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Crítica y Elogio a la Razón Capucha

1. La marcha como flujo laminar

La multitud marchante aparece en las alamedas. Y si bien es cierto la multitud se esparce


por el espacio de manera desestructurada, ella misma se haya dentro de una estructura:
los límites de las avenidas. En el interior de los límites se mueven irracionalmente los
cuerpos: bailan, saltan, corren, caminan. Hay, de cierta manera, un principio entrópico en
todo esto, en la performance misma de la marcha. Decimos que es laminar el flujo,
primero que todo, porque ella -la marcha- escurre por las avenidas y, en segundo lugar,
porque es capaz de conservar un orden.
La marcha como flujo laminar es una marcha esperada y cabría dentro de un ethos
legaliforme. Ocurre con permiso y se desenvuelve en el interior de una posibilidad
performática: la de avanzar, silenciosa y obediente. Para ello están dispuestos todo tipo
de estructuras: vallas papales, policías de resguardo, cortes de tránsito, cobertura
televisiva, entre otros. No hay, en esta fase de la marcha, un alguien que resalte por sobre
otros, a excepción de los que visten atuendos extravagantes, como manera de sobrellevar
este flujo con algo de humor. Las ideologías diferentes alcanzan diferentes formas
expresivas visuales, a través de banderas, pañuelos y uniformes. Las convocatorias de las
almas marchantes no siempre confluyen en un mismo petitorio: la marcha es la instancia
en que el pueblo nos recuerda todo lo que falta. El orden de esta ceremonia recuerda la
entrega de la ofrenda en una misa cristiana: falta el cuerpo y la sangre. Se despeja un
espacio en el medio de la iglesia y, con humildad, dos o tres personas cargan aquellos
elementos, atravesando el espacio dispuesto, hasta dejarlo en el altar. Mi ofrenda es el
petitorio y con humildad silenciosa y ordenada, voy avanzando junto a los míos, por las
alamedas hasta hacer su entrega simbólica (simbólica, porque nadie la recibe, porque,
finalmente, siempre nos quedaremos con lo ofrendado en nuestro poder). Hay que
mencionar, además, lo siguiente: que la ofrenda no está compuesta de objetos reales,
objetos de aprecio. No es el corazón de un caído, una especie de mártir de la marcha, no.
Es el cúmulo de años amontonando demandas que solo alcanzan su existencia en un
modelo económico neo liberal. ¿Quién querría recibir, en el altar de la democracia,
demandas colectivas? Pero tal como ocurre en una ofrenda ceremonial cristiana, lo
ofrendado es un regalo y, al mismo tiempo, un acto de confianza. La marcha se congrega,
avanza enojada, repleta de rencores y de cicatrices por la violencia simbólica de años y,
aún así, las demandas son dejadas (simbólicamente) en el altar de la democracia, como si
algo de confianza quedara.
La hipótesis de la marcha como flujo laminar implica, por otro lado, aunque ello no sea
realizable de facto, un principio y un fin: una causa de desenvolvimiento teleológico, una
organización previa que une en torno a. Supone la existencia de demandas compartidas a
priori y por lo mismo, la suposición de un estado previo a la marcha, algo así como un
orden social alterado de manera excepcional. La marcha laminar tiene como ethos la
restitución de un horizonte político capaz de dar cabida a las demandas sociales. No es, en
sí misma, una instancia constituyente. Ese es el mensaje receptado: el de una demanda
social que busca corregir, mas no instituir. Los mensajes reformistas que vienen a
disminuir el clamor de la marcha laminar, no obstante, a veces deviene en un flujo
turbulento.
La paradoja de la marcha laminar, en definitiva, es esta: el marchante se alza vociferando
una refundación de las estructuras políticas, pero lo oído, por el contrario, es el clamor de
un reordenamiento dentro de lo establecido. Es una demanda burocrática, en fin de
cuentas, porque su solución viene dada por la administración.
A esto le debemos llamar “la burocratización de la fuerza constituyente”

a. Comunidades en la diferencia

Las comunidades, según Roberto Espósito, son consecuencia de la violencia y de la


instauración de dicha violencia para que la comunidad se vea como necesaria. En el
contexto del flujo marchante, la comunidad viene dada como consecuencia de una
violencia que amenaza constantemente y arremete en contra. Pero también la
comunidad, siguiendo a nuestro autor, es aquella que se identifica a sí misma en tanto
carente de propiedades. Son comunidades las que no tienen nada en común y se agrupan
como sujetos carentes de propiedades, compartiendo dicha carencia. Podríamos
argumentar, entonces, diciendo que la violencia constituyente de la comunidad es
violenta en tanto impide generar un sustrato identitario. En un plano mas especulativo
diremos que las comunidades son el residuo de una identidad o lo que ha sobrado de un
proceso identitario. Por ello es que la comunidad es capaz de agrupar al conjunto de
marginalidades o todo aquello abandonado por un ideal de sociedad. Las diferencias son,
entonces, la potencia de una comunidad sin la cual ella no podría existir.
Bajo la hipótesis de la marcha laminar teleológica, las marginalidades hechas comunidad,
puestas en el contexto marchante, adquieren sincronía, orden, estrategia, arengas y
espacios en común, además de simpatía y apoyo mutuo. Manteniendo sus diferencias,
comparten estrategias, lo cual no las diluye en una síntesis marchante, sino en un flujo
que fluctúa entre la distinción de sus partes y la disolución de ellas. Es la circunstancia la
que determinará su estado de flujo: las banderas marcan lugares de pensamiento, aunque
no excluyentes entre sí. De hecho, ningún pensamiento marginal ha podido ponerse como
exclusivo. Los cánticos diluyen estas diferencias de pensamiento y la voz reunida de las
variadas posturas ideológicas denotan que hay una unidad existente, una unidad que, a mi
modo de ver, debe ser estratégica.
En síntesis, la comunidad es una necesidad de la diferencia, una necesidad que funciona
en un plano ontológico, por un lado, puesto que es un no-ser cuyo comportamiento
parece ser. Y, por otro lado, porque su ser consiste en aquel comportamiento estratégico
que hace del flujo marchante, un flujo ordenado y que tiende a un fin. En definitiva, el
flujo marchante debe entenderse desde una ontología performática, vale decir, desde una
ontología que solo puede entenderse en el conjunto de acciones visibles.

b. Logos y distorsión
La marcha como flujo laminar se entiende a sí misma. Esto es, es consciente de sus
contenidos y cree que su lenguaje puede ser comprendido por otros que no pertenecen al
conglomerado marchante.
Rancière pone en tela de juicio dicha hipótesis sosteniendo que los bandos de oposición
jerárquica sucumben ante la imposibilidad de hallar un lenguaje que los vincule. De hecho,
dos entes parlantes (uno situado en el espacio político institucionalizado y el otro, en el
espacio abierto del conglomerado marchante) no pueden entenderse aún cuando la
fonética de sus palabras sea idéntica. Palabras como Libertad, Justicia e incluso Dignidad
son oídas de la misma manera y, sin embargo, sus contenidos han sido distorsionados. La
distorsión del lenguaje, en consecuencia, hace posible la creencia de la incapacidad
política. El “no te entiendo” se transforma en un “tú no sabes” y ello, a su vez, genera un
distanciamiento legítimo entre el pueblo y el soberano. Si pensamos la distorsión como
algo natural (de hecho, no estamos obligados a otorgarle a nuestras palabras el mismo
significado), lo “natural” sería generar acuerdos. No obstante, la hipótesis implícita de la
clase política es la de un “acuerdo” que solo intenta sostener una diferencia entre las
partes que hace imposible que ellas -las partes- se equiparen en el poder. El prejuicio de la
incapacidad deliberativa hace imposible que, desde la institucionalidad, se pueda abrir un
espacio de reconocimiento como tal. La facticidad política consiste en perpetuar estas
diferencias en la medida que genera consensos políticos entre el soberano y los
representantes del pueblo. Dicho lo anterior, ahora es comprensible entender el motivo
por el cual se hace complejo pensar una democracia directa y participativa.
En el contexto del flujo marchante, las voces articuladas de sus participantes adquieren la
forma del ruido -phoné, como menciona Rancière-, que es la categoría impuesta para
comprender la distorsión en el lenguaje. Las voces marchantes pierden, desde este punto
de vista, la forma de un discurso racional, y se vuelven canales de expresión emocional.
Una voz articulada, cuyo mensaje no puede ser entendido a partir de la distorsión, cae a la
categoría de ruido, un ruido cuya potencia consiste nada más que en la de expresar dolor
o placer. “Oír con humildad” consiste en oír solo una parte, la parte ruidosa, la parte en
que solo se expresan los quejidos. No obstante, el ruido emitido es también portador de
contenido puro, y ello no hay que demostrarlo. Lo que denuncia Rancière es que dicho
contenido pertenece a una manera de comprender el mundo que no alcanza vínculo
alguno con el mundo del status quo. Mientras que el contenido del flujo marchante es
negación (no esto, no aquello), el contenido inferido por el soberano es principalmente
positivo (si esto, pero no así) y que tiende a perpetuar las instituciones que el mismo
conglomerado marchante ha puesto en tela de juicio. Todo acto emancipatorio que
pretenda llevar el status quo a otro plano absolutamente diferente, es subsumido por la
lectura reformista de la hegemonía política.
Con lo anteriormente dicho, es claro que el conglomerado marchante busca poner el ruido
como la palabra, acabando con la dicotomía excluyente: en el ruido emitido también hay
contenido.
Para entender, entonces, el contenido del ruido del conglomerado marchante, es
necesaria una resignificación del lenguaje del poder cuya causa sería un cambio
estructural en la manera en que se detenta ese poder. Nótese, por ejemplo, la necesidad
de designar personas para ejercer el poder. Las designaciones son un claro ejemplo de
esta distorsión que tiene como consecuencia la instauración del prejuicio de la dicotomía
ruido–palabra y saber–no saber.

c. Espíritu reformista

El conglomerado marchante no “aparece”, se organiza. No se apropia y utiliza, solo utiliza.


No modifica el espacio, solo transita por el. Tiene principio y fin geográfico, su actuar es
predecible. Tiene introducción, desarrollo y conclusión. La marcha laminar, ordenada,
piensa en el mañana. En su actuar se infiere un espíritu reformista. Mientras que su
“decir” es el imperativo de la revolución, su “hacer” es el actuar sigiloso.
Toda marcha es un espacio y la comunidad se erige en tanto se ocupa dicho espacio. El
espacio dispuesto para su desenvolvimiento se llena y en esa llenez de espacio se
conforma una comunidad que tenderá a la disolución ya llegada la tarde. Y aún cuando
eso se repita una y otra vez, el conglomerado marchante debe (y este es el imperativo
supremo) actuar como si su método fuera eficaz. Lo que sostengo en el presente apartado
es que la marcha solo puede existir como instancia de enunciación. Es la instancia en que
el espacio para su existencia se transforma en dispositivo de enunciación de la palabra
marginal. Por eso es necesaria. La hegemonía política reacciona al ruido, pasando de un
estado de calma a un estado de alerta.
Para mantener en vilo el espíritu marchante como una constante e incesante acción del
cambio, es necesario alimentar dicho espíritu con el discurso de una realidad posible que
participe del cumplimiento de las demandas colectivas. Es necesario imaginar dicho
mundo, pues solo así, el espíritu reformista de la marcha mantendrá su fuerza. Es
necesario construir un discurso de la posibilidad que le de sentido a la marcha laminar.
Ahora bien, cabría preguntarnos si el discurso de la posibilidad es anterior o posterior a la
marcha. La cuestión no tiene respuesta, puesto que no hay un momento en que el
discurso de la realidad posible haya hecho una aparición significativa. Desde antaño el
impulso utópico ha estado presente y es ese sentido, la marcha siempre ha estado
satisfecha de contenido y de sentido para su existencia. La marcha aparece, por lo tanto,
como un intento reformista de realización de la visión utópica construida desde siempre.

2. El Capucha Turbulento

Al flujo laminar se lo opone el flujo turbulento. Orden y desorden, previsible e


imprevisible.
A la marcha como flujo laminar se le debe complementar un flujo turbulento. Podríamos
saber por qué un flujo laminar se vuelve turbulento, pero jamás predecir ese momento.
Serres caracteriza ese momento como un clinamen -un desvío aleatorio de una partícula-
introduciendo un desorden mínimo que desembocaría en una reacción turbulenta a gran
escala. De la misma manera en que ocurre en la situación hipotética de Serres, a propósito
de un texto de Lucrecio, hoy podríamos establecer una conexión con el conglomerado
marchante y preguntarnos ¿en qué momento la marcha laminar deviene en una
turbulencia constituida por el actuar capucha? Y ¿en qué consiste dicho actuar?
a. La decisión circunstancial de la turbulencia

Es contradictorio hablar de decisión y de circunstancia. La primera emana de un acuerdo


entre las partes y por lo mismo, de una situación racional en que los entes parlantes
suponen haber expuesto la palabra y el argumento. La segunda no es más que un
acontecer (la aparición azarosa del clinamen). La primera se planifica, la segunda solo
aparece. Hasta este punto de la reflexión ambas cuestiones se muestran como opuestas.
En una marcha laminar, planificada, por lo demás, lo menos esperado es el acontecer de
algo que la transforme y la haga comportarse fuera de su razón. Hay, en la marcha, algo
de permisividad, sin embargo, para estas situaciones: ellas poseen dentro de sí el posible
acontecer de su devenir turbulento. Para Epicuro el clinamen es una potencia de la
partícula: su desorden se haya esperando y la circunstancia es ese momento en que el
desorden se hace acto. Con la marcha laminar ocurre algo muy similar: solo es cuestión de
tiempo que ella se comience a desordenar. Y si bien es cierto la marcha laminar se
entiende a sí misma como racional puesto que se desenvuelve ordenadamente, no por
ello lo es exclusivamente. En ese preciso momento aparece la figura del sujeto capucha,
que ha de hacer transitar la figura laminar hasta la figura turbulenta. En él opera la
circunstancia y la aparición espontanea. Nadie podría prever el momento de su aparición.
Y no es una aparición necesaria. Sin embargo, hasta este punto de la reflexión, es posible
solo dentro del marco del contexto de la marcha. El sujeto marchante se encuentra así
subsumido en una doble esfera de acontecimientos. La primera es de carácter reformista
y tranquila, mientras que la segunda es de carácter espontanea (quizá impredecible) y
tendiente a la crítica estructural.
El capucha porta una ética propia, su ethos ya no es legaliforme. La situación de la marcha
ha dado un revés. Toda vez que ellos hacen aparición, también hace aparición la palabra
racional y visceral de aquellos que los defienden y de aquellos que los critican. Es, por lo
tanto, un aparecer no exento de conmoción. También, para el sujeto marchante, su
manera de ponderar su aparición, ocurre como una circunstancia: su aparecer conmueve
y solo en ese aparecer parece generar una reacción. No hay juicio a priori que deba existir
para su aparecer. Su valor se pondera en su acto.
La ética, como ese comportamiento generalizado de una comunidad, en el caso del
capucha tiene sentido en función de su carácter de aparecido. No hay una racionalidad
fuera de los confines del contexto de una marcha. Y ello no implica desconocer su carácter
organizacional previo a ella. Me refiero a su validez de acción. Ella se pondera solo en su
actuar. Y es que, en ese sentido, el sujeto capucha aparece como subsidiario a la marcha,
pareciendo no tener existencia independiente a ella. El sujeto capucha aparece como una
resaca al intento reformista de la marcha y como un impulso utópico que intenta llevar el
espíritu reformista a un plano más radical. No hay capucha sin marcha, por lo menos hasta
este plano de la reflexión. Mientras haya un espíritu reformista determinando los
métodos de transformación social, el espíritu revolucionario del capucha aparecerá como
consecuencia de su ineficacia. Nótese que el espíritu capucha, como resultado del espíritu
revolucionario, si bien es cierto es contradictorio, no intenta anularlo. Ambos momentos
se muestran como momentos necesarios y, al mismo tiempo, como síntesis de las
discusiones filosófico políticas que intentan resolver el problema del método para una
transformación social.
Sostengo, además, que el impulso conservador del conglomerado marchante tiene parte
de su causa en el miedo a la violencia irracional.
La marcha laminar se sostiene sobre una base racional adscrita al derecho de
manifestación. En ella las identidades se muestran como visibles por que nada tienen que
perder en su actuar. No obstante, el aparecer capucha muestra una modificación al ethos
laminar de la marcha. Seres carentes de identidad, actuando de manera anónima y
organizándose en la medida de las necesidades. El capucha podría ser cualquiera. Y al ser
cualquiera lo que se pierde es control y se gana imprevisibilidad. Al mismo tiempo que se
desconoce su identidad se presume desconocer su causa. Todo esto lleva a la construcción
del prejuicio de un actuar irracional cuyo propósito solo se juzga por su actuar inmediato y
visible. Todo análisis tendiente al ethos capucha debe situarse en la perspectiva histórica y
preguntarnos cuál es la ganancia, a largo plazo, de un actuar que busca la inmediatez.
En relación a la marcha laminar, el capucha es quien hace ruido.

b. Anonimato y Cobardía

Dicen que la cobardía capucha se basa en su falta de identidad visible. Que son cobardes
porque tapan su rostro. La cobardía es un dispositivo segregador, hace pensar dos
realidades opuestas: la del valiente y la del cobarde. En función de la crítica al capucha,
valiente es quien muestra su identidad. En este sentido, valiente es quien marcha
laminarmente, respetando el conjunto de normas establecidas por el estado de derecho.
Valiente sería un capucha que no oculta su rostro, valiente sería un descapuchado.
La cobardía, sin embargo, no consiste en la capacidad de ocultar el rostro. Hay que
examinar las razones de ello.
El juicio que hacemos para determinar la cobardía de alguien se basa en sus acciones.
Catalogamos de cobarde a alguien que hace o ha dejado de hacer algo. En este caso,
cobarde es quien ha invisibilizado su rostro. Coloquialmente cobarde es quien hace o deja
de hacer algo con el objetivo de evadir ciertas responsabilidades que le competen como
consecuencia de un hecho provocado por él. No obstante, cobarde también es quien no
asume su rol como participante de un actuar que implica a toda una comunidad. Bajo esta
mirada, cobarde es quien decide no participar de una acción que le compete moralmente
solo por pertenecer a una determinada comunidad. Pertenecer a un grupo social, por lo
tanto, conlleva ciertas responsabilidades, las cuales pretenden mantener el vínculo para
su permanencia. La defensa del Estado, por ejemplo, requiere de valientes, vale decir, de
personas que actúen en función de la preservación de éste. Cobarde es quien ha decidido
no arriesgar su integridad por otros, ya sea por que cree que su vida vale más que ese otro
por el cual la arriesgaría, o bien porque ese otro no representa nada significativo para él.
Ambas razones, sin embargo, parecen ser absolutamente razonables. La cobardía solo
existe en el sujeto que, desde fuera, enjuicia. El sujeto cobarde no se ve así mismo como
cobarde, y tan solo se verá así en la medida que el juicio ajeno sea capaz de determinar la
propia subjetividad de dicho sujeto. Dicho de otra manera, sostengo que la propia
subjetividad puede ser transformada por el juicio categórico de quienes intentan
otorgarles un valor a las acciones. En definitiva, la cobardía solo requiere de la mirada
ajena.
Cada subjetividad siente el deber en cuanto tal. El deber no siempre es un deber
compartido, de ahí que no haya un deber universal. Sin embargo, a pesar de estas
diferencias, el incumplimiento del deber subjetivo es autocriticado. El deber es siempre un
imperativo propio y la cobardía es la ausencia en el cumplimiento de un cierto tipo de
deber subjetivado.

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