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XI.

LA IGLESIA LATINOAMERICANA EN EL SIGLO XX 1

I. CONTINUIDAD Y DIFERENCIACION

1. ASPECTOS POLÍTICOS Y SOCIALES

Afirmar que con el siglo XX empieza una nueva etapa histórica del catolicismo en Iberoamérica
puede ser un poco artificial. Iberoamérica sigue conservando su carácter rural; la mentalidad
liberal de los gobiernos y de las élites continúa proyectándose también en el campo religioso.
Aparecen nuevas dictaduras y se mantiene en los países la inestabilidad política. Persiste la
estratificación social y se agudiza la desigualdad en la distribución de la riqueza.
Pero en la primera mitad del siglo entran a funcionar nuevos hechos de carácter político,
internacional, económico y social, de modo que puede concluirse que el decenio de 1940
constituye el comienzo de otro período histórico de nuestro subcontinente.
Fenómenos de carácter internacional fueron las dos guerras mundiales y el desplazamiento
económico de Iberoamérica del área esterlina a la órbita de los Estados Unidos. La fórmula
‘monroviana’ se manifiesta agresivamente en el Caribe (Puerto Rico, Cuba y Santo Domingo) y
desde México hasta Colombia (Veracruz, Nicaragua, Panamá).
Los aspectos políticos, económico y social se refunden y realimentan: se produce el
“Movimiento de Córdoba”, que surge en 1918, en Argentina, y conmueve gran parte del mundo
universitario hispanoamericano; la revolución mexicana se adelanta a la revolución rusa; nace
el APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) en el Perú y con ella se rompe el
esquema bipartidista de nuestras repúblicas, se crean los partidos comunistas y luego el Frente
Popular; ocurren la lucha de Sandino en Nicaragua (1930-1934) y la sangrienta revolución de El
Salvador (1932); Bolivia y el Paraguay se traban en la implacable “guerra del Chaco” (1932-
1935); se fortalece el proceso de industrialización. Por otra parte, entre 1930 y 1940, cobra
volumen un movimiento irreversible de urbanización. Todo ello se complica con la explosión
demográfica: Iberoamérica pasa, en menos de medio siglo, de 60/65 millones a 130 o 140
millones.

2. HERENCIAS RELIGIOSAS

Una pregunta: ¿la fisonomía del catolicismo iberoamericano de los 40 o 45 primeros años del
siglo XX tiene rasgos característicos que la distingan sensiblemente del catolicismo del siglo
anterior?
Desde una perspectiva posterior al Concilio Vaticano II, a Medellín o a Puebla, se podría
responder que hay más semejanza entre los primeros cuarenta años del siglo XX y el siglo XIX,
que el posterior período que se abre desde el pontificado de Pío XII (1939) y avanza al año
2.000.
La enumeración de algunos aspectos de la vida católica, aún vigente en los primeros decenios
del siglo XX hacen pensar que todavía persisten las patologías y las posturas del siglo XIX.
La Iglesia aún procede con una metodología pastoral demasiado autónomamente religiosa: no
se vale, por ejemplo, de las ciencias sociales. Su imagen es excesivamente clerical. La acción

1 Texto de Eduardo Cárdenas, apuntes de la Gregoriana. También expuesto, más al día, en Aldea Q. – Cárdenas Eduardo, Manual de Historia
de la Iglesia, Herder, Barcelona 1987, 553-604.
apostólica se desarrolla en esquemas de conservación y defensa; y no hay indicios claros de
que haya captado la transformación de la sociedad. Frente a la efervescencia del sindicalismo o
el avance de los partidos comunistas, las soluciones ofrecidas por el magisterio episcopal aún
parecen cautelosas y paternalistas. Caben matices. En conjunto, la Iglesia en Iberoamérica,
además de ser poco conocida en el ámbito de toda la Iglesia, pesa poco y su influjo misionero
no puede compararse con el del catolicismo canadiense o estadounidense.
La persecución al catolicismo se acentúa violentamente en México, y no cede en Guatemala y
en el Ecuador. La manía patronalista continúa tenaz en Venezuela, Perú y Argentina. En el
Uruguay se oficializa el sistema de secularización de las estructuras sociales. Y
particularmente, entre 1935 a 1945, la propaganda protestante penetra masiva y
agresivamente, hasta el punto de hablarse de una “invasión”. Estos aspectos son típicamente
decimonónicos.
Pero, por otra parte, la primera mitad del siglo XX presenta hechos y síntomas que anuncian un
nuevo tiempo. Se acrecienta el prestigio de la Santa Sede: para el decenio de 1940 todas las
repúblicas iberoamericanas, excepto México, han establecido relaciones diplomáticas con la
Sede apostólica. Crecen las estructuras eclesiásticas y la facilidad de comunicaciones ofrece a
los obispos la ventaja de reunirse con mayor frecuencia. Llegan a Iberoamérica numerosas
comunidades religiosas de hombres y mujeres que, no obstante su mentalidad europeizante,
aportan metodologías y visiones más modernas. Se advierte la preocupación por despertar la
responsabilidad del laicado católico y, en algunas repúblicas, el catolicismo social conoce
momentos de vitalidad. El Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires (1934)
entusiasma a todos los católicos iberoamericanos y las autosuficientes iglesias europeas y
norteamericanas tiene una razón para descubrir y conocer la Iglesia de Iberoamérica.
La persecución religiosa en México, con el heroísmo épico de los católicos, despierta
sentimientos de admiración y de solidaridad en todo el mundo católico y en los medios
diplomáticos. A excepción de Guatemala y Ecuador, los gobiernos liberales no hostilizan
sistemáticamente a la Iglesia y, en conjunto, se vuelven más tolerantes. En el Brasil (1890),
Uruguay (1916) y Chile (1925) se realiza la separación de la Iglesia y del Estado. Con
diversidad, pues mientras en Brasil y Chile, tal separación se acoge como una garantía de
libertad e independencia de la Iglesia; en Uruguay se tendió a una campaña de
descristianización. Igual en Guatemala. En Ecuador: atropello.
Tales fenómenos más bien pertenecen a un período diverso del siglo XIX y anuncian años más
dinámicos para el catolicismo iberoamericano.

Periodización
¿Cómo periodizar la historia de la Iglesia iberoamericana en el siglo XX?
Algunos historiadores trazan un esquema que divide en tres períodos el proceso de la Iglesia en
el siglo XX: los primeros 30 años se cobijan bajo la etiqueta de “cristiandad conservadora”; los
siguientes 20 años se califican de “nueva cristiandad” y, a partir del Concilio Vaticano II, se
habla de “iglesia profética”.
Debido que este estudio llega hasta el decenio de 1940, es preciso hacer algunas
observaciones.
No se puede ignorar la notoria diversidad de situaciones sociopolíticas y religiosas que se dan
contemporáneamente en Iberoamérica. Es parecida a la situación metodológica análoga que
se presentó para establecer los períodos históricos en el siglo XIX. No cabe establecer una
tipología homogénea -religiosa- de la historia de Iberoamérica.
En el siglo XX se acentúa más las diferencias de región a región y de país a país. Que
diversidad de circunstancias aparecen simultáneamente en México, Guatemala, y Ecuador, bajo
régimen persecutorio, y en Colombia, Chile, Argentina y Perú. La cultura blanca del Cono Sur
dispuso de un ambiente muy distinto al desarrollo del catolicismo del que prevaleció en la
cultura y posibilidades de las Antillas españolas, de América Central, o del espacio cultural
indígena de Bolivia y del Perú. Uno es el proceso del catolicismo bajo la interminable dictadura
de Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-1935), y otro el del Uruguay democrático y laico, o
en el Brasil republicano tolerante y aún favorable. Algunos hablan del influjo de “Maritain” con
sus proyectos de nueva cristiandad, pero resulta ser que el filósofo francés sólo fue bien
conocido en Argentina y Brasil.
Las diferencias regionales se notan mejor si observamos la desigual repartición del clero
nacional y no nacional, el desarrollo de la acción católica, la inflación o raquitismo del
apostolado educativo, la conservación de altos niveles de práctica religiosa, o, por el contrario,
el atrofiamiento de la misma. Si no hay una sola “América Latina” tampoco hay un solo
catolicismo latinoamericano. La expresión “cristiandad conservadora” es equívoca en los
países donde la Iglesia tuvo oportunidad de florecer, y “conservó” y acrecentó su riqueza
eclesial; en otros su conservadurismo se redujo a sobrevivir.
Por todo lo dicho, es preferible tipificar los 40 o 45 años del siglo XX como una etapa, que, por
una parte conserva muchos rasgos del siglo anterior y, por otra, desarrolla una nueva manera
de ser y de actuar como transición a la segunda mitad del siglo.
El empeño del estatismo decimonónico de secularizar la vida y las instituciones sociales sigue
actuando durante la mitad del siglo XX. Se va a ejemplificar con cuatro casos típicos: la
persecución revolucionaria en México; las persecuciones liberales de Guatemala y de Ecuador;
la descristianización elegante de Uruguay.
La historia de la Iglesia en México sobresale como paradigma de valor y resistencia, sometida
como estuvo desde 1911 hasta 1937 a una violenta hostilidad. Fue tan acerba que el Papa Pío
XI la comparó a la de los primeros siglos cristianos.
El catolicismo mexicano no fue reaccionario a los cambios sociales. Los congresos social-
católicos anteriores a la revolución se mostraron singularmente avanzados; pero las fuerzas
revolucionarias triunfantes en 1917 quedaron en manos de hombres visceralmente enemigos
de la Iglesia católica. La constitución dada al país, el mismo año, se ensañó en las personas y
en las instituciones católicas: la Iglesia quedó en una situación indefensa. La persecución
exasperada desde 1924 provocó en el mundo católico una conmoción y una solidaridad
universal.
¿Por qué tanta intolerancia? La explicación ha de buscarse en el carácter popular y en la
omnipresencia del catolicismo mexicano; presencia tan incómoda y simpatía tan difundida en el
pueblo tenía que ser suprimida. Como no se podía con las armas, se pretendió hacerlo con las
leyes. Después de una lucha heroica, el catolicismo mexicano no sólo logró sobrevivir sino salió
fortificado. (Caben matices).
Fue más dramática la suerte de la Iglesia en Guatemala. Desde 1871 fue tratada como una
secta fuera de la ley, privada de todos los medios, con una debilísima estructura eclesiástica
(una sola diócesis para todo el país), con sus arzobispos sometidos a continuos destierros, y sin
que su arbitrario destierro provocara la reacción como la que se produjo en México. Tal
situación se prolongó durante 85 años. Es un enigma cómo el catolicismo haya podido
sobrevivir.
El caso ecuatoriano puede ser comparable al de Guatemala, Desde 1895 hasta los años 40 de
nuestro siglo, se suceden modificaciones constitucionales siempre más irreligiosas. Durante
medio siglo, con absoluto dominio del poder, el liberalismo llegó a imponerse en todos los
aspectos de la vida nacional. Es cierto que en 1937, hastiado el pueblo católico por tantos
atropellos cometidos, se llegó a un modus vivendi con la Santa Sede, pero las consecuencias
de tantos decenios de laicismo eran “el marginamiento de Dios del pensamiento de la vida”,
según lo manifestaron los obispos ecuatorianos.
La hostilidad anticatólica se implanta en países que, como México, Guatemala y Ecuador,
tienen fuerte ancestro indoibérico. Sorprende que un país atlántico, blanco, abierto al influjo de
Inglaterra, donde la Iglesia tenía una prehistoria que no era para alarmar ni desafiar a nadie,
llegara a ser considerado como el país más secularizado de Iberoamérica: es el Uruguay. Ha
surgido allí una sociedad de cultura extremadamente diferente y laicizada, con una legislación
escolar y familiar ajenas a toda referencia religiosa. El responsable de esta tarea fue José
Batlle y Ordoñez, gran estadista, sensible y moderno, y al mismo tiempo “el mayor anticatólico
que ha conocido la historia de Uruguay” (A. Methol). Su influjo se extiende a lo largo de los 30
primeros años del siglo XX.

Como ya se dijo, el catolicismo brasileño fue libre sólo cuando, derrocado el imperio, la
nueva república declaró la separación de la Iglesia y del Estado. Quizá la primera impresión
que tuvo la Iglesia, al perder de golpe todas sus ventajas, fue de derrota.
Pronto comprendieron obispos y fieles que los viejos beneficios eran más bien desventajosos.
El estatuto republicano no sólo era aconfesional: era positivamente laicista con sus leyes sobre
el matrimonio y la enseñanza oficial. Pero el buen sentido de las nuevas autoridades, la
maleabilidad del espíritu brasileño para resolver los problemas, tan diverso a la intransigencia
hispanoamericana, la conducta observada por León XIII y Pío X frente a la grande república,
allanaron el camino para llegar a una mutua tolerancia, convertida después en buena
inteligencia, y de la presidencia de Getulio Vargas (1930-1945) en armonía y aún colaboración.
Es un fenómeno singular que el movimiento sindicalista brasileño, naciendo fuera de la Iglesia,
no naciera contra la Iglesia. Contribuyeron a la recuperación del catolicismo: la llegada de
numerosos institutos religiosos extranjeros, con la desventaja, es cierto, de europeizar
demasiado la originalidad religiosa del Brasil; la multiplicación de diócesis (12 en 1890, 17 en
1900 y 100 en 1940); y la figura excepcional del obispo de Olinda y más tarde arzobispo de Río,
Don Sebastián Leme.
En la década del 20, las instituciones brasileñas se revelaron incapaces de solucionar los
graves problemas sociales, políticos y económicos de la nación. Entonces fue a la Iglesia a
quien acudió la élite política para aligerar el clima de intranquilidad y de inestabilidad. El
arzobispo Leme pudo mediar porque había crecido bajo su influjo un equipo de líderes laicos
capaces de construir una alternativa psicológica (pues de hecho ellos no aspiraban al poder) al
vacío de autoridad y porque el prestigio del catolicismo cualificado lo había convertido en
fuerza moral imprescindible.
El papel de Sebastián Leme en la crisis de 1930 fue de carácter pastoral pero decisivo en su
solución, con la renuncia del presidente Washington Luis, evitándose así un posible baño de
sangre. Pero al mismo tiempo la amistad del arzobispo con Getulio Vargas y la habilidad para
despertar en el catolicismo brasileño la convicción de que política y socialmente constituía una
fuerza poderosa, abren desde 1930 un período de muchas posibilidades y realizaciones
eclesiales. Se fundó la LEC, Liga Electoral Católica en 1932, que no era un partido político,
porque el partido sólo representa una parte del pueblo. La LEC como grupo de presión, por
encima de los partidos, representaba la totalidad del país. Su finalidad fue doble: la
organización del electorado católico y la captura de su voto para candidatos que se
comprometiesen con el programa de la Iglesia. Dos excepcionales laicos, Alceu Amoroso Lima
y Sobral Pinto trabajaron en unión con el arzobispo. Resultado: la mayoría de los candidatos
apoyados por la LEC fueron elegidos.
Así la constitución de 1934 incluyó todas las exigencias de la LEC: posibilidad de ayuda
económica a las obras de la Iglesia, bases jurídicas otorgadas a las asociaciones religiosas,
asistencia espiritual permitida a los militares, reconocimiento civil del matrimonio eclesiástico,
ilegalidad del divorcio. El paso más importante fue la introducción de la educación religiosa en
la escuela oficial y la facultad de subsidio económico a la enseñanza católica.
Una muestra del peso del catolicismo brasileño fue la espléndida realización del Congreso
Eucarístico Internacional del Río de Janeiro (1955), el más grandioso celebrado hasta entonces.
Otro acontecimiento de gran significación para la Iglesia del Brasil fue la celebración del
Concilio Plenario Brasileño en 1939, con la asistencia de un centenar de obispos.

3. LAS DICTADURAS

“La Iglesia iberoamericana ha tenido que convivir largos períodos con regímenes dictatoriales,
ilustrados o primitivos, de apariencia democrática o abiertamente usurpadores del poder
político. También en este punto su postura constituye una cruz para el historiador católico y un
argumento de acusación implacable de parte de la historiografía anticatólica. Otras
historiografías más recientes denuncian la mutilación culpable de las capacidades proféticas de
la Iglesia, pero entienden siempre como “Iglesia” solamente a la jerarquía, responsable, por
hipótesis, de todas las calamidades que se han abatido sobre lo que, sin comprensión
adecuada de la enseñanza del Concilio Vaticano II, designa como “pueblo de Dios”.
Las dictaduras del siglo XIX coincidieron con la existencia precaria y debilitada de la Iglesia.
Esta, a su vez, más busca sobreaguar que enfrentarse. Si lo hace, y en efecto se enfrentó
valientemente en Centroamérica, Venezuela, Colombia, su preocupación se centra en el
aspecto religioso, y no propiamente en el político y jurídico, como sería la legitimidad del
régimen y el atropello de los derechos humanos.
En las dictaduras conservadoras (Carrera en Guatemala, los López en Paraguay) la Iglesia trató
de aprovechar las ventajas que se le ofrecían, y no pareció enjuiciar los desmanes de los
déspotas cristianos. Pero es preciso no hablar de memoria: ¿quién es esa “Iglesia”? En
América Central y en Paraguay son unos pocos obispos, un clero ya diezmado y un pueblo
analfabeto y carente de educación cívica y de tradición política.
En los primeros 40 años del siglo XX continúa vigente el régimen de dictaduras. La de
Porfirio Díaz en México (1876-1911), la de Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) y la de Jorge
Ubico (1931-1944) en Guatemala; la de Santos Zelaya (1893-1909) y la de los Somoza que
empieza en 1937, en Nicaragua; la de Rafael Leonidas Trujillo en la República Dominicana,
iniciada en 1930; la de Juan Vicente Gómez en Venezuela (1908-1935).
En el siglo XX, como herencia del siglo anterior, han actuado dictaduras primitivas, ilustradas,
despóticas, blandas; más sus variantes, orígenes y tipología hacen imposible una definición
basada en hechos históricos.
Frente a las dictaduras primitivas de Estrada Cabrera en Guatemala, o de Zelaya en Nicaragua,
¿era posible a la Iglesia adoptar posturas desafiantes?
El arzobispado de Guatemala (única jurisdicción eclesiástica del país) estuvo vacante por 30
años. Por eso el valiente arzobispo Ricardo Casanova al regresar de su destierro, adoptó una
actitud conciliadora y ello por realismo pastoral.
En México las relaciones del episcopado con Porfirio Díaz fueron correctas, y en algunos casos
amigables. Pero la Iglesia, como tal, difícilmente podía pronunciarse en forma oficial frente a la
instauración de una plutocracia voraz y egoísta que se iba adueñando de la riqueza del país.
Se acentuó, sí, a través de los congresos social católicos periódicamente celebrados. La
Iglesia, como persona jurídica, no tenía ningún reconocimiento oficial, y su aparato podía
desmontarse con sólo aplicar la constitución.
En la primera mitad del siglo XX, se instauró la dictadura de Juan Vicente Gómez en
Venezuela. Por su duración y su ambigüedad religiosa, merece darle un espacio. Se usa el
trabajo de Mikel Viana.
La situación de la Iglesia en Venezuela, a inicios del siglo XX, era de devastación. Maradei la
llama “Iglesia en estado de coma”. La Iglesia, para las élites cultas, ya no tenía ni podía tener
ninguna significación social.
En 1904, se reunió la I Conferencia de obispos venezolanos, la cual emitió una “Instrucción
Pastoral” que sirvió de guión a la Iglesia venezolana por cinco decenios. Esta distinguía la
naturaleza y competencias de las “dos potestades”, su mutua cooperación y sus mutuos
deberes. El diagnóstico sobre la situación de la Iglesia se hacía en términos de debilidad
interna (ignorancia religiosa, escasa vida sacerdotal) y de asedio externo. La situación se debe
enfrentar con un plan de acción en que el clero reactive sus funciones catequéticas y culturales
y los fieles hagan efectiva la presencia de la Iglesia en los espacios sociales.
En 1908 empezó la dictadura de Gómez. Viana habla de una “reconstrucción institucional de la
Iglesia bajo Juan Vicente Gómez”. Los primeros 20 años de dictadura no fueron de hostilidad
para la Iglesia sino que incluso la favorecía: relaciones diplomáticas con la Santa Sede,
reapertura o fundación de 10 seminarios, ingreso de 20 congregaciones religiosas, autorización
para la apertura de colegios católicos, crecimiento de la beneficencia católica, fomento de la
misiones capuchinas entre los indios, creación de cuatro nuevas diócesis en 1923.
Gómez, por su parte, recibió una condecoración de la Santa Sede en 1916, y diversas
manifestaciones de gratitud de parte del episcopado. No es que Gómez fuera creyente; “las
élites sociales y el mismo aparato político de la dictadura mantuvieron una actitud de desprecio
fundamental por la institución eclesiástica y el reiterado intento del control de sus actividades”.
Los excesos de la dictadura son bien conocidos en la historia de Iberoamérica. Incluso varios
sacerdotes murieron en sus cárceles. Por ello en 1924, un católico desterrado, José Rafael
Pocaterra, y en 1928 el izquierdista Rómulo Betancourt, cada cual a su modo, fustigan la
connivencia eclesiástica con el tirano.
En 1929, surgió un fuerte movimiento antigomecista, el período se califica como “la Iglesia ante
Gómez”, hasta 1935 año de la muerte del dictador.
Entonces fue cuando se constató que el gobierno toleraba y apoyaba a la Iglesia siempre que
ésta no causara problemas. En 1929 éstos aparecieron. El obispo de Valencia, Salvador
Montes de Oca, publicó un documento condenando el concubinato y el divorcio. El dictador
Gómez, el presidente en ejercicio Juan B. Pérez, y el jefe civil de Valencia se sintieron
aludidos. Se calificó de subversión por lo cual el obispo fue desterrado.
A fines de 1929, el ministerio de relaciones exteriores, en alarde de nacionalismo, exigió que en
el plazo de un año, todas las parroquias de Venezuela estuvieron en manos del clero nacional.
Había 410 parroquias, 151 no tenían párroco, 192 estaban confiadas a sacerdotes venezolanos
y 67 extranjeros. Tales disposiciones, más el recrudecimiento de la política anticatólica en el
campo educativo, llevaron a los obispos a publicar una Carta pastoral sobre el matrimonio y la
instrucción religiosa. Este y otros pasos dados ante el gobierno llevan al Consejo de Ministros a
decidir la expulsión de todos los obispos del país. La medida no se cumplió, porque Gómez,
entonces jefe del Ejército, se opuso a su ejecución: pero el talante anticlerical y hostil del
gobierno no se atenuó.
De todos modos, la tolerancia de que gozó la Iglesia venezolana en los primeros 20 años de la
dictadura le aseguraron la posibilidad de crear una estructura diocesana, congregacional y
educativa tal, que podrá hacer frente desde 1936 a un intento de marxistización social.
Un caso análogo al de la dictadura de Gómez se presenta en República Dominicana con la
dictadura de Rafael Trujillo iniciada en 1930 y prolongada por 30 años. Se trataba de una
Iglesia debilitadísima, con apenas 24 sacerdotes nacionales y con una sola sede diocesana
(era arzobispado) para todo el país. Entre 1930 y 1935 no hubo arzobispo, en este año, por
imposibilidad de llegar a un acuerdo con el clero y el gobierno, la Santa Sede preconiza como
arzobispo a un religioso italiano, don Ricardo Pittini, que había trabajado en las misiones
salesianas de Argentina. Recurren los mismos fenómenos: dictaduras de apariencia y que
imponen el orden y favorecen a la Iglesia. Iglesia que se reducía a un arzobispo extranjero; a un
centenar de sacerdotes también extranjeros, por tanto jurídicamente condicionados, y a 24
sacerdotes nacionales. Solamente en 1953 se crearon tres nuevas diócesis. El dictador
favoreció las obras de la Iglesia, impuso la educación religiosa y favoreció el ingreso de
comunidades religiosas. Mientras tanto, se sofocaban las libertades, se suprimía toda
oposición, y se cometían iniquidades terribles, como la matanza de millares de haitianos, hacia
1936, que se habían instalado en territorio fronterizo dominicano para poder trabajar (mató unos
18.000).

Teniendo presente estos dos casos, la dictadura de Gómez y la de Trujillo (la de Somoza
apenas alcanza a entrar en nuestro período), conviene hacer algunas reflexiones. La más
reciente historiografía no quiere perdonar lo que califica de complicidad y bendición eclesiástica
otorgada a las tiranías.
Parecer de Eduardo Cárdenas: Hubiera constituido una “gloria profética” para la historia católica
de Iberoamérica la denuncia de la tiranía como tal, y la defensa de sus víctimas. ¿Era esto
posible en la mentalidad de los responsables de la Iglesia de aquellos años? Tras largos
decenios de persecución cuando aparecen estos Constantinos indoibéricos, capaces de
desbaratar de un manotazo lo poco que aun quedaba de estructura eclesiástica, apoyados para
esa eventual determinación por la masonería y el anticlericalismo poderoso y eficaces, ¿no era
temerario arriesgar la recuperación que se iba logrando, por una postura intransigente,
heroicamente estéril y llena de incertidumbre?.
Los dos casos son, por lo demás, sintomáticos de la mentalidad eclesiástica decimonónica, que
llega hasta la mitad del siglo XX. La Iglesia ve y vive los problemas con una óptica de
sobrecarga religiosa: reacciona cuando se atenta contra valores que parecen explícita y
específicamente “religiosos” como si los otros aspectos no fueran de su incumbencia (derechos
civiles, libertades, etc.), o como si sólo quisiera intervenir, para no complicar los problemas,
únicamente en los casos extremos, que para ella sería la violación de los derechos religiosos.
Habrá que esperar a la Segunda Guerra Mundial con el magisterio explícito de Pío XII, y a un
cambio de circunstancias, de personas y de mentalidades, para que los responsables de la
Iglesia iberoamericana comprendan a cabalidad que el atropello a cualquiera de los derechos
humanos, venga de quien venga, merece siempre una igual reprobación. Pero ¿qué pensar de
su oportunidad?.
Cuando vino la apertura, se añade a la defensa de lo religioso: la defensa de los derechos
humanos, se descubren otros enemigos que no son sólo los comunistas, además los laicos
despiertan y se descubren como Iglesia.

II. EXPANSION DE LA ESTRUCTURA ECLESIASTICA

En 1900 la Iglesia iberoamericana contaba con 19 arquidiócesis, 85 diócesis y 7 territorios


misionales. Durante la primera mitad del siglo XX el mapa eclesiástico varió notablemente: se
erigieron 44 sede metropolitanas, 144 diócesis, 31 vicariatos apostólicos, 34 prelaturas y 15
prefecturas. Esto equivale a 268 nuevas circunscripciones.
En el Brasil la evolución es notabilísima: las 12 circunscripciones de 1890, año de la separación
de la Iglesia y del Estado, son 17 en 1900, 58 en 1920, 88 en 1930 y un centenar en 1940.
Desde 1910 la irregular situación de Centroamérica empezó a mejorar. Las cinco diócesis de
toda la región serán 16 en 1940, que logran constituirse en medio de numerosas dificultades.
Todavía en el siglo XX se registran las anómalas situaciones del siglo anterior por la abusiva
intromisión de los gobiernos. En el modernizado Uruguay la arquidiócesis de Montevideo
estuvo vacante entre 1908 y 1919. La designación del arzobispo de Buenos Aires, en 1926,
supuso conflictos y componendas entre el gobierno argentino y la Santa Sede. En Honduras,
por el entrometimiento del presidente Tiburcio Carías, la sede de Tegucigalpa estuvo vacante
desde 1933 hasta 1948.
Sería de interés conocer la forma como se sortearon las dificultades para crear un notable
número de diócesis: cuatro en Venezuela en 1923, seis arquidiócesis y diez diócesis en
Argentina en 1934, países todavía muy aferrados al patronato.
Pero casi triplicado el número de circunscripciones en la primera mitad del siglo, poco es lo que
se modifica la acción pastoral en muchas diócesis de dimensiones gigantescas. Todavía en el
decenio de 1940, y no hablamos de territorios misionales, no pocas diócesis de Bolivia, Perú,
Ecuador, Colombia, México eran visitadas a lomo de mula por obispos resueltos y andariegos,
como si aún se estuviera en la época de la colonia.
Los años treinta golpearon con alarma la conciencia de la Iglesia. Son los años en que se
organizó una verdadera avenida de ministros protestantes, en que se consolidan los partidos
comunistas y se advierte el proceso de urbanización. La Iglesia católica en Iberoamérica
empieza a percibir más duramente la escasez de sacerdotes. Hasta entonces tal escasez
existía, pero la masa campesina que en el conjunto del subcontinente podía llegar a un 70 o
75%, se nutría de una pastoral tradicional, y su mismo aislamiento constituía su defensa. Los
años treinta son años de marxismo, de frente popular, de sindicalismo más organizado, de
sectas, de aceleración urbanística. Por ello la literatura eclesiástica de la época, considerando
la falta de sacerdotes, habla de “Una Iglesia en peligro”, “el máximo problema de la Iglesia
hondureña”, “el problema capital de la Iglesia en Venezuela”. El siguiente cuadro muestra la
realidad:

AÑO POBLACION CATOLICOS SAC. DIOC SAC. REL TOTAL CAT X


SAC
1900 56.580.000 10.614 4.164 14.778 3.829
1912 69.213.000 11.903 4.103 16.006 4.324
1928 85.731.000 12.543 6.307 18.850 4.548
1951 159.677.000 148.216.000 --- --- 29.039 5.104

Sociólogos religiosos, europeos o norteamericanos, atribuyen la escasez de clero en la Iglesia


iberoamericana, a una debilidad endémica del cristianismo en nuestra región, a unas creencias
aplebeyadas. Pero no se han propuesto analizar otras causas históricas y sociológicas. Un
continente en que durante más de un siglo se propinaron toda clase de golpes a la estructura
de la Iglesia, en que se cerraron y confiscaron seminarios, y se creó una atmósfera laicista,
agresiva contra el clero, no era el espacio y el ambiente más propicio para el desarrollo de
vocaciones sacerdotales. Basta comparar la situación de Venezuela, sin clero propio, y de su
vecina Colombia con relativa abundancia de vocaciones, para inferir el influjo de una ecología
espiritual.
Por otra parte, el crecimiento demográfico lleva una aceleración geométrica, mientras que el de
las profesiones liberales avanza a ritmo aritmético. También en los años treinta o cuarenta
podía preguntarse por el número de médicos, de ingenieros y aun de abogados.
III. EL CATOLICISMO SOCIAL

1. TRANSFORMACION DE LA REGION

Regresando a la presentación general del siglo XX, se ha de admitir que, a pesar de la lentitud
de nuestros procesos históricos de hace 115, 135, 185 años, en la primera mitad del siglo XX
ya no es fácilmente reconocible gran parte del siglo anterior. La primera guerra mundial, el
proceso de urbanización, el crecimiento de las clases medias, el desarrollo de la
industrialización, la aparición del proletariado urbano, los movimientos anarcosindicalistas o
simplemente sindicalistas, la irrupción del comunismo, la revolución mexicana, indican los
niveles de transformación o sus causas, que se va operando en nuestro continente.
El intento de una síntesis histórica tropieza con el mosaico de esta “América latina, una y
múltiple”. Faltan estudios contemporáneos a 1900-1940, con su aparato de indicadores básicos
(producto interno bruto, ingreso per cápita, inflación, alfabetización, esperanza de vida,
desocupación y subempleo, índice de producción de alimentos etc.), para agrupar, con sus
diversidades, a los países o regiones de Iberoamérica. Sí podemos afirmar que en 1930 o en
1945, Argentina no era Colombia, Honduras no era Uruguay, ni Chile era Venezuela.
La transformación de aquellos primeros 40 años preludia la realidad de lo que en 1956 el
sociólogo peruano, Eudocio Ravines, describió como “un continente en erupción”. Por fuerza
se gestaba en Iberoamérica la futura explosión que tiene como síntoma la revolución cubana.
Nuestro continente estaba enfermo en sus propias estructuras. Era esa injusticia estructural la
que producía el analfabetismo, las endemias, las dictaduras, el monocultivo, el raquitismo de la
sindicalización, la concentración de la riqueza, el caudillismo político, el golpismo, y todo con un
denominador común, la injusticia estructural, queremos decir que existe un círculo vicioso, una
realimentación de causas y de efectos.
Los socialistas de fines del siglo XIX calificaron este abultado desajuste: de opresión, de
oligarquía, de explotación, como puede leerse en el libro de Víctor Alba, Historia del movimiento
obrero en América Latina. Proceden así por demagogia y agresividad, y no están todavía en
condiciones de proponer ni de realizar un proyecto diverso de sociedad.

2. DIVERSA REACCIÓN DE LOS CATÓLICOS

Entre tanto, ¿qué hacían los católicos? No se puede esperar una respuesta o una reacción,
homogénea en todo sentido, del catolicismo iberoamericano. Por ejemplo, la evolución social y
económica de América Central entre 1900 y 1940, distaba inmensamente del ritmo del vecino
México. Otro tanto podríamos decir del Paraguay y de Bolivia en comparación con Uruguay,
Argentina, Chile. En éstos últimos, las ideas socialistas o la consolidación del sindicalismo
tenía mayor desarrollo e impacto, allí los católicos percibían mejor el desajuste estructural, sin
llegar, por eso, a formularlo de este modo, ni a presentar ideas o programas que respondieran
con plena adecuación a la urgencia del problema. No obstante, se hallan algunas tomas de
posición muy modernas, como la que hacía por el año de 1918 la Acción social ecuatoriana que
afirmaba incisivamente “que no podía prescindir de la acción política, porque -comenta- el mal
está más adentro; está en el régimen, en las instituciones, en las leyes, en las costumbres ().
La doctrina cristiana tiene en sí el verdadero fundamento de la vida política”.
Por esa razón, México, Argentina y Chile fueron los países del catolicismo social avanzado, con
los esquemas, realizaciones y limitaciones que propias de la mentalidad de la época. Los tres
países poseían elementos necesarios para desarrollar ese catolicismo social: comunidades
católicas fuertes numérica y culturalmente, situaciones sociales y económicas que ponían en
primer plano la realidad de la injusticia social: ciudades proletarizadas, centros industriales,
organizaciones sindicales.
Centroamérica padecía peores situaciones de injusticia, pero no era más que una inmensa
región rural, y allí la Iglesia tenía que gastar demasiadas energías en la lucha por sobrevivir.
Colombia poseía una comunidad católica numerosa y religiosamente desarrollada, pero sin
industria ni ciudades, enseñoreada por un partido semiclerical, vivía dentro de estructuras
arcaicas. Mientras por lo años de 1910 los católicos argentinos disputan las elecciones a los
socialistas y se batían en polémicas callejeras, el delegado apostólico en Bogotá, Francesco
Ragonesi, escribía que “gracias a Dios en Colombia no existía el peligro del socialismo”.

3. IGLESIA DEMASIADO ECLESIASTICA

Los episcopados iberoamericanos de las primeras cuatro décadas del siglo XX presidieron y
alentaron una Iglesia demasiado eclesiástica. Los problemas se vieron con óptica
recargadamente religiosa. Basta hojear los volúmenes que recogen el magisterio episcopal. La
gran preocupación era la conservación de la fe manifestada, especialmente, en la práctica
religiosa. De las dos grandes encíclicas sociales de León XIII y de Pío XI se puso de relieve
cuanto decía sobre la irreligiosidad y la malicia del socialismo y del comunismo.
Se puede explicar tal actitud. La totalidad del episcopado iberoamericano de esos decenios
pertenecía a la generación que hubo de sufrir la hostilidad o la persecución de los gobiernos
liberales. Tenían espíritu de cruzados y les preocupaba primeramente la conservación y la
defensa de la fe, con las expresiones públicas y sociales de adhesión a la Iglesia. Los obispos
estaban absorbidos por los problemas pastorales específicamente religiosos. El hecho de la
estructura irreligiosa pesaba más que el de la estructura injusta.
En 1931, los obispos colombianos publicaron una exhortación a los campesinos para que no se
dejaran fascinar por el atractivo de las ciudades y se aferraran a su parcela rural. La solicitud
episcopal apuntaba al temor de una descristianización del campesino “urbanizado”, pero no
hablaba de los estímulos necesarios para que permanecieran en el campo como la salud, la
educación y la habitación.
Además, ni obispos ni clero habían recibido formación en ciencias sociales, entonces apenas
conocidas, aunque, por otra parte, se había difundido bastante el Código de Malinas, y algunas
revistas de carácter piadoso reproducían estudios aparecidos en España.
La masa popular, campesina y urbana, todavía se mostraba adicta a la Iglesia. Ésta
desplegaba, donde podía una gran actividad de beneficencia y caridad, y con buena conciencia
la Iglesia no se debía de sentir distante de la angustia del pueblo. Por lo demás, salvo en muy
pocas naciones (quizá solamente en Colombia), los mecanismos de explotación eran
manejados por gobiernos ajenos a la Iglesia: eran ellos los responsables de las estructuras. El
liberalismo, no el cristianismo, como se leía en el magisterio de los Papas, era quien había
producido el odio y las desigualdades artificiales de la sociedad.
Resultaría, pues, anacrónico exigir al magisterio episcopal una clarividencia de los problemas y
una enunciación técnica de las soluciones. Esto no quiere decir que esté ausente la
preocupación social. En Colombia, México, Ecuador, Perú, Uruguay, Argentina, Chile, entre
1890 y 1930 ya se escuchaba a obispos hablar de la libertad de asociación, del valor del
trabajo, del justo salario, del salario familiar, de los deberes de los ricos, de las relaciones entre
obreros y patronos.
Son afirmaciones del episcopado peruano, en su V Concilio de Lima de 1912: Los patronos y
dueños de latifundios y minas, en general, todos los patronos, recuerden que los miserables
indios que con su sudor les cultivan los campos, y con peligro de su vida les explotan sus
minas, son como los patronos, hijos de Nuestro Señor Jesucristo, por lo que los exhortamos,
bajo la amenaza del juicio divino, a que los traten humana y benignamente, les reconozcan y
protejan sus derechos, les paguen con equidad de acuerdo con el sustento de cada uno y de
sus familias. A los misioneros, predicadores y párrocos ordenan que expongan con libertad
apostólica la gravedad del pecado contra la justicia y caridad que cometen los patronos que
reducen a una forzosa esclavitud a los indios, o les niegan el salario justo, o los explotan
gravemente.
También dieron la recomendación de que los párrocos y sacerdotes usen de particular caridad y
paciencia con los indios, los adoctrinen en su propia lengua, promuevan su desarrollo y
combatan el uso del alcohol y la coca. Todo ello en coincidencia con los concilios limenses del
siglo XVI.
La primera mitad del siglo XX la Iglesia del Paraguay estuvo presidida por uno de los obispos
más extraordinarios que ha tenido el catolicismo iberoamericano: monseñor Ramón Bogarín.
Fue una suerte de patriarca de su Iglesia y de padre de la patria. En 1908 salió el único en
defensa de los campesinos y llegó a decir que “lo que necesitaban aquellos infelices era que los
visitaran unos cuantos anarquistas”.
En Colombia se despertó la preocupación por las cuestiones sociales contemporáneamente
con el afianzamiento del partido liberal en el gobierno, después de 1930, merced al desarrollo
de la Acción Católica. Se leía mucho al sociólogo Rutten, OP, excelente comentarista de las
encíclicas sociales. En 1934 los jesuitas fundaron la Revista Javeriana en la que se empezaron
a publicar numerosos estudios y diagnósticos del problema social colombiano en consonancia
con el catolicismo social de la época. Veinte años antes, el jesuita José María Campoamor
había fundado en Bogotá el Círculo de Obreros de San Francisco Javier. La obra creció
ampliamente, se diversificó, pasó a otras ciudades y constituyó prácticamente durante mucho
tiempo la única iniciativa fecunda en favor del mundo del trabajo.
En El Salvador ocurrió la sangrienta revolución de 1932 que, con un carácter de
reivindicaciones sociales, dejó cerca de 20.000 muertos. Poco se conoce la doctrina y la obra
del arzobispo José Alfonso Belloso ( 1927-1938) quien, con excepcional energía y lucidez,
denunció frecuentemente la explotación de los campesinos y fue tachado de subversivo por los
ricos capitalistas y finqueros. Desafortunadamente el catolicismo y el clero salvadoreño no
contaban con una estructura mental y operativa que llevara a la práctica las enseñanzas y
exigencias del arzobispo.
Después de la muerte de Juan Vicente Gómez, un grupo de católicos venezolanos,
organizados por el pbro. Manuel Aguirre Elorriaga SJ, formó un grupo de irradiación de la
doctrina social católica y de sus cuadros salieron líderes de la futura democracia cristiana. Su
figura más aventajada fue Rafael Caldera que ocupara la presidencia de la nación de 1969 a
1974.
Sin embargo, la impresión general es que el laicado católico iberoamericano carecía de
formación social, que la doctrina no había transformado la mentalidad de las clases influyentes
y que el magisterio episcopal, y la actitud global de la Iglesia se mantuvieron en una visión
paternalista y de temor al influjo del socialismo y del comunismo que empezaron, el uno desde
1900, y el otro desde 1925, a conquistar o a formar sindicatos.
4. LOS PIONEROS DEL CATOLICISMO SOCIAL

México, Argentina y Chile constituyeron un caso aparte como naciones pioneras del catolicismo
social.
La preocupación social del catolicismo mexicano aparece en el decenio de 1870, cuando
sobre la Iglesia se descarga la represión del Estado. Animadores de este movimiento social
católico fueron obispos y laicos. Entre 1903 y 1913 se celebraron numerosos congresos,
semanas agrícolas y sociales en diversas ciudades de la nación. Emergió en ellos la
preocupación por lo social, por la solidaridad con los indios, campesinos y mineros explotados
y, aunque en ocasiones, se abusaba un poco de la retórica, sus actas dejan la impresión bien
fundada de que se trabajaba técnicamente y con seriedad.
La llamada “Gran Dieta de Zamora”, en 1913, trató el salario básico familiar, el arbitraje
obligatorio entre capital y trabajo antes de recurrir a la huelga, de seguros para accidentes de
trabajo y enfermedades. Su mayor resultado fue la fundación del primer sindicato, en el sentido
moderno de la palabra, formado por los Trabajadores de la Construcción. En 1921 se reunió en
Guadalajara el Congreso nacional obrero con 1.200 delegados representantes de 80.000
afiliados de la CNCT (Confederación Nacional Católica de Trabajadores) que llegó a contar 353
sindicatos. El conflicto religioso de 1926 y la tiranía del partido único destruyeron el
sindicalismo cristiano.
Se ha hecho notar que los artículos laborales de la anticatólica constitución de 1917 parece un
plagio de las conclusiones de los congresos católicos. La legislación sobre la reforma agraria
de ese año fue precedida desde 1903 por numerosos pronunciamientos episcopales, y
especialmente por los postulados llevados a la “Gran Dieta de Zamora”. En 1924, el Diario de
Debates, órgano de la cámara de diputados, reconocía que la doctrina social de la revolución
era nada menos que lo que había sostenido anteriormente en México la Iglesia católica.

De 1903 a 1921 los católicos argentinos celebraron congresos de carácter social: congreso
de católicos, congresos de juventudes católicas, de prensa, de católicos sociales de América
Latina y de Terciarios franciscanos. La nación constituía un laboratorio social por el fenómeno
de una inmigración venida de los países latinos de Europa. En el congreso de 1907 se
promueve la unificación en una “Organización obrera Católica” de todos los movimientos de
este tipo existentes en Argentina.
Al año siguiente, el Congreso de la Juventud Católica trata a fondo de asuntos relacionados con
los intereses de los trabajadores y el tercer Congreso Católico decide fundar la “Liga social
argentina”, tomando como modelo las organizaciones católicas alemanas, adaptadas a las
circunstancias nacionales. De 1884 a 1927 se hicieron diversas tentativas, no del todo
frustradas, de crear un partido católico, como instrumento político de aplicaciones de las
exigencias cristianas de la justicia. Los fraudes electorales restaron eficacia a esta iniciativa.
El origen y el desarrollo de una mentalidad y actividad de tal naturaleza respondía a las
particulares circunstancias de la nación argentina: influjo de los inmigrantes, explotación
inhumana de los obreros con 12 y aun 14 horas de trabajo diario, actividad de los anarquistas
con fines de lucha de clases más que de servicio al mundo laboral. Los sindicatos católicos
trataron de evitar esa posición disociadora y de un sindicalismo como simple agremiación de
resistencia.
Destacó el redentorista Federico Grote, de origen alemán, fundador de los círculos de obreros
(1892-1950), que, al dejar su obra -incomprendido por quienes menos debían haberlo hecho
que eran las autoridades eclesiásticas- ve establecidos en 1912, 77 círculos con 23.000
miembros. En 1924 los círculos eran 87 con 30.000 afiliados. En 1912 nace la “Confederación
Profesional Argentina” que llega a contar con 36.000 socios en 1913 y agrupó los gremios de
las más diversas actividades: desde electricistas hasta costureras. Fue un infortunio que esta
iniciativa desapareciera absorbida en 1922 por la “Unión popular católica argentina” creada por
el episcopado.
El catolicismo social promovió otra novedosa iniciativa: las conferencias y debates públicos y
populares que, a veces ruidosamente y con pedradas de la parte contraria, hicieron comprender
a una parte del pueblo que la Iglesia poseía una doctrina y una fuerza social que hasta
entonces desconocía. En 1914, por ejemplo, se celebraron 256 reuniones públicas en calles,
plazas y salones, 693 conferencias, y se distribuyeron 302.000 hojas con textos de la doctrina
social, y se fijaron 22.000 carteles. Los asistentes a estos actos fueron en un sólo año 250.000.
Entre 1916 y 1920 se realizaron más de 1900 reuniones de este tipo. Toda esta actividad pasó
a convertirse en obra de la “Unión Popular Católica Argentina”. Los obispos, que
verosímilmente abrigaban cierta desconfianza hacia la actividad desbordada y entusiasta de
los católicos sociales, establecieron un conjunto de normas que enervaron el vigor con que
nació y que había demostrado tanto brillo y eficacia.
Entre 1930 y 1942 se procede a la creación de sindicatos de inspiración cristiana, que fracasó
por la acción gubernamental con la prohibición del sindicalismo confesional y libre. Los
integrantes de los disueltos sindicatos católicos ingresaron a las filas de nuevas formaciones
obreras para trabajar desde dentro, de esto explica el sentido social cristiano que desde allí se
postuló en los años subsiguientes.
El resultado más notable de la acción católica argentina fue la legislación en favor de las
clases obreras que dictó oficialmente entre 1905 y 1934, 16 leyes en favor de la clase obrera.
La Iglesia chilena adelantó contemporáneamente una actividad social parecida a cuanto se
hacía en el país vecino. La cuestión social fue una de las preocupaciones fundamentales de la
Iglesia, como puede verse en las cartas pastorales, circulares, y artículos que trataban el
problema social. Como ejemplo, en una pastoral del arzobispo Crescente Errazúriz, se lee: No
puede desentenderse el obispo de los esfuerzos que, movidos de santo celo, hacen sus
diocesanos para mejorar la condición del proletariado, ayudándolo en sus necesidades,
procuran el remedio de ello y propenden al reconocimiento y defensa de los derechos de todos
y, en especial, del pobre. Nuestra acción ha de alcanzar no solo a los católicos, sino a todos:
todos son nuestros hermanos y a todos hemos de amar y servir ( ) Somos católicos y, como
tales, trabajamos en favor del creyente y del incrédulo, en favor del pobre y del rico, del
poderoso y del desvalido. Acción realmente católica debe ser universal, abrazando a todos.
A diferencia de cuanto sucedió en Argentina, el socialcatolicismo chileno no se vio entorpecido
por la sospecha o por las trabas que vinieron de arriba.

5. EL DECENIO DE 1940

El decenio de 1940 significa ya una “evolución profunda” todavía inicial en cuanto a sus
resultados posteriores, del pensamiento episcopal y de la acción del catolicismo iberoamericano
en el campo social. El decenio constituye ya un período de cambios y transformaciones
evidentes, “una desintegración de la sociedad tradicional” (Houtart). Se va haciendo evidente la
precariedad de los esquemas tradicionales de caridad, de asistencia, de beneficencia y
conservación. El cambio radical que se va operando problematiza la conciencia del
episcopado, y es, sobre todo, el magisterio del Papa Pío XII quien empuja a obispos,
sacerdotes y laicos cualificados a tomar posiciones realistas y resueltas. Fue entonces cuando
el extraordinario sacerdote chileno, Alberto Hurtado, SJ, hace comprender que si el apostolado
de la Iglesia quiere ser eficaz ha de volcarse a una acción popular y al conocimiento técnico de
los problemas sociales.

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