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a. Comunidades en la diferencia
b. Logos y distorsión
La marcha como flujo laminar se entiende a sí misma. Esto es, es consciente de sus
contenidos y cree que su lenguaje puede ser comprendido por otros que no pertenecen al
conglomerado marchante.
Rancière pone en tela de juicio dicha hipótesis sosteniendo que los bandos de oposición
jerárquica sucumben ante la imposibilidad de hallar un lenguaje que los vincule. De hecho,
dos entes parlantes (uno situado en el espacio político institucionalizado y el otro, en el
espacio abierto del conglomerado marchante) no pueden entenderse aún cuando la
fonética de sus palabras sea idéntica. Palabras como Libertad, Justicia e incluso Dignidad
son oídas de la misma manera y, sin embargo, sus contenidos han sido distorsionados. La
distorsión del lenguaje, en consecuencia, hace posible la creencia de la incapacidad
política. El “no te entiendo” se transforma en un “tú no sabes” y ello, a su vez, genera un
distanciamiento legítimo entre el pueblo y el soberano. Si pensamos la distorsión como
algo natural (de hecho, no estamos obligados a otorgarle a nuestras palabras el mismo
significado), lo “natural” sería generar acuerdos. No obstante, la hipótesis implícita de la
clase política es la de un “acuerdo” que solo intenta sostener una diferencia entre las
partes que hace imposible que ellas -las partes- se equiparen en el poder. El prejuicio de la
incapacidad deliberativa hace imposible que, desde la institucionalidad, se pueda abrir un
espacio de reconocimiento como tal. La facticidad política consiste en perpetuar estas
diferencias en la medida que genera consensos políticos entre el soberano y los
representantes del pueblo. Dicho lo anterior, ahora es comprensible entender el motivo
por el cual se hace complejo pensar una democracia directa y participativa.
En el contexto del flujo marchante, las voces articuladas de sus participantes adquieren la
forma del ruido -phoné, como menciona Rancière-, que es la categoría impuesta para
comprender la distorsión en el lenguaje. Las voces marchantes pierden, desde este punto
de vista, la forma de un discurso racional, y se vuelven canales de expresión emocional.
Una voz articulada, cuyo mensaje no puede ser entendido a partir de la distorsión, cae a la
categoría de ruido, un ruido cuya potencia consiste nada más que en la de expresar dolor
o placer. “Oír con humildad” consiste en oír solo una parte, la parte ruidosa, la parte en
que solo se expresan los quejidos. No obstante, el ruido emitido es también portador de
contenido puro, y ello no hay que demostrarlo. Lo que denuncia Rancière es que dicho
contenido pertenece a una manera de comprender el mundo que no alcanza vínculo
alguno con el mundo del status quo. Mientras que el contenido del flujo marchante es
negación (no esto, no aquello), el contenido inferido por el soberano es principalmente
positivo (si esto, pero no así) y que tiende a perpetuar las instituciones que el mismo
conglomerado marchante ha puesto en tela de juicio. Todo acto emancipatorio que
pretenda llevar el status quo a otro plano absolutamente diferente, es subsumido por la
lectura reformista de la hegemonía política.
Con lo anteriormente dicho, es claro que el conglomerado marchante busca poner el ruido
como la palabra, acabando con la dicotomía excluyente: en el ruido emitido también hay
contenido.
Para entender, entonces, el contenido del ruido del conglomerado marchante, es
necesaria una resignificación del lenguaje del poder cuya causa sería un cambio
estructural en la manera en que se detenta ese poder. Nótese, por ejemplo, la necesidad
de designar personas para ejercer el poder. Las designaciones son un claro ejemplo de
esta distorsión que tiene como consecuencia la instauración del prejuicio de la dicotomía
ruido–palabra y saber–no saber.
c. Espíritu reformista
2. El Capucha Turbulento
b. Anonimato y Cobardía
Dicen que la cobardía capucha se basa en su falta de identidad visible. Que son cobardes
porque tapan su rostro. La cobardía es un dispositivo segregador, hace pensar dos
realidades opuestas: la del valiente y la del cobarde. En función de la crítica al capucha,
valiente es quien muestra su identidad. En este sentido, valiente es quien marcha
laminarmente, respetando el conjunto de normas establecidas por el estado de derecho.
Valiente sería un capucha que no oculta su rostro, valiente sería un descapuchado.
La cobardía, sin embargo, no consiste en la capacidad de ocultar el rostro. Hay que
examinar las razones de ello.
El juicio que hacemos para determinar la cobardía de alguien se basa en sus acciones.
Catalogamos de cobarde a alguien que hace o ha dejado de hacer algo. En este caso,
cobarde es quien ha invisibilizado su rostro. Coloquialmente cobarde es quien hace o deja
de hacer algo con el objetivo de evadir ciertas responsabilidades que le competen como
consecuencia de un hecho provocado por él. No obstante, cobarde también es quien no
asume su rol como participante de un actuar que implica a toda una comunidad. Bajo esta
mirada, cobarde es quien decide no participar de una acción que le compete moralmente
solo por pertenecer a una determinada comunidad. Pertenecer a un grupo social, por lo
tanto, conlleva ciertas responsabilidades, las cuales pretenden mantener el vínculo para
su permanencia. La defensa del Estado, por ejemplo, requiere de valientes, vale decir, de
personas que actúen en función de la preservación de éste. Cobarde es quien ha decidido
no arriesgar su integridad por otros, ya sea por que cree que su vida vale más que ese otro
por el cual la arriesgaría, o bien porque ese otro no representa nada significativo para él.
Ambas razones, sin embargo, parecen ser absolutamente razonables. La cobardía solo
existe en el sujeto que, desde fuera, enjuicia. El sujeto cobarde no se ve así mismo como
cobarde, y tan solo se verá así en la medida que el juicio ajeno sea capaz de determinar la
propia subjetividad de dicho sujeto. Dicho de otra manera, sostengo que la propia
subjetividad puede ser transformada por el juicio categórico de quienes intentan
otorgarles un valor a las acciones. En definitiva, la cobardía solo requiere de la mirada
ajena.
Cada subjetividad siente el deber en cuanto tal. El deber no siempre es un deber
compartido, de ahí que no haya un deber universal. Sin embargo, a pesar de estas
diferencias, el incumplimiento del deber subjetivo es autocriticado. El deber es siempre un
imperativo propio y la cobardía es la ausencia en el cumplimiento de un cierto tipo de
deber subjetivado.