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Nigromante

La primera vez que miré a esa mujer, ella me devolvió la mirada. Esa noche pasaron los
minutos y su madre perdió el color, se desangraría. Había además, otras mujeres en la
habitación, ellas corrían de un lado a otro cargando compresas calientes que ponían
sobre la frente de la mujer en parto y las demás elevaban oraciones a ese que ya no las
escucha. La recién nacida no chilló en ningún momento. No cuando nació, tampoco
cuando le azotaron el cuerpo para que respirara; no lo hizo. Todo el tiempo estuvo
mirándome con esos pequeños ojos grises. Finalmente la madre dio un último suspiro y
su mirada se perdió en la llamas del fuego sobre la leña. De un momento a otros todos en
la habitación callaron, como si fueran víctimas de la mayor de la sorpresas de su vida, no
entiendo como algo tan previsible como su destino puede sorprenderles. Poco a poco
intermitentes sollozos tomaron el lugar del silencio y fue en ese momento cuando por una
curiosidad que nunca entendería pregunté a la madre: ¿Qué nombre llevará la infanta?
Ella me miró de la misma manera que su hija lo hizo, con esos ojos color ceniza y
respondió -será Morgana-. Nos marchamos sin decir una palabra más, directo hacia la
espesura del campo y desvaneciéndome del mundo pude seguir sintiendo tras de mí la
insistente mirada de Morgana.
Durante más de 100 inviernos cabalgué sin detenerme, desde una punta hasta la otra de
esta tierra media. A mi paso y tras de mí, el ocaso de los hombres se aproximaba cada
día un poco más. No había ciudad o iglesia, ni siquiera pozo cavado hondo bajo la tierra
donde los hijos del hombre pudieran esconderse. Todos huían y todos bajaban la cabeza
cuando los encontraba. Llenos de llagas, postulas y podredumbre se marchaban sin
mirarme, directo hacia la noche silenciosa. Cuando me coronaron vencedor ya había
sesgado a la mitad de ellos. Sin embargo en el silencio que dejó la soledad de una tierra
medio vacía, un lamento llamó mi atención.
El llamado me llevó a través del agua, galopando sobre las olas en camino hacia los
mares del norte. La niebla de las costas dio paso a la palidez de los cascos de Pestilencia
y él espero ahí. El lugar al que habíamos llegado era una isla antigua, tan antigua como
mi origen y el origen de todos los nombre de las palabras que denominan a las cosas.
Arrastrándose sobre la arena vi a los despojos de aquellos que lloraban mi nombre. Vi al
gobernante de la ciudad de los hombres, aquel que fue apuñalado por su corte. Vi al
traidor que entregó a su maestro y reconocí también el rostro del primer asesino. Todos
ellos pedían por mí, todos ellos se arrastraban hacia la profundidad de los bosques de
Avalón y aun viendo con sus ojos directo a los míos, no podían dar marcha atrás. Fue
entonces cuando lo entendí: Estos eran los primeros, pero debían de venir millones tras
de ellos. La noche silenciosa estaba quedándose sin estrellas, y los muertos ardían a
causa el calor del mundo de los vivos. Nunca tal ofensa había sido perpetuada en dicha
magnitud, nadie se había atrevido al desafiar al poder de Muerte a tal grado. Cuando el
Caído y el Altísimo impusieron sus reglas respetaron mi lugar, alguien estaba desafiando
al señor de la noche eterna.
Bosque adentro y pasando por encima de memorias putrefactas, músculos sin voluntad y
amalgamas sanguinolentas, el lamento de los muertos penando en el océano daba paso
al profundo llamado de la voz que los perturbaba. Era un huracán de palabras violentas,
promesas de amor y confesiones secretas, llevadas a los cuatro rincones del mundo
gracias al poder los tempestuosos vientos que emanaban de la vorágine producida por las
formaciones de piedra.
Durante la breve existencia de los hijos del hombre, me topé una vez cada tanto tiempo
con alguno de ellos que dio un vistazo a los modos ocultos de la existencia. Tanto así que
durante tiempo ellos gozaron de largo andar sobre esta tierra. Algunos hablaban con las
estrellas, otros lucharon contra gigantes y otros más se convirtieron en reyes. Con el
tiempo su valor decayó y su curiosidad se convirtió en tabú, una cualidad que debía de
ser perseguida, erradicada. De esa forma mi interés por ellos disminuyó, así como su vida
se acortó. Pero en menos contadas ocasiones se cruzaba frente a mi camino la mirada de
un macho o hembra que miraba con codicia los ojos de la muerte. Deseaban para sí
mismos el manto de la noche eterna y la hoz de las edades. Querían con el fuego de sus
corazones montar las riendas de Pestilencia para repartir destino por los confines del
mundo. La bruja de Endor, el nigromante de las arenas Alhazred; ambos lo intentaron,
ambos perecieron y ahora sienten, mudos y tuertos, el sufrimiento eterno de todo quien
afrenta al reino de los muertos. Un macho y una hembra. Un hombre y una mujer. Dos en
la historia de su humanidad.
La intuición de un Eterno arrogante me decía que esa sería la ocasión en la que me
encontraría con el tercero en el bosque de Avalón, un tercer hijo del hombre que aspirara
por el cetro de la noche. ¿Quién si no sería capaz de despertar a más de mil millares de
almas? De hacerlos arrastrarse por el fango y la arena y el musgo y las sombras. Solo el
hijo del hombre podría ser tan codicioso, tan desconsiderado y egoísta.
Al adentrarme en la vorágine, la rabia de los hechizos gritados al viento se convirtió en
una elegía al infortunio. Los muertos que habían llegado hasta ese lugar ya no se movían,
sino que permanecían inmóviles, sin respirar y sin sufrir, volvían a estar muertos.
Encerrado en el tornado de energías violentas alrededor de los monolitos de piedra, un
cementerio se poblaba por todos aquellos fallecidos que lograban arrastrarse hasta ahí.
Una figura frágil y encapuchada recorría el lugar. Se movía observando a los muertos al
rostro, viendo sus facciones y susurrándoles después palabras que los mandaban a
dormir. Andaba de aquí para allá haciendo su labor sin detenerse, sin descansar a comer
o a dormir, imparable. Fueron meses los que pasaron hasta que una tarde desde lo alto
de una montaña de cadáveres, miró hacia abajo y dijo:
-Sé que estás aquí, ya no puedes ocultarte.
Durante todo ese tiempo estuve tan absorto en la intriga que me producía el saber la
razón por la que este humano acumulaba muertos que ignoré el hecho de que ahora yo
era el único muerto sobre la tierra. La muerte había abandonado al mundo.
-Sé que estás aquí, ya no puedes ocultarte- Repitió. Conozco lo que es la muerte y cómo
se siente su mirada. Sé que me observas desde meses.

Me acerqué hacia la figura encapuchada, a la misma distancia en la que alguien vivo


sentiría el aliento de la proximidad y la miré a los ojos. Le descubrí el rostro y mirándola
fijamente a esos ojos grises me revelé ante ella. Era la mirada de Morgana. Nunca antes
en la historia de la existencia, la vida y la muerte habían estado tan cerca uno del otro.
-¿Por qué?- Me preguntó.
Sin órganos con los cuales producir sonido, sin noción de cómo responder una pregunta
guardé silencio.
-¿Por qué nunca morí?
Abrumado por mi incuria, por la incapacidad de haberme dado cuenta de que alguien
escapó a su destino guardé silencio. Muerte no es la vida, pero sin embargo estaría a
punto de escuchar la crónica de una vida que desde el inicio estuvo rodeada por la
muerte.
Ella me habló la historia de una infanta que creció sin madre, hablando de los muertos y
rodeada de la mirada acusadora de todos los demás. Me habló de una mente que se
nutrió con las palabras antiguas y con las nuevas, con las costumbres de los ancestros y
los remedios de los grandes hombres. Cantó la canción de una mujer que viajó y vivió
buscando el conocimiento necesario para atraer a sí a la Parca, desgraciada insatisfecha.
Me habló con amargura de las veces que trató de acabar con su existencia, solo para
encontrar que la sangre no se agotaba nunca, que siempre quedaba suficiente aire en sus
pulmones para seguir respirando y de un fuego que la hacía reír al arder en la hoguera.
Pasaron estos años en los que la muerte se ausentó de la tierra mientras Morgana lloró
sus intentos de contactar al dueño de la noche eterna. De su rabia al solo conseguir
hablar con su madre, con su abuelo y con miles de muertos a los que nunca conoció. Su
plan de robar a la noche sus estrellas funcionó, la muerte había venido a buscarla. Siglos
se marcharon escuchando la historia de la nigromante de Avalón.
-¿Por qué tardaste tanto?- Dijo finalmente.
-Porque la muerte es cruel, es fría y no atiende a los deseos, por eso no moriste- Mentí
con el coro de voces de los muertos que atestaban nuestros pies sobre la tierra.
Ella guardó silencio. Sin ningún signo de preocupación en su rostro, las montañas de
muertos temblaron y cayeron al ras de la tierra bajo los pies de Morgana, convirtiéndose
en polvo que el viento del norte elevó al aire llevándoselo al horizonte más allá de la
neblina de las costas.
-Mátame- pidió Morgana sin miedo en la voz
Toqué su corazón y se desplomo de bruces contra el suelo. No dijo ni una sola palabra
más que su pedido, no respiro profundamente ni admiró el atardecer, simplemente murió
cuando mi mano tocó su corazón y este dejó de latir. Morgana abandonó el mundo de los
vivos de la misma manera que lo hizo su madre: Con la mirada de ojos grises perdida en
el horizonte. No hubo alma que reclamar, su existencia se había dispersado tanto a lo
largo de los siglos, que al morir dejó tras de sí la sombra de lo que debió de ser su
esencia.
Me marché de Avalón y la antigua isla fue la única testigo, silenciosa y sorda, del
excepcional suceso en la historia de la existencia. En ese entonces yo eran joven para
entenderlo. Monté a Pestilencia y cabalgué hacia los confines de un nuevo día, la muerte
tenía mucho espacio que tomar de vuelta. El hombre había inventado la máquina de
guerra.
Eones después de que el último de los hijos del hombre muriera calcinado en una tierra
estéril sin pena ni gloria que lo acompañara, yo me encontraba mirando el infinito palacio
que ahora reinaba. Un monumento a la muerte, un planeta sin ningún rastro de vida. El
sol se ocultaba en el este esa tarde, y desde mi trono en la montaña más alta un pedazo
de mi comenzó a morir. Tardaría millones de años más en entender que incluso la muerte,
con el paso de las eras, también puede morir.
En el ocaso de la existencia, cuando el recuerdo de mi palacio siendo consumido por la
luz de un sol gigante era ya un recuerdo distante, tan distante que parecía un sueño, vino
a mí la memoria de la pregunta de Morgana. Ya era yo un monarca viejo, moribundo y
decrepito. Cuando la última de las estrellas se apagó, recordé la primera vez que hablé
con un humano y la verdad llegó a mi consciencia. ¿Por qué no morí? Me preguntó
Morgana alguna vez. No había muerto, porque yo no me había dado cuenta de que sin
saberlo, la muerte también podría sentirse sola.

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