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LA CULTURA CRISTIANA
Y SAN AGUSTIN
SERIE
HISTORIA DE LA FILOSOFIA

7
LA CULTURA CRISTIANA
Y SAN AGUSTIN

JOSE ANTONIO GARCIA-JUNCEO A


Catedrático de Historia de la Filosofía
Antigua y Medieval de la Universidad
Autónoma de Madrid

PROLOGO DE
MANUEL MACEOLAS FAFIAN
Profesor titular de Historia de la Filosofía
de la Universidad Complutense de Madrid

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EDITORIAL
CINCEL
Cubierta: Javier del Olmo

® 1986. J. Antonio García-Junceda


EDITORIAL CINCEL, S.A.
Martín de los Hcros, 57. 28008 Madrid
ISBN: 84-7046-434-5
Depósito legal: M. 14.903-1988
© 1992. Editorial Cincel Kapelusz
Impreso por Lito-Camargo
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
Indice

A m odo de p r ó lo g o ........................................................ 9
Cuadro cronológico comparado ..................................... 12

1. El Cristianismo como hecho histórico ......... 17


1.1. In tro d u cció n ................................................... 17
1.2. La tie rra y el p u e b l o ..................................... 18
1.2.1. Proceso de penetración del C ristia­
nism o en O c c id e n te .......................... 19
1.3. T em poralidad y C ris tia n is m o .................... 21
1.3.1. T em poralidad y reto rn o ................ 21
1.3.2. Contingencia y tem poralidad ......... 23
1.4. El proyecto h u m a n o ..................................... 25
1.4.1. H um anism o r o m a n o ......................... 26
1.4.2. H um anism o cristiano ..................... 28

2. Cristianismo y cultura ............................................. 31


2.1. In tro d u cció n ................................................... 31
2.2. Judaism o y C ristianism o ........................... 32
2.2.1. La com unidad cristian a de Jeru-
salem ..................................................... 34

5
2.3. C ristianism o y h e le n is m o ........................... 35
2.3.1. El ex trañam iento cu ltu ral cris­
tiano ....................................................... 37
2.4. El C ristianism o postapostólico ............... 38
2.4.1. La helenización del C ristianism o. 39
2.5. El hom bre nuevo ......................................... 41

3. E l hecho cu ltu ral cristiano y la filosofía ... 45


3.1. In tro d u cció n ................................................... 45
3.1.1. Un nuevo lenguaje ........................... 46
3.1.2. El esfuerzo racionalizador .......... 47
3.2. Judaism o y filosofía ................................... 48
3.2.1. La D iáspora: cu ltu ra judeo-hele-
nística ................................................... 48
3.2.2. La figura de Filón de A lejandría. 51
3.3. C ristianism o y filosofía griega ......... ... 53
3.3.1. La opinión de Hegel ...................... 53
3.3.2. Dei la ética a la r e li g i ó n ............. 54
3.4. O riginalidad de la filosofía cristiana ... 59

4. Las p rim era s form as del pensar cristiano ... 61


4.1. In tro d u cció n ................................................... 61
4.2. P a t r í s t i c a .......................................................... 63
4.2.1. La apologética griega ................... 65
4.2.2. La apologética latina .................... 71
4.3. E scrito res eclesiásticos griegos ................ 73
4.3.1. San Atanasio ........................................ 73
4.3.2. Los capadocios ................................... 75
4.3.3. San Juan C risóstom o ........................ 79
4.4. E scrito res eclesiásticos latinos ................. 80
4.4.1. P rim er período .................................. 81
4.4.2. Segundo p e r ío d o ................................ 82

5. San Agustín, su vida y su o b ra ........................ 85


5.1. Las fuentes ..................................................... 85
5.2. Del nacim iento a la conversión ............... 87
5.3. De la conversión a la consagración epis­
copal .................................................................. 93
5.4. De la consagración episcopal a la m uerte. 99

6
6. Las relaciones en tre fe y r a z ó n .......................... 103
6.1. In tro d u cció n .................................................... 103
6.2. D elim itación del problem a ...................... 104
6.3. Qué es la Filosofía ....................................... 105
6.4. Identificación existencial de la Religión
con la F ilo s o fía ............................................... 107
6.5. Identificación m etafísica ............................ 109
6.6. El sentido de la fe en orden al conocer. 112
6.7. A m odo de conclusión ................................. 117

7. La orientación del hom bre a la trascendencia


en el pensam iento agustiniano .......................... 120
7.1. O bjetivos y su p uestos básicos del p en sa r
a g u s tin ia n o ....................................................... 120
7.1.1. E l conocim iento de Dios y del
alm a com o objetivos ...................... 120
7.1.2. Los su p uestos del pensam iento
agustiniano: la prim acía de la
«Auctoritas», la idea de la creación
y la concepción del hom bre com o
«Im ago Dei» ................................ ... 124

8. El principio agustiniano de la in terio rid ad .


Su origen y sentido .............................................. 142
8.1. I n tr o d u c c ió n ............................... 142
8.2. Origen y form ulación del principio de la
in terio rid ad ...................................................... 143
8.3. La tran sfo rm ació n cristian a de la inte­
rio rid ad y sus consecuencias en los pla­
nos individual y c o le c tiv o ................ 148

9. La p reg u n ta agustin iana sobre el hom bre ... 153


9.1. El problem a del hom bre y su definición. 153
9.1.1. El alm a hum ana: su origen y n a tu ­
raleza ..................................................... 156
9.2. El alm a hum ana y su función cognos­
citiva 161
9.2.1. S entido y valor del conocim iento
sensible ................................................. 163

7
10. El conocim iento de Dios por el hombre ... 172
10.1. El conocim iento de Dios .......................... 172
10.1.1. C onocim iento ascensional ......... 173

11. La sociedad y la p a z ......................................... 180


11.1. I n tr o d u c c ió n .................................................. 180
11.2. El pueblo, com unidad de objetos am a­
dos .................................................................... 181
11.3. La ciudad de Dios y la ciudad terrenal. 182
11.4. Paz, ord en y j u s t i c i a .................................. 186
11.4.1. La paz y el orden .......................... 187
11.4.2. La j u s t i c i a ....................................... 190

Apéndice ............................................................................ 193


G lo sa r io .............................................................................. 201
B ibliografía ....................................................................... 203

8
A modo de prólogo

No es este, querido lector, un libro com o los dem ás


de n u estra colección. No lo es p o rq u e su a u to r p rim ero
y principal, n u estro querido am igo y com pañero José
Antonio G arcía-Junceda, ha m uerto. Desde el m ás em o­
cionado recu erd o evocam os aquí su m em oria puesto que
fueron éstas las últim as páginas que escribió. Y ellas
fueron tam bién la tarea en to m o a la cual alegrem ente
discutió con nosotros, sus am igos, sabiendo ya, y lo sabía
con certeza, que la m u erte se lo llevaría el día m enos
pensado. C ontra esta cruel certeza, que conoció en el
m ism o quirófano un año antes, José A ntonio siguió y
siguió trab a jan d o h asta dos días antes de su d esap ari­
ción: traduciendo con algunos de nosotros los fragm en­
tos de las obras p rim eras de A ristóteles, p re p ara n d o su
particip ació n en el congreso de M aim ónides y, sobre
todo, escribiendo este libro. Tal fue el ejem plo de su
fortaleza y el m odelo de su tesón.
Pero en la m adrugada del 23 de junio de 1986 su ya
anunciada m u erte llegó y con d estru c to ra celeridad

9
q uebró para siem pre su fortaleza y doblegó definitiva­
m ente su tesón. Sólo pudo dejarnos escritos los cuatro
prim eros capítulos. En ellos, y tras la apariencia de un
tratam ien to pu ram ente histórico de ese período, José
Antonio G arcía-Junceda ha sabido ir persiguiendo el hilo
tem ático de lo que supuso el C ristianism o como esencia
vivificadora de la cu ltura occidental en cada uno de los
hitos históricos o en el seno del pensam iento de escri­
tores, pad res y teólogos. Su tratam ien to es, p o r ello,
pro fu n d am en te original y se aleja de las exposiciones
usuales de las histo rias de la filosofía. Para p ercatarse
de ello se exige, sin duda, atención en la lectura, puesto
que cada página está vinculada a la a n terio r y a la si­
guiente ra strean d o la penetración racional y cultural del
cristianism o. Tan sutil m anera de exponerlo pocos po­
d rían hacerlo com o José Antonio, que era uno de los
m ás grandes conocedores de este período. Sobre ello
llam am os la atención del lector.
Pero, antes de re d a c ta r los capítulos dedicados a San
Agustín, se hicieron p ara él ciertas aquellas bellas p ala­
b ras de las últim as páginas de las Confesiones: «todo
este orden herm osísim o de las cosas en extrem o buenas,
cum plidas sus m edidas, ha de pasar». Y llegó p ara nues­
tro amigo José Antonio «el descanso después del tiem ­
po» agustiniano. Sus am igos nos em peñam os entonces
en term in ar, no con la perfección con que él lo hubiera
hecho, el tra b a jo em pezado. P articu larm en te los cap ítu ­
los V y VI fueron redactados p o r Rafael R am ón G uerre­
ro. Sobre Adolfo Arias Muñoz recayó el peso m ayor,
puesto que suyos son los capítulos VII, V III, IX y X,
que, p ro fu n d am en te docum entados, responden al núcleo
del pensam iento agustiniano, com o puede apreciarse.
Por últim o, el que suscribe, recoge en el capítulo XI las
ideas p rincipales de La Ciudad de Dios. Ese fue el rem e­
dio ed ito rial que, dignam ente creem os, hace posible este
libro. Pero la ausencia de nuestro amigo, esa sí, es ya
p ara todos, am igos y estudiosos de la filosofía, irrem e­
diable.
Perdónenos el lecto r si, con esta obligada explicación,
no hem os podido elu d ir la evocación del recuerdo de

10
José Antonio, esencialm ente amigo, a cuya m em oria de­
dicam os —ju n tam en te con la E ditorial Cincel— este
libro, en p a rte suyo, p ara quien sin duda se h ab rá hecho
bueno el anhelo agustiniano de la paz, de la sum a paz,
que so b rep u ja a todo entendim iento.

M a n u e l M a c e ir a s F afxán

11
12
Cuadro cronológico com parado
110.—Arco de Bará. 117-138,-—Adriano.
121-180,—M asco Aurelio . 125-200,—Luciano de S amosata.
138-161,—Antonino .
145-215.—Clemente de Alejandría. 150.—L uciano: Diálogos. 161-180.—M arco Aurelio .
—T olomeo: Astronomía.

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Conversión de C onstantino
Cristianismo.
339-397.—S an Ambrosio . 325.—Concilio de Nicea.
347-419.—S an J erónimo. 313.—Edicto de Milán: libertad al
Cristianismo,

13
14
com parado (Continuación)
15
El Cristianismo
como hecho histórico

1.1. Introducción
Desde la perspectiva del creyente la venida de C risto
al m undo es un acontecim iento a-histórico. La decisión
divina de la E ncarnación no estab a integrada en el plan
del hom bre, sino sólo en el de Dios. In te n ta r averiguar
p or qué tales acontecim ientos se p ro d u jero n en un m o­
m ento d eterm in ad o de la h isto ria excede a la capacidad
hum ana, incluso la del creyente: Dios cum plim entó su
prom esa al pueblo de A braham en el m om ento p rev iste
desde toda la E tern idad. El C ristianism o, p o r tanto, es
p ara el creyente u na donación, en v irtu d de la cual va
a serle posible elevarse sobre sí m ism o y sobre la m u er­
te. El credo del C ristianism o constituye una dim ensión
fu n d am en tal de los hechos que aquí tratam os; sin em ­
bargo, au n q u e respetándolo, no será en estos m om entos
m otivo de mi reflexión.
Ahora bien, desde la perspectiva que aquí nos in te­
resa, la venida de C risto al m undo es un evento h istó ­
rico y geográfico valorable desde las coordenadas espa­

17
cio-tem porales que lo definen. Así, afirm o, en p rim er
lugar, que fue un acontecim iento en el ám bito del m u n ­
do hebreo, de su cu ltu ra y de su historia. Y en un m o­
m ento que el pueblo judío vivía unas determ inadas ges­
tas políticas, que habían condicionado su econom ía, so­
ciología y cultu ra. De cuál era esta situación me voy
a o cu p ar en p rim e r lugar.

1.2. La tierra y el pueblo


La tie rra de Canaán, «la m ás pequeña de todas las
tierras» com o se la ha llam ado, la «Siria Palestina»
com o la nom bró H erodoto, el país, en fin, m edido en la
B iblia «desde Dan h asta B ersabee» (Jueces, XX, 1) es
una fra n ja de tie rra que se alarga p o r la costa m edi­
terrán ea, desde Gaza, no m uy lejos de la cual estaba y
está B ersabee, h asta el quiebro que hace el río al-Litánl
p a ra desem bocar en el M editerráneo, cerca de donde se
en cu en tra la ciudad de Dan. E ste alargado territo rio
está atravesado p o r el río Jo rd án , que nace en el m on­
te H erm on, desciende al lago de T iberíades y de allí,
en línea recta, al m a r M uerto. A orillas del lago está la
ciudad de T iberíades, y a la a ltu ra del extrem o norte
del m ar M uerto, Jerusalem .
Pues bien, hacia esta tierra, la tie rra prom etida, avan­
zó, hacia el siglo x m a. de C., el pueblo hebreo liberado
de la esclavitud de los faraones egipcios p o r Moisés, la
p rim era figura n etam en te histórica de toda esta m a ra ­
villosa aventura. Moisés, d u ran te el Exodo, se convirtió
en el p ro feta m ás grande del pueblo hebreo, en su liber­
tad o r y en su p rim e r legislador.
La p en etració n y asentam iento definitivo en C anaán
se realizó en tiem pos de Josué (c. siglo x i i ), que d istri­
buyó la tie rra en tre las 12 tribus. A éste siguió el pe­
ríodo de los «jueces». E stablecida la m onarquía en Is­
rael ésta adq u irió su m áxim o esplendor con David y su
sucesor Salom ón.

18
1.2.1. P roceso de la penetración del C ristian ism o
en O ccidente

Ahora bien, el C ristianism o apareció en E uropa com o


misión de evangelización procedente de las ciudades del
Levante, centros de cu ltu ra que introducían ésta con la
nueva religión. Pero estas culturas habían en trad o ya
en el ám bito del m undo helenístico com o consecuencia
de una concatenación de hechos que ofrecieron la posi­
bilidad, a la religión de C risto, de ser salvadora y con­
tin u ad o ra de los valores culturales clásicos.
Los hitos fundam entales del proceso a que aludo, que
tiene, si se m editan, una indudable significación, son los
siguientes:
a) Jerusalem en tra en el área del m undo clásico des­
pués de ser re sta u rad a por Ciro (538 a. de C.) e incluida
en la satra p ía de Damasco, pese a que vivió aislada b ajo
la au to rid ad de su propia ley (Pentateuco, recopilacio­
nes legislativas de N ehem ías y E sdras, etc.).
b) El aislam iento de Jerusalem concluye al ser con­
quistada P alestina p o r A lejandro (331 a. de C.), que­
dando unida al Egipto de los Ptolom eos después de su
m uerte (320 a. de C.).
c) Al ser anexionada Palestina al Im perio Saléucida
de S iria p o r Antipo III (198 a. de C.), Jerusalem era un
islote hebreo en m edio de un país cada vez m ás heleni-
zado, donde los seléucidas p retendieron h acer a d ju ra r
a los hebreos de su religión. Por o tra parte, los judíos
que habían salido de Palestina después de la conquista
de S am aría p o r Sargon (721 a. de C.) y de Jerusalem por
N abuconodosor (586 a. de C.) se habían convertido en
hom bres de negocios y hacia el siglo n a. de C. gran
núm ero de ellos se habían establecido en A lejandría
y Antiopía. E stos judíos de la D iáspora se helenizaron
en el gran m ovim iento cu ltu ral internacional (recuér­
dese la traducción griega de la Biblia, versión de los
Setenta; el eclesiástico de Ben Sirah, del 170 a. de C.,
etcétera), lo que ayudó a la división in tern a en dos ban­
dos: el p artid o nacionalista y el p artido helénico, dico­
tom ía que dio lugar a una g u erra civil, tran sfo rm ad a
en gu erra de independencia del Im perio Seléucida por

19
los herm anos M acabeo (166 a. de C.), la cual alcanzaron
de hecho d u ra n te el m ando de Judas M acabeo, el
año 166 a. de C., aunque perm anecieron bajo la nom inal
so b eranía de los seléucidas h asta que fue reconocido el
reino de Jerusalem p o r el rey de A ntioquía, el año 142
a. de C.
d) El contacto con Rom a se p ro d u jo porque en el
nuevo reino de Jerusalem se entabló, una vez m ás, un
claro antagonism o en tre el p artido real, in tem acio n a­
lista, y el p artid o piadoso, aislacionista. Ambos p artid o s
recu rren a Pompeyo, vencedor de M irtrídates, que acaba
con el p artid o real el año 64 a. de C., quedando Je ru sa ­
lem in co rp o rad a a la provincia rom ana de Siria, h asta
que reaparece la m onarquía en Roma, con Antonio, el
año 37 a. de C. Rom a confió entonces a H erodes, como
su aliado, el tro n o de Palestina, quien restau ró el es­
plen d o r salom ónico creando una corte cosm opolita,
cu lta y helenizante, h asta el punto de convertirse H ero­
des el G rande, degollador de los inocentes, en p ro tec to r
de Atenas, y m anteniendo estrecho contacto con todas
las colonias de la diáspora.
e) A su m uerte H erodes rep artió el reino entre sus
hijos Arquelao, H erodes Antipas, que m andó degollar
a San Ju an B autista, y H erodes Filipo. En este tiem po se
p ro d u jo la predicación de Jesús.

E stas breves no tas deben hacernos com prender que


la vida de Jesús se desarrolló en el pueblo judío, su
pueblo, en el que su palabra hinca sus raíces m ás p ro ­
fundas, pero cuando éste había sido azotado por vien­
tos de o tro s horizontes que habían dejado en él sus
huellas, pese a la devoción que el judío tuvo siem pre
p o r sus tradiciones. ¿Q uiere esto decir que en la acción
hum ana de C risto se en cu en tran restos de esos vientos
de una rosa d istin ta? Pienso que no, aunque para d ar
una resp u esta científica h abría que realizar profundos
análisis. Sin em bargo, la co n tra ria es obviam ente cierta:
la predicación de Jesús está basada en los m ás firm es
pilares de la trad ición credencial hebrea, desde su con­
cepto de Dios h asta las claves de in terp retació n del
m undo.

20
1.3. Temporalidad y Cristianismo
La concepción h istó rica que vive un pueblo no está
basada en las d octrinas que crean sus sabios, pero sí en
lo que el tiem po significa p ara él que, en definitiva, es
lo que sirve de base a sus sabios p ara fu n d a r una doc­
trin a de la historia.
El pensam iento griego y después el rom ano concibie­
ron la h isto ria com o una continua repetición de hechos,
de situaciones. De aquí que fu era «m aestra de la vida».
Lo que sucede es que el hom bre vivía, sin darse cuenta,
esta infinita repetición del acontecer en el cual está
inm erso y atado a él p o r el destino, sin que pueda
librarse de esta sujeción sea cual fuere el nom bre que
se dé a aquello que obliga a los acontecim ientos a repe­
tirse. El esfuerzo p o r su strae rse a esa fuerza p ro d u jo
la tragedia vinculada así al m ito del eterno retorno.

1.3.1. T em poralidad y retorno


El m ito del etern o reto rn o lo recoge del Político de
Platón (268e y ss,). B ajo el dom inio de C rono y Zeus
la vida consum ió su tiem po y el período de C rono te r­
m inó «por h ab er dado cada alm a todas las generaciones
que le co rresp o n d ían y h ab er caído com o sem illa en la
tierra las veces dispuestas p a ra ello) (272e). D espués
del lógico cataclism o que suponía el cam bio de sentido,
«que hacía del fin principio y del principio fin» (273e), el
m undo prosiguió su m archa, que, ya el Dios al m ando
del tim ón, p erd u ró «inm ortal y exento de vejez» (273e).
Pero no así el h om bre que debió vivirlo por sí, sin ayuda
ni protección divina.
El problem a no está en esta o en o tra concepción del
acontecer cósm ico y hum ano que pudiéram os a r!,,cir,
sino en que este sentido cíclico de la historia nace p o r­
que el tiem po es vivido com o un continuo presente, en
el cual sólo existe el an tes y el después p ara el especta­
dor, p ara el que contem pla el tiem po que pasa y vuel­
ve, porque, com o decía H cráclito
en el círculo es común el principio y el fin.
(Frag. B103)

21
El tiem po se vivió com o circular, siendo el tiem po en
el que
lo frío se torna caliente, lo caliente frío, lo mojado
seco y lo seco húmedo.
(Frag. B126)
El tiem po es así un absoluto; en ese sentido se le
llam ó eterno, al cual se refiere todo com o a su p rin ­
cipio y fin, com o en el m ito de Crono devorador de sus
hijos o en el texto de Anaxim andro:
Donde las cosas se generan, allí retornan disolvién­
dose, según lo necesario y, así, una paga a la otra
la pena que para retornar la justicia le es impuesta
por su injusticia, según el orden del tiempo.
(Frag. Bl)
El tiem po es, sin principio ni fin continuam ente sien­
do. Todo es p ara el tiem po. Y es obvio co n stata r que
m uchas de las concepciones filosóficas clásicas son un
reflejo de esta vivencia del tiem po, com o la tran sm ig ra­
ción de las alm as.
Séneca fue disidente en esta concepción del tiem po
y no p o rq u e escapara a la concepción del «eterno re­
torno» ni al influjo del destino sino porque, pese a todo
ello, concibió el tiem po com o la ocasión dada al hom bre
p ara hacer algo:
El vivir como si hubiera, de vivir para siempre, sin
que nuestra fragilidad os despierte. No observáis el
tiempo que se os ha pasado y así gastáis de él como
de caudal colmado y abundante, siendo contingente
que el día que tenéis determinado para alguna acción
$m el último de vuestra vida.
(De Brevitate Vitae, IV)

Pero advierto que esta posible sem ejanza con la con­


cepción cristian a es pu ram en te accidental.
Según cuanto antecede puede entenderse que el m un­
do clásico fue a-histórico, en cuanto que consideró el
o b jeto de la h isto ria en su ser actual, aunque in illo
tem pore. Incluso, en la propia filosofía aparece muy
claro. A ristóteles, que m ontó siem pre sus opiniones so-

22
brc las sostenidas anteriorm ente, lo hizo sin verlas en
una perspectiva histórica, sino com o actuales en aquel
tiempo.

1.3.2. C ontingencia y tem p oralid ad

F rente a la concepción clásica del tiem po, n u estra


época ha ab o rd ad o el tem a siguiendo uno de los crite­
rios m etodológicos m ás típicam ente m odernos desde
D escartes, a saber, p artien d o de la conciencia com o cam ­
po de experim entación. E sto es, tam bién, lo que parecía
indicar San Agustín. En consecuencia, todo lo que no
ha sido ab o rd a r el p roblem a de la tem poralidad p o r esta
vía ha quedado excluido, arrinconado. Mi propósito es
d estacar u na conciencia de la tem p o ralid ad y una tem ­
poralidad de la conciencia habida histórica, no p o r ex­
periencia o análisis de la conciencia, sino por algo to tal­
m ente distinto.
P erm ítasem e un parangón en tre el concepto de con­
tingencia y el de tem poralidad. La contingencia, rem i­
tida aquí com o ejem plo a la tercera vía tom ista, d eter­
m ina un carác te r del m undo apoyándose en el cual
Santo Tom ás d em o stró la existencia de Dios. E fectiva­
m ente la contigencia es u n a m ás de las ca racterísticas
del m undo, que nos perm ite h ac er de él el tram polín
para la dem ostración de la existencia de Dios, dando
cum plim iento así a aquellas p alab ras de San Pablo, en
su E pístola a los R om anos (I, 20), en las cuales reprocha
a los paganos no h ab er sido capaces de com p ren d er el
m undo de form a que éste p e rm ita a firm a r a Dios, p o r­
que invisibilia Dei per ea quae facía sunt, intellecta
conspiciuntur. La filosofía cristian a tra ta rá de no h a ­
cerse acreed o ra al reproche de San Pablo, m irando el
m undo «tal y com o es» p ara desde él com p ren d er la
existencia de Dios, Así pues, Dios viene exigido p o r el
m undo, pero p ara darse cuenta de esto es preciso ver
el m undo com o exigiendo a Dios.

Temporalidad y experiencia de Dios


Quiero con esto decir que es p recisa la experiencia no
filosófica de Dios p ara co m p ren d er la contingencia del

23
m undo com o exigencia de !a necesidad de Dios. E igual
sucede en la conciencia de la tem poralidad y la tem po­
ralidad de la conciencia.
N osotros, m odernos, e incluso San Agustín, aún hom ­
bre clásico, entendem os la eternidad com o carencia de
tiem po. Según yo creo —d em ostrarlo sería muy proli­
jo— , p ara un pen sad or cristiano lo que propiam ente es
un concepto negativo es el de tem poralidad com o nega­
ción de la eternidad. El análisis va en busca, en el Cris­
tianism o, del concepto de la eternidad, que puede ser
incluido p or la propia reflexión, dada la indudable ansia
de etern id ad que anida en el hom bre y que para él es
au tén tica realidad. Ansia de eternidad que no es identi­
f i c a r e de m an era alguna con lo que los griegos enten­
dieron p o r infinitud del tiem po, ya que este concepto
helénico es, quizá, el que b o rra al otro en los autores
posteriores al p en sar estrictam ente cristiano.
Lo otro, la tem poralidad de la conciencia y la con­
ciencia de la tem poralidad, es de lo que se p arte y no
a lo que se preten d e llegar. Es tam bién lo m ás sabio y
lo m ás consciente, de la m ism a form a que la contingen­
cia del inundo es m ás evidente que la necesidad de Dios
necesario.
La tem poralidad es despreciada, com o despreciado es
el m undo en aras del ser. Pero no del ser de este m un­
do, sino del ser verdadero, y, a un Lempo mismo, verda­
dero seiS. Ahora bien, la verdad de la tem poralidad, el
ser de la tem poralidad, es sólo explicable desde la ete r­
nidad. De aquí que en ella se centr" -1 problem a.
Dios es eterno, la coeternidad es un grado de p erfec­
ción; el m áxim o grado, la coeternidad del hijo; después
de ¡a co eternidad de las ideas; después todo tem pora­
lidad.
Pero, así, la tem poralidad no es originaria, porque su
originariedad está en Ja eternidad. Tam poco funda nada,
porque es ella m ism a fundada. Consiste exclusivam ente
en que no es eternidad. El tiem po es carencia de e tern i­
dad y ia carencia de eternidad es ausencia de Dios.
Cuando Escoto E rígcna lleva al hom bre a la e tern i­
dad, hace que éste a rra stre a la eternidad al universo
entero. Y una de las explicaciones que de esto p o d ría­
mos d ar es que carece de sentido la perm anencia de

24
cosas tem porales cuando el tiem po ha vuelto al ser, es
decir, a la eternidad.
El tiem po es en tre un antes, que es creación, y un
después que es resurrección. E n tre am bos extrem os
está el tiem po, que es transición purificadora.
Cuando San Anselmo habla del hom bre y del m undo
antes del pecado del hom bre, piensa que éste es m ortal,
pero sin que la m uerte signifique destrucción, sino p u ri­
ficación.
La tem poralidad es proyecto creacional de Dios. Para
el hom bre la tem poralidad es espera —tam bién espe­
ranza^— de cum plim iento del proyecto divino. De aquí
que la tem poralidad, en los pensadores cristianos, esté
vinculada a la catarsis, a la purificación, puesto que el
tiem po es lo que p ara purificarnos tenem os.
El tiem po, según esto, sería proyecto, pero proyecto
divino. Sería posibilidad de futuro, pero de fu tu ro di­
vino, de eternidad. Y psicológicam ente será espera y
tam bién esperanza.
El hom bre, y con el hom bre todo lo contingente, vie­
ne de la etern id ad hacia la eternidad; el tiem po es ún i­
cam ente la carencia de esa eternidad. Ahora bien, esto
es así —paralelam ente a la concepción de la contingen­
cia necesitante de Dios necesario— cuando se piensa en
la tem poralidad desde la experiencia de la a-tem porali-
dad; p o r ello debe ser esta experiencia la originaria.
Finalm ente, el tiem po es posibilidad de catarsis, de p u ri­
ficación para poseer la eternidad plena, m ás bien que
vacía.
De aquí que la h istoricidad del hom bre sea enten­
dida en el C ristianism o como cam ino hacia Dios. Y de
aquí que las concepciones filosóficas de la historia en
los pensadores cristianos sean entendidas exactam ente
igual, es decir, com o los acontecim ientos sucesivos en
el tra n s ita r de ese cam ino hacia Dios.

1 .4 . E l p ro y ecto hum ano

Pero adem ás de una nueva conceptualización de la


tem poralidad y del m undo, que el C ristianism o incorpo­
ró de su origen judío, la predicación de Jesús com portó

25
un novísim o proyecto hum ano. Es p o r ello por lo que
puede hablarse de una cu ltu ra cristiana c, incluso, com o
decía Croce, por ello «no podem os d ejar de llam arnos
cristianos».
Tengo p ara mí que una cultura se define, antes que
p o r sus creencias o sus supuestos, aunque estos influ­
yan fu ndam entalm ente en el proyecto, por el m odelo
hum ano al que se aspira. Así, en el m undo clásico grie­
go el hum anism o consistió en cultivar del hom bre aque­
llas facultades que, en su ideal, le constituyen en tal;
a saber, su inteligencia, su razón y, algo derivado de
am bas, su posibilidad de hablar. Es la form a m ás p u ra
de la paideia griega.

1.4.1. H um anism o rom ano

El helenism o entendió por perfección del hom bre su


preparación, desde la inteligencia, para la vida; era la
form a aplicada de la paideia griega.
P or el co n trario , el hum anism o rom ano fue, en p rin ­
cipio, algo to talm en te distinto. El viejo ideal de «vir
fo rtissim u s#, que pensadores como Catón el Viejo tra ta ­
ron de defender de la contam inación helenística, estaba
concebido en v irtu d de la guerra, como defensa del
ideal político. El hom bre m ejor era aquel capaz de gue­
rre a r m ejor. Fue Cicerón, indudablem ente, quien debi­
litó este concepto de hom bre, traduciendo al latín la
paideia griega, que arraigó profundam ente al com pás
de la «Pax Augusta». Se oponía así a la form ación del
g u errero la educación del niño:

Nosotros, Romanos, que hemos sido instruidos por


los Griegos, leemos desde niños las obras de los poe­
tas y a esto llamamos estudios liberales.
iTuscalanaSj,, I, II)

E ra u na nueva form a de salvar al pueblo rom ano:

(Qué mayor o mejor servicio podemos prestar a la


República, que educar e instruir a la juventud, en
estos tiempos especialmente y con estas costumbres,

26
por las cuales ha caído tan bajo que debe ser fre­
nada y moderada con la ayuda de lodos?
(De Divinit., II, 2)

El nuevo ideal de hom bre creaba nuevas form as en la


cu ltura rom ana:

La elocuencia y la filosofía fueron encontradas para


formar el espíritu de los jóvenes en los valores hu­
manos y en la virtud.
(De Oratore., III, 15)

Humanismo senequiano
Pero Rom a no agotó su hum anism o en la concepción
ciceroniana de la H um anitas. Séneca, eq u id istan te del
varón fuerte y de la educación «infantil», propuso un
nuevo ideal hum ano: el del hom bre virtuoso. Es cierto
que la m áxim a v irtu d de aquel «hom bre» era la fo rta­
leza, pero en un sentido nuevo. El hom bre es fuerte
frente a las adversidades de la vida, frente a los reveses
de la fo rtu n a; pero, adem ás, en la m ism a m edida su
fortaleza se une estrecham ente a la fraternidad.
En cierta m anera, y sólo en cierta m anera, Séneca su­
peraba el intelectualism o griego, pero el pragm atism o
del sabio helenístico y la propia H um anitas ciceroniana,
dando un lugar y un tiem po a los estudios liberales y
poniendo el ideal últim o hum ano en aquello que, según
él, hacía al h om bre verdaderam ente libre, en la virtud:

Deseas saber lo que pienso de los estudios libera­


les. Ningún caudal hago de ninguno da ellos: a nin­
guno de ellos le cuento entre las cosas buenas, si
solamente. se encaminan al lucro. Son industrias mer­
cenarias, útiles mientras preparan la. inteligencia, sin
estorbarla. Hay que hacer parada en ellos no más
que el tiempo en que el espíritu no sea capaz de
cosa mejor, son aprendizajes y no obras definitivas.
Ya ves por qué fueron llamados estudios liberales;
porque son dignos del hombre libre. Por lo demás,
solo uno hay que sea verdaderamente liberal, el que
nace libre; éste es el de la sabiduría, estudio elevado,
fuerte, magnánimo. Todos los otros son pequeneces
y puerilidades. ¿Crees tú, a dicha, que puede haber

27
algo de bueno en esos estudios cuyos profesores, como
ves, son los más deshonestos y calamitosos?; no debe­
mos aprenderlos, sino haberlos aprendido. Algunos
juzgaron que se debía averiguar si los estudios libe­
rales hacen al hombre honesto, cosa que ellos ni pro­
meten y cuya finalidad ni afectan siquiera. El gramá­
tico se dedica a alinear y redondear el lenguaje, y
si se quiere extender un poco más, hace una excur­
sión a la Historia y a los versos si da a sus estudios
el mayor ensanche que se puede. ¿Y qué cosas de
éstas allanan el camino de la virtud: la explicación
de las sílabas, la cuidadosa elección de las palabras,
la memoria de las fábulas, la ley y las variaciones de
los metros? ¿Qué cosas de éstas quita el miedo, exi­
me de la codicia, enfrena la lujuria? Pasemos a la
geometría y a la música. Nada hallarás en ella que
prohíba el tener, que vede el codiciar. Quien ignora
estas cosas, en balde sabe las otras...
(S éneca: Epis. 88 a Lucilio «Sobre los estudios li­
berales»)

P recisam ente este concepto del hum anism o senequia-


no determ in ó su enlace con el C ristianism o. Sin em bar­
go, el hum anism o cristiano, independientem ente de la
sem ejanza, tiene unos presupuestos totalm ente distintos.

1.4.2. H u m an ism o cristian o

Se ha insistido en que el hum anism o cristiano alcanza


su culm inación en el «Serm ón de la M ontaña», progra­
m a de la predicación de Cristo. Sobre este pu n to planteó
Hegel la antítesis clasicism o-cristianism o. Sin em bargo,
no debe olvidarse que este program a encu en tra su sen­
tido en la resp u esta de Cristo al fariseo (M a t e o , X X II,
3040; M a r c o s , 12, 28-24), que le preguntaba: «Maestro,
¿cuál es el m andam iento m ás grande de la ley? El le
dijo: Am arás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alm a y con toda tu m ente».
Las m últiples ocasiones en que Séneca se refiere al
am o r del p ró jim o («no vivir p ara los otros es lo m ism o
que no vivir para sí». Epis. 55; «Tener uno a quien dedi­
carse, uno p or quien m orir», Epis. 9; etc.), carecen de
sentido cristiano, p o rque el segundo m andam iento a que

28
hace m ención C risto en el pasaje evangélico antes ci­
tado «Amarás al prójim o com o a ti mismo», sólo tiene
auténtico valor cristiano cuando va precedido de las
palabras que el evangelista escribe: «El segundo es se­
m ejante a éste»; es decir, el prim ero. El am o r al pró­
jim o, la bienaventuranza de los pobres de espíritu,
de los m ansos, de los que lloran, de los que tienen
ham bre y sed de justicia, de los m isericordiosos, de los
lim pios de corazón, de los pacíficos, etc., sólo es pen­
sam iento cristian o cuando se contem pla desde el am o r
a Dios, en su trip le exigencia de am or, voluntad y com ­
prensión.
Así, el hum anism o consiste, en el C ristianism o, en
p re p a ra r hom bres capaces de am ar a Dios, de am ar­
lo tam bién en el prójim o, y de am arlo con el corazón,
con la voluntad y con la m ente.
El C ristianism o va a vivir, com o creencia, este con­
cepto de hum anism o: toda institución social o política,
todo esfuerzo individual ha de ten er p o r m isión la fo r­
m ación de este tipo de hom bre. La cu ltu ra ten d rá tam ­
bién este m ism o origen y este m ism o fin. Y no es
com prensible la filosofía cristian a si no se concibe com o
cam ino de perfección del am or de Dios, porque a m a r a
Dios con la m ente no se consigue sólo con la fe *.

* Los asteriscos hacen referencia a términos cuya explicación


hallará el lector en el Glosario que aparece al final del libro,
página 201.

29
Cristianismo y cultura

2.1. Introducción
Es cierto que el m ensaje de am o r del C ristianism o p re­
cisaba de una ejem plaridad; y tal ejem plaridad se cum ­
plió. La voluntad exigida debía llevar necesariam ente a
la acción; y tal acción se llevó a cabo. Sin em bargo, el
m andato intelectual se cum plió precisam ente en los p ri­
m eros m om entos; y ello porque el C ristianism o no en­
contró, con independencia de la predicación, unos m o­
dos propios de desarrollo intelectual.
Como dice H. I. M arrou «para la Iglesia antigua la
expresión 'educación cristian a ' encierra un sentido m ás
estricto y m ás profundo. Se tra ta esencialm ente de la
educación religiosa; es decir, por una p arte la inicia­
ción dogm ática: ¿cuáles son las verdades que es nece­
sario creer p ara salvarse?; y p o r o tra, la form ación m o­
ral: ¿cuál es la conducta que debe o bservar el c ristia­
no? No es o tro el esquem a sobre el cual se han cons­
tru id o las E pístolas de San Pablo: toda la Iglesia an ­
tigua siguió el cam ino inaugurado por el gran apóstol.
E sta educación cristiana, en el sentido sagrado y tra s­
cendente de la expresión, no podía im p artirse en la es­

31
cuela, com o la educación profana, sino en la Iglesia y
p or la Iglesia y, adem ás, en el seno de la fam ilia»
(H. I. M arrou , 1965, p. 383).
Así, las p rim eras form as de iniciación al proyecto
cristian o se dieron, com o cuentan Los hechos de los
Apóstoles, en las com unidades cristianas fundadas por
ellos. La p rim era de estas com unidades fue la de Je-
rusalem , en la que se puso en p ráctica una form a de
vida co m u n itaria o com unista, que realizaba el esp íri­
tu nuevo. E sta com unidad fue, al m ism o tiem po, el
pu n to de arran q u e de las com unidades helenísticas.
Si estos fueron los hechos, ello no quiere decir que
el sentido in telectu alista del C ristianism o se agotara en
esa dim ensión catequística de la cultura, pues, com o si­
gue diciendo M arrou, «si bien es verdad que la educa­
ción cristiana, en sentido estricto, no deriva del dom i­
nio de la escuela, no p o r ello cabría in ferir que la Igle­
sia p u d iera d esentenderse de aquella. P ara p o d er p ro ­
pagarse y m an tenerse, p a ra poder ase g u rar no sólo su
m agisterio, sino el sim ple ejercicio del culto, la religión
cristian a exige im periosam ente, p o r lo m enos, un m íni­
m o de cu ltu ra literaria. El C ristianism o es una religión
e ru d ita y no p o d ría existir en un contexto de barbarie»
(op. cit., p. 385). De aquí que el C ristianism o asp irara
desde su origen a la creación de una cu ltu ra cristiana.

2.2. Judaismo y Cristianismo


El m undo político judío en tiem po de la vida de J e ­
sús, que tenía p o r su stra to el m onoteísm o y la expecta­
ción m esiánica, estaba rep resen tad o p o r dos tendencias
fundam entales: la de los fariseos y la de los esenios,
m uy desiguales en tre sí num éricam ente.
Los fariseos, el p artid o religioso m ás num eroso y de
m ayor au to rid ad an te el pueblo, eran los re p resen ta n ­
tes del ju d aism o ortodoxo; esto quiere decir que eran
los defensores de la ley. Y en cuanto tales, sucesores
de los asideos, que habían hecho de esa defensa un
principio absoluto, el cual había guiado la reform a de
los m acabeos. F ren te a los asideos, los saduceos repre
sen taron, com o tendencia heterodoxa, cierto racionalis-

32
ino, que se apoyaba en la Tora, es decir, en los cinco
libros de Moisés, y tendía en política a una actitu d
conciliadora con los rom anos.
Los fariseos, hered eros de esa ideología asidea, prac­
ticaban una in terp retació n m inuciosa de la ley, que lle­
vaba a una com plicada casuística que im pedía la deci­
sión m o ral individual. E sta in terp re tació n quedaba con­
signada en la M ishná y en el Talm ud, exponentes de un
querido tradicionalism o. El fariseo se sentía, com o es­
tricto cum p lid o r de la ley, u n ciudadano su p erio r fren ­
te al pueblo ig norante de ella y, sin em bargo, olvidaba
las o tras exigencias del credo de Israel.
Así, el cum plim iento de la ley llevó a o tro grupo de
judíos a fo rm a r una com unidad cerrada, lejos de toda
m anifestación pública o política: los esenios. De este
grupo sabíam os muy poco h asta el año 1947, cuando los
descubrim ientos arqueológicos de G um rán, asentam ien­
to del grupo al oeste del m ar M uerto, enriquecieron
notablem ente n u e stra inform ación sobre sus form as de
vida. Como los fariseos, tuvieron su origen en la re fo r­
ma de los M acabeos y estuvieron m uy presentes en
tiem pos de C risto p erd u ran d o h asta el año 68 y des­
apareciendo p rácticam ente a la vez que los rom anos des­
truían su asentam iento.
Inicialm ente los esenios fueron ex trao rd in ariam en te
intransigentes. «La estricta h erm an d ad de Q um rán ob­
servaba el celibato, pero en las cercanías de la funda­
ción vivían secuaces casados, y p o r toda P alestina vivían
esenios aislados. No se adm ite com pasión alguna con
el im pío, sino que se le persigue con odio im placable
y co n tra él se invocan la ira y la m aldición de Dios.
Los escritos extrabíblicos que, p o r lo m enos fragm en­
tariam en te, han aparecido en los hallazgos de K hirbet
Q um rán, nos perm iten conocer el fuerte interés del g ru ­
po esenio p o r la lite ra tu ra apocalíptica, cuyos tem as
son los grandes acontecim ientos del fin del m undo: la
victoria final sobre el mal, la resurrección de los m u er­
tos, el juicio final y la gloria de la era de salvación que
no ten d rá fin (...) Ciertos rasgos de esta lite ra tu ra apo­
calíptica ponen de m anifiesto que, con el c o rre r del
tiem po, hubo de o p erarse un cam bio en algunas ideas
de la com unidad de Q um rán, en el sentido, por ejem plo,

33
de una m ayor suavidad con el Impío y pecador; la idea
de odio perdió terren o, y el deber de am ar al prójim o
alcanzaba ah ora tam bién al que no era m iem bro de la
com unidad, incluso al pecador y al enemigo. La era de
la salvación se in terp re tó en una fase p o sterio r como
una especie de reto rn o al paraíso terrenal. De m odo p a­
recido al de los textos de Q um rán de la p rim era época,
tam poco los textos apocalípticos conocen un Mesías de
co ntornos claram en te definidos y m arcados» (K. B a u s ,
1980, pp. 118-119).
Q uedaría incom pleto el panoram a religioso-político
del ju d aism o en este m om ento histórico si no citara
a los zelotas, que conocem os p o r Flavio Josefo. Este
grupo estab a de acuerdo con los fariseos en los puntos
generales de su doctrina, pero su actitu d era extrem a­
dam ente nacionalista, h asta el pun'to que se creían des­
tinados a elim inar a los paganos invasores p ara crear
sobre sus cenizas el nuevo pueblo de Israel. E sta convic­
ción la llevaron a la práctica con un heroísm o y cruel­
dad aterrad o res en la güera de los judíos.

2.2.1. La com un idad cristian a de Jerusalem


E n tre estos extrem os, a los que cabría a ñ a d ir los
grupos de los ju d ío s de la Diáspora, aparece la com u­
nidad cristian a de Jerusalem . E sta com unidad, que es­
tab a integrada p o r unas 120 personas cuando se inicia
el relato de Los hechos de los Apóstoles, ni estaba ce­
rrad a sobre sí m ism a, com o los esenios, ni alejada de la
vida pública. Por el contrario, sus jefes, los 11 apóstoles
a los que se añadió p o r elección M atías, incitaban con
su predicación a co m p artir su nuevo credo y pronto
P edro proclam ó públicam ente a Jesús com o el Mesías
prom etido.
Pero no puede decirse que el elem ento aglutinante
de la asam blea (ecclesia) cristiana fuera únicam ente la
idea del Mesías. H ubo o tro s vínculos credenciales, éticos
y sociológicos, que ejercieron igual o m ayor fuerza que
el reconocim iento del Mesías, aunque nacieran in sp ira­
dos p o r tal reconocim iento. Me refiero a la fratern id ad ,
a la caridad, a la com unidad de bienes, a la re ctitu d de
conciencia e incluso, a un cierto espíritu de clase.

34
La asam blea cristiana, en cuanto «escuela de Jesús»,
estaba regida p o r el m aestro, el «padre» iniciador del
que hablan los H echos y las E pístolas de San Pablo.
Pero era este u n tipo de je ra rq u ía espiritual no política
ni jurídica, ya que la fratern a l igualdad sólo estaba rota
p o r el carácter carism ático del p ad re o m aestro. Y tal
jera rq u ía no se m odificó p o r la aparición de ciertos
cargos interm edios, p u ram en te funcionales y elegidos
por la asam blea, nacidos para resolver problem as de la
convivencia com unitaria. Es p o r esto que prosperó el
esp íritu de clase, apoyado en la pobreza voluntaria, en
la igualdad p reten d id a y en la unidad de m edios y fines.
Tal esp íritu de clase p erd u ró por m ás de dos siglos y
prácticam ente en la totalidad de las asam bleas cristianas.
De todas estas especificidades del p rim er C ristianis­
mo de Jeru salem surgió el rechazo. El estam ento político
hebreo com prendió p ro n to la fuerza del m ovim iento
cristiano y su capacidad de proselitism o y negó, por
ello, su identificación con él: el C ristianism o fue des­
gajado violentam ente del pueblo judío perdiendo así
sus raíces culturales. Pero, adem ás, a este hecho no fue
ajeno el C ristianism o, pues el propio Pedro adelantó la
ru p tu ra culpando de la m uerte de Jesús al pueblo he­
breo, o, al m enos, a su estam ento religioso-político.
Finalm ente la gu erra de los judíos, que les enfrentó
ab su rd am en te a las legiones rom anas al frente de las
cuales puso Merón a Vespasiano, cuyo relato nos n arra
el renegado Flavio Josefo, term inó el año 70 con Judea,
con Jerusalem y con su tem plo, iniciándose así el ju ­
daism o sínagogal. Y p o r supuesto haciendo desapare­
cer tam bién la com unidad cristiana.
La desaparición de la asam blea de Jerusalem supuso
el desarraigo definitivo del C ristianism o con su cu ltu ra
originaria e, incluso, provocó que judaism o y C ristianis­
mo q u ed aran p o r siem pre enfrentados.

2.3. Cristianismo y helenismo


La iglesia de Jerusalem , sobre todo los apóstoles, tuvo
b astan te claro desde el pincipio la necesidad de predi­
car el C ristianism o al otro lado de las fro n teras judías;

35
es decir, e n tre los paganos. Bien es cierto que esta m i­
sión se vio favorecida p o r la presencia de éstos en su
propio entorno, com o el grupo de los «helenistas» d iri­
gidos p o r E steban, y por los grupos de los judíos de la
D iáspora. Y esta expansión se p rodujo prim ero, lógica­
m ente, en las ciudades m ás próxim as a Jerusalem : en
Cesárea con la conversión del centurión y su fam ilia de
la que nos hablan los Hechos, en A lejandría, etc. En
C hipre y la C irenaica p o r los propios cristianos de Je ru ­
salem refugiados allí a consecuencia de la persecución
de E steban (H echos, XI, 19 y ss.), obra que culm inó
B ernabé, que siendo originario de la D iáspora de C hipre
fue enviado allí com o m isionero.
Pero la gran labor de expansión la realizó Pablo, tam ­
bién p erteneciente a la Diáspora, en este caso a la de
T arso de Cilicio, aunque tenía ya desde su p ad re los de­
rechos de ciudadano rom ano. Pablo actuó en el cora­
zón del m undo griego: Asia Menor, Atenas, Corinto,
Efeso, M acedonia, etc. Pero, adem ás, las «iglesias» cons­
titu id as p o r Pablo tenían una nueva y m ás vigorosa o r­
ganización y él, Pablo, en cuanto jefe de un gran n ú ­
m ero de ellas ad q u iere un carácter muy distinto al
tenido antes p o r los apóstoles en la com unidad de Je ru ­
salem . Como dice Baus, «Pablo no es solam ente p ara
sus iglesias la suprem a au to rid ad docente, sino tam bién
el juez y legislador suprem o, la cúpula de un orden
jerárquico» ( B a u s , 1980, p. 176). Indudablem ente en
Pablo estuvo el germ en de la fu tu ra configuración je rá r­
quica de la Iglesia.
Un d ato puede m anifestar claram ente el ritm o de la
expansión cristian a: la persecución de N erón. El E m ­
perad o r, q u e 'm u r ió el año 68, antes de te rm in a r la
guerra de los judíos, persigue a los cristianos tras el
fam oso incendio de Rom a del 64 y de su decreto se
siguió la ilicitud del C ristianism o. Lo cual quiere decir
que en el año 64 ya había cristianos en R om a y no un
pequeño grupo, pues en su relato de los hechos Tácito
dice en sus Anales que fue detenida una ingens multi-
tudo de cristianos.
E sta «ingente m ultitud» estaba constituida por las
clases m ás desam paradas, habitantes de los b arrio s po­
pulares, ya que Tácito no destaca a nadie p o r su con-

36
ilición o alcurnia. Quizá esto no q uiera decir rol mida-
m ente que el C ristianism o se propagaba siguiendo el
espíritu de clase del que antes hablaba, pero algo hay
de ello p o r m uchas que sean las opiniones en contra.
Una de ellas, y p o r cierto com edida, es la m antenida
por los auto res de la o bra El judaism o y el cristianism o
antiguo: «Pero el C ristianism o no se definía únicam ente
com o la religión de los pobres, y sería falso ver en ella
una expresión de la conciencia colectiva del p ro letariad o
de la antigüedad. Si bien costó m ucho tra b a jo ganar
para la nueva religión a los cam pesinos, la propaganda
cristiana se extendió rápidam ente en las ciudades fuera
de los b arrio s populares. Ya en tiem pos de N erón y Do-
m iciano d esp ertab a grandes sim patías y hacía prosélitos
en tre la aristo cracia rom ana, aunque ésta, en su con­
jun to , había de p erm anecer com o uno de los últim os
bastiones del paganism o declinante (M. S i m o n -A. B e i -
n o t , 1976, p. 69).

2.3.1. E l extrañ am ien to cu ltu ral cristian o

Lo que me im p o rta d estacar es el extrañam iento cul­


tural de los cristianos, rechazados p o r el judaism o sina-
gogal de la D iáspora y p o r el im perialism o rom ano. Y
esto ú ltim o no p o r razones cu ltu rales o rituales, pues
el E stado era en esto m uy tolerante y para él el Cris­
tianism o pasaba p o r una secta ju d ía sin ninguna origi­
nalidad, p o r negarse a a c e p ta r el culto al em perad or, el
m ás fu erte sostén político del Im perio. Ya Hegel con­
sagró esta visión con toda claridad:

La comunidad (cristiana) se encontraba en el mun­


do romano, en el cual la expansión de la religión
cristiana debía tener lugar. La comunidad hubo de
empezar por mantenerse alejada de toda actividad en
el Estado, constituyendo por sí una sociedad separa­
da, sin reaccionar a las decisiones, opiniones y accio­
nes del Estado. Pero como estaba separada del Es­
tado y no tenía al emperador por su jefe supremo,
fue objeto de la persecución y del odio. Entonces se
manifestó esa infinita libertad interna en la gran for­
taleza con que fueron soportados pacientemente por

37
la verdad suprema sufrimiento y dolores. Lo que ha
dado al cristianismo su expansión exterior y su fuerza
íntima fueron, no tanto los milagros de los apóstoles,
como el contenido, la verdad de la doctrina misma.
(Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal,
tr. de J. Gaos, Ed. Revista de Occidente, Madrid,
2.“ ed., 1982, pp. 558-559)

De este ex trañ am iento eran conscientes los c ristia­


nos, que se reconocían un «pueblo» forastero y p ere­
grino, desarraigado de este m undo y puesta la m irada
sólo en el pro m etid o y definitivo. Así lo conceptualiza
Pedro en su Prim era Epístola, dirigida «a los elegidos
ex tran jero s de la dispersión, del Ponto, etc.», buscando
en esa condición la unidad y fortaleza de los cristianos:
«Os ruego, carísim os, que, com o peregrinos y advene­
dizos, os abstengáis de los apetitos carnales que com ­
b aten co n tra el alm a y observéis entre los gentiles una
conducta ejem plar» (2, 11-12). Lo repite expresam ente
m ás tard e C lem ente de A lejandría en su Primera E pís­
tola a los corintios: «La Iglesia de Dios que habita
com o fo rastera en Rom a, a la Iglesia de Dios que habjt
com o fo rastera en Corinto». E ste vivir de paso, que es
lo que significa el verbo griego -jtapoix, del que viene
el térm ino «parroquia», hab itan tes de un país extraño,
configuró p o r m ucho tiem po la iglesia cristian a y en
ello encontraban, p aradójicam ente, su unidad y su m ís­
tica.

2.4. El Cristianismo postapostólico


Se tom a com o fecha del fin de la p rim era generación
de apóstoles el año 70, año h a rto significativo p o r lo que
ya sabem os. Cuando esto aconteció se habían consoli­
dado las asam bleas cristianas en todo el ám bito del
Im p erio y m an ten ían en tre sí un so rp ren d en te ecume-
nism o.
Su im plantación en el m edio sociológico helenístico
de un modo perm an ente exigía una form a de artic u la­
ción en tre C ristianism o y paganism o. El Apocalipsis p a ­
recía a p u n ta r una dialéctica violenta, que term in aría

38
con la desaparición de Rom a, representación de todo
mal. Pero esta solución no llegaba y el C ristianism o
tuvo que co n sid erar un nuevo tipo de relación con el
m undo clásico, y ya no sólo en las form as cotidianas
de vida, tan to individual com o eclesial, sino tam bién
ante los m odos cu ltu rales a ad o p tar, que deberían ser
tom ados del m edio helenístico.
El d esarrollo del período postapostóíico fue, p o r una
parte, el período de las persecuciones, pero tam bién
de las reconciliaciones; y, por o tra, la aparición de la
p rim era lite ra tu ra cristiana, con las actas de los m ár­
tires y la apologética, form as de lite ra tu ra de intim idad.
En el siglo II apareció la gnosis, que no fue o tra cosa
que la in crustación en las filosofías neopitagórica y neo-
platónica, consideradas ya en sí m ism as com o filosofías
de salvación, de elem entos religiosos de los cultos o rien­
tales y, fu n dam entalm ente, del C ristianism o en virtud
de que su vigencia aum entaba de día en día. Pero la
gnosis rep resen tab a un peligro que radicaba en que se
ofrecía com o la revelación de la revelación, ad q u irid a
por los m ás peregrinos cam inos, es decir, com o la ver­
dad ú ltim a del C ristianism o. Desde Sim ón Mago y Ce-
rinto, co n tem poráneo de San Juan, pasando por Satur-
nilo (siglo 11 ) , en A ntioquía, h asta los alejan d rin o s Ba-
sílides, V alentín (siglo n ), que la in tro d u jo en Roma,
C arpócrates y Taciano, encontram os toda una corte de
privilegiados sabedores de la verdad últim a, creadores
de d o ctrin as m ágicas, que debieron ser com batidas p o r
hom bres com o C lem ente de A lejandría, San Ju stin o , San
Irineo, San E pifanio, etc.

2.4.1. La h elen ización del C ristian ism o

O rtega decía que «el cristianism o h a tenido en este


orden * un destino trágico. No ha podido h ab lar nunca
su idiom a: en su teo-logía — su h a b la r de Dios— el
theos es cristian o y el logos pred o m in an tem en te de G re­
cia. Y m irando las cosas con un poco de rigor se ad ­
vierte que el logos griego traiciona co n stan te e inevi­
tablem ente la intuición cristiana» (En torno a Galilea,

39
en Obras com pletas, Ed. Revista de Occidente, 5.a ed.,
1961, vol. V, p. 91). Y efectivam ente esto es así, pero en
aquellos m om entos el C ristianism o, perdidas sus raíces
hebreas y disperso p o r el ám bito del Im perio Rom ano
y p or los restos de los im perios de los diádocos, no tenía
o tra fuente cu ltu ral ni otros m odelos de expresión y
com portam iento que los grecorrom anos y a ellos tuvo
que atenerse.
Utilizó las form as literarias clásicas p ara expresar
en ellas su m ensaje. Y los nuevos contenidos fueron
dando sentidos nuevos a aquellas viejas form as litera­
rias que decaían con el Im perio.
Fue esto lo que hizo cam biar el destino de la «Igle­
sia cristiana» y su papel en el desarrollo de la historia.
Su cada vez m ás profunda helenización o rom anización,
en los distintos ám bitos, la llevaron a ser la gran pro­
pagadora de la cu ltu ra clásica en su m isión evangeliza-
dora. B ástenos co n siderar algunos aspectos de este
proceso:
a) Los cristianos conservaron la lengua griega, que
fue originariam ente la de la Iglesia, y se hicieron cul­
tu ralm en te fuertes en A lejandría, capital cultural de
este período.
b) Rom a no pudo con la tradición cristiana y esta
perd u ró como reelaboradora y renovadora de la an ti­
güedad.
c) El E dicto del 313, dado en Milán p o r C onstantino
y Licinio, establecía que am bos cónsules concedían
«tanto a los cristianos como a todos los dem ás, plena
lib ertad p ara ad h erirse a la religión que cada cual elija,
com o objeto dé que toda clase de divinidad que gobier­
ne los cielos sea p ara nosotros y nuestros súbditos fa­
vorable y propicia». Con lo que quedaba el C ristianism o
com o religio licita.
d) En el 380 el E dicto de Tesalónica establecía el
deseo im perial de que «todas las gentes que están so­
m etidas a n u estra clem encia sigan la religión que el
divino Apóstol Pedro predicó a los rom anos». Por la vo­
luntad de Teodosio el C ristianism o se convirtió en la
religión del Im perio.

40
e) Después de V alenliniano (375) el Im perio se divide
y con los sucesores de Teodosio se establece la m onar­
quía h ered itaria (Arcadio en O ccidente y H onorio en
Oriente). P ronto se vio que O riente tenía m ayor resis­
tencia p or su riqueza y sus m enores problem as bélicos,
lo que hizo que la Iglesia se apoyara sólidam ente en él.
I) Desde C onstantinopla (Teodosio II, 480-450) O rien­
te inicia una reconquista de Occidente, cada día m ás
agobiado p o r la presión de los pueblos b árbaros. Debe­
mos ver en el Im perio de O riente la reserva cu ltu ral del
m undo helénico, papel que desem peñó hasta su con­
tacto con el genio europeo del siglo xv, que p ro d u jo el
Renacim iento. En Roma, m ientras tanto, la Iglesia sus­
tituyó al Im perio y asum ió la obra cu ltu ral que este no
pudo co n tin u ar haciendo.
g) La Iglesia, apoyada siem pre en Bizancio pasó, casi
sin transición, de su lucha con el paganism o a la lucha
con la barbarie. Pero resistió am bos em biles. Cuando
el Im perio Rom ano cayó, extensas zonas ru rales no eran
cristianas, sino oficialm ente. Pese a ello, con estos ele­
m entos la Iglesia creó una nueva unidad política que
sustituyó a Bizancio después de la coronación de Cario
Magno el año 800. Sólo en ese m om ento puede decirse
que triunfó una cu ltu ra originalm ente cristiana.

2.5. El hombre nuevo


P ara term in ar vam os a p reguntarnos quién era este
hom bre que, com o decía San Agustín, p o r el agua del
bautism o se convertía en un hom bre nuevo.
Es indudable que el hecho de la conversión, prescin­
diendo de toda acción so b ren atu ral, im plica una m oti­
vación y una esperanza. Una m otivación p o r la cual el
hom bre abandona lo antiguo y una esperanza en lo que
confía alcanzar. Sin em bargo, en principio, parece que
todo lo que conseguía el pagano adoptando el C ristia­
nism o era convertirse en un peregrino, perseguido y
obligado a vivir oculto, tránsfuga de sus tradiciones reli­
giosas, políticas y sociales. Por el contrario, ab an d o n ar
el paganism o parece que consistía en ren u n ciar a la se­

41
guridad del Im perio, a la protección de su organización
gigantesca y al am p aro de la sociedad m ism a, con sus
m itos y form as vividos tradicionalm ente.
Pero si esto hubiera sido así las conversiones sólo
serían explicables com o hechos m istéricos. Es posible
que en los prim ero s tiem pos funcionara lo que he lla­
m ado esp íritu de clase, que se tran sitara de una pobre­
za desesperada a una pobreza esperanzada, de un des­
arraig o m undano a la posesión de un m undo futuro,
de un desam or a u n am or ofrecido. Pero esta m ecánica
no serviría p ara explicar las conversiones a p a rtir del
siglo ti, p orque estas no sólo se produjeron entre las
clases m ás desfavorecidas, sino tam bién entre estam en­
tos m ás elevados de la sociedad.
A p a rtir del siglo II lo que abandonaba el pagano era
su insatisfacción, su sensación de disgusto provocada
p o r el envejecim iento y la corrupción de las institucio­
nes rom anas, su descreim iento en unas confusas y des­
prestigiadas form as religiosas. Lo que m ovía al pagano
era un deseo de verdad, de liberación e, incluso, de
santidad.
Las conversiones sólo son explicables porque el Im ­
perio Rom ano, en una fabulosa endogam ia, acababa
consigo m ism o. Y es preciso reconocer que en esta auto-
destrucción no tuvo nada que ver el C ristianism o.
Pero si es verdad que el C ristianism o nada tuvo que
ver en la decadencia de la vida rom ana, tam bién lo es
que el C ristianism o no iba a infundir nuevo vigor a las
instituciones del Im perio. Como dice B urckhardt:

En esto reside precisamente el gran privilegio de


esta religión cuyo reino no es de este mundo y que
no se propone dirigir un determinado sistema estatal,
una determinada cultura, como lo habían hecho las
religiones del paganismo, y que es capaz, más bien,
de reconciliar los pueblos y edades diferentes, estados
y culturas diversas y mediar entre ellas. No podía,
pues, el cristianismo insuflar una segunda juventud
al Imperio senescente, pero podía preparar a los con­
quistadores germanos hasta el punto, al menos, de
que no pisotearan, sin remedio, la cultura romana.
(B urckhardt: 1982, p. 242)

42
Quizá la clave esté, com o pensara tam bién Hegel, en
la idea de reconciliación. El hom bre nuevo se reconcilia­
ba con sus conciudadanos, con la vida y con el m undo,
pero no sólo con el otro, sino tam bién con este que se
convertía en un ám bito de posible perfección.
El hecho de las conversiones sólo es explicable desde
la perspectiva de un m undo agonizante al que se le
ofrecía una reivindicación de sus m ás íntim os deseos
de reconciliación. Pero no puede entenderse com o su sti­
tución de u n a cu ltu ra por otra, porque el C ristianism o
todavía no ofrecía o tra cosa que la protección a las for­
m as de la cu ltu ra grecorrom ana.

43
El hecho cultural cristiano
y la filosofía

3.1. Introducción
Es un hecho que a p a rtir dei siglo n el C ristianism o
inició un diálogo con la filosofía griega. La evidencia
de este hecho ha provocado que la búsqueda de su expli­
cación no siem pre cale h asta sus raíces y aclare sus p ri­
m eras causas. Con independencia de su condición m os­
tren ca tra ta ré de exponer las razones de su aparición.
• En p rim e r lugar, hay que v alorar que con la adopción
de la lengua griega p enetró en el C ristianism o todo un
m undo term inológico, de gran riqueza sem ántica, que,
adem ás, debía ad ap tarse a ex p resar sem antem as pe­
culiares del m undo credencial cristan o de tradición he­
brea, que no eran m oneda lingüística co rrien te en el
idiom a griego. De la m ism a m anera que los cristianos
usaron desde el p rim er m om ento las form as literarias
griegas, com o la «epístola», los hechos, o la diatriba,
que constituyó la base del serm ón, la term inología he­
brea debió rev estirse de form as griegas. Quiero con esto
decir que esp ontáneam ente se tuvo que re c u rrir al grie­

45
go culto p ara v erter térm inos que no lo eran en el len­
guaje hebreo. E sto caracterizó desde un principio el len­
guaje cristiano. Fenóm eno que, com o verem os, había
sucedido ya con el judaism o y que no se puede consi­
d e ra r ni intencionado ni individualizado.
• E n segundo lugar, el diálogo C ristianism o-Paganism o
se definió lingüísticam ente por la condición cu ltu ral de
los interlocutores. He repetido que inicialm ente hubo una
conversión básicam ente de elem entos populares, cuya
dialógica estaba fundam entada m ás en el gesto que en
la p alab ra m ism a. Y añadiré ahora que donde no se
p ro d u jo p rácticam ente conversión alguna fue en el es­
tam ento agrícola, muy apegado a la tradición religiosa
popular, ni en la aristocracia, excesivam ente próxim a
al a p a rato im perial. De donde se deduce que cuando
las conversiones dejaron o excedieron el ám bito po­
p u lar la gam a de los conversos quedaba b astan te defi­
nida: es decir, se tra ta b a del conjunto de las clases
m edias, tradicionalm ente cultas en el Im perio, las cua­
les incluían tam bién el m undo de los intelectuales. Es
esta nueva clientela la que obligó a cam biar el lengua­
je y el estilo a los predicadores e, incluso, el m edio de
difusión, que ya no fue únicam ente el contacto directo,
ni la prédica, sino tam bién el texto escrito difundido
de casa en casa o dado sim plem ente a la publicidad.

3.1.1. Un nuevo lenguaje

No debe ex tra ñ ar esta form a de difusión porque, como


recu erd a Jaeger, estas form as de propaganda no eran
nuevas en el m undo griego y m enos en el helenism o:
«Tenemos que co n tar con la existencia de folletos reli­
giosos que en la época helenista servían com o m edio
de propaganda fidei a m uchas sectas. Si bien estos es­
critos efím eros no sobrevivieron. Platón m enciona cier­
tos folletos órficos que eran distribuidos por m iem bros
de esta secta de casa en casa, y Plutarco en sus Reglas
para las recién casadas, advierte a las casadas que no
adm itan extraños p or la p u erta de atrás, pues éstos tra ­
tarán de m eter sus folletos sobre religiones ajenas y
esto puede acarrearlas disgustos con sus m aridos (...).

46
Todos tenían cierta sem ejanza entre sí y, de cuando en
cuando, se copiaban frases. Uno de estos grupos era el
de los llam ados «pitagóricos», que predicaban la form a
de vida «pitagórica» y tenían como sím bolo una Y, el
signo del cruce de cam inos en el que el hom bre debía
elegir qué cam ino tom ar, el del bien o el del mal» (J ae-
g e r , 1965, pp. 17-19). E ste m ism o signo fue utilizado por
los cristianos.
E sta actividad apologética, que com o vemos era tam ­
bién característica en la filosofía helenística, debía ele­
gir un lenguaje com prensible pero expresivo, asim ilable
pero no p o pular, capaz de singularizar el m ensaje cris­
tiano pese a plasm arse en term inología com ún con otros
esfuerzos p ro trépticos. Sigue diciendo Jaeger: «E sta si­
tuación paralela en tre los filósofos griegos y los m isio­
neros cristianos llevó a estos últim os a aprovecharla a
su favor. T am bién el dios de los filósofos era diferente
de los dioses del Olimpo pagano tradicional y los siste­
m as filosóficos de la edad del helenism o eran p a ra sus
seguidores una especie de refugio espiritual. Los m isio­
neros cristianos siguieron sus huellas y, si confiam os
en los relatos de los H echos de los apóstoles, a veces
tom aban p restad o s los argum entos de estos predeceso­
res, sobre todo cuando se dirigían a un auditorio griego
culto» (ibid., pp. 21-22).
No puede decirse con rigor que esta lite ra tu ra fuese,
en sentido estricto, filosófica, pero sí que utilizó un len­
guaje altam en te form alizado, aunque haya que tener en
cuenta que lo que ha llegado hasta nosotros son m ues­
tras muy elaboradas. En cualquier caso, tan to los escri­
tos apostólicos, que pudieran entenderse com o única­
m ente p ara cristianos, com o los apologéticos, m uchas
veces agresivos p ara el paganism o, constituyeron un p ri­
m er ejercicio dialéctico im portante.

3.1.2. E l esfuerzo racionalizador

A estas form as p rim eras de encuentro entre Filosofía


y C ristianism o hay que a ñ a d ir o tras que se caracteriza­
ron p o r ser m as deliberadas. Así, la actitu d del filósofo
converso, a quien se le p re sen tab a la antinom ia de aban­

47
d o n ar su vocación o conciliar ésta con su nuevo m undo
credencial. De aquí salieron form as de pensam iento muy
desarro llad as, com o verem os en el próxim o capítulo.
Pero tam bién la filosofía pagana, sobre todo la neo-
platónica, y ya desde el siglo ii, provocó la actividad fi­
losófica cristiana. Sólo han llegado h asta nosotros tres
ejem plos, a saber: el de Celso, el de P orfirio y el de Ju ­
lián, p ero probablem ente, hubo más. E stos autores, cu­
yas obras conocem os exclusivam ente p o r las réplicas,
pues la censura im perial de los siglo iv y v se encargó
de que los escritos originales desaparecieran, atacaban
con sus argum entos a la d octrina cristiana, que enten­
dían se p re sen tab a com o una filosofía m ás, pero que,
com o decía Celso, p or basarse en una ingenua creduli­
dad sin fundam ento no podía p asar de ser estim ada m ás
que com o u n a religión m istérica.
La necesidad de responder a estos ataques forjó otro
de los d esarrollos del pensam iento cristiano con m ás
carga filosófica, porque el C ristianism o no podía ren u n ­
ciar a p resen tarse com o la verdad y ésta, frente a este
tipo de ataques, debía ser defendida com o «razonable»
y «lógicam ente» dem ostrable.
F inalm ente, y es éste el cam po m ás propio de la filo­
sofía cristiana, el C ristianism o tuvo que form alizar sus
propios contenidos credenciales, para lo cual no dispo­
nía, com o he repetido, de o tro m undo conceptual que
el del pensam iento pagano.

3.2. Judaismo y filosofía


Tengo p ara mí, aunque sobre esto no hayan insistido
dem asiado los investigadores, que no se h u b iera p ro d u ­
cido de igual m anera el diálogo C ristianism o-filosofía
griega si antes no se h u b iera desarrollado la c u ltu ra ju-
deo-helenística.

3.2.1. La D iáspora: cultura ju d eo-h elen ística

La D iáspora ju día com enzó siglos antes del C ristia­


nism o y continuó inin terru m p id am en te h asta los desas-

48
tres del 70 y del 135. Así se constituyeron im p o rtan tes
colonias p o r todo el ám bito del Im perio desde A ntioquía
a Roma. E stas colonias ju d ía gozaron siem pre de una
buena acogida p o r p a rte de los vecindarios en los que
se in stalaron, acogida que el Im perio Rom ano, com o ins­
titución, siguió dispensando, h asta el punto de p e rm itir­
se el culto de su religión y dispensarles del propio en lo
que al suyo se oponía, com o en lo referente al culto del
em perador.
P or supuesto que esto no supuso que se m an tu v ieran
co n tinuam ente unas relaciones idílicas, pero sí que n u n ­
ca ad o p taro n los rom anos actitudes violentas co n tra los
judíos. A lo cual estos respondieron con una p ro fu n d a
helenización o rom anización, que les llevó, incluso, a ol­
vidar sus lenguas originarias, el hebreo o el aram eo, in­
troduciendo el griego y el latín en sus propios cultos y
ritos. E sto explica la p ro n ta traducción de la B iblia al
griego, en la llam ada «versión de los Setenta», realizada,
al p arecer, en tiem pos de Tolom eo Filadelfo, en la se­
gunda m itad del siglo m a. de C.
E sta versión, que gozó en las sinagogas de igual au to ­
rid ad que la hebrea, sirvió tam bién p ara que los grie­
gos tuvieran acceso a las fuentes religiosas judías. Pero,
sobre todo, supuso una prim era adaptación de la term i­
nología del m onoteísm o y creacionalism o hebreo a la
conceptualización griega. Jaeger definía este hecho así:
«Cuando los griegos se toparon p o r p rim era vez con la
religión ju d ía en A lejandría —siglo n a. de C., poco des­
pués de la av en tu ra de A lejandro Magno, los au to res grie­
gos que refieren sus p rim eras im presiones del en cu en tro
con el pueblo ju d ío —e n tre ellos, H ecateo de Abdera, Me-
gástenes y Clearco de Soli en Chipre, el discípulo de
T eofrasto— llam an invariablem ente a los judíos la «raza
filosófica». Lo que querían decir era, desde luego, que
los ju d ío s h abía tenido siem pre cierta idea de la unici­
dad del principio divino del m undo, idea a la que los
filósofos griegos habían llegado m uy recientem ente. La
filosofía había servido com o una plataform a p ara los
prim eros intentos de lograr un contacto m ás estrech o
en tre O riente y O ccidente en una época en que la civili­
zación griega empezó a desplazarse hacia el O riente b ajo
A lejandro Magno, y quizá ya aun antes. El judío men-

49
cionado en el p erdido diálogo de C rearco, quien conoció
a A ristóteles cuando éste enseñaba en Assos, Asia Me­
nor, es descrito com o un perfecto griego no sólo p o r su
lengua sino tam bién p o r su alm a. ¿Qué es un «alma grie­
ga» p ara un escrito r peripatético? No aquello que los
eru d ito s m odernos en historia o filología in te n ta r ap re­
s a r en H om ero, P índaro o en la Atenas de P e n d e s; p ara
él un alm a griega es la m ente hum ana intelectualizada
en cuyo m undo, claro com o el cristal, un ex tran jero
m uy dotado e inteligente, podía p a rtic ip a r y m overse
con p erfecta so ltu ra y gracia. Quizá nunca llegaran a
en ten d e r los últim os m otivos m utuos, quizá el oído in­
telectual de cada uno de ellos no fuera capaz de perci­
b ir los tonos m ás finos del lenguaje del otro; pero bas­
ta —pen saro n que podrían com prenderse y sus valientes
esfuerzos parecían p ro m ete r un éxito so rp ren d en te—. Me
tem o que la Sagrada E scritu ra ju d ía nunca hu b iera sido
trad u cid a y la S eptuaginta no h ab ría nacido jam ás, sino
hub iera sido p o r las esperanzas de los griegos de Ale­
ja n d ría de en c o n tra r en ellas el secreto de lo que, res­
petuosam ente, llam aban la filosofía de los bárbaros»
( J a e g e r , 1965, pp. 47-48).
Jaeg er h abla en este texto exclusivam ente de Alejan­
dría, p o rque de todas las colonias de la D iáspora es ella
la que h a llegado h asta nosotros com o la m ás cu lta y
helenizada, sobre todo en el orden filosófico, aunque
ello no em pece p a ra que el fenóm eno, en m enor escala,
lo que explicaría no h ab e r llegado h asta nosotros, no
se p ro d u je ra en o tras ciudades. Pero, en cualqu ier caso,
de ella proceden los textos y referencias m ás im p o rtan ­
tes, incluida la versión de los Setenta. Y tam bién encon­
tram o s en ella el m ás cualificado re p resen ta n te del pen­
sam iento judeo-helenístico: Filón.
Filón de A lejandría, contem poráneo de Cristo, fue,
m ás que un filólosofo, un com entarista bíblico, pero un
co m en tarista bíblico en griego. Desde su m étodo alegó­
rico, m uy generalizado en la A lejandría de su tiem po
p o r los filósofos griegos, h asta su asim ilación de los m i­
tos helenos, su obra se p resen ta com o un ejem plo privi­
legiado del grado de helenización a que llegó el pensa­
m iento judío. Es indudable que este pensam iento influ­

50
yó sobre el cristiano y facilitó la posibilidad del diálogo
C ristianism o-helenism o.

3.2.2. La figura de F ilón de Alejandría


P ara ju stific a r lo que acabo de decir, ya que luego no
podré volver sobre él, podría elegir diversos puntos de
la doctrina filoniana, m as pienso que ninguno tan ade­
cuado ni tan fru ctífero como su teoría de las ideas, p o r­
que ella nos pone en contacto con el logos, piedra angu­
lar de la concepción de Dios creador e ilu m in ad o r en
Filón.
Aunque la p rístin a teoría platónica de las ideas sufrie­
ra un sinfín de interpretaciones antes de llegar a Filón,
p ara éste seguían teniendo papeles ontológicos y gnoseo-
lógicos sem ejantes. T anto en un caso com o en otro las
ideas eran p ara él in term ediarios: causas ejem plares y
principios inteligibles.
Ahora bien, com o dice B rehier, p ara Filón «por una
p arte el m undo inteligible es distinto de Dios com o en
Platón; pero p o r o tra, es derivado de él y subordinado
a él siendo Dios la única causa activa. E ncontram os aquí
un rasgo general de su especulación, la com binación de
la unidad absoluta de la causalidad divina con una inde­
pendencia relativa en el conjunto de sus m anifestacio­
nes. Es así que el m undo inteligible que com prende el
conjunto de las Ideas deviene el pensam iento m ism o
de Dios, en tan to que él crea el m undo» (op. cit., en l.r.,
p. 154). Ese som etim iento del m undo inteligible a Dios
en el orden de la creación introduce en el platonism o la
idea de la unidad de] principio, que Posidonio exponía
en su com entario al Timeo.
A su vez, en el orden del conocim iento Filón entiende
que su p o n er que los inteligibles tienen su origen en la
inteligencia hum ana es una d octrina im pía. El hom bre
recibe los inteligibles de fuera, p o r im presión, com o re­
cibe de fu era las sensaciones p o r el m ism o procedim ien­
to. De esta form a, Filón ponía en contacto la inteligen­
cia hum ana con los interm ediarios, es decir, con las
ideas, pero d ejaba a Dios, siguiendo a Platón, el papel del
«bien prim ero», del «sol inteligible», causa que perm ite
que el h om bre alcance el conocim iento.

51
Mas e n tre Dios y las ideas, tan to en el orden de la
creación com o del conocim iento, con independencia de
las potencias —tem a que ni de pasada puedo tocar—,
Filón situ ab a o tro interm ediario: el logos. Quizá la m ás
clara y precisa definición del logos que pueda encon­
tra rse en la extensa obra de Filón sea ésta:

Si alguien quiere expresarse en forma más simple


y directa, bien puede decir que el mundo aprehensi-
ble por la inteligencia no es otra cosa que el logos
de Dios entregado ya a la obra de la creación del
mundo.
(De opificio mundi, 24, en Obras completas, trad. esp.
de J. M. T r i v i ñ o , Ed. Acervo Cultural, Buenos Ai­
res, 1975, 5 vols.; vol. I. p. 78)

Es el in stru m en to del que Dios se sirve p ara d ar el


ser y p a ra d ar el conocim iento, porque Dios n ad a nece­
sita «y cuando da lo hace sirviéndose del m inisterio de
Su logos, al que em pleó asim ism o para crear el m un­
do» (Quod Deus inm utabilis sit, LVII, ed. c., vol. II,
pp. 87-88). H abría que añ ad ir que Filón nom bra de m u­
chas m aneras al logos, unas poéticas como «som bra de
Dios», pero tres m ás com prom etidas, com o «prim ogéni­
to de Dios», «palabra de Dios», «principio», etc.
La d o ctrin a filoniana del logos es m uy com pleja y tra ­
ta rla en pro fu n d id ad ha sido ocupación de todos los in­
vestigadores, p o r ello es problem ático e n tra r en su estu ­
dio som eram ente. Pero sí quiero d ejar claro que no debe
ser enten d id a únicam ente como una doctrina filosófica,
ya que an tes es una cuestión dogm ática. Así debe enten­
derse este texto, que por su claridad y precisión puede
c e rra r el tem a: «El Padre que todo lo ha creado ha con­
cedido a Su logos, m ensajero suprem o y prim ero en je­
ra rq u ía, la especial prerrogativa de que, ubicado en m e­
dio, señale el lím ite en tre la c ria tu ra y el C reador. E ste
logos es, p or u n a p arte, suplicante ante el In m o rtal a
favor de la raza m o rtal y, p o r o tra, m ensajero del Sobe­
rano ante Sus súbditos. Lleno de júbilo y orgullo por tal
don se nos m u estra al decir: «Y yo estaba entre el Se­
ñ or y vosotros» (D e u t V, 5), es decir, ni increado com o
Dios ni creado com o vosotros, sino interm edio en tre

52
los extrem os, com o garantía p ara am bos. P ara el Pro­
g en ito r yo soy la g aran tía de que lo que El ha engen­
drado no se revelará jam ás ni se alejará eligiendo el
desorden en vez del orden; p a ra el vástago soy la fun­
dada esperanza de que el m isericordioso Dios jam ás ol­
vidará Su p ro p ia obra. Anuncio yo, en efecto, a la crea­
ción la paz de p arte de Dios, preserv ad o r perp etu o de
la paz, cuya m isión es acab ar con las guerras» (Quis
rerum divinarum heres, 205-206; ed. c., vol. III, p. 50).
E n este sentido se com prende que es im posible reco r­
d ar el cap. I del Evangelio de San Juan o los orígenes
de la in terp retació n del dogm a de la T rinidad, sin hacer
referencia a Filón. E sto no quiere decir necesariam ente
que San Ju an leyera a Filón o que lo hicieran los p ri­
m eros tra ta d ista s del dogm a, aunque un caso excepcio­
nal p u d iera ser Orígenes, pero sí que en el lenguaje filo­
sófico helenista habían calado profundam ente sus doc­
trin as, convirtiéndose en patrim onio com ún.

3.3. Cristianismo y filosofía griega


3.3.1. La opin ión de H egel

Hegel concibió, y así lo expuso en sus Lecciones sobre


la Historia de la Filosofía, que la filosofía cristian a se
encu ad rab a en la dialéctica neoplatónica. Pero ello no
com o consecuencia de influencias m utuas, sino porque
el d esarrollo dialéctico del pen sar había llegado a ese
m om ento:

Ya a través de la filosofía neoplatónica hemos po­


dido ponemos totalmente en contacto con la idea del
cristianismo, la nueva religión que aparece ahora en
el mundo.
(H egel: 1975, III, p. 75)

Ahora bien, la idea que aparece en el neoplatonism o y


se afianza en el C ristianism o es, según Hegel, la d eterm i­
nación de lo absoluto. P ara el neoplatonism o lo absolu­
to es pensam iento, aunque pensam iento ab stracto . P arte

53
de lo Uno, que se d eterm in a a sí m ism o, y de él b ro ta
lo determ inado; sin em bargo, falta en su dialéctica el
m om ento de la su b jetividad o, com o dice Hegel: «El
m om ento de la realidad, la cúspide que reduce todos
los m om entos a uno, siendo así unidad, generalidad y
ser inm ediatos» (Ibid., pp. 75-76).
El C ristianism o ap o rtó a esta dialéctica, según su teo­
ría, el m om ento de la subjetividad «en el que el esp íri­
tu es ya esp íritu existente, presente, inm ediato en el
m undo; en el que el esp íritu absoluto es conocido com o
ho m b re en el inm ediato presente» (Ibid., p. 76). Y de
aquí derivaba Hegel el fundamento de la Filosofía del
C ristianism o, a saber, p orque la conciencia de esa ver­
dad d esp ierta en el hom bre, el hom bre debe ser capaz
de co m p ren d er que esa verdad existe p a ra él. «La vida
cristian a consiste en que la cúspide de la subjetividad
se halle fam iliarizada con esta idea, en que se apele al
individuo m ismo y se le considere digno de llegar a esa
unidad, digno de que m ore en él el espíritu divino, la
gracia, com o se la llam a» (ibid., p. 76).
Es indudable la atracción de la tesis hegeliana, pero
es preciso reconocer que el análisis histórico desborda
su apriorism o. El p anoram a sobre el que se proyectó el
pensam iento cristiano y, por tanto, las influencias que
recibió fueron m ucho m ás com plejas. Sin ellas no es
explicable el proyecto de filosofía cristian a... aunque
tam bién es verdad que ese proyecto m odificó definiti­
vam ente la filosofía pagana.

3.3.2. De la ética a la religión

Como viera agudam ente hace ya casi un siglo Windel-


ban d , en su Lehrbuch der Geschichte der Philosophie,
sobre el gozne de la nueva era la filosofía helenística
dio un giro desde la problem ática ética a la religiosa.
La razón * m ás poderosa de este tránsito, a mi juicio, fue
la creciente insuficiencia de la tem ática ética p a ra satis­
facer el anhelado deseo de felicidad de los hom bres de
aquel período de éxitos bélicos y fracasos hum anos. La
p ro b lem ática ética había buscado, incluso, u n a instancia
su p erio r en la que b asa r sus presupuestos. Y el progre­

54
sivo descreim iento incitaba a la búsqueda de algo en que
creer. De aquí la buena acogida de las religiones forá­
neas, com o la ju d ía, la persa o las orientales, que intro­
ducían en el cam po del pensam iento una referencia a la
trascendencia.
E sto afectó a las escuelas tradicionales, que se llena­
ron de sentido teísta y se ofrecieron com o filosofías de
salvación. Así sucedió con el estoicism o del propio Sé­
neca y sus seguidores E picteto y M arco Aurelio; con el
cinism o de un Demonax (s. n ) o con el propio epicureis­
mo, que, sin nom bres, siguió ejerciendo su influjo.

Neopi tagorismo
En esta línea estaba el neopitagorism o, fundado en
Rom a p o r Nigidio Fíbulo en el siglo i a. de C., con nom ­
b res com o Apolonio de Tiana (s. i), fu n d ad o r de la escue­
la de Efeso, que sintetizó platonism o, pitagorism o y maz-
deísm o. Y su contem poráneo M oderato de Gades, que
escribía en griego desde la recóndita Cádiz, que según
P orfirio influyó en el propio P lotino y que hablaba ya
de una unidad S uprem a, su p erio r al ser y a toda
esencia.

El neoplatonismo sirio
El neoplatonism o llegó en el siglo II a los confines de
Siria, con N um enio de Apamea, cuyo pensam iento esta­
ba presidido p o r una «Trinidad», de tradición platónica,
fo rm ad a p o r el «prim er Dios», la inteligencia y el Bien
suprem os; el «segundo Dios», el D em iurgo que genera
las ideas y crea el m undo, y el «tercer Dios», el m undo
creado, espejo de la belleza del p rim e r Dios. Con Nicó-
m aco de G erasa, en Arabia, tam bién perten ecien te al si­
glo i, los núm eros son asim ilados a las ideas y así com o
la unidad es principio del núm ero, lo Uno es principio
de todas las cosas; con Nicóm aco la aritm ología se tra n s­
form a en u n a m ística del núm ero.
Muy cerca y fácilm ente confundible con él la Acade­
m ia m edia, el platonism o ecléctico, tra ta de alcanzar
form as religiosas sin ab an d o n ar la teo ría de los núm e­
ros, b asándose m ás o m enos rem o tam en te en Platón.

55
Además de com entaristas y editores de las obras del
M aestro, com o Trasilo, hay que citar a Plutarco de Que-
ronea (c. 46-125), que estudió en Atenas y que adem ás
de sus fam osas Vidas paralelas escribió m últiples tra ta ­
dos ético-religiosos. Fue sacerdote del tem plo de Delfos
y, sin em bargo, luchó en diversas obras contra las su­
persticiones, defendiendo la interpretación filosófica de
los m itos griegos; en su obra El dem onio de Sócrates
defendió la presencia e intervención de los «dáimones»
en n u estro m undo. Tam bién hay que citar a Máximo de
T iro (segunda m itad del siglo n ) cuyas obras están lle­
nas de acento religioso. Y a Apuleyo de M adaura (c. 125-
c. 180), que escribió en latín y cuya novela la M eta­
m orfosis o el Asno de Oro, planteó el problem a de que
el alm a no puede alcanzar el am or divino sino es a tra ­
vés de una palingenesia, de un renacim iento. En fin,
podría citarse a Celso, el anticristiano y los escritos re­
unidos b ajo el nom bre de H erm es Trim egistos.

Neoplatonismo alejandrino: Ammonio Sakkas


Ahora bien, en apoyo de Hegel hay que decir que la
principal escuela filosófica que llenó la filosofía de in­
tención religiosa fue el neoplatonism o. Fundado en Ale­
ja n d ría p o r Ammonio Sakkas en el trán sito de los si­
glos ti y n i, en el paso de un siglo se extendió p o r todo
el Im perio. Quizá Ammonio, como decía Porfirio, fuese
un cristian o que influido p o r la filosofía griega abando­
n ara su confesión p ara desarrollar un pensam iento filo­
sófico que satisfaciera su sentim iento de dependencia
de una p rim era causa. La tesis del cristianism o de Am­
m onio fue com batida, lógicam ente, por los filósofos cris­
tianos, com o E usebio de Cesárea; sin em bargo, en la ac­
tualidad la obra de E. E lorduy sobre este au to r (Ed. Es­
tudios Onienses, Oña, 1959), ha reivindicado la confe-
sionalidad del filósofo en una com plicada, atractiva y
débil tesis que, pese a todo, abre nuevas perspectivas.
E n tre los discípulos alejandrinos de Ammonio hay que
citar, aunque fuese escasa su actividad especulativa, a
Longinos (c. 213-273), que llevó su gran erudición a Ate­
nas, a H erennio (siglo m ) y a Orígenes (siglo n i) neo-
platónico probable h eredero de la escuela de Ammonio;

56
pero, sobre todo al Orígenes (185-253) cristiano, que fue
discípulo tam bién de Clem ente de A lejandría y a Ploti-
no (205-270). La im portancia de este últim o, con inde­
pendencia de la de Orígenes, anuló la de sus otros con­
discípulos. Plotino abrió su escuela en Rom a, pese a
que siem pre estuvo alejado de la política, incluso de
sus problem as teóricos. Hizo su filosofía de espaldas a
toda form alización lógica, disciplina que no le im portó;
p o r ello y p o r el ascetism o de su vida y aliento de su
o b ra debe ser considerado un m ístico.
No es éste m om ento de analizar cuáles fueron los ele­
m entos que in tro d u jo en la d octrina de Platón, para
convertirla en neoplatonism o. Pero, pienso, que no fue
sólo el influjo de su m aestro, sino m ás bien el conjunto
dé ideas que pululaban por todas las escuelas que antes
m encionaba, incluido el C ristianism o y el m azdeísm o
zoroástrico que, al parecer, le fascinaba. Todo ello le
llevó a co n v ertir conceptos y térm inos noéticos y cosm o­
lógicos platónicos en una tríad a o «trinidad» m istifor-
me. El «uno-Bien», la «inteligencia» y el «Alma» proce­
sionales e hipostáticas, que son tam bién om nipresentes
y en el hom bre de una m anera excelente.

Neoplatonismo romano y ateniense


La escuela de Plotino en Rom a incorporó a Porfirio
(233-305), p rim ero discípulo de Longinos en Atenas que
fue, quizá, el p rim ero en in co rp o rar explícitam ente a
A ristóteles al neoplatonism o, tendencia que se continuó
tan to en la escuela de A lenjandría com o en la de Atenas.
D iscípulo de Porfirio fue Jám blico (c. 250-c. 325), fun­
d ad o r de la escuela de Apamea en Siria, que rom pió la
sim plicidad «trinitaria» con entidades interm edias m uy
próxim as a un m isticism o mágico.
Plutarco (ss. iv-v) in stau ró el neoplatonism o en Ate­
nas. Su discípulo y sucesor Siriano, que consideró im ­
prescindible la incorporación de la Lógica, la Física y la
E tica aristo télicas a la doctrina, consolidó así la tenden­
cia a realizar la síntesis en tre los dos grandes m aestros.
Proclo (410-485) hizo célebre la escuela de Atenas y, en
cierta m anera, cierra el desarrollo de la filosofía griega.

57
Proclo escolastizó el neoplatonism o con su «tríada» Cau­
sa prim era, p ro ductividad efectiva, fin al que todo re­
to rna. Todavía cabe c ita r de la generación que le siguió
el n om bre de Sim plicio, que fue quien con m ás ahínco
defendió la tesis de que entre Platón y A ristóteles no
había contradicción.
Cuando Ju stin ian o cerró la escuela de Atenas en el
529, después de h ab er pasado p o r ella Boecio, ya u n
h om bre m edieval p o r origen y destino, toda esta filo­
sofía se traslad ó hacia el Este, donde reinaba el influjo
de Jám bico, y donde florecieron o tras escuelas, com o
las de Nínive y Y undisapür, e n tre o tras, m uchas de ellas
cristian as p o r religión, neoplatónicas por filosofía y si­
ríacas o persas p o r raza, com o dijo Asín Palacios.

La gnosis
En este con ju n to de doctrinas hay que m encionar tam ­
bién la gnosis, que no fue sino la incrustación en las fi­
losofías neopitagóricas y neoplatónicas de elem entos re­
ligiosos de los cultos orientales y, fundam entalm ente,
del C ristianism o, en la m edida que aum entaba su vigen­
cia día a día. Pero la gnosis se ofrecía com o la revela­
ción de la revelación, ad quirida p o r los m ás peregrinos
cam inos, y, p or tan to , com o la verdad últim a. Desde Si­
m ón Mago y C erinto, contem poráneos de San Juan, pa­
sando p o r S atu rn ilo (s. n ), en A ntioquía, h asta los ale­
jan d rin o s Basílides (s. u ), V alentín (s. n ), que la in tro ­
d u jo en Rom a, C arpócrates y Taciano, encontram os toda
una co rte de privilegiados sabedores de la verdad ú lti­
m a, creadores de d octrinas m ágicas, que debieron des­
pués se r com batidos p o r los cristianos.

E ste com plejo pan oram a es im prescindible p ara com ­


p re n d e r el desarrollo de la filosofía cristiana. P ero pien­
so que qued a claro de lo poco dicho que el sincretism o
venía perfilado ya, sin que con esto defienda la tesis de
Hegel, p o r los intereses filosóficos, que convinieron con
la expansión del C ristianism o. Pero, adem ás, el C ristia­
nism o llevó a cabo una gran tare a erudita, que sirvió
p ara re sc a ta r p a ra la h isto ria m uchas de estas doctrinas.

58
3.4. Originalidad de la filosofía cristiana
Pienso que es posible que el m ejor procedim iento
p a ra d escu b rir la originalidad de la filosofía cristiana
fren te a la pagana que acabo de sintetizar, sea re c u rrir
a sus orígenes. Es decir, co m p ren d er a los p rim ero s
hom bres que filosofaron desde su confesionalidad. Y voy
a re cu rrir, p o r ello, a San Ju stin o m ártir, uno de los
principales apologistas y quizá quien deba ser conside­
rado com o el p rim e r filósofo cristiano.
Fue sam aritano, de Síquem , la ciudad en la que aq u e­
lla buena m oza dio de beber agua fresca del pozo a Je­
sús. Nació hacia el año 100 ó 105, cuando la ciudad era
ya rom ana y se llam aba Flavía N eápolis, a la que llam a­
ro n los árabes N ablus, y en aquellos m om entos ya no
debía q u ed ar recuerdo alguno, p o r lo que sabem os por
el propio San Ju stin o, del paso de Jesús p o r sus calles.
Nació en una fam ilia rom ana, asen tad a allí pro b ab le­
m ente después de los desastres del 70.
Le p ro c u raro n una esm erada educación, com enzando
p o r los poetas y los historiadores. Pero después de este
inicio su vocación le llevó p o r cam inos que realm ente
son difíciles de definir. Sabem os lo que él sentía des­
pués de su conversión y entonces nos la define com o
la b úsqueda de Dios, la verdad convertida en am or. Yo
pienso que se dedicó a la filosofía buscando en ella una
ju stificació n ética, una ética vital, cotidiana, que term i­
nó en contrando en el C ristianism o. Es por ello que juz­
go que San Ju stin o no se convirtió de la Filosofía al
C ristianism o, sino del paganism o al C ristianism o, consi­
d eran d o éste como la v erd ad era Filosofía.
E sta conversión supone, en p rim e r lugar, que la fi­
losofía dejó de ser u na búsqueda de la verdad p a ra con­
v ertirse e n . una búsq ueda de la acción a p a r tir de la
verdad. Q uedaría así definida la filosofía del paganism o
com o u na especulación pura, m ien tras que la filosofía
cristiana, com o o tras form as de p en sa r m ás o m enos
orientales, vendrían definidas p o r el fin.
Son éstos los p rim eros detalles de lo que se ha dado
en llam ar filosofía cristiana, que no fue nunca una m era
reelección de la filosofía griega, sino que inicialm ente

59
tom ó de éste, tan sólo, el nom bre de «filosofía» y el so­
m ero concepto pagano de que la filosofía es am o r a la
sabiduría. E ntendiendo el C ristianism o que la sabiduría
es Dios, el am o r a Dios se constituyó en una verdadera
filosofía. Algo de todo esto, apuntado en San Justino,
enco n trarem o s desarrollado en San Agustín.

60
Las primeras formas
del pensar cristiano

4.1. Introducción
Pienso que crearía confusión el a b o rd ar directam ente
el pensam iento de San Agustín sin hacer referencia a
las prim eras form as del pen sar cristiano, que hem os
visto iniciarse con San Justino. Es p o r ello que dedico
este capítulo a reseñar, aunque sea sum ariam ente, los
nom bres que escalonan el período que va de San Ju s­
tino a San Agustín, a m odo de estado de la cuestión del
pensam iento cristiano que recibió este últim o.
Los pensadores cristianos del período en cuestión des­
arro llaro n su actividad en dos ám bitos geográficos o,
quizá m ejor, en dos ám bitos lingüísticos: el Im perio de
Occidente o latín y el Im perio de O riente o griego. Aun­
que no sea una fro n tera excesivam ente rígida sí in tro ­
du jo u na p rim era clasificación en ellos. El griego, com o
pienso ha quedado ya suficientem ente m ostrado, se h a­
bía adelantado en la incorporación de la conceptualiza-
ción cristiana; m ien tras que el latín tenía pendiente to­
davía esta labor, que llevó a cabo fundam entalm ente T er­
tuliano.

61
O tras form as de clasificación que se han introducido
en el con ju n to de estos pensadores se refiere al conte­
nido de sus obras, a su intención o program a, que evo­
lucionó en el tiem po. E sta clasificación, p o r tanto, tiene
cronología aunque no sea cronológica.
Pero es m ás fuerte el criterio unificador de todos los
escrito res cristianos nacido de sus m otivaciones pedagó­
gicas y m agistrales, que los engloba como m aestros de
la «cristiandad», que aquellos que introducen matizacio-
nes divisorias.
Ahora bien el concepto de m aestro fue sustituido p o r
el de «padre», en base fundam entalm ente a la tradición
paulina. E fectivam ente en la Primera E pístola a los Co­
rintios decía: «porque aunque tengáis diez mil p recep ­
tores en Cristo, sin em bargo, no tenéis m uchos padres
puesto que quien os engendró en Jesucristo, p o r el Evan­
gelio, fui yo». E sta idea in trodujo un aspecto eclesial y
jerá rq u ico en el papel del m aestro o p ad re y de ella de­
rivó el térm ino de Padre de la Iglesia, que hace refe­
rencia al ya dicho criterio pedagógico y m agistral.
Aunque en un principio se llam ó P adre sólo a los obis­
pos, que eran los verdaderos m aestros, ya San Agustín
citó a un esc rito r eclesiástico, no obispo, designándole
com o Padre. El concepto am pliado por San Agustín lo re­
cibió V icente de L erins en su C om m onitorium , publicado
en 434, y puede decirse que lo consagraba al afirm ar:

¿Y si, finalmente, se suscitara una cuestión sin


tener alguno de estos auxilios a su alcance? Entonces
se ingeniará para investigar y consultar, comparán­
dola entre sí, las sentencias de los mayores, de aque­
llos solamente que, aun viviendo en diversos lugares
y tiempos, por haber perseverado en la fe y comu­
nión de una m isma Iglesia católica, fueron tenidos
por maestros acreditados.
(O. c„ III, 4)

La cuestión no es accidental, ya que se tra ta de que


el C ristianism o in tentó, desde un principio, institucio­
nalizar la pedagogía doctrinal, identificando, en cierta
m anera, d o ctrin a y jerarq u ía. Y, en cualquier caso, sólo
consideró escrito res y filósofos propios a aquellos que
ejerciero n una función pedagógica teologal.

62
Y p o rque esto fue así m uy en breve se preocupó de es­
tablecer el catálogo de sus «doctores», que es lo que
subyace al concepto de Patrística.

4.2. Patrística
P atrística hace, pues, referencia al con ju n to de las
obras de los hom bres que de alguna m anera iniciaron
a sus congéneres en la Fe de Cristo. «Al con ju n to de las
obras»; es decir, P atrística es un concepto literario, au n ­
que esta lite ra tu ra constituya una doctrina. D octrina
que, p o r su diversidad, es im posible que integre la doc­
trin a oficial de la Iglesia, lo que la reduce a un co n ju n ­
to de plurales referencias doctrinales, que, de una m a­
n era u otra, se rem iten a los problem as dogm áticos del
C ristianism o.
El concepto de Padre-M aestro ha sido definido re stric ­
tivam ente p o r la Iglesia. Así se re feriría sólo a los auto­
res en los que recayeran estas características: 1. Doc­
trina orthodoxa, que no se refiere a una inm unidad de
erro res, pero sí a una com unidad doctrinal con la Igle­
sia. 2. Sanctitas vitae, que no m b ra la veneración que
en su tiem po se le tuvo a tal autor. 3. Approbatio Eccle-
siae, aunque no precise ser expresa. 4. A ntiquitas, en el
sentido de antigüedad eclesial. Según estas notas el con­
cepto de P adre de la Iglesia queda com o el de m aestro
de la Fe, que p o r su antigüedad se sabe que afirm ab a lo
que era universalm ente creído originariam ente.
E ste concepto restringido se am plió cuando se inician
las grandes patrologías, que incluían tam bién doctrinas
no ortodoxas y au to res sin antigüedad eclesiástica. El
térm ino Patrología lo em pleó p o r p rim era vez Juan Ger-
h ard (f 1637) al p u b licar la obra que llevaba ese título.
Se am pliaba así el concepto de Padre, que antes he defi­
nido, al de «escritor eclesiástico», aunque fuera hereje.
La vocación eru d ita del C ristianism o se puso pronto de
m anifiesto recopilando nom bres y obras de estos p ri­
m eros escritores cristianos. La tare a la inició San Jeró ­
nimo, estan d o en Belén y a petición de su am igo Dextro,
que p ropuso al santo una recopilación de nom bres de
perso n ajes em inentes del C ristianism o, p ara d em o strar

63
a los paganos la riqueza cultural de la Iglesia. Y le p ro ­
puso com o m odelo a seguir la obra de Suetonio. Jeróni­
m o com puso u na o b ra en 135 capítulos, dedicado cada
un o de ellos a un escrito r cristiano, acabada hacia el
392, que fue el p rim er Catalogus scriptorum ecclesias-
ticorum , que tituló, en recuerdo a Suetonio, De viris ellus-
tribus. San Jerónim o incluyó ya en su obra a au to res
h erejes, a los judíos Filón y José y al pagano Séneca.
Con este m ism o título y tom ando com o base la obra
de San Jerónim o escribieron:
a) Genadio de M arsella, que hacia el 480 continuó la
o b ra de San Jerónim o, lo que hizo que en algunos m a­
n u scrito s aparezca esta continuación como su segunda
parte.
b) San Isidoro de Sevilla, que escribió en tre el 615
y el 618 o tro catálogo con el m ism o título y m ás breve
que el de San Jerónim o.
c) San Ildefonso de Toledo (f 667), discípulo de San
Isidoro, que continuó la obra de su m aestro añadiendo,
casi exclusivam ente, nom bres hispanos.
d) T rad u cid a al griego la obra de San Jerónim o, sir­
vió de base a Focio, p a tria rc a de C onstantinopla, p ara
su Biblioteca en la cual incluyó, a petición de su h erm a­
no Tarasio, un resum en de las obras que se discutieron
en la Academ ia privada que el p a tria rc a tenía en su p ro ­
pia casa. E sta obra, red actad a antes del 858, incluye el
resum en de 280 códices y da noticias biográficas de sus
autores.
e) En fin, hacia fines del siglo xi el benedictino bel­
ga Sigiberto de Gembloux (f 1112), redactó o tra o b ra De
viris illustribus, que podem os decir cierra la serie de
patrologías antiguas.

El contenido de la Patrología se clasifica consuetudi­


nariam en te en los siguientes apartados:

1. Padres apostólicos, que incluye autores h asta el


año 150.
2. Actas de los m ártires.
3. Padres apologistas, que alcanzan aproxim adam en­
te h asta el año 300.

64
4. Padres y au to res griegos.
5. P adres y au to res latinos.

De los dos p rim eros ap a rtad o s n ad a añ ad iré a las so­


m eras referencias ya hechas. Se tra ta de una lite ra tu ra
de intim idad, realizada p o r cristianos p ara cristianos, y
agotan su interés en lo pu ram en te religioso.

4.2.1. La ap ologética griega

Quizá con la excepción de San Justino, hay que decir


que la apologética griega, en sentido estricto, tuvo fina­
lidades m uy diversas y poca elevación especulativa. Se
dedicó a re fu ta r calum nias y acusaciones m ás o m enos
ju stas, a fustig ar la vida y la m oral paganas, loando las
form as cristian as, a atacar, incluso, a la filosofía com o
soberbia de la razón, etc. En esta línea estuvieron Cua-
d rato, que vivió en tiem pos de Adriano, a quien se diri­
gió, y es así el m ás antiguo apologista del que tenem os
noticia; tam bién A rístides de Atenas o A ristón de Pella
o el discípulo de Ju stino, Taciano de Siria. Y añadiendo
a éstos algunos nom bres de relativa im p o rtan cia com o
A tenágoras de Atenas, Teófilo de A ntioquía o M elitón de
S ardes tendríam os la lista com pleta de este tipo de apo­
logistas.
En este m ism o período, siglo n y com ienzos del m ,
apareció la lite ra tu ra herética, principalm ente el ya ci­
tado gnosticism o, y com o consecuencia la lite ra tu ra «an­
tiherética», en la que aparecen m uchos nom bres, pero
todos ellos de poco relieve si exceptuam os a Ireneo de
Lión, o riundo de Asía M enor, que se traslad ó en el ú lti­
m o cu arto del siglo n a las Galias y fue el teólogo m ás
im p o rtan te de su época.
Ahora bien, las estrictas m otivaciones apologéticas no
p erd u raro n d u ran te m ucho tiem po, y fueron dejando
paso a o tro tipo de obras que tenían objetivos m enos
polém icos y m ás constructivos en cuanto a la exposi­
ción de la d o ctrin a cristiana. E sta lite ra tu ra se d esa rro ­
lló básicam ente d u ra n te el siglo n i, en el cual las condi­
ciones de convivencia del C ristianism o con el paganis­
mo fueron m ás pacíficas. Y aunque pueda considerarse

65
geográficam ente difusa esta actividad, tuvo, sin em bar­
go, tres cen tro s fundam entales: la escuela de A lejandría,
la de Cesárea y la de Antioquía, cada una de ellas con al­
gunos nom bres excepcionales.

La escuela de Alejandría
La escuela de A lejandría, la m ás antigua, fue fundada,
p o r lo que sabem os, p o r Panteno, un siciliano que aban­
donó el estoicism o p ara convertirse al C ristianism o. H a­
cia el año 180 llegó a A lejandría y fue designado m aes­
tro de la escuela de catecúm enos de aquella ciudad.
Com pañero y colaborador suyo fue Clem ente de Alejan­
d ría (c. 150-c. 215), un convertido que le sucedió en la
dirección de la escuela.

C le m e n t e de Alejandría
El P rotréptico de Clem ente puede presentarse com o
m odelo de esta nueva apologética, que pretende en tu ­
siasm ar an tes que a tac ar con acritud. A esta o b ra le
sigue, de acuerdo con su plan de exhortar, ed u car y en­
señar, los tres libros del Pedagogo, que exponen una m o­
ral general y una m oral cotidiana del cristiano. Y aun­
que no realizó la tercera p arte de su plan, sí escribió
una ob ra que tiene un gran interés p ara la H istoria de
la Filosofía, sus Strom ata, en la que puso en relación el
C ristianism o con la Filosofía griega, partiendo del p rin ­
cipio de que la fe es el fundam ento de todo conocim ien­
to. Los S tro m a ta son una fuente im p o rtan te de textos
de los antiguos filósofos griegos. Estos eran com para­
dos p o r Clem ente con los profetas, porque todos habían
sido inspirados p o r el Lógos.

O rígenes
Pero el nom bre m ás destacado fue el de Orígenes (185-
253), claro exponente de este intento de racionalización
del dogma. H abía nacido en la propia A lejandría y de
padres cristianos. Leónidas, su padre, fue un hom bre
culto, poseedor de una buena biblioteca que aprovechó
p a ra la form ación de su hijo. Es, pues, Orígenes, un

66
ejem plo de intelectual cristiano, form ado en la escuela
fam iliar y no en la pública, que in ten tó una aventura
«filosófica».
Asistió, todavía adolescente, a recibir las lecciones de
C lem ente en la escuela de catecúm enos, con quien p ro n ­
to colaboró en las funciones docentes. A finales del si­
glo ii el em p erad o r Septim io Severo, vencedor de los
parto s, después de un viaje por S iria y el propio Egipto,
consideró peligroso el núm ero de judíos y cristianos que
h ab itab an la zona y dictó un edicto el año 201 tendente
a lim itar la p ropaganda cristiana. La situación de Cle­
m ente se hizo insostenible y en el 202 abandonó Ale­
jan d ría , sucediéndole Orígenes com o jefe de la escuela.
Dirigió la escuela casi trein ta años, h asta el 231, fecha
en la que fue depuesto del sacerdocio por Dem etrio,
obispo de A lejandría acusado de algunas opiniones pe­
ligrosas. Se re tiró a Cesárea, cuyo obispo le aceptó sin
p re s ta r oídos a las censuras de D em etrio, fundando allí
u n a nueva escuela en donde le volverem os a en contrar.
Cuando tenía veinticinco años acudió a la escuela de
Ammonio Sakka, que le sirvió p ara afianzarse en el co­
nocim iento de las d octrinas filosóficas griegas y, sobre
todo, en las del naciente neoplatonism o. En este punto
conviene ad e la n tar que p ara Orígenes el C ristianism o
no se co n trap o n e a la filosofía com o doctrina, ya que an ­
tes que una d o ctrin a el C ristianism o es una fuerza, una
energía que actú a en la historia, que se m anifiesta en
sus m ártires, en la transform ación de las alm as.
Prescindiendo de la Hexapla y de todo tipo de com en­
tario bíblico, tan ab u n d an tes en Orígenes y con los cu a­
les puede decirse que fundó la lite ra tu ra hexegética, me
in teresa destacar, com o ejem plo de su pensam iento, su
posición an te la Filosofía sostenida en su o b ra Contra
Celso, a u to r éste, com o ya sabem os, de una d iatrib a con­
tra el C ristianism o. E n el L. I de esta obra, caps. 9-14, aso­
m an u n a serie de ideas im portantes.

a) E n principio, la Filosofía, aparece com o una es­


quiva su stitu ta de la fe: «Si fuera posible que todos
ab an d o n aran los negocios de la vida p ara vacar tra n q u i­
lam ente a la filosofía, no h ab ría que seguir o tro cam ino
que éste, pues en el cristianism o no se h allará m enor

67
tarea —p a ra no decir algo fuerte— que en o tra p arte al­
guna: el exam en de las verdades de la fe, la in te rp re ta ­
ción de los enigm as de los profetas, de las parábolas
evangélicas y de infinitas cosas m ás acontecidas o legis­
ladas sim bólicam ente. Pero eso es im posible, ora por ra­
zón de las necesidades de la vida, ora tam bién p o r la
flaca inteligencia de los hom bres, pocos de los cuales se
en treg an con ahínco a la reflexión» (trad. esp. R uiz
B ueno , Ed. BAC, M adrid, 1967, p. 46).
Parece, pues, ser la fe cristian a com o cierto cam ino
abreviado, elem ental y fácil de poseer unas verdades fi­
losóficas, p ara aquellos incapaces de alcanzarlas p o r sí
m ism os. El contexto en el cual está inserto el texto ci­
tado es aquel en el que Celso reprocha a los cristianos
el no servirse de u n a guía racional y adherirse a lo p ri­
m ero que toca. Ahora bien, la cosa no es cierta. Sólo
una de las filosofías, sólo una de las escuelas filosóficas
es la verdadera: el platónico defiende su d octrina fren­
te al estoico y éste frente al aristotélico. Y si esto es así,
parece evidente la necesidad de creer a Dios m ejor que
al fu n d ad o r de cualquier o tra filosofía, pues Dios es el
único que nos enseña una sabiduría que nunca puede
llevarnos al erro r, que no tiene el peligro, com o las o tras
escuelas filosóficas, de la incertidum bre.
b) Es esencial distinguir, según Orígenes, en tre la fe
d esn u d a y la fe ad q uirida y su sten tad a en y p o r la ra ­
zón, com o lo es igualm ente establecer un orden de p ri­
m acía en tre ellas. Y la resp u esta es clara: la prim acía
está en favor de aquel que cree apoyado en su disposi­
ción divina, de aquel que se entrega a Dios confiadam en­
te. Mas no cabe duda que Orígenes dio con el ejem plo
de su vida y dedicación al estudio el valor del hom bre
que se en treg a al razonam iento y a la com prensión de
lo creído.
La argum entación de Orígenes tiene, p o r tanto, un
valor m oral, pues p arte de una concepción de la reli­
gión norm ativa, o rd enadora y estru c tu rad o ra de la vida
hum ana: «No hay sino p re g u n ta r sobre la m uchedum ­
b re de los creyentes, lim pios ahora del alubión de m al­
dad en que antes se revolvían: ¿Qué es m ejor p ara ellos:
h ab er creído sin b u scar la razón de su fe, hab er orde­
nado com o q u iera sus costum bres m ovidos de su creen­

68
cia sobre el castigo de los pecados y el prem io de las
buenas obras, o d ila ta r su conversión p o r desnuda fe
h asta entreg arse al exam en de las razones de la fe? Es
evidente que, en tal caso, fu era de unos poquísim os, la
m ayoría no h ab rían recibido lo que han recibido p o r h a­
b er creído sencillam ente y hab rían perm anecido en su
pésim a vida» (Ibid., p. 46).
c) Hay que d istinguir tam bién e n tre la sab id u ría de
Dios y la sab id u ría del m undo, e n tre las cuales Oríge­
nes tra ta de en c o n trar una dialéctica no de oposición:
«Ahora bien, llam am os sabiduría de este m undo, que,
según las E scritu ras, es d estru id a p o r Dios (I, Cor. 2, 6),
a toda falsa filosofía; y decim os buena la necedad, no
así ab solutam ente, sino cuando uno se hace necio p ara
este siglo» (ídem, p. 50). No se tra ta , pues, de alab a r la
necedad, sino de rem ediarla, no de d esp reciar la sabi­
d uría de este m undo, sino de divinizarla. P or ello, Orí­
genes confirm a:

Que, según el beneplácito del Logos mismo, va mu­


cha diferencia entre aceptar nuestros dogmas por
razón o sabiduría o por desnuda fe; esto sólo por
accidente lo quiso el Logos, a fin de no dejar de
todo punto desamparados a los hombres, como lo
pone de manifiesto Pablo, discípulo genuino de Jesús,
diciendo: Ya que el mundo no conoció, por la sabi­
duría, a Dios en la sabiduría de Dios, plúgole a Dios
salvar a los creyentes por la necesidad de la predi­
cación.
(I, Cor. 1,21)

Quizá sea in ju sto p a ra con Orígenes juzgar su p o stu ra


com o an tirracio n alista, aunque en el fondo sea así, p o r­
que en su bien intencionada fe se piensa que en la p re­
dicación de Jesús, com o afirm a ra el apóstol Pablo, rad i­
ca la única posibilidad de sabiduría, aquella que era
escándalo para los judíos y necedad para los griegos.
Orígenes defendió siem pre al creyente frente al intelec­
tual, aunque lo fuese tam bién, porque consideró valor
p rim ario el ser lo prim ero, frente a lo segundo, él que
fue siem pre, com o ya he dicho, en el m ás estricto sen­
tido de la p alabra, un intelectual.

69
No debo term in ar esta referencia a Orígenes sin hacer
m ención de su De principiis, p rim er gran intento de
S u m m a dogm ática cristiana, que a través de la tra d u c ­
ción de Rufino de Aquileva (c. 345-c. 410), que pretendió
tam bién elim in ar de sus páginas las posibles herejías,
se incorporó al caudal inspirador del pensam iento cris­
tiano en la E d ad Media.

La escuela de Cesárea
La escuela de Cesárea surgió com o consecuencia del
refugio de Orígenes y su legado literario en aquella ciu­
dad y se consolidó después de su m uerte el año 253,
convertida en centro de erudición ayudado p o r u n a gran
biblioteca. A esta lab or contribuyó eficazm ente su dis­
cípulo Pánfilo, que le sucedió com o director.
D iscípulo de O rígenes en Cesárea fue Gregorio el Tau­
m aturgo, d u ra n te un período de cinco años, desde el 233
al 238, período de tiem po que parece d u ra b a el curso
com pleto de form ación establecido p o r el m aestro. G re­
gorio el T au m aturgo fundo la iglesia de Capadocia, en el
Asia M enor; y fue, m ás que un filósofo, un hom bre de
acción. T am bién discípulo directo de G regorio en Cesa-
rea fue Firm iliano, uno de los obispos que to m aro n p a r­
te en los prim ero s sínodos de Antioquía. M uerto el m aes­
tro se educó en la escuela Eusebio, el gran h isto riad o r,
y, en cierta m anera, los llam ados padres capadocios:
San Basilio, G regorio de Nisa, G regorio N acianceno, etc.,
de los que algo diré luego.
Pero no todos siguieron a Gregorio; p o r ejem plo, Me-
todio que refu tó la teoría origíniana de la preexistencia
del alm a. Y ya vim os cóm o su obispo en A lejandría en­
co n tró tam bién dificultades con su doctrina.

La escuela de Antioquía
La escuela de A ntioquía, fundada p o r Luciano de Sa-
m o sata (f 312), nació en oposición, p o r lo m enos, a los
m étodos de Orígenes. Luciano se opuso al idealism o pla­
tónico y al m étodo alegórico del alejandrino, tra ta n d o
de volver a un au stero racionalism o, que buscaba en el
análisis g ram atical y en la interpelación literal de las

70
E scritu ra s la definición dogm ática. Luciano fue m aestro
de Arrio y en cierta m anera quedó la escuela unida a
su herejía. E sta escuela alcanzó gran im portan cia a fi­
nales del siglo iv con Diodoro de Tarso, del que fue dis­
cípulo San Ju an Crisóstom o.

4.2.2. La ap ologética latina

No es válido afirm a r sin m ás, com o tan tas veces se


hace, que los inicios de la apologética latina fueron m e­
nos abu n d an tes y valiosos que los de la griega, ya que se
dieron en ella condiciones m uy diferentes.
Inicialm ente la Rom a capital del Im perio estuvo cons­
titu id a p o r una población de alubión y en sus calles po­
dían escucharse o tras lenguas diversas al latín, funda­
m entalm ente el griego. Por o tra parte, y en cuanto a lo
que a n u estro tem a atañe, hay que ten er en cuenta que
el griego fue la lengua oficial y litúrgica de la Iglesia,
com o consecuencia de que la m ayor p arte de la p rim i­
tiva com unidad cristiana, incluso la asentada en Roma,
era prim o rd ialm en te oriental.
V istas así las cosas, cabría p reguntarse si el propio
Ju stin o , que abrió su escuela en Roma, pese a escribir
en griego, no fue un apologeta latino; o si es lícito con­
sid erar a H ipólito de Roma (f 235), el gran conocedor
de la filosofía griega, como un escrito r rom ano, ya que
probablem ente no nació en esta ciudad y escribió en
griego. Igual p o d ría decirse de Novaciano, continuador
de la teología de los Logos p ropuesta por H ipólito, que
escribió en latín, pero que era de origen frigio. Según
estas consideraciones sólo podríam os llam ar, con pro­
piedad, apologeta latino a M inucio Félix, que escribió
en elegante latín; valga como ejem plo su Diálogo Octa­
vio, y que, adem ás, era de origen rom ano.
La oficialidad del griego en la Iglesia p erd u ró m ucho
tiem po, aunque algunos papas com o Cornelio (250-253)
y E steban (254-257), escribieron ya algunas cartas en
latín. En cuanto al cam bio de lengua litúrgica no se
efectuó h asta el período del hispano Dámaso (366-384),
de quien se ha repetido que com partió el dom inio del
m undo con el Gran Teodosio (379-395). Pienso que, en

71
principio, hay que en tender que la latinización litúrgica
de la Iglesia fue un proyecto político.
Pero aún puede com plicarse m ás esta cuestión si te­
nem os en cuenta que uno de los autores m ás im portan­
tes e n tre los escritores latinos de este período, y del que
me quiero ocupar brevem ente, Tertuliano, no solam ente
no era rom ano, sino que tam poco se educó en Roma
ni alcanzó su fam a en ella, aunque en todo m om ento
utilizó el latín. E stas son las consecuencias de las carac­
terísticas geopolíticas del Im perio Romano.

Tertuliano
T ertuliano nació en Cartago, hacia el 160, en una fa­
m ilia pagana y su padre era centurión de la cohorte
proconsular. Probablem ente su form ación com o ré to r
la llevó a cabo en C artago y alcanzó en Rom a su fam a
com o ju rista. En la capital del Im perio se convirtió al
C ristianism o hacia el 193 y se trasladó a Cartago, donde
se entregó a su nueva labor literaria apologética. En el
207 y com o consecuencia de su tem peram ento se pasó
al m ontañism o, m ovim iento ideológico iniciado por Mon­
tano hacia el año 172 en Frigia y que se caracterizaba
por su rigorism o fanático y visionario, que preten d ía
refo rm arlo todo em pezando por la Iglesia m ism a. P ron­
to T ertuliano fue cabeza de una facción de este m ovi­
m iento, que llevó su nom bre: «tertulianism o», secta que
aún existía en tiem pos de San Agustín.
Fue un escrito r apasionado de aguda dialéctica ejerci­
tada en su profesión de ju rista y de su extensa obra
cabría d estacar la titu lad a Apologeticum . Tres aspectos
de su doctrina me in teresan destacar. En p rim er lugar,
su contribución a la creación del lenguaje cristiano la­
tino, aunque sea exagerado afirm a r que fue él quien lo
creó. En tiem pos de T ertuliano existía ya, al m enos, una
traducción de la Biblia, que él m ism o m anejó. Sin em ­
bargo, según el cóm puto de H. Hoppe, T ertuliano creó
982 p alabras, en tre sustantivos, adjetivos, adverbios y
verbos, algunos de ellos de fundam ental im portancia
p ara la dogm ática.
En segyndo lugar, su actitu d ante la filosofía. Para
T ertuliano la fe no tiene nada que ver con la filosofía,

72
pese a su influencia estoica, principalm ente de Séneca.
Es m ás, p ara quien posee el Evangelio nada puede inte­
resarle el conocim iento de o tras ciencias, que en nada
han de ayudarle a la salvación: la ciencia no sólo no
conoce la verdad, sino que la corrom pe.
Finalm ente, la im portancia de su teología trinitaria.
Punto culm inante de su creación lingüística fue la apli­
cación del térm ino latino Trinitas a la «unidad de la Di­
vinidad del Padre, el H ijo y el E sp íritu Santo». Así com o
la concepción de la unidad substancial y la utilización
del térm ino persona, tom ado del derecho, p a ra afirm a r
que el H ijo es o tro que el Padre en el sentido de perso­
na y no de sustancia. Pese a todo esto, la teología trin i­
taria de T ertuliano era todavía, p ara el desarrollo dog­
m ático p o sterio r, m uy elem ental.
E n tre los escrito res eclesiásticos africanos que cubren
este período y que destacan com o p arte de la apologé­
tica latina, deben ser citados C ipriano de C ^rtago (c. 210-
258), ad m irad o r de T ertuliano pese a ser un hom bre
de acción que term inó en el m artirio; y L actancio (t 320),
el Cicerón cristiano, a u to r de Divinae institutiones, obra
paralela a la de Orígenes, y que puede calificarse com o
el intento del p rim er com pendio dogm ático latino.

4.3. Escritores eclesiásticos griegos


A p a rtir del año 300, p o r poner una fecha m eram ente
sim bólica, cam biaron, com o ya he dicho, las relaciones
en tre Iglesia e Im p erio de la m ano de C onstantino, y
ello hizo que v ariaran claram ente los tem as y form as li­
te ra rias de los escritores eclesiásticos. Sobre todo, te­
niendo en cu enta que C onstantino tuvo un especial in­
terés en pacificar las relaciones en tre todas las tenden­
cias religiosas cristianas.

4.3.1. San Atanasio

Por m últiples razones el P adre griego de m ayor influ­


jo en este período y de influencia m ás d u ra d era fue
Atanasio (c. 295-373).

73
El lecto r m enos avispado com prende perfectam ente
la im posibilidad de aproxim arnos, en estos m om entos,
con intención expositiva a la personalidad o a la d o ctri­
na de esta atalaya de la Iglesia universal, que ha sido
reconocida como uno de los cuatro grandes Padres de
la Iglesia griega, la cual le designó con el título de Padre
de la Ortodoxia.
N ació y vivió, m ien tras pudo, en A lejandría y, aunque
no fue un m aestro en el sentido académ ico, su ingente
lab o r teórica hizo de él un escrito r universal, en el m ás
estricto sentido eclesiástico del térm ino, es decir, com o
guía dogm ática de todos los cristianos.
Su fam a fue ya ex trao rd in aria desde las Sesiones del
Concilio de Nicea (325), al que asistió com o secretario
de A lejandro, obispo de A lejandría, al que sucedió en
el 328, p o r sus d isp u tas con los rep resen tan tes del arria-
nism o.
Pese a la im posibilidad de co n sid erar aquí su d o ctri­
na, q u iero d estac ar dos aspectos de su obra, a saber,
su Vita Antonii, que de m anera tan efectiva influyó en
la difusión del m onaquisino en Occidente, y su defensa
de la form ulación niceniana trin itaria.
La V ita del Santo erm itaño que Atanasio escribió es
la exaltación del ascetism o, presentado com o m odélico,
a petición de ciertos m onjes que rogaron al obispo na­
rra ra cuál fue la m otivación que llevó al S anto Abad a
elegir la vida m onacal. Atanasio com puso esta o b ra qui­
zá un año después de la m uerte del Santo, es decir, el
año 357 y se basó p a ra ello en el conocim iento que él
m ism o tuvo de la vida y de la persona del erem ita.
Según Atanasio, la vida m onacal fue entendida p o r An­
tonio com o una b atalla in in terru m p id a co n tra las fu er­
zas del mal, c o n tra los dem onios; b atalla que pretendía
m an ten er el alm a en el estado de pureza en el que Dios
la entregó al hom bre. De aquí, quizá, la perspectiva
egoísta, la unip erso n alidad de la catarsis fundada por
San Antonio. Y digo esto porque tal catarsis se realiza
com o una lucha individual del hom bre en soledad por
m an ten er su pureza originaria.
O tro aspecto de la m otivación personal de la vida ele­
gida p o r San Antonio, según Atanasio, fue su ansia de
m artirio . Quizá esto tam bién m arca un alejam iento con

74
la trad ició n co m u n itaria de los prim eros cristianos. San
A ntonio no sufrió el m artirio en las persecuciones de
M axim ino Daía y ello le llevó a p re fe rir y norm alizar
u na vida de m artirio incruento diario, con la cual creía
un irse a la Iglesia doliente.
De cu alq u ier form a, su ideal fue realizar la perfec­
ción de la vida cristiana, que no le era posible alcanzar
al pueblo todo, y de esa form a abrió cam ino a otros
hom bres, que, com o San Pacom io, en los albores del si­
glo iv, fundó el cenobitism o, form a m ás ortodoxa a mi
juicio de la vida de perfección cristiana.
La Vita A ntonii fue p ro n tam e n te trad u c id a al latín
(c. 375) p o r Evragio de A ntioquia y así influyó p ro fu n ­
d am ente en el m onaquisino occidental de los prim eros
siglos.
E n la defensa de la fórm ula trin ita ria del Concilio
niceniano, es decir, la consustancialidad del H ijo y del
E sp íritu S anto con el P adre, in tro d u jo la problem ática
de la procedencia del E sp íritu Santo, que resolvió ini­
ciando la fórm ula del P adre p o r el Hijo, que d ará lugar
a una de las m ás im p o rtan tes disputas m edievales de
los p rim ero s siglos.

4.3.2. L os cap ad ocios

De e n tre los Padres del Asia M enor es preciso m en­


cio n ar a los capadocios. Basilio el G rande (c. 330-379),
cuya vida y d o ctrin a guardan un ex trao rd in ario parale­
lism o con la de San Atanasio, con quien m antuvo rela­
ciones epistolares, fue quizá el de m ás am plia influencia.
Nació en Cesárea de Capadocia y culm inó su educa­
ción en Atenas en donde conoció a Gregorio, o riundo
de Arianzo, en las proxim idades de N acianzo de C apa­
docia, con quien le unió, desde entonces, u n a en tra ñ a ­
ble am istad.
Ya de nuevo en Cesárea abandonó la re tó ric a en la
que se h ab ía educado p o r el bautism o, y p ara re cu p erar
los años que, según su opinión, había perdido dedicado
a a p re n d e r conocim ientos vanos, se inició en la vida ere­
m ítica en Siria, Palestina, Egipto y M esopotam ia, fun­
d an d o un cenobio en N eocesarea, en el Ponto, a su re­

75
greso de sus an terio res viajes. Allí acudió su am igo Gre­
gorio, el gran poeta y o ra d o r sagrado del siglo iv, el
año 358, y con su colaboración redactó la Philocalia, se­
lección de textos de Orígenes, de quien se consideraba
discípulo, y tam bién las dos Reglas.
Más tard e fue ordenado sacerdote por Ensebio, obis­
po de Cesárea de Capadocia, a quien sucedió a su m uer­
te el año 370. Dos años después de m o rir Basilio, el 381,
se celebraba el segundo Concilio ecum énico en Constan-
tinopla que, bajo el am paro del em p erad o r Teodosio el
G rande, ratificó la unidad de creencia de la Iglesia en
las fórm ulas nicénianas, lo que había constituido la gran
aspiración de Basilio y que su labor hizo posible.
Como en el caso de Atanasio lo que m ás me im porta
destacar es su defensa de la tesis niceniana y su form u­
lación de las procesiones, según la cual el E sp íritu S an­
to procede del Padre por el Hijo, con lo que contribuía
a m an ten er esta d o ctrina com o la típica de la Iglesia
oriental, frente a la fórm ula Filioque que sostendría la
occidental.
Debo citar tam bién su Ad adolescentes. Es una obra
que, aunque dedicada en concreto a unos sobrinos su­
yos, p lantea el problem a de la conveniencia de educar
a la juv en tu d en las letras profanas, cuestión que re­
suelve a favor de ellas, siem pre y cuando no entorpezcan
el estudio y su p erio r provecho de las Sagradas E sc ritu ­
ras. Es indudable que en este breve trata d o San Basilio
puso de m anifiesto la no contradicción en tre lo que el
R enacim iento llam ó «hum anism o» y la vida del cristia­
no. Con esta opinión el Santo superaba las concepcio­
nes generalizadas de su tiem po y, en gran parte, c o n tri­
buyó con ella a m odificarlas definitivam ente.
Hay que reconocer com o extraordinaria la estirp e de
San Basilio, ya que santa fue su abuela M acrina, sus
padres, Basilio y Em ilia, su herm ana M acrina, su h er­
m ano Pedro y su herm ano m enor Gregorio de Nisa
(c. 335-c. 385).

G regorio de. N isa


G regorio llegó a ser, como Basilio, m aestro de retó­
rica, pero la influencia de Gregorio N acianceno, tam ­

76
bién gran am igo suyo, le llevó al m onasterio de Iris, que
fu n d ara aquél en el Ponto. Fue obispo de N isa (371), pe­
queña diócesis de Cesaría, y arzobispo de S ebaste (380);
asistió con Gregorio al concilio de C onstantinopla, en
el cual, según sus actas, brilló su gran talento especu­
lativo.
Dos tem as acap aran para n u estro propósito la im por­
tancia de la o b ra de G regorio Niseno, a saber:
• la relación que estableciera entre Filosofía y dogma,
• su concepción sobre la libertad.
a) En cuanto al p rim er tem a hay que reconocer que
Niseno fue el P adre griego que hizo m ayor uso de las
teorías filosóficas p ara explicar los dogm as. E sta acti­
tu d suya en este pu nto estaba en p erfecta consonancia
con el carác te r especulativo de toda su obra. No se tra ­
ta, com o algún a u to r ha pensado, que G regorio quisiera
re s ta u ra r las concepciones platónicas o, quizá m ejor,
neoplatónicas en el seno de una dogm ática cristian a m í­
nim a, sino de p ro fu n d izar en la dogm ática, a p a rtir de
las S agradas E scritu ra s y la tradición de los Padres,
p a ra en c o n tra r la razón de la fe.
b) Respecto al segundo tem a, en De vita M oysis, obra
que p o r ser del últim o período de su vida recoge p er­
fectam ente su doctrina, establece que el hom bre es, en
su e stru c tu ra originaria an terio r a la caída, que p a ra
G regorio constituye el hom bre real, «Im agen de Dios»
y viene definido com o síntesis existencial de naturaleza
y gracia. Sólo p o rque en el hom bre hay algo divino, aún
en el estad o de caído, es posible su divinización. La n a­
turaleza se prolonga y acaba en m ovim iento ascensio-
nal, es una tensión hacia Dios.
Así, lo divino que coexiste en el hom bre con lo n atu ­
ra) es lo que le p erm ite acceder, en cuanto que es pu n to
de p artid a p ara ello, a la inteligibilidad y a la libertad.
Veam os en esta concepción la posibilidad de unificar
los dos tem as propuestos.

M al y lib e r ta d
La vida tem p o ral del hom bre caído, que se opone al
h om bre real, ad q u iere sentido en el esfuerzo p o r alcan­

77
zar nuevam ente la e stru c tu ra originaria, la estru c tu ra
real del hom bre, es decir, el volver del hom bre a ser
«imagen». Y en este sentido la vida hum ana es un p ro ­
ceso de liberación de una alienación, que en el hom bre
ha pro d u cid o el pecado.
El h om bre alienado no es libre, ni tam poco en cierto
sentido, inteligente, en cuanto que es incapaz, p o r e sta r
alienado en las estru c tu ra s espacio tem porales condi­
cionantes del ejercicio de la inteligencia, de in tu ir a
Dios que es la actividad pro p ia de esa inteligencia origi­
naria. A nivel del ho m bre «imagen» éste es ca ren te de
sexualidad, in co rru p tible e inm ortal, apático, es decir,
caren te de pasiones, inteligente y libre: estas cualidades
son las que perm iten la asim ilación de la «imagen» a
Dios. Y estas cualidades son las que el hom bre ha p er­
dido p o r la alienación.
El p roblem a radica en cóm o se libera el hom bre de la
alienación. La resp u esta de G regorio es taxativa: por
m edio de la experiencia del mal.
B revísim am ente p lan tearé el problem a originario que
subyace a esta cuestión: ¿cómo explicar y ju stific a r la
caída de la especie hum ana, que fue «participación» di­
vina y estuvo en p o d er de lo inteligente? No puede tra ­
tarse de que el alm a se dejó a rra s tra r p o r el cuerpo,
po rque ella es d irectriz y guía de un cuerpo originaria­
m ente no corrom pido, y su dinam ism o es su p erio r al de
éste. Tam poco es suficiente la intervención del dem onio,
po rque ello traslad a ría el problem a a o tro punto dogm á­
tico. ¿Qué es, pues, el pecado original?
Sabido es que éste es un grave problem a de in te rp re ­
tación del p ensam iento de Gregorio. Y he dicho que íba­
m os a p lan tea r el p roblem a originario y no original, y
ello debido a que p a ra G regorio el pecado originario no
es el pecado original. Este, el original, es el pecado de
Adán, pero Adán fue ya un hom bre pecador, que había
p erdido la originariedad de la «imagen», era u n ser alie­
nado, un ser co n tra n atu ra. Aquél, el originario, es en el
cam bio del p rim e r proyecto creacional divino del hom ­
bre, cam bio que se p roduce a causa del pecado que de­
bía com eter la hum anidad. E ste cam bio del proyecto,
esta segunda creación del hom bre le hizo lim itado a las
estru c tu ras espacio-tem porales.

78
G regorio de Nisa, que expresa nostalgia en el Paraíso,
no se refiere al Paraíso terrenal de Adán, sino al Paraíso
celeste, en el cual el hom bre hubiera sido creado sino
hu b iera pecado. Pecado que es, así, equiparable al de los
ángeles.
El pecado de Adán es el pecado del p rim e r hom bre en
el cual pecaba la hum anidad, pero no porque la hu m a­
nidad pecaba en Adán, sino porque Adán tom aba origi­
nalm ente su p arte en el pecado de la hum anidad, com o
todos y cada uno de los hom bres.
El pecado original explica la purificación del hom bre
p o r la experiencia del mal, porque el hom bre caído, en
la lim itación de en tendim iento y libertad, necesita, p ara
conocer el bien, la experiencia del mal. Sólo cayéndo
recu p era su tendencia ascensional. Y en esta concep­
ción está, tam bién, incluida la econom ía de la gracia.
El pecado de Adán es la p rim era experiencia del mal,
ante la posibilidad del bien y del mal, p o r el cual se
rom pe el equilibrio de am bas posibilidades, lo que hizo
que su situación fu era tran sm itid a a los hom bres todos,
ya que cada ho m b re condiciona, incluso cósm icam ente,
la existencia de los que 1c suceden. Ahora bien, el peca­
do, en cu an to pecado del hom bre caído, es esencialm en­
te personal e incom unicable. Lo que sucede es que ya el
h om bre pecó com o hum anidad, obligando a Dios, en su
previsión, castig ar a la hum anidad.

4.3.3. San Juan C risóstom o

P rocedente de A ntioquía destaca, no sólo en la P atrís­


tica griega, sino en su condición de gran figura univer­
sal, San Ju an C risóstom o (c. 354-407). D espués de sus
estudios de Filosofía y re tó ric a (hasta 365), de su b a u tis­
mo tard ío (379) y de un período de vida erem ítica y dis­
cipulado en teología con Diodoro de Tarse, la vida de
Ju an se d esarrolló en tre la iglesia C atedral de A ntioquía
(381-397), en la que predicó sus m ás bellas hom ilías so­
b re San M ateo y la E pístola a los R om anos e n tre otras,
y su p atria rcad o en Cucuso de Arm enia, en donde p er­
m aneció tres años, y después en Pitio, en el extrem o
oriental del M ar Negro, al cual no llegó p o rq u e m urió

79
en la ciudad de Com ana en el Ponto, d u ran te el viaje,
el 14 de septiem bre del 407.
R esulta h arto difícil d eterm in a r el aspecto o faceta
de la o b ra de Ju an de A ntioquía, como le llam aron sus
contem poráneos, que tuvo m ayor resonancia. Es claro
que le tocó vivir, en sus años de form ación, aquel tu rb u ­
lento m undo dogm ático que vengo m encionando en tre
los dos grandes concilio ecum énicos, Nicea y Constan-
tinopla, que padeciera la Iglesia de O riente, y que unió
su lab o r a la de A nastasio, Basilio y los dos Gregorios,
haciendo triu n fa r la preten d id a ortodoxia en el últim o
de los dos concilios citados.
Pero quizá no sea este pu n to de d octrina lo m ás im ­
p o rtan te de su obra; ni tam poco, con serlo m ucho, sus
trata d o s ascéticos, ni siquiera sus brillantes y retóricas
hom ilías. Yo diría que fue su casi legendaria personali­
dad. Su condición de asceta, sacerdote, m ístico y m á rtir
fue lo que hizo de su o b ra fuente de lectu ra y de citas
y referencias ocasionales.
Ahora bien, si quisiera destacar, pese a todo, dos as­
pectos im portantes de la obra de Juan C risóstom o, se­
ñ alaría su intención pedagógica y su preocupación pol­
la juventud.

• En cu an to a su p rim e r punto destaca su exaltación


del hogar com o escuela cristiana, única posibilidad de
d esechar la educación p rim aria y su p erio r pagana,
o En cu an to al segundo, su defensa de la m oralidad del
joven fren te a los vicios de su tiem po. Y no se piense
en que Ju an propugnó una m oral intransigente, de
tipo ascético, p o rque propuso una ética del hom bre
íntegro, que vive la actividad política y convive con
los m odelos éticos paganos.

4.4. Escritores eclesiásticos latinos


Como antes decía de la Apologética, la P atrística tie­
ne características m uy diversas de la griega. Por una
p arte, no padeció la p roblem ática dogm ática creada en
O riente p o r el arrianism o, pero sí sufrió una m ayor in­

80
seguridad política, que la im pidió, en cierto grado, d a r
m ejores frutos.
Dos períodos se destacan en ella, uno a n te rio r al im­
perio de Teodosio el G rande, y o tro p o sterio r a su go-
gobierno, d u ra n te el cual se produce el apogeo del que
con toda razón podem os llam ar Im perio cristiano.

4.4.1. Prim er período


E n este p rim er período, en el que deben encuadrarse
H ilario de Poitiers y Am brosio de Milán, es m ayor la
com unidad de problem as y actitudes con la P atrística
griega; en el segundo, en el que se encuentran Jerónim o
y Agustín de H ipona, se produce la afloración de la sis­
tem ática filosófica cristiana, representada, fundam ental­
m ente, p o r este últim o.
La definición dogm ática fundam ental del C ristianis­
mo, a saber, la divinidad de Jesús, tuvo en O ccidente
im po rtan tes defensores. El prim ero de ellos Osio de Cór­
doba, que presidió el Concilio de Nicea y que al decir
de Atanasio propuso cierta term inología para definir la
consustancialidad y la distinción personal trin ita ria. En
los años que siguieron al Concilio de Nicea, el gran de­
fensor de la'o rto d o x ia en Occidente fue H ilario de Poi­
tiers (c. 315-367).
H ilario se convirtió ya cerca de los trein ta años, des­
pués de ag o tar las posibilidades de la filosofía pagana.
Fue elegido obispo de su ciudad cuando ya estaba casa­
do, el año 350. Constancio le d esterró el año 356 al Asia
M enor, lo que H ilario aprovechó para e n tra r en contacto
con la lite ra tu ra dogm ática griega. Regresó a P itiers en
el 360 y continuó, d u ran te los siéte años que sobrevivió,
su lucha co n tra el arrianism o.
La ob ra de n u estro obispo es típicam ente polém ica y
lo único que quiero d estacar de ella es que significó una
im p o rtan te difusión de las doctrinas dogm áticas griegas
en tre el m undo de lengua latina.
La biografía de Am brosio de Milán (339-397) es m uy
sem ejante a la de Hilario. Nacido de una noble fam ilia
rom ana, educado en la filosofía y en la política de su
época se convirtió al C ristianism o ya m aduro y, cuando
era poco m ás que un catecúm eno, fue nom brado obispo

81
de M ilán en el 374. Destacó p o r su lab o r en co n tra del
arrian ism o italiano y fue consejero de tres em peradores:
G raciano, V alentiniano II y Teodosio I. G ran estudioso
de la P atrística griega, su fervor intelectual y la relevan­
cia de su p o stu ra política no le ap artaro n , extrañam en­
te, de su defensa y seguim iento de la pobreza. E ste gran
p red icad o r m urió el 7 de diciem bre del 397.
La m ayor p a rte de sus obras exegéticas son hom ilías,
com o los serm ones sobre el Evangelio de San Lucas
que p ro n u n ciara en tre los años 377-378 y que en el 389 re­
dactó en form a de tratad o . De entre estas obras exegé­
ticas sobresalen los seis libros del H exam eron, in sp ira­
dos en Basilio. T am bién m erece m ención su obra ética
De oficiis m in istrorum , sobre la plantilla del de Cicerón,
y que constituye un verdadero com pendio de m oral cris­
tiana. E n el orden * dogm ático fue un defensor del «Fi-
líoque».

4.4.2. S egundo período


E n el que ha llam ado segundo período citaré tan sólo
a San Jerónim o, puesto que San Agustín es el objeto de
los próxim os capítulos.
San Jerónim o (c. 347-419/420) no creó un pensam iento
sistem ático; sin em bargo, su personalidad, su actividad,
su vivir m ism o e stru c tu raro n , en cierta m anera, la vida
de la E u ro p a cristiana.
Nació en E strid ó n de Dalm acia y siendo muy joven se
traslad ó a Rom a p a ra estu d iar la ciencia clásica. E n la
escuela de D onato conoció a Rufino de Aquileya, el tra ­
d u c to r de tan tas obras fundam entales de la P atrística
griega, y estableció con él una am istad tan estrecha que
un día le hizo exclam ar: «La am istad que puede cesar
es que no fue jam ás verdadera» (últim as palabras de la
Carta 3). Quién le iba a decir a Jerónim o que su am istad
con Rufino se tro caría en odio, con m otivo de la cues­
tión origenista que tan to s sinsabores le ocasionó.
En su biografía p o sterio r a los años de aprendizaje de
las «artes del siglo» com o dice el propio Jerónim o, dis­
tinguen sus biógrafos cuatro períodos:
• D urante el p rim er período tom ó contacto con la colo­
nia m onástica de Tréveris y después con la de Aqui-
leya, que d irigiría Crom acio, en la que convivió con
sus am igos Rufino, Donoso y F lorentino, nom bres que
estuvieron siem pre en su m em oria. E ste re tiro erem í­
tico debió de term in ar de form a brusca hacia el año
372 ó 373 y Jerónim o decidió re tira rse, después de
ciertas dudas, al desierto de Siria.
• El segundo período, que com prende desde el 374 al
382, lo inicia su m archa hacia Siria, aunque su poca
salud le retuvo en Antioquía. Vivió tres años com o
an aco reta en Calcis y volvió a C onstantinopla donde
escuchó a G regorio N acianceno e intim ó con G regorio
de Nisa. Todo este período se caracteriza p o r sus es­
tudios de griego y de hebreo y de la obra de Orígenes,
a quien entonces adm iraba, y de los grandes Padres
orientales.
• El tercero lo constituye su vuelta a Rom a el año 382
llam ado p o r el p apa Dámaso, de quien fue secretario,
p ara asistir al sínodo que en la capital de la C ristian­
dad se celebró p ara tra ta r el cism a antioqueno. En
este período ejerce gran influjo en la Iglesia de Occi­
dente, dando a conocer los grandes logros de la de
O riente, en tre ellos los adelantos de la institución m o­
nacal. El p apa Dám aso fue quien le indujo a la revi­
sión del texto latino de la Biblia, que le llevó a redac­
ta r la «Vulgata».
• El cu arto y últim o período es su re tiro en Belén. El
papa D ám aso m u rió en diciem bre del 384, su sucesor,
Siricio, no tenía preocupaciones filológicas y escuchó
la co n ju ra de «m onjes» y clérigos co n tra Jerónim o,
que fue acusado, incluso, de relaciones ilícitas con sus
discípulas, las m onjas del palacio Aventino. Como con­
secuencia de todo ello p artió p a ra O riente en agosto
del 385. E n el 386 se instala definitivam ente en Belén,
después de p asa r algún tiem po en A ntioquía y A lejan­
dría, y allí fundó un m onasterio de hom bres y tres de
m u jeres, una hospedería y u n a escuela, en la que rea­
lizó u n a ex trao rd in aria labor docente y literaria.

Jerónim o fue un tem peram ento apasionado, violento,


iracundo, pero el influjo de su vida p erd u ró p o r siglos
en E uropa.

83
San Ambrosio. Pinturicchio. Santa María del Popolo. Roma.
San Agustín, su vida
y su obra

5.1. Las fuentes


Como ya se ha dicho an terio rm en te, San Agustín fue
el que inició pro p iam ente y de m anera definitiva la sis­
tem ática filosófica cristiana. El fue, sin duda alguna, el
verdadero m aestro de pensam iento a lo largo de la E dad
M edia y el artífice de la cu ltu ra m edieval en el Occiden­
te latino. P or esta razón, todos los pensadores de este
período histórico lo consideraron com o auctoritas indis­
cutible.
Si im p o rtan te es conocer la vida de un filósofo p ara
situ a r en ella todo su pensam iento, m ucho m ás lo es en
el caso de Agustín de H ipona. Toda su vida fue u n a con­
tin u a b ú squeda de perfección y sabiduría, com o él m is­
m o reconoce en las C onfesiones (III, 4, 7):
Con una increíble pasión de mi corazón, yo deseaba
ardientemente la inmortalidad de la sabiduría.
Fue esta co n stan te búsqueda, que presidió todo su
q uehacer hum ano, la que explica el sentido de su con­

85
versión, com o tendrem os ocasión de ver, así com o la
gran producción escrita que nos ha dejado.
El propio Agustín nos proporciona suficiente infor­
m ación p ara po d er establecer su biografía y su itin e ra­
rio espiritual. Y, aunque algunos de sus escritos han
planteado diversos problem as y discusiones, sin em b ar­
go, p erm iten traz ar las etapas principales de su vida.
Así, la p rim era fuente de que disponem os es el escri­
to autobiogrífico Confesiones, que contienen inform a­
ción desde su nacim iento h asta la m uerte de su m adre,
Mónica, ocu rrid a en Rom a en el año 387. Además, la
o b ra nos m u estra la personalidad de Agustín en el m o­
m ento en que la redacta, entre los años 397 al 400. No
o b stan te h ab er sido discutido su valor histórico, los da­
tos que se en cuentran en esta obra de fam a universal
son aceptados casi unánim em ente p o r la crítica actual.
Las noticias sobre su vida an terio r a recibir el bautism o
hallan com plem ento en algunos datos que nos refiere
en los Diálogos com puestos en la villa de Casicíaco.
La segunda fuente biográfica está constituida p o r otros
escritos agustinianos, especialm ente las Cartas, S erm o ­
nes, con p a rtic u la r relevancia de los Serm ones 355 y 356,
y las R etractaciones, donde encontram os inform ación
sobre hechos posteriores a su vuelta de Roma y donde,
en p a rtic u la r en la últim a obra citada, pasa revista a
su actividad literaria, explicando las circunstancias que
le m ovieron a com poner sus obras y revisando algunas
de sus opiniones expresadas en los escritos repasados.
Finalm ente, disponem os de la Vita Sancli Augustini,
com puesta p o r su am igo y com pañero el obispo de Ca-
lam a, San Posidio, en tre los años 431 y 439, es decir, in­
m ediatam ente después de la m uerte de Agustín. En la
ob ra su au tor, com o testigo presencial, pretende d e ja r
m em oria

de las cosas que en él vi y de lo que oí de él... acerca


del nacimiento, vida y muerte de aquel venerable
varón, lo que sé por experiencia propia y por infor­
mes recibidos de él en muchísimos años de muy
amistosas relaciones.
(Praefatio)

86
E specialm ente, es de interés p ara fija r aspectos de la
vida de Agustín desde el m om ento de su ordenación sa­
cerdotal h asta su m uerte. E sta Vita ha sido editada y
trad u cid a al castellano en Obras de San Agustín (vo!. I,
pp. 303-365).
Tom ando como base estas fuentes, se pueden estable­
cer tres etapas en la vida de San Agustín. La p rim era
de ellas tra n sc u rre en tre su nacim iento y su conversión
al C ristianism o (354-386). La segunda va desde la con­
versión hasta su consagración episcopal (386-396). Y, en
fin, la tercera com prende desde su consagración h asta
su m u erte (396-430). E sta será la división que seguire­
mos p ara conocer su vida y su obra.

5.2. Del nacimiento a la conversión


La conquista rom ana había tran sfo rm ad o com pleta­
m ente el n orte de Africa, desde la T ripolitania en el
este hasta la M auritania C aesariensis en el oeste. Una
transform ación que tuvo com o fin principal convertir
toda esta región en el granero de Roma. De aquí que
Juvenal pud iera decir que Africa alim entaba a la Urbs,
perm itiéndole en tregarse sin preocupaciones a los pla­
ceres del teatro y del circo.
En esta inm ensa región, dividida en el siglo iv en
siete provincias, nació Aurelio Agustín, el día 13 de
noviem bre del año 354 en la antigua ciudad de Ta-
gaste, en la provincia rom ana de N um idia, hoy la ciu­
dad argelina de Souk Ahras. Su p ad re se llam aba Pa­
tricio, funcionario m unicipal, pagano, Agustín le dedica
escasa atención en las Confesiones. Su m adre, Mónica,
cristiana, ejerció sobre él una p rofunda influencia, has­
ta que m u rió en el año 387 en el p u erto rom ano de Ostia,
com o recu erd a continuam ente Agustín en su obra. Tuvo
dos herm anos, Navigio, contertulio suyo en algunos
Diálogos, y Perpetua.
Disponem os de un reciente tra b a jo en donde se es­
tudia .la vida tal como era en la época en que vivió
San Agustín ( H a m ma n , 1979). Se describe aquí cómo
la educación rom ana no había variado desde la época

87
de Cicerón y de Quintiliano. La escuela com enzaba
a los siete años de edad.
T ras su infancia, recordada brevem ente en C o n f e s i o ­
n e s (I, 6-3), Agustín ingresó en la escuela de Tagaste,
donde aprendió la lectura y la escritura, p rim era fase
de la enseñanza, no sólo de la lengua latina, sino, p ro ­
bablem ente tam bién, de la lengua griega, com o parece
deducirse del siguiente pasaje:
¿ C u á l e r a la c a n s a d e q u e y o o d i a r a las l e t r a s g r i e ­
g a s, e n la s q u e , s i e n d o n iñ o , e r a i m b u i d o ? N o l o sé,
y n i a u n a h o r a m i s m o lo t e n g o b i e n a v e r i g u a d o . E n
c a m b i o , g u s t á b a n m e la s l a t i n a s c o n p a s i ó n , n o las
q u e e n s e ñ a n lo s p r i m e r o s m a e s t r o s , s i n o l a s q u e e x ­
p l i c a n lo s l l a m a d o s g r a m á t i c o s .
( C o n f e s i o n e s , I, 13)

G ram ática y retó rica constituían las siguientes eta­


pas de form ación. Y estas dos artes las aprendió en
las escuelas de M adaura y de Cartago (C o n f ., II, 3).
El estudio de la g ram ática com prendía dos aspectos:
conocim iento teórico de la lengua y de sus leyes, y
explicación de los grandes escritores clásicos. La re­
tórica tenía como fin la elocuencia. Se trata b a de una
cu ltu ra esencialm ente literaria, destinada a la o ra to ria
( M a r r o u , 1983, p p . 3-159).
E n Cartago,-,a donde llegó con 16 ó 17 años, tras un
descanso im puesto en sus estudios p o r falta de re cu r­
sos fam iliares ( C o n f . , II, 3), ciudad que era un hervi­
dero de am ores im puros, «me precipité en el am or en
que deseaba ser cogido» ( C o n f . , III, 1), fru to del cual
fue su hijo Adeodato.
Aquí continuó con éxito sus estudios, h asta el punto
de llegar a ser el «mayor» en la escuela de retórica,
en tre com pañeros cuyas calaveradas aborrecía.
Fue entonces, 19 años tenía, cuando com enzó lo que
se h a llam ado el «dram a» de Agustín, es decir, su larga
evolución in terio r que le llevaría a recib ir el bautism o
cristiano. La causa de ello estuvo en la lectura de un
libro, hoy perdido, de Cicerón, el H ortensias, exhorta­
ción a la filosofía, en donde se pasaba revista a las
do ctrin as filosóficas m ás im portantes. He aquí el re­
lato de San Agustín:

88
Entre estos tales estudiaba yo entonces, en tan
¡laca, edad, en la que deseaba sobresalir con el fin
condenable y vano de satisfacer la vanidad humana.
Mas, siguiendo el orden usado en la enseñanza de
tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón,
cuyo lenguaje, casi todos admiran, aunque no así su
fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la
filosofía, y se llama Hortensias. Semejante libro cam­
bió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas
e hizo que. mis votos y deseos fueran otros. De re­
pente apareció a mis ojos vil toda esperanza, y con
increíble ardor de mi corazón suspiraba por la in­
mortalidad de la sabiduría, y comcticé a levantarme
para volver a ti. Porque no era para suplir el estilo
—que es lo que parecía debía comprar yo con los di­
neros maternos en aquella edad de mis diecinueve
años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no
era, repito, para pulir el estilo para lo que yo em­
pleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución
lo que a ella me incitaba, sino lo que decía... El
amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, a
saber, filosofía, al cual me encendían aquellas pá­
ginas.
(Conf., III, 4)

La lectu ra de esta obra rep resen tó , pues, el punto


de p artid a en el, d esarrollo del pensam iento de Agus­
tín. De ahí que haya sido considerado por m uchos his­
toriadores corno el acontecim iento m ás im p o rtan te de
su vida.
La b ú squeda de la sabiduría. Tal fue el nuevo sen­
tido que orientó la vida de Agustín desde su lectura
del H ortensius. Una orientación que despertó en él una
tendencia racio n alista y n atu ra lista, com o parece des­
p ren d erse de las dos vivencias que experim entó inm e­
diatam en te después: la lectu ra de las Sagradas E scri­
tu ras y su adhesión al m aniqueísm o *:

Mas entonces, como aún no conocía yo el consejo


de tu Apóstol, sólo me deleitaba en aquella exhorta­
ción el que me excitaba, encendía e inflamaba con
su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar
fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría
misma, estuviese dondequiera... En vista de ello de­
cidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver

89
qué tal eran... Al fijar la atención en ellas, no pensé
entonces lo que ahora digo, sino simplemente me pa­
recieron indignas de parangonarse con la. majestad de
los escritos de Tullo. Mi hinchazón recusaba su es­
tilo y mi mente no penetraba su interior.
{Conf., III, 4-5)

Buscó la S abiduría en las Sagradas E scritu ras y,


viendo que su in terio r sublim e estaba velado de m iste­
rios, les p arecieron indignas de com pararse con los
escritos tulianos. No. Allí no estaba todavía p ara él la
S abiduría.

De este modo vine a dar con unos hombres que


deliraban soberbiamente, carnales y habladores en
demasía... Decían: ¡Verdad! ¡Verdad! Y me lo decían
muchas veces, pero jamás se hallaba en ellos; antes
decían muchas cosas falsas, no sólo de ti, que eres
verdad por esencia, sino también de los elementos
de este mundo, creación tuya.
{Conf., III, 6)

E stos hom bres eran los m aniqueos, muy extendidos


en el n o rte de Africa en esta época (Decret, 1970).
D urante nueve años abrazó el m aniqueísm o, posible­
m ente p o r e n c o n trar en la secta una p retendida expli­
cación racional del universo y, sobre todo, por su so­
lución al p roblem a del mal, acuciante p ara Agustín a
lo largo de toda su vida.
E n treta n to , y después de esta adhesión, Agustín fina­
lizaba sus estudios en C artago, a los 19 años, y regresa
a su ciudad natal, Tagaste, p a ra enseñar gram ática y
retó rica. Poco después, atorm entado, re to rn a a Car­
tago, com o profesor. Lee y com prende p o r sí m ismo,
sin ayuda de m aestro alguno, las Categorías de A ristó­
teles y o tro s libros sobre las artes liberales (Conf., IV,
16). Tenía 20 años.
A los 26 ó 27 escribe su p rim era obra, p erd id a ya
cuando Agustín red actaba las Confesiones, com o él m is­
m o refiere (Conf., IV, 13). Se tra ta b a de una obra ti­
tu lad a De pulchro et apto, cuyo objeto era lo herm oso
y lo conveniente, tem as que m u estran ya sus preocupa­
ciones filosóficas.

90
Su entusiasm o p or el m aniqueísm o, nunca m uy enfer­
vorizado, com ienza a decaer. Se le plantean grandes du­
das sobre diversos problem as, cuyas soluciones no en­
cu en tra en ¡a enseñanza de Maní. Los m aestros de la sec­
ta se m u estran incapaces de resolverlas; ni siquiera aquel
fam oso y elocuente F austo puede darles respuesta. La
desilusión de Agustín ante el esperado m aestro es enor­
me: su em peño en p rogresar dentro de la secta se le aca­
bó una vez que hubo conocido a este hom bre, aunque de­
cidiera perm an ecer en ella m ientras encontraba algo m e­
jo r que elegir, según sus propias p alab ras (C onf., V, 7).
En el año 383 m archa a Rom a com o p ro feso r de re­
tórica, todavía de la m ano de los m aniqueos. Los m iem ­
b ro s de la secta le reciben y le ayudan a instalarse.
A poco de llegar cayó enferm o de gravedad, h asta el
p u n to de que estuvo a punto de ir al sepulcro (Con­
fesiones, V, 9). R establecido, com enzó a to m ar en con­
sideración la d o ctrina escéptica de la Academia Nueva:

Por este tiempo se me vino a la mente también la


idea de que los filósofos que llaman académicos ha­
bían sido los más prudentes, por tener como princi­
pio que se debe dudar de todas las cosas y que nin­
guna verdad puede ser comprendida por el hombre.
{Conf., V, 10)

Vacante una cáted ra de retó rica en Milán, sus am igos


m aniqueos le ayudan a conseguirla, recom endándolo al
p refecto Sím aco. En el otoño del año 384 Agustín se
traslad a a la ciudad m ediolanense, donde a la sazón
era obispo San Ambrosio, a quien Agustín acude a vi­
sita r {Conf., V, 13).
Como hom bre dedicado al cultivo de la palabra, Agus­
tín frecu en ta las predicaciones de San Am brosio, cuya
fam a com o o ra d o r era m uy grande:

Oíale con iodo cuidado cuando predicaba al pueblo,


no con la intención que debía, sino como queriendo
explorar su facundia y ver si correspondía a su fama
o era mayor o menor que la que se pregonaba. Y aun
cuando no me cuidaba de aprender lo que decía, sino
únicamente de oír cómo lo decía... veníanse a mi
mente, juntamente con las palabras que me agrada-

91
han, las cosas que despreciaba, por no poder sepa­
rar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para
recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él
al mismo tiempo lo que decía de verdadero.
(Conf., V, 13-14)

La predicación de Am brosio desarrolló en Agustín


u na sensación de b úsqueda no igualada h asta entonces.
P or una p arte, encontró resueltas algunas de las difi­
cultades no solucionadas p o r los m aniqueos; p o r otra,
el obispo de M ilán le dio la clave p ara in te rp re ta r el
sentido de las Sagradas E scrituras, aquel que antes h a­
bía buscado en vano, ya que la predicación de Am brosio
tenía la v irtu d de exponerlas de una m anera com ple­
tam ente diferente a com o lo hacían los m aniqueos: es­
piritu al y figurativam ente, basándose en el dicho del
Apóstol Pablo de que la letra m ata y el esp íritu vivifica
(Conf., VI, 4).
Comenzó así la etapa que le llevaría a su conversión
y bautism o, una etap a en la que las dos ocupaciones
fu ndam entales de Agustín fueron el C ristianism o y la
filosofía de los platónicos (Conf., V, 14; VI, 5; V II, 9,
Y VTIT, 2).
La influencia de los libros que ahora leía fue muy
grande sobre él. Las entrevistas con Sim pliciano y Pon-
ticiano le conm ueven. La voz que oye, invitándole a
leer: «Tolle, lege; tolle lege». Toma, lee (Conf., V III, 12),
la in te rp re ta com o una orden divina. La lectura que
hace del Apóstol, E pístola a los Rom anos, 13, 13, le
fue suficiente:

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues


al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiese
infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se di­
siparon todas las tinieblas de mis dudas.
(Conf., VIII, 12)

E ra el verano del año 386. Agustín se convertía de­


finitivam ente. De aquí que el episodio del «Tolle lege»
haya sido considerado como el m om ento por excelen­
cia, el m om ento decisivo, el culm en de su vida (O roz
R e t a : 1967, p. 159).

92
5.3. De la conversión a la consagración
episcopal
H em os q uerido su b ray ar en el ap artad o a n te rio r el
im p o rtan te papel que la filosofía desem peñó en la evo­
lución in te rio r de San Agustín h asta el m om ento en
que se p roduce su conversión. Su vida, tal com o nos
la cu enta en las C onfesiones y com o ya hem os dicho,
fue u n a larga b ú squeda en pos de la filosofía. Por ello,
parece conveniente detenerse en la conversión agusti-
niana p a ra co m p ren d er plenam ente el significado que
tuvo.
E n el m undo antiguo el térm ino «conversión» tuvo
una larga tradición, significando una sola cosa: con­
v ertirse sólo q u ería decir «convertirse a la filosofía»
(Aubin : 1963). E jem plos de conversiones en este sen­
tido, an terio res a la de Agustín, se nos han proporcio­
nado (Marrou : 1985, pp. 169-173). Y convertirse a la
filosofía no era o tra cosa que convertirse a la vida
del esp íritu , es decir, «volverse sobre sí mismo».
En el m undo cristiano este volverse sobre sí m ism o
im plicaba un «volverse hacia Dios», porque ésta era
la m an era de en ten d e r el ir hacia sí m ism o, en virtud
de que la presencia divina sólo podía ser descubierta
en el in terio r del hom bre.
Así entendida, la conversión de Agustín representó
no sólo su en tra d a en la Iglesia católica, sino tam bién
el inicio de la sistem atización filosófica cristiana, p o r­
que ese sentido del térm ino «conversión» se co n stitu i­
ría en el tem a típ icam ente agustiniano, sobre el cual
giraría todo su pensam iento y gran p arte del de los
siglos p osteriores: la in terio rid ad com o cam ino para
d escu b rir d en tro de sí la im agen de Dios, com o se verá
m ás adelante.
Por ello se han destacado (Marrou : 1983, pp. 164-
165) varios aspectos en la conversión de Agustín. En
p rim er lugar, el religioso: decidió e n tra r en la Iglesia
católica. En segundo lugar, el m oral: se separó de
su segunda concubina, rechazó el m atrim onio y adoptó
una regla de vida ascética. En te rc e r lugar, el social:
abandonó la enseñanza com o profesor rem un erado y

93
renunció a todas sus posibles aspiraciones y am bicio­
nes políticas. En cu arto lugar, el filosófico: se adhirió
al neoplatonism o y se liberó com pletam ente del escep­
ticism o académ ico. E n fin, en quinto lugar, el cultural:
desde ese m om ento com enzó a concebir una cu ltu ra
m uy d iferente de la que an terio rm en te había sido la
suya p ro p ia; es decir, abandonó la cu ltu ra lite ra ria y
se ordenó a la búsqueda de la sabiduría, entendid a esta
bú squeda com o cu ltu ra filosófica.
E n este cam bio, no sólo de sus convicciones filosófi­
cas, sino de su concepción y organización de la cultura,
desem peñó un papel de sum a im portancia la lectu ra
que realizó de los libros neoplatónicos, que le enca­
m inaron a la com prensión de las Sagradas E scritu ras:

Por medio de un cierto hombre me procuraste unos


ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego
al latín. En ellos leí, no con estas mismas palabras
pero sí enteramente esto mismo, persuadiéndolo con
muchas y variadas razones, que en el principio era
el Verbo y el Verbo estaba en Dios y Dios era el
Verbo.
(C o n f VII, 9)

Agustín conoció el platonism o a través de algunos


textos de Plotino, traducidos p o r M ario V ictorino, y,
quizá, p o r la lectu ra del Fedro y del Timeo.
E n m uchos textos reconoce la ayuda que Platón le
p re stó p a ra co m p ren der la verdad. Por ello, siem pre
habla de Platón en térm inos de elogio. E incluso llegó
a a firm a r que sólo b astaría con m odificar unas cuan­
tas p alab ras y unas pocas expresiones para que los pla­
tónicos se conviertan en cristianos {De vera religione,
IV, 7). M ediante el platonism o pudo solucionar algu­
nos de los p roblem as que en el m aniqueísm o no h a­
bían en contrado respuesta, descubriendo el m undo de
la in terio rid ad y viendo que el m al no era m ás que
una privación de bien. Los libros neoplatónicos le m os­
tra ro n tam bién que el Logos griego y el Logos cris­
tiano eran uno y el m ism o. Además, el platonism o le
puso en co ntacto con el m undo que él anhelaba, el de
la verdad p erm anente, que quizá pudo d escu b rir tam ­
bién en sus conocim ientos m atem áticos, adquiridos po­

94
siblem ente en los E lem enta, de Euclides, que le m os­
traro n la existencia de una verdad irrefu tab le ( M a r r o u :
1985, p. 266).
Los diversos estudiosos de San Agustín h an discutido
si fue neoplatónico antes que cristiano o, a la inversa,
si fue cristian o an tes que neoplatónico. El problem a,
difícil de resolver de m odo definitivo, ha sido abordado
p o r P. Courcelle (1950), quien ha precisado las fuen­
tes platónicas de San Agustín y quien ha m ostrado
que el neoplatonism o era la filosofía oficial del cris­
tianism o m ilanés a fines del siglo iv, señalando ade­
m ás (1950, p. 150) que los cristian o s de Milán se im a­
ginaban un platonism o m ucho m ás cercano al cristia­
nism o de lo que en realidad podía ser.
Así, pues, los libros de los neoplatónicos y la re­
lectu ra de las Sagradas E scritu ra s condujeron a Agus­
tín a la conversión filosófica y cristiana. P or eso pudo
d ecir que la filosofía le había m ostrado su faz:

Y he aquí que unos libros, bien henchidos, como


dice Celsino, esparcieron sobre nosotros los perfumes
de la Arabia y, destilando unas poquísimas gotas de
su esencia sobre aquella llamita, me abrasaron con
un incendio increíble... Y miré como de paso —así
lo confieso— aquella religión que, siendo niño, me
había sido profundamente impresa en mi ánimo, y,
si bien inconscientemente, me sentía arrebatado hacia
ella. Así titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el
libro del Apóstol San Pablo... F lo leí todo entero
con mucha atención y piedad.
Entonces, como rociado por esta feble luz, se me
mostró tan radiante el semblante de la filosofía, que
me sentí capaz de mostrar su hermosura.
(Contra Académicos, II, 2)

Como infatigable b u scador de la verdad, Agustín


vio el ro stro , el sem blante de la filosofía. Ella venía a
consolarlo en su dram a, de la m ism a m anera que, m ás
tard e, Filosofía, como dam a, se aparecería a Boecio en
su prisión, p ara darle consuelo (C ourcelle: 1968, pá­
ginas 110-120).
Desde entonces, com o verem os en el siguiente capí­
tulo, Filosofía y Religión fueron p ara él una sola y la

95
m ism a cosa: el estudio de la sabiduría {De vera religio-
ne, V, 8).
A finales del verano del año 386, Agustín decide aban­
donar su profesión de m aestro de retó rica y se re tira
a la q u in ta de Casiciaco, propiedad de su amigo Ve­
recundo, p ro feso r como él. Le acom pañan a este re­
tiro su m adre, su herm ano Navigio, su hijo Adeodato
y sus parien tes y discípulos Alipio, Trigecio y Licencio.
E n Casiciaco se dedica al estudio y a la conversación
filosófica con sus com pañeros de re tiro , m ien tras se
p re p ara p ara recibir el bautism o. En esa conversación,
los interlo cu to res im itaban a Platón entreteniéndose
con sus discípulos en los jard in es de la Academia, o
a Cicerón discutiendo con sus amigos en la som bra de
Túsculo (O roz R eta: 1967, p. 165).
F ru to de estas conversaciones son sus prim eras obras,
conocidas p o r el nom bre genérico de Diálogos de Casi­
ciaco. E n ellos Agustín nos m u estra cuáles son sus
preocupaciones en esta época. Contra Académ icos re­
futa definitivam ente la duda escéptica, a la que d u ran te
algún tiem po había prestado atención. De beata vita
es una exposición del tem a de la felicidad, consistente
en el perfecto conocim iento de Dios (R eí rae t ., I, 2).
El diálogo De ordine es una reflexión sobre el orden
del universo, cuyo reflejo ha de encontrarse en el alm a,
m antenido p o r la Providencia, y sobre si en el orden
providencial están com prendidos el bien y el mal. Fi­
nalm ente, los Soliloquia, diálogo de Agustín con su
p ro p ia razón, escrito con el fin de «investigar la ver­
dad acerca de los problem as cuya solución m e atra ía
con m ás fuerza», según sus propias palabras {Retract.,
I, 4), y donde aborda cuestiones referentes al conoci­
m iento, la verdad, la sabiduría y la inm ortalidad; es el
diálogo del silencio interior, la conversación en tre su
propia alm a y Dios, donde ya están los frutos de su
conversión:
Quiero conocer a Dios y al alma. —¿Nada más?
—Nada más.
{Solil., I, 2)
E n m arzo del 387 regresan a Milán y d u ra n te la Vi­
gilia Pascual, según la costum bre de la época, Agustín,

96
Alipio y Adeodato reciben el bautism o de m anos de
San Ambrosio. E ra Ja noche de] 24 al 25 de abril.
Agustín, que tan to s detalles nos proporciona sobre su
vida an terio r, sobre sus crisis, preocupaciones y ansie­
dades, se m u estra sum am ente callado sobre este m o­
m ento. Sólo alude a él con una breve frase:

Y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros toda


preocupación de la vida pasada.
(Conf., IX, 6)

Agustín desea entonces difu n d ir en Africa la nueva


sab id u ría a la que ha llegado. A fines de agosto del
año 387 todo el grupo abandona Milán y se dirigen al
p u erto rom ano de Ostia, con el fin de em b arcar hacia
Africa. Pero aquí M ónica enferm a rep en tin am en te y
m uere. La serena m u erte que tuvo influyó p ro fu n d a­
m ente sobre Agustín, quien se refiere a este m om ento
diciendo:

Abandonado de aquel tan gran consuelo, sentía


el alma herida y despedazada mi vida, que había lle­
gado a formar una sola con la suya.
(Conf., IX, 12)

Decide entonces p erm anecer d u ra n te algún tiem po


en Roma, in teresándose p o r la vida m onástica y escri­
biendo algunos libros: De inm ortalitate anim ae y De
qua n tita te animae, donde tra ta de cuestiones referen­
tes al alm a; De m oribus m anichaeorum y De m oribus
ecclesiae catholicae, donde com ienza su polém ica con­
tra los m aniqueos. Además, inicia la com posición de
otro s que finalizaría estando ya en Africa: De libero
arbitrio y De música.
Finalizando el verano del 386 em barca definitivam en­
te con destino a Africa y se instala en Tagaste, con
su hijo Adeodato y Alipio, adem ás de otros com pa­
ñeros, organizando allí una vida en com unidad, au stera
y coi l egada al estudio y la oración. T erm ina sus obras
iniciadas en Roma y com ienza un fructífero período de
com posición de escritos. E n tre los que escribió en esta
época destacan el diálogo De m agistro, cuyos interlocu­
tores son p adre e hijo y cuyo objeto es m o stra r al ver-

97
dadero M aestro interior, Cristo, y el trata d o De vera
religione, sobre las relaciones en tre la fe y la razón
y el problem a del hom bre interior. R edacta tam bién
resp u estas a cuestiones que le com ienzan a p lan tea r
no sólo sus com pañeros, sino tam bién h ab itan tes de
o tras ciudades cercanas a Tagaste. Tal era su fam a ya.
E stas cuestiones fueron recogidas en un libro que p u ­
blicó siendo ya obispo con el título De diversis quaes-
tionibus octoginta tribus.
Su fam a iba en aum ento. En el año 391 viaja a Hi-
pona, ciudad p o rtu aria, una de las plazas fuertes de la
h erejía donatista. El obispo de la ciudad, Valerio, se
m u estra im potente p ara h acer frente a las necesidades
de los católicos, p o r su origen o riental y p o r su avan­
zada edad. H abiendo solicitado un sacerdote que fuera
capaz de ayudarle en sus m enesteres, los católicos de
la ciudad, conocedores de la vida de Agustín,

lo arrebataron y, como ocurre en tales casos, lo pre­


sentaron a Valerio para que lo ordenase, según lo
exigían con clamor unánime y grandes deseos todos,
mientras él lloraba copiosamente.
(S an PosiDro: Vita, 4)

O rdenado sacerdote, el obispo Valerio le dona un


hu erto , donde funda un m onasterio, viviendo según la
m anera y regla establecida en tiem pos de los apósto­
les, según dice su biógrafo (Vita, 5), sin que se sepa
con certeza cuál era esta regla.
Inicia entonces el m inisterio de la predicación, lle­
gando incluso a exponer un serm ón ante los obispos
de Africa, reunidos en H ipona en el año 393. Se ocupa
de los católicos de la ciudad, pero tam bién continúa
su lab o r de apologética y de controversia co n tra ma-
niqueos y donatistas. R esultado de esta labor fueron
diversas obras escritas entonces, en tre las que hay que
su b ray ar el De u tilitate credendi, síntesis de su paso
p o r el m aniqueísm o y de la ru ta que siguió h asta lle­
gar a la verdad: la fe, aun en las cosas hum anas, es
necesaria, puesto que antes de llegar al conocim iento
de una ciencia es preciso acep tar la au to rid ad de un
m aestro.

98
La reputación de Agustín iba en aum ento. V alerio
acudió al prim ado de C artago p ara que lo n o m b rara
obispo auxiliar de H ipona, con el fin de que co laborara
con él. O btenido el asentim iento, Valerio lo anunció
a sus fieles, quienes acogieron la p ro p u esta con alegría
y aprobación. E n los últim os días del año 395 o co­
m ienzos del 396, Agustín fue consagrado obispo auxi-
lar de Hipona.

5.4. De la consagración episcopal


a la muerte
Cuando Agustín fue consagrado obispo co n tab a 42
años de edad. H asta el día de su m uerte se entregó a
una actividad pasto ral, apologética y lite raria que no
conpció reposo. V iajaba con frecuencia allí donde le lla­
m aban:

Nombrado obispo, predicaba la palabra de salva­


ción con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo
en una región, sino dondequiera que le rogasen, acu­
día pronta y alegremente, con provecho y crecimiento
de la Iglesia.
(S an P osidio : Vita, 9)

Poco después de ser elegido obispo auxiliar, m urió


el anciano Valerio y él quedó al frente de la com uni­
dad cristian a de Hipona. Sus ocupaciones desde ese
m om ento nos las n a rra con detalle su biógrafo Posidio
B asta leer las páginas que le dedica p ara com p render
la incansable labor de apostolado que Agustín d esa rro ­
lló: sus predicaciones, sus intervenciones ante cuestio­
nes litigiosas, sus controversias con d o n atistas, maní
queos, pelagianos y arríanos, su participación en con­
cilios locales y en asam bleas de obispos norteafricanos,
su relación ep isto lar con Italia, H ispania y la Galia,
la form ación de clérigos. Amplios y abu n d an tes queha­
ceres que, sin em bargo, requieren poco espacio para
referirse a ellos.
En H ipona, Agustín realiza y com pleta su nueva con­
cepción de la cu ltu ra, aquélla a la que se había incli-

99
nado tras su conversión. E sta cultura ya es en él ple­
nam ente cristiana: las exigencias de la religión se le
hacen im periosas, m ás con scien tes, m ás profundas; tien­
den a estar p resentes en todas las m an ifestaciones de
su vida (M arrou : 1983, p. 333), com o se deja traslucir
en los libros que escribió durante su últim a etapa de
vida.
Adem ás de sus m ás de trescientos serm ones y m ás de
doscientas cartas, Agustín com puso sus m ás im por­
tan tes obras apologéticas, dogm áticas, m orales, p asto ra­
les y exegéticas. E n tre ellas sólo se pueden citar, p o r
la im p o rtan cia que tienen desde el punto de vista fi­
losófico, al p re cisar algunas de sus doctrinas, las si­
guientes obras. E n p rim e r lugar, De doctrina christiana,
esc rita hacia el año 397, en la que establece el p ro ­
gram a de form ación cristiana, que ha de incluir, com o
prop ed éu tica y prelim inar, el conocim iento y utiliza­
ción de la cu ltu ra antigua, y en donde propone una
teo ría del signo y de herm enéutica bíblica que serían
tom adas com o m odelo en la E dad Media. El De Trini-
tate, u n a de sus obras m aestras, com puesta e n tre los
años 399 y 420, donde expone su d octrina teológica tri­
n itaria, que tan ta influencia h ab ría de tener p o sterio r­
m ente, adem ás de en co n trarse en ella im p o rtan tes p re ­
cisiones de índole filosófica. Las Confesiones, escrita
e n tre los años 397 y 400, su obra autobiográfica, com o
ya tuvim os ocasión de señalar. Y, en fin, el De C ivitate
Dei, que escribió entre los años 413 y 426 con ocasión de
las acusaciones que se dirigieron co n tra los cristianos
a raíz del saqueo de Rom a en el año 410 p o r obra de
Alarico. De esta obra se ha dicho (Oroz R eta: 1967,
página 244) que constituye el sistem a m ás com plejo y
p erfecto de la apología cristiana. E scrito con intención
polém ica, es un libro cuyo alcance e im portancia tra s­
cienden esta finalidad. Es u n a síntesis de su pensa­
m iento filosófico, teológico y político, en la que com ­
bate el paganism o y defiende la d octrina cristiana. De
ah í que sea su o tra gran o b ra m aestra, cuya influen­
cia y vigencia h an p erd u rad o a lo largo de las épocas.
Poco después term in a sus Retractaciones, donde re­
visa y corrige los libros que había publicado: «La obra
en que estaba tra b a ja n d o me era muy necesaria, pues

100
estab a revisando todos m is opúsculos; cuando en ellos
hallo algo que me ofende a mí o puede ofender a
otros, unas veces lo repruebo y o tras veces explico lo
que p o d ría o debería leerse», nos dice en la C arta 224,
esc rita en el año 427, dirigida a Quodvultdeo. Fue poce
m ás tard e cuando

por voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas


de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados
con los godos y otras gentes venidas de España, do­
tadas con toda clase de armas y avezadas a la guerra,
desembarcaron e irrumpieron en Africa; y luego de
atravesar todas las regiones de la Mauritania penetra­
ron en nuestras provincias, dejando en todas partes
huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo.
(S an P osidio : Vita, 28)

La invasión de los vándalos de G enserico a que se


refiere aquí el biógrafo, había com enzado en el año
428 ó 429. E n mayo del 430 llegaban a H ipona y po­
nían sitio a la ciudad. S acerdotes y obispos se refu­
gian allí. Agustín, ya anciano, anim aba a todos y los
ex hortaba a resistir. E jem p lar es la carta que poco
an tes de este suceso había enviado al obispo H onorato:
C arta 228, reproducida p o r Posidio en su Vita.
A los tres m eses de haberse iniciado el asedio, Agus­
tín cayó enferm o de unas fiebres. Unos días después,
el 28 de agosto del año 430, Agustín m oría. He aquí
el relato de Posidio, testigo presencial:

Aquel santo tuvo una larga vida, concedida por di­


vina dispensación para prosperidad y dicha de la
Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdo­
te y obispo durante casi cuarenta. En conversación
familiar solía decirnos que, después del bautismo,
aun los más calificados cristianos y sacerdotes deben
hacer digna y conveniente penitencia antes de partir
de este mundo. Así lo hizo él en su última enferme­
dad de que murió, porque mandó copiar para sí los
salmos de David que llaman de la penitencia, los
cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en
la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo
los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que
nadie le distrajera de su ocupación, unos diez días

101
antes de morir, nos pidió en nuestra presencia que
nadie entrase a verle fuera de las horas en que le
visitaban los médicos o se le llevaba la refección.
Se cumplió su deseo, y todo aquel tiempo lo dedicaba
a la plegaria. Hasta su postrera enfermedad predicó
ininterrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia
con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano con­
sejo. Y al fin, conservando íntegros los miembros cor­
porales, sin perder ni la vista ni el oído, asistido de
nosotros, que le veíamos y orábamos con él, durmióse
con sus padres, disfrutando aún de buena vejez.
(S an P osidio : Vita, 31)

La o b ra de San Agustín fue editada p o r vez p rim era


de m an era com pleta p o r los benedictinos de San Mau­
ro, en 11 volúm enes, París, 1679-1700, edición llam ada
«M aurina», que reeditó Migne en su Patrología Latina,
volúm enes 32 al 47. La Biblioteca de Autores C ristia­
nos (BAC), de M adrid, inició la publicación de las
obras, texto latino y traducción castellana, en 1946,
llevando h asta ahora publicados 26 volúm enes, de los
43 proyectados.

102
Las relaciones entre fe y razón

6.1. Introducción
El en fren tam ien to de San Agustín con el problem a
de las relaciones en tre Fe y Razón, independientem ente
de que, com o ya hem os visto, sea un problem a de obli­
gada solución p ara todo aquel que podem os llam ar
filósofo cristiano, viene condicionado p o r dos aconte­
cim ientos biográficos; a saber, su condición de busca­
d o r de la verdad e n tre las pro p u estas de la filosofía
clásica y el hecho de su conversión. Es este esquem a
vital el que asem eja su actitud, así com o la solución
en co ntrada, a San Justino.
La b ú squeda de la verdad entre las filosofías pro-
puestasi le llevó al escepticism o. Mas de él no salió
p o r su conversión, sino p o r la lectura de los E lem enta
de E uclides, que le hicieron ver la existencia de una
verdad, tan restrin g id a com o se quisiera en el ám bito
intelectual, pero que abría la esperanza a en co n trarla
en un ám bito de m ayor alcance.
Su conversión al C ristianism o está tam bién m otivada
p o r aconteceres m uy análogos a los de San Justino.

103
Se mezcló en su m ente Am or y Verdad, y, cuando cre­
yó d escu b rir aquél, descubrió a un m ism o tiem po éste.
Mas acontece que la solución agustiniana tiene m u­
cho m ayor fuste intelectual que la de San Justino.
P odría decirse m ás; es la solución que se ha dado al
p ro b lem a de las relaciones en tre Fe y Razón m ás po­
derosa, m ás sólida y m ás auténtica. Y su autenticidad
no nace de su intelectualism o, com o podríam os acha­
carle a Santo Tom ás, sino de su propia condición de
cristiano. C abría decir lo m ism o que se dijo cuando
San Ju stino: San Agustín no creó una filosofía cris­
tiana, sino que hizo del C ristianism o una filosofía.
Pero, p recisam ente en la m edida en que la solución
dada por San Agustín es poderosa y sólida, es, al m is­
mo tiem po com pleja. Lo que ha hecho que m uchas ve­
ces, quizás dem asiadas, no haya sido entendida en
toda su profundidad. En la m ayor p arte de los casos
p o r so brecargarla de intelectualism o.
Veamos con cierto detenim iento los fundam entos me-
tafísicos y existenciales que so portan su solución.

6.2. Delimitación del problema


Uno de los ideales que San Agustín parece h ab e r tra n s­
m itido a la E dad Media fue el de la convergencia, o,
si querem os m ejor, la identificación en tre Fe y Razón,
en tre Religión y Filosofía. B. M. M anser (La esencia
del T o m ism o , M adrid, 1953) ha clasificado, ju stam en te,
la d o ctrin a de San Agustín sobre este punto esencial
de su pensam iento, den tro de aquel grupo de au to res
que confunden o identifican Religión y Filosofía. Y cier­
tam en te esto es así, p orque San Agustín lo repite con­
tin u am en te en textos como éste:

Porque se cree y se pone como fundamento de la


salvación humana que son una misma cosa la filoso­
fía, esto es, el amor a la sabiduría, y la religión, pues
aquellos cuya doctrina rechazamos tampoco partici­
pan con nosotros de los sacramentos.
(De vera reí., V, 8)

104
Hay identificación en tre Filosofía y Religión. Pero
esta identificación no se realiza porque se confundan
fe y razón, sino que am bas son dos acciones com pleta­
m ente d istin tas en el hom bre:
Así, hay en el alma tres operaciones que parecen
ser cada una continuación de la otra y que es conve­
niente discernir: entender, creer y opinar... Por lo
tanto, lo que comprendemos se lo debemos a la razón;
lo que creemos, a la autoridad; lo que opinamos, al
error.
(De útil, credendi, XI, 25)
E ntonces, ¿en qué radica esa identidad e n tre Filoso­
fía y Religión?
M uchas han sido las respuestas que se h an dado
a esta pregunta. E n tre ellas, quienes consideran que
esta identificación fue u n propósito concebido expre­
sam ente p o r San Agustín, de o rie n ta r toda actividad
racional hacia la fe. Así, B a u rn g a rtn er («San Agustín»,
en Grandes pensadores, M adrid, 1936, I, p. 358) dice
que «la Filosofía está orien tad a en todas sus p artes
hacia la Religión y hacia la Teología, hacia el m odo
que tiene el C ristianism o de p la n te a r los problem as.
S an Agustín co n sidera com o fin suprem o la arm onía
del cuad ro universal filosófico con las teorías cristia­
nas».
No in ten tarem o s aquí hacer h isto ria de todas esas
in terp retacio n es que se han hecho de tal cuestión. Si
citam os este ejem plo, lo hacem os p ara señ a la r lo que
creem os un erro r. Porque no se tra ta de un problem a
de subordinación o de condicionam iento, sino de iden­
tificación existencial y m etafísica, com o nos esforzare­
m os en m o strar.

6.3. Qué es la Filosofía


P ara San Agustín la radical actitud filosófica con­
siste en el deseo de conocer la verdad (M indan: 1955),
algo que es universal y patrim onio de todos:
Os ruego prestéis gustosa atención a unas observa­
ciones relativas a nuestro asunto sobre la esperanza

105
de la vida y los propósitos que nos animan: creo que
nuestra ocupación, no leve y superfina, sino necesaria
y suprema, es buscar con todo empeño la verdad.
(Contra Acad., III, 1)
La verdad es común a todos. No es ni mía, ni tuya,
ni de éste, ni de aquél, sino común a todos.
(In psalmum 75, 17)

El conocim iento de esta verdad, com ún a todos, es


precisam ente la Filosofía, ya que ésta es am or a la
sab id u ría y la sabiduría es contem plación y posesión
de la verdad:

Si uno se fija, el nombre mismo de filosofía expresa


una gran cosa, que con todo el afecto se debe amar,
pues significa amor y deseo ardoroso de la sabiduría.
{De moribus Eccl. cath., I, 21)

La misma sabiduría, esto es, la contemplación de


la verdad.
{De sermone Domini in monte, I, 3)

¿Acaso crees que la sabiduría es otra cosa que la


verdad, en la que se contempla y posee el sumo
bien?
{De lib. arb., II, 9)

Ya he demostrado que ningún otro amor me do­


mina, porque lo que no se ama por sí mismo no se
ama. Yo amo sólo la sabiduría por sí misma, y las
demás cosas deseo poseerlas o temo que me falten
sólo por ella.
(Solil., I, 13)

El problem a p ara el filósofo es, precisam ente, encon­


tr a r el cam ino p ara alcanzar la verdad, p ara llegar a
poseerla. El alm a pugna p o r en c o n trar la verdad, com o
nos dice en De u tilitate credendi (VII, 14). Y es p re­
ciso en c o n tra r el cam ino de la verdad, si es que existe,
p o rque en ello va la salvación de n u estra alm a,

a riesgo de todo peligro se debe buscar la verdad y la


salud del alma, aun cuando hayan sido estériles todos

106
los trabajos y tío se haya encontrado, allí donde pa­
recía seguro, su hallazgo.
(De útil, credendi, VII, 8)
Así, pues, la Filosofía responde a la exigencia que
dom ina al hom bre de alcanzar la verdad. Veam os, se­
gún esto, en qué radica esa identificación existencia! y
m etafísica de la Filosofía con la Religión de que he­
m os hablado.

6.4. Identificación existencial de la Religión


con la Filosofía
Porque la Religión y la Filosofía cum plen idéntico
papel en la existencia hum ana, podem os decir que se
da esa identificación existencial. En efecto, Religión
y Filosofía son dos em peños que tienen idéntica finali­
dad, y es esta identificación de fines la que unifica
la Religión y la Filosofía en su significado vital.
A fanosam ente busca el hom bre y desea ard ien tem en ­
te alcanzar la verdad, porque sólo ella le d ará la feli­
cidad. Y esto p o rque sólo es feliz el que no carece de
aquello que desea poseer, y, siendo la felicidad hu­
m ana cosa del alm a, sólo la verdad calm a adecuada­
m ente su necesidad, com o se puede leer en De beata
vita (IV, 33). E stam os, pues, ante el núcleo que ce n tra
todo el pensam iento agustiniano: la felicidad, a la que
todo h om bre tiende p o r naturaleza:
Una cierta opinión, propia de todos aquellos que
de algún modo pueden hacer uso de su razón, es que
todos los hombres quieren ser felices.
(De civitate Dei, X, 1)
En tanto que apetece la vida feliz, ningún hombre
se equivoca.
(De lib. arb., II, 9)
Ciertamente, todos queremos vivir felizmente. Y no
existe nadie entre los hombres que no dé asentimien­
to a esta proposición, incluso antes de ser enunciada
plenamente.
(De moribus Eccl. cath., I, 3)

107
T area de b úsqueda de la felicidad en la que han
coincidido todos los filósofos, porque ellos han con­
siderado que el fin suprem o del hom bre consiste en la
felicidad. P o r ello, bu scar la felicidad se revela com o
la única causa y el único fin de la filosofía.
Pero es que sucede que igual designio m ueve al hom ­
b re a ser religioso:

Sabed ante todo que los filósofos en general perse­


guían todos una finalidad común; hubo entre ellos
cinco partidos, cada uno con su particular doctrina.
La aspiración de todos ellos en sus estudios, búsque­
das, disputas y maneras de vida, era llegar a la vida
feliz. Esta era la única causa de su filosofar, y juzgo
que los filósofos van en esto de acuerdo con nosotros.
Pues si os pregunto la razón de creer en Cristo y por
qué os hicisteis cristianos, me responderéis todos uná­
nimes en esta verdad: Por la vida feliz-
(Sermón 150, 4)

La Religión y la Filosofía son, p o r consiguiente, dos


m edios de que dispone el hom bre p ara lograr su bien.
Ambas tienden a un m ism o fin, la sabiduría, que es
verdad y felicidad. Filósofos y cristianos coinciden,
pues, en orden a alcanzar su perfección p o r dos vías:

Por lo cual también en el tratamiento con que la


divina Providencia e inefable bondad mira a la cura­
ción de las almas luce muchísimo la belleza en sus
grados y perfecciones. Pues en él se emplean dos me­
dios: la autoridad y la razón. La razón guía al cono­
cimiento e intelección.
(De vera reí., XXIV, 45)

Falta ahora que exponer las normas con que han


de instruirse los que ya aprendieron a vivir. Dos ca­
minos hay que nos llevan al conocimiento: la autori­
dad y la razón.
(De ordine, II, 9)

Así resu ltan identificadas p o r su fin, p o r su signifi­


cado, en la h um ana existencia, Religión y Filosofía.
D ecíam os an terio rm en te que el problem a p a ra el fi­
lósofo consistía en e n c o n trar el cam ino de la verdad,

108
esto es, la vía que a la verdad nos lleva. H asta aquí,
la Religión y la Filosofía son m odos, m edios. Pero es
preciso que se especifiquen en su llegar a ser, en su
devenir. ¿Cómo en c o n trar esa especificación?
He aquí dónde se realizará lo que hem os llam ado
identificación m etafísica. A puntem os el tem a con este
bellísim o texto agustiniano:

Por tanto, vida, la que es digna de ser llamada por


este nombre, no es más que la feliz■Y no será feliz si
no es eterna. Esto, esto es lo que todos quieren, esto
es lo que todos queremos: la verdad y la vida; mas
¿por dónde ir a la posesión de tan gran felicidad?
Trazáronse los filósofos caminos sin camino; unos
dijeron: «¡Por aquí!» Otros: «¡Por ahí no, sino por
allí!» El camino fue para ellos una incógnita, porque
Dios resiste a los soberbios; y aun para nosotros lo
fuera de no haber venido el camino a nosotros. Por
eso dice el Señor: Yo soy el camino. ¡Viajero desazo­
nado! Tú tío quieres venir al Camino, y el Camino
vino a ti. ¿No buscabas por dónde ir? Yo soy el ca­
mino. Buscabas a dónde ir: Yo soy la verdad y la
vida. Si vas a él por él, no has de perderte. He ahí
la doctrina de los cristianos, no digo comparable,
sino incomparablemente superior a las doctrinas de
estos filósofos: a la inmundicia de los epicúreos y al
orgullo de los estoicos.
(Sermón 150, 10)

6.5, Identificación metafísica


No. No podem os h ab lar de dos cam inos que se iden­
tifican p o r su fin, sino de un solo cam ino que se di­
versifica en etapas.
E sta afirm ación debem os ju stific arla con la exigencia
de identidad, que nace de una p o stu ra m etafísica ini­
cial. P o stu ra q u e llam am os m etafísica p o r su conte­
nido, pero que no debe entenderse com o la p rim era
afirm ación de la m etafísica agustiniana, pues con igual
derecho se p o d ría a firm a r entonces que es su p rim era
concepción religiosa o intuición m ística. Se tra ta , antes
al co n trario , de una afirm ación que su sten ta la base

109
de am bas, y que a am bas, Religión y Filosofía, atañe
en igual m edida,
«Si la relación de las creatu ra s a Dios es ta n íntim a
que constituye todo su ser, ¿qué com penetración se
debe e sp e rar d escu brir en tre la V erdad subsistente,
p o r u n a parte, y la inteligencia cuya n aturaleza es co­
nocer la V erdad, p o r o tra? San Agustín ha percibido,
quizá m ás que nadie, la dependencia del esp íritu h u ­
m ano an te la suprem a luz. Aquí está el cen tro de su
filosofía». C iertam ente, estas palabras de Ch. Boyer
(1940, p. 179) constituyen el punto que debem os poner
de m anifiesto.
En San Agustín, la esencia de la verdad está insepa­
rablem ente unida a la existencia, ha afirm ado muy ati­
nad am en te W indelband (H istoria de la Filosofía, Mé­
xico, vol. III, p. 69). Así, pues, la V erdad, con m a­
yúscula, tiene que e sta r unida a su existencia propia,
y esta Verdad que existe es Dios:

A Ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por


guien son verdaderas todas las cosas que son ver­
daderas.
(Solil., I, 1)
La vida feliz es rozo de la verdad, es decir, es gozar
de Ti, Dios, que eres la Verdad.
(Conf., X, 23)

Mas ¿cuál ha de ser la sabiduría digna de este nom­


bre sino la de Dios? Por divina autoridad sabemos
que el Hijo de Dios es la Sabiduría de Dios; y cier­
tamente es Dios el Hijo de Dios. Posee, pues, a Dios
el hombre feliz, según estamos de acuerdo todos des­
de el primer día de este banquete. Pero ¿qué es la
Sabiduría de Dios sino la Verdad? Porque El ha di­
cho: Yo soy la Verdad.
(De beata vita, IV, 34)

E sta es la verd ad que el hom bre tiene que alcanzar


p ara o b ten er la felicidad por la Filosofía, y éste es el
Dios que debe am ar p ara cum plir con su religión. Pero,
repitám oslo, este saber y este am or no son dos accio­
nes diversas y separadas, sino que am bas se im plican,
se exigen y se com plem entan, haciendo así de esos dos

110
cam inos de que hablam os una sola y real vía de sal­
vación, de felicidad, de sabiduría.
Camino que Agustín p resen ta no com o un descubri­
m iento suyo, ni siquiera com o algo propio del C ristia­
nism o, sino com o aquella vía que ya establecieron los
filósofos antiguos, especialm ente Platón. Así, San Agus­
tín quiso situ arse en una tradición filosófica ya con­
solidada:

Baste por el momento recordar que para Platón


el bien supremo consiste en vivir según la virtud, y
que esto sólo puede alcanzarlo quien tiene conoci­
miento de Dios y procura su imitación; según él, no
hay otra causa que pueda hacerle feliz. Y así, no duda
en afirmar que filosofar es amar a Dios, cuya natu­
raleza no es corporal. De donde se sigue que entonces
es feliz el amante de la sabiduría (tal es el filósofo)
cuando comienza a gozar de Dios. Aunque en reali­
dad no siempre es feliz el que goza de lo que ama;
hay muchos que son miserables por amar lo que no
debe ser amado, y más miserables aún si llegan a
disfrutar de ello; pero nadie es feliz si no goza de
aquello que ama. Los mismos que aman lo que no
debe ser amado, no piensan ser felices en el amor,
sino en el gozo. Por tanto, quien goza de aquel a
quien ama, y ama el verdadero y supremo bien,
¿quién, sino alguien muy depravado, negará que es
feliz? A ese bien verdadero y supremo lo reconoce
Platón como Dios; por eso dice que el filósofo es
amador de Dios, a fin de que, como la filosofía tiende
a la vida feliz, sea feliz gozando de Dios el que lo
ama.
(De civitate Dei, VIII, 8)

El alm a tiene unos ojos p ara alcanzar las verdades


de la ciencia: son la razón. Pero, para conocerlas, es
preciso, adem ás, conocer el sol, que, com o las verda­
des, los alum bra:

Porque las potencias del alma son como los ojos


de la mente; y los axiomas y verdades de las cien­
cias aseméjanse a los objetos, ilustrados por el sol
para que puedan ser vistos, como la tierra y todo
lo terreno. Y Dios es el sol que los baña con su luz.
(Solil., I, 6)

111
Así, p a ra alcanzar estas verdades es m en ester alcan­
zar la verdad. Mas para alcanzar ésta, la razón es insu­
ficiente, porque las verdades inteligibles, que superan
el orden sensible que se encarna en las verdades exis­
ten tes in tram u n d an as, no sólo son p roducto de nues­
tras potencias, sino fru to de una ilum inatio, de u n a
desvelación divina. ¿D ónde está, por consiguiente, el
cam ino a seguir?

6.6. El sentido de la fe en orden al conocer


El joven Agustín nos hubiera hablado del ejercicio
de la razón, de la b úsqueda en viejos m am otretos. Pero
Agustín descubrió un día la luz y e n tra ro n en arm onía
todas las p artes de su ser.

Ante todo, conviene advertir al futuro lector de


este mi tratado sobre la Trinidad, que mi pluma está
vigilante contra las calumnias de aquellos que, des­
preciando los sumos principios de la fe, se dejaron
engañar por un prematuro y perverso amor a la
razón.
(De Trinitate, I, 1)

No. No es la razón el inicio del cam ino. Es necesario


que éste sea p rep arad o , dispuesto p ara hacer efectivo
el razonar. Como ha expresado Gilson (1949, p. 31), San
Agustín buscó la verdad d u ran te largos años p o r la ra ­
zón; descubrió después que la fe ponía a su disposición
la verd ad que su razón no había logrado descubrir.
P or ello, su experiencia le persuadió de que m ejo r era
creer p ara sab er que saber p ara creer.
De esta m anera, p ara San Agustín la preparación del
cam ino debe com enzar p o r lim piar nu estro s ojos p a ra
que pued an ver. Y sólo con la fe se logra la visión, ya
que sólo ella hace posible el que alcancem os la sabidu­
ría. Una voz nos clam a este secreto en nuestro corazón,
nos señala el cam ino:

Y este aviso, esta voz interior que nos invita a


pensar en Dios, a buscarlo, a desearlo sin tibieza, nos
viene de la fuente misma de la Verdad. Es un íntimo

112
resplandor en que nos baña el secreto sol de las al­
mas. De El procede toda verdad que sale de nuestra
boca, aun cuando nuestros ojos, o por débiles o por
faltos de avezamiento, trepidan al fijarse en él y abra­
zarlo en su integridad, pues en última instancia es
el mismo Dios y sin ninguna modificación esencial.
(De beata vita, IV, 35)

La atención a la luz in terio r, la docilidad a la voz que


resuena. Tal es el principio de n u estro m ovim iento hacia
Dios (J olivet : 1932, p. 229). Por eso ha podido decir
Gilson (1949, p. 38) que la d o ctrin a agustiniana de las
relaciones en tre fe y razón rechaza se p a ra r la ilum ina­
ción * del pensam iento de la purificación del corazón La
fe ag u stiniana es ilum inadora y pu rificad o ra, pues se
aplica al hom bre p ara tran sfo rm arlo todo entero.
Pero esto es solam ente el inicio, el ponernos en ca­
m ino, al final del cual se h allará la sab id u ría y la fe­
licidad:

Con todo, mientras vamos en su busca y no abre­


vamos en la plenitud de su fuente, no hemos llegado
aún a nuestra medida *; y aunque no nos falta la di­
vina ayuda, todavía no somos ni sabios ni felices.
Esta es, pues, la plena hartura de las almas; ésta es
la vida feliz, que consiste en conocer piadosa y per­
fectamente quién nos guía a la verdad, y los vínculos
que nos relacionan con ella, y los medios que nos
llevan al sumo modo.
(De beata vita, IV, 35)

Así, al q u erer ser sabios, nos pide ser piadosos, p o r­


que la sab id u ría hu m ana es la piedad, com o a p u n ta en
el E nchiridion (II, 1).
Una vez que estam os puestos en el cam ino, veam os de
reco rrerlo . Y el inicio de este cam ino nos pide, en p ri­
m er lugar, la fe.

No es lo mismo tener ojos que mirar, ni mirar que


ver. Luego el alma necesita tres cosas: tener ojos,
mirar, ver. Los ojos sanos son la mente pura de toda
mancha corporal, esto es, alejada y limpia del ape­
tito de las cosas corruptibles. Y esta limpieza y liber­
tad se consigue con la fe, porque nadie se esforzará

113
por conseguir la sanidad de los ojos si no lo cree in­
dispensable para ver lo que no puede mostrársele por
hallarse inquinado y débil.
(Solil., I, 6)

Cuando se tiene la fe, es decir, si se cree, se sigue


que se tiene esperanza y am or:

Y si cree que realmente sanando de su enfermedad


alcanzará la visión, pero le falla la esperanza de lo­
grar la salud, ¿no es verdad que rechazará todo re­
medio resistiéndose a los mandatos del médico?
...H a de añadirse, pues, la esperanza a la fe... Y si
admitiese todo eso, animándole la esperanza de po­
derse sanar, pero no desea la luz prometida y (la
razón) anda contenta en sus tinieblas, que con la
costumbre se han hecho agradables, ¿no es verdad
que aborrecerá al médico?... Se requiere, pues, la
tercera cosa, que es la caridad.
(Solil., 1,6)

De este m odo, p a ra San Agustín, com o base de la


posibilidad m ism a de la Filosofía, están la fe, la espe­
ranza y la caridad. Ellas son, p o r consiguiente, el único
m odo de que se nos haga posible la verdad:

La fe, creyendo que en la visión del objeto que ha


de mirar está su dicha; la esperanza, confiando en
que lo verá si mira bien; la caridad, queriendo con­
templarlo y tener fruición de él.
(Solil., I, 6)

Es aquí donde se dan cita lo natu ral y lo so b ren atu ­


ral en la concepción agustiniana. El hom bre caído sólo
puede volver a en co n trarse p o r la gracia. La fe agusti­
niana es, a la vez, adhesión del espíritu a la verdad so­
b re n a tu ra l y abandono hum ilde del hom bre entero a la
gracia de C risto, según expresa Gilson (1949, p. 38). La
adhesión a la au to rid ad de Dios supone la hum ildad y
ésta, a su vez, im plica una confianza en Dios. P or ello,
son plenam ente aceptables las palabras de Boyer (1932,
p. 205) cuando, al resu m ir su posición sobre este punto,
dice que San Agustín veía en las realidades so b re n atu ra­
les el perfeccionam iento de las potencias de n u estra na-

114
turaleza, poniendo el principal interés de filosofar en
m o strar, p o r una p arte, la necesidad que tenem os de la
fe y, p o r o tra, la arm onía en tre los dones divinos y
n u estro s m ás pro fu n dos deseos.
El cam ino m ás seguro com ienza, así, con la fe: hay
que b u scar con la fe p ara que el intelecto encuentre:

Así se han de buscar las realidades incomprensi­


bles, y no crea que no ha encontrado nada el que
comprende la incomprensibilidad de lo que busca.
¿A qué buscar, si comprende que es incomprensible lo
que busca, sino porque sabe que no ha de cejar en su
empeño mientras adelanta en la búsqueda de lo in­
comprensible, pues cada día se hace mejor el que
busca tan gran bien, encontrando lo que busca y bus­
cando lo que encuentra? Se le busca para que sea
más dulce el hallazgo, se le encuentra para buscarle
con más avidez. ■■ Busca la fe, encuentra el entendi­
miento.
(De Trinitate, XV, 2)

El en ten d er, p o r tanto, sigue al creer. Pero, ¿p ara


qué en ten d e r después de creer? La fe no es entendi­
m iento; la fe sólo m u estra el cam ino y lo p re p a ra p ara
que sea posible en ten der:

La fe, en efecto, es el peldaño de la intelección, y la


inteligencia es la recompensa de la fe.
(Sermón 126, 1)

Aunque la fe sea un acto del pensam iento, al que se


concede asentim iento, com o la define en De praedesti-
natione sanctorum (II, 5), es decir, siendo algo que for­
m a p a rte del proceso m ental norm al; sin em bargo, es
el en ten d im ien to el que nos abre las p u erta s de la sabi­
duría, que es posesión de la verdad. La fe sólo es «sa­
biduría» p ara el «ignorante»; pero, p ara quien necesita,
p a ra quien siente el deseo de satisfacer su entendim ien­
to, debe p ro lo n g ar el acto de la fe con el de entender.
La inteligencia puede y debe seguir a esta fe; que,
com o hem os visto an terio rm en te, está fecundada por la
esperanza y la caridad. No se tra ta , pues, de u n a fe b ru ­
ta aq u élla que Dios nos recom ienda en las E scritu ras,

115
sino que sus preceptos nos fuerzan a prolongarla p o r la
vía del conocim iento, de la intelección:

La intención del que busca es camino segurísimo


hasta el momento en que se alcance aquello a lo que
aspiramos y hacia lo que tendemos. Pero la inten­
ción, para que sea recta, ha de partir de la fe. La
fe cierta es principio de conocimiento siempre.
(De Trinitate, IX, 1)

El en ten d er lo que creem os nos hace contem plar la


verdad y las verdades. Nos perm ite contem plar la ver­
dad, porque lo que creem os es Dios, y éste es la Verdad;
p en etrando en su com prensión, nos acercam os a El.
Nos p erm ite co n tem plar las verdades porque

visible es la tierra, lo mismo que la luz; pero aquélla


no puede verse si no está iluminada por ésta. Luego
tampoco los axiomas de las ciencias, que sin ninguna
duda retenemos como verdades evidentes, se ha de
creer que podemos entenderlas sin la radiación de
un sol especial.
(Solil., I, 8)

Hay, al final del cam ino, la aprehensión de la Verdad:

Nuestro conocimiento, sin embargo, no se perfec­


ciona sino después de esta vida, cuando lo veamos
cara a cara. Tengamos esto presente y conoceremos
que es más seguro el deseo de conocer la verdad que
la necia presunción del que toma lo desconocido
como cosa sabida. Busquemos como si hubiéramos
de encontrar, y encontremos con el afán de buscar.
(De Trinitate, IX, 1)

Se realizan de esta m anera en San Agustín las tres


etapas que hacen al hom bre feliz, com o expresa clara­
m ente en el Tractatus in Joan. Evang.: creer, saber,
aprehender. Tres etapas que tienen una sola dirección,
pues no son reversibles en el sentido anselm iano, com o
se ha querido ver repetidam ente. Véase detenidam ente,
si no, el S erm ón 43, y, en particu lar, sus últim as pa­
labras:

116
Pues ciertamente lo que ahora estoy hablando lo
hablo para que crean los que aún no creen. Y, sin
embargo, si no entienden lo que hablo, no pueden
creer. Por lo tanto, en cierto modo es verdad lo que
él dice: «Entienda yo y creeré»; también lo es lo que
digo yo con el profeta: «Más bien cree para enten­
der.» Ambos decimos la verdad; pongámonos de acuer­
do. En consecuencia, entiende para creer, cree para
entender. En pocas palabras os voy a decir cómo he­
mos de entenderlo sin controversia alguna: Entienda
para creer mi palabra; cree para entender la pala­
bra de Dios.
{Sermón 43, 9)

6.7. A modo de conclusión


Toda esta d o ctrin a acerca del concepto, extensión y
p ro fundidad de la fe que San Agustín fue desarrollando
p au latin am en te, le fue tan evidente que pudo decir lo
siguiente:

De donde resulta que las verdades que al princi­


pio creimos, abrazándolas sólo por la autoridad, en
parte se hacen comprensibles hasta ver que son cer­
tísimas; en parte vemos que son posibles, y cuán
conveniente fue que se hicieren, y nos dan lástima
los que no las creen, prefiriendo burlarse de nuestra
primera credulidad a seguir en nuestra fe.
(De vera relig., VIII, 14)

Pero, p ara quien esté sanam ente em bargado del am o r


a la sabiduría, oirá la voz que en nosotros clam a:

Así, pues, si aquellos filósofos pudieran volver a la


vida con nosotros, reconocerían, sin duda, la fuerza
de la autoridad, que por vías tan fáciles ha obrado la
salvación de los hombres, y, cambiando algunas pala­
bras y pensamientos se harían cristianos, como se han
hecho muchos platónicos modernos y de nuestra
época.
(De vera relig., IV, 7)

117
Toda esta concepción agustiniana no es o tra cosa que
tina sublim e glosa de la frase bíblica que com enta en re­
p etid as ocasiones:

Recordad que él dijo: Tenemos un testimonio más


firme, el de los profetas. Concédeme que en aquella
controversia el juez sea el profeta. ¿Qué traíamos en­
tre manos? Tú decías: «Entienda yo y creeré.» Yo, en
cambio, decía: «Cree para entender.» Surgió la con­
troversia; vengamos al juez, juzgue el profeta; me­
jor, juzgue Dios por medio del profeta. Callemos am­
bos. Ya se ha oído lo que decimos uno y otro. «En­
tienda yo, dices, y creeré.» «Cree, digo yo, para en­
tender.» Responde el profeta: Si no creyereis, no
entenderéis.
(Sermón 43, 7)

San Agustín, com o ha expresado Gilson (1949, pp. 41-


42), no se ha planteado el problem a de si la razón sola
puede alcanzar ciertas verdades, ya que a esto única­
m ente podía resp o nder afirm ativam ente. P ara él, el pro­
blem a era el de si la razón sola puede conducirnos a
p oseer la sabiduría. Y esto fue lo que negó: la razón,
sin la fe, no es ap ta p ara hacernos ap reh en d er la V er­
dad, fundam ento últim o de toda verdad. Exigía, p o r
consiguiente, el com ienzo p o r la fe.
Razón y Fe, Filosofía y Religión se funden, pues, en
un único concepto de búsqueda, que lleva a la V erdad,
a la S abiduría, a la Felicidad. Quien así busca es el filó­
sofo cristiano, aquel al que San Agustín dirige el si­
guiente consejo:

Ama en gran manera el intelecto.


(Epístola 120, 3)

118
San Agustín lee la Epístola. B. Gozzoli. San Gimignano. lele-
sia de San Agustín.
La orientación del hombre
a la trascendencia
en el pensamiento agustiniano

7.1. Objetivos y supuestos básicos


del pensar agustiniano
7.1.1. E l co n o cim ien to de D ios y del alm a
co m o o b jetiv o s
El pensam iento de San Agustín es la expresión m ás
clara de la vocación de un hom bre o rientado al ap ren ­
dizaje y al conocim iento de la verdad. El problem a de
la V erdad fue p a ra él una cuestión vital o, m ejo r aún,
com o nos h a indicado J. H essen, la cuestión vital p o r
excelencia pu esto que, de la solución de la m ism a espe­
ra b a m ucho m ás que u n a p u ra satisfacción intelectual.
P ara él significaba la co n q u ista de u n a c e rtera visión
del m undo y de la vida, a la que iba a p a rejad a la po­
sibilidad de u n a genuina form ación y el desarrollo de su
p ersonalidad (J. J essen , 1962, p. 35).
E sta vocación de aprendizaje y de conocim iento de
la verdad viene im pulsada p o r dos grandes fuerzas m o­

120
trices com o son la Auctoritas y la Ratio. A utoridad y
Razón que se conjugan arm ónicam ente en ese intento
agustiniano p o r conocer a Dios y al alm a que, de esa
m anera, se configuran com o tem as centrales de toda in­
dagación filosófica.
P ara San Agustín está claro que sólo hay un doble
cam ino «para evitar la oscuridad que nos circunda: la
Razón y la A utoridad» (Acerca del Orden, II, 5, 6, 16;
Contra Académicos, III, 20, 43) y sólo a través de ellas
podrem os resolver esos dos grandes problem as que in­
quietan al filósofo de todos los tiem pos:

Dos problemas le inquietan (al filósofo): uno con­


cerniente al alma y el otro concerniente a Dios. El
primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo
al conocimiento de nuestro origen. El propio cono­
cimiento nos es más grato, el de Dios más caro;
aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace
felices. El primero es para los aprendices, el segundo
para los doctos.
(Acerca del Orden, II, 18, 47)

Son diversos los argum entos que apoyan la posición


agustiniana y que configuran su fortaleza. El prim ero
de ellos se cifra en el pleno y absoluto convencim iento
de la «Auctoritas» de C risto com o «m aestro au téntico
de verdad». P ara mí, nos ha dicho San Agustín, «es cosa
ya cierta que no debo ap a rta rm e de la au to rid ad de
C risto, pues no hallo o tra m ás firm e» (Contra los Acadé­
micos, III, 24, 43), y así, frente a la au to rid ad de la filo­
sofía que, «si bien prom ete la razón, salva a poquísi­
mos» (Acerca del Orden, II, 55, 16), San Agustín señala
la su p rem a veracidad de la «verdadera filosofía» ante
la p reten d id a verdad expresada con bellas palabras. Un
bello texto del Agustín de Las C onfesiones m u estra cla­
ram en te su talan te en este punto: «Ya había aprendido
de ti que no p o r decirse una cosa con elegancia debía
tenerse p o r verdadera, ni falsa porque se diga con des­
aliño; ni a su vez verdadero lo que se dice toscam ente,
ni falso lo que se dice con estilo b rillante; sino que la
sabiduría y necedad son com o m anjares, provechosos o
nocivos, y las palab ras elegantes o triviales, com o platos
preciosos o hum ildes, en los que se pueden ser.vir am ­

121
bos m anjares» (op. cit., V, 6, 10). Con ello San Agustíh
quiere darnos a en tender que es necesario distinguir no
sólo en tre «Autoridad» y «Razón», sino tam bién la pre­
cedencia de aquélla respecto de ésta en orden a la d eter­
m inación de la verdad, así com o la necesidad de adop­
ta r u na posición de clara receptividad respecto de la
«verdadera autoridad».
Un segundo argum ento de apoyo podem os cifrarlo en
la configuración de Dios com o fin único de la actividad
del alm a y que ap u n ta a la afirm ación de la radical te­
leología del hom bre a lo divino y a la explicitación del
ser hum ano com o realidad m enesterosa de Dios.
E fectivam ente, no es suficiente, p ara San Agustín,
ten er conocim iento de nuestro origen para d a r sentido
a la vida hum ana. Es necesario a p u n ta r hacia el ho ri­
zonte que abre la esperanza de lograr la felicidad que
el hom bre, en su vida y con su vivir, pretende encontrar.
La coherencia in tern a del pensam iento agustiniano hace
pues indispensable la conciencia hum ana de Dios com o
principio y fin de la acción del hom bre m ismo. Signifi­
cativas son las ideas agustinianas expresadas en este
texto de su tra ta d o sobre El libre albedrío:

¿Qué me puede perjudicar, efectivamente, el igno­


rar cuándo comencé a existir, si sé que actualmente
existo y espero que he de poder continuar existiendo?
No es en el pasado donde yo me fijo principalmente,
como para avergonzarme de un error perniciosísimo,
si de las cosas pasadas opino de otro modo distinto
de como en realidad fueron, sino que lo que me
preocupa y en lo que pienso, teniendo por guía la
misericordia de mi Creador, es en lo que he de ser.
Si acercq de lo que he de ser y acerca de aquél ante
quien he de comparecer creyere o pensare cosa dis­
tinta de lo que es la verdad, éste sí que sería un
error, del que debería precaverme a toda costa, a fin
de que no me sucediera, o que no preparase lo ne­
cesario, o que no pudiese llegar al mismísimo térmi­
no de mis aspiraciones.
Así como para comprar un vestido nada me per­
judicaría el haberme olvidado del pasado invierno,
y sí me perjudicaría el no creer que se aproxima el
venidero, del mismo modo nada perjudicará a mi
alma si acaso ha olvidado lo que antes ha sufrido,

122
si actualmente advierte y tiene muy presente para
qué cosas se la avisa que se prepare en lo ful uro.
Y así como, por ejemplo, el que navega hacia Roma
ningún inconveniente le vendría de haberse olvidado
del puerto del cual zarpó la nave, con tal de que no
ignorara hacia qué lado del lugar en que se halla de­
bería enfilar la proa, y, por el contrario, de nada le
serviría acordarse de la costa de donde partió si, ig­
norando la verdadera situación del puerto romano,
chocase en un escollo, así también nada me puede
perjudicar a mí el no saber cuándo comencé la ca­
rrera de mi vida si sé el fin al que debo llegar y en
el que debo descansar. Ni me serviría de nada la me­
moria o conjetura acerca de los comienzos de mi vida
si, sintiendo acerca de. Dios, que es el único fin ver­
dadero de la actividad del alma, cosa distinta de lo
que es digno de él, diese en los escollos del error.
(O. c., III, 21,61)

De ahí la necesidad, p ara el hom bre, de llegar al


autoconocim iento, porque sólo a través de él se abre
paso a la trascendencia: «Indaga qué es lo que en el
placer corporal cautiva: nada hallará fuera de la con­
veniencia; pues si lo que co n tra ría engendra dolor, lo
congruente p roduce deleite. Reconoce, pues, cuál es la
verd ad era congruencia. No quieras d e rra m a rte fuera;
e n tra d en tro de ti m ism o, porque en el hom bre in terio r
reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es m u­
dable, trascién d ete a ti m ism o, pero no olvides que,
al re m o n ta rte sobre las cim as de tu ser, te elevas sobre
tu alm a, d o tad a de razón» (Acerca de la verdadera R eli­
gión, 39, 72).
En consecuencia, pues, dos son los objetivos funda­
m entales del p en sar de San Agustín. En orden de exce­
lencia, qué duda cabe que la prim acía recae en Dios,
pues com o ha expresado ce rteram en te V. Capanaga, «lo
divino es la atm ó sfera propia del genio de San Agustín,
p o rque en el universo creado sólo ve vestigios, som bras,
guiños de la S abiduría infinita, que le hacen volver y
su b ir a la Causa suprem a y ejem p lar de cuanto existe.
Y es que la idea de Dios ilum ina la concepción agusti-
niana del m undo. No sólo p o r interés religioso, sino tam ­
bién p o r razones m etafísicas el problem a de Dios es

123
cen tral en su filosofía com o áncora del pensam iento y
del corazón. El sentido del m undo, el valor de la p er­
sonalidad hum ana y h asta los problem as del conoci­
m iento y de la c u ltu ra reclam an el apoyo de Dios. Cono­
cer a Dios es la m ás dichosa ocupación del esp íritu , p o r­
que El es el valor de los valores, el Sum o Bien, en quien
se aq u ieta el corazón hum ano. La dialéctica de la cul­
tu ra ag u stiniana se halla m ovida in terio rm en te p o r este
im pulso del conocim iento de Dios, que es un im pulso
soteriológico o de salvación del alm a, es decir, el m ás
hondo im pulso que subm ueve al hom bre» (V. Capa-
naga , 1962, p. 79).
Sin em bargo, en el orden n atu ra l del conocer hum a­
no, la prim acía tem poral recae en el conocim iento del
hom bre, en el conocim iento del alm a, ya que a través de
ella podem os llegar a Dios. R ecordem os, sim plem ente, la
conocida expresión agustiniana, sobre la que p o sterio r­
m ente volverem os: «Deus sem per idem : noverim me,
noverim Te» (Soliloquios II, 1, 1) y que sirve de horizonte
m etodológico del p en sar agustiniano.
Como el lecto r h ab rá podido apreciar, una serie de su­
puestos subyacen al p lanteam iento m ism o de los obje­
tivos del p en sa r de San Agustín. El análisis de esos su­
puesto s constituye, ju stam en te, el objetivo del siguiente
parágrafo.

7.1.2. Los su p u esto s del p en sam ien to agu stinian o:


la prim acía de la «A uctoritas»,
la idea de creación y la con cep ción
del hom b re com o «Im ago Del»

B ajo tres grandes p u n to s centram os los supuestos


sobre los que giran los objetivos agustinianos de «co­
nocer a Dios y al alma»: el pleno convencim iento de la
p rim acía de la «A utoridad» sobre la «Razón», la p ri­
m acía de la idea de «creación» con las consecuencias
que ella conlleva en todo el esquem a filosófico agustinia­
no y, p o r útim o, la determ inación de la centralidad del
h om bre en el universo creado y su configuración com o
«Im ago Dei». Un estudio sobre el pensam iento agusti-

124
niano no puede d e ja r de lado u n a reflexión, por breve
que sea, sobre estos grandes núcleos.

Primacía de la «Autoridad » sobre la «Razón»


Aun cuando el tem a que ah o ra nos ocupa se sitúa
frecu en tem en te en el contexto de la discusión sobre
«Fe y Razón» p o r la evidente relación que con esa tem á­
tica tiene, es conveniente retom arlo, aquí y ahora, con
el fin de analizar su engarce con el p roblem a de la
orien tació n trascen d en te del ho m b re en el pensam iento
agustiniano.
E n su concepción, el concepto de «Autoridad» es usa­
do p ara designar la reconocida capacidad general que
tiene un ser, un grupo, etc., p a ra influir sobre otros
ho m b res y o b ten er obediencia con el propósito de ase­
gu rarles la consecución de bienes o ven tajas verdade­
ras o, al m enos, que se puedan ten er com o verdaderas.
Desde este sentido genérico, nos ha reseñado S. C otta
en su análisis del térm ino en la Enciclopedia Filosófica,
1967, vol. I, la a u to rid a d se caracteriza p o r tres elem en­
tos esenciales: a) la capacidad, efectiva o p resu n ta, de
influir sobre o tro s d istin to s de sí m ism o, con lo que se
diferencia del au to co n tro l; b) el destino de esa capaci­
dad que no es o tro que ase g u rar u n a serie de bienes o
v en tajas p a ra otro s seres distin to s al que se considera
au to rid ad , c) p o r últim o, el reconocim iento de dicha ca­
pacidad. R econocim iento que conlleva u n a plena «con­
fianza», «fe», «fiducia», en que aquél que posee dicha
capacidad cu m p lirá sus objetivos.
Desde esta perspectiva genérica puede p erfectam en te
enfocarse la in terp re tació n agustiniana de la «Autoridad»
a condición de en ten d erla en la m entalidad de un c ristia­
no an tes que filósofo. Q uiero decir con ello que, p ara
San Agustín, y con él todo el pensam iento m edieval, en­
ten d erá p o r «vera A uctoritas» única y exclusivam ente
la A utoridad que se desprende de la verdad revelada, la
Revelación, las S agradas E scritu ra s, en definitiva. Todo
lo dem ás, p o d rá ser «Autoridad», pero no necesaria­
m en te «verdadera A utoridad», com o insistirá, u n a y o tra
vez, E scoto Erígena.

125
¿Qué podem os en co n trar de positivo en este plantea­
m iento?, ¿acaso no im plica ello una dejación de la inelu­
dible actividad h um ana? Sí y sólo si nos fijam os en la
pasividad in h eren te al «crede ut intelligas», pero no
cuando se com pleta con el «intellige u t credas» que
expresa el dinam ism o de ser hum ano, com prom etido en
su cristianism o, que tra ta de com prender con la razón
aquello que cree p ara, de esa m anera, hacer efectiva
la praxis cristiana. Aspectos estos que fueron la fuerza
agustiniana de los pensam ientos de S. Anselmo y Es­
coto E rígena e n tre otros medievales.
San Agustín se dio perfectam ente cuenta de estos
aspectos ju stam en te a la hora de d eterm in a r el sentido
e stricto de la «Autoridad» y la necesidad de distinguir
e n tre la «A utoridad divina» y la «autoridad hum ana» y,
de esa m anera, p recisar el papel que juega la Razón a
la h o ra de explicitar la vocación trascen d en te del hom ­
b re a Dios.
Efectivam ente, en su trata d o Acerca de la cantidad
del alma, tra s reconocer el sentido de criterio de ver­
dad en el ám bito de la ciencia que la au to rid ad posee,
señala al m ism o tiem po, la necesidad de no e sta r dom i­
nado exclusivam ente p o r esa au to rid ad que no es «ver­
d ad era autoridad». «Es distinto creer algo fundados
en la au to rid ad que en la razón. Conseguir la verdad
fundándose en la au to rid ad es cam ino breve y de nin­
gún trabajo» (o p . cit., 7, 12). Sin em bargo, m ás adelante,
añadirá: «no te hagas dem asiado esclavo de la autoridad,
sobre todo a la mía, que nada vale. H oracio dice «Atré­
vete a saber», a fin de que la razón te subyugue antes
que el m iedo» (op. cit., 23, 41). Y es que, el criterio de
au to rid ad , en el ám bito de la ciencia, siem pre tiene un
valor relativo, toda vez que el criterio de au to rid ad no
es la razón ú ltim a de la bondad o m alicia de los actos
hum anos.
Es claro que, en el orden n a tu ra l del conocer, la au to ­
rid ad siem pre precede a la razón: «Como todo hom bre
sin duda se hace docto de indocto y ningún indocto
conoce la disposición y la docilidad de vida con que
debe ponerse b ajo la dirección de los m aestros, resu lta
que a todos cu antos desean llegar al conocim iento de

126
las grandes cuestiones, la au to rid ad les abre la puerta»
(Acerca del Orden, II, 9, 26). De ahí que la razón, al des­
c u b rir su debilidad, «tiene necesidad del recurso a la
au to rid ad com o confirm ación de lo que ella ha estable­
cido» (De las C ostum bres de la Iglesia Católica, I, 2, 3).
Por esa razón, San Agustín, reconociendo la exigencia
de la au to rid ad en todo proceso cognoscitivo, necesita
d eterm in a r el sentido de la «verdadera autoridad» que
ilum ine el cam inar de la razón hum ana. Así, en un claro
fragm ento del tratad o Acerca del orden realiza esta dis­
tinción en tre «A utoridad divina» y «autoridad hum ana»;
«La au to rid ad puede ser divina o hum ana: la divina
es la verdadera, firm e y suprem a. Y al b u scarla se ha
de tem er la m aravillosa potencia de engañar que tienen
los dem onios, pues p o r m edio de la adivinación de co­
sas relativas a la percepción sensible y p o r algunas obras
han logrado engañar fácilm ente a las alm as am igas de
sortilegios, am biciosas de m ando o tem erosa de m ila­
gros vanos. Aquella es la verdadera au to rid ad divina
que no sólo trasciende con signos sensibles toda h u ­
m ana potestad , sino que, actuando sobre el hom bre,
le m anifiesta cómo se abatió p o r él y le m an d a lib rarse
de la tiran ía de los sentidos y aún de los m ism os m ila­
gros sensibles y elevarse a su in terp retació n espiritual,
dem ostrándole a la p a r cuánto puede el o b ra r aquí y
p o r qué puede todo esto y lo poco que lo estim a. H a de
d escu b rir con sus m ilagros el poder, y con la hum ildad
su clem encia, y su n atu raleza con m andatos, cosa
todas que se nos enseñan m ás íntim a y seguram ente en
las verdades sagradas en que estam os iniciándonos, pues
p o r ellas la vida de los buenos -,e purifica m uy fácil­
m ente, no con rodeos de disputas, sino con la au to rid ad
de los m isterios.»
La au to rid ad hum ana, en cam bio, engaña m uchas ve­
ces; y en ella aventajan p articu larm en te, según el ap re­
cio de los ignorantes, los que dan m uchos indicios de
la verdad de su doctrina, conform ando su enseñanza
con el ejem plo. Y si a esto se agrega que tienen algunos
bienes de fo rtu n a, cuyo uso los engrandece y les g ran jea
reverencia, será m uy difícil que quien dé crédito a sus
preceptos de buen vivir sea signo de censura» (op. cit.,
IL 9, 27).

127
T ras la distinción de estos dos tipos de au to rid a d y
con la apropiación del «Sapere aude» de H oracio an te­
rio rm en te reseñada, San Agustín ha puesto sobre el ta­
pete los papeles que juegan en su p en sa r filosófico tan to
la A utoridad com o la Razón. La A utoridad verdadera, la
Revelación, la E scritu ra, en definitiva proporciona los
contenidos de n u estro saber racional de form a que, sin
la contribución de la Revelación, n u estro sab e r n atu ra l
sería ciego p a ra la verdad en estricto sentido. Desde
esta perspectiva, pues, la A utoridad m u estra su radical
precedencia y prim acía sobre la razón pues, com o se­
ñala en el T ratad o sobre La Trinidad, la fe purifica y
esclerece los ojos del alm a y la lib ertad del atractivo
falaz de los sentidos (cfr. op. cit., I, 1, 3). Sin em bargo,
la aspiración de Agustín no es sólo creer, sino llegar a
la inteligencia de aquello que cree. Con o tras palabras,
las consideraciones agustinianas del crede ut intelligas
no suponen u n a detención en el m arco de! asentim iento
in h eren te a toda creencia, sino que está en función de
la inteligencia de aquello que se cree.
E n consecuencia, pues, las consideraciones agustinia­
nas no constituyen un rechazo de la «razón» y, p o r
tan to , de la filosofía, sino, ju stam en te, la afirm ación
en su lugar d en tro del m arco ideológico del pensam iento
cristian o de los P adres de la Iglesia. R ecordem os, «la
filosofía prom ete la razón, pero salva a poquísim os»,
nos decía en el tra ta d o Acerca del Orden (II, 5, 16), sin
em bargo, la razón, en tan to elem ento m ás elevado de
la natu raleza hum ana, según nos señala, en tre otros
lugares en su tra ta d o Acerca del libre albedrío (II, 6, 13),
es no sólo esa facultad que el hom bre tiene p a ra perci­
b irse a sí m ism a com o objeto de su propio conoci­
m iento (Acerca del Libre Albedrío, II, 3, 9) o aquella a
través de la cual el hom bre contem pla su propia alm a
(cfr. Acerca de la Cantidad del Alma, 14, 24), sino tam ­
bién, y pienso que fundam entalm ente, es esa capacidad
del en ten d im ien to que, a p a rtir de lo visible, asciende
a lo invisible (Acerca de la Verdadera Religión, 19, 52)
y, en consecuencia, puede llegar a d e m o stra r a Dios,
siem pre y cuando se desligue de lo sensible y en clara
conjunción con la cardinalidad de la fe, esperanza y ca­
ridad, goznes de la praxeología agustiniana, com o bien

128
refleja en los Soliloquios: «La razón es la m irada del
alm a; p ero com o no todo el que m ira ve, la m irad a bue­
na y p erfecta, seguida de la visión, se llam a virtud, que
es la re cta y p erfecta razón. Con todo, la m ism a m irada
de los ojos ya sanos no puede volverse a la luz, si no
perm anecen las tres virtudes: la fe, haciéndole creer
que en el o bjeto de su visión está la vida feliz; la espe­
ranza, confiando en que lo verá, si m ira bien; la caridad,
queriendo co ntem plarlo y gozar de él. A la m irad a sigue
la visión m ism a de Dios, que es el único o b jeto a cuya
posesión asp ira, y tal es la verdadera y p erfec ta virtud,
la razón que llega a su fin, prem iad a con la vida feliz.
Y la visión es un acto in telectual que se verifica en el
alm a com o re su ltad o de la unión del entendim iento y
del o b jeto conocido, lo m ism o que p a ra la visión o cular
co n curren el sentido y el objeto visible, y ninguno de
ellos se puede elim inar, so pena de anularla» (op. cit.,
I, 6,13).
Con ello se aprecia claram en te que uno de los m éritos
agustinianos consiste, precisam ente, en la definitiva su­
peración de la desconfianza de algunos P adres de la
Iglesia desde el m om ento en que acoge favorablem ente
a las arte s liberales y a la filosofía m ism a, sim bolizada
en la Razón, otorgándole su derecho de ciudadanía en el
m arco del pensam iento cristiano m ism o. Desde esta
perspectiva, San Agustín, se m overá en la posición aco­
gedora de San Ju stin o y C lem ente de A lejandría recono­
ciendo, ciertam en te, que la verdad radical tan sólo se
en cu en tra en el C ristianism o, es decir, en la Revelación,
y que es con esa verdad revelada con la que hay que
c o n tra sta r las d istin tas d o ctrinas de los filósofos, pero
que, en cu alq u ier caso, siem pre hay una validez en la
form a n a tu ra l de conocer, en la actividad de la Razón,
que actú a com o p ro p edéutica p ara el objetivo últim o y
que se expresa claram ente en el p ro g ram a pedagógico
expuesto en su tra ta d o sobre La D octrina Cristiana,
donde nos señala la vía m ejo r p a ra llegar al conoci­
m iento de las S agradas E scritu ra s y con el estableci­
m iento de u n ord en jerá rq u ico del sab e r en el que, en
el m arco de las ciencias creadas p o r el hom bre, se re­
chazarán las ciencias supersticiosas y superfluas y que
a p u n tarán a la clara identificación en tre d o ctrin a cris-

129
tian a y v erd ad era filosofía, expresión del p en sa r de un
ho m b re com prom etido en su pen sar y h acer com o cris­
tiano.

La primacía de la idea de «creación»


y sus consecuencias para la filosofía agustiniana
E l p roblem a del origen del m undo h a sido un p ro b le­
m a filosófico p o r excelencia en todos los tiem pos. Las
soluciones, en cam bio, h an sido, lógicam ente, m uy di­
versas en v irtu d , precisam ente, de los factores que con­
figuran todo pensam iento filosófico. Desconocida en el
pensam iento griego, en v irtu d del principio de la etern i­
d ad de la m ateria, la idea de creación adquirió ca rta
de ciudadanía en el pensam iento filosófico con el pensa­
m iento ju d eo cristian o y fue precisándose a través de
la discusión patrístico-escolástica com o antítesis de otros
posibles tipos de derivación del principio originario, tales
com o lo indicado con los térm inos «proceso» que, tra d u ­
ciendo el vocablo griego -rcpooSoç, alude a la derivación
de los seres que surgen del principio p rim ario de las
cosas y que en cu en tra en la filosofía ncoplatónica u n fiel
reflejo en ese su in ten to p o r su p erar el dualism o platóni­
co y establecer u n a continuidad de lo m últiple del Uno
P rim ero (cfr. P lotino , Encadas, IV, 2.1; VI, 2.26; V,
3.22). O bien con lo significado con el térm ino «E m ana­
ción», en sus d istin tas form as de entenderla, sustancial
(surgim iento de la pro p ia sustancia de una realidad dis­
tin ta aunque su stancialm ente igual a la p rim era) o m o­
dal (producción en el se r m ism o de uno de sus m odos
de ser que, aunque d istin to del ser prim ario, no lo es
de fo rm a absoluta). O, p o r últim o, con el m ás radical
sentido n atu ra lista que nos ofrece la opción del té r­
m ino «generación». E n el debate con estas tres grandes
tesis la teo ría creacionista se precisa sin caer en el b an ­
do n atu ra lista. Las razones son obvias. De u n a p a rte
se p lan tea la p o sibilidad de explicación del surgim iento
de la m u ltiplicidad a p a r tir de la unidad p rim o rd ial en
v irtu d de la v oluntad personal y libre del cread o r
(«Creatio ex nihilo»), de o tra, la presencia de lo divino
en los seres creados, a la p a r que su trascendencia, en
v irtu d de la diferencia ontológica y que, en ú ltim a ins-

130
tancia, p erm ite toda la «ordenación» de lo creado a la
causa prim ordial.
Desde esta perspectiva, el pensam iento agustiniano se
m ueve en un plano claram ente creacionista y, de hecho,
toda la filosofía del Obispo de H ipona es un canto a la
prim acía de la idea de creación, en su sentido m ás
genuino, fren te a las tesis del neoplatonism o y el gnosti­
cism o, en general, y el m aniqueísm o en particu lar.
El sentido creacionista agustiniano encu en tra su m á­
xim a expresión ju stam en te a la hora de ab o rd a r el sen­
tido del orden del universo, de m odo que puede decirse
que la categoría de «Orden» viene a ser la clave de
in terp retació n del pensam iento no sólo de San Agustín
sino tam b ién de todo el pensam iento cristiano m edieval,
com o m uy bien nos reseñó Landsberg en su obra La
Edad M edia y nosotros (1925, p. 19) cuando señala que,
«la idea central, la clave que nos abre la inteligencia del
pensam iento, de la visión del m undo y de la filosofía
de la E dad Media, es la creencia de que el m undo es un
cosm os, un todo ordenado con arreglo a un plan, un
con ju n to que se m ueve tranquilam ente según leyes y
ordenaciones eternas, las cuales, nacidas con el p rim er
principio de Dios, tienen tam bién en Dios su referencia
final». O rden que no sólo se da en el plano físico, sino
tam bién en el personal y social.
E sta ordenación del universo, en su integralidad, a
Dios, configura ese cierto «optim ism o m etafísico» que,
desde sus com ienzos, tra tó de p o n er a la luz el C ristia­
nism o fren te al radical pesim ism o gnóstico, y que p er­
m itió a b rir u n a vía a la esperanza al re in te g rar a la
soberanía de un principio, esencialm ente bueno y c rea­
d o r de toda bondad, la totalidad del m undo. A p a rtir
de entonces, com o ha señalado V. Capanaga, en su In ­
troducción general a las Obras com pletas de San Agus­
tín, «todos los seres podían re sp ira r ya u n a atm ósfera
m ás p u ra y libre, p o rque se hallaban en las m anos de
Dios y no de un tirano» (op. cit., I, p. 48).
Pero, ¿cóm o en ten d er el sentido de este orden que, a
juicio de K. Svoboda (cfr. La estética de San A gustín,
M adrid, 1958), se constituye en una categoría fundam en­
tal en el p ensam iento agustiano?, ¿Cuáles podrían ser
sus fuentes? Quizá un principio de resp u esta la halle-

131
m os en las afirm aciones agustinianas de que «todo se
halla en cerrado d entro del orden» (Acerca del orden,
I, 7, 19) y que, en gran m edida, este orden no será o tra
cosa que una form ulación del principio de «razón sufi­
ciente»: «que nadie m e pregunte ya p o r qué suceden
cada una de estas cosas. Baste con sab er que nada se
engendra, n ad a se hace sin una causa suficiente, que la
produce y lleva a su térm ino» (op. cit., I, 6, 14). Es cierto
que todavía que no se ha respondido a la preg u n ta pero,
quizá, la resp u esta podam os entreverla en la afirm ación
agustiana de que «todas las cosas han sido ordenadas
p o r el cread o r en m edida, núm ero y peso» (Del Génesis
a la letra, IV, 3, 7), tres conceptos claves que es nece­
sario explicitar.
E s claro que la «medida» (m ensura) es lo que d eter­
m ina el m odo ser de cada ser, según nos refiere en el
p árrafo citado, y, en ella, se incluye la idea de aju ste
o de adaptación a u n a norm a fija, en tan to que «me­
dida de las m edidas». E sta idea de ajuste, referencia
al ord en o, m ejor, a la ordenación según norm a, exige
la previa com prensión de la tesis, expuesta en la c a rta a
N ebridio (cfr. Ep. 11, 3), así com o en el trata d o Acerca
de la V erdadera Religión (XXXVI, 66) y en Las C onfe­
siones (IV, 10). Si en la correspondencia con N ebridio
se nos dice que «No existe naturaleza alguna ni su stan ­
cia que no contenga y lleve consigo estos tres elem en­
tos: p rim ero el ser; segundo el ser esto o lo otro; te r­
cero, la perm anencia a toda costa en su ser» trata n d o
de evidenciar con ello que lo prim ero es la causa na­
tu ral de procedencia, la especie según la cual las cosas
se form an, lo segundo y, en terc er lugar la perm anencia
en el ser, en el tra ta d o acerca de la Verdadera Religión
m encionará la un idad del ser existente com o «vestigio
de ese p rim e r principio», de quien recibirá la «m ism a
unidad» y que perm itirá, justam ente, la identificación
de ese « p rim er principio» com o «m edida de las m edi­
das», exactam ente com o esa m edida que «determ ina
el m odo de ex istir de todo ser».
V inculado a ese planteam iento, com o ha reseñado Ca-
panaga, se en cu en tra la idea de «forma» o «Species»
la cual nos m u estra la diferencia entre los seres en tanto
que seres m últiples: «todo ser m udable es necesaria-

132
m ente susceptible de perfección o de form a. Así com o
llam am os m udable a lo que puede cam biarse, así llam a­
ría yo form able a lo que es capaz de recib ir una nueva
form a. Pero ningún ser puede form arse a sí m ismo,
p o rque ningún ser puede darse a sí m ism o lo que no
tiene, y, p o r tan to , p ara llegar a ten er form a, es preciso
que la preceda un ser form ado. P or lo cual, si algún ser
tiene ya su form a, no tiene necesidad de re cib ir lo que
ya posee, y si alguno no tiene form a, no puede re cib ir
de sí m ism o lo que no tiene. Ningún ser, pues, puede
fo rm arse a sí m ism o» (Acerca del libre albedrío, II,
17, 45).
Es cierto que el térm ino form a puede en ten d erse en
un doble sentido, bien aristotélico, bien platónico. San
Agustín recogerá am bas y ad m itirá una form a inm anente
a las cosas, in trín seca a ellas y, tam bién una fo rm a
ejem plar, trascendente, form a de todas las form as, que
es, ju stam en te, la aspiración de toda realidad. El pro­
blem a aq u í no radica en la distinción de estos dos tipos
de form as, sino en cóm o la razón es capaz de p asa r de
la m ultiplicidad de las form as a la unidad de la form a
de las form as. En este sentido, el gran m ediador no es
o tra cosa que el m ism o concepto de núm ero que, si
bien «brilla en las cosas», «sólo la razón logra alcan­
zarlo» (cfr. Acerca del orden, II, 15, 42). De ahí la im por­
tancia de las leyes m atem áticas en la epistem ología
agustiniana en tan to que con ellas nos introducim os
en un ám bito de certezas, en un ám bito inteligible, bello
y arm ónico y, en consecuencia, «racional» del cosmos.
P or ello no nos ex traña que San Agustín m encione al
«núm ero», al estilo platónico, com o ese gran m ensajero
en tre el m undo sensible y el inteligible: «Si pues todo
cuanto ves que es m udable no lo puedes p ercib ir ni p o r
los sentidos del cuerpo ni p o r la atención del espíritu,
a no ser que exista en una form a num érica, sin la cual
todo se reduce a la nada, no dudes que existe una form a
etern a e inm utable, en v irtu d de la cual estas cosas,
que son m udables, no desaparecen, sino que con sus
acom pasados m ovim ientos y la gran variedad de sus
form as, continúan recorriendo h asta el fin los cam inos
de su existencia corporal; form a etern a e inm utable, en
cuya v irtu d , sin e sta r contenida ni com o definida en el

133
espacio, ni prolongarse a través de los tiem pos, ni su­
fr ir alteración con el tiem po, todas las dem ás pueden
ser form adas, y, según sus géneros, llenar y re co rre r los
núm eros del espacio y del tiem po» (Acerca del libre
albedrío, II, 16, 44).
Ahora bien, volviendo a las consideraciones agustinia-
nas de que todas las cosas «han sido ordenadas p o r el
cread o r en m edida, n úm ero y peso *» y, una vez explici-
tad o que, de u na p arte, la m edida es aquello que de­
term in a el m odo de existir de cada se r (cfr. Del Génesis
a la letra, IV, 3, 7) y, de otra, que el núm ero es cóm o se
expresan las form as específicas de los seres, es claro
que nos queda p o r averiguar cuál es el sentido del
«Peso» (pon d a s) y saber el papel que éste desem peña
en la ordenación del universo en su integralidad.
P ara resp o n d er a esta cuestión no hay m ejo r pru eb a
que u n a m agnífica descripción del tem a que en co n tra­
m os en las E narrationes in psalm os (29, X), donde nos
dice:

El peso es cierto impulso o conato entrañado en


cada ser, con que se esfuerza para ocupar su propio
lugar. Tomas una piedra en la mano, sientes su peso,
te hace presión en ella, porque apetece volver a su
centro. ¿Quieres saber lo que busca? suéltala de la
mano: cae en tierra, y allí descansa; ha llegado a
donde tendía, halló su propio lugar. Otras cosas hay
que se dirigen hacia arriba, porque si derramas agua
sobre el aceite, por su peso se precipitará abajo.
Busca su lugar, quiere ordenarse (ordinari), pues
cosa fuera del orden es el agua sobre el aceite. Al
contrario, quiebra una ampolla de aceite debajo del
agua. Como el agua derramada sobre el aceite, busca
su lugar sumergiéndose, el aceite soltado debajo sube
arriba. ¿A dónde tienden igualmente el fuego y el
agua? El fuego se dirige hacia arriba, buscando su
centro, y los líquidos buscan también el suyo con el
peso. Y lo mismo las piedras, las maderas, las co­
lumnas y la tierra con que está edificada esta Iglesia.

Ese «conatus» o «ím petus» que es el peso («pondus»)


constituye, pues, la expresión m ás clara de la actitu d
de todo ser creado: la tendencia a alcanzar su lugar
natural, el establecim iento del equilibrio y la arm onía

134
(el orden) en el universo, y que San Agustín identifica
con el pleno sentido del «amor»:

Existe un amor con el que se ama lo que no debe


amarse, y este amor lo odia en sí mismo el que ama
aquél con que se ama lo que debe amarse. Los dos
pueden coexistir en un mismo sujeto. Y el bien del
hombre radicará en esto: en que medrando aquél
por el que vivimos bien, desmedre éste por el que
vivimos mal, hasta que logremos una salud perfecta
y se trueque en bien toda nuestra vida. Si fuésemos
bestias, amaríamos la vida carnal y lo conforme al
sentido. Este sería un bien suficiente para nuestros
deseos, y, yéndonos bien en él, no buscaríamos más.
Asimismo, si fuéramos árboles, no podríamos amar
cosa alguna con conocimiento sensitivo, pero apete­
ceríamos todo aquello que nos tornara más feraz y
fértilm ente fructuosos. Y, si fuéramos piedras, agua,
viento, fuego o algo por el estilo, sin sentido y sin
vida, no nos faltaría una especie de tendencia a nues­
tros propios lugares y órdenes. Las tendencias de los
pesos son como los amores de los cuerpos, bien bus­
quen con su pesantez lo bajo, bien con su levedad
lo alto, pues como el ánimo es llevado por el amor
doquiera vaya, así el cuerpo lo es por su peso.
(La Ciudad de Dios, XI, 28)

Podem os incluso re co rd ar las conocidas expresiones


agustinianas de las Confesiones: «Las cosas m enos o r­
denadas se hallan inquietas: ordénanse y descansan.
Mi peso es mi am or; él m e lleva doquiera soy llevado.
Tu Don nos enciende y p o r él som os llevados hacia a rri­
ba» (op. cit., X III, 9), y en las que se a p u n ta claram ente,
de u n a p arte, la necesaria ordenación del universo p o r
el C reador y la presencia de E ste en las tendencias del
m ism o universo y, p o r o tra, la plasm ación de la con­
ciencia en el h om bre de su ordenación a Dios, fiel ex­
presión de la dialéctica de lo finito-infinito, consecuen­
cia de la tesis del hom bre com o «imago Dei». De ahí
la necesidad de exam inar, com o presu p u esto básico del
p en sa r agustiniano, el lugar que el hom bre tiene en el
universo creado.

135
L a c e n tr a lid a d d el h o m b r e en el u n iv e rso crea d o
y s u co n c e p c ió n c o m o « Im a g o Dei»

Al igual que el tem a del origen del m undo, la p re­


g u n ta p o r qué sea el hom bre ha sido siem pre una p re­
g u n ta cen tral en la filosofía. P ara S an Agustín, com o
dijim os anterio rm en te, tal preg u n ta se constituye en eje
básico de su filosofar. Dos problem as, recordem os, in­
q u ietan al filósofo, uno concerniente al alm a y el otro
concerniente a Dios. Si el prim ero nos conduce al p ro ­
pio conocim iento, el segundo nos conduce al conoci­
m iento de n u estro origen. Pero esta cuestión acerca del
hom bre debe equilatarse. En este punto, San Agustín
alu d irá claram ente a las enseñanzas de los académ icos
y co n trapone sus opciones al respecto con la in te rp re ta ­
ción cristian a que debe re in a r en la ciudad de Dios *
(cfr. La Ciudad de Dios, XIX, 3).
Ahora bien, esta necesidad de a q u ilatar el sentido del
hom bre no sólo viene determ inada p o r la posibilidad de
resp u estas divergentes en la m ism a concepción del hom ­
bre, sino, tam bién y fundam entalm ente, p o r el hecho
concreto de que el h om bre se nos m uestra con dos ca­
racterísticas claves: su finitud y dinam ism o. P or su fi-
nitud, el h om bre aparece al hom bre m ism o com o «bur­
lador» (cfr. C onfesiones, I, 6, 7) de Dios: «Grande abism o
es el hom bre, cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados,
sin que se p ierd a uno sin tú saberlo; y, sin em bargo,
m ás fáciles de c o n tar son sus cabellos que sus afectos
y los m ovim ientos de su corazón» (C onfesiones, IV, 14,
22). P or su a p e rtu ra, su dinam ism o, consecuencia clara
de su naturaleza finita, el hom bre tiende a su perfección
y com pletud (categoría de orden), que sólo alcanzará en
Dios: «¿Qué soy pues, Dios m ío? ¿qué n atu raleza soy?
Vida varia y m ultiform e y sobrem anera inm ensa. Ved­
m e aquí en los cam pos y an tro s e innum erables caver­
nas de mi m em oria, llenas innum erablem ente de géne­
ros innum erables de cosas, ya p o r sus im ágenes, com o
las de todos los cuerpos; ya p o r presencia, com o las de
las artes; ya no se qué nociones o notaciones, com o las
de los afectos del alm a, las cuales, aunque el alm a no
las padezca, las tiene la m em oria, p o r e star en el alm a
cuando está en la m em oria. P or todas estas cosas dis­

136
cu rro y vuelo de aquí p ara allá y p enetro cuanto puedo,
sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la vir­
tu d de la m em oria, ta n ta es la v irtud de la vida en un
hom bre que vive m ortalm ente» (C onfesiones, X, 17, 26).
De ahí, pues, la necesidad, la p reg u n ta p o r el sentido
del h om bre y, ju n to a ella, tratem os de com p ren d er el
lugar de ese hom bre en el universo creado.
Dos grandes corrientes confluyen en la configuración
de la antropología agustiníana. De un lado, la corriente
bíblica y paulina del hom bre com o «imago Dei», ser
caído en la culpa y, de o tra p arte, la co rrien te griega
del «homo rationalis» o un anim al m ovido p o r un «verbo
interior» en que se cifra toda su dignidad» (cfr. Capa-
naga: In tro d . O. C., S. Agustín, I, p. 64). Ambos aspectos
estarán estrech am en te conectados en S. Agustín y a ello,
necesariam ente, debem os atender, pues, efectivam ente,
si bien en el h om bre se da una síntesis de anim alidad
y racionalidad que le perm ite «por ser racional, aven­
ta ja r a las bestias y p o r ser m ortal diferenciarse de las
cosas divinas. Si le fa lta ra lo prim ero, sería un b ruto;
si no se a p a rta ra de lo segundo, no p o d ría deificarse»
(Acerca del Orden, II, 11, 31), lo cierto es que el hom bre
tiene «su origen en Dios, de quien recibirá la form a, p o r
el acto cread o r de Dios m ism o (cfr. Acerca del alm a y
de su origen, I, 17, 27; Acerca del libre albedrío, II, 1, 2)
y, en consecuencia, es un p u ro «Don de Dios» que se ex­
p resa com o «vestigio de la secretísim a un id ad de Dios»
(Confesiones, I, 20, 31) y que pone sobre el tap ete la
teo ría agustiníana, p rocedente de la teología bíblico-
paulina del h om bre com o «imago Dei».
V arias p reg u n tas nos surgen a la hora de exam inar
esta cuestión: ¿Cómo y p o r qué el hom bre es imago
Dei?, ¿cuál es el significado de esta tesis agustiniana?,
¿cóm o y dónde se expresa, en el hom bre, la im ago Dei?
Las resp u estas a estas p reguntas debe hacerse aten d ien ­
do básicam ente a lo que constituye el horizonte de
S. Agustín, de una p a rte y, de o tra a la proyección his­
téric a del p roblem a tras la reflexión agustiniana.
Dos expresiones del Génesis cen tran la atención agus­
tiniana. De un lado, la expresión: «Y Dios hizo al hom ­
b re a su im agen y sem ejanza» y, de otro, «Adán perdió
p o r el pecado la imagen y sem ejanza de Dios». Una co­

137
rrecta in terp retació n del p en sa r agustiniano sobre esta
cuestión debe p a rtir de estas claves h erm enéuticas que
A. T u rrad o ha señalado desde un análisis histórico del
p ro b lem a en su trab ajo : «N uestra im agen y sem ejanza
divina. E n to rn o a la evolución de esta d o ctrin a en San
Agustín» (en Rvta. La Ciudad de Dios, 3 4 (1968), pági­
nas 776-801): 1). Que San Agustín se sitúa siem pre en
la perspectiva de la h isto ria de la salvación, lo que es
indicativo de que habla siem pre de Adán partien d o del
estado de ju stic ia * original en que fue creado. 2) Que su
teo ría neoplatónico cristian a de la participación está la­
tiendo en to d as sus expresiones confiriendo a la im a­
gen y sem ejanza un ca rác te r esencialm ente dinám ico y
gradual en función del m ayor o m enor grado de igual­
dad con el divino ejem plar. 3) Que la evolución de esta
d o ctrin a tiene com o horizonte crítico el an tro p o m o rfis­
m o m ateria lista gnóstico-m aniqueo (con an terio rid ad al
año 412) y el optim ism o pelagiano (con posterio rid ad al
año 412).
Ante el m aterialism o gnóstico-m aniqueo, la teoría de
la Im ago Dei ag u stiniana sigue las d irectrices paulinas
y se sitú a en un plano estricta m e n te espiritual, sobrena­
tu ra l y cristológico con una fu erte incidencia del plano
m oral que p erm ite ren acer al hom bre nuevo una vez
despojado del h om bre viejo. E sta reconquista, a p a rtir
del h om bre viejo, sólo es posible a través del hom bre
interio r. E n esa línea se m ueve la argum entación agus­
tin ian a en los trata d o s Acerca de la cantidad del alma
(28, 54-5); Del Génesis contra los M aniqueos, Contra
Fausto y en Del Génesis a la letra.
Ante el m aniqueísm o, que tiene com o principio bási­
co que el origen del cuerpo y de las m iserias físicas y
m orales del hom bre se deben al principio del mal,
San Agustín quiere d em o strar que todos los m ales,
tan to físicos com o m orales tienen com o única proceden­
cia el pecado de Adán, p o r el que perdió la im agen y se­
m ejanza divina en que había sido creado. De esta m a­
nera, m oviéndose en una perspectiva espiritual, m oral
y cristológica, San Agustín habla de que Adán, con el
pecado, se convierte a sí m ism o y sus descendientes en
el h om bre terren o , viejo y exterior y, de ahí la necesi-

138
dad de la refo rm a p o r el hom bre nuevo, al haberse p er
dido la im agen y sem ejanza de Dios.
E n cam bio, señala T urrado, a p a r tir del 411-412, an le
el pelagianism o que, con su optim ism o n atu ra lista, p ro ­
pugnaba la no existencia m ism a del pecado reducién­
dolo a un sim ple m al ejem plo de los prim eros padres,
San Agustín insiste en las heridas del p rim e r pecado en
la natu raleza hum ana, expresadas en la ignorancia y
concupiscencia desarreglada y que perm iten el debili­
tam iento del alm a y su dinam ism o (m em oria, inteligen­
cia y voluntad). De ahí que, al ten er com o horizonte al
pelagianism o, San Agustín in sistirá en la necesidad de
la R eform a de n u e stra im agen bajo la perspectiva de
la Gracia.
Sin em bargo, y saliéndonos del horizonte pu ram en te
h istórico del problem a tal y com o fue tra ta d o p o r San
Agustín, lo cierto es que la d o ctrin a tiene im p o rtan tes
consecuencias filosóficas y que pueden conducirnos a!
eje cen tral de la antropología agustiniana: la orientación
trascen d en te del hom bre, su a p e rtu ra y vocación de in­
finitud.
De lo exam inado conviene re p a ra r que en la d o ctri­
na ag u stiniana del hom bre com o «imago Dei»:
a) tiene un sentido m uy explícito la afirm ación es­
c ritu ra ria de q ue Dios hizo al ho m b re a su im agen y
sem ejanza y que no se d ije ra tan sólo «Y Dios hizo al
hom bre», de la m ism a m an era que lo dice del resto de
los seres creados. Con ello San A gustín tra ta de m o stra r
la m ayor dignidad del hom bre y su lugar privilegiado
en el orden creatu ral;
b) esa «m ayor dignidad» se expresa en el m ism o h e­
cho de la racionalidad hum ana. Aspectos que se m ues­
tra n claram en te en estos dos textos de los trata d o s El
Génesis a la Letra y sobre La T rinidad:

Tampoco debemos pasar en silencio lo que al decir


a nuestra imagen se añadió, inmediatamente: y ten­
ga dominio sobre los peces del mar y los volátiles del
cielo, y sobre los demás animales que carecen de
razón. Se dijo esto para que entendiésemos que el
hombre fue hecho a imagen de Dios en lo que aven­
taja a los animales irracionales, es decir, en cuanto

139
a la razón, o la mente, o la inteligencia, o como
queramos llamarla, si existe alguna otra palabra más
apta. De aquí que el apóstol dice: renovaos en el es­
píritu de vuestra mente, y también: vestios el hom­
bre nuevo, el que se renueva en el conocimiento de
Dios, según la imagen de El, que la crió. En esto se
manifiesta suficientemente en qué fue creado el hom­
bre a imagen de Dios, es decir, que no fue credo en
perfiles materiales, sino en cierta forma inteligible
de mente iluminada.
(Del Génesis a la letra, III, 20, 30)

Era nuestra intención adiestrar al lector en la con­


templación de las criaturas, con el fin de que pudiera
conocer a su Hacedor; y en nuestra búsqueda llega­
mos hasta la imagen de Dios, que es el hombre, en
lo que tiene de más sobre los anitnales, es decir, su
razón o inteligencia y cuanto pueda enunciarse del
alma racional e intelectiva, siempre que pertenezca
a esa realidad que llamamos mente o ánimo.
(Acerca de la Trinidad, XV, 1, 1)

E n consecuencia, pues, decir del ho m b re que es «ima-


go Dei» y c ifra r esa im agen en la racionalidad es seña­
la r la pecu liar situación del hom bre en el cosm os y no
sólo en el ám bito de lo p u ra y estricta m e n te fenom é­
nico, sino que a p u n ta al ám bito de la trascendencia.
C iertam ente, el interés agustiniano de la teo ría del
h o m b re com o «imago Dei» ap u n ta hacia su sentido
trascen d en te, p ero no sólo tiene sentido desde ese ám ­
bito. De él irra d ia rá, m ediando una transfiguración in­
evitable, to d a u n a teo ría acerca del dinam ism o hum ano
en el sentido de u n endiosam iento del hom bre y que em ­
pezará a flo recer en el R enacim iento.
En conclusión podem os decir con R. A rnáu (La doc­
trina agustiniana de la ordenación del hom bre a la vi­
sión beatífica, Valencia, 1962, pp. 20-21), que el elem en­
to p rim ario y fu n d am ental de la teoría de la imago Dei,
expresada en la racionalidad, en v irtud de la cual el
h om bre se sitú a en esa posición in term ed ia en tre lo p u ­
ram en te sensible y lo inteligible, es el hecho de se r
capax Dei. Con o tra s p alab ras, lleva ín sita la posibilidad
de llegar al conocim iento de Dios. De Dios y p a ra Dios

140
es ju stam en te el doble cam ino que re co rre el alm a crea­
da y sólo en ese cam ino tiene sentido, p ara San Agus­
tín, la realidad y el pensam iento del hom bre. El con­
cepto de n aturaleza h u m an a tiene solam ente sentido
desde el cread o r que, a la vez, es el fin de la creación.
De ahí la consideración de la n atu raleza hu m an a com o
natu raleza a b ierta hacia un fin que no es ella m ism a
y, de ahí su ca rác te r dinám ico y la form ulación del p rin ­
cipio noverim me, noverim Te.

141
El principio agustiniano
de la interioridad.
Su origen y sentido

8.1. Introducción
E n páginas an terio res señalam os que dos eran los
objetivos del p ep sar agustiniano: el conocim iento del
alm a y el conocim iento de Dios. Igualm ente, indicam os
que en ord en a su dignidad o sten tab a la prim acía el co­
nocim iento de Dios pero que, en el orden n atu ra l del
conocer hum ano es claro que hay una prim acía en el
autoconocim iento. C onocer al hom bre p ara conocer a
Dios p o rq u e «en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la
verdad». De esta form a podem os decir que en la in te­
rio rid ad encontram os u n núcleo básico del pensam iento
agustiniano. Pero la in terio rid ad ¿tiene tan sólo un
sentido m etodológico o encierra algo m ás? ¿Cuál es el
sentido p rofundo que esconde la transform ación cris­
tian a de esa in terio ridad?

142
8.2. Origen y formulación del principio
de la interioridad
El p ensam iento agustiniano, qué duda cabe, no es o ri­
ginal en el plan team iento de la cuestión de la in terio ri­
dad en su trata m ien to filosófico. Desde el oráculo deifi­
co «conócete a ti mismo», m áxim a de la reflexión socrá­
tica, la cuestión no ha dejado de p lan tearse h asta nues­
tro s días. Pero no es n u estro objetivo el tra ta m ie n to de
este desarrollo sino, m uy al contrario, tr a ta r de confi­
g u ra r las líneas m aestras del origen de la concepción
agustiniana de la in terio rid ad y, an te esa perspectiva,
tres grandes núcleos de influencia podem os reseñar, sin
que, p o r o tro lado, algunos m ás puedan reseñarse. E s­
tos tres núcleos podem os cifrarlos en el pensam iento
plotiniano, en algunos planteam ientos gnósticos y, bási­
cam ente, en la trad ición cristiana.
Aunque su plan team iento original, al m enos en sus
aspectos esenciales, es platónico, no parece cab er la
m en o r duda que u n a de las m ayores fuentes de in sp ira­
ción del pen sam ien to agustiniano fue el neoplatonism o
con cuya filosofía estuvo en estrecho contacto en su
etap a m ilanesa en ese círculo intelectual del obispo
Am brosio. E l conocim iento de la o b ra de Plotino, a tra ­
vés de las traducciones de M ario V ictorino, com o nos
h a indicado M arrou, «orientó y condicionó to d a la evo­
lución intelectual y esp iritu al de Agustín. De un sólo
golpe todas las dificultades fueron superadas: el descu­
b rim ien to de un m undo inteligible y de su realid ad em i­
nente disipaba las aberraciones del m aterialism o: una
teoría del conocim iento, de razonado dogm atism o, eli­
m inaba el escepticism o de la Nueva Academia» (M a­
r r o u , 1959, p. 36).
Una p ru eb a de la incidencia del pensam iento de Plo­
tino la podem os e n c o n tra r en el análisis de los conte­
nidos de la Enéada, I, trata d o 6, en el que P lotino des­
arro lla la tesis de la visión in terio r p ara p o d er alcanzar
la belleza su perando la sensibilidad. Pero, ¿quiere decir
esto que Agutín de H ipona sea un filósofo neoplatóni-
co? La verdad es que no puede responderse afirm ativ a­

143
m ente sin caer en un craso erro r, pues, com o h a seña­
lado m uy ce rteram en te E. Gilson, u n a cosa es que San
Agustín haya vivido sobre el fondo neoplatónico acu­
m ulado en el p rim er entusiasm o de los años 385-386,
d u ra n te su estancia en Milán, h asta el pu n to de que su
técnica filosófica provenga íntegram ente de él, y o tra
m uy d istin ta es su adscripción al m ovim iento neopla­
tónico stricto sensu, pues su conversión al C ristianism o
m arcó una p au ta d iferenciadora en tre el p en sa r agusti-
niano y el neoplatónico. En cualquier caso, no parece
desencam inada la tesis que ap u n ta al hecho de que el
pensam iento agustiniano^ge configure com o una síntesis
de ideas paganas, platónicas y de ideas pro fóticas y bí­
blicas, ap u n tan d o siem pre, ello es cierto, a la su p rem a­
cía -de la verdad cristiana, ante la que debe su p ed itarse
todo plan team ien to filosófico correcto, si hacem os caso
a la recom endaciones de San Agustín a Dióscoro: «Por
donde se ve que los m ism os filósofos de la escuela pla­
tónica deben cam b iar algunos pocos puntos que rep ru e­
ba la disciplina cristiana; tienen que so m eter la cerviz
al único e invicto rey, C risto, y ac ep tar el V erbo de Dios,
que se revistió del h om bre, p o r cuyo m andato fue creído
en el m undo aquello que ellos ni se atrevían a p ropo­
ner» (E pístola, 118, III, 21).
Tam bién m erece m ención explícita la orientación gnós-
tica sobre el tem a. Con independencia de las peculiari­
dades que todo el m ovim iento gnóstico p resen ta y que
no es posible tra ta r aquí, es claro que toda gnosis tra ­
duce siem pre una necesidad individual de «salvación»
com o consecuencia de una visión trágica del hom bre
que, en cu alq u ier caso, es prisionero de su cuerpo, de
su alm a inferior, del m undo, del tiem po y, de ahí, su
«conciencia de ser arrojado» y tra ta n d o de e n c o n tra r el
cam ino de regreso al estado de felicidad perdido. P or
ello no nos ex trañ a la conclusión del gnóstico que, cons­
ciente de que «está en el m undo (realidad perversa),
pero que no es de este m undo», propugna la ascensión
«a la p a tria originaria» despreciando el m undo: «Busca
el lu g ar de tu p a tria a rrib a y m aldice el lugar del enga­
ño en donde te dem oras», se lee en unos versos gnós­
ticos que aluden a la b ú squeda del doble de nosotros

144
m ism os (cfr. J. L. Leipoldt-W. Grundmann : E l m undo
del N uevo T estam ento, II, Textos y D ocum entos, Ma­
d rid , Ed. C ristiandad, p. 418).
P ero ¿cóm o llevar a cabo esta vuelta al lu g ar origina­
rio?, quizá la resp u esta m ás clara, d en tro de los m ism os
docum entos gnósticos, sea la «Canción de la perla» de
los «H echos de Tomás», en la que se alude al sím il del
espejo y que, en cierta m edida, nos recu erd a la conoci­
da p aráb o la evangélica del hijo pródigo. En «La canción
de la perla» podem os leer: «Mas repentinam ente, viendo
yo el vestido (expresión que se refiere al vestido origi­
n ario en estad o de felicidad original en el acto de la
creación), com o si se hubiera hecho sem ejante a un es­
pejo lo contem plé p o r entero (a través) de m í m ism o
y m e reconocí y m e vi a través de él, p o rq u e éram os
p a rte s sep arad as del m ism o se r y de nuevo som os un
sólo ser en una ú nica form a» (J. Leipoldt-W. Grund ­
mann , o. c., p. 433). El re to rn o a sí m ism o, la visión de
lo que uno es, nos conduce a lo originario. E ste texto
no deja de se r in teresan te p o r cuanto que «La canción
de la perla» parece ser u n a reelaboración m aniquea de
un gnóstico clásico y, no hay que olvidarlo, la inicial
ad scripción al m aniqueísm o de San Agustín puede de­
j a r e n tre v e r una serie de antecedentes tem áticos poste­
riores, aunque p ro fu n d am en te m odificados p o r su con­
versión al cristianism o.
E n cu alq u ier caso, parece claro que, consciente San
A gustín de la existencia de dos órdenes de conocim ien­
to, el sensible y el inteligible, era necesaria la aplicación
de un nuevo m étodo que lograse su p e ra r la gnoseología
m ateria lista del m aniqueísm o el cual, al situ a r un velo
sobre la p a rte m ás noble del ser, le im pedía ver algo
m ás que la p u ra espacialidad, com o quiere indicarnos
en las C onfesiones, V, 10 cuando, refiriéndose a su época
m aniquea señala que «no podía concebir sino lo que te­
nía m asa corporal» y que explica ese su pastoreo de
«m anadas de fan tasm as contradictorios», alejado del
esp íritu , al que alude en Confesiones, V II, 17.
¿Cóm o co n cretizar ese proceso de interiorización? Son
varios los pasajes de la o b ra agustiniana en los que se
m u estra este proceso dialéctico de la in terio rid ad . Pero,

145
sin duda alguna, el que aparece con u n a gran claridad
es el que se encu en tra en las Confesiones, VII, 18, donde
podem os leer:

Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermo­


sura ele los cuerpos —ya celestes, ya terrestres— y
qué era lo que había en mí para juzgar rápida y ca­
balmente de las cosas mudables cuando decía: "esto
debe ser así, aquello no debe ser así"; buscando digo,
de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que
estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la
verdad sobre mi mente mudable.
Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al al­
ma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido
íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos, del
cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden
llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la po­
tencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los
datos de los sentidos corporales, la cual, a su vez,
juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la mis­
ma inteligencia, y apartó el pensamiento de la cos­
tumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas
contradictorios para ver de qué luz estaba inundada,
cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmuta­
ble debía ser preferido a lo mudable; y de dónde
conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo cono­
ciera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo
mudable con tanta crudeza. Y, finalmente, llegue a
"lo que es" en un golpe de vista trepidante.

Una lectu ra superficial del texto an terio r puede con­


ducirnos a u na erró nea in terp retació n de la in terio ri­
d ad agustiniana. Sin em bargo, es conveniente que una
lectu ra de e s te 'tip o sea realizada p ara poder com pren­
d er el sentido profundo de lo que San Agustín quiere
expresarnos.
Un p resupuesto a ten er en cuenta es la triple catego­
ría de seres que conform an todo el universo, aunque
no exclusivam ente, agustiniano: seres ínfim os, íntim os
y superiores. Y en relación con ello se encuentra el p ro ­
ceso dialéctico de la «aversión del m undo exterior», la
«introversión» y la «extraversión o supraversión», que
es la form a en que viene representado ese ascenso del

146
alm a que siente y entiende y, de ésta, a una luz supe
rior, dando lugar a las diversas form as de conocim iento.
Efectivam ente, si analizam os externam ente el texto,
observam os que la p rim era form a de conocim iento es
la de los sentidos externos, que nos enlazan con el m un­
do sensible que, si bien tiene su valor, m u estra clara­
m ente su lim itación, com o claram ente lo hace ver a los
académ icos (cfr. Contra los académicos, II, 11, 24)'. Por
ello, San Agustín ve un grado su p erio r de conocim iento
el «sentido íntim o» o sensus interior o vis interior, que
es a quien corresponde darse cuenta y d iscern ir cla­
ram en te las im presiones procedentes de los órganos
corpóreos y, con ello da prueba de su su p erio rid ad
(cfr. Acerca del libre albedrío, II, 4, 10; II, 5, 11). Pero
San Agustín va m ás allá de esto y se da cuenta de que,
si bien es a la razón a la que le toca juzgar acerca de
los datos de la experiencia (cfr. Acerca del libre albe­
drío, II, 6, 13), no m enos cierto es quela razón, reco­
nociéndose m udable en sí m ism a, se rem onta h asta la
m ism a inteligencia. Ascenso que tiene com o prem io la
visión de «lo que es» al través de esa «luz trepidante».
Es paten te, en todo ello, el esquem a neoplatónico.
Sin em bargo, esa intuición actuó com o una especie de
fíat lux en la m ente agustiniana en tan to que esclareció,
de una vez p o r todas, en el pensam iento del obispo de
H ipona, la relación q ue el alm a hum ana tiene con un
principio fro n tal y absoluto. A p a rtir de ello, San Agus­
tín sólo tuvo ojos p ara ese m undo interior. De ahí que
podam os decir que la reflexión agustiniana es una p er­
m anente invitación al descubrim iento del sentido p ro ­
fundo del su jeto expresada en la conocida frase del
trata d o Acerca de la Verdadera Religión (39, 72): «Noli
foras iré, in teipsum redi. In interiore hom ine habitat
veritas, el si tuam naturam m utabilem inveneris trans-
cende et te ip su m ,» La cuestión, ahora, estrib a en saber
cuál es el sentido de esa invitación al sujeto, la razón
de esa vuelta a la subjetividad. Y es, ju stam en te aquí,
donde se en cu en tra el giro típicam ente agustiniano el
cual podem os c ifra r en la versión cristian a del «conóce­
te a ti mismo» a fin de conocer no sólo tu origen sino
tam bién tu destino: Dios.

147
8.3. La transformación cristiana
de la interioridad y sus consecuencias
en los planos individual y colectivo
De lo reseñado h asta ahora parece claro que el cono­
cim iento de sí m ism o se constituye en un eje central
del p en sar agustiniano. Pero no es m enos cierto que
este autoconocim iento tiene un sentido m ucho m ás alto
que el que tenía el oráculo délfico. La razón es clara,
e n tra r en sí m ism o, en San Agustín no significa o tra
cosa que b u sca r el ra stro de Dios y la herm o su ra de
su ro stro en el m ism o ser del alm a. Por eso no debe
ex trañ arn o s que el principio de la in terio rid ad esté
presen te en tesis agustinianas tan im p o rtan tes com o la
dem ostración de la existencia de Dios y las p ru eb as de
la esp iritu alid ad e inm ortalidad del alm a. En cualquier
caso, el ingreso en la in terio rid ad supone, en San Agus­
tín, la victoria sobre el m aterialism o en general y el
m aniqueísm o en p a rtic u la r que, p ara él, supuso un tiem ­
po de d esp ilfarro y desfallecim iento in terio r y de rebo­
san te inflación ex terna (cfr. C onfesiones, X, 16).
E n la in terio rid ad agustiniana ya no se tra ta de pen­
sarse a sí m ism o ni de alcanzar la intuición de unas p ri­
m eras verdades, sino que encontram os algo m ás, encon­
tram o s un enriquecim iento con los valores m orales de
que es p o rta d o r la persona hum ana. Con la in terio ri­
dad, San Agustín, no sólo h a vislum brado un reino su­
p erio r de valores sino tam bién, y ello constituye un as­
pecto fundam ental, su necesidad de alcanzarlos. Con
ello, claro está, surge u n a nueva voluntad, un ansia de
vuelo esp iritu al que M. F. Sciacca ha expresado m a­
g istralm en te con estas palabras: «La autoconciencia sig­
nifica conciencia de la propia grandeza y de la propia
m iseria la cual, p o r el hecho de ser objeto de mi con­
ciencia, es igualm ente grandeza y afirm ación de m i acti­
vidad. La verd ad era in terio rid ad debe in corporarse esta
zona oscura a sus dom inios si quiere v erte r un poco de
luz sobre el enigm a del ser hum ano. T anto m ás que,
de ella, b ro ta el im pulso de trascendencia o, en térm i­
nos m ás concretos, el im pulso de salvación.»

148
Es, pues, con el desarrollo de esa in terio rid ad cóm o
tom am os conciencia de una naturaleza, la hum ana, que
está ab ierta, ju stam en te, a u n fin que no es ella m ism a.
Sólo así podrem os com p ren d er cómo, p ara San Agustín,
la vuelta a sí m ism o no es una sim ple vuelta al sujeto
p a ra q u ed arse en él, sino p ara c o n stata r que en él hay
algo que le trasciende: la verdad que h ab ita en el hom ­
b re interio r. Con la interioridad, en definitiva, logra­
m os ver plasm ada esa dialéctica de la presencia y la
ausencia, el gran m o to r de toda la especulación agus-
tin ian a que ve en la paráb o la del hijo pródigo un cierto
p aradigm a de la situación del hom bre respecto de Dios.
E fectivam ente, un doble vínculo nos une a la tra s­
cendencia. De un lado, el re su ltad o de n u estro autoco-
nocim iento no es o tro que el reconocim iento de n u estra
propia lim itación, de n u e stra penuria, de n u estro estado
de necesidad, que nos hace p en sa r en aquello que puede
su p rim ir ese estado de necesidad ontológica que no es
o tro que Dios m ism o com o ausente de nosotros. De
otro, se en cu en tra el vínculo de la presencia, que se ex­
presa en la conciencia de n u estra dignidad, de n u estra
grandeza en tan to que im ágenes de Dios, y que no pue­
de e n c o n tra r descanso en ningún ser creado p o r lo que
siem pre busca el original.
De ahí que el principio de la in terio rid ad no pueda
ser considerado, sin traic io n a r el pensam iento agusti-
niano, com o un principio psicológico. Debe se r conside­
rad o com o un principio m etafísico. El noverim me.No-
verim Te de los Soliloquios sólo tiene com o objetivo la
tom a de conciencia de la finitud p ara de esa m anera
ex p resar la necesidad de la trascendencia a la divinidad
com o fuente y principio últim o (N overim Te), lo que
es consecuente con la expresión del tra ta d o Acerca de
la Verdadera Religión, antes citada, en la que San Agus­
tín apostilla, tras la recom endación del re to rn o a la in ­
terio rid ad que «si tuam n atu ra m m utabilem inveneris
transcende et teipsum ». E xpresiones que no indican,
claram en te, debem os re iterarlo , un sentido solipsista ni
constituye un proceso de «enajenación», sino u n a voca­
ción de trascendencia hacia aquello donde el hom bre
en cu en tra su pleno sentido.

149
Es claro que en el p asaje que nos h a servido de pu n to
de p a rtid a (C onfesiones, V II, 17, vid. suprá), puede en­
trev erse un claro sentido gnoseológico que, incluso, tam ­
bién deja entrev erse en ese o tro texto del tra ta d o Acer­
ca de la Verdadera Religión cuando hace referencia a
que en el in te rio r del hom bre se en cu en tra la verdad.
Pues, efectivam ente, p o r esa verdad podem os en ten d er
no sólo la verdad de los hechos interiores de la con­
ciencia tales com o el yo pienso, yo existo, yo recuerdo,
yo dudo, yo entiendo y que puede configurarse com o
el cogito agu sü n ian o an te la posición filosófica de los
académ icos, sino tam bién, la verdad de los axiom as o
principios tan to éticos, m etafísicos, estéticos o m ate­
m áticos y que son p atrim onio, qué duda cabe, de todos
aquellos que tienen razón o piensan.
Sin em bargo, con ser im p o rtan te, no es definitorio
del pen sam ien to agustiniano, pues, sobre ellos, se alza,
com o in stan cia m uy superior, la V erdad absoluta y
e te rn a que S an Agustín tra ta de expresar con su teoría
de la ilum inación, a la que po sterio rm en te harem os re­
ferencia. E n cu alq u ier caso, esta ú ltim a verdad es la que
configura el sentido m oral y esp iritu al que la tesis agus-
tin ian a tra ta de re flejar en últim o térm ino p o r encim a
de u n a lectu ra superficial del texto de referencia.
E fectivam ente, el p rim e r paso, expresado en la auto-
conciencia, conduce, a n u estro juicio, a una situación
trágica la cual puede p re sen tarse en el m arco de una
situación dilem ática con im p o rtan tes consecuencia fi­
losóficas. Las razones parecen claras. De u n lado, puede
d a r lugar al hund im iento en el pesim ism o de la propia
desventura, desesperando de toda salvación y que en­
cu e n tra su sentido tan sólo en la m ás plena exteriori­
dad, pensam os en el hom bre estético de K ierkegaard,
en los p erso n ajes de P irandello y, con m ás exactitud en
el ho m bre com o pasión inútil de S artre, que en cu en tra
su pleno sentido en la exterioridad y se expresan en el
m arco de una ap ro piación avariciosa de la existencia
del Yo sobre el o tro con el eterno conflicto com o lem a,
y que San Agustín expresará en su tesis del hom bre
ex terio r y su desenvolvim iento dialéctico que le condu­
ce al: a) ap artam ien to de Dios (aversio Dei, im pietas),
b) conversión y caída en sí m ism o (soberbia) y c) con­

150
versión a las criatu ras, todo lo cual no es m ás que una
p u ra expresión de un claro solipsism o, bien que entre
m uchos, que, en definitiva, no es o tra cosa que la nega­
ción de una v erdadera «societas» de jacto, aunque de
iure pueda ser reconocida.
Todo ello, qué duda cabe, conduce a un claro desco­
nocim iento de n u estra verdadera identidad, la cual ocul­
ta p o r la soberbia del sujeto. Es, ju sto , la p arad ó jica
situación de un racionalism o exagerado que tan sólo
ap u n ta al p o d er de la razón olvidando sus propios lí­
mites.
Pero, de o tra p arte, no m enos claro es que, San Agus­
tín, consciente de que la praxis cristian a no es, com o
se ha preten d id o p o steriorm ente, u n a m oral de esclavos
sino una praxis liberadora, da pie a una posibilidad de
salida al re cu p erar el sentido del «hom bre interior» en­
tendido, éste, no com o ser «ensim ism ado» en el sentido
de «reducido a sí mismo», sino com o ser que, conscien­
te de su lim itación ontológica, se trasciende a sí m ism o
en la captación del principio que da sentido a su ser
(Dios) tan to en el orden individual com o colectivo.
En consecuencia, pues, la introducción en la in terio ­
rid ad im plica u n trascendente a sí m ism o hacia su p ro ­
pio fundam ento y, p o r o tra parte, el reconocim iento del
m ism o conduce a la conciencia com unitaria porque co­
m ún es el principio que hace de los hom bres tales. De
esta m anera, el pensam iento agustiniano, com o conse­
cuencia del sentido últim o del principio de la in terio ri­
dad, no sólo conduce a una refo rm a del individuo que,
com o cristiano, ad o p ta el m odelo de C risto quien actúa
com o M aestro, sino tam bién a una reform a colectiva la
cual debe conducir a la instauración de una civitas Dei.

15.1
San Agustín y un donante (Ambrogio Bergognone). Museo
del Louvre, París.
La pregunta agustiniana
sobre el hombre

9.1. El problema del hombre


y su definición
De lo exam inado h asta estos m om entos se desprende,
quizá p or confesión de p arte, que dos han sido funda­
m en talm en te los p roblem as que h an interesado a la re­
flexión agustiniana. De u n a p a rte el conocim iento de
Dios y, de o tra, el conocim iento del alm a. De estas dos
grandes cuestiones u n a p rim aria conclusión parece sa­
carse: la clara orientación del hom bre a Dios. Sin em ­
bargo, la cuestión de que sea el hom bre, su natu raleza
y destino, es algo que queda p o r d eterm in a r y ése es
n u estro objetivo a la h o ra de analizar el pensam iento
del obispo de Hipona.
Pero la tarea no es fácil, com o el m ism o San Agustín
indica en C onfesiones: «grande abism o es el hom bre,
cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se
p ierd a uno sin tú saberlo; y, sin em bargo, m ás fáciles
de co n tar son sus cabellos que sus afectos y los m ovi­
m ientos de su corazón» (IV, 14, 22). Y de ahí la necesi­

153
dad de aq u ila ta r el concepto de hom bre toda vez que, a
la h o ra de su discusión sobre el lenguaje, se preg u n ta
acerca de si es lo m ism o el nom bre de «hom bre» que
la realid ad «hom bre» (cfr. Sobre el M aestro, 8, 22).
Quizá u n p rim e r acercam iento a la cuestión, tal y
com o viene a ser concebida p o r San Agustín, la poda­
m os en c o n trar en el hecho de que el hom bre es una
«pequeña p a rte de la creación» (C onfesiones, I, 1, 1), que
tiene claram en te un lugar privilegiado en la m ism a en
función de su m ayor dignidad la cual se expresa en su
racionalidad. De ah í la descripción del hom bre com o
sim biosis de an im alidad y racionalidad, que recibe la
«form a» de Dios y, en consecuencia, sea un p u ro «don»
de Dios, com o recogíam os en páginas anteriores. Sin em ­
bargo, la cuestión sigue realm ente planteada: ¿cóm o defi­
n ir la realid ad hom bre?, ¿ p o r el alm a o p o r el cuerpo? En
realidad, la p reg u n ta no es o tra que la siguiente: ¿en
q ué consiste ser hom bre?, ¿cuál es su esencia?, ¿el alm a
o el cuerpo? La resp u esta no parece en c e rra r la m ás
m ínim a duda, y con ello se aprecia la ascendencia pla­
tónica agustiniana: la esencia del hom bre, su defini­
ción, es el alm a. Pero, ¿qué significa alm a y, restrictiv a­
m ente, alm a hum ana, en San Agustín?, ¿cuál es su n a tu ­
raleza y sus funciones?, todas ellas son cuestiones que
es necesario explicitar.

El alma humana: su sentido


Conviene p recisar que, en un sentido genérico, el alm a
h u m an a es, p a ra San Agustín, un «principio vital» en
v irtu d del hecho de que «no puede h ab e r un organism o
vivo sin su alm a» (Acerca del orden, II, 7, 19). Sin em ­
bargo, conviene d istin g u ir e n tre aquello que se denom ina
«alma» en su sentido genérico y aquello que se denom ina
alm a en su sentido estricto y que viene a configurarse
com o la definición del hom bre.
E n su sentido genérico, es decir, en su consideración
com o principio vital, el alm a m u estra su com unidad
con el resto de los seres vivos y su vivir expresa un p re­
dom inio de la inm anencia y trascendencia inm anente,
características de vida pro p ia del hom bre exterior. San
Agustín insiste sobre estos puntos en su C om entario al

154
Evangelio de San Juan (8, 2), y en el tra ta d o Acerca de
la Trinidad (X II, 1, 1), de donde podem os en tre saca r es­
tas líneas: «Veamos ah o ra dónde se en cu en tra el confín
e n tre el ho m b re ex terio r y el interior. C uánto de com ún
tenernos en el alm a con los anim ales, se dice, y con ra ­
zón, que p erten ece aú n al h o m b re exterior. No es sola­
m ente el cuerpo lo que constituye el hom bre exterior:
le in fo rm a un p rin cip io vital que infunde vigor a su o r­
ganism o corpóreo y a todos sus sentidos, de los que está
ad m irab lem en te dotado p a ra p o d er p ercib ir las cosas
externas; al ho m b re ex terio r pertenecen tam bién las
im ágenes, p ro d u cto de n u e stra s sensaciones, esculpidas
en la m em oria y co n tem pladas en el recuerdo. E n todo
esto no nos diferenciam os del anim al sino en que nues­
tro cuerpo es recto y no curvado hacia la tierra . Sabia
adv erten cia de n u estro suprem o H acedor, p a ra que en
n u e stra p a rte m á s noble, esto es en el alm a, no nos ase­
m ejem os a las bestias, de las cuales nos distinguim os ya
p o r la re ctitu d de n u estro cuerpo. No lancem os n u estra
alm a a la co n q u ista de lo que hay m ás sublim e en los
cuerpos, p o rq u e desear el reposo de la voluntad en ta ­
les cosas es p ro stitu ir el alm a.»
E ste sentido genérico del alm a aparece descrito tam ­
bién en el m arco del tra ta d o Acerca de la cantidad del
alm a (capítulo 33, 70 y ss.), con m ención explícita a la
m ayor dignidad del alm a re stric tiv a m e n te hum ana: «El
alm a vivifica con su presencia este cuerpo terren o y
m o rtal; lo unifica y m antiene uno y no le d eja disgre­
garse ni consum irse; hace que los alim entos sean dis­
trib u id o s u n ifó rm en te p o r los m iem bros, dando a cada
u no lo suyo; conserva su arm o n ía y proporción, no sólo
en cu an to a la h erm osura, sino tam bién en el crecer y
p ro crear. Pero estas cosas pueden co nsiderarse com u­
nes al ho m b re y a las plan tas; ya que tam bién decim os
que éstas viven, vem os y confesam os que cada una de
ellas se conserva, se n u tre, crece y se reproduce en su
p ro p ia especie.»
Sin em bargo, en su sentido m ás estricto, la noción de
alm a se aplica claram ente al alm a racional, al alm a res­
trictiv am en te hu m an a que, consciente de su «ordena­
ción» a Dios, se sep ara del hom bre exterior e, in terio ri­
zándose, se encam ina hacia lo m ás alto trascendiéndose

155
a sí m ism a. En el tra ta d o Acerca de la Trinidad (X II, 1, 1)
San Agustín se refiere a este aspecto de la siguiente m a­
nera: «Así com o n u estro cuerpo está n atu ralm en te e r­
guido, m irando lo que hay de m ás encum brado en el
m undo, los astro s, así tam bién n u estra alm a, sustancia
espiritual, h a de dirigir su m irada, no con altiva sober­
bia, sino con am o r piadoso de justicia.» Una m agnífica
descripción de este ascenso del alm a h asta Dios, al tra ­
vés de ese autoconocim iento, aparece en el tra ta d o Acer­
ca de la cantidad del alma, 33, §§ 71-79.
S erá ju stam en te este sentido restringido ,de la noción
de alm a lo que a San Agustín le interesa conocer sobre
todo teniendo en cuenta aquellos principios que anim an
el pensam iento agustiniano: la idea principal de la
creatio ex ríihilo y su consecuencia inm ediata: la o r­
denación de toda cria tu ra a su creador, claram ente
expresada bajo la categoría de pondus, y la considera­
ción de la m ayor dignidad del hom bre en el m arco del
universo creado, en tan to en cuanto sólo el hom bre
tiene conciencia de su vocación trascendente al recono­
cer su finitud. De ahí la im portancia del conocim iento
de n u estra alm a p ara poder alcanzar el conocim iento
de Dios, p orque el conocim iento de nosotros m ism os
nos conduce al conocim iento de nu estra «filiación» di­
vina.
Sin em bargo, San Agustín fue consciente de que esta
cuestión no es una tarea fácil, y ello no sólo p o r las
dim ensiones del p roblem a m ism o, com o reconoce en su
tra ta d o Del Génesis a la letra, V II, 1, l: De anim a hu­
m ana non parva quaestio est, sino tam bién p o r la na­
turaleza m ism a de n u e stra capacidad hum ana de cono­
cer, la cual siem pre re q u erirá de la ayuda de Dios: «No
hablarem os nada con re ctitu d (acerca del alm a hum ana)
a no ser que El nos ayude» (op. cit., V II, 1, 1).

9.1.1. E l a lm a h u m a n a : su o rig e n y n a tu ra le z a

Tam bién, p reg u n tarse, en San Agustín, p o r el origen


del alm a es m overse en su terren o no exento de conflic­
to, y, sin em bargo, la cuestión es clave, pues, de su
respuesta, está dependiendo el gran problem a de la

156
tran sm isió n del pecado original. San Agustín tuvo ple­
n a conciencia de la dificultad de la cuestión com o con­
secuencia de su d u d a en tre las opciones generacionistas
y creacionistas. Así, en su c a rta a O piato (E pístola,
190, 2) reconoce esto m ism o: «Quiero que sepas que,
a p esar de ser tan to s m is opúsculos, nunca osé p ro fe rir
u n a sentencia definitiva sobre este problem a -—(el p ro ­
blem a de referen cia es, ju stam en te, el de si las alm as
surgen p o r propagación, com o los cuerpos, o fue creada
com o la del p rim e r hom bre)—, ni de exponer im p ru ­
d en tem en te p o r escrito p a ra in fo rm ar a otro lo que yo
m ism o no ten ía averiguado.»
El que su du d a fue b astan te intensa parece evidente
a ten o r de lo que, en o tro m om ento le tran sm ite a O pia­
to (E pístola, 202, 17): «Respecto al origen de las alm as,
aunque estoy seguro que las hace Dios, no sé si Dios
las hace en los h o m b res por propagación o sin propaga­
ción; m ás q u isiera saberlo que ignorarlo. M ientras no
lo sepa, m ejo r será d u d ar que atrev erm e o a firm a r com o
cierto algo que quizá se opone a tal opinión. Y, sobre
este punto, no debo dudar.»
Sin em bargo, este cierto estado de p erp le jid a d en el
que se ve sum ido San Agustín no debe inducirnos al
e rro r de a firm a r que no tuviera unas ideas m uy claras
al respecto. E fectivam ente, de e n tra d a rechaza la idea
de la preexistencia del alm a y la teoría de la tran sm i­
gración en v irtu d , precisam ente, del principio de la
«creación»: «estoy seguro que las hace Dios». Igual­
m ente, rechazará el em anacionism o neoplatónico así
com o, tam bién, el gnóstico y m aniqueo.
De o tra p arte, acepta de form a clara la tesis de la
«creación del alm a en el p rim er hom bre», pero ése no
es el p ro b lem a estrictam en te hablando. La cuestión es
sab er cóm o pasa el alm a a los descendientes de Adán.
Aquí, las posibilidades son varias y es en este p u n to
donde se m u estra la p erp lejid ad de San Agustín. El
alm a de los h ered eros del p rim e r hom bre, ¿tiene su
origen en la creación individual de Dios o se realiza
p o r propagación o generación? Aquí es donde se halla
el problem a.
Es verdad que, en la solución del problem a, San Agus­
tín parece inclinarse hacia un cierto «traducianism o»

157
aunque a condición de salvar la transm isión del pecado
original, com o d eja en trev er en su c a rta a San Jerónim o
(E pístola, 166, 26), pero ello no es fácil de en ten d er si
no se tiene en cuenta la puntualización que sobre el
trad u cian ism o ha realizado San Agustín y que h a hecho
afirm a r a M. F. Sciacca que la posición agustiniana se
m overía en el m arco de un traducianism o creacionista.
Como es sabido, el traducianism o fue una doctrina se­
gún la cual el alm a hum ana procedía, por generación,
de los pad res a hijos. De esta m anera, el alm a se tra n s­
m itía a los hijos co n ju n tam en te con el cuerpo, de ahí
que al trad u cian ism o se le conozca, tam bién, com o ge-
neracionism o y que se oponga a creacionism o puro, que
sostiene la inm ediata creación del alm a p o r p arte de
Dios. El trad u cian ism o ha tenido im portantes defenso­
res en la h isto ria del C ristianism o y, en tre otros, pode­
mos citar, p o r ser un horizonte inm ediato de la crítica
agustiniana, el traducianism o m aterialista de T ertu lia­
no, que defiende que el alm a derivaría o procedería del
sem en m aterial (cfr. De anima, 27). En el ám bito de la
R eform a, L utero m ostró una cierta sim patía p o r esta
doctrina, que co n firm aba su d octrina acerca del pecado
original, en cam bio, Calvino refutó claram ente esta doc­
trin a. En Leibniz podría en co n trarse incluso un cierto
trad u cian ism o m oderado no excluyendo la esp iritu ali­
dad del alm a (cfr. E nsayos de Teodicea, §§86-91).
San A gustín se m overá, com o hem os reseñado, en una
posición de relativa am bigüedad, pues, si bien es cierto
que no le hace ascos a un cierto traducianism o, no m e­
nos cierto es que en él ve en peligro la tesis de la espi­
ritu alid ad del alm a. Aquí los textos son m últiples, pero
podríam os c ita r el que se en cu en tra en su trata d o Acer­
ca del libre albedrío (III, cap. 20-21), en el que pasa re­
vista a las diversas opiniones en torno al origen del
alm a y, m o stran d o sus cautelas, apuesta p o r el necesa­
rio esclarecim iento de la fe:
De estas cuatro opiniones acerca del origen del
alma, a saber, la de que se transmite por generación,
la de que se forma cada una en cada uno de los que
nacen, la de la preexistencia en algún lugar, desde
el cual son enviadas por Dios a los cuerpos, y la que
dice que desde este lugar vienen ellas espontánea-

158
mente —aspectos éstos que San Agustín ha expuesto
a lo largo del capítulo 20—, conviene no declararse
afirmativamente por ninguna a la ligera, porque los
comentaristas católicos de los Libros Santos, debido,
sin duda, a su oscuridad y perplejidad, aún no han
desentrañado y esclarecido esta cuestión, o si lo han
hecho ya, aún no ha llegado a nuestras manos sus
escritos. Contentémonos por ahora con estar firm es
en la fe, que no nos permite pensar nada falso e in­
digno de la sustancia del Creador.
(Op. cit., cap. 20)

¿Cuál sería, en ú ltim o térm ino, la solución agustinia-


na?, Sciacca nos h a hablado de un «creacionism o tra-
ducianista» pero, ¿qué quiere decirnos con eso? P ara
a c la ra r el sentido de este «creacionism o traducianista»
conviene p recisar que hay dos form as de e n ten d e r el
creacionism o. De un lado, el creacionism o puro, con el
que se ap u n ta que la om nipotencia divina crea cada
alm a singular cada vez que un hom bre viene al m undo.
De o tro , p odríam os h ab lar de un cierto creacionism o vin­
culado al proceso de transm isión del alm a de los padres
a los h ijos au n q u e desde una perspectiva esp iritu al (ge-
neracionism o espiritual).
S erá la du d a en tre am bas form as lo que p e rm itirá
h ablar, en San Agustín, de un creacionism o trad u c ia­
n ista ju s to en este sentido: No cabe la m en o r du d a p ara
S an Agustín, de que Dios crea el alm a singular. La duda
rad ica en sab e r si la crea sacándola del alm a del proge­
n ito r p o r vía de generación o surge de la nada, com o la
de Adán (cfr. E pístola, 190 a O ptate, 15-16). En conse­
cuencia, pues, la altern ativ a no es o tra que, o bien es
cread a ex nihilo, com o la de Adán, o bien p o r creación
desde el alm a de Adán, p ero teniendo en cu en ta que
quien crea es Dios y no Adán, ni puede h ab larse que
s u rja a p a rtir de u n a m ateria, com o explícitam ente se­
ñala an te el trad u cianism o m aterialista de T ertuliano.
E sta form a de creacionism o deja a San Agustín m ucho
m ás tran q u ilo en la cuestión de la tran sm isió n del pe­
cado original que es, en definitiva, la cuestión de fondo
que se está debatiendo.
Pero si el alm a tiene su origen en Dios, y de ello no
d u d a San Agustín, la cuestión rad ica en sab ré cuál es

159
su naturaleza. P or lo pronto, S an Agustín señala en el
tra ta d o Acerca de la cantidad del alma (13, 22), que el
alm a es «una su stancia dotada de razón d estinada a
reg ir el cuerpo» (N am m ihi vid etu r (anim us) esse subs-
tantia quaedam rationis particeps, regendo corporis
accom m odata).
De la definición del alm a com o su stan cia d otada de
razón parece d esp ren d erse su clara distinción del cuer­
po, lo cual se pone de m anifiesto, precisam ente, en el
tra ta d o Acerca de la cantidad del alm a cuando San Agus­
tín rechaza la «cantidad-extensión» del alm a. Sin em ­
bargo, debe q u ed ar bien sentado que aquello que inte­
resa es, ju stam en te, el hom bre y, en él, alm a y cuerpo
no constituyen dos realidades distintas.
El ho m b re es, efectivam ente, un com puesto y, como
tal, conform a su unidad: el cuerpo lo es siem pre de su
alm a y, ésta, lo es de su cuerpo. De ahí que, desde esta
perspectiva, el alm a aparezca, al m ism o tiem po, com o
energía vital, energía sentiente y energía inteligente de
form a que, el alm a, in ferio r a Dios, hace vivir lo que es
in ferio r a ella, es decir, el cuerpo. P or eso no nos ex­
tra ñ a esa definición que del hom bre nos hace San Agus­
tín en el m arco de la C iudad de Dios:

El hombre no es ni el alma sola ni el cuerpo solo,


sino el compuesto de alma y cuerpo. Es una gran
verdad que el alma del hombre no es todo el hom­
bre, sino la parte superior del mismo, y que su cuer­
po no es todo el hombre, sino su parte inferior. Y
también lo es que a la unión simultánea de ambos
elementos se da el nombre de hombre, término que
no pierde cada uno de los elementos cuando habla­
mos de ellos por separado.
(Op. cit., X III, 24, 2)

Todo ello, p odríam os decir, conform a la tesis del


ho m b re com o quiasm o e n tre «alm a y cuerpo», «m ente
y carne». Ello indica claram ente un no ro tu n d o a la
explicación de un esp iritualism o angélico. San Agustín
define al ho m b re en su radical integridad y explicarlo
desde u n a óptica excesivam ente platonizada significa­
ría caer en un angelism que el m ism o San A gustín no

160
defendería en ningún caso (C ostum bres de la Iglesia
Católica, I, 4, 6),
Ahora bien, decir que lo que caracteriza y define p ro ­
piam ente la dignidad del hom bre es su alm a, en ningún
caso significa ro m p er el com puesto alm a-cuerpo que es
el hom bre, y tam poco im pide que podam os distinguir
aquello que caracteriza al cuerpo, su extensión, de aque­
llo que caracteriza al alm a y, en ella su gradual diversi­
dad. P or de p ronto, el alm a se diferencia claram ente de
lo corpóreo tan to p or su espiritualidad, en tanto que
su experiencia no es o tra que la experiencia in terio r
(cfr. Acerca de la Trinidad, X, 13, 16), com o por su inm or­
talidad ya que, en tan to que incorpórea, el alm a tiene
en sí m ism a todo aquello que necesita para existir y, en
consecuencia, es indestructible.

9.2. El alma humana y su función


cognoscitiva
Si el alm a, en general, ejerce u n a función vitalizadora,
en el «hom bre» esa función anim adora, p o r la que se
asem eja al resto de los «seres vivos», desarrolla una
función específica: la función de conocim iento que, p o r
o tro lado, es lo que caracteriza propiam ente a la reali­
dad hum ana, lo cual plantea de lleno la cuestión de cuál
sea n u estra form a de conocer.
El objeto de todo conocim iento es, obviam ente, alcan­
zar la verdad. San Agustín, lo hem os dicho ha sido, cla­
ram ente, un obsesionado p o r la V erdad y el alcanzarla
constituye el leitm o tiv de su filosofía. En este objetivo
no se diferencia en n ada de toda la tradición filosófica,
pero, en realidad, San Agustín está planteando un nuevo
tipo de verdad m ucho m ás profunda que es ¡a reflejad a
en la frase evangélica «yo soy la V erdad y la Vida». Es
a este tipo de V erdad a la que alude a la h o ra de seña­
la r que «dos cosas interesan al filósofo: el conocim ien­
to del alm a y el conocim iento de Dios» y que, p a ra lo­
grarlo no hace falta q uedarse en el exterior, sino buscar
el h om bre in terior, «porque en él se en cu en tra esa Ver­
dad».

161
Pero la cuestión aquí radica en sab er cóm o y de qué
m anera el h om bre puede alcanzar la V erdad y, en este
punto, vem os a un Agustín en perm anente diálogo con
la Filosofía.
E n su discusión con los académ icos nos deja en trev er
la posibilidad m ism a de alcanzar la verdad: «Deja, pues,
a un lado tu p regunta, si te place, y discutam os entre
los dos, con la m ayor sagacidad posible, si puede ha­
llarse la verdad. P or lo que a mí toca, tengo a m ano
m uchos argum entos que oponer a la d octrina de los
académ icos; n u estra diferencia de opiniones se reduce
a lo siguiente: a ellos parecióles probable que no puede
descubrirse la verdad; en cam bio, a mí me parece que
puede hallarse» (Contra los Académicos, II, 9, 23).
De la posibilidad de ese conocim iento es buena p ru e­
ba esa p rim aria experiencia de la verdad de nuestro
propio ser y que se expresa en el llam ado cogito agusti-
niano: «Mas com o de la naturaleza de la m ente se trata,
apartem o s de n u estra consideración todos aquellos co­
nocim ientos que nos vienen del exterior p o r el conducto
de los sentidos del cuerpo, y estudiem os con m ayor dili­
gencia el p roblem a planteado, a saber: que todas las
m entes se conocen a sí m ism as con certid u m b re absolu­
ta. H an los hom bres dudado si la facultad de vivir, re­
cordar, entender, qu erer, pensar, saber y ju zg ar prove­
nía del aire, del fuego, del cerebro, de la sangre, de los
átom os; o si, al m argen de estos cuatro elem entos, p ro ­
venía de u n q u in to cuerpo de n aturaleza ignorada, o era
trab azó n tem p eram en tal de n u estra carne; y hubo quie­
nes defendieron esta o aquella opinión. Sin em bargo,
¿quién duda que vive, recuerda, entiende, quiere, piensa,
conoce y juzga?; puesto que, si duda, vive; si duda, re­
cu erd a su duda; si duda, entiende que duda; si duda,
quiere e sta r cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que
no sabe si duda, juzga que no conviene ase n tir tem era­
riam ente. Y aunque dude de todas las dem ás cosas, de
éstas jam ás debe dudar; porque si no existiesen, sería
im posible la duda» (Acerca de la Trinidad, X, 10, 14).
El conocim iento es posible. Pero San Agustín distin ­
gue varios tipos de conocim iento y, en su análisis, tra ta
de averiguar en qué consiste el conocim iento que nos
conduce a la V erdad. La reflexión agustiniana va desde

162
el análisis del conocim iento sensible y su valor, h asta
el conocim iento intelectual y, con él toda la teoría de
la ilum inación. E stas cuestiones son ahora n u estro ob­
jetivo.

9.2.1. S en tid o y valor del co n ocim ien to sen sib le

Se suele decir con b astan te frecuencia que en San


Agustín, en v irtu d de esa clara distinción e n tre cuerpo
y alm a, existe u na evidente desvalorización del conoci­
m iento sensible. Sin em bargo, pienso que no es del todo
cierto. Es verdad que p ara el conocim iento de las cosas
en sí m ism as no es suficiente el conocim iento sensible,
com o nos deja en trev er en los Soliloquios (I, 3, 8), pero
no m enos cierto es que, an te los académ icos, que nie­
gan la validez del conocim iento sensible, San Agustín
opone la cierta verdad que es inherente a la sensa­
ción.
Efectivam ente, el p u n to de p a rtid a de la refutación
de los académ icos, p o r p a rte de San Agustín, se encuen­
tra en la d o ctrin a de la veracidad actual o m om entánea
de la sensación y que hallam os expresada en la frase
ag u stiniana «llamo m undo a quello que se m e ofrece al
E sp íritu , sea lo que fuere» (Contra los académ icos, III,
11, 25). Con ello se tra ta de hacernos ver que toda re ­
presentación sensible no es o tra cosa que aquello que
es actu alm en te y que, en consecuencia, es v erdadera en
cu an to tal o cual rep resentación. En este sentido, si la
reconozco com o tal o cual representación no hay nin­
gún tipo de erro r. El e rro r ra d icaría en la form ulación
de un asen tim ien to a esa apariencia y co n fu n d ir lo real
con lo que tan sólo es una apariencia de lo real. En
consecuencia, pues, las percepciones sensibles no tienen
p o r sí m ism as el p o d er de p ro d u c ir ciencia, pero ello
no quiere decir que las m odificaciones actuales que se
producen en los sentidos al través de la acción de los
ob jeto s externos, no sean verdaderas, ya que no hay que
confundir, nos recu erd a en los Soliloquios la verdad con
lo verdadero (cfr. op. cit., I, 15, 27), y es que la regla de
verdad de las cosas co rpóreas solam ente la encontrare-

163
mos en la V erdad etern a (cfr. Acerca de la Trinidad,
IX, 6, 9). Por lo tan to , sólo en la «tem eraria consensio»
en lo sensible se en cu en tra el e rro r, no en los sentidos,
les hace ver a los académ icos (cfr. Contra los A cadém i­
cos, 111,15,34).
En conclusión, pues, el conocim iento sensible no pue­
de fu n d a r la ciencia y, de ahí, la necesidad de su supe­
ración. La sensación es el punto de p a rtid a del conoci­
m iento n atu ra l pero, en ningún caso, ños conduce a la
verdad en sí. E n su p ropia naturaleza el conocim iento
sensible m u estra su lim itación y la necesidad de su su­
peración. El alm a hum ana, im pusada p o r las im presio­
nes orgánicas conform a las «sim ilitudines corporales»
las cuales son el fru to de su actividad y que el spiritus
com bina y disocia e n tre sí. E ste proceso es el que vimos
reflejado, en páginas anteriores, a propósito del texto de
C onfesiones, V II, 17, cuando exam inábam os la dialéctica
de la in terio rid ad . Ahora podem os com pletar dicho texto
con este o tro pro ced en te del tra ta d o Acerca de la T rini­
dad, en el que S an Agustín nos describe el proceso cog­
noscitivo que va de los sentidos al pensam iento:

En esta distribución de las formas, empezando por


la corpórea y terminando en la imagen que se en­
gendra en la mirada del pensamiento, encontramos
cuatro imágenes, nacidas gradualmente una de otra;
la segunda, de la primera; la tercera de la segunda, y
la cuarta de la tercera. De la imagen del cuerpo visi­
ble nace la imagen en el sentido de la vista; de ésta
nace otra imagen en la memoria, y de esta última
una tercera en la mirada del pensamiento. Así la vo­
luntad une tres veces al padre con su prole: en pri­
mer término une la imagen del cuerpo con la ima­
gen engendrada en el sentido del cuerpo; luego, ésta
con la que de ella nace de la memoria; y, en tercer
lugar, ésta con la nacida en la mirada del pensa­
miento. Pero la cópula media, es decir, la segunda,
aunque más próxima, no es tan semejante a la pri­
mera como la tercera.
Dos son, pues, las visiones: una, la del que siente;
otra, la del que piensa. Para que sea posible la visión
del pensamiento ha de surgir en la memoria, por in­
termedio de la visión del sentido, una cierta seme­
janza, donde reposa la mirada del alma cuando pien-

164
sa, al igual que la vista del cuerpo reposa en el ob­
jeto cuando mira.
(Op. cit., XI, 10, 16)

E l c o n o c im ie n to in te le c tu a l.
T eo ría d e la Ilu m in a c ió n
E s claro ya que, p a ra San Agustín, el hom bre, p o r su
razón, se diferencia del resto de los seres vivos pero,
tam bién p o r la razón, el hom bre puede llegar a deificar­
se, según se deduce del tra tá d o Acerca del orden (II, 11,
31). La cuestión ah o ra consiste en d eterm in a r el sentido
de la razón y sus funciones en la teo ría del conocim ien­
to de S an Agustín.
La razón es, p a ra S an Agustín, ese «m ovim iento de
la m ente capaz de d iscern ir y enlazar aquello que cono­
ce» (Acerca del orden, II, 11, 30). ¿Qué sentido tiene la
definición de la razón com o m otio m e n tís ?, ¿existe al­
guna relación e n tre ratio e in telectu s?
P or lo p ro n to , cabe señ alar que p ara San Agustín, si
bien parece distin g u irse M ens y Anim a en sentido gené­
rico (cfr. Acerca del libre albedrío, I, 9, 19), la verdad es
que, en el ho m b re M ens y Anim a, se identifican en tan ­
to que, com o se señaló an terio rm en te, el alm a hum ana
se caracteriza p o r su función intelectual. De esta m ane­
ra, con el térm ino «m ente» alude a la p a rte su p erio r
del alm a h u m an a y, p o r ende, a la p a rte principal del
ho m b re ya que es, ju stam en te, la zona del hom bre p o r
la que éste se acerca a Dios, que es el objetivo últim o y,
de ahí, el sentido últim o de la purificación de la m ente:

Es grande y poco común trascender con la inten­


ción de la mente todas las criaturas corpóreas e in­
corpóreas, que se presentan mudables, y llegar a
la sustancia inmutable de Dios, aprender allí de su
magisterio que toda naturaleza que no es lo que El,
no tiene otro autor que El. Dios no habla de esta
manera con el hombre por medio de alguna criatura
corpórea, susurrando en los oídos corporales de for­
ma que entre el que habla y el que oye vibren ondas
aéreas. No habla tampoco por criatura espiritual con
semejanza de cuerpos, como sucede en sueños, o de
otro modo por el estilo. Aún en ese caso habla a
los oídos corporales, ya que habla como por el cuer-

165
po y como por interposición de lugares corpóreos.
Estas visiones son muy semejantes a las de los cuer­
pos. Habla por la verdad misma si hay alguno idóneo
para oír con la mente, no con el cuerpo. Habla de
este modo a aquella parte del hombre que en el hom­
bre es más perfecta que las demás de que consta,
o, si esto no es posible, al menos creer, que el hom­
bre, hecho a imagen de Dios, está precisamente más
cercano a Dios por aquella parte que supera a las
demás partes inferiores, que tiene comunes con los
animales. Pero como la mente, a la que van unidas
por naturaleza la razón y la inteligencia, está impo­
sibilitada por algunos vicios tenebrosos e inveterados,
no solamente para unirse a la luz inconmutable go­
zándola, sino también para soportarla, hasta que,
renovándose de día en día y sanando, se torne capaz
de tamaña felicidad, debía primeramente ser instrui­
da y purificada por la fe.
(La Ciudad de Dios, XI, 2)

De o tra p arte con el concepto de inteligencia se tra ta


de p re cisar qué es, ju stam en te, la p arte m ás em inente
de la m ens (cfr. Acerca del libre albedrío, II, 3), e inclu­
so se confunde con la noción de intellectus, con la que
se m enciona esa facultad de la m ente que es ilum inada
directam en te p o r la luz divina (cfr. E nnarrationes in
Psalmos, 31, 9). E n cualquier caso, las dificultades h er­
m enéuticas de estos térm inos son grandes debido a la
gran fluctuación de m atices con que rodea San Agustín
sus expresiones, lo que ha m otivado el que, Giovanni di
Napoli, en su trab a jo «Razón y racionalidad en San
Agustín» (Augustinus, 7 (1957), pp. 307-330), señale que,
si bien puede distinguirse entre «Ratio-Intelligentia-In-
tellectus», lo .cierto es que, con sum a frecuencia, San
Agustín habla de la inteligencia y del entendim iento
com o de la única función espiritual o absolutam ente
esp iritu al del hom bre. De ahí que, ante los p artid ario s
de la distinción en tre Ciencia y S abiduría, tales com o
Sciacca y Capone Braga, Di Napoli insiste en que, p ara
San Agustín, la razón es la facultad de o rd en ar los da­
tos sensibles y p ro d u c ir la ciencia y la inteligencia es
la facultad de percib ir el m undo inteligible y de conse­
guir la sabiduría (cfr. Acerca del Orden, II, 9, 16) y que,
en últim o térm ino, la razón se proclam e capaz de ele-

166
varse hacia Dios, es decir, de p ro d u c ir aquella sabidu­
ría que es, es últim o térm ino, la condición fundam ental
de la vida feliz (cfr. G. di N apoli, op. cit., p. 311).
Ciencia y Sabiduría, razón in ferio r y razón superior,
vienen a ser las claves p a ra com prender el sentido de
la gnoseología agustiniana. Efectivam ente, en el hom bre
puede, ciertam ente, y hablando en una term inología fi­
losófica clásica, d istinguirse tanto una actividad diano-
ética com o una actividad noética. Ahí se expresan clara­
m ente los sentidos últim os de ratio e intellectus. Ya an ­
terio rm en te habíam os señalado con Di Napoli que la
razón, ciertam en te es la facultad de o rd e n ar los datos
sensibles y p ro d u c ir la ciencia, m ientras que la inteli­
gencia es la facultad de p ercib ir el m undo inteligible,
pero ello no im pide el reconocer que, en el pensam iento
de San Agustín, la razón no cree u su rp a r la función del
intelecto ayudando al hom bre a la consecución de su
objetivo: la intelección de Dios. P or eso, an te la tesis
de la sup erio rid ad de la inteligencia sobre la razón, Di
Napoli postula la necesidad de «hallar un pu n to de fu­
sión en tre am bas, o, con o tras palabras, es necesario
distinguir, en la actividad restrictivam ente hum ana, una
doble función: la dianoética y la noética que, de nin ­
guna m anera, están reñidas en tre sí, puesto que «aque­
lla p a rte de n u estro ser que se ocupa de la acción de las
cosas corp ó reas y tem porales y no es a bestias y hom ­
bres com ún, ciertam ente es racional, pero se deriva de
esta su stancia racional del alm a que nos su bordina y
une a la verdad inteligible e inconm utable, principio
señalado p a ra a d m in istra r y go b ern ar las cosas inferio­
res» y es que, «al d isc u rrir acerca de la naturaleza de la
m ente h um ana, discurrim os acerca de u n a sola realidad,
los dos aspectos que recordé lo son en relación de sus
dos funciones. Y así, cuando buscam os la trin id ad en el
alm a, la buscam os en toda ella y no separam os nunca
su acción racional en las cosas tem porales de la con­
tem plación de las eternas, com o buscando un te rc e r ele­
m ento p a ra co m p letar la trinidad» (Acerca de la Trini­
dad, X II, 4-5).
¿A qué conducen todas estas consideraciones? B ásica­
m en te a m o s tra r que, si bien San Agustín distingue en­
tre u n a «Ratio inferior» y una «Ratio Superior», lo cier-

167
to es que am bas están relacionadas y en ningún caso
radicalm ente separadas. Y la razón de ellos parece cla­
ra, pues aquello que in teresa a San Agustín no es, en
sentido estricto , cuál sea el origen del conocim iento,
sino la validez del m ism o y, éste sólo es posible p o r la
V erdad en sí m ism a, pues el criterio de la verdad de lo
corpóreo, recordém oslo, no es o tro que la V erdad ete r­
na. La cuestión, ahora, estrib a en saber cóm o el hom bre
puede alcanzar esa V erdad y, en este punto, e n tra en
juego la d o ctrin a de la ilum inación.
Dos cuestiones básicas pueden indicarnos el sentido
de la teo ría ag u stiniana de la Ilum inación. De u n a p a r­
te, referid a a su origen, podem os decir que la teoría, in­
dudablem ente, no es originaria del obispo de H ipona
sino que, de una u o tra form a, ya aparece esbozada en
la filosofía helenística tanto cristiana com o no cristia­
na. Como m u estra José R am ón San Miguel, aparece es­
bozada tan to en San Pablo com o en San Juan, d esarro ­
llada en tre los gnósticos y con una presencia indudable
en el neoplatonism o especialm ente en la figura de Ploti-
no (cfr. De Plotino a San Agustín. El conocim iento en
San Agustín y en el neoplatonism o. M adrid, Augustinus,
1964, passim ). Sin em bargo, y con referencia a los conte­
nidos m ism os, es cierto, por otro lado, el trata m ien to de
la ilum inación p or p a rte de San Agustín, tiene u n signo
claram en te au tónom o y diferenciador com o consecuen­
cia del im pacto del C ristianism o.
José R am ón S an Miguel recoge un triple sentido de
la ilum inación en San Agustín. De un lado, la ilum ina­
ción com o creación; de otro, la ilum inación com o vitali-
zación y, p o r últim o, la ilum inación com o proceso gno-
seológico.
Desde el sentido de la ilum inación com o creación,
San Agustín reelab o ra la d octrina neoplatónica desde
bases teológicas claram ente divergentes oponiendo al
sistem a em an atista a p a rtir de la unidad, la idea de
C reación que, a la p a r que establece una d istancia abso­
lu ta en tre el p rim er principio y la cre a tu ra in troduce
un acto suprem o de libertad. E ste sentido de la ilum i­
nación es el que tran sparece, tam bién, en el ám bito de
la Im ago Dei en v irtu d de la cual, nos señala San Mi­
guel, «la o b ra de Dios es u n a expresión de su creador».

168
T am bién la m ente «expresa» a un determ inado nivel on-
tológico el ser, vida y verdad divinos, y en este sentido
se dice de ella que es imago Dei. Pero la p artic u la rid ad
de la m ens consiste en que es una im agen viva e inteli­
gente, y p o r lo tanto, puede d escu b rir en sí m ism a la
sem ejanza de su creador. Todos estos elem entos son su­
ficientes p a ra que la form ación del alm a sea al m ism o
tiem po u n a ilum inación que se efectúa a través de ese
m ism o ser, signo y expresión del ser divino» (o p . cit.,
página 176).
Desde el sentido de la ilum inación com o vitalización,
de donación de vida San Agustín tra ta de ex p resar la
idea de la actividad del alm a com o imago Dei, esa se­
gunda luz que indica la diferencia existente e n tre la re ­
cepción pasiva de la luz en u n cuerpo y la activación
lum inosa de una an to rch a a p a rtir de u n a llam a o foco
cen tral de luz, indicativo, p o r o tro lado, de la vitalidad
del alm a.
Desde el sentido de la ilum inación com o proceso gno-
seológico, la m ente hum ana que, com o señalábam os an­
terio rm en te, es la p a rte su p erio r del alm a y la que nos
pone en co n tacto con la inteligible, es igualm ente ese
espejo que refleja a su creador. E ste conocim iento es­
pecular, que tan gráficas expresiones tiene en el tra ta d o
Acerca de la Trinidad, señala José R am ón S an Miguel,
es u n conocim iento indirecto que rep ro d u ce activam en­
te todos los rasgos del m odelo y, desde esta óptica, nos
re tro traem o s a un aspecto ya indicado en la dialéctica
de la in terio rid ad y que confirm a de la vocación tra s ­
cen dente del hom bre: la m ente, es decir, la p a rte supe­
rio r del alm a, ese ser vivo e inteligente, rep ro d u ce y
refleja el ser, la vida y la verdad divinas y, en este sen­
tido es la im agen m ás perfecta y adecuada a la divini­
dad (cfr. San Miguel, op. cit., pp. 178-19).
Desde esta perspectiva es claro que, de la autocon-
ciencia, se deriva el conocim iento de n u estro origen y
ello sólo es posible p o r la ilum inación, que nos hace co­
n ocer n u e stra dependencia ontológica del c read o r en
tan to que nos hace reconocer en n u estra alm a la huella
del creador, fuente ilum inante de n u estro propio cono­
cer en v irtu d de las razones eternas.

169
Al llegar a este p u n to no hay m ás rem edio que aden­
tra rn o s en el bello p asaje en el que San Agustín retom a
la cuestión de las ideas, la cual guarda, ciertam ente, una
relación con la teo ría platónica de la rem iniscencia, au n ­
que en un am plio sentido. En el tra ta d o De 83 questio-
nibus, y en su cuestión 43, titu lad a De ideis, San Agustín
define las ideas com o esas form as o razones estables e
inconm utables de las cosas las cuales no han sido crea­
das y, en consecuencia, son eternas. El tem a consiste
en sab er qué relación existe en tre las ideas y la reali­
dad creada. Podem os, efectivam ente, de u n a razón de
ejem p larid ad , pero en San Agustín, p ropiam ente no es
el caso. La relación que el obispo de H ipona establece
es una relación de participación queriéndonos hacer ver
que e n tre las ideas y la realidad existe un vínculo onto-
lógico a la p a r que una diferencia esencial. Ese vínculo
no es o tro que el de la p articipación de m anera que, po­
dem os decirlo en o tro lenguaje, la separación existente
en tre Dios y la realidad creada no es o tra que la dife­
ren cia ontológica existente en tre el ser que existe p o r sí
y el se r que existe p o r voluntad libre de su creador.
Es claro que, en este sentido, su punto de p a rtid a no
es o tro que el de la creatio ex nihilo y, p o r ello, San
Agustín puede d istin g u ir e n tre la idea ab so lu ta en la
m ente divina y la realidad creada que recibe el ser p o r
la sem ejanza con la idea participada. De esta m anera,
esa noción im p resa (notitia) en la realidad cread a es una
im agen y, en la m edida en que el hom bre es capaz de
trasc en d er esa im agen es posible su llegada a esa reali­
dad p rim era q ue es Dios.
E n cu alq u ier caso, y siguiendo con ello a R. A rnáu en
su trab a jo , an terio rm en te citado La doctrina agustinia-
na de la ordenación del hom bre a la visión beatífica
(Valencia, 1962), conviene re p ara r, en torno al p ro b le­
m a de la ilum inación, la distinción existente e n tre la
«luz increada» y la «luz participada», pues de ella está
pendiendo esa diferencia ontológica reseñada a la p ar
que la necesaria orientación a la trascendencia.
E fectivam ente, si a través de la luz increada se explí­
cita claram en te, fren te a las opciones m aniqueas, que
en tre Dios, la luz creadora, y la m ente racional (parti­
cip an te de la luz divina) que existe u n a relación pero

170
no, evidentem ente, una proporcionalidad. El hom bre
es imago Dei y, com o tal, m antiene una co n stan te rela­
ción con aquél de quien es im agen. Pero en tre el hom ­
b re y Dios existe la d isp arid ad de c ria tu ra a creador,
de im agen a realidad. Y, en este sentido, el hom bre ante
Dios ocupa una clara región de desem ejanza. Sin em ­
bargo, en tan to que luz p articip ad a el hom bre tom a con­
ciencia de su lim itación no sólo en el ser, sino tam bién
en el conocer y en el o b ra r y, de esta m anera, en el
pensam iento agustiniano, Dios se constituye en el p rin ­
cipio del ex istir del hom bre, en la razón de su conocer,
y en la ley del am or, expresión de la actividad del hom ­
bre, ese «peso» que m e lleva p o r doquier y que consti­
tuye la categoría básica del orden en el universo creado.

171
El conocimiento de Dios
por el hombre

10.1. El conocimiento de Dios


«A Dios y al alm a deseo conocer», esos eran los obje­
tivos del pensam iento agustiniano. H asta ahora, toda
n u e stra exposición se ha centrado en la idea de que el
conocim iento de Dios, objetivo final, debía p a rtir del
conocim iento de nosotros m ism os. Es h o ra ya que nos
preguntem os p o r la naturaleza m ism a de n u estro cono­
cim iento, en sentido estricto, de Dios. E n este sentido,
un as expresiones agustinianas del tra ta d o Acerca de la
Trinidad pueden servirnos com o pu n to de partid a:

A Dios le hemos de concebir, si podemos, y en la


medida que podemos, como un ser bueno sin cua­
lidad, grande sin cantidad, creador sin indigencias,
presente sin ubicación, que abarca, sin ceñir, todas
las cosas; omnipresente sin lugar, eterno sin tiempo,
inmutable y autor de todos los cambios, sin un áto­
mo de pasividad. Quien así discurre de Dios, aunque
no llegue a conocer lo que es, evita, sin embargo,

172
con piadosa diligencia y en cuanto es posible, pensar
de El lo que no es.
(Op. cit., V, 1, 2)

Conviene re p a ra r en la idea de que, discurriendo de


esa m anera com o nos dice San Agustín, aunque no lle­
guem os a conocer lo que Dios es, sí al m enos podem os
p en sa r lo que no es. Con tales consideraciones se nos
d eja en trev er claram ente que, aunque Dios sea incom ­
p rensible a n u e stra naturaleza, si es cognoscible al tra ­
vés de los cam inos de la negación y la em inencia.
T erm inábam os el parágrafo a n te rio r señalando que el
ho m b re an te Dios ocupaba u n a clara región de desem e­
jan za y que, en tan to que luz p articipada, el hom bre to­
m aba conciencia de su lim itación tan to en el ord en del
ser, com o del conocer y del o b ra r, y que esta conciencia
de su lim itación era lo que le im pulsaba al conocim ien­
to de Dios. Ju an Pegueroles, en su o b ra San Agustín. Un
platonism o cristiano (B arcelona, 1985), ha visto, ju s ta ­
m ente en ello, las tres vías agustinianas de la existencia
de Dios: «las vías platónico-agustinianas p a ra llegar a
Dios han de ser tres: p o r la participación física (en el
se r), p o r la p articip ació n lógica (en la verdad), p o r la
particip ació n ética (en el bien)» aunque, en últim o té r­
m ino, «las tres p ru eb as agustinianas de la existencia de
Dios parecen p o d er reducirse, en definitiva, a una única
p ru eb a p o r el conocim iento» (cfr. op. cit., pp. 69-73).
El m odelo agustiniano de acercam iento a n u estro co­
nocim iento de la existencia de Dios es un m odelo «as-
censional» y que se expresa en el «peregrinar de la m en­
te hacia Dios», p ereg rin ar que com ienza en el proceso
de interiorización * a fin de e n c o n trar en el hom bre la
huella de lo divino que confirm a su existencia.

10.1.1. C on ocim ien to ascen sion al

Aunque son m últiples los m om entos en los que San


Agustín, de u n a u o tra form a, nos deja en tre v er sus a r­
gum entos sobre este tem a, podem os decir que se en­
c u e n tran dos m om entos claves en sus obras Acerca del
libre albedrío y en las C onfesiones y que son claram en­
te com plem entarios.

173
De la p lu r a lid a d a la u n id a d

En el tra ta d o Acerca del libre albedrío, San A gustín


nos indica, que p ara llegar a u n conocim iento claro de
la exigencia de Dios es necesario averiguar an tes qué
es lo m as noble que hay en el hom bre. Del análisis con­
cluye en que lo que constituye la m ayor dignidad del
hom bre y, en consecuencia, su catalogación com o ser
su p erio r al resto de los seres vivos, radica en su inteli­
gencia: «Porque, siendo tres cosas m uy d istin tas en tre
sí el ser, el vivir y el en ten d er... estoy certísim o de que
el que entiende existe y vive, p o r lo cual no dudo que
sea m ás excelente el ser que tiene estas tres perfeccio­
nes que aquel o tro al cual falta u n a o dos de ellas»
(op. cit., II, 3, 7).
A p a rtir de estas consideraciones, San Agustín plan­
tea de lleno la p reg u n ta con que se inicia esta pru eb a
dé la existencia de Dios que se conoce com o p ru e b a p o r
las V erdades E tern as. Dice así:

Ahora bien, siendo así que a la naturaleza, que no


tiene más perfección que existir, que no tiene ni vida
ni inteligencia, como es el cuerpo exánime, la aven­
taja aquella otra que, además de existir, goza tam­
bién de vida, pero que no tiene inteligencia, como es
el alma de las bestias; y siendo así que a ésta aven­
taja la que, a la vez existe, vive y entiende, como lo
es en el hombre el alma racional, ¿crees tú que en
nosotros, es decir, entre los elementos que componen
nuestra naturaleza, como naturaleza humana, pueda
hallarse algo más excelente que esto que hemos enu­
merado en tercer lugar? Ante la respuesta negativa
de Evodio, San Agustín señala: ¿Qué dirías si pudié­
ramos encontrar un ser de cuya existencia y preemi­
nencia sobre nuestra razón no pudieras dudar? ¿Du­
darías acaso de que este ser, fuere el que fuere, era
Dios? Ante la respuesta de Evodio, San Agustín for­
mula chám ente el objetivo de la prueba: Me bas­
tará, por tanto, demostrar que existe tal ser (aquél
mayor que el cual no hay nada), el cual confesarás
que es Dios, y, si hubiere algún otro más excelente,
confesarás que este mismo es Dios. Por lo cual, ya
sea que exista algo más excelente, ya sea que no
exista, verás de todos modos que, evidentemente, Dios

174
existe, cuando con la ayuda de este mismo Dios hu­
biere logrado demostrarte lo que te prometí, o sea,
que hay un ser superior a la razón.
(Op. cit., II, 6, 13-14)

E n consecuencia, pues, la p ru eb a consiste en m o stra r


que hay algo m ás digno y superior que la razón hum ana
y que ello es en donde ésta en cu en tra su fundam ento
últim o. ¿Cómo hacerlo?, ¿cuál es el procedim iento u tili­
zado p o r S an Agustín? A ello vam os a dedicar n u e stra
atención.
El esquem a arg u m ental agustiniano es m uy sim ple y
se engarza con la tradición platónica: se tra ta de en­
c o n tra r la un id ad ú ltim a com o verdad necesaria. En
este sentido, el p u n to de p a rtid a de la reflexión agusti-
n iana lo enco n tram o s en el ám bito de la percepción
sensible donde puede co n stata rse la diversidad p ercep ­
tiva de una m ism a realidad. E sta diversidad perm ite
claram en te la distinción e n tre lo com ún y lo privativo:
«Es evidente que aquellas cosas que no transform am os,
y que, no o b stan te, percibim os p o r los sentidos del cuer­
po, no llegan a fo rm a r p arte del ser de n u estro s senti­
dos, y p o r lo m ism o nos son m ás com unes, p o rq u e ni se
tran sfo rm an ni convierte en algo propio privativo nues­
tro ... Como propio y privativo has de entender, según
esto, lo que p erten ece a cada uno de nosotros exclusi­
vam ente, lo que él sólo siente en sí y lo que pertenece
p ro p iam en te a su n aturaleza; y p o r com ún y com o
público, lo que es sentido p o r todos los que sienten,
sin que experim ente corrupción ni m utación alguna»
{op. cit., 11,7, 19).
De ahí p asa San Agustín, en su búsqueda p o r encon­
tr a r un elem ento u n itario p o r encim a de la diversidad
sensible, al n úm ero cuya razón es en sí u n a e inm u­
table p ara to d as y cada una de las inteligencias que la
perciben y, en consecuencia, en c o n tra ste con el ám bito
p u ram en te sensible. El núm ero había sido considera­
do p o r San Agustín com o un elem ento necesario de la
belleza (cfr. Acerca del orden, II, 15-42), que es origen
de toda arm o n ía (cfr. Acerca de la Verdadera Religión,
42, 79) e im plica u na p lu ralid ad que es reducida a uni­
dad en tan to que el núm ero, si bien b rilla en las cosas,

175
sin em bargo, es alcanzable p o r la razón (cfr. Acerca del
orden, II, 15, 42). A rgum entos todos ellos que vuelve a
recoger en su trata d o Acerca del libre albedrío cuando
dice:

Si la unidad no la percibimos por los sentidos del


cuerpo, tampoco percibimos por ellos número algu­
no, de aquellos, digo, que intuimos por inteligencia,
porque ninguno de ellos hay que no tome su nombre
del número de veces que contiene a la unidad, cuya
intuición no tiene lugar por los sentidos del cuerpo.
La mitad de cualquier cuerpo, por minúsculo que
sea, es un todo que consto, de dos cuantos o partes
extensas, pues ella misma tiene su media parte. Y de
tal suerte están estas dos partes en el cuerpo, que ni
ellas mismas son dos unidades simples o indivisi­
bles; mientras que el número dos, por contener dos
veces la unidad simple, su mitad, o sea, lo que es la
unidad simple e indivisible, no puede constar a su
vez de dos mitades, terceras o cuartas partes, por­
que es simple y verdaderamente uno.
(Cfr. op. cit., II, 8, 22)

De ahí que, unos capítulos m ás adelante, San Agustín


concluya en la necesidad de «una form a etern a e inm u­
table, en v irtu d de la cual estas cosas que son m uda­
bles —y que se expresan en núm ero— no desaparecen
sino que, con sus acom pasados m ovim ientos y la gran
variedad de sus form as, continúan recorriendo h asta
el fin los cam inos de su existencia corporal; form a eter­
n a e inm utable, en cuya virtud, sin e sta r contenida ni
com o definida en el espacio, ni prolongarse a través de
los tiem pos, n i su frir alteración con el tiem po, todas
las dem ás pueden ser form adas y, según sus géneros,
llen ar y re c o rre r los núm eros del espacio y del tiem po»
(cfr. op. cit., II, 16, 44).
De su consideración de la unidad que rep resen ta el
núm ero, San Agustín pasa a exam inar un terc er grado,
la unidad expresada en la idea de sabiduría. Aquí, su
pu n to de p artid a radica en la precisión acerca de qué
debe enten d erse p o r sabiduría la cual no debe en ten d e r­
se com o lo que se opina que es la sabiduría. Ello se
aprecia claram ente ante el hecho de la p erplejid ad de

176
Evodio quien señala, an te las apreciaciones de San
Agustín: «No sé de qué sabiduría hablas, porque veo
que difiere m ucho la opinión de los hom bres acerca de
qué es la sabiduría» (o p . cit., II, 9, 25). Pero la resp u esta
agustiniana es rápida: «¿Acaso piensas que hay o tra
sab id u ría d istin ta de la verdad, en la que se contem pla
y pose el sum o bien?» (op. cit., II, 9, 26).
Im p o rtan te es, a m i juicio, la relación establecida p o r
San Agustín en tre Sabiduría-V erdad-B ien sobre la que,
en líneas generales, se ha extendido J. Villalobos en su
o b ra S er y V erdad en Agustín de Hipona (Sevilla, 1982),
p uesto que, en ella, está la clave de toda la arg u m en ta­
ción agustiniana.
Efectivam ente, com o el m ism o San Agustín señala,
«en cu an to todos los hom bres desean la vida bienaven­
tu rad a no yerran, el e rro r de cada uno consiste en que,
confesando y proclam ando que no desea o tra cosa
que llegar a la felicidad no sigue, sin em bargo, el ca­
m ino de la vida que a ella conduce. El e rro r está, pues,
en que, siguiendo un cam ino, seguim os aquel que no
conduce a donde deseam os llegar. Y cuanto m ás uno
y erra el cam ino de la vida, tan to m enos sabe, porque
tan to está m ás d istan te de la verdad, en cuya contem ­
plación y posesión consiste el sum o bien. Y es bien­
av en tu rad o el h om bre que ha llegado a conocer y a
poseer el sum o bien, lo cual deseam os todos sin género
alguno de duda» (cfr. op. cit., II, 9, 26).
La clave h erm enéutica se encuentra, evidentem ente,
en la idea de S abiduría la cual es entendida com o «la
posesión del bien sumo», «suprem a felicidad» que el
hom bre tiene im presa en su m ente: «Si, pues, consta
que todos querem os se r bienaventurados, igualm ente
consta que todos querem os ser sabios, porque nadie
que no sea sabio es bienaventurado, y nadie es biena­
ven turado sin la posesión del bien sum o, que consiste
en el conocim iento y posesión de aquella verdad que
llam am os sabiduría. Y así como, an tes de ser felices,
tenem os im presa en n u e stra m ente la noción de felici­
dad, puesto que en su v irtu d sabem os y decim os con
toda confianza, y sin duda alguna, que querem os ser di­
chosos, así tam bién, antes de ser sabios, tenem os en
nu estra m ente la noción de sabiduría, en v irtud de la

177
cual cada uno de nosotros, sí se le pregunta a v er si
quiere ser sabio, responde sin som bra de duda que sí,
que lo quiere» (op. cit., II, 9, 26).
A p a rtir de ahí la argum entación se desencadena de
form a trep id an te y concluye en la afirm ación de la ver­
dad u n a e inconm utable en todos los seres, superior a
n u estra m ente y que nos im pulsa a abrazarla con el fin
de alcanzar la plena y absoluta felicidad. De ahí a la
identificación de esa V erdad suprem a con Dios tan sólo
hay un paso: «Te p ro m etí dem o strarte, si te acuerdas,
que h abía algo que era m ucho m ás sublim e que n u estro
esp íritu y que n u estra razón. Aquí lo tienes: es la m is­
m a verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella, y alégrate
en el Señor y te concederá las peticiones de tu cora­
zón... P uesto que en la verdad se conoce y se posee
el bien sum o, y la verdad es la sabiduría, fijem os en
ella n u e stra m ente y apoderém onos así del bien sum o y
gocemos de él, pues, es bienaventurado el que goza del
sum o bien. E sta, la verdad, es la que contiene en tí to ­
dos los bienes que son verdaderos, y de los que los
ho m b res inteligentes, según la capacidad de p en e tra­
ción, eligen p ara su dicha uno o varios. Pero así com o
en tre los hom bres hay quienes a la luz del sol eligen
los objetos, que contem plan con agrado, y en contem ­
plarlos ponen todos sus encantos, y quienes, teniendo
u n a vista m ás vigorosa, m ás sana y potentísim a, a nada
m iran con m ás placer que al sol, que ilum ina tam bién las
dem ás cosas... así tam bién, cuando una poderosa y vi­
gorosa inteligencia descubre y ve con certeza la m ulti­
tud de cosas que hay inconm utablem ente verdaderas,
se o rien ta hacia la m ism a verdad, que todo lo ilum ina,
y, adhiriéndose a ella, parece com o que se olvida de to­
das las dem ás cosas, y, gozando de ella, goza a la vez
de to d as las dem ás, porque cuanto hay de agradable
en todas las cosas v erdaderas lo es precisam ente en vir­
tu d de la m ism a verdad» (cfr. op. cit., II, 13, 36).

La «Memoria Dei»
Sin em bargo, en el m arco del trata d o Acerca del libre
albedrío hay algo que no queda lo suficientem ente aqui­
latado, se tra ta de aquello a través de lo cual la m ente

178
h u m an a tiende h acia la captación y posesión de la ver­
dad pese a que señale que la sabiduría sale al paso de
aquellos que la buscan m ediante los núm eros im presos
en cada cosa (cfr. op. cit., II, 16, 41). Sobre este aspecto
es sum am ente esclarecedora la argum entación que San
Agustín lleva a cabo en el m arco de las C onfesiones.
E fectivam ente, a lo largo del libro X de las Confe­
siones, San Agustín al tra ta r de explicitar su m étodo:
«T raspasaré, pues, aun esta v irtud de mi n atu raleza as­
cendiendo p o r grados hacia aquel que me hizo» (op. cit.,
X, 8, 12), se en cu en tra con la clara distinción e n tre una
m em oria sensible y una m em oria Dei. La pru eb a agusti-
niana de la M em oria Dei ju stific ará , en San Agustín la
existencia de Dios en tan to que Dios es, ju stam en te la
causa de esa m em oria.
E n consecuencia, pues, com o ha reseñado Juan Pe-
gueroles, la teoría agustiniana de la ilum inación o de la
m em oria afirm a que todo conocim iento es un reconoci­
m iento y supone un preconocim iento en el sentido de
que todo conocim iento de ser, verdad y bien es un re­
conocim iento y supone claram en te preconocim iento del
Ser, de la V erdad y del Bien (cfr. op. cit., p. 77).
Ahora bien, ¿dónde?, la respuesta es clara en San
Agustín, en el ho m b re in te rio r que es, ju stam en te, don­
de se en cu en tra la V erdad. Es la indagación en el hom ­
b re in terio r lo que nos conduce a la trascendencia, lo
que nos lleva a la captación del fundam ento. Pero, com o
dijim os an terio rm en te, a p ropósito de n u estro exam en de
la in terio rid ad agustiniana, este re to rn o a nosotros m is­
mos p a ra e n c o n tra r n u e stra filiación divina sólo tiene
sentido, en el orden práctico, cuando la conciencia de la
filiatio divina se proyecta en la ch a n ta s cristian a en el
m arco de una C ivitas Dei, que es el proyecto in tersu b ­
jetivo de la idea de C ristiandad, clave herm enéutica a
ten er en cuenta p a ra en ten d e r el sentido últim o del pen­
sam iento cristian o m edieval.

179
La sociedad y la paz

11.1. Introducción
Como se desprende del capítulo an terio r, la vida m o­
ral del ho m b re no es en San Agustín un ám bito sepa­
rado de la vida co m unitaria o, en térm inos m ás actu a­
les, de la vida social. Y esto en v irtu d de que el p rin ci­
pio constitu tiv o de lo social es el sentim iento íntim o y
perso n al del am or. E l am or es, en definitiva, quien une
o divide a los ho m b re e n tre sí. De este m odo cada uno
de ellos se sen tirá n ecesariam ente vinculado con aque­
llos que am en lo m ism o que él am a. Por eso, an tes ya
de cu alq u ier o tro, el am or a Dios establece una com u­
n id ad universal e n tre todos los hom bres que lo p ro ­
fesan.
E n v irtu d de tal convicción, San Agustín tiende a in­
te rp re ta r la sociedad y la h isto ria a p a rtir deí principio
que sirvió de su stento a su propia vida personal. Más
todavía, a su propio d ram a personal. Am ante p rim ero
de valores m u ndanos y m ás tard e converso a los ver­
d ad ero s valores del espíritu, su convicción p rofunda si­
gue siendo la m ism a. Solam ente gira el sentido de la
h isto ria p ersonal o colectiva según aquello que se ame,

180
pero el principio psicológico y m oral del am o r es el
que divide tal sentido. Se im pone aquí un principio de
in tim idad sim ilar al de todo el pensam iento agustiniano.

11.2. El pueblo, comunidad de objetos


amados
El enunciado a n te rio r constituye el p ilar de La Ciudad
de Dios, p articu larm en te de su segunda p arte. Desde la
definición de pueblo y sociedad h asta la posible división
o clasificación de ellos, el am o r es el hilo conductor de
su razonam iento. A p a rtir de él, en p rim er lugar, puede
ya definirse lo que es el pueblo, en su acepción de so­
ciedad:

El pueblo es un conjunto de seres racionales aso­


ciados por la concorde comunidad de objetos ama­
dos, para saber qué es cada pueblo, es preciso exa­
minar los objetos de su amor. No obstante, sea cual
fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias, sino
de seres racionales, y están ligados por la concorde
comunión de objetos amados, puede llamarse, sin
absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto me­
jor cuanto más nobles sean los intereses que los li­
gan, y tanto peor cuanto menos nobles sean. Según
esto, el pueblo romano es un pueblo, y su gobierno,
una república.
(•Obras, XVII, 511)

De las p alab ras agustinianas se desprenden dos im ­


p o rtan te s conclusiones: •
• Sólo los seres racionales son aptos p ara co n stru ir real­
m ente un pueblo o sociedad. Nada, pues, m ás lejano
a San Agustín que el ingenuo prim itivism o. Sólo la
racionalidad hace posible el verdadero am or, vincu­
lado a la capacidad de sen tir reflexivam ente. Ello in­
troduce el im p o rtan te concepto según el cual la socie­
dad no es una extensión de la naturaleza. E lla p e rte ­
nece al orden de lo racional.
• E n co n tra de un m al entendido tcocentrism o, San
Agustín acepta com o legítim as sociedades aquellas

181
com unidades que racionalm ente coinciden en ios ob­
jeto s am ados, sin que éstos se lim iten únicam ente a
los ob jeto s de un determ inado orden, sea éste el es­
p iritu al. Se establece, bien es cierto, una sociología
axiológica gradual. Las sociedades se distinguirán, en
efecto, según el orden de sus am ores.

In tro d u cid o así el principio general de toda legitim i­


dad social, aun distinguiéndose p o r los valores am ados,
un pueblo se Iigitim a com o sociedad cuando com uni­
taria y racionalm ente busca unos valores que se reúnen
en to rn o a objetivos no estricta m e n te espirituales. No
se da, pues, el exclusivism o social esp iritu alista del
que, con frecuencia, fue censurado el agustinism o pos­
terio r. Una cosa es, en efecto, que los valores de orden
esp iritu al constituyen, p a ra San Agustín, sociedades m ás
perfectas y o tra m uy d istin ta que puedan ser calificadas
de sociedades sólo aquellas que los buscan.
Ello conduce a la célebre distinción agustiniana de las
dos ciudades: la de Dios y la terrenal.

11.3. La ciudad de Dios *


y la ciudad terrenal *
R eiterad am en te form ula Agustín la explícita afirm a­
ción sobre el origen de las dos ciudades. Al inicio del
capítulo XIV se reconoce brevem ente que, en todo el
orbe, los pueblos son m uy variados p o r sus usos, sus
rito s y costum bres. Pero, en síntesis, y desde una in ter­
pretació n cristian a de la hum anidad, San Agustín reco­
noce que toda esa indiscutible variedad «no form an
m ás que dos géneros de sociedad hum ana que podem os
llam ar, conform ándonos con nu estras E scritu ras, dos
ciudades, u n a es la de los hom bres que quieren vivir se­
gún la carne, y o tra la de los que quieren vivir según el
esp íritu , cada u n a en su paz propia. Y la de cada una
de ellas consiste en ver colm ados todos sus anhelos»
(Obras, X V II, 58).
Se in tro d u ce así una tipificación explícita que m ás
adelante va a ser refo rm ulada m ás concisa y explícita­
m ente p artien d o del principio de socialidad ya enun­

182
ciado: «Dos am ores fundaron, pues, dos ciudades, a
saber: el am o r propio h asta el desprecio de Dios, la
terren a, y el am o r de Dios h asta el desprecio de sí pro­
pio, la celestial» (XVII, 115).
Queda así explícitam ente enunciado el sentido de
una y otra: no es una la Iglesia y o tra el E stado, ni
una la celeste y o tra la te rre stre , sino que la Ciudad
de Dios la form an todos aquellos que am an a Dios, y
la terren al aquellos que anteponen el am o r propio y to­
das sus secuelas al am o r de Dios.
La Ciudad de Dios busca la gloria de Dios y ella tiene
com o vínculo de sus ciudadanos, no al im perio a u to ri­
tario, sino a la caridad. La ciudad terrena, p o r el con­
trario , asienta su un idad en la au to rid ad que logre do­
m inar los intereses p artic u la res que necesariam ente su r­
gen cuando sus ciudadanos p a rte n del am o r a sí
m ism os.
Tal enunciado sugiere varias conclusiones:

• En p rim er lugar, los ciudadanos de una y o tra ciu­


dad viven en esta vida en el seno de las m ism as so­
ciedades históricas. No puede ser de o tro m odo, ya
que los ju sto s am antes de Dios son h om bres com o
los dem ás. Posiblem ente influenciados p o r el mani-
queísm o, sin em bargo, no lo desea aplicable a lo so­
cial.
• E n segundo lugar, los ciudadanos de una y o tra ciu­
dad no son sólo los que actualm ente están vivos, sino
que a la Ciudad de Dios pertenecen todos los ju sto s,
pasados y futuros, así com o a la terren a los que a lo
largo de la h isto ria de la hum anidad, p asad a o futura,
p refiriero n o tro s am ores al am o r de Dios. Ello im pli­
ca, en térm inos hegelianos, una noción idealista de
H istoria. O, en térm inos cristianos, una visión teolo­
gal de ella. C iertam ente, San Agustín in troduce m ás
una teología de la h isto ria que no un ideal hegeliano
de ella. Pero se form ula explícitam ente p o r p rim era
vez, un co r epto ideal de H um anidad que sugiere una
in terp retació n de la H istoria, no p o r su p u n tu al acon­
tecer, sino p o r el d escubrim iento en ella de un senti­
do que p au latin am ente se alu m b ra y en el que tom an
p arte todos los hom bres. El propio San Agustín dice

183
que, «m ísticam ente dam os a esos dos grupos el nom ­
b re de ciudades, que es decir sociedades de hom bres»
(X V II,124). Ellas, en efecto, no tienen su razón en la
experiencia y evidencia actuales, sino en la razón ocul­
ta del am o r no evidente, de sus m iem bros, en su m a­
yoría no presen tes realm ente en el m undo. Tal es el
sentido del adverbio m ystice que él em plea.
• Una te rc era conclusión parece decisiva p a ra in terp re­
ta r el pensam iento de San Agustín. No hay duda de
que la Ciudad de Dios es, en v irtu d de su am or, supe­
rio r a la Ciudad terrena. Pero, ¿hasta qué punto? Todo
el contenido del Civitate Dei es explícito: h asta el
p u n to de que sólo la Ciudad de Dios es el m odelo de
toda sociedad p o rq u e sólo en ella puede rein ar la ju s­
ticia, el ord en y la paz verdadera. Las sociedades, p o r
tan to , que no reconocen al am or de Dios com o su
am o r y, p o r tan to , com o su naturaleza, no pueden ser
despojadas del títu lo de sociedades —como sucede
con rom anos, atenienses, asirios, etc.— , pero todos
ellos son incapaces de conocer «la verdadera ju sti­
cia», term in a afirm ando el capítulo 24 del libro XIX.
P or tan to , sus categorías sociales no son las debidas.

Nos enco n tram o s así con la afirm ación de que es la


Ciudad de Dios la que debe su b sistir com o ideal de la
h isto ria de la hum anidad. San Agustín introduce, pues,
un p rin cip io de idealidad que, si bien no form ulado con
lenguaje m oderno, establece com o objetivo de la reali­
dad h istó rica un ideal, sólo concebible com o posibili­
dad, al que ésta debe tender.
Siendo la Ciudad de Dios el ideal de la Ciudad terre­
nal, ésta es an terio r y prim era, tan to individualizada
en cada h o m b re cu anto colectivam ente considerada.
Así lo reconoce San Agustín cuando, recordando las po­
lém icas sobre el pecado en que tom ó p arte , escribe:
En cada hombre comprobamos la verdad de estas
palabras del Apóstol: No es primero lo. espiritual,
sino lo animal y luego lo espiritual. De donde se
sigue que cada cual, por descender de un tronco da­
ñado, necesariamente es primero malo y carnal, y
será luego bueno y espiritual si, renaciendo en Cris­
to, adelantare en la virtud. Y esto mismo sucede en

184
la humanidad entera. Cuando las dos ciudades em­
prendieron su curso evolutivo, por nacimientos y
muertes sucesivas, nació primero el ciudadano de es­
te mundo y luego el peregrino del siglo, que pertenece
a la Ciudad de Dios.
(Obras, XVII, 124)

P or tan to , es tam bién socialm ente aplicable el p rin ci­


pio según el cual no todo hom bre m alo ha de llegar a
ser bueno, p ero sí que todo hom bre bueno ha sido p ri­
m ero m alo. Así sucede a la Ciudad de Dios, cuyos ciu­
dadanos, en v irtu d del pecado en que fueron engendra­
dos, an tes fu ero n todos ciudadanos de la Ciudad te­
rrena.
Por últim o, la Ciudad de Dios no tiene en este m undo
su n atu ra l culm inación sino que ella, en v irtu d de la
m ism a idealidad teológica, concluirá en la posesión de
Dios, que h abía sido el o b jeto del am or de sus súbditos.
Agustín ilu stra sim bólicam ente este destino trascen d en ­
te de la ciudad celeste evocando a Abel, su fundador,
quien no fundó ninguna ciudad en este m undo, sino
que se consideró siem pre peregrino en él, al co n trario
de su herm an o Caín, fu n d ad o r de la ciudad terrenal.
B ellam ente San Agustín llam a a la C iudad de Dios «via­
je ra en el m undo» (XV II, 214). Ello es to talm en te lógico
si pensam os que el am o r de Dios es su esencial p rin ci­
pio constitutivo.
Tales convicciones conducen a que el pensam iento
ag u stiniano tiende a una cada vez m ás eficaz influencia
del ám b ito religioso en el estricta m e n te m undano y es­
tatal. No podía ser de o tro m odo, puesto que su pensa­
m iento único, tra s su conversión, radica en la salvación
de las alm as. Si bien Agustín propició la obediencia a
las leyes ju sta s del E stado, buscó con em peño apostó­
lico la sum isión del derecho civil a las leyes y m anda­
tos de la Iglesia. Ello no m erm a su m érito de se r en tre
los p en sadores antiguos y m edievales —cristianos o
no— quizá el m ás grande defensor de la vida social y
de la sociedad civil. P or eso escribirá, bellam ente:

Nuestra más amplia acogida a la opinión que sos­


tiene que la vida social es propia del sabio. Porque
¿de dónde se originaría, cómo se desarrollaría y cómo

185
lograría su fin la Ciudad de Dios —objeto de esta
obra, cuyo libro X IX estamos escribiendo ahora—
si la vida de los santos no fuera vida social?
(Obras, XVII, 470)

A p esar de lo dicho, debem os reconocer las dificulta­


des y «la infinidad y gravedad de los m ales a que está
su jeta la sociedad h um ana en esta m ísera condición
m ortal» (Ibid.). Y citando a los poetas cóm icos sigue
com entando la serie de inconvenientes que el hom bre
tiene al casarse, al ten er hijos, al convivir con los de­
m ás ciudadanos. Males e inconvenientes nacidos y ori­
ginados en el seno de la sociedad civil que im piden que
ella sea un ám bito de bonancible y d u rad era paz.

11.4. Paz, orden y justicia


Los m ales e inconvenientes de la sociedad civil son
de m uchos órdenes, desde las querellas de am or h asta
las enem istades, las in ju rias y sospechas, y tienen su
m áxim a expresión h istórica en la guerra. Son estos los
m ales ciertos que hacen de la paz un bien incierto, ta n ­
to en las relaciones restringidas entre las personas com o
en las relaciones am plias en tre los pueblos.
La convicción p ro fu n da de Agustín es que tales m a­
les tienen su origen fu ndam ental en la naturaleza caída
del hom bre, en su condición de heredero de la culpa
original. No es éste el m om ento de e n tra r en la discu­
sión sobre la d o ctrin a agustiniana del pecado original.
Lo cierto es que de él derivan los m ales del hom bre.
Pero A gustín es, adem ás de teólogo, un sincero obser­
vad o r psicológico. Por eso señala o tra causa, derivada
sin duda de la an terio r, pero m ás inm ediata de los
m ales de la sociedad. Es el m udable corazón del hom ­
bre. M udable e inescru table corazón hum ano que hace
ciertos los m ales e in cierta la paz, «porque desconoce­
m os los corazones de aquéllos con quienes querem os
tenerla, y, aunque los conozcam os hoy, no sabem os qué
serán m añana. ¿Quiénes suelen o, al m enos, deben ten er
m ás am istad en tre sí que quienes se cobijan b ajo un
m ism o techo, en una m ism a casa? Y, sin em bargo, ¿quién

186
de ésos está seguro cuando ve los m ales acaecidos p o r
ocultas m aquinaciones, m ales tan to m ás am argos cuan­
to m ás dulce fue la paz considerada com o verdadera,
siendo u na a stu ta ficción?» (Obras, XV II, 471).
Ello trae a p rim e r plano el problem a de la paz.

11.4.1. La paz y el orden

Aunque la paz sea un bien incierto es, sin em bargo,


el m ayor de los bienes hum anos. Ella es un bien «tan
notable, que aún en tre las cosas m ortales y terren as
no hay n ad a m ás g rato al oído, ni m ás dulce al deseo,
ni su p erio r en excelencia» (Obras, X V II, 481). Por su su­
prem o valor, la paz es buscada p o r todos, tanto p o r
los ciudadanos de la Ciudad de Dios, com o p o r los de
la Ciudad terren al. Incluso aquellos que hacen la g u erra
es p o rq u e buscan la paz, aunque ésta suponga un so­
m etim iento de otro s hom bres. Pero lo cierto es que «to­
dos desean ten er paz con aquellos que quieren go b ern ar
a su antojo» (Ibid., 482).
San Agustín no se lim ita, sin em bargo, a la sola paz
social, sea fam iliar o política, sino que su concepto de
paz llega h asta h acer de ella la sustancial apetencia de
las cosas todas. De ahí que su célebre definición se ex­
tienda a todos los ám bitos de la realidad. N ada m ejo r
que sus p alab ras p ara en ten d er su pensam iento:

Así, la paz del cuerpo es la ordenada complexión


de sus partes; y la del alma irracional, la ordenada
calma de sus apetencias. La paz del alma racional
es la ordenada armonía entre el conocimiento y la
acción, y la paz del cuerpo y del alma, la vida bien
ordenada y la salud del animal. La paz entre el hom­
bre mortal y Dios es la obediencia ordenada por la
fe bajo la ley eterna. Y la paz de los hombres entre
sí, su ordenada concordia. La paz de la casa es la
ordenada concordia entre los que mandan y los que
obedecen en ella, y la paz de la ciudad es la orde­
nada concordia entre los ciudadanos que gobiernan
y los gobernados. La paz de la ciudad celestial es la
unión ordenadísima y concordísima para gozar de

187
Dios y a la vez en Dios. Y la paz de todas las cosas,
la tranquilidad del orden.
(Obras, XVII, 486)

Como es perceptible, en toda la serie de realidades a


las que San Agustín hace extensivo el bien de la paz,
el o rd en aparece com o condición p ara que ella sea real­
m en te paz. No es posible paz sin orden, p o r eso, a ren ­
glón seguido de la cita an terio r, se afirm a que «el o r­
den es la disposición que asigna a las cosas diferentes y
a las iguales el lugar que les corresponde».
E stas bellísim as definiciones agustinianas sugieren va­
rias conclusiones:
• Sin orden no hay paz. Pero el orden exige sobre todo
«concordia», esto es, acuerdo y respeto a la debida
natu raleza de cada cosa. Bien es cierto que en la n a­
tu raleza inorgánica esta «concordia» no p lan tea p ro ­
blem as. Pero al ir ascendiendo en la escala de los se­
res y h acer aparición la com plicación orgánica, la ra­
cional y, m ás aún, la social, la concordia no es algo
que los seres produzcan sua sponte. Ella exige esfuer­
zo, respeto, en fin, v irtud, p a ra no v u ln era r la debida
disposición que las cosas, iguales o diferentes, deben
de tener. La concordia es, en fin, «la salud del pue­
blo» (X V II,512).
• La paz, tan to fam iliar com o social, dem anda u n a o r­
denación de valores y ello porque la sociedad está
co n stitu id a p o r seres racionales, lo que exige que se
som eta a la paz del entendim iento cuanto tiene el
ho m b re de irracional, y que se som eta a la paz del
alm a lo que en él viene de su cuerpo. Se exige, p o r
tan to , el ord en en dos direcciones: de los seres con
respecto a sus p a rte s de los seres respecto a los de­
m ás seres.
• No será posible la paz social a través del dom inio del
ho m b re p o r el hom bre. Con las lógicas vacilaciones de
un h om bre del tiem po de San Agustín, form ado en la
c u ltu ra rom ana, su exigencia es term in an te en el orden
social y, p o r tanto, la paz debe ten er en cuenta que
Dios quiso «que el h om bre racional, hecho a su im a­
gen, d o m in ara únicam ente a los irracionales, no el

188
h o m b re al h om bre, sino el ho m b re a la bestia» (XV II,
491).
Y tra s este categórico reconocim iento, señala que la
p alab ra siervo la m ereció el hom bre no por naturaleza,
sino p o r el pecado. De ahí que, en rigor, nadie está legi­
tim ado p a ra llam ar o hacer siervo suyo a nadie. Sólo al
pecador, respecto a Dios, es atrib u ib le tal categoría.
• E n este sentido el dom inio que un hom bre ejerce so­
b re o tro no en cu en tra legitim ación natu ral. Y si al
esclavo, siguiendo al Apóstol, le aconseja serv ir de
corazón a su señor, ello no es, p a ra Agustín, u n a le­
gitim ación del dom inio, sino la invitación a u n a ac ti­
tud que sepa sac ar bien del mal, h asta que tal situ a­
ción sea superada. Se pide, pues, una a c titu d que re ­
genere la conciencia del esclavo, sin que ello suponga
h acer buena la relación dependencia. De ahí que «si
sus dueños no les dan libertad, to rn en ellos, en cierta
m anera, libre su servidum bre, no sirviendo con tem o r
falso, sino con am or fiel, h asta que pase la iniquidad
y se aniquilen el p rincipado y la p o testad hum ana y
sea Dios todo en todas las cosas» (X V II, 492). No es,
pues, la consagración del estado de dependencia, sino
la espera en el triu n fo de Dios y de su reino sobre el
egoísm o hum ano.

No podem os p ed ir a Agustín u n a a c titu d revolucio­


naria. Su revolución, sin em bargo, no deja de ser p ro ­
funda al solicitar la desaparición de la iniquidad, y del
m al exigiendo que esto se produzca, no p o r im pulso de
la fuerza, sino p o r el triu n fo del am or de Dios que e rra ­
dicaría definitivam ente el m al y —con él— el dom inio
egoísta de unos sobre otros. P ara que esto sea así ahí
está la p alab ra y el testim onio cristianos com o p re sen ­
cia en el m undo de exigente hum anism o.
Algo sim ilar h ab ría que decir respecto a la pro p ie­
dad. No es el títu lo de adquisición el que legitim a una
propiedad, sino su co rrecto uso, lo que debe se r ga­
ran tizad o p o r la ley civil. P ero en todo caso, cuando
el m al uso se da, San A gustín no reclam a una re d istri­
bución revolucionaria. E stá convencido que la ju stic ia
no será posible m ás que cuando triu n fe la ciudad ce-

189
leste so b re la terren al, o sea, cuando el am or de Dios
su stitu y a al egoísmo. Su exigencia es así in terio r y m o­
ral y no política o económ ica.

11.4.2. La ju sticia

El ejercicio real del o rd en y, p o r tanto, la g aran tía


de la paz, es la ju sticia. E lla es, en p rim e r lugar, virtud
que debe rev estir al ho m bre haciendo que él reconozca
y dé a cada uno lo suyo. O sea, que respete el orden.
Pero, adem ás, ella debe ser la esencia de la legislación
civil del E stado. Siguiendo a Cicerón, insistirá San
Agustín en que no hay república, o sea, estado, que
pueda ser gobernado sin justicia. Y, en consecuencia,
«donde no hay v erdadera ju sticia no puede darse ver­
dad ero derecho. Cpmo lo que se hace con derecho se
hace ju stam en te, es im posible que se haga con derecho
lo que se hace in ju sta m e n te... Por tanto, donde no exis­
te v erd ad era ju sticia no puede existir com unidad de
hom b res fu n d ad a sobre derechos reconocidos, y, por
tanto, tam poco pueblo...» (XV II, 501).
Tal es la exigencia de Agustín que, tam bién aquí,
confía en que no hay ju stic ia hum ana perfecta. Sólo
la sociedad de los ju sto s en Dios realizará la verdadera
justicia. Ello no im pide su c o n t i n u a d e m a n d a de un
E stad o de derecho. Como pensador cristiano, San Agus­
tín entiende que el ideal de la praxis y de la realidad
h istó rica no tiene su acabam iento en ella m ism a. Y esto
es m ás aplicable todavía al orden ético. P ero eso recla­
m a la paralela convicción de que es en este m undo y
desde la situación caída del hom bre, desde donde - es
posible su regeneración, aunque ésta no sea definitiva
sino en la posesión de Dios. Pero, com o venim os di­
ciendo, la Ciudad de Dios es tam bién de este m undo.
E lla es el ideal al que, desde su legitim idad natural, la
ciudad terren a debe encam inarse. Sólo en ella el orden
y la paz p erfecta y, p o r tanto, la ju sticia serán posibles.
M ientras que esto no se realice, o sea, m ien tras el
am o r de Dios no su stitu y a al egoísmo, orden, paz y ju s­
ticia serán im posibles p o r convicción y sólo realizables
p o r coacción legal. Se hace así evidente la falla o de-

190
ficiencia de la ciudad terrenal. La verdadera filosofía
de la historia será aquella que encam ina la realidad
h istó rica del E stado hacia un ideal ético, con la exi­
gencia de un progreso sobre el orden pu ram en te ju r í­
dico. P ero adem ás, en Agustín, el ideal ético a d q u irirá
todo su sentido cuando las convicciones éticas lo sean
en v irtu d de un sentido superior al pu ram en te h um a­
no, esto es, p o r am or de Dios. Es en él donde el hom ­
b re en cu en tra su acabam iento. H asta entonces su co­
razón estará, según Agustín, en el desvelo y la in­
quietud.

191
Apéndice
Comentario de texto
A) T exto

Ya hemos apuntado en los libros anteriores que Dios,


para unificar el género humano, no sólo por la semejanza
de naturaleza, sino también por lazos de consanguinidad;
para ligarlos, digo, con el vínculo de la paz en unidad con­
corde, quiso que todos los hombres procediesen de uno solo.
Además fue también voluntad suya que el género humano
no estuviera sujeto a la muerte individual si los dos prime­
ros hombres, de los cuales uno fue creado de la nada y otro
del primero no se hubieran hecho acreedores de ella por la
desobediencia. El pecado en que ellos consintieron fue tan
enorme, que, en virtud de él, la naturaleza humana empeoró
y se transmite a los descendientes el pecado mismo y la
necesidad de la muerte. El imperio de la muerte se ense­
ñoreó tanto de los hombres, que diera con todos en la muer­
te segunda —como pena debida— si una gracia indebida de
Dios no librara a algunos de ellos de la misma.
De aquí que, siendo tantos y tan grandes los pueblos di­
seminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en
ritos y en costumbres y tan variados en lengua, en armas
y en vestidos, no formen más que dos géneros de sociedad
humana, que podemos llamar, conformándonos con nuestras
Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que
quieren vivir según la carne, y otra la de los que quieren
vivir según el espíritu, cada uno en su paz propia. Y la paz

195
de cada una de ellas consiste en ver colmados todos sus
anhelos.
(S an Ag u stín : La Ciudad de Dios, XIV, 1)

B) C om entario del texto

1. El contexto

A) El contexto ideológico
El fragm ento seleccionado pertenece a la o b ra de San
Agustín La Ciudad de Dios que, com o es ya sabido, no
sólo es la réplica definitiva del cristianism o ante el pen­
sam iento pagano, sino tam bién la obra en la que se
p lan tan las bases del nuevo sentido de «Cristiandad» en
sustitu ció n de la «H um anitas». Desde esta perspectiva,
pues, La Ciudad de Dios es no sólo u n a au tén tica enci­
clopedia de lacu ltu ra an tigua y, en consonancia con ello,
la ú ltim a gran apología del cristianism o, sino tam bién,
y ello puede ser considerado com o lo m ás interesante,
la p rim era gran h erm en éu tica de la h isto ria de la hum a­
nidad a p a rtir de estos presupuestos:
a) La determ inación del objeto histórico com prende
tres hechos: la referencia a las res gestae, a los aconte­
cim ientos indicativos del orden tem poral, así com o a la
ordenación de los hechos en el tiem po; la determ inación
de la n aturaleza no sólo de los hechos hum anos, sino
tam bién de los divinos (gesta divina et hum ana), y los
hechos de los hom bres en com unidad.
h) La H istoria tiene com o fundam ento m etafísico la
contingencia del m undo. La creación del m undo se cons­
tituye en el p rim e r acontecim iento histórico, lo que, al
m ism o tiem po, posibilita el vínculo ontológico en tre el
cread o r y la cria tu ra. Ahora bien, la historia com ienza
con el p rim e r ho m b re y no con las cosas que hacen su
aparición con el p rim er Fiat divino.
c) A p a r tir de ahí se com prende perfectam ente cómo,
p a ra San Agustín, las claves de esta herm enéutica de la
h isto ria no sean o tras que las siguientes: 1) La «Provi­
dencia» divina, p o r la cual la h isto ria realizada es enten­
dida com o am pliación de la im agen divina y viene a ser

196
com o la culm inación de toda la creación. 2) El sentido
cristo cén trico de la nueva hum anidad, expresado en el
ca rác te r m ed iad o r de la figura de C risto, sin el cual la
h isto ria es un caos p o rq u e El es la luz que la ilum ina,
no sólo en el plano individual, sino tam bién en el social
en tan to que, al fu n d a r la Iglesia, la religión cristiana,
provee al hom bre de un m edio de salvación. 3) La con­
cepción del hom bre en tensión dialéctica en tre dos am o­
res: el egoísm o y la C hantas, que hacen al hom bre el
único responsable de su destino en v irtud del principio
de su libertad , que no e n tra en colisión con la Provi­
dencia divina, sino que viene a ser la expresión y expli­
cación m ás clara del «orden» y la «paz» del universo.

B) E l contexto inm ediato


Si el contexto ideológico del fragm ento seleccionado
se en c u en tra en el m arco de una H erm enéutica de la
H isto ria y, ésta, en ten d id a com o h isto ria de la salvación
hum ana. El contexto inm ediato del fragm ento debe si­
tu arse con relación al horizonte concreto del plan de la
obra, en este caso La Ciudad de Dios, a fin de com pren­
d er cuáles son los tem as concretos que se proponen y
engarzarlos en el esquem a general del autor.
La Ciudad de Dios es u n a volum inosa o b ra que se
distribu y e en X X II libros, escritos en tre el 411 y el 426,
ju sto en los m om entos difíciles que siguen al saqueo de
Rom a p o r los godos de Alarico (410) y la definitiva des­
aparición del Im p erio R om ano de Occidente.
La o b ra viene a ser la respuesta ag ustiniana a la exi­
gencia de u n nuevo orden fundado no en la inm ediatez,
sino en la trascendencia, de m anera que a la antigua
Rom a suceda una Nueva Rom a, la Jeru salén celestial,
la cual debe con fig urarse com o la nueva ciudad eterna.
A tendiendo a dichos objetivos la obra se distrib u y e a
trav és de dos núcleos tem áticos. El prim ero es, fu n d a­
m en talm ente, crítico (libros I-X) y en el que San Agus­
tín analiza las causas del fracaso de la ciudad de Roma.
E sta p arte viene a ser una especie de enciclopedia de la
cu ltu ra an tigua (libros I-V III), term in an d o esta p a rte
(libros IX-X) con u n a reflexión sobre el nuevo sentido
de la m ediación de C risto en la h isto ria de la hum anidad

197
(libro IX) y el culto que debe darse al verdadero Dios
(libro X).
En la segunda p arte (libros XI-XXII) San Agustín nos
ofrece un cuadro sistem ático y plenam ente com prensivo
de la h isto ria de las dos ciudades, la celeste y la terrena,
desde la creación del m undo h asta su tiem po y h asta
el final de los tiem pos.
El texto seleccionado se sitúa, justam ente, en el ám ­
bito de esta segunda p arte de la obra, es decir, en el
m om ento descriptivo de la aparición de las dos ciu­
dades.

2. Los contenidos del texto

Una lectu ra aten ta del texto nos ofrece una serie de


núcleos tem áticos engarzados entre sí y que podem os
sistem atizar de la siguiente m anera:
a) «Para u n ificar el género hum ano... quiso (Dios)
que todos los hom bres procedieran de uno solo.»
b) «Fue tam bién voluntad suya (de Dios) que el gé­
nero hum ano no estuviera sujeto a la m uerte individual
si los dos prim eros ho m bres... no se hubieran hecho
acreedores de ella p o r la desobediencia.»
c) «El pecado en que ellos consintieron fue tan enor­
me, que, en v irtud de él, la naturaleza hum ana em peoró
y se tran sm ite a los descendientes el pecado m ism o y la
necesidad de la m uerte.»
d) La m uerte segunda —com o pena debida— sería
inevitable si una gracia indebida de Dios no lib rara a
algunos de ellos de la misma.»
e) Lo que caracteriza a los hom bres que conform an
las dos ciudades es el «vivir según la carne» y el «vivir
según el espíritu».

El p rim ero de los núcleos tem áticos nos sugiere no


sólo la cuestión de la creación, sino tam bién, y p rim o r­
dialm ente, la cuestión de la creación del hom bre y lo
que ello significa. Im p o rta hacer m ención explícita a la
im plícita distinción agustiniana en tre el hom bre como
ser concreto y el género hum ano, sin la cual no podría

198
explicarse el tem a del origen del alm a hum ana. En con­
secuencia, la cuestión aquí sería: ¿cómo explica San
Agustín el origen del alm a hum ana? ¿Cómo explica San
Agustín el problem a de la transm isión del alm a del pri­
m er h om bre al resto de los seres hum anos?
El segundo núcleo tem ático nos presenta, de un lado,
lo que podríam os llam ar la voluntad divina y su provi­
dencia y, de otro, la voluntad hum ana y sus consecuen­
cias, doble aspecto que se expresa claram ente a través
de la ilación condicional establecida entre la voluntad
divina y la desición hum ana. En consecuencia, pues, el
tem a a resp o n d er aquí es el siguiente: • ¿cóm o explica
San Agustín aquí la Providencia divina y el origen del
m al? ¿P or qué San Agustín entiende que no existe una
contradicción e n tre la Providencia de Dios y la voluntad
hum ana?
El tercer núcleo tem ático es muy explícito y se refiere
claram ente a las consecuencias del pecado —decisión
libre del hom bre— p a ra la Im ago Dei. Aquí las cuestio­
nes pueden en trecru zarse aludiendo, de un lado, al pro­
blem a de la tran sm isión del pecado original, estrecha­
m ente relacionado, a su vez, con la tem ática referente
al origen del alm a hum ana. De otro, se alude a la cues­
tión referen te a la incidencia de dicho pecado —decisión
libre del h om bre— en la Im ago Dei que se encuentra
en el alm a. Sobre este últim o punto convendría precisar
las m atizaciones agustinianas sobre la Im ago Dei aten ­
diendo el doble horizonte de su teoría y expresado en su
p o stu ra an te el m aniqueísm o (antes del 412) y el pela-
gianism o (después del 412). La pregunta aquí podría ser
la siguiente: ¿cóm o soluciona San Agustín el tem a de la
incidencia del pecado en la Im ago D ei?
El cu arto núcleo tem ático es m uy claro y expresa un
aspecto fu ndam ental de la tesis agustiniana. De un lado,
se en cu en tra la V oluntad divina; de otro, la decisión
hum ana. De esta ú ltim a se desprende el origen del mal
y su castigo («la pena debida», que es la m uerte). Sin
em bargo, el h om bre no está dejado a su suerte. A la
p ena debida se le contrapone p o r p arte de Dios una
«gracia indebida», un «don de Dios» y que perm ite el
triu n fo sobre la m uerte. En este punto dos cosas p a re ­
cen claras. P rim ero, que con la noción de «m uerte» San

199
Agustín entiende no la m uerte física, sino la m uerte
espiritual. Segundo, que Dios quiere salvar al hom bre
y, sin «deberle nada a él», le otorga un don g ra tu ito y
encauza el tem a clave de la Redención y que perm ite
la distinción en tre el hom bre viejo, Adán, y el hom bre
nuevo (Cristo). En consecuencia, pues, la pregunta aquí
sería: ¿qué papel juega la Redención en el esquem a
agustiniano y cuáles son las posiciones que puede adop­
ta r el h om bre an te el hecho concreto de la Redención?
Por últim o, el q u into núcleo tem ático aborda la cues­
tión d irecta del sentido de las dos ciudades que tienen
su origen en dos am ores. Aquí conviene p recisar que,
con el térm ino am or, San Agustín alude, fundam ental­
m ente, al significado de pulsión, tendencia que conform a
un estilo de vida y. con el térm ino ciudad, no está m en­
cionando a la res ciudad, sino al estilo de vida alcan­
zado a través de un d eterm inado am or-pulsión. Desde
esta perspectiva se entiende, pues, cóm o San Agustín
define la ciudad terren a, com o vida según la carne, en
el sentido de un vivir en la inm anencia, en la inm edia­
tez de lo dado y que conduce a la im pietas y a la sober­
bia de la vida que concluye, com o indicó Zubiri, al ateís­
mo. Es la vida egoísta el m odelo de la ciudad terrena. En
cam bio, la ciudad celeste, que se define com o vida según
el esp íritu , en el sentido de un vivir o rientado a la tras­
cendencia, p erm ite la superación del am or-pulsión, del
egoísmo, p o r la Charitas, que se constituye com o la clave
herm enéutica de la «Sociedad cristiana» al fu n d a m e n tar­
se en la «filiación divina» de todos los seres hum anos,
y que constituye el m ensaje social del pensam iento agus­
tiniano. En consecuencia, pues, la pregunta aquí sería:
¿cóm o explica San Agustín el sentido de la sociedad cris­
tian a en c o n tra ste con la sociedad antigua?

200
Glosario

Ciudad de Dios: Comunidad de los justos que anteponen


el amor de Dios al amor propio.
Ciudad terrenal: Comunidad de los que anteponen el am or
propio al amor de Dios.
Fe: Acto del pensamiento al que se concede asentimiento.
Forma parte del proceso mental normal que se da en todos
los niveles de la vida humana.
Forma: Principio de distinción entre los seres.
Iluminación: Acción por la que Dios asiste a la inteligen­
cia humana para que ella pueda alcanzar la verdad y la
naturaleza de las cosas en cuanto que ellas son participa­
ción de las razones eternas.
Interiorización: Proceso gradual del alma humana por el
que ésta, partiendo de la falibilidad de los datos sensibles,
llega a reconocer dentro de sí la existencia de verdades,
que, a su vez, exigen un salir fuera de sí, un trascenderse
para hallar el fundamento de estas verdades. Es, por con­
siguiente, el procedimiento por el que se combate el escep­
ticismo y por el que se encuentra la necesidad, inmutabili­
dad y eternidad de la verdad, es decir, aquellos caracteres
que definen a Dios.

201
Justicia: Virtud por la cual se reconoce a cada uno lo que
le pertenece.
Doctrina del sacerdote persa Mani, siglo III,
M an iq u eísm o :
que —basada en el dualismo de la religión de Zaratustra—
admite la existencia de dos principios cósmicos: uno del
bien (principio luminoso) y otro del mal (principio de las
tinieblas). Estos principios tienen también su sede en el
hombre: en el alma corpórea el del mal y en un alma lu­
minosa el del bien.
Medida: Es aquello que determina el modo de existir de
cada ser.
Orden: La disposición que asigna a las cosas diferentes y
a las iguales el lugar que les corresponde.
Paz: La tranquilidad del orden.
Peso: Im petus o conatus que mueve a cada ser a ocupar
su lugar propio.
Razón: Moción de la mente que permite la distinción y
conexión de las cosas.
Razones seminales: Principios o gérmenes latentes creados
por Dios, que paulatina y evolutivamente van dando origen
a las cosas a través del desarrollo y explicitación de su
contenido potencial.

202
Bibliografía

1. La cultura cristiana

Aubin, P. (1963): Le probléme de la conversión. Étude sur un


terme commun á l’hellenisme et au christianisme des trois
premiers siécles. París.
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Ed. Icaria-Boch. Barcelona. El tomo IX dedicado a La cultura
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mieres siécles. París. Ed. Aubier.
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203
Padres apologistas griegos (1954), ed. y trad. D. Rurz B ueno.
Madrid. BAC.
Q uasten, J. (1978-1979): Patrología, vols. I y II. Madrid. BAC,
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S im ón , M., y B einot , A. (1972): El judaismo y el cristianismo an­
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La métaphysique du Christianisme et la
T resmontant, C. (1961):
naissance de la philosophie chrétienne. París. Ed. du Seuil.
— (1962): Ensayo sobre el pensamiento hebreo. Madrid. Edito­
rial Taurus.

2. Obras de San Agustín


Las ediciones más im portantes de las obras de San Agus­
tín se encuentran en las siguientes colecciones:
M igne (1844-1864): Patrologiae cursus completas. Series Latina,
tomos 32 a 47.
CSEL (1866 y ss.): Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latino-
rum. Viena. En distintos volúmenes.
Obras de San Agustín (1946 y ss.), edición bilingüe latino-caste­
llana, en varios volúmenes, todavía en curso de publicación.
Madrid. BAC. (Cuando citamos Obras, nos referimos a esta
edición.)

3. Estudios sobre San Agustín


B oyer , Ch. (1932): Essais sur la doctrine de Saint Augustin.
París.
— (1940): L'idée de vérité dans la philosophie de Saint Augustin.
París.
C ourcelle, P. (1950): Recherches sur les Confessions de Saint
Augustin. París. Ed. de Boccard.
— (1968): «Le visage de Philosophie», en Rev. des Etudes An-
ciennes, núm. 70, pp. 110-120.
C hevalier , J. (1940): Saint Augustin et la pensée grecque. Fri-
burgo.
D ecret, F. (1970): Aspects du manichéisme dans VAfrique ro-
maine. París.
F lórez, R. (1971): Presencia de la verdad. De la experiencia a la
doctrina en el pensamiento agustiniano. Madrid.
G ilson , E. (1949): Introduction á l’étude de Saint Augustin. Pa­
rís. J. Vrin.
— (1965): Las metamorfosis de la Ciudad de Dios. Madrid. Rialp.
H amman, A. G. (1979): La vie quotidienne en Afrique du Nord au
temps de Saint Augustin. París. Hachette.
J olivet, R. (1932): Saint Augustin et le neoplatonisme chrétien.
París.
M arrou , H. I. (1949): Saint Augustin et la fin de la culture anti-
que. París, 2.a ed.
— (1950): L’ambivalence du temps de l'histoire chez Saint Au­
gustin. Montreal-París.
204
— (1959): San Agustín y el agustinismo. Madrid.
M indan, M. (1955): «La verdad, ideal supremo en San Agustín»,
en Revista de Filosofía, 52.
O roz R eta, J. (1967): San Agustín. El hombre. El escritor. El
santo. Madrid. Ed. Augustinus.
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205
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