Está en la página 1de 1

“Si lo miran desde una posición favorable, verán que es alto sin llegar a la exageración,

tiene una nariz levemente alargada, ojos grandes y de un azul grisáceo que confunde.
Es delgado. Sus manos parecen de pianista y la poca pero contundente vellosidad que
tienen, imprime una dosis de masculinidad considerable. Tiene el cabello oscuro,
ondulado; algunas canas aparecen y desaparecen de vez en cuando. Nunca volvió a
dejarse la barba, razón por la cual ésa cualidad ya no se le cuenta como propia. Su
boca es mediada, de un rojo pálido que encanta a quienes conversan con él.

Lo anterior podría decirlo casi cualquier persona. Mas nadie conoce a Alfredo tan bien
como yo. Él detesta el conformismo, las apariencias y el egoísmo. Suele vestirse con
abrigos y gusta de meter las manos en los bolsillos, sobre todo al caminar. En
apariencia es hombre de pocas palabras pero en realidad es tan buen conversador que
da gusto invitarlo a tomar café. No lo entusiasma el alcohol, pero en algunas ocasiones
la música lo hace despertar de su letargo de sobriedad y entonces se embriaga
felizmente, como un niño con licencia para ser grande. Odia la estupidez de quienes se
desentienden de la política sin argumentos. En varias ocasiones me ha dicho que la
ignorancia de los pueblos oprimidos está atada a una sólida pereza instaurada por la
calma que experimentan los cerebros inactivos.

Ha cumplido algunos de sus sueños, por ejemplo, conocer las islas del Lago Titicaca,
unas islas flotantes, construidas en totóra por los Uros. Cuando recuerda aquella visita
se despliega hablando acerca de esos tiempos de frío y soledad que pasaba en Bogotá,
después del abandono de su primera esposa; cuando la tensión política del país le
producía miedo y las noticias del mundo apuntaban a una revolución aterradora. Viajó
al Perú y solo allí recuperó esa parte de él que le faltaba; las montañas enormes, el
desierto infinito, los ríos inabarcables y el océano Pacífico, amplio y frío, le
devolvieron la vida.

Alfredo, mi buen Alfredo, cambiante y sonante, es débil ante las mujeres. Se pregunta
constantemente por qué la raza se condenó a ciertos caprichos sociales como la
fidelidad y la monogamia. Pero eso no lo atormenta. El otro día, en una mañana de sol,
mientras caminaba por el parque vio a su vecina, la que siempre camina de la mano de
su marido en las noches de sábado, besando apasionadamente a Julio, el muchacho
que trabaja en el supermercado. Lo que más le sorprendió era cómo la vecina, que
parecía tan refinada y discreta, había perdido los estribos y la vergüenza. Alfredo se
sintió maravillosamente pues es un hombre de esos que pese a todo, nunca pierde la
esperanza de que el mundo se rebele ante su propio sistema de creencias represivas.

Si lo miran desde una posición favorable, verán que es hombre bueno. Y que vive la
vida reconstruyéndose todo el tiempo porque, como Heráclito sentenció, todo fluye
aunque no sepamos hacia dónde.”

J. G.

También podría gustarte