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Homero

LA ILIADA
(síntesis del poema)
Desde remotísima antigüedad — siglos X o IX antes de Jesucristo—
han venido recitándose, en Grecia primero y en todo el mundo
paulatinamente a medida que la civilización se propagaba, dos
hermosos poemas épicos: «La Ilíada» y «La Odisea». Y también
desde aquellas remotas edades se admite que ambos poemas se deben
al ingenio de Homero, rapsoda 1 ciego, natural de Grecia, quien los
habría compuesto y cantado en las calles de su patria, para reclamar
luego el óbolo de quienes escuchaban su canción.
Del mismo modo que las tradiciones y leyendas, los versos de
ambos poemas fueron aprendidos de memoria y trasmitidos de
generación en generación hasta la introducción, por Cadmo, de la
escritura en Grecia, época en que fueron escritos, y luego pulidos y
ordenados para que los cantos que forman ambos poemas tuvieran
mayor concordancia y unidad. A esto se debe que algunos autores
hayan negado la existencia de Homero, o afirmado, aun admitiéndola,
que se trata de una recopilación de cantos debidos a distintos aedos 2.
Contra estas opiniones se levanta airosa la propia obra, cuya
estructura demuestra que fue creada siguiendo un plan y desarrollando
un argumento. En cuanto a la existencia de Homero, ahí está su obra,
y no puede darse más elocuente testimonio. De antaño fue dicho: «Por
el fruto conoceréis el árbol».

EL NOMBRE
Omeros, en griego, significa rehén. De ahí que algunos
investigadores hayan sostenido que el nombre del rapsoda proviniera
de que éste fue, en alguna oportunidad, retenido como prisionero de
guerra para el rescate de otro tomado por sus compatriotas. Pero esto
no pasa de simple deducción.
Otros — y esta hipótesis es más verosímil, — hacen derivar su
nombre de la unión de tres palabras: O, (el); me, (no) y oron, (verbo
ver). Es decir: «El que no ve». Esta deducción está de acuerdo con la
condición de ciego atribuida a Homero por la leyenda.

1
Rapsoda. — Se llamaba así en la antigua Grecia al que iba de pueblo en pueblo
recitando versos, especialmente épicos, propios o ajenos, con acompañamiento de
citar.
2
Aedo. — Se llamaba así a los primitivos poetas de Grecia.
1
Una tercera teoría se refiere a la existencia en Quíos, desde
remotísimas edades, de una familia cuya cabeza se llamó Homero y
homéridas sus descendientes. Pero no existen documentos fidedignos
que confirmen esta versión.
Lo cierto es que «La Ilíada» y «La Odisea» son dos bellísimos
poemas épicos existentes en la biblioteca de toda persona
medianamente culta, y que su portada ostenta, en el sitio de honor
correspondiente al autor de la obra, el nombre de Homero.

LA CUNA
Como en el caso de Colón, Cervantes y otros genios, varias
ciudades de su patria se disputan el honor de haber sido la cuna de
Homero. Estas ciudades son: Esmirna, Pilos, Colofón, Cos, Quíos,
Argos y Atenas. Cada una de ellas ha presentado al debate
argumentos y deducciones en abono de su pretendido derecho, pero
ninguno de ellos constituye una verdadera prueba documental de
carácter irrebatible. Quede, pues, la gloria para Grecia, cuna de la
civilización.

LA EPOCA
También en lo que se refiere a la época del nacimiento de Homero
difieren las opiniones.
Mientras algunos investigadores dicen que nació 24 años después de
la guerra de Troya, otros afirman que no fue sino cinco siglos más
tarde.
El historiador griego Herodoto dice que Homero vivió alrededor del
año 850 antes de Jesucristo, en tanto que Juvencio, escritor latino de
la Edad Media, lo sitúa en el siglo X de la misma era.
Posteriores investigaciones han permitido llegar a la conclusión de
que «La Ilíada» en primer término, y «La Odisea» con inmediata
posterioridad, fueron dadas a conocer en Quíos entre los siglos X y IX
antes de Jesucristo, por cuya causa Acusilao, Simónides, Tucídides y
Píndaro han afirmado que fue Quíos la verdadera cuna de Homero.
Sean cuales hayan sido la cuna, la época en que vivió y el origen del
nombre del rapsoda, lo importante es que los poemas existen y son
bellos. Queden esas rebuscas y sutilezas para los eruditos. Entretanto
evoquemos con la imaginación al andrajoso trovador ciego que va, de
mano del lazarillo, cantando sus epopeyas en sonoros versos. En
versos tan puros, tan llenos de armonía, de contenido heroico y de
ática gracia, que han perdurado triunfal y gloriosamente a través de
los siglos.

2
NOMENCLATURA MITOLOGICA

Con el objeto de facilitar la comprensión de «La Ilíada» a los


jóvenes lectores, damos una breve noticia referente a los dioses, los
semidioses y los héroes que participan en la acción del poema.
Agamenón: Rey de Micenas y de Argos, hijo de Atreo y hermano
de Menelao. Era el jefe supremo de las huestes unidas de los griegos
durante la guerra de Troya.
Apolo: Dios de la poesía, de las artes y el sol. Hijo de Júpiter y
Latona. Eran sus armas el arco y las flechas, con las que se
simbolizaban los rayos de sol.
Aquiles: Héroe griego, hijo de Peleo y de la diosa Tetis. Al nacer
fue sumergido por su madre en las aguas de la laguna Estigia para
hacerlo invulnerable. Murió a causa de una flecha envenenada
disparada por Paris, y que le hirió en el talón, único punto de su
cuerpo que no había sido mojado por las aguas de la Estigia.
Atreo: Rey de Micenas, hijo de Pélope, y padre de Agamenón y
Menelao.
Ayax: Héroe griego, hijo de Telamón.
Diomedes: Rey de Argos que participó en la guerra de Troya.
Dione: Ninfa, hija de Urano y de la Tierra.
Discordia: Diosa maléfica, causante de las guerras y disputas en las
familias. Hermana de Marte.
Hebe: Diosa de la juventud, hija de Júpiter y Juno encargada de
escanciar el néctar a los dioses. Esposa de Hércules cuando éste fue
convertido en Dios.
Héctor: Jefe troyano, hijo de Príamo y Hécuba, y esposo de
Andrómaca.
Hécuba: Esposa de Príamo y madre de Héctor y Paris.
Helena: Hija de Júpiter y Leda y esposa de Menelao, rey de Esparta.
Fue robada por Paris mientras éste permanecía en el palacio de
Menelao como huésped, y esta acción inicua dio motivo a la guerra
entre griegos y troyanos.
Horas: Graciosas personificaciones de la humedad del aire, que
tenían a su cargo la misión de abrir y cerrar las puertas del Olimpo,
reuniendo o dispersando las nubes.
Idomeneo: Rey de Creta, nieto del rey Minos, que participó en la
guerra de Troya.
Iris: Mensajera de los dioses, que fue transformada por Júpiter en
arco iris.

3
Juno: Esposa de Júpiter e hija de Saturno. Es la diosa del
matrimonio, y los poetas la representaban altanera y vengativa.
Júpiter: Padre de los dioses, hijo de Saturno a quien destronó. Dio
luego el mar a Neptuno, el infierno a Plutón y se reservó el cielo y la
tierra. Era el más poderoso efe los dioses.
Latona: Diosa rival de Juno, que tuvo con Júpiter dos hijos: Apolo
y Diana.
Marte: Dios de la guerra, hijo de Júpiter y Juno.
Menelao: Rey de Esparta, esposo de Helena y Hermano de
Agamenón.
Minerva: Diosa de la sabiduría y de las artes. Hija de Júpiter.
Neptuno: Rey del mar y sustentador de la tierra.
Nereo: Dios marino, padre de las Nereidas.
Nereidas: Hijas de Nero y de Doris; ninfas del mar Mediterráneo.
Paris: Hijo de Príamo y de Hécuba. Durante su permanencia en
Esparta robó a Helena, mujer de Menelao, cuyo rescate dio origen a la
sangrienta guerra de Troya.
Pándaro: Héroe troyano, hijo de Licaón.
Patroclo: Héroe griego amigo de Aquiles, cuya muerte obligó al
héroe a intervenir en la guerra a pesar de su propósito de no luchar.
Para vengar la muerte de Patroclo, Aquiles quitó la vida a Héctor,
matador de su amigo.
Príamo: Anciano rey de Troya, padre de Héctor y Paris.
Terror: Dios del terror a quien muchos autores suponen hijo de
Marte y Venus.
Tetis: Deidad marina hija de Nereo, esposa de Peleo y madre de
Aquiles.
Ulises: Rey de Itaca, hijo de Laertes, esposo de Penélope y padre de
Telémaco.
Venus: Diosa de la belleza, hija de Dione, y que surgió de la
espuma del mar.
Vulcano: Dios del fuego y del metal, hijo de Júpiter y Juno. Como
naciera feo y desgarbado, su madre le arrojó del Olimpo, cayendo a la
tierra. Instaló sus fraguas bajo el Etna.
Musas: Eran nueve deidades hijas de Júpiter y de Mnemosina
(diosa de la memoria). Otra genealogía afirma que eran hijas de Urano
y Gea: el cielo y la tierra. Moraban en el Parnaso junto a la fuente
Castalia. Damos a continuación el nombre de cada una y su
simbolismo:
Clío: la historia.
Euterpe: la música.

4
Talía: la comedia.
Melpómene: la tragedia.
Terpsícore: la danza.
Erato: la poesía lírica.
Polimnia: la oda.
Urania: las ciencias.
Calíope: la poesía épica.

EL ARGUMENTO

Paris, joven hermoso, hijo segundo de Príamo, rey de Troya, había


sido alojado en su palacio, con los agasajos propios de la más fina
hospitalidad, por Menelao, rey de Esparta.
Procediendo con una deslealtad indigna de un hombre de honor, y
mucho más de un príncipe, Paris rapta a Helena, esposa de Menelao,
llevándola consigo a Troya, su patria.
Helena pasa a ser esposa de Paris, según las costumbres paganas.
Menelao, burlado en su lealtad se enciende en cólera y jura vengarse
de Paris tomando por asalto y arrasando la ciudad de Troya, hasta dar
con el traidor y matarlo.
Troya es fuerte; está cercada por altos muros que la hacen
inexpugnable, y sus defensores son soldados valientes y aguerridos.
Nada de esto ignora Menelao, pero ha jurado la destrucción de la
ciudad y cumplirá su terrible amenaza. También él es jefe de
valerosos guerreros, y muchos príncipes de Grecia son sus aliados.
Requerida la ayuda de éstos por Menelao para la expedición a Troya,
todos acuden con sus huestes a ponerse a las órdenes de Agamenón,
rey de Micenas y hermano de Menelao, que comandará la expedición
como jefe supremo de los griegos.
Entre estos guerreros aliados figura Aquiles, rey de los mirmidones,
el más valiente y famoso de los guerreros de Grecia.
El sitio de Troya se prolonga diez años, con las alternativas de
algunos combates y escaramuzas.
La unión entre los jefes griegos no ha sido alterada por diferencia ni
rivalidad alguna, a pesar de que llevan ya nueve años de sitio. Un día,
de pronto, estalla una violenta disputa entre Aquiles y Agamenón. El
hermano de Menelao insulta brutalmente al guerrero aliado. Aquiles,
enfurecido, se dispone a vengar la afrenta matando al ofensor. Ya
empuña la espada y ciñe al cuerpo su escudo, cuando Minerva, diosa
de la sabiduría, que amaba a los dos rivales, se presenta ante Aquiles,
sin que los demás la vean, obligándole a desistir de su intento.

5
En las obras de Homero, lo mismo que en las de otros poetas de
aquellos tiempos, aparecen los dioses del Olimpo griego mezclándose
y participando en los negocios y contiendas de los hombres. Muchos
personajes de la tierra son hijos de dioses y diosas del Olimpo que no
desdeñan la unión con los mortales. De ahí que las pasiones y las
acciones de éstos sean, con frecuencia, ordenadas y dirigidas por los
dioses. Consecuencia de estas intromisiones de las deidades olímpicas
en las cosas de los hombres es el estado de efervescencia que reina en
el Olimpo, donde los dioses riñen y altercan entre sí, en franca y
violenta rivalidad.
Aconsejado por la diosa, Aquiles renuncia a la venganza, pero jura
que ni él ni sus huestes participarán en la guerra de allí en adelante.
Debilitado con esa actitud, el ejército griego sufre sucesivas derrotas.
Aquiles vengativo, asiste imperturbable al desastre de las tropas
griegas. Y así habría continuado hasta el fin de la contienda, si un
hecho doloroso no le hubiera obligado a modificar su actitud.
Patroclo, su gran amigo, su compañero de armas, es muerto por los
troyanos. Esta desgracia enciende el furor de Aquiles, y el héroe toma
las armas. Para vengar la muerte de su amigo, reta a singular combate
a Héctor, hijo de Príamo y matador de Patroclo, a quien quita la vida
arrastrando su cuerpo alrededor de los muros de Troya. Para rescatar
el cadáver de su hijo, Príamo, el anciano rey de los troyanos, debe
humillarse ante los griegos. Recuperado el cuerpo de Héctor, el
pueblo de Troya celebra en su honor magníficos funerales.
Tal es, a grandes rasgos, el argumento del poema.
Homero no ha seguido el orden del sucinto relato que acabamos de
hacer. La acción del poema comienza, como veremos, durante el
noveno año del sitio de Troya, y con la cólera de Aquiles, causa
principal de las desdichas que padecen los sitiadores, y que
suministran los elementos de la tragedia. Escena que parecería
secundaria en el curso del poema, el altercado entre Aquiles y el
Átrida 3Agamenón es, en realidad, el punto de partida, el preludio de
la epopeya, como el rapto de Helena y el sitio de Troya son sucesos
generadores, pero accesorios.
Homero, poeta épico — más bien que lírico o dramático, — ha sido,
pues, consecuente consigo mismo.

3
Atrida: Hijo de Atreo. La terminación «ida» significa «hijo de». De ahí que Pelida
quiera decir «hijo de Peleo»; Telamónida, «hijo de Telamón». Por esta misma causa a
los poetas, hijos de Apolo, se les llama Apólonidas.
6
I
EL CASTIGO DE APOLO
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera fatal que causó
infinitos males a los aqueos...
Así comienza Homero su inmortal poema, dirigiendo una ardiente
invocación a Calíope, musa de la poesía épica, para que encienda su
inspiración. Se muestra propicia la musa, y el rapsoda comienza, en
exámetros 4 griegos, el relato de la epopeya.
Acampados en la llanura que circunda los muros de la ciudad de
Troya, sufren los griegos las terribles consecuencias de la cólera que
sobre ellos ha descargado Apolo, hijo de Júpiter y Latona. Los dardos
del sol implacable, resecando los campos, han hecho que entre los
guerreros se desarrollen mortíferas pestes. ¿Qué ha sucedido para que
el airado flechero se ensañe así en las huestes que manda Agamenón,
rey de Micenas, y jefe del gran ejército de los aqueos unidos?
Veamos.
Días atrás, estos guerreros habían arrasado el templo de Apolo, del
que era guardián el sacerdote Crises. Al hacer el reparto del botín
conquistado, Agamenón tomó para sí, como esclava, a Criseida, hija
del sacerdote. Lleno de angustia, el anciano se encaminó a donde
estaban las naves aqueas, clamando:
—¡Átridas y demás aqueos! Poned en libertad a mi hija, recibid el
rescate que por ella os ofrezco, y Apolo os permitirá destruir la ciudad
de Príamo y regresar felizmente a vuestra patria.
Al oír el clamor, los aqueos todos pidieron a voces que se aceptara
el espléndido rescate y se devolviera su hija al sacerdote. Todos
ansiaban regresar a la patria después de un sitio tan largo. Pero
imponiéndoles silencio con gesto autoritario, Agamenón alzó la voz,
respondiendo altaneramente al sacerdote:
—¡Huye de mi presencia y que no vuelva a verte, anciano, delante
de los navíos, pues de nada te servirían el cetro y las ínfulas 5 del dios.
No soltaré a Criseida; antes bien, envejecerá en mi casa trabajando en
el telar. Vete, pues, y no me irrites, para que puedas hacerlo sano y
salvo.
Sin replicar palabra, el anciano se alejó por la orilla del mar,
temeroso de que Agamenón cumpliera su amenaza. Y mientras
caminaba, elevó el pensamiento a Apolo, rogando de esta suerte:
4
Exámetro: verso griego compuesto de seis sílabas.
5
Ínfulas: adorno a modo de venda que usaban los sacerdotes paganos.
7
—¡Óyeme tú que llevas arco de plata y proteges a Crisa e imperas
en Tenedos 6 poderosamente! ¡Oh, Apolo! Si alguna vez adorné tu
gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o
cabras, cúmpleme este voto: —¡Paguen los aqueos mis lágrimas con
tus flechas!
De este modo imploró el sacerdote. Oyóle Apolo, e irritado bajó del
Olimpo llevando su arco y su carcaj en los hombros. Sentóse lejos de
las naves y comenzó a lanzar sus saetas contra los hombres de
Agamenón. La mortandad fue grande y se vieron arder en torno de las
naves aqueas multitud de piras de cadáveres.

LA ASAMBLEA
Durante nueve días cayeron sobre el ejército las flechas del dios. Al
llegar el décimo día, Aquiles, rey de los mirmidones, inspirado por
Juno que amaba a los aqueos y apenada los veía morir, convocó a los
guerreros al ágora 7 y una vez reunidos, habló así:
—¡Átridas! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez
errantes, si escapamos de la muerte, pues si no, la guerra y la peste
unidas terminarán con los aqueos. Propongo que consultemos a un
adivino, sacerdote o intérprete de sueños, para que nos diga por qué
razón está irritado Apolo, y saber si por medio de algún voto o
hecatombe 8 y quemando en su obsequio grasa de cordero y cabras
escogidas, querrá librarnos de la peste.
Calcante el Testórida, el mejor de los augures, que había guiado las
naves aqueas hasta Troya, habló diciendo:
—¡Oh, Aquiles caro a Júpiter! Yo puedo explicarte la causa de la
cólera de Apolo, pero temo irritar a un varón que goza de gran poder
entre los aqueos. Hablaré, pero jura que estás pronto a defenderme de
palabra y de obra. Aquiles respondió:
—Habla sin temor, pues, ¡por Apolo!, que nadie pondrá en ti sus
manos mientras yo viva y vea la luz en la tierra, aunque hablares del
propio Agamenón, que se jacta de ser el más poderoso de todos los
aqueos.
Entonces, cobrando ánimo, el augur dijo así:
—El dios está quejoso a causa del ultraje que Agamenón ha inferido
al sacerdote, a quien no devolvió la hija ni aceptó el rescate. Por esto,
el que hiere de lejos no librará a los aqueos de la odiosa peste, hasta

6
Ténedos: Isla del mar Egeo, donde Apolo tema un gran templo.
7
Agora: Plaza pública y también la asamblea que en ella se celebra.
8
Hecatombe: sacrificio de bueyes u otros animales, que se ofrecía a los dioses.
8
que Criseida sea restituida a su padre, sin premio ni rescate, y
llevemos a Crisa una sagrada hecatombe.
—¡Adivino de males! — gritó al punto Agamenón, lleno de cólera.
— Jamás me has comunicado nada grato. Yo anhelaba tener en mi
casa a la joven Criseida. Pero aun así consiento en devolverla si esto
es lo mejor. Quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Mas
preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único
aqueo que sin ella se quede. Aquiles replicó:
—¡Átrida gloriosísimo! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los
aqueos? No sabemos que existan en parte alguna cosas de la
comunidad, pues el botín de las ciudades está repartido. Entrega ahora
esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si
Júpiter nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.
Agamenón le respondió con sorna:
—Aunque seas valiente, Aquiles, no ocultes así tu pensamiento,
pues no podrás engañarme. ¿Acaso quieres, para conservar tu
recompensa, que me quede sin la mía? Pues sabe que si los aqueos no
me dieren otra equivalente, me apoderaré de la tuya o de otra
cualquiera. Pero ya hablaremos de esto otro día. Mientras tanto,
echemos al mar un navío, reunamos los convenientes remeros,
embarquemos víctimas para una hecatombe, a la misma Criseida la de
hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Avante,
Idomeneo, Ulises, o tú, Pelida, el más portentoso de los hombres.
Lleno de cólera, Aquiles respondió:
—¡Ah, imprudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a
obedecerte ni un aqueo siquiera? No he venido a pelear obligado por
los belicosos troyanos, pues en nada me ofendieron, sino que te
seguimos a ti, grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de
los troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. Y aún me amenazas con
quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los
aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran
a saco una populosa ciudad de los troyanos, aunque mis manos
sostienen la parte más pesada de la impetuosa guerra. Pues ahora
mismo marcharé a mi patria; no quiero permanecer aquí sin honra
para proporcionarte ganancia y riqueza.
—¡Huye, pues, si eso quieres! — gritó iracundo Agamenón. — Me
eres más odioso que ningún otro de los reyes mis aliados, porque te
gustan las riñas y disputas. Vete, pues, pero oye esta amenaza: puesto
que Apolo me quita a Criseida, la mandaré a su país; pero iré yo
mismo a tu tienda y me llevaré a Briseida, tu esclava, para que sepas

9
bien cuánto más poderoso soy que tú, y que nadie se atreva a decir
que es mi igual, ni compararse conmigo.
Aquiles sintió que el corazón le golpeaba en el pecho. ¿Qué haría?
¿Desnudar su espada, abrirse paso y matar al Átrida, o dominar su ira
y reprimir su furor? Mientras así pensaba, su mano había
desenvainado a medias la tajante espada.
En ese instante bajó Minerva del cielo, mandada por Juno, que
amaba a los dos rivales por igual. De pie, detrás de Aquiles, le tiró de
la rubia cabellera. Nadie más la veía. Volvióse el héroe y reconoció a
Minerva, cuyos verdes ojos centelleaban de modo terrible.
—¡Oh, hija de Júpiter! — susurró Aquiles, — ¿por qué has venido
nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere el
Átrida Agamenón? Pues sabe que por su insolencia pronto perderá la
vida.
Y respondió Minerva, la de los ojos verdes:
—Vengo del cielo a apaciguar tu cólera, pues me envía Juno, la
diosa de los blancos brazos que os quiere a los dos. No desenvaines la
espada, e injúriale de palabra cuanto quieras. Lo que voy a decir se
cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un día espléndidos presentes.
—Preciso es, oh diosa — respondió Aquiles, — hacer lo que le
mandas, aunque el corazón esté irritado. Es fuerza obedecer a los
dioses.
Así dijo, y volvió a su vaina la enorme espada de puño de plata. La
diosa regresó al Olimpo, al palacio en que Júpiter mora entre las
demás deidades.
Al quedar solo, Aquiles increpó de nuevo a Agamenón, diciéndole:
—¡Ebrio, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo!... — Le
apostrofó llamándole cobarde, y terminó con este juramento: —
Algún día los aqueos 9 todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque
te aflijas no podrás socorrerles cuando muchos de ellos sucumban
junto a las naves a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces
desgarrarás tu corazón y clamarás a los dioses, pesaroso por no haber
cabido honrar al mejor de los aqueos.

9
Aqueo:  uno de los nombres colectivos utilizados para el conjunto de los griegos
(598 veces en la Ilíada). Los otros términos son los dánaos (138 veces en la Ilíada)
y argivos (29 veces en la Ilíada).
10
II
LA OFENSA DE AGAMENON
Llegado que hubo a sus naves el Átrida, ordenó que una muy velera
fuese echada al mar, escogió veinte remeros, cargó las víctimas de la
hecatombe para el dios, y conduciendo de la mano a Criseida la
embarcó también. Luego designó al rey de Itaca, el prudente Ulises,
capitán de la nave. También dispuso Agamenón que junto a la orilla
del mar se hicieran hecatombes de toros y cabras en honor de Apolo.
El vapor de la grasa, mezclado al humo de las fogatas, llegaba al
Olimpo. Luego llamó a sus dos heraldos, Taltibio y Euríbates, y les
dijo:
—Id a la tienda del Pelida Aquiles, y tomando de la mano a
Briseida, la de hermosas mejillas, traedla; y si os la negara, iré yo
mismo a buscarla con tropas y más caro ha de costarle.
Fuéronse los heraldos. Cerca de su tienda, hallaron sentado al rey de
los mirmidones. Al divisarlo se detuvieron confusos, sin hablar.
Aquiles comprendió todo y les dijo:
—Salud, heraldos. Acercaos, pues para mí no sois culpables
vosotros, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Ea,
Patroclo!, saca a la joven y entrégasela para que la lleven. Y sed
vosotros testigos ante los dioses y los hombres, por si alguna vez ese
rey cruel me pidiera en vano que salve a los aqueos.
Obedeciendo a su amigo, Patroclo sacó de la tienda a Briseida y la
entregó a los heraldos, que partieron con ella, no sin que la joven
mostrara la contrariedad con que los seguía.
Aquiles se alejó de sus compañeros, y sentándose a orillas del mar,
con los ojos fijos en las verdes aguas y extendidos los brazos, rompió
a llorar, implorando:
—¡Madre!, puesto que me diste una vida que ha de ser corta, el
altísimo Júpiter debía honrarme, pero no lo hace. El poderoso Átrida
Agamenón acaba de ultrajarme robándome mi recompensa.
Oyóle la venerada madre desde el fondo del mar, donde se hallaba
junto al padre anciano 10, y apareciendo fuera de las aguas, como una
niebla, sentóse junto al hijo, le acarició las manos, y habló así:
—¡Hijo! ¿Por qué lloras? Habla; no lo ocultes en tu alma y lo
sabremos los dos. Exhalando profundos suspiros, Aquiles respondió:
—Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Tebas, la
ciudad sagrada; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo
10
Nereo.
11
distribuyeron equitativamente los aqueos, separando para Agamenón
a Criseida, la de hermosas mejillas. Crises, sacerdote de Apolo,
deseando recuperar a su hija, se presentó en las naves con un inmenso
rescate, y suplicó a los aqueos. Estos aprobaron a voces que se
respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate; mas el
Átrida Agamenón le despidió con altaneras voces. Se fue el anciano
irritado, y Apolo, accediendo a sus ruegos, despidió funestas saetas.
Morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios
seguían volando por el vasto campamento de los aqueos. Un adivino,
bien enterado, nos explicó el vaticinio del que hiere de lejos, y yo fui
el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Átrida se encendió
en ira y me lanzó una amenaza que ya se ha cumplido. Ya Criseida va
hacia su patria en una velera nave con presentes para el dios. Pero a
Briseida, que los aqueos me dieron, unos heraldos acaban de sacarla
de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu hijo; ve al Olimpo y ruega a
Júpiter que te ama, siéntate a su lado y abraza sus rodillas. Quizá
decida ayudar a los troyanos y acorralar a los aqueos, para que
comprenda el poderoso Agamenón la falta que cometió al no honrar al
mejor de ellos. Derramando lágrimas Tetis le contestó:
—¡Ay, hijo mío! ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena ya
que tu vida ha de ser corta! Poco vivirás y eres, justamente, el más
infortunado de todos. Iré, sí, al nevado Olimpo, y hablaré a Júpiter el
que lanza rayos, y espero que conseguiré persuadirle.
Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles irritado a causa de la
bella joven que le había arrebatado el poderoso Átrida.

12
III
DEVOLUCION DE CRISEIDA
Entretanto, Ulises llegaba a Crisa conduciendo a la hija del
sacerdote. Al entrar al puerto amainaron las velas, abatieron
rápidamente por medio de cuerdas el mástil hasta la crujía y llevaron
la nave al fondeadero por medio de los remos. Echaron anclas, ataron
las amarras y saltaron a tierra llevando consigo a Criseida y a las
víctimas de la hecatombe. Ulises condujo hasta el altar a la joven, y
poniéndola en manos de su padre, dijo:
—¡Oh, Crises!, el rey de los hombres, Agamenón, me envía a traerte
tu hija y ofrecer una sagrada hecatombe al dios Apolo, que tan
deplorables males ha causado a los aqueos.
Habiendo dicho eso, puso en sus manos a la hija, que Crises recibió
con alegría. Ordenaron la hecatombe en torno al altar, lavándose las
manos y tomaron la mola 11. Y Crises oró con las manos en alto,
diciendo:
—¡Oyeme tú, que llevas arco de plata, proteges a Crisa e imperas en
Ténedos poderosamente! Me escuchaste cuando te supliqué, y para
honrarme oprimiste duramente al ejército aqueo. Pues ahora
cúmpleme este voto: ¡aleja ya de los aqueos la abominable peste!
Así dijo rogando y Apolo le oyó. Hecha la rogativa y esparcida la
mola, tomaron las víctimas por la cabeza que echaron hacia atrás; las
degollaron y desollaron; en seguida cortaron los muslos, y después de
pringarlos con gordura por uno y otro lado y de cubrirlos con trozos
de carne, el anciano los puso sobre leña encendida y los roció con
vino tinto. Cerca de él unos jóvenes tenían en las manos unos asadores
de cinco puntas. Quemados los muslos probaron las entrañas, y,
dividiendo lo restante en pedazos pequeños, lo travesaron con
pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada
la faena y dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de la
porción debida.
Durante todo el día los aqueos aplacaron con cánticos a Apolo, que
les oía con el corazón complacido. Luego durmieron cerca de la nave.
Mas así que apareció la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos,
hiciéronse a la mar. Apolo les envió próspero viento. Izaron el mástil,
desplegaron las velas, y las purpúreas olas resonaron en torno de la
quilla. Una vez llegados al vasto campamento, sacaron la nave a tierra
11
Harina de cebada tostada y mezclada con sal, que era echada en la hoguera donde
se quemaba la res y en la frente de ésta.
13
firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola con grandes
maderos. Y luego se dispersaron por la tienda y los bajeles.
Mientras tanto, Aquiles seguía irritado en su nave, sin frecuentar el
ágora donde cobran fama los varones, ni cooperar en la guerra,
aunque echaba de menos la bulla y el combate.

14
IV
EL SUEÑO DE AGAMENON
Cuando después de ese día apareció la duodécima aurora, y los
sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Júpiter a la cabeza, Tetis
acudió a postrarse a sus pies y le dijo:
—¡Padre Júpiter!, si alguna vez te fui útil entre los inmortales con
palabras u obras, cúmpleme este voto: honra a mi hijo, el héroe de
más breve vida, pues el rey de los hombres, Agamenón, le ha
ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale
tú, próvido Júpiter Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos,
hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de
honores.
El Crónida 12 bajó las cejas en señal de asentimiento...
Esa noche Júpiter mandó a Agamenón un pernicioso sueño que,
acercándose a la cama en que el Átrida dormía, púsose sobre su
cabeza, y tomó la figura de Néstor, hijo de Neleo, que era el anciano a
quien aquél más honraba. Así transfigurado, dijo el Sueño:
—¿Duermes, hijo del belicoso Atreo? Atiéndeme en seguida pues
vengo como mensajero de Júpiter, el cual, aun estando lejos, se
interesa por ti y te compadece. Te ordena armar a los aqueos y sacar
toda la hueste. Ahora podrías tomar a Troya, la ciudad murada, pues
una serie de infortunios amenaza a los troyanos por voluntad de
Júpiter. Graba mis palabras en tu memoria para que no las olvides
cuando el dulce sueño te desampare.
Al despertar, Agamenón seguía revolviendo en su ánimo lo que no
debía cumplirse. Figurábase que iba a tomar la ciudad ese mismo día.
¡Insensato! Ignoraba lo que tramaba Júpiter, quien habría de causar
nuevos males a troyanos y aqueos por medio de terribles luchas.
Vistióse y ordenó a los heraldos que convocaran a los aqueos al ágora.
Pero antes, celebró un consejo de próceres junto a la nave de Néstor.
Contóles su sueño y les dijo:
—Cumpliré la voluntad de Júpiter, pero antes, para probar a los
aqueos, les aconsejaré que huyan en las naves. Si lo hacen, vosotros
procurad detenerlos.
Aprobado el plan por los próceres, acudieron al ágora. Acallados los
vítores que saludaron su presencia, Agamenón les habló así:
—¡Oh, amigos, héroes aqueos, ministros de Marte! En grave
infortunio me ha sumido Júpiter: me prometió que no me iría sin
12
Hijo de Cronos (Saturno).
15
destruir la bien murada Troya, pero todo ha sido funesto engaño.
Ahora me ordena regresar a Micenas, sin gloria, después de haber
perdido tantos hombres. Nueve años han transcurrido ya; los maderos
de las naves se han podrido y las cuerdas están deshechas; nuestras
esposas e hijitos nos aguardan en los palacios y aún no hemos dado
cima a la empresa para la cual vinimos. Ea, huyamos todos en las
naves a nuestra patria, pues ya no tomaremos Troya.
Agítase el ágora como las olas del mar y los aqueos corren hacia los
bajeles, quitan los soportes, y el vocerío de los que se disponen a huir
llega hasta el cielo. Juno, dirigiéndose a Minerva, hablóle así:
—¡Oh, dioses! ¿Huirán los aqueos a sus casas dejando como trofeo
a Príamo y a los troyanos la aquea Helena, por la cual tantos aqueos
perecieron en Troya? Ve en seguida al ejército, detén a cada guerrero
y no permitas que echen al mar los bajeles.
Minerva, la diosa de ojos verdes bajó en raudo vuelo de las cumbres
del Olimpo, y habló a Ulises, igual a Júpiter en prudencia, diciéndole:
—¡Ulises, fecundo en ardides! ¿De modo que huiréis a la patria
dejando como trofeo a Príamo y a los troyanos a la aquea Helena? Ve
en seguida al ejército y no permitas que los guerreros echen al mar los
bajeles.
Ulises reconoció la voz de la diosa, tiró su manto, corrió hacia el
Átrida Agamenón, a quien pidió su cetro, y con él en la mano increpó
a los aqueos. Y éstos fueron regresando de las naves y las tiendas al
ágora. Cuando todos se hubieron reunido, Ulises habló así:
—¡Átrida! Los aqueos, oh rey, quieren cubrirte de baldón ante los
mortales si no cumplen lo que te prometieron al venir a Troya. Y
vosotros, aqueos, ¿habéis olvidado la predicción de Calcante, el
augur? Vosotros sois testigos de lo que ocurrió cuando se reunieron
las naves aqueas. En sacros altares inmolábamos hecatombes
perfectas a los inmortales. Allí se ofreció un gran portento. Un
horrible dragón saltó de pronto del altar a un plátano. En la rama
cimera de éste se hallaban los pollitos recién nacidos de un ave, que
medrosos se acurrucaron bajo las hojas. Eran ocho y con la madre,
nueve. El dragón devoró a los pollitos que piaban lastimeramente; la
madre revoloteaba en torno de sus hijos quejándose, y aquél la tomó
de un ala y la devoró también, pero quedó al instante transfigurado en
piedra. Y en seguida, Calcante, vaticinando, dijo: «El próvido Júpiter
es quien nos muestra ese prodigio grande, tardío, de lejano
cumplimiento, pero cuya gloria jamás perecerá. Como el dragón
devoró a los polluelos del ave y al ave misma, los cuales eran ocho y
con la madre, nueve, así nosotros combatiremos allí igual número de

16
años, y al décimo tomaremos la ciudad de las anchas calles». Tal fue
lo que dijo, y todo se va cumpliendo. Ea, aqueos, quedémonos hasta
que tomemos la ciudad de Príamo.
Con gritos que hacían retumbar las naves, aplaudieron los aqueos el
discurso de Ulises. Puesto de pie, dijo entonces Agamenón:
—Si Júpiter el Crónida no nos enredara en inútiles disputas y riñas,
la ciudad de Troya sería pronto tomada y destruida por los aqueos.
Aquiles y yo hemos disputado por una joven y fui el primero en
irritarme. Si ambos procediéramos de acuerdo, no se diferiría ni un
solo momento la ruina de los troyanos. Ahora id a comer para que
luego trabemos el combate. Cada uno afile la lanza, prepare el escudo,
dé pasto a los corceles e inspeccione el carro, apercibiéndose para la
lucha, pues durante todo el día los pondrá a prueba el horrendo Marte.
Y el que se quede en las naves, lejos de la batalla, no se librará de los
perros y las aves de rapiña.
Con gran clamor se levantaron los aqueos, corriendo a preparar sus
armas. El Átrida llamó a su tienda a los principales caudillos, y puesto
en medio de ellos oró de esta manera: —¡Júpiter gloriosísimo! No se
ponga el sol ni llegue la noche sin que yo destruya el palacio de
Príamo entregándolo a las llamas.
Hecho luego el pregón por los heraldos, Agamenón salió al campo a
revistar las tropas.
Como enjambres copiosos de moscas que en la primavera vuelan
por el establo del pastor, cuando la leche llena los tarros, en igual
número reuniéronse en la llanura los aqueos, deseosos de acabar con
los troyanos.

17
V
COMBATE SINGULAR
Puestos en orden de batalla están ya millares de guerreros aqueos,
con sus respectivos jefes a la cabeza. Solamente los de Aquiles, que
permanece encerrado en su tienda, vagan por el campamento, sin
aprestarse para la lucha.
Piafan los ágiles caballos atados a los carros de guerra. Y de pronto,
las tropas aqueas se ponen en marcha. Como gime la tierra cuando
Júpiter, que se complace en lanzar rayos, la azota, así gime debajo de
los que atraviesan con ligero paso la llanura.
Dio la noticia a los troyanos Iris, la de los pies ligeros como el
viento, a quien Júpiter había enviado como mensajera.
Reunidos en el pórtico del palacio de Príamo, los troyanos
deliberaban. Iris se les presentó tomando la figura de Polites, hijo de
Príamo, que se hallaba en el atalaya del palacio observando a los
aqueos. Transfigurada así, habló Iris diciendo:
—¡Oh anciano! Deja ya los discursos y apréstate para la guerra que
va a comenzar. Muchas batallas he presenciado, pero nunca vi un
ejército tan grande como el que avanza por la llanura hacia tu ciudad,
formado por tantos hombres cuales son las hojas o las arenas. Tú,
Héctor, dispón que los hombres de distintos pueblos que hay en la
ciudad de Troya sean mandados por sus respectivos príncipes y
puestos rápidamente en orden de batalla.
Héctor, conociendo la voz de la diosa, disolvió el ágora.
Apresurándose todos a tomar las armas, y abriéndose todas las puertas
salió el ejército de infantes y de los que combatían en carros. En la
colina que se levanta frente a la ciudad, se pusieron los troyanos en
orden de batalla, bajo el mando de Héctor. Multitud de príncipes de
otras ciudades vecinas se agruparon junto a él mandando a sus
respectivos guerreros.
Puestos en orden de batalla, aqueos y troyanos avanzan rápidamente
unos contra los otros envueltos en densa polvareda. Cerca ya un
ejército del otro, apareció en la primera fila de los troyanos Paris,
semejante a un dios, con una piel de leopardo sobre los hombros, arco
y espada, y blandiendo dos lanzas de broncínea punta, con las que
desafiaba a los más valientes aqueos a que con él sostuvieran terrible
combate.
Menelao le vio avanzar con arrogante paso al frente de la tropa, y
como león hambriento que ve acercarse un ciervo o una cabra montés,

18
se alegró pensando que podría castigar al culpable, y al momento saltó
del carro al suelo sin soltar las armas. Pero el hermoso Paris, apenas
distinguió a Menelao, sintió encogerse su corazón y retrocedió hasta
el grupo de sus amigos confundiéndose con ellos. Advirtiólo Héctor, y
le reprendió con injuriosas palabras.
—¡Miserable Paris, raptor de mujeres! — le gritó. — Mira cómo se
ríen de ti los aqueos que te creyeron un bravo campeón por tu gallarda
figura, cuando no hay en ti ni fuerza ni valor. ¿Y siendo así cobarde te
has atrevido a robar a la esposa y cuñada de hombres belicosos,
trayendo mil desgracias a tu padre y a su pueblo? ¿Por qué no esperas
a Menelao? Si lo hicieras no te valdrían tu cítara y tu hermosura
cuando rodaras por el polvo.
Avergonzado, respondió Paris:
—Héctor, con motivo me increpas, pero no más de lo justo. Eres
intrépido, y por eso tu corazón es inflexible como el hacha que hiende
los leños. No me eches en cara los amables dones que Venus me ha
dado, pues no son despreciables los dones que a los dioses debemos.
Si quieres que luche, detén a los aqueos y los troyanos, y déjennos en
medio a Menelao y a mí para que luchemos por Helena y sus riquezas.
El que venza, quedará con ellas. Y después de jurar vosotros paz y
amistad, que se retiren ellos a su patria.
Lleno de alegría, corriendo al centro de ambos ejércitos, con la
lanza tomada por el medio, Héctor detuvo a las huestes troyanas. Los
aqueos comenzaron a arrojarle flechas, dardos y piedras, pero
Agamenón les gritó con voz recia:
—¡Deteneos, no tiréis, pues parece que Héctor quiere hablarnos!
Conseguida la calma, Héctor habló así:
—Escuchad, aqueos y troyanos el ofrecimiento de Paris, culpable de
la contienda: propone que dejemos las armas en el suelo, y que él y
Menelao peleen por Helena y sus riquezas. El que venza, será dueño
de ellas, y los demás juremos paz y amistad.
Al oír las palabras de Héctor, Menelao habló de este modo:
—Tengo el corazón traspasado de dolor y creo que ya aqueos y
troyanos debéis terminar esta contienda que Paris originó. Traed un
cordero blanco y una cordera negra para la tierra y el sol. Nosotros
traeremos otro para Júpiter. Traed también a Príamo para que
sancione los juramentos, pues sus hijos son soberbios y fementidos. El
viejo, cuando interviene en algo, tiene en cuenta lo pasado y lo futuro
a fin de que se haga lo más conveniente para ambas partes.
Gran alegría se apoderó de aqueos y troyanos con la esperanza de
que iba a terminar la guerra. Bajaron de los carros, dejaron las armas

19
en el suelo, y se pusieron muy cerca los unos de los otros. Héctor
mandó un heraldo en busca de Príamo y de las víctimas para el
sacrificio. Agamenón, por su parte, mandó en procura de un cordero.
La mensajera Iris se dirigió hacia el lugar en que se hallaba Helena
tejiendo una tela, y tomándola de una mano la condujo a la muralla,
frente a los ejércitos, donde Príamo se encontraba ya. Al divisarlos, un
heraldo se acercó al anciano con una reluciente crátera llena de vino, y
copas de oro, y luego de invitarlo le dijo:
—¡Levántate, Laomedontíada! Los próceres de los troyanos y los
aqueos, te piden que bajes a la llanura y sanciones los fieles
juramentos, pues Paris y Menelao combatirán por la esposa. Mujer y
riquezas serán del que venza, y después de pactar amistad nosotros
seguiremos habitando la fértil Troya y ellos regresarán a sus
respectivas patrias.
Estremecióse el anciano y ordenó que engancharan los caballos;
subió al carro, tomó las riendas, y con Antenor a su lado guiaron los
corceles hacia la llanura. Al verle llegar levantóse Agamenón, ordenó
el sacrificio de los corderos, llenaron las tazas con el vino de las
cráteras, y, derramándolo, oraron a los dioses. Agamenón dijo así:
—¡Padre Júpiter gloriosísimo! ¡Sol que todo lo ves y todo lo oyes!
¡Ríos! ¡Tierra! Sed todos testigos y guardad los fieles juramentos. Si
Paris mata a Menelao, suya será Helena con todas sus riquezas y
nosotros volveremos a las naves; mas si el rubio Menelao mata a
Paris, devuélvannos los troyanos a Helena y sus riquezas, y paguen a
los aqueos la indemnización que sea justa para que llegue a
conocimiento de los hombres venideros. Si vencido Paris, Príamo y
sus hijos se negaren a pagar la indemnización, me quedaré en este
suelo y la guerra continuará.
Ratificados por el anciano rey los juramentos, se retiró a Troya para
no presenciar el combate de su hijo.
Héctor y Ulises midieron el campo, echando luego las suertes en un
casco de bronce para decidir quién sería el primero en arrojar la lanza.
Resultó favorecido Paris. Armáronse los dos paladines con espada,
lanza y escudo, y avanzaron hacia el espacio libre entre los dos
ejércitos, mirándose de modo terrible y blandiendo las lanzas. Paris
fue el primero en arrojar la suya, que cruzó el aire dando un bote en el
escudo liso del Átrida sin alcanzar a romperlo. Menelao,
disponiéndose a arrojar la suya, oró de esta manera:
—¡Soberano Júpiter! Permíteme castigar al divino Paris que me
ofendió primero, y hazle sucumbir a mis manos, para que los hombres

20
venideros teman ultrajar a quien le hospedare y le ofreciere su
amistad.
Así dijo, y arrojando su lanza acertó a dar en el escudo de Paris. La
lanza atravesó el escudo, se clavó en la coraza y rasgó la túnica sobre
el vientre. Se inclinó rápidamente el troyano y evitó con ello la segura
muerte. Desenvainó entonces Menelao su espada golpeando a su
enemigo en la cimera del casco, pero la hoja se le cayó de la mano
rota en varios pedazos. Enfurecido, se arrojó entonces sobre Paris
tomándole del casco, arrastrándole hacia las filas de los aqueos, medio
ahogado por la correa que le pasaba por debajo de la barba y le
oprimía el cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo con ello
inmensa gloria, si no lo hubiese advertido Venus, la diosa, que rompió
la correa, dejando a Menelao con el casco en la mano. Volvió el
Átrida a la carga, pero Venus, tomando forma de una espesa niebla
rodeó a Paris, permitiéndole retirarse hacia el palacio sin ser visto. Y
mientras el troyano iba en busca de Helena, Menelao se revolvía entre
la muchedumbre, como una fiera, buscando a su adversario sin
hallarlo y sin que nadie pudiera entregárselo, lo que habría sucedido,
pues el hermoso Paris, por su cobardía, se había hecho odioso a
aqueos y troyanos. Agamenón habló así:
—¡Oíd, troyanos, y vosotros también, aqueos y aliados nuestros! Es
evidente que la victoria quedó por Menelao. Entregadnos la aquea
Helena con sus riquezas y pagadnos la indemnización, la que sea
justa.

21
VI
LA TRAICION
Sentados en el áureo solar, junto a Júpiter, los dioses celebraban
consejo. Mientras Hebe escanciaba néctar en las copas de oro, ellos
contemplaban la ciudad de Troya. De pronto el Crónida intentó
zaherir a Juno con mordaces palabras:
—Dos son las diosas que protegen a Menelao — dijo: — Juno y
Minerva. Pero sentadas a distancia se conforman con mirarlo,
mientras Venus acompaña a su enemigo y le libra de las parcas 13, y
ahora le acaba de salvar cuando él mismo pensaba perecer. Mas como
la victoria fue para Menelao, deliberemos sobre las futuras
consecuencias. ¿Conviene promover el funesto combate o reconciliar
los pueblos? Si todos estáis de acuerdo, la ciudad de Príamo
continuaría poblada, y Menelao se llevaría a la aquea Helena.
Minerva y Juno, que tenían pensado hacer daño a los troyanos, se
mordieron los labios. Aunque airada contra su padre, la primera
guardó silencio. Juno, con la ira en el pecho, gritó:
—¡Crudelísimo Crónida! ¿Quieres que sea vano mi trabajo y el
sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron cuando reuní el ejército
contra Príamo y sus hijos.
—¡Desdichada! — replicó Júpiter. — ¿Qué graves ofensas te han
inferido Príamo y sus hijos para que constantemente quieras destruir
la bien edificada ciudad de Troya? Bien, haz lo que te plazca; no sea
que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Pero
cuando yo tenga vehementes deseos de destruir alguna ciudad donde
vivan amigos tuyos, no procures apaciguar mi cólera. De todas las
ciudades, Troya era la preferida de mi corazón. Mi altar jamás careció
en ella del alimento debido: libaciones y vapor de grasa quemada, que
tales son los honores que se nos deben.
—Tres son las ciudades que más quiero — respondió Juno: —
Argos, Esparta y Micenas. Destrúyelas cuando las aborrezca tu
corazón, que no las defenderé. Pero es preciso que mi trabajo se
respete, pues también soy una deidad. Manda presto a Minerva que
vaya al campo de la terrible batalla y procure que los troyanos
empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
A una orden de Júpiter, Minerva, que no deseaba otra cosa, bajó del
Olimpo en raudo vuelo y cayó en medio del campo, transformada en
13
Parcas. Las tres deidades hermanas: Cloto, Láquesis y Atropos. La primera
hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida de los hombres.
22
guerrero troyano y buscó entre las filas de éstos al valiente Pándaro.
Hallóle al fin y le dijo:
—¿Querrás obedecerme, hijo valeroso de Licaón? ¿Te atreverías a
disparar una flecha contra Menelao? Alcanzarías gloria entre los
troyanos y te lo agradecerían todos, particularmente el príncipe Paris,
que te haría espléndidos presentes. Ea, tira una flecha a Menelao, y
vota sacrificar a Apolo una hecatombe perfecta de corderos cuando
vuelvas a tu patria.
Se dejó persuadir el insensato, y tomando el arco adaptó a la cuerda
una saeta. Rechinó el gran arco circular, crujió la cuerda, y la
puntiaguda flecha partió rauda volando sobre la multitud.
No se olvidaron de Menelao los dioses, especialmente Marte, que
impera en las batallas: poniéndose delante, desvió la flecha, y la
dirigió hacia el lugar donde la coraza era doble y los anillos de oro
sujetaban el cinturón. Pudo sin embargo la aguzada punta perforar
ambas cosas, alcanzando a rasguñar la piel, de la que brotó la sangre,
corriendo por los muslos hacia los tobillos.
—¡Hermano querido! — exclamó entre hondos suspiros Agamenón,
al ver a Menelao herido. — ¡Es así como han cumplido su juramento
los troyanos: pisoteándolo! Pero no serán inútiles el pacto, la sangre
de los corderos, las libaciones de vino y el apretón de manos en que
confiábamos. Ya pagarán cuanto hicieron, con sus propias cabezas. —
Luego, dirigiéndose a un heraldo prosiguió: — ¡Taltibio!, ve a llamar
a Macaón el médico, para que vea a Menelao, a quien ha herido un
hábil arquero troyano. Gloria para él y llanto para nosotros.
Acudió Macaón y arrancando la flecha de la herida, colocó en ella
drogas calmantes.
Mientras se ocupaban en curar a Menelao, vieron venir hacia ellos
las huestes de los troyanos, y sólo pensaron en el combate.
Agamenón, bajando de su carro, comenzó a recorrer las filas de los
aqueos, arengándolos con potentes e iracundas voces.
—¡Aqueos! — gritaba. — ¡No desmaye vuestro valor, pues el padre
Júpiter no protegerá a los pérfidos, y sus carnes serán pasto de los
buitres!
A sus voces, se enardecían los aqueos. Cada jefe ordenó la
formación de sus tropas, arengándolas. Como las olas impelidas por el
céfiro, que primero se yerguen en el mar, braman, y después, al
romperse en la playa y en los promontorios suben combándose en lo
alto y escupen espuma, así las falanges de los aqueos marchaban al
combate. También los troyanos avanzaban, elevándose de sus filas
confuso vocerío. A los unos incitaba Marte; a los otros Minerva, y a

23
entrambos el Terror y la Discordia, hermanas de Marte, que al
principio aparece pequeña, y luego toca con la cabeza el cielo
mientras anda sobre la tierra.
Cuando los ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los
escudos y las lanzas. Allí se oían simultáneamente los lamentos de los
moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores. La tierra
manaba sangre. Como los torrentes nacidos en grandes manantiales se
despeñan por los montes, reúnen las espumosas aguas en hondo
barranco abierto en el valle y producen un estruendo que oye desde
lejos el pastor en la montaña, así eran la gritería y el ardor de los
guerreros.
Grande era la matanza; ante el empuje de los troyanos, los aqueos
retrocedieron. Ulises, irritado, atravesó las primeras filas cubierto de
reluciente bronce, lanzándose al ataque. Al verle, los aqueos le
imitaron con redoblado furor, haciendo retroceder al enemigo. Mas
Apolo, que desde la muralla contemplaba el combate, se indignó, y
con recios gritos apostrofó a los troyanos:
—¡Acometed, troyanos; no cedáis la batalla a los aqueos, pues sus
cuerpos no son de piedra ni de hierro para que puedan resistir si los
herís, ni está en el combate el valiente Aquiles que se quedó en las
naves rumiando la dolorosa cólera!
Con redoblada furia se lanzaron los troyanos al combate. Millares
de saetas cruzaban el aire; con terrible fragor chocaban las lanzas en
los escudos y las armaduras...
Y quien, sin haber sido herido, recorriera el campo llevado de la
mano y protegido por Minerva, no habría echado baldón sobre los
hechos de armas, pues aquel día gran número de aqueos y troyanos
yacían, unos junto a otros, de cara sobre el polvo.

24
VII
DIOSES Y HOMBRES
La batalla sigue sin desmayar.
¿Quién es ese guerrero que anda furioso por la llanura cual hinchado
torrente que derriba los diques, provocando tumulto en las filas
troyanas, que con ser tan numerosas no se atreven a resistirle? Es
Diomedes, hijo de Tideo, rey de Argos, que ha llegado a Troya con
ochenta navíos, y mandando tropas de nueve estados griegos. Al ver
la furia con que Diomedes corría por la llanura desordenando las
falanges troyanas, Pándaro, auxiliar de Príamo, tendió el arco y le
arrojó una saeta que le hirió en el hombro derecho, por el hueco de la
coraza. Entonces Pándaro gritó:
—¡Arremeted, troyanos! Herido está el más fuerte de los aqueos, y
no creo que pueda resistir la flecha, si fue Apolo, hijo de Júpiter,
quien me movió a venir aquí desde la Licia. Pero Diomedes,
retrocediendo hasta su carro, se hizo arrancar la flecha por un guerrero
aqueo. La sangre chocaba, al salir a borbotones, contra las mallas de
la túnica. Entonces Diomedes hizo esta plegaria:
—¡Óyeme, hija de Júpiter que lleva la égida! Si alguna vez
amparaste a mi padre en la cruel guerra, seme ahora propicia, ¡oh,
Minerva! y haz que se ponga a tiro de lanza y reciba la muerte de mi
mano quien se jacta de que pronto dejaré de ver la luz del sol.
Minerva le oyó; dio agilidad a sus miembros, y poniéndose a su
lado, dijo:
—Cobra ánimo, Diomedes, y pelea a los troyanos, pues ya infundí a
tu pecho el intrépido valor que acostumbraba tener tu padre Tideo, y
aparté la niebla que cubría tus ojos, para que en la batalla conozcas
bien a los dioses y los hombres. Si alguno de aquellos viene a tentarte,
no quieras combatir con los inmortales; pero si se presentara en la lid
Venus, hija de Júpiter, hiérela con el agudo bronce.
Dicho esto se alejó. Diomedes volvió a mezclarse con los
combatientes delanteros. Y si antes ardía en deseos de pelear con los
troyanos, entonces sintió que se le triplicaba el brío. Uno tras otro,
cuatro jefes troyanos cayeron bajo la punta de su lanza y el filo de su
espada. Eneas advirtió que Diomedes destruía las hileras de los
troyanos y fue en busca de Pándaro.
—¡Pándaro! — le dijo. — ¿Dónde guardas el arco y las voladoras
flechas? ¿Qué es de tu fama? Ea, levanta las manos a Júpiter y dispara

25
una flecha contra ese hombre que triunfa y causa males sin cuento a
los troyanos.
—Eneas, consejero de los troyanos — repuso Pándaro; — paréceme
que ese guerrero es Diomedes; conozco su escudo, su casco de alta
cimera y agujero a guisa de ojos, pero no puedo asegurar si no es un
dios. Si ese guerrero es en realidad el hijo de Tideo, no se mueve con
tal furia sin que alguno de los inmortales le acompañe y desvíe las
veloces flechas que hacia él vuelan. Contra dos próceres he disparado
mi arco: Diomedes y Menelao. A entrambos les causé heridas de las
que manaba verdadera sangre, y sólo conseguí excitarlos más.
A instancias de Eneas, Pándaro subió a su carro tirado por ágiles
corceles, y corrieron hacia donde se hallaba Diomedes, dispuesto a
combatir con él.
—¡Corazón fuerte, hombre belicoso! — gritó Pándaro cuando
llegaron cerca del guerrero; — ya que mi flecha no pudo derribarte,
voy a probar si te hiero con la lanza.
Dijo, y dio un fuerte bote en el escudo del Tidida. La broncínea
punta atravesó la rodela y llegó junto a la coraza. Sin turbarse,
Diomedes arrojóle su lanza que, dirigida por Minerva, hirió a Pándaro
en la cara dejándole sin vida. Saltó Eneas del carro con su escudo y su
larga pica dispuesto a defender el cadáver de su amigo. Pero
Diomedes, tomando una piedra que dos hombres no hubieran podido
levantar, le hirió con ella en la cadera. El héroe cayó de rodillas y la
noche oscura cubrió sus ojos. Y allí hubiese muerto el rey de hombres
Eneas, si al punto no lo hubiese advertido su madre Venus, hija de
Júpiter. La diosa tendió sus blancos brazos al hijo amado y le cubrió
con un doblez de su refulgente manto. Huía la diosa conduciendo al
hijo, mas Diomedes, siguiendo el consejo de Minerva, comenzó a
perseguirla entre la multitud. Al alcanzarla, calando la afilada pica
rasguñó la tierna mano de la diosa; la punta atravesó el peplo, obra de
las mismas gracias, y rompió la piel de la palma. Brotó la sangre
divina, el icor — que tal es lo que fluye de las venas de los
bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben el negro vino, y
por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando
una gran voz dejó caer al hijo, que Apolo recibió en sus brazos y
envolvió en espesa nube. Diomedes gritó a Venus:
—¡Hija de Júpiter, retírate del combate! Creo que si intervienes en
la batalla te dará horror, aunque te encuentres a distancia de donde la
haya.
Venus retrocedió turbada y afligida. Iris, asiéndola de la mano la
sacó del tumulto cuando ya el dolor la abrumaba y el hermoso cutis se

26
ennegrecía. Y como encontrara al furibundo Marte en su carro junto a
la batalla, se hincó de rodillas suplicándole:
—¡Querido hermano! Compadécete de mí y dame los caballos para
que pueda volver al Olimpo. Me duele mucho la herida que me infirió
un hombre, Diomedes, que sería capaz de pelear con el padre Júpiter.
Marte le cedió el carro y los corceles de doradas riendas. Subió ella;
Iris se puso a su lado, y azuzó con el látigo a aquellos, que gozosos
remontaron el vuelo. Pronto llegaron al Olimpo y Venus corrió a
arrojarse en brazos de su madre Dione. Ésta la recibió en sus brazos, y
halagándola con la mano le díjo:
—¿Cuál de los celestes dioses te maltrató de ese modo, hija mía?
—Me hirió el hijo de Tideo, el soberbio Diomedes — repuso Venus,
— porque sacaba de la liza a mi hijo Eneas, carísimo para mí. La
enconada lucha ya no es sólo de aqueos y troyanos, pues aquellos se
atreven a combatir con los inmortales.
—Sufre el dolor, hija mía — dijo Dione, — que muchos de los que
habitamos olímpicos palacios hemos debido tolerar ofensas de los
hombres, a quienes excitamos para causarnos horribles males unos
dioses a otros.
Dijo, y con ambas manos restañó el icor. La herida se curó y los
acerbos dolores se calmaron.
En el campo de batalla, la victoria parecía por momentos inclinarse
a favor de los aqueos, pero el furibundo Marte cubrió el campo de
espesa niebla para favorecer a los troyanos, y comenzó a excitarlos
poniéndose junto a Héctor, transfigurado en guerrero. Agamenón,
bullendo entre la muchedumbre, exhortaba a los suyos.
—¡Oh, amigos! ¡Sed hombres, mostrad que tenéis un corazón
esforzado y avergonzaos de parecer cobardes en el duro combate! Los
que huyen, ni alcanzan gloria ni entre sí se ayudan!
Héctor, al frente de las falanges troyanas capitaneadas por Marte,
cargó de nuevo contra los aqueos. Muchos fueron los jefes de éstos
que cayeron.
Cuando Juno vio que ambos mataban a muchos aqueos en el duro
combate, dijo a Minerva estas aladas palabras:
—¡Hija de Júpiter! ¡Indómita! Vana será la promesa que hicimos a
Menelao de que no se iría sin destruir la bien murada Troya, si
dejamos que el pernicioso Marte ejerza sus furores. Ea, pensemos en
prestar al héroe poderoso auxilio.
Dijo, y aparejó los corceles con sus bridas de oro, que la diligente
Hebe unció al ligero carro de oro y plata. Minerva dejó caer su peplo
y vistió la túnica de Júpiter; cubrió su cabeza con áureo casco de

27
doble cimera y cuatro abolladuras capaz de resistir a la infantería de
cien ciudades, y subiendo al carro empuñó la poderosa lanza con que
la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes cuando
contra ellos monta en cólera. Juno, sentada a su lado empuñó las
riendas y azuzó a los corceles, y de propio impulso se abrieron
rechinando las puertas del cielo de que cuidan las horas. En la más
alta de las cumbres del Olimpo hallaron a Júpiter, sentado aparte de
los otros dioses. Juno detuvo los corceles preguntándole:
—Padre Júpiter, ¿no te indignas contra Marte al presenciar sus
atroces hechos? ¿Te irritarás conmigo si ahuyento a Marte del
combate causándole funestas heridas?
Respondióle Júpiter, que amontona las nubes:
—Ea, aguija contra él a Minerva, que impera en las batallas, pues es
quien suele causarle más vivos dolores.
Juno picó a los caballos que emprendieron el vuelo hacia la tierra,
deteniéndose en el campo de batalla, junto a los aqueos. Juno,
tomando la figura de Esténtor 14 gritó así:
—¡Qué vergüenza, aqueos, hombres sin dignidad! Mientras Aquiles
asistía a las batallas, los troyanos, amedrentados por su formidable
pica, no pasaban de las puertas dardanias; y ahora combaten lejos de
la ciudad, junto a las naves.
Minerva, por su parte, se dirigió a Diomedes, que descansaba
refrescando la herida de su hombro:
—¡Cuán poco se parece a su padre el hijo de Tideo! — exclamó. —
El siempre conservaba su espíritu valeroso porque yo le sostenía.
Ahora es a ti a quien defiendo exhortándote a luchar, pero el trabajo
de la guerra te ha cansado o te domina el terror. No, tú no eres el hijo
del aguerrido Tideo.
Y Diomedes le respondió:
—Te reconozco, hija de Júpiter; por eso te hablaré gustoso. No me
domina el terror, sino que obedezco las órdenes que me diste. Tú me
ordenaste que no osara combatir con los bienaventurados dioses. Y si
ahora retrocedo y he mandado que lo hagan los aqueos, es porque
comprendo que Marte está combatiendo en la batalla.
—¡Diomedes, carísimo a mi corazón! — repuso Minerva. — No
temas a Marte ni a ninguno de los inmortales: pues tanto te voy a
ayudar. Anda, hiere de cerca al furibundo dios, a ese loco nacido para
dañar, que a Juno y a mí nos prometió combatir contra los troyanos a
favor de los aqueos y ha traicionado su palabra.

14
Esténtor: guerrero griego, famoso por su voz estruendosa.
28
Dijo, y tomó de la mano a Esténelo, compañero de Diomedes, que
saltó del carro al suelo y se acomodó ella en el asiento junto al héroe.
Castigó luego los caballos, y corrieron en busca de Marte, que en ese
instante quitaba la vida al gigantesco Perifante. Cuando Marte vio
acercarse a Diomedes, le arrojó la broncínea lanza por encima de las
riendas. Pero Minerva, tomándola en el aire la alejó del carro
haciendo que el golpe fuera vano. A su vez Diomedes atacó a Marte
con la suya, y Minerva, dirigiéndola a la cintura del dios, donde el
cinturón le ceñía, le hirió, desgarrando la hermosa piel y retirando el
arma.
Marte clamó como gritarían nueve o diez mil hombres que en la
guerra llegaran a las manos, y aqueos y troyanos temblaron
amedrentados. Cubierto en niebla subió el dios al Olimpo, se sentó al
lado de Júpiter y mostrando la sangre inmortal que manaba de la
herida, le dijo:
—¡Padre Júpiter! Siempre los dioses hemos padecido males
horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los
hombres; pero todos estamos airados contigo porque no reprimes a
Minerva, tu hija, que sólo se ocupa de acciones inicuas. Ella ha
movido al insolente Diomedes a combatir en su furia contra los
inmortales dioses. Primero hirió a Venus, luego arremetió contra mí.
Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera sufrido largo tiempo
por las heridas que me hiciera el bronce.
Mirándole con torva faz, Júpiter le respondió:
—¡Inconstante! No te lamentes, pues me eres más odioso que
ninguno de los dioses del Olimpo. Siempre te han gustado las riñas,
luchas y peleas, y tienes el mismo espíritu soberbio de tu madre Juno,
a quien apenas puedo dominar con mis palabras. Pero no permitiré
que los dolores te atormenten, porque eres de mi linaje.
Dijo, y ordenó que le curaran, aplicándole drogas calmantes.
Arrojado Marte del campo de batalla, Juno y Minerva regresaron al
Olimpo.

29
VIII
HECTOR
Al retirarse de la batalla el furibundo Marte, la suerte de las armas
comenzó a favorecer a los aqueos. Y la pelea se extendía, aquí y allí
en la llanura, entre las corrientes del Símois y del Janto. Diomedes,
Agamenón, Ayax y Ulises enardecían a los suyos, y bajo las lanzas de
los aqueos iban cayendo, uno tras otro, multitud de guerreros
troyanos. Estos hubieran vuelto a entrar en la ciudad acosados por los
belicosos aqueos, si Héleno, hermano de Héctor, no hubiera llamado a
éste y Eneas, para decirles:
—Eneas y Héctor, recorred las filas y detened a los guerreros antes
de que se encaminen a las puertas y caigan rendidos en brazos de las
mujeres y sean motivo de gozo para los enemigos. Cuando hayáis
reanimado las falanges, nosotros, aunque abatidos, nos quedaremos a
pelear, mientras tú, Héctor, vas a la ciudad y pides a nuestra madre
que acuda, con las venerables matronas al templo de Minerva, ponga
en las rodillas de la deidad el mejor peplo que haya en el palacio y le
vote sacrificar en el templo doce vacas de un año, si apiadándose de la
ciudad, de las esposas e hijos de los troyanos, aparta de Troya al hijo
de Tideo, Diomedes, cuya bravura causa nuestra derrota, y a quien en
valentía nadie iguala.
Héctor obedeció a su hermano. Saltó del carro empuñando su lanza
y recorrió el ejército animándolo a combatir y promoviendo una
terrible pelea. Luego partió hacia la ciudad. Al trasponer sus puertas,
acudieron a su encuentro las mujeres e hijas de los troyanos,
preguntándole por sus hijos, hermanos, amigos y esposos. Él, sin
responderles, prosiguió su marcha encargándoles que rogaran a los
dioses, porque para muchas eran inminentes las desgracias, y corrió
en busca de su madre Hécuba.
—¡Hijo! — exclamó ella, — ¿por qué has venido abandonando el
combate? Sin duda los aborrecidos aqueos estrechan la ciudad y has
venido a implorar a Júpiter desde la acrópolis.
—No, madre — repuso él; — he venido a pedirte que congregues a
las matronas y acudas con ellas al templo de Minerva que impera en
las batallas, a poner en sus faldas el peplo más lujoso que haya en el
palacio y ofrecerle el sacrificio de doce vacas de un año, si aparta de
la sagrada Troya a Diomedes, feroz guerrero cuya valentía causa
nuestra derrota.

30
Así dijo. Hécuba mandó a sus esclavas en busca de las matronas
troyanas, y se dirigió con ellas, llevando el mejor peplo que encontró
en el palacio, al templo de Minerva.
Entretanto, Héctor corrió hasta el palacio de Paris, donde se hallaba
éste lustrando sus armas, junto a Helena que, sentada entre sus
esclavas, las ocupaba en diversas labores. Lleno de cólera, Héctor
gritó a su hermano:
—¡Desgraciado! Los hombres perecen combatiendo junto a los altos
muros; el clamor y la lucha se encendieron por tu causa, y tú
permaneces aquí, mientras la ciudad corre peligro de ser pronto pasto
de las llamas.
—¡Héctor! — repuso Paris, — justos son tus baldones y por lo tanto
voy a contestarte. Permanecía aquí no tanto por estar resentido con los
troyanos como por el deseo de entregarme al dolor. En este instante
mi esposa me exhortaba a que volviera al combate y me parece
preferible. Aguarda, pues, que vista las marciales armas.
—Cuñado mío — dijo entonces Helena, — Ojalá que al nacer yo un
viento tempestuoso me hubiera arrojado al estruendoso mar, antes que
tales hechos ocurrieran. Y ya que los dioses determinaron causar estos
males, debió tocarme ser esposa de un varón más fuerte. Éste carece
de firmeza de ánimo. Pero siéntate, Héctor, pues veo que la fatiga te
oprime.
—No es posible que descanse, Helena — dijo Héctor, — pues mi
corazón me impulsa a socorrer a los troyanos que impacientes me
aguardan. Haz levantar a ése y que me alcance, mientras voy a ver a
mi esposa querida y al tierno niño, pues ignoro si volveré de la batalla
o los dioses dispondrán que sucumba a manos de los aqueos.
Andrómaca, la esposa de Héctor, no estaba en su casa. Al enterarse
de que los troyanos llevaban la peor parte en la batalla, había subido
llorosa, con su niño en los brazos a lo alto de la torre de la ciudad. Al
llegar Héctor, Andrómaca, tomando una de sus manos, le dijo: —
¡Desdichado!, tu valor te perderá. No te apiadas del tierno infante ni
de mí, infortunada, que estoy a punto de perderte. Sé compasivo,
Héctor, y quédate aquí en la torre. No hagas a un niño huérfano y a
una mujer viuda.
Y le contestó el gran Héctor, el de tremolante casco:
—Todo eso me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante
los troyanos si como un cobarde huyera del combate, pues siempre
supe ser valiente y pelear en primera fila. Día vendrá en que perezca
la sagrada Troya y muchos de mis hermanos caerán en el polvo a
manos enemigas. Pero nada de eso me duele tanto como imaginarte

31
esclava de algún aqueo, tejiendo telas en Argos a las órdenes de otra
mujer o yendo por agua a la fuente. Si esto ocurriera, quizá alguien
exclame al verte derramar lágrimas: «Esta fue la esposa de Héctor, el
guerrero que más se distinguió entre los troyanos». Así dirán, y
sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera salvarte de
la esclavitud. Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes
que oiga tus clamores o presencie tu rapto.
Así diciendo, tendió Héctor los brazos a su hijo, a quien besó
meciéndolo en sus brazos, y diciendo:
—¡Júpiter y demás dioses!: concededme que este hijo mío sea,
como yo, ilustre y esforzado, y que digan de él al verle volver de la
batalla: «Es mucho más valiente que su padre».
Luego acarició a la esposa y se dirigió hacia las puertas de la ciudad
donde Paris le aguardaba. Un momento después ambos hermanos
llegaban a las filas de los combatientes y se lanzaban a la lucha con
ardor.
Cuando Minerva, la diosa de ojos verdes vio que Héctor y Paris
mataban a muchos aqueos, descendió en raudo vuelo del Olimpo
dirigiéndose a Troya. Pero al advertirlo Apolo fue a oponérsele, pues
deseaba que los troyanos ganaran la batalla. La detuvo, pues, y le dijo:
—¿Por qué de nuevo enardecida, hija de Júpiter, vienes del Olimpo?
¿Acaso quieres dar a los aqueos la indecisa victoria? Si quieres
condescender con mi deseo, suspenderemos por hoy el combate y
luego volverán a batallar hasta que logren arruinar a Troya.
—¿Y por qué medio has pensado suspender la acción? — preguntó
ella.
—Hagamos que Héctor provoque a los aqueos a pelear con él en
terrible y singular combate, y que indignados los aqueos designen a
alguno para que luche con él.
Aceptada la idea por Minerva, se la sugirieron a Heleno, hermano
de Héctor, quien se aproximó al héroe diciéndole:
—Héctor, ¿querrás hacer lo que te diga yo, que soy tu hermano?
Manda que suspendan la batalla y reta al más valiente de los aqueos a
luchar contigo en terrible combate, pues aún no ha dispuesto el hado
que llegues al término de tu vida. He oído sobre esto la voz de los
dioses.
Óyele Héctor con intenso placer, y corriendo al centro de ambos
ejércitos con la lanza tomada por el medio, detuvo las falanges
troyanas. Agamenón detuvo a su vez a los aqueos. Apolo y Minerva,
transfigurados en buitres, se posaron en las ramas de una encina, y se

32
deleitaban en contemplar a los guerreros cuyas densas filas parecían
erizadas de escudos, cascos y lanzas.
Héctor, puesto entre unos y otros, dijo así:
—Oídme, troyanos y aqueos: El excelso Júpiter no ratificó nuestros
juramentos y seguirá causándonos males a unos y a otros. Entre
vosotros se hallan los más valientes aqueos. Aquel a quien el ánimo
incite a combatir conmigo, que se adelante.
Así dijo, y los aqueos quedaron silenciosos, pues por vergüenza no
rehusaban el desafío y por temor no lo aceptaban. Al fin se levantó
Menelao, con el corazón afligidísimo y los apostrofó de esta manera:
—¡Hombres jactanciosos! Grande será nuestro oprobio si no sale
ningún aqueo al encuentro de Héctor. Ojalá os volvierais barro donde
estáis, hombres sin corazón y sin honor. Yo seré quien me arme y
luche con él.
Agamenón le tomó de la diestra cuando comenzaba a ponerse la
armadura, exclamando:
—¡Deliras, Menelao! Nada te fuerza a cometer tal locura. No
quieras luchar por despecho con Héctor, que a todos amedrenta, y
cuyo encuentro en la batalla causaba horror al mismo Aquiles que
tanto te aventaja en bravura.
Obedeció Menelao, y sus servidores, alegres, le quitaron la
armadura de los hombros.
Entonces se puso en pie el anciano Néstor e increpó a los aqueos
con duras palabras, terminando de este modo su discurso: —¡Ojalá me
rejuveneciera y mis fuerzas recobraran su robustez! ¡Cuán pronto
Héctor, el de tremolante casco, tendría un campeón que recogiera su
desafío!
Al oír sus palabras, nueve aqueos a un tiempo se pusieron en pie:
entre ellos Agamenón, Diomedes, Ayax, Ulises e Idomeneo. Todos
ellos querían pelear con el valiente Héctor.
Por consejo de Néstor echaron suertes, y mientras lo hacían,
rogaban así los aqueos:
—¡Padre Júpiter!, haz que salga la suerte de Ayax, la de Diomedes,
o la del rey Agamenón.
Saltó una tarja 15, Néstor la mostró, uno por uno a los caballeros
aqueos, y Ayax la reconoció como suya. Se puso la armadura de
luciente bronce, y sonriendo con torva faz se acercó a Héctor, al
mismo tiempo que blandía su lanza. Los aqueos, al verle, se
regocijaron, y un violento temblor se apoderó de los troyanos. Al
mismo Héctor le palpitó el corazón, pero ya no podía manifestar
15
Tarja: tablilla que utilizaban para escribir.
33
temor ni retirarse, pues de él había partido la provocación. Se detuvo
Ayax con el escudo en el pecho frente a Héctor, y amenazándole dijo:
—¡Héctor!, ahora sabrás, de solo a solo, qué clase de adalides
pueden presentar los griegos, aun prescindiendo de Aquiles que
rompe filas de guerreros y tiene ánimo de león.
—¡Ayax Telamonio! — repuso Héctor; — no me tientes como si
fuera un niño que no conoce las cosas de la guerra. A ti, siendo cual
eres, no quiero herirte con alevosía, sino cara a cara si puedo
conseguirlo.
Dijo, y blandiendo la enorme lanza, la arrojó y atravesó el bronce
que cubría el escudo de Ayax, formado de siete cueros de bueyes. La
aguzada punta perforó seis de ellos y en el séptimo quedó detenida.
Sin perder tiempo tiró a su vez Ayax su larga lanza que atravesó el
escudo del Priamida, se hundió en la coraza y atravesó la túnica
debajo del cinturón. Se inclinó Héctor, y así logró evitar la muerte.
Arrancando ambos las lanzas de los escudos, se acometieron como
leones furiosos. De nuevo chocaron las puntas contra las rodelas. La
de Héctor no logró atravesar el escudo de Ayax, pues el bronce se
dobló. La de éste chocó en el del Priamida y, desviándose, alcanzó a
herir a Héctor en el cuello levemente. Este arrojó su lanza, tomó del
suelo una enorme piedra erizada de puntas, y la arrojó contra su
adversario haciendo resonar el bollón de bronce de su escudo.
Levantó Ayax una piedra mucho mayor y la despidió con terrible
fuerza. La piedra torció el borde inferior del escudo de Héctor
golpeándole las rodillas y haciéndole caer. Desnudando rápidamente
su espada se disponía Ayax a ultimar a su contrario, pero al llegar
junto a él le encontró en pie, desnuda también su espada y listo para el
encuentro. Y ya se lanzaban los campeones uno sobre el otro, cuando
se presentaron dos heraldos, mensajeros de Júpiter y de los hombres,
Taltibio e Ideo, uno del campo de los troyanos y el otro del de los
aqueos, quienes se interpusieron entre los combatientes. Ideo
pronunció estas palabras:
—¡Hijos queridos! Dejad ya la pelea, pues a los dos os ama Júpiter.
Todos sabemos que ambos sois valientes, pero la noche comienza ya
y será bueno obedecerla.
—Ideo — respondió Ayax, — ordenad a Héctor que lo disponga,
pues él fue quien lanzó el desafío. Que sea el primero en desistir y yo
obedeceré.
Entonces habló Héctor diciendo:
—Ayax, reconozco que eres fuerte y valiente, y te invito a que por
hoy suspendamos la lucha. Otro día lucharemos hasta que algún dios

34
nos separe dando la victoria a alguno de nosotros. La noche comienza
y bueno será obedecerla. ¡Ea!; nos haremos ahora magníficos regalos,
para que digan aqueos y troyanos: «Combatieron con roedor encono,
y se separaron unidos por la amistad».
Al decir esto, entregó a Áyax una espada guarnecida de clavos de
plata, con su vaina y el bien cortado ceñidor. Áyax regaló a Héctor un
vistoso tahalí teñido de púrpura. Se separó luego, tornando el primero
a las filas de los troyanos y el segundo a las de los aqueos.
Aquellos se alegraron al ver a Héctor vivo cuando ya esperaban
verle sucumbir a manos de su terrible adversario. Por su parte, los
aqueos llevaron a Áyax, ufano de su victoria, a la tienda de
Agamenón.

35
IX
LA TREGUA
Para celebrar la hazaña de Áyax, dispuso el rey de los aqueos que se
sacrificara a Júpiter un buey de cinco años. Terminada la faena y
dispuesto el festín, comieron todos sin que nadie careciera de su
debida porción. Cuando terminaron de comer y beber, el anciano
Néstor alzó su voz, diciendo:
—Átrida y demás príncipes aqueos: ya que han muerto tantos de
nuestros guerreros, cuya sangre esparció el cruel Marte por la ribera
del Escamandro, conviene que suspendáis los combates para quemar
sus cuerpos y llevar las cenizas a sus deudos cuando volvamos a la
patria. Erijamos luego con tierra de la llanura un túmulo común;
edifiquemos a partir de él una muralla con altas torres que sea un
reparo para las naves y para nosotros mismos, y cavemos delante un
foso que detenga a los hombres y los caballos, si algún día no
pudiéramos resistir la acometida de los altivos troyanos.
Así habló, y los demás reyes aplaudieron.
Por su parte, los troyanos, reunidos en la acrópolis, realizaron una
junta agitada y turbulenta. El primero en hablar fue Antenor, quien
dijo:
—¡Oídme, troyanos, y vosotros también, aliados nuestros!
Restituyamos ya la aquea Helena a los Átridas y que se la lleven con
todas sus riquezas. Estamos combatiendo después de haber
quebrantado la fe ofrecida en los juramentos, y no creo por ello que
alcancemos triunfo alguno.
—¡Antenor! — gritó Paris levantándose; — nada me place lo que
has propuesto. ¿Hablas con seriedad o los dioses te han hecho perder
el juicio? Yo aseguro a los troyanos que no devolveré la mujer; en
cambio ofrezco a los aqueos todas las riquezas que traje de Argos y
otras más que añadiré de mi casa.
Entonces se levantó Príamo diciendo:
—Propongo que al romper el alba mandemos un heraldo que
anuncie a los Átridas la proposición de Paris, causante de la guerra, y
les haga esta prudente consulta: si quieren que se suspenda el combate
para quemar los cuerpos de los muertos, y luego volveremos a luchar
hasta que algún dios otorgue la victoria a quien le plazca.
Aceptada su proposición, apenas comenzó a alborear se encaminó
Ideo hacia las naves. Detenido frente a la tienda de Agamenón, el
heraldo gritó con voz sonora:

36
—¡Átrida y demás príncipes aqueos! Me mandan Príamo y los
ilustres jefes troyanos a que os participe la proposición de Paris,
causante de la guerra. Ofrece entregaros cuantas riquezas trajo en sus
naves y aun añadir otras de su casa, pero se niega a devolver la esposa
de Menelao a pesar de que los troyanos se lo aconsejan. Me han
ordenado también que os proponga suspender el horrísono combate
para quemar los cadáveres, y volver luego a pelear hasta que algún
dios otorgue la victoria a quien le plazca.
Al escucharlo, todos permanecieron silenciosos. Al fin, Diomedes
dijo:
—No se acepten las riquezas de Paris, ni tampoco la mujer si la
entregara, pues hasta el más simple comprendería que la ruina pende
sobre los troyanos.
Todos aplaudieron, y el rey Agamenón habló: —¡Ideo!, tú mismo
acabas de escuchar nuestra respuesta. En cuanto a los cuerpos de los
muertos, no me opongo a que sean quemados, pues es preciso
satisfacer cuanto antes a los que murieron, entregando sus despojos a
las llamas. Júpiter tonante reciba el juramento.
Dicho esto, alzó el cetro a todos los dioses, e Ideo regresó a Troya
llevando la respuesta.
Ya el sol hería con sus rayos a los campos, cuando aqueos y
troyanos se mezclaron en la llanura, derramando copiosas lágrimas
mientras recogían los cadáveres. Difícil resultaba distinguir a unos de
otros. Momentos más tarde ardían en el campo dos enormes piras.
Reunidos en torno de una de ellas, los aqueos erigieron un túmulo
común, construyeron a partir de él una muralla con altas torres, y
cavaron delante un gran foso profundo y ancho que defendieron con
estacas.
Mientras así los aqueos trabajaban, los dioses, sentados en torno a
Júpiter fulminador contemplaban la obra. Neptuno, el que sacude la
tierra, comenzó a decirles:
—Padre Júpiter, ¿cuál de los mortales de la vasta tierra consultará
con los dioses sus pensamientos y proyectos? ¿No ves que los aqueos
han construido delante de las naves un muro con su foso, sin ofrecer a
los dioses hecatombes perfectas? La fama de ese muro se extenderá y
se echará en olvido el que yo y Apolo construimos en la ciudad de
Laomedonte 16.
Júpiter respondió indignado:

16
Troya, a cuyo rey Laomedonte sirvieron Apolo y Neptuno, castigados por Júpiter
debido a su desobediencia.
37
—¡Oh, dioses! ¡Tú, prepotente agitador de la tierra, qué palabras
pronunciaste! A un dios muy inferior en fuerza y ánimo podría
asustarle ese pensamiento, pero no a ti. Cuando los aqueos regresen a
su patria, derriba el muro, arrójalo entero al mar, y cubre nuevamente
de arena la espaciosa playa.
Terminada la faena, aqueos y troyanos sacrificaron bueyes y se
entregaron al festín que duró hasta el alba. Toda la noche estuvo
Júpiter meditando cómo les causaría males y tronando horriblemente.
Al oírlo, los guerreros derramaron en tierra el vino de las copas.
Luego se acostaron y el don del sueño les cerró los ojos.

38
X
LA COLERA DE JUPITER
La Aurora, de azafranado velo se extendía por toda la tierra, cuando
Júpiter reunió en el ágora a los dioses en la más alta cumbre del
Olimpo. Y les habló así:
—Oídme todos, dioses y diosas. Ninguno de vosotros se atreva a
trasgredir mi mandato. El dios que intente separarse de los demás y
socorrer a los aqueos o troyanos, como yo lo vea, volverá golpeado al
Olimpo, o bien, tomándole lo arrojaré muy lejos, al tenebroso Tártaro,
y conocerá cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades. Y si
queréis, haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis.
Suspended del cielo una cadena, asíos todos, dioses y diosas a ella, y
no os será posible arrastrar del cielo a la tierra a Júpiter, por mucho
que os fatiguéis. Mas si yo me resolviese a tirar de ella, os levantaría
con la tierra y el mar, ataría un cabo en la cumbre del Olimpo, y todo
quedaría en el aire. Tan superior soy a los dioses y los hombres.
Así habló y todos callaron, pues fue mucha la vehemencia con que
se expresó. Luego unció los corceles de crines de oro y cascos de
bronce y subió al carro. Picó a los caballos que emprendieron el vuelo
y fueron a detenerse en el monte Ida. En su cumbre, Júpiter, ufano de
su gloria, se puso a contemplar el campo de batalla, y excitó el ánimo
de los troyanos, que arremetieron furiosamente haciendo retroceder a
los aqueos hasta el profundo foso. Cuando atravesaron la empalizada
y el foso, muchos sucumbieron bajo las lanzas de los troyanos.
Juno y Minerva, viendo próxima la derrota de los aqueos,
deliberaron y resolvieron, desobedeciendo al prepotente Crónida,
lanzarse a la batalla. Armóse la segunda, subieron al carro, y Juno
empuñó las riendas azuzando a los caballos que partieron veloces.
Apenas el padre Júpiter las vio desde el Ida, se encendió en cólera y
llamando a Iris, le dijo:
—¡Anda, ve rápido, Iris! Haz que vuelvan y no las dejes llegar a mi
presencia, pues ningún beneficio les causará luchar conmigo. Lo que
voy a decir se cumplirá: les derrengaré los corceles, las derribaré del
carro, y ni en diez años cumplidos sanarán de las heridas que el rayo
les causará.
Partió Iris veloz a llevar a las diosas el mensaje, y ellas,
atemorizadas, regresaron al Olimpo, donde ya estaba sentado en su
trono el prepotente Júpiter, y se tendieron pesarosas a sus pies. Ellas

39
nada dijeron, pero él comprendió en su mente lo que pensaban y les
dijo:
—¿Por qué os halláis tan abatidas, Minerva y Juno? No os habéis
fatigado mucho matando troyanos contra los que sentís vehemente
rencor. Son tales mi fuerza y mis manos invictas, que no me harían
cambiar de resolución cuantos dioses hay en el Olimpo. Diré lo que os
habría ocurrido de haber participado en la batalla: heridas por el rayo,
no hubierais regresado jamás a la mansión de los inmortales.
Minerva guardó silencio. Juno, encendida de ira, exclamó:
—¡Crudelísimo Crónida! Bien sabemos que es enorme tu poder.
Pero tenemos lástima de los belicosos aqueos que morirán. Nos
abstendremos de intervenir en la lucha, puesto que así lo mandas, pero
daremos a los aqueos consejos saludables, para que no perezcan
todos, víctimas de tu cólera.
—En la próxima mañana verás si quieres, Juno — dijo el Crónida,
— cómo el prepotente Júpiter hace riza en el ejército de los belicosos
aqueos. Y el impetuoso Héctor no dejará de luchar hasta que junto a
las naves se levante Aquiles de Peleo, el día aquel en que combatan
cerca de las popas y en estrecho espacio, por el cadáver de Patroclo.
Así lo decretó el hado, y no me importa que te irrites.
De este modo habló, y Juno bajó los ojos sin responder.

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XI
UNA EMBAJADA A AQUILES
Durante todo el día siguiente volvieron a luchar aqueos y troyanos,
y la suerte de las armas fue favorable a los segundos. Centenares de
guerreros aqueos yacían por tierra cuando cayó la noche, y del resto
de la tropa se había apoderado el terror. Agamenón, lleno de angustia,
hizo convocar a los príncipes, y una vez reunidos les propuso
abandonar la lucha y regresar a la patria en las veleras naves. El
anciano Néstor se opuso, diciendo:
—Te diré lo que pienso, gloriosísimo Átrida, rey de los hombres,
Agamenón. De cuanto nos ocurre, tuya es la culpa desde que, contra
mi parecer, hiciste sacar a Briseida de la tienda de Aquiles,
menospreciando a un fortísimo varón, honrado por los dioses. Veamos
pues si todavía podemos aplacarle con grandes presentes y dulces
palabras.
—No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas — repuso
Agamenón; — procedí mal, no lo niego. Vale por muchos el varón a
quien Júpiter ama cordialmente, y ahora el dios queriendo honrarle, ha
causado la derrota de los aqueos. Mandémosle pues varios heraldos
que le ofrezcan esto de mi parte: diez talentos de oro, veinte calderas
relucientes, doce corceles premiados en la carrera, la hija de Briseo y
siete hermosas esclavas de Lesbos hábiles en hacer primorosas
labores. Esto de inmediato. Y si volvemos a la patria, podrá ser mi
yerno casándose con cualquiera de mis tres hijas: Crisotemis, Leódice
o Ifianasa. A la que elija, la dotaré con siete populosas ciudades de mi
reino.
Dicho esto por Agamenón designaron a Fénix, Ulises y Ayax para
llevar el mensaje, y los tres se encaminaron a la tienda de Aquiles.
Hallaron al héroe deleitándose con una hermosa lira labrada, a cuyo
son cantaba hazañas de la guerra. Su gran amigo Patroclo sentado
enfrente de él, le escuchaba en silencio. Al ver llegar a los heraldos,
Aquiles, atónito, dejó la lira y se puso de pie.
—Salud, amigos — les dijo; — grande ha de ser la necesidad
cuando venís vosotros, que sois para mí, aunque esté irritado, los más
queridos entre los aqueos.
Les hizo sentar, convidándoles con vino, y cuando hubieron bebido,
Ulises tomó la palabra transmitiendo a Aquiles el mensaje de
Agamenón, y uno tras otro le rogaron, con elocuentes palabras que
aceptara. El héroe les escuchó calmosamente, y luego dijo:

41
—Preciso es que os diga lo que pienso hacer para que dejéis de
importunarme con mensajes inútiles. No conseguirá convencerme el
Átrida Agamenón, puesto que no sabe agradecer a quien le auxilia en
el combate. Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra
troyana; hubo recompensas para todos los jefes aqueos y éstos las
conservan. Solamente a mí me arrebató la mía. Que delibere ahora
con los otros jefes cómo puede salvar las naves del fuego enemigo.
Mientras combatí por los aqueos, jamás Héctor se atrevió a luchar
fuera de la muralla. Ahora está aquí cerca, pronto a lanzarse al asalto
de las naves. Pues bien, mañana, luego de ofrecer sacrificios a Júpiter
y los dioses, me embarcaré con mis tropas en las naves y zarparé para
la fértil Ftía. No logrará Agamenón, que de tal modo me engañó y
ofendió, embaucarme más con sus palabras. Séale esto bastante, y que
corra a su perdición puesto que Júpiter le ha quitado el juicio. Sus
presentes me son odiosos, y aunque me diera diez o veinte veces más
de lo que posee o llegare a poseer, no conseguiría con ello que se
aplacara mi enojo.
Así dijo. Insistieron los heraldos con más elocuentes razones, pero
Aquiles replicó:
—¡Basta! Mi corazón se enciende en ira cuando me acuerdo del
menosprecio con que me trató el Átrida delante de los aqueos, como si
yo fuera un miserable advenedizo. Id y publicad mi respuesta: No
intervendré en la guerra hasta que los troyanos, dirigidos por Héctor,
lleguen matando aqueos a las tiendas y las naves y las incendie.
Cuando regresaron los heraldos a la tienda de Agamenón, les salió
al encuentro el Átrida, preguntando con ansiedad:
—Dime, Ulises, ¿quiere Aquiles librar a las naves del fuego
enemigo, o se niega porque su corazón soberbio se halla aún
dominado por la cólera?
—¡Gloriosísimo Átrida, rey Agamenón! — respondió Ulises: — No
quiere aquél deponer su cólera, sino que se enciende más aún su ira y
te desprecia a ti y a tus presentes. Dice que salves tú las naves, y que
él mañana se embarcará con su tropa en los bajeles para regresar a su
patria.
—¡Gloriosísimo Átrida! — gritó entonces Diomedes; — no debiste
rogar al Pelida ni ofrecerle innumerables regalos. Ya era altivo, y
ahora has dado pábulo a su soberbia. Dejémosle que se vaya o se
quede. Ya volverá a pelear cuando se lo mande el corazón o alguna
deidad le incite. Haz lo que te diré: mañana al rayar el día reúne junto
a las naves los hombres y los carros, exhorta al pueblo, y lucha tú en
primera fila, que te seguiremos.

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Así dijo, y todos los reyes aplaudieron. Hechas las libaciones
volvieron a sus respectivas tiendas, se acostaron y recibieron a poco el
don del sueño.

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XII
EL ASALTO A LA MURALLA
La Aurora se levantaba del lecho para llevar la luz a los dioses y los
hombres, cuando el Átrida, puesto en pie, comenzó a vestir la
armadura de luciente bronce. Imitáronle los otros jefes, y cada cual
dispuso que se alistaran el carro y los corceles junto al foso.
Pusiéronse ordenados los infantes y los siguieron de cerca los que
combatían en carros. También los troyanos se pusieron en orden de
batalla sobre una colina rodeando al gran Héctor, que recorría las filas
dando órdenes.
Comenzó la batalla. Como los segadores caminan en direcciones
opuestas por los surcos de un campo de trigo y los manojos de espigas
caen espesos, así los aqueos y troyanos se acometían y mataban.
Terrible y despiadada fue la lucha. Aquiles, desde su tienda, la
contemplaba en silencio. De pronto vio que Néstor sacaba herido del
combate a Macaón, y llamó a su amigo Patroclo, diciéndole:
—Querido Patroclo, ahora espero que los aqueos vendrán a
suplicarme y se postrarán a mis plantas, pues los veo en derrota. Pero
ve y pregunta a Néstor quién es ese herido que sacan del combate,
pues tiene gran semejanza con Macaón.
Acudió Patroclo a la tienda de Néstor y vio que era efectivamente
Macaón el herido. Néstor dijo a Patroclo:
—¿Cómo es que Aquiles se compadece de un herido? ¿Ignora acaso
la aflicción en que está sumido el ejército? Los más fuertes, heridos
unos de cerca y otros de lejos yacen en las naves. Con arma arrojadiza
fue herido el poderoso Diomedes; con la pica Ulises y Agamenón.
Pero Aquiles, a pesar de su valentía, ni se cuida de los aqueos ni se
apiada de ellos.
Mientras así conversaban, ardía el combate al pie del bien labrado
muro, y las vigas de las torres resonaban al chocar de los dardos. Los
aqueos, vencidos por el poderoso azote de Júpiter, encerrábanse tras el
muro por temor a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota. El
héroe troyano, seguido de una turba de guerreros, los exhortaba a
atravesar el foso. Pero los caballos, parados en el borde, relinchaban
negándose a avanzar.
—Héctor — dijo entonces uno de los caudillos; — es imprudente
dirigir los caballos hacia el foso, pues está todo erizado de agudas
estacas. Dejemos los carros a los peones y avancemos nosotros a pie.
Marcha tú adelante, y te seguiremos a romper el muro.

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Así lo hicieron. Los aqueos, trepados en la muralla, los recibieron
con una lluvia de dardos. Otros, más valientes, salieron al encuentro
de los troyanos que habían cruzado el foso y se acercaban al muro.
Resonaba el luciente bronce en el pecho de los héroes. Desde las
torres, los aqueos lanzaban piedras, y los dardos volaban de uno y otro
lado, como caen sobre la tierra los copos de nieve impulsados por
impetuoso viento.
Arrollados los aqueos, se lanzaron los troyanos hacia la muralla
intentando destruirla. Arrancaban las almenas de las torres, demolían
los parapetos y derribaban los zócalos salientes. Pero los aqueos,
protegiendo las brechas con pieles de bueyes, herían a los enemigos
que se encontraban al pie de las murallas. Como una granizada,
volaban las piedras de uno y otro lado y el estrépito de elevaba sobre
el muro. De pronto se alzó la voz de Héctor incitando a los suyos:
—¡Acometed, troyanos! Romped el muro de los aqueos y arrojad a
las naves el fuego abrasador.
Luego, tomando una piedra de ancha base y aguda punta, la levantó
en sus brazos. Dos de los más forzudos hombres del pueblo, tales
como son hoy, difícilmente habrían podido levantarla; pero Héctor,
auxiliado por Júpiter, la alzó sobre su cabeza, y se dirigió con ella
hacia la puerta de la muralla, de gruesas tablas aseguradas por fuertes
cerrojos. Se detuvo ante ella, separó los pies, y arrojó la piedra con
fuerza. Rompiéronse los quiciales, recrujieron las tablas, se rompieron
los cerrojos y saltaron las hojas de la puerta. Empuñando luego con
cada mano una lanza, Héctor saltó al interior con los ojos brillantes
como el fuego. Los troyanos le siguieron como una avalancha. Y los
aqueos, despavoridos, en terrible tumulto, huyeron a refugiarse en las
naves.
Permanecía Patroclo en la tienda de Néstor, ayudando a curar a
Macaón, cuando advirtió el desastre de los aqueos, corrió a la nave
donde se hallaba Aquiles, con la esperanza de incitarlo a pelear.
Entretanto, Héctor se había aproximado a la nave de Ayax
trabándose ambos caudillos en encarnizada lucha: Héctor por
apoderarse de la nave y prenderle fuego; Ayax por impedirlo. El
primero, aferrado con una mano a la popa del barco y esgrimiendo la
lanza con la otra, gritaba a sus guerreros:
—¡Traed fuego, troyanos, y combatid sin descanso. Es preciso que
mostréis vuestro valor! ¡Júpiter nos ayuda!
A esta voz, se lanzaron todos a la carga furiosa. Ayax, abrumado
por el número de los adversarios, retrocedió parapetándose en un
banco de la cubierta. Y desde allí, con una larga pica, hería sin cesar a

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los troyanos que se acercaban a la borda llevando fuego para incendiar
la nave.

46
XVI
PATROCLO
Así peleaban aqueos y troyanos junto a las naves, cuando Patroclo
se presentó a Aquiles, su amigo, derramando ardientes lágrimas.
—¡Oh, Aquiles! — le dijo. — ¿Cómo puedes permanecer impasible
viendo la derrota de los aqueos? Los más fuertes están muertos o
heridos. Diomedes, Ulises, Agamenón y Eurípilo están fuera de
combate. Y tú, tú eres implacable. ¡Qué mal empleas tu valor! ¿A
quién podrás ser útil más tarde si ahora no salvas a los aqueos? — El
héroe le escuchaba en sombrío silencio. Patroclo prosiguió: — Si tú
no luchas porque alguna deidad te ha indicado que así procedas,
envíame a mí con los demás mirmidones; permite que cubra mis
hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo
y dejen de pelear, se reanimen los aqueos, y cambie la suerte de la
batalla. Nosotros que estamos descansados rechazaríamos fácilmente
a esos hombres de las naves y los haríamos regresar a la ciudad.
—No puedo deponer mi cólera — respondió Aquiles, — pues he
resuelto no tomar parte en la batalla hasta que el fuego llegue a mis
naves. Pero tampoco es posible guardar por mucho tiempo la ira en el
corazón. Anda pues; cubre tus hombros con mi armadura, ponte al
frente de los mirmidones, y llévalos a la pelea, pues están ansiosos y
con frecuencia me han recriminado que los alejara de la lucha. Ve y
echa esa peste de las naves. Pero atiende lo que te diré y obedéceme.
Tan pronto como los alejes, vuelve atrás. No te dejes enardecer por el
combate y te encamines a Troya matando enemigos. Recuerda que a
los troyanos los quiere mucho Apolo, el que hiere de lejos. Retrocede
cuando hayas salvado las naves, y deja que los otros sigan
combatiendo en la llanura.
Mientras así conversaban, Ayax apenas resistía ya la acometida de
los troyanos. Su brazo, rendido, casi no podía sostener la lanza. Su
respiración era fatigosa y el sudor corría copiosamente por su rostro.
Pero ni aún así dejaba de luchar. Con un golpe de espada Héctor
quebró la lanza del héroe. Una avalancha de troyanos cayó sobre la
nave llevando fuego, y poco después ésta era presa de las llamas.
Pero ya Patroclo había vestido la armadura de Aquiles, mientras éste
ordenaba la rápida formación de los mirmidones, que estaban ansiosos
de luchar. En pocos instantes, cinco líneas de guerreros estuvieron
formadas, con sus respectivos jefes. Como el obrero junta grandes
piedras al construir una pared para que resista el ímpetu de los
vientos, así, tan unidos estaban los cascos y los abollonados escudos.

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La rodela se apoyaba en la rodela, el yelmo en el yelmo, cada hombre
en su vecino, y los penachos de crines de caballo y los lucientes conos
de los cascos se juntaban cuando alguien inclinaba la cabeza. ¡Tan
apretadas eran las filas! Delante de todos se pusieron Patroclo y
Automedonte.
Así unidos, luego de invocar a Júpiter, los mirmidones se lanzaron
al combate distribuyéndose por las naves cuando llegaron a donde
estaban los troyanos, y acometiéndolos con terrible furia. Al ver la
armadura de Patroclo, pensaron los adversarios que por fin había
resuelto el Pelida Aquiles participar en el combate y se apoderó de
ellos la confusión y el temor. En cambio los aqueos reaccionaron
dentro de las naves, resueltos a defenderlas. Patroclo fue el primero en
arrojar su lanza matando a uno de los más grandes jefes troyanos, con
lo que aumentó en estos el pavor, y comenzaron a retirarse. Asi fue
posible apagar el fuego que se había apoderado ya de varias naves.
Los troyanos se retiraban combatiendo. Patroclo, enardecido, reunió a
los aqueos y mirmidones y se lanzó furiosamente sobre los troyanos.
Como acometen los voraces lobos a los corderos arrebatándolos de un
hato que se dispersa en el monte, así los aqueos cargaban sobre los
troyanos que sólo pensaron en la fuga. Ayax, reanimado luego de un
pequeño descanso, buscaba a Héctor deseoso de herirlo con su lanza.
Y lo hubiera conseguido en medio de aquella terrible confusión en
que los troyanos se retiraban, si no hubiese subido a su carro y
abandonado velozmente el campo de batalla. Los troyanos, salvando
el foso, escapaban también por los caminos en medio de gran
clamoreo.
Patroclo, desobedeciendo las órdenes de Aquiles, se lanzó con sus
hombres en persecución de los troyanos, deseoso de vengar la muerte
de los aqueos que habían perecido junto a las naves. Era que Júpiter,
cumpliendo sus planes, había enardecido el ánimo del guerrero. Tres
veces acometió Patroclo a los troyanos, causando entre ellos una gran
mortandad. Y cuando los atacaba por cuarta vez, Apolo, cubierto por
densa nube atravesó la turba, y colocándose detrás del guerrero le
aplicó un fuerte golpe en la espalda, haciendo rodar su casco por la
tierra. No paró en eso el infortunio de Patroclo: la larga pica se quebró
en sus manos, y la coraza, desatada por el dios cayó al suelo,
dejándole el pecho descubierto. Patroclo quedó atónito, y un troyano,
aprovechando su descuido, le clavó la lanza entre los hombros. El
héroe quiso retroceder hacia el grupo de sus camaradas, pero Héctor,
advirtiendo que aquel estaba herido y desarmado, se le echó encima

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hiriéndole de nuevo. Al ver que Patroclo caía herido de muerte,
Héctor le dijo con jactancia:
—¡Patroclo!, sin duda esperabas destruir nuestra ciudad. ¡Ah
infeliz!, seguramente cuando Aquiles te mandó a combatirnos, te
habrá dicho: «No vuelvas a las naves, caballero Patroclo, sin haber
roto la coraza de Héctor sobre su pecho.» Así debió decirte, y tú,
necio, te dejaste persuadir.
Con voz desfalleciente, Patroclo respondió:
—¡Héctor!, no haces bien en jactarte con altaneras palabras, pues
antes que tú me vencieron los dioses entregándome a ti desarmado y
herido. De otro modo, si veinte guerreros como tú me hubieran hecho
frente, habrían muerto vencidos por mi lanza. Pero tampoco tú has de
vivir mucho tiempo, pues la muerte se te acerca y sucumbirás a manos
del eximio Aquiles de Peleo.
Dijo, y la muerte le cubrió con su manto. Ya no eran la ciudad de
Troya ni las naves aqueas los motivos de la lucha terrible. Ahora
troyanos y aqueos peleaban en torno al cadáver de Patroclo, los unos
para apoderarse de él y llevarlo como trofeo a la ciudad; los otros para
evitar esa vergüenza.

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XVIII
LAS ARMAS DE AQUILES
Mientras los troyanos y los aqueos luchaban encarnizadamente
disputándose el cuerpo de Patroclo, Antíloco, un mensajero enviado
por Menelao, acudía velozmente a la tienda de Aquiles, a darle la
infausta nueva de la muerte de su amigo. Encontró al hijo de Peleo
entristecido presintiendo la desgracia, pues veía regresar heridos y
prófugos a muchos aqueos. Y su presentimiento tuvo confirmación en
las palabras del mensajero:
—Desdichado de mí que debo darte una triste noticia, Aquiles —
dijo Antíloco. — Sabrás que Patroclo yace en el suelo y aqueos y
troyanos combaten junto al cuerpo desnudo, pues Héctor se apoderó
de la armadura.
Así dijo. Aquiles, enloquecido de dolor se cubrió la cabeza con
ceniza y, tendido en el suelo, comenzó a arrancarse los cabellos,
gimiendo desgarradoramente. Su veneranda madre que se hallaba en
el fondo del mar, junto al padre anciano, le oyó, y subiendo a la playa
se acercó al hijo querido preguntándole:
—¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Acaso Júpiter no ha cumplido lo que tú
querías? ¿No ha castigado a los aqueos con terribles derrotas?
—Sí, lo ha cumplido, madre mía — respondió Aquiles, — pero en
esas derrotas he perdido a Patroclo, mi fiel amigo, a quien apreciaba
más que a todos, y tanto como a mi propia cabeza. Lo he perdido, y
Héctor, después de matarlo, lo despojó de las armas admirables que
heredé de mi padre. Madre, no quiero vivir más si Héctor no muere
atravesado por mi lanza, recibiendo así la condigna pena por la muerte
de Patroclo.
Y respondió Tetis, derramando lágrimas:
—Breve será tu existencia, a juzgar por lo que dices, pues está
decretado que la muerte te aguarda a ti en cuanto Héctor perezca.
—Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo ni a todos
los otros jefes que murieron a manos de Héctor. Yo he de castigarlo, y
moriré cuando lo dispongan Júpiter y los demás dioses inmortales.
Aunque tú me ames, no me prohíbas ahora que pelee, pues no lograrás
persuadirme.
—Sí, hijo; es justo y no puedo reprobarte que auxilies a tus
compañeros; pero tu magnífica armadura la tienen los troyanos y
Héctor se vanagloria de cubrirse con ella. Con todo, me figuro que no
durará mucho su jactancia, pues la muerte se le avecina. Permanece,

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pues en tu tienda, y espérame; mañana regresaré yo con una armadura
fabricada por Vulcano.
Así habló; dejó a su hijo, y se encaminó rápidamente hacia el
palacio de Vulcano, hecho todo de bronce por el mismo dios.
Entretanto, la lucha por el cuerpo de Patroclo poseguía encarnizada
en el campo de batalla. Héctor lo tomó por los pies e intentó
arrastrarlo, y otras tantas veces Ayax lo rechazó. Y no eran solamente
los jefes, sino que en torno de ellos luchaban ferozmente los guerreros
de uno y otro ejército. La suerte de la guerra se inclinaba a favor de
los troyanos, cuando Juno lo advirtió desde el Olimpo, y, sin que se
enterase Júpiter ni los otros dioses, mandó a Iris, la veloz mensajera, a
incitar a Aquiles para que entrara en la lucha en defensa del cuerpo de
Patroclo.
—¿Cómo quieres, divina mensajera, que entre en el combate? —
dijo Aquiles, — el divino Héctor se ha apoderado de mi armadura, y
no hay en el ejército aqueo guerrero alguno que tenga una que me
sirva, pues todas son pequeñas.
—Bastará con que te muestres cerca del campo de batalla —
respondió Iris. — Solamente con eso temblarán los troyanos, y los
aqueos se sentirán animados de nuevo valor.
Aquiles obedeció, levantándose. Minerva le cubrió los hombros con
la égida y le circundó la cabeza con dorada nube en la que ardía
resplandeciente llama. Acercándose a la orilla del foso, sin mezclarse
a los aqueos, Aquiles lanzó recias voces que fueron reproducidas por
Minerva. Cuando se dejó oír la voz de bronce del héroe, que parecía
una clarinada, se conturbó el ánimo de los troyanos, produciéndose
entre ellos inmenso tumulto. Los caballos, asustados, se desbandaban
arrastrando los carros. Tres veces gritó Aquiles a la orilla del foso, y
otras tantas se turbaron los troyanos huyendo en confusión e
hiriéndose con sus propias lanzas. Entonces pudieron los aqueos
apoderarse del cuerpo de Patroclo y colocarlo en un lecho.
Mientras estas cosas ocurrían junto a las naves, Tetis llegaba al
palacio de Vulcano. Halló al dios bañado en sudor, pues se movía en
torno de las fraguas construyendo veinte trípodes de ruedas de oro. Al
ver llegar a la diosa, Vulcano salió a su encuentro diciéndole:
—Respetable y veneranda es la diosa que llega a mi palacio. Ella
fue mi salvadora cuando mi madre Juno, al nacer yo y ver que era
muy feo, me arrojó del Olimpo. Eurínome y Tetis me recogieron y
ocultaron durante nueve años. Dime, pues lo que deseas, pues mi
corazón me impulsa a ejecutarlo.
Derramando lágrimas, Tetis respondió:

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—Vengo a abrazar tus rodillas por si quieres dar a mi hijo, cuya
vida ha de ser breve, escudo, casco y coraza, pues las armas que tenía
las perdió su fiel amigo al morir a manos de los troyanos.
Vulcano respondió:
—Cobra ánimo y no te apures por las armas. Yo te aseguro que
tendrá unas que serán admiradas por cuantos las vean.
Y así diciendo, se encaminó a las fraguas, ordenando a los fuelles
que avivaran las llamas. Hizo primero un escudo con triple cenefa;
luego una coraza reluciente como el resplandor del fuego y un sólido
casco de cimera dorada. Cuando terminó de fabricar las armas,
Vulcano las entregó a Tetis, y la diosa, como un gavilán, saltó desde
el nevado Olimpo en dirección al campamento de los aqueos.

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XIX
AQUILES EN ACCION
Ya la Aurora de azafranado velo se levantaba de la corriente del
Océano para llevar la luz a los dioses y los hombres, cuando Tetis
llegó a las naves con las armas fabricadas por Vulcano. Aquiles, al
verlas, sintió que recrudecía su cólera y se encendía en su pecho el
ansia de pelear. Los ojos le centellearon terriblemente, y cuando
deleitó su ánimo en la contemplación de las labradas armas, dijo a su
madre estas palabras:
—Madre mía, el dios te ha dado unas armas como es natural que
sean las obras de los inmortales. Ahora mismo me armaré para el
combate.
Luego se dirigió hacia la orilla del mar, y dando terribles voces
convocó a los héroes aqueos. Estos, aunque se disponían a comer,
acudieron corriendo al ágora. Cuando se hubieron sentado, Aquiles
habló así, dirigiéndose a Agamenón:
—¡Átrida!: mejor hubiera sido para ambos continuar unidos que
sostener con el corazón angustiado, roedora disputa. Mas dejemos lo
pasado. Desde ahora depongo mi cólera, pero ea, incita a los aqueos a
que luchen saliendo conmigo al encuentro de los troyanos, pues creo
que con gusto se entregará al descanso el que logre escapar del feroz
combate, puesto en fuga por mi lanza.
—Aquiles — respondió Agamenón; — reconozco mi falta, aunque
todo lo ocurrido ha sido obra de los dioses que ofuscaron mi
entendimiento. Pero ya que falté y Júpiter me hizo perder el juicio,
quiero aplacarte haciéndote los regalos que ayer te ofreció Ulises en
mi nombre.
—Luego podrás hacerlo, gloriosísimo Átrida — replicó Aquiles; —
pues ahora tan sólo es posible pensar en la batalla.
Siguiendo este consejo, Agamenón ordenó a los aqueos que fueran a
comer y regresaran al campo a formar las legiones y ponerse a las
órdenes de Aquiles. Éste se negó a probar bocado, prometiendo no
hacerlo hasta tanto no hubiera vengado la muerte de Patroclo.
Cuan numerosos caen los copos de nieve que envía Júpiter, y vuelan
helados al impulso del Bóreas, en tan gran número veíanse salir de las
naves los relucientes cascos, los abollados escudos, las fuertes corazas
y las lanzas de fresno. Armábase entretanto el divino Aquiles, con los
ojos centelleantes como encendida llama y rechinando los dientes.
Vistió la deslumbrante armadura, colgó del hombro una espada de

53
bronce, embrazó el fuerte escudo cuyo resplandor semejaba al de la
luna, cubrió su cabeza con el fornido casco de crines de caballo y sacó
del estuche la lanza hecha con un tronco de fresno, que entre todos los
aqueos él sólo podía manejar.
Entretanto, Automedonte había alistado el carro de Aquiles; empuñó
el látigo y subió de un salto. Aquiles trepó también, y exhortó con
agudos gritos a los caballos:
—¡Janto, Balio! — les dijo; — cuidad de traer salvo de regreso al
que hoy os guía, cuando nos hayamos saciado de combatir, y no le
dejéis muerto allá como a Patroclo.
Janto, uno de los corceles, a quien Juno dotó de voz en ese instante,
le respondió:
—Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquiles; pero está cercano el
día de tu muerte. Nosotros correríamos tan veloces como el soplo del
Céfiro. Pero también tú estás destinado a sucumbir a manos de un dios
y de un hombre.
—¡Janto! — replicó Aquiles, — ¿por qué me vaticinas la muerte?
Ninguna necesidad tienes de hacerlo. Ya sé que mi destino es perecer
aquí, lejos de mis padres; más con todo eso, no descansaré hasta haber
derrotado a los troyanos.
Así dijo, y dando voces, dirigió los caballos hasta situarse al frente
de las filas. Allí cerca, en una eminencia de la llanura, los troyanos se
apercibían también para el combate.
De pronto Júpiter tronó terriblemente en las alturas, y Neptuno
sacudió la tierra y las cumbres de los montes, ¿Qué ocurría? Que
incitadas por Júpiter, todas las deidades del Olimpo se habían lanzado
a la batalla en que acababan de trabarse aqueos y troyanos. Juno,
Minerva, Neptuno, Vulcano y Mercurio, auxiliaban a los aqueos. Del
lado de los troyanos combatían Apolo, Diana, Latona y Venus.
Aquiles procuraba romper el gentío para aproximarse a Héctor y
vengar en él la muerte de Patroclo. Pero Apolo interpuso en su camino
al caudillo Eneas, a quien infundió el valor y la fuerza de un dios. Allí
estaban frente a frente los dos héroes delante de las líneas enemigas, y
los guerreros interrumpieron la acción para verles combatir.
Eneas fue el primero en arrojar su lanza, clavándola con terrible
fuerza en el escudo de Aquiles sin lograr atravesarlo. Lanzó el Pelida
la suya que resonó en el escudo del caudillo troyano, atravesándolo.
Pero Eneas lo levantó, y la lanza pasó por encima de su hombro,
clavándose en la tierra. Aquiles entonces desnudó su espada atacando
furiosamente a su adversario. Habría muerto Eneas bajo el filo de la

54
espada, si los dioses, que le habían destinado a reinar sobre los
troyanos, no hubiesen intervenido a punto para salvarlo.
A ruego de Juno, acudió Neptuno al lugar de la lucha y cubrió de
niebla los ojos de Aquiles, arrancó del escudo de Eneas la lanza de
fresno que depositó a los pies de su dueño, y arrebatando a Eneas, lo
elevó sobre la turba de los guerreros colocándolo entre las últimas
filas. Como un león se revolvía Aquiles buscando vanamente a su
adversario. Al comprender la inutilidad de sus esfuerzos, dando
horribles gritos arremetió a los troyanos, produciendo entre ellos una
gran mortandad. Bajo la aguda punta de su lanza cayeron, entre
muchos otros, dos hermanos de Héctor, Licaón y Polidoro. Este
último, a quien el rey Príamo no permitía que participara en los
combates por ser el menor de sus hijos, por pueril petulancia,
haciendo gala de la ligereza de sus pies se había mezclado entre los
guerreros, y fue traspasado por la lanza de Aquiles al pasar junto a él.
Del mismo modo que al estallar abrasador incendio en los hondos
valles de áspera montaña, arde la poblada selva, y el viento mueve las
llamas que giran a todos lados, Aquiles se revolvía furioso con su
lanza, persiguiendo como una deidad, a los que estaban destinados a
morir. Así que los troyanos llegaron al vado del voraginoso Janto,
Aquiles los dividió en dos grupos: A los primeros echólos el héroe por
los caminos hacia la ciudad; los otros rodaron al caudaloso río y
cayeron en él con gran estrépito. Como las langostas, acosadas por el
fuego que estalla en la llanura, vuelan hacia el río y se echan
medrosas en el agua, del mismo modo la corriente sonora del Janto se
llenó por la persecución de Aquiles, de hombres y caballos que en él
caían confundidos.

55
XXII
COMBATE DE AQUILES Y HECTOR
En la ciudad de Troya, el anciano Príamo estaba en la sagrada torre
contemplando la batalla. Al ver el terrible empuje de Aquiles, y cómo
los troyanos huían espantados y sin fuerzas para resistirle, comenzó a
gemir y dijo así, dirigiéndose a los centinelas que guardaban las
puertas de la muralla:
—Abrid las puertas y sujetadlas con la mano hasta que lleguen a la
ciudad los guerreros que huyen espantados. Mas tan luego como
aquellos entren, cerradlas, pues temo que ese hombre funesto entre
por el muro.
Difícil era esto, pues Aquiles perseguía de cerca a los troyanos en
fuga. Y sin duda los aqueos habrían tomado Troya en ese instante, si
Agenor no hubiese resuelto salir al encuentro de Aquiles y desafiarlo
a combatir con él. Esperó al guerrero, cubierto con su escudo, y
amenazándole con su lanza le dijo:
—Grandes esperanzas concibes, esclarecido Aquiles, de tomar hoy
la ciudad de Troya, ¡Insensato! Aquí estamos, para defenderla
luchando por nuestros padres, esposas e hijos muchos y fuertes
varones, y tú recibirás aquí mismo la muerte a pesar de ser un terrible
guerrero.
Dijo, y le arrojó su lanza que golpeó una pierna de Aquiles, sobre la
polaina de estaño, sin lograr atravesarla. Aquiles, enfurecido, se lanzó
sobre Agenor; pero Apolo, arrebatando al troyano le cubrió de espesa
niebla llevándole a la ciudad. Mientras esto ocurría en el campo, los
troyanos en fuga tuvieron tiempo de refugiarse tras el muro y cerrar
sus puertas fuertemente.
¡Ah, pero no todos los guerreros troyanos estaban a cubierto de la
cólera de Aquiles! El divino Héctor había quedado fuera, para que se
cumpliese así la voluntad de los dioses. Frente a las puertas,
contemplaba el campo lleno de guerreros muertos, deseoso de
combatir con Aquiles.
Desde la torre, el anciano Príamo, al verlo, tendió hacia él los brazos
diciéndole con tono lastimero:
—¡Héctor, hijo querido! No aguardes solo y lejos de los amigos a
ese hombre, mucho más fuerte que tú, para que no mueras presto a sus
manos. Me ha privado ya de muchos hijos. Ven adentro del muro, hijo
querido, para que salves a los troyanos. Compadécete también de mí,

56
de este infeliz que aún conserva la razón, pero que pronto perderá la
vida.
Así dijo. Y Hécuba, la madre de Héctor, agregó derramando
lágrimas:
—¡Héctor, hijo mío! Apiádate de mí, y entrando en la muralla,
rechaza desde ella a ese enemigo y no salgas a su encuentro.
De esta manera Hécuba y Príamo imploraban a su hijo sin que
lograran persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquiles, que ya
se acercaba con la terrible lanza de Peleo sobre el hombro derecho y
el cuerpo protegido por el bronce que brillaba como el resplandor de
un incendio. Héctor, al verle, sintió que un extraño terror se apoderaba
de él y echó a correr espantado. Aquiles se lanzó en su persecución y
los dos corrían velozmente en torno a la muralla de Troya.
Mientras esto ocurría en la llanura, todos los dioses contemplaban la
escena, y Júpiter dijo:
—¡Oh, dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en
torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor, que tantos
sacrificios me ha ofrecido. Ea, deliberad y decidid si le salvaremos de
la muerte o dejaremos que sucumba a manos del Pelida.
—¡Oh, padre! — respondió Minerva. — ¿De nuevo quieres librar
de la muerte a ese hombre a quien ha tiempo el hado condenó a
morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
—Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo
benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra, pues conforme a
tus deseos.
Bajó Minerva del Olimpo y, colocándose junto a Héctor que aún
corría, tomó la figura de Deífibo, otro de los hermanos del héroe
troyano y le susurró al oído;
—Mi buen hermano, mucho te apremia el Pelida Aquiles. Ea,
detengámonos y rechacemos su ataque.
Engañado así por la diosa, Héctor se detuvo y esperó a Aquiles
diciendo:
—No huiré más de ti, ¡oh, hijo de Peleo! Mi ánimo me impele a
afrontarte, pero pongamos a los dioses por testigos de que
cumpliremos nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente si Júpiter
me concede la victoria, pues tan luego como te despoje de las armas
entregaré tu cuerpo a los aqueos. Pórtate tú conmigo de las misma
manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles:
—¡Héctor!, no me hables de convenios, como no es posible que los
haya entre los lobos y los corderos. Ya no te puedes escapar. Minerva

57
te hará sucumbir pronto y pagarás todos juntos los dolores de mis
amigos.
Diciendo esto, arrojó la formidable lanza. Héctor, al verla venir, se
inclinó rápidamente y la punta se clavó en el suelo. Minerva la
arrancó y la devolvió a Aquiles sin que Héctor lo advirtiese.
A su vez el héroe troyano lanzó su lanza sin errar el tiro, pero fue
despedida por la rodela del escudo sin llegar a atravesarlo.
Desenvainó entonces su espada y se arrojó sobre Aquiles ferozmente;
pero éste le esperó a pie firme, eligió el sitio que la armadura de
Patroclo no protegía, y clavó con furor la lanza en el cuello del héroe
troyano. Héctor cayó en el polvo, y Aquiles se jactó diciendo:
—¡Héctor!, cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te
creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. Pero
quedaba yo mucho más fuerte que él, para vengarlo.
Con lánguida voz, Héctor le respondió:
—Bien te conozco y sé que no es posible persuadirte de que
entregues mi cuerpo a los troyanos para que le honren. Pero guárdate
de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y
Apolo te darán la muerte junto a las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto, el alma
voló y descendió al Hades y Aquiles le dijo, como si todavía el héroe
le escuchara:
—¡Muere! Y yo recibiré la Parca cuando Júpiter y los demás dioses
inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
Luego le quitó la armadura, ató el cuerpo a su carro, y picó a los
caballos que partieron a escape arrastrándolo por el polvo.
La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y arrojando el blanco
velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre gemía
lastimeramente y en torno de él el pueblo se lamentaba. Los guerreros
apenas podían contener al anciano que pugnaba por salir al campo y
les decía:
—Dejadme, dejadme, amigos. Permitid que, saliendo solo de la
ciudad vaya a las naves y ruegue a ese hombre pernicioso y violento.
Acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Él también tiene
padre. Muchos hijos me ha matado, pero no me lamento tanto por
ellos como por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y
entonces nos hubiéramos saciado de llorarle su infortunada madre y
yo.
Así dijo llorando. Y la desdichada Hécuba decía:
—¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué después de haber padecido
terribles penas seguiré viviendo ahora que has muerto tú, hijo mío.

58
Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte
de todos los troyanos, que te saludaban como a un dios.
La esposa, que nada sabía, pero oyó los gemidos y lamentaciones
que llegaban de la torre, salió apresuradamente del palacio como una
loca, palpitándole el corazón. Y cuando llegó a la torre, y desde el
muro contempló el campo, vio a Héctor atado al carro de Aquiles y
que los veloces caballos lo arrastraban despiadadamente hacia las
naves. Las tinieblas de la noche velaron sus ojos y cayó de espaldas
desvanecida.

59
XXIII
FUNERALES DE PATROCLO
Mientras en la ciudad gemían los troyanos, Aquiles convocó a los
mirmidones junto a las naves; desató el cuerpo de Héctor, lo puso
junto al de Patroclo, y luego de verter copiosas lágrimas dijo así:
—Alégrate, Patroclo, aunque estés en el Hades. He traído
arrastrando el cadáver de Héctor y lo entregaré a los perros para que
lo devoren.
Al día siguiente, el rey Agamenón mandó que de todas las tiendas
saliesen hombres con mulas en busca de leña para formar la enorme
pira en que sería quemado el cuerpo de Patroclo. Numerosas encinas
de altas copas cayeron con estrépito, y partidas en rajas fueron
cargadas sobre los mulos y conducidas al lugar que Aquiles designó
para erigir el túmulo. Levantada la pira, de cien pies por lado,
colocaron en lo alto el cuerpo de Patroclo. Antes de que lo hicieran, se
cortó Aquiles la rubia y abundante cabellera y la puso en las manos
del amigo, excitando en todos el deseo de llorar. Delante de la pira
sacrificaron muchas ovejas y bueyes que fueron arrimados a la leña,
vertiendo también en ella dos ánforas llenas de aceite y miel. Luego,
prendiendo fuego a la pira, dijo Aquiles:
—Alégrate, Patroclo, aunque estés en el Hades, pues te he cumplido
lo que te prometí. Ahora entregaré el cadáver de Héctor a los perros.
Así dijo, pero los canes no se acercaron al cuerpo del héroe troyano.
Minerva los alejaba.
Recién entonces se entregó Aquiles al descanso. Al día siguiente,
cuando rayaba la aurora, se dirigió a donde estaba el rey Agamenón y
le dijo:
—Átrida y demás príncipes aqueos: apaguemos ya cuanto de la pira
alcanzó la violencia del fuego; recojamos después los huesos de
Patroclo que han quedado en el centro y pongámoslos en una urna de
oro, donde permanecerán hasta que yo descienda al Hades, para que
pongan también en él los míos. Luego le erigiremos un túmulo
pequeño, y cuando yo muera lo haréis más anchuroso y alto.
Todo se cumplió según los deseos de Aquiles. Y cuando el túmulo
estuvo erigido, hizo el Pelida detener al pueblo y tomar asiento
formando un gran circo, para que presenciaran los juegos que se iban
a desarrollar en honor de Patroclo.
Empezó exponiendo los premios destinados a los veloces aurigas. El
conductor del primer carro que llegara se llevaría una esclava diestra

60
en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas;
para el segundo, una yegua de seis años; para el tercero, una caldera
de cuatro medidas.
—Estos premios son para los aurigas — dijo Aquiles; — adelantaos,
pues, los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros.
Levantáronse entonces Eumelo, Diomedes, Menelao y Antíloco,
hijo de Néstor. Todos ellos aparejaron sus carros, subieron a ellos, y
luego de echar suertes, y puestos en fila, a una seña de Aquiles
levantaron a un tiempo mismo los látigos castigando a los caballos y
animándolos con sonoras voces. Alejándose de las naves, comenzaron
éstos a correr por la llanura con suma rapidez. La polvareda que
levantaban les envolvía el pecho como una densa nube, y las crines
ondeaban al soplo del viento. Los carros, a veces tocaban el suelo y
otras daban saltos en el aire. Los aurigas permanecían en los asientos
con el corazón palpitante y cada cual animaba a sus corceles. Cuando
llegaron a la segunda mitad de la carrera, todos los caballos
comenzaron a galopar. Venían delante las yeguas de Eumelo, y las
seguían los caballos de Diomedes, tan de cerca, que parecían que iban
a subir en el carro del primero. Y Diomedes hubiera pasado adelante,
si Apolo, que estaba irritado con el hijo de Tideo, no le hubiese hecho
caer de las manos el lustroso látigo. Afligióse el héroe al ver que las
yeguas se adelantaban en tanto que sus caballos quedaban demorados
al no sentir el azote. No pasó desapercibida a Minerva la treta de
Apolo, y corriendo hacia Diomedes le devolvió el látigo, a la vez que
daba nuevos bríos a los caballos. Luego, irritada, rompió el yugo del
carro de Eumelo. Cada yegua se fue por un lado del camino; el timón
cayó en tierra y el auriga rodó junto a una rueda hiriéndose en los
brazos y la cara. Diomedes se adelantó un gran espacio a los demás, y
detrás marchaban Menelao y Antíloco, disputándose el segundo
puesto.
Ya en el último tramo, cerca de la meta, Remedes aguijaba a los
corceles y ellos, levantando en alto los cascos recorrían velozmente el
camino y rociaban de polvo al auriga. Cuando Diomedes llegó al
circo, detuvo el luciente carro guarnecido de oro y estaño. Los
caballos estaban cubiertos de espuma, y el héroe, saltando a tierra,
dejó el látigo colgando del yugo. Recogido el premio, se retiró a su
tienda mientras sus compañeros desuncían del carro los corceles.
Después de Diomedes llegó Antíloco y en seguida Menelao. Este
culpaba al primero de haberlo obligado, amenazando chocarlo en la
carrera, a detener su carro. Cuando Aquiles iba a entregar a Antíloco
el segundo premio, Menelao le dijo:

61
—¡Antíloco! Tú que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste
mi habilidad y atropellaste mis corceles haciendo pasar delante los
tuyos. Ea, ven aquí como es costumbre, delante de los caballos y el
carro, y teniendo en la mano el látigo, jura por el que ciñe y sacude la
tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.
—Perdóname, oh rey Menelao — respondió Antíloco, — pues soy
más joven y tú eres mayor y más valiente. Apacígüese pues tu
corazón: yo mismo te cederé el premio que he recibido, y si de cuanto
tengo me pidieras algo más preferiría dártelo en seguida, a perder para
siempre tu afecto y ser culpable delante de los dioses.
Así dijo Antíloco, y conduciendo la yegua que le dieron como
premio, se la ofreció. El espíritu de Menelao se bañó de gozo y dijo
así:
—¡Antíloco!; aunque estaba irritado, seré yo quien ceda, porque en
ti la juventud venció a la razón. Abstente en lo sucesivo de querer
engañar a los que te son superiores. Ningún otro aqueo me ablandaría
tan pronto; pero has padecido y trabajado mucho por mi causa, de
modo que te daré la yegua que es mía, para que éstos sepan que mi
corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel.
Aquiles sacó entonces los premios para el pugilato: una mula de seis
años y una gran copa de doble asa. Luego invitó a los más diestros a
que se adelantaran para combatir a puñadas. Levantóse Epeo, un
varón fuerte y alto, y sólo se atrevió a luchar con él, Euríalo, hijo del
rey Meciste Talayónida.
Puestos en medio del circo, ambos varones se acometieron y los
fornidos brazos se entrelazaron. Epeo dio de pronto un golpe en la
mejilla a su rival que le espiaba, y que cayó hacia atrás con las piernas
desfallecidas. Epeo, tomándolo de las manos lo levantó y lo entregó a
los compañeros que se lo llevaron para auxiliarlo, pues le manaba
sangre de la boca.
Siguieron a este juego la lucha, carreras a pie, lanzamiento de la
lanza y la bala, un combate singular entre dos guerreros armados, y
por último tiro a la paloma, con el arco 17.
Clavó Aquiles en la arena, para este último juego un mástil de
navío, después de atar en su punta, por la pata y con delgado cordel
una paloma, y les invitó a tirarle saetas diciendo:
—El que hiera a la paloma llevará el primer premio; el que acierte a
dar en la cuerda sin tocar el ave llevará el segundo.

17
Como se ve por lo dicho en el presente capítulo, de los juegos olímpicos que
actualmente se practican, provienen de la Grecia antigua.
62
Los premios eran, respectivamente, diez hachas grandes y diez
pequeñas.
Levantóse entonces el caudillo Teucro y luego Meríones, escudero
de Idomeneo. Echaron dos suertes en un casco de bronce y salió
primero la de Teucro. Este arrojó al momento, con vigor una flecha,
pero sin ofrecer antes a Apolo una hecatombe, y la flecha rompió el
cordel muy cerca de la pata. La paloma voló, el cordel quedó colgado,
y los aqueos aplaudieron. Meríones arrebató apresuradamente el arco
de manos de Teucro, acercó a la cuerda una flecha que tenía
preparada, y viendo que la paloma daba vueltas en lo alto del aire,
votó a Apolo una hecatombe de corderos, lanzó la flecha y atravesó a
la paloma una de las alas. La flecha cayó al suelo a los pies de
Meríones, y el ave, posándose en el mástil inclinó el cuello, batió las
alas, y cayó a lo lejos.
Meríones, ante la admiración de todos recogió su premio, y con esto
terminaron los juegos.

63
XXIV 1
RESOLUCION DE PRIAMO
Disuelta la junta, los guerreros se dispersaron por las naves y se
entregaron al sueño. Solamente Aquiles lloraba acordándose del
compañero querido, sin que el sueño llegara a sus ojos. Al evocar a
Patroclo, nacía en su corazón de nuevo el odio contra Héctor, a pesar
de haberle dado muerte, y se complacía pensando que los padres y la
afligida esposa no tendrían el cuerpo para llorar junto a él y hacerle
los honores fúnebres que le correspondían.
Mientras esto pasaba en la tienda de Aquiles, Apolo, apiadándose
del héroe troyano aun después de muerto, propuso a los demás dioses
del Olimpo robar el cuerpo de Héctor y conducirlo a Troya sin que
Aquiles se enterara. Algunas deidades se opusieron, y entonces dijo
Apolo:
—Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no os ofreció
en vida innumerables sacrificios? Y ahora que ha muerto no os
atrevéis a salvar su cuerpo de la cólera de Aquiles y ponerlo a la vista
de su esposa, sus padres y su hijo que le tributarían honras fúnebres.
Por el contrario, queréis favorecer al pernicioso Aquiles, que concibe
pensamientos irrazonables, tiene en su pecho un ánimo inflexible y
medita cosas feroces como un león a la vista de su festín.
Juno le respondió irritada:
—Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquiles y a
Héctor los tuvierais en igual estima. Pero Héctor fue mortal, hijo de
una mujer, en tanto que Aquiles es nacido de una diosa a quien yo
misma alimenté y luego casé con Peleo, varón querido por los
inmortales. Todos los dioses presenciaron la boda, y tú mismo
pulsaste la cítara en la fiesta.
Entonces intervino Júpiter en la disputa, diciendo:
—¡Juno, no te irrites contra las deidades! Sabe que Héctor era
también para mí el más querido de cuantos mortales viven en Troya,
pues nunca dejó de ofrecerme sacrificios. Desechemos sin embargo la
idea de robar su cuerpo a escondidas de Aquiles, pues a toda hora, de
día y de noche le acompaña su madre. Pero llamad a Tetis para que se
me acerque y yo le diré lo que sea oportuno para que Aquiles,
recibiendo los dones de Príamo, le devuelva el cuerpo de su hijo.
Iris, la mensajera de ligeros pies, fue en busca de Tetis y no tardó
ésta en comparecer ante Júpiter.

64
—Tetis — dijo el Crónida; — se ha suscitado entre los inmortales
una contienda acerca del cuerpo de Héctor y algunos proponen
robarlo; pero yo prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo. Ve en
seguida al ejército y amonesta a tu hijo. Dile que los dioses están
irritados contra él, y yo más que ninguno, porque retiene junto a las
naves el cuerpo de Héctor y no permite que lo rediman. También
mandaré la diosa Iris al magnánimo Príamo, para que éste vaya a las
naves aqueas y ofrezca a Aquiles ricos dones que aplaquen su enojo.
Tetis no fue desobediente, y bajando del Olimpo llegó a la tienda de
su hijo.
—¡Hijo mío! — exclamó la diosa. — ¿Hasta cuándo dejarás que el
llanto y la tristeza roan tu corazón? Ahora vengo a verte como
mensajera de Júpiter. Está irritado porque enfureciéndote retienes a
Héctor junto a las naves y no permites que lo rediman. Ea, entrega el
cadáver y acepta su rescate.
Respondióle Aquiles:
—Sea pues así: quien traiga el rescate que se lleve al muerto, ya que
el mismo Olímpico lo ha dispuesto.
Mientras así conversaban éstos, Iris, mandada por Júpiter volaba
hacia el palacio de Príamo, en el cual se escuchaban llantos y
gemidos. Detúvose la mensajera junto al anciano que lloraba rodeado
de sus hijos, y le habló así:
—Cobra ánimo, Príamo, y no te espantes que no vengo a presagiarte
males sino a participarte cosas buenas. Soy mensajera de Júpiter que
se interesa por ti y te compadece. El Olímpico te manda rescatar el
cuerpo de Héctor, llevando a Aquiles dones que aplaquen su enojo.
Ve solo, pues, acompañado de un heraldo más viejo que tú. No temas
a la muerte ni que otro mal alguno pueda ocurrirte, pues tendrás por
guía al Argicida, que te llevará cerca de Aquiles. Y no temas que éste
te mate, pues no es insensato ni perverso y tendrá buen cuidado de
respetar a un suplicante.
Al enterarse Hécuba de que su esposo había resuelto obedecer a la
diosa y visitar a Aquiles en su tienda, intentó hacerle desistir,
diciéndole:
—¡Ay de mí!, ¿no comprendes que ese guerrero cruel no se apiadará
de ti ni te respetará? Lloremos a Héctor desde lejos.
—No te opongas a mi resolución ni intentes persuadirme — replicó
Príamo. — Si me diese la orden un mortal la creería falsa y
desconfiaría; pero ahora yo mismo he oído a la diosa, la he visto
delante de mí y he de hacer lo que me dijo. Y si mi destino es morir

65
en las naves de los aqueos, lo acepto: máteme Aquiles luego que
abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
Así dijo, y levantando las tapas de las arcas extrajo de ellas doce
magníficos peplos, doce mantos, doce tapetes, doce palios blancos y
otras tantas túnicas. Luego pesó diez talentos de oro, y por fin sacó
dos trípodes relucientes, cuatro calderas y una hermosa copa de oro.
Luego mandó aparejar un carro de mulas, hizo colocar encima los
magníficos presentes y a continuación subieron al pescante Príamo y
el heraldo. Hizo el primero una libación a Júpiter invocando su
protección, y las mulas, guiadas por el prudente Ideo, echaron a andar
por el vestíbulo hacia el pórtico. Los hijos y los amigos del rey lo
acompañaron un trecho derramando abundantes lágrimas, pues ya le
imaginaban muerto por el colérico Aquiles.
Cuando el carro atravesaba la llanura fue advertido por el
largovidente Júpiter, quien, llamando a su hijo Mercurio, le habló así:
—Mercurio, puesto que te es grato acompañar a los hombres, ve y
conduce a Príamo hasta las naves aqueas de suerte que no lo vea
ningún guerrero ni lo descubran hasta que llegue a la tienda del Pelida
Aquiles.
Obediente a la orden, Mercurio calzó los divinos talares, tomó la
vara con que adormece los ojos de los hombres y descendió del
Olimpo echando a andar por la llanura transfigurado en un joven
príncipe.
Cuando Príamo y el heraldo llegaron al río, detuvieron la marcha de
las mulas para que bebiesen. Ya se estaba haciendo la noche sobre la
tierra. De pronto advirtió Príamo la presencia de Mercurio junto a
ellos, y dijo a Ideo en voz baja:
—Oye, Dardánida; veo a un hombre allí cerca y se me figura que es
un enemigo. ¿Qué te parece; huiremos o le rogamos que se apiade de
nosotros?
Pero Mercurio ya estaba junto a ellos, y dirigiéndose a Príamo le
dijo:
—¿A dónde vas, padre mío, durante la noche y conduciendo tales
riquezas? ¿No temes que los aqueos, tus enemigos, te ataquen de
improviso? ¿Habéis resuelto abandonar la ciudad amedrentados por la
muerte de tu hijo Héctor, el fuerte varón que la defendía?
—¿Quién eres, hombre excelente y cuáles los padres de que naciste,
ya que con tanta oportunidad has mencionado la muerte de mi hijo
infeliz? — repuso Príamo. Mercurio contestó diciendo que era un
servidor de Aquiles y se ofreció para guiarlos hasta la tienda del héroe
aqueo. Aceptado su ofrecimiento, subió al carro y empuñó las riendas.

66
Cuando llegaron al foso y las torres que protegían las naves, los
centinelas comenzaban a preparar la cena. Mercurio los adormeció a
todos, abrió la puerta e introdujo al campamento aqueo el carro en que
viajaban Príamo y sus regalos. Llegaron pronto a la elevada tienda
que los mirmidones habían construido para Aquiles, y entonces
Mercurio, bajando del carro, dijo a Príamo:
—¡Oh, anciano!; yo soy un dios inmortal, soy Mercurio, y mi padre
me ha enviado para que fuese tu guía. Ahora me retiro al Olimpo.
Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por sus padres y su
hijo, para que conmuevas su corazón.
Así dijo y desapareció. Príamo saltó a tierra, dejó a Ideo al cuidado
del carro y se encaminó hacia la tienda de Aquiles. Halló al héroe
cenando rodeado por sus amigos. El anciano se acercó al Pelida y se
hincó delante de él abrazándole las rodillas.

67
XXIV 2
EL RESCATE DE HECTOR
Enorme fue la sorpresa de Aquiles y sus amigos al ver dentro de la
tienda, y de rodillas, al poderoso rey de Troya. Príamo le habló de este
modo:
—He venido a hablarte invocando el recuerdo de tu padre, Aquiles,
que tiene la misma edad que yo y ha llegado ya al umbral de la vejez.
Quizá en este instante sus vecinos le oprimen, pero él guarda
esperanza sabiendo que vives y espera de día en día verte regresar de
Troya. Yo, desdichado, no puedo decir lo mismo. Muchos son los
hijos que esta cruenta guerra me ha quitado ya, y el que era único para
mí, pues defendía la ciudad y sus habitantes, a ese, poco ha, tú lo
mataste mientras combatía por su patria. Por él he venido hasta las
naves aqueas pensando redimirlo, y traigo para ello un inmenso
rescate. Respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí acordándote
de tu padre.
Así habló, y Aquiles, recordando a su padre, sintió deseos de llorar.
Tomó de la mano a Príamo y le apartó con suavidad. El anciano
lloraba a su vez recordando a su hijo. Cuando ambos hubieron
derramado abundantes lágrimas, Aquiles hizo levantar a Príamo, y le
dijo:
—¡Ah, infeliz!, muchos son los infortunios que tu ánimo ha
soportado. ¿Cómo osaste venir solo a las naves aqueas y a la presencia
del hombre que mató a tus hijos? Mas ea, toma asiento; y aunque los
dos estamos afligidos, dejemos ya de llorar, pues el llanto nada
aprovecha. También mi padre es desdichado, pues los dioses le
permitieron que tuviera un solo hijo, yo, y mi vida ha de ser breve. Tú
fuiste dichoso durante mucho tiempo y los dioses enviaron esta plaga
a tu ciudad. Súfrela, pues con resignación.
—No me pidas que me siente — respondió Príamo con sequedad,
— mientras Héctor yace insepulto. Entrégamelo cuanto antes y tú
recibe el cuantioso rescate.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles:
—¡No trates de irritarme, anciano! Tengo resuelto entregarte a
Héctor, pues para ello Júpiter me envió a mi madre como mensajera.
Comprendo también que un dios te trajo hasta las naves, porque
ningún mortal se atrevería a venir al ejército aqueo, ni entraría sin ser
visto por los centinelas. Cuida, pues tus palabras, no sea que te falte al

68
respeto en mi tienda, aun siendo mi suplicante, y viole las órdenes de
Júpiter.
El anciano calló atemorizado. Aquiles, saltando como un león salió
de la tienda seguido por sus servidores. Descargaron éstos el valioso
rescate. Luego lavaron y ungieron el cuerpo de Héctor, lo cubrieron
con una túnica, y el mismo Aquiles lo puso en un lecho que fue
colocado sobre el carro. Luego el Pelida pronunció estas palabras:
—No te enojes conmigo, ¡oh, Patroclo!, si en el Hades te enteras de
que he entregado el cadáver de Héctor a su padre, pues me ha traído
un rescate digno, y de él te dedicaré la debida parte.
Luego se encaminó a la tienda y dirigió estas palabras al anciano
Príamo:
—Tu hijo, ¡oh, anciano!, está rescatado como pedías. Yace en un
lecho, y al despuntar la aurora podrás verlo y llevártelo. Ahora
pensemos en cenar... — Ordenó que sirvieran la mesa. Príamo probó
algunos alimentos y luego dijo:
—Permíteme que me acueste, pues mis ojos no se han cerrado desde
que murió mi hijo. Ahora he probado la comida, pues desde ese
instante no había tomado alimento alguno.
—Bien — dijo Aquiles, — pero acuéstate fuera de la tienda, querido
anciano, no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como
suelen, a consultarme; si alguno de ellos te viera podría decirlo a
Agamenón, y quizá se diferiría la entrega del cadáver. Dime ahora
durante cuántos días quieres hacer honras a tu hijo Héctor, para
permanecer quieto yo mismo durante ellos y contener al ejército.
Y respondió Príamo:
—Si quieres que yo pueda celebrar los funerales de Héctor,
haciendo lo que voy a pedirte, ¡oh, Aquiles!, me dejarías complacido.
Durante nueve días lo lloraremos en el palacio; el décimo lo
sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre; el undécimo
le erigiremos un túmulo, y el duodécimo volveremos a luchar, si
necesario fuere.
—Se hará como pides, anciano Príamo — repuso Aquiles; —
suspenderé la guerra durante todos esos días.
Estrechó luego la mano del anciano, y éste y el heraldo se acostaron
en el vestíbulo. Durante su sueño, se acercó Mercurio a la cabeza del
anciano y le dijo:
—¡Oh, anciano! No te inquieta el peligro cuando duermes así, en
medio de los enemigos. Acabas de rescatar a tu hijo, pero los que te
quedan tendrían que dar tres veces más para redimirte vivo, si llegaran

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a descubrirte Agamenón y los demás aqueos, aunque Aquiles te haya
respetado.
Despertó el anciano y llamó a Ideo que dormía a su lado. Mercurio
entretanto unció las mulas y cuando los tres hubieron subido al carro,
lo guio entre el ejército sin que nadie lo advirtiera. Mas cuando
llegaron al vado del Janto, en el instante en que despuntaba la aurora,
Mercurio regresó al Olimpo.
La primera en divisar desde lejos el carro, y tendido en él el cuerpo
de Héctor, fue Casandra, la hermana del difunto héroe troyano, y
prorrumpiendo en sollozos comenzó a clamar por toda la ciudad:
—Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas. Y si alguna vez os
alegrasteis al verle regresar vivo del combate, venid ahora a llorarle.
A su voz acudió todo el pueblo troyano dirigiéndose a las puertas de
la ciudad. La esposa y la madre fueron las primeras en echarse sobre
el carro acariciando el cuerpo de Héctor y llorando. Dentro ya del
palacio, pusieron el cadáver en torneado lecho e hicieron sentar a su
alrededor cantores que preludiaran el treno 18. Estos cantaban y las
mujeres respondían con gemidos. En medio de ellas, Andrómaca, que
sostenía con sus manos la cabeza de Héctor, comenzó las
lamentaciones exclamando:
—¡Marido! Saliste de la vida cuando aún eras joven y me dejas
viuda en el palacio. Nuestro hijo todavía es infante y no creo que
alcance a la mocedad. Antes será la ciudad arrasada desde su cumbre,
porque has muerto tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que
protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. ¡Oh,
Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí
me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de
morir, tenderme los brazos ni hacerme saludables advertencias que yo
hubiera recordado siempre con lágrimas en los ojos.
Así dijo llorando y las mujeres gimieron.
También dijeron sus lamentaciones Hécuba y Helena, y la inmensa
muchedumbre prorrumpió en amargo llanto. El anciano Príamo dijo al
pueblo:
—Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna
emboscada por parte de los aqueos, pues Aquiles, al despedirme en las
naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima
aurora.
Pronto, la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulas, se
reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon
abundante leña; y cuando por décima vez apuntó la aurora, que trae su
18
Treno: canto fúnebre, muy quejumbroso.
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luz a los mortales, sacaron llorando el cadáver de Héctor, lo pusieron
en lo alto de la pira y le prendieron fuego.
Y así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosados
dedos, se congregó el pueblo en torno de la pira. Y cuando todos se
hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira que
estaba todavía ardiendo; en seguida los hermanos y amigos, gimiendo
y llorando recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna
de oro envuelta en fina tela de púrpura. Depositaron la urna en el
hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, y construyeron el
túmulo.
Luego, en el palacio de Príamo celebraron un espléndido banquete
fúnebre. Y con ello terminaron las honras tributadas a Héctor, el más
valiente de los troyanos.

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INDICE

EL NOMBRE...............................................................................................1
LA CUNA....................................................................................................2
LA EPOCA..................................................................................................2
NOMENCLATURA MITOLOGICA..........................................................3
EL ARGUMENTO......................................................................................5
I EL CASTIGO DE APOLO........................................................................7
II LA OFENSA DE AGAMENON............................................................11
III DEVOLUCION DE CRISEIDA...........................................................13
IV EL SUEÑO DE AGAMENON.............................................................15
V COMBATE SINGULAR.......................................................................18
VI LA TRAICION.....................................................................................22
VII DIOSES Y HOMBRES.......................................................................25
VIII HECTOR............................................................................................30
IX LA TREGUA........................................................................................36
X LA COLERA DE JUPITER...................................................................39
XI UNA EMBAJADA A AQUILES.........................................................41
XII EL ASALTO A LA MURALLA.........................................................44
XVI PATROCLO.......................................................................................47
XVIII LAS ARMAS DE AQUILES..........................................................50
XIX AQUILES EN ACCION....................................................................53
XXII COMBATE DE AQUILES Y HECTOR..........................................56
XXIII FUNERALES DE PATROCLO......................................................60
XXIV 1 RESOLUCION DE PRIAMO......................................................64
XXIV 2 EL RESCATE DE HECTOR.......................................................68

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