knitter, Samartha, Panikkar o Pieris.
Hick propone un “cambio de paradigma”: hay que pasar del eclesiocentrismo (exclusivista) y del
cristocentrismo (inclusivista) al teocentrismo, o incluso el soteriocentrismo (pluralista). Este autor pretende
distinguir entre “lo real en sí (an sich)” y lo real en tanto que experimentado por nosotros, sea en forma
impersonal (nirvana, brahma, Tao...) o en forma personal (Alá, Yahveh, Ahura-Mazda...). Jesús no se predicó
a sí mismo, sino a Dios; por eso, hay que “desmitificar” la encarnación (dogma central del cristianismo). Para
Hick, la “cristología elevada” del Logos encarnado es una ontologización, fruto de la influencia helénica, de
los títulos cristológicos, que originalmente eran tan sólo expresiones poéticas (una especie de “piropos”).
Como puede verse, un planteamiento como este resulta muy problemático dentro de la fe cristiana.
70
Entre ellos alcanzó cierta notoriedad el norteamericano Feeney.
71
Kraemer, discípulo de Barth, llevará al extremo esta postura exclusivista.
72
Zaehner da primacía al misticismo personal, como el cristiano, frente a la vinculación con un principio
absoluto impersonal, propia de tradiciones como el hinduismo.
38
La pregunta que es inevitable hacer al inclusivismo es: ¿qué sentido tienen estas religiones una vez
que ha llegado el cumplimiento de aquello que prefiguraban? Veinte siglos después de la venida de Cristo
¿siguen teniendo algún valor? ¿Y qué ocurre con las religiones, como el Islam, que han surgido después del
cristianismo? Ciertamente, no es fácil encontrar respuesta a estos interrogantes, y para poder avanzar se
requeriría probablemente un conocimiento mucho mayor de cada una de las diferentes tradiciones religiosas
del que solemos tener los cristianos.
PRIMER PARCIAL
Entre los diferentes saberes que se ocupan del hecho religioso, una primera clasificación es la que
distingue saberes normativos y no normativos. Las “ciencias de la religión” son saberes descriptivos, que
tratan de explicar el factum de la religión desde los métodos empíricos propios de cada disciplina: historia de
las religiones, sociología de la religión, psicología de la religión, geografía de las religiones, antropología
religiosa, “ecología de la religión”... En este nivel no normativo se mantiene también la “fenomenología de la
religión”, que trata de comprender, por medio de un estudio sintético y global, en qué consiste lo
específicamente religioso en la conducta humana, lo peculiar de la experiencia religiosa.
En cambio, la filosofía de la religión y la teología son saberes normativos, por cuanto emiten juicios
de valor sobre su objeto de estudio. Lo que diferencia a una de otra es que la teología parte siempre de la fe
en una determinada revelación (por eso no hay “teología” en abstracto, sino teología cristiana, islámica,
judía...), mientras que la filosofía (coincidiendo en esto, evidentemente, con las ciencias y la fenomenología
de la religión) no comparte ese presupuesto. Así pues, como diría Tomás de Aquino, la filosofía reflexiona
sobre Dios sub lumine rationis, mientras que la teología lo hace sub lumine fidei o ex revelatione. Este
carácter de scientia fidei propio del discurso teológico conlleva, pues, ciertas peculiaridades que lo
diferencian de la argumentación puramente racional sobre Dios: una fuente normativa (la revelación bíblica
en el caso cristiano), una subjetividad específica (la fe) y un lugar social propio (la comunidad de fe: la
teología no puede hacerse sino en comunión con la Iglesia).
como apologética defensiva racional, en la línea de santo Tomás de Aquino, que aspira a
demostrar racionalmente la inconsecuencia de las objeciones contra el cristianismo;
- Teología de los fundamentos (ad intra): reflexión teológica sobre los fundamentos de la fe, de manera
que puedan exponerse razonadamente a los propios cristianos. Esta fundamentación es especialmente
necesaria en nuestros tiempos de pluralismo y de generalizada indiferencia religiosa, en los que el
ateísmo tiene quizá en nuestro corazón más arraigo del que a veces creemos.
- Teología “apologética” (ad extra): diálogo argumentativo con los de fuera, con las diversas formas de
pensamiento no cristiano, que esperan y demandan una palabra comprensible desde nuestra fe. Incluye
tres aspectos principales: una teoría general de la apología (¿cómo hacer apología de la fe?), una
apología “adversativa” (testimonio responsable de la fe ofrecido hacia fuera) y una apología transpositiva
o referencial (llevar el lógos cristiano a otros ámbitos no cristianos, permitiendo que ilumine esas
realidades).
Los lugares teológicos no son meros “archivos” de datos para la teología, sino que tienen que ver
con la naturaleza misma de la Iglesia, con su catolicidad y el carácter múltiple de su testimonio. Tornos los
define como “campos del saber / concienciar donde puede realizarse el movimiento que va del captar al creer
y del creer al entender, que es un nuevo captar”.
El teólogo que mejor ha sistematizado la cuestión de los “lugares teológicos” es el neo-escolástico
dominico Melchor Cano. En su Libro de los principios teológicos distingue diez: dos “constituyentes”
(Escritura y Tradición), cinco interpelativos (Iglesia católica, Concilios, Iglesia romana, Santos Padres,
teólogos) y tres “impropios” o ajenos (razón humana, opiniones de los filósofos, historia). Los siete primeros
están basados en la autoridad de la confesión de la fe; los tres últimos, en la autoridad de la razón natural,
auxiliada por las ciencias humanas.
La liturgia, aunque ha sido considerada por algunos autores (Wicks) como un lugar teológico
propio, no entra como tal en el esquema de M. Cano. Parecería que pudiera incluirse en el lugar
teológico “Iglesia católica”, pero esto exigiría tomar a la Iglesia en su realidad vital (comunitaria,
servicial, celebrativa y kerigmática) y no sólo como autoridad, en su dimensión doctrinal, que es
el sentido en que la contempla Cano, dentro de su concepción prevalentemente intelectiva y
deductiva de la teología.
La dignidad de los pobres y marginados se ha presentado a veces como uno de los posibles
“nuevos lugares teológicos”, como también los derechos humanos, la igualdad de los pueblos,
el ecologismo... En realidad, estos “signos de los tiempos” tendrían su puesto en el lugar
teológico “historia”, como mediaciones teológicas importantes para el mundo de hoy, que
requieren un serio discernimiento por parte de la “ciencia de la fe”, pero no son propiamente
lugares teológicos. En relación con el tema de los pobres, la teología de la liberación ha
resaltado la importancia del “desde dónde” se hace la teología, preocupación que enlaza con la
idea tradicional del “hábito teológico”.
41
Con las artes ocurre algo parecido: no son un lugar teológico stricto sensu, en cuanto que no
proporcionan –por sí solas- un criterio teológico firme y cierto, pero sí son un índice fundamental
de lo que es la cultura y la sociedad humana (especialmente las artes “narrativas”, es decir, la
literatura y el cine), y por tanto una mediación importante para el teólogo. Teniendo en cuenta el
valor fundamental que encierra para el hombre moderno la dimensión estética, tal vez no sea
descabellado pretender hoy iniciar y consumar una inteligencia de la fe frecuentando las
manifestaciones artísticas del ser humano.
5) DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA CRISTIANA A LA CONCEPTUALIZACIÓN DEL LENGUAJE
TEOLÓGICO. DESCRIBIR EL PROCESO
“Hablar de Dios” es sólo uno de los vértices (junto con “hablar a Dios” y “hablar en nombre de Dios”)
que forman el triángulo del lenguaje religioso, triángulo en cuyo centro tiene que estar necesariamente el
“dejar hablar a Dios en mí”. Todo lenguaje religioso es de condición simbólica, es confesante (autoimplicativo:
sólo es propiamente religioso si hay una actitud de trascendencia en el sujeto que habla) y performativo.
“Hablar de Dios” comprende toda una serie de aspectos o registros, que se pueden sistematizar de
una manera genética, ordenándolos en un proceso que va desde la comunicación de la vivencia religiosa
personal (lo que podríamos llamar “el polo expresivo”) hasta la formulación conceptualizada del lenguaje
teológico (el “polo enunciativo”). Los grados principales de este proceso serían:
- el lenguaje de la experiencia y el deseo, la comunicación mística (ejemplo pueden ser obras como
las Confesiones de Agustín o el Diario espiritual de Ignacio de Loyola);
- la narración: relato de hechos con significado religioso, en forma histórica o mítica; muchos pasajes
del Antiguo Testamento y gran parte de los evangelios corresponden a esta forma de “hablar de
Dios”;
- el anuncio- predicación (kerygma), que realiza una función comunicativa y transmisiva; en esta
etapa del proceso podríamos situar también la “catequesis”;
La magna obra de M. Blondel, L’action, nos ayuda a identificar y describir el “indicio originario” de la
apertura del ser humano a la trascendencia. En la Carta en materia de apologética señalaba este autor que lo
que pretendía con su obra era “poner en ecuación, en la conciencia misma, lo que parece que pensamos y
queremos y hacemos con lo que hacemos, queremos y pensamos”. Hay, en efecto, una radical
“inadecuación” entre los dos términos de esa “ecuación”, es decir, entre lo que Blondel llama la volonté
voulante y la volonté voulue: entre lo que quiero ser y lo que realmente soy, entre el ímpetu de trascendencia
que hay en mí y el mundo de mis resistencias.
Esta “desproporción entre lo que somos y lo que tendemos a ser”, esta distancia o desequilibrio, es
descrita por Blondel en otros pasajes como “herida ontológica”, “escisión íntima” o “divino descontento”. El
sentimiento de la ausencia de Dios es como la “huella en negativo” de Dios en el alma humana, su “sello”, la
imagen divina en el interior del hombre. El fin de la existencia humana no es otro que acrecentar todo lo
posible la comunión entre la volonté voulante (el ímpetu de trascendencia) y la volonté voulue (el objeto
concreto de nuestros quereres).
Algunas vivencias cotidianas que nos abren a ese “abismo interior” son: la experiencia de las
resistencias de la realidad, de los límites internos, vividos en la confianza; la aceptación del sufrimiento, de
42
las críticas, del dolor... como una purificación en el amor; el afrontar las dificultades de la vida con alegría y
espíritu de servicio; la satisfacción por el bien de los otros; la belleza, la fidelidad, la amistad...
La volonté voulante es inobjetiva, y escapa a toda introspección. No es algo superpuesto a la
volonté voulue, sino que está presente como el fundamento de esta, en la que se reconoce su huella. El
objetivo principal de La acción, y de toda la filosofía blondeliana, no es otro que mostrar cómo, ejerciendo la
existencia, advertimos en nosotros (siempre que no anestesiemos esa inadecuación íntima, como hacen el
dilettante, el esteta, el nihilista, o la acallemos artificialmente con la idolatría de la ciencia, el nacionalismo o la
“superstición”) una orientación de nuestro ser hacia una realidad trascendente, la cual nunca podemos
alcanzar del todo. Con esta argumentación Blondel nos deja en las puertas mismas de la teología – que tiene
buen cuidado de no traspasar –, invitándonos a tomar en serio la pretensión de revelación del cristianismo.
Frente a la consideración fenomenológica del hecho religioso (expresada en obras como el clásico
tratado de R. Otto Das Heilige), que entiende la religión más bien como un ordo ad sacrum, el concepto
teológico de religión es el de la orientación del ser humano a Dios. Así lo formuló santo Tomás de Aquino:
religio proprie importat ordinem ad Deum (Summa Theologiae II - II, 81, 1). Esta visión teológica supone
también una concepción antropológica, en la que Dios es el horizonte último de la vida humana: sólo en Él
encuentra el hombre su definitiva realización.
De esta definición teológica de la religión se siguen algunas consecuencias relevantes:
- Aunque todo lo creado “participa” de Dios, en cuanto Él es el que comunica el ser a todos los
entes, sin embargo esa “afinidad” de participación no es propiamente religión: empieza a haber
religión cuando la relación con Dios se vive como salvación.
La constitución Dei Filius había afirmado claramente que “Dios, principio y fin de todas las cosas,
puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana” (no obstante, Dios se ha revelado
también de un modo sobrenatural para que el hombre pueda alcanzar el fin sobrenatural al que el mismo
Dios lo ha ordenado). Rahner subraya que la posibilidad de conocimiento de Dios a partir del mundo objetivo
43
pertenece a la naturaleza humana (“luz natural de la razón”), a la “estructura del hombre” en cuanto tal, aun
siendo pecador, y este conocimiento difiere, por tanto, de la revelación personal y de la experiencia inmediata
de Dios. Insiste también en que lo que el Vaticano I afirma es solamente la posibilidad de este conocimiento,
sin pronunciarse sobre en qué medida se da o no en la realidad, cómo se lleva a cabo, si intervienen en él
otros factores o si requiere determinadas condiciones por parte del sujeto...
Para Rahner, el sentido teológico de la definición del Concilio está en que sólo desde esta
concepción de la situación “natural” del hombre puede este ser tenido como sujeto de la revelación
sobrenatural. Sólo si el hombre está ante Dios “por naturaleza”, es legítimo considerarlo como el “oyente de
la Palabra”: “para que la revelación pueda ser gracia se requiere que el hombre, al menos en principio, tenga
algo que ver con una realidad que todavía no es gracia”.
En cuanto al contenido del conocimiento natural de Dios, Rahner piensa que “en el concepto natural
de Dios está incluida de alguna manera la idea de su trascendencia supramundana y de su personalidad”.
Para que pueda ser sujeto de una revelación, “es necesario que el hombre, por naturaleza, se encuentre
siempre delante de Dios como delante de un ser personal, trascendente y libre”. El pecado original lleva al
hombre a interpretar la infinidad de Dios como infinidad de las fuerzas y poderes imperantes en el mundo
(politeísmo, panteísmo), a olvidarse de la personalidad y de la libertad que Dios posee para obrar
históricamente en el mundo, y a convertir la religión en adoración del mundo en vez de obediencia al Dios
vivo. El concepto cristiano de Dios ratifica el saber acerca del Dios único, supramundano, personal, saber
que puede darse fuera de la historia de la revelación; protesta con vehemencia contra cualquier divinización
del mundo, y manifiesta cómo ha querido ese Dios personal y trascendente, en su soberana libertad,
relacionarse de hecho con el mundo.
Moltmann, comentando las tesis 19 y 20 de la controversia de Heidelberg, señala cómo Lutero
encuentra en la cruz de Cristo la fuente del auténtico conocimiento de Dios. El agustino critica la theologia
naturalis de Pedro Lombardo (se descubre al creador considerando la excelencia del hombre frente a las
demás criaturas y a la vez su coincidencia con ellas), base de todas las pruebas cosmológicas sobre Dios
(“vías” tomistas): en esta forma de argumentar, el mundo es como un espejo, a través del cual se puede
conocer indirectamente la divinidad de Dios, su fuerza, sabiduría y justicia. La finitud lleva a deducir la
existencia del ser infinito.
Lutero no niega la posibilidad del conocimiento natural de Dios, pero sí su realidad, basándose en 1
Co 1, 21: “puesto que los hombres, de hecho, no conocieron a Dios mediante la sabiduría, Dios determinó
salvar por la necedad de la predicación a los que creen”. El hombre ha utilizado mal su posibilidad de
conocimiento natural de Dios, sirviéndose de ella para la autoexaltación, la autodivinización. Al revelarse en
el Crucificado, Dios contradice al hombre-dios que se exalta a sí mismo, y le devuelve la humanidad
despreciada y abandonada. Dios no es conocido por sus obras en la realidad, sino mediante su sufrimiento
en la pasionalidad de la fe. Es un conocimiento crucificante, que destruye los asideros que el hombre se
busca y así lo libera. La teología de la cruz no parte de las obras visibles de Dios para descubrir su esencia
invisible, sino que descubre la esencia visible de Dios como “pasión y cruz de Cristo”.
Cristo Crucificado es la verdadera teología y conocimiento de Dios por parte del hombre. Sin duda
es posible un conocimiento indirecto de Dios a través de las obras, pero sólo en la cruz de Cristo se hace
visible la esencia de Dios y sólo en ella el conocimiento es verdadero y salvador. Lutero ve en la cruz el
autorrebajamiento de Dios hasta nuestro ser pecador y nuestra muerte, que lleva, no a la divinización del
hombre (propia del “teólogo de la gloria”), sino a su desdivinización y a la nueva humanidad en la comunión
del Crucificado, que capacita para “amar lo desigual”. La teología de la cruz pone de manifiesto la
contraposición entre el Dios revelado en Jesucristo y el Dios de la metafísica (teísmo), y abre a la esperanza
de la nueva humanidad, recreada en el Hijo crucificado y resucitado.
Para Van Baaren, toda revelación reúne las siguientes características: tiene un autor, sea personal o
impersonal; es una mediación del Misterio; comporta un contenido, inaccesible por otro medio; tiene un
destinatario; y produce un efecto sobre ese destinatario (salvación). La revelación puede darse por
intervención directa de la divinidad o por la mediación de un profeta; el objeto de la revelación puede ser Dios
mismo, su voluntad (su “ley”) o su amor. Vamos a tratar de aplicar este esquema a la constitución Dei
Verbum sobre la divina revelación, apoyándonos especialmente en sus dos primeros capítulos (la revelación
en sí misma y la transmisión de la revelación divina), pues los otros cuatro se dedican más específicamente a
cuestiones bíblicas (inspiración e interpretación, Antiguo y Nuevo Testamento, la Escritura en la vida de la
Iglesia).
a) En cuanto al autor, desde el punto de vista cristiano es claro que la revelación tiene un sujeto personal:
es Dios mismo quien se revela. Dios es el sujeto de la frase inicial de cada uno de los párrafos del primer
capítulo:
b) El hecho de que la revelación es mediación del Misterio está subrayado en el párrafo 2, que presenta la
revelación como acontecimiento interpersonal de encuentro del hombre con Dios: “por Cristo, la Palabra
hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la
naturaleza divina. En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos,
trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía”.
c) El contenido de la revelación es, ante todo, Dios mismo, y en segundo lugar su “voluntad” de salvación
para el hombre: “Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de
su voluntad” (DV [2]); “por medio de la revelación Dios quiso manifestarse a sí mismo y sus planes de
salvar al hombre” (DV [6]). Ya la Dei Filius del Vaticano I había señalado al mismo Dios como objeto de
la revelación (se ipsum ac aeterna voluntatis decreta humano generi revelare ), pero el desarrollo de la
encíclica insistía mucho más en la manifestación de unas “verdades” que en la autocomunicación del
mismo ser divino. La Dei Verbum, casi cien años después, se desmarca de este modelo “conceptual” y
opta por una línea más personalista (cf. párrafo anterior), poniendo el acento en Aquel que se revela más
que en las “verdades reveladas”.
Otro elemento interesante en cuanto al contenido de la revelación es que se afirma que esta se
realiza “por obras y palabras intrínsecamente ligadas”, que se refieren y se explican mutuamente (DV
[2]). La integración de “palabras” y “obras” evita una visión puramente historicista o puramente
intelectualista de la revelación, apuntando a una concepción más englobante, que permita superar
dicotomías como obras / palabras, natural / sobrenatural... Las “obras” ( gestae, no facta) son los
acontecimientos histórico-salvíficos (DV [3]) que culminan en el acontecimiento de Cristo: “Él, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y
gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación” (DV [4]).
En correspondencia con esta visión, la segunda parte de la constitución, al hablar de la transmisión
de la revelación, no presenta esta como una simple “enseñanza” de carácter doctrinal, sino como un
testimonio ofrecido a la vez con las palabras y con la vida: aquello que los apóstoles transmitieron “con
su predicación, sus ejemplos, sus instituciones” (DV [7]) y que la Iglesia “con su enseñanza, su vida, su
culto, conserva y transmite a todas las edades” (DV [8]).
45
d) En cuanto al destinatario de esta revelación divina, la Dei Verbum habla de “los hombres” en general, y
algunos pasajes subrayan la universalidad de esta oferta de Dios: “lo que había revelado para salvación
de todos los pueblos” (DV [7]); “deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la
humanidad...” (DV [14]). En el párrafo 3 se precisa cómo en la antigua Alianza Dios “cuidó
continuamente del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la
perseverancia en las buenas obras”. No se alude en este documento al problema del posible valor
salvífico de las otras religiones y de la forma en que estas se vinculan con la mediación única de
Jesucristo, cuestión que el diálogo interreligioso post-conciliar ha hecho pasar al primer plano.
El párrafo 5 especifica que la revelación requiere una determinada respuesta por parte del hombre:
“cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe”. La fe es una respuesta integral del
hombre a la autodonación amorosa de Dios; es un acto de la libertad humana, aunque movido por la
gracia.
e) Por último, la Dei Verbum afirma claramente que el efecto de la revelación, cuando es acogida en la fe,
es la salvación del hombre: en Cristo resplandece “la verdad profunda de Dios y de la salvación del
hombre que transmite dicha revelación” (DV [2]); Dios, “queriendo además abrir el camino de la
salvación que viene de lo alto, se reveló desde el principio...” (DV [3]). En el párrafo 10 se afirma que la
Tradición, la Escritura y el Magisterio “contribuyen eficazmente a la salvación de las almas”, expresión
poco feliz para la antropología contemporánea. Pero en general la salvación se concibe, a la manera
rahneriana, desde la perspectiva de la autocomunicación de Dios, que, por pura gracia, permite a los
hombres incorporarse a la vida divina, a la vida intratrinitaria. Así, se afirma que Dios trata con los
hombres “para invitarlos y recibirlos en su compañía” (DV [2]) y que Él se manifestó “para que el hombre
se haga partícipe de los bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia humana” (DV [6]).
La opinión de Rahner sobre las relaciones entre historia profana e historia de salvación, tal como la
expresa en su artículo “Historia del mundo e historia de la salvación” ( Escritos de Teología V, 115-134),
puede resumirse en las siguientes afirmaciones: Dios se manifiesta “en” la historia, no necesariamente “a
través de” ella (es decir, los acontecimientos son ambiguos). Dios nos revela su salvación “dentro de” la
historia profana y “en relación con” ella. El “designio” de Dios sobre la historia profana es que los hombres
creen un mundo cada vez más justo y fraternal, pero el hombre, individual y colectivamente, puede frustrar
ese designio de Dios, rechazando su Espíritu; por tanto, el futuro de la historia humana es incierto: la fe no
nos dice nada sobre si, de hecho, esa historia será progresiva, regresiva o fluctuante. Dios no se manifiesta,
pues, “directamente” en los acontecimientos que constituyen la historia profana, sino en la “actitud moral y
religiosa” que los hombres -y paradigmáticamente Jesucristo- adoptan ante tales acontecimientos,
impulsados por el Espíritu, que no fuerza nunca nuestra libertad.
Kessler ha hecho una interpretación de la revelación de Dios en la historia inspirándose en la “teoría
de la acción comunicativa” de Habermas. Según él, se dan tres manifestaciones históricas de la acción de
Dios: la acción creadora (no sólo “en el principio”, sino continuamente), la acción a través de agentes
humanos (transformados interiormente por Dios) y la acción definitiva: la resurrección de Jesús, en la que se
manifiesta como el Dios “que da vida a los muertos”. No obstante, más allá de estas tres formas de acción
reconocidas, siempre cabe la posibilidad de que Dios actúe de otras maneras, en el ejercicio de su soberana
libertad.
Por último, aludiremos a la aportación de Metz, quien ha llamado la atención sobre el hecho decisivo
del sufrimiento en la historia: el sufrimiento es precisamente lo que impide que la historia profana se
identifique con la historia de salvación. Esto se manifiesta, más que en la teología formal, en las oraciones:
cuando el hombre ora, se atreve a quejarse a Dios, a pedirle cuentas de sus sufrimientos, cosa que la
teología no suele tener la audacia de hacer. La protesta frente al mal tiene como trasfondo una de las
grandes preguntas del creyente: ¿sufre Dios con nosotros o es apático? Desde la interpelación radical del
dolor humano, Metz aboga por una teología, un hablar de Dios, más sensible a la teodicea, y por una praxis
cristiana más sensible al sufrimiento de los demás.
Tomando como principal interlocutor a la Ilustración progresista europea, ante la que enarbola la
“razón de los vencidos”, Metz construye su “teología política” sobre la “memoria escatológica de Jesucristo”:
el recuerdo de la vida y de la muerte de Jesús es un recuerdo subversivo, que se alza frente a cualquier
interpretación burguesa, personalista o existencial del cristianismo; la resurrección no es un triunfo
apabullante, sino una débil luz en la noche de la historia.
La existencia humana es mucho más que vida biológica; nuestro ser no se agota en nuestra
actividad. Somos seres dinámicos, nunca plenamente conseguidos. La trascendencia no es tanto el paso a
un “espacio” diferente cuanto la presencia inobjetiva de la absoluta alteridad en lo íntimo del hombre; es la fe
la que permite captar esa presencia inobjetiva de Dios en la ambigüedad de la experiencia humana. Pero la
vida, sólo si es vivida en serio, puede adquirir ese carácter teofánico, como ocurre de modo decisivo en la
vida de Jesús, lugar de encuentro por excelencia entre el hombre y Dios.
El pensamiento cristiano contemporáneo ha subrayado el valor teofánico de la categoría humana de
“encuentro”, apoyado en la antropología de filósofos como Mounier, Marcel, Rosenzweig, Buber, Ebner,
Levinas... El símbolo humano del encuentro tiene una trans-significación que lo hace capaz de vehicular la
experiencia de la revelación (autocomunicación de Dios).
Nuestro “yo” se va construyendo en la relación, en el encuentro con el otro. Levinas afirma que, más
allá de la totalidad de lo que existe, está el infinito, la realidad inconmensurable del otro. Buber postula como
condiciones para el verdadero encuentro personal la inter-subjetividad y la respectividad. El encuentro entre
personas (y, a fortiori, el encuentro con Dios) requiere capacidad de “trascendimiento”: el otro es indisponible,
no puedo “dar por supuesta” su relación conmigo.
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CONCILIO VATICANO II, Const. Dogmática Dei Verbum, 2.