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Bernardo Couto Castillo

ASFODELOS
.... Oh i I.a Muertela muer­
te soberana, Inmensamente po
derosa, una y múltiple, presen­
te, haciendo sentir sil imperio
a todas llorasen todos los lima­
res,— la muerte, sombra de Dios
extendiéndose como inmensa
bandera, dominando sobre id
mundo, sobre los seres y las co­
sas, rodeando todo, acechando
todo y cerrándolo en un cir­
culo cada vez mas estrecho. I.a
muerte ¡la solaque verdadera­
mente existe
B. C. C.

MÉXICO
EDUARDO DUBLAN, IMPRESOR
CALLEJOS DE CINCUENTA Y SIETE NCM. 7.
MDCCCXCVII
INDICE
Paos.

La alegría de lamuerte....................... 5
Una obsesión........................................ 23
Ultimas horas........................................ 45
Lo inevitable.................. *................... 55
Asesino?................................................. 79
Blanco y rojo........................................ 91
Causa ganada...................................... 113
Por qué?................................................ 133
Un aprensivo........................................ 153
El derecho de vida............................... 1G3
Bayo de Luna...................................... 177
Lo que dijo el mendigo......... ............ 191
Para Jbsús E. Valenzuela.

La Alegría
de la Muerte
Nuestra Seli ra la Huerto sentíase
profundamente malhumorada. Du­
rante toda la noche había errado de
un lado al otro del cementerio, pa­
seando su manto blanco A lo largo
de las avenidas, haciendo chocar los
huesos de sus manos y mirando con
sus miradas profundas y sin expre­
sión las blancas filas de sepulturas.
Se detenía ante los túmulos suntuo­
sos, plegando sus labios secos con ma-
cábrico gesto, y los observaba sin­
tiéndose llena de satisfacción al con­
siderarse la dueña de todo lo creado,
la soberana derramadora de lágri­
mas, el terror del pobre mundo, la
grande,la Todopoderosa.
8 ASFODELOS

A lo lejos, de la ciudad se levan­


taba luminosa polvareda; la malhu­
morada la veía fríamente, pregun­
tándose si todos cuantos la habitaban
podrían fácilmente caber en su te­
nebroso dominio, y extendía su vista
sobre los campos, pensando en reem­
plazar trigos y árboles por desnudas
ó labradas piedras y en apagar con
paletadas de tierra el brillo de la
ciudad.
Al amanecer se puso en marcha,
razonando silenciosa. Su desconten­
to era en verdad bien grande; des­
de arriba no la ayudaban; los tiem­
pos eran malos hasta el exceso; du­
rante todo el año ninguna epidemia,
ninguna guerra, ninguna de esas ma­
tanzas en grande que la regocija­
ban, llenándola de trabajo y librán­
dola del roedor fastidio. Para ali­
mentar á sus gusanos, pobres y débi­
ASFODELOS 9

les criaturas confiadas A su cuidado,


para nutrir la voraz tierra, había
tenido que ir de un lugar A otro, ace­
chando, sitiando, poniendo el revól­
ver ó el veneno en las manos de los
cansados, afligiendo madres, vién­
dose obligada A ahogar las súplicas
y A apartar bruscamente los brazos
defensores de las vidas queridas.
En su irritación, se proponía tra­
bajar duro y poblar toda una ave­
nida del campo-santo, que en sus
nocturnos paseos le disgustaba por
hallarse virgen de despojos huma­
nos.
En la primera casa que acertó A
distinguir, penetró fieramente como
Señora y Reina, encontrAndose A un
anciano, lo que la llenó de despe­
cho, aumentando su criminal impa­
ciencia y su fastidio. Los cabellos
blancos le hacen pensar en la nieve
10 ASFODELOS

y en el frío de sus cementerios. Las


arrugas, los rostros ajados, le re­
cuerdan su existencia, vieja ya co­
mo el mundo. Ella busca, sobre to­
do, los rostros jóvenes, los cuerpos
fuertes, los seres que harán falta, y
sobre los que el llanto dejar¿l su hu­
medad.
El anciano sintió que en él pasa­
ba algo de anormal; su cabeza y sus
miembros se entorpecían, sus pies se
enfriaban, se turbaba su vista y un
inmenso terror le invadía; alarmado,
pidió á gritos el auxilio de un médi­
co. La Muerte, exasperada, ahogó el
grito, rompió el hilo que A la vida lo
sujetara y se alejó impávida.
—«Decididamente, se decía al sa­
lir,—soy demasiado buena y por lo
mismo demasiado estúpida. Llevar­
me un viejo que unos meses más
tarde hubiera ido por si solo, librar­
ASFODELOS 11

lo de una vida que sólo era un peso,


un constante temblor, una ruina!...
no, decididamente he sido demasia­
do buena y es preciso vengar mi
torpeza.
Caminando, llamó su atención un
poco más lejos, una casa en la que
todo parecía sonreír; las hay así, ca­
sas que parecen rostros amables, con
sus rejas recién pintadas, sus corti­
nas de colores muy claros, y sus en­
redaderas en las que hay prendidos
ramilletes de flores; casas que detie­
nen al transeúnte para hacerlo en­
vidioso. «Bonito nido, murmuró la
visitante, ya lo veremos dentro de
una hora,» y .haciendo chocar los
huesos de sus manos, se entró recta
hasta un cuarto en cuyo fondo, y ele­
vado como un trono, aparecía el le­
cho.
La esposa dormia. La Muerte tocó
12 ASFODELOS

sus brazos desnudos, haciéndola es­


tremecerse de frió, oprimió ligera­
mente el cuello para procurar una po­
ca de ansiedad, le dió tiempo para lla­
mar, vió con placer que todo el mundo
se alarmaba, rió do las carreras, de
los frascos traídos, prolongó sus frías
caricias é hizo profunda reverencia
acompañada de horrible mueca al
médico que precipitadamente entra­
ba. Volvió á oprimir con más fuer­
za, acercó su boca infecta para as­
pirar el aliento de su víctima, paseó
sus dedos ásperos por el hermoso
cuerpo, le estrujó el corazón, y cuan­
do, después de haber jugado con esa
vida como juega el gato con el ra­
tón, se hubo cansado, la sacudió y
se alejó impasible, sonriendo al co­
ro de lamentos que tras sí dejaba.
Fué luego una larga sucesión de
asesinatos; por donde quiera que pa­
ASFODELOS 13

saba, dejaba ventanas cerradas, ca­


sas donde las abandonadas se mi­
raban con huraños ojos sin atrever­
se á hablar, largas letanías de rezos
entrecortadas por sollozos. A las cua­
tro de la tarde, algo atormentada
por tanto llorar, se introdujo en el
cuarto de uno que la llamaba.
Ahí fué recibida como una Reden­
tora; los dedos frios, largos y duros
como tenazas, parecieron suaves y
blandos; el rostro ajado, el gesto es­
pantoso, tomaron las formas de un
rostro joven y piadoso, llegando co­
mo una amada ti imprimir el beso
sagrado; el manto húmedo, el suda­
rio medio desgarrado, pareció lige­
ra gasa velando un cuerpo muchas
noches soñado y deseado en todas
las horas de desfallecimiento.
Las bendiciones que ahi recibió,
do nuevo la disgustaron, y cuando
14 ASFODELOS

buscaba á quien llevar consigo una


vez más, tropezó con un médico.
Ah! Señor Doctor! apresurados
vamos! sin duda será para arreba­
tarme algún pensionario. Vuestra
ciencia es tan grande, prodigáis tan­
to la salud y la vida, que yo, pobre
muerte, necesito de vos. Y diciendo
esto, maltrataba al sabio, que muy
ocupado con la muerte de los otros,
apenas si se ocupaba de la suya:
con precipitación penetró á una bo­
tica, pidió agua y polvos, pero cuan­
do se disponía á usarlos, la disgus
tada dueña del cementerio le ahogó
de un seco y formidable manotazo.
En la noche, antes de volver á su
dominio, una gran iluminación la
atrajo y lentamente entró á un cir­
co. Como á buen tirano, el goce de
los otros la ofendía, le estorbaba, pa-
reciéndole que de algo la despoja­
ASFODELOS 15

ban; las luces, el brillo de los colo­


res, la orquestaba pusieron fuera de
si; consolóse, sin embargo, pensando
que todos, absolutamente todos, le
pertenecían; lo mismo los alegres que
los fastidiados, los inteligentes que
los estúpidos; los poderosos que los
miserables; todos eran carne que en­
gordaría á sus gusanos; con sólo
extender su mano ó dar fuerza A su
soplo, interrumpirla la risa y evi­
taría el aplauso, sin que nadie, ab­
solutamente nadie, pudiera librarse
de su yugo. «Adiós, pues, rostros jó­
venes, rostros hermosos, corazones
inflamados y seres que esperáis la
ventura; ninguno de vosotros pen­
sáis que sois míos; reflexionáis, os
movéis, hacéis ruido, y vuestra va­
nidad, inflándose inmediatamente, os
hace creeros libres y dueflos de vo­
sotros mismos; ah!»
16 ASFODELOS

«Ah! pobres locos! yo sola soy


vuestro dueño; me pertenecéis des­
de el principio de los siglos y rae per­
teneceréis hasta que mis huesos se
rompan bajo las ruinas del Univer­
so. Reíd, reíd, haced los movimien­
tos que en mí causan espanto; el hilo
de vuestra vida, pobres fantoches,
está en mis manos; reíd, representad
vuestra comedia hasta que el sostén
se rompa y os deje caer sobre el ta­
blado frío, enlutado escenario de si­
lenciosa tragedia, que será el ataúd.»
Vino á interrumpirla en su ame­
nazante monólogo la aparición de
un payaso blanco como ella; hacía
gestos irónicos parodiando el dolor
de una pasión no correspondida; en
su ancho traje de seda ostentaba, de­
licadamente bordadas, inmensas ca­
laveras llorando por sus órbitas va­
cías. Hola! exclamó la fúnebre es
ASFODELOS 17

pectadora, hola! conmigo juegas y


el dolor parodias, amiguito mío; yo
contendré tus risas y te haré no reír
del dolor» y saliendo fué derecho á
la casa del clown.
Bebé, el niño que alegraba el ho­
gar con lo sonoro de sus risas y la
constante movilidad de su pequeño
cuerpo, dormía descansando de sus
innumerables carreras y su eterno
charlar. Sobre su rostro caía el res­
plandor de una lámpara azul. Bebé
dormía risueño, los diminutos puños
cerrados y el aire satisfecho.
La criminal se detuvo un momen­
to; aunque no quería confesárselo,
sentía debilidad, algo asi como re­
mordimiento de arrancar un ángel
tan hermoso, de cambiar sus faccio­
nes nunca quietas por las inaltera­
bles lineas, y su constante bullicio
por el más completo silencio. Pensó
18 ASFODELOS

en los besos y en las caricias que


diariamente debía recibir, en las car-
cajadasque el padre tenía que arran­
car á su humor no siempre riente,
para rodear de cuidados al niño, y
casi estuvo por retirarse. Su debili­
dad la detuvo; llevó un dedo á su
trente y miró de nuevo al niño: «Va­
mos, se dijo, es que por casualidad
me volveré compasiva? No, mi honor
no lo permite,» y comenzó la obra.
Esta, que al parecer era sencilla,
no lo fué tanto. La madre acoraza­
ba al niño, lo defendía, lo resguar­
daba, lo cubría con su cuerpo para
evitar los abrazos de la cruel.
Cuando sentía que los pequeños
miembros se helaban, ella les daba
su calor y cuando la respiración era
difícil, ella le daba su propio aliento.
Fueron horas de ansiedad; á ve­
ces los dedos fríos tocaban la piel
ASFODELOS 19

fina, pero la madre removía á la


criatura haciendo circular la san­
gre, y la vida volvía lenta, loa pe­
queños ojos se abrían, la cabeza pá­
lida encerrada en su marco de ca­
bellos rubios, recobraba vida, hasta
que algunos minutos después los de­
dos tocaban de nuevo, y el frío vol­
vía y la palidez era más grande.
La lucha duró varias horas, la
madre no se cansaba nunca y la
Muerte se indignaba. Hubo un mo­
mento en que pensó llevarse tam­
bién ála defensora, pero entonces
no habría dolor y el triunfo no seria
completo.
Al fin venció, cuando la madre se
apartó un momento dejando descu­
bierto el cuerpecito.
El honor de la Muerte, estúpido
como el honor de los hombres, ha­
bla dado muerte á Bebé.
20 ASFODELOS

Al día siguiente, sus victimas lle­


garon una después de otra. Ella las
recibía ceremoniosamente, les ren­
día todos los honores, aceleraba A
los sepultureros, hacía remover la
tierra y sonar las campanas. Vino
el ataúd de la desposada, cubierto
de flores llenas de frescura y de vi
da: ironía propia de todo funeral.
Vino el niño en su caja pequeña,
blanca y acolchonada como un le­
cho; vinieron el viejo y el joven y
los otros, siendo colocados A peque­
ñas distancias, en la avenida, un día
antes desierta y llena ahora de flo­
res. Vinieron los dolientes, rostros
afligidos y sinceros, rostros indife­
rentes ó imbéciles, rostros de oca­
sión, como los trajes que llevaban,
como las palabras que decían. Las
cajas desaparecieron, las flores mu­
rieron bajo las paletadas de tierra,
ASFODELOS 21

las lágrimas se secaron, y de nuevo,


sólo hubo silencio.
Esa noche, la luna brilló con todo
su esplendor. Cerca del cementerio
los perros ladraban; á lo lejos, la
ciudad mostraba sus millares de pun­
tos luminosos brillando como estre­
llas en cielo obscuro, y el viento me­
cía las ramas que dan sombra á los
lechos adonde nunca llega el calor.
La Muerte se paseó á lo largo de las
tumbas; abria las recién cubiertas
y se alegraba viendo el cuerpo pu­
ro, el cuerpo joven de la desposada
que un día antes dormía sobre bra­
zos amados, amarillento, con man­
chas azuladas, siendo pasto de los
gusanos, y observaba atenta los lu­
gares donde más abundaban, ani­
mándolos en su obra; iba al niilo, des­
barataba los cabellos que caían á lo
largo de la cara color de cera, pal-
22 ASFODELOS

paba las manocitas que antes remo­


vieran todo; meneaba los cuerpos,
se embriagaba en su olor, é indife­
rente se alejaba, acosada otra vez
por el soberano fastidio.
Pero su gran satisfacción, su ma­
yor goce, era pensar que si todos lo
pertenecían en cuerpo, por completo
le pertenecerían un mes, un alio, dos
años después, cuando el olvido los
hubiera borrado de la memoria de
los hombres. La Muerte se retiró; su
día no era del todo malo.
Para Jksls Uruiita

Una Obsesión
En un pequeño mueble Luis XV,
comprado por mi últimamente, en­
contré, en el fondo de un cajón, la
carta que aquí se lee:

«Querido amigo:
Lo que te escribo va á extrañarte
profundamente; pero no tienes una
idea del estado de excitación y de pe­
sar en que me encuentro. Tú, el mo-
jor compañero de otros días, el que
conoció todas mis dichas y todas mis
angustias, eres el único que puede
oír y consolar mi desolación. Ven,
ven á vivir al lado mío, á ser el com­
pañero de otros tiempos; sólo que
ahora ni reiré, ni seré el bullicioso
3
26 ASFODELOS

endemoniado de entonces. ... Ven,


amigo mío, pues temo por mi pobre
razón harto sacudida ya!
Debes recordar que poco tiempo
después do haber tú dejado la vida
de alboroto y desorden que juntos
arrastráramos tanto tiempo, para,
sabiamente, encerrarte en un retiro
de paz y labor, te escribí diciéndote:
«Amigo, al fin encontré lo que ne­
cesitaba: la criatura sumisa y tran­
quila á cuyo lado refugiarme, el sér
hecho para el amor, tolerante con
mis caprichos, humilde á mis deseos,
y que va, desde hoy, á ser mi com­
pañera. Te hablaba de ella, do su
rostro apacible, de su mirada serena
y acogedora, de sus cabellos abrién­
dose en la mitad de la frente y des­
cendiendo rectos sobre las sienes,
como los de una virgen Pre-rafao-
lista. Te exponía el caso de concien­
ASFODELOS 27

cia en que me hallaba, pues siendo


ella una criatura honesta, el deber
me exigía darla mi nombre, cuando
mis convicciones, ó por mejor decir­
lo, mis estúpidas preocupaciones so
oponían á todo lazo oficial y defini­
tivo. Sabia bien que ella no deseaba
sino obedecerme; su madre, su casa,
todo estaba pronto á sacrificar á mi
menor deseo; con el mismo gusto,
qué digo, con el mismo entusiasmo
hubiera salido para la iglesia que
para el peor de los lugares por mí
designado. En su pobre vida de mu­
jer yo era el esperado, el amo indis­
cutible, el Bienvenido que la mujer
aguarda pronta á entregarse. Con
mi habitual egoísmo y abandono, me
dije: «ya habrá tiempo» y la hice
raía.
Murió su madre y hube de traerla
á vivir conmigo sin pensar en darle
28 ASFODELOS

estado, preocupado solamente del


encanto que de todo su pequeño sér
emanaba.
Tú no puedes figurarte los dos
años do entera, de completa felici­
dad que á su lado he pasado. Yo
nunca creí en la felicidad, no creí
que un hombre algo refinado pudie­
ra sin gran esfuerzo soportar duran­
te dos años las mismas caricias, las
mismas facciones y las mismas co­
sas. Pues bien, yo, el mismo escép­
tico egoísta que tú conociste, he sido
feliz al lado de una mujer; feliz co
mo sólo puede serlo un hombre des
tinado á pagarlo inmensamente ca­
ro, tal como ahora me pasa; cada día
que se va, cada hora que vuela, la­
mento más esos dos años y los deseo
con más intensidad; he quedado he­
rido para siempre, he quedado tal
como debe haber quedado Adan des­
asfodei.os 29

pués de su expulsión del Paraíso.


Durante los dos años que de vida
tuvo mi pasión, nunca pensó en­
gañarla; no te asombres, pues no la
conociste; jamás tuvo dos veces el
mismo beso ni repitió la misma ca­
ricia; jamás de sus pequeños labios
salieron frases vulgares; engendra­
ba todas las seducciones y las bon­
dades todas; era indulgente, y tú sa­
bes que cuando más deseo se tie­
ne de engañar, cuando el demonio de
lo perversidad se aguza más, es cuan­
do se ven contrariedades ó inopor­
tunos celos. En ella, si bien á la ho­
ra dada brotaron terribles como los
de la verdadera enamorada, mien­
tras no supo, mientras no hubo quien
viniera y destilara las dudas en su
conciencia, jamás pasó por su mente
la idea de que yo pudiera ser falso;
yo era para ella todo lo grande y
30 ASFODELOS

todo lo hermoso, como ella era para


mi todo lo adorable.
Te acuerdas de Carlos X? A él, sólo
á él debo mi desgracia; él, la mano
negra que se oculta en las sombras
y hiere para siempre; él, el falso
amigo creado para picar como la
víbora, mortal y traidoramente; él,
el miserable Yago entrado en mi ca­
sa para atormentar, para emponzo­
ñar y hacer la noche en nuestra fe­
licidad. Tú sabes que lo busqué pa­
ra provocarlo en un duelo, en el que
todavía tuvo la suerte de herirme,
él, á quien debiera aniquilar tan
sólo con la fuerza de mi odio!
Un día, al llegar, encontró ú Ju­
lia toda en llanto; mi asombro, tú
puedes imaginarte cuál fuó, cuando
á mis caricias sólo cfintestó con re­
proches. Yo quise saber, lo exigí....
y supe. El miserable!.... el que dia­
ASFODELOS 31

riamente se sentaba á mi mesa son­


riendo, le había hablado de mi, de
mi pasado, de las mujeres que yo
había tenido y de todo cuanto yo
había hecho; había citado fechas,
dado pruebas; había añadido que mi
intención era hacer lo mismo con
ella; si no me había casado, si hasta
entonces le había negado mi nom­
bre, era para impunemente poder
abandonarla una vez cansado de
ella. La pobre criatura adorada, se
sacudía de dolor cuando entre so­
llozo y sollozo murmuraba esta de­
claración.
En vano intentó consolarla. Des­
pués de las lágrimas vinieron los
reproches coléricos; en ella se des­
pertó la rabia de la mujer que con­
liada hasta entonces, se ve engaña­
da totalmente. Yo no era lo que ella
creía ni lo que ella amaba; vino el
32 ASFODELOS

despecho que quiere herir, vengarse,


y un nuevo sér se reveló ante raí;
el débil, el sumiso, el bondadoso, se
tornaba en la leona iracunda que
sólo quiere arañar y destruir. «Te
casarás conmigo—decía—yo no se­
ré como las otras, no, á mí no me
engañarás, oh, no, á mí no! Te ca­
sarás! te casarás! y este grito brota­
ba constantemente de su ira, como
la espuma del agua que se agita.
En su mirada encendida había
rencor, había desprecio, y mi orgu­
llo, mi orgullo estúpido de hombre
se levantó contra lo que más ama­
ba, contra lo que sentía amar aún
en ese momento en quo la descono­
cía. «Casarme? y quién podrá obli­
garme? acaso tú que has venido por
tu gusto?»
A mis palabras siguió un rato de
silencio; la vi asombrada á su vez
ASFODELOS . 33

de ver levantarse uua cólera contra


la suya, una fuerza contra la que
ella creía tener en ese momento.
Luego, después de breve pausa y de
dar unos pasos sin dirección, íué á la
mesa de noche que á su lado tenia,
y empuflando el revólver contra mí,
clamaba maquinalmente: Te casa­
rás, te casarás, yo....
Me reí, hice un esfuerzo para
arrojarle mi ironía, y pálida, sin de­
cir una palabra, volvió el cañón con­
tra su frente. Me miró un instante
con una mirada que nunca más he
podido olvidar, con una mirada in­
descriptible que me persigue en la
sombra de las noches y me atormen­
ta en los malos sueños. Había en la
expresión de esa mirada decisión,
reproches, pero reproches llenos to­
davía de amor.... Yo no di un paso,
no hice un gesto, no levanté el brazo
34 ASFODELOS

para detenerla; al contrario, curio­


so, con curiosidad perversa, aguar­
daba, y aun parecía desafiarla con
mi actitud.
Una detonación, y yo me precipi­
to á tiempo aún para recibirla en
mis brazos.... una última convul­
sión, luego nada, un borbotón de san­
gre cubriendo su rostro, bañándola
toda!
Quién podrá exactamente descri­
bir y analizar todo lo que yo sentí
en esa noche al velar á la que tanto
había amado, á la que claro sentía
amar más y más ahora que no exis­
tía. Sólo tengo vagos recuerdos. Su
cuerpo, las líneas de su perfecto
cuerpo se destacaban sobre la ne­
grura del tapiz fúnebre extendido so­
bre el lecho bajo de ella. La blancu­
ra de sus manos, la lividez cadavé­
rica de su rostro resaltaban viva­
ASFODELOS 35

mente sobre el negro como los mar­


ines de una laca. La herida de la
frente habla sido vendada y sólo un
pequeño punto rojo manchaba la se­
da que la envolvía; sus cabellos suel­
tos lo servían de almohada. En sus
Pequeños labios antes tan risueños,
nido de caricias y ahora fríos, in­
sensibles como los do un mármol,
había un ligero pliegue doloroso.
Los párpados cerrados apartaban
Para siempre de mí su mirada. Luo-
8o, no recuerdo más.. .. Ráfagas do
a>re entrando para mecer la luz de
los cirios, haciendo pasar resplando-
fes amarillos por el rostro de la
muerta. Notas quejumbrosas ó iró­
nicamente alegres de organillos, ale­
tear* de moscas y los toques de las
horas sucediéndose, resonando brus­
cos, pesados, inexorables en el si­
lencio de la noche, y muchos pensa-
36 ASFODELOS

mientos, mucho dar vuelta en mi


cabeza á ideas y recuerdos.
Yo revivía las escenas y las cari­
cias de esos dos años, y la vela, la
vela invariable, impasible, hundida
en las profundidades de su sueño de
muerte; tomaba su mano fria, la lla­
maba, no pudiendo, no queriendo
admitir que estuviera muerta. Muer­
ta, y por qué? qué había hecho y qué
habiamos hecho? Ella continuaba
impasible y la seriedad de su rostro
me decía todo lo que nos separaba:
estaba muy lejos! yo no existía más
para ella! Aquella desaparición, el
pensar en la soledad del día siguien­
te y lo definitivo de su muerto me
ponían rabioso, desesperado contra
mi impotencia y la fuerza del que
crea seres para aniquilarlos con tan­
ta facilidad.
Pensaba en mi culpa, en mi cri-
ASFODELOS 37

rainal orgullo. Un movimiento, una


palabra, una súplica, hubieran bas­
tado para que ella estuviera viva,
prodigándome sus caricias y mur­
murando á mi oído sus palabras
amantes. . .. Volvía á verla. ... el
mismo pliegue en su rostro, los ojos
siempre cerrados, los cirios prestán­
dole luminosos resplandores y bron­
ceando los largos hilos de su cabe­
llera suelta.
Me arrepentía, me odiaba, y todo
era en vano; ninguna, absolutamen­
te ninguna fuerza daría dulzura á
sus sonrisas ni brillo á sus ojos. Los
dias se sucederían á los días y era
en vano esperarla. Los hombres con­
tinuarían los mismos hechos, los mis
mos gestos, las mismas palabras, na­
da ni nadie cambiaría, y ella, ella
que debiera agitarse y moverse co­
mo los demás, quedaba sumergida
38 ASFODELOS

para siempre bajo la tierra, y todo


por no haberle hablado, por no ha­
berla detenido. Para mí, la constan-
to desolación. Para ella. . . . ?
La vi salir y no tuve fuerzas pa
ra acompañarla; manos extrañas ce­
rraron para siempre su nueva mo­
rada; las últimas palabras que le
fueron dirigidas, salieron de labios
que jamás la hablan besado; yo que­
dé aturdido, anonadado, como se
queda después de las grandes y de­
finitivas catástrofes.
Cuando resignado ante lo irreme­
diable de su muerte, comencé la
larga peregrinación, la espantosa
revista do los objetos y las menuden­
cias que ella habla escogido y en cu­
ya familiaridad viviera, comenzó ese
largo via-crucis delareconstrucción,
detalle por detalle, de mi anterior
felicidad. Todo me la recordaba, en
ASFODELOS 39

todo la encontraba, y todo estaba


lleno todavía de su presencia. Los
espejos no olvidaban su imagen, los
guantes no perdían aún el molde de
sus manos, había almohadas que
conservaban el hueco formado por
su cabeza, y la mancha, la fatal
mancha de un rojo negruzco, se me
presentaba á cada momento resuci­
tando la escena.
No pudiendo resistir á todo esto,
abandoné la casa donde juntos co­
nociéramos tantas venturas y don­
de tan amargos ratos pasaba á solas.
Comenzaron días largos, tediosos, de
continuo errar y huir de su recuer­
do como uu ingrato; los días en que
se lucha por no volver al relicario
donde se esconde su memoria y don­
de su imagen Ilota. Llegaba hasta
la casa, miraba las puertas cerra­
das, los balcones vacíos, todo dicien-
42 ASFODELOS

vía á volver el rostro, no respiraba


casi, temeroso de encontrar algo tras
de mí. Después de un rato de lucha
volví al fin la cara con lentitud, ha­
ciendo ruido y esfuerzos.... nada!
sólo las medias sombras y el brillo do­
rado de las encuadernaciones. Res­
piré largamente, sintiendo consuelo;
pero temiendo aún, dejó la pluma y
sin volverme más, sintiendo frío en
la frente, fui directamente á mi
cama.
Inútil es decirte que no pude dor­
mir un momento; el menor ruido, el
toque do las horas, el crujir de un
mueble, el paso de un ratón, todo
me producía sudores fríos y sobre­
saltos á pesar de cuanto razonamien­
to juicioso me hacía.
Pero desde entonces, amigo mío,
siempre es lo mismo; todo me sobre­
salta, trabajo siempre con el oído
ASFODELOS 43

alerta, queriendo sorprender cada


ruido. En una palabra, tengo miedo,
miedo de la pobre suicida á quien
tanto amó. Tengo miedo de que vuel­
va, miedo sobre todo, de la expresión
de su última mirada, que nunca puedo
ni podré olvidar. No estoy loco, no,
pero la siento errando invisible á mi
alrededor, y tengo miedo, miedo do
ella; pero de tal manera, que nunc a
ni por nada me hubiera atrevido á
escribir esto de noche, temeroso de
sentir el golpe en el hombro ó sus
pasos avanzando silenciosos con pre­
caución: tengo miedo!
Tengo miedo, si, y de ella; ven,
ven y líbrame de este pavor, de es­
ta constante, insoportable angustia.
Sintiendo alguien á mi lado, me
sentiré fuerte. lie pensado en casar­
me, en traer á mi lado algo que me
escude do ella, pero no, sentirla ce
44 ASFODELOS

los, y nunca podría besar ni estre­


char A mi mujer, sin sentirla invisi­
ble entre nosotros dos.
No es que haya dejado de querer­
la, no; la amo y la deseo como nunca,
pues mis días no serían tan negros
estando olla A mi lado. Pero tú lo
ves; la amé mucho, me amó mucho,
fui muy feliz y ahora es preciso que
pague con el peor de los castigos:
temiéndola, queriendo refugiarme
contra ella.
Lo ves! ahora mismo al escribir­
te, el sonido quejumbroso de una
puerta al ser empujada por el vien­
to.... (es por el viento?) me ha he
cho estremecer y enfriarse mi fren­
te sin que pueda atreverme A volver
el rostro.
Tengo miedo! Tengo miedo! ven,
amigo mío, ven, ó no sé lo que serA
de mi.
ltimas Horas
Lo amarillo de la lamparilla ve­
ladora y la blancura de las ropas
de la cama, era lo único que do pron­
to se distinguía en la vasta estancia.
Cuando los ojos se hadan & esa
semi-obscuridad, sobre el lecho se
vela un rostro flaco, de amarillen­
tas livideces, de ojos angustiados y
húmedos que con toda la vida que
en ellos quedaba, se lijaban ansio­
samente en la puerta del cuarto, y
unas manos largas, huesosas, que se
clavaban en las sábanas, se agita­
ban, tarántulas desquebrajadas, y
con mecánico é instintivo movimien­
to atraían constantemente las sába
43 ASFODELOS

ñas al rostro, como queriendo, se


gún la frase de un célebre psicó­
logo contemporáneo, revestirse ya
del sudario.
En la puerta apareció la silueta
del médico, larga figura envuelta
en larga levita; los ojos del enfermo
chispearon; los pasos graves del en­
lutado personaje fueron hacia un
sillón mecedor donde un joven, im­
berbe todavía, bostezaba con aire
fastidiado; unas cuantas palabras se
cruzaron y los pasos fueron hacia la
cama, donde los ojos se dilataron, y
una voz perceptible, apenas balbu­
ceó:
Vi... . viviré.... un alio.... dos,
nada más, Doctor.
El Doctor nada contestó, pero en
su rostro de impecable impasibili­
dad, hubo una involuntaria mueca
de lástima que hizo saltar las in­
ASFODELOS 49

quietas manos y agitarse el cuerpo


esqueleteado del enfermo.
El médico permanecía inmóvil,
viendo al desechado con ese aire,
mezcla de piedad y de curiosidad,
que aún los más acostumbrados á
ver pasar la fatal línea, toman ante
los forzados viajeros. El desgracia­
do lela su sentencia en esa actitud,
y haciendo un esfuerzo pretendía
dominarse, darse valor, y su cabe­
za monologaba:
Ya!. . . . se acabó todo!.... tenia
que suceder.... y qué?.... qué e3
la vida? á quién dejo, qué extraño,
qué podré echar de menos después
de muerto? y en vano so convencía
de que era viejo, de que no tenía ni
un hijo, ni un hermano, ni una mu­
jer; en su corazón no había nada,
absolutamente nada, ni siquiera re­
cuerdos. Había querido algo en este
3 bit
50 ASFODELOS

mundo fuera de su egoísta tranqui­


lidad? No, verdad? Otros van lle­
vándose aunque sea ruinas, y en el
momento de la muerte ven dibujar­
se rostros que sonríen ó que lloran,
figuras de amigos que pasan, recuer­
dos de buenos ratos que so esfu­
man; para él, nada, nada, nada, el
más completo de los vacíos, y sin
embargo....
Sin embargo se aferraba á la vi­
da, se aferraba con ansias, con su
voluntad y sus fuerzas todas, si la9
fuerzas fueran capaces de vencer A
la muerte. . . y repasaba lo que ha­
bía sido su vida, la más vulgar, la
más escasa de sucesos, la más mo­
nótona de las existencias, capaz de
desesperar al más contentadizo de
los novelistas.
Su infancia? unos cuantos años de
timidez; él no tenia ecos de carcaja­
ASFODELOS 51

das, ni de carreras, ni de porrazos;


él no sentía en ese momento gritos
infantiles, gorjeos de traviesas aves
que lo llamaran ó lo picotearan. En
su juventud, dos sucesos: la muerte
de su padre, y casi inmediatamente
después la de su madre; todo lo que
para él representaban estos dos he­
chos, eran dos noches pasadas al
lado de los cadáveres, cuidando las
ceras que ardían chisporroteando, y
desde entonces comer solo, dos lu­
gares menos en la mesa común; pe­
ro fuera de esto nada cambiaba:
las mismas criadas, la misma casa,
los mismos hechos y las mismas pa
labras.
El vela turbas de jóvenes yendo
rientes, á su ruina tal vez, pero una
ruina precedida de choque de cris­
tales y resonancias de risas; veía
mujeres espléndidas y mujeres son-
52 ASFODELOS

rientes, proclamaciones ruidosas de


los veinte años, y huía, huía temero­
so de los gastos, de los movimientos,
del abandono de su enmohecida con­
cha do vieja tortuga.
Nunca quiso formar un hogar por
horror también A los gastos y A las
discusiones; el número de cabecitas
rubias y trajes claros que rodean
las mesas y los lechos y animan las
estancias como parlantes ramilletes
de flores, no eran para él sino un
cierto número do bocas, de trajes,
de profesores, un sin fin de pesos
que se van, que huyen y huyen con
asombrosa rapidez.
Colocar una cierta cantidad de
dinero, cambiar su ama do llaves,
eran las penas de su vida; sus pla­
ceres, ir A un jardín público deter­
minado día de la semana, dar las
mismas vueltas, oir las mismas es-
ASFODELOS 53

tridencias de una misma fanfarria,


encontrar las mismas caras y con­
templar los mismos idilios plebeyos.
De cuando en cuando, para des­
cargo de su conciencia, ó más bien,
con la esperanza de ser ampliamen­
te pagado en otra vida, colocaba
algunas monedas en una de esas
manos trémulas, agarrotadas y su­
cias que se extienden suplicantes al
pasante, y en esos días recordaba
su acción á cada instante, se enco­
miaba á si mismo, y aún si hubiera
podido decirselo al mismo Dios, re­
petírselo, hacérselo apuntar en un
libro, reclamarle recibo casi, de mil
amores lo haria.
En sus últimos años algo se arre­
pentía de no haberse casado, pero
únicamente para encontrar en la
mujer una enfermera solicita, una
mujer que tal vez hubiera con sus
54 ASFODELO^

cuidados prolongado sus dias, y co­


mo el médico permaneciera aún ahí,
le decía:
Tres años, Doctor, nada más eso,
me casaré y mi mujer me cuidará
bien, no es verdad que....
Hizo un gesto de espanto, las ma­
nos se agitaron nerviosas, las sába­
nas subieron más aún, y hacien­
do nuevo gesto, sus ojos tomaron la
inmovilidad de ágata de los ojos de
muerto.
Ya está! dijo el Galeno, tomándole
el pulso.
Al fin! exclamó el imberbe sobri­
no que heredaba los dineros del tío,
sin poder contener su indiscreta ale­
gría.
Y esta fué la oración fúnebre y
las únicas palabras que la muerte
del buen señor hicieron salir de hu­
mana boca.
Para Francisco M. db Olagvibbl

Lo Inevitable
Vacilando, llegó á la puerta del
cuarto; ahí, se detuvo para descan­
sar. Qué subida y qué caminata!
Con las manos oprimía el pecho que­
riendo contener los golpes que el co­
razón daba, al tiempo que respiraba
con avidez.
Luego pasó la mano por su frente
y al sentirla humedecida por el su­
dor, todo su cuerpo se estremeció.
Miró su mano, la vió detenidamen­
te con ojos de terror y, después la
sacudió, la frotó contra la pared co­
mo queriendo borrar algo.
Sentía una fatiga inmensa y una
angustia más fatigosa aún. En su ca­
beza daban vueltas ideas incohe­
58 A8F0DEL0S

rentes, fragmentos de palabras ó de


actos que no podía precisar; igno­
raba la hora, á pesar de que en su
agitación había sacado el reloj más
de cien veces.
Se sentó en un escalón, escondió
la cabeza entre sus manos y quedó
inmóvil, sin un pensamiento, sin no­
ción de las cosas, en estado de per­
fecto embrutecimiento.
A lo lejos sonó una campana, aba
jo se oyeron voces, sintió pasos, y de
un movimiento parecido á estreme­
cimiento nervioso, quedó en pie. Sus
miembros todos temblaron, y pro­
curando hacerse muy pequeño, que­
riendo hundirse en la sombra, con­
tuvo el resuello.
A su lado pasaron gentes, una se
ñora, una niña, otras más. Él, no se
movió, no respiró, pero su frente su­
daba de terror, oh! el corazón, su
ASFODELOS 59

corazón latía como un desenfrenado,


hacia un ruido espantoso, resonaba
en sus oídos con golpes do martillo.
Cómo esas gentes no lo oyeron?
Detrás de la puerta vibró una voz
que hizo contener todo el movimien­
to de su sangre. En su cabeza hubo
ideas, tembló un momento, y en sus
labios apareció una sonrisa de triun­
fador. Se sintió otro, metió la mano
en el bolsillo y la hundió en el oro
que llevaba; sacó un puñado, lo mi­
ró, lo llevó á sus labios, lo besó co­
mo se besa á una querida, y guar­
dándolo de nuevo, llamó á la puerta.
Cuando se entreabrió, pudo ver,
primero un brazo desnudo, perfec­
tamente torneado, un brazo, blanco
como el puñado de encajes de donde
salía; luego, un rostro hermoso, se­
vero y unos ojos inquisidores que se
clavaban en él, al tiempo que de los
60 ASFODELOS

labios se desprendía un «otra vez»


colérico.
—Escucha—dijo él tembloroso—
es que ahora.. . . ahora traigo lo
que tú quieres, lo que necesitas,
ahora tengo dinero... mucho dinero.
Ella lo miró de pies á cabeza, lo
examinó, quiso penetrar basta el fon
do de su bolsillo con miradas de
duda.
Comprendiendo, sintiéndose humi­
llado por este examen, levantó la
cabeza y sacó un puñado de oro.
—Oro! oro tú! exclamó, pasa.

Un cuarto pequeño como un ni­


cho, ornado hasta superfluo, oloroso
como una mezquita, blando como
un lecho; por todos lados divanes y
cojines donde adormecer la pereza
del cuerpo, y allá, en el fondo, sobre
una grada, un lecho muy bajo, muy
ASFODELOS 61

coqueto, con amores pintados en las


maderas y largo cortinaje cubrién­
dole como á un trono.
En una pequefla mesa, tazas y
botellas con tapones de plata, un
sinnúmero de objetos pequeños, mil
monerías hechas para distraer las
caprichosas miradas de la posesora.
•Sentada, con los ojos fijos en las
Puntas de sus pies charolados, que
como vivaces ratoncillos jugaban
sobre una piel de oso, ella escucha­
ba sin atención.
—«Qué fortuna haberte encontra­
do sola! y así lo estarás muchos días,
mucho tiempo quizá, porque ahora
soy rico, soy igual á los que te visi­
ten á su antojo, seré dueño al menos
como ellos lo son; ahora me toca á
mí poseerte aunque no sea sino por
lo mucho que te he deseado; porque
bu sido mucho oh! si! mucho y desdo
62 ASFODELOS

hace mucho tiempo, lo recuerdas?


desde que tomaste conmigo un vaso
de champagne en la Kermesse de....
Yo era pobre entonces, había sido
llevado por un amigo rico y nada
podía. . . . pero podía amarte y te
amé, te amé con toda la fuerza sen­
sible de que soy capaz; te amé y te
amé de todas las maneras, con ter­
nura, con rabia, con deseos. Fuiste
la cosa única, el objeto de mi vida.
Durante el día te seguía por las ca­
lles, viendo solamente tu andar len­
to, reposado como el de una Reina;
llegaba á tu puerta, te veía desapa­
recer y el ver tu sombra en los bal­
cones rae consolaba. Veía entrar
hombres, conocidos todos, con dine­
ro todos, y en la noche, en mi cuar­
to de azotea, mordiendo la almoha­
da lloraba, lloraba de rabia y de im­
potencia. ...
ASFODELOS 63

Yo sabía que en tí no todo era


malo, que podía haber, que había
un lugar sensible; sabía que amabas
á un hombre, á un miserable á quien
muchas veces, al verlo entrar á tu
easa quise gritar: Imbécil, cómo per­
mites que te la tomen, que te la ro­
ben, que se la dividan; cómo no hu­
yes con ella, lejos, muy lejos, donde
nadie pueda quitártela. . . . sabia
Que amabas y que no era á mí!
—Dios mío! cómo te exaltas, dijo
ella—ahora, continuó sin detener­
se, ahora eres mía, mía al menos
mientras este oro dure. . . . después,
6 hizo un gesto vago.

En la obscuridad de la estrecha
Pieza sólo brillaba, con irradiaciones
de ópalo, una pequeña lámpara.
Eos mejores momentos hablan pa­
gado, lacia de caricias, fatigada de
fil ASFODELOS

besos; los ojos caprichosos se habían


cerrado vencidos por pesado sueño.
Él velaba, veía el pequeño cuerpo
revestido do encajes, el busto y la
cara saliendo de entre ellos como
una ílor rara brotando de entre com­
plicadas hojas; la veía con ojos tur­
bados y con miradas que no se ex­
plicaba si eran de recompensa ó de
ternura, ó de odio. Pasaban de cuan­
do en cuando por ellas chispas de
cólera; los párpados se entrecerra­
ban como si quisieran apartarla; pe­
ro los ojos se obstinaban, rompían
su cárcel y de nuevo se clavaban
en ella, ávidos, deseosos, como que­
riendo fijarla en ellos para siem­
pre.
Quería dormir y el sueño se le ne­
gaba como ella so lo había nega­
do antes de aquella noche; quería
dormir, olvidarse en su felicidad y
ASFODELOS 65

no oír más eso que giraba y giraba


en su cerebro y no sentir más esa
Uama que quemaba sin que fuera
posible extinguirla.
Si su vista se apartaba de ella,
entonces, de entre las sombras avan­
zaban mil figuras estrambóticas y
disparatadas; todas sus torturas pa­
sadas, todos sus deseos y sus vanos
clamores hacia ella; las noches lu­
minosas pasadas á imaghiar calen­
turientamente una semejante á la
'lúe en ese momento se consumía
torturándola. Pasaban en procesión
interminable todos los malos pensa­
mientos incubados á la sombra de
la idea de ella, todas las ideas mal­
sanas, toda la corrupción y toda la
lascivia que la imagen de la mujer
veces pecadora engendra en los
cerebros azotados por el deseo.
Las figuras se aproximaban, lo
66 ASFODELOS

cercaban, se aglomeraban alrede­


dor de él que sentía impulsos de gri­
tar; pero una gritería más grande
que toda la fuerza de sus pulmones
y un constante sonar de oro se lo im­
pedían.
Ella entreabrió lo8 ojos y lo miró.
—No duermes—le dijo.
—No, no sé lo que tengo, me sien­
to agitado, y cómo no estarlo ha­
llándome A tu lado.
La flor rara, flor de perfume en­
venenador como ninguno, sonrió y
de nuevo entornó los ojos, los péta­
los se cerraron quedando en su in­
móvil postura de rica planta deco­
rativa. El sueño cayó sobre ella,
denso como las sombras. Él pasó la
mano por su cabeza alborotada.
—Soñaba yo, se dijo, queriendo
tranquilizarse; pero un pequeño rui­
do lo estremeció, hizo que su oreja
ASFODELOS 67

escuchara atenta quedando cuida­


dosa, alarmada.
La llama de la lamparilla se agi­
tó uq poco, los rayos de ópalo tem­
blaron en la alfombra y en los mu­
ros.
La obsesora procesión de figuras
volvió á surgir; esta vez, los malos
Pensamientos, todas las ideas des­
honestas que había tenido desfila­
ron por delante; luego, al fin de to­
das, negra, rojiza, la más reciente,
la última, el crimen.
Por su cuerpo pasó un sudor muy
frio.... y ese frió era el mismo del
°tro.... del muerto, del que había
estrangulado.
Habiendo llegado al límite de su
deseo, teniendo en su cabeza la idea
fija, obstinadamente fija, de esa mu­
jer entrevista en una Kermesse,
buscada, querida tantos días y tan­
68 ASFODELOS

tas noches; rechazado por ella, sus


ojos se cerraron, en su cabeza sin­
tió algo como un sacudir de alas, y
con inaudita lucidez, con extrema
calma, concibió la idea de matar, si
necesario era, para adquirir el oro
que le abriera la puerta y los brazos
de la deseada.
Tenia un tío, un tío viejo, rico y
rastreramente avaro, y hacia él fué
su maquinación.
—Qué tienes, volvió á decir ella,
no puedes estar tranquilo un mo­
mento.
—No, el cuarto á media luz me
molesta. La luz brotó y una pequeña
lámpara de cristal fué encendida.
Ella volvió á su primitiva postura,
y él, cerrando los ojos, trató de dor­
mir .....................................................
Un cuarto grande, muy grande, y
una cama muy pequeña, cerca de
ASFODELOS G9

ella un armario, y recostado, un vie­


jo delgado y pequeño, dormitando
sobre un libro.
El habla ido en la tarde á visitar­
lo y había hablado de cosas que no
recordaba, había procurado estar
amable, inspirar confianza, se había
despedido, y en lugar de salirse ocul­
tó, esperando con siglos de ansiedad
que la noche llegara.
Las tinieblas rodearon la casa, obs­
curecieron las vidrieras, se exten­
dieron como cortinas apagando to­
do. Las horas sonaron lentas en un
reloj, y él, cuando ningún ruido lo
atemorizó, salió de su escondite pa­
ra ir al gran cuarto de la cama pe­
queña y encontrar al viejo recosta­
do, dormitando sobre un libro.
La escena fué muy corta.
— Quó quieres? balbuceó el tío,
cuando lo vió en su cuarto, aparecí-
70 ASFODELOS

do como un espectro. ¿Quién te abrió?


—Nadie, y quiero tu dinero.
—Mi dinero!.... mi dinero tú'. es­
tás loco acaso?
—No estoy loco y lo quiero; á tí
para nada te sirve y yo, yo lo nece­
sito.
El viejo rió y el joven se lanzó so­
bre él, sobre su cuello.
—Las llaves!
El viejo no se movió y él oprimió,
oprimió, lo arrojó sobre la cama, le­
vantó la rodilla poniéndola sobre el
pecho de su víctima y siguió opri­
miendo con todas sus garras, como
un salvaje, hasta que se cansó; cuan­
do retiró las manos, el anciano esta­
ba muerto.
Tomó las llaves, abrió el armario
y llenó sus bolsillos de billetes, de
oro, de valores, de cartas, de todo
cuanto encontró: era una fiebre de
ASFODELOS 71

Posesión; su sangre hervía, su cere­


bro querhi romper el cráneo y sal­
tar.
Cómo salió? cómo atravesó calles
hasta llegar ó ella? no lo sabía, sólo
recordaba que sus piernas se dobla­
ban y que había bebido muchos va­
sos de vino; luego.........
Luego era el triunfo, la completa
realización del deseo hacia el que
durante tanto tiempo su sér había
estado constantantemente tendido.
No más noches de angustias pasadas
en inútil vela con el espíritu acosa­
do por la idea de la mujer prohibi­
da á su pobreza. Había tenido mo­
mentos de absoluto olvido, cuando
tos dos labios se entreabrieron, lo in­
vitaron y se juntaron perfumados á
ios suyos temblorosos, cuando sus
manos pudieron estrechar y jugue­
tear con las manos pequeflas, cuan­
72 ASFODELOS

do los cabellos se desprendieron en


chorros de odorante oro fundido,
cuando entrecerró los ojos . . .todo lo
habia olvidado entonces, sus ansie­
dades pasadas, sus fustigadores pen­
samientos, su crimen, todo! no vivía
sino para el momento presente, pa­
ra saborear con tanta fuerza como
la había deseado la momentánea di­
cha actual, y si á esa hora ella hu­
biera pedido otra muerte, sin vaci­
lar hubiera ahogado al primer tran­
seúnte, por tal de venir y de nuevo
verla y de nuevo olvidarse á su lado.
Pasados los primeros momentos,
vuelto á la calma fatigosa de la al­
coba, su pensamiento estallaba po­
niéndolo frente á frente de sí mismo,
encarándolo bruscamente con su ac­
ción. Era una mezcla confusa de te­
mores y de reproches: el día siguien­
te, el mañana, el encierro ó la muer­
ASFODELOS 73

te tal vez.... y el otro, el muerto,


eI que había quedado frío, con el
euello estrujado y el pecho hundido,
se levantaría? no vendría á se­
pararlo, á colocarse entre ellos dos,
á enfriar sus besos ó infestar su le­
cho de amor? Los temores crecían,
crecían con su agitación y le produ­
cían fiebre.
Para calmarse la contempló. Sí,
era muy bella, y sobre todo, él la
amaba. La amaba? lo sentía bien ese
amor, ahora que entre ellos había
Un muerto? No; la veía con miedo,
miraba sus pequeñas manos, y por
flaás que quisiera evitarlo, se lé an­
tojaba que eran esas las fuertes, las
que habían estrechado las suyas, obli­
gándolo á oprimir; esos labios? no ha-
salido de ellos la sentencia de
fuerte del desgraciado?
En él se levantaba la cólera, la re­
74 ASFODELOS

belión comenzaba, la rebelión del sér


probo que se siente jugado, burlado,
impulsado por una fuerza mil veces
superior; so levantaba el odio del
sexo, la cólera impotente contra el
animal débil que todo lo puede y que
desde el principio de los siglos hasta
su fin ata al hombre, al macho, al
amo, convirtióndolo en impotente,
arrancándole su energía con una
sonrisa, sin que con ningún esfuerzo
sea posible evitarlo.
Las gracias que lo enloquecieran
le parecían astucias; las caricias,
abrazos de serpiente que lo envol­
vían, lo enrollaban con zalamería
para apretar y extinguir.
Sintió inmoderada tentación de
golpear, de sacudir ese cuerpo todo
belleza y todo blanduras que dormía
sonriente; la hubiera golpeado has­
ta cansarse, hasta desfigurarla, que­
ASFODELOS 75

riendo vengarse, vengar al estran­


gulado, á todos los desgraciados á
quienes la mujer habla perdido des­
de que la serpiente la tentó, desde
que Jesucristo, sintiéndose hombre,
Entiendo quizá el odio del sexo co-
fuo un simple mortal, lanzó su ana­
tema: mujer, que hay de común entre
tií y yo?
Despertó, lo miró con sus grandes
°jos, y dijo: No duermes todavía?
Ven, acércate y asi podrás dormir.
El día empezaba á clarear y él se
sentía desfalleciente, vencido; deci­
didamente era la flor rara de perfu­
me enloquecedor; pero era imposi­
ble luchar, su perfume atraia para
adormecer é intoxicar; á ese crimen
seguirla otro, otros, sin que ni los fan •
tasmas de la noche, ni los terrores,
ni lo que dentro de él gritaba, pu­
dieran evitarlo; pasarla noches de
76 ASFODELOS

fiebre y de espanto á su lado mismo,


sentiría deseos de huir muy lejos de
ella, todo seria inútil; una palabra,
una mirada, lo detendrían, lo envia­
rían de nuevo al matadero, al abis­
mo, adonde no?
Días después, cuando Eva do. . . .
supo que el exaltado que había pa­
sado con ella unos días, ya inmen­
samente abatido, ya amoroso has­
ta la locura, era detenido por sos­
pechas de un crimen, sintió algo
muy raro que hasta entonces nun
ca había sentido; conteniendo lágri­
mas que ignoraba de dónde ema­
naban fué á su espejo, y como esas
inmensas plantasmortiferasque cer­
ca de algunos arroyos crecen, so
miró reflejada, admiró quizá su be
lleza, ignorante de todos los peligros,
de todas las lujurias y de todo lo pe
caminoso que de ella se desprendía;
ASFODELOS 77

como la planta que se admira en el


arroyo, contempla su flor y se incli­
na coqueta al soplo del viento, sin
sospechar que ese viento que la aca­
ricia partirá envenenado de su so­
lo contacto, envenenado y envene­
nando.
Víctima tal vez de ignorada mal­
dición, era inconsciente y sintió un
poco de amor, un poco de ternura
por el que, sin intención alguna, ig­
norándolo casi, había perdido para
siempre..........y sin saber por qué,
lloró.
Para Ciro B. Ceballos

Asesino?
Silvestre Abad, asesino, narraba á
sus amigos algunas de sus proezas.
Sus ojos inyectados tomaban ex­
presiones varias, de acuerdo con su
narración. He aquí lo que con agi­
tada voz decía:
«Ha sido una sola vez, una sola,
cuando yo he gozado al matar....
y oso fué tan rápido, tan breve, que
á veces creo haber soñado. Yo era
entonces muy joven y nunca había
matado. Hacía muchos dias que va­
gaba en busca de trabajo, mendi­
gando un pedazo de pan, arrastrán­
dome, mojado por la lluvia, tostado
Por el sol, muerto de fatiga y llevan­
do en el alma una de esas rabias
82 ASFODELOS

que inspiran tentaciones de destrozar


cuanto se ve y acuchillar á cuantos
pasan. Caminaba pensando en toda
la negrura de mi suerte y en todo
lo desgraciado que era; feo, de una
fealdad horripilante, desde chico los
hombres me señalaban riendo, y pa­
ra asustar á los niños, los amenaza­
ban con mi presencia. Una mujer?
ignoro lo que pueda ser; ni por dine­
ro me han querido; les causo asco,
les repugno y siempre me han recha­
zado en todas partes.
Ese día era ya tarde. El campo
se extendía á mi alrededor grande,
inmenso, lleno de «árboles, de plan­
tas y de espigas, exuberante de vi­
da, proclamando ha abundancia y la
riqueza. Yo me moria de hambre.
Después, no recuerdo con preci­
sión lo que pasó ni dónde fué. Sí, creo
haber andado mucho y haberme de­
ASFODELOS 83

tenido muy cansado en una calle del


pueblo donde todos dormían. Una ca­
lle angosta, silenciosa y alumbrada
por un farol pendiente de un alam­
bre. Me sentía muy cansado, muy
cansado y con hambre; me acerqué
al farol esperando al primer tran­
seúnte para asesinarlo, para robar­
lo y comer algo.
Nadie pasaba, todo estaba en si­
lencio y yo no tenía fuerzas para dar
un paso. Apoyado en la pared, mi
raba la llama movediza del farol y
Para mí murmuraba mil maldicio­
nes. Otros tenían casas, buenas co­
midas, caloren las frías noches; otros
tenían familia, esposa, hijos; yo no
Había comido en tres días, no tenía
en el mundo ni madre, ni hermanos,
ni amigos; al entrar en los pueblos,
los perros se lanzaban sobre raí para
morderme y los niflos huían al ver-
81 ASFODELOS

rae; á mí me faltaba todo, nunca ha­


bía conocido un placer y mis manos
nunca hablan tocado un objeto her­
moso.
Hasta mí llegó viniendo no só de
dónde la música de un piano que es­
cuchaba con recogimiento, como es­
cuchaba cuando era niño, durante
el poco tiempo que tuve madre, el
órgano de la iglesia al levantarse la
Hostia. Yo escuchaba, escuchaba
con delicia......... pensad, debe ser
tan hermoso tener en las noches una
mujer que haga música mientras se
descansa en un buen sillón al abri­
go del frío! y seguía escuchando y
pensaba en mil cosas, olvidándome
de mi hambre y de mis deseos cri­
minales.
Una puerta se abrió, vi avanzar
un bulto pequeño que cuando estu­
vo cerca de mí reconocí ser una ni-
ASFODELOS 85

fia; en sus manos llevaba un cesto y


avanzaba lentamente, sin miedo, co­
mo una inocente sin noción del pe­
ligro.
La luz del farol daba sobre su cue­
llo, un pequeño cuello muy blanco,
muy suave y muy fino. Yo nunca
habla tenido en mis manos uno de esos
nenes que forman la delicia de otros,
do los afortunados, de los bienaven­
turados de este mundo.
Mis piés me llevaron A ella instin­
tivamente, volvió el rostro, quise son­
reír, pero cuando yo sonrío resulta
lm gesto que más repugnante hace
mi fealdad. Comprendí esto, pero A
Pesar de mis esfuerzos, no pude ale­
jarme. Sentía deseos de tocarla, de
sentir el contacto de sus bracitos, de
tenerla en mis manos un momento
como si fuera mía y la levanté en
mis brazos; ella quiso gritar, pero el
86 ASFODELOS

espanto impidió su grito. La acer­


qué más al farol. Qué hermosa y qué
blanca, blanca como la luz, como las
llores! Tenía sus cabellos dorados y
dejaba adivinar una sonrisa, como de •
be ser la de los ángeles. En su terror
era hermosa, y sus ojos grandes, muy
abiertos, me miraban asustados; lue­
go la llevé á mis labios, las puntas
crispadas y sucias de mis barbas las­
timaron su rostro y entonces gritó al
tiempo que golpeaba mi vientre con
sus piés.
Iba á dejarla, á dejarla quedan­
do triste como nunca!
Jamás podría acariciar un niíio!
Iba á dejarla, pero la luz del farol
dió de lleno sobre su cuello blando y
fino; experimenté entonces deseos de
estrecharla, de tocarla y sentir una
vez más el contacto de su suavísima
piel. Desde entonces he sentido mu­
ASFODELOS 87

chos deseos, rail veces he querido


apoderarme de algo; pero nunca la
tentación ha sido tan fuerte, tan im­
periosa, tan irresistible como aquel
dia. No pudiendo dominarme, cedí y
la acaricié, sintiendo extraño placer
al pasar varias veces mi mano ás­
pera y callosa por su cuellito terso
como un guante. Ella estaba muda
de espanto, sus ojitos se abrían ca­
da vez más grandes y me miraban
más aterrados; pero yo no podía, me
era imposible resolverme á dejarla,
y continuaba pasando y volviendo
& pasar mi mano sobre su piel. Lue­
go oprimí un poco, procurando no
hacerle daño, tan sólo para sentir en
mis dedos la caliente blandura que
nunca había sentido. Oprimía y aflo­
jaba, sintiendo inefable placer cuan­
do mis dedos se hundían en la carne.
Poco á poco, fui oprimiendo más
88 ASFODELOS

fuerte .... más fuerte, la carne iba


siendo más dura; pero siempre bajo
mis dedos había algo blando como
terciopelo, que me regocijaba.
La música cesó, oí el ruido de una
puerta al abrirse y tuve miedo ó más
bien sentí tener que dejar á la ñifla;
ese cuellito blanco! esa suavidad ba­
jo mis dedos! ese placer! tener que
dejarlos para huir, para continuar
la marcha, el mendigar y nada re­
cibir. ... y al mismo tiempo conti­
nuaba oprimiendo, continuaba opri­
miendo el cutis y sintiendo contra mi
pecho los golpes arrebatados de su
corazón. . . . Los pasos se acercaban,
iban ya á sorprenderme, á encerrar­
me para siempre en una prisión sin
que pudiera poder volver á sentir
ese goce! mi mano ruda no se re­
crearía más al contacto de un suave
y blando cuerpo!
ASFODELOS 89

Seguí oprimiendo con ansiedad,


queriendo, al estrechar por última
vez, tener toda la delicia que hubiera
Podido sentir estrechando muchas..
sentí sus músculos, una dureza, y co­
mo los pasos estuvieran muy cerca
de mi, apreté con todas mis fuer­
zas deseando sentir su última palpi­
tación, su último estremecimiento,
deseando arrancarla á otros que po­
drían gozar de ella mientras yo nun­
ca, nunca podría ni tan siquiera aca­
riciarla !
Y lo sentí ese último estremeci­
miento, lo sentí que recorrió por to­
do su cuerpo al tiempo que su cora­
zón no latía más; el cuello parecía
de trapo, se enfrió... . una mano me
sujetó; pero yo de un golpe seco la
rechacé, desprendiéndome para lan­
zar la niña y huir.
Hoy todavía siento placer cuan­
90 ASFODELOS

do sueño y creo oprimir, oprimir y


aflojar. Ha sido la única delicia de
toda mi vida! Viendo á un niño, sien­
to impulsos de arrojarme sobre él,
de robarlo para llevarlo siempre con­
migo, para oprimir su cuello y hun­
dir mis dedos en él. Sí, continuó á
tiempo que llevaba un vaso á sus la­
bios, fué una gran delicia. . . . opri­
mir !. . .. hundir los dedos! sentir
aquella blandura estremecerse....
agitarse en estremecimientos tan pe­
queños como el cuerpo inmóvil, y los
dedos apretando siempre, siempre!»
Blanco y Rojo
Alfonso Castro escribía por última
vez en su prisión. He aquí el intere­
sante manuscrito:
•De los labios rojizos de un hom­
bre de ley, un cualquiera con mira­
da vulgar y barba descuidada, ha
caldo lenta, pesada, mi sentencia de
muerte.
En otros tiempos, cuando la en­
fermedad ó el fastidio me tiraban en
la cama, he pasado algunos ratos
Preguntándome cuál seria mi fin; mis
°jos se abrían con toda la penetra­
ción que me era posible darles, que­
riendo romper lo impenetrable, es­
cudriñar y distinguir algo del mo­
mento definitivo que lo futuro me
94 ASFODELOS

reservaba. Las dos muertes que yo


veta como más probables eran, ó
bien uu duelo buscado estúpidamen­
te, ó bien una bala alojada en mi
cerebro por mi propia mano. La jus­
ticia, más precavida y dudando tal
vez de mi buena puntería, ha veni­
do á evitarme ese trabajo: en vez
de una bala serán cinco.
Durante el proceso—ruidoso y con­
currido como no lo fué nunca uú es­
treno—apenas si he tratado de de­
fenderme. He oido vociferar, cla­
mar venganza á nombre de la so­
ciedad y á nombre de ella; mi abo­
gado, á quien apenas conozco, un
defensor de oficio, hacía lo imposi­
ble por probar mi locura ó cuando
menos atribuir mi acto á un momen­
to de enajenación mental: creo que
ante lo imprevisto de mi caso los mó­
dicos hubieran fácilmente declarado
ASFODELOS 95

A mi favor, pues efectivamente, en


la conciencia de esas gentes se ne­
cesita estar irremediablemente loco
Para cometer un crimen como el
mío: mis jurados quedaban estupe­
factos cuando con gran pompa de
Palabras y excesos de negro y rojo,
el agente del ministerio público pin­
taba los falsos sufrimientos de la víc­
tima y lo monstruoso de mis senti­
mientos; verdad es que entre ellos
habla uno dueño de dulcería, uno de
tienda do abarrotes y un distinguido
prestamista; ser juzgado por seme­
jantes tipos, ha sido una ironía, y no
de las pequeñas, en mi vida.
Cuando se habló de locura y mis
antepasados desfilaron, evocados por
la gangosa voz del defensor, yo me
levanté para protestar, repitiéndo­
les que mi razón, completamente lú­
cida de suyo, lo estaba particular­
96 ASFODELOS

mente en el momento del crimen, y


puesto que no trato de excusarme—
añadí—y plenamente he confesado
mi crimen y sus móviles, inútil me
parece querer emplear mezquinos
subterfugios; si soy merecedor á una
pena, dictadla, la aguardo ahora que
ya he conseguido mi objeto.
Pasar por un asesino vulgar ó por
un loco, era lo único que me suble­
vaba y el único cargo del que pro­
curaba defenderme. Mi abogado,
quien tampoco comprendía que un
reo no se prestara á su propia sal­
vación, no sabía lo que pensar de
mí. Durante las audiencias, al ver
mi sangre fría tachada de cinismo
por los periodistas, al ver mi poco,
ó más bien, mi ningún empeño en
ayudarle, me tenía por el tipo aca­
bado del insensato; á solas conmigo,
cuando en mi celda me oía razonar
ASFODELOS 1)7

Y discutir mi caso, me tenia por


cuerdo. ¿Por qué decidirse, pues?
Ahora bien, lo que ni jueces ni
abogados han comprendido, lo que
en su profunda ignoraucia del sér
humano y sus aberraciones no han
acertado A penetrar y atribuyen A
un exceso de perversidad, decretan­
do mi fin como el de un animal da-
ftino, eso quiero dilucidarlo yo, ex­
plicármelo, ver las causas que A ello
contribuyeron, hoy que la errónea
Justicia humana no tiene que inter­
venir mAs en mis asuntos.
Un loco, evidentemente no lo soy!
pienso, discurro, y obro como el co-
IlH’in de los mortales, mejor muchas
Veces. Soy un enfermo, no lo niego,
Un enfermo, sí, pero un enfermo de
refinamientos, un sediento de sensa­
ciones nuevas.
Cuando pienso en mi crimen, veo
U8 ASFODELOS

que necesariamente debía yo llegar


A él; era un predestinado, estaba
marcado para seguir esa ruta, no en
las mismas condiciones que otros mu­
chos, pero más evidentemente qui­
zás. Enumerar todas las crisis, todas
las transformaciones de alma por
las que he pasado, será prolijo; sin
embargo, ciertos hechos, algunos ac­
cidentes de mi vida me vienen invo­
luntariamente á la memoria.
Nací inquieto, de una inquietud
alarmante, con avidez por ver todo,
conocer todo y de todo saciarme.
Crecí solo, entregado á las fantasías
de mi capricho que en mis primeros
años me llevó á la lectura, entre­
gándome á ella golosamente; devo­
raba hojas, rellenaba mi cerebro de
ideas opuestas, verdaderas ó falsas,
razonables ó absurdas, dejando quo
dentro de mí se fundieran á su an­
ASFODELOS 99

tojo tan opuestos manjares. Mé com­


placían, sin embargo, los libros ex­
traeos, los enfermizos, libros que me
turbaban, y que helando mi corazón,
uiarchitando mis sentimientos, hala­
gaban mi imaginación despertando
•bis sentidos á goces raras veces na­
turales; mi espíritu, dejado en com­
pleta libertad, sin idea fija que le
sirviera de norma y estímulo para la
existencia, sin convicción que lo
alentara, no sabía nunca adónde ir,
vagaba constantemente haciendo
variar mi pensamiento á las prime­
ras impresiones. En realidad, en mí
Jamás hubo energía ni voluntad al­
gunas; no hubo sino impresiones.
Llegué á comprenderlo y procuré
buscarlas, encontrarlas en todos la-
cl°s y á cualquier precio, como bus-
el morfinomaniaco la morfina y
el borracho el alcohol. Fué mi vi-
Cl° y fué mi placer.
100 ASFODELOS

Como era natural, cada vez ful


siendo más difícil en mis elecciones
y cada vez tenía que buscar impro
siones más difíciles; á meses de or­
gía desenfrenada, de fiebres de pla­
cer, meses durante los cuales me
consumíii en las locuras más imbé­
ciles y más arriesgadas, seguían se­
manas de completa continencia y
reposo; huía de mis camaradas do
excesos; venían depresiones morales
que en mis desvarios y en mi eterno
rebuscar sensaciones, me arrojaban
á las plantas de una imagen y me
hacían matar los dias escuchando
repiques, gemidos de órganos y mur­
mullos de oraciones, con tan mala
suerte que siempre, cuando más se­
riamente esperaba creer y estar en
camino de encontrar la felicidad,
una frase ridicula oída en un ser­
món, el rostro hipócrita, bestialmente
ASFODELOS 101

Vulgar, de una beata, ó los defectos


artísticos de una pintura, me expul­
saban de ahí lanzándome en busca
de otra cosa.
Mi imaginación no podía estar
Quieta nunca, iba y venía dispara­
tando, buscando siempre novedades,
incansable: fueron caprichos amo-
fosos .... sin amor, pasiones que yo
Pretendía tener, cuya pequeña llama
hacia inútilmente por inflamar. La
sequedad de mi corazón era nota­
ble; yo no sentía afecto por nada ni
Por nadie, me exaltaba, pretendía
amar con locura, sentir pasar por
Uii frente algo de ese divino aliento
que tan felices hizo á los grandes
apasionados. ... yo nada podía sen­
tir, con esfuerzos me acordaba al
Ules de las mujeres á quienes jurara
amor eterno, y nunca pude echar de
uienos durante media hora á la que
Ule empeñaba en amar.
102 ASFODELOS

Quise refugiarme en el arte, estu­


diar y vibrar ante las grandes con­
cepciones, sentir el estremecimiento
creador del poeta, el músico ó el
pintor; pero incapaz de un trabajo
sostenido, iba de la pintura á la mú­
sica, de la música á la escultura y
de la escultura á la poesía, sin lograr
encadenar mi atención ni dominar
la pronta lasitud que como inque­
brantable círculo me envolvia.
Además, yo era ambicioso y algo
conocedor, había estudiado á fondo
los grandes maestros, y la compa­
ración entre ellos y lo que yo po­
día producir, me asqueaban de mí
mismo.
Erré, en fin, entre todo aquello que
podía producirme una impresión, no
logrando sino excitar y hacer más
sutiles mis sentidos.
Las mujeres no podían soportar
ASFODELOS 103

me tres días por mis exigencias, y


los amigos, excepción hecha de unos
cuantos tan enfermos como yo, me
huían, temerosos de ser envueltos
en el torbellino de extravagancias
peligrosas que levantaba á mi paso.
Los asesinos célebres, los seres ho­
rripilantes, los diabólicos, me sedu­
cían. Soñaba con personajes como
los de Poe, como los de Barbey d'Au­
revilly; me extasiaba con los cuen­
tos de este maestro y particularmen­
te con aquel en el que dos esposos
riñen y mutuamente se arrojan, se
abofetean, con el corazón despeda­
zado y sangriento aún del hijo; so­
ñaba con los seres demoniacos que
Baudelaire hubiera podido crear, los
buscaba complicados como algunos
de Bourget y refinados como los de
d’Annunzio.
En tal estado, nervioso'y excitable
104 ASFODELOS

como nunca, un día, en un prado


vi por primera vez á una mujer al
ta, algo delgada, de andar muy lán­
guido y con la palidez de una mar­
garita. En sus ojos había algo de
intensamente dominante que envol­
vía y subyugaba. Procuré conocer­
la y trabar amistad con ella, lo que
no me fué muy difícil. La traté, lle­
gué á interesarme por ella como no
rae había interesado hasta entonces
por mujer ninguna. Había en ella
y en todo cuanto la rodeaba algo
tan raro, tan misterioso, que yo no
podía explicar ni comprender, y que
me aterrorizaba al mismo tiempo
que me atraía; era la sola gente auto
la cual me sintiera temblar; la an
gustia, la compresión que yo sentía
cuando sus ojos se clavaban en mi,
á nada es comparable. Su voz me
alteraba, me sacaba fuera de raí; te­
ASFODELOS 105

nía tonos únicos, indefinibles y á ve­


ces—era también una adoradora de
Baudelaire—cuando leía los versos
del más inquietante de todos los poe­
tas, yo sentía pasando por mi cuer­
po algo como un soplo helado; existe
una estrofa al final del soneto «¿c
Itecenant,* que nunca podré olvidar,
y que siempre resonará fría, salmo­
diando:

«El eoniiue d'autrcspar latendresse


sur ta vie et sur ta jeunesse
nioi je veux regner par l’effroi.»

De tal manera guardo el sonido y


la expresión de estos versos que,
cuando las balas rasguen mi cuerpo,
dominando el clamor de la detona­
ción gritarán imponiéndose y m-
nandopor el espanto verdaderamen­
te, en el solemne momento.
Su casa estaba toda en armonía
106 ASFODELOS

con ella; ningún ruido, el rumor más


leve era prontamente extinguido,
las alfombras espesas ahogaban el
rumor de los pasos, las puertas no
crujían jamás. La rodeaban objetos
raros, libros preciosamente encua­
dernados, cuadros con imágenes ru­
sas en las que las vestiduras eran
de metal, pinturas arcaicas ó bien
del más acabado modernismo; ma­
gistrales copias de Boklin Burno-
jones y algunas de Dante Rosseti;
por todos lados vasos de esmalte ó
bien con Bacantes esculpidas con-
torsionando en las redondeces del
mármol, y sobresaliendo, rompiendo
estrepitosamente la armonía, ges­
tos macábricos, dragones en fuego,
expresiones de pesadilla, trágicos
ademanes de marfiles ó mascarones
japoneses.
Junto al piano cubierto de rico
ASFODELOS 107

tapiz bordado con oro, bajo un bus­


to en tierra cocida del monarca de
Bayreut, del dios del Teatro Ideal,
todas sus obras: el fugitivo Lohengrin,
el errante Tanhaüser, las Walkirias
libertadoras, los irónicos Maestros
cantores, la idílica epopeya de Tris-
tan é Iseult, las tinieblas del C'repws-
culo de los Dioses y el esplendor del
Oro del Ilhin.
La nacionalidad de mi original
amiga me era perfectamente desco­
nocida; y á pesar de mis hábiles pre­
guntas, nunca logré averiguarla; es­
quivaba la respuesta y yo me aven-
turabaert suposiciones. Hablaba co­
rrectamente, sin acento ninguno el
español; cantaba el alemán y el ita­
liano como una Florentina ó una hi­
ja de llano ver; su lengua favorita
era el francés y su tipo se prestaba
ó- todas las suposiciones. Unas ve-
108 ASFODELOS

cea la creía húngara; polonesa ó es­


lava, otras; francesa ó alemana, evi­
dentemente no lo era; para ser naci­
da en la República, imperio del arte
contemporáneo, le faltaba ingenio,
locuacidad, le faltaba el sello que
difiere á la francesa, que la hace
enteramente personal, imposible de
ocultarse; para lo alemán lo falta­
ban los ademanes pesados, ligera
mente bruscos, las sonrisas exclusi­
vas, la expresión de habla y de son­
risa que caracteriza á las rubias hi­
jas del Rhin. Yo no sabia, pues, qué
pensar: italiana? tampoco lo era, le
faltaba vivacidad, fuego en los ojos
y en los movimientos, expresión y
calor en la voz; las austríacas son
una mezcla de alemanas y france­
sas, poco graciosas para ser parisien­
ses, demasiado delicadas para ser
berlinesas ó hanoverianas ó hambur­
ASFODELOS 109

guesas, siendo la mujer alemana la


misma en todas partes. No pudiendo
sacar nada en claro, me conformé
y permanecí en mi ignorancia.
Un día, después que la música de
Wagner hubo caído severa, sugesti­
va y torturante sobre nosotros, fati­
gada, lánguida como nunca, se ex­
tendió sobre un diván. Sus brazos
pálidos, con palideces de luna, lleva­
ban atados unos largos lazos rojos
quo después de envolver el puño,
caían como dos anchos hilos de
sangre.
Instantáneamente, de un golpe,
una idea fantástica se fijó en mi ca­
beza; vi á esa mujer blanca, desnu
da, extendida en ese mismo diván;
la vi plástica, pictórica, escultural,
un himno de la forma; la vi ir pali­
deciendo lenta, muy lentamente, el
fuego de su mirada vacilando en los
110 ASFODELOS

ojos, y la idea de mi crimen nació.


En la noche no pude expulsarla
un momento, no pensé en las conse­
cuencias, lo que en ningún caso me
hubiera detenido, y la palabra cri­
men la tuve por completo olvida­
da. Para mi aquello no era sino un
goce supremo, unexquisitismocomo
nunca me lo había pagado; pertinaz,
imborrable, me aparecía ella en la
obscuridad, blanca, desnuda, plásti­
ca, un himno de las formas; veía sobre
el Paros de su cuerpo las líneas azula­
das de sus venas y al extremo de
ellas un ancho hilo saliendo, unarro-
yuelo rojo, de un rojo cada vez más
vivo, más cruel, mientras más tenue
y más suave era la palidez de las
carnes.
Con la idea fija ya de realizar mi
deseo, la inicié en los goces del éter,
la vi cadavérica, sintiendo su cuer­
ASFODELOS til

po volatilizado, inmensamente ligero,


no teniendo dentro de si, más que un
pequeño reflejo de vida, refugiado
en el cerebro, iluminando el pensa­
miento, haciéndole todo ver y sobre
todo discernir con gran superiori­
dad, dándole la clarividencia.
Una tarde, cuando dormía sin sen­
tirse criatura humana, cuando inva­
dida por profundo sueño, vagaba en
algún Paraíso artificial, mi bisturi
rasgó prontamente sus puños, la san­
gre afluyó tiñendo las ropas que tor­
pemente le arrancaba y por comple­
to la extendí desnuda en el diván.
La sangre brotaba por palpitacio­
nes, corría en hilos bañando la ma­
no, goteando de los cinco dedos,
como de cinco heridas, rápida, ne
gruzca.
Yo la vela vaciarse, las venas se
aclaraban, eran abandonadas por el
112 ASFODELOS

carmín; sus labios sobre todo, se tor­


naron lívidos mientras la sangre se­
guía corriendo y extendiéndose co­
mo un tapiz. Ella palidecía, palidecía
como yo lo había sollado, tan tenue,
tan suavemente como cruel era la
huida del rojo.
Abrió los ojos, por su cuerpo pasó
una convulsión; me miró, algo atra­
vesó como una luz que se extingue
y las palpitaciones de la sangre ter-
miuaron.
Sus ojos me miraban fijos, sus la­
bios blancos parecían decir por úl­
tima vez;
«Sur ta vie et sur ta jeunessc,
inoi jeveux rcgner par l’effroi.»

Y yo quedaba inmóvil, extasiado,


ante aquella palidez, ante aquella
sinfonía en Blanco y Rojo.
Para José Ferrbi.

Causa ganada
El acusado conservaba toda su
tranquilidad. Las gentes sencillas
encontraban una prueba de su ino­
cencia; los Jurados la actitud de un
criminal consumado.
La causa promovía ese interés no­
velesco de los asesinatos cuyo origen
es el amor. Las gradas estaban ca­
si llenas, los debates duraban desde
días antes y en realidad nada claro
ni definitivo podía concluirse.
El agente del Ministerio Público,
un sefior grueso, rojo, sudando á ca­
da momento, hablaba, y con su voz
fuerte llenaba la sala de un tono de­
clamatorio, rehacía los hechos, pin­
taba lóbregamente lo negro de la bis-
11C ASFODELOS

toria, atraía las simpatías sobre la


victima y el odio sobre el acusado.
<Un joven—decía—que á la edad
de las ambiciones nobles y los idea­
les hermosos sepulta un puñal en el
pecho de la mujer amada, no pue­
de vivir en el seno de una sociedad
culta; el ánimo se subleva al pen­
sar en el porvenir de esta mil veces
infame alma; si á los veinticuatro
años asesina á la amada, qué no ha­
rá, que no será capaz de hacer más
tarde, Señores Jurados?»
Aquí el orador sacó un gran pa­
ñuelo rojo, lo pasó por su frente, lo
hundió en su cuello; pero no bien lo
hubo guardado, nuevas gotas de su­
dor asomaron. Quedó en silencio un
momento, miró fijamente hacia el
banquillo y con su voz fuerte, con­
tinuó:
«Miradlo! bajo esa apariencia hu-
ASFODELOS 117

railde, bajo esa máscara de dulzura,


bajo ese rostro casi imberbe existe
un hombre peligroso; no un hombre,
pues no merece tal nombre, una bes­
tia sin sentimientos, sin ideas nobles,
sin corazón, A quien las leyes huma­
nas no pueden acoger. Roproduzcan
ustedes en su memoria la escena de
la noche del veinte do Enero, pien­
sen en esa joven de veinte años, tra­
bajando para alimentar A su madre
enferma, asesinada cobardemente,
arrastrada y arrojada A una inmun­
da atarjea; antes la justicia no pudo
obrar, las pruebas faltaban, los he­
chos se embrollaban, la sombra cu ■
bria el delito; hoy, la luz se ha he­
cho, los testigos han iluminado todo,
las pruebas son patentes. Señores
•Turados—añadió levantando la voz
— en nombre de la sociedad, ennom-
brede lavictima.ospidojusticia. Bo­
118 ASFODELOS

rrando á este hombre del registro


de los humanos, libraréis muchas vi­
das á quienes amenazan los negros
instintos de este viejo y avanzado ya
en Ja siniestra via del crimen!»
El abogado se levantó. Era un jo­
ven delgado y pálido, su voz turba­
da resonaba en todos los rincones de
la sala. «Podían los Jurados condenar
á un hombre, á un joven pertenecien­
te al porvenir honrado en el pasado,
cuando las pruebas eran tan esca­
sas? El acusado había siempre ob­
servado buenas constumbres según
lo declaraban sus superiores y sus
compañeros; era un trabajador ac­
tivo, inteligente en su oficio de eba­
nista; algo violento, es verdad; pero
esa violencia no era en muchos ca­
sos la prueba de su dignidad?—Sus
compañeros lo amaban, sus superio­
res lo apreciaban. Un día en su vi­
ASFODELOS 119

da tranquila cruza una mujer; des­


de entonces sufre, sus compañeros
lo ven ser bueno para con ella. Una
noche, en las afueras aparece un pu­
ñal ensangrentado, en la arena se
notan las huellas de un cuerpo arras­
trado hasta la acequia. La querida
del acusado ha desaparecido, la po­
licía se pone en movimiento, arresta
al ebanista, se buscainfructuosamen-
te el cadáver, las pruebas faltan, y
la justicia, después de mil inútiles
pesquisas, se ve obligada á ponerlo
en libertad. Siendo culpable, Seño­
res Jurados, una vez puesto en li­
bertad se hubiera salvado; pero no,
ha vuelto á su trabajo y continuado
en el aprecio de sus superiores.«
El agente del Ministerio Público,
pidió la palabra, y dirigiéndose al
defensor, lo interrogó:
—Cómo explica vd., pues, la des­
aparición de Consuelo García?
120 ASFODELOS

—Muy sencillamente, replicó con


aplomo el defensor.—Consuelo era
conocida de todo el barrio y tenía
muchos pretendientes á causa de su
belleza.
Aunque oficialmente era la querida
de mi defendido, nadie, excepto él,
ignoraba cuán pródiga de sus favo
res era; á los veinte afios había teni­
do ya tres amantes 6 impúdica ro­
daba de mano en mano, engañando
al hombre que no era sino ternura
para con ella; quedan, pues, dos pro­
babilidades: ó bien ha huido con al­
guno de sus amantes de un día, pues
quién prueba que el cadáver arroja
do sea el de ella?—ó bien, si efectiva­
mente fué acuchillada, por qué el que
tenéis delante y no otro cualquiera
do los muchos, de los anónimos que
se sucedían cada día? Hay un testi­
monio, diréis. Teófilo Cáceres.suene-
ASFODELOS 121

migo, como algunos han declarado,


con el que menos hablaba de sus
compañeros, viene un dia y asegura
haber visto, haber oido al acusado
y su llamada víctima, reñir. Nos di­
ce que éste, exaltado, la llevó hacia
las afueras; un hombre exaltado, Se­
ñores Jurados, un hombre engañado
en lo que ama, hiere al instante, en
el mismo sitio, sin aguardar á que
su cólera haya pasado. Y ustedes,
Señores Jurados, condenarán á un
hombre por el solo testimonio de su
enemigo? La idea de haber conde­
nado á un inocente no seria más tar­
de para ustedes un constante remor­
dimiento? No es preferible perdonar
un criminal á condenar un inocente?
El perdón es noble, Señores Jurados,
y si el acusado es verdaderamente
un criminal, tiempo tendréis más
tarde para condenarlo; en cambio,
122 ASFODELOS

la muerte es definitiva y derraman­


do su sangre, sobre quién pesará,
siendo inocente?»
El agente replicó, y como hubie­
ra una duda, fué llamada la madro
de la victima.
Era una anciana muy pobremen­
te vestida; como se le pidiera un pun­
to de su declaración, repitió íntegro
todo lo que ya tenia dicho.
Gutiérrez, el acusado, sostenía re­
laciones con su hija desde ocho me­
ses antes del crimen; arabos pare
cían amarse. Gutiérrez la trataba
bien, parecía tener buenas intencio­
nes y aun había llegado á dar todas
sus economías á ella, la madre, para
que las guardara hasta el día do la
boda. Su hija se ausentaba con fre­
cuencia, lo que producía escenas en­
tre ellos. Ese día, el vóinte de Ene­
ro, salieron juntos, pues Gutiérrez
ASFODELOS 123

vivía en la misma vecindad; como


á las siete de la noche, volvió solo,
preguntando por Consuelo, que se­
gún decía, se había separado de él
momentos después de haber salido.
«Las horas fueron pasando. Consue­
lo no volvía y yo comencé á tener
cuidado, la esperé hasta la madru­
gada y uo pudiendo más fui al cuar­
to de Gutiérrez, le advertí que no
había vuelto, y él, aparentando sor­
presa, salió A buscarla volviendo
dos horas después. Fui á la comi­
saría, supo habían encontrado un
puñal que no conocí, pusieron pre­
so A Gutiérrez hasta que uno3 me­
ses después volvió muy pálido y ca­
yó enfermo unos días.»
El agente del Ministerio Público, ha­
bló de nuevo, recordando la declara­
ción de Cáceres que la había visto
alejarse riñendo una hora antes de
124 ASFODELOS

que él volviera á su casa. Las nue­


vas investigaciones en la acequia
hablan producido un cráneo roto,
ahí presente.
El defensor, con más brio que an­
tes, sostenía la inocencia, evocó re­
cuerdos de inocentes condenados por
declaraciones de enemigos, conmo­
vió al público y á los Jurados, gana­
ba un gran terreno en los ánimos.
El acusado continuaba completa­
mente tranquilo, y después de aten­
der largo tiempo á los debates, ha­
bla inclinado la cabeza sin que pa­
reciera oír más.
Era un joven bajo y delgado, usa­
ba el pelo bastante largo, y un
pequeño bigote muy cuidado. Su as­
pecto era simpático, tenía maneras
finas, y parecía algo nervioso.
No escuchaba más. La vista del
cráneo, puesto sobre la mesa del
ASFODELOS 125

Juez, la presencia de la madre de


su amada, lo habían Íntimamente
turbado, y en su memoria se repro­
ducía todo el drama.
Su falta había sido amar mucho.
Consuelo lo dominaba por completo,
y A pesar de sus anteriores faltas, es­
taba dispuesto á hacerla su esposa;
pero ella se complacía en reñirlo,
en disgustarlo, coqueteando delante
de él para exasperarlo, sintiéndose
contenta al verlo palidecer de ra­
bia.
Ah! le era tan difícil ocultar sus
luchas íntimas, que en el Jurado se
asombraba de su calma. Sufría tan
cruelmente en la prisión al sólo re­
cordarla, al tenerla delante noche
con noche, siendo su constante pe­
sadilla! Ignoraba cómo había podi­
do vivir hasta entonces, llevando
dentro de sí el peso de aquella muer­
126 ASFODELOS

ta; porque si, él era criminal y había


sepultado el pufial una, dos, tres ve­
ces, cómo? por qué? él no podría cla­
ramente explicarlo.
Desde días antes ella lo exaspe­
raba más de lo ordinario, sonriendo
A los que la cercaban; él, sintiéndo­
se celoso, había comprado ese pu­
fial, pero no para ella, para alguno
de ellos, los que se la robaban. Ese
día, al salir de paseo, ella comenzó
A recriminarlo, A inventar falseda­
des, haciéndole contestar violenta­
mente.
Pasaban en ese momento cerca
de la acequia, y la noche caía, y ella,
sin temor A que todo estaba desier­
to y obscuro, le dijo mirándolo fija­
mente:
—Te juro que esta noche me voy
con Juan:—ahora voy A buscarlo—
y dió tres pasos.
ASFODELOS 127

Ciego de ira la alcanzó, la hizo


volverse bruscamente, y parándose
ante ella, clamoreó:
—Si das un paso, te estrangulo, te..
Ella rió, rió con su risa la más alta­
nera, la más insultante, y él conte­
niéndose todavía, añadió:
—Te ordeno no moverte, te lo or­
deno, lo oyes?
Por toda contestación, Consuelo lo
volvió la espalda: él la tomó por los
cabellos, y sin saber cómo, sacó, Dios
sabe de dónde, fuerzas y valor: ha­
bía golpeado con todas sus fuerzas,
con toda su alma! Instantáneamen
te se detuvo al verla caer, y la
contempló tendida, hermosa como
nunca.
Todo su amor se sublevó contra
el asesinato, se inclinó á su lado, to­
có el corazón esperando sentirlo. . .
no latía... se acercó á sus labios...
128 ASFODELOS

la respiración faltaba. . . . desespe­


rado, la habia removido, y parecía
un saco. Le habia dado su aliento,
la habia llamado con loa nombres
más dulces, ella no respondía, esta­
ba muerta; y pensando que no la
vería más, que no la tendría más
entre sus brazos, sintió subir á él, á
su cabeza ya aturdida, algo abrasa­
dor. Oh! la horrenda escena! cu­
briéndola de besos, la había violado!
Hasta él llegaba la voz sonora del
defensor....... las pruebas no eran
suficientes.... el acusado era ino­
cente. .. . algunos murmullos decían
que la causa estaba ganada.
Ganada? Es decir, el criminal
quedaría libre tal vez, nuevamente
le era preciso volver al trabajo, apa­
rentar tranquilidad, reirse á veces,
y siempre, á todas horas, á todo mo­
mento, llevar en el alma la mancha
ASFODELOS 129

horrible. Sus noches volverían á ser


agitadas, la fiebre lo devoraría do
nuevo, y en sus pesadillas, en sus
horrendas pesadillas, creería aún
abrazar v cubrir de besos aquel ca­
dáver frío, frío, frío.
Era inocente! Iba á ver la luz del
día, la luz que calienta y reanima,
y todo esto estando solo en la tierra,
puesto que todo lo que amaba había
muerto y era él su asesino!
Libre! Era acaso libertad la que
iba á tener? No era el más cruel de
los tormentos el que llevaba en si?
La vida? qué interés tendría para él
si en todos sus momentos dulces ese
cadáver se interpondría? Era tan
hermosa, hubiera podido ser tan
feliz!
Y ese cráneo amarillo que pare­
cía fijar los dos huecos de sus ojos
en él, era ella, todo lo que restaba
130 ASFODELOS

de ella! El la habla sepultado, arras­


trándola como un fardo, y ahora bro­
taba eso, el cráneo, un nuevo moti­
vo de pesadilla. Por qué, pues, vi­
vir? Podría dar un paso sobre la
tierra sin remordimientos?
Un aplauso estalló en la sala; el
defensor, fatigado, recibía orgulloso
las aclamaciones; los Jurados se ha­
blaban al oído; el acusado levantó
la cabeza, pero la vista del cráneo,
el cráneo amarillento, le horrorizó.
La causa estaba ganada.
—Acusado—dijo el Presidente de
los debates fijando en él sus mira­
das tras el brillo de los lentes—tie­
ne vd. algo que añadir?
El acusado se levantó. Estaba
exageradamente pálido; parecía otro
hombre. Con la vista fija en el crá­
neo, dijo:
—Señores, soy culpable del cri­
ASFODELOS 131

men, la he matado.... la he mata­


do... . vdes. deben matarme....
Y se dejó caer en el banco.
En la Sala resonó un murmullo
extrafio. Los Jurados se miraban
sorprendidos. El defensor se había
turbado. El Agente del Ministerio
Público triunfaba.
En vista de esta nueva declara­
ción, el proceso fué aplazado para
otra vista. El acusado salió rodeado
de gendarmes, y al salir pensaba:
«Yo, tal vez, no hubiera tenido
fuerzas para matarme.»
Para Ai.brrto Jiménez.

Por qué?
La carta decía:
«Me he reído, los he calificado con
nombres poco honrosos, los lio ridi­
culizado A todos aquellos que por
su propia mano se han dado muer­
te, y hoy, dentro de unos momentos,
viejo amigo, vendrás para extender
sobre una cama y cubrir con la en­
voltura que nunca más se quita, á
tu compañero de infancia, de preo­
cupaciones y de viajes.
¿Por qué? tal vez, bien visto, no
sabría decírtelo, y sin embargo, mu­
chas veces me hice la misma pre­
gunta, sólo que entonces era en
opuesto sentido: ¿Por qué vivía?
Efectivamente, conoces tú algo
136 ASFODELOS

más estéril, más inútil, más vacío y


más mezquino que esos días siempre
ó igualmente fastidiosos y á los que,
á pesar de todo y á pesar de noso­
tros mismos, nos apegamos como al
más delicioso y durable de los sue­
ños’?
Yo, y testigo eres tú de mis mu­
chas y frecuentes crisis, nunca lo
hallé objeto á la vida, y á fe mía
que no fuó por haber dejado de
buscárselo. Por más que medita­
ba, por más que trataba de conven­
cerme y de suponerme fuerzas y mé­
ritos que soy perfectamente incapaz
de tener, siempre encontré que todo,
por muy grande que sea cuanto un
hombre puede ejecutar, no es sino
infinitamente pequeño, sin objeto y
sin duración. Hecho á la idea de
que para nada verdadero servia A
los otros, pensé en mí mismo, en la
ASFODELOS 137

manera do pasar menos mal los días


que estaba destinado á contar; bus­
qué los placeres intelectuales y sólo
encontré vacilación, angustias y tor­
turas en nada equivalentes á los ra­
tos de sano goce; los desórdenes las
timaron mi carácter, mis sentidos y
mi salud; los viajes me produjeron
la impresión de la imbecilidad hu
mana vista en diversos climas, en­
vuelta en telas más ó menos grue
sas, hablando lenguas más ó menos
groseras, y, en general, discerniendo,
opinando y preocupándose por las
mismas necedades. Pinturas, escul­
turas y algunas páginas de muy con­
tados libros, fué lo único que pude
encontrar de interesante en los va­
rios paises por los que juntos pasea­
mos nuestro afán de novedad.
Vuelto aqui, figuré como uno de
tantos de los que tienen para vivir
138 ASFODELOS

holgadamente, mantener un par de


caballos, cambiarse tres trajes al día
y perder algunos billetes en un club.
Era yo un simpático, un muchacho
agradable, ni feo ni bonito, correcto,
con algo de ilustración, hablando
con mejor criterio á veces que los
demás, de la última novela de Bour-
get ó el más reciente escándalo pari­
siense. Cuando me cansaba de lostz-
tíssin seso que forman nuestra socie­
dad elegante, iba allá, á algunas can­
tinas de segundo orden, donde futu­
ros escritores, jóvenes preocupados,
por rivalidades de escuela y perfec­
tamente felices bebiendo cerveza y
lanzando mordentes epítetos contra
los viejos y los poetas que cantan
al son de los pesos de la administra­
ción pública, me tuteaban y acogían
bien porque mi presencia era para
ellos una noche en la que podían
ASFODELOS 139

beber sin tasa; como siempre estaba


al tanto del poeta á quien lapidaban
y de aquel A quien ensalzaban, no
se aburrían mucho en mi compañía,
y las diatribas y los insultos contra
los burgueses continuaban más al­
tos mientras más monedas salían de
mis bolsillos.
Pues bien, al poco rato de estar
en esa compañía bulliciosa y riente,
rae fastidiaba, como me fastidiaba
entre las frases y las sandeces del
viejo Rendón ó del elegante Gutíe
rritos; recorría las calles hastiado
de su fisonomía siempre igual, mal­
diciendo, sin que yo mismo supie­
ra lo que maldecía, profundamen­
te malhumorado, indignándome con­
tra las viejas mendigas y contrae
los organillos que maltrataban mis
orejas; entraba á mi casa para ti­
rarme en la cama, hojear un libro
140 ASFODELOS

y dormirme renegando de todo y de


mí mismo.
A veces, cuando mi día era muy
negro, queriendo ser como los demás,
divertirme como los demás, reírme
como los demás, iba á alguno de mis
compañeros de club: estás contento?
—le decia—y él, con la más cómica
de las gravedades: contento? hom
bre, si! por qué no? anoche gané dos
mil pesos al Bacarat; ó bien: conten­
to? y cómo no? figúrate quo acabo
de venir de visitar á las X: ya pue­
des figurarte, tijera para todo el
mundo; y luego esa Olimpia, es tan
ocurrente! Hubieras venido! lo que
te hubieras reído! ó bien: contento?
vaya si lo estoy! mi yegua ha gana­
do el primer premio; ah! lo que Ron­
dón ha rabiado!
Me alejaba con el más profundo
de los desencantos, convencido de
ASFODELOS 141

que ni ganando al Bacarat, ni oyen­


do criticar á Olimpia, ni obteniendo
todos los primeros premios, sentiría
el más mínimo contento.
Me encerraba á veces proponién­
dome hacer algo, cualquier cosa;
mandaba llevar barro y me ponía á
trabajar una figura, habiendo siem­
pre tenido predilección por el mode­
lado; á los pocos dias, después de fu­
mar varias docenas de cigarrillos y
do haber cambiado veinte modelos,
mandaba la estatua, el taller y la
escultura al diablo, y más aburrido
quo nunca, volvía á mi anterior fas­
tidio.
Pensé en casarme, en enamorar á
una señorita y pasar ratos de agra­
dable plática, tratando do adivinar
los misterios de esa alma do mujer
en formación. Ignoro si sería mi
desgracia ó mi mala elección, el ca­
142 ASFODELOS

so es que todas las que traté rae


parecieron igualmente necias y por
completo desprovistas de interés.
Una intriga con una mujer casada,
algo rae seducía; pero el papel de
D. Juan nunca fué el mío; además,
temía, si no á los maridos, sí al ri­
dículo, y para un Otelo, cuántos
Georges Uandin!
Todos mis amigos estaban confor­
mes en que á, mí me hacia falta una
pasión. Yo pensaba como ellos, pero
ahí estribaba la gran dificultad: có­
mo diablos conseguir esa pasión!
Tuve varias queridas y, ¡ay, ami­
go mió! de todas quedé igualmente
asqueado. La que no trataba de ro­
barme descaradamente, me engaña­
ba con cinismo; después de unas
cuantas experiencias, preferí vivir
solo antes que tan desagradablemen­
ASFODELOS 143

te acompañado, aunque el fastidio


acabara conmigo.
A los pocos meses de esto conocí
á Carmen: tú sabes hasta qué punto
esta pobre mujer llegó á enamorar­
se de mí; si sér alguno es capaz de
dar verdaderas pruebas de amor, in­
discutiblemente fué ella. Todo cuan­
to le he hecho, cuanto la he ultraja­
do, todo cuanto capricho he tenido
los ha tolerado; en sus labios siem­
pre hay la misma sonrisa, la misma
palabra cariñosa, y en mis largos ó
insoportables ratos de mal humor
nadie ha sido prudente como ella.
Si la rechazaba de mi lado se reti­
raba sumisa para volver al rato con
palabras que desarmaban mi cólera;
si estaba triste, sus brazos rodeaban
mi cuello procurando hacerme reír,
llorando abundantes lágrimas cuan­
do no lo lograba.
144 ASFODELOS

Llegó A domesticarme, y A veces


aún A hacerme falta, cosa que hasta
entonces con nadió me había suce­
dido; fuó, en fin, de tal manera bue­
na, de tal manera amante, que me
propuse amarla.
Me propuse amarla, sí! correspon­
der, aun que sólo fuera en parte, A ese
inmenso cariño que indudablemente
yo no merecía, que nada había he­
cho, que nada hacía por merecer.
Me propuse quererla; pero aquí,
amigo mío, comienza la parte, gra­
ve; todos mis esfuerzos eran vanos,
yo no sentía nada, absolutamente
nada por ella; procuraba imaginar
infidelidades por parte suya; y, si
salía un momento, forjaba inmedia­
tamente una historia; si llegaba al­
go tarde creía ver en su rostro
vestigios de su engaño; llegaba A
convencerme de estas cosas pero sin
ASFODELOS 14í7

sentir ninguna alteración, como si


fuera un sér enteramente ajeno á
mi, visto en ese momento por pri­
mera vez.
En la calle, estando entre amigos
hacía todo cuanto de mi parte esta­
ba por echarla de menos un momen­
to ......... imposible! para pensar en
ella tenía que hacer un esfuerzo,
pues su imagen nunca vino espon­
táneamente. Ful duro con ella, la
maltraté, la hice salir de mi casa es­
perando sentir remordimientos, an­
sias de verla, algo, en fin, que ha­
blara do ella dentro de mí........Du­
rante los ocho días que estuvo fuera
sólo rae hizo falta para cosas mate
ríales, como un criado acostumbrado
á mi servicio, y cuando volvió, con
las lágrimas en los ojos, jurando que
no podia vivir sin mi, apenas si pu­
de experimentar un poco de lásti-
7
146 ASFODELOS

raa y al mismo tiempo envidia, si,


mucha envidia, de poder amar así.
Llegué al grado de pretender re­
currir A lo cómico, diciéndole que
rae engañara ó suplicando á un ami­
go la sedujera para remover algo en
mí. El temor del ridículo únicamen­
te pudo detenerme.
Había al mismo tiempo en mí la
extraña convicción de que no aman­
do á esa mujer no podría amar á
ninguna otra. Conocía ya, y harto
bien partí mi desgracia, las crueles,
las que juegan con los sentimientos,
las que procuraban exasperarme y
en mi presencia casi me engaña­
ban. Como nada tampoco me ha­
bían hecho sentir, qué debía yo pen­
sar?
Lentamente la idea de que no te­
nia corazón, de que estaba marchito
y muerto, se fué formando en mí.
ASFODELOS 147

Volví la vista hacia el pasado bus­


cando alguna afección, sin poder en­
contrarla.
Conoces muy bien lo que mi in­
fancia fué. De mi padre ningún re­
cuerdo tengo, de mi madre el de un
sér reconcentrado en si mismo, de
rostro severo que intimidaba sin que
de su boca saliera nunca una cari­
cia ni una palabra amable. No dudo
que me amara, no, pero me amaba
á su manera, es decir, completamen­
te opuesta á la mía; en mí todo era
efusivo, era yo un pequeñuelo de ex­
plosiones, lo mismo alegre hasta el
delirio que desolado hasta la deses­
peranza. De niño me intimidó mi
madre; una vez hombre, me acos­
tumbré á verla como un sér aparte
quien nada podía confiar ni nada
Pedir. Ful por mi camino, y muerta,
hice esfuerzos por llorarla pensando
148 ASFODELOS

que tal vez había sufrido, que en el


fondo de su alma se ocultaba algu­
na pena secreta de esas que para
siempre borran la sonrisa de los la­
bios. No tuve amigos, no me enamo­
ré de nadie y seguí viviendo sin
querer y sin ser querido.
La entrada de esa mujer en mi
vida, sus caricias A las que me es
imposible contestar franca y since­
ramente, me han convencido de que
en mi la fuente del sentimiento está
agotada. Si á mi alrededor hubiera
visto cariño, si las ternezas hubie­
ran hablado en mí, tal vez se­
ría otro. Evidentemente tenía, co­
mo en el total de los hombres, la
Abraque se extiende y palpita atraí­
da por otras fibras de simpatía: no
la alimentaron, no ayudaron á su
desarrollo y heme aquí incapaz de
llorar ante la desgracia de mis se
ASFODELOS 149

mejantesy antelas mías, incapaz de


dar nunca un beso sonoro que salga
del alma, obligado á mentir á todo
momento, haciendo infeliz á quien
tenga la desgracia de amarme.
Mi situación es claramente esta:
no puedo amar, inválido, indigente
de corazón, los goces de los senti­
mientos no se hicieron para mi.
En tal estado, condenado á des­
conocer por siempre los afectos, pue­
do esperar algo de la vida? Eviden­
temente no, la prueba es que quiero,
quiero con todas mis fuerzas amar
al sér que siento amaría si amar pu­
diera; pero no puedo! no puedo!
Después de meditar mucho he re­
suelto darme muerte. Lo mejor, lo
dnico posible que hay tal vez en la
v¡da no es el amor? Yo soy incapaz
de sentirlo; lo único bueno, lo único
dulce de la existencia me está irre­
150 ASFODELOS

misiblemente vedado, para qué la


quiero, pues?
Me amara tan siquiera á mí mis­
mo, sintiera por mi, por mi persona
y por mis caprichos lo que no pue­
do sentir por los demás! pero no, ni
aun la fortuna de ser egoísta rae
tocó.
He ido á su lecho, la he besado
con la esperanza de que, decidido á
morir, sintiera algo al dejarla para
siempre..........Nada he sentido; ella
abrió los ojos, me miró con su habi­
tual ternura, me atrajo A su pe­
cho ......... yo me levanté sintiéndo­
me perdido, preguntándome qué si­
no fatal, qué castigo pesa sobro mi
que me cierra para siempre el pa­
raíso de las ternuras; y con la pis­
tola cargada á mi lado y recordan­
do á los que he ridiculizado, te es­
cribo esto.
ASFODELOS Í51

Mañana reirán de mí como yo he


reído de otros, y sin embargo, quién
podrá nunca conocer el gusano, la
lepra que corroe las almas de los
suicidas?»
Para Federico Gamboa.

Un Aprensivo
«Oh! no! evidentemente A mi no
fne atrapará, es imposible. Yo co­
nozco sus costumbres, sus engaños
y sus acechos.
La siento cuando se aproxima,
cuando toca algún objeto, cuando
vaga á mi alrededor acosándome
con más proximidad cada vez. Tra­
bajo me costó; pero hoy he llegado
il ser más listo que ella. No, no me
dejaré sorprender por la muerte!»
Con los ojos brillantes y dilatados,
con el aliento oprimido y voz pro­
funda y convencida, así habló el lo­
co ante el cual me habían conduci­
do. Después de una breve pausa,
continuó:
I5G ASFODELOS

«Pues bien, la muerte, la muerte


soberana, inmensamente poderosa,
una y múltiple, presente, haciendo
sentir su imperio en todas partes y
en todos los momentos—la muerte,
sombra de Dios, extendiéndose co­
mo inmensa bandera, dominando so­
bre el mundo, sobre los seres y las
cosas, rodeando todo, acechando to­
do, y cerrándolo en un círculo ca­
da vez más estrecho. La muerte,
la sola que verdaderamente existe,
nunca, nunca arrebataría á los hom­
bres, si ellos se tomaran la pena de
estudiarla.
Ella, nunca puede llegar cuando
se le espera, cuando se está preve­
nido, y so le puede huir, ah! la gran
canalla! nadie es maligna y mentí
rosa como ella! pero á mí, á mí, nun­
ca podrá engañarme.»
Una carcajada fría siguió á sus
ASFODELOS 157

palabras; sus ojos, sus ojos espanto­


sos de loco se dilataron más, toman­
do expresión sombría.
En el fondo de mi corazón se le­
vantaba una gran piedad al mismo
tiempo que un miedo, un espanto in­
mensos.
El habla pensado bien, obrado
bien, comprendido, sentido y amado
como nosotros, y un dia el terror de
la muerte había entrado en su alma
para no salir sino con su razón.
Comprendía al mismo tiempo que
era fácil ser arrebatado por la mis­
ma locura, si un día, una noche, lle­
gáramos á entrever la amenazadora.
Yo conocía su historia; había sido
su amigo y asistido á sus horas de
sorda angustia, desde el momento
en qué la preocupación de la muer­
te entró en él.
Desde entonces, la veía, la sentía,
158 ASFODELOS

la encontraba por todos lados; á ve­


ces, desesperado de no poder vivir
sin la constante pesadilla, la llama­
ba, procuraba detenerla á su paso,
y muchas veces lo encontré exten­
dido en un diván, el cuerpo inmó­
vil y los ojos cerrados, esperándola,
queriendo dejarse sorprender.
Nadíi más horrible que sus noches
sin sueño y sin quietud. Si por un
momento el sueño lo calmaba, bien
pronto se despertaba aterrado, su­
dando frío, con el corazón latiendo
vivamente, creyendo que su último
momento llegaba y abriendo los ojos
tan grandes como podía, para ver
una vez más los objetos, tocándose
el corazón que creía iba á detener­
se para siempre, y teniendo en el
alma el espanto angustioso de la
muerte.
Al cabo de algún tiempo, en su
ASFODELOS 159

pensamiento, sólo había una idea:


la muerte, la muerte dominadora
ó invencible! Yo lo había visto llo­
rar de impotencia creyéndose con­
denado irremediablemente y sin po­
der hacer nada, obtener nada, ni ú
nadie dirigirse.
Si caminaba en las calles, estu­
diaba, devoraba con la vista á todos
los pasantes, y á veces una rabia,
una agitación nerviosa lo sacudía
envidioso.
Ellos vivirían, ellos continuarían
gozando de las caídas de sol, de
los radiosos mediodías, de las bri­
llantes noches de luna, de todo cuan­
to amaba; ellos amarían, vibrarían
A mil goces, mientras él, su igual,
fuerte y sano corno ellos, dormiría
perdidó, olvidado en la mansión de
las eternas tinieblas.
Para él, no había ningún reposo,
160 ASFODELOS

La imagen espantosa se le apare­


cía por todos lados: una mujer her­
mosa, unas mejillas frescas, todo
cuanto hablaba de vida, le hacía só­
lo ver esqueletos—y tal vez su úni­
co consuelo era imaginarse muertos
á todos cuantos veía.
«Pensar—me decía á veces—quo
es imposible, completamente impo­
sible escaparle. Pensar que con vi­
da, con deseos, con el cuerpo que
late y marcha, mañana, dentro de
un raes, dentro de dos tal vez, seré
nada—y cerraba los ojos para pro­
bar el suplicio de nada ver—qué se­
ré, qué? inmóvil, muerto, insensible
como esta mesa.»
Otras veces se acostaba en su ca­
ma queriendo figurarse la muerte;
pero si en su circulación había el
más mínimo desarreglo, si creía sen
tir alguna manifestación física, sal­
ASFODELOS 161

taba, iba al espejo, veia su rostro


como queriendo convencerse de que
aún vivía, y esperando caer A cada
momento.
Lo único que lo calmaba era ca­
minar, caminar y de prisa, pensan­
do en ella, en su pesadilla y creyen­
do escaparle.
La vista de un cortejo fúnebre ó
de un cementerio le ponía fuera de
si, sentía tentaciones de correr, de
esconderse como un cobarde A la
vista de un enemigo superior.
Sus días corrían así, en constante
desolación y en eterno terror; cada
mañana sorprendiéndose de verse
vivo; cada noche acostAndose con el
temor de no levantarse más.
Al fin, cuando sombrío y de pési­
mo huínor, casi desesperado, se sen­
tía verdaderamente morir, la locura
vino A ser su Redentora; arrebatan­
162 ASFODELOS

do su razón, arrebataba ese espan­


to, porque desde ese dia cree poder
evitarla, cree huirla, dominarla con
su astucia, y es feliz.
Al alejarme de mi viejo amigo,
trataba de ver hasta lo más hondo
de mi pensamiento, queriendo ver si
habla en mí un germen de su terror
y su locura. Sería tan fácil!
Y al pasar por los largos corredo
res, al ver otros muchos que en nues­
tro limitado alcance juzgamos des­
graciados, y al recordar el antiguo
suplicio de mi amigo y su actual
tranquilidad, me decía:
« Tal vez la felicidad que tanto bus­
camos, sólo existe aquí, en la triste
casa, en los pobres cerebros desequi­
librados, en los seres que viven de
una quimera, de una mentira, de una
locura, en fin.»
Para Balbino Dávalqb.

El Derecho de Vida
Cuando ella me anunció brusca­
mente su estado, mi garganta sintió
como si la oprimieran, mi lengua se
enroscó rehusando articular las pa­
labras que como un torrente afluían
á ella.
En cinta! Un hijo! Estas dos pala­
bras representaban para mí algo
absurdo, extraño, algo solemnemen­
te disparatado que nunca había pa­
sado por mi imaginación desde que
vivía al lado de ella. ¡Un hijo!
Durante todo el día estas tros sí­
labas dieron vuelta en mi cabeza sin
Que me fuera posible expulsarlas.
Parecían tres insectos, tres moscones
entrados ahí para azotar constante-
1G6 ASFODELOS

mente con su voltigeo las paredes


de mi cerebro.
Luego dudé, era evidente que ella
se equivocaba; en mi razón aquello
no podia ser, no podía ser, por qué?
yo mismo no lo sabia, pero no podía
ser. Ella tal vez lo deseaba, lo espe­
raba tal vez, y de ahi la razón de su
engaño.
En la noche la interrogué.
—Sí: ahora sí: estoy segura, lo
siento, verás, será muy mono y se
llamará como tú.
Sus palabras me hacían daño,
me sonaban, rae golpeaban con cho •
que de martillo. ... Estaba segura,
¡lo sentía!....
Su vientre fué deformándose, len­
tamente tomaba redondeces repug­
nantes; sus caderas, lineas de per­
fección, se descomponían, Su andar
fué torpe, su cutis se llenó de peque­
ASFODELOS 167

ños puntos amarillos. Yo, aunque


procuraba disimularlo, sentía asco y
sentía cólera; aquella deformidad
era á mi ver una profanación de la
naturaleza, un atentado contra lo
hermoso de su cuerpo, que me ha­
bía seducido, que amaba únicamen­
te por la armonía de sus formas.
Ella tuvo ternezas anticipadas pa­
ra esa criatura que lentamente to­
maba forma dentro de su seno, despo­
jado para mi de todo encanto desde
que no era estéril; lo acariciaba cre­
yendo acariciar á su hijo y en sus
conversaciones no hablaba sino de
excitando la irritabilidad que se
había apoderado de mí, desde que
ese sér á quien nadie llamaba, lle­
gaba alterando nuestra paz, des
componiéndola, robándome algo del
cariflo del que antes era absoluto,
único dueho.
168 ASFODELOS

Y también sentía piedad, lástima


por el que iba á llegar sin pedirlo,
por el que sin darse cuenta, sin sa­
ber cómo, caía en una existencia
que ignoraba. Durante toda mi vi­
da y debido tal vez á lo azaroso de
ella, me habla propuesto nunca te­
ner un hijo, no reproducir mi legar
todos los infortunios, todos los gér­
menes de desgracia ó de corrupción
que en mí pudiera haber. Durante
mis afios de juventud, las pruebas,
las rudezas, las decepciones habían
sido tan grandes, que más de una
vez reproché á la memoria de mis
padres el haberme arrojado á una
lucha vana para la que indudable­
mente yo no había nacido. En mis
horas más negras, cuando en mi
ánimo habia tempestad y mi estóma­
go clamaba hambre, cómo envidió á
los que no son! Todas las torturas
ASFODELOS 1G9

que vela á mi alrededor, los hijos


abandonados, los leprosos, los crimi­
nales, despertaban en mí infinita tris­
teza. Hubiera querido ir y abrazar­
los como hermano, diciéndoles: «Tú,
pobre abandonado, debes maldecir
el recuerdo del que sin saber lo que
hacia, te mandó aquí para descono­
certe! tú, debes mostrarle tus llagas
punzantes, tus fístulas infestadas, tu
cuerpo corroído por el mal; tú, eres
tal vez un inconsciente, veniste al
mundo sin saber cómo y has mata­
do sin saber por qué; si hasta las
más secretas fibras de tu sér pudiera
verse, quién sabe quién resultara
asesino.» Mi razonamiento podría
aparecer monstruoso; yo, lo creía
muy lógico.
Tuve temporadas, durante mis
afios de negrura, de huir de la mujer,
de odiarla por haber recibido la mi­
sión de concebir.
8
170 ASFODELOS

A mi alrededor veía lechos de


contubernio ó lechos autorizados por
un representante de Dios, donde la
obra—obra de desolación y de lá­
grimas—se llevaba á cabo diaria­
mente, con la mayor sencillez, co­
mo si lanzar desgraciados que atar
al pesado carro de la vida, como
si propagar la miseria y el dolor,
fuera lo más lícito y lo más honesto
del mundo.
Llegué á temer, como á bestias
peligrosas, las miradas que se cla­
van, las bocas que se juntan, los pen­
samientos que palpitan acordes, por­
que del brillo de esas miradas, de la
humedad de esos labios y de la co­
munidad de esos pensamientos y esas
voluntades, brotaría la planta raquí­
tica ó exuberante que el sol debia
tostar, helar el frió, azotar la lluvia,
perseguir la escasez! De dos pala­
ASFODELOS 171

bras de amor cruzadas, de la pasaje­


ra unión organizada en la obscuridad
de la noche, nacería una existencia
llena también de tinieblas, y más de
un beso es el culpable de muchos
crímenes.
Asi, pues, en mi conciencia habla
llegado á formularse clara, precisa,
la convicción de que el lanzamiento
impune á la vida, de algo que nada
siente, ni nada comprende, ni nada
quiere, era simplemente tan infa­
mante y tan cruel como el dar tor­
mento á un inocente.
Nació. Ese esbozo de criatura con­
torsionó sobre un lecho; su pequeña
garganta prorrumpió en gritos; sus
ojos entreabiertos apenas derrama­
ron lágrimas, como si desdo la luz
Que los hería fuese ya un sufrimien­
to. Yo lo vi, fijó en él mi vista con­
trariada, no sintiendo sino desprecio
Por mi mismo.
172 ASFODELOS

Eso era yo, era ella, éramos am­


bos unidos, lo que había surgido
do nuestro cariño y de nuestras ca­
ricias. Yo y ella, ese pequeño ani­
mal que gemía, que se desgarraba
los pulmones por gritar, por protes­
tar tal vez contra nosotros. Lo vi
crecer; lo vi, muerta la madre y
muerto yo, arrastrado, maltratado
por la existencia, á la que llegaba
llorando. Sus puños, crispados como
al nacer, se levantaban hacia el cie­
lo, su corazón sangraba, sus labios
maldecían! Lo vi de otras muchas
maneras; mientras ella, rota, aturdi­
da aún, sollozaba en el lecho man­
chado. A mí los remordimientos me
acosaban...........
El cuarto estaba casi á obscuras;
la madre dormía profundamente; yo,
sentado, meditaba en la sombra.
De mi egoísmo, de aquello en lo
ASFODELOS 173

que yo no buscaba sino placer, la


consecuencia era él; la consecuencia,
sus años buenos ó malos, seguramen­
te opacados por el pesar. Yo era el
responsable de todo cuanto cometie
ra en la vida; yo indirectamente po­
nía en su mano el fusil con el que en
nombro de la patria matarla A sus
hermanos; yo el responsable, si he­
redando mi profundo disgusto por
todo cuanto me rodea, ponía en su
mano la bomba homicida que le atra­
jera la venganza do un pueblo; yo
el culpable si legándole mi sensibi­
lidad envenenaba sus años por los
impulsos del corazón; yo el respon­
sable de sus actos, yo á quien él po
dría decir:
«Con qué derecho, por decreto de
quién has ido A sacarme de la nada
donde yo me perdía; por qué me has
arrancado A la profunda obscuridad
174 ASFODELOS

y la absoluta ignorancia en la que


yo me hallaba? lia sido acaso para
traerme á un lugar de regocijo, de
recompensas y de paz, donde se en­
cuentren hermanos buenos que me
ayuden, donde la caricia no oculte
la garra, donde el pensamiento que
me has dado no sea un verdugo, don­
de viva sin cuidados? No, verdad?
entonces, para qué? El objeto de tu
obra cuál es?»
Y estas palabras, resonando en mí
como un grito de acusación, me tras­
tornaban. En la sombra parecía ges­
ticular un hombre, mi hijo; parecía
verme con ojos de cólera, con ojos
en los que yo lela todos los pesares,
todas las inquietudes, todo lo peca­
minoso que yo llevo en mi.
Entonces fui á la cama donde mi
cómplice dormía; á través de los cris­
tales do la ventana miraba brillar
ASFODELOS 175

las miradas frías de las estrellas; con­


templó fijamente al hijo, pensando
en las noches errantes que tal vez
le esperaban, cuando sus ojos se vol­
viesen inútilmente hacia la indife­
rente obscuridad de ese mismo cielo,
y en mi mente quedó inquebrantable
la idea de cuanto antes y á la prime­
ra ocasión, libertarlo quitándole la
vida.
Para el Barón Salvador db Maillbfbrt.

Rayo de Luna.
Estoy en un hospital de aliena­
dos. Todo mi síntoma, toda mi locu­
ra es declarar lo que he visto ó in­
sistir.
Ninguno como yo comprende lo
extravagante y lo inverosímil de mi
narración; yo mismo he dudado y
me he creído juguete de una aluci­
nación; pero siempre, después de
muchas dudas, he llegado A la mis­
ma conclusión: mi narración es cier­
ta, terriblemente cierta, y de ella me
ha quedado una impresión de espan­
to presta á despertarse á cada mo­
mento. La noche silenciosa y me­
lancólica; la noche en la que antes
gustaba vivir sintiéndome solo y des­
180 ASFODELOS

pierto cuando los demás dormían; la


noche consejera llena de murmullos
silenciosos y de encantos apacibles;
la noche antes querida, me es hoy
odiosa. Todo ruido, todo movimien­
to, las carreras de un ratón, el ale­
teo de una mosca, una puerta cru­
jiendo, un soplo de viento, los gritos
dolorosos ó desesperados de los lo­
cos, todo me causa sobresalto y me
inspira angustia porque creo que ella
vuelve.
Cuánto tiempo ha pasado? No lo
sé, ni quién lo sabrá jamás? Nada sé,
nada puedo explicar sino que aque­
llo ha sucedido y me ha dejado una
impresión inolvidable qqe probable­
mente me conducirá á la locura.
Era en la noche, en Diciembre. Yo
había trabajado muchas horas y al
fin la fatiga me rendía. Todo estaba
en silencio: un silencio de tumba; to­
ASFODELOS 181

do estaba obscuro: una obscuridad


de muerte, y sólo la luz amarillenta
de mi pequeña lámpara hacía bri­
llar el papel. A un lado, el reloj la­
tía contando la marcha del tiempo
y llenándome de alegría. Dentro de
WÍ todo estaba también en calma;
sólo mi corazón, los latidos de mi co­
razón respondían como un eco al
ttc-íac de la pequeña máquina.
Dejó mi mesa para entrar al le­
cho, y como apagara la luz, todo
Quedó negro y cerré los ojos espe­
rando dormir. Una hora, dos horas
Pasaron asi en el silencio y la obs­
curidad; un calor sofocante me de­
voraba, y abriendo los ojos, busqué
^a luz.... todo estaba negro, todo
obscuro.
Inmóvil, comencé á pensar. La
obscuridad, la noche, el silencio, to­
do me conmovía y me inquietaba
182 ASFODELOS

sin saber por qué. Un terror estúpi­


do de lo misterioso se apoderó de mí:
el silencio, la noche, la obscuridad,
es que acaso no eran la muerte? Vi­
vía yo?
Existían el movimiento, la luz, los
hombres? No vivia tan sólo en un
sueño? Yo mismo reí de mis necias
preguntas y escuché.. . . Nada, un
silencio completo. Fijé aún más mi
atención esperando sorprender un
murmullo lejano, el aleteo de una
mosca, el tic-tac de mi reloj.... el
mismo silencio, nada llegaba á mí y
pensé en la muerte universal, en la
ruina del mundo. Me creí solo, ho­
rriblemente solo, y entonces quise es­
cuchar los latidos de mi corazón • • ■
tampoco, todo estaba en silencio, to­
do dormía, mi soledad era completa-
Mi angustia iba creciendo, cuan-
do la luna salió, y una luz clara, tran­
ASFODELOS 183

quila, diáfana, llenó mi cuarto; los


rayos más brillantes, caían sobro un
gran edredón rojo que en mi sueño
había dejado caer y que extendido
parecía recibir el sueño de la lumi­
nosa, vieja de muchos siglos.
Por la ventana veía brillar miles
de astros que dejaban caer sobro la
tierra su ceniza de oro, y la nieve bri­
llaba como inmenso manto de plata;
en los árboles, sobre sus ramas eri­
zadas y secas, reposaba algo como
inmensas boas transparentes. Yo me
sentía alegre, contemplé largo rato
el rostro de la luna, recorrí las es­
trellas, y nuevamente enamorado de
la noche, volví á la tranquilidad.
A la tranquilidad no, porque ignoro
la influencia que sobre mí operan las
bellas noches; el caso es que por com­
pleto me cambian; siento mi cuer­
po más ligero, mi inteligencia más
184 ASFODELOS

alerta, mis sentidos y mis deseos


más despiertos, y al mismo tiempo
curiosidades pueriles.
Qué seres morarán en esos as­
tros, para nosotros fuegos de hermo­
sura hechos para alumbrar las no­
ches de amor? Tendrán poetas, can­
tarán historias, serán felices? Cuán­
tas cosas pensaba, mirando sus luces
que me atraían, y cuántos deseos sen­
tía de salir, aspirar el aire perfuma­
do, hundir mis pies en la nieve, y asi,
caminar muchas horas como lo ha­
bía hecho otras veces, con la mira­
da fija en las estrellas, el ánimo tran­
quilo, la mente despierta, sintiendo
deseos de amar, de amar bajo la ra­
diosa claridad de la luna.
Entonces, ah! lo que entonces pa­
só, cómo describirlo, cómo expresar
lo que yo sentí, el espanto que me
causó escuchar un suspiro muy len­
ASFODELO» 185

to, muy prolongado, muy largo. Si


no hubiese estado en mi lecho, segu-
ramente me hubiera desplomado, de
tal manera me sacudía y temblaba;
pero mayor fué mi espanto y más
grande mi angustia cuando al vol­
ver el rostro—no sé cómo tuve va­
lor—vi, ahí, extendida sobre el edre­
dón rojo, una forma blanca, una for­
ma de mujer á quien los rayos de la
luna bailaban.
Después de mi primer espanto creí
engañarme y volví los ojos al suelo
mirando con atención... no, no rae en­
gañaba! Una mujer vestida de blan­
co, con los cabellos sueltos, parecía
dormir; veía perfectamente el latir
Pausado de su pecho, y á mi, á mis
oídos llegaba su respiración suave
y tranquila.
Yo quedé sin movimiento, sentado
en la cama—no sé cómo me habla
186 ASFODELOS

incorporado—apoyado sobre un bra­


zo y mirando, mirando inmóvil de
terror; mirando sin pensar en nada,
casi sin darme cuenta, tal era mi
abrumamiento de lo que pasaba;
viendo una figura blanca, una figu­
ra de mujer destacándose sobre el
rojo del edredón que se hundía bajo
el peso del cuerpo.
Un suspiro prolongado, muy largo
y muy penoso, más largo, ah! si! que
el primero; un suspiro que hizo pa­
sar por mi, por todo mi cuerpo, por
mis huesos, por mi sangre, por mi
piel, algo que no puedo definir; algo,
oh Dios! que aún no sé cómo no me
mató.
La mujer había abierto los ojos y
me miraba fijamente, aunque con in­
diferencia; parecía ver y no mirar;
en su expresión había tristeza, una
gran tristeza, y su palidez era gran­
ASFODELOS 187

de, tan grande como debía ser la


mía. Sus ojos se clavaban en los
míos, nuestras miradas se encontra­
ban; las de ella tranquilas, las mías...
yo no sé, ni podré nunca saber cómo
eran las mías! Ah! quién podrá ex­
presar la horrible opresión que yo
en ese momento sentía? Quién po­
drá comprender el terror producido
por las miradas fijas de un sér—era
sér?—qué era, qué era, ¡ohDios!....
Pretendía hablar, dirigirla la pala­
bra, interrogarla tal vez, y de mi gar­
ganta sólo salían sonidos casi imper­
ceptibles.
Volvió á suspirar con más pena
que antes; su suspiro era más, cada
vez más prolongado—ese suspiro du­
ró una eternidad para mí.
Cuánto tiempo estuvimos así, ella
con los ojos fijos en mí con indeci
ble expresión, y yo viéndola inmó­
188 ASFODELOS

vil, sin poder hablar? Para mi fue­


ron muchos años de sufrimiento; mi
corazón latía violentamente y des­
pués parecía muerto; sentía un frío
horrible y por mi frente corría el
sudor.
Luego la luz que la bailaba des
apareció, quedó todo en tinieblas y
ella ahi; yo no la veia, pero la sen­
tía, la adivinaba tendida á mis pies,
mirándome con sus grandes ojos exa­
geradamente abiertos.
Se levantó; yo la sentí, yo vi su
manto blanco ir á la ventana; luego
nada, silencio, obscuridad y terror,
un gran terror en mi alma.
Sin saber por qué impulso lleva­
do, saltó del lecho, gritó con todas
mis fuerzas, con mis fuerzas antes
muertas, y las gentes de la casa acu­
dieron en tropel, mirándome asom­
bradas.
ASFODELOS 189

Hice recorrer toda la casa, escu­


driñó mi ventana colocada á gran
altura; todo, todo estaba cerrado,
nadie podia haber pasado por ahi,
madie, nadie, nadie!
Esperó el día lleno de impaciencia
y de terror, sin querer volver A mi
cuarto; lo esperó paseándome de un
lado á otro y conteniendo con las
manos mi corazón para que no sal­
tara, porque hería, golpeaba como si
quisiera salirse. Oh! la noche atroz,
la larga noche, inmensa, eterna!
Al fin el día llegó, yo lo esperaba
como se espera la salvación; con él
me llegó la tranquilidad; pensé en
un sueño, en una alucinación y vol­
ví á mi cuarto.
Lo primero que A mis ojos saltó
fué el edredón rojo extendido. ... el
edredón rojo que conservaba las se­
ñales del cuerpo reclinado sobre él
190 ASFODELOS

y que los rayos de la luna habían


bañado.
No pude más; lanzando un grito,
perdí el conocimiento.
Después me han traído á esta casa,
á esta casa de locos, y yo no lo estoy;
he visto con mis ojos, los suyos gran­
des, fijos en mí; he escuchado sus sus­
piros prolongados y penosos. No
estoy loco, no......... y pensar que
esa mujer puede volver aquí á esta
casa!
No estoy loco, no. ... La noche
me es odiosa; cuando la veo llegar
tiemblo......... y ella puede volver
aqui, tal vez cuando la luna vuelva.
Para Alonso Fernández.

Lo QUE DIJO EL MENDIGO


Hacía tres años que no lo veía, y
esa noche cuando me tendió una
mano flaca que yo había conocido
musculosa y fuerte, mi asombro fuó
muy. grande. En realidad era otro,
todo había cambiado en él, sus ma­
neras, su fisonomía y hasta su voz.
Su barba, antes cuidada con esme­
ro, crecía en desorden, canosa, sin
elegancia alguna. Sus ojos mostra­
ban inquietud, largas veladas y un
no se qué de profundamente desola­
do que me intrigaba particularmen­
te. En vano atormentaba mi memo­
ria queriendo recordar algún acci­
dente, un hecho desgraciado, ocurri­
do en su vida y que de tal manera
fi
194 ASFODELOS

lo trastornara. Hasta raí ningún rui­


do había llegado, sabía perfecta­
mente que no era casado, que no
tenía familia ni se le había conoci­
do pasión alguna. Qué podía ser?
Poco rato después, cuando se hubo
alejado, dije á mi vecino:
—Qué cambiado está Franco, lo
conocí tan distinto!
—Sí—replicó—y ese cambio ha
sido notado por todos, creo que está
algo trastornado. De un golpe dejó
de ser lo que era, nadie lo vió más
en diversiones, se abandonó, dejó de
ver á sus amigos más íntimos y ahí
lo tiene vd. callado siempre, como
en las nubes, triste, saliendo solo de
cuando en cuando.
—Le ha ocurrido alguna desgra­
cia, alguna muerte, algo, en fin, que
pueda explicar....
—Que se sepa al menos, no. Su
ASFODELOS 195

cambio fué brusco, de la noche A la


mañana, sin que nadie haya podido
darse cuenta del por qué; algún se­
creto tal vez.
La conversación fué interrumpida
por la llegada de algunos caballeros;
la reunión tomó interés, las conver­
saciones se hicieron generales, y yo,
con la curiosidad despierta ya, no
dejaba de pensar en mi amigo, ha­
ciendo suposiciones, forjando fanta­
sías sobre la causa de su singular
actitud. No le apartaba la vista y
lo vela allá en el fondo hablando, ó
más bien contestando simplemente
á una dama bastante hermosa y no
del todo huraña, según decían.
En otros tiempos, cuando yo lo
había conocido, se distinguía por su
caballerosidad, exagerada á veces,
con las damas. Galante hasta el ex­
ceso, debía varias envidiables con­
19C ASFODELOS

quistas á su tacto; era uu mimado,


un consentido de las pródigas, y
siempre y en todas circunstancias el
primero dispuesto á las mayores lo­
curas por una mirada ó una sonrisa;
ahora sus maneras eran muy distin­
tas, cansado, como distraído, contes
taba sin fijarse, ajeno á la conversa­
ción; momentos después quedó solo,
su mirada siguió brillando vagamen­
te, y yo, sin poder contenerme, me
acerqué á él.
Hablamos de cosas insignificantes,
de las personas ahí reunidas, y de
improviso, cuando menos lo espera­
ba, me interrogó.
—Usted publicó hace poco unos
estudios tratando de lo sobrenatu­
ral, no es cierto?
—Sí, contesté mirándole fijamen­
te—me atrae todo cuanto está fuera
de nuestro alcance y de nuestra
ASFODELOS 197

percepción; las fuerzas desconocidas


que nos rodean, que nos guían y nos
impulsan tal vez, sin que lo sos­
pechemos; desgraciadamente nada
preciso, nada concluyente tenemos
á mano y quién sabe si en realidad
no haya nada, y cuanto suponemos
á propósito de eso, sean fábulas com­
puestas por nosotros mismos para
asustarnos. No seria difícil que muer­
to el hombre nada sobreviviera de él.
Mi interlocutor no contestó, pero
su cabeza hizo un gesto negativo, y
después de larga pausa en la quo
ambos guardamos silencio, como va­
cilando y sin decidirse, murmuró:
—«Yo sé algo.......... algo que.. . .
podría ayudar á vd. en sus investi­
gaciones, algo—y como si repenti­
namente sintiera valor, continuó con
energía—algo, en fin, que no sé có­
mo calificar, que me ha ocurrido
198 ASFODELOS

á mi, algo que no puedo dudar, que


fue, fué irremisiblemente y que me
atormenta. Ponga vd. atención y no
crea que deliro.
«Era un martes de carnaval que
yo había pasado alegremente en
compañía de varios amigos jóvenes
y prontos á entusiasmarse todos. Ya
avanzada la noche, cuando el baile
comenzaba á tener más animación,
me sentí molesto, preocupado sin
motivo, y de tal manera mi malestar
aumentó, que atribuyéndolo á la at­
mósfera calurosa de aquel lugar, de­
cidí salir al aire. Tomó el abrigo,
me cubrí con el sombrero y salí á la
calle.
Después de algunos pasos me dis­
ponía á volver, pero no sé qué fuer­
za instintiva me detuvo; senti repug
nancia por ese lugar, por los grupos
de lascivos danzantes, por las mesas
ASFODELOS 199

donde un dominó se ahogaba en


champagne balbuceando indecen­
cias que hacían reír á quienes la ex­
citaban, y con vaga tristeza, con
presentimiento de no sé qué, encen­
dí un puro, dirigiéndome á mi casa.
Caminaba despacio, bebiendo el
aire do la noche, mirando lo largo
do las calles vacías, pensando en el
sueño que se me resistía desdo dias
antes. Pocas cosas me eran en ese
tiempo tan pesadas como entrará mi
habitación; el verme completamente
solo, el sentirme apartado de todo
sér humano me infundían á veces
temores de los que sonreía después.
Me era odiosa, si, porque nada habla
que la animara ni nada que me
atrajera. Esa noche, para hacer
tiempo, recorrí calles al azar sintién
dome triste en medio de mi soledad.
Veía las nubes, el cielo lleno do es­
200 ASFODELOS

trellas y pensaba en nuestra mise­


ria, en lo poco que somos, y así, filo
sofando con la gravedad del que
sale de un lugar de placer donde se
fastidia, di, sin saber cómo, en pen­
sar en la muerte.
Cansado al fin, volví sobre mis
pasos con la intención de recogerme,
y al llegar á la esquina de mi calle,
tropecé con un mendigo á quien
acostumbraba socorrer y que hacía
bastante tiempo no veía. Su presen­
cia á esa hora y en ese momento no
dejó de contrariarme algo; pero bue­
no por principios con los desgracia­
dos, acogedor con ellos porque nada
imposibilita que algún día nos vea­
mos en su caso, bueno con esa bon­
dad egoísta si se quiere que no es
sino una esperanza de ser tratado
de la misma manera en igual caso,
le dirigí la palabra.
ASFODELOS 201

—Estabas enfermo, viejo? cuánto


tiempo que no te veía.
Sólo hizo un movimiento do cabe­
za que nada significaba, y cuando
llevaba la mano al bolsillo para dar­
le algo, tomó mi brazo paralizando
todo movimiento. La mano, su mano
que yo sentía fría á través do las ro­
pas, tenía rigideces metálicas; asom­
brado y aun algo alarmado me vol­
ví, pero su rostro me escapaba en la
obscuridad de la noche. Con singu­
lar estremecimiento oí:
—Ah, señor! gracias,....... vengo
de tan lejos!
Con mi asombro en aumento, ame­
drentado por el excepcional tono de
su voz, contesté:
—Y qué? no necesitas nada, buen
viejo? de dónde vienes?
—Ah, séfior! vengo do tan lejos....
es allá, en las afueras do la ciudad,
vengo del cementerio.
202 ASFODELOS

—Del cementerio á estas horas?


Estás loco!
—Loco? yo también creí, pero no;
estoy en mi juicio ó estaba. ... no
sé si estoy ó si estaba.
Para mí era evidente que no lo
estaba, y como en eso hubiéramos
llegado á mi puerta, me despedí ten­
diéndole una moneda.
—No, me dijo, no entre vd. toda­
vía. Voy á decirle algo. . . . quiere
vd. saber?
—Qué cosa? es tarde y tengo suc­
ho, mejor será otro día.
Quise entrar; pero algo, algo me
detenía, algo más fuerte, más pode­
roso que mi voluntad. Era acaso la
voz extrañamente singular del viejo
mendigo? era su acento de misterio?
No sé, el caso es que yo quedó ahí,
sin movimiento, apoyado contra las
maderas de la puerta.
ASFODELOS 203

—«Sí, vengo del cementerio, pero


no de arriba, vengo de abajo, do la
tierra donde me habían sepultado.
No so ría vd., no, yo me he muerto,
me he muerto al día siguiente que
vd. me dió limosna por última vez;
tuve un ataque, sentí que algo se
paralizaba dentro de mí, no pude
moverme y me enterraron, me ente­
rraron, sí. Ah! buen señor! dicen que
son negros y que son fríos los agu­
jeros donde extienden á los muertos.
Yo no sé, yo no sentía nada y lo
único que hacía era razonar, razo­
nar eternamente. Hambre? calor?
nada de eso se conoco ahí; el cuer­
po está en un bienestar completo;
pero aquí—y señalaba la cabeza—
nquí todo se mueve y todo se re­
vuelve.
Figúrese vd. un hombre que tu­
viera la más poderosa, la más intensa
204 ASFODELOS

ilo las memorias; así estaba yo, me


vela de pequeño, veia todos mis ac­
tos, todos mis movimientos y hasta
mis palabras, si, hasta mis más in­
significantes palabras las oia yo ahí
dentro. Luego, quién sabe cuánto
tiempo después, me vi de muchacho,
y todas las travesuras, todas las
pequeñas perversiones, volvían con
increíble precisión; sólo que mis he­
chos y mis palabras las comentaba,
pensaba lo que en tal circunstancia
debía haber hecho para obrar bien,
me arrepentía de haber hecho cier­
tas cosas en lugar de otras, me des­
esperaba de no haberlas hecho. lias
ta ahí, aquello era casi soportable;
pero vino la edad madura, la de las
grandes perversiones, y todo lo que
eché de monos, todo lo que me tor­
turó el no haber obrado de tal ó cual
manera en tal ó cual circunstancia,
ASFODELOS 205

no es para contado. Me veia ama­


do, rico, poderoso, tranquilo, y veía
perfectamente la causa de las cua­
les era culpable, por lo que tales ven­
turas no había alcanzado. Me veía
mendigando, y si no sentía las ansias
del hamb re y las del frío, si sentía
la amargura de los ultrajes recibi­
dos, y si en la tierra me preguntaba
por qué me veía en ese estado ahí,
en la muerte, lo sabia y sabia que
era yo el solo culpable. Cuandollegó
el momento de mi muerte, volví de
nuevo A mis primeros aílos, y las
ideas y los reproches se repitieron, y
así, una, cien veces siempre lo mis­
mo, reviviendo siempre mi existen­
cia y viéndola siempre tal como de­
bía haber sido. Ah, señor! no hay
tormento comparable! Ah, señor! mil
veces el hambre, mil veces la lluvia
y las noches sin abrigo, que aquel
‘206 ASFODELOS

constante razonar y aquel constan­


te pensar; habiendo hecho esto en
lugar de aquello, hubiera tenido es­
to que es bueno en lugar de aquello
que fué malo.
Yo no podía más! cuando llegaba
al momento de mi muerte y aquello
recomenzaba, no sé lo que era de mí.
La muerte es espantosa, señor;
pensad en un artista, un pintor que
expusiese su cuadro, un autor que
viera alzarse el telón de su pieza,
y ahí bruscamente tuviera la intui­
ción clara de sus defectos y la cla­
rividencia que le hiciera ver perfec­
ta esa misma obra, sin poder, sin po­
der irremisiblemente corregirla. Lo
mismo sucede con nuestras vidas,
allá en la otra región.
La muerte es espantosa, sí! como
son mentirosos y canallas los que nos
hacen creer eñ recompensas y go­
ASFODELOS 207

ces, como son mentirosos también


los que dicen que nada hay. Sí hay,
señor, sí hay, y ni el más santo po­
drí!, quedar en paz, porque quién no
so ha equivocado en este mundo?
qué santo no ha cometido errores y
seguido tal vez una vía en lugar de
la otra? Al ver que era otro el ca­
mino que le estaba trazado, al ver
lo estéril, lo vano de sus afanes y
sus mortificaciones, su suplicio será
tal vez más grande que el de nos
otros.
Yo, ah! yo me he escapado, yo la
he vencido á la muerte! al fin no pu
diendo resistir más aquello, hice un
esfuerzo, un esfuerzo, sí, con mi vo­
luntad toda; un esfuerzo que duró
mucho, mucho, y al fin me díó vi­
gor y dió' movimiento á mi cuerpo
y fuerzas gigantescas para levantar
la tierra y salir escapado de aquel
208 ASFODELOS

infierno. El infierno, señor, después


de muertos, no es sino nuestro pro­
pio pensamiento, nuestra anterior
vida que vemos al tiempo que un
plano se nos presenta, en el que pin­
tado y descrito se halla todo lo que
hemos desdeñado, todo lo que A nues­
tro lado ha pasado sin que hayamos
podido sospecharlo, todo lo que hu­
biéramos podido ser, lo que más ar­
dientemente deseamos y las ínfimas
causas por las que no lo obtuvimos.
Ah, señor! se siente la rabia de re­
comenzar la vida, no hay tentadora
peor que la muerte; nuestro castigo
y nuestra pena es sentir la constan­
te tentación!
Yo, ah! yo me he escapado; he es­
capado al infierno de mi pensamien­
to, me ho reído del verdugo, porque
con mi voluntad, con el supremo es­
fuerzo de mi voluntad, he escapado de
ASFODELOS 209

aquella inmovilidad y ahora soy yo


quien ordeno al pensamiento, yo
quien vengo para decir á los hom­
bres:
«El bien y el mal, allá en la leja­
na región do la muerte, ahí donde
sólo vive el pensamiento, no existen.
No hay tampoco premios ni castigos,
no hay sino tentación y razonar so­
bre lo que debíamos haber hecho.
Los que en el mundo fueron pobres,
verán ahí las maneras de haber al­
canzado la riqueza; los que sufrie­
ron verán cómo hubieran debido go­
zar; los que se mortificaron, cómo hu­
bieran debido reír; los que lloraron,
por qué no tuvieron las delicias. Los
sedientos verán que en su mano te­
nían el agua; los enamorados des­
graciados oirán el secreto de ser
irresistibles, y nadie, nadie tendrá
paz si no ha sabido ser feliz sobre la
210 ASFODELOS

tierra. Los dichosos de este mundo,


serán los del otro. Nadie más!
El mendigo calló; yo, aturdido, no
sabia qué pensar; lo miraba con ojos
de duda; no sabía qué pensar, de tal
manera era inesperada la inquietan­
te narración del viejo.
En esto abrió su largo sobretodo,
y como en ese momento la luna es­
capara de entre unas nubes, la luz
dió de lleno sobre él, y pude ver,
vi. ... vi su rostro comido, sin car­
ne en partes, sus ojos escurriendo
amarillento líquido.... vi su pecho
desgarrado, podredumbre todo, los
huesos sucios, y ahí, dentro de ellos,
todo aquello revolviéndose descom­
puesto, comido, inmundo; vi... .
Nada más, porque ahí mismo me
desmayé. Desde entonces no he vuel­
to á ver al mendigo. Qué piensa vd.
de esto?
INDICE
Paos.

La alegría de lamuerte....................... 5
Una obsesión........................................ 23
Ultimas horas........................................ 45
Lo inevitable.................. *................... 55
Asesino?................................................. 79
Blanco y rojo........................................ 91
Causa ganada...................................... 113
Por qué?................................................ 133
Un aprensivo........................................ 153
El derecho de vida............................... 1G3
Bayo de Luna...................................... 177
Lo que dijo el mendigo......... ............ 191
Esta obra se imprimió en la Tipografía
<ie Eduardo Dublán y se concluyó el 26 de
Agosto de 1897.

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