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Amandiño

Amando, Amandiño, que eras de Corredoira,


cómo vuelve esta noche, con qué mágica luz,
aquel baño silvestre, y nuestras cabriolas
desnudas por el prado salpicado de bostas,
y aquella canción tuya, amigo agreste, bucanero de siete años
-«Ay, ay, ay, bendito es el borracho»-,
bajando por las hondas carballeiras
desmedida, insistente y en pelotas.
De aquel verano todo se ha perdido
menos aquella hora
maravillosamente sediciosa.

Después
tú te quedaste por tu mundo, libre de calendarios;
yo me adentré en el olor intacto de los nuevos libros.
De ellos salía el camino que -cursos, gentes ciudades-
me ha traído hasta esto.

Y ahora que contemplo mi vida


y me vienen ganas de darle una limosna,
le pregunto a los años
qué habrá sido de ti, Amandiño, amigo de un verano;
qué habrá sido de mí.

Insisto
Mi vida: tantos días
que no estuve en El Cuzco
ni en Siena ni en Grenoble,
tantos aviones rubricando el cielo
en los que yo no iba, tantas voces
cuyo calor jamás
tocó mi corazón.
Sólo el tiempo, vacío,
sólo el tiempo, esta estepa
desesperada, sólo
ver los martes, los miércoles, los jueves,
ver cómo se suceden, implacables,
los tubos de Colgate.

Ella
Es misteriosa como el tiempo y el mercurio,
delirante y exacta, álgebra y fuego.
Cuando nadie la espera, coronada de escarcha
baja tarareando con pies maravillosos
por entre los helechos. Muchos enamorados
consagraron su vida a llamarla, elevaron
laboriosos palacios para ella
y no condescendió ni a una mirada.
No sirve para nada y son millones
los que viven por ella. Cuando piensas
que prefiere los locos y vagabundos, pasa
del brazo de un ministro o Mr. Eliot.
Es papeles manchados de tinta y es el mundo
con hogueras y robles, despedidas, los Andes,
la luna azul y Concha Valladares. Su rostro
constantemente cambia, inconstante. Y no cambia.
Bécquer la confundió con el Amor
y es una forma de no ser feliz.

Caballos en la nieve
Que esta página salve aquel momento:
la senda de hojarasca
que sonaba encharcada a nuestro paso
bajo la rumorosa cúpula del hayedo
{ahora aspiro ese aroma fecundo del otoño),
y el remoto fulgor de la nieve temprana:
Okolín y Sayoa. Arriba campas frías
-aquel áspero viento que llegaba de Francia-
con bordas en ruinas. Bajo el gris invernizo,
por un alto helechal con nieve polvorosa
-todo como una foto en blanco y negro-,
repentino, al trote,
unos caballos de greñudas crines.
Símbolo de otra cosa lejana (y de muy dentro)
que yo desconocía, y desconozco,
los dejo en estos versos. Aunque nunca consiga
saber qué significa un trote de caballos
sacudiendo la nieve de unos helechos negros.

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