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Historia de La Filosofía 7 - La Cultura Cristiana y San Agustín - García-Junceda (Ediciones Cincel, 1988) PDF
Historia de La Filosofía 7 - La Cultura Cristiana y San Agustín - García-Junceda (Ediciones Cincel, 1988) PDF
LA CULTURA CRISTIANA
Y SAN AGUSTIN
SERIE
HISTORIA DE LA FILOSOFIA
7
LA CULTURA CRISTIANA
Y SAN AGUSTIN
PROLOGO DE
MANUEL MACEOLAS FAFIAN
Profesor titular de Historia de la Filosofía
de la Universidad Complutense de Madrid
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EDITORIAL
CINCEL
Cubierta: Javier del Olmo
A m odo de p r ó lo g o ........................................................ 9
Cuadro cronológico comparado ..................................... 12
5
2.3. C ristianism o y h e le n is m o ........................... 35
2.3.1. El ex trañam iento cu ltu ral cris
tiano ....................................................... 37
2.4. El C ristianism o postapostólico ............... 38
2.4.1. La helenización del C ristianism o. 39
2.5. El hom bre nuevo ......................................... 41
6
6. Las relaciones en tre fe y r a z ó n .......................... 103
6.1. In tro d u cció n .................................................... 103
6.2. D elim itación del problem a ...................... 104
6.3. Qué es la Filosofía ....................................... 105
6.4. Identificación existencial de la Religión
con la F ilo s o fía ............................................... 107
6.5. Identificación m etafísica ............................ 109
6.6. El sentido de la fe en orden al conocer. 112
6.7. A m odo de conclusión ................................. 117
7
10. El conocim iento de Dios por el hombre ... 172
10.1. El conocim iento de Dios .......................... 172
10.1.1. C onocim iento ascensional ......... 173
8
A modo de prólogo
9
q uebró para siem pre su fortaleza y doblegó definitiva
m ente su tesón. Sólo pudo dejarnos escritos los cuatro
prim eros capítulos. En ellos, y tras la apariencia de un
tratam ien to pu ram ente histórico de ese período, José
Antonio G arcía-Junceda ha sabido ir persiguiendo el hilo
tem ático de lo que supuso el C ristianism o como esencia
vivificadora de la cu ltura occidental en cada uno de los
hitos históricos o en el seno del pensam iento de escri
tores, pad res y teólogos. Su tratam ien to es, p o r ello,
pro fu n d am en te original y se aleja de las exposiciones
usuales de las histo rias de la filosofía. Para p ercatarse
de ello se exige, sin duda, atención en la lectura, puesto
que cada página está vinculada a la a n terio r y a la si
guiente ra strean d o la penetración racional y cultural del
cristianism o. Tan sutil m anera de exponerlo pocos po
d rían hacerlo com o José Antonio, que era uno de los
m ás grandes conocedores de este período. Sobre ello
llam am os la atención del lector.
Pero, antes de re d a c ta r los capítulos dedicados a San
Agustín, se hicieron p ara él ciertas aquellas bellas p ala
b ras de las últim as páginas de las Confesiones: «todo
este orden herm osísim o de las cosas en extrem o buenas,
cum plidas sus m edidas, ha de pasar». Y llegó p ara nues
tro amigo José Antonio «el descanso después del tiem
po» agustiniano. Sus am igos nos em peñam os entonces
en term in ar, no con la perfección con que él lo hubiera
hecho, el tra b a jo em pezado. P articu larm en te los cap ítu
los V y VI fueron redactados p o r Rafael R am ón G uerre
ro. Sobre Adolfo Arias Muñoz recayó el peso m ayor,
puesto que suyos son los capítulos VII, V III, IX y X,
que, p ro fu n d am en te docum entados, responden al núcleo
del pensam iento agustiniano, com o puede apreciarse.
Por últim o, el que suscribe, recoge en el capítulo XI las
ideas p rincipales de La Ciudad de Dios. Ese fue el rem e
dio ed ito rial que, dignam ente creem os, hace posible este
libro. Pero la ausencia de nuestro amigo, esa sí, es ya
p ara todos, am igos y estudiosos de la filosofía, irrem e
diable.
Perdónenos el lecto r si, con esta obligada explicación,
no hem os podido elu d ir la evocación del recuerdo de
10
José Antonio, esencialm ente amigo, a cuya m em oria de
dicam os —ju n tam en te con la E ditorial Cincel— este
libro, en p a rte suyo, p ara quien sin duda se h ab rá hecho
bueno el anhelo agustiniano de la paz, de la sum a paz,
que so b rep u ja a todo entendim iento.
M a n u e l M a c e ir a s F afxán
11
12
Cuadro cronológico com parado
110.—Arco de Bará. 117-138,-—Adriano.
121-180,—M asco Aurelio . 125-200,—Luciano de S amosata.
138-161,—Antonino .
145-215.—Clemente de Alejandría. 150.—L uciano: Diálogos. 161-180.—M arco Aurelio .
—T olomeo: Astronomía.
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Conversión de C onstantino
Cristianismo.
339-397.—S an Ambrosio . 325.—Concilio de Nicea.
347-419.—S an J erónimo. 313.—Edicto de Milán: libertad al
Cristianismo,
13
14
com parado (Continuación)
15
El Cristianismo
como hecho histórico
1.1. Introducción
Desde la perspectiva del creyente la venida de C risto
al m undo es un acontecim iento a-histórico. La decisión
divina de la E ncarnación no estab a integrada en el plan
del hom bre, sino sólo en el de Dios. In te n ta r averiguar
p or qué tales acontecim ientos se p ro d u jero n en un m o
m ento d eterm in ad o de la h isto ria excede a la capacidad
hum ana, incluso la del creyente: Dios cum plim entó su
prom esa al pueblo de A braham en el m om ento p rev iste
desde toda la E tern idad. El C ristianism o, p o r tanto, es
p ara el creyente u na donación, en v irtu d de la cual va
a serle posible elevarse sobre sí m ism o y sobre la m u er
te. El credo del C ristianism o constituye una dim ensión
fu n d am en tal de los hechos que aquí tratam os; sin em
bargo, au n q u e respetándolo, no será en estos m om entos
m otivo de mi reflexión.
Ahora bien, desde la perspectiva que aquí nos in te
resa, la venida de C risto al m undo es un evento h istó
rico y geográfico valorable desde las coordenadas espa
17
cio-tem porales que lo definen. Así, afirm o, en p rim er
lugar, que fue un acontecim iento en el ám bito del m u n
do hebreo, de su cu ltu ra y de su historia. Y en un m o
m ento que el pueblo judío vivía unas determ inadas ges
tas políticas, que habían condicionado su econom ía, so
ciología y cultu ra. De cuál era esta situación me voy
a o cu p ar en p rim e r lugar.
18
1.2.1. P roceso de la penetración del C ristian ism o
en O ccidente
19
los herm anos M acabeo (166 a. de C.), la cual alcanzaron
de hecho d u ra n te el m ando de Judas M acabeo, el
año 166 a. de C., aunque perm anecieron bajo la nom inal
so b eranía de los seléucidas h asta que fue reconocido el
reino de Jerusalem p o r el rey de A ntioquía, el año 142
a. de C.
d) El contacto con Rom a se p ro d u jo porque en el
nuevo reino de Jerusalem se entabló, una vez m ás, un
claro antagonism o en tre el p artido real, in tem acio n a
lista, y el p artid o piadoso, aislacionista. Ambos p artid o s
recu rren a Pompeyo, vencedor de M irtrídates, que acaba
con el p artid o real el año 64 a. de C., quedando Je ru sa
lem in co rp o rad a a la provincia rom ana de Siria, h asta
que reaparece la m onarquía en Roma, con Antonio, el
año 37 a. de C. Rom a confió entonces a H erodes, como
su aliado, el tro n o de Palestina, quien restau ró el es
plen d o r salom ónico creando una corte cosm opolita,
cu lta y helenizante, h asta el punto de convertirse H ero
des el G rande, degollador de los inocentes, en p ro tec to r
de Atenas, y m anteniendo estrecho contacto con todas
las colonias de la diáspora.
e) A su m uerte H erodes rep artió el reino entre sus
hijos Arquelao, H erodes Antipas, que m andó degollar
a San Ju an B autista, y H erodes Filipo. En este tiem po se
p ro d u jo la predicación de Jesús.
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1.3. Temporalidad y Cristianismo
La concepción h istó rica que vive un pueblo no está
basada en las d octrinas que crean sus sabios, pero sí en
lo que el tiem po significa p ara él que, en definitiva, es
lo que sirve de base a sus sabios p ara fu n d a r una doc
trin a de la historia.
El pensam iento griego y después el rom ano concibie
ron la h isto ria com o una continua repetición de hechos,
de situaciones. De aquí que fu era «m aestra de la vida».
Lo que sucede es que el hom bre vivía, sin darse cuenta,
esta infinita repetición del acontecer en el cual está
inm erso y atado a él p o r el destino, sin que pueda
librarse de esta sujeción sea cual fuere el nom bre que
se dé a aquello que obliga a los acontecim ientos a repe
tirse. El esfuerzo p o r su strae rse a esa fuerza p ro d u jo
la tragedia vinculada así al m ito del eterno retorno.
21
El tiem po se vivió com o circular, siendo el tiem po en
el que
lo frío se torna caliente, lo caliente frío, lo mojado
seco y lo seco húmedo.
(Frag. B126)
El tiem po es así un absoluto; en ese sentido se le
llam ó eterno, al cual se refiere todo com o a su p rin
cipio y fin, com o en el m ito de Crono devorador de sus
hijos o en el texto de Anaxim andro:
Donde las cosas se generan, allí retornan disolvién
dose, según lo necesario y, así, una paga a la otra
la pena que para retornar la justicia le es impuesta
por su injusticia, según el orden del tiempo.
(Frag. Bl)
El tiem po es, sin principio ni fin continuam ente sien
do. Todo es p ara el tiem po. Y es obvio co n stata r que
m uchas de las concepciones filosóficas clásicas son un
reflejo de esta vivencia del tiem po, com o la tran sm ig ra
ción de las alm as.
Séneca fue disidente en esta concepción del tiem po
y no p o rq u e escapara a la concepción del «eterno re
torno» ni al influjo del destino sino porque, pese a todo
ello, concibió el tiem po com o la ocasión dada al hom bre
p ara hacer algo:
El vivir como si hubiera, de vivir para siempre, sin
que nuestra fragilidad os despierte. No observáis el
tiempo que se os ha pasado y así gastáis de él como
de caudal colmado y abundante, siendo contingente
que el día que tenéis determinado para alguna acción
$m el último de vuestra vida.
(De Brevitate Vitae, IV)
22
brc las sostenidas anteriorm ente, lo hizo sin verlas en
una perspectiva histórica, sino com o actuales en aquel
tiempo.
23
m undo com o exigencia de !a necesidad de Dios. E igual
sucede en la conciencia de la tem poralidad y la tem po
ralidad de la conciencia.
N osotros, m odernos, e incluso San Agustín, aún hom
bre clásico, entendem os la eternidad com o carencia de
tiem po. Según yo creo —d em ostrarlo sería muy proli
jo— , p ara un pen sad or cristiano lo que propiam ente es
un concepto negativo es el de tem poralidad com o nega
ción de la eternidad. El análisis va en busca, en el Cris
tianism o, del concepto de la eternidad, que puede ser
incluido p or la propia reflexión, dada la indudable ansia
de etern id ad que anida en el hom bre y que para él es
au tén tica realidad. Ansia de eternidad que no es identi
f i c a r e de m an era alguna con lo que los griegos enten
dieron p o r infinitud del tiem po, ya que este concepto
helénico es, quizá, el que b o rra al otro en los autores
posteriores al p en sar estrictam ente cristiano.
Lo otro, la tem poralidad de la conciencia y la con
ciencia de la tem poralidad, es de lo que se p arte y no
a lo que se preten d e llegar. Es tam bién lo m ás sabio y
lo m ás consciente, de la m ism a form a que la contingen
cia del inundo es m ás evidente que la necesidad de Dios
necesario.
La tem poralidad es despreciada, com o despreciado es
el m undo en aras del ser. Pero no del ser de este m un
do, sino del ser verdadero, y, a un Lempo mismo, verda
dero seiS. Ahora bien, la verdad de la tem poralidad, el
ser de la tem poralidad, es sólo explicable desde la ete r
nidad. De aquí que en ella se centr" -1 problem a.
Dios es eterno, la coeternidad es un grado de p erfec
ción; el m áxim o grado, la coeternidad del hijo; después
de ¡a co eternidad de las ideas; después todo tem pora
lidad.
Pero, así, la tem poralidad no es originaria, porque su
originariedad está en Ja eternidad. Tam poco funda nada,
porque es ella m ism a fundada. Consiste exclusivam ente
en que no es eternidad. El tiem po es carencia de e tern i
dad y ia carencia de eternidad es ausencia de Dios.
Cuando Escoto E rígcna lleva al hom bre a la e tern i
dad, hace que éste a rra stre a la eternidad al universo
entero. Y una de las explicaciones que de esto p o d ría
mos d ar es que carece de sentido la perm anencia de
24
cosas tem porales cuando el tiem po ha vuelto al ser, es
decir, a la eternidad.
El tiem po es en tre un antes, que es creación, y un
después que es resurrección. E n tre am bos extrem os
está el tiem po, que es transición purificadora.
Cuando San Anselmo habla del hom bre y del m undo
antes del pecado del hom bre, piensa que éste es m ortal,
pero sin que la m uerte signifique destrucción, sino p u ri
ficación.
La tem poralidad es proyecto creacional de Dios. Para
el hom bre la tem poralidad es espera —tam bién espe
ranza^— de cum plim iento del proyecto divino. De aquí
que la tem poralidad, en los pensadores cristianos, esté
vinculada a la catarsis, a la purificación, puesto que el
tiem po es lo que p ara purificarnos tenem os.
El tiem po, según esto, sería proyecto, pero proyecto
divino. Sería posibilidad de futuro, pero de fu tu ro di
vino, de eternidad. Y psicológicam ente será espera y
tam bién esperanza.
El hom bre, y con el hom bre todo lo contingente, vie
ne de la etern id ad hacia la eternidad; el tiem po es ún i
cam ente la carencia de esa eternidad. Ahora bien, esto
es así —paralelam ente a la concepción de la contingen
cia necesitante de Dios necesario— cuando se piensa en
la tem poralidad desde la experiencia de la a-tem porali-
dad; p o r ello debe ser esta experiencia la originaria.
Finalm ente, el tiem po es posibilidad de catarsis, de p u ri
ficación para poseer la eternidad plena, m ás bien que
vacía.
De aquí que la h istoricidad del hom bre sea enten
dida en el C ristianism o como cam ino hacia Dios. Y de
aquí que las concepciones filosóficas de la historia en
los pensadores cristianos sean entendidas exactam ente
igual, es decir, com o los acontecim ientos sucesivos en
el tra n s ita r de ese cam ino hacia Dios.
25
un novísim o proyecto hum ano. Es p o r ello por lo que
puede hablarse de una cu ltu ra cristiana c, incluso, com o
decía Croce, por ello «no podem os d ejar de llam arnos
cristianos».
Tengo p ara mí que una cultura se define, antes que
p o r sus creencias o sus supuestos, aunque estos influ
yan fu ndam entalm ente en el proyecto, por el m odelo
hum ano al que se aspira. Así, en el m undo clásico grie
go el hum anism o consistió en cultivar del hom bre aque
llas facultades que, en su ideal, le constituyen en tal;
a saber, su inteligencia, su razón y, algo derivado de
am bas, su posibilidad de hablar. Es la form a m ás p u ra
de la paideia griega.
26
por las cuales ha caído tan bajo que debe ser fre
nada y moderada con la ayuda de lodos?
(De Divinit., II, 2)
Humanismo senequiano
Pero Rom a no agotó su hum anism o en la concepción
ciceroniana de la H um anitas. Séneca, eq u id istan te del
varón fuerte y de la educación «infantil», propuso un
nuevo ideal hum ano: el del hom bre virtuoso. Es cierto
que la m áxim a v irtu d de aquel «hom bre» era la fo rta
leza, pero en un sentido nuevo. El hom bre es fuerte
frente a las adversidades de la vida, frente a los reveses
de la fo rtu n a; pero, adem ás, en la m ism a m edida su
fortaleza se une estrecham ente a la fraternidad.
En cierta m anera, y sólo en cierta m anera, Séneca su
peraba el intelectualism o griego, pero el pragm atism o
del sabio helenístico y la propia H um anitas ciceroniana,
dando un lugar y un tiem po a los estudios liberales y
poniendo el ideal últim o hum ano en aquello que, según
él, hacía al h om bre verdaderam ente libre, en la virtud:
27
algo de bueno en esos estudios cuyos profesores, como
ves, son los más deshonestos y calamitosos?; no debe
mos aprenderlos, sino haberlos aprendido. Algunos
juzgaron que se debía averiguar si los estudios libe
rales hacen al hombre honesto, cosa que ellos ni pro
meten y cuya finalidad ni afectan siquiera. El gramá
tico se dedica a alinear y redondear el lenguaje, y
si se quiere extender un poco más, hace una excur
sión a la Historia y a los versos si da a sus estudios
el mayor ensanche que se puede. ¿Y qué cosas de
éstas allanan el camino de la virtud: la explicación
de las sílabas, la cuidadosa elección de las palabras,
la memoria de las fábulas, la ley y las variaciones de
los metros? ¿Qué cosas de éstas quita el miedo, exi
me de la codicia, enfrena la lujuria? Pasemos a la
geometría y a la música. Nada hallarás en ella que
prohíba el tener, que vede el codiciar. Quien ignora
estas cosas, en balde sabe las otras...
(S éneca: Epis. 88 a Lucilio «Sobre los estudios li
berales»)
28
hace m ención C risto en el pasaje evangélico antes ci
tado «Amarás al prójim o com o a ti mismo», sólo tiene
auténtico valor cristiano cuando va precedido de las
palabras que el evangelista escribe: «El segundo es se
m ejante a éste»; es decir, el prim ero. El am o r al pró
jim o, la bienaventuranza de los pobres de espíritu,
de los m ansos, de los que lloran, de los que tienen
ham bre y sed de justicia, de los m isericordiosos, de los
lim pios de corazón, de los pacíficos, etc., sólo es pen
sam iento cristian o cuando se contem pla desde el am o r
a Dios, en su trip le exigencia de am or, voluntad y com
prensión.
Así, el hum anism o consiste, en el C ristianism o, en
p re p a ra r hom bres capaces de am ar a Dios, de am ar
lo tam bién en el prójim o, y de am arlo con el corazón,
con la voluntad y con la m ente.
El C ristianism o va a vivir, com o creencia, este con
cepto de hum anism o: toda institución social o política,
todo esfuerzo individual ha de ten er p o r m isión la fo r
m ación de este tipo de hom bre. La cu ltu ra ten d rá tam
bién este m ism o origen y este m ism o fin. Y no es
com prensible la filosofía cristian a si no se concibe com o
cam ino de perfección del am or de Dios, porque a m a r a
Dios con la m ente no se consigue sólo con la fe *.
29
Cristianismo y cultura
2.1. Introducción
Es cierto que el m ensaje de am o r del C ristianism o p re
cisaba de una ejem plaridad; y tal ejem plaridad se cum
plió. La voluntad exigida debía llevar necesariam ente a
la acción; y tal acción se llevó a cabo. Sin em bargo, el
m andato intelectual se cum plió precisam ente en los p ri
m eros m om entos; y ello porque el C ristianism o no en
contró, con independencia de la predicación, unos m o
dos propios de desarrollo intelectual.
Como dice H. I. M arrou «para la Iglesia antigua la
expresión 'educación cristian a ' encierra un sentido m ás
estricto y m ás profundo. Se tra ta esencialm ente de la
educación religiosa; es decir, por una p arte la inicia
ción dogm ática: ¿cuáles son las verdades que es nece
sario creer p ara salvarse?; y p o r o tra, la form ación m o
ral: ¿cuál es la conducta que debe o bservar el c ristia
no? No es o tro el esquem a sobre el cual se han cons
tru id o las E pístolas de San Pablo: toda la Iglesia an
tigua siguió el cam ino inaugurado por el gran apóstol.
E sta educación cristiana, en el sentido sagrado y tra s
cendente de la expresión, no podía im p artirse en la es
31
cuela, com o la educación profana, sino en la Iglesia y
p or la Iglesia y, adem ás, en el seno de la fam ilia»
(H. I. M arrou , 1965, p. 383).
Así, las p rim eras form as de iniciación al proyecto
cristian o se dieron, com o cuentan Los hechos de los
Apóstoles, en las com unidades cristianas fundadas por
ellos. La p rim era de estas com unidades fue la de Je-
rusalem , en la que se puso en p ráctica una form a de
vida co m u n itaria o com unista, que realizaba el esp íri
tu nuevo. E sta com unidad fue, al m ism o tiem po, el
pu n to de arran q u e de las com unidades helenísticas.
Si estos fueron los hechos, ello no quiere decir que
el sentido in telectu alista del C ristianism o se agotara en
esa dim ensión catequística de la cultura, pues, com o si
gue diciendo M arrou, «si bien es verdad que la educa
ción cristiana, en sentido estricto, no deriva del dom i
nio de la escuela, no p o r ello cabría in ferir que la Igle
sia p u d iera d esentenderse de aquella. P ara p o d er p ro
pagarse y m an tenerse, p a ra poder ase g u rar no sólo su
m agisterio, sino el sim ple ejercicio del culto, la religión
cristian a exige im periosam ente, p o r lo m enos, un m íni
m o de cu ltu ra literaria. El C ristianism o es una religión
e ru d ita y no p o d ría existir en un contexto de barbarie»
(op. cit., p. 385). De aquí que el C ristianism o asp irara
desde su origen a la creación de una cu ltu ra cristiana.
32
ino, que se apoyaba en la Tora, es decir, en los cinco
libros de Moisés, y tendía en política a una actitu d
conciliadora con los rom anos.
Los fariseos, hered eros de esa ideología asidea, prac
ticaban una in terp retació n m inuciosa de la ley, que lle
vaba a una com plicada casuística que im pedía la deci
sión m o ral individual. E sta in terp re tació n quedaba con
signada en la M ishná y en el Talm ud, exponentes de un
querido tradicionalism o. El fariseo se sentía, com o es
tricto cum p lid o r de la ley, u n ciudadano su p erio r fren
te al pueblo ig norante de ella y, sin em bargo, olvidaba
las o tras exigencias del credo de Israel.
Así, el cum plim iento de la ley llevó a o tro grupo de
judíos a fo rm a r una com unidad cerrada, lejos de toda
m anifestación pública o política: los esenios. De este
grupo sabíam os muy poco h asta el año 1947, cuando los
descubrim ientos arqueológicos de G um rán, asentam ien
to del grupo al oeste del m ar M uerto, enriquecieron
notablem ente n u e stra inform ación sobre sus form as de
vida. Como los fariseos, tuvieron su origen en la re fo r
ma de los M acabeos y estuvieron m uy presentes en
tiem pos de C risto p erd u ran d o h asta el año 68 y des
apareciendo p rácticam ente a la vez que los rom anos des
truían su asentam iento.
Inicialm ente los esenios fueron ex trao rd in ariam en te
intransigentes. «La estricta h erm an d ad de Q um rán ob
servaba el celibato, pero en las cercanías de la funda
ción vivían secuaces casados, y p o r toda P alestina vivían
esenios aislados. No se adm ite com pasión alguna con
el im pío, sino que se le persigue con odio im placable
y co n tra él se invocan la ira y la m aldición de Dios.
Los escritos extrabíblicos que, p o r lo m enos fragm en
tariam en te, han aparecido en los hallazgos de K hirbet
Q um rán, nos perm iten conocer el fuerte interés del g ru
po esenio p o r la lite ra tu ra apocalíptica, cuyos tem as
son los grandes acontecim ientos del fin del m undo: la
victoria final sobre el mal, la resurrección de los m u er
tos, el juicio final y la gloria de la era de salvación que
no ten d rá fin (...) Ciertos rasgos de esta lite ra tu ra apo
calíptica ponen de m anifiesto que, con el c o rre r del
tiem po, hubo de o p erarse un cam bio en algunas ideas
de la com unidad de Q um rán, en el sentido, por ejem plo,
33
de una m ayor suavidad con el Impío y pecador; la idea
de odio perdió terren o, y el deber de am ar al prójim o
alcanzaba ah ora tam bién al que no era m iem bro de la
com unidad, incluso al pecador y al enemigo. La era de
la salvación se in terp re tó en una fase p o sterio r como
una especie de reto rn o al paraíso terrenal. De m odo p a
recido al de los textos de Q um rán de la p rim era época,
tam poco los textos apocalípticos conocen un Mesías de
co ntornos claram en te definidos y m arcados» (K. B a u s ,
1980, pp. 118-119).
Q uedaría incom pleto el panoram a religioso-político
del ju d aism o en este m om ento histórico si no citara
a los zelotas, que conocem os p o r Flavio Josefo. Este
grupo estab a de acuerdo con los fariseos en los puntos
generales de su doctrina, pero su actitu d era extrem a
dam ente nacionalista, h asta el pun'to que se creían des
tinados a elim inar a los paganos invasores p ara crear
sobre sus cenizas el nuevo pueblo de Israel. E sta convic
ción la llevaron a la práctica con un heroísm o y cruel
dad aterrad o res en la güera de los judíos.
34
La asam blea cristiana, en cuanto «escuela de Jesús»,
estaba regida p o r el m aestro, el «padre» iniciador del
que hablan los H echos y las E pístolas de San Pablo.
Pero era este u n tipo de je ra rq u ía espiritual no política
ni jurídica, ya que la fratern a l igualdad sólo estaba rota
p o r el carácter carism ático del p ad re o m aestro. Y tal
jera rq u ía no se m odificó p o r la aparición de ciertos
cargos interm edios, p u ram en te funcionales y elegidos
por la asam blea, nacidos para resolver problem as de la
convivencia com unitaria. Es p o r esto que prosperó el
esp íritu de clase, apoyado en la pobreza voluntaria, en
la igualdad p reten d id a y en la unidad de m edios y fines.
Tal esp íritu de clase p erd u ró por m ás de dos siglos y
prácticam ente en la totalidad de las asam bleas cristianas.
De todas estas especificidades del p rim er C ristianis
mo de Jeru salem surgió el rechazo. El estam ento político
hebreo com prendió p ro n to la fuerza del m ovim iento
cristiano y su capacidad de proselitism o y negó, por
ello, su identificación con él: el C ristianism o fue des
gajado violentam ente del pueblo judío perdiendo así
sus raíces culturales. Pero, adem ás, a este hecho no fue
ajeno el C ristianism o, pues el propio Pedro adelantó la
ru p tu ra culpando de la m uerte de Jesús al pueblo he
breo, o, al m enos, a su estam ento religioso-político.
Finalm ente la gu erra de los judíos, que les enfrentó
ab su rd am en te a las legiones rom anas al frente de las
cuales puso Merón a Vespasiano, cuyo relato nos n arra
el renegado Flavio Josefo, term inó el año 70 con Judea,
con Jerusalem y con su tem plo, iniciándose así el ju
daism o sínagogal. Y p o r supuesto haciendo desapare
cer tam bién la com unidad cristiana.
La desaparición de la asam blea de Jerusalem supuso
el desarraigo definitivo del C ristianism o con su cu ltu ra
originaria e, incluso, provocó que judaism o y C ristianis
mo q u ed aran p o r siem pre enfrentados.
35
es decir, e n tre los paganos. Bien es cierto que esta m i
sión se vio favorecida p o r la presencia de éstos en su
propio entorno, com o el grupo de los «helenistas» d iri
gidos p o r E steban, y por los grupos de los judíos de la
D iáspora. Y esta expansión se p rodujo prim ero, lógica
m ente, en las ciudades m ás próxim as a Jerusalem : en
Cesárea con la conversión del centurión y su fam ilia de
la que nos hablan los Hechos, en A lejandría, etc. En
C hipre y la C irenaica p o r los propios cristianos de Je ru
salem refugiados allí a consecuencia de la persecución
de E steban (H echos, XI, 19 y ss.), obra que culm inó
B ernabé, que siendo originario de la D iáspora de C hipre
fue enviado allí com o m isionero.
Pero la gran labor de expansión la realizó Pablo, tam
bién p erteneciente a la Diáspora, en este caso a la de
T arso de Cilicio, aunque tenía ya desde su p ad re los de
rechos de ciudadano rom ano. Pablo actuó en el cora
zón del m undo griego: Asia Menor, Atenas, Corinto,
Efeso, M acedonia, etc. Pero, adem ás, las «iglesias» cons
titu id as p o r Pablo tenían una nueva y m ás vigorosa o r
ganización y él, Pablo, en cuanto jefe de un gran n ú
m ero de ellas ad q u iere un carácter muy distinto al
tenido antes p o r los apóstoles en la com unidad de Je ru
salem . Como dice Baus, «Pablo no es solam ente p ara
sus iglesias la suprem a au to rid ad docente, sino tam bién
el juez y legislador suprem o, la cúpula de un orden
jerárquico» ( B a u s , 1980, p. 176). Indudablem ente en
Pablo estuvo el germ en de la fu tu ra configuración je rá r
quica de la Iglesia.
Un d ato puede m anifestar claram ente el ritm o de la
expansión cristian a: la persecución de N erón. El E m
perad o r, q u e 'm u r ió el año 68, antes de te rm in a r la
guerra de los judíos, persigue a los cristianos tras el
fam oso incendio de Rom a del 64 y de su decreto se
siguió la ilicitud del C ristianism o. Lo cual quiere decir
que en el año 64 ya había cristianos en R om a y no un
pequeño grupo, pues en su relato de los hechos Tácito
dice en sus Anales que fue detenida una ingens multi-
tudo de cristianos.
E sta «ingente m ultitud» estaba constituida por las
clases m ás desam paradas, habitantes de los b arrio s po
pulares, ya que Tácito no destaca a nadie p o r su con-
36
ilición o alcurnia. Quizá esto no q uiera decir rol mida-
m ente que el C ristianism o se propagaba siguiendo el
espíritu de clase del que antes hablaba, pero algo hay
de ello p o r m uchas que sean las opiniones en contra.
Una de ellas, y p o r cierto com edida, es la m antenida
por los auto res de la o bra El judaism o y el cristianism o
antiguo: «Pero el C ristianism o no se definía únicam ente
com o la religión de los pobres, y sería falso ver en ella
una expresión de la conciencia colectiva del p ro letariad o
de la antigüedad. Si bien costó m ucho tra b a jo ganar
para la nueva religión a los cam pesinos, la propaganda
cristiana se extendió rápidam ente en las ciudades fuera
de los b arrio s populares. Ya en tiem pos de N erón y Do-
m iciano d esp ertab a grandes sim patías y hacía prosélitos
en tre la aristo cracia rom ana, aunque ésta, en su con
jun to , había de p erm anecer com o uno de los últim os
bastiones del paganism o declinante (M. S i m o n -A. B e i -
n o t , 1976, p. 69).
37
la verdad suprema sufrimiento y dolores. Lo que ha
dado al cristianismo su expansión exterior y su fuerza
íntima fueron, no tanto los milagros de los apóstoles,
como el contenido, la verdad de la doctrina misma.
(Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal,
tr. de J. Gaos, Ed. Revista de Occidente, Madrid,
2.“ ed., 1982, pp. 558-559)
38
con la desaparición de Rom a, representación de todo
mal. Pero esta solución no llegaba y el C ristianism o
tuvo que co n sid erar un nuevo tipo de relación con el
m undo clásico, y ya no sólo en las form as cotidianas
de vida, tan to individual com o eclesial, sino tam bién
ante los m odos cu ltu rales a ad o p tar, que deberían ser
tom ados del m edio helenístico.
El d esarrollo del período postapostóíico fue, p o r una
parte, el período de las persecuciones, pero tam bién
de las reconciliaciones; y, por o tra, la aparición de la
p rim era lite ra tu ra cristiana, con las actas de los m ár
tires y la apologética, form as de lite ra tu ra de intim idad.
En el siglo II apareció la gnosis, que no fue o tra cosa
que la in crustación en las filosofías neopitagórica y neo-
platónica, consideradas ya en sí m ism as com o filosofías
de salvación, de elem entos religiosos de los cultos o rien
tales y, fu n dam entalm ente, del C ristianism o en virtud
de que su vigencia aum entaba de día en día. Pero la
gnosis rep resen tab a un peligro que radicaba en que se
ofrecía com o la revelación de la revelación, ad q u irid a
por los m ás peregrinos cam inos, es decir, com o la ver
dad ú ltim a del C ristianism o. Desde Sim ón Mago y Ce-
rinto, co n tem poráneo de San Juan, pasando por Satur-
nilo (siglo 11 ) , en A ntioquía, h asta los alejan d rin o s Ba-
sílides, V alentín (siglo n ), que la in tro d u jo en Roma,
C arpócrates y Taciano, encontram os toda una corte de
privilegiados sabedores de la verdad últim a, creadores
de d o ctrin as m ágicas, que debieron ser com batidas p o r
hom bres com o C lem ente de A lejandría, San Ju stin o , San
Irineo, San E pifanio, etc.
39
en Obras com pletas, Ed. Revista de Occidente, 5.a ed.,
1961, vol. V, p. 91). Y efectivam ente esto es así, pero en
aquellos m om entos el C ristianism o, perdidas sus raíces
hebreas y disperso p o r el ám bito del Im perio Rom ano
y p or los restos de los im perios de los diádocos, no tenía
o tra fuente cu ltu ral ni otros m odelos de expresión y
com portam iento que los grecorrom anos y a ellos tuvo
que atenerse.
Utilizó las form as literarias clásicas p ara expresar
en ellas su m ensaje. Y los nuevos contenidos fueron
dando sentidos nuevos a aquellas viejas form as litera
rias que decaían con el Im perio.
Fue esto lo que hizo cam biar el destino de la «Igle
sia cristiana» y su papel en el desarrollo de la historia.
Su cada vez m ás profunda helenización o rom anización,
en los distintos ám bitos, la llevaron a ser la gran pro
pagadora de la cu ltu ra clásica en su m isión evangeliza-
dora. B ástenos co n siderar algunos aspectos de este
proceso:
a) Los cristianos conservaron la lengua griega, que
fue originariam ente la de la Iglesia, y se hicieron cul
tu ralm en te fuertes en A lejandría, capital cultural de
este período.
b) Rom a no pudo con la tradición cristiana y esta
perd u ró como reelaboradora y renovadora de la an ti
güedad.
c) El E dicto del 313, dado en Milán p o r C onstantino
y Licinio, establecía que am bos cónsules concedían
«tanto a los cristianos como a todos los dem ás, plena
lib ertad p ara ad h erirse a la religión que cada cual elija,
com o objeto dé que toda clase de divinidad que gobier
ne los cielos sea p ara nosotros y nuestros súbditos fa
vorable y propicia». Con lo que quedaba el C ristianism o
com o religio licita.
d) En el 380 el E dicto de Tesalónica establecía el
deseo im perial de que «todas las gentes que están so
m etidas a n u estra clem encia sigan la religión que el
divino Apóstol Pedro predicó a los rom anos». Por la vo
luntad de Teodosio el C ristianism o se convirtió en la
religión del Im perio.
40
e) Después de V alenliniano (375) el Im perio se divide
y con los sucesores de Teodosio se establece la m onar
quía h ered itaria (Arcadio en O ccidente y H onorio en
Oriente). P ronto se vio que O riente tenía m ayor resis
tencia p or su riqueza y sus m enores problem as bélicos,
lo que hizo que la Iglesia se apoyara sólidam ente en él.
I) Desde C onstantinopla (Teodosio II, 480-450) O rien
te inicia una reconquista de Occidente, cada día m ás
agobiado p o r la presión de los pueblos b árbaros. Debe
mos ver en el Im perio de O riente la reserva cu ltu ral del
m undo helénico, papel que desem peñó hasta su con
tacto con el genio europeo del siglo xv, que p ro d u jo el
Renacim iento. En Roma, m ientras tanto, la Iglesia sus
tituyó al Im perio y asum ió la obra cu ltu ral que este no
pudo co n tin u ar haciendo.
g) La Iglesia, apoyada siem pre en Bizancio pasó, casi
sin transición, de su lucha con el paganism o a la lucha
con la barbarie. Pero resistió am bos em biles. Cuando
el Im perio Rom ano cayó, extensas zonas ru rales no eran
cristianas, sino oficialm ente. Pese a ello, con estos ele
m entos la Iglesia creó una nueva unidad política que
sustituyó a Bizancio después de la coronación de Cario
Magno el año 800. Sólo en ese m om ento puede decirse
que triunfó una cu ltu ra originalm ente cristiana.
41
guridad del Im perio, a la protección de su organización
gigantesca y al am p aro de la sociedad m ism a, con sus
m itos y form as vividos tradicionalm ente.
Pero si esto hubiera sido así las conversiones sólo
serían explicables com o hechos m istéricos. Es posible
que en los prim ero s tiem pos funcionara lo que he lla
m ado esp íritu de clase, que se tran sitara de una pobre
za desesperada a una pobreza esperanzada, de un des
arraig o m undano a la posesión de un m undo futuro,
de un desam or a u n am or ofrecido. Pero esta m ecánica
no serviría p ara explicar las conversiones a p a rtir del
siglo ti, p orque estas no sólo se produjeron entre las
clases m ás desfavorecidas, sino tam bién entre estam en
tos m ás elevados de la sociedad.
A p a rtir del siglo II lo que abandonaba el pagano era
su insatisfacción, su sensación de disgusto provocada
p o r el envejecim iento y la corrupción de las institucio
nes rom anas, su descreim iento en unas confusas y des
prestigiadas form as religiosas. Lo que m ovía al pagano
era un deseo de verdad, de liberación e, incluso, de
santidad.
Las conversiones sólo son explicables porque el Im
perio Rom ano, en una fabulosa endogam ia, acababa
consigo m ism o. Y es preciso reconocer que en esta auto-
destrucción no tuvo nada que ver el C ristianism o.
Pero si es verdad que el C ristianism o nada tuvo que
ver en la decadencia de la vida rom ana, tam bién lo es
que el C ristianism o no iba a infundir nuevo vigor a las
instituciones del Im perio. Como dice B urckhardt:
42
Quizá la clave esté, com o pensara tam bién Hegel, en
la idea de reconciliación. El hom bre nuevo se reconcilia
ba con sus conciudadanos, con la vida y con el m undo,
pero no sólo con el otro, sino tam bién con este que se
convertía en un ám bito de posible perfección.
El hecho de las conversiones sólo es explicable desde
la perspectiva de un m undo agonizante al que se le
ofrecía una reivindicación de sus m ás íntim os deseos
de reconciliación. Pero no puede entenderse com o su sti
tución de u n a cu ltu ra por otra, porque el C ristianism o
todavía no ofrecía o tra cosa que la protección a las for
m as de la cu ltu ra grecorrom ana.
43
El hecho cultural cristiano
y la filosofía
3.1. Introducción
Es un hecho que a p a rtir dei siglo n el C ristianism o
inició un diálogo con la filosofía griega. La evidencia
de este hecho ha provocado que la búsqueda de su expli
cación no siem pre cale h asta sus raíces y aclare sus p ri
m eras causas. Con independencia de su condición m os
tren ca tra ta ré de exponer las razones de su aparición.
• En p rim e r lugar, hay que v alorar que con la adopción
de la lengua griega p enetró en el C ristianism o todo un
m undo term inológico, de gran riqueza sem ántica, que,
adem ás, debía ad ap tarse a ex p resar sem antem as pe
culiares del m undo credencial cristan o de tradición he
brea, que no eran m oneda lingüística co rrien te en el
idiom a griego. De la m ism a m anera que los cristianos
usaron desde el p rim er m om ento las form as literarias
griegas, com o la «epístola», los hechos, o la diatriba,
que constituyó la base del serm ón, la term inología he
brea debió rev estirse de form as griegas. Quiero con esto
decir que esp ontáneam ente se tuvo que re c u rrir al grie
45
go culto p ara v erter térm inos que no lo eran en el len
guaje hebreo. E sto caracterizó desde un principio el len
guaje cristiano. Fenóm eno que, com o verem os, había
sucedido ya con el judaism o y que no se puede consi
d e ra r ni intencionado ni individualizado.
• E n segundo lugar, el diálogo C ristianism o-Paganism o
se definió lingüísticam ente por la condición cu ltu ral de
los interlocutores. He repetido que inicialm ente hubo una
conversión básicam ente de elem entos populares, cuya
dialógica estaba fundam entada m ás en el gesto que en
la p alab ra m ism a. Y añadiré ahora que donde no se
p ro d u jo p rácticam ente conversión alguna fue en el es
tam ento agrícola, muy apegado a la tradición religiosa
popular, ni en la aristocracia, excesivam ente próxim a
al a p a rato im perial. De donde se deduce que cuando
las conversiones dejaron o excedieron el ám bito po
p u lar la gam a de los conversos quedaba b astan te defi
nida: es decir, se tra ta b a del conjunto de las clases
m edias, tradicionalm ente cultas en el Im perio, las cua
les incluían tam bién el m undo de los intelectuales. Es
esta nueva clientela la que obligó a cam biar el lengua
je y el estilo a los predicadores e, incluso, el m edio de
difusión, que ya no fue únicam ente el contacto directo,
ni la prédica, sino tam bién el texto escrito difundido
de casa en casa o dado sim plem ente a la publicidad.
46
Todos tenían cierta sem ejanza entre sí y, de cuando en
cuando, se copiaban frases. Uno de estos grupos era el
de los llam ados «pitagóricos», que predicaban la form a
de vida «pitagórica» y tenían como sím bolo una Y, el
signo del cruce de cam inos en el que el hom bre debía
elegir qué cam ino tom ar, el del bien o el del mal» (J ae-
g e r , 1965, pp. 17-19). E ste m ism o signo fue utilizado por
los cristianos.
E sta actividad apologética, que com o vemos era tam
bién característica en la filosofía helenística, debía ele
gir un lenguaje com prensible pero expresivo, asim ilable
pero no p o pular, capaz de singularizar el m ensaje cris
tiano pese a plasm arse en term inología com ún con otros
esfuerzos p ro trépticos. Sigue diciendo Jaeger: «E sta si
tuación paralela en tre los filósofos griegos y los m isio
neros cristianos llevó a estos últim os a aprovecharla a
su favor. T am bién el dios de los filósofos era diferente
de los dioses del Olimpo pagano tradicional y los siste
m as filosóficos de la edad del helenism o eran p a ra sus
seguidores una especie de refugio espiritual. Los m isio
neros cristianos siguieron sus huellas y, si confiam os
en los relatos de los H echos de los apóstoles, a veces
tom aban p restad o s los argum entos de estos predeceso
res, sobre todo cuando se dirigían a un auditorio griego
culto» (ibid., pp. 21-22).
No puede decirse con rigor que esta lite ra tu ra fuese,
en sentido estricto, filosófica, pero sí que utilizó un len
guaje altam en te form alizado, aunque haya que tener en
cuenta que lo que ha llegado hasta nosotros son m ues
tras muy elaboradas. En cualquier caso, tan to los escri
tos apostólicos, que pudieran entenderse com o única
m ente p ara cristianos, com o los apologéticos, m uchas
veces agresivos p ara el paganism o, constituyeron un p ri
m er ejercicio dialéctico im portante.
47
d o n ar su vocación o conciliar ésta con su nuevo m undo
credencial. De aquí salieron form as de pensam iento muy
desarro llad as, com o verem os en el próxim o capítulo.
Pero tam bién la filosofía pagana, sobre todo la neo-
platónica, y ya desde el siglo ii, provocó la actividad fi
losófica cristiana. Sólo han llegado h asta nosotros tres
ejem plos, a saber: el de Celso, el de P orfirio y el de Ju
lián, p ero probablem ente, hubo más. E stos autores, cu
yas obras conocem os exclusivam ente p o r las réplicas,
pues la censura im perial de los siglo iv y v se encargó
de que los escritos originales desaparecieran, atacaban
con sus argum entos a la d octrina cristiana, que enten
dían se p re sen tab a com o una filosofía m ás, pero que,
com o decía Celso, p or basarse en una ingenua creduli
dad sin fundam ento no podía p asar de ser estim ada m ás
que com o u n a religión m istérica.
La necesidad de responder a estos ataques forjó otro
de los d esarrollos del pensam iento cristiano con m ás
carga filosófica, porque el C ristianism o no podía ren u n
ciar a p resen tarse com o la verdad y ésta, frente a este
tipo de ataques, debía ser defendida com o «razonable»
y «lógicam ente» dem ostrable.
F inalm ente, y es éste el cam po m ás propio de la filo
sofía cristiana, el C ristianism o tuvo que form alizar sus
propios contenidos credenciales, para lo cual no dispo
nía, com o he repetido, de o tro m undo conceptual que
el del pensam iento pagano.
48
tres del 70 y del 135. Así se constituyeron im p o rtan tes
colonias p o r todo el ám bito del Im perio desde A ntioquía
a Roma. E stas colonias ju d ía gozaron siem pre de una
buena acogida p o r p a rte de los vecindarios en los que
se in stalaron, acogida que el Im perio Rom ano, com o ins
titución, siguió dispensando, h asta el punto de p e rm itir
se el culto de su religión y dispensarles del propio en lo
que al suyo se oponía, com o en lo referente al culto del
em perador.
P or supuesto que esto no supuso que se m an tu v ieran
co n tinuam ente unas relaciones idílicas, pero sí que n u n
ca ad o p taro n los rom anos actitudes violentas co n tra los
judíos. A lo cual estos respondieron con una p ro fu n d a
helenización o rom anización, que les llevó, incluso, a ol
vidar sus lenguas originarias, el hebreo o el aram eo, in
troduciendo el griego y el latín en sus propios cultos y
ritos. E sto explica la p ro n ta traducción de la B iblia al
griego, en la llam ada «versión de los Setenta», realizada,
al p arecer, en tiem pos de Tolom eo Filadelfo, en la se
gunda m itad del siglo m a. de C.
E sta versión, que gozó en las sinagogas de igual au to
rid ad que la hebrea, sirvió tam bién p ara que los grie
gos tuvieran acceso a las fuentes religiosas judías. Pero,
sobre todo, supuso una prim era adaptación de la term i
nología del m onoteísm o y creacionalism o hebreo a la
conceptualización griega. Jaeger definía este hecho así:
«Cuando los griegos se toparon p o r p rim era vez con la
religión ju d ía en A lejandría —siglo n a. de C., poco des
pués de la av en tu ra de A lejandro Magno, los au to res grie
gos que refieren sus p rim eras im presiones del en cu en tro
con el pueblo ju d ío —e n tre ellos, H ecateo de Abdera, Me-
gástenes y Clearco de Soli en Chipre, el discípulo de
T eofrasto— llam an invariablem ente a los judíos la «raza
filosófica». Lo que querían decir era, desde luego, que
los ju d ío s h abía tenido siem pre cierta idea de la unici
dad del principio divino del m undo, idea a la que los
filósofos griegos habían llegado m uy recientem ente. La
filosofía había servido com o una plataform a p ara los
prim eros intentos de lograr un contacto m ás estrech o
en tre O riente y O ccidente en una época en que la civili
zación griega empezó a desplazarse hacia el O riente b ajo
A lejandro Magno, y quizá ya aun antes. El judío men-
49
cionado en el p erdido diálogo de C rearco, quien conoció
a A ristóteles cuando éste enseñaba en Assos, Asia Me
nor, es descrito com o un perfecto griego no sólo p o r su
lengua sino tam bién p o r su alm a. ¿Qué es un «alma grie
ga» p ara un escrito r peripatético? No aquello que los
eru d ito s m odernos en historia o filología in te n ta r ap re
s a r en H om ero, P índaro o en la Atenas de P e n d e s; p ara
él un alm a griega es la m ente hum ana intelectualizada
en cuyo m undo, claro com o el cristal, un ex tran jero
m uy dotado e inteligente, podía p a rtic ip a r y m overse
con p erfecta so ltu ra y gracia. Quizá nunca llegaran a
en ten d e r los últim os m otivos m utuos, quizá el oído in
telectual de cada uno de ellos no fuera capaz de perci
b ir los tonos m ás finos del lenguaje del otro; pero bas
ta —pen saro n que podrían com prenderse y sus valientes
esfuerzos parecían p ro m ete r un éxito so rp ren d en te—. Me
tem o que la Sagrada E scritu ra ju d ía nunca hu b iera sido
trad u cid a y la S eptuaginta no h ab ría nacido jam ás, sino
hub iera sido p o r las esperanzas de los griegos de Ale
ja n d ría de en c o n tra r en ellas el secreto de lo que, res
petuosam ente, llam aban la filosofía de los bárbaros»
( J a e g e r , 1965, pp. 47-48).
Jaeg er h abla en este texto exclusivam ente de Alejan
dría, p o rque de todas las colonias de la D iáspora es ella
la que h a llegado h asta nosotros com o la m ás cu lta y
helenizada, sobre todo en el orden filosófico, aunque
ello no em pece p a ra que el fenóm eno, en m enor escala,
lo que explicaría no h ab e r llegado h asta nosotros, no
se p ro d u je ra en o tras ciudades. Pero, en cualqu ier caso,
de ella proceden los textos y referencias m ás im p o rtan
tes, incluida la versión de los Setenta. Y tam bién encon
tram o s en ella el m ás cualificado re p resen ta n te del pen
sam iento judeo-helenístico: Filón.
Filón de A lejandría, contem poráneo de Cristo, fue,
m ás que un filólosofo, un com entarista bíblico, pero un
co m en tarista bíblico en griego. Desde su m étodo alegó
rico, m uy generalizado en la A lejandría de su tiem po
p o r los filósofos griegos, h asta su asim ilación de los m i
tos helenos, su obra se p resen ta com o un ejem plo privi
legiado del grado de helenización a que llegó el pensa
m iento judío. Es indudable que este pensam iento influ
50
yó sobre el cristiano y facilitó la posibilidad del diálogo
C ristianism o-helenism o.
51
Mas e n tre Dios y las ideas, tan to en el orden de la
creación com o del conocim iento, con independencia de
las potencias —tem a que ni de pasada puedo tocar—,
Filón situ ab a o tro interm ediario: el logos. Quizá la m ás
clara y precisa definición del logos que pueda encon
tra rse en la extensa obra de Filón sea ésta:
52
los extrem os, com o garantía p ara am bos. P ara el Pro
g en ito r yo soy la g aran tía de que lo que El ha engen
drado no se revelará jam ás ni se alejará eligiendo el
desorden en vez del orden; p a ra el vástago soy la fun
dada esperanza de que el m isericordioso Dios jam ás ol
vidará Su p ro p ia obra. Anuncio yo, en efecto, a la crea
ción la paz de p arte de Dios, preserv ad o r perp etu o de
la paz, cuya m isión es acab ar con las guerras» (Quis
rerum divinarum heres, 205-206; ed. c., vol. III, p. 50).
E n este sentido se com prende que es im posible reco r
d ar el cap. I del Evangelio de San Juan o los orígenes
de la in terp retació n del dogm a de la T rinidad, sin hacer
referencia a Filón. E sto no quiere decir necesariam ente
que San Ju an leyera a Filón o que lo hicieran los p ri
m eros tra ta d ista s del dogm a, aunque un caso excepcio
nal p u d iera ser Orígenes, pero sí que en el lenguaje filo
sófico helenista habían calado profundam ente sus doc
trin as, convirtiéndose en patrim onio com ún.
53
de lo Uno, que se d eterm in a a sí m ism o, y de él b ro ta
lo determ inado; sin em bargo, falta en su dialéctica el
m om ento de la su b jetividad o, com o dice Hegel: «El
m om ento de la realidad, la cúspide que reduce todos
los m om entos a uno, siendo así unidad, generalidad y
ser inm ediatos» (Ibid., pp. 75-76).
El C ristianism o ap o rtó a esta dialéctica, según su teo
ría, el m om ento de la subjetividad «en el que el esp íri
tu es ya esp íritu existente, presente, inm ediato en el
m undo; en el que el esp íritu absoluto es conocido com o
ho m b re en el inm ediato presente» (Ibid., p. 76). Y de
aquí derivaba Hegel el fundamento de la Filosofía del
C ristianism o, a saber, p orque la conciencia de esa ver
dad d esp ierta en el hom bre, el hom bre debe ser capaz
de co m p ren d er que esa verdad existe p a ra él. «La vida
cristian a consiste en que la cúspide de la subjetividad
se halle fam iliarizada con esta idea, en que se apele al
individuo m ismo y se le considere digno de llegar a esa
unidad, digno de que m ore en él el espíritu divino, la
gracia, com o se la llam a» (ibid., p. 76).
Es indudable la atracción de la tesis hegeliana, pero
es preciso reconocer que el análisis histórico desborda
su apriorism o. El p anoram a sobre el que se proyectó el
pensam iento cristiano y, por tanto, las influencias que
recibió fueron m ucho m ás com plejas. Sin ellas no es
explicable el proyecto de filosofía cristian a... aunque
tam bién es verdad que ese proyecto m odificó definiti
vam ente la filosofía pagana.
54
sivo descreim iento incitaba a la búsqueda de algo en que
creer. De aquí la buena acogida de las religiones forá
neas, com o la ju d ía, la persa o las orientales, que intro
ducían en el cam po del pensam iento una referencia a la
trascendencia.
E sto afectó a las escuelas tradicionales, que se llena
ron de sentido teísta y se ofrecieron com o filosofías de
salvación. Así sucedió con el estoicism o del propio Sé
neca y sus seguidores E picteto y M arco Aurelio; con el
cinism o de un Demonax (s. n ) o con el propio epicureis
mo, que, sin nom bres, siguió ejerciendo su influjo.
Neopi tagorismo
En esta línea estaba el neopitagorism o, fundado en
Rom a p o r Nigidio Fíbulo en el siglo i a. de C., con nom
b res com o Apolonio de Tiana (s. i), fu n d ad o r de la escue
la de Efeso, que sintetizó platonism o, pitagorism o y maz-
deísm o. Y su contem poráneo M oderato de Gades, que
escribía en griego desde la recóndita Cádiz, que según
P orfirio influyó en el propio P lotino y que hablaba ya
de una unidad S uprem a, su p erio r al ser y a toda
esencia.
El neoplatonismo sirio
El neoplatonism o llegó en el siglo II a los confines de
Siria, con N um enio de Apamea, cuyo pensam iento esta
ba presidido p o r una «Trinidad», de tradición platónica,
fo rm ad a p o r el «prim er Dios», la inteligencia y el Bien
suprem os; el «segundo Dios», el D em iurgo que genera
las ideas y crea el m undo, y el «tercer Dios», el m undo
creado, espejo de la belleza del p rim e r Dios. Con Nicó-
m aco de G erasa, en Arabia, tam bién perten ecien te al si
glo i, los núm eros son asim ilados a las ideas y así com o
la unidad es principio del núm ero, lo Uno es principio
de todas las cosas; con Nicóm aco la aritm ología se tra n s
form a en u n a m ística del núm ero.
Muy cerca y fácilm ente confundible con él la Acade
m ia m edia, el platonism o ecléctico, tra ta de alcanzar
form as religiosas sin ab an d o n ar la teo ría de los núm e
ros, b asándose m ás o m enos rem o tam en te en Platón.
55
Además de com entaristas y editores de las obras del
M aestro, com o Trasilo, hay que citar a Plutarco de Que-
ronea (c. 46-125), que estudió en Atenas y que adem ás
de sus fam osas Vidas paralelas escribió m últiples tra ta
dos ético-religiosos. Fue sacerdote del tem plo de Delfos
y, sin em bargo, luchó en diversas obras contra las su
persticiones, defendiendo la interpretación filosófica de
los m itos griegos; en su obra El dem onio de Sócrates
defendió la presencia e intervención de los «dáimones»
en n u estro m undo. Tam bién hay que citar a Máximo de
T iro (segunda m itad del siglo n ) cuyas obras están lle
nas de acento religioso. Y a Apuleyo de M adaura (c. 125-
c. 180), que escribió en latín y cuya novela la M eta
m orfosis o el Asno de Oro, planteó el problem a de que
el alm a no puede alcanzar el am or divino sino es a tra
vés de una palingenesia, de un renacim iento. En fin,
podría citarse a Celso, el anticristiano y los escritos re
unidos b ajo el nom bre de H erm es Trim egistos.
56
pero, sobre todo al Orígenes (185-253) cristiano, que fue
discípulo tam bién de Clem ente de A lejandría y a Ploti-
no (205-270). La im portancia de este últim o, con inde
pendencia de la de Orígenes, anuló la de sus otros con
discípulos. Plotino abrió su escuela en Rom a, pese a
que siem pre estuvo alejado de la política, incluso de
sus problem as teóricos. Hizo su filosofía de espaldas a
toda form alización lógica, disciplina que no le im portó;
p o r ello y p o r el ascetism o de su vida y aliento de su
o b ra debe ser considerado un m ístico.
No es éste m om ento de analizar cuáles fueron los ele
m entos que in tro d u jo en la d octrina de Platón, para
convertirla en neoplatonism o. Pero, pienso, que no fue
sólo el influjo de su m aestro, sino m ás bien el conjunto
dé ideas que pululaban por todas las escuelas que antes
m encionaba, incluido el C ristianism o y el m azdeísm o
zoroástrico que, al parecer, le fascinaba. Todo ello le
llevó a co n v ertir conceptos y térm inos noéticos y cosm o
lógicos platónicos en una tríad a o «trinidad» m istifor-
me. El «uno-Bien», la «inteligencia» y el «Alma» proce
sionales e hipostáticas, que son tam bién om nipresentes
y en el hom bre de una m anera excelente.
57
Proclo escolastizó el neoplatonism o con su «tríada» Cau
sa prim era, p ro ductividad efectiva, fin al que todo re
to rna. Todavía cabe c ita r de la generación que le siguió
el n om bre de Sim plicio, que fue quien con m ás ahínco
defendió la tesis de que entre Platón y A ristóteles no
había contradicción.
Cuando Ju stin ian o cerró la escuela de Atenas en el
529, después de h ab er pasado p o r ella Boecio, ya u n
h om bre m edieval p o r origen y destino, toda esta filo
sofía se traslad ó hacia el Este, donde reinaba el influjo
de Jám bico, y donde florecieron o tras escuelas, com o
las de Nínive y Y undisapür, e n tre o tras, m uchas de ellas
cristian as p o r religión, neoplatónicas por filosofía y si
ríacas o persas p o r raza, com o dijo Asín Palacios.
La gnosis
En este con ju n to de doctrinas hay que m encionar tam
bién la gnosis, que no fue sino la incrustación en las fi
losofías neopitagóricas y neoplatónicas de elem entos re
ligiosos de los cultos orientales y, fundam entalm ente,
del C ristianism o, en la m edida que aum entaba su vigen
cia día a día. Pero la gnosis se ofrecía com o la revela
ción de la revelación, ad quirida p o r los m ás peregrinos
cam inos, y, p or tan to , com o la verdad últim a. Desde Si
m ón Mago y C erinto, contem poráneos de San Juan, pa
sando p o r S atu rn ilo (s. n ), en A ntioquía, h asta los ale
jan d rin o s Basílides (s. u ), V alentín (s. n ), que la in tro
d u jo en Rom a, C arpócrates y Taciano, encontram os toda
una co rte de privilegiados sabedores de la verdad ú lti
m a, creadores de d octrinas m ágicas, que debieron des
pués se r com batidos p o r los cristianos.
58
3.4. Originalidad de la filosofía cristiana
Pienso que es posible que el m ejor procedim iento
p a ra d escu b rir la originalidad de la filosofía cristiana
fren te a la pagana que acabo de sintetizar, sea re c u rrir
a sus orígenes. Es decir, co m p ren d er a los p rim ero s
hom bres que filosofaron desde su confesionalidad. Y voy
a re cu rrir, p o r ello, a San Ju stin o m ártir, uno de los
principales apologistas y quizá quien deba ser conside
rado com o el p rim e r filósofo cristiano.
Fue sam aritano, de Síquem , la ciudad en la que aq u e
lla buena m oza dio de beber agua fresca del pozo a Je
sús. Nació hacia el año 100 ó 105, cuando la ciudad era
ya rom ana y se llam aba Flavía N eápolis, a la que llam a
ro n los árabes N ablus, y en aquellos m om entos ya no
debía q u ed ar recuerdo alguno, p o r lo que sabem os por
el propio San Ju stin o, del paso de Jesús p o r sus calles.
Nació en una fam ilia rom ana, asen tad a allí pro b ab le
m ente después de los desastres del 70.
Le p ro c u raro n una esm erada educación, com enzando
p o r los poetas y los historiadores. Pero después de este
inicio su vocación le llevó p o r cam inos que realm ente
son difíciles de definir. Sabem os lo que él sentía des
pués de su conversión y entonces nos la define com o
la b úsqueda de Dios, la verdad convertida en am or. Yo
pienso que se dedicó a la filosofía buscando en ella una
ju stificació n ética, una ética vital, cotidiana, que term i
nó en contrando en el C ristianism o. Es por ello que juz
go que San Ju stin o no se convirtió de la Filosofía al
C ristianism o, sino del paganism o al C ristianism o, consi
d eran d o éste como la v erd ad era Filosofía.
E sta conversión supone, en p rim e r lugar, que la fi
losofía dejó de ser u na búsqueda de la verdad p a ra con
v ertirse e n . una búsq ueda de la acción a p a r tir de la
verdad. Q uedaría así definida la filosofía del paganism o
com o u na especulación pura, m ien tras que la filosofía
cristiana, com o o tras form as de p en sa r m ás o m enos
orientales, vendrían definidas p o r el fin.
Son éstos los p rim eros detalles de lo que se ha dado
en llam ar filosofía cristiana, que no fue nunca una m era
reelección de la filosofía griega, sino que inicialm ente
59
tom ó de éste, tan sólo, el nom bre de «filosofía» y el so
m ero concepto pagano de que la filosofía es am o r a la
sabiduría. E ntendiendo el C ristianism o que la sabiduría
es Dios, el am o r a Dios se constituyó en una verdadera
filosofía. Algo de todo esto, apuntado en San Justino,
enco n trarem o s desarrollado en San Agustín.
60
Las primeras formas
del pensar cristiano
4.1. Introducción
Pienso que crearía confusión el a b o rd ar directam ente
el pensam iento de San Agustín sin hacer referencia a
las prim eras form as del pen sar cristiano, que hem os
visto iniciarse con San Justino. Es p o r ello que dedico
este capítulo a reseñar, aunque sea sum ariam ente, los
nom bres que escalonan el período que va de San Ju s
tino a San Agustín, a m odo de estado de la cuestión del
pensam iento cristiano que recibió este últim o.
Los pensadores cristianos del período en cuestión des
arro llaro n su actividad en dos ám bitos geográficos o,
quizá m ejor, en dos ám bitos lingüísticos: el Im perio de
Occidente o latín y el Im perio de O riente o griego. Aun
que no sea una fro n tera excesivam ente rígida sí in tro
du jo u na p rim era clasificación en ellos. El griego, com o
pienso ha quedado ya suficientem ente m ostrado, se h a
bía adelantado en la incorporación de la conceptualiza-
ción cristiana; m ien tras que el latín tenía pendiente to
davía esta labor, que llevó a cabo fundam entalm ente T er
tuliano.
61
O tras form as de clasificación que se han introducido
en el con ju n to de estos pensadores se refiere al conte
nido de sus obras, a su intención o program a, que evo
lucionó en el tiem po. E sta clasificación, p o r tanto, tiene
cronología aunque no sea cronológica.
Pero es m ás fuerte el criterio unificador de todos los
escrito res cristianos nacido de sus m otivaciones pedagó
gicas y m agistrales, que los engloba como m aestros de
la «cristiandad», que aquellos que introducen matizacio-
nes divisorias.
Ahora bien el concepto de m aestro fue sustituido p o r
el de «padre», en base fundam entalm ente a la tradición
paulina. E fectivam ente en la Primera E pístola a los Co
rintios decía: «porque aunque tengáis diez mil p recep
tores en Cristo, sin em bargo, no tenéis m uchos padres
puesto que quien os engendró en Jesucristo, p o r el Evan
gelio, fui yo». E sta idea in trodujo un aspecto eclesial y
jerá rq u ico en el papel del m aestro o p ad re y de ella de
rivó el térm ino de Padre de la Iglesia, que hace refe
rencia al ya dicho criterio pedagógico y m agistral.
Aunque en un principio se llam ó P adre sólo a los obis
pos, que eran los verdaderos m aestros, ya San Agustín
citó a un esc rito r eclesiástico, no obispo, designándole
com o Padre. El concepto am pliado por San Agustín lo re
cibió V icente de L erins en su C om m onitorium , publicado
en 434, y puede decirse que lo consagraba al afirm ar:
62
Y p o rque esto fue así m uy en breve se preocupó de es
tablecer el catálogo de sus «doctores», que es lo que
subyace al concepto de Patrística.
4.2. Patrística
P atrística hace, pues, referencia al con ju n to de las
obras de los hom bres que de alguna m anera iniciaron
a sus congéneres en la Fe de Cristo. «Al con ju n to de las
obras»; es decir, P atrística es un concepto literario, au n
que esta lite ra tu ra constituya una doctrina. D octrina
que, p o r su diversidad, es im posible que integre la doc
trin a oficial de la Iglesia, lo que la reduce a un co n ju n
to de plurales referencias doctrinales, que, de una m a
n era u otra, se rem iten a los problem as dogm áticos del
C ristianism o.
El concepto de Padre-M aestro ha sido definido re stric
tivam ente p o r la Iglesia. Así se re feriría sólo a los auto
res en los que recayeran estas características: 1. Doc
trina orthodoxa, que no se refiere a una inm unidad de
erro res, pero sí a una com unidad doctrinal con la Igle
sia. 2. Sanctitas vitae, que no m b ra la veneración que
en su tiem po se le tuvo a tal autor. 3. Approbatio Eccle-
siae, aunque no precise ser expresa. 4. A ntiquitas, en el
sentido de antigüedad eclesial. Según estas notas el con
cepto de P adre de la Iglesia queda com o el de m aestro
de la Fe, que p o r su antigüedad se sabe que afirm ab a lo
que era universalm ente creído originariam ente.
E ste concepto restringido se am plió cuando se inician
las grandes patrologías, que incluían tam bién doctrinas
no ortodoxas y au to res sin antigüedad eclesiástica. El
térm ino Patrología lo em pleó p o r p rim era vez Juan Ger-
h ard (f 1637) al p u b licar la obra que llevaba ese título.
Se am pliaba así el concepto de Padre, que antes he defi
nido, al de «escritor eclesiástico», aunque fuera hereje.
La vocación eru d ita del C ristianism o se puso pronto de
m anifiesto recopilando nom bres y obras de estos p ri
m eros escritores cristianos. La tare a la inició San Jeró
nimo, estan d o en Belén y a petición de su am igo Dextro,
que p ropuso al santo una recopilación de nom bres de
perso n ajes em inentes del C ristianism o, p ara d em o strar
63
a los paganos la riqueza cultural de la Iglesia. Y le p ro
puso com o m odelo a seguir la obra de Suetonio. Jeróni
m o com puso u na o b ra en 135 capítulos, dedicado cada
un o de ellos a un escrito r cristiano, acabada hacia el
392, que fue el p rim er Catalogus scriptorum ecclesias-
ticorum , que tituló, en recuerdo a Suetonio, De viris ellus-
tribus. San Jerónim o incluyó ya en su obra a au to res
h erejes, a los judíos Filón y José y al pagano Séneca.
Con este m ism o título y tom ando com o base la obra
de San Jerónim o escribieron:
a) Genadio de M arsella, que hacia el 480 continuó la
o b ra de San Jerónim o, lo que hizo que en algunos m a
n u scrito s aparezca esta continuación como su segunda
parte.
b) San Isidoro de Sevilla, que escribió en tre el 615
y el 618 o tro catálogo con el m ism o título y m ás breve
que el de San Jerónim o.
c) San Ildefonso de Toledo (f 667), discípulo de San
Isidoro, que continuó la obra de su m aestro añadiendo,
casi exclusivam ente, nom bres hispanos.
d) T rad u cid a al griego la obra de San Jerónim o, sir
vió de base a Focio, p a tria rc a de C onstantinopla, p ara
su Biblioteca en la cual incluyó, a petición de su h erm a
no Tarasio, un resum en de las obras que se discutieron
en la Academ ia privada que el p a tria rc a tenía en su p ro
pia casa. E sta obra, red actad a antes del 858, incluye el
resum en de 280 códices y da noticias biográficas de sus
autores.
e) En fin, hacia fines del siglo xi el benedictino bel
ga Sigiberto de Gembloux (f 1112), redactó o tra o b ra De
viris illustribus, que podem os decir cierra la serie de
patrologías antiguas.
64
4. Padres y au to res griegos.
5. P adres y au to res latinos.
65
geográficam ente difusa esta actividad, tuvo, sin em bar
go, tres cen tro s fundam entales: la escuela de A lejandría,
la de Cesárea y la de Antioquía, cada una de ellas con al
gunos nom bres excepcionales.
La escuela de Alejandría
La escuela de A lejandría, la m ás antigua, fue fundada,
p o r lo que sabem os, p o r Panteno, un siciliano que aban
donó el estoicism o p ara convertirse al C ristianism o. H a
cia el año 180 llegó a A lejandría y fue designado m aes
tro de la escuela de catecúm enos de aquella ciudad.
Com pañero y colaborador suyo fue Clem ente de Alejan
d ría (c. 150-c. 215), un convertido que le sucedió en la
dirección de la escuela.
C le m e n t e de Alejandría
El P rotréptico de Clem ente puede presentarse com o
m odelo de esta nueva apologética, que pretende en tu
siasm ar an tes que a tac ar con acritud. A esta o b ra le
sigue, de acuerdo con su plan de exhortar, ed u car y en
señar, los tres libros del Pedagogo, que exponen una m o
ral general y una m oral cotidiana del cristiano. Y aun
que no realizó la tercera p arte de su plan, sí escribió
una ob ra que tiene un gran interés p ara la H istoria de
la Filosofía, sus Strom ata, en la que puso en relación el
C ristianism o con la Filosofía griega, partiendo del p rin
cipio de que la fe es el fundam ento de todo conocim ien
to. Los S tro m a ta son una fuente im p o rtan te de textos
de los antiguos filósofos griegos. Estos eran com para
dos p o r Clem ente con los profetas, porque todos habían
sido inspirados p o r el Lógos.
O rígenes
Pero el nom bre m ás destacado fue el de Orígenes (185-
253), claro exponente de este intento de racionalización
del dogma. H abía nacido en la propia A lejandría y de
padres cristianos. Leónidas, su padre, fue un hom bre
culto, poseedor de una buena biblioteca que aprovechó
p a ra la form ación de su hijo. Es, pues, Orígenes, un
66
ejem plo de intelectual cristiano, form ado en la escuela
fam iliar y no en la pública, que in ten tó una aventura
«filosófica».
Asistió, todavía adolescente, a recibir las lecciones de
C lem ente en la escuela de catecúm enos, con quien p ro n
to colaboró en las funciones docentes. A finales del si
glo ii el em p erad o r Septim io Severo, vencedor de los
parto s, después de un viaje por S iria y el propio Egipto,
consideró peligroso el núm ero de judíos y cristianos que
h ab itab an la zona y dictó un edicto el año 201 tendente
a lim itar la p ropaganda cristiana. La situación de Cle
m ente se hizo insostenible y en el 202 abandonó Ale
jan d ría , sucediéndole Orígenes com o jefe de la escuela.
Dirigió la escuela casi trein ta años, h asta el 231, fecha
en la que fue depuesto del sacerdocio por Dem etrio,
obispo de A lejandría acusado de algunas opiniones pe
ligrosas. Se re tiró a Cesárea, cuyo obispo le aceptó sin
p re s ta r oídos a las censuras de D em etrio, fundando allí
u n a nueva escuela en donde le volverem os a en contrar.
Cuando tenía veinticinco años acudió a la escuela de
Ammonio Sakka, que le sirvió p ara afianzarse en el co
nocim iento de las d octrinas filosóficas griegas y, sobre
todo, en las del naciente neoplatonism o. En este punto
conviene ad e la n tar que p ara Orígenes el C ristianism o
no se co n trap o n e a la filosofía com o doctrina, ya que an
tes que una d o ctrin a el C ristianism o es una fuerza, una
energía que actú a en la historia, que se m anifiesta en
sus m ártires, en la transform ación de las alm as.
Prescindiendo de la Hexapla y de todo tipo de com en
tario bíblico, tan ab u n d an tes en Orígenes y con los cu a
les puede decirse que fundó la lite ra tu ra hexegética, me
in teresa destacar, com o ejem plo de su pensam iento, su
posición an te la Filosofía sostenida en su o b ra Contra
Celso, a u to r éste, com o ya sabem os, de una d iatrib a con
tra el C ristianism o. E n el L. I de esta obra, caps. 9-14, aso
m an u n a serie de ideas im portantes.
67
tarea —p a ra no decir algo fuerte— que en o tra p arte al
guna: el exam en de las verdades de la fe, la in te rp re ta
ción de los enigm as de los profetas, de las parábolas
evangélicas y de infinitas cosas m ás acontecidas o legis
ladas sim bólicam ente. Pero eso es im posible, ora por ra
zón de las necesidades de la vida, ora tam bién p o r la
flaca inteligencia de los hom bres, pocos de los cuales se
en treg an con ahínco a la reflexión» (trad. esp. R uiz
B ueno , Ed. BAC, M adrid, 1967, p. 46).
Parece, pues, ser la fe cristian a com o cierto cam ino
abreviado, elem ental y fácil de poseer unas verdades fi
losóficas, p ara aquellos incapaces de alcanzarlas p o r sí
m ism os. El contexto en el cual está inserto el texto ci
tado es aquel en el que Celso reprocha a los cristianos
el no servirse de u n a guía racional y adherirse a lo p ri
m ero que toca. Ahora bien, la cosa no es cierta. Sólo
una de las filosofías, sólo una de las escuelas filosóficas
es la verdadera: el platónico defiende su d octrina fren
te al estoico y éste frente al aristotélico. Y si esto es así,
parece evidente la necesidad de creer a Dios m ejor que
al fu n d ad o r de cualquier o tra filosofía, pues Dios es el
único que nos enseña una sabiduría que nunca puede
llevarnos al erro r, que no tiene el peligro, com o las o tras
escuelas filosóficas, de la incertidum bre.
b) Es esencial distinguir, según Orígenes, en tre la fe
d esn u d a y la fe ad q uirida y su sten tad a en y p o r la ra
zón, com o lo es igualm ente establecer un orden de p ri
m acía en tre ellas. Y la resp u esta es clara: la prim acía
está en favor de aquel que cree apoyado en su disposi
ción divina, de aquel que se entrega a Dios confiadam en
te. Mas no cabe duda que Orígenes dio con el ejem plo
de su vida y dedicación al estudio el valor del hom bre
que se en treg a al razonam iento y a la com prensión de
lo creído.
La argum entación de Orígenes tiene, p o r tanto, un
valor m oral, pues p arte de una concepción de la reli
gión norm ativa, o rd enadora y estru c tu rad o ra de la vida
hum ana: «No hay sino p re g u n ta r sobre la m uchedum
b re de los creyentes, lim pios ahora del alubión de m al
dad en que antes se revolvían: ¿Qué es m ejor p ara ellos:
h ab er creído sin b u scar la razón de su fe, hab er orde
nado com o q u iera sus costum bres m ovidos de su creen
68
cia sobre el castigo de los pecados y el prem io de las
buenas obras, o d ila ta r su conversión p o r desnuda fe
h asta entreg arse al exam en de las razones de la fe? Es
evidente que, en tal caso, fu era de unos poquísim os, la
m ayoría no h ab rían recibido lo que han recibido p o r h a
b er creído sencillam ente y hab rían perm anecido en su
pésim a vida» (Ibid., p. 46).
c) Hay que d istinguir tam bién e n tre la sab id u ría de
Dios y la sab id u ría del m undo, e n tre las cuales Oríge
nes tra ta de en c o n trar una dialéctica no de oposición:
«Ahora bien, llam am os sabiduría de este m undo, que,
según las E scritu ras, es d estru id a p o r Dios (I, Cor. 2, 6),
a toda falsa filosofía; y decim os buena la necedad, no
así ab solutam ente, sino cuando uno se hace necio p ara
este siglo» (ídem, p. 50). No se tra ta , pues, de alab a r la
necedad, sino de rem ediarla, no de d esp reciar la sabi
d uría de este m undo, sino de divinizarla. P or ello, Orí
genes confirm a:
69
No debo term in ar esta referencia a Orígenes sin hacer
m ención de su De principiis, p rim er gran intento de
S u m m a dogm ática cristiana, que a través de la tra d u c
ción de Rufino de Aquileva (c. 345-c. 410), que pretendió
tam bién elim in ar de sus páginas las posibles herejías,
se incorporó al caudal inspirador del pensam iento cris
tiano en la E d ad Media.
La escuela de Cesárea
La escuela de Cesárea surgió com o consecuencia del
refugio de Orígenes y su legado literario en aquella ciu
dad y se consolidó después de su m uerte el año 253,
convertida en centro de erudición ayudado p o r u n a gran
biblioteca. A esta lab or contribuyó eficazm ente su dis
cípulo Pánfilo, que le sucedió com o director.
D iscípulo de O rígenes en Cesárea fue Gregorio el Tau
m aturgo, d u ra n te un período de cinco años, desde el 233
al 238, período de tiem po que parece d u ra b a el curso
com pleto de form ación establecido p o r el m aestro. G re
gorio el T au m aturgo fundo la iglesia de Capadocia, en el
Asia M enor; y fue, m ás que un filósofo, un hom bre de
acción. T am bién discípulo directo de G regorio en Cesa-
rea fue Firm iliano, uno de los obispos que to m aro n p a r
te en los prim ero s sínodos de Antioquía. M uerto el m aes
tro se educó en la escuela Eusebio, el gran h isto riad o r,
y, en cierta m anera, los llam ados padres capadocios:
San Basilio, G regorio de Nisa, G regorio N acianceno, etc.,
de los que algo diré luego.
Pero no todos siguieron a Gregorio; p o r ejem plo, Me-
todio que refu tó la teoría origíniana de la preexistencia
del alm a. Y ya vim os cóm o su obispo en A lejandría en
co n tró tam bién dificultades con su doctrina.
La escuela de Antioquía
La escuela de A ntioquía, fundada p o r Luciano de Sa-
m o sata (f 312), nació en oposición, p o r lo m enos, a los
m étodos de Orígenes. Luciano se opuso al idealism o pla
tónico y al m étodo alegórico del alejandrino, tra ta n d o
de volver a un au stero racionalism o, que buscaba en el
análisis g ram atical y en la interpelación literal de las
70
E scritu ra s la definición dogm ática. Luciano fue m aestro
de Arrio y en cierta m anera quedó la escuela unida a
su herejía. E sta escuela alcanzó gran im portan cia a fi
nales del siglo iv con Diodoro de Tarso, del que fue dis
cípulo San Ju an Crisóstom o.
71
principio, hay que en tender que la latinización litúrgica
de la Iglesia fue un proyecto político.
Pero aún puede com plicarse m ás esta cuestión si te
nem os en cuenta que uno de los autores m ás im portan
tes e n tre los escritores latinos de este período, y del que
me quiero ocupar brevem ente, Tertuliano, no solam ente
no era rom ano, sino que tam poco se educó en Roma
ni alcanzó su fam a en ella, aunque en todo m om ento
utilizó el latín. E stas son las consecuencias de las carac
terísticas geopolíticas del Im perio Romano.
Tertuliano
T ertuliano nació en Cartago, hacia el 160, en una fa
m ilia pagana y su padre era centurión de la cohorte
proconsular. Probablem ente su form ación com o ré to r
la llevó a cabo en C artago y alcanzó en Rom a su fam a
com o ju rista. En la capital del Im perio se convirtió al
C ristianism o hacia el 193 y se trasladó a Cartago, donde
se entregó a su nueva labor literaria apologética. En el
207 y com o consecuencia de su tem peram ento se pasó
al m ontañism o, m ovim iento ideológico iniciado por Mon
tano hacia el año 172 en Frigia y que se caracterizaba
por su rigorism o fanático y visionario, que preten d ía
refo rm arlo todo em pezando por la Iglesia m ism a. P ron
to T ertuliano fue cabeza de una facción de este m ovi
m iento, que llevó su nom bre: «tertulianism o», secta que
aún existía en tiem pos de San Agustín.
Fue un escrito r apasionado de aguda dialéctica ejerci
tada en su profesión de ju rista y de su extensa obra
cabría d estacar la titu lad a Apologeticum . Tres aspectos
de su doctrina me in teresan destacar. En p rim er lugar,
su contribución a la creación del lenguaje cristiano la
tino, aunque sea exagerado afirm a r que fue él quien lo
creó. En tiem pos de T ertuliano existía ya, al m enos, una
traducción de la Biblia, que él m ism o m anejó. Sin em
bargo, según el cóm puto de H. Hoppe, T ertuliano creó
982 p alabras, en tre sustantivos, adjetivos, adverbios y
verbos, algunos de ellos de fundam ental im portancia
p ara la dogm ática.
En segyndo lugar, su actitu d ante la filosofía. Para
T ertuliano la fe no tiene nada que ver con la filosofía,
72
pese a su influencia estoica, principalm ente de Séneca.
Es m ás, p ara quien posee el Evangelio nada puede inte
resarle el conocim iento de o tras ciencias, que en nada
han de ayudarle a la salvación: la ciencia no sólo no
conoce la verdad, sino que la corrom pe.
Finalm ente, la im portancia de su teología trinitaria.
Punto culm inante de su creación lingüística fue la apli
cación del térm ino latino Trinitas a la «unidad de la Di
vinidad del Padre, el H ijo y el E sp íritu Santo». Así com o
la concepción de la unidad substancial y la utilización
del térm ino persona, tom ado del derecho, p a ra afirm a r
que el H ijo es o tro que el Padre en el sentido de perso
na y no de sustancia. Pese a todo esto, la teología trin i
taria de T ertuliano era todavía, p ara el desarrollo dog
m ático p o sterio r, m uy elem ental.
E n tre los escrito res eclesiásticos africanos que cubren
este período y que destacan com o p arte de la apologé
tica latina, deben ser citados C ipriano de C ^rtago (c. 210-
258), ad m irad o r de T ertuliano pese a ser un hom bre
de acción que term inó en el m artirio; y L actancio (t 320),
el Cicerón cristiano, a u to r de Divinae institutiones, obra
paralela a la de Orígenes, y que puede calificarse com o
el intento del p rim er com pendio dogm ático latino.
73
El lecto r m enos avispado com prende perfectam ente
la im posibilidad de aproxim arnos, en estos m om entos,
con intención expositiva a la personalidad o a la d o ctri
na de esta atalaya de la Iglesia universal, que ha sido
reconocida como uno de los cuatro grandes Padres de
la Iglesia griega, la cual le designó con el título de Padre
de la Ortodoxia.
N ació y vivió, m ien tras pudo, en A lejandría y, aunque
no fue un m aestro en el sentido académ ico, su ingente
lab o r teórica hizo de él un escrito r universal, en el m ás
estricto sentido eclesiástico del térm ino, es decir, com o
guía dogm ática de todos los cristianos.
Su fam a fue ya ex trao rd in aria desde las Sesiones del
Concilio de Nicea (325), al que asistió com o secretario
de A lejandro, obispo de A lejandría, al que sucedió en
el 328, p o r sus d isp u tas con los rep resen tan tes del arria-
nism o.
Pese a la im posibilidad de co n sid erar aquí su d o ctri
na, q u iero d estac ar dos aspectos de su obra, a saber,
su Vita Antonii, que de m anera tan efectiva influyó en
la difusión del m onaquisino en Occidente, y su defensa
de la form ulación niceniana trin itaria.
La V ita del Santo erm itaño que Atanasio escribió es
la exaltación del ascetism o, presentado com o m odélico,
a petición de ciertos m onjes que rogaron al obispo na
rra ra cuál fue la m otivación que llevó al S anto Abad a
elegir la vida m onacal. Atanasio com puso esta o b ra qui
zá un año después de la m uerte del Santo, es decir, el
año 357 y se basó p a ra ello en el conocim iento que él
m ism o tuvo de la vida y de la persona del erem ita.
Según Atanasio, la vida m onacal fue entendida p o r An
tonio com o una b atalla in in terru m p id a co n tra las fu er
zas del mal, c o n tra los dem onios; b atalla que pretendía
m an ten er el alm a en el estado de pureza en el que Dios
la entregó al hom bre. De aquí, quizá, la perspectiva
egoísta, la unip erso n alidad de la catarsis fundada por
San Antonio. Y digo esto porque tal catarsis se realiza
com o una lucha individual del hom bre en soledad por
m an ten er su pureza originaria.
O tro aspecto de la m otivación personal de la vida ele
gida p o r San Antonio, según Atanasio, fue su ansia de
m artirio . Quizá esto tam bién m arca un alejam iento con
74
la trad ició n co m u n itaria de los prim eros cristianos. San
A ntonio no sufrió el m artirio en las persecuciones de
M axim ino Daía y ello le llevó a p re fe rir y norm alizar
u na vida de m artirio incruento diario, con la cual creía
un irse a la Iglesia doliente.
De cu alq u ier form a, su ideal fue realizar la perfec
ción de la vida cristiana, que no le era posible alcanzar
al pueblo todo, y de esa form a abrió cam ino a otros
hom bres, que, com o San Pacom io, en los albores del si
glo iv, fundó el cenobitism o, form a m ás ortodoxa a mi
juicio de la vida de perfección cristiana.
La Vita A ntonii fue p ro n tam e n te trad u c id a al latín
(c. 375) p o r Evragio de A ntioquia y así influyó p ro fu n
d am ente en el m onaquisino occidental de los prim eros
siglos.
E n la defensa de la fórm ula trin ita ria del Concilio
niceniano, es decir, la consustancialidad del H ijo y del
E sp íritu S anto con el P adre, in tro d u jo la problem ática
de la procedencia del E sp íritu Santo, que resolvió ini
ciando la fórm ula del P adre p o r el Hijo, que d ará lugar
a una de las m ás im p o rtan tes disputas m edievales de
los p rim ero s siglos.
75
greso de sus an terio res viajes. Allí acudió su am igo Gre
gorio, el gran poeta y o ra d o r sagrado del siglo iv, el
año 358, y con su colaboración redactó la Philocalia, se
lección de textos de Orígenes, de quien se consideraba
discípulo, y tam bién las dos Reglas.
Más tard e fue ordenado sacerdote por Ensebio, obis
po de Cesárea de Capadocia, a quien sucedió a su m uer
te el año 370. Dos años después de m o rir Basilio, el 381,
se celebraba el segundo Concilio ecum énico en Constan-
tinopla que, bajo el am paro del em p erad o r Teodosio el
G rande, ratificó la unidad de creencia de la Iglesia en
las fórm ulas nicénianas, lo que había constituido la gran
aspiración de Basilio y que su labor hizo posible.
Como en el caso de Atanasio lo que m ás me im porta
destacar es su defensa de la tesis niceniana y su form u
lación de las procesiones, según la cual el E sp íritu S an
to procede del Padre por el Hijo, con lo que contribuía
a m an ten er esta d o ctrina com o la típica de la Iglesia
oriental, frente a la fórm ula Filioque que sostendría la
occidental.
Debo citar tam bién su Ad adolescentes. Es una obra
que, aunque dedicada en concreto a unos sobrinos su
yos, p lantea el problem a de la conveniencia de educar
a la juv en tu d en las letras profanas, cuestión que re
suelve a favor de ellas, siem pre y cuando no entorpezcan
el estudio y su p erio r provecho de las Sagradas E sc ritu
ras. Es indudable que en este breve trata d o San Basilio
puso de m anifiesto la no contradicción en tre lo que el
R enacim iento llam ó «hum anism o» y la vida del cristia
no. Con esta opinión el Santo superaba las concepcio
nes generalizadas de su tiem po y, en gran parte, c o n tri
buyó con ella a m odificarlas definitivam ente.
Hay que reconocer com o extraordinaria la estirp e de
San Basilio, ya que santa fue su abuela M acrina, sus
padres, Basilio y Em ilia, su herm ana M acrina, su h er
m ano Pedro y su herm ano m enor Gregorio de Nisa
(c. 335-c. 385).
76
bién gran am igo suyo, le llevó al m onasterio de Iris, que
fu n d ara aquél en el Ponto. Fue obispo de N isa (371), pe
queña diócesis de Cesaría, y arzobispo de S ebaste (380);
asistió con Gregorio al concilio de C onstantinopla, en
el cual, según sus actas, brilló su gran talento especu
lativo.
Dos tem as acap aran para n u estro propósito la im por
tancia de la o b ra de G regorio Niseno, a saber:
• la relación que estableciera entre Filosofía y dogma,
• su concepción sobre la libertad.
a) En cuanto al p rim er tem a hay que reconocer que
Niseno fue el P adre griego que hizo m ayor uso de las
teorías filosóficas p ara explicar los dogm as. E sta acti
tu d suya en este pu nto estaba en p erfecta consonancia
con el carác te r especulativo de toda su obra. No se tra
ta, com o algún a u to r ha pensado, que G regorio quisiera
re s ta u ra r las concepciones platónicas o, quizá m ejor,
neoplatónicas en el seno de una dogm ática cristian a m í
nim a, sino de p ro fu n d izar en la dogm ática, a p a rtir de
las S agradas E scritu ra s y la tradición de los Padres,
p a ra en c o n tra r la razón de la fe.
b) Respecto al segundo tem a, en De vita M oysis, obra
que p o r ser del últim o período de su vida recoge p er
fectam ente su doctrina, establece que el hom bre es, en
su e stru c tu ra originaria an terio r a la caída, que p a ra
G regorio constituye el hom bre real, «Im agen de Dios»
y viene definido com o síntesis existencial de naturaleza
y gracia. Sólo p o rque en el hom bre hay algo divino, aún
en el estad o de caído, es posible su divinización. La n a
turaleza se prolonga y acaba en m ovim iento ascensio-
nal, es una tensión hacia Dios.
Así, lo divino que coexiste en el hom bre con lo n atu
ra) es lo que le p erm ite acceder, en cuanto que es pu n to
de p artid a p ara ello, a la inteligibilidad y a la libertad.
Veam os en esta concepción la posibilidad de unificar
los dos tem as propuestos.
M al y lib e r ta d
La vida tem p o ral del hom bre caído, que se opone al
h om bre real, ad q u iere sentido en el esfuerzo p o r alcan
77
zar nuevam ente la e stru c tu ra originaria, la estru c tu ra
real del hom bre, es decir, el volver del hom bre a ser
«imagen». Y en este sentido la vida hum ana es un p ro
ceso de liberación de una alienación, que en el hom bre
ha pro d u cid o el pecado.
El h om bre alienado no es libre, ni tam poco en cierto
sentido, inteligente, en cuanto que es incapaz, p o r e sta r
alienado en las estru c tu ra s espacio tem porales condi
cionantes del ejercicio de la inteligencia, de in tu ir a
Dios que es la actividad pro p ia de esa inteligencia origi
naria. A nivel del ho m bre «imagen» éste es ca ren te de
sexualidad, in co rru p tible e inm ortal, apático, es decir,
caren te de pasiones, inteligente y libre: estas cualidades
son las que perm iten la asim ilación de la «imagen» a
Dios. Y estas cualidades son las que el hom bre ha p er
dido p o r la alienación.
El p roblem a radica en cóm o se libera el hom bre de la
alienación. La resp u esta de G regorio es taxativa: por
m edio de la experiencia del mal.
B revísim am ente p lan tearé el problem a originario que
subyace a esta cuestión: ¿cómo explicar y ju stific a r la
caída de la especie hum ana, que fue «participación» di
vina y estuvo en p o d er de lo inteligente? No puede tra
tarse de que el alm a se dejó a rra s tra r p o r el cuerpo,
po rque ella es d irectriz y guía de un cuerpo originaria
m ente no corrom pido, y su dinam ism o es su p erio r al de
éste. Tam poco es suficiente la intervención del dem onio,
po rque ello traslad a ría el problem a a o tro punto dogm á
tico. ¿Qué es, pues, el pecado original?
Sabido es que éste es un grave problem a de in te rp re
tación del p ensam iento de Gregorio. Y he dicho que íba
m os a p lan tea r el p roblem a originario y no original, y
ello debido a que p a ra G regorio el pecado originario no
es el pecado original. Este, el original, es el pecado de
Adán, pero Adán fue ya un hom bre pecador, que había
p erdido la originariedad de la «imagen», era u n ser alie
nado, un ser co n tra n atu ra. Aquél, el originario, es en el
cam bio del p rim e r proyecto creacional divino del hom
bre, cam bio que se p roduce a causa del pecado que de
bía com eter la hum anidad. E ste cam bio del proyecto,
esta segunda creación del hom bre le hizo lim itado a las
estru c tu ras espacio-tem porales.
78
G regorio de Nisa, que expresa nostalgia en el Paraíso,
no se refiere al Paraíso terrenal de Adán, sino al Paraíso
celeste, en el cual el hom bre hubiera sido creado sino
hu b iera pecado. Pecado que es, así, equiparable al de los
ángeles.
El pecado de Adán es el pecado del p rim e r hom bre en
el cual pecaba la hum anidad, pero no porque la hu m a
nidad pecaba en Adán, sino porque Adán tom aba origi
nalm ente su p arte en el pecado de la hum anidad, com o
todos y cada uno de los hom bres.
El pecado original explica la purificación del hom bre
p o r la experiencia del mal, porque el hom bre caído, en
la lim itación de en tendim iento y libertad, necesita, p ara
conocer el bien, la experiencia del mal. Sólo cayéndo
recu p era su tendencia ascensional. Y en esta concep
ción está, tam bién, incluida la econom ía de la gracia.
El pecado de Adán es la p rim era experiencia del mal,
ante la posibilidad del bien y del mal, p o r el cual se
rom pe el equilibrio de am bas posibilidades, lo que hizo
que su situación fu era tran sm itid a a los hom bres todos,
ya que cada ho m b re condiciona, incluso cósm icam ente,
la existencia de los que 1c suceden. Ahora bien, el peca
do, en cu an to pecado del hom bre caído, es esencialm en
te personal e incom unicable. Lo que sucede es que ya el
h om bre pecó com o hum anidad, obligando a Dios, en su
previsión, castig ar a la hum anidad.
79
en la ciudad de Com ana en el Ponto, d u ran te el viaje,
el 14 de septiem bre del 407.
R esulta h arto difícil d eterm in a r el aspecto o faceta
de la o b ra de Ju an de A ntioquía, como le llam aron sus
contem poráneos, que tuvo m ayor resonancia. Es claro
que le tocó vivir, en sus años de form ación, aquel tu rb u
lento m undo dogm ático que vengo m encionando en tre
los dos grandes concilio ecum énicos, Nicea y Constan-
tinopla, que padeciera la Iglesia de O riente, y que unió
su lab o r a la de A nastasio, Basilio y los dos Gregorios,
haciendo triu n fa r la preten d id a ortodoxia en el últim o
de los dos concilios citados.
Pero quizá no sea este pu n to de d octrina lo m ás im
p o rtan te de su obra; ni tam poco, con serlo m ucho, sus
trata d o s ascéticos, ni siquiera sus brillantes y retóricas
hom ilías. Yo diría que fue su casi legendaria personali
dad. Su condición de asceta, sacerdote, m ístico y m á rtir
fue lo que hizo de su o b ra fuente de lectu ra y de citas
y referencias ocasionales.
Ahora bien, si quisiera destacar, pese a todo, dos as
pectos im portantes de la obra de Juan C risóstom o, se
ñ alaría su intención pedagógica y su preocupación pol
la juventud.
80
seguridad política, que la im pidió, en cierto grado, d a r
m ejores frutos.
Dos períodos se destacan en ella, uno a n te rio r al im
perio de Teodosio el G rande, y o tro p o sterio r a su go-
gobierno, d u ra n te el cual se produce el apogeo del que
con toda razón podem os llam ar Im perio cristiano.
81
de M ilán en el 374. Destacó p o r su lab o r en co n tra del
arrian ism o italiano y fue consejero de tres em peradores:
G raciano, V alentiniano II y Teodosio I. G ran estudioso
de la P atrística griega, su fervor intelectual y la relevan
cia de su p o stu ra política no le ap artaro n , extrañam en
te, de su defensa y seguim iento de la pobreza. E ste gran
p red icad o r m urió el 7 de diciem bre del 397.
La m ayor p a rte de sus obras exegéticas son hom ilías,
com o los serm ones sobre el Evangelio de San Lucas
que p ro n u n ciara en tre los años 377-378 y que en el 389 re
dactó en form a de tratad o . De entre estas obras exegé
ticas sobresalen los seis libros del H exam eron, in sp ira
dos en Basilio. T am bién m erece m ención su obra ética
De oficiis m in istrorum , sobre la plantilla del de Cicerón,
y que constituye un verdadero com pendio de m oral cris
tiana. E n el orden * dogm ático fue un defensor del «Fi-
líoque».
83
San Ambrosio. Pinturicchio. Santa María del Popolo. Roma.
San Agustín, su vida
y su obra
85
versión, com o tendrem os ocasión de ver, así com o la
gran producción escrita que nos ha dejado.
El propio Agustín nos proporciona suficiente infor
m ación p ara po d er establecer su biografía y su itin e ra
rio espiritual. Y, aunque algunos de sus escritos han
planteado diversos problem as y discusiones, sin em b ar
go, p erm iten traz ar las etapas principales de su vida.
Así, la p rim era fuente de que disponem os es el escri
to autobiogrífico Confesiones, que contienen inform a
ción desde su nacim iento h asta la m uerte de su m adre,
Mónica, ocu rrid a en Rom a en el año 387. Además, la
o b ra nos m u estra la personalidad de Agustín en el m o
m ento en que la redacta, entre los años 397 al 400. No
o b stan te h ab er sido discutido su valor histórico, los da
tos que se en cuentran en esta obra de fam a universal
son aceptados casi unánim em ente p o r la crítica actual.
Las noticias sobre su vida an terio r a recibir el bautism o
hallan com plem ento en algunos datos que nos refiere
en los Diálogos com puestos en la villa de Casicíaco.
La segunda fuente biográfica está constituida p o r otros
escritos agustinianos, especialm ente las Cartas, S erm o
nes, con p a rtic u la r relevancia de los Serm ones 355 y 356,
y las R etractaciones, donde encontram os inform ación
sobre hechos posteriores a su vuelta de Roma y donde,
en p a rtic u la r en la últim a obra citada, pasa revista a
su actividad literaria, explicando las circunstancias que
le m ovieron a com poner sus obras y revisando algunas
de sus opiniones expresadas en los escritos repasados.
Finalm ente, disponem os de la Vita Sancli Augustini,
com puesta p o r su am igo y com pañero el obispo de Ca-
lam a, San Posidio, en tre los años 431 y 439, es decir, in
m ediatam ente después de la m uerte de Agustín. En la
ob ra su au tor, com o testigo presencial, pretende d e ja r
m em oria
86
E specialm ente, es de interés p ara fija r aspectos de la
vida de Agustín desde el m om ento de su ordenación sa
cerdotal h asta su m uerte. E sta Vita ha sido editada y
trad u cid a al castellano en Obras de San Agustín (vo!. I,
pp. 303-365).
Tom ando como base estas fuentes, se pueden estable
cer tres etapas en la vida de San Agustín. La p rim era
de ellas tra n sc u rre en tre su nacim iento y su conversión
al C ristianism o (354-386). La segunda va desde la con
versión hasta su consagración episcopal (386-396). Y, en
fin, la tercera com prende desde su consagración h asta
su m u erte (396-430). E sta será la división que seguire
mos p ara conocer su vida y su obra.
87
de Cicerón y de Quintiliano. La escuela com enzaba
a los siete años de edad.
T ras su infancia, recordada brevem ente en C o n f e s i o
n e s (I, 6-3), Agustín ingresó en la escuela de Tagaste,
donde aprendió la lectura y la escritura, p rim era fase
de la enseñanza, no sólo de la lengua latina, sino, p ro
bablem ente tam bién, de la lengua griega, com o parece
deducirse del siguiente pasaje:
¿ C u á l e r a la c a n s a d e q u e y o o d i a r a las l e t r a s g r i e
g a s, e n la s q u e , s i e n d o n iñ o , e r a i m b u i d o ? N o l o sé,
y n i a u n a h o r a m i s m o lo t e n g o b i e n a v e r i g u a d o . E n
c a m b i o , g u s t á b a n m e la s l a t i n a s c o n p a s i ó n , n o las
q u e e n s e ñ a n lo s p r i m e r o s m a e s t r o s , s i n o l a s q u e e x
p l i c a n lo s l l a m a d o s g r a m á t i c o s .
( C o n f e s i o n e s , I, 13)
88
Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan
¡laca, edad, en la que deseaba sobresalir con el fin
condenable y vano de satisfacer la vanidad humana.
Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de
tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón,
cuyo lenguaje, casi todos admiran, aunque no así su
fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la
filosofía, y se llama Hortensias. Semejante libro cam
bió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas
e hizo que. mis votos y deseos fueran otros. De re
pente apareció a mis ojos vil toda esperanza, y con
increíble ardor de mi corazón suspiraba por la in
mortalidad de la sabiduría, y comcticé a levantarme
para volver a ti. Porque no era para suplir el estilo
—que es lo que parecía debía comprar yo con los di
neros maternos en aquella edad de mis diecinueve
años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no
era, repito, para pulir el estilo para lo que yo em
pleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución
lo que a ella me incitaba, sino lo que decía... El
amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, a
saber, filosofía, al cual me encendían aquellas pá
ginas.
(Conf., III, 4)
89
qué tal eran... Al fijar la atención en ellas, no pensé
entonces lo que ahora digo, sino simplemente me pa
recieron indignas de parangonarse con la. majestad de
los escritos de Tullo. Mi hinchazón recusaba su es
tilo y mi mente no penetraba su interior.
{Conf., III, 4-5)
90
Su entusiasm o p or el m aniqueísm o, nunca m uy enfer
vorizado, com ienza a decaer. Se le plantean grandes du
das sobre diversos problem as, cuyas soluciones no en
cu en tra en ¡a enseñanza de Maní. Los m aestros de la sec
ta se m u estran incapaces de resolverlas; ni siquiera aquel
fam oso y elocuente F austo puede darles respuesta. La
desilusión de Agustín ante el esperado m aestro es enor
me: su em peño en p rogresar dentro de la secta se le aca
bó una vez que hubo conocido a este hom bre, aunque de
cidiera perm an ecer en ella m ientras encontraba algo m e
jo r que elegir, según sus propias p alab ras (C onf., V, 7).
En el año 383 m archa a Rom a com o p ro feso r de re
tórica, todavía de la m ano de los m aniqueos. Los m iem
b ro s de la secta le reciben y le ayudan a instalarse.
A poco de llegar cayó enferm o de gravedad, h asta el
p u n to de que estuvo a punto de ir al sepulcro (Con
fesiones, V, 9). R establecido, com enzó a to m ar en con
sideración la d o ctrina escéptica de la Academia Nueva:
91
han, las cosas que despreciaba, por no poder sepa
rar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para
recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él
al mismo tiempo lo que decía de verdadero.
(Conf., V, 13-14)
92
5.3. De la conversión a la consagración
episcopal
H em os q uerido su b ray ar en el ap artad o a n te rio r el
im p o rtan te papel que la filosofía desem peñó en la evo
lución in te rio r de San Agustín h asta el m om ento en
que se p roduce su conversión. Su vida, tal com o nos
la cu enta en las C onfesiones y com o ya hem os dicho,
fue u n a larga b ú squeda en pos de la filosofía. Por ello,
parece conveniente detenerse en la conversión agusti-
niana p a ra co m p ren d er plenam ente el significado que
tuvo.
E n el m undo antiguo el térm ino «conversión» tuvo
una larga tradición, significando una sola cosa: con
v ertirse sólo q u ería decir «convertirse a la filosofía»
(Aubin : 1963). E jem plos de conversiones en este sen
tido, an terio res a la de Agustín, se nos han proporcio
nado (Marrou : 1985, pp. 169-173). Y convertirse a la
filosofía no era o tra cosa que convertirse a la vida
del esp íritu , es decir, «volverse sobre sí mismo».
En el m undo cristiano este volverse sobre sí m ism o
im plicaba un «volverse hacia Dios», porque ésta era
la m an era de en ten d e r el ir hacia sí m ism o, en virtud
de que la presencia divina sólo podía ser descubierta
en el in terio r del hom bre.
Así entendida, la conversión de Agustín representó
no sólo su en tra d a en la Iglesia católica, sino tam bién
el inicio de la sistem atización filosófica cristiana, p o r
que ese sentido del térm ino «conversión» se co n stitu i
ría en el tem a típ icam ente agustiniano, sobre el cual
giraría todo su pensam iento y gran p arte del de los
siglos p osteriores: la in terio rid ad com o cam ino para
d escu b rir d en tro de sí la im agen de Dios, com o se verá
m ás adelante.
Por ello se han destacado (Marrou : 1983, pp. 164-
165) varios aspectos en la conversión de Agustín. En
p rim er lugar, el religioso: decidió e n tra r en la Iglesia
católica. En segundo lugar, el m oral: se separó de
su segunda concubina, rechazó el m atrim onio y adoptó
una regla de vida ascética. En te rc e r lugar, el social:
abandonó la enseñanza com o profesor rem un erado y
93
renunció a todas sus posibles aspiraciones y am bicio
nes políticas. En cu arto lugar, el filosófico: se adhirió
al neoplatonism o y se liberó com pletam ente del escep
ticism o académ ico. E n fin, en quinto lugar, el cultural:
desde ese m om ento com enzó a concebir una cu ltu ra
m uy d iferente de la que an terio rm en te había sido la
suya p ro p ia; es decir, abandonó la cu ltu ra lite ra ria y
se ordenó a la búsqueda de la sabiduría, entendid a esta
bú squeda com o cu ltu ra filosófica.
E n este cam bio, no sólo de sus convicciones filosófi
cas, sino de su concepción y organización de la cultura,
desem peñó un papel de sum a im portancia la lectu ra
que realizó de los libros neoplatónicos, que le enca
m inaron a la com prensión de las Sagradas E scritu ras:
94
siblem ente en los E lem enta, de Euclides, que le m os
traro n la existencia de una verdad irrefu tab le ( M a r r o u :
1985, p. 266).
Los diversos estudiosos de San Agustín h an discutido
si fue neoplatónico antes que cristiano o, a la inversa,
si fue cristian o an tes que neoplatónico. El problem a,
difícil de resolver de m odo definitivo, ha sido abordado
p o r P. Courcelle (1950), quien ha precisado las fuen
tes platónicas de San Agustín y quien ha m ostrado
que el neoplatonism o era la filosofía oficial del cris
tianism o m ilanés a fines del siglo iv, señalando ade
m ás (1950, p. 150) que los cristian o s de Milán se im a
ginaban un platonism o m ucho m ás cercano al cristia
nism o de lo que en realidad podía ser.
Así, pues, los libros de los neoplatónicos y la re
lectu ra de las Sagradas E scritu ra s condujeron a Agus
tín a la conversión filosófica y cristiana. P or eso pudo
d ecir que la filosofía le había m ostrado su faz:
95
m ism a cosa: el estudio de la sabiduría {De vera religio-
ne, V, 8).
A finales del verano del año 386, Agustín decide aban
donar su profesión de m aestro de retó rica y se re tira
a la q u in ta de Casiciaco, propiedad de su amigo Ve
recundo, p ro feso r como él. Le acom pañan a este re
tiro su m adre, su herm ano Navigio, su hijo Adeodato
y sus parien tes y discípulos Alipio, Trigecio y Licencio.
E n Casiciaco se dedica al estudio y a la conversación
filosófica con sus com pañeros de re tiro , m ien tras se
p re p ara p ara recibir el bautism o. En esa conversación,
los interlo cu to res im itaban a Platón entreteniéndose
con sus discípulos en los jard in es de la Academia, o
a Cicerón discutiendo con sus amigos en la som bra de
Túsculo (O roz R eta: 1967, p. 165).
F ru to de estas conversaciones son sus prim eras obras,
conocidas p o r el nom bre genérico de Diálogos de Casi
ciaco. E n ellos Agustín nos m u estra cuáles son sus
preocupaciones en esta época. Contra Académ icos re
futa definitivam ente la duda escéptica, a la que d u ran te
algún tiem po había prestado atención. De beata vita
es una exposición del tem a de la felicidad, consistente
en el perfecto conocim iento de Dios (R eí rae t ., I, 2).
El diálogo De ordine es una reflexión sobre el orden
del universo, cuyo reflejo ha de encontrarse en el alm a,
m antenido p o r la Providencia, y sobre si en el orden
providencial están com prendidos el bien y el mal. Fi
nalm ente, los Soliloquia, diálogo de Agustín con su
p ro p ia razón, escrito con el fin de «investigar la ver
dad acerca de los problem as cuya solución m e atra ía
con m ás fuerza», según sus propias palabras {Retract.,
I, 4), y donde aborda cuestiones referentes al conoci
m iento, la verdad, la sabiduría y la inm ortalidad; es el
diálogo del silencio interior, la conversación en tre su
propia alm a y Dios, donde ya están los frutos de su
conversión:
Quiero conocer a Dios y al alma. —¿Nada más?
—Nada más.
{Solil., I, 2)
E n m arzo del 387 regresan a Milán y d u ra n te la Vi
gilia Pascual, según la costum bre de la época, Agustín,
96
Alipio y Adeodato reciben el bautism o de m anos de
San Ambrosio. E ra Ja noche de] 24 al 25 de abril.
Agustín, que tan to s detalles nos proporciona sobre su
vida an terio r, sobre sus crisis, preocupaciones y ansie
dades, se m u estra sum am ente callado sobre este m o
m ento. Sólo alude a él con una breve frase:
97
dadero M aestro interior, Cristo, y el trata d o De vera
religione, sobre las relaciones en tre la fe y la razón
y el problem a del hom bre interior. R edacta tam bién
resp u estas a cuestiones que le com ienzan a p lan tea r
no sólo sus com pañeros, sino tam bién h ab itan tes de
o tras ciudades cercanas a Tagaste. Tal era su fam a ya.
E stas cuestiones fueron recogidas en un libro que p u
blicó siendo ya obispo con el título De diversis quaes-
tionibus octoginta tribus.
Su fam a iba en aum ento. En el año 391 viaja a Hi-
pona, ciudad p o rtu aria, una de las plazas fuertes de la
h erejía donatista. El obispo de la ciudad, Valerio, se
m u estra im potente p ara h acer frente a las necesidades
de los católicos, p o r su origen o riental y p o r su avan
zada edad. H abiendo solicitado un sacerdote que fuera
capaz de ayudarle en sus m enesteres, los católicos de
la ciudad, conocedores de la vida de Agustín,
98
La reputación de Agustín iba en aum ento. V alerio
acudió al prim ado de C artago p ara que lo n o m b rara
obispo auxiliar de H ipona, con el fin de que co laborara
con él. O btenido el asentim iento, Valerio lo anunció
a sus fieles, quienes acogieron la p ro p u esta con alegría
y aprobación. E n los últim os días del año 395 o co
m ienzos del 396, Agustín fue consagrado obispo auxi-
lar de Hipona.
99
nado tras su conversión. E sta cultura ya es en él ple
nam ente cristiana: las exigencias de la religión se le
hacen im periosas, m ás con scien tes, m ás profundas; tien
den a estar p resentes en todas las m an ifestaciones de
su vida (M arrou : 1983, p. 333), com o se deja traslucir
en los libros que escribió durante su últim a etapa de
vida.
Adem ás de sus m ás de trescientos serm ones y m ás de
doscientas cartas, Agustín com puso sus m ás im por
tan tes obras apologéticas, dogm áticas, m orales, p asto ra
les y exegéticas. E n tre ellas sólo se pueden citar, p o r
la im p o rtan cia que tienen desde el punto de vista fi
losófico, al p re cisar algunas de sus doctrinas, las si
guientes obras. E n p rim e r lugar, De doctrina christiana,
esc rita hacia el año 397, en la que establece el p ro
gram a de form ación cristiana, que ha de incluir, com o
prop ed éu tica y prelim inar, el conocim iento y utiliza
ción de la cu ltu ra antigua, y en donde propone una
teo ría del signo y de herm enéutica bíblica que serían
tom adas com o m odelo en la E dad Media. El De Trini-
tate, u n a de sus obras m aestras, com puesta e n tre los
años 399 y 420, donde expone su d octrina teológica tri
n itaria, que tan ta influencia h ab ría de tener p o sterio r
m ente, adem ás de en co n trarse en ella im p o rtan tes p re
cisiones de índole filosófica. Las Confesiones, escrita
e n tre los años 397 y 400, su obra autobiográfica, com o
ya tuvim os ocasión de señalar. Y, en fin, el De C ivitate
Dei, que escribió entre los años 413 y 426 con ocasión de
las acusaciones que se dirigieron co n tra los cristianos
a raíz del saqueo de Rom a en el año 410 p o r obra de
Alarico. De esta obra se ha dicho (Oroz R eta: 1967,
página 244) que constituye el sistem a m ás com plejo y
p erfecto de la apología cristiana. E scrito con intención
polém ica, es un libro cuyo alcance e im portancia tra s
cienden esta finalidad. Es u n a síntesis de su pensa
m iento filosófico, teológico y político, en la que com
bate el paganism o y defiende la d octrina cristiana. De
ah í que sea su o tra gran o b ra m aestra, cuya influen
cia y vigencia h an p erd u rad o a lo largo de las épocas.
Poco después term in a sus Retractaciones, donde re
visa y corrige los libros que había publicado: «La obra
en que estaba tra b a ja n d o me era muy necesaria, pues
100
estab a revisando todos m is opúsculos; cuando en ellos
hallo algo que me ofende a mí o puede ofender a
otros, unas veces lo repruebo y o tras veces explico lo
que p o d ría o debería leerse», nos dice en la C arta 224,
esc rita en el año 427, dirigida a Quodvultdeo. Fue poce
m ás tard e cuando
101
antes de morir, nos pidió en nuestra presencia que
nadie entrase a verle fuera de las horas en que le
visitaban los médicos o se le llevaba la refección.
Se cumplió su deseo, y todo aquel tiempo lo dedicaba
a la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó
ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia
con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano con
sejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros cor
porales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido de
nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse
con sus padres, disfrutando aún de buena vejez.
(S an P osidio : Vita, 31)
102
Las relaciones entre fe y razón
6.1. Introducción
El en fren tam ien to de San Agustín con el problem a
de las relaciones en tre Fe y Razón, independientem ente
de que, com o ya hem os visto, sea un problem a de obli
gada solución p ara todo aquel que podem os llam ar
filósofo cristiano, viene condicionado p o r dos aconte
cim ientos biográficos; a saber, su condición de busca
d o r de la verdad e n tre las pro p u estas de la filosofía
clásica y el hecho de su conversión. Es este esquem a
vital el que asem eja su actitud, así com o la solución
en co ntrada, a San Justino.
La b ú squeda de la verdad entre las filosofías pro-
puestasi le llevó al escepticism o. Mas de él no salió
p o r su conversión, sino p o r la lectura de los E lem enta
de E uclides, que le hicieron ver la existencia de una
verdad, tan restrin g id a com o se quisiera en el ám bito
intelectual, pero que abría la esperanza a en co n trarla
en un ám bito de m ayor alcance.
Su conversión al C ristianism o está tam bién m otivada
p o r aconteceres m uy análogos a los de San Justino.
103
Se mezcló en su m ente Am or y Verdad, y, cuando cre
yó d escu b rir aquél, descubrió a un m ism o tiem po éste.
Mas acontece que la solución agustiniana tiene m u
cho m ayor fuste intelectual que la de San Justino.
P odría decirse m ás; es la solución que se ha dado al
p ro b lem a de las relaciones en tre Fe y Razón m ás po
derosa, m ás sólida y m ás auténtica. Y su autenticidad
no nace de su intelectualism o, com o podríam os acha
carle a Santo Tom ás, sino de su propia condición de
cristiano. C abría decir lo m ism o que se dijo cuando
San Ju stino: San Agustín no creó una filosofía cris
tiana, sino que hizo del C ristianism o una filosofía.
Pero, p recisam ente en la m edida en que la solución
dada por San Agustín es poderosa y sólida, es, al m is
mo tiem po com pleja. Lo que ha hecho que m uchas ve
ces, quizás dem asiadas, no haya sido entendida en
toda su profundidad. En la m ayor p arte de los casos
p o r so brecargarla de intelectualism o.
Veamos con cierto detenim iento los fundam entos me-
tafísicos y existenciales que so portan su solución.
104
Hay identificación en tre Filosofía y Religión. Pero
esta identificación no se realiza porque se confundan
fe y razón, sino que am bas son dos acciones com pleta
m ente d istin tas en el hom bre:
Así, hay en el alma tres operaciones que parecen
ser cada una continuación de la otra y que es conve
niente discernir: entender, creer y opinar... Por lo
tanto, lo que comprendemos se lo debemos a la razón;
lo que creemos, a la autoridad; lo que opinamos, al
error.
(De útil, credendi, XI, 25)
E ntonces, ¿en qué radica esa identidad e n tre Filoso
fía y Religión?
M uchas han sido las respuestas que se h an dado
a esta pregunta. E n tre ellas, quienes consideran que
esta identificación fue u n propósito concebido expre
sam ente p o r San Agustín, de o rie n ta r toda actividad
racional hacia la fe. Así, B a u rn g a rtn er («San Agustín»,
en Grandes pensadores, M adrid, 1936, I, p. 358) dice
que «la Filosofía está orien tad a en todas sus p artes
hacia la Religión y hacia la Teología, hacia el m odo
que tiene el C ristianism o de p la n te a r los problem as.
S an Agustín co n sidera com o fin suprem o la arm onía
del cuad ro universal filosófico con las teorías cristia
nas».
No in ten tarem o s aquí hacer h isto ria de todas esas
in terp retacio n es que se han hecho de tal cuestión. Si
citam os este ejem plo, lo hacem os p ara señ a la r lo que
creem os un erro r. Porque no se tra ta de un problem a
de subordinación o de condicionam iento, sino de iden
tificación existencial y m etafísica, com o nos esforzare
m os en m o strar.
105
de la vida y los propósitos que nos animan: creo que
nuestra ocupación, no leve y superfina, sino necesaria
y suprema, es buscar con todo empeño la verdad.
(Contra Acad., III, 1)
La verdad es común a todos. No es ni mía, ni tuya,
ni de éste, ni de aquél, sino común a todos.
(In psalmum 75, 17)
106
los trabajos y tío se haya encontrado, allí donde pa
recía seguro, su hallazgo.
(De útil, credendi, VII, 8)
Así, pues, la Filosofía responde a la exigencia que
dom ina al hom bre de alcanzar la verdad. Veam os, se
gún esto, en qué radica esa identificación existencia! y
m etafísica de la Filosofía con la Religión de que he
m os hablado.
107
T area de b úsqueda de la felicidad en la que han
coincidido todos los filósofos, porque ellos han con
siderado que el fin suprem o del hom bre consiste en la
felicidad. P o r ello, bu scar la felicidad se revela com o
la única causa y el único fin de la filosofía.
Pero es que sucede que igual designio m ueve al hom
b re a ser religioso:
108
esto es, la vía que a la verdad nos lleva. H asta aquí,
la Religión y la Filosofía son m odos, m edios. Pero es
preciso que se especifiquen en su llegar a ser, en su
devenir. ¿Cómo en c o n trar esa especificación?
He aquí dónde se realizará lo que hem os llam ado
identificación m etafísica. A puntem os el tem a con este
bellísim o texto agustiniano:
109
de am bas, y que a am bas, Religión y Filosofía, atañe
en igual m edida,
«Si la relación de las creatu ra s a Dios es ta n íntim a
que constituye todo su ser, ¿qué com penetración se
debe e sp e rar d escu brir en tre la V erdad subsistente,
p o r u n a parte, y la inteligencia cuya n aturaleza es co
nocer la V erdad, p o r o tra? San Agustín ha percibido,
quizá m ás que nadie, la dependencia del esp íritu h u
m ano an te la suprem a luz. Aquí está el cen tro de su
filosofía». C iertam ente, estas palabras de Ch. Boyer
(1940, p. 179) constituyen el punto que debem os poner
de m anifiesto.
En San Agustín, la esencia de la verdad está insepa
rablem ente unida a la existencia, ha afirm ado muy ati
nad am en te W indelband (H istoria de la Filosofía, Mé
xico, vol. III, p. 69). Así, pues, la V erdad, con m a
yúscula, tiene que e sta r unida a su existencia propia,
y esta Verdad que existe es Dios:
110
cam inos de que hablam os una sola y real vía de sal
vación, de felicidad, de sabiduría.
Camino que Agustín p resen ta no com o un descubri
m iento suyo, ni siquiera com o algo propio del C ristia
nism o, sino com o aquella vía que ya establecieron los
filósofos antiguos, especialm ente Platón. Así, San Agus
tín quiso situ arse en una tradición filosófica ya con
solidada:
111
Así, p a ra alcanzar estas verdades es m en ester alcan
zar la verdad. Mas para alcanzar ésta, la razón es insu
ficiente, porque las verdades inteligibles, que superan
el orden sensible que se encarna en las verdades exis
ten tes in tram u n d an as, no sólo son p roducto de nues
tras potencias, sino fru to de una ilum inatio, de u n a
desvelación divina. ¿D ónde está, por consiguiente, el
cam ino a seguir?
112
resplandor en que nos baña el secreto sol de las al
mas. De El procede toda verdad que sale de nuestra
boca, aun cuando nuestros ojos, o por débiles o por
faltos de avezamiento, trepidan al fijarse en él y abra
zarlo en su integridad, pues en última instancia es
el mismo Dios y sin ninguna modificación esencial.
(De beata vita, IV, 35)
113
por conseguir la sanidad de los ojos si no lo cree in
dispensable para ver lo que no puede mostrársele por
hallarse inquinado y débil.
(Solil., I, 6)
114
turaleza, poniendo el principal interés de filosofar en
m o strar, p o r una p arte, la necesidad que tenem os de la
fe y, p o r o tra, la arm onía en tre los dones divinos y
n u estro s m ás pro fu n dos deseos.
El cam ino m ás seguro com ienza, así, con la fe: hay
que b u scar con la fe p ara que el intelecto encuentre:
115
sino que sus preceptos nos fuerzan a prolongarla p o r la
vía del conocim iento, de la intelección:
116
Pues ciertamente lo que ahora estoy hablando lo
hablo para que crean los que aún no creen. Y, sin
embargo, si no entienden lo que hablo, no pueden
creer. Por lo tanto, en cierto modo es verdad lo que
él dice: «Entienda yo y creeré»; también lo es lo que
digo yo con el profeta: «Más bien cree para enten
der.» Ambos decimos la verdad; pongámonos de acuer
do. En consecuencia, entiende para creer, cree para
entender. En pocas palabras os voy a decir cómo he
mos de entenderlo sin controversia alguna: Entienda
para creer mi palabra; cree para entender la pala
bra de Dios.
{Sermón 43, 9)
117
Toda esta concepción agustiniana no es o tra cosa que
tina sublim e glosa de la frase bíblica que com enta en re
p etid as ocasiones:
118
San Agustín lee la Epístola. B. Gozzoli. San Gimignano. lele-
sia de San Agustín.
La orientación del hombre
a la trascendencia
en el pensamiento agustiniano
120
trices com o son la Auctoritas y la Ratio. A utoridad y
Razón que se conjugan arm ónicam ente en ese intento
agustiniano p o r conocer a Dios y al alm a que, de esa
m anera, se configuran com o tem as centrales de toda in
dagación filosófica.
P ara San Agustín está claro que sólo hay un doble
cam ino «para evitar la oscuridad que nos circunda: la
Razón y la A utoridad» (Acerca del Orden, II, 5, 6, 16;
Contra Académicos, III, 20, 43) y sólo a través de ellas
podrem os resolver esos dos grandes problem as que in
quietan al filósofo de todos los tiem pos:
121
bos m anjares» (op. cit., V, 6, 10). Con ello San Agustíh
quiere darnos a en tender que es necesario distinguir no
sólo en tre «Autoridad» y «Razón», sino tam bién la pre
cedencia de aquélla respecto de ésta en orden a la d eter
m inación de la verdad, así com o la necesidad de adop
ta r u na posición de clara receptividad respecto de la
«verdadera autoridad».
Un segundo argum ento de apoyo podem os cifrarlo en
la configuración de Dios com o fin único de la actividad
del alm a y que ap u n ta a la afirm ación de la radical te
leología del hom bre a lo divino y a la explicitación del
ser hum ano com o realidad m enesterosa de Dios.
E fectivam ente, no es suficiente, p ara San Agustín,
ten er conocim iento de nuestro origen para d a r sentido
a la vida hum ana. Es necesario a p u n ta r hacia el ho ri
zonte que abre la esperanza de lograr la felicidad que
el hom bre, en su vida y con su vivir, pretende encontrar.
La coherencia in tern a del pensam iento agustiniano hace
pues indispensable la conciencia hum ana de Dios com o
principio y fin de la acción del hom bre m ismo. Signifi
cativas son las ideas agustinianas expresadas en este
texto de su tra ta d o sobre El libre albedrío:
122
si actualmente advierte y tiene muy presente para
qué cosas se la avisa que se prepare en lo ful uro.
Y así como, por ejemplo, el que navega hacia Roma
ningún inconveniente le vendría de haberse olvidado
del puerto del cual zarpó la nave, con tal de que no
ignorara hacia qué lado del lugar en que se halla de
bería enfilar la proa, y, por el contrario, de nada le
serviría acordarse de la costa de donde partió si, ig
norando la verdadera situación del puerto romano,
chocase en un escollo, así también nada me puede
perjudicar a mí el no saber cuándo comencé la ca
rrera de mi vida si sé el fin al que debo llegar y en
el que debo descansar. Ni me serviría de nada la me
moria o conjetura acerca de los comienzos de mi vida
si, sintiendo acerca de. Dios, que es el único fin ver
dadero de la actividad del alma, cosa distinta de lo
que es digno de él, diese en los escollos del error.
(O. c., III, 21,61)
123
cen tral en su filosofía com o áncora del pensam iento y
del corazón. El sentido del m undo, el valor de la p er
sonalidad hum ana y h asta los problem as del conoci
m iento y de la c u ltu ra reclam an el apoyo de Dios. Cono
cer a Dios es la m ás dichosa ocupación del esp íritu , p o r
que El es el valor de los valores, el Sum o Bien, en quien
se aq u ieta el corazón hum ano. La dialéctica de la cul
tu ra ag u stiniana se halla m ovida in terio rm en te p o r este
im pulso del conocim iento de Dios, que es un im pulso
soteriológico o de salvación del alm a, es decir, el m ás
hondo im pulso que subm ueve al hom bre» (V. Capa-
naga , 1962, p. 79).
Sin em bargo, en el orden n atu ra l del conocer hum a
no, la prim acía tem poral recae en el conocim iento del
hom bre, en el conocim iento del alm a, ya que a través de
ella podem os llegar a Dios. R ecordem os, sim plem ente, la
conocida expresión agustiniana, sobre la que p o sterio r
m ente volverem os: «Deus sem per idem : noverim me,
noverim Te» (Soliloquios II, 1, 1) y que sirve de horizonte
m etodológico del p en sar agustiniano.
Como el lecto r h ab rá podido apreciar, una serie de su
puestos subyacen al p lanteam iento m ism o de los obje
tivos del p en sa r de San Agustín. El análisis de esos su
puesto s constituye, ju stam en te, el objetivo del siguiente
parágrafo.
124
niano no puede d e ja r de lado u n a reflexión, por breve
que sea, sobre estos grandes núcleos.
125
¿Qué podem os en co n trar de positivo en este plantea
m iento?, ¿acaso no im plica ello una dejación de la inelu
dible actividad h um ana? Sí y sólo si nos fijam os en la
pasividad in h eren te al «crede ut intelligas», pero no
cuando se com pleta con el «intellige u t credas» que
expresa el dinam ism o de ser hum ano, com prom etido en
su cristianism o, que tra ta de com prender con la razón
aquello que cree p ara, de esa m anera, hacer efectiva
la praxis cristiana. Aspectos estos que fueron la fuerza
agustiniana de los pensam ientos de S. Anselmo y Es
coto E rígena e n tre otros medievales.
San Agustín se dio perfectam ente cuenta de estos
aspectos ju stam en te a la hora de d eterm in a r el sentido
e stricto de la «Autoridad» y la necesidad de distinguir
e n tre la «A utoridad divina» y la «autoridad hum ana» y,
de esa m anera, p recisar el papel que juega la Razón a
la h o ra de explicitar la vocación trascen d en te del hom
b re a Dios.
Efectivam ente, en su trata d o Acerca de la cantidad
del alma, tra s reconocer el sentido de criterio de ver
dad en el ám bito de la ciencia que la au to rid ad posee,
señala al m ism o tiem po, la necesidad de no e sta r dom i
nado exclusivam ente p o r esa au to rid ad que no es «ver
d ad era autoridad». «Es distinto creer algo fundados
en la au to rid ad que en la razón. Conseguir la verdad
fundándose en la au to rid ad es cam ino breve y de nin
gún trabajo» (o p . cit., 7, 12). Sin em bargo, m ás adelante,
añadirá: «no te hagas dem asiado esclavo de la autoridad,
sobre todo a la mía, que nada vale. H oracio dice «Atré
vete a saber», a fin de que la razón te subyugue antes
que el m iedo» (op. cit., 23, 41). Y es que, el criterio de
au to rid ad , en el ám bito de la ciencia, siem pre tiene un
valor relativo, toda vez que el criterio de au to rid ad no
es la razón ú ltim a de la bondad o m alicia de los actos
hum anos.
Es claro que, en el orden n a tu ra l del conocer, la au to
rid ad siem pre precede a la razón: «Como todo hom bre
sin duda se hace docto de indocto y ningún indocto
conoce la disposición y la docilidad de vida con que
debe ponerse b ajo la dirección de los m aestros, resu lta
que a todos cu antos desean llegar al conocim iento de
126
las grandes cuestiones, la au to rid ad les abre la puerta»
(Acerca del Orden, II, 9, 26). De ahí que la razón, al des
c u b rir su debilidad, «tiene necesidad del recurso a la
au to rid ad com o confirm ación de lo que ella ha estable
cido» (De las C ostum bres de la Iglesia Católica, I, 2, 3).
Por esa razón, San Agustín, reconociendo la exigencia
de la au to rid ad en todo proceso cognoscitivo, necesita
d eterm in a r el sentido de la «verdadera autoridad» que
ilum ine el cam inar de la razón hum ana. Así, en un claro
fragm ento del tratad o Acerca del orden realiza esta dis
tinción en tre «A utoridad divina» y «autoridad hum ana»;
«La au to rid ad puede ser divina o hum ana: la divina
es la verdadera, firm e y suprem a. Y al b u scarla se ha
de tem er la m aravillosa potencia de engañar que tienen
los dem onios, pues p o r m edio de la adivinación de co
sas relativas a la percepción sensible y p o r algunas obras
han logrado engañar fácilm ente a las alm as am igas de
sortilegios, am biciosas de m ando o tem erosa de m ila
gros vanos. Aquella es la verdadera au to rid ad divina
que no sólo trasciende con signos sensibles toda h u
m ana potestad , sino que, actuando sobre el hom bre,
le m anifiesta cómo se abatió p o r él y le m an d a lib rarse
de la tiran ía de los sentidos y aún de los m ism os m ila
gros sensibles y elevarse a su in terp retació n espiritual,
dem ostrándole a la p a r cuánto puede el o b ra r aquí y
p o r qué puede todo esto y lo poco que lo estim a. H a de
d escu b rir con sus m ilagros el poder, y con la hum ildad
su clem encia, y su n atu raleza con m andatos, cosa
todas que se nos enseñan m ás íntim a y seguram ente en
las verdades sagradas en que estam os iniciándonos, pues
p o r ellas la vida de los buenos -,e purifica m uy fácil
m ente, no con rodeos de disputas, sino con la au to rid ad
de los m isterios.»
La au to rid ad hum ana, en cam bio, engaña m uchas ve
ces; y en ella aventajan p articu larm en te, según el ap re
cio de los ignorantes, los que dan m uchos indicios de
la verdad de su doctrina, conform ando su enseñanza
con el ejem plo. Y si a esto se agrega que tienen algunos
bienes de fo rtu n a, cuyo uso los engrandece y les g ran jea
reverencia, será m uy difícil que quien dé crédito a sus
preceptos de buen vivir sea signo de censura» (op. cit.,
IL 9, 27).
127
T ras la distinción de estos dos tipos de au to rid a d y
con la apropiación del «Sapere aude» de H oracio an te
rio rm en te reseñada, San Agustín ha puesto sobre el ta
pete los papeles que juegan en su p en sa r filosófico tan to
la A utoridad com o la Razón. La A utoridad verdadera, la
Revelación, la E scritu ra, en definitiva proporciona los
contenidos de n u estro saber racional de form a que, sin
la contribución de la Revelación, n u estro sab e r n atu ra l
sería ciego p a ra la verdad en estricto sentido. Desde
esta perspectiva, pues, la A utoridad m u estra su radical
precedencia y prim acía sobre la razón pues, com o se
ñala en el T ratad o sobre La Trinidad, la fe purifica y
esclerece los ojos del alm a y la lib ertad del atractivo
falaz de los sentidos (cfr. op. cit., I, 1, 3). Sin em bargo,
la aspiración de Agustín no es sólo creer, sino llegar a
la inteligencia de aquello que cree. Con o tras palabras,
las consideraciones agustinianas del crede ut intelligas
no suponen u n a detención en el m arco de! asentim iento
in h eren te a toda creencia, sino que está en función de
la inteligencia de aquello que se cree.
E n consecuencia, pues, las consideraciones agustinia
nas no constituyen un rechazo de la «razón» y, p o r
tan to , de la filosofía, sino, ju stam en te, la afirm ación
en su lugar d en tro del m arco ideológico del pensam iento
cristian o de los P adres de la Iglesia. R ecordem os, «la
filosofía prom ete la razón, pero salva a poquísim os»,
nos decía en el tra ta d o Acerca del Orden (II, 5, 16), sin
em bargo, la razón, en tan to elem ento m ás elevado de
la natu raleza hum ana, según nos señala, en tre otros
lugares en su tra ta d o Acerca del libre albedrío (II, 6, 13),
es no sólo esa facultad que el hom bre tiene p a ra perci
b irse a sí m ism a com o objeto de su propio conoci
m iento (Acerca del Libre Albedrío, II, 3, 9) o aquella a
través de la cual el hom bre contem pla su propia alm a
(cfr. Acerca de la Cantidad del Alma, 14, 24), sino tam
bién, y pienso que fundam entalm ente, es esa capacidad
del en ten d im ien to que, a p a rtir de lo visible, asciende
a lo invisible (Acerca de la Verdadera Religión, 19, 52)
y, en consecuencia, puede llegar a d e m o stra r a Dios,
siem pre y cuando se desligue de lo sensible y en clara
conjunción con la cardinalidad de la fe, esperanza y ca
ridad, goznes de la praxeología agustiniana, com o bien
128
refleja en los Soliloquios: «La razón es la m irada del
alm a; p ero com o no todo el que m ira ve, la m irad a bue
na y p erfecta, seguida de la visión, se llam a virtud, que
es la re cta y p erfecta razón. Con todo, la m ism a m irada
de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no
perm anecen las tres virtudes: la fe, haciéndole creer
que en el o bjeto de su visión está la vida feliz; la espe
ranza, confiando en que lo verá, si m ira bien; la caridad,
queriendo co ntem plarlo y gozar de él. A la m irad a sigue
la visión m ism a de Dios, que es el único o b jeto a cuya
posesión asp ira, y tal es la verdadera y p erfec ta virtud,
la razón que llega a su fin, prem iad a con la vida feliz.
Y la visión es un acto in telectual que se verifica en el
alm a com o re su ltad o de la unión del entendim iento y
del o b jeto conocido, lo m ism o que p a ra la visión o cular
co n curren el sentido y el objeto visible, y ninguno de
ellos se puede elim inar, so pena de anularla» (op. cit.,
I, 6,13).
Con ello se aprecia claram en te que uno de los m éritos
agustinianos consiste, precisam ente, en la definitiva su
peración de la desconfianza de algunos P adres de la
Iglesia desde el m om ento en que acoge favorablem ente
a las arte s liberales y a la filosofía m ism a, sim bolizada
en la Razón, otorgándole su derecho de ciudadanía en el
m arco del pensam iento cristiano m ism o. Desde esta
perspectiva, San Agustín, se m overá en la posición aco
gedora de San Ju stin o y C lem ente de A lejandría recono
ciendo, ciertam en te, que la verdad radical tan sólo se
en cu en tra en el C ristianism o, es decir, en la Revelación,
y que es con esa verdad revelada con la que hay que
c o n tra sta r las d istin tas d o ctrinas de los filósofos, pero
que, en cu alq u ier caso, siem pre hay una validez en la
form a n a tu ra l de conocer, en la actividad de la Razón,
que actú a com o p ro p edéutica p ara el objetivo últim o y
que se expresa claram ente en el p ro g ram a pedagógico
expuesto en su tra ta d o sobre La D octrina Cristiana,
donde nos señala la vía m ejo r p a ra llegar al conoci
m iento de las S agradas E scritu ra s y con el estableci
m iento de u n ord en jerá rq u ico del sab e r en el que, en
el m arco de las ciencias creadas p o r el hom bre, se re
chazarán las ciencias supersticiosas y superfluas y que
a p u n tarán a la clara identificación en tre d o ctrin a cris-
129
tian a y v erd ad era filosofía, expresión del p en sa r de un
ho m b re com prom etido en su pen sar y h acer com o cris
tiano.
130
tancia, p erm ite toda la «ordenación» de lo creado a la
causa prim ordial.
Desde esta perspectiva, el pensam iento agustiniano se
m ueve en un plano claram ente creacionista y, de hecho,
toda la filosofía del Obispo de H ipona es un canto a la
prim acía de la idea de creación, en su sentido m ás
genuino, fren te a las tesis del neoplatonism o y el gnosti
cism o, en general, y el m aniqueísm o en particu lar.
El sentido creacionista agustiniano encu en tra su m á
xim a expresión ju stam en te a la hora de ab o rd a r el sen
tido del orden del universo, de m odo que puede decirse
que la categoría de «Orden» viene a ser la clave de
in terp retació n del pensam iento no sólo de San Agustín
sino tam b ién de todo el pensam iento cristiano m edieval,
com o m uy bien nos reseñó Landsberg en su obra La
Edad M edia y nosotros (1925, p. 19) cuando señala que,
«la idea central, la clave que nos abre la inteligencia del
pensam iento, de la visión del m undo y de la filosofía
de la E dad Media, es la creencia de que el m undo es un
cosm os, un todo ordenado con arreglo a un plan, un
con ju n to que se m ueve tranquilam ente según leyes y
ordenaciones eternas, las cuales, nacidas con el p rim er
principio de Dios, tienen tam bién en Dios su referencia
final». O rden que no sólo se da en el plano físico, sino
tam bién en el personal y social.
E sta ordenación del universo, en su integralidad, a
Dios, configura ese cierto «optim ism o m etafísico» que,
desde sus com ienzos, tra tó de p o n er a la luz el C ristia
nism o fren te al radical pesim ism o gnóstico, y que p er
m itió a b rir u n a vía a la esperanza al re in te g rar a la
soberanía de un principio, esencialm ente bueno y c rea
d o r de toda bondad, la totalidad del m undo. A p a rtir
de entonces, com o ha señalado V. Capanaga, en su In
troducción general a las Obras com pletas de San Agus
tín, «todos los seres podían re sp ira r ya u n a atm ósfera
m ás p u ra y libre, p o rque se hallaban en las m anos de
Dios y no de un tirano» (op. cit., I, p. 48).
Pero, ¿cóm o en ten d er el sentido de este orden que, a
juicio de K. Svoboda (cfr. La estética de San A gustín,
M adrid, 1958), se constituye en una categoría fundam en
tal en el p ensam iento agustiano?, ¿Cuáles podrían ser
sus fuentes? Quizá un principio de resp u esta la halle-
131
m os en las afirm aciones agustinianas de que «todo se
halla en cerrado d entro del orden» (Acerca del orden,
I, 7, 19) y que, en gran m edida, este orden no será o tra
cosa que una form ulación del principio de «razón sufi
ciente»: «que nadie m e pregunte ya p o r qué suceden
cada una de estas cosas. Baste con sab er que nada se
engendra, n ad a se hace sin una causa suficiente, que la
produce y lleva a su térm ino» (op. cit., I, 6, 14). Es cierto
que todavía que no se ha respondido a la preg u n ta pero,
quizá, la resp u esta podam os entreverla en la afirm ación
agustiana de que «todas las cosas han sido ordenadas
p o r el cread o r en m edida, núm ero y peso» (Del Génesis
a la letra, IV, 3, 7), tres conceptos claves que es nece
sario explicitar.
E s claro que la «medida» (m ensura) es lo que d eter
m ina el m odo ser de cada ser, según nos refiere en el
p árrafo citado, y, en ella, se incluye la idea de aju ste
o de adaptación a u n a norm a fija, en tan to que «me
dida de las m edidas». E sta idea de ajuste, referencia
al ord en o, m ejor, a la ordenación según norm a, exige
la previa com prensión de la tesis, expuesta en la c a rta a
N ebridio (cfr. Ep. 11, 3), así com o en el trata d o Acerca
de la V erdadera Religión (XXXVI, 66) y en Las C onfe
siones (IV, 10). Si en la correspondencia con N ebridio
se nos dice que «No existe naturaleza alguna ni su stan
cia que no contenga y lleve consigo estos tres elem en
tos: p rim ero el ser; segundo el ser esto o lo otro; te r
cero, la perm anencia a toda costa en su ser» trata n d o
de evidenciar con ello que lo prim ero es la causa na
tu ral de procedencia, la especie según la cual las cosas
se form an, lo segundo y, en terc er lugar la perm anencia
en el ser, en el tra ta d o acerca de la Verdadera Religión
m encionará la un idad del ser existente com o «vestigio
de ese p rim e r principio», de quien recibirá la «m ism a
unidad» y que perm itirá, justam ente, la identificación
de ese « p rim er principio» com o «m edida de las m edi
das», exactam ente com o esa m edida que «determ ina
el m odo de ex istir de todo ser».
V inculado a ese planteam iento, com o ha reseñado Ca-
panaga, se en cu en tra la idea de «forma» o «Species»
la cual nos m u estra la diferencia entre los seres en tanto
que seres m últiples: «todo ser m udable es necesaria-
132
m ente susceptible de perfección o de form a. Así com o
llam am os m udable a lo que puede cam biarse, así llam a
ría yo form able a lo que es capaz de recib ir una nueva
form a. Pero ningún ser puede form arse a sí m ismo,
p o rque ningún ser puede darse a sí m ism o lo que no
tiene, y, p o r tan to , p ara llegar a ten er form a, es preciso
que la preceda un ser form ado. P or lo cual, si algún ser
tiene ya su form a, no tiene necesidad de re cib ir lo que
ya posee, y si alguno no tiene form a, no puede re cib ir
de sí m ism o lo que no tiene. Ningún ser, pues, puede
fo rm arse a sí m ism o» (Acerca del libre albedrío, II,
17, 45).
Es cierto que el térm ino form a puede en ten d erse en
un doble sentido, bien aristotélico, bien platónico. San
Agustín recogerá am bas y ad m itirá una form a inm anente
a las cosas, in trín seca a ellas y, tam bién una fo rm a
ejem plar, trascendente, form a de todas las form as, que
es, ju stam en te, la aspiración de toda realidad. El pro
blem a aq u í no radica en la distinción de estos dos tipos
de form as, sino en cóm o la razón es capaz de p asa r de
la m ultiplicidad de las form as a la unidad de la form a
de las form as. En este sentido, el gran m ediador no es
o tra cosa que el m ism o concepto de núm ero que, si
bien «brilla en las cosas», «sólo la razón logra alcan
zarlo» (cfr. Acerca del orden, II, 15, 42). De ahí la im por
tancia de las leyes m atem áticas en la epistem ología
agustiniana en tan to que con ellas nos introducim os
en un ám bito de certezas, en un ám bito inteligible, bello
y arm ónico y, en consecuencia, «racional» del cosmos.
P or ello no nos ex traña que San Agustín m encione al
«núm ero», al estilo platónico, com o ese gran m ensajero
en tre el m undo sensible y el inteligible: «Si pues todo
cuanto ves que es m udable no lo puedes p ercib ir ni p o r
los sentidos del cuerpo ni p o r la atención del espíritu,
a no ser que exista en una form a num érica, sin la cual
todo se reduce a la nada, no dudes que existe una form a
etern a e inm utable, en v irtu d de la cual estas cosas,
que son m udables, no desaparecen, sino que con sus
acom pasados m ovim ientos y la gran variedad de sus
form as, continúan recorriendo h asta el fin los cam inos
de su existencia corporal; form a etern a e inm utable, en
cuya v irtu d , sin e sta r contenida ni com o definida en el
133
espacio, ni prolongarse a través de los tiem pos, ni su
fr ir alteración con el tiem po, todas las dem ás pueden
ser form adas, y, según sus géneros, llenar y re co rre r los
núm eros del espacio y del tiem po» (Acerca del libre
albedrío, II, 16, 44).
Ahora bien, volviendo a las consideraciones agustinia-
nas de que todas las cosas «han sido ordenadas p o r el
cread o r en m edida, n úm ero y peso *» y, una vez explici-
tad o que, de u na p arte, la m edida es aquello que de
term in a el m odo de existir de cada se r (cfr. Del Génesis
a la letra, IV, 3, 7) y, de otra, que el núm ero es cóm o se
expresan las form as específicas de los seres, es claro
que nos queda p o r averiguar cuál es el sentido del
«Peso» (pon d a s) y saber el papel que éste desem peña
en la ordenación del universo en su integralidad.
P ara resp o n d er a esta cuestión no hay m ejo r pru eb a
que u n a m agnífica descripción del tem a que en co n tra
m os en las E narrationes in psalm os (29, X), donde nos
dice:
134
(el orden) en el universo, y que San Agustín identifica
con el pleno sentido del «amor»:
135
L a c e n tr a lid a d d el h o m b r e en el u n iv e rso crea d o
y s u co n c e p c ió n c o m o « Im a g o Dei»
136
cu rro y vuelo de aquí p ara allá y p enetro cuanto puedo,
sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la vir
tu d de la m em oria, ta n ta es la v irtud de la vida en un
hom bre que vive m ortalm ente» (C onfesiones, X, 17, 26).
De ahí, pues, la necesidad, la p reg u n ta p o r el sentido
del h om bre y, ju n to a ella, tratem os de com p ren d er el
lugar de ese hom bre en el universo creado.
Dos grandes corrientes confluyen en la configuración
de la antropología agustiníana. De un lado, la corriente
bíblica y paulina del hom bre com o «imago Dei», ser
caído en la culpa y, de o tra p arte, la co rrien te griega
del «homo rationalis» o un anim al m ovido p o r un «verbo
interior» en que se cifra toda su dignidad» (cfr. Capa-
naga: In tro d . O. C., S. Agustín, I, p. 64). Ambos aspectos
estarán estrech am en te conectados en S. Agustín y a ello,
necesariam ente, debem os atender, pues, efectivam ente,
si bien en el h om bre se da una síntesis de anim alidad
y racionalidad que le perm ite «por ser racional, aven
ta ja r a las bestias y p o r ser m ortal diferenciarse de las
cosas divinas. Si le fa lta ra lo prim ero, sería un b ruto;
si no se a p a rta ra de lo segundo, no p o d ría deificarse»
(Acerca del Orden, II, 11, 31), lo cierto es que el hom bre
tiene «su origen en Dios, de quien recibirá la form a, p o r
el acto cread o r de Dios m ism o (cfr. Acerca del alm a y
de su origen, I, 17, 27; Acerca del libre albedrío, II, 1, 2)
y, en consecuencia, es un p u ro «Don de Dios» que se ex
p resa com o «vestigio de la secretísim a un id ad de Dios»
(Confesiones, I, 20, 31) y que pone sobre el tap ete la
teo ría agustiníana, p rocedente de la teología bíblico-
paulina del h om bre com o «imago Dei».
V arias p reg u n tas nos surgen a la hora de exam inar
esta cuestión: ¿Cómo y p o r qué el hom bre es imago
Dei?, ¿cuál es el significado de esta tesis agustiniana?,
¿cóm o y dónde se expresa, en el hom bre, la im ago Dei?
Las resp u estas a estas p reguntas debe hacerse aten d ien
do básicam ente a lo que constituye el horizonte de
S. Agustín, de una p a rte y, de o tra a la proyección his
téric a del p roblem a tras la reflexión agustiniana.
Dos expresiones del Génesis cen tran la atención agus
tiniana. De un lado, la expresión: «Y Dios hizo al hom
b re a su im agen y sem ejanza» y, de otro, «Adán perdió
p o r el pecado la imagen y sem ejanza de Dios». Una co
137
rrecta in terp retació n del p en sa r agustiniano sobre esta
cuestión debe p a rtir de estas claves h erm enéuticas que
A. T u rrad o ha señalado desde un análisis histórico del
p ro b lem a en su trab ajo : «N uestra im agen y sem ejanza
divina. E n to rn o a la evolución de esta d o ctrin a en San
Agustín» (en Rvta. La Ciudad de Dios, 3 4 (1968), pági
nas 776-801): 1). Que San Agustín se sitúa siem pre en
la perspectiva de la h isto ria de la salvación, lo que es
indicativo de que habla siem pre de Adán partien d o del
estado de ju stic ia * original en que fue creado. 2) Que su
teo ría neoplatónico cristian a de la participación está la
tiendo en to d as sus expresiones confiriendo a la im a
gen y sem ejanza un ca rác te r esencialm ente dinám ico y
gradual en función del m ayor o m enor grado de igual
dad con el divino ejem plar. 3) Que la evolución de esta
d o ctrin a tiene com o horizonte crítico el an tro p o m o rfis
m o m ateria lista gnóstico-m aniqueo (con an terio rid ad al
año 412) y el optim ism o pelagiano (con posterio rid ad al
año 412).
Ante el m aterialism o gnóstico-m aniqueo, la teoría de
la Im ago Dei ag u stiniana sigue las d irectrices paulinas
y se sitú a en un plano estricta m e n te espiritual, sobrena
tu ra l y cristológico con una fu erte incidencia del plano
m oral que p erm ite ren acer al hom bre nuevo una vez
despojado del h om bre viejo. E sta reconquista, a p a rtir
del h om bre viejo, sólo es posible a través del hom bre
interio r. E n esa línea se m ueve la argum entación agus
tin ian a en los trata d o s Acerca de la cantidad del alma
(28, 54-5); Del Génesis contra los M aniqueos, Contra
Fausto y en Del Génesis a la letra.
Ante el m aniqueísm o, que tiene com o principio bási
co que el origen del cuerpo y de las m iserias físicas y
m orales del hom bre se deben al principio del mal,
San Agustín quiere d em o strar que todos los m ales,
tan to físicos com o m orales tienen com o única proceden
cia el pecado de Adán, p o r el que perdió la im agen y se
m ejanza divina en que había sido creado. De esta m a
nera, m oviéndose en una perspectiva espiritual, m oral
y cristológica, San Agustín habla de que Adán, con el
pecado, se convierte a sí m ism o y sus descendientes en
el h om bre terren o , viejo y exterior y, de ahí la necesi-
138
dad de la refo rm a p o r el hom bre nuevo, al haberse p er
dido la im agen y sem ejanza de Dios.
E n cam bio, señala T urrado, a p a r tir del 411-412, an le
el pelagianism o que, con su optim ism o n atu ra lista, p ro
pugnaba la no existencia m ism a del pecado reducién
dolo a un sim ple m al ejem plo de los prim eros padres,
San Agustín insiste en las heridas del p rim e r pecado en
la natu raleza hum ana, expresadas en la ignorancia y
concupiscencia desarreglada y que perm iten el debili
tam iento del alm a y su dinam ism o (m em oria, inteligen
cia y voluntad). De ahí que, al ten er com o horizonte al
pelagianism o, San Agustín in sistirá en la necesidad de
la R eform a de n u e stra im agen bajo la perspectiva de
la Gracia.
Sin em bargo, y saliéndonos del horizonte pu ram en te
h istórico del problem a tal y com o fue tra ta d o p o r San
Agustín, lo cierto es que la d o ctrin a tiene im p o rtan tes
consecuencias filosóficas y que pueden conducirnos a!
eje cen tral de la antropología agustiniana: la orientación
trascen d en te del hom bre, su a p e rtu ra y vocación de in
finitud.
De lo exam inado conviene re p a ra r que en la d o ctri
na ag u stiniana del hom bre com o «imago Dei»:
a) tiene un sentido m uy explícito la afirm ación es
c ritu ra ria de q ue Dios hizo al ho m b re a su im agen y
sem ejanza y que no se d ije ra tan sólo «Y Dios hizo al
hom bre», de la m ism a m an era que lo dice del resto de
los seres creados. Con ello San A gustín tra ta de m o stra r
la m ayor dignidad del hom bre y su lugar privilegiado
en el orden creatu ral;
b) esa «m ayor dignidad» se expresa en el m ism o h e
cho de la racionalidad hum ana. Aspectos que se m ues
tra n claram en te en estos dos textos de los trata d o s El
Génesis a la Letra y sobre La T rinidad:
139
a la razón, o la mente, o la inteligencia, o como
queramos llamarla, si existe alguna otra palabra más
apta. De aquí que el apóstol dice: renovaos en el es
píritu de vuestra mente, y también: vestios el hom
bre nuevo, el que se renueva en el conocimiento de
Dios, según la imagen de El, que la crió. En esto se
manifiesta suficientemente en qué fue creado el hom
bre a imagen de Dios, es decir, que no fue credo en
perfiles materiales, sino en cierta forma inteligible
de mente iluminada.
(Del Génesis a la letra, III, 20, 30)
140
es ju stam en te el doble cam ino que re co rre el alm a crea
da y sólo en ese cam ino tiene sentido, p ara San Agus
tín, la realidad y el pensam iento del hom bre. El con
cepto de n aturaleza h u m an a tiene solam ente sentido
desde el cread o r que, a la vez, es el fin de la creación.
De ahí la consideración de la n atu raleza hu m an a com o
natu raleza a b ierta hacia un fin que no es ella m ism a
y, de ahí su ca rác te r dinám ico y la form ulación del p rin
cipio noverim me, noverim Te.
141
El principio agustiniano
de la interioridad.
Su origen y sentido
8.1. Introducción
E n páginas an terio res señalam os que dos eran los
objetivos del p ep sar agustiniano: el conocim iento del
alm a y el conocim iento de Dios. Igualm ente, indicam os
que en ord en a su dignidad o sten tab a la prim acía el co
nocim iento de Dios pero que, en el orden n atu ra l del
conocer hum ano es claro que hay una prim acía en el
autoconocim iento. C onocer al hom bre p ara conocer a
Dios p o rq u e «en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la
verdad». De esta form a podem os decir que en la in te
rio rid ad encontram os u n núcleo básico del pensam iento
agustiniano. Pero la in terio rid ad ¿tiene tan sólo un
sentido m etodológico o encierra algo m ás? ¿Cuál es el
sentido p rofundo que esconde la transform ación cris
tian a de esa in terio ridad?
142
8.2. Origen y formulación del principio
de la interioridad
El p ensam iento agustiniano, qué duda cabe, no es o ri
ginal en el plan team iento de la cuestión de la in terio ri
dad en su trata m ien to filosófico. Desde el oráculo deifi
co «conócete a ti mismo», m áxim a de la reflexión socrá
tica, la cuestión no ha dejado de p lan tearse h asta nues
tro s días. Pero no es n u estro objetivo el tra ta m ie n to de
este desarrollo sino, m uy al contrario, tr a ta r de confi
g u ra r las líneas m aestras del origen de la concepción
agustiniana de la in terio rid ad y, an te esa perspectiva,
tres grandes núcleos de influencia podem os reseñar, sin
que, p o r o tro lado, algunos m ás puedan reseñarse. E s
tos tres núcleos podem os cifrarlos en el pensam iento
plotiniano, en algunos planteam ientos gnósticos y, bási
cam ente, en la trad ición cristiana.
Aunque su plan team iento original, al m enos en sus
aspectos esenciales, es platónico, no parece cab er la
m en o r duda que u n a de las m ayores fuentes de in sp ira
ción del pen sam ien to agustiniano fue el neoplatonism o
con cuya filosofía estuvo en estrecho contacto en su
etap a m ilanesa en ese círculo intelectual del obispo
Am brosio. E l conocim iento de la o b ra de Plotino, a tra
vés de las traducciones de M ario V ictorino, com o nos
h a indicado M arrou, «orientó y condicionó to d a la evo
lución intelectual y esp iritu al de Agustín. De un sólo
golpe todas las dificultades fueron superadas: el descu
b rim ien to de un m undo inteligible y de su realid ad em i
nente disipaba las aberraciones del m aterialism o: una
teoría del conocim iento, de razonado dogm atism o, eli
m inaba el escepticism o de la Nueva Academia» (M a
r r o u , 1959, p. 36).
Una p ru eb a de la incidencia del pensam iento de Plo
tino la podem os e n c o n tra r en el análisis de los conte
nidos de la Enéada, I, trata d o 6, en el que P lotino des
arro lla la tesis de la visión in terio r p ara p o d er alcanzar
la belleza su perando la sensibilidad. Pero, ¿quiere decir
esto que Agutín de H ipona sea un filósofo neoplatóni-
co? La verdad es que no puede responderse afirm ativ a
143
m ente sin caer en un craso erro r, pues, com o h a seña
lado m uy ce rteram en te E. Gilson, u n a cosa es que San
Agustín haya vivido sobre el fondo neoplatónico acu
m ulado en el p rim er entusiasm o de los años 385-386,
d u ra n te su estancia en Milán, h asta el pu n to de que su
técnica filosófica provenga íntegram ente de él, y o tra
m uy d istin ta es su adscripción al m ovim iento neopla
tónico stricto sensu, pues su conversión al C ristianism o
m arcó una p au ta d iferenciadora en tre el p en sa r agusti-
niano y el neoplatónico. En cualquier caso, no parece
desencam inada la tesis que ap u n ta al hecho de que el
pensam iento agustiniano^ge configure com o una síntesis
de ideas paganas, platónicas y de ideas pro fóticas y bí
blicas, ap u n tan d o siem pre, ello es cierto, a la su p rem a
cía -de la verdad cristiana, ante la que debe su p ed itarse
todo plan team ien to filosófico correcto, si hacem os caso
a la recom endaciones de San Agustín a Dióscoro: «Por
donde se ve que los m ism os filósofos de la escuela pla
tónica deben cam b iar algunos pocos puntos que rep ru e
ba la disciplina cristiana; tienen que so m eter la cerviz
al único e invicto rey, C risto, y ac ep tar el V erbo de Dios,
que se revistió del h om bre, p o r cuyo m andato fue creído
en el m undo aquello que ellos ni se atrevían a p ropo
ner» (E pístola, 118, III, 21).
Tam bién m erece m ención explícita la orientación gnós-
tica sobre el tem a. Con independencia de las peculiari
dades que todo el m ovim iento gnóstico p resen ta y que
no es posible tra ta r aquí, es claro que toda gnosis tra
duce siem pre una necesidad individual de «salvación»
com o consecuencia de una visión trágica del hom bre
que, en cu alq u ier caso, es prisionero de su cuerpo, de
su alm a inferior, del m undo, del tiem po y, de ahí, su
«conciencia de ser arrojado» y tra ta n d o de e n c o n tra r el
cam ino de regreso al estado de felicidad perdido. P or
ello no nos ex trañ a la conclusión del gnóstico que, cons
ciente de que «está en el m undo (realidad perversa),
pero que no es de este m undo», propugna la ascensión
«a la p a tria originaria» despreciando el m undo: «Busca
el lu g ar de tu p a tria a rrib a y m aldice el lugar del enga
ño en donde te dem oras», se lee en unos versos gnós
ticos que aluden a la b ú squeda del doble de nosotros
144
m ism os (cfr. J. L. Leipoldt-W. Grundmann : E l m undo
del N uevo T estam ento, II, Textos y D ocum entos, Ma
d rid , Ed. C ristiandad, p. 418).
P ero ¿cóm o llevar a cabo esta vuelta al lu g ar origina
rio?, quizá la resp u esta m ás clara, d en tro de los m ism os
docum entos gnósticos, sea la «Canción de la perla» de
los «H echos de Tomás», en la que se alude al sím il del
espejo y que, en cierta m edida, nos recu erd a la conoci
da p aráb o la evangélica del hijo pródigo. En «La canción
de la perla» podem os leer: «Mas repentinam ente, viendo
yo el vestido (expresión que se refiere al vestido origi
n ario en estad o de felicidad original en el acto de la
creación), com o si se hubiera hecho sem ejante a un es
pejo lo contem plé p o r entero (a través) de m í m ism o
y m e reconocí y m e vi a través de él, p o rq u e éram os
p a rte s sep arad as del m ism o se r y de nuevo som os un
sólo ser en una ú nica form a» (J. Leipoldt-W. Grund
mann , o. c., p. 433). El re to rn o a sí m ism o, la visión de
lo que uno es, nos conduce a lo originario. E ste texto
no deja de se r in teresan te p o r cuanto que «La canción
de la perla» parece ser u n a reelaboración m aniquea de
un gnóstico clásico y, no hay que olvidarlo, la inicial
ad scripción al m aniqueísm o de San Agustín puede de
j a r e n tre v e r una serie de antecedentes tem áticos poste
riores, aunque p ro fu n d am en te m odificados p o r su con
versión al cristianism o.
E n cu alq u ier caso, parece claro que, consciente San
A gustín de la existencia de dos órdenes de conocim ien
to, el sensible y el inteligible, era necesaria la aplicación
de un nuevo m étodo que lograse su p e ra r la gnoseología
m ateria lista del m aniqueísm o el cual, al situ a r un velo
sobre la p a rte m ás noble del ser, le im pedía ver algo
m ás que la p u ra espacialidad, com o quiere indicarnos
en las C onfesiones, V, 10 cuando, refiriéndose a su época
m aniquea señala que «no podía concebir sino lo que te
nía m asa corporal» y que explica ese su pastoreo de
«m anadas de fan tasm as contradictorios», alejado del
esp íritu , al que alude en Confesiones, V II, 17.
¿Cóm o co n cretizar ese proceso de interiorización? Son
varios los pasajes de la o b ra agustiniana en los que se
m u estra este proceso dialéctico de la in terio rid ad . Pero,
145
sin duda alguna, el que aparece con u n a gran claridad
es el que se encu en tra en las Confesiones, VII, 18, donde
podem os leer:
146
alm a que siente y entiende y, de ésta, a una luz supe
rior, dando lugar a las diversas form as de conocim iento.
Efectivam ente, si analizam os externam ente el texto,
observam os que la p rim era form a de conocim iento es
la de los sentidos externos, que nos enlazan con el m un
do sensible que, si bien tiene su valor, m u estra clara
m ente su lim itación, com o claram ente lo hace ver a los
académ icos (cfr. Contra los académicos, II, 11, 24)'. Por
ello, San Agustín ve un grado su p erio r de conocim iento
el «sentido íntim o» o sensus interior o vis interior, que
es a quien corresponde darse cuenta y d iscern ir cla
ram en te las im presiones procedentes de los órganos
corpóreos y, con ello da prueba de su su p erio rid ad
(cfr. Acerca del libre albedrío, II, 4, 10; II, 5, 11). Pero
San Agustín va m ás allá de esto y se da cuenta de que,
si bien es a la razón a la que le toca juzgar acerca de
los datos de la experiencia (cfr. Acerca del libre albe
drío, II, 6, 13), no m enos cierto es quela razón, reco
nociéndose m udable en sí m ism a, se rem onta h asta la
m ism a inteligencia. Ascenso que tiene com o prem io la
visión de «lo que es» al través de esa «luz trepidante».
Es paten te, en todo ello, el esquem a neoplatónico.
Sin em bargo, esa intuición actuó com o una especie de
fíat lux en la m ente agustiniana en tan to que esclareció,
de una vez p o r todas, en el pensam iento del obispo de
H ipona, la relación q ue el alm a hum ana tiene con un
principio fro n tal y absoluto. A p a rtir de ello, San Agus
tín sólo tuvo ojos p ara ese m undo interior. De ahí que
podam os decir que la reflexión agustiniana es una p er
m anente invitación al descubrim iento del sentido p ro
fundo del su jeto expresada en la conocida frase del
trata d o Acerca de la Verdadera Religión (39, 72): «Noli
foras iré, in teipsum redi. In interiore hom ine habitat
veritas, el si tuam naturam m utabilem inveneris trans-
cende et te ip su m ,» La cuestión, ahora, estrib a en saber
cuál es el sentido de esa invitación al sujeto, la razón
de esa vuelta a la subjetividad. Y es, ju stam en te aquí,
donde se en cu en tra el giro típicam ente agustiniano el
cual podem os c ifra r en la versión cristian a del «conóce
te a ti mismo» a fin de conocer no sólo tu origen sino
tam bién tu destino: Dios.
147
8.3. La transformación cristiana
de la interioridad y sus consecuencias
en los planos individual y colectivo
De lo reseñado h asta ahora parece claro que el cono
cim iento de sí m ism o se constituye en un eje central
del p en sar agustiniano. Pero no es m enos cierto que
este autoconocim iento tiene un sentido m ucho m ás alto
que el que tenía el oráculo délfico. La razón es clara,
e n tra r en sí m ism o, en San Agustín no significa o tra
cosa que b u sca r el ra stro de Dios y la herm o su ra de
su ro stro en el m ism o ser del alm a. Por eso no debe
ex trañ arn o s que el principio de la in terio rid ad esté
presen te en tesis agustinianas tan im p o rtan tes com o la
dem ostración de la existencia de Dios y las p ru eb as de
la esp iritu alid ad e inm ortalidad del alm a. En cualquier
caso, el ingreso en la in terio rid ad supone, en San Agus
tín, la victoria sobre el m aterialism o en general y el
m aniqueísm o en p a rtic u la r que, p ara él, supuso un tiem
po de d esp ilfarro y desfallecim iento in terio r y de rebo
san te inflación ex terna (cfr. C onfesiones, X, 16).
E n la in terio rid ad agustiniana ya no se tra ta de pen
sarse a sí m ism o ni de alcanzar la intuición de unas p ri
m eras verdades, sino que encontram os algo m ás, encon
tram o s un enriquecim iento con los valores m orales de
que es p o rta d o r la persona hum ana. Con la in terio ri
dad, San Agustín, no sólo h a vislum brado un reino su
p erio r de valores sino tam bién, y ello constituye un as
pecto fundam ental, su necesidad de alcanzarlos. Con
ello, claro está, surge u n a nueva voluntad, un ansia de
vuelo esp iritu al que M. F. Sciacca ha expresado m a
g istralm en te con estas palabras: «La autoconciencia sig
nifica conciencia de la propia grandeza y de la propia
m iseria la cual, p o r el hecho de ser objeto de mi con
ciencia, es igualm ente grandeza y afirm ación de m i acti
vidad. La verd ad era in terio rid ad debe in corporarse esta
zona oscura a sus dom inios si quiere v erte r un poco de
luz sobre el enigm a del ser hum ano. T anto m ás que,
de ella, b ro ta el im pulso de trascendencia o, en térm i
nos m ás concretos, el im pulso de salvación.»
148
Es, pues, con el desarrollo de esa in terio rid ad cóm o
tom am os conciencia de una naturaleza, la hum ana, que
está ab ierta, ju stam en te, a u n fin que no es ella m ism a.
Sólo así podrem os com p ren d er cómo, p ara San Agustín,
la vuelta a sí m ism o no es una sim ple vuelta al sujeto
p a ra q u ed arse en él, sino p ara c o n stata r que en él hay
algo que le trasciende: la verdad que h ab ita en el hom
b re interio r. Con la interioridad, en definitiva, logra
m os ver plasm ada esa dialéctica de la presencia y la
ausencia, el gran m o to r de toda la especulación agus-
tin ian a que ve en la paráb o la del hijo pródigo un cierto
p aradigm a de la situación del hom bre respecto de Dios.
E fectivam ente, un doble vínculo nos une a la tra s
cendencia. De un lado, el re su ltad o de n u estro autoco-
nocim iento no es o tro que el reconocim iento de n u estra
propia lim itación, de n u e stra penuria, de n u estro estado
de necesidad, que nos hace p en sa r en aquello que puede
su p rim ir ese estado de necesidad ontológica que no es
o tro que Dios m ism o com o ausente de nosotros. De
otro, se en cu en tra el vínculo de la presencia, que se ex
presa en la conciencia de n u estra dignidad, de n u estra
grandeza en tan to que im ágenes de Dios, y que no pue
de e n c o n tra r descanso en ningún ser creado p o r lo que
siem pre busca el original.
De ahí que el principio de la in terio rid ad no pueda
ser considerado, sin traic io n a r el pensam iento agusti-
niano, com o un principio psicológico. Debe se r conside
rad o com o un principio m etafísico. El noverim me.No-
verim Te de los Soliloquios sólo tiene com o objetivo la
tom a de conciencia de la finitud p ara de esa m anera
ex p resar la necesidad de la trascendencia a la divinidad
com o fuente y principio últim o (N overim Te), lo que
es consecuente con la expresión del tra ta d o Acerca de
la Verdadera Religión, antes citada, en la que San Agus
tín apostilla, tras la recom endación del re to rn o a la in
terio rid ad que «si tuam n atu ra m m utabilem inveneris
transcende et teipsum ». E xpresiones que no indican,
claram en te, debem os re iterarlo , un sentido solipsista ni
constituye un proceso de «enajenación», sino u n a voca
ción de trascendencia hacia aquello donde el hom bre
en cu en tra su pleno sentido.
149
Es claro que en el p asaje que nos h a servido de pu n to
de p a rtid a (C onfesiones, V II, 17, vid. suprá), puede en
trev erse un claro sentido gnoseológico que, incluso, tam
bién deja entrev erse en ese o tro texto del tra ta d o Acer
ca de la Verdadera Religión cuando hace referencia a
que en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la verdad.
Pues, efectivam ente, p o r esa verdad podem os en ten d er
no sólo la verdad de los hechos interiores de la con
ciencia tales com o el yo pienso, yo existo, yo recuerdo,
yo dudo, yo entiendo y que puede configurarse com o
el cogito agu sü n ian o an te la posición filosófica de los
académ icos, sino tam bién, la verdad de los axiom as o
principios tan to éticos, m etafísicos, estéticos o m ate
m áticos y que son p atrim onio, qué duda cabe, de todos
aquellos que tienen razón o piensan.
Sin em bargo, con ser im p o rtan te, no es definitorio
del pen sam ien to agustiniano, pues, sobre ellos, se alza,
com o in stan cia m uy superior, la V erdad absoluta y
e te rn a que S an Agustín tra ta de expresar con su teoría
de la ilum inación, a la que po sterio rm en te harem os re
ferencia. E n cu alq u ier caso, esta ú ltim a verdad es la que
configura el sentido m oral y esp iritu al que la tesis agus-
tin ian a tra ta de re flejar en últim o térm ino p o r encim a
de u n a lectu ra superficial del texto de referencia.
E fectivam ente, el p rim e r paso, expresado en la auto-
conciencia, conduce, a n u estro juicio, a una situación
trágica la cual puede p re sen tarse en el m arco de una
situación dilem ática con im p o rtan tes consecuencia fi
losóficas. Las razones parecen claras. De u n lado, puede
d a r lugar al hund im iento en el pesim ism o de la propia
desventura, desesperando de toda salvación y que en
cu e n tra su sentido tan sólo en la m ás plena exteriori
dad, pensam os en el hom bre estético de K ierkegaard,
en los p erso n ajes de P irandello y, con m ás exactitud en
el ho m bre com o pasión inútil de S artre, que en cu en tra
su pleno sentido en la exterioridad y se expresan en el
m arco de una ap ro piación avariciosa de la existencia
del Yo sobre el o tro con el eterno conflicto com o lem a,
y que San Agustín expresará en su tesis del hom bre
ex terio r y su desenvolvim iento dialéctico que le condu
ce al: a) ap artam ien to de Dios (aversio Dei, im pietas),
b) conversión y caída en sí m ism o (soberbia) y c) con
150
versión a las criatu ras, todo lo cual no es m ás que una
p u ra expresión de un claro solipsism o, bien que entre
m uchos, que, en definitiva, no es o tra cosa que la nega
ción de una v erdadera «societas» de jacto, aunque de
iure pueda ser reconocida.
Todo ello, qué duda cabe, conduce a un claro desco
nocim iento de n u estra verdadera identidad, la cual ocul
ta p o r la soberbia del sujeto. Es, ju sto , la p arad ó jica
situación de un racionalism o exagerado que tan sólo
ap u n ta al p o d er de la razón olvidando sus propios lí
mites.
Pero, de o tra p arte, no m enos claro es que, San Agus
tín, consciente de que la praxis cristian a no es, com o
se ha preten d id o p o steriorm ente, u n a m oral de esclavos
sino una praxis liberadora, da pie a una posibilidad de
salida al re cu p erar el sentido del «hom bre interior» en
tendido, éste, no com o ser «ensim ism ado» en el sentido
de «reducido a sí mismo», sino com o ser que, conscien
te de su lim itación ontológica, se trasciende a sí m ism o
en la captación del principio que da sentido a su ser
(Dios) tan to en el orden individual com o colectivo.
En consecuencia, pues, la introducción en la in terio
rid ad im plica u n trascendente a sí m ism o hacia su p ro
pio fundam ento y, p o r o tra parte, el reconocim iento del
m ism o conduce a la conciencia com unitaria porque co
m ún es el principio que hace de los hom bres tales. De
esta m anera, el pensam iento agustiniano, com o conse
cuencia del sentido últim o del principio de la in terio ri
dad, no sólo conduce a una refo rm a del individuo que,
com o cristiano, ad o p ta el m odelo de C risto quien actúa
com o M aestro, sino tam bién a una reform a colectiva la
cual debe conducir a la instauración de una civitas Dei.
15.1
San Agustín y un donante (Ambrogio Bergognone). Museo
del Louvre, París.
La pregunta agustiniana
sobre el hombre
153
dad de aq u ila ta r el concepto de hom bre toda vez que, a
la h o ra de su discusión sobre el lenguaje, se preg u n ta
acerca de si es lo m ism o el nom bre de «hom bre» que
la realid ad «hom bre» (cfr. Sobre el M aestro, 8, 22).
Quizá u n p rim e r acercam iento a la cuestión, tal y
com o viene a ser concebida p o r San Agustín, la poda
m os en c o n trar en el hecho de que el hom bre es una
«pequeña p a rte de la creación» (C onfesiones, I, 1, 1), que
tiene claram en te un lugar privilegiado en la m ism a en
función de su m ayor dignidad la cual se expresa en su
racionalidad. De ah í la descripción del hom bre com o
sim biosis de an im alidad y racionalidad, que recibe la
«form a» de Dios y, en consecuencia, sea un p u ro «don»
de Dios, com o recogíam os en páginas anteriores. Sin em
bargo, la cuestión sigue realm ente planteada: ¿cóm o defi
n ir la realid ad hom bre?, ¿ p o r el alm a o p o r el cuerpo? En
realidad, la p reg u n ta no es o tra que la siguiente: ¿en
q ué consiste ser hom bre?, ¿cuál es su esencia?, ¿el alm a
o el cuerpo? La resp u esta no parece en c e rra r la m ás
m ínim a duda, y con ello se aprecia la ascendencia pla
tónica agustiniana: la esencia del hom bre, su defini
ción, es el alm a. Pero, ¿qué significa alm a y, restrictiv a
m ente, alm a hum ana, en San Agustín?, ¿cuál es su n a tu
raleza y sus funciones?, todas ellas son cuestiones que
es necesario explicitar.
154
Evangelio de San Juan (8, 2), y en el tra ta d o Acerca de
la Trinidad (X II, 1, 1), de donde podem os en tre saca r es
tas líneas: «Veamos ah o ra dónde se en cu en tra el confín
e n tre el ho m b re ex terio r y el interior. C uánto de com ún
tenernos en el alm a con los anim ales, se dice, y con ra
zón, que p erten ece aú n al h o m b re exterior. No es sola
m ente el cuerpo lo que constituye el hom bre exterior:
le in fo rm a un p rin cip io vital que infunde vigor a su o r
ganism o corpóreo y a todos sus sentidos, de los que está
ad m irab lem en te dotado p a ra p o d er p ercib ir las cosas
externas; al ho m b re ex terio r pertenecen tam bién las
im ágenes, p ro d u cto de n u e stra s sensaciones, esculpidas
en la m em oria y co n tem pladas en el recuerdo. E n todo
esto no nos diferenciam os del anim al sino en que nues
tro cuerpo es recto y no curvado hacia la tierra . Sabia
adv erten cia de n u estro suprem o H acedor, p a ra que en
n u e stra p a rte m á s noble, esto es en el alm a, no nos ase
m ejem os a las bestias, de las cuales nos distinguim os ya
p o r la re ctitu d de n u estro cuerpo. No lancem os n u estra
alm a a la co n q u ista de lo que hay m ás sublim e en los
cuerpos, p o rq u e desear el reposo de la voluntad en ta
les cosas es p ro stitu ir el alm a.»
E ste sentido genérico del alm a aparece descrito tam
bién en el m arco del tra ta d o Acerca de la cantidad del
alm a (capítulo 33, 70 y ss.), con m ención explícita a la
m ayor dignidad del alm a re stric tiv a m e n te hum ana: «El
alm a vivifica con su presencia este cuerpo terren o y
m o rtal; lo unifica y m antiene uno y no le d eja disgre
garse ni consum irse; hace que los alim entos sean dis
trib u id o s u n ifó rm en te p o r los m iem bros, dando a cada
u no lo suyo; conserva su arm o n ía y proporción, no sólo
en cu an to a la h erm osura, sino tam bién en el crecer y
p ro crear. Pero estas cosas pueden co nsiderarse com u
nes al ho m b re y a las plan tas; ya que tam bién decim os
que éstas viven, vem os y confesam os que cada una de
ellas se conserva, se n u tre, crece y se reproduce en su
p ro p ia especie.»
Sin em bargo, en su sentido m ás estricto, la noción de
alm a se aplica claram ente al alm a racional, al alm a res
trictiv am en te hu m an a que, consciente de su «ordena
ción» a Dios, se sep ara del hom bre exterior e, in terio ri
zándose, se encam ina hacia lo m ás alto trascendiéndose
155
a sí m ism a. En el tra ta d o Acerca de la Trinidad (X II, 1, 1)
San Agustín se refiere a este aspecto de la siguiente m a
nera: «Así com o n u estro cuerpo está n atu ralm en te e r
guido, m irando lo que hay de m ás encum brado en el
m undo, los astro s, así tam bién n u estra alm a, sustancia
espiritual, h a de dirigir su m irada, no con altiva sober
bia, sino con am o r piadoso de justicia.» Una m agnífica
descripción de este ascenso del alm a h asta Dios, al tra
vés de ese autoconocim iento, aparece en el tra ta d o Acer
ca de la cantidad del alma, 33, §§ 71-79.
S erá ju stam en te este sentido restringido ,de la noción
de alm a lo que a San Agustín le interesa conocer sobre
todo teniendo en cuenta aquellos principios que anim an
el pensam iento agustiniano: la idea principal de la
creatio ex ríihilo y su consecuencia inm ediata: la o r
denación de toda cria tu ra a su creador, claram ente
expresada bajo la categoría de pondus, y la considera
ción de la m ayor dignidad del hom bre en el m arco del
universo creado, en tan to en cuanto sólo el hom bre
tiene conciencia de su vocación trascendente al recono
cer su finitud. De ahí la im portancia del conocim iento
de n u estra alm a p ara poder alcanzar el conocim iento
de Dios, p orque el conocim iento de nosotros m ism os
nos conduce al conocim iento de nu estra «filiación» di
vina.
Sin em bargo, San Agustín fue consciente de que esta
cuestión no es una tarea fácil, y ello no sólo p o r las
dim ensiones del p roblem a m ism o, com o reconoce en su
tra ta d o Del Génesis a la letra, V II, 1, l: De anim a hu
m ana non parva quaestio est, sino tam bién p o r la na
turaleza m ism a de n u e stra capacidad hum ana de cono
cer, la cual siem pre re q u erirá de la ayuda de Dios: «No
hablarem os nada con re ctitu d (acerca del alm a hum ana)
a no ser que El nos ayude» (op. cit., V II, 1, 1).
9.1.1. E l a lm a h u m a n a : su o rig e n y n a tu ra le z a
156
tran sm isió n del pecado original. San Agustín tuvo ple
n a conciencia de la dificultad de la cuestión com o con
secuencia de su d u d a en tre las opciones generacionistas
y creacionistas. Así, en su c a rta a O piato (E pístola,
190, 2) reconoce esto m ism o: «Quiero que sepas que,
a p esar de ser tan to s m is opúsculos, nunca osé p ro fe rir
u n a sentencia definitiva sobre este problem a -—(el p ro
blem a de referen cia es, ju stam en te, el de si las alm as
surgen p o r propagación, com o los cuerpos, o fue creada
com o la del p rim e r hom bre)—, ni de exponer im p ru
d en tem en te p o r escrito p a ra in fo rm ar a otro lo que yo
m ism o no ten ía averiguado.»
El que su du d a fue b astan te intensa parece evidente
a ten o r de lo que, en o tro m om ento le tran sm ite a O pia
to (E pístola, 202, 17): «Respecto al origen de las alm as,
aunque estoy seguro que las hace Dios, no sé si Dios
las hace en los h o m b res por propagación o sin propaga
ción; m ás q u isiera saberlo que ignorarlo. M ientras no
lo sepa, m ejo r será d u d ar que atrev erm e o a firm a r com o
cierto algo que quizá se opone a tal opinión. Y, sobre
este punto, no debo dudar.»
Sin em bargo, este cierto estado de p erp le jid a d en el
que se ve sum ido San Agustín no debe inducirnos al
e rro r de a firm a r que no tuviera unas ideas m uy claras
al respecto. E fectivam ente, de e n tra d a rechaza la idea
de la preexistencia del alm a y la teoría de la tran sm i
gración en v irtu d , precisam ente, del principio de la
«creación»: «estoy seguro que las hace Dios». Igual
m ente, rechazará el em anacionism o neoplatónico así
com o, tam bién, el gnóstico y m aniqueo.
De o tra p arte, acepta de form a clara la tesis de la
«creación del alm a en el p rim er hom bre», pero ése no
es el p ro b lem a estrictam en te hablando. La cuestión es
sab er cóm o pasa el alm a a los descendientes de Adán.
Aquí, las posibilidades son varias y es en este p u n to
donde se m u estra la p erp lejid ad de San Agustín. El
alm a de los h ered eros del p rim e r hom bre, ¿tiene su
origen en la creación individual de Dios o se realiza
p o r propagación o generación? Aquí es donde se halla
el problem a.
Es verdad que, en la solución del problem a, San Agus
tín parece inclinarse hacia un cierto «traducianism o»
157
aunque a condición de salvar la transm isión del pecado
original, com o d eja en trev er en su c a rta a San Jerónim o
(E pístola, 166, 26), pero ello no es fácil de en ten d er si
no se tiene en cuenta la puntualización que sobre el
trad u cian ism o ha realizado San Agustín y que h a hecho
afirm a r a M. F. Sciacca que la posición agustiniana se
m overía en el m arco de un traducianism o creacionista.
Como es sabido, el traducianism o fue una doctrina se
gún la cual el alm a hum ana procedía, por generación,
de los pad res a hijos. De esta m anera, el alm a se tra n s
m itía a los hijos co n ju n tam en te con el cuerpo, de ahí
que al trad u cian ism o se le conozca, tam bién, com o ge-
neracionism o y que se oponga a creacionism o puro, que
sostiene la inm ediata creación del alm a p o r p arte de
Dios. El trad u cian ism o ha tenido im portantes defenso
res en la h isto ria del C ristianism o y, en tre otros, pode
mos citar, p o r ser un horizonte inm ediato de la crítica
agustiniana, el traducianism o m aterialista de T ertu lia
no, que defiende que el alm a derivaría o procedería del
sem en m aterial (cfr. De anima, 27). En el ám bito de la
R eform a, L utero m ostró una cierta sim patía p o r esta
doctrina, que co n firm aba su d octrina acerca del pecado
original, en cam bio, Calvino refutó claram ente esta doc
trin a. En Leibniz podría en co n trarse incluso un cierto
trad u cian ism o m oderado no excluyendo la esp iritu ali
dad del alm a (cfr. E nsayos de Teodicea, §§86-91).
San A gustín se m overá, com o hem os reseñado, en una
posición de relativa am bigüedad, pues, si bien es cierto
que no le hace ascos a un cierto traducianism o, no m e
nos cierto es que en él ve en peligro la tesis de la espi
ritu alid ad del alm a. Aquí los textos son m últiples, pero
podríam os c ita r el que se en cu en tra en su trata d o Acer
ca del libre albedrío (III, cap. 20-21), en el que pasa re
vista a las diversas opiniones en torno al origen del
alm a y, m o stran d o sus cautelas, apuesta p o r el necesa
rio esclarecim iento de la fe:
De estas cuatro opiniones acerca del origen del
alma, a saber, la de que se transmite por generación,
la de que se forma cada una en cada uno de los que
nacen, la de la preexistencia en algún lugar, desde
el cual son enviadas por Dios a los cuerpos, y la que
dice que desde este lugar vienen ellas espontánea-
158
mente —aspectos éstos que San Agustín ha expuesto
a lo largo del capítulo 20—, conviene no declararse
afirmativamente por ninguna a la ligera, porque los
comentaristas católicos de los Libros Santos, debido,
sin duda, a su oscuridad y perplejidad, aún no han
desentrañado y esclarecido esta cuestión, o si lo han
hecho ya, aún no ha llegado a nuestras manos sus
escritos. Contentémonos por ahora con estar firm es
en la fe, que no nos permite pensar nada falso e in
digno de la sustancia del Creador.
(Op. cit., cap. 20)
159
su naturaleza. P or lo pronto, S an Agustín señala en el
tra ta d o Acerca de la cantidad del alma (13, 22), que el
alm a es «una su stancia dotada de razón d estinada a
reg ir el cuerpo» (N am m ihi vid etu r (anim us) esse subs-
tantia quaedam rationis particeps, regendo corporis
accom m odata).
De la definición del alm a com o su stan cia d otada de
razón parece d esp ren d erse su clara distinción del cuer
po, lo cual se pone de m anifiesto, precisam ente, en el
tra ta d o Acerca de la cantidad del alm a cuando San Agus
tín rechaza la «cantidad-extensión» del alm a. Sin em
bargo, debe q u ed ar bien sentado que aquello que inte
resa es, ju stam en te, el hom bre y, en él, alm a y cuerpo
no constituyen dos realidades distintas.
El ho m b re es, efectivam ente, un com puesto y, como
tal, conform a su unidad: el cuerpo lo es siem pre de su
alm a y, ésta, lo es de su cuerpo. De ahí que, desde esta
perspectiva, el alm a aparezca, al m ism o tiem po, com o
energía vital, energía sentiente y energía inteligente de
form a que, el alm a, in ferio r a Dios, hace vivir lo que es
in ferio r a ella, es decir, el cuerpo. P or eso no nos ex
tra ñ a esa definición que del hom bre nos hace San Agus
tín en el m arco de la C iudad de Dios:
160
defendería en ningún caso (C ostum bres de la Iglesia
Católica, I, 4, 6),
Ahora bien, decir que lo que caracteriza y define p ro
piam ente la dignidad del hom bre es su alm a, en ningún
caso significa ro m p er el com puesto alm a-cuerpo que es
el hom bre, y tam poco im pide que podam os distinguir
aquello que caracteriza al cuerpo, su extensión, de aque
llo que caracteriza al alm a y, en ella su gradual diversi
dad. P or de p ronto, el alm a se diferencia claram ente de
lo corpóreo tan to p or su espiritualidad, en tanto que
su experiencia no es o tra que la experiencia in terio r
(cfr. Acerca de la Trinidad, X, 13, 16), com o por su inm or
talidad ya que, en tan to que incorpórea, el alm a tiene
en sí m ism a todo aquello que necesita para existir y, en
consecuencia, es indestructible.
161
Pero la cuestión aquí radica en sab er cóm o y de qué
m anera el h om bre puede alcanzar la V erdad y, en este
punto, vem os a un Agustín en perm anente diálogo con
la Filosofía.
E n su discusión con los académ icos nos deja en trev er
la posibilidad m ism a de alcanzar la verdad: «Deja, pues,
a un lado tu p regunta, si te place, y discutam os entre
los dos, con la m ayor sagacidad posible, si puede ha
llarse la verdad. P or lo que a mí toca, tengo a m ano
m uchos argum entos que oponer a la d octrina de los
académ icos; n u estra diferencia de opiniones se reduce
a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede
descubrirse la verdad; en cam bio, a mí me parece que
puede hallarse» (Contra los Académicos, II, 9, 23).
De la posibilidad de ese conocim iento es buena p ru e
ba esa p rim aria experiencia de la verdad de nuestro
propio ser y que se expresa en el llam ado cogito agusti-
niano: «Mas com o de la naturaleza de la m ente se trata,
apartem o s de n u estra consideración todos aquellos co
nocim ientos que nos vienen del exterior p o r el conducto
de los sentidos del cuerpo, y estudiem os con m ayor dili
gencia el p roblem a planteado, a saber: que todas las
m entes se conocen a sí m ism as con certid u m b re absolu
ta. H an los hom bres dudado si la facultad de vivir, re
cordar, entender, qu erer, pensar, saber y ju zg ar prove
nía del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los
átom os; o si, al m argen de estos cuatro elem entos, p ro
venía de u n q u in to cuerpo de n aturaleza ignorada, o era
trab azó n tem p eram en tal de n u estra carne; y hubo quie
nes defendieron esta o aquella opinión. Sin em bargo,
¿quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa,
conoce y juzga?; puesto que, si duda, vive; si duda, re
cu erd a su duda; si duda, entiende que duda; si duda,
quiere e sta r cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que
no sabe si duda, juzga que no conviene ase n tir tem era
riam ente. Y aunque dude de todas las dem ás cosas, de
éstas jam ás debe dudar; porque si no existiesen, sería
im posible la duda» (Acerca de la Trinidad, X, 10, 14).
El conocim iento es posible. Pero San Agustín distin
gue varios tipos de conocim iento y, en su análisis, tra ta
de averiguar en qué consiste el conocim iento que nos
conduce a la V erdad. La reflexión agustiniana va desde
162
el análisis del conocim iento sensible y su valor, h asta
el conocim iento intelectual y, con él toda la teoría de
la ilum inación. E stas cuestiones son ahora n u estro ob
jetivo.
163
mos en la V erdad etern a (cfr. Acerca de la Trinidad,
IX, 6, 9). Por lo tan to , sólo en la «tem eraria consensio»
en lo sensible se en cu en tra el e rro r, no en los sentidos,
les hace ver a los académ icos (cfr. Contra los A cadém i
cos, 111,15,34).
En conclusión, pues, el conocim iento sensible no pue
de fu n d a r la ciencia y, de ahí, la necesidad de su supe
ración. La sensación es el punto de p a rtid a del conoci
m iento n atu ra l pero, en ningún caso, ños conduce a la
verdad en sí. E n su p ropia naturaleza el conocim iento
sensible m u estra su lim itación y la necesidad de su su
peración. El alm a hum ana, im pusada p o r las im presio
nes orgánicas conform a las «sim ilitudines corporales»
las cuales son el fru to de su actividad y que el spiritus
com bina y disocia e n tre sí. E ste proceso es el que vimos
reflejado, en páginas anteriores, a propósito del texto de
C onfesiones, V II, 17, cuando exam inábam os la dialéctica
de la in terio rid ad . Ahora podem os com pletar dicho texto
con este o tro pro ced en te del tra ta d o Acerca de la T rini
dad, en el que S an Agustín nos describe el proceso cog
noscitivo que va de los sentidos al pensam iento:
164
sa, al igual que la vista del cuerpo reposa en el ob
jeto cuando mira.
(Op. cit., XI, 10, 16)
E l c o n o c im ie n to in te le c tu a l.
T eo ría d e la Ilu m in a c ió n
E s claro ya que, p a ra San Agustín, el hom bre, p o r su
razón, se diferencia del resto de los seres vivos pero,
tam bién p o r la razón, el hom bre puede llegar a deificar
se, según se deduce del tra tá d o Acerca del orden (II, 11,
31). La cuestión ah o ra consiste en d eterm in a r el sentido
de la razón y sus funciones en la teo ría del conocim ien
to de S an Agustín.
La razón es, p a ra S an Agustín, ese «m ovim iento de
la m ente capaz de d iscern ir y enlazar aquello que cono
ce» (Acerca del orden, II, 11, 30). ¿Qué sentido tiene la
definición de la razón com o m otio m e n tís ?, ¿existe al
guna relación e n tre ratio e in telectu s?
P or lo p ro n to , cabe señ alar que p ara San Agustín, si
bien parece distin g u irse M ens y Anim a en sentido gené
rico (cfr. Acerca del libre albedrío, I, 9, 19), la verdad es
que, en el ho m b re M ens y Anim a, se identifican en tan
to que, com o se señaló an terio rm en te, el alm a hum ana
se caracteriza p o r su función intelectual. De esta m ane
ra, con el térm ino «m ente» alude a la p a rte su p erio r
del alm a h u m an a y, p o r ende, a la p a rte principal del
ho m b re ya que es, ju stam en te, la zona del hom bre p o r
la que éste se acerca a Dios, que es el objetivo últim o y,
de ahí, el sentido últim o de la purificación de la m ente:
165
po y como por interposición de lugares corpóreos.
Estas visiones son muy semejantes a las de los cuer
pos. Habla por la verdad misma si hay alguno idóneo
para oír con la mente, no con el cuerpo. Habla de
este modo a aquella parte del hombre que en el hom
bre es más perfecta que las demás de que consta,
o, si esto no es posible, al menos creer, que el hom
bre, hecho a imagen de Dios, está precisamente más
cercano a Dios por aquella parte que supera a las
demás partes inferiores, que tiene comunes con los
animales. Pero como la mente, a la que van unidas
por naturaleza la razón y la inteligencia, está impo
sibilitada por algunos vicios tenebrosos e inveterados,
no solamente para unirse a la luz inconmutable go
zándola, sino también para soportarla, hasta que,
renovándose de día en día y sanando, se torne capaz
de tamaña felicidad, debía primeramente ser instrui
da y purificada por la fe.
(La Ciudad de Dios, XI, 2)
166
varse hacia Dios, es decir, de p ro d u c ir aquella sabidu
ría que es, es últim o térm ino, la condición fundam ental
de la vida feliz (cfr. G. di N apoli, op. cit., p. 311).
Ciencia y Sabiduría, razón in ferio r y razón superior,
vienen a ser las claves p a ra com prender el sentido de
la gnoseología agustiniana. Efectivam ente, en el hom bre
puede, ciertam ente, y hablando en una term inología fi
losófica clásica, d istinguirse tanto una actividad diano-
ética com o una actividad noética. Ahí se expresan clara
m ente los sentidos últim os de ratio e intellectus. Ya an
terio rm en te habíam os señalado con Di Napoli que la
razón, ciertam en te es la facultad de o rd e n ar los datos
sensibles y p ro d u c ir la ciencia, m ientras que la inteli
gencia es la facultad de p ercib ir el m undo inteligible,
pero ello no im pide el reconocer que, en el pensam iento
de San Agustín, la razón no cree u su rp a r la función del
intelecto ayudando al hom bre a la consecución de su
objetivo: la intelección de Dios. P or eso, an te la tesis
de la sup erio rid ad de la inteligencia sobre la razón, Di
Napoli postula la necesidad de «hallar un pu n to de fu
sión en tre am bas, o, con o tras palabras, es necesario
distinguir, en la actividad restrictivam ente hum ana, una
doble función: la dianoética y la noética que, de nin
guna m anera, están reñidas en tre sí, puesto que «aque
lla p a rte de n u estro ser que se ocupa de la acción de las
cosas corp ó reas y tem porales y no es a bestias y hom
bres com ún, ciertam ente es racional, pero se deriva de
esta su stancia racional del alm a que nos su bordina y
une a la verdad inteligible e inconm utable, principio
señalado p a ra a d m in istra r y go b ern ar las cosas inferio
res» y es que, «al d isc u rrir acerca de la naturaleza de la
m ente h um ana, discurrim os acerca de u n a sola realidad,
los dos aspectos que recordé lo son en relación de sus
dos funciones. Y así, cuando buscam os la trin id ad en el
alm a, la buscam os en toda ella y no separam os nunca
su acción racional en las cosas tem porales de la con
tem plación de las eternas, com o buscando un te rc e r ele
m ento p a ra co m p letar la trinidad» (Acerca de la Trini
dad, X II, 4-5).
¿A qué conducen todas estas consideraciones? B ásica
m en te a m o s tra r que, si bien San Agustín distingue en
tre u n a «Ratio inferior» y una «Ratio Superior», lo cier-
167
to es que am bas están relacionadas y en ningún caso
radicalm ente separadas. Y la razón de ellos parece cla
ra, pues aquello que in teresa a San Agustín no es, en
sentido estricto , cuál sea el origen del conocim iento,
sino la validez del m ism o y, éste sólo es posible p o r la
V erdad en sí m ism a, pues el criterio de la verdad de lo
corpóreo, recordém oslo, no es o tro que la V erdad ete r
na. La cuestión, ahora, estrib a en saber cóm o el hom bre
puede alcanzar esa V erdad y, en este punto, e n tra en
juego la d o ctrin a de la ilum inación.
Dos cuestiones básicas pueden indicarnos el sentido
de la teo ría ag u stiniana de la Ilum inación. De u n a p a r
te, referid a a su origen, podem os decir que la teoría, in
dudablem ente, no es originaria del obispo de H ipona
sino que, de una u o tra form a, ya aparece esbozada en
la filosofía helenística tanto cristiana com o no cristia
na. Como m u estra José R am ón San Miguel, aparece es
bozada tan to en San Pablo com o en San Juan, d esarro
llada en tre los gnósticos y con una presencia indudable
en el neoplatonism o especialm ente en la figura de Ploti-
no (cfr. De Plotino a San Agustín. El conocim iento en
San Agustín y en el neoplatonism o. M adrid, Augustinus,
1964, passim ). Sin em bargo, y con referencia a los conte
nidos m ism os, es cierto, por otro lado, el trata m ien to de
la ilum inación p or p a rte de San Agustín, tiene u n signo
claram en te au tónom o y diferenciador com o consecuen
cia del im pacto del C ristianism o.
José R am ón S an Miguel recoge un triple sentido de
la ilum inación en San Agustín. De un lado, la ilum ina
ción com o creación; de otro, la ilum inación com o vitali-
zación y, p o r últim o, la ilum inación com o proceso gno-
seológico.
Desde el sentido de la ilum inación com o creación,
San Agustín reelab o ra la d octrina neoplatónica desde
bases teológicas claram ente divergentes oponiendo al
sistem a em an atista a p a rtir de la unidad, la idea de
C reación que, a la p a r que establece una d istancia abso
lu ta en tre el p rim er principio y la cre a tu ra in troduce
un acto suprem o de libertad. E ste sentido de la ilum i
nación es el que tran sparece, tam bién, en el ám bito de
la Im ago Dei en v irtu d de la cual, nos señala San Mi
guel, «la o b ra de Dios es u n a expresión de su creador».
168
T am bién la m ente «expresa» a un determ inado nivel on-
tológico el ser, vida y verdad divinos, y en este sentido
se dice de ella que es imago Dei. Pero la p artic u la rid ad
de la m ens consiste en que es una im agen viva e inteli
gente, y p o r lo tanto, puede d escu b rir en sí m ism a la
sem ejanza de su creador. Todos estos elem entos son su
ficientes p a ra que la form ación del alm a sea al m ism o
tiem po u n a ilum inación que se efectúa a través de ese
m ism o ser, signo y expresión del ser divino» (o p . cit.,
página 176).
Desde el sentido de la ilum inación com o vitalización,
de donación de vida San Agustín tra ta de ex p resar la
idea de la actividad del alm a com o imago Dei, esa se
gunda luz que indica la diferencia existente e n tre la re
cepción pasiva de la luz en u n cuerpo y la activación
lum inosa de una an to rch a a p a rtir de u n a llam a o foco
cen tral de luz, indicativo, p o r o tro lado, de la vitalidad
del alm a.
Desde el sentido de la ilum inación com o proceso gno-
seológico, la m ente hum ana que, com o señalábam os an
terio rm en te, es la p a rte su p erio r del alm a y la que nos
pone en co n tacto con la inteligible, es igualm ente ese
espejo que refleja a su creador. E ste conocim iento es
pecular, que tan gráficas expresiones tiene en el tra ta d o
Acerca de la Trinidad, señala José R am ón S an Miguel,
es u n conocim iento indirecto que rep ro d u ce activam en
te todos los rasgos del m odelo y, desde esta óptica, nos
re tro traem o s a un aspecto ya indicado en la dialéctica
de la in terio rid ad y que confirm a de la vocación tra s
cen dente del hom bre: la m ente, es decir, la p a rte supe
rio r del alm a, ese ser vivo e inteligente, rep ro d u ce y
refleja el ser, la vida y la verdad divinas y, en este sen
tido es la im agen m ás perfecta y adecuada a la divini
dad (cfr. San Miguel, op. cit., pp. 178-19).
Desde esta perspectiva es claro que, de la autocon-
ciencia, se deriva el conocim iento de n u estro origen y
ello sólo es posible p o r la ilum inación, que nos hace co
n ocer n u e stra dependencia ontológica del c read o r en
tan to que nos hace reconocer en n u estra alm a la huella
del creador, fuente ilum inante de n u estro propio cono
cer en v irtu d de las razones eternas.
169
Al llegar a este p u n to no hay m ás rem edio que aden
tra rn o s en el bello p asaje en el que San Agustín retom a
la cuestión de las ideas, la cual guarda, ciertam ente, una
relación con la teo ría platónica de la rem iniscencia, au n
que en un am plio sentido. En el tra ta d o De 83 questio-
nibus, y en su cuestión 43, titu lad a De ideis, San Agustín
define las ideas com o esas form as o razones estables e
inconm utables de las cosas las cuales no han sido crea
das y, en consecuencia, son eternas. El tem a consiste
en sab er qué relación existe en tre las ideas y la reali
dad creada. Podem os, efectivam ente, de u n a razón de
ejem p larid ad , pero en San Agustín, p ropiam ente no es
el caso. La relación que el obispo de H ipona establece
es una relación de participación queriéndonos hacer ver
que e n tre las ideas y la realidad existe un vínculo onto-
lógico a la p a r que una diferencia esencial. Ese vínculo
no es o tro que el de la p articipación de m anera que, po
dem os decirlo en o tro lenguaje, la separación existente
en tre Dios y la realidad creada no es o tra que la dife
ren cia ontológica existente en tre el ser que existe p o r sí
y el se r que existe p o r voluntad libre de su creador.
Es claro que, en este sentido, su punto de p a rtid a no
es o tro que el de la creatio ex nihilo y, p o r ello, San
Agustín puede d istin g u ir e n tre la idea ab so lu ta en la
m ente divina y la realidad creada que recibe el ser p o r
la sem ejanza con la idea participada. De esta m anera,
esa noción im p resa (notitia) en la realidad cread a es una
im agen y, en la m edida en que el hom bre es capaz de
trasc en d er esa im agen es posible su llegada a esa reali
dad p rim era q ue es Dios.
E n cu alq u ier caso, y siguiendo con ello a R. A rnáu en
su trab a jo , an terio rm en te citado La doctrina agustinia-
na de la ordenación del hom bre a la visión beatífica
(Valencia, 1962), conviene re p ara r, en torno al p ro b le
m a de la ilum inación, la distinción existente e n tre la
«luz increada» y la «luz participada», pues de ella está
pendiendo esa diferencia ontológica reseñada a la p ar
que la necesaria orientación a la trascendencia.
E fectivam ente, si a través de la luz increada se explí
cita claram en te, fren te a las opciones m aniqueas, que
en tre Dios, la luz creadora, y la m ente racional (parti
cip an te de la luz divina) que existe u n a relación pero
170
no, evidentem ente, una proporcionalidad. El hom bre
es imago Dei y, com o tal, m antiene una co n stan te rela
ción con aquél de quien es im agen. Pero en tre el hom
b re y Dios existe la d isp arid ad de c ria tu ra a creador,
de im agen a realidad. Y, en este sentido, el hom bre ante
Dios ocupa una clara región de desem ejanza. Sin em
bargo, en tan to que luz p articip ad a el hom bre tom a con
ciencia de su lim itación no sólo en el ser, sino tam bién
en el conocer y en el o b ra r y, de esta m anera, en el
pensam iento agustiniano, Dios se constituye en el p rin
cipio del ex istir del hom bre, en la razón de su conocer,
y en la ley del am or, expresión de la actividad del hom
bre, ese «peso» que m e lleva p o r doquier y que consti
tuye la categoría básica del orden en el universo creado.
171
El conocimiento de Dios
por el hombre
172
con piadosa diligencia y en cuanto es posible, pensar
de El lo que no es.
(Op. cit., V, 1, 2)
173
De la p lu r a lid a d a la u n id a d
174
existe, cuando con la ayuda de este mismo Dios hu
biere logrado demostrarte lo que te prometí, o sea,
que hay un ser superior a la razón.
(Op. cit., II, 6, 13-14)
175
sin em bargo, es alcanzable p o r la razón (cfr. Acerca del
orden, II, 15, 42). A rgum entos todos ellos que vuelve a
recoger en su trata d o Acerca del libre albedrío cuando
dice:
176
Evodio quien señala, an te las apreciaciones de San
Agustín: «No sé de qué sabiduría hablas, porque veo
que difiere m ucho la opinión de los hom bres acerca de
qué es la sabiduría» (o p . cit., II, 9, 25). Pero la resp u esta
agustiniana es rápida: «¿Acaso piensas que hay o tra
sab id u ría d istin ta de la verdad, en la que se contem pla
y pose el sum o bien?» (op. cit., II, 9, 26).
Im p o rtan te es, a m i juicio, la relación establecida p o r
San Agustín en tre Sabiduría-V erdad-B ien sobre la que,
en líneas generales, se ha extendido J. Villalobos en su
o b ra S er y V erdad en Agustín de Hipona (Sevilla, 1982),
p uesto que, en ella, está la clave de toda la arg u m en ta
ción agustiniana.
Efectivam ente, com o el m ism o San Agustín señala,
«en cu an to todos los hom bres desean la vida bienaven
tu rad a no yerran, el e rro r de cada uno consiste en que,
confesando y proclam ando que no desea o tra cosa
que llegar a la felicidad no sigue, sin em bargo, el ca
m ino de la vida que a ella conduce. El e rro r está, pues,
en que, siguiendo un cam ino, seguim os aquel que no
conduce a donde deseam os llegar. Y cuanto m ás uno
y erra el cam ino de la vida, tan to m enos sabe, porque
tan to está m ás d istan te de la verdad, en cuya contem
plación y posesión consiste el sum o bien. Y es bien
av en tu rad o el h om bre que ha llegado a conocer y a
poseer el sum o bien, lo cual deseam os todos sin género
alguno de duda» (cfr. op. cit., II, 9, 26).
La clave h erm enéutica se encuentra, evidentem ente,
en la idea de S abiduría la cual es entendida com o «la
posesión del bien sumo», «suprem a felicidad» que el
hom bre tiene im presa en su m ente: «Si, pues, consta
que todos querem os se r bienaventurados, igualm ente
consta que todos querem os ser sabios, porque nadie
que no sea sabio es bienaventurado, y nadie es biena
ven turado sin la posesión del bien sum o, que consiste
en el conocim iento y posesión de aquella verdad que
llam am os sabiduría. Y así como, an tes de ser felices,
tenem os im presa en n u e stra m ente la noción de felici
dad, puesto que en su v irtu d sabem os y decim os con
toda confianza, y sin duda alguna, que querem os ser di
chosos, así tam bién, antes de ser sabios, tenem os en
nu estra m ente la noción de sabiduría, en v irtud de la
177
cual cada uno de nosotros, sí se le pregunta a v er si
quiere ser sabio, responde sin som bra de duda que sí,
que lo quiere» (op. cit., II, 9, 26).
A p a rtir de ahí la argum entación se desencadena de
form a trep id an te y concluye en la afirm ación de la ver
dad u n a e inconm utable en todos los seres, superior a
n u estra m ente y que nos im pulsa a abrazarla con el fin
de alcanzar la plena y absoluta felicidad. De ahí a la
identificación de esa V erdad suprem a con Dios tan sólo
hay un paso: «Te p ro m etí dem o strarte, si te acuerdas,
que h abía algo que era m ucho m ás sublim e que n u estro
esp íritu y que n u estra razón. Aquí lo tienes: es la m is
m a verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella, y alégrate
en el Señor y te concederá las peticiones de tu cora
zón... P uesto que en la verdad se conoce y se posee
el bien sum o, y la verdad es la sabiduría, fijem os en
ella n u e stra m ente y apoderém onos así del bien sum o y
gocemos de él, pues, es bienaventurado el que goza del
sum o bien. E sta, la verdad, es la que contiene en tí to
dos los bienes que son verdaderos, y de los que los
ho m b res inteligentes, según la capacidad de p en e tra
ción, eligen p ara su dicha uno o varios. Pero así com o
en tre los hom bres hay quienes a la luz del sol eligen
los objetos, que contem plan con agrado, y en contem
plarlos ponen todos sus encantos, y quienes, teniendo
u n a vista m ás vigorosa, m ás sana y potentísim a, a nada
m iran con m ás placer que al sol, que ilum ina tam bién las
dem ás cosas... así tam bién, cuando una poderosa y vi
gorosa inteligencia descubre y ve con certeza la m ulti
tud de cosas que hay inconm utablem ente verdaderas,
se o rien ta hacia la m ism a verdad, que todo lo ilum ina,
y, adhiriéndose a ella, parece com o que se olvida de to
das las dem ás cosas, y, gozando de ella, goza a la vez
de to d as las dem ás, porque cuanto hay de agradable
en todas las cosas v erdaderas lo es precisam ente en vir
tu d de la m ism a verdad» (cfr. op. cit., II, 13, 36).
La «Memoria Dei»
Sin em bargo, en el m arco del trata d o Acerca del libre
albedrío hay algo que no queda lo suficientem ente aqui
latado, se tra ta de aquello a través de lo cual la m ente
178
h u m an a tiende h acia la captación y posesión de la ver
dad pese a que señale que la sabiduría sale al paso de
aquellos que la buscan m ediante los núm eros im presos
en cada cosa (cfr. op. cit., II, 16, 41). Sobre este aspecto
es sum am ente esclarecedora la argum entación que San
Agustín lleva a cabo en el m arco de las C onfesiones.
E fectivam ente, a lo largo del libro X de las Confe
siones, San Agustín al tra ta r de explicitar su m étodo:
«T raspasaré, pues, aun esta v irtud de mi n atu raleza as
cendiendo p o r grados hacia aquel que me hizo» (op. cit.,
X, 8, 12), se en cu en tra con la clara distinción e n tre una
m em oria sensible y una m em oria Dei. La pru eb a agusti-
niana de la M em oria Dei ju stific ará , en San Agustín la
existencia de Dios en tan to que Dios es, ju stam en te la
causa de esa m em oria.
E n consecuencia, pues, com o ha reseñado Juan Pe-
gueroles, la teoría agustiniana de la ilum inación o de la
m em oria afirm a que todo conocim iento es un reconoci
m iento y supone un preconocim iento en el sentido de
que todo conocim iento de ser, verdad y bien es un re
conocim iento y supone claram en te preconocim iento del
Ser, de la V erdad y del Bien (cfr. op. cit., p. 77).
Ahora bien, ¿dónde?, la respuesta es clara en San
Agustín, en el ho m b re in te rio r que es, ju stam en te, don
de se en cu en tra la V erdad. Es la indagación en el hom
b re in terio r lo que nos conduce a la trascendencia, lo
que nos lleva a la captación del fundam ento. Pero, com o
dijim os an terio rm en te, a p ropósito de n u estro exam en de
la in terio rid ad agustiniana, este re to rn o a nosotros m is
mos p a ra e n c o n tra r n u e stra filiación divina sólo tiene
sentido, en el orden práctico, cuando la conciencia de la
filiatio divina se proyecta en la ch a n ta s cristian a en el
m arco de una C ivitas Dei, que es el proyecto in tersu b
jetivo de la idea de C ristiandad, clave herm enéutica a
ten er en cuenta p a ra en ten d e r el sentido últim o del pen
sam iento cristian o m edieval.
179
La sociedad y la paz
11.1. Introducción
Como se desprende del capítulo an terio r, la vida m o
ral del ho m b re no es en San Agustín un ám bito sepa
rado de la vida co m unitaria o, en térm inos m ás actu a
les, de la vida social. Y esto en v irtu d de que el p rin ci
pio constitu tiv o de lo social es el sentim iento íntim o y
perso n al del am or. E l am or es, en definitiva, quien une
o divide a los ho m b re e n tre sí. De este m odo cada uno
de ellos se sen tirá n ecesariam ente vinculado con aque
llos que am en lo m ism o que él am a. Por eso, an tes ya
de cu alq u ier o tro, el am or a Dios establece una com u
n id ad universal e n tre todos los hom bres que lo p ro
fesan.
E n v irtu d de tal convicción, San Agustín tiende a in
te rp re ta r la sociedad y la h isto ria a p a rtir deí principio
que sirvió de su stento a su propia vida personal. Más
todavía, a su propio d ram a personal. Am ante p rim ero
de valores m u ndanos y m ás tard e converso a los ver
d ad ero s valores del espíritu, su convicción p rofunda si
gue siendo la m ism a. Solam ente gira el sentido de la
h isto ria p ersonal o colectiva según aquello que se ame,
180
pero el principio psicológico y m oral del am o r es el
que divide tal sentido. Se im pone aquí un principio de
in tim idad sim ilar al de todo el pensam iento agustiniano.
181
com unidades que racionalm ente coinciden en ios ob
jeto s am ados, sin que éstos se lim iten únicam ente a
los ob jeto s de un determ inado orden, sea éste el es
p iritu al. Se establece, bien es cierto, una sociología
axiológica gradual. Las sociedades se distinguirán, en
efecto, según el orden de sus am ores.
182
ciado: «Dos am ores fundaron, pues, dos ciudades, a
saber: el am o r propio h asta el desprecio de Dios, la
terren a, y el am o r de Dios h asta el desprecio de sí pro
pio, la celestial» (XVII, 115).
Queda así explícitam ente enunciado el sentido de
una y otra: no es una la Iglesia y o tra el E stado, ni
una la celeste y o tra la te rre stre , sino que la Ciudad
de Dios la form an todos aquellos que am an a Dios, y
la terren al aquellos que anteponen el am o r propio y to
das sus secuelas al am o r de Dios.
La Ciudad de Dios busca la gloria de Dios y ella tiene
com o vínculo de sus ciudadanos, no al im perio a u to ri
tario, sino a la caridad. La ciudad terrena, p o r el con
trario , asienta su un idad en la au to rid ad que logre do
m inar los intereses p artic u la res que necesariam ente su r
gen cuando sus ciudadanos p a rte n del am o r a sí
m ism os.
Tal enunciado sugiere varias conclusiones:
183
que, «m ísticam ente dam os a esos dos grupos el nom
b re de ciudades, que es decir sociedades de hom bres»
(X V II,124). Ellas, en efecto, no tienen su razón en la
experiencia y evidencia actuales, sino en la razón ocul
ta del am o r no evidente, de sus m iem bros, en su m a
yoría no presen tes realm ente en el m undo. Tal es el
sentido del adverbio m ystice que él em plea.
• Una te rc era conclusión parece decisiva p a ra in terp re
ta r el pensam iento de San Agustín. No hay duda de
que la Ciudad de Dios es, en v irtu d de su am or, supe
rio r a la Ciudad terrena. Pero, ¿hasta qué punto? Todo
el contenido del Civitate Dei es explícito: h asta el
p u n to de que sólo la Ciudad de Dios es el m odelo de
toda sociedad p o rq u e sólo en ella puede rein ar la ju s
ticia, el ord en y la paz verdadera. Las sociedades, p o r
tan to , que no reconocen al am or de Dios com o su
am o r y, p o r tan to , com o su naturaleza, no pueden ser
despojadas del títu lo de sociedades —como sucede
con rom anos, atenienses, asirios, etc.— , pero todos
ellos son incapaces de conocer «la verdadera ju sti
cia», term in a afirm ando el capítulo 24 del libro XIX.
P or tan to , sus categorías sociales no son las debidas.
184
la humanidad entera. Cuando las dos ciudades em
prendieron su curso evolutivo, por nacimientos y
muertes sucesivas, nació primero el ciudadano de es
te mundo y luego el peregrino del siglo, que pertenece
a la Ciudad de Dios.
(Obras, XVII, 124)
185
lograría su fin la Ciudad de Dios —objeto de esta
obra, cuyo libro X IX estamos escribiendo ahora—
si la vida de los santos no fuera vida social?
(Obras, XVII, 470)
186
de ésos está seguro cuando ve los m ales acaecidos p o r
ocultas m aquinaciones, m ales tan to m ás am argos cuan
to m ás dulce fue la paz considerada com o verdadera,
siendo u na a stu ta ficción?» (Obras, XV II, 471).
Ello trae a p rim e r plano el problem a de la paz.
187
Dios y a la vez en Dios. Y la paz de todas las cosas,
la tranquilidad del orden.
(Obras, XVII, 486)
188
h o m b re al h om bre, sino el ho m b re a la bestia» (XV II,
491).
Y tra s este categórico reconocim iento, señala que la
p alab ra siervo la m ereció el hom bre no por naturaleza,
sino p o r el pecado. De ahí que, en rigor, nadie está legi
tim ado p a ra llam ar o hacer siervo suyo a nadie. Sólo al
pecador, respecto a Dios, es atrib u ib le tal categoría.
• E n este sentido el dom inio que un hom bre ejerce so
b re o tro no en cu en tra legitim ación natu ral. Y si al
esclavo, siguiendo al Apóstol, le aconseja serv ir de
corazón a su señor, ello no es, p a ra Agustín, u n a le
gitim ación del dom inio, sino la invitación a u n a ac ti
tud que sepa sac ar bien del mal, h asta que tal situ a
ción sea superada. Se pide, pues, una a c titu d que re
genere la conciencia del esclavo, sin que ello suponga
h acer buena la relación dependencia. De ahí que «si
sus dueños no les dan libertad, to rn en ellos, en cierta
m anera, libre su servidum bre, no sirviendo con tem o r
falso, sino con am or fiel, h asta que pase la iniquidad
y se aniquilen el p rincipado y la p o testad hum ana y
sea Dios todo en todas las cosas» (X V II, 492). No es,
pues, la consagración del estado de dependencia, sino
la espera en el triu n fo de Dios y de su reino sobre el
egoísm o hum ano.
189
leste so b re la terren al, o sea, cuando el am or de Dios
su stitu y a al egoísmo. Su exigencia es así in terio r y m o
ral y no política o económ ica.
11.4.2. La ju sticia
190
ficiencia de la ciudad terrenal. La verdadera filosofía
de la historia será aquella que encam ina la realidad
h istó rica del E stado hacia un ideal ético, con la exi
gencia de un progreso sobre el orden pu ram en te ju r í
dico. P ero adem ás, en Agustín, el ideal ético a d q u irirá
todo su sentido cuando las convicciones éticas lo sean
en v irtu d de un sentido superior al pu ram en te h um a
no, esto es, p o r am or de Dios. Es en él donde el hom
b re en cu en tra su acabam iento. H asta entonces su co
razón estará, según Agustín, en el desvelo y la in
quietud.
191
Apéndice
Comentario de texto
A) T exto
195
de cada una de ellas consiste en ver colmados todos sus
anhelos.
(S an Ag u stín : La Ciudad de Dios, XIV, 1)
1. El contexto
A) El contexto ideológico
El fragm ento seleccionado pertenece a la o b ra de San
Agustín La Ciudad de Dios que, com o es ya sabido, no
sólo es la réplica definitiva del cristianism o ante el pen
sam iento pagano, sino tam bién la obra en la que se
p lan tan las bases del nuevo sentido de «Cristiandad» en
sustitu ció n de la «H um anitas». Desde esta perspectiva,
pues, La Ciudad de Dios es no sólo u n a au tén tica enci
clopedia de lacu ltu ra an tigua y, en consonancia con ello,
la ú ltim a gran apología del cristianism o, sino tam bién,
y ello puede ser considerado com o lo m ás interesante,
la p rim era gran h erm en éu tica de la h isto ria de la hum a
nidad a p a rtir de estos presupuestos:
a) La determ inación del objeto histórico com prende
tres hechos: la referencia a las res gestae, a los aconte
cim ientos indicativos del orden tem poral, así com o a la
ordenación de los hechos en el tiem po; la determ inación
de la n aturaleza no sólo de los hechos hum anos, sino
tam bién de los divinos (gesta divina et hum ana), y los
hechos de los hom bres en com unidad.
h) La H istoria tiene com o fundam ento m etafísico la
contingencia del m undo. La creación del m undo se cons
tituye en el p rim e r acontecim iento histórico, lo que, al
m ism o tiem po, posibilita el vínculo ontológico en tre el
cread o r y la cria tu ra. Ahora bien, la historia com ienza
con el p rim e r ho m b re y no con las cosas que hacen su
aparición con el p rim er Fiat divino.
c) A p a r tir de ahí se com prende perfectam ente cómo,
p a ra San Agustín, las claves de esta herm enéutica de la
h isto ria no sean o tras que las siguientes: 1) La «Provi
dencia» divina, p o r la cual la h isto ria realizada es enten
dida com o am pliación de la im agen divina y viene a ser
196
com o la culm inación de toda la creación. 2) El sentido
cristo cén trico de la nueva hum anidad, expresado en el
ca rác te r m ed iad o r de la figura de C risto, sin el cual la
h isto ria es un caos p o rq u e El es la luz que la ilum ina,
no sólo en el plano individual, sino tam bién en el social
en tan to que, al fu n d a r la Iglesia, la religión cristiana,
provee al hom bre de un m edio de salvación. 3) La con
cepción del hom bre en tensión dialéctica en tre dos am o
res: el egoísm o y la C hantas, que hacen al hom bre el
único responsable de su destino en v irtud del principio
de su libertad , que no e n tra en colisión con la Provi
dencia divina, sino que viene a ser la expresión y expli
cación m ás clara del «orden» y la «paz» del universo.
197
(libro IX) y el culto que debe darse al verdadero Dios
(libro X).
En la segunda p arte (libros XI-XXII) San Agustín nos
ofrece un cuadro sistem ático y plenam ente com prensivo
de la h isto ria de las dos ciudades, la celeste y la terrena,
desde la creación del m undo h asta su tiem po y h asta
el final de los tiem pos.
El texto seleccionado se sitúa, justam ente, en el ám
bito de esta segunda p arte de la obra, es decir, en el
m om ento descriptivo de la aparición de las dos ciu
dades.
198
explicarse el tem a del origen del alm a hum ana. En con
secuencia, la cuestión aquí sería: ¿cómo explica San
Agustín el origen del alm a hum ana? ¿Cómo explica San
Agustín el problem a de la transm isión del alm a del pri
m er h om bre al resto de los seres hum anos?
El segundo núcleo tem ático nos presenta, de un lado,
lo que podríam os llam ar la voluntad divina y su provi
dencia y, de otro, la voluntad hum ana y sus consecuen
cias, doble aspecto que se expresa claram ente a través
de la ilación condicional establecida entre la voluntad
divina y la desición hum ana. En consecuencia, pues, el
tem a a resp o n d er aquí es el siguiente: • ¿cóm o explica
San Agustín aquí la Providencia divina y el origen del
m al? ¿P or qué San Agustín entiende que no existe una
contradicción e n tre la Providencia de Dios y la voluntad
hum ana?
El tercer núcleo tem ático es muy explícito y se refiere
claram ente a las consecuencias del pecado —decisión
libre del hom bre— p a ra la Im ago Dei. Aquí las cuestio
nes pueden en trecru zarse aludiendo, de un lado, al pro
blem a de la tran sm isión del pecado original, estrecha
m ente relacionado, a su vez, con la tem ática referente
al origen del alm a hum ana. De otro, se alude a la cues
tión referen te a la incidencia de dicho pecado —decisión
libre del h om bre— en la Im ago Dei que se encuentra
en el alm a. Sobre este últim o punto convendría precisar
las m atizaciones agustinianas sobre la Im ago Dei aten
diendo el doble horizonte de su teoría y expresado en su
p o stu ra an te el m aniqueísm o (antes del 412) y el pela-
gianism o (después del 412). La pregunta aquí podría ser
la siguiente: ¿cóm o soluciona San Agustín el tem a de la
incidencia del pecado en la Im ago D ei?
El cu arto núcleo tem ático es m uy claro y expresa un
aspecto fu ndam ental de la tesis agustiniana. De un lado,
se en cu en tra la V oluntad divina; de otro, la decisión
hum ana. De esta ú ltim a se desprende el origen del mal
y su castigo («la pena debida», que es la m uerte). Sin
em bargo, el h om bre no está dejado a su suerte. A la
p ena debida se le contrapone p o r p arte de Dios una
«gracia indebida», un «don de Dios» y que perm ite el
triu n fo sobre la m uerte. En este punto dos cosas p a re
cen claras. P rim ero, que con la noción de «m uerte» San
199
Agustín entiende no la m uerte física, sino la m uerte
espiritual. Segundo, que Dios quiere salvar al hom bre
y, sin «deberle nada a él», le otorga un don g ra tu ito y
encauza el tem a clave de la Redención y que perm ite
la distinción en tre el hom bre viejo, Adán, y el hom bre
nuevo (Cristo). En consecuencia, pues, la pregunta aquí
sería: ¿qué papel juega la Redención en el esquem a
agustiniano y cuáles son las posiciones que puede adop
ta r el h om bre an te el hecho concreto de la Redención?
Por últim o, el q u into núcleo tem ático aborda la cues
tión d irecta del sentido de las dos ciudades que tienen
su origen en dos am ores. Aquí conviene p recisar que,
con el térm ino am or, San Agustín alude, fundam ental
m ente, al significado de pulsión, tendencia que conform a
un estilo de vida y. con el térm ino ciudad, no está m en
cionando a la res ciudad, sino al estilo de vida alcan
zado a través de un d eterm inado am or-pulsión. Desde
esta perspectiva se entiende, pues, cóm o San Agustín
define la ciudad terren a, com o vida según la carne, en
el sentido de un vivir en la inm anencia, en la inm edia
tez de lo dado y que conduce a la im pietas y a la sober
bia de la vida que concluye, com o indicó Zubiri, al ateís
mo. Es la vida egoísta el m odelo de la ciudad terrena. En
cam bio, la ciudad celeste, que se define com o vida según
el esp íritu , en el sentido de un vivir o rientado a la tras
cendencia, p erm ite la superación del am or-pulsión, del
egoísmo, p o r la Charitas, que se constituye com o la clave
herm enéutica de la «Sociedad cristiana» al fu n d a m e n tar
se en la «filiación divina» de todos los seres hum anos,
y que constituye el m ensaje social del pensam iento agus
tiniano. En consecuencia, pues, la pregunta aquí sería:
¿cóm o explica San Agustín el sentido de la sociedad cris
tian a en c o n tra ste con la sociedad antigua?
200
Glosario
201
Justicia: Virtud por la cual se reconoce a cada uno lo que
le pertenece.
Doctrina del sacerdote persa Mani, siglo III,
M an iq u eísm o :
que —basada en el dualismo de la religión de Zaratustra—
admite la existencia de dos principios cósmicos: uno del
bien (principio luminoso) y otro del mal (principio de las
tinieblas). Estos principios tienen también su sede en el
hombre: en el alma corpórea el del mal y en un alma lu
minosa el del bien.
Medida: Es aquello que determina el modo de existir de
cada ser.
Orden: La disposición que asigna a las cosas diferentes y
a las iguales el lugar que les corresponde.
Paz: La tranquilidad del orden.
Peso: Im petus o conatus que mueve a cada ser a ocupar
su lugar propio.
Razón: Moción de la mente que permite la distinción y
conexión de las cosas.
Razones seminales: Principios o gérmenes latentes creados
por Dios, que paulatina y evolutivamente van dando origen
a las cosas a través del desarrollo y explicitación de su
contenido potencial.
202
Bibliografía
1. La cultura cristiana
203
Padres apologistas griegos (1954), ed. y trad. D. Rurz B ueno.
Madrid. BAC.
Q uasten, J. (1978-1979): Patrología, vols. I y II. Madrid. BAC,
3,- ed.
S im ón , M., y B einot , A. (1972): El judaismo y el cristianismo an
tiguo. Barcelona. Ed. Labor.
La métaphysique du Christianisme et la
T resmontant, C. (1961):
naissance de la philosophie chrétienne. París. Ed. du Seuil.
— (1962): Ensayo sobre el pensamiento hebreo. Madrid. Edito
rial Taurus.
205
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