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EL PROBLEMA DE LA GUERRA Y LAS VÍAS DE LA PAZ

La botella, la red y el laberinto


Nomberto Bobbio.
Wittgenstein ha escrito que la tarea de la filosofía es la de enseñar a la mosca a salir de la botella. Esta imagen, elevada a
representación global de la vida humana, refleja sólo una de las posibles situaciones existenciales del hombre, y no la más
desfavorable. Es la situación en que existe una vía de salida (evidentemente se trata de una botella sin tapón); por otra
parte, fuera de la botella hay alguien, un espectador, el filósofo, que ve claramente dónde está.
¿Pero qué pasa si en lugar de la imagen de la imagen de la mosca en la botella consideramos la del pez en la red? También
el pez se debate en la red para salir de ella, con una diferencia: cree que hay un camino de salida, pero éste no existe.
Cuando la red se abra (no por obra suya), la salida no será una liberación, es decir un principio, sino la muerte, o sea el fin.
En esta situación, la tarea del filósofo, del espectador externo que ve no sólo el esfuerzo sino también la meta, no puede ser
ya la descrita por Wittgenstein. Con toda probabilidad predicará la vanidad de la cura, de agitarse sin un objetivo, la
renuncia a los bienes cuya posesión no es segura y en cualquier forma ya no depende de nosotros, la abstinencia, la
resignación, la imperturbabilidad. Nos invitará a contentarnos con el breve tiempo de vida que aún nos es dado vivir, a
esperar la muerte con serenidad y tal vez a cultivar nuestro jardín. Se trata, como cualquiera puede reconocer con facilidad,
de las varias formas de filosofía como sabiduría, mientras que el caso de la mosca la filosofía se había presentado bajo las
formas del saber racional. Pero nosotros, los hombres, ¿somos moscas en la botella o peces en la red?
Tal vez ni una cosa ni la otra. Tal vez la condición humana puede representarse globalmente de manera más apropiada con
una tercera imagen: el camino de salida existe, pero no hay ningún espectador afuera que conozca de antemano el
recorrido. Estamos todos dentro de la botella. Sabemos que la vía de salida existe, pero sin saber exactamente dónde se
halla procedemos por tentativas, por aproximaciones sucesivas. En este caso, la tarea del filósofo es más modesta en
relación con la primera situación y menos sublime en relación con la segunda: enseña a coordinar los esfuerzos, a no
arrojarse de cabeza a la acción, y al mismo tiempo a no demorarse en la inacción, a hacer elecciones razonadas, a
proponerse, a título de hipótesis, metas intermedias, corrigiendo el itinerario durante el trayecto si es necesario, a adaptar
los medios al fin, a reconocer los caminos equivocados y abandonarlos una vez reconocidos como tales. Para esta situación
nos puede ser útil otra imagen, la del laberinto: quien entra en un laberinto sabe que existe una vía de salida, pero no sabe
cuál de los muchos caminos que se abren ante él a medida que marcha conduce a ella. Avanza a tientas. Cuando encuentra
bloqueado un camino vuelve atrás y sigue otro. A veces el que parece más fácil no es el más acertado; otras veces, cuando
cree estar más próximo a su meta, se halla en realidad más alejado, y basta un paso en falso para volver al punto de partida.
Se requiere mucha paciencia, no dejarse confundir nunca por las apariencias, dar (como suele decirse) un paso cada vez, y
en las encrucijadas, cuando no nos es posible calcular la razón de la elección y nos vemos obligados a correr el riesgo,
estar siempre listos para retroceder. La característica de la situación del laberinto es que ninguna boca de salida está
asegurada del todo, y cuando el recorrido es justo, es decir conduce a una salida, no se trata nunca de la salida final. La
única cosa que el hombre del laberinto ha aprendido de la experiencia (supuesto que haya llegado a la madurez mental de
aprender la lección de la experiencia) es que hay calles sin salida: la única lección del laberinto es la de la calle bloqueada.
Estas metáforas se aplican con la misma eficacia al problema del sentido de la vida individual, del destino del hombre
como individuo aislado, que al problema del sentido o del destino de la humanidad. Corresponden a tres modos de
concebir el sentido de la historia. Se pueden representar en ellos tres típicas filosofía de la historia. Por supuesto, no son las
únicas. Dejan fuera, en ambos extremos, dos: la concepción religiosa, mejor dicho cristiana, de la historia, para la cual la
solución existe, pero fuera de la historia y el único espectador es Dios; y la del pesimismo radical (pantragismo), para la
que no sólo no hay solución final, sino que tampoco hay soluciones parciales, intermedias, y no existe otra condición que
el sufrimiento inútil, otra actitud posible, como la indiferencia o la desesperación, y suponiendo que exista un espectador,
éste o no presta atención o es impotente.
Pero aquí no me interesa la filosofía de la historia en cuanto tal; sólo me interesa en relación con el problema de la guerra.
La guerra ha sido siempre uno de los temas obligados y predilectos de toda filosofía de la historia, por lo que tiene de
terrible y fatal, que parece o casi siempre ha parecido inherente a ella. Si la filosofía de la historia es la reflexión sobre el
destino de la humanidad en su conjunto, la presencia de la guerra en cada fase de la historia humana, por lo menos hasta
hoy, constituye para dicha reflexión uno de los problemas más inquietantes y fascinantes. Incluso, como se ha hecho notar
repetidas veces, el punto de arranque y crecimiento de las filosofías de la historia son las grandes catástrofes de la
humanidad, y entre éstas la guerra ocupa un lugar de privilegio. La filosofía de la historia como reflexión sistemática nació
con la Revolución francesa y las guerras napoleónicas (Hegel y Comte); tuvo su segundo renacimiento con la Primera
Guerra Mundial y la Revolución rusa (Spengler, Toynbee). La amenaza de la guerra termonuclear, acompañada por el
espectro que evoca, de una destrucción sin precedentes y quizá de la «solución final», probablemente esté destinada a
provocar un tercer florecimiento.
Pero hoy el problema se plantea de manera distinta. La operación que consiste en atribuir un sentido a un hecho o una serie
de hechos, supone la referencia a un fin, sea en cuanto el hecho mismo es el fin a que se tiende, sea en cuanto es un medio
adecuado para alcanzar dicho fin. El problema de dar un sentido a la historia en su conjunto presupone que nos
encontremos capacitados para dar una respuesta a la siguiente pregunta: «¿Cuál es el fin último de la historia?». Pero si la
historia está destinada a culminar en la autodestrucción del hombre, si la historia no tiene una finalidad, sino sólo un final,
¿tiene sentido aún plantearse el problema del sentido de la historia? Es sabido que uno de los modos de conferir sentido a
la vida individual es, en una concepción inmanentista, el de hacerla confluir con la vida de toda la humanidad; ahora bien,
si no logra mos ya dar un sentido a la 'historia en su conjunto, ¿no corremos el riesgo de privar de sentido, es decir de
convertir en absurda, también la vida de los individuos? Hasta ahora, la tarea de la filosofía de la historia ha sido justificar,
como veremos mejor a continuación, la guerra. ¿No hemos llegado quizás, al punto en que corresponde a la guerra, a la
guerra atómica quiero decir, la tarea de de justificar la filosofía de la historia, o por lo menos de invertir su sentido, vale
decir de hacer de la filosofía de la historia no el proceso de racionalización del curso histórico de la humanidad por
excelencia sino, por el contrario, la demostración de su absurdidad?
Volvamos por un momento a nuestras tres metáforas: si la «solución final» es inevitable, nosotros no somos como las
moscas guiadas con sabiduría por el filósofo hacia la salida de la botella, sino como los peces que se debaten inútilmente
en la red. ¿Y si, en cambio, fuéramos seres racionales que van errantes por un laberinto, que se han dado cuenta de que la
guerra, cuando ha tomado las dimensiones de la guerra atómica, es pura y simplemente un camino bloqueado?

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