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Ediciones La Cebra agradece a Arena Li-

bros, por permitirnos publicar en Argentina


La comunidad enfrentada; y a la revista
Theory@Buffalo por permitirnos publicar En-
tre poder y fe.
Jean-Luc Nancy

La comunidad enfrentada

Seguida de

Entre poder y fe
Entrevista de J.-L Nancy y J. M. Garrido

Traducción: J. M. Garrido
Postfacio: Mónica B. Cragnolini
Nancy, Jean Luc
La comunidad enfrentad ; con prólogo de: Mónica B.
Cragnolini - 1a reimpresión. - Lanús : Ediciones La Cebra, 2014.
68 p. ; 19x13 cm.

Traducido por: Juan Manuel Garrido


ISBN 978-987-22884-3-3

1. Filosofía Contemporánea. I. Cragnolini, Mónica B., prolog.


II. Garrido, Juan Manuel, trad. III. Título
CDD 190

Título francés: La communauté affrontée


© Galilée, 2002

Para la lengua española


© Arena Libros

Traducción: J. M. Garrido
Postfacio: Mónica B. Cragnolini

De esta edición
© Ediciones La Cebra, 2007, 2014
edicioneslacebra@gmail.com

Imagen de tapa: Casper David Friedrich, Der Abendstern (Goethe


Museum Frankfurt), 1830-1832

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723


Nota a la presente ediciÓn

La primera parte de este libro, “La comunidad en-


frentada”, es un texto que posee varias versiones. Ori-
ginalmente sirvió de prefacio para la traducción italiana
de La comunidad inconfesable de Maurice Blanchot, publi-
cada por las ediciones SE de Milán (2002). El motivo de
ese prefacio era aclarar a los lectores italianos el contexto
en que se escribió La comunidad inconfesable, que precisa-
mente respondía a un artículo que Jean-Luc Nancy pu-
blicara en 1983.* Este mismo prefacio apareció en forma
de libro en Galilée (París, 2001), precedido por un texto
sin título (aquí incluido). Una versión más extensa del
prefacio apareció luego en la segunda edición españo-
la del mismo libro de Blanchot (Arena Libros: Madrid,
2002). Aquí se ofrece una nueva traducción española de
esta última versión del texto.

* Se trata del artículo que más tarde dio origen al libro La Communauté
désœuvrée, publicado por Ch. Bourgois en 1986 (reeditado en 1990, 2000
y 2004). Existen dos versiones de este libro en español: La comunidad ino-
perante (trad. J. M. Garrido, Santiago de Chile: LOM Ediciones, 2000) y La
comunidad desobrada (trad. P. Perera, Madrid: Arena, 2001).

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La segunda parte de este libro, “Entre poder y fe”,
consiste en una entrevista realizada originalmente para
el número 10 de la revista Theory@Buffalo, entonces a car-
go de Sol Peláez y Shane Herron (SUNY-Buffalo, 2005).
Fue luego traducida al español y publicada en el número
10 de la revista Vértebra (Santiago de Chile, 2005).

J. M. Garrido
La comunidad enfrentada

A Maurice Blanchot

El estado actual del mundo no es una guerra de civi-


lizaciones. Es una guerra civil: es la guerra intestina de
una ciudad, de una civilidad, de una ciudadanidad que
se despliega hasta los límites del mundo, y por eso hasta
el extremo de sus propios conceptos.
No es tampoco una guerra de religiones, o bien toda
guerra llamada de religiones es una guerra intestina del
monoteísmo, esquema religioso de Occidente, y, en él,
de una división que también es llevada hasta los bordes
y los extremos: hasta el Oriente de Occidente y hasta la
fractura y apertura en el centro mismo de lo divino. De
ahí que Occidente sólo habrá sido la extenuación de lo
divino, en todas las formas del monoteísmo, y se deba
esto al ateísmo o al fanatismo.
Lo que nos está ocurriendo es una extenuación del
pensamiento de lo Uno y de una destinación única del
mundo, cosa que se agota en una única ausencia de des-
tinación, en una expansión ilimitada de la equivalencia
general o bien, inversamente, en los sobresaltos violentos
que reafirman la omnipotencia y omnipresencia de un
Uno que se ha vuelto –o que ha vuelto a ser– su propia

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Jean-Luc Nancy

monstruosidad.1 ¿Cómo poder ser seriamente, absoluta-


mente, incondicionalmente ateos, siendo al mismo tiem-
po capaces de sentido y de verdad? ¿Cómo poder, no ya
salir de la religión –pues en el fondo eso ya está hecho,
y las imprecaciones furiosas son impotentes frente a eso
(inclusive son más bien el síntoma de ello, como el “dios”
grabado en el dólar)–, sino salir de nuestro pensamiento
monolítico (simultáneamente: Historia, Ciencia, Capital,
Hombre y/o la Nulidad de todo eso…)? Es decir, ¿cómo
llegar al borde del monoteísmo y de su ateísmo consti-
tutivo (o de lo que podría llamarse su “ausenteísmo”)
para poder captar allí, en el reverso de su agotamiento,
lo que podría escapar al nihilismo, lo que podría salir
desde el interior? ¿Cómo pensar el nihil sin convertirlo
en monstruosidad omnipotente y omnipresente?

La apertura que se forma es la del sentido, de la ver-


dad o del valor. Todas las formas de fractura y de rup-
tura, social, económica, política, cultural, poseen en esta

1. No es casual que las regiones que hasta el momento han sido más bien
observadoras de la guerra (al mismo tiempo en que pertenecen, también,
al proceso de mundialización, ya sea por su crecimiento, ya sea por su
empobrecimiento) sean aquellas en que la dialéctica o la desconstrucción
del monoteísmo no se ha ejecutado, ora porque el cristianismo (me refiero,
aquí, al latinoamericano) ha estructurado de otro modo el pensamiento
(de modo más “pagano”, como se dice, o menos “metafísico”), ora porque
el monoteísmo no ha penetrado pensamientos que le son heterogéneos
(India o China no piensan, para decirlo groseramente, según lo Uno, ni
según la Presencia). Por una parte, Occidente y su auto-extenuación se han
expandido por todas partes, y, por otra parte, esta disparidad profunda de
al menos tres mundos en el mundo entraña ciertamente las oportunidades
y los riesgos del porvenir.

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La comunidad enfrentada

apertura la condición de su posibilidad y su esquema


fundamental. No se lo puede ignorar: la cuestión funda-
mental debe ser planteada como una cuestión del pen-
samiento, inclusive cuando se trata de sus implicaciones
más materiales (de la muerte a causa del Sida en África
o de la miseria en Europa o de las luchas por el poder
en los países árabes, por ejemplo, entre cien ejemplos).
La estrategia política y militar es necesaria, la regulación
económica y social es necesaria, y la obstinación en la
exigencia de justicia, la resistencia y la rebelión, lo son
también. Pero es menester sin embargo pensar sin so-
siego un mundo que se sale, de manera a la vez lenta y
brutal, de todas sus condiciones adquiridas de verdad,
de sentido y de valor.
El enorme desequilibrio económico, vale decir el
desequilibrio de la vida, del hambre, de la dignidad, del
pensamiento, es el corolario del desarrollo de un mundo
que ya no se reproduce (que ya no conduce ni su propia
existencia ni su propio sentido), sino que produce una
ilimitación de su propia mundialidad, hasta tal punto
que parece ya sólo poder explotar: pues en el centro de
la ilimitación se abre una separación que consiste en una
desigualdad del mundo consigo mismo, una imposibi-
lidad de dotarse a sí mismo de sentido, de valor o de
verdad, una precipitación en la equivalencia general que
se transforma progresivamente en la civilización como
obra de muerte. No sólo una forma de civilización, sino
la civilización, quizás la historia del hombre y quizás
junto con ella la historia de la naturaleza. Y no hay otra
forma en el horizonte, ni nueva ni vieja.
Por una y otra parte se quiere vendar la herida con los
oropeles de siempre: dios o dinero, petróleo o músculo,

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Jean-Luc Nancy

información o magia, lo que siempre termina siendo una


u otra forma de omnipotencia y omnipresencia.
Omnipotencia y omnipresencia: eso es lo que siempre
se exige de la comunidad, o lo que se busca en ella: so-
beranía e intimidad, presencia a sí sin falla y sin afuera.
Se desea el “espíritu” de un “pueblo” o el “alma” de una
asamblea de “fieles”, se desea la “identidad” de un “su-
jeto” o su “propiedad”.
No basta, para nada basta con denunciar aquí un
imperialismo y allá un integrismo (designaciones que
se pueden colocar en forma de quiasma, por lo demás).
Estas denuncias son justas, así como es justo denunciar
el efecto de una explotación y de una humillación de
poblaciones enteras, que se vuelven disponibles para
otras explotaciones e instrumentalizaciones. Pero a fin
de cuentas, desde 1939, las guerras ya no tienen lugar
como enfrentamientos al interior de un mundo que les
da lugar (aun si este lugar es desastroso): la guerra se
ha vuelto la guerra de un mundo que se desgarra por-
que está mal parado para ser o para hacer lo que debe: a
saber, un mundo; vale decir, un espacio de sentido, aun
con el sentido perdido y con la verdad vacía.2
Hablar de “sentido” y de “verdad” en medio de la
agitación militar, de los cálculos geopolíticos, de los su-
frimientos, de gestos de estupidez o de mentira no es ser
“idealista”: es tocar la cosa misma.
De uno y otro lado de la apertura del mundo que se
produce con el nombre de “globalización”, lo que se se-

2. Cuando Roma hacía la guerra policial en los confines del Imperio (al
igual que los Estados Unidos lo hacen todo el tiempo), Roma no era al
mismo tiempo una mitad del mundo enfrentando a otra mitad: el Imperio
era un orden aparte, y los pueblos singulares otro.

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La comunidad enfrentada

para y se enfrenta a sí misma es la comunidad. Otrora las


comunidades pudieron pensarse distintas y autónomas
sin buscar su absorción en una humanidad genérica. Pero
cuando el mundo termina por hacerse mundial y cuando
el hombre termina por hacerse humano (es en ese senti-
do, también, que se vuelve “el último hombre”), cuando
“la” comunidad se pone a farfullar una extraña unicidad
(como si sólo pudiera haber una y como si debiera haber
una esencia única de lo común), entonces “la” comunidad
comprende que es ella la que está abierta –apertura vacan-
te, abierta sobre su unidad y sobre sus esencias ausentes– y
es ella la que enfrenta, en ella, esta fractura. Es comunidad
contra comunidad, extranjera contra extranjera y familiar
contra familiar, desgarrándose ella misma al desgarrar a
las otras que quedan sin posibilidad de comunicación ni
de comunión. Por esta razón, el monoteísmo en sí mismo
enfrentado a sí mismo, como teísmo y ateísmo, es el es-
quema de nuestra condición actual.
Que este enfrentamiento consigo misma pueda ser
una ley del estar-en-común y su sentido mismo, eso es
lo que está en el programa del trabajo de pensamiento
–inmediatamente acompañado por este otro programa:
a saber, que el enfrentamiento, al comprenderse a sí
mismo, comprende que la destrucción mutua destruye
incluso la propia posibilidad del enfrentamiento, y con él
la posibilidad del estar-en-común o del coestar.
Pues si lo “común” es el “con”, el “con” designa el
espacio sin omnipotencia y sin omnipresencia. En el
“con” no puede haber sino fuerzas que se enfrentan en
virtud de su juego mutuo y de presencias que se separan
en virtud de que siempre han de volverse otra cosa que

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Jean-Luc Nancy

meras presencias (objetos dados, sujetos acomodados en


sus certidumbres, mundo de la inercia y de la entropía).
¿Cómo volvernos capaces de mirar a la cara nuestro
vacío y nuestro enfrentamiento, no para sumergirse en
ellos, sino para hallar, pese a todo, la fuerza de enfrentar-
nos, primero con conocimiento de causa, luego de manera
tal que podamos realmente encararnos –sin lo cual el en-
frentamiento no es más que un empellón ciego, indistinto?
Pero mirar un abismo a la cara y enfrentarnos con la
mirada no dejan de ser cosas análogas, porque la mirada
de lo otro sólo puede abrir a lo insondable: a la extrañeza
absoluta, a una verdad que no puede ser verificada pero
que sin embargo se debe sostener.
Triple extrañeza: la de lo otro alejado, la de lo mismo
retirado, la de la historia vuelta sobre lo inocurrido, qui-
zás lo insostenible. Hay que sostener, en contra de una
moral “altruista” recitada con demasiada mojigatería, la
severidad de la relación con lo extraño cuya extrañeza
es condición estricta de existencia y de presencia. Y hay
que sostener eso que, delante de nosotros, nos expone
al sombrío resplandor de nuestro propio devenir y de
nuestra propia desgarradura. No se trata ni de culpar a
Occidente ni de reivindicar un Oriente mítico: se trata de
pensar un mundo en sí mismo y por sí mismo fractura-
do, con una fractura que proviene de lo más recóndito
de su historia y que debe, de un modo u otro –acaso para
lo peor y, ¿quién sabe?, para lo un poco menos peor–,
constituir hoy día su sentido oscuro, un sentido no oscu-
recido pero cuya oscuridad es su elemento. Es difícil, es
necesario. Es nuestra necesidad en los dos sentidos del
término: nuestra menesterosidad y nuestra obligación.

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La* historia de los textos filosóficos sobre la “comu-
nidad” en los años 80 sería digna de ser escrita con pre-
cisión, puesto que es, entre otras historias pero más que
otras, reveladora de un movimiento profundo del pensa-
miento en Europa en aquella época –un movimiento que
todavía nos está conduciendo, aun si es en otro contexto
muy diferente, y en el cual el motivo de la “comunidad”,
en lugar de salir a la luz, parece estar hundiéndose en
una peculiar oscuridad (sobre todo en el momento de es-
cribir estas líneas: a mediados de octubre de 2001). En La
Communauté désœuvrée evoqué el comienzo de esta his-
toria, pero de manera demasiado elíptica. Vuelvo ahora,
con ocasión de este prefacio, y con el distanciamiento del
tiempo que permite entender mejor las cosas.
Al mismo tiempo, el cargado contexto al que acabo
de aludir –las devastaciones y las guerras comunitaristas
de todo tipo y de todo “mundo” (el Antiguo, el Nuevo,
el tercer y el cuarto, el Norte y el Sur, el Este y el Oeste)–
vuelve quizás deseable volver a trazar un movimiento
que, si proviene del pensamiento, es sólo porque provie-
ne en primer lugar de la existencia.
*

* A continuación se ofrece la traducción del texto que sirvió de prefacio a


la edición italiana de La comunidad inconfesable (véase, más arriba, la “Nota
a la presente edición”)

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Jean-Luc Nancy

En 1983, Jean-Christophe Bailly proponía un tema


para un número de la revista Aléa, que entonces se publi-
caba en Christian Bourgois.3 El tema propuesto rezaba:
“La comunidad, el número”.
La elipse perfectamente lograda de este enunciado –
donde la seguridad compite con la elegancia, conforme
al gran arte de Bailly– me sedujo apenas me llegó la pe-
tición de un artículo, y desde entonces no he dejado de
admirar esa ocurrencia.
La “comunidad” era una palabra entonces ignora-
da por el discurso del pensamiento. Se la reservaba sin
duda al uso institucional de la “comunidad europea”,
uso que, lo sabemos hoy casi 20 años después, malogra
el concepto que emplea: y eso no es ajeno al asunto de
la “comunidad” tal como nos visita, tal como nos aban-
dona o tal como nos apremia. Se haya sabido o no a la
sazón, esa palabra y su concepto sólo podían caer presa
de la celada de la Volkgemeinschaft nazi, “la comunidad

3. Interrumpió esta publicación pocos años después, y buscaría entonces


fundar otra revista, más importante, con algunos otros entre los que me
encuentro (así como Lacoue-Labarthe, Alferi, Froment-Meurice…). No
hubo editor con quien tratar este proyecto esencialmente complejo y di-
verso, porque nos negábamos a definirnos por una “línea” o por un mani-
fiesto. La época de las revistas fundadas por una “ideología” nos parecía
clausurada (con Tel Quel y algunas otras). Es decir, también la época de
las revistas que formaban “comunidad”, sin que la palabra, en todo caso,
fuera empleada. Nuestro grupo, por lo demás variable, no formaba comu-
nidad. La historia de las revistas en Francia después de 1950 seguramente
aclararía varios aspectos de la desaparición progresiva de los grupos, co-
lectividades o comunidades de “ideas”, y, con ello, de una mutación de la
representación de una “comunidad” en general. La revista fundada por
Bataille, Critique, poseía un presupuesto completamente distinto, alejado
por principio de toda identidad teórica. No dejaba, eso sí, de producir en
los años 60 y 70 un efecto de “red”: era un lugar común para aquellos que
se apartaban de toda comunidad.

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La comunidad enfrentada

del pueblo” en el sentido que todos conocen. (En Ale-


mania, por lo demás, la palabra Gemeinschaft desencade-
naba todavía una dura resistencia en la izquierda, y la
traducción de mi libro, en 1988, fue tratada de nazi en
un periódico berlinense de izquierda. En 1999, por otra
parte, otro periódico de Berlín, esta vez del antiguo Este,
hablaba del mismo libro de manera positiva bajo el tí-
tulo de “Retorno del comunismo”. Esta doble anécdota
me parece resumir la anfibología, el equívoco y quizás
la aporía, pero también la insistencia obstinada, no ne-
cesariamente obsesiva, que conlleva la palabra “comuni-
dad”.) Por otra parte, lo que todavía quedaba en 1983 de
confianza socializante, cualquiera sea su grado y su for-
ma, conservaba su inclinación por la palabra “comunis-
mo” (al menos bajo la condición, se entiende, de adoptar
la exigencia primera contra el “comunismo real”, que ya
no era algo por descubrir).
Pero el “comunismo” indica una idea y un proyecto,
mientras que la “comunidad” parece tomar nota de un
hecho, de un dato. El “comunismo” se declara en favor
de una “comunidad” que no está dada, que se da como
meta. En el enunciado de Bailly, escuché inmediatamen-
te: “¿Qué hay con la comunidad?” –como una pregunta
que se sustituía silenciosamente a esta otra: “¿Qué pro-
yecto comunista, comunitario o comulgante?”; “¿Qué
hay con…?”, es decir: “¿Cuál es el ser de la comunidad,
qué ontología da cuenta de eso que indica una palabra
conocida –común– pero cuyo concepto se ha vuelto qui-
zás muy incierto?”
El concepto por sí mismo pedía examen, y por ello
la invitación manifestaba cierta prudencia respecto del
orden mismo del proyecto en general (Bailly venía de una

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Jean-Luc Nancy

izquierda fuerte, si no extrema, no comunista en el sen-


tido de los partidos.). La mera exhibición de la palabra
proponía un programa de análisis y sin duda de proble-
matización.
El “número” también era algo imprevisto, aunque de
otro modo. Súbitamente recordaba la evidencia no sólo
de la multiplicación considerable de la población mun-
dial, sino que también –como su efecto o corolario cuali-
tativo– de una multiplicidad que se sustraía a las absor-
ciones unitarias, de una multiplicidad que multiplicaba
sus diferencias, dispersándose en pequeños grupos, o
individuos, multitudes o poblaciones. En este sentido, el
“número” significaba la repetición y el desplazamiento
de lo que había sido “la masa” o “la muchedumbre” en
no pocos análisis de la pre-guerra (Le Bon, Freud, etc.),
o bien, desde otro ángulo, de la post-guerra. Y sabíamos
bien cómo los fascismos habían sido operaciones condu-
cidas sobre las “masas”, mientras que los comunismos
lo habían sido sobre las “clases”, unas y otras asignadas
como lugares de misión histórica.
El enunciado podía pues leerse como una abreviatura
fulgurante del problema que habíamos heredado en cuan-
to que problema del o de los “totalitarismo(s)”; aunque ya
no planteado en términos directamente políticos (como
si se tratara de un problema de “buen gobierno”), pero
sí en términos que debían entenderse como ontológicos:
¿qué es entonces la comunidad, si el número es su único
fenómeno –o incluso la cosa en sí– y si ya ningún “comu-
nismo” o “socialismo”, nacional o internacional, expresa
ni la más mínima figura, ni la forma, ni el más mínimo
esquema identificable? ¿Y qué es entonces el número si
su multiplicidad ya no cuenta como masa a la espera de

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La comunidad enfrentada

una puesta en forma (formación, conformación, informa-


ción), sino que vale por sí misma, en una dispersión que
no podríamos saber si llamar diseminación (exhuberan-
cia seminal) o desperdigamiento (pulverización estéril)?

*
Ocurrió que, en el momento en que Bailly proponía el
tema, me encontraba terminando un año de curso consa-
grado a Bataille, considerado desde una perspectiva po-
lítica. Trataba de encontrar en él, muy precisamente, la
posibilidad de un recurso inédito que escapara al fascis-
mo y al comunismo, tanto como al individualismo demó-
crata o republicano (no todavía “ciudadano”, conforme
a esta noción que, desde entonces, ha buscado responder
al mismo problema, pero casi sin hacer que progrese).
De hecho, buscaba en Bataille porque sabía que ya estaba
circulando la palabra y el motivo de la comunidad –y el
móvil de esta búsqueda era también aquél del enunciado
de Bailly (que obviamente conocía a Bataille, sin no obs-
tante referirse a él). Este índice de investigación significa-
ba ciertamente para ambos, pero sin una conciencia clara
de lo que se estaba jugando, un planteamiento ante todo
no directamente o no exclusivamente político del proble-
ma: delante o detrás de lo “político”4 hay esto: a saber, lo

4. En 1981, Philippe Lacoue-Labarthe y yo habíamos propuesto el concep-


to de “retrait du politique” como motivo inicial de trabajo para un “Centro
de investigaciones filosóficas sobre lo político”, acogido por la École Nor-
male de la calle Ulm, gracias a Derrida y también a Althusser (que sin
embargo no pudo participar). Esta expresión quería expresar la exigencia
de un retrazo y no de una retirada (como algunos creyeron) de la instancia
política, privada de sus contornos distintos e identificados. Este trabajo era
paralelo al que vino enseguida sobre la comunidad: pero, en cierto sentido,
estos paralelos no se tocan y demuestran precisamente la imposibilidad de

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Jean-Luc Nancy

“común”, lo “conjunto” y lo “numeroso”, y quizás ya no


sabemos en absoluto cómo pensar este orden de lo real.
El trabajo del curso me había dejado insatisfecho. Ba-
taille no me había dado la posibilidad de acceder a una
política inédita. Al contrario, en más de un sentido pros-
cribió la posibilidad política como tal. En sus textos de la
post-guerra, y hasta el final, se apartó del clima político
de su pensamiento de la pre-guerra. De manera análoga,
se había apartado de toda rivalidad con una “ciencia”
sociológica así como de toda tentativa de fundación de
grupo o de “colegio”. Y ya no era posible que una “so-
ciología sagrada” tomara, de los fascismos, la energía
pulsional y “activista” en que él había notado su princi-
pal vigor. La agitación heterológica había fracasado y la
guerra, terminada con la victoria de las democracias, en
lugar de haber desnudado las fuerzas extáticas dejaba en
la sombra los proyectos políticos.
Y así como Bataille hacía de la “soberanía” un con-
cepto no político sino ontológico y estético –ético, como
se diría hoy–, consideraba el fuerte vínculo (pasional o
sagrado, íntimo) de la comunidad como exclusiva de lo
que llamaba la “comunidad de los amantes”. Esta se ha-
llaba pues en contraste con el vínculo social y como su

fundar una política sobre una comunidad comprendida correctamente, así


como la imposibilidad de definir una comunidad a partir de una política
supuesta como verdadera o justa. Diría hoy que esta separación de los mo-
tivos de lo “político” y de lo “comunitario” era también un síntoma de una
dificultad que no ha dejado de agudizarse. Era también, a fin de cuentas,
una separación persistente entre Lacoue-Labarthe (más bien político) y yo
al interior de nuestro trabajo común… (para él, “comunidad” remitía siem-
pre primero a la embriaguez fascista, sobre lo cual volveremos). Eso no es
casual, ni personal: se podrían vincular estos detalles con otros trabajos y
con otros nombres en la historia de esos años.

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La comunidad enfrentada

contra-verdad. Lo que supuestamente debía estructurar


a la sociedad –no fuera sino abriendo una brecha trasgre-
sora– era colocado fuera de ella en ella, en una intimidad
para la cual lo político queda fuera de alcance.
Me parecía poder reconocer allí un aspecto de la cons-
tatación que toda la época comenzaba a hacer oscura-
mente: un divorcio de la política y del estar-en-común.5
Pero tanto por un lado como por el otro, comunidad de
intimidad intensa o sociedad de un vínculo homogéneo
y extensivo, el punto de referencia de Bataille me pare-
ció ser el siguiente: la posición deseada (alcanzada en
el amor o depuesta en la sociedad) de una comunidad
como absorción en interioridad, como presencia a sí de
una unidad realizada. Me pareció entonces que había
que analizar este presupuesto de la comunidad –aun si
era designado claramente como lo imposible y, junto con
ello, convertida en una “comunidad de aquellos que es-
tán sin comunidad” (expresión que cito de memoria y
sin saber ya si es de Bataille o de Blanchot; decidí escri-
bir estas líneas sin volver sobre los textos, dejando aquí
espacio para la memoria, única capaz de devolvernos el
movimiento que me impulsó y que quedó impreso en
mí: releer me haría reescribir la historia).
De ese modo, se me imponía el pensamiento que se
había elaborado en la tradición filosófica, y hasta en su
superación o desborde bataillano (y antes, sin duda, en
el de Marx), una representación de la comunidad a la
5. Desaparición de la política como “destino de los pueblos” a través de la
desaparición de los “pueblos” mismos, al menos en su absorción política
bajo la forma del Estado-nación. Simétricamente, desaparición de la políti-
ca de Estado en provecho de la entidad renovadamente llamada “sociedad
civil” (a través de la historia de la Solidarnosc en Polonia), o bien reducción
de la política al ejercicio vigilante de los “derechos humanos”.

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Jean-Luc Nancy

que la reflexión sobre el “totalitarismo” –que lo marca-


ba todo en esos años, que exigía de todos un profundo
respiro– me hacía conferirle este carácter esencial: la co-
munidad que se realiza como su propia obra.6 Lo que,
en cambio, la reflexión difícil y en parte desdichada de
Bataille invitaba a pensar –con ella pero más allá de ella–,
era lo que me pareció que se podía denominar la “com-
munauté désœuvrée”, la “comunidad sin obra”, “la comu-
nidad inoperante”.
El “désœuvrement”*, la “inoperancia”, provenía de
Blanchot, por ende de lo más próximo a Bataille, de la
comunidad o comunicación llamada “amistad” y “diá-
logo infinito” entre ambos. De esta singularísima y muy
silenciosa, y en cierto sentido secreta comunicación, me
llegaba una palabra para tratar de lanzar de nuevo los
dados de este asunto.
Los años que vendrían iban a mostrar en qué medida
la comunidad, ya retomada una primera vez, concitaba
el interés, y en qué medida se volvía necesario tratar de
volver a calificar esta región del hombre o del ser que

6. Sobre este punto preciso se producía un cruce con la reflexión de La-


coue-Labarthe sobre el nazismo –y en particular sobre el de Heidegger–
como “nacional-esteticismo”.
* La palabra francesa “désoeuvrement”, aquí traducida por “inoperancia”,
en el uso significa más bien “ociosidad”, “desocupación”, “inactividad”,
“reposo”, incluso “cesantía”, entre otros. La palabra contiene la raíz “oeu-
vre”, es decir “obra”. Etimológicamente, “désoeuvrement” se refiere a la
acción de cesar o dejar de ser obra, y tal es el concepto con el que Blanchot
y Nancy buscan precisamente caracterizar la obra (literaria, comunitaria).
“Désoeuvrement” se refiere a aquello que, de la obra y en ella, resiste a o
incluso interrumpe su naturaleza de “obra”. Al proponer “inoperancia”
para traducir “désoeuvrement”, sólo se busca mantener cierta cercanía
etimológica con la palabra francesa (pues “inoperancia” contiene la raíz
latina “opus”, que significa “obra”). (N. del T.)

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La comunidad enfrentada

ningún proyecto comunista o comunitarista sostenía ya.


Calificarla de otro modo significaba en el fondo dejar de
calificarla por sí misma, salir de la tautología en que la
comunidad tenía sustancia y valor en sí (y sin duda siem-
pre con un índice más o menos cristiano: comunidad
primitiva de los apóstoles, comunidad religiosa, iglesia,
comunión –los orígenes de Bataille eran por lo demás
muy explícitos en este punto). Hubo, tras los libros de
Blanchot y el mío, una serie de trabajos que tematizaban
y calificaban la comunidad; continúa hoy, pero en un
contexto en que se reinventó, en los Estados Unidos, un
“comunitarismo” que requeriría examen aparte.7

Blanchot escribe La communauté inavouable en respues-


ta al artículo que publiqué con el título de La communau-
té désœuvrée, y mientras ya lo trabajaba para convertirlo
en libro. Me conmovió esa respuesta, primero porque la
atención de Blanchot era prueba de la importancia del
motivo, no sólo para él sino que, a través de él, para to-
dos quienes experimentaban una necesidad imperiosa,
acaso violenta, de reconsiderar lo que el comunismo
había ocultado tan poderosamente y que lo había hecho
surgir: la instancia de lo “común” –pero también su enig-
ma o su dificultad, su carácter no dado, no disponible y,
en este sentido, lo menos “común” del mundo…

7. Recuerdo aquí simplemente y en desorden algunos trabajos, cuyos títu-


los contengan o no la palabra “comunidad”: de Agamben, de Rancière, de
Laclau y Mouffe, más tarde de Ferrari, Esposito, entre otros.

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Jean-Luc Nancy

Pero también me conmovió el hecho de que la res-


puesta de Blanchot era al mismo tiempo un eco, una re-
sonancia y una réplica, una reserva, inclusive en cierto
sentido un reproche.
Nunca aclaré completamente esta reserva o este re-
proche, ni en un texto, ni para mí mismo, ni en la co-
rrespondencia con él. Hablo de ello por primera vez, con
ocasión de este prefacio.
No lo hice porque no me sentía (no menos que hoy)
ni capaz de, ni autorizado a dilucidar el secreto que Blan-
chot designa claramente con su título –e incluso con su
texto que hacia el final habla de “lo inconfesable” de una
muerte dada por amor, de un amor dado en la muerte
(y esto mismo, precisamente, no es confesable incluso
cuando se dice).
El secreto no confesable, sin duda, tiene que ver con
esto (pero no radica en esto): ahí donde yo intentaba
sacar a la luz la “obra” comunitaria como la condena a
muerte de la sociedad8 y, correlativamente, establecer la
necesidad de una comunidad que se rehúsa a obrar, que
preserva de ese modo la esencia de una comunicación in-
finita (comunicando un “sentido ausente”, para decirlo
con Blanchot, y la pasión de este ab-sens, o bien la pasión
en que este ab-sens consiste), ahí mismo, entonces, Blan-
chot me significa o señala lo inconfesable. En aposición

8. Y esto dicho en todos los sentidos que la expresión admite, incluido


aquél tocante a la institución de la pena de muerte en una comunidad po-
lítica –si algo como eso existe, si la “comunidad” puede ser, como tal y
directamente, “política”. Pero, al contrario, hay que preguntarse si la pena
de muerte, cuando la hay, no expresa una certidumbre, fundada o iluso-
ria, de estar en una sociedad que puede pensarse como comunidad y no
solamente como sociedad.

22
La comunidad enfrentada

pero también en oposición al désœuvrée de mi título, este


adjetivo propone pensar que tras la inoperancia todavía
hay la obra, una obra inconfesable.
Da que pensar (lo advierto de nuevo: escribo sin re-
leer los textos, escribo no para resolver, sino para abrir
la atención de futuros lectores) el que la comunidad de
aquellos que están sin comunidad (todos nosotros), la
comunidad sin obra, no se deje revelar como el secreto
develado del estar-en-común. Y por consiguiente que no
se deje comunicar, aun si es lo común mismo y sin lugar
a dudas porque lo es.
Más bien agrava este secreto, subraya su imposibi-
lidad, o mejor el interdicto de penetrarlo –o incluso la
inhibición, el pudor o la vergüenza de penetrarlo (todos
estos acentos figuran, creo, en el texto de Blanchot).
Lo que es inconfesable no es algo indecible. Al con-
trario, lo inconfesable nunca termina de ser dicho o de
decirse en el silencio íntimo de quienes podrían pero no
pueden confesar. Imagino que Blanchot quería intimarme
con este silencio y con lo que dice: prescribírmelo y ha-
cerlo entrar en mi intimidad, como la propia intimidad –
la intimidad de una comunicación o de una comunidad,
la intimidad de un modo de obra íntima que se retiraba
más allá de toda inoperancia, volviéndolo posible y ne-
cesario pero no disolviéndose en él. Blanchot me pedía
que no permaneciera en la negación de la comunidad co-
mulgante, que pensara más allá de esta negatividad, ha-
cia un secreto de lo común que no es un secreto común.
*

Hasta ahora no he retomado el análisis de todo eso,


como podría haberlo hecho con una respuesta al texto de

23
Jean-Luc Nancy

Blanchot. No lo hice en mi correspondencia con él, pues


las cartas apenas deben mezclarse con los textos: éstos
comunican entre ellos según un orden propio. (¿Qué es,
por otra parte, una correspondencia? ¿Qué especie de co-
o de com- está implicado?) Tampoco lo hice en un texto
aparte, pues sucedió que, en el orden del trabajo propia-
mente dicho, no proseguí en la veta ni en el tema de la
palabra “comunidad”.
En efecto, preferí ir reemplazando poco a poco las ma-
logradas expresiones de “estar-juntos”, de “estar-en-co-
mún” y finalmente de “coestar”. Había razones para
estos desplazamientos y para la resignación, al menos
provisoria, de estas infelices ocurrencias lingüísticas. Por
todos lados veía venir los peligros suscitados por la pala-
bra “comunidad”: su resonancia invenciblemente plena,
léase henchida de sustancia y de interioridad, su refe-
rencia inevitablemente cristiana (comunidad espiritual y
fraternal, comulgante), o más en general religiosa (comu-
nidad judía, comunidad de la plegaria, comunidad de
los creyentes –‘umma), su uso en apoyo a presuntas “et-
nicidades”, todo eso no podía sino ponerme en guardia.9
Quedaba claro que el acento puesto sobre el concepto,
necesario pero todavía muy poco clarificado, iba por lo
menos emparejado, en esa época, con un reavivamiento
de pulsiones comunitaristas, y a veces fascinadoras. (En
2001, se puede ver en qué punto estamos y por dónde
hemos pasado en materia de pulsiones de este tipo.)
Preferí entonces concentrar el trabajo en torno al
“con”: prácticamente indiscernible del “co-” de la comu-
9. Rápidamente llegaron objeciones o reservas, incluso amistosas como la
de Derrida que se oponía en este punto a Blanchot y a mí, o como la de
Badiou que exigía sustituir “comunidad” por “igualdad”.

24
La comunidad enfrentada

nidad, conlleva sin embargo un índice más neto de sepa-


ración en el corazón de la proximidad y de la intimidad.
El “con” es seco y neutro: ni comunión ni atomización,
compartir apenas un lugar, a lo sumo un contacto: un
estar-juntos sin ensamblaje. (En este sentido, hay que
profundizar en un análisis del Mitdasein que Heidegger
dejó en suspenso.)

Quizás esto me llevará de nuevo al libro de Blanchot.


Esta nueva edición italiana es una primera ocasión.
Como si Blanchot, más allá de los años que han trans-
currido y de algunos otros signos intercambiados, me
dirigiera de nuevo su precepto: “¡Resguarde lo inconfe-
sable!” Creo entenderlo de este modo: sospeche de toda
absorción de la comunidad, incluso bajo el nombre de
“inoperante”. O bien, prosiga aún más en la seña abier-
ta por esta palabra. La inoperancia viene después de la
obra pero proviene de ella. No basta con detener a la
sociedad que se hace obra en el sentido en que lo quie-
ren los Estados-naciones o Estados-partidos, las Iglesias
universales o autoacéfalas, las Asambleas y los Concejos,
los Pueblos, las compañías o las fraternidades. Hay que
pensar también que hubo ya, siempre ya, una “obra” de
comunidad, una operación de reparto que siempre ha-
brá precedido toda existencia singular o genérica, una
comunicación y un contagio sin los cuales no podría ha-
ber, de modo absolutamente general, ninguna presencia
ni ningún mundo, pues cada uno de estos términos im-
plica en él una co-existencia o una co-pertenencia –aun
si esta “pertenencia” sólo es la pertenencia al hecho del

25
Jean-Luc Nancy

estar-en-común. Ya hubo entre nosotros –todos juntos y


en conjuntos distintos– la participación en algo común
que sólo consiste en esa participación, pero que al parti-
cipar hace existir y toca entonces la existencia misma en
lo que ésta tiene de exposición a su propio límite. Eso es
lo que nos ha hecho “nosotros”, separándonos y aproxi-
mándonos, creando la proximidad con el alejamiento en-
tre nosotros –“nosotros” en la indecisión mayor en que se
halla este sujeto colectivo o plural, condenado (pero ésa
es su gloria) a no poder encontrar nunca su propia voz.
¿Qué ha sido compartido? Sin duda algo –lo “incon-
fesable”, pues– que Blanchot indica en la segunda parte
de su libro10 y por el hecho mismo de emparejar en este
libro una reflexión sobre un texto teórico y otra sobre un
relato de amor y de muerte.11 En ambos casos, Blanchot
escribe en relación con y escribe su relación con estos
textos, que de ese modo relaciona también entre ellos.
Los distingue, según me pareció ver, como dos textos,
uno se quedaba en una consideración negativa o huera
de la “inoperancia”, mientras el otro daría acceso a una
comunidad ya no “obrada”, sino operada en secreto (lo
“inconfesable”), en la participación de una experiencia
de los límites: la experiencia del amor y de la muerte, de
la vida misma expuesta en sus límites.
Quizás dice –es lo que una relectura debe buscar– que
estos dos accesos a la esencia sin esencia de la “comuni-
dad” se recortan en alguna parte, entre las dos partes del
libro como entre el orden social-político y el orden pasio-

10. La primera parte (que trata de La Communauté désœuvrée) se titula “La


comunidad negativa”, y la segunda “La comunidad de los amantes”.
11. La maladie de la mort, de Marguerite Duras.

26
La comunidad enfrentada

nal-íntimo. En alguna parte habría que pensar el enigma


de intensidad, de surgimiento y pérdida, o de abandono,
que posibilita a la vez la existencia plural (el nacimiento,
la separación, la oposición) y la singularidad (la muerte,
el amor). Pero siempre lo inconfesable está implicado en
el nacimiento y la muerte, el amor y la guerra.
Lo inconfesable designa un secreto vergonzoso. Ver-
gonzoso porque involucra, bajo dos figuras posibles –la
soberanía y la intimidad–, una pasión que no puede ser
expuesta sino como lo inconfesable en general: su confe-
sión sería insostenible, pero al mismo tiempo destruiría
la fuerza de esta pasión. Pero sin ella habríamos renun-
ciado a toda especie de estar-juntos, vale decir de estar
a secas. Habríamos renunciado a aquello que, según el
orden de una soberanía y de una intimidad retraídas en
la discreción sin fondo, nos coloca en el mundo. Pues lo
que nos coloca en el mundo es también lo que de prime-
ra nos lleva hasta los extremos de la separación, de la fi-
nitud, y del encuentro infinito en que cada uno desfalle-
ce al contacto con los otros (o sea también consigo) y del
mundo como mundo de los otros. Lo que nos pone en el
mundo reparte al mismo tiempo el mundo, lo destituye
de toda unidad primera o última.
“Inconfesable” es entonces una palabra que mezcla,
indiscerniblemente, el impudor y el pudor. Impúdica,
anuncia un secreto; púdica, declara que el secreto segui-
rá secreto.
Lo callado se sabe por quien se calla. Pero este saber no
ha de ser comunicado, al ser él mismo, al mismo tiempo,
el saber de la comunicación, cuya ley debe ser la de no
comunicarse porque no pertenece al orden de lo comuni-
cable, sin ser por eso inefable: pero abre toda palabra.

27
Jean-Luc Nancy

Concluiré retomando el acontecimiento que se pro-


paga hoy (lo señalo otra vez, escribo en octubre de 2001)
a través del mundo y particularmente a través del mun-
do occidental y en sus bordes, en sus confines internos
y externos (si los hay externos), adoptando todos los
rasgos de un desencadenamiento pasional. Es obvio que
las figuras de la pasión –ya sean las de un Dios Omnipo-
tente o las de una Libertad no menos teúrgica– recubren
y revelan con sus gestos enfrentados todo lo que ya co-
nocemos de extorsiones, explotaciones, manipulaciones
que despliegan el movimiento actual del mundo. Pero
no basta con quitar las máscaras, aun si es lo primero que
deba hacerse. Hay que considerar también que estas fi-
guras pasionales no ocupan casualmente un lugar vacío:
es el lugar de una verdad de la comunidad. El llamado
a un dios encolerizado o la afirmación “In God we trust”
instrumentalizan de manera simétrica una necesidad, un
deseo, una angustia del estar-juntos. Hacen de ella otra
vez una obra –a la vez un gesto heroico, un espectáculo
imponente, un tráfico insaciable. Al hacerlo, aseguran re-
velar el secreto al tiempo en que resguardan su resplan-
dor. En verdad, ocultan el secreto, y precisamente con
el nombre demasiado confesable de “Dios”. Sucede que
pensamos a partir de ahí: sin dios ni señor, sin sustancia
común, ¿cuál es el secreto de la comunidad, o del coestar?
No hemos pensado todavía suficientemente la inope-
rancia de la comunidad, en qué consiste la posibilidad
de compartir un secreto sin divulgarlo: compartirlo pre-
cisamente sin divulgarnos a nosotros mismos, entre no-
sotros.

28
La comunidad enfrentada

En frente de las monstruosidades de pensamiento (o


de “ideología”) que se enfrentan en razón de no menos
monstruosas cuestiones de poder y de usufructo, hay
una tarea, que consiste en pensar lo impensable, lo in-
asignable, lo intratable del coestar sin someterlo a nin-
guna hipóstasis. No es una tarea política ni económica,
es algo más grave y gobierna, a fin de cuentas, tanto lo
político como lo económico. No nos encontramos en una
“guerra de civilizaciones”, nos encontramos en una des-
garradura interna de la civilización única que civiliza y
barbariza el mundo de un mismo movimiento, pues ya
ha tocado la extremidad de su propia lógica: ha devuelto
el mundo enteramente a sí mismo, ha devuelto la comu-
nidad humana enteramente a sí misma y a su secreto sin
dios y sin valor de mercado. Con eso es con lo que hay
que trabajar: con la comunidad enfrentada a sí misma,
con nosotros enfrentados a nosotros, con el con que se
enfrenta al con. Un enfrentamiento que sin duda perte-
nece esencialmente a la comunidad: se trata a la vez de
una confrontación y de una oposición, de un adelantarse
a sí mismo para desafiarse y ponerse a prueba, para di-
vidirse en su ser con una separación que es también la
condición de este ser.

***

Aquí se detenía el primer texto de este prefacio,


terminado el 15 de octubre de 2001. Lo retomo cuatro
meses después, en febrero de 2002. En efecto, el movi-
miento que me conducía desde y hacia el libro de Blan-
chot –desde una pregunta por la comunidad y hacia un
pensamiento sin duda destinado a emanciparse de la

29
Jean-Luc Nancy

“pregunta” misma– no podía detenerse. Al contrario, me


parece, y cada vez con mayor claridad, que no dejaremos
de ser guiados por ese movimiento, al menos mientras
una “comunidad” de naturaleza inédita no haya encon-
trado lugar entre nosotros (entre todos nosotros, pero,
¿quiénes? ¿uno o varios pueblos, uno o varios continen-
tes? ¿un mundo?), admitiendo por otra parte que esta
comunidad podría perfectamente ser aquella en la cual o
por la cual ya nos encontramos juntos, pues todas nues-
tras divisiones, todas nuestras reticencias y nuestras in-
terrogantes justificadas en torno al tema “comunitario”
no pueden borrar el hecho de que nosotros estamos en
común, todos nosotros, seamos quienes seamos, y cual-
quiera sea la naturaleza de este dato más acá del cual no
se puede remontar. La “comunidad” nos está dada, es
decir un “nosotros” nos está dado antes de que podamos
articular un “nosotros”, y todavía menos justificarlo.
Continuaré más o menos a partir de esto: el enfren-
tamiento que de pronto ha adoptado la figura impresio-
nante del derrumbamiento de un símbolo de comercio
mundial (por tanto del intercambio, de la relación, de
la comunicación) se da o se quiere dar la naturaleza de
un enfrentamiento religioso. Por un lado, monoteísmo
fundamentalista, por otro lado teísmo humanista y no
menos fundamentalista. Teología del Absoluto contra
teología de la Ilustración, se habría dicho en la época de
Hegel. La religión parece llevar en su seno el motivo co-
munitario, de tal suerte que no habría comunidad si de
alguna manera no es religiosa (y de hecho, desde Atenas,
y luego Roma, y Rousseau, ¿acaso no hemos buscado,
esperado, la posibilidad de una “religión civil”, que sin
embargo siempre ha sido frágil y siempre ha terminado

30
La comunidad enfrentada

por desvanecerse con relativa rapidez?). De manera recí-


proca, pareciera que una religión sólo pudiera congregar
a una comunidad, particularmente en el monoteísmo (si-
nagoga, iglesia, umma son el triple nombre de la congre-
gación). Esta reciprocidad está presente en nuestra cultu-
ra occidental hasta tal punto que solemos ser remitidos
a una etimología de “religión” a través de religare, que
significaba “religar”, “amarrar a través de un vínculo”.
Hablamos sin problemas de “vínculo social” (Rousseau
emplea esta expresión).
Se sabe sin embargo que esta etimología no es exacta,
que los propios Latinos conocían otra y que el recurso
a la idea de vínculo ha sido reforzado por el cristianis-
mo. La otra etimología remite a relegere, en el sentido de
recoger, traer hacia sí para un examen escrupuloso. Se
pueden extraer dos consecuencias de este conjunto de
coordenadas:
1) la comunidad pensada como ligada por un víncu-
lo trascendente o místico, y el vínculo mismo pensado
como reunión y asunción en una unidad (de la cual una
forma, tomada de Roma, habrá sido el grupo (faisceau)
vinculado del fascismo*), representan en efecto el ser
comunitario como el misterio de una unión, de una in-
corporación, incluso de una fusión. El estar-en-común
supone un ser común, un fundamento, un principio y
un fin en que los “miembros” encuentran su sentido y su
verdad. Pero se debe entender también que esta comu-
nidad, en tanto que paradigma de un pensamiento mo-
derno, conlleva, en el seno de su determinación religiosa,

* La palabra “faisceau” traduce aquí, en francés, el italiano “fascio”, que ori-


gina “fascismo”. (N. del T.)

31
Jean-Luc Nancy

la tendencia a borrar la religión propiamente dicha en


favor de una celebración de la comunidad misma en tan-
to que cuerpo viviente de la unidad. Ocurre aquí como
en todo el proceso llamado “secularización”: el cuerpo
social asume la función del cuerpo místico, y el soberano
(el pueblo) asume la identidad divina o crística. Esta teo-
logía comunitaria, latente hasta Marx, indica al mismo
tiempo un desplazamiento y una ocultación. El elemento
místico se vuelve elemento cívico –pero lo cívico perma-
nece abrumado, desconcertado por su propia misticidad.
De ahí el fracaso de las religiones cívicas, de cualquier es-
pecie que fueran, y de ahí la inquietud implícita o explí-
cita de la democracia en relación con su fundamento en
el concepto de “pueblo soberano”. Para lo que aquí nos
ocupa, es posible decir que la interpretación religiosa de
la comunidad no logra traducirse en política, al contrario
separa lo político de lo teológico y, en régimen ateológi-
co (el nuestro, el de las repúblicas), designa un vacío, un
espacio vacante o un enigma allí donde debería ofrecerse
un misterio iluminador: la propia intimidad común o el
anudamiento del vínculo son oscurecidos en la medida
exacta en que pretendían ser revelados.
2) En cambio, aparece sin duda también un segundo
rasgo, que remite al otro sentido de la palabra “religión”.
En efecto, como pudo decirlo Durkheim (el fundador, si
no de la palabra, al menos de la cosa llamada “sociolo-
gía”, saber acerca del ser social en cuanto tal): “el contrato
supone otra cosa además de sí mismo”.12 No sólo supone

12. Citado por Christian Thuderoz en la “Introducción” a La Confian-


ce-approches économiques et sociologiques, Paris/Montréal: Gaëtan Morin,
1999, pág. 7. El desarrollo actual de los trust studies, del que esta obra, entre
otras, ofrece testimonio, indica una necesidad encontrada desde el interior

32
La comunidad enfrentada

la posibilidad de realizar un contrato sino la disposición


para realizarlo y la energía que requiere su compromi-
so. Esta dinámica exige confianza: una anticipación, en
suma, del compromiso de los otros. La confianza es la fe
puesta en conjunto: es la fidelidad o la fiduciaridad que
el contrato presupone en el fondo de su idea misma, es
decir de su validez y de su fuerza de contrato.
La “otra cosa además de sí mismo” que el contrato
presupone es, entonces, del orden de la fe. La fe no tiene
nada que ver con la creencia en el sentido del saber fiable
o presuntivo. La fe no es del orden del saber, sino de la
adhesión o de la participación (se podría decir: de la me-
thexis, no de la mimesis, si la disyunción de ambas fuera
posible). Como dice Valéry: “La sociedad es un funciona-
miento fiduciario. Supone un credo o un crédito”.13 Pero
este “credo o crédito”14 es el acto de una fe que no se de-
posita sino en la sociedad misma. La fianza es con-fianza
porque se fía del co- de la co-existencia, o bien el co- no
es posible sino como fianza en sí mismo. Pero el co- por
sí mismo no es nada, sino precisamente en el acto de esta
confianza.
Esta segunda dirección nos aproxima del segundo
sentido de la religio. Aquí el enigma de lo común no for-

mismo de la economía y de la sociología. No menos significativa es la po-


lisemia o la politecnia de trust (sinónimo de confidence o de faith), palabra
traspasada al idioma del management (se ha creado incluso, en francés, el
verbo “truster”), y que figura además en el dólar (“In God We Trust”). Este
no es el lugar para hacer un comentario.
13. Cahier, II, París: Gallimard, 1974, pág. 918.
14. “Credere” y “crédito” poseen la misma etimología. Crédito proviene del
italiano credito, que, en Dante, significa “confianza”. En cuanto a credere,
este verbo significó primero, como explica Benveniste, “depositar en al-
guien el kred, fuerza sagrada”.

33
Jean-Luc Nancy

ma ya un misterio que habría que revelar o al contrario


proteger con un misticismo. El enigma se relaciona con
el secreto de la confianza, y este secreto es la confianza
misma, en la cual fianza y co- se presuponen recíproca
e indefinidamente. La religio en tanto que escrúpulo es
entonces la reserva ante este secreto, su observancia y su
guarda. Pues es el secreto incomunicable de lo que ante
todo compromete, asegura y arriesga alguna comunica-
ción –sea ésta económica, técnica, lingüística, afectiva o
sexual. (Sin duda es todo eso a la vez, en proporciones
diversas.)
En otras palabras: en la confidentia, el cum no designa
en realidad el “con”, sino que posee su valor de prefijo
de realización (como en conspicuo o en conficio): la fides,
la fiducia se realiza hasta el final, se da o se abandona
sin reservas. Y de hecho debe ser así, pues de otro modo
no podría ni siquiera comenzar. Una confianza limita-
da o mitigada presupone la posibilidad de la confianza
ilimitada. Esta, a su vez, supone entre los “fieles” (entre
los “fiancés”*) una proximidad que habría que calificar
de ilimitada aunque es, muy exactamente, la proximidad
en el límite que los separa absolutamente (el cuerpo, la
muerte, el inasignable “sí-mismo”). Así, la intensidad ex-
trema de la fides es idéntica a la proximidad del cum en
el sentido del “con” y la primera se comunica ahí donde
la segunda mantiene la separación irreductible que el
“con” implica en su estructura.

***

* En español, “fiancé(e)” se dice “novio(a)”, o, mejor, “prometido(a)”.


(N. del T)

34
La comunidad enfrentada

De este modo, nos vemos conducidos otra vez al


texto de Blanchot. El secreto es inconfesable porque es
incomunicable. Pero es inconfesable y no solamente in-
comunicable: si sólo fuera incomunicable, sería el mis-
terio exclusivo de quizás qué divinidad flotante fuera
de lo común, velada bajo un interdicto. Inconfesable, es
del orden de lo que es efectivo y conocido por aquellos
que participan en ello –conocido por nosotros todos y
a su manera evidente, manifiesta en todas nuestras co-
municaciones, comercios, contratos y coitos. Pero exige
reserva y pudor porque toca nuestra desnudez, nuestra
intimidad. Del mismo modo en que no hay mayor con-
fianza que aquella en la cual uno se desnuda, para dejar-
se en manos del amor o de la medicina, no hay confianza
que no desnude. Desnuda lo que, de lo común, no está
dado, o mejor: que lo común no es dado, que no es nada,
ninguna cosa, sino lo que se posibilita fiándose de sí mis-
mo –y esto no está dado. Releo el texto de Blanchot: “la
extrañeza de lo que no podría ser común es lo que funda
esta comunidad, eternamente provisoria y siempre ya
desertada”.15
Esta extrañeza no es un misterio y no es tampoco una
negatividad (no es como negatividad que la muerte se
hace aquí presente, sino como efectividad de la extrañe-
za). Es la afirmación de la confianza desnuda, de la des-
nudez de la confianza: expuesta, frágil, incierta, pero así
entonces expuesta, mostrada, manifiesta, en su extrañeza
desconcertante, inquietante, que es propia del encuentro
más corriente así como del vínculo más inconfesable.

15. La communauté inavouable, París: Minuit, 1983, pág. 89.

35
Entre poder y fe

J. M. Garrido: Para empezar esta entrevista sobre “lo


político”, me gustaría pedirte que aclararas el térmi-
no mismo que estoy empleando. Quisiera llamar tu
atención sobre una peculiaridad de la lengua francesa.
En tus textos –aunque esto es común a bastantes pen-
sadores franceses contemporáneos–, uno se encuen-
tra a menudo con una reflexión sobre “lo” político (le
politique), y no tanto sobre “la” política (la politique).
Con Philippe Lacoue-Labarthe, por ejemplo, ustedes
hablaban a principios de los años ochenta de un “reti-
ro de lo político”; en El sentido del mundo, escribes: “lo
político es el lugar del en-común como tal”. Aunque
reseñado en los diccionarios de lengua francesa, la pa-
labra masculina le politique (lo político) parece ser de
uso raro y más bien técnico, mientras que la palabra
femenina la politique (la política) es preferida en el uso
corriente y tradicional (la política de un estado, la po-
lítica de alguien, el arte de la política, la política y la
moral, etc.). ¿Qué se juega, a tu juicio, en esa división?
¿Cómo se presentó para ti la necesidad de proponer

37
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

una reflexión sobre lo político más que sobre la políti-


ca? ¿Y cómo se presenta para ti hoy?
J.-L. Nancy: De hecho este masculino es bastante re-
ciente en la lengua francesa (si omitimos los usos más
arcaicos en que se designaba a una persona en ciertas
funciones). Su uso data de los años 30, por una parte
con el sentido de “lo referente al gobierno, al Estado”,
sobre todo por distinción a “lo social” (lo referente al
equilibrio y a la justicia entre categorías sociales), y
por otra parte por distinción a “la política”, que desig-
na más bien la acción de los gobernantes, de los oposi-
tores, de los partidistas, etc. Cuando Lacoue-Labarthe
y yo escogimos el masculino le politique en los años
80 queríamos claramente demarcarnos de una acción
política y proponer una reflexión sobre “la cosa políti-
ca”, sobre la “esencia” de lo que llamamos “política”.
Ciertamente hay algo de influencia del alemán “das
Politische”, que Schmitt emplea en “Das Begriff des
Politischen” (El concepto de lo político). Se trata enton-
ces de la esencia distinguida de la acción. Tal distin-
ción merece no obstante ser cuestionada, porque en
ningún caso es seguro que se pueda separar, en este
ámbito, la esencia de la acción. Como sea, se trata de
una pregunta de este tipo: ¿qué es la “polis”? ¿Cómo
podemos definirla y entenderla? ¿Cómo podemos
pensar sus fundamentos y fines?
Diría hoy que lo que entonces llamábamos “el retiro
de lo político” (y que era a la vez una constatación
y una tarea teóricas) justifica más aún el empleo del
sustantivo masculino (le politique). Me parece evidente
que la esencia o el ser de la “polis” es un problema

38
Entre poder y fe

para nosotros. Hasta nosotros, este ser ha sido conce-


bido como reposando sobre un fundamento dado a la
comunidad: una organicidad metafísica (Platón), una
participación de las posibilidades y de las exigencias
del bien vivir (Aristóteles), y luego la “nación” asu-
mida por una identidad superior que le da una des-
tinación propia (el Estado soberano). En cierta forma,
estas tres grandes determinaciones se han reunido en
la democracia: el “cuerpo social” de Rousseau las sin-
tetiza. Pero esta síntesis hace surgir un problema, mo-
dalizado según esas tres direcciones: ¿dónde encon-
trar la instancia superior, la referencia de un “bien” o
de la “destinación”? Todo se reúne y a la vez se vuelve
problemático entre el “bien” de la seguridad mutua
(la fuerza delegada a la autoridad pública) y el otro
“bien” proyectado sobre la “voluntad general” y que
permanece invisible, imposible de situar.
Se debe pues desconectar el “bien común” y la políti-
ca. Hay que entender ante todo que el “bien común”
es múltiple: hay diversos “bienes”, muchos, que la es-
fera “pública” no puede asumir. Quizás lo único que
puede hacer es asegurar el espacio de apertura a las
diversas modalidades del “bien”, y también entre ellas
–pero no puede ser su depositaria. (Estoy hablando de
“bien”, pero también podría estar hablando de “ver-
dad”.) En este sentido, “lo” político cambia de sentido
o de signo: debe permanecer como esfera separada,
poseedora de autoridad a la vez que desprovista del
poder de asumir la diversidad.
Se debe renovar la cuestión de “la” política a partir
de ahí, y ante todo como cuestión del poder. Hemos
reprimido la cuestión del poder. Rousseau lo hizo a su

39
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

manera, y Foucault nos condujo a pensar demasiado


una dispersión de los poderes. Estoy muy desarmado
para abordar esta cuestión, pero me parece que debe
ser replanteada: no un poder soberano en el sentido
de sagrado o todopoderoso, y sin embargo un poder
que debe poder mantenerse allí donde la ley adquie-
re su fuerza (y entonces también el poder de decir la
excepción, como en Schmitt). Y todo lo demás libre y
garantizado en su libertad por el poder. Este mismo,
ciertamente, sometido a un control... ¡y también a la
posibilidad de (re)tomar el poder!
En este sentido, “lo” político estaría esencialmente li-
gado a “la” política.

J. M. G.: Acabas de decir que estás desarmado para


abordar esta cuestión, pero sólo con el fin de hacer que
indiques una vía: ¿de dónde la ley adquiere su fuerza?
Seré más preciso: esta instancia de control y la posi-
bilidad de (re)tomar el poder –es decir, pues, donde
el poder encuentra sus límites a la vez que su fuente
de poder–, ¿la seguirías abordando como el “estar en
común”, como el “singular plural” de la existencia? En
efecto, todas estas denominaciones (habría que agre-
gar las de “comunidad sin obra” (communauté désœu-
vrée), “comparecencia”, acaso también “mundializa-
ción”) no sólo buscaban ser conceptos teóricos acerca
de la “esencia” de la comunidad (como dimensión de
“lo” político), sino que también los nombres de una
práctica o de una acción que le sería precisamente in-
separable: la de existir (o de coexistir). El poder –su
legitimidad y su soberanía–, ¿sería entonces ante todo
el poder de la existencia?

40
Entre poder y fe

J.-L. N.: Es la pregunta capital, y para mí una de las


más complejas. Pues el estar-juntos o el coexistir no
se da más que en la ambivalencia de la relación con
el otro: lo necesito y me amenaza. Está todo el tiempo
a punto de confiscar el campo de la existencia, toda
su posibilidad. Está a punto de no dejarme más que
la muerte: es lo que compartimos (la muerte, el naci-
miento, la contingencia de la vida).
El poder es la fuerza que, para asegurar la cohesión
del grupo, debe también poder eventualmente ejer-
cerse hasta la muerte de cada uno, o al menos hasta
los parajes de la muerte (la guerra, al menos...). Existe
el poder porque la coexistencia no es pacífica, porque
es competitiva y hostil al mismo tiempo que coope-
rativa y fraterna. Esta ambivalencia es aquella de la
negatividad que compartimos. Si sólo compartiéra-
mos las vida, sin la muerte, seríamos una comunidad
de plantas o de animales, comunidad de organismos.
Pero somos una comunidad anorgánica... (¡sin obra!
–désœuvrée!)
El poder es, precisamente, anorgánico. Podría decirse
que es el órgano de la obligación, del constreñimiento,
allí donde hace falta un órgano de confianza (al mismo
tiempo, es preciso que un poder obtenga confianza, un
mínimo de confianza, sin lo cual se convierte en terror
o en algún fin que el terror programe). Pero la obliga-
ción es necesaria. Es necesaria a falta de confianza, y
esta falta se debe a la finitud que compartimos.
Hay entonces que deducir el poder de la impotencia
(del “no-poder”, l’impouvoir) del existente a auto-ad-
ministrarse, a organizarse en el sentido fuerte y ontoló-
gico del término. Se debe entender el poder conforme

41
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

a esta deducción. Se trata de encontrar la manera de


hacer que el constreñimiento ingrese en vez de buscar
denegarlo como lo hace el “contrato social” (o bien se
debe reconocer que el “contrato” procede de esta ne-
cesidad por falta del poder). Se debe también, enton-
ces, renunciar a proyectar sobre el poder la asunción
del en-común: el poder regula, controla, lo común –y
lo amenaza, constantemente– aunque no puede darle
su sentido. Se puede decir que el poder es un lugar
de sinsentido, un lugar de ruptura del sentido: ni un
lugar de sentido pleno, ni un lugar de apertura o de
escape del sentido hacia su propio más allá, hacia su
verdad. El poder bloquea el sentido y la ausencia de
sentido, lo que explica por qué parece tener sentido y
sólo es constreñimiento.
Pero esta realidad del poder no puede ser ni invertida
ni soslayada por nada (ni por un organismo comuni-
tario, ni por una proliferación de micro-poderes). Una
vez que se reconoce esto, se puede pensar el resto, el
no-poder en el que coexistimos y a partir del cual te-
nemos el derecho de exigir, del poder, que asegure la
apertura de esta coexistencia a sí misma.
Esta exigencia implica la resistencia al poder. Esta re-
sistencia no es, no debe ser simplemente aquella de un
contra-poder que persiga suplantar al primero. No es en
ese sentido “revolucionaria”, no en el sentido latino de
la revolutio. Sino que puede ser subversiva, rebelde, insu-
rreccional: lo que en ella vale es el contrapeso al poder,
que no es contra-poder. Es justamente el contrapeso del
no-poder, es la fuerza de resistencia a la dominación, que
no invierte a ésta sino que la llama y en cierto sentido la
reconduce a su inanidad en términos de sentido.

42
Entre poder y fe

Si de este modo comprendemos la soberanía como


NADA en el sentido de Bataille, como el no-poder
(l’impouvoir) mismo y lo opuesto al dominio, entonces
la existencia es soberana. Pero si ponemos el acento en
lo excesivo de las leyes, en el momento del constreñi-
miento necesario y de la ruptura del sentido, entonces
la soberanía pertenece al poder y entonces ya no es
“nada”... ¡Pero la primera resiste a la segunda!

J. M. G: Gracias por la respuesta. Acaba de aparecer


en la editorial Galilée La Déclosion, que corresponde
al primer volumen en que son reunidos textos en re-
lación a la “desconstrucción del cristianismo”, progra-
ma de pensamiento que te ha ocupado de manera más
sistemática desde fines de los 90. La desconstrucción
del cristianismo implica en varios sentidos la pregun-
ta acerca de lo y/o la política. En la introducción del
libro, hay hecho un diagnóstico en que “la política”
(en femenino...) aparece hoy “en falta de sí misma”,
en particular de lo que Rousseau llamaba una “reli-
gión civil” y que tú redefines como el elemento en que
debería poder ejercerse “una pasión del estar-juntos
hacia o bien según su propia existencia”. Desde luego,
tal “pasión” debe ser distinguida, incluso opuesta a
los “delirios” teocráticos, hiperfascistas o hiperreligio-
sos a los que occidente se encuentra más y más enfren-
tado. ¿Podrías entonces explicar cuál es el sentido de
una “religión civil” hoy en día?

J.-L. N.: La verdad, no creo que la “religión civil” ten-


ga algún sentido, ni hoy en día ni mañana. El pasaje
que citas de La Déclosion es demasiado elíptico. Sólo

43
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

quería indicar que la “religión civil” de Rousseau es


el índice o el síntoma de un problema no resuelto. De
hecho en el propio Rousseau, y desde Rousseau, en
diversas aproximaciones prácticas o teóricas, la “reli-
gión civil” devino letra muerta, o sonámbula... Salvo
quizás si se considera, como se hace frecuentemente
en el lenguaje corriente de una “ciencia política”, que
los EE.UU. poseen una “religión civil”: lo que no es
un error, pero es algo que corresponde sólo a uno de
los aspectos de EE.UU., el aspecto que los consolida ad
extra –en política extranjera–, mientras que ad interna
es bastante menos consistente. Y por lo demás, diría
que el caso de los EE.UU. es el de una religiosidad in-
tegrada al estado, a través de la cual un Dios bastante
anónimo, monoteísta y quizás panteísta o panenteísta,
es infundido en la representación y el afecto políticos,
pero la cosa política misma no es cabalmente el objeto
de una religión (lo es, sí, en relación a la Constitución,
a los Padres Fundadores, en el saludo a la bandera du-
rante la escuela, pero todo esto se contrapone de in-
mediato, en el interior, a las disparidades de todo tipo
que dividen a la sociedad norteamericana).
Me parece que la “religión civil” es el elemento faltante
en la política desde sus inicios. Los griegos inventan la
polis como el espacio de una creación autónoma de la
Ley. Lo divino ya no es lo fundador en un sentido real
(a la diferencia de Egipto, Persa, etc.), sino simbólico,
en el sentido débil de la palabra: se representa a Atenea
o a Poseidón como las divinidades tutelares de Atenas,
pero se hacen y se cambian las leyes de Atenas, etc.
Sócrates es la prueba de una fragilidad de los “dioses
de la ciudad”: es acusado de no respetarlas... Cierto,

44
Entre poder y fe

las ciudades-estados griegas poseen su religión civil


(al lado de otras religiones –”con misterio”– que van
a desembocar más tarde en la religiosidad para-cris-
tiana). Pero la polis decae muy pronto... Roma vuelve
a fundar una religión civil muy fuerte –la República
es una realidad sagrada en cuanto que “res publica”–,
pero ello también se transformará, y el Imperio repre-
sentará en suma una corrupción de la religión civil,
pues el emperador divinizado ya no es propiamente
hablando la “res publica”.
El cristianismo abre a un nuevo régimen: César y Dios
separados. Esta separación nunca será realmente bo-
rrada. El estado moderno inventa su soberanía como el
vis-à-vis autónomo del poder religioso. Incluso un rey
“por la gracia divina” como el rey de Francia es rey en
relación a la Iglesia y no en ella ni verdaderamente bajo
ella (ni sobre ella –en eso reside toda la complejidad
del “galicanismo”). Al instituir el principio “cujus re-
gio, ejus religio”, la Reforma, por una parte, se acerca
a una religión civil –si la religión del Príncipe determi-
na a la de los sujetos–, y por otra parte, al mismo tiem-
po, es todo lo contrario: el Estado se vuelve primero,
más autónomo que en países católicos, y la religión se
encierra en la esfera privada. Ahora bien, una religión
civil digna de este nombre debería ser religión públi-
ca, común, que relegaría a las otras –pero adónde...
Inglaterra representa una excepción con la religión an-
glicana. Pero también puede ser caracterizada como
una seudo-religión civil: mantiene en efecto una se-
paración, hoy muy grande, entre el contenido propia-
mente religioso (los dogmas) y la estructura pública
de la Iglesia.

45
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

Ni una religión de Estado, ni un Estado laico pueden


formar una “religión civil”. Esta contiene la idea de
una relación afectiva, intensa, a la cosa pública como
tal. Es en el fondo el “patriotismo”, incluido en su for-
ma habermasiana del “patriotismo constitucional”.
Más profundamente, es o será el orden del amor de la
ley: ahora bien, ¿no se debe pensar que precisamente
la ley excluye al amor, y que en ese sentido la religión
civil designa lo imposible mismo en la política?
Por eso se debe más bien profundizar en las implicancias
de la separación entre política y religión (así como entre
política y arte, política y pensamiento, política y amor...).
Es decir, hay que quitarle a lo político el deseo de ser
objeto (y/o sujeto) de amor. Esto puede parecer ridículo,
pues nadie piensa hoy que deba haber amor al Estado: y
sin embargo, ¡fue el requisito implícito de tantos pensa-
mientos y prácticas políticas! Desde Hegel y Rousseau
hasta el espíritu republicano francés (la “fraternidad”)
está presente dicha espera... Cuando, en cambio, se pre-
fiere ponerse del lado de Locke y de Hobbes, incluso de
Spinoza, hay que suministrar una relación a la religión
que no cause perjuicio al Estado, pero que subsista como
tal: pero hoy, allí donde la religión ya no posee la con-
sistencia propia que poseía, lo religioso se convierte en
cuestión privada y diluida, sin contornos, y entonces vie-
ne la tentación de reforzar a las Iglesias, eventualmente
hasta revincularlas al poder político, o bien, a la inversa,
de buscar otro amor de la ley, que no se sabe dónde en-
contrar (pero que los fascismos buscaron suscitar... ¡en la
supresión misma de la ley!).
Tal es el sentido en el que la “religión civil” designa
para mí una falta, un vacío que no se debe llenar pero

46
Entre poder y fe

del que hay que tomar conciencia para repensar lo po-


lítico “en torno” a él...
¿Cuál es el lugar público del amor? ¿Y el del deseo? ¿O
cuál es el lugar de un deseo (de lo) público?
Y puesto que el deseo entre los hombres es aquél de la
“insociable sociabilidad”, deseo de amor-y-de-muer-
te, deseo de cohesión-y-de-dominación, ¿cómo otor-
garle su lugar dominándolo?

J. M. G: ¿Cómo plantear la pregunta por un afecto o


una afectividad del estar en común, del estar juntos?
¿Por qué hablas –por ejemplo– del “amor”? ¿Acaso el
amor no corresponde más bien al modelo de la “fu-
sión” o de la “comunión” (amor cristiano, amor de los
amantes –si puedo decirlo así de rápido)?

J.-L. N.: Estar en común, o estar juntos, y aún más sim-


plemente o de manera más directa, estar entre varios
(être à plusieurs), es estar en el afecto: ser afectado y
afectar. Es ser tocado y es tocar. El “contacto” –la con-
tigüidad, la fricción, el encuentro y la colisión– es la
modalidad fundamental del afecto. Ahora bien, lo que
el tocar toca es el límite: el límite del otro –del otro
cuerpo, dado que el otro es el otro cuerpo, es decir
lo impenetrable (penetrable únicamente a través de la
herida, no penetrable en la relación sexual en que la
“penetración” es nada más un tocar que empuja el lí-
mite más allá). Toda la cuestión del co-estar reside en
la relación con el límite: ¿cómo tocarlo y ser tocado sin
violarlo? Y deseamos violarlo, pues el límite expone
la finitud. Deseo de fusión o deseo de muerte cons-
tituyen la doble modalidad de la inquietud esencial

47
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

que nos agita en nuestra finitud. Arrasar o aniquilar


a los otros –y sin embargo, al mismo tiempo, querer
mantenerlos como otros, pues también presentimos lo
horroroso de la soledad (que propiamente hablando
es la salida del sentido, si el sentido esencialmente se
intercambia y se comparte).
La relación con el límite se regula y ha sido regulado,
en la humanidad, de dos maneras: o bien por algu-
na modalidad del sacrificio, que consiste en traspa-
sar el límite estableciendo un vínculo con la totalidad
(de manera más general todavía se podría decir: una
modalidad de la consagración, pues el sacrificio san-
griento no es el único en juego aquí), o bien fuera de
la consagración, y eso es Occidente, eso es la política y
la ley, vale decir esencialmente el recurso a una auto-
nomía de la finitud. Por mucho que la ciudad-estado
se quiera regulada por algún modelo cósmico, físico
u orgánico, el puro hecho de quererlo y de represen-
társelo indican que la totalidad –la “consagración al
todo”– es resentida como faltante.
Así es como la ciudad-estado se coloca, si puedo de-
cirlo así, en una situación problemática en relación
al afecto: la relación con los límites, la relación de los
límites entre ellos, ya no es asumida por una “consa-
gración” virtualmente total. Lo político nace inmedia-
tamente como una regulación de los afectos. No es ca-
sual que el cristianismo aparezca en el contexto en que
la ciudad-estado, que pronto se llamará “ciudad hu-
mana”, se experimenta como fracaso ante las relacio-
nes personales y en que el imperio da muestras de un
congelamiento de la polis y de la autonomia en prove-
cho de un modelo de dominación (el imperium) que no

48
Entre poder y fe

consigue, pese a todos sus esfuerzos, captar el afecto


(pues ya no es verdaderamente sagrado: él mismo ha
surgido de la ley civil, de la “dictadura” en el sentido
romano). No es casual que el cristianismo, es decir el
judaísmo profético y el de la diáspora (quiero decir,
las dos figuras de una cierta separación entre el reino
de Israel y el Israel pueblo de Dios), que ha alcanzado
un punto culminante de transformación justamente en
el seno y enfrente del imperio (así como, en un modo
convergente, las filosofías estoica y epicúrea buscan
una regulación del afecto); no es casual que el cristia-
nismo, decía, responda con la “ley del amor” y con el
“reino de Dios”. Propone la distinción de dos reinos
o de dos ciudades-estados, a la vez que la distinción
de la ley legal y de la ley del amor –lo otro de la ley
o su reverso. El amor cristiano significa ante todo el
reverso de la ley: su inversión o su subversión, su cara
oculta también, es decir aquello de donde la ley pro-
cede sin poder reconocerlo –a saber, el sentido mismo
del co-estar.
Pues para la ley privada de consagración, el co-es-
tar es sólo un constreñimiento empírico de alcance
ontológico o trascendental (o como se quiera decir).
La “ley” cristiana representa el afecto como ley, y un
afecto que, bajo el nombre de amor –más precisamen-
te, y para quedarse aquí con la palabra latina y sin ir
al griego ni al hebreo, de caritas, de chérissement–, se
presenta explícitamente como un desafío a todo afecto
hostil y/o interesado. Como lo dice Freud en el Ma-
lestar, el amor cristiano constituye la única respuesta
cabal y decidida ante la violencia entre los hombres.
Desde luego, añade que desafortunadamente esta

49
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

respuesta parece impracticable... Este testimonio de


Freud es muy importante, pues su contexto general es
el de la constatación de la impotencia del psicoanálisis
para “sanar” a la civilización como tal: equivale pues
a decir que la nueva exploración moderna del afecto se
declara impotente ante el estar-juntos. (Se podría agre-
gar aquí que la usura progresiva de la cultura cristiana
estuvo acompañada, largo tiempo antes de Freud, por
diversos tipos de exploración del afecto, a veces por
variaciones en torno al mensaje cristiano (amor divi-
no, humano, etc.) otras por un distanciamiento crítico
hacia él (los moralistas de los siglos XVII y XVIII, y
luego los psicólogos del siglo XIX).)
Intentaré pues responder a la pregunta: el amor cris-
tiano debe ser comprendido como esta “respuesta”
al problema del afecto político en cuanto que afecto
imposible o contradictorio. Pero esto no es una “res-
puesta”, o es una respuesta impracticable, y lo sabe.
Se da como mandato inejecutable, inobservable. (El
cristianismo: religión, por tanto “observancia”, de lo
inobservable...) Hay que pensar esta misma imposi-
bilidad como signo... Al mismo tiempo, hay que vol-
ver sobre la idea de caritas: “querer” en el sentido de
asignar valor, valor absoluto, valor invaluable. Lo así
querido vale en tanto que querido, y por ninguna otra
especie de valor. Es muy probable que nuestra idea
profana del amor, hoy, sea en este sentido profunda-
mente cristiana. Es igualmente probable que el mismo
amor cristiano forme el horizonte lejano de todo pen-
samiento acerca de los “derechos” y de la “dignidad”
del hombre. He ahí lo que debemos meditar: cómo

50
Entre poder y fe

esta regla sin regla, este afecto imposible representa la


única verdad que puede oponerse a la violencia, es de-
cir a la violación del límite que nos separa y nos reúne.

J. M. G.: La Déclosion le concede un lugar muy im-


portante a la “fe”. En el penúltimo ensayo del libro,
la fe es caracterizada como la “categoría de un acto”.
Analizando, en otro lugar, la epístola de Santiago, la
fe aparece en su dimensión “práctica” –se trataría para
Santiago de una fe que sólo existe por sus “obras”, lo
cual la distinguiría de la concepción paulina, más in-
clinada a ligarla a un contenido de “saber” (teológico,
doctrinal, etc.). También encontramos el Nietzsche de
El Anticristo, que define al “verdadero cristiano” por
una “práctica”, por una manera de “vivir” –la vida vi-
vida por Cristo–, y no por una creencia. ¿Qué es, pues,
la fe? Y en particular, ¿en qué sentido podría ayudar-
nos a pensar la cuestión de un “actuar” y de la “ac-
ción” (moral, política)?

J.-L. N.: Al determinar la fe como “categoría de un


acto”, quería ante todo separarla de cualquier espe-
cie de categoría de saber. La fe no tiene nada que ver
con la creencia, ni con nada de lo que figura en la se-
rie de categorías cognitivas: opinión, representación,
comprensión, entendimiento, saber, ciencia, convic-
ción, certeza, evidencia, verosimilitud, conjetura, es-
timación, etc. La fe es un acto, una praxis: consiste en
confiarse (esta palabra contiene la raíz de fides) a otro.
Es lisa y llanamente la confianza, para así tomar una
palabra desprovista de marca religiosa, pero se trata
de la confianza en su sentido más fuerte: vale decir la

51
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

confianza sin garantías, sin seguros, inclusive la con-


fianza irracional... Normalmente confiamos en fun-
ción de las garantías, a su vez más o menos asegura-
das. Por ejemplo, confío en el gásfiter que repara las
cañerías de mi casa porque es gásfiter de profesión,
porque no me ha decepcionado nunca, porque, ade-
más, es muy cordial, etc. Pero cuando le digo a un niño
de diez años: “confío en ti”, confiándole una tarea a
su medida, eso implica desde luego que estimo tener
garantías por lo que lo conozco, pero también signi-
fica que confío en él como persona capaz de seriedad
y responsabilidad, y deposito en él –en el otro, en lo
que de él permanece extraño y no puede someterse
a mi saber ni a mi autoridad– una seguridad igual a
la que depositaría en un adulto, o bien en mí mismo.
Con la salvedad de que, guardando las proporciones
en cuanto a la naturaleza de las tareas asignadas, la
confianza en otro adulto o en mí mismo es una con-
fianza hecha al otro o bien si se prefiere a lo desconocido
en cuanto tal, no fuera sino lo desconocido que hay en
mí y que es mí mismo. La fe en sentido absoluto –para
no decir religioso, pues no se trata sólo de religión: se
puede tratar de amor, o incluso de esta fe de la cual se
habla en relación a las grandes y arriesgadas empresas
(deportivas, artísticas, etc.)– es el acto de la confianza
en el otro o en “algo otro”, distinto del hombre, de no-
sotros mismos. La dimensión religiosa, o bien, lo que
es distinto, la dimensión divina de esta fe no es otra
cosa que la dimensión de lo inconmensurable: me fío a
otra cosa que al hombre.
Eso hace que las expresiones “me fío de” o “confío”
sean insuficientes. Pues no soy “yo” el sujeto (con

52
Entre poder y fe

dominio, voluntad y poder de decisión) del acto de


fe. Esta confianza se apodera de mí, y me dejo llevar
por ella. Me pongo en sus manos: “confiar” significa
“ponerse en manos de”.1 Significa ponerse en manos
de aquello que puede lo que yo no –en eso consiste a
paradoja de la fe, significa ponerse en manos de lo que
puede remitirme al otro. La fe en el otro es ante todo
fe en la fe: confianza en esta confianza que no puedo
haber sacado de mí mismo.
Si pensamos un poco, comprendemos fácilmente que
ninguna relación, ningún co-estar sería posible sin un
mínimo de esta fe. Al escribir estas palabras, por ejem-
plo, no sólo estoy seguro de una comprensión de tu
parte –que eres mi interlocutor–, comprensión de mi
idioma y de mi pensamiento (en el sentido más senci-
llo del término), sino que además deposito cierta fe, o
bien, para ser coherente con lo que venía diciendo, soy
depositado en cierta fe o confianza en el hecho de que
en ti o de ti, algo o alguien otro, desconocido, extranje-
ro no sólo para mí sino que también para ti, abre o deja
que se abra una posibilidad de sentido, vale decir una
posibilidad no de información ni de comunicación de
significaciones, sino que una comunidad que remite
de “nosotros” a algo otro, algo más, dimensión que
excede por todas partes y en todas las formas a todo lo
que la palabra “humanidad” pueda designar. La remi-
sión a... o el envío a..., la “partida” como tal, esa parti-
da que no parte a ninguna parte, que no es direccional
y que rompe con lo que estaba dado, presente, dispo-
1. La traducción es un poco fuerte: “s’en remettre à” significa literalmen-
te “remitirse a”, aunque con el sentido de remitirme yo y mis facultades
a alguien o a algo otro.

53
Jean-Luc Nancy - J. M. Garrido

nible y asegurado, la partida hacia lo inseguro (como


ocurre con toda partida, siempre, incluso al subirse a
un tren, o bien al salir caminando...) es la única verdad
de la partida. Es también la verdad de la acción. Por
eso las más grandes figuras de la política no son las
que fundan una estrategia sobre certezas seguras y an-
ticipadas (que sean o no mentirosas es algo secunda-
rio), sino aquellas que saben comunicar una confianza
en algo diferente de cualquier cosa dada o prometida;
o mejor, la promesa no debe ser aquí la de un bien por
adquirir, sino la de un sentido, de un plus de sentido
por abrir, hasta los límites mismos de la representa-
ción de un “sentido”. Esto puede ser muy ambiguo, lo
sé... Habría que retomar todo esto de una manera más
precisa, pero dejémoslo para otra ocasión...

54
La comunidad de Nancy:
entre la imposibilidad de representaciÓn
y el silencio.

Mónica B. Cragnolini

Escribir sobre la comunidad después del 11 de se-


tiembre de 2001, ¿tiene sentido? ¿No fue la caída de
las Twin Towers la prueba fechaciente de que el modo
de ser de la comunidad sólo puede ser, en este mun-
do, aquí y ahora, el de la confrontación sangrienta y sin
miramientos? El ataque a las Torres fue, como señala
Nancy, el desplome del símbolo del comercio, de la re-
lación, del intercambio, de la comunicación. Y el ata-
que fue interpretado, también, como el enfrentamiento
de dos modos de ser religiosos, de dos comunidades:
la occidental cristiana frente a la medio-oriental islámi-
ca. La caída de las Torres hizo evidente aquello que ya
sabíamos: que el modo de ser del hombre actual es el
ser-enfrentado –buscar enemigos, operar desde el re-
sentimiento, diría Nietzsche.
Catalogar al otro en una identidad cerrada y mani-
pulable permite el exterminio: cuando esas supuestas
“identidades” se abren, cuando muestran sus pliegues,
sus fragilidades, sus cuerpos, la situación es diferente.

55
Mónica B. Cragnolini

Algo cercano a una “confianza” se patentiza, la confian-


za de una ex-posición.
La communauté affrontée apareció como postfacio
a una nueva edición de La communauté inavouable de
Blanchot en su traducción al italiano en el año 2002.
“Comunidad inconfesable”, “comunidad desobrada”,
“comunidad enfrentada-afrontada”1 son, también, de-
nominaciones de formas “comunitarias” de escritura
en ese modo de la comunidad de amigos (en la impron-
ta nietzscheana) que se patentiza una y otra vez en estos
textos que dialogan entre sí.
El cruce amistoso Blanchot-Nancy involucraba a
otros “amigos” en la distancia: Nietzsche, Bataille. Y
tantos otros. Cuando en Políticas de la amistad Derrida
alude, en una larga nota a pie de página a esta escritu-

1. Si bien el traductor de este texto, Juan Manuel Garrido, ha elegido


el término “enfrentada” para el adjetivo francés “afrontée”, utilizo la
expresión “enfrentada-afrontada” ya que en el idioma español estos
dos términos (que el Diccionario de la Real Academia Española registra
como sinónimos) tienen, según mi parecer, una cierta connotación
semántica –un matiz– diferente. El término “enfrentar” parece aludir a
aquello que hace patente el modo de relación con el otro que se da en la
hostilidad, mientras que el término “afrontar” pareciera más cercano a
los modos de la hospitalidad. Es cierto que, en la huella derridiana –y
siguiendo los trazos indicados por Benveniste–, hospitalidad-hostilidad
no son dos términos que se oponen –se enfrentan– radicalmente, sino
que se contienen, se remiten y retiran el uno al otro, sin embargo,
patentizan matices diferentes que la historia de Occidente ha erigido
en “identidades” en las figuras del enemigo y del amigo. La traducción
de Isidro Herrera y Alejandro del Río, por otra parte, se “decide” por
traducir como “La comunidad afrontada” (véase la traducción en
Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable. Nueva edición con un postfacio
de Jean-Luc Nancy, Madrid, Arena Libros, 2003). Utilizando la expresión
“enfrentada-afrontada”, permanezco en el límite y en el suspenso de la
indecisión.

56
Postfacio

ra cruzada (Nancy-Blanchot)2 no hace más que “confe-


sar”, en cierto modo, lo que se hace patente a lo largo de
todo su libro: que las “políticas de la amistad” son los
modos de la comunidad a la manera blanchotiana-nan-
cyana-derridiana. Porque en esa nota se refiere a “pen-
sadores y textos a los que me liga una amistad de pen-
samiento con la que seré siempre desigual”. Y lo hace
a propósito de la expresión “la comunidad de los que
no tienen comunidad”, que remite a Bataille, quien, a
su vez, está pensando desde Nietzsche. Los que no tie-
nen comunidad son los ultrahombres. En la noción de
ultrahombre (Übermensch) Nietzsche pensó el modo de
ser del existente humano diferente del individuo, esa
manifestación “fáctica” del sujeto fundacional moder-
no. Frente al mundo arrebañado de la sociedad de su
tiempo, frente al gregarismo de los últimos hombres,
Nietzsche vio en el ultrahombre la posibilidad de una
comunidad “sin” comunidad.3
¿De qué “comunidad” hablan Blanchot, Nancy, Ba-
taille? En primer lugar, es obvio que no se están refi-
riendo a la clásica distinción sociológica entre Gemeins-
chaft y Gesellschaft que, al ser estabilizada por Tönnies

2. J. Derrida, Politiques de l’amitié, suivi de L’oreille de Heidegger, Paris,


Galilée, 1994, Nota 1 de la p. 56. Es interesante tener en cuenta que en esta
nota Derrida señala no sólo su cercanía (y su deuda impagable) con estas
obras de Nancy y Blanchot (y, por ende, con Bataille y Nietzsche), sino
también su separación con respecto a los modos “fraternos” de entender
la amistad, modos en los que incluye a estos autores.
3. Para este modo de pensar un Nietzsche “comunitario”, remito a mi
artículo “Nietzsche hospitalario y comunitario: una extraña apuesta”, en
Mónica B. Cragnolini, (comp.) Modos de lo extraño. Subjetividad y alteridad en
el pensamiento postnietzscheano, Buenos Aires, Santiago Arcos, 2005, pp. 11-27.

57
Mónica B. Cragnolini

en su texto de 1887,4 hizo patente la diferencia entre


un ámbito de lo artificial, de lo distante y del reinado
del derecho (la sociedad), frente a otro ámbito, el de la
supuesta naturalidad y cercanía de las “relaciones co-
munitarias”. En la comunidad existiría algo común (ge-
mein) que identifica a sus miembros, y que marca no
sólo una proximidad sino también un cierto “cierre” de
la comunidad sobre sí misma. De este “cierre” en cierto
modo da cuenta Nancy al referirse a las “comunidades
confrontadas” a partir del 11 de septiembre. Esta clau-
sura en lo identitario ha llevado consigo siempre el halo
de la violencia: comunidades enfrentadas como enemi-
gas que defienden lo “propio” frente a los deseos apro-
piadores –aniquiladores– de las otras comunidades.
Los episodios de las últimas décadas en lo que fuera
la Mitteleuropa, en África, en Medio Oriente y en tan-
tos lugares, son testimonio de la violencia y del resenti-
miento que generan los cierres identitarios.
La comunidad a la que se refieren Blanchot y Nan-
cy tiene algunos de estos caracteres de la sociedad y de
la comunidad pensadas por la sociología, pero desde
una dimensión ontológica totalmente diferente. Es de-
cir, es comunidad “de la distancia” (y allí parece acer-
carse –sólo en el término– a cierto carácter de la “socio-
lógica” sociedad), pero, a diferencia de la comunidad de
la sociología, es comunidad de la no-identificación, de la
des-apropiación, de la apertura a la exposición al otro. Y
la “distancia” que la caracteriza no es la de la artificiali-

4. Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und Gesellschaft. Grundbegriffe des


reinen Soziologie, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2005.

58
Postfacio

dad de las “relaciones sociales”, sino la extraña aproxi-


mante distancia de los amigos nietzscheanos.5
¿Cuál es el marco ontológico que señala la radical di-
ferencia entre estos dos modos de entender la comuni-
dad? La comunidad de Tönnies está pensada desde el
marco metafísico del sujeto moderno: en ese sentido, es
la suma de individuos en la cercanía, suma que da lu-
gar a identidades y signos de pertenencia. Pero en Nancy
(y también en Blanchot) el sujeto moderno muestra sus
fisuras, hace patente esa locura identitaria que alberga
aquello que lo hace estallar en tanto identidad cerrada
sobre sí: ese algo es el otro. Otro de sí. Por ello, esta co-
munidad no es el resultado de una “sumatoria” sino que
alude a algo “previo” a toda adición de individuos: un
modo del ser-con (que en Nancy es estar-con). Cuando el
filósofo francés señala que la caída de las Torres Geme-
las es la caída del símbolo del comercio y del inter-cam-
bio, está indicando con ello la caída (anunciada desde
Nietzsche, pero también, desde antes) del sujeto cartesia-
no. Es desde la idea de subjetividad moderna que se pue-
de pensar al hombre como individuo (entidad cerrada
sobre sí) en relaciones de reciprocidad, simetría e inter-
cambio con otros individuos. La caída de las Torres evi-
dencia la dificultad de seguir sosteniendo esta idea, en
un mundo que, a pesar de sus normativas igualitaristas,
entroniza fácticamente una diferencia (que es enfrenta-
miento y confrontación) en esa prisión del mercado que
aniquila (como ya lo decía Nietzsche) al que piensa dife-

5. Para la idea de amistad en Nietzsche remito a mis trabajos “Extrañas


amistades. De la philía a la idea de la constitución de la subjetividad como
Zwischen”, y “Nietzsche: la imposible amistad”, en Moradas nietzscheanas.
Del sí mismo, del otro y del entre, Buenos Aires, La Cebra, 2006.

59
Mónica B. Cragnolini

rente, para sostener que la única diferencia posible es la


que surge de no poder aprovechar la igualdad de opor-
tunidades. “Igualdad” en el mundo del mercado que su-
pone una “igualdad” ontológica.
Cuando Heidegger, con la noción de Dasein (el nom-
bre para el existente “humano”, concebido desde la
idea de apertura) intenta pensar de un modo diferente
al de esta subjetividad moderna, señala, desde la idea
del ser-con (Mitsein) la cuestión del otro como consti-
tutiva de la (supuesta) propia mismidad. Sin embargo,
como en “La historia de un error” del Crepúsculo de los
ídolos, el camino del “desprendimiento” no es ni lineal,
ni sencillo. Matar a Dios fue (sigue siendo) una tarea ar-
dua, porque la muerte de Dios no es el simple resultado
de un acto volitivo. Algo similar acontece con el sujeto,
el Dios de la época moderna. El sujeto no acaba de mo-
rir: se presenta con otros modos, declina, deriva, se des-
liza, se disemina, se “desvía”.
En el “ser para la muerte” de Heidegger, el sujeto
reaparece, según sus críticos, con el viejo ropaje de lo
propio y de la autenticidad. Buena parte de la historia
del pensar contemporáneo se podría rescribir comen-
zando desde este lugar, en este paso por el parágrafo 53
de Sein und Zeit, en el que se caracteriza al Dasein como
“ser para la muerte” desde la irreferencialidad con res-
pecto a todo otro (otro Dasein, otra cosa). Porque desde
allí, desde la problemática de la cuestión del otro, par-
ten pensadores como Lévinas, Blanchot, Nancy, Derri-
da, Marion, y tantos otros. Desde allí están dialogando
también en la problemática de la comunidad, porque el
tema es el status del ser-con. Ellos están “haciendo lu-
gar” al ser-con en la (supuesta) propia mismidad.

60
Postfacio

¿Cómo es este “hacer lugar” en Nancy? Yo diría que


tiene la forma del “desvío”, del pliegue y de la altera-
ción, que se hacen visibles en nuestro ser “infinitamen-
te finitos”.6 Son el nacimiento y la muerte los que nos
exponen a nuestra finitud, la que nos patentiza la alte-
ridad de la no-presencia a sí de la existencia, siempre
expuesta a la alteridad del propio ser. Eso es la comuni-
dad: ese “espacio” de exposición en el que el ser-en-co-
mún (estar-en-común) es lo inapropiable.
Un espacio muy especial. Hablamos habitualmen-
te de “compartir espacios” cuando exponemos ante
otros lo que tenemos en común. El espacio, en la no-
ción habitual (sociológica) de comunidad, es el ámbi-
to de “encuentro” con un otro que tiene algo “igual a
mí”, en la medida en que comparte algo conmigo (una
idea, una creencia, una etnia). Aquí, en Nancy, el es-
pacio es el “estar fuera” de la comunidad. Si “La exis-
tencia no es otra cosa que el ser expuesto: salida de su
simple identidad a sí y de su pura posición, expuesta
al surgimiento, a la creación, por tanto, al afuera, a la
exterioridad, a la multiplicidad, a la alteridad y a la
alteración”7; entonces, en la finitud, “se hace”comuni-
dad: “la comunidad es de entrada, como tal, compro-
miso de sentido: no de un sentido colectivo, sino del
reparto (partage) de la finitud”.8

6. Para estos modos de pensar la comunidad véase “La historia finita”, en


Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada, trad. Pablo Perera (en colab. con
I. Herrera y A. del Río), Madrid, Arena, 2001, pp. 177 ss.
7. Jean-Luc Nancy, La création du monde ou de la mondialisation, Paris,
Galilée, 2002, p. 176.
8. Jean-Luc Nancy, Un pensamiento finito, presentación y traducción de J.
C. Moreno Romo, Barcelona, Anthropos, 2002, p. 15.

61
Mónica B. Cragnolini

La idea de “un” sentido colectivo es la que ha dado


aliento a las ideologías de las comunidades de etnias,
suelos, sangres, etc., que tan bien hemos conocido –y
tan dolorosamente hemos experimentado– durante el
siglo XX, y en lo que va de este siglo XXI. Vivimos, “en-
tre” estos dos siglos, diversos intentos políticos de la
búsqueda de ese sentido colectivo. Por ello, La commu-
nauté désœuvrée9 es un título que es casi una afrenta al
capitalismo, pero también a los comunismos de gestión.
El tema de la comunidad en Bataille, Blanchot y Nancy
está atravesado por la cuestión de la decepción ante los
modos en que el pensamiento de izquierda se cristalizó
en el comunismo, en esas experiencias de “producción”
del sentido. No sólo el capitalismo y sus formas neoli-
berales son modos de la continua (y aparentemente in-
terminable) producción: también lo han sido las formas
del comunismo. Frente a estos modos de producción,
la comunidad es, con un término blanchotiano (y con
el inconfundible halo batailliano de la “negatividad sin
uso”) “désœuvrée”, desobrada en el sentido en que se
halla libre de teleología y de la necesidad de la “pro-
ducción” del sentido.
La filosofía moderna y sus humanismos han inter-
pretado al hombre como posibilidad de productividad:
esa posibilidad supone aquella concepción del sujeto
como entidad aislada que, en tanto individuo, entra en
relación con otros individuos –iguales a él– en el mun-
do del intercambio. Ese “hombre” debe producir para
ser tal: producir objetos, producir sentido, producir-se

9. Jean-Luc Nancy, La communauté désœuvrée, Paris, Ch. Bourgois ed.,


1986.

62
Postfacio

a sí mismo. Frente a esta “soberbia” concepción de lo


humano, la idea de Nancy del ser-singular-plural está
indicando otro modo de ser del existente. La singula-
ridad nancyana no es la individualidad moderna: esta
singularidad es la que nos hace comparecer los unos
a los otros, “con-divididos”. No es que producimos la
muerte como sentido, sino que la muerte es los que nos
hace “comparecer” en nuestra finitud.
Si es en el núcleo del “ser para la muerte” heideg-
geriano que se tejen muchas de las historias del pensar
contemporáneo en torno a la alteridad, la cuestión de
la muerte ha de ser uno de los puntos en que se cru-
zan varios de los hilos de dichas historias. Porque ante
la muerte “propia”, Lévinas, Blanchot, Nancy, Derrida,
van a insistir en la “muerte del otro”. Esa es la muer-
te que me convoca, que me apremia, que me duele. La
muerte, en Nancy, hace patente la imposibilidad de la
comunidad: en la muerte el yo y el tú no se funden en
un “nosotros” de sentido (como lo han pensando tan-
tas ideologías de la guerra y de la muerte), sino que la
muerte patentiza que “somos” comunidad –como im-
posible comunión de sentido– en la exposición a la fi-
nitud.
Sin “proyecto” o “programa” de producción de
la posible comunidad, entonces, somos “comunidad
afrontada-enfrentada”. ¿Qué matiz agrega este adjeti-
vo, affrontée, a estas nociones de comunidad? Estamos,
como ya se indicó, en el mundo en que las comunida-
des de “sustancia”, de “presencia” se enfrentan unas
a otras: es necesario afrontar (enfrentar) ese enfrenta-
miento. La pérdida del sentido único nos coloca en el
límite del nihilismo (el borde del abismo nietzscheano),

63
Mónica B. Cragnolini

en una suspensión, una indecisión que nos obliga a re-


conocer, por un lado, la deconstrucción de los sentidos
monolíticos, y, por el otro, el avance monstruoso del
nihil (el “desierto que crece”, al decir de Zarathustra),
frente al cual debiéramos resistir. Resistir en el límite:
tal vez esa sea la idea de la comunidad afrontada-en-
frentada. Nietzsche advertía del peligro de mirar abis-
mos o monstruos: de ese “peligro”, de ese “riesgo” está
hablando Nancy. Y no es posible “enfrentarse” al otro
con “morales altruistas”, sino que, en el enfrentamien-
to, hay que reconocer y “mantener” la extrañeza de
lo extraño. Extrañeza que es hostilidad, diferencia no
siempre “pacífica”, motivo de desconcierto y desvelo.

***

En La comunidad inconfesable, Blanchot piensa la co-


munidad desde dos modos principales: la escritura y
la comunidad de los amantes. También para Nancy
la escritura (que es ex-cripción) es la exposición al es-
tar-en-común. Esta escritura no es un modo de apropiar-
se del significado, sino la apertura misma.
La cuestión de la comunidad se anuda, desde la es-
critura, con la problemática del cuerpo. El ser-con hei-
deggeriano parecía –en alguna medida– ajeno a la cor-
poralidad, el estar-con de Nancy es, en tanto exposición,
el cuerpo, el tener-lugar. Tal vez uno de los más bellos
textos de Nancy, L’Intrus, sea la escritura en la que se
hace cuerpo la escritura de (su) cuerpo. Cuando Nancy
relata la historia de sus enfermedades (su enfermedad
cardíaca y su transplante, su cáncer y su tratamiento),
se hace patente que el cuerpo es siempre cuerpo altera-

64
Postfacio

do, “intrusado” por el otro: “El intruso me expone ex-


cesivamente. Me extrude, me exporta, me expropia”.10
La comunidad se mueve entre dos límites: la imposi-
bilidad de representación (ya que de ser representable,
la comunidad estaría siempre cerca de lo totalizable) y el
silencio, porque Nancy, a pesar de todo, “dice” de la co-
munidad. Entre esos límites, precisamente, se encuentran
los que aman: sabiendo de la dificultad de representar lo
que sienten, se exponen, sin embargo a un decir que se
abisma siempre en los bordes del silencio y del secreto.
Nancy había sospechado un cierto “fondo” en aquella
comunidad blanchotiana inconfesable, un fondo de “algo”
mantenido en secreto. Sin embargo, en La comunidad en-
frentada, señala que ha comprendido que ese fondo no es
otro que el de la “afirmación de la desnudez confiante”.
Entregarse al amor, en la desnudez, es un acto de
(inconfesable) confianza: la confianza (la fe) de la ex-
posición al otro.11 Por eso lo “inconfesable” blanchotia-

10. Jean-Luc Nancy, L’intrus, Paris, Galilée, 2006, p. 41. Esta edición de
2006 contiene un “Post-scriptum” de abril de 2005, pasado el límite de los
diez años de “supervivencia” o esperanza de vida de los transplantados
en sus mismas condiciones, que lo lleva a hablar de su existencia misma
como “intruso”(pp. 46-47).
11. La comunidad de los amantes blanchotiana no es la comunidad de
aquellos que se sacrifican con la muerte para encontrar en el otro su
“verdad”, sino algo bien diferente. Ese “sacrificio” de los amantes que
“mueren juntos” es también el que se realiza a nivel político, cuando,
intentando sostener la identidad de la comunidad (en el sentido
sociológico antes indicado) se “sacrifica” el cuerpo, es decir, aquello que
patentiza, en su entrecruzamiento (con los otros cuerpos) el estar-en-
común. Señalo esto sólo en nota a pie de página, porque la temática del
sacrificio en Nancy exigiría un desarrollo mayor que el que permite este
“Postfacio”. Remito, para este tema, a Daniela Calabrò, Dis-piegamenti.
Soggeto, corpo e comunità in Jean-Luc Nancy, Milano, Mimesis, 2006, p. 109
y ss., y a Alfonso Galindo Hervás, La soberanía. De la teología política al
comunitarismo impolítico, Res Publica, Murcia, 2003, pp. 141 ss.

65
Mónica B. Cragnolini

no encontraba un modo de ser en la comunidad de los


amantes, ex-puestos el uno al otro, experimentando –
paradójicamente– en cada acto de unión, que la unión
no es posible. Experimentando el fracaso de todo inten-
to de unión que quisiera plenificar una falta.
Pero los vínculos más inconfesables –aquellos de los
amantes en la intimidad de la (supuesta) separación del
mundo, en la confiada desnudez de los cuerpos– no ha-
cen más que expresar, tal vez de una manera más con-
tundente, tal vez de una forma más vívida, aquello que
es toda “relación” con otro: la afirmación de la expo-
sición, el testimonio de la fragilidad (que somos), esa
fragilidad que se hace cuerpo en los cuerpos “que se
tocan” en el límite.

66
ÍNDICE

Nota a la presente edición.....................................................5


La comunidad enfrentada.....................................................7
Entre poder y fe....................................................................37
Entrevista de J.-L. Nancy y J. M. Garrido

La comunidad de Nancy: entre la


imposibilidad de representación y el silencio...................55
Mónica B. Cragnolini
Esta primera reimpresión se terminó de imprimir en
mayo de 2014 en imprenta Dorrego, Avenida Dorrego
1102, Buenos Aires, Argentina

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