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El Misterio de la Araña

Publicado por: H. E. Pérez

H. E. Pérez

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El Misterio de la Araña

¡Qué clima más espantoso!… Creo que el país de los antepasados está tan
superpoblado, que no hay buen tiempo para todo el mundo.

(Oscar Wilde, El Fantasma de Canterville)

El Misterio de la Araña

Viena, Austria. 1915.

Era una noche extraña. Hacía mucho calor y el cielo estaba totalmente
cubierto por enormes masas nubosas. Ni la luna ni las estrellas concedían sus
platinadas luces. La oscuridad era plena, sólo los faroles en casas y calles la
mitigaban.

Recuerdo que mientras encendía la pipa en el patio trasero de mi casa


escuché que golpeaban a la puerta. Me levanté de mi asiento y acudí al llamado.

– ¡Buenas noches! ¿Usted es el señor Hansen Waldheim? – me interrogó un


hombre vestido con un largo chaquetón negro y con sombrero del mismo tono con
alas tan anchas que la sombra que provocaban me impedía ver siquiera un ápice
del rostro de aquel visitante.

– Así es – respondí, turbado -. ¿Con quién tengo el agrado de…? – aún no


terminaba de interrogar cuando el hombre, de un salto, se lanzó sobre mí
dándome un fraternal abrazo.

– ¡Soy yo, hombre – me dijo sonriendo -, tu hermano Kurt!

Hacía mucho tiempo que no veía a mi hermano. Se había marchado a


Francia, en 1909, a estudiar Teología y Filosofía en la Universidad de París, junto
con Fredden, mi hermano menor, el cual estudiaba Matemática y Física.
– ¡Hola, Kurt, hermano mío! – exclamé, lleno de júbilo – ¿Cómo has estado?
– interrogué de inmediato.

– ¡Muy bien, muy bien; gracias! Con mucho trabajo, pero eso es bueno.

– ¿Y qué has sabido de Fred? – continué.

– Partió.

– ¿Hacia dónde? – insistí, preocupado.

– A donde nadie puede seguirlo ahora, sino en su respectivo momento –


díjome con seriedad y bajando la mirada.

– ¿Qué has querido decirme? – repuse, grave -. ¿Es que acaso…?

– ¡No, tonto! – me dijo ahora, riendo -. ¡También está aquí!

Entonces de las profundas sombras emergió una silueta delgada que vestía
igual a Kurt. ¡Sin duda era Fredden!

Luego de saludarnos, y de increpar a Kurt por aquella macabra broma,


hicimos ingreso al interior del hogar. La conversación fluía sin trancas a pesar de
todo el tiempo que no sabíamos nada el uno de los otros, ya que ellos se veían
constantemente.

– ¡Así que mis hermanos han vuelto a Austria! – dije, con regocijo.

– ¡Tal como tú lo dices, hermano! – respondiéronme al unísono.

– Ya terminamos los estudios – dijo Fred -, por lo que hemos regresado a


trabajar a nuestra Viena natal.

– Y también para acompañarte – dijo el afable Kurt.

– ¡Serán muy buena compañía, sin duda! – agregué.

– A propósito de compañía – dijo Fred, con una mirada inquisidora -;


después de la muerte de nuestros padres ¿no has buscado alguna mujer para
amar y constituir una familia?

– ¡No creo que deba buscarla! – respondí -. ¡Uno no busca un amor como
quien busca algo perdido!
– ¡Pero no lo busques como algo que se ha perdido – insistió Fred -, búscalo
sabiendo que es necesario encontrar por su importancia. Todos buscan el tesoro
olvidado del pirata, sin embargo, esas riquezas no están extraviadas, sino que no
las han descubierto! ¿Me entiendes?

– ¡Lo justo y necesario – señalé – como para decirte que mientras unos
buscan el tesoro del pirata, otros encuentran el mapa! ¿Y qué es más importante?
– interrogué.

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– ¡Unos pierden el tiempo buscando por doquier, mientras otros saben cómo
lo pueden encontrar, y así van directo a la veta! – dijo Kurt, con sabiduría.

– ¡He ahí la respuesta! – dije mirando a Fred, contento por la lucidez de Kurt
para interpretarme – ¡Sólo espero que también la hayas comprendido!

Los días pasaban con mucho regocijo luego de la llegada de mis hermanos.
Las tardes eran frescas, con una agradable brisa, sin embargo, las noches
seguían calurosas y oscuras, llenas de nubes espesas, lo que de cierta manera
nos inquietaba ya que no podíamos permanecer mucho rato al interior de la casa.

Una noche decidimos sentarnos en el patio posterior para charlar mientras


observábamos el bello panorama que desde allí se ve, pues, como mi casa se
encuentra en lo alto de una colina, se puede apreciar casi por completo el centro
de la ciudad. Incluso allá abajo se distingue claramente el Stadtpark y la hermosa
catedral de estilo barroco que engalana con su magnificencia la zona.

Y entre los variopintos temas de conversación abordados, Fred me hizo una


pregunta muy extraña: – ¿Cuál es la probabilidad – interrogó mientras bebía una
copa de licor – de que, con esta piedra, golpee a aquella araña que nos mira con
desdén sobre la leña que está frente a nosotros?

tela

– Pero ¿por qué es menester golpearla? ¿Podrías dejarla tranquila, no? –


dijo Kurt con algo de seriedad en sus palabras.

– ¡Sí, podría! Pero aún no me has contestado – díjole Fredden, burlón,


fumando tabaco francés que había traído de su viaje.
– ¡Ni tú has respondido mi primera interrogante! – respondióle Kurt. Más que
serio estaba un poco molesto.

– La probabilidad que tienes – dije para relajar el ambiente – es la misma


que tiene aquel que busca un tesoro sin tener un mapa. – Kurt me miró y sonrió,
sin embargo, Fred lanzó la piedra… y ese fue el comienzo del apocalipsis: pues
apenas el guijarro golpeó a la araña se produjo, de inmediato, un movimiento
brusco de la tierra, una brutal sacudida que, incluso, nos botó a mí y a mis
hermanos de nuestros asientos y nos hizo apoyarnos contra la pared.

Con los corazones agitados y los cuerpos trémulos sólo atinamos a


mirarnos, indicando con nuestros rostros todo el pánico que nos provocó esa
repentina explosión que tuvo el arácnido.

Y así como el niño que está a punto de decir una barbaridad y que es callado
por su madre con una bofetada, así estuve yo a punto de pronunciar palabras
soeces contra Fred, sin embargo, por la comisura de mi ojo derecho, de soslayo,
pude ver allá abajo, distante, lo peor que han presenciado tanto mis pupilas como
mi alma.

Allá podíamos verla con toda claridad: su cuerpo hinchado, negro y peludo.
Sus patas arqueadas y su sibilante hocico. ¡Sí!, la misma araña que mi hermano
menor había apedreado, estaba ahora en pleno centro de la urbe. “Y cómo
éramos capaces de verla”, se preguntarán: y la respuesta es tan terrible como la
misma visión que la generó, pues la tarántula había, ahora, multiplicado diez por
diez y por diez más su tamaño original.

Paralizados de pánico quedamos los tres, mientras aquel arácnido, que tanto
terror nos causó, avanzaba hacia la Catedral de San Esteban, dejando un manto
pegajoso tras de sí. Luego, comenzó a trepar por los muros del Santo Hogar; y
como la mano del guerrero que se aferra a la empuñadura de su espada con
firmeza, así se afirmó la araña contra la Steffl, la cúspide del Recinto Sacro.
Entonces, por unos pocos segundos, quedó todo en silencio. No se oía, siquiera,
el murmullo de los ciudadanos, ni el soplar inclemente del viento, ni los sollozos de
mi hermano Kurt. De súbito un nuevo temblor terminó con el mutismo. Todo se
movía rechinando, crujiendo y cayéndose. Pero el impacto absoluto lo provocó el
estruendo que se produjo en la basílica, pues desde su más alta cima brotaron
luminosos rayos verdes, los que, girando entre sí a gran velocidad, dieron forma a
un tubo eléctrico de verdor fulgurante que se elevaba hacia el cielo perforando las
oscuras nubes. De pronto los relámpagos cesaron, sin embargo, aquel sector en
lo alto que había sido atacado por ellos comenzó a girar, primero lento, furioso
después. Los nubarrones se tornaron rojos y una especie de agujero se formó.
Un portal en el cielo se abrió: negro el centro y rodeado de nubes rojas. Y
ahora (¡Oh, piedad, protégeme!), del círculo oscuro emergían gárgolas. Horribles
bestias desplegaban sus alas membranosas y chillaban provocando terror. Unas
se posaron sobre la santa Catedral de San Esteban y algunas en las
construcciones contiguas. Otras persiguieron a los ciudadanos que se
encontraban cerca, los que no eran pocos.

Las piernas humanas nunca fueron tan rápidas, por lo tanto, los inquilinos
eran fácilmente capturados por los engendros que, posando sus grotescas patas
en los hombros de las personas y agarrándolas con firmeza, las levantaban del
suelo y, mientras volaban, las mordían hasta comerlas casi por completo, pues
cuerpos mutilados y desechos eran arrojados al pavimento devueltos por las
bestias.

Por otra parte, la macabra araña, que ya había bajado de la sagrada Steffl,
se divertía mordiendo a sus víctimas y, tras envolverlas en su pegajosa tela, las
colgaba como racimos de las ramas de los árboles.

Entonces bien, al parecer algunos de los que habían sido víctimas de las
gárgolas fueron inyectados con la Semilla de la Maldad, pues ahora (¡Oh,
entereza, abrázame!), los cadáveres cobraron nueva vida. Pero no una existencia
digna, propia de los seres humanos, sino repulsiva y antinatural, ya que los
muertos se levantaban, caminando por las calles. Lentos y con un apetito voraz,
con una insaciable sed de sangre fresca; y perseguían a aquellos que aún vivían
con normalidad, y comíanse a esos otros que no habían despertado de la muerte,
sólo para después vomitarlos, creando así nuevos engendros, pues esa era su
única y macabra forma de reproducción.

Y ya como mis ojos no querían seguir presenciando aquel repulsivo


panorama, volteé, pero el horror se había impregnado en mis pupilas, pues allí, a
mi lado, estaban mis hermanos pero sin sus rostros, ya que sus caras sólo eran
formadas por el sanguinolento tejido subcutáneo.

– ¡¡NO!! – grité, desesperado. Más que un grito, un frío alarido fue.

– ¡No exageres! – díjome Fredden, sonriendo -. ¡Mira, ni siquiera la golpeé!

Y era cierto, pues la piedra golpeó en una delgada madera ahuyentando a la


araña, la cual aprovechó de refugiarse bajo un montón de leña que yo mismo
había dejado, hace días, en el patio.

– ¡Tenías razón entonces – díjome Kurt -: la probabilidad era exactamente la


misma! ¿Ves? – dijo ahora, dirigiéndose a Fred -, Hansen estaba en lo cierto.
¡Salud por él!

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