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La feroz belleza del mundo

Javier Núñez
( http://www.audiocuento.com.ar/la-feroz-belleza-del-mundo-javier-nunez/ )

Salgo de la ruta para tomar un camino de tierra. Un cartel indica que más adelante hay cabañas y
un bar pero nos detenemos al borde de un arroyo pedregoso para comer algo al aire libre en
formato picnic. Idea de Sabrina. Igual que este viaje que se acaba. A ambos bordes del arroyo
crecen juncos y algunos árboles cuyas copas se juntan formando una especie de bóveda viva por
la que se filtran los rayos del sol. El cielo tiene un azul tan intenso que parece una fotografía
saturada. Hacia el este se recorta el cordón serrano que divide San Luis de Córdoba.
–Seguro que hay hormigas –digo.
Nada había salido bien. Desde el principio, el viaje se nos reveló como una más de las decisiones
equivocadas que venimos tomando en los últimos meses. Unos días en Merlo, sin los hijos de
ninguno de los dos. Con los padres de ella, el hermano y la mujer que viajaban desde Mendoza.
Acepté porque pensé que le iba a venir bien reencontrarse con la familia y que para nosotros sería
bueno salir de la rutina. Pero cómo salir de nosotros mismos. Por algún mecanismo inexplicable
nos encargamos, todo el tiempo, de crear nubarrones espesos que se ciernen sobre los dos. A
veces es ella, a veces yo. La mayoría de las veces soy yo. Alguno de los dos hace un comentario
inapropiado y al rato todo se nos va al carajo y terminamos diciéndonos cualquier barbaridad. Es
como si avanzáramos sobre fichas de dominó: basta un paso en falso para iniciar una reacción en
cadena que lo desmorona todo. Y cada vez que volvemos a levantar las fichas el equilibrio es más
precario.
El viaje no había sido la excepción. Antes de llegar ya habíamos discutido en el auto sobre la
lectura del mapa. Esa misma noche me terminé yendo a un bar porque no me banqué una escena
de celos insólita y anacrónica. A la mañana desayuné aparte, leyendo un libro: me duraba el
malhumor y todo me parecía una mierda. Después depusimos armas, tratamos de remontarla. Por
suerte era un viaje corto.
Sabrina despliega un mantel a cuadros sobre una piedra grande, al borde del arroyo. Yo bajo la
heladerita donde están los sándwiches que preparamos a la mañana en el hotel. También una
botella de vino. Enciendo un cigarrillo.
–Vamos a comer. ¿No podés esperar hasta que terminemos de comer?
Me levanto y me voy a sentar más lejos mientras ella saca los sándwiches. Fumo en silencio,
mirando sin interés el Facebook en el celular.
–¿Por qué no abrís el vino?
Descorcho la botella y busco las copas. Sobrevivieron, quién lo diría. Me siento como puedo en
una de las piedras. Por lo menos no hay hormigas.
¿Cuándo se nos empezó a ir todo a la mierda? ¿Por qué? A veces, todavía, nos hacemos esas
preguntas. Cómo, en cambio, no: para el cómo tenemos un montón de respuestas. Nos
transformamos en artistas del cómo. Podríamos escribir, entre los dos, una enciclopedia de
maneras de hacer que todo se vaya al carajo. A veces siento que lo peor es esa sensación de
impotencia cuando te la ves venir, cuando notás una pieza fuera de lugar y sabés que en cuanto la
toques va a empujar a otra, que sólo es cuestión de empezar para que el orden del caos se
cumpla con rigurosidad: una sucesión organizada de piezas que van cayendo en aparente
armonía para desbaratarlo todo y revelar, ahí donde había una estructura, toda su anárquica
ferocidad. Y sin embargo –aunque la ves venir, aunque sabés que esas palabras que estás a
punto de decir van a tener un efecto determinado– no podés evitarlo porque esa pieza que está
ahí te llama, te reclama, te convoca. No importa cuánto quieras mirar para otro lado, no podés
dejar de ver esa pieza fuera de lugar que tiene –necesariamente tiene– que ser tocada por alguno
de los dos.
Ahora, por ejemplo. Deberíamos brindar. Chocar las copas, decir algo lindo. Sobre el rumor del
arroyo. O los cerros que se perfilan allá lejos. En lugar de eso miro la hora y digo que no nos
conviene salir muy tarde.
–Si llegamos tarde igual te podés quedar.
–Tengo el auto en mi casa –digo, casi con rencor–. Mañana tengo que ir a trabajar temprano y no
me puedo ir en colectivo desde tu casa hasta Rosario. Pasan cada muerte de obispo y demoro
más de una hora.
–Hacé lo que quieras.
Un cartel luminoso se enciende en la autopista de la conversación: “Peligro adelante”. Posiciones
encontradas sin acercamiento, viejos rencores, cosas que dijimos y que nunca debimos decir, se
fueron amalgamando como en una bola de nieve que cada vez crece más y a la que van a parar
todos los conflictos añadidos. Debería pisar el freno ahora. No lo hago. Cuando me quiero dar
cuenta empecé otra vez con la cantinela de siempre y ella estalla con una furia animal. Nos
decimos verdades que duelen y que ninguno de los se banca escuchar. Al final me levanto, me
prendo un cigarrillo y me voy a caminar mientras ella se queda ahí, con ese mantel absurdo y una
copa que sobra.
No sé en qué pienso mientras camino. Vuelvo en silencio pero en son de paz.
Sabrina me guardó dos sándwiches y un poco de vino. Como sin hablar, hasta que Sabrina me
muestra unas piedras planas que juntó en el arroyo y me pregunta si sé hacer sapito. Le digo que
sí, que claro, pero que acá no se puede, el arroyo es demasiado estrecho. Ya sé, dice, solamente
quería saber si sabías. De golpe me la imagino ahora, anacrónica, lanzando piedras de canto para
hacer sapito. La imagen me genera una ternura súbita y le sonrío. Ella no sabe a qué obedece,
pero me devuelve la sonrisa. Después señala las sierras con el mentón.
–Parecen montañas.
Yo me río. ¿No era que los cordobeses no tenían montañas, mendocina? Hoy parecen montañas,
insiste. Hasta me parece que podría vivir acá: a medio camino entre el pasado y el presente.
Miro hacia el este. Tengo una sensación que no puedo expresar. En lugar de eso digo una
estupidez: Mirá si flotaran. Ella no entiende.
–Si las montañas flotaran –digo–. Si fueran migratorias, algo que viene y va a merced del humor
del viento y sus tormentas. Hoy acá, mañana en Rosario, la semana que viene en La Pampa.
Primero me mira extrañada. Después larga una carcajada. No se podría vivir en ningún lugar,
contesta. Nunca podríamos levantar una casa por temor a que un día la tormenta trajera unas
montañas que arrasaran con todo. Yo me encojo de hombros.
–Empezaríamos de nuevo cada vez. Aprenderíamos a andar liviano, sabiendo que un día
cualquiera podríamos abrir la puerta para descubrir que en la tormenta lo perdimos todo y no nos
queda, a cambio, más que la feroz belleza del mundo.
Me agarra la mano y mira la silueta de los cerros que se recorta allá a lo lejos. Se queda en
silencio, como pensando. Como si en esa idea absurda se cifrara una revelación escurridiza.
Como si hubiera, ahí, un punto de encuentro, un equilibrio insinuado que nos permitiera
acercarnos otra vez el uno al otro. Como si lo único que tuviéramos que hacer fuera aceptar la
fragilidad del universo y aprender a ver, cuando pasa la tormenta, ahí entre las ruinas, la feroz
belleza del mundo que aún persiste.

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