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Literatura e identidad.
Cuarto medio.
Profesora. Patricia Contreras Herrera.
Texto 2
Ángeles Mastretta.
Un cuento de…
Una tarde la tía Rosa miró a su hermana como recién pulida, todavía brillante por alguna razón
que ella nopodía imaginar. Durante horas oyó cada una de sus palabras tratando de intuir de
dónde venían. No adivinó. Sólo supo que esa noche su hermana fue menos brusca con ella. Se
portó como si al fin le perdonara su vocación de rezos y guisos, como si ya no fuera a reírse nunca
de su irredenta soltería, de su necedad catequística, de su aburrida devoción por la Virgen del
Carmen. Así que se fue a dormir en paz después de repetir el rosario y sopear galletitas de
manteca en leche con chocolate.
Quién sabe cómo sería su primer sueño esa noche. Si alguien la hubiera visto, regordeta y
sonriente dentro de su camisón, la habría comparado con una niña menor de cinco años. Sin
embargo, a la cabeza rizada de tía Rosa entró aquella noche un sueño in sospechado.
Soñó que su hermana se iba a un baile de disfraces, que salía sin hacer ruido y regresaba en el
centro de una alharaca. Era el aliento de una comparsa de hombres que se reían con ella, sin más
quehacer que acompañar la felicidad que le rodaba por todo el cuerpo. La muy dichosa se quitaba
y se ponía una máscara de esas que hacen en Venecia, una de mu chos colores con la luna en la
punta de la cabeza y la boca delirante. De pronto empezó a bailar frente a la tía Rosa que, sentada
en el sillón principal de la sala, dejó de comer galletas. Tal era la maravilla que había entrado en su
casa. Su hermana levantaba las piernas para bailar un cancán que 1os demás tarareaban, pero en
lugar de los calzones y los encajes de las cancaneras, ella llevaba una falda diminuta que subía
complacida enseñando sus piernas duras y su pubis cambiado de lugar. Porque sobre el sitio en el
que está el pubis, ella se había pintado una decoración de hojas amarillas, verdes, moradas que
palpitaban como si estuviera en el centro del mundo. Y arriba de una pierna, bri llante esponjado,
iba el mechón de pelo de su pubis: viajero y libre como todo en ella.
Al día siguiente, la tía Rosa miró a su hermana como si la viera por primera vez.
—Creo que te estoy entendiendo —le dijo.
—Amén —contestó la hermana, acercando a ella su cara brillante, para darle un beso de los que
regalan las mujeres enamoradas porque ya no les caben bajo la ropa.
—Amén —dijo Rosa, y se puso a brincar su propio sueño.
Texto 3.
Eduardo Galeano.
El beso.
Antonio Pujía eligió, al azar, uno de los bloques de mármol de Carrara que había ido comprando a
lo largo de los años. Era una lápida. De alguna tumba vendría, vaya a saber de dónde; él no tenía la
menor idea de cómo había ido a parar a su taller. Antonio acostó la lápida sobre una base de
apoyo, y se puso a trabajarla. Alguna idea tenía de lo que quería esculpir, o quizá no tenía ninguna.
Empezó por borrar la inscripción: el nombre de un hombre, el año del nacimiento, el año del fin.
Después, el cincel penetró el mármol. Y Antonio encontró una sorpresa, que lo estaba esperando
piedra adentro: la veta tenía la forma de dos caras que se juntaban, algo así como dos perfiles
unidos frente a frente, la nariz pegada a la nariz, la boca pegada a la boca. El escultor obedeció a la
piedra. Y fue excavando, suavemente, hasta que cobró relieve aquel encuentro que la piedra
contenía. Al día siguiente, dio por concluido su trabajo. Y entonces, cuando levantó la escultura,
vio lo que antes no había visto. Al dorso, había otra inscripción: el nombre de una mujer, el año del
nacimiento, el año del fin.
Texto 4.
Mario Benedetti.
El sexo de los ángeles.
Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de
todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los
ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el
amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio
con palabras, vale decir con las adecuadas.
Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por
mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son
angelicales.
Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: “Semilla”, Ángela, para atizarlo, responde: “Surco”. El dice:
“Alud” y ella, tiernamente: “Abismo”.
Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
Ángel dice: “Madero”. Y Ángela: “Caverna”.
Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte, viudo y
tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
Él dice: “Manantial”. Y ella: “Cuenca”.
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su
expectativa.
Ángel dice: “Estoque”, y Ángela, radiante: “Herida”. Él dice: “Tañido”, y ella: “Rebato”.
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se
estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.
Comprensión lectora.