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Tienes magia

Tienes magia, muchacha.


Algo de ti, siniestro, me fascina,
Encarnas el misterio que perturba y vulnera.
Ofreces albedrío, fruto pernicioso al que soy adicto
No es tu culpa: todo es ta inocente.
No te muevas: ¡qué vértigo llegar a ti!
Bogo al arbitrio de oscuras fuerzas.
Llegó mi turno: ya cantan para mí las sirenas.
¿Para que contradecir al destino si a ti me empuja?
Pase lo que pase, yo te absuelvo, muchacha. 

¿Recuerdas cómo era la lluvia


cuando aún no nos besábamos?
Era julio
y el moribundo cielo
se rasgaba.
Nos miramos tras la reja
muchas veces,
antes de que el fruto
se abriera.
Nos subimos al puente del aroma
para probar el naranjo
en nuestra sed,
y no saciaba.
No saciaban los hielos
en el vaso
ni el cántaro de vino
ni la miel.
Nos bebíamos el filo
de la lluvia
en la ropa,
en el paraguas,
y el clamor no cesaba.
Recorrimos las calles,
los planetas,
buscando el vértice
del agua.
No lo hallamos.
Intentamos la espuma,
la neblina,
el vidrio de la madrugada,
las fibras del rocío,
la escarcha,
la vibración de la nieve…
Nada.
Ni una gota que calmara
la fiebre.
No hubo otro modo:
cerramos los ojos
y dejamos que el beso
nos llamara. 

“La piel y el escorpión” 


Era igual que bailáramos cerca,
pegándonos la cara,
        juntando nuestros pechos,
ciñendo la presencia de los cuerpos
        a una proximidad casi invisible.
No importaba tampoco
        respirar aquel aire sofocante
mezclado con el sonido de los discos,
        ser fragmentos cautivos de la noche,
huéspedes del silencio,
        sórdidos personajes sin destino
en la ciudad de hielo.
La soledad se desnudó,
        la lluvia
restableció la claridad perdida.
        rocé entonces
la piel curtida de tus antebrazos,
        congestiva.
casi como de fuego aprisionado.
De pronto todo fue como una tierra
        rota por el calor,
como dos escorpiones enlazados
        bajo las piedras secas
celebrando el amor en el desierto.
Sobrevino el relámpago rojo:
        Las nubes dieron paso
al surgimiento de

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