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Juan Altusio, Prólogo a la primera edición de la Politica methodice digesta (1603)

[La traducción española de la Política de Altusio (Centro de Estudios Constitucionales,


Madrid, 1990) no incluye los importantes prólogos de la obra. El texto presentado a
continuación corresponde al prólogo de la primera edición. Como base se ha usado Politica
methodicè digesta atque exemplis sacris & profanis illustrata Herborn, 1603.]

He intentado, hombres distinguidos y eruditos, familiares y amigos honorables, repetir en un


orden apropiado los muchos preceptos políticos que han sido dictados en múltiples escritos,
y averiguar si un plan de instrucción metódico, de acuerdo con los preceptos de los lógicos,
puede ser seguido en estos asuntos. Concebí y me dediqué a este plan y objetivo para poder
ofrecer una antorcha de inteligencia, juicio y memoria a los estudiantes de la doctrina política.
Para realizar este trabajo con mayor fruto y éxito, he consultado a los autores de esta ciencia
que me parecen sobresalir tanto por su experiencia como por su comprensión práctica.

Además de estos escritores, también he agregado algunos otros, a pesar de que tratar el tema
no era parte de su profesión. He descubierto que a medida que cada uno de estos otros
maestros de política se dedicaba a esta o aquella disciplina y profesión, trajeron de su propia
profesión muchos elementos que son impropios y ajenos a la doctrina política. Las cuestiones
y los axiomas políticos son tratados tanto por los filósofos como por los juristas y por los
teólogos. He observado que los filósofos han propuesto desde la ética muchas virtudes
morales por las cuales les gustaría que el estadista y el príncipe estuvieran equipados e
informados. Los juristas han introducido desde la jurisprudencia, un área afín y
estrechamente relacionada con la política, muchas cuestiones jurídicas sobre las cuales han
hablado con eminencia en la ciencia jurídica y con las cuales instruirían al estadista. Teólogos
de este tipo han esparcido preceptos sobre la piedad y la caridad cristianas por todas partes;
incluso diría que han prescrito un cierto uso del Decálogo para la instrucción del estadista.
He considerado que este tipo de elementos deben ser rechazados como inútiles y ajenos a
este arte, y que por justicia deben retornar al lugar que ocupan en otras ciencias.

También he notado algunas cosas que faltan en sus escritos. Sea por descuido o porque
consideraban que estos asuntos pertenecían a otra ciencia, estos escritores han omitido ciertos
asuntos necesarios. Extraño en estos escritores un método y orden apropiados. Esto es lo que
especialmente busco proporcionar, y por cuya causa he realizado todo este trabajo. Porque
no puedo describir lo beneficioso que es este plan para una enseñanza clara para los
estudiantes e incluso para los maestros. Aquellos que conocen estos asuntos, y han aprendido
por experiencia sobre ellos, testifican que este método es la fuente y el vivero de la memoria
y la inteligencia, y el moldeador del juicio preciso.

Los preceptos políticos y los ejemplos que expongo han sido seleccionados, en su mayor
parte, de estos mismos autores políticos, y así ha sido reconocido en lugares apropiados. Y
así tenemos un resumen de las cosas que con libertad socrática reprendo, rechazo, deseo o
apruebo en tantos pensadores políticos. Si acaso lo he hecho bien o no, ustedes y otros
hombres sinceros pueden juzgar. Ciertamente he tratado de huir y evitar aquellas cosas que
reprocho en otros, y he procurado agregar lo que me parecía faltar en sus escritos. Si no he
alcanzado completamente este objetivo, al menos lo he intentado y no me parece reprensible.
Aquí, como en todo otro lugar o tiempo, tal intento es digno de elogio. Cada uno contribuye
en este asunto, como en otros, lo que puede. En la construcción del tabernáculo en la antigua
iglesia judía no todos contribuían con las mismas o iguales cosas. Algunos trajeron piedras,
algo de madera, algo de hierro, algo de plata, algo de oro, algo de cobre, algunas joyas
preciosas, algo de tela de algodón, algunas prendas de color púrpura, algunas pieles y algunos
pelos de cabra. Esta colección de regalos era diferente y muy desigual. Sin embargo, incluso
el menor de estos regalos debe ser alabado. ¿Pues cuál de estas cosas no fue necesaria en la
construcción del templo? Si en este arte, tal vez nuevo, y a mi parecer ciertamente difícil,
alguien puede avanzar más, tanto más agradable y bienvenido me parece.

Diré algo sobre dos dificultades que he encontrado en esta empresa. La primera es que he
experimentado dificultad para separar los asuntos jurídicos de esta ciencia. La dificultad
proviene del hecho de que la relación de la política con la jurisprudencia es tan cercana como
la de la ética con la teología, y como la de la física con la medicina. Donde el moralista
termina, ahí comienza el teólogo; donde termina el físico, ahí comienza el médico; y donde
cesa el político, ahí comienza el jurista. Así, debe evitarse saltar las fronteras y límites de un
campo llevando a otro los conceptos que conocemos por la propia disciplina, como si fuesen
homogéneos. Se requiere prudencia y un juicio agudo y penetrante para distinguir entre cosas
similares en estas artes. Es necesario tener en cuenta constantemente el objetivo y la forma
natural y verdadera de cada arte, y atender a ellos con mayor cuidado, para que no excedamos
los límites que establece la justicia para cada arte y, así, nos llevemos la cosecha de otro.
Debemos asegurarnos de dar a cada ciencia lo que le corresponde y no reclamar como nuestro
lo que es ajeno. ¿Cuántas preguntas jurídicas, extraídas de la jurisprudencia, se encuentra en
los escritos políticos de Bodino y Gregorio? ¿Qué puede hacer con estas preguntas el alumno
que se inicia en política, que aún no está entrenado en la ciencia de la jurisprudencia? ¿Cómo
puede juzgarlas? Digo lo mismo sobre las preguntas teológicas y filosóficas que otros han
agregado a la política.

Hasta qué punto cabe dirigirse en el estudio de la política está suficientemente indicado por
su propósito. Este es, en verdad, que la asociación (consociatio), la sociedad humana y la
vida social puedan establecerse y conservarse para nuestro bien por medios útiles, apropiados
y necesarios. Por lo tanto, si hay algún precepto que no contribuye a este propósito, debe
rechazarse como heterogéneo.

El propósito de la jurisprudencia es derivar e inferir con destreza el derecho (jus) a partir del
hecho (ex facto), y así juzgar sobre el derecho y el mérito del hecho en la vida humana. Los
preceptos que se desvían de este objetivo y no indican nada sobre el derecho que surge de los
hechos, son ajenos e irrelevantes en esta disciplina. Sin embargo, los hechos sobre los cuales
se afirma el derecho pueden variar, y se seleccionan de aquellos que son propios de varias
otras artes. Por esta razón, el jurista obtiene información, instrucción y conocimiento sobre
estos hechos no de la jurisprudencia, sino de aquellos que son expertos en estas otras artes.
A partir de esta información, puede juzgar más correctamente el derecho y el mérito de un
hecho. Así es como muchos juristas escriben y enseñan sobre los derechos de la soberanía
(jura majestatis), a pesar de que estos derechos son tan propios de la política que si se los
quitara no quedaría casi nada de la política, o muy poco. Pero el político es el que escribe
rectamente sobre las fuentes de la soberanía (capita majestatis), y pregunta y juzga qué puede
ser esencial para la constitución de una comunidad. El jurista, por otro lado, es el que puede
tratar adecuadamente el derecho (jus) que surge cuando nacen estas fuentes de soberanía y
se celebra un contrato entre el pueblo y el príncipe. Uno y otro, por lo tanto, tratan esto con
razón: el político sobre los hechos y el jurista sobre el derecho de los mismos. Si el estudioso
de la política hubiera discutido sobre el derecho y el mérito de estos hechos que se consideran
necesarios, esenciales y homogéneos para la vida social, habría sobrepasado los límites claros
de su arte. Si el jurista propusiera preceptos políticos, a saber, cómo debe constituirse una
asociación y conservarse una vez que se ha constituido, qué tipo de comunidad es más feliz,
qué forma de ella es más duradera y está sujeta a menos peligros y cambios, y cosas de este
tipo, se habría movido de la profesión propia a una ajena. Sin embargo, nadie duda de que en
el uso y la práctica todas las artes a menudo están unidas; de hecho, diría que siempre están
unidas.

He asignado los derechos de soberanía y sus fuentes, como he dicho, a la política. Pero a su
vez los he atribuido al reino, a la república, o al pueblo. Sé que, en la opinión común de los
doctores, deben asignarse al príncipe y al magistrado supremo. Bodino clama que estos
derechos de soberanía no pueden atribuirse al reino o al pueblo, pues al ser comunicados al
reino o al pueblo dejan de ser derechos del soberano y dejan así en realidad de existir. Dice
que en tal grado son derechos apropiados y esenciales a la persona del magistrado o príncipe
supremo (y están conectados de manera tan inseparable con él), que fuera de su persona dejan
de existir, y no pueden residir en ninguna otra persona. No me preocupan los clamores de
Bodino, ni las voces de otros que no están de acuerdo conmigo, siempre que haya razones
que estén de acuerdo con mi criterio. Por lo tanto, mantengo exactamente lo contrario, a
saber, que estos derechos de soberanía, como se los llama, son propios del reino hasta tal
punto que solo pertenecen a él, y que son el espíritu vital, alma, corazón y vida, salvados los
cuales vive la república y dejados los cuales se derrumba y muere, siendo indigna de
preservar ese nombre.

Admito que el príncipe o magistrado supremo es el administrador y supervisor de estos


derechos. Pero mantengo que su propiedad y usufructo pertenecen adecuadamente al reino o
al pueblo completo. Esto es así en tal medida, que incluso si el pueblo desea renunciar a ellos,
no puede transferirlos a otra persona ni alienarlos más que lo que un hombre que tiene vida
puede dársela a otro. Estos derechos han sido establecidos por el pueblo, o por los miembros
del reino y la república. Se han originado a través de los miembros, y no pueden existir
excepto en ellos, ni pueden conservarse excepto por ellos. Además, su administración, que
ha sido otorgada a un príncipe por un precario o pacto, se devuelve con la muerte al pueblo,
que debido a su sucesión perpetua se llama inmortal. A continuación, el pueblo confía esta
administración a otro, que puede ser una o más personas. Pero la propiedad y el usufructo de
estos derechos no tienen otro lugar donde residir si no es en el conjunto del pueblo. Así, por
naturaleza no se convierten en artículos de comercio para una sola persona. Y ni el príncipe
ni nadie más puede poseerlos, hasta tal punto que, si un príncipe deseara poseer por un título
esta propiedad como adquirida, dejaría de ser un príncipe y se convertiría en ciudadano
privado y en tirano. Esto se desprende de los asuntos que he expuesto en los capítulos VI y
siguientes, especialmente en los capítulos XIV, XV y XIX. El célebre Covarrubias concuerda
conmigo, tal como algunos otros que he reconocido en los capítulos XIV y XV.

Estos problemas han sido el motivo de mi primera dificultad. La otra dificultad no es menos
grave, a saber, que a veces me he visto obligado a exponer sobre cosas contingentes que en
realidad son ajenas a este arte. He descrito el carácter, la actitud, las costumbres y la
disposición natural de la gente, del príncipe, de los cortesanos, y otros temas, tal como se dan
en diversas formas en la vida política. De este orden son las cosas que trato, y las discuto en
cuanto ocurren en gran número (epi to pleiston) y son contingentes (kata symbebekos).
Porque hay pueblos, y uno los encuentra a menudo, que cambian su carácter y sus
costumbres. Hay príncipes que, debido a la educación, el entrenamiento, la bondad de la
naturaleza y la gracia de Dios, no adquieren el temperamento y el hábito que el trato con el
poder y el gobierno habitualmente produce en otros. Hay tribunales de justicia bien
constituidos. Hay cortesanos buenos y piadosos, y hay malos. Pero hay más de lo último que
de lo primero, como incluso David en su tiempo se quejó en los Salmos 52, 53 y 59. Lo
mismo puede decirse sobre los remedios políticos, los consejos y los preceptos adaptados al
lugar, el tiempo y la persona, que discuto en varios lugares. Pero ¿quién puede proponer
preceptos generales sobre asuntos tan diversos y desiguales, de modo que los preceptos sean
tanto necesarios como verdaderos? El estadista, sin embargo, debe estar bien familiarizado
con estos asuntos. Y la ciencia política no debe omitir los asuntos que el gobernador de una
comunidad debe conocer, y por los cuales se le da forma y es apto para gobernar.

Ya me he apartado considerablemente de mi propósito de explicar el trabajo que he realizado.


Es un placer dedicarles a ustedes, familiares distinguidos y sabios en el Señor, estas mis
meditaciones políticas. Por este medio puedo dejar un testimonio de nuestra amistad y
afinidad. Si mi deseo es tener jueces penetrantes y justos respecto de lo que discuto en este
libro, con razón los escojo a ustedes dos para esta responsabilidad. Ustedes sobresalen en
erudición, en excelente doctrina y juicio preciso, sin mencionar otros talentos eminentes con
los cuales Dios los ha equipado. Están involucrados en los asuntos de una comunidad y todos
los días se encargan de la mayoría de los asuntos que discuto. Por lo tanto, son quienes mejor
pueden juzgar estos asuntos. También pueden influir en mí más libremente y con más eficacia
que otros, y pueden reconducirme a la verdadera vía si me he apartado de la razón correcta
en los preceptos políticos y sus aplicaciones, o sobre la manera de organizarlos y ordenarlos.

Que el Dios supremamente bueno y grande conceda que mientras vivimos en esta vida social
por su bondad, podamos mostrarnos agradables y beneficiosos para el prójimo. Adiós,
parientes y amigos.

Celosamente vuestro,
Juan Altusio

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