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Introducción

Con este trabajo, he tratado de situar las ideas de Hubert Dreyfus, fundamentalmente la idea
del manejo absorto, en uno de los capítulos de la novela Crimen y castigo, del novelista ruso
Fió dor Mijailiovich Dostoievski. Dreyfus ingresa mediante un sueñ o a la escena y remplaza al
inspector Porfirio Petró vich, quien descubre el asesinato perpetrado por el estudiante Rodió n
Romá novich Raskó lnikov. La escena inicia con el desesperado asesino trabando conversació n
con el fiscal Dreyfus, una noche después de que el primero, bajo la influencia de un delirio,
confesase al fiscal el asesinato. Rodion insiste en que el asesinato se perpetró bajo la
influencia de un estado de locura y gracias al Manejo absorto, el fiscal probará que esto es
imposible.

Debo reconocer que aun no he terminado de todo el cuento. He pensado introducir otro fiscal,
tal vez Austin, pero por lo referente al tiempo me ha sido imposible. Creo, aun así, que esta es
una primera versió n decente y que debe leerse como tal, no como una definitiva.

A modo de prólogo:

Un soplido recorre de esquina a esquina la ciudad que dormita bajo la bó veda. En Beacon Hill,
un antiguo barrio abarrotado de ancianos, los arboles sacuden las cabelleras mientras en
alguna esquina un borrachín entona un himno. Un gato cualquiera, desde cualquier tejado,
salta contra un contenedor de basura. A lo lejos el claxon de un automó vil suena, los canales
siguen transportando el agua y la furia citadina descansa bajo el cielo de Boston.

No se ve un alma en el antiguo barrio. Las ventanas solo reflejan al exterior la costumbres de


los habitantes de aquel tranquilo lugar. En algunos cristales se alcanzan a notar, tras el muro,
algú n televisor encendido, dejado a su suerte en la madrugada, olvidado. En otras se alcanza a
ver la luz de alguna lamparita. Otras no muestran nada, tras las cortinas duermen todos sus
habitantes. Sin embargo, la ventana que aquí nos ocupa, la del numero 122 de Beacon Hill,
está abierta de par en par. Si un transeú nte se detuviese bajo la misma escucharía un viejo
radio. Se fijaría, si se tratase de alguien medianamente cauto, en un leve aroma a tabaco y un
ronquido. Allá arriba, dentro de la habitació n, casi muerto sobre el escritorio, descansa el
joven Hubert, el héroe, quizá, de está historia.

Una extensa jornada derrotó al flacucho joven. Postrado sobre el escritorio, completamente
dormido, olvidó cerrar la ventana. De vez en cuando el aire entraba en rá fagas tremendas. Un
extenso catalogo de todas las especies de apuntes universitarios, (extensas hojas con
tachones, ensayos sin terminar, notitas con alguna idea, pergaminos en blanco, dibujos y
demá s) trataban de elevarse con el frio aire, detenidas ú nicamente por el tronco del
estudiante, tumbado sobre ellas. Se hubiese dicho, de tener una imaginació n mas refinada,
que se trataba de un cementerio de mariposas de papel postradas, con las alas rotas,
aleteando débilmente. Ya fuese por el viento, ya fuese por el ultimo aliento. Pero no. No se
trataba de eso. Se trataba de Hubert, estudiante de la facultad de filosofía, completamente
inconsciente sobre todos sus apuntes. No había alas rotas, se trataba de dobladuras en las
hojas. No había aleteo, se trataba del viento golpeando las esquinas de los papeles.

En la esquina del escritorio se sostenía, ya en el borde, el cenicero a reventar de colillas. En el


otro extremo, un viejo radio silbaba débilmente. Una lámpara, frente al joven, iluminaba un
libro abierto que pudo salvarse, milagrosamente o milimétricamente, del cementerio y este
fue el cuadro que encontró el viejo Charles al ingresar al cuarto de su joven inquilino. El frio le
afectaba terriblemente las rodillas. Llevaba un buen rato, en su alcoba, preguntando al techo
cual de sus malditos inquilinos pudo dejar la maldita ventana abierta cuando se decidió
levantarse y armar un escandalo, sin mas. Se dirigió a la alcoba del joven Hubert,
maldiciéndose así mismo por no adivinar de quien se trataba desde el comienzo, al percibir el
brillo de la lá mpara tras la puerta. No tuvo compasió n, zarandeó al pobre muchachito y como
este no respondió , cerro de un portazo la ventana y maldijo nuevamente. No se preocupó de
que el joven no despertase. Seguro está borracho, tal vez pensó . No le importó si quiera
comprobar si respiraba. Tampoco apagó el radio. Solo se aproximó a la lá mpara y vio, en el
libro, la siguiente línea subrayada antes de apagarla de un golpe:

"Wir fü hlen, daß selbst, wenn alle möglichen wissenschaftlichen Fragen beantwortet
sind, unsere Lebensprobleme noch gar nicht berü hrt sind. Freilich bleibt dann eben
keine Frage mehr; und eben dies ist die Antwort."

L. J. J. Wittgenstein

Capitulo I
San Petersburgo arde. Un sofocante aire caliente se levanta del suelo y queda como está tico
entre las avenidas y los zaguanes de madera. Las cantinas exhalan un aberrante aliento, la
multitud inunda las pequeñ as callecitas. El bullicio es tremendo en el barrio Przhevalski, un
miserable suburbio que contiene todas las especies citadinas rusas de mitades del siglo XIX.
El barrio lleva dos noches sumergido en la mas profunda agitació n: Aliona Ivá novna, vieja
avara y usurera, junto a su hermana Lizaveta, aparecieron muertas hace dos noches en el
domicilio de la primera. La expectativa viene creciendo. Sin un responsable a la vista, la
incertidumbre aumenta y se mezcla, como si de aire se tratase, con el caliente hedor que
inunda la ciudad en esta temporada del añ o. Los rumores empiezan a aparecer, los habitantes
se acaloran, es sofocante. Una maldita caldera, eso era San Petersburgo aquella noche.

Pero el juez de instrucció n, nuestro Hubert, tenía un posible sospechoso. El estudiante


Raskó lnikov llamó su atenció n desde el primer momento. Su nerviosismo, el misterio que
encerraban sus palabras y algunos de sus gestos produjeron en Hubert incertidumbre. Su
confesió n cayó como del cielo. Segú n Rodion, el asesinato había sido cometido bajo un
profundo estado de locura. Así mismo, con nerviosismo, Raskó lnikov le recibió cuando abrió
la puerta

- ¿Le molesta si fumo? – preguntó Hubert al ingresar en la estrecha habitació n.

Raskó lnikov asintió levemente. El estudiante vivía modestamente. El mobiliario, compuesto


por dos butacas sin tapizar, un viejo escritorio y una pequeñ a cama, reflejaban la estrechez de
los ú ltimos meses. Tomando una butaca y poniendo la otra al frente, Raskó lnikov, con un
gesto de su mano, invitó al fiscal a tomar asiento. Hubert, fijá ndose en los textos del
estudiante, puestos sobre el escritorio, inició así la conversació n:

- He leído uno de sus ensayos, publicados en el semanario Epoja, dedicados al boxeo,


toda una manifestació n del espíritu ruso, ¿no? Debo decir que algunos de sus puntos
de vista me sorprendieron notoriamente – dio una larga calada a su pipa - Aun así, no
me resulta claro como un estudiante nacido en San Petersburgo, que aun no conoce las
provincias – esbozó una ligera sonrisa mirando fijamente a su interlocutor –
comprende de forma tan profunda dicho deporte.
Raskó lnikov, sorprendido por el tono amistoso del fiscal, y claro, por su comentario, demoró
unos segundos en responder. Era claro que al fiscal traía un plan. Era necesario descifrarle.

- No entiendo a que viene esta retahíla. – Raskó lnikov se apretujó levemente en su


asiento, concentrado en que el fiscal no notase su inquietud – Usted y yo somos
adultos. Ambos sabemos que a este lugar no le trajo ningú n interés en mis artículos
deportivos. Usted quiere hablar del asesinato de la vieja, pues bien, adelante y sin
rodeos. Responderé lo que me pregunte – a esta ultima frase acompañ ó una mirada
desafiante sobre el fiscal.
- No se alarme, señ or Rodion – respondió el fiscal alegremente – Esto hace parte
expresa de la investigació n adelantada en su contra. En esta ciudad no se practica
boxeo – se inclinó un poco sobre Raskó lnikov y con una sonrisa agregó – es ilegal, ¿no?
Hasta donde tengo entendido Usted no abandonó nunca la ciudad pero aun así parece
un experto en el tema. ¿Có mo es eso posible? ¿Acaso mintió cuando declaró en la
estació n, hace solo dos noches?
- ¿Por qué considera Ud. que soy un experto en el tema? – Raskó lnikov volvió a
acomodarse. Se le notaba inquieto.
- Sin rodeos entonces, señ or Rodion – El fiscal Hubert volvió a dar una larga calada -
Usted prometió contestar sin rodeos. ¿Se considera un experto en el boxeo?
- Hace varios añ os lo practiqué, antes de la abolició n de los esclavos, cuando aun era
legal en nuestra amada Rusia – contestó Raskó lnikov – mas exactamente en el
instituto, siendo aun un crio. Todo eso puede usted…

La puerta se abrió de golpe y una criada de la pensió n entró al cuarto. Quedó ató nita al
encontrar la habitació n ocupada. Raskó lnikov, bastante incomodo, ordenó que saliese y
que se encargara de la limpieza al otro dia. Ordenó , también, que trajese te mas tarde. La
criada, un tanto asustada por su intromisió n, abandonó el estrecho cuarto enseguida.

- ¿Practicó boxeo? – El fiscal parecía sinceramente emocionado, era como si no hubiese


notado la interrupció n de hace un momento - Vaya. Hace añ os no veía un boxeador.
En el instituto, como usted, fui campeó n juvenil en dos oportunidades. Puedo decir
que desde la ultima vez que practique, me considero un fiel seguidor de los pú giles.
Ademá s – agregó muy seriamente - Siempre he encontrado un particular interés en las
figuras de quienes lo practican.
- ¿Se considera un experto? – le espetó el estudiante.
- ¿Qué cree usted que sea un experto, señ or Rodion? - Contestó amablemente.

Raskó lnikov soltó una carcajada enfermiza. No pudo contenerse. Estaba pá lido, se hubiese
dicho que tenia fiebre en aquel momento. La entrevista le hacia casi temblar. Trataba de
contenerse pero era ya casi imposible. Hubert sabia perfectamente que él era el asesino, él
mismo le había confesado todo la noche anterior. ¿A que obedecían estas vaguedades
inú tiles?. Sudaba, no podía organizar sus ideas. Por un momento reaccionó , se levantó y
fue hacia el escritorio donde encontró una toalla que puso sobre su paliducho rostro.

El fiscal, visiblemente alarmado, se levantó también. Insistió amablemente en que la


entrevista podría fijarse para otro día, uno que tuviese a Raskó lnikov menos agitado. El
estudiando, aun así, insistió también en terminar hoy mismo con todo aquel asunto. Al
tomar asiento, Raskó lnikov fue el primero en tomar la palabra:
- Pido disculpas por mi excéntrico comportamiento – Aun sostenía la toalla sobre parte
de su rostro – Usted parece temer responder, o al menos eso me pareció a mi.
- No temo señ or Rodion – contesto con una sonrisa el fiscal – Muy al contrario, tengo la
desafortunada costumbre de ofrecer mas relevancia de la necesaria a las opiniones de
mis interlocutores, por eso quise saber su opinió n antes, pero, si insiste, puedo ofrecer
la mía.

Raskó lnikov asintió . No entendía en que consistía la técnica del fiscal.

- Un experto, por ejemplo en el caso del boxeo, es aquel quien ejecuta un gancho sin
tener plena conciencia del acto que lleva a cabo– El fiscal se levantó y empezó a pasear
por la habitació n - Un experto, seguro lo entiende usted a la perfecció n, puede
ejecutar con má xima destreza determinada actividad sin sentir la necesidad del
triunfo o la presió n del juego mismo. ¿Me sigue?
- No del todo – Raskó lnikov se acercó al divá n y puso nuevamente la toalla sobre una
vasija para humedecerla - Segú n lo anterior, ¿un experto no tiene conciencia de có mo
ejecuta un acto pero aun así puede llevarlo a cabo sin fracasar?
- No precisamente – respondió amablemente el fiscal – En el boxeo, por ejemplo, el
luchador tiene conciencia, pues siente, de como su brazo se estira hasta el rostro del
rival. Lo anterior, aun así, no implica que el boxeador deba ordenar, sistemá ticamente,
cada uno de los movimientos que ejecuta hasta lograr el objetivo final: ganar el
combate.
- Esto es ridículo – Raskó lnikov, tras lanzar la toalla hú meda sobre la cama, prendió su
pipa y se acomodó en la butaca - Un experto tiene conciencia absoluta de la acció n
que ejecuta, si no, ¿có mo es experto?

A Raskó lnikov se le veía mucho menos alterado. Tras el ataque de risa se sentía mucho
mas tranquilo. Existe en los delirios una categoría en la cual la victima delira sin que
necesariamente su delirio le conduzca a un estado de estrés latente. La victima asemeja su
entorno de forma mucho menos terrible, se diría que, en algunas ocasiones, hasta llegan a
entender de forma mucho menos amenazante la situació n en la que se involucran. Hacia
solo un minuto se sentía agitado. En este momento una calida placidez se fijó sobre el. Un
delirio puede conducir a un hombre por una avenida abarrotada de ladronzuelos sin que
esto le preocupe. No son frecuentes, cabe resaltar, pero en el complejo sistema laberintico
de la conciencia humana son posibles, mucho mas de lo que se cree. Raskó lnikov estaba en
un estado parecido. Tal vez ni si quiera recordaba el asesinato.

- Precisamente es un experto en tanto la situació n induce al agente, al boxeador en este


caso, a realizar una serie de movimientos que se sienten apropiados sin que, el
boxeador, requiera anticiparse a lo que contaría como éxito – el fiscal se mostraba
bastante satisfecho con su respuesta – Todo lo anterior está comprendido en una
teoría que titulo Manejo absorto.
- Nunca he leído algo así – Raskó lnikov sonreía, tenia los ojos desorbitados.
- Nunca he tenido la fortuna de publicar en semanarios como el Epoja – Contestó , jovial,
el fiscal.

En ese momento alguien tocó la puerta. La misma criada de hace momento, asomó la
cabeza. Tras una breve vacilació n, sirvió te a nuestros interlocutores que no pronunciaron
palabra en todo el rato. Salió , nuevamente vacilante. Cuando ya llegaba a las escaleras
recordó la tetera y se devolvió . Volvió a entrar sonrojá ndose y abandonó nuevamente la
habitació n, confusa. Esta vez no tuvo tiempo ni de inclinarse.

- Que muchacha tan curiosa – dijo el fiscal tomando nuevamente asiento frente al
estudiante.
- Todo un caso – respondió Raskó lnikov.
- Volviendo a mi teoría – el fiscal llenaba nuevamente su pipa – Temo que no allá
entendido del todo mis palabras. En el manejo absorto el cuerpo del boxeador es
inducido a moverse para reducir la sensació n de desviació n de una Gestalt
satisfactoria, sin que sepa por completo como ha de ser esta Gestalt antes de
alcanzarla. Sobre este punto he tenido varios desacuerdos con mis colegas: yo
aseguro que el boxeador no dirige sus brazos hacia un golpe exitoso, es mas bien como
si tuviese la sensació n de ser movido hacia ese equilibrio que le permite ejecutar con
éxito el golpe. Mis colegas, por otra parte, afirman que acciones de este tipo deben ser
causadas por una intenció n dentro de la misma, una especie de representació n
proposicional de sus condiciones de satisfacció n.
- Es increíble que no haya publicado en algú n semanario aun, teniendo en cuenta, sobre
todo, la agudeza de sus ideas.
- Recojo humildemente su alabanza – Repuso el fiscal, se inclinó un poco sobre
Raskó lnikov – pero todo esto no se va al balde. Lo empleo, mayormente, en una forma
adecuada de resolver crímenes – Guiñ ó un ojo al estudiante.

El corazó n de Raskó lnikov dio un brinco. Se helaron por completo sus manos y volvió el sudor
frio. Debía contenerse, debía convencer al fiscal. Así habló , tras unos segundos, mirando
fijamente al fiscal:

- De que forma le permite lo anterior, por ejemplo, - Raskó lnikov hizo un esfuerzo
demencial por sostener la mirada del fiscal – ¿En la resolució n de un asesinato?

El fiscal soltó una larga risotada. Este estudiante no era ningú n imbécil. Tras la risa, fijó su
mirada escrutadora sobre el rostro del estudiante. Raskó lnikov temblaba, no podía
contenerse:

- Un asesino con experticia, por ejemplo, al hacer uso del manejo absorto, no siente la
presió n de que posiblemente le descubran, puede tomar un hacha y asestar el golpe
mortal sin fallo alguno – Respondió lentamente el fiscal, haciendo énfasis en la
palabra asesino - A la vieja, la usurera de la calle Basiliesvky y la misma que usted
confesó asesinar ayer en su delirio febril, solo pudo asesinarla Usted haciendo uso del
manejo absorto.

Raskó lnikov temblaba. Nunca imaginó que la primera menció n por parte del fiscal, sobre el
asesinato, podría sacarle de sus casillas tan fá cilmente, menos aun, si el mismo introducía el
tema há bilmente dentro de las explicaciones del mismo. Ya no podía estarse quieto. Llegaba el
momento decisivo:

- ¿Como llegó a una conclusió n de este tipo?

- Usted insiste sin cesar en que cometió el asesinato bajo un ataque delirante – Explicó ,
complacido el fiscal - Yo deseo mostrarle de que forma lo anterior es imposible,
teniendo en cuenta la magistralidad con la que se cometió el crimen. Está claro que
usted es presa de arrepentimientos, y en este preciso momento también es presa de
un delirio infernal . Al creerse capaz de soportar el peso del asesinato para
consolidarse como un ser independiente, solo se ha vinculado de forma irremediable a
la sociedad, mediante la culpa.
- No sabe lo que dice….
- No encontramos ninguna prueba, nada que indicase un posible culpable – Retomó el
fiscal – Gracias a su delirio usted confesó . El crimen fue ejecutado con mucha pericia,
no dejó rastro o evidencia alguna. No pudo cometer el crimen, con tata astucia, bajo la
influencia de un delirio. El delirio no podría haberle permitido hacer uso del manejo
absorto. Ese, fundamentalmente, es mi punto. Usted pudo ejecutar el asesinato sin
falla alguna. Tomó el hacha y asestó el golpe terrible, fue absordibo por el flujo. No
sintió nada en absoluto, seguro sintió que el asesinato fue causado por las condiciones
percibidas y no por sus propias voliciones. Mis colegas insisten en el tema de la
intencionalidad: yo insisto en que mi manejo absorto no se refiere a una
intencionalidad como motor de la acció n, sino a la intencionalidad situada al nivel de
las habilidades bá sicas.

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