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PEIRCE: LA CREENCIA Y LA MÁXIMA DEL PRAGMATISMO

Lady Viviana Chicuazuque Ávila*

Dentro de los tópicos que aborda Charles S. Peirce en sus planteamientos sobre el pragmatismo,
la creencia se encuentra constantemente referenciada, pues juega un papel en la conducta
práctica, en la lógica, en la verdad, en la investigación científica y en otros ámbitos que hacen
parte del constructo que crea el autor; de igual forma, se puede evidenciar una crítica a los
estudios de lógica y métodos con los cuales se había fijado la creencia, especialmente Peirce hace
fuertes reparos sobre el método cartesiano de la duda sistemática que permiten, además,
vislumbrar el avance y los aportes del autor para la investigación de la realidad. De ahí el
propósito del presente escrito: mostrar la importancia de la creencia y su papel en la máxima
pragmática, en cuanto que no sólo apacigua nuestra irritación de la duda, convirtiéndose en regla
para nuestras acciones, sino que es, igualmente, generadora de nuevas dudas: «dado que la
creencia es una regla para la acción, cuya aplicación implica más duda y más pensamiento, a la
vez que constituye un lugar de parada es también un lugar de partida para el pensamiento»
(Peirce, 2012: 206).

Para realizar dicho propósito es necesario, en primer lugar, mostrar cuáles son las características
que posee la creencia y cómo se fija de acuerdo a los distintos métodos que expone Peirce, de lo
cual deviene su vínculo con la realidad en cuanto es generadora de los hechos con los que se
produce la verdad. En segundo lugar, es menester incursionar en la crítica del pragmatismo al
método cartesiano respecto a su concepción de ideas claras y distintas, como a su propuesta de la
duda absoluta como el inicio de cualquier cuestión. En tercer y último lugar, se va a explicitar
cuál es el vínculo que guarda la creencia con la máxima del pragmatismo. Del basto corpus
bibliográfico que se puede hallar del autor –aun cuando algunos de sus manuscritos faltan por
transcribir y analizar– en el presente escrito se abordarán principalmente “La fijación de la
creencia”, “Cómo esclarecer nuestras ideas” y algunas de las conferencias de Harvard que
impartió en 1903, dentro de las cuales se encuentra “La máxima del pragmatismo”.
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Licenciada en Filosofía y Lengua Castellana, estudiante de III semestre de la Maestría en Filosofía
Latinoamericana de la Universidad Santo Tomás.

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1. Por una fijación de nuestras creencias en vínculo con la realidad

Cuando Peirce inicia hablando de la creencia, la va distinguiendo análogamente con la duda. En


el parágrafo tres de “La fijación de la creencia” lo primero sobre lo que llama la atención es la
diferencia que existe entre querer hacer una pregunta y querer pronunciar un juicio, pues le
corresponden respectivamente a la sensación de dudar y a la de creer. Lo segundo que reconoce
es la diferencia práctica entre las dos: «Nuestras creencias guían nuestros deseos y moldean
nuestras acciones […] La duda jamás tiene tal efecto» (Peirce, 2012: 161). Y lo tercero que nos
hace percatar el autor es la irritación que provoca la duda, una inquietud e insatisfacción que se
ven aplacadas con la creencia, pues ésta conlleva a un estado de tranquilidad y satisfacción. Sobre
este punto vuelve a recaer en “Cómo esclarecer nuestras ideas”, reconociendo que la duda,
aunque no tiene efectos prácticos como la creencia, sí conlleva a la acción del pensamiento,
donde el único fin o función de éste es, justamente, la producción de la creencia. Con todo, duda
y creencia adquieren en los planteamientos de Peirce una connotación bastante alejada de lo que
comúnmente se comprende por ésta, pues ahora se trata de actividades del pensamiento que
necesariamente repercuten en nuestras acciones prácticas en tanto que nos dicen cómo actuar:

Con independencia de lo que sea que da lugar a la duda, lo cierto es que estimula la mente a
una actividad que puede ser ligera o enérgica, tranquila o turbulenta. Las imágenes pasan con
rapidez por la consciencia, en un incesante fundirse las unas a las otras, hasta que, por fin,
cuando todo ha pasado ya –sea en fracción de segundos, en una hora, o después de años–, nos
encontramos decididos respecto a cómo actuar bajo circunstancias tales como las que
provocaron nuestra vacilación. En otras palabras hemos alcanzado la creencia (Peirce, 1988:
205).

Hasta el momento se ha caracterizado muy generalmente algunos aspectos de la creencia,


comprendiendo que aunque es un producto del pensamiento, incide en nuestras acciones; sin
embargo, ¿es suficiente esta caracterización para comprender lo que la creencia es? Peirce
especifica aún tres propiedades más, la primera es que la creencia es aquello de lo que nos
percatamos o somos conscientes, la segunda ya las habíamos vislumbrado: la creencia apacigua
nuestra irritación a la duda, y la tercera es que involucra el asentamiento de una regla de acción o
hábito, siendo el asentamiento de éste último la esencia misma de la creencia.

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Ahora bien, aun cuando el paso de la duda a la creencia se va a ver orientado por el hecho de que
ésta última tiene que guiar nuestras acciones y satisfacer nuestros deseos, pues de lo contrario nos
encontraríamos en estado de duda y –según explica el autor– tal estado tiene como efecto en
nosotros actuar hasta destruirla, implica un esfuerzo o lucha que en el texto viene a apalabrarse
investigación:

Con la duda, entonces, empieza la lucha y con la cesación de la duda termina. Así, el único
objeto de la investigación es el establecimiento de la opinión. Puede que nos figuremos que
esto no es suficiente para nosotros, y que buscamos, no meramente, una opinión, sino una
opinión verdadera. Pero al someter esta idea a prueba, se verá que carece de fundamento,
pues tan pronto como alcanzamos una creencia firme estamos totalmente satisfechos, sea la
creencia verdadera o falsa (Peirce, 2012: 162).

Ante la posibilidad de aceptar o fijar cualquier creencia desde que cumpla con su carácter
autocomplaciente, es que se empieza a gestar no sólo una crítica a los métodos tradicionales con
los cuales nos aferramos y nos resistimos a cambiar nuestras creencias, sino que además Peirce
va complementando el carácter esencial que le había puesto a la creencia, pues como se verá: no
es suficiente con que ésta posea dicho carácter autocomplaciente y tenaz, sino que más bien la
creencia debe estar guiada por un estado real de los hechos. Para comprender mejor este vínculo
que se empieza a vislumbrar entre creencia y realidad, se abordará cada uno de los métodos para
fijar la creencia sin olvidar tampoco que, por un lado, el único fin de la investigación es el
establecimiento de la opinión, pues esto logra invalidar concepciones desde las que se creía
iniciar la lucha de la investigación; y por el otro, que las creencias, en tanto normas para la
acción, son de la naturaleza de un hábito.

De acuerdo a lo anterior, Peirce va a exponer cuatro métodos distintos, rescatando al método


científico y criticando el de la tenacidad, el de autoridad y el a priori que va en conformidad con
la razón sin atenerse a la experiencia. El método de la tenacidad por su parte, es incapaz de
permanecer en la práctica, puesto que el hombre que lo sigue mantiene de tal forma apartada la
vista de todo aquello que le pueda llevar a cambiar sus opiniones, que iría en contra de todo
impulso social. Por el contrario, constituye un gran avance comprender que también otros
hombres pueden llegar a sentir y pensar igual que uno: «A menos que nos transformemos en
ermitaños nos influiremos necesariamente en las opiniones unos a otros de modo que el problema
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se convierte en cómo fijar la creencia, no meramente en el individuo, sino en la comunidad»
(Peirce, 2012: 164). Después del método de tenacidad, y en correspondencia con esto último que
nos aclara el autor, se encuentra el método de autoridad, el cual ha servido para mantener
doctrinas políticas y religiosas, entre otras, fijando las respectivas creencias en cada uno de los
individuos que conforman la masa, que tampoco posibilita un cambio de opinión, sino más bien
genera esclavitud intelectual.

Ante la perspectiva de los dos métodos hasta el momento vistos, no queda más que renunciar –en
palabras del autor– tanto a la obstinada adhesión a una creencia, como a la imposición arbitraria
de ésta sobre la masa. Se abre entonces la posibilidad de fijar un nuevo método para establecer
opiniones, más aún el método que consiguientemente va a exponer Peirce no logra cumplir la
expectativa de liberar nuestras opiniones de su elemento accidental y caprichoso, pues es aquel
cuyas proposiciones fundamentales parecen agradables a la razón, por lo cual no necesariamente
coinciden con la experiencia. Este método es el a priori, mucho más intelectual y respetable, pero
su problema, según Peirce, es que hace de la investigación una cuestión muy parecida a la moda y
al gusto.

¿Qué características debe tener, entonces, el método con el cual fijemos nuestras creencias? Pues
bien, el método debe ser tal que nuestra conclusión final sea válida para los hombres en general,
dicha validez en la opinión viene a corresponder aquí con el método científico, el cual va a estar
vinculado con los conceptos peirceanos de verdad y realidad, pues en la explicación que brinda
el autor sobre estos dos la verdad se comprende como aquella opinión destinada a que todos los
que la investigan estén de acuerdo con ella, es decir, lleguen a una misma y verdadera conclusión,
mientras que la realidad viene a ser el objeto representado; sin embargo, cuando el autor habla de
la realidad como la nueva concepción implicada por el método científico primero específica que:

Hay cosas reales cuyas características son enteramente independientes de nuestras opiniones
sobre ellas; esas realidades afectan a nuestros sentidos según leyes regulares, y, pese a que
nuestras sensaciones tan diferentes, como lo son nuestras relaciones con los objetos,
aprovechándonos de las leyes de la percepción, podemos averiguar mediante el razonamiento
cómo son las cosas realmente; y cualquier hombre, si tiene la suficiente experiencia y razona
lo suficiente sobre ella, llegará a la única conclusión verdadera (Peirce, 2012: 168).

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No puede haber duda, en ese sentido, de la existencia de cosas reales y, por lo tanto, las opiniones
y creencias deben estar en correspondencia con aquellos hechos de la realidad. Además de esta
ventaja sobre los otros métodos, el autor argumenta que el método de la ciencia es el único que
hace la distinción entre lo que es verdadero y lo que es erróneo, por lo que a través de éste es
posible realizar una aproximación a la verdad de la realidad. Así, cada individuo –hombre o
investigador– tiene que hacer su elección sobre el método con el cual fijar sus creencias, «una
elección que es mucho más que la adopción de alguna opinión intelectual, que es una de las
decisiones directrices de su vida, a la cual, una vez tomada, está obligado a adherirse» (Peirce,
2012: 170).

2. Crítica al método cartesiano: duda, claridad y distintividad

Teniendo presente el modo como Peirce aborda los conceptos de duda, creencia, verdad,
realidad y, además, la crítica que realiza a los métodos de fijación de la creencia, en este apartado
se abordarán dos consideraciones fundamentales desde las cuales se centra la crítica específica de
nuestro autor al cartesianismo. La primera se refiere al modo escéptico desde el cual Descartes
pretende llegar a un conocimiento verdadero y la segunda, en cambio, atiende a la concepción
cartesiana de las ideas claras y distintas como aquellas identificadas con la verdad.

Cuando Peirce expresa que el establecimiento de una opinión es el único fin de la investigación
resulta relevante, justamente, porque una de las concepciones vagas y erróneas que cuestiona es
la de Descartes, ya que éste en su búsqueda de la verdad propone desprenderse de todas las
opiniones en las que él creía, para introducir otras mejores y ajustadas a la razón, para él se trata
de poner en duda todas las cosas con el fin de examinar la verdad. Así, inicia una senda de
escepticismo en el cual ese poner en duda todas las cosas implicaba considerar como falso
aquellas creencias que provenían de los sentidos y que, por lo general, se asumen como
verdaderas. En este punto se centra la crítica de Peirce a la duda metódica del cartesianismo,
pues, por un lado, dudar de todo, aun de aquello que se manifiesta como incuestionable, implica
dejar de partir de una duda real y viva, cayendo, de algún modo, en una ociosidad, ya que el
motivo de la duda termina siendo intelectual y no vital. Por otro lado, la crítica a la duda

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sistemática del método cartesiano también se centra en el hecho de que nuestras indagaciones
parten de ideas pre-concebidas: «Y está claro que nuestro objeto no puede ser nada fuera de la
esfera de nuestro conocimiento, pues algo que no afecta a la mente, no puede ser motivo de
esfuerzo mental» (Peirce, 2012: 162).

Respecto a la segunda consideración, Peirce cuestiona el hecho de que el método cartesiano


asuma como regla general que es verdadero todo aquello que se percibe clara y distintamente,
pues inmediatamente imposibilita la necesidad de utilizar alguna certeza adicional que corrobore
aquella idea tomada como verdadera, el autor mismo también lo prevé al encontrar que en los
métodos tradicionales para fijar la creencia se buscará llegar a aquella que no sólo pensaremos,
sino que también asumiremos en nuestras acciones como verdadera. De ahí la necesidad de partir
de una duda real que pueda generar en nosotros un cambio de opinión, aun cuando ello suponga
cuestionar aquella creencia de la que nos encontrábamos convencidos; sin embargo, llegar a
dudar de lo que creíamos tenazmente deviene también de un hecho accidental y sorpresivo que
nos haga fijar la vista en lo que se nos presentaba como indudable, es aquí cuando surge una duda
genuina para el autor.

Cuando Descartes emprende la reconstrucción de la filosofía, su primer paso es el de permitir


(teoréticamente) el escepticismo, descartando la práctica de los escolásticos de considerar la
autoridad como la fuente última de verdad. Hecho esto, busca una fuente natural de los
verdaderos principios, y piensa haberla encontrado en la mente humana; pasando así del
modo más directo, tal como expuse en mi primer artículo3, del método de la autoridad al del
apriorismo. La autoconciencia tenía que proveernos de nuestras verdades fundamentales,
decidiendo a la vez lo que era agradable a la razón. Pero, evidentemente, dado que no todas
las ideas son verdaderas, se percató de que la primera condición de la infalibilidad es la de
que tienen que ser claras (Peirce, 1988: 200).

La claridad, sin embargo, al estar determinada por la familiaridad que se pueda tener con una
determinada idea y la distintividad abstracta que exige, no le hace percatarse a Descartes –dice el
autor– que no hay diferenciación entre una idea que aparenta ser clara y aquella que en efecto lo
es, de ahí entonces la necesidad de una regla para alcanzar el tercer grado de claridad de
aprehensión, que está guiada por los efectos concebiblemente prácticos de las cosas a las que se
les busca significado. En ese sentido, saber qué es algo implica primero tener en cuenta los
hechos reales, las acciones, antes que el pensamiento como sugería Descartes, pues es la realidad
la genera las ideas, mientras que el pensamiento –como se advirtió anteriormente– es el que se

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encarga de fijarlas. Ahora bien, como es de la realidad de donde provienen nuestras ideas, éstas
no pueden permanecer inmutables ya que, por lo general, nos vemos provistos de nuevos
hallazgos, los cuales serían difíciles encontrar con la posición cartesiana de la distintividad.

3. La creencia, guía para la acción, en la máxima del pragmatismo

Si la única función del pensamiento es la fijación de la creencia, y la esencia de ésta es el


asentamiento de un hábito, entonces la función del pensamiento es la de producir hábitos de
acción. Así nos lo hace comprender Peirce cuando expresa que al no saber cómo actuar en una
determinada ocasión, debemos pensar –para desarrollar su significación– qué hábitos involucra,
teniendo en cuenta con ello cuáles son sus circunstancias posibles como las más improbables.

Lo que el hábito es depende de cuándo y cómo nos mueve a actuar. Por lo que respecta al
cuándo, todo estímulo a la acción se deriva de la percepción; por lo que respecta al cómo,
todo propósito de la acción es el de producir un cierto resultado sensible. Llegamos así a lo
tangible y concebiblemente práctico como raíz de toda distinción real del pensamiento, con
independencia de lo sutil que pueda ser; y no hay ninguna distinción de significación tan
afinada que no consista en otra cosa que en una posible diferencia práctica (Peirce, 1988:
210).

Con un ejemplo el autor logra mostrar dicha distinción real del pensamiento. Considera que
nuestras acciones cambian al creer el que vino es la sangre –según lo predica metafóricamente la
iglesia católica con el sacramento–, o es simplemente el vino que conocemos. En cualquiera de
las dos creencias participa una cierta percepción sensible que orienta la acción correspondiente al
momento. En consecuencia, Peirce forma un entramado conceptual que le ayuda a explicar de
qué forma en la mente una idea está vinculada con los efectos sensibles que se conciben de las
cosas, en dicho entramado advierte que tanto la acción como nuestros hábitos –y por lo tanto
también nuestras creencias– afectan a los sentidos, por lo tanto, la idea que se tiene de algo es la
misma idea de sus efectos sensibles. De aquí la máxima del pragmatismo: «Consideremos qué
efectos, que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, concebimos que tenga el
objeto de nuestra concepción. Nuestra concepción de estos efectos es la totalidad de la
concepción del objeto» (Peirce, 1988: 210). Sin embargo, en uno de sus artículos posteriores, el
autor anunciará que dicha máxima no debe influir solamente en cómo deberíamos actuar como

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afirmando o negando el concepto a esclarecer, sino que también debe determinar cómo debemos
actuar deliberadamente y cómo deberíamos actuar de manera práctica.

Con lo anterior se puede evidenciar cómo se da esa primera relación entre creencia y la máxima
del pragmatismo, puesto que la importancia intelectual de la primera reside en los efectos de sus
conclusiones, efectos que inciden en nuestra conducta de acuerdo al momento que se nos esté
presentando; sin embargo, con la máxima encontramos que la suma de dichos efectos prácticos es
al final el significado de cualquier noción. Peirce, por su parte, no se queda únicamente con este
primer argumento sobre el que hace descansar la máxima pragmática donde la creencia consiste
en una guía para la acción, sino que en la primera de las siete conferencias impartidas en Harvard
desde marzo hasta mayo de 1903 titulada La máxima del pragmatismo el autor se encarga de
considerar la utilidad de la máxima, de ahí que se plantee

¿Cuál es la prueba de que las posibles consecuencias prácticas de un concepto constituyen la


suma total del concepto? El argumento sobre el que hice descansar la máxima en mi artículo
original era que la creencia consiste principalmente en estar deliberadamente preparado para
adoptar la fórmula en la que se cree como guía para la acción. Si la naturaleza de la creencia
es en verdad esa, entonces no cabe duda de que la proposición en la que se cree no puede ser
en sí misma sino una máxima de conducta. Eso, creo es bastante evidente. Pero, ¿cómo
sabemos que la creencia no es más que estar deliberadamente preparado para actuar de
acuerdo con la fórmula creída? (Peirce, 2012: 200-201).

Es aquí cuando se amplía el panorama para llegar a una concepción verdadera como lo propone
la máxima, entonces no se tiene únicamente en cuenta el impulso original de actuar de acuerdo a
una intención definida, es decir, no se trata solamente del terreno psicológico en el que había
afincado la máxima, sino que distinguiendo la aprehensión del significado de una noción y la
aserción de la misma donde uno se encuentra convencido de la verdad de la proposición, se
cuestiona si la creencia es aquí exclusivamente lo que se refiere a sus efectos prácticos y
encuentra con ello que, en realidad, aquello que pensamos y en lo que creemos, interpretado en
términos de lo que estamos dispuestos a hacer, también necesita tener en cuenta tres “aspectos”
que están correlacionados, esto es: lo que deberíamos pensar, lo que elegimos hacer y lo que
estamos preparados para admirar, es decir, las tres ciencias normativas que postula el autor:
lógica, ética y estética, donde la primera debe ser aplicada en la doctrina de la ética como lo que
escogemos hacer, adquiriendo así un sentido igualmente práctico.

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5. Consideraciones finales

El acercamiento a los planteamientos de Peirce implica enfrentarse con toda una arquitectónica
en donde sus primeras reflexiones sobre conceptos como verdad, realidad, creencia y la misma
máxima del pragmatismo continúan perfeccionándose en escritos posteriores. En el presente
escrito, aunque se pretendió abordar el papel de la creencia y su relación con la máxima
pragmática, no se puede desatender al hecho de que hay más conexiones qué explicitar en la
propuesta general del pragmatismo, de ahí entonces en estas consideraciones finales sea necesario
fijar de manera más general el panorama que nos propone Peirce. Hasta el momento nos
centramos exclusivamente en el horizonte de comprensión que brinda el autor sobre la creencia y
la duda, encontrando, al final, que su relación con la máxima debe sustraerse del ámbito
exclusivo de la psicología, como facultad de la voluntad, y adscribirse, por lo tanto, al ámbito de
la lógica, la cual está determinada principalmente por el razonamiento debido a que se refiere a la
doctrina de lo que debemos pensar; sin embargo, no se queda sólo en este punto, sino que
también tiene su impacto en el plano práctico al tener la aplicación en la doctrina ética como
aquella que determina lo que deliberadamente estamos dispuestos a hacer. Sin embargo, nuestras
acciones también van a depender de lo que estamos dispuestos a admirar, es decir, entramos
finalmente en el ámbito de la estética como aquella que también orienta la intencionalidad del
pensamiento. Ahora bien, como la base de nuestro pensamiento se encuentra en la realidad y, por
lo tanto, en la experiencia que se tiene dentro de ésta, Peirce pone en consideración a la
fenomenología como aquella ciencia que trata objetivamente con los fenómenos y su interacción
con las categorías de sensación, relación e interpretación, desde las cuales el autor organiza la
inteligibilidad de la experiencia. Aquí Peirce despliega prácticamente la totalidad de su
consideraciones acerca del tema: de la noción nos lleva a la creencia, de ambas a la acción; lo
encuadra en la lógica: la proposición, el juicio y la aserción, el contenido proposicional de la
creencia y su carácter de signo; y conecta la lógica con la ética y la estética. Destacando el
carácter fundamental, para su concepción del razonamiento, de la experiencia sensorial.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Peirce, Charles S. (1988). Cómo esclarecer nuestras ideas. El hombre, un signo (El pragmatismo
de Peirce) (J. Vericat, trad.). Barcelona, España: Crítica, 200-223.

Peirce, Charles S. (2012). La fijación de la creencia. Obra filosófica reunid. Tomo I (1867-1893)
(D. McNabb, trad.). México: Fondo de Cultura Económica, 157-171.

Peirce, Charles S. (2012). La máxima del pragmatismo. Obra filosófica reunida. Tomo II. (1893-
1913) (D. McNabb, trad.). México: Fondo de Cultura Económica, 193-206.

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