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Tripa Mistic

Temporada 1
© Rafael Lugo Naranjo 2019
© La Caracola Editores 2019

www.lacaracolaeditores.com

ISBN 978-9942-36-796-9

Diseño de portada: GELJU

Impreso en Ecuador

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, sin


previa autorización de los propietarios de Copyright.
Tripa Mistic
Temporada 1

Rafael Lugo Naranjo


Episodio 1
«Enuresis nocturna»

La luna, sobre el oriente, alumbraba la madruga-


da. En el techo del centenario establo cubierto con tejas
grandes y pesadas, caminaba sin hacer ruido una gata en
la plenitud de su celo. Era una angora gris con negro, de
ocho años, muy querida por los empleados de la hacien-
da. Le habían bautizado Madmuasel y siempre guarda-
ban para ella la mejor nata de la leche recién ordeñada.
El olor de su estado irreprimible circulaba por toda
la extensión de la propiedad. Para los machos de la es-
pecie gatuna, la noticia en formato de feromonas era
un auténtico regalo de la vida. Al poco rato llegaron,
silentes y cargados de ilusión, cinco candidatos con el
ánimo de procrear con Madmuasel. Dos fueron ataca-
dos por los ágiles y multirraciales perros cuidadores de
la finca —Balto, Modric y Empapé—. Algo mordidos y
muy asustados, los gatos lograron salvarse, y aunque
tuvieron que regresar con la esperanza perdida a sus
domicilios, al menos lograron volver. Un tercero, que
ostentaba un collar azul y plaquita de identificación,
gordo, de pelo corto y negro, recordó que le habían cas-
trado tres meses atrás y se marchó displicente escon-
diendo las lágrimas que le llegaron a los bigotes.
Los dos galanes que quedaron: uno amarillo y grande
como un perro, y un siamés ñato y de mirada petulante,
lograron acercarse a Madmuasel. La oscuridad nocturna
todavía era suficiente para un ambiente romántico y para

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un enfrentamiento sin tregua. Los machos se encontraron
de frente sobre el tejado y no tuvieron otra opción que
darse como taxistas chocados. Mientras el amarillo y el
siamés se sacaban la entreflauta por el amor de Madmua-
sel, la gata decidió quemar el tiempo mirando hacia el
enorme volcán de plata, en cuya nieve perpetua se refle-
jaba la luz de la luna. Impaciente por la demora de los
machos, se dejó llevar por la hipnótica figura blanca de
la montaña.
De pronto, en sus pupilas destelló un corto y rojísi-
mo rayo que cayó perpendicular desde el cielo y entró
preciso, como un tiro de tres puntos de Demetrio Ver-
naza, justo dentro del cráter. Madmuasel pestañeó por
la brillante imagen, pero no pudo importarle menos el
pequeño y rojo cometa que por un microsegundo pare-
ció tener una figura humana.
Por fin, luego de cinco minutos de batalla, el siamés
logró vencer al amarillo. El gato campeón se acercó
rengo de la mano izquierda y la gata le pasó un par de
lengüetazos por detrás de las orejas y en el hocico. El
macho, con una ligera taquicardia, se lanzó a lo suyo.
Cuando sus cuerpos se unieron en el previsible aco-
plamiento, Madmuasel apretó los ojos y sintió erizarse
todos los pelos de su espalda. El siamés quiso lucirse
y sacó las uñas para mejorar la tracción. Crujieron las
tejas bajo sus patas y les rasguñó el musgo verde, de-
jándoles delgadas huellas paralelas. El viento dejó de
mover las ramas de los árboles. Las ranas, más capa-
citadas que el INAMHI, anunciaron una lluvia que sí
llegó, y a lo lejos empezaron a escucharse los cantos de
los gallos insomnes. Olía a caca de vaca y a yerba tierna

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recién cortada. Por cuarenta y cinco segundos, los dos
felinos se olvidaron del mundo que les rodeaba y se
sintieron como pequeñas explosiones de luz que se en-
lazaban para crear un nuevo elemento en el Universo.
Un instante después de terminar, la gata dio un
alarido, giró sobre sí misma a la velocidad del sonido
y le abrió la cara al siamés de un zarpazo. Es sabido
que los gatos tienen el miembro viril en forma de ar-
pón, y cuando alcanzan el clímax amatorio y lo sacan
de la vagina de la gata, el dolor que ella experimenta
es enorme; pero el cabreo es más grande que el dolor.
Así que luego de la cópula los gatos con experiencia, ni
bien sacan el pishco, salen soplados, pero los todavía
inocentes —como el siamés— creen que deben quedar-
se para un abrazo y son atacados al instante. El siamés
desapareció corriendo por el potrero y Madmuasel
permaneció en el tejado, lamiéndose la herida y pen-
sando que todos los gatos son iguales.
Mientras se sanaba con la lengua y cerrando los
ojos, al volcán la nieve se le convertía en sangre: súbi-
tamente entraba en erupción y lanzaba enormes bolas
de fuego que arrasaban con el mundo conocido. Em-
pezando por Madmuasel, que quedaba convertida en
un montoncito de ceniza del mismo color de su pelaje.
Con esta última escena de violencia atroz, un quiteño
de mediana edad se despertaba de su pesadilla, a pun-
to de mearse encima y gritando «¡Arrarray, Madmuasel!
¡Arrarray, Madmuasel!», para luego quedarse quieto bajo
las cobijas con la mano sobre el corazón palpitante y res-
pirando con agitación. Y con la otra mano, explorándose
el calzoncillo para verificar si se había orinado del susto.

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Se trataba de un tipo de reducida simpatía y talentos,
que acababa de perder su trabajo y tenía desarrollado el
tic de quedarse horas y horas observando al Cotopaxi,
pues venía soñando con demencial insistencia en un
dantesco fin del mundo en forma de erupción. Una fuer-
za invisible, que se le revelaría días más tarde, le había
condenado a asumir el rol de salvador del planeta. Una
fuerza de orígenes milenarios, escondidos en la profun-
didad de los tiempos.
En Quito, la mañana luminosa transcurrió con bajos
niveles de concentración de esmog y el índice de la ra-
diación ultravioleta se mantuvo en 4. No hubo noticias
de asaltos, ni apareció un nuevo escándalo por ningún
peculado recién descubierto. Lo único que entristecía
el ambiente fue que ese día era un lunes, y los ecuato-
rianos odian ese día porque están obligados a entregar
el trabajo que debieron terminar el miércoles anterior.
Pero los efectos del lunes se habían aplacado con las
buenas noticias llegadas desde São Paulo.
El país en general festejaba pues la noche anterior,
en el primer partido de la final de la Copa Libertadores
de América, el equipo de fútbol guayaquileño Barce-
lona Sporting Club había vencido dos goles por cero
al Sport Club Corinthians, sumiendo en el silencio al
Arena Corinthians y elevando al Olimpo al joven go-
leador Campana.
Con estas estadísticas, el día avanzaba engañosa-
mente equilibrado y alegre. Y como suele ocurrir en la
vida real, en las películas y en las novelas, ante tanto
positivismo nadie sospechó que al final de aquella ma-
ñana calma, como el mar dormido, un horrendo mons-

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truo del averno, el más feo de los demonios, empezaría
desde el Ecuador su plan para sumir al mundo entero
en el fuego infinito.
Cerca del mediodía de aquel lunes 25 de julio de 2022,
dos eventos convirtieron la alegría nacional en una mara-
ña de fulminante incertidumbre. A las 11:15, cayó una no-
vedad paralizante, como cuando te cuelgan en Facebook
un video saliendo del motel con la moza: se supo oficial-
mente que el Corinthians había impugnado el resultado
del partido perdido en São Paulo ya que Barcelona habría
alineado tres jugadores inhabilitados para participar en
ese crucial cotejo.
Y horas después, cuando todavía el país trataba de
asimilar el susto, desde los huesos más profundos del
Cotopaxi salió un crujido bestial. Tan bestial que el qui-
teño que había venido soñando en una erupción que
provocaría el fin del mundo —y que se pasaba horas y
horas mirando fijamente al coloso—, no sabía si empe-
zar a rezar llorando, alertar a las autoridades llorando,
o salir a comprar víveres llorando y luego esconderse
dentro del departamento para sobrevivir al apocalipsis.
Llorando.

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Episodio 2
«Desarrollos inmobiliarios
en zonas peligrosas»

Cuando todo va mal, uno tiende a perder la mira-


da en la lejanía, con la esperanza de que las cosas es-
tén mejor unos metros más allá, como quien busca un
oasis. Y lo mismo hacemos cuando parece que la vida
va en orden: miramos más allá, con la angustia de que
alguien puede estar acercándose —con una prueba de
embarazo, por ejemplo— para regresarnos en un san-
tiamén a la amargura.
Y no se supo si fue porque les estaba yendo mal o
les estaba yendo bien durante ese día de soleado julio,
pero además del joven obsesionado con el volcán, hubo
gente que desde Quito miraba con hipnótica atención
las montañas que la rodean. La baja nubosidad permi-
tía la dicha de encontrar la timidez blanca del Cayambe
y la recia seriedad de los Pichinchas, así como la sos-
pechosa cercanía de los Ilinizas y la singularidad del
Puntas. Ahí estaban, el sobrepoblado Ilaló convirtién-
dose en un Panecillo cualquiera, y claro, el infaltable
Cotopaxi, robándose el show, como desde hace tantos
siglos, y que esa tarde decidió sacudirse de forma ex-
traña y ruidosa.
Ecuador, año 2022. Gobernaba con mano férrea y
robo monopólico una esperada coalición de partidos
políticos. Las hidroeléctricas chinas se habían conver-

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tido en jardines colgantes y todavía estaban buscando
quién financiara la Refinería de El Aromo. No llegaba
aún el agua potable a Durán y para cuando Julian As-
sange soltó la lengua, Lenín Moreno ya no necesitaba
su silencio. Correa seguía prófugo, pero expulsado de
Bélgica por un pedido de alejamiento de su exesposa, y
con veinticinco boletas de captura que la Interpol aún
analizaba. El embajador chino fungía como Contralor,
y a cambio de esta renuncia estatal, los chinos nos vol-
vieron a prestar algunos miles de millones de dólares.
La nueva mayoría evangélica en el Concejo Metropoli-
tano de Quito votó a favor de retirar a la Virgen del Pa-
necillo, pues legislaron una ordenanza que prohibía la
exhibición pública de imágenes, para ellos, blasfemas.
El alcalde Moncayo, inicialmente opuesto, votó a favor
a cambio de que los votos evangélicos le permitiesen
suscribir un millonario contrato para instalar nuevas
verjas para los parterres de la ciudad. «Los hijos e hi-
jas de los cientos de vendedores ambulantes necesitan
guarderías», explicaba el burgomaestre. En Guaya-
quil la alcaldesa Viteri anunció con alegría y orgullo la
erradicación total de esa horrible plaga conocida como
árboles. «La única madera es la de guerrero, y la de
palmera», remató al final de su discurso. El equipo de
fútbol Liga de Quito acababa de inaugurar su propio
club de esgrima para ocupar a algunos de sus hinchas,
más talentosos con la navaja que ciertos jugadores con
la pelota; y el Deportivo Quito había, por fin, levanta-
do la dorada copa de la Liga de Luluncoto. El reelecto
presidente Trump seguía burlándose de las denuncias
por fraude fiscal y acoso sexual, a Rodríguez Zapatero

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le descubrieron una cuenta secreta con 15 millones de
dólares de origen venezolano. El Papa Francisco fue
enterrado con toda la pompa luego de morirse como
chirote al conocer que sentenciaron a Cristina Kirch-
ner a treinta años de prisión por el asesinato del fiscal
Nisman en la misma semana en que los milicos reem-
plazaron a Maduro. Un periódico italiano publicó una
fotografía del cadáver papal que mostraba un tatuaje
de Juan Domingo Perón en el bíceps derecho, y el Va-
ticano no tardó en excomulgar al paparazzi. Luego re-
tocaron el tatuaje para que pareciera un San Francisco,
pero se notaba a leguas la adulteración.
Sin dudas algo muy raro estaba ocurriendo ese
día. Muy raro y de dimensiones insospechadas. De di-
mensiones insospechadas y de profundidades desco-
nocidas y terroríficas. Un corto rato tardaron los más
atentos montañistas, vulcanólogos y desocupados ad-
miradores del volcán Cotopaxi, en notar algo fuera de
lo común en el cuerpo de la montaña minutos después
del estruendoso crujido que el volcán había soltado en
la inmensidad, y el posterior ruido de mil avalanchas
que despedía el suceso.
Al inicio, a simple vista se pudo captar la extraña si-
tuación, y más adelante el evento fue tomado equivoca-
damente como un fortísimo temblor cuando el desplaza-
miento de tierra activó todos los sismógrafos del Ecuador
y los detectores laháricos instalados en el volcán. Olas de
noticias sobre el aparente sismo ahogaron la opinión pú-
blica en pocos minutos, al punto de que la impugnación
del Corinthians contra el Barcelona se mantuvo en segun-
do plano por largas horas.

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Los datos de los equipos de control no coincidían con
un movimiento telúrico de origen conocido. Para los téc-
nicos, el asunto no podía ser una erupción, ni tampoco
un terremoto. Millones de ojos se posaron en el epicen-
tro del fenómeno y luego de una prolongada e incrédula
observación fue evidente que lo que estaba ocurriendo
era que el cono del Cotopaxi giraba muy pausadamente,
como si se tratara de un cañón antiaéreo que busca su
blanco en cámara lenta.
En Quito, a unos 50 kilómetros de distancia, el so-
nido del evento llegaba como un rumor parecido a una
estampida de miles de caballos. En las haciendas del
cantón Mejía, muy cercanas al coloso, las vacas mugían
en dos tonos más arriba de su escala usual y se nega-
ron fieramente a ser ordeñadas. En Latacunga, capital
de la provincia de Cotopaxi, y víctima favorita de sus
antiguas erupciones, el ruido provocó desmayos, nego-
ciados del prefecto y un drástico incremento en el precio
de las allullas y de las aguas San Felipe. La hiperfamo-
sa cárcel, construida estúpidamente en un territorio de
desfogue natural de lahares, volvió a ser centro de va-
rios comentarios, luego de un largo silencio de los años
posteriores a la muerte de su más famoso privado de
la libertad justo cuando había empezado a delatar a sus
coidearios a cambio de un acuerdo con la Fiscal General;
falleció envenenado por ingesta de arsénico pese a los
665 días de huelga de hambre que llevaba, por cierto.
Los ecuatorianos conocen de memoria cómo luce el
impresionante volcán. Tan simétrico y bien hecho que
parece importado. No por nada se asemeja mucho al
monte Fuji, y los japoneses tienen gran paciencia para

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hacerlo todo muy bonito. Sin mucho esfuerzo se podía
notar el cambio de posición de su cráter pese a la pas-
mosa lentitud del giro. Una imagen espeluznante, con-
fusa e inaudita, sin duda. Acompañada de polvaredas
blanquísimas que alcanzaban el cielo, de crujidos que
salían del subsuelo del tártaro y de sirenas de ambulan-
cias, patrulleros, camiones de bomberos, y del jeep del
infaltable burócrata de alta jerarquía que cree que es im-
portante su presencia en alguna reunión donde no va a
solucionar nada.
Grandes avalanchas de nieve empezaron a despren-
derse a causa del movimiento. Y en poco tiempo miles
de aterrorizadas personas lanzaban gritos y llamadas de
auxilio porque temían, con toda la razón, que esas mi-
les de toneladas de hielo se derritieran para convertir
al río San Pedro en un monstruo de lodo y piedras que
arrasaría los valles de Sangolquí, San Rafael, El Tingo,
Cumbayá y Tumbaco.
El río San Pedro, que viene desde las faldas mismas
del Cotopaxi, avanza cada vez más grandecito por el
sur, atraviesa los valles ya mencionados, y desde El
Tingo bordea por el flanco noroeste al monte Ilaló hasta
llegar a los valles de Cumbayá y Tumbaco.
En esas zonas las urbanizaciones cercanas al cau-
ce del río, y de nombres muy originales (como Lomas
de Cumbayá 1 y 2, Montes de Cumbayá, Bosques de
Cumbayá, Altos de Cumbayá, Jardines de Cumbayá,
Cerros de Cumbayá, Laderas de Cumbayá 1 y 2, Me-
setas de Cumbayá, Vistas de Cumbayá, así como Lo-
mas de Tumbaco 1, 2 y 3, Montes de Tumbaco, Bosques
de Tumbaco, Altos de Tumbaco, Jardines de Tumbaco,

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Cerros de Tumbaco, Laderas de Tumbaco, Mesetas de
Tumbaco 1 y 2, Vistas de Tumbaco), respiraban tran-
quilas pues estaban a más de cuarenta metros sobre
el cauce original del San Pedro. No obstante, en otras
urbanizaciones, también de muy pensados nombres,
pero cercanas al río, el precio del metro cuadrado de
terreno pelado y de construcción disminuiría durante
esos días hasta casi la mitad pues el río, convertido en
un previsible monstruo de lodo y rocas, podría pasar-
les por encima en cuestión de segundos.
Los ciudadanos más proactivos hacían las maletas y
escapaban sin saber hacia dónde. El cráter giraba y se
torcía sin detenerse, y pasaron al menos cuatro horas
hasta que paró de rotar, dejando su tenebroso orificio
apuntando hacia el suroeste. Cuando se detuvo el mo-
vimiento, muchos de los que habían escapado hacia el
sur se enteraron gracias a mensajes llegados a sus celu-
lares de que el cráter apuntaba justo a donde ellos iban,
y dieron vuelta en U para regresar por sus fueros. Hubo
accidentes en las carreteras, campanadas en todas las
iglesias, programas de radio y televisión interrumpi-
dos por flashes informativos que se contradecían entre
sí, compras frenéticas de latas de atún y botellones de
agua, saqueos, contrataciones de obra pública a dedo
aprovechando el desorden, y ventas callejeras de fotos
del Cotopaxi, de discos de música del Altiplano y de
réplicas de plástico de la piedra Chillintosa con la ima-
gen de la Virgen de la Merced. Todo por 5 dólares, o a 2
dólares cada ítem por separado.
Mientras ocurría esta bárbara expresión de la natura-
leza y surgían los mencionados emprendimientos, el qui-

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teño elegido para salvar al mundo estaba al borde de la
locura, y vomitaba de rodillas en el antiguo inodoro que
su madre había ocupado por una vida entera. Solo él sa-
bía lo que estaba ocurriendo en realidad, y él sería quien
anunciara al Ecuador y al mundo sobre el inminente cata-
clismo que vendría días después.
Su preocupación principal se había convertido en
cómo informar responsablemente a sus conciudadanos
del eminente riesgo que corrían y el origen de su infor-
mación. Sabía que anticipar el desastre podría ser de
enorme utilidad para salvar vidas, pero también recono-
cía y se repetía la misma pregunta: ¿quién puede darle
una mala noticia a este país, si hasta cuando llegas con
buenas nuevas te putean?

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Episodio 3
«El origen del Mal»

Así como Dios se cansó y se tomó un día libre, una


mañana fue débil y rehén del puro deseo de amar. Él,
siendo el creador de todo, era el autor de la lujuria y de
la debilidad, de modo que se dejó llevar por ambas sin
pensárselo mucho, pues también fue el hacedor de la
renuncia a la sensatez.
Esto ocurrió cuando caminaba por sus jardines del
Edén, llegó cerca del río y en las aguas de la corriente,
cuyo sonido le pareció un coro de ángeles, vio a Auro-
ra lavando la ropa. Ella, despreocupada y creyéndose
sola, con un escote más profundo que el déficit fiscal
del Ecuador, exhibía sus rosados senos sacudiéndose
sudorosos y salpicados por el río. Salía suavemente de
su boca carnosa una melodía que nunca nadie había es-
cuchado de esos labios rojos como la sangre de los que
se intoxican con monóxido de carbono. En definitiva,
una hermosura onda Liv Tyler, para no hacernos lío.
Dios se acercó sin hacer ruido, cada vez más orgu-
lloso de su infinita capacidad para crear belleza. «De
dónde habré sacado el barro para hacer esta precio-
sura», se preguntó en secreto. Aurora dejó de lavar la
ropa, se incorporó y miró a Dios con sus ojos de paraí-
so. Dios le sonrió y ella dejó escapar un gemido que se
convirtió en una mariposa amarilla.
—¿Quién eres tú? —le preguntó ella limpiándose el su-
dor de la frente con un grácil movimiento de la mano.

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—Soy Dios —le respondió Dios.
—¡Ay!, qué creído —dijo ella y rio.
Dios no se dejó amedrentar por la burla de Aurora.
—Quiero poseerte, criatura mía —respondió Dios,
yendo directo al grano.
—Tú no eres ningún dios —dijo ella empezando a
enamorarse del aplomo del ser que le hablaba flotando
sobre las rocas del río.
—No suelo dar pruebas de mi existencia, pero por ti
puedo hacer una excepción —concedió El Divino.
Aurora se le acercó caminando con los pies sumergi-
dos en el agua. Era un lindo par de piececitos talla 6 (36.5
en Europa), con las uñas blancas y con talones sin callos.
—Bueno, te dejaré demostrarme quién eres —le dijo
juguetona, y acto seguido se descubrió parcialmente la
espalda—. Siempre he querido tener pecas en los hom-
bros y en la espalda, ¿sabías? Hazme pecas, tú, gran
creador del Universo.
El río se arremolinaba, los árboles cambiaban de co-
lor pasando en segundos desde el verde más claro hasta
un naranja que parecía conato de incendio forestal, y las
aves trinaban melodías que viajaron por el tiempo hasta
convertirse en las hermanas Nancy y Ann Wilson.
Dios acercó su mano hacia la espalda descubierta que
brillaba como una lámina de oro, y al mismo tiempo creó
el pulso tembleque de quien se enamora por primera vez.
Jugó con sus dedos, como si los hombros y la espal-
da de Aurora fueran un piano, y con las yemas le hizo
muchísimas pecas distintas entre sí.
Aurora sintió en su piel que cada roce de las yemas
de Dios era como el roce de las yemas de los dedos de

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Dios. Con las primeras diez pecas ella ya estaba empa-
pada de pasión, y Él le hizo ciento setenta. La corriente
del río creció ligeramente gracias a ella.
La mujer dejó que el resto de su túnica se deslizara
hacia el agua. Y se agachó para recoger el jabón con el
que había estado lavando la ropa pues estaba a poco de
irse con la corriente.
Al agacharse, Aurora se expuso como una flor de
Bromelia y Dios se sintió un colibrí de Tandayapa.
—Soy tuya —alcanzó a susurrar Aurora y lanzó
más mariposas amarillas por la boca cuando fue tocada
por dentro por la Inmensidad.
Con las piernas sumergidas en el blanco río hasta la
mitad de las pantorrillas, Dios se sintió en el cielo. Co-
pularon y fueron dichosos. Cientos de estrellas se consu-
mieron hasta convertirse en agujeros negros durante la
explosión de energía de cada arremetida. Por un momen-
to Dios estuvo pensando seriamente alargar el orgasmo
masculino a media hora como en los chanchos, pero de-
sistió de hacerlo, en una decisión que los teólogos todavía
no deciden si fue de racionalidad o de egoísmo.
Después de terminar, sintió vergüenza de haberse
enamorado perdidamente de algo que Él mismo había
creado. Sus planes habían sido abandonar para siempre
todo aquello a lo que dio vida. Compungido, corrió so-
llozando de regreso a su habitación sin despedirse de
Aurora. En cuanto sus lágrimas tocaban el suelo, crecía
una magnolia, y donde pisaba aparecieron lagos. Y sus
mocos se volvieron pencos. Una vez sentado en su celes-
tial morada, adornada con varias auroras boreales, len-
tamente Dios dejó atrás el suceso y cumplió para toda la

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eternidad su promesa de no volver a ocuparse volunta-
riamente de su Creación.
Viene al caso decir que los hombres piadosos han que-
rido siempre seguir su ejemplo y, además, está aquello de
que fuimos hechos a su imagen y semejanza. Y debe ser
por eso que en este país creyente y virtuoso, repleto de
defensores del Génesis y de las Sagradas Escrituras, en el
transcurso de las décadas tanto ecuatoriano de recto pro-
ceder ha perdido la virginidad con la lavandera.
De esa cópula nacieron dos niños varones. Uno, con
una belleza jamás imaginada, fue inmediatamente bau-
tizado como Luzbel. Y el otrito, tan feo que las parteras
creyeron que a la desmayada madre se le había salido
el páncreas luego del primer guagua. El feíto, que sin
haber sufrido de varicela ya tenía lluros, fue entregado
en secreto a un Unicornio para que lo llevara lo más
adentro del bosque, y Luzbel quedó con su madre a
quien nunca dijeron que había tenido mellizos.
Y es por esto que a Luzbel le llaman el hijo de la
Aurora.
Aurora reclamó para Luzbel todas las gracias que su
Padre le debía, así como todos los beneficios de ley. Al
principio, Él no podía creer lo ocurrido y negaba padre
y madre, pues alegaba que para hacer personas Él siem-
pre había usado barro y que ese niño no podía ser suyo.
Aurora y sus tías, hablándole al mismo tiempo en
un tono muy poco amable, le recordaron que los dioses
mayas Tepeu y Gucumatz también afirmaron haber he-
cho personas de barro, y que el griego Prometeo decía lo
mismo, y que un sabio judío en Praga dio vida a un ser
armado con arcilla roja, así como la diosa china Nüwa

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tomó barro de junto a un río y creó a sus chinitos. Hicie-
ron hincapié en que, si iba a negar su paternidad, por lo
menos debería ser original.
En ese momento intervino su abogada, quien gen-
tilmente le tomó del brazo y lo llevó hacia un salón
contiguo. Luego de una corta pero contundente clase
de educación sexual a cargo de su eficiente defensa
técnica, Dios comprendió las consecuencias de haberse
dejado llevar por la lujuria. Y entonces inventó la culpa
y los estados de cuenta de las tarjetas de crédito.
A regañadientes, Dios aceptó conocer a su hijo. Au-
rora se lo acercó envuelto en una manta de un rarísimo
tipo de lana, y el Padre descubrió el rostro del niño que
dormía como un ángel. Absolutamente maravillado con
la criatura, Dios lo encontró perfecto. Perfecto entre lo
perfecto. Le llenó de sabiduría y evitó que su espléndida
belleza decayera incluso en la adolescencia. Le dio un
espacio generoso en su Edén para que viviera y le rega-
ló innumerables piedras preciosas que su madre cosió
para adornar su manto. Las piedras eran rubíes, topa-
cios, diamantes, piedras de ónice, jaspes, zafiros y esme-
raldas. Las tías de Aurora hicieron de oro el borde de
su manto, y de oro eran las incrustaciones. Luzbel tuvo
todo esto casi desde el día en que nació. Dios le había
dado los más grandes tesoros de la vida y de la tierra.
Con tantas maravillas rodeándolo, Luzbel creció in-
útil y respondón. Algo de empatía sentía por los menos
favorecidos, y como creía que la plata crecía en los árbo-
les, se hizo fan de Marx. Creció un poco más y se hizo de
esos que dicen que el pobre es pobre porque quiere. Un
día pensó que podría administrar el Reino mejor que su

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padre, así que trató de quitárselo. Pero Dios lo lanzó al in-
fierno condenándole a tener cola, cachos, a que se le culpe
estratégicamente por todas las perversiones de los seres
humanos y a recibir a todas las personas enviadas donde
él por gente enojada.
Por otro lado, en la mitad del bosque negro e in-
terminable, el hermano feo creció al cuidado del Uni-
cornio, quien se convirtió en un padre amoroso y es-
forzado. Si la vida de su hermano, de cuya existencia
no supo por muchos años, estuvo saciada hasta la exa-
geración de todas las riquezas del Paraíso, la suya fue
todo lo contrario. Las únicas piedras que consiguió el
Unicornio para adornar su manto fueron las que con-
forman una libra de ripio de Pomasqui. En lugar de
oro usó papel aluminio, y las incrustaciones que tuvo
fueron unas astillas de chonta.
Bajo la luna en un claro del bosque, colocándole
suavemente el casco sobre la cabeza al niño semides-
nudo y cubierto con una chambrita tejida con las crines
que el Unicornio se había arrancado, con el corazón es-
tallándole de empatía, como animalista rescatando un
perrito de la cuneta, le dijo con voz quebrada:
—Eres feo sin remedio, y chiro como una alimaña
del zarzal. El Brayan te llamarás a partir de ahora hasta
la eternidad.
El niño feo soltó unas risitas y empezó a jugar con el
casco del Unicornio, a quien se le cayeron unas pocas
lágrimas, pues nunca había tenido nadie a quien amar.
Oculta detrás de un árbol, un hada madrina obser-
vó al borde del llanto la escena del padre con su hijo.
Y moviendo su varita mágica, que lanzaba chispitas de

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colores, susurró un encanto que se perdió en el sonido
del viento.

Niño tierno, El Brayan,


pobre y feo yo te veo,
mas cuando las luces en pleno día se vayan,
tunearás a tu gusto un Aveo...

25
Episodio 4
«#Hashtag»

Durante las cuatro horas que tomó el lento movi-


miento del cráter, los deslizamientos de nieve dejaron
pelado al hermoso volcán. Salvo unas pocas manchas
todavía blancas, el coloso pasó a ser un aburrido monte
en varios tonos de gris y marrón.
Efectivamente, alguien de Machachi se atrevió a co-
mentar que el Cotopaxi había quedado feo y simplón
como el volcán Reventador, y varios oriundos de las
provincias de Sucumbíos y Napo reclamaron airada-
mente por la comparación denigrante, y juraron hacer-
le boicot al siguiente «Paseo del Chagra», fiesta típica
del cantón Mejía. Esta reacción marcó oficialmente el
inicio de la pelea regionalista entre el Oriente y la Sie-
rra ecuatorianos, que era la que faltaba.
Y aunque esto de la imagen de los volcanes pudiera
parecer un tema de menor importancia, no fueron po-
cos los que hicieron reclamos públicos y masivos sobre
la nueva apariencia de la montaña.
«Vamos a perder millones por la caída del turismo»,
decían algunos. «Borren las fotos, que esto nos hace
quedar mal como país», otros. «El Ecuador se caracte-
riza por la belleza de sus montañas y la pillería de sus
políticos, y quedarnos sin el blanco Cotopaxi es justo la
pérdida de identidad nacional que menos necesitába-
mos», insistían los más pesimistas.
«Es seguro, según una fuente confirmada, cuya
reserva la guardamos por su seguridad, que el admi-

26
nistrador del Parque Nacional, que es funcionario del
Gobierno, se robó la nieve para vendérsela a Irán. Los
containers repletos de las nieves perpetuas del coloso,
con cuartos fríos incorporados, ya están en el puerto
de Manta. Por eso se bajaron la base gringa. No coman
cuento», escribió en redes sociales un analista desde
Miami. «Pero seguramente el robo de la nieve fue a
medias con los de Pachacutik, porque en esa provincia
esos partidos políticos son aliados», aportó otro analis-
ta desde Quito.
La desaparición de la nieve fue materia de debate
por algunos días, pues no ocurrió lo que se esperaba y
temía, es decir, no hubo lahares de lodo y crecidas de
los ríos cercanos, para alivio de los desarrolladores de
urbanizaciones en zonas peligrosas de los valles quite-
ños. ¿Adónde se había ido la nieve? Si bien la explica-
ción geológica a cargo de las autoridades en la materia
fue que había sido tragada por las gigantescas grietas
que aparecieron mientras el cuerpo del volcán giraba,
la más popular fue esa de que se la robaron los del go-
bierno. En una entrevista, un geólogo ratificó la expli-
cación de que la nieve fue engullida por las grietas en
el cuerpo del volcán, y pese a que apoyó su explicación
en videos satelitales, inmediatamente fue calificado de
defensor y mercenario de los políticos sospechosos,
por los políticos sospechosos de la oposición y por el
analista desde Miami.
En redes sociales, empezaron a circular preguntas
relativas al caso: ¿cuándo un volcán ha cambiado su
posición de esta manera? ¿Será esta su forma de pre-
pararse para erupcionar? ¿Será cierto lo que dicen por

27
ahí, que esto es un castigo de Dios porque ya dejaron
a los gays que se casen entre ellos? ¿Irá a dar la vuelta
completa el pescuezo del Cotopaxi como la chica de El
Exorcista? ¿Podré hacer plata en YouTube con mi video
del Cotopaxi? ¿Y ahora qué impuesto nos irán a cla-
var estos cabrones para robarse la plata recaudada? ¿Es
verdad que Cotopaxi significa «cuello de Luna»?
La noticia tragicómica llegó cuando se supo que en
una comunidad se había organizado un rezo de rosario
para que el cono del volcán dejara de girar y que en
la misma comunidad otra secta se reunió para lo mis-
mo. Cuando el cono se detuvo, se desató una guerra de
agrupaciones religiosas y al menos cinco devotos, por
bando, murieron atribuyéndose el milagro.
Con el Cotopaxi quieto en su nueva posición trans-
currieron siete días y siete noches. Durante esas largas
horas llegaban novedades de avistamientos de llamas y
caballos salvajes que habían escapado de las faldas del
volcán y deambulaban pocos kilómetros al suroriente
de Quito. También se pudieron ver grupos de venados
de cola blanca, de osos de anteojos, pumas, y lobos del
páramo que evidentemente escapaban de sus antiguos
territorios. Y en el aire, algunas manchas de bandadas
de aves que los especialistas identificaron como gavila-
nes, halcones, lechuzas y búhos también migraban sin
rumbo conocido.
El mundo entero se había colmado de curiosidad
con lo ocurrido. Nunca, ni cuando un árbitro ecuato-
riano expulsó a Totti en el mundial de fútbol, el país
ocupó tanto espacio en la prensa internacional. Estuvi-
mos cerca de sentirnos orgullosos de haber sido la sede

28
de un cataclismo nunca antes ocurrido a nivel plane-
tario, y ya estábamos buscando la forma de cobrarles
muy caro el ingreso a los científicos del mundo que se
interesaron en el suceso. Pero el imparable transcurrir
del tiempo, los nuevos sucesos de los cuales ocuparse y
unas fotos pornográficas de una de las Kardashian hizo
que el mundo nos olvidara.
En Ecuador, la preocupación principal volvió a ser
el resultado de la impugnación del Corinthians contra
el Barcelona. Y para rematar, un ingeniero agrónomo
en Machachi fue filmado maltratando a una vaca con
un palo, el video se hizo viral, y el Cotopaxi pasó al
olvido para todos.
Para todos, menos para Shaitán Lucero Estrella.
Shaitán era un quiteño de 33 años que había venido
soñando durante meses, con una claridad difícil de ex-
plicar en palabras, lo que ocurrió con el volcán. En sus
sueños —al final premonitorios—, había visto imágenes
idénticas a las ocurridas: el cráter girando y torciéndose
lentamente, la nieve desapareciendo, los animales esca-
pando en perfecta coordinación y otros detalles. Sufrió
esas pesadillas cruentas y repetitivas todas las noches y
casi le habían llevado a la locura, a sufrir sudorosos ata-
ques de pánico, y a ser despedido sin indemnización de
la empresa de coaching empresarial donde no alcanzó a
completar los tres meses de prueba.
Cuando Shaitán notó que el Cotopaxi se movía, es-
taba terminando de mudarse a su viejo departamen-
to de la infancia. Regresó a su nuevo domicilio con el
tiempo justo para llegar al baño y vomitar —primero
el desayuno, y luego la más amarillenta de las bilis— a

29
causa de la noticia que replicaba de forma exacta varios
de sus terribles sueños. Estuvo arrodillado ante el ino-
doro al menos cuarenta minutos, se incorporó dema-
siado rápido, se mareó, alcanzó a llegar a la cama y se
desmayó durante varias horas.
En su inconsciencia volvió a soñar, ahora con mayor
detalle, toda la tragedia que estaba por venir, con un ele-
mento que antes no había visto: en la pesadilla, Shaitán
observaba por la ventana de un edificio al Cotopaxi poner-
se negro y tenebroso, y vio salir disparadas del cráter hir-
vientes bolas de fuego. Luego, en el mismo sueño Shaitán
sudaba, sofocado y con medias blancas hasta las rodillas,
en el piso de madera del Malecón del río Guayas, y miraba
estupefacto las bolas de fuego estrellarse contra Guaya-
quil. Rodeado de humo y fuego, Shaitán luchaba dando
manotazos para despejar el aire y conseguir oxígeno.
Se despertó a las tres de la mañana dando una pata-
da al aire y meado hasta las orejas del miedo. Sin mo-
verse, esperó entre dormido y despierto que llegaran
las siete de la mañana, mirando de cuando en cuando
los minutos pasar en el celular.
Shaitán estaba lleno de pánico y de dudas, pero in-
suflado de un potente sentimiento de responsabilidad
ciudadana. Consideró que debía poner en alerta a los
ecuatorianos de los terribles sucesos que todavía no se
habían dado, pero que según sus pesadillas no tardarían
en ocurrir. Entonces escribió en su cuenta de tuiter:
He soñado con el #Cotopaxi moviéndose y apuntando ha-
cia #Guayaquil y arrojando bolas de fuego contra la ciudad.
No es un hoax, es la verdad. #Respect #GuayaquilBajoFuego
#Cotopaxi #ShaitánLuceroCoach.

30
Leyó el tuit y decidió borrarlo, porque lo del sueño
le pareció que sonaría a mentira de la Guga Ayala. En-
tonces redactó otro.
Créanme cuando les digo que el volcán #Cotopaxi expul-
sará rocas gigantes contra #Guayaquil. Ciudad que añoro y
donde vive el amor de mi vida. Protéjanse y busquen refugio
fuera de esa ciudad. #GuayaquilDeMisAmoresBajoFuego
#LoveUDoménica #ShaitánLuceroCoach.
Volvió a borrar su mensaje pues no quiso que Domé-
nica, su última novia que lo había dejado pocos días an-
tes, se sintiera importante. Creyó conveniente ser lo más
técnico y serio posible. Entonces escribió el siguiente:
El #Cotopaxi se movió y apunta ahora hacia #Guayaquil,
revisen las coordenadas y lo confirmarán. Erupcionará tres
bolas gigantescas de fuego contra la ciudad, les ruego que se
protejan. #ShaitánLuceroEstrellaCoach.
Lanzó el mensaje al mundo y dejó el celular en el
velador. Se despojó de la ropa orinada. En pelotas, sacó
el edredón, las cobijas y sábanas, y las llevó al cesto de
la ropa sucia. Se metió a la ducha. Los muslos empeza-
ron a arderle y se percató de que se había escaldado por
quedarse cuatro horas meado en la cama.
Salió a los diez minutos muy preocupado, todavía
con jabón en partes de su cuerpo, de piernas cortas y
tronco rectangular. Envuelto en una toalla blanca que
con borrosas letras azules decía: «Hotel La Herradura,
Bahía de Caráquez-Manabí», se sentó al filo de la cama
con el teléfono en la mano, las pantorrillas todavía mo-
jadas y los pies sobre la alfombra marrón que alguna
vez fuera anaranjada. Esperó el efecto de su tuit, con la
columna vertebral tiesa de espanto.

31
Miró el teléfono y no recibía notificaciones. Y así
estuvo, ignorado nuevamente, incluso en la mitad del
armagedón, hasta que a los cinco minutos de haber sa-
lido de la ducha su tuit se reprodujo como la envidia de
los fracasados. Cientos de notificaciones inundaron su
pequeña cuenta que siempre tuvo pocos followers, pese
a que entró a tuiter en 2009 y se mataba comentando,
poniendo likes y retuiteando a los famosos que jamás le
correspondieron ninguna de sus deferencias —ni cuan-
do se involucraba de metiche a defender cualquier causa
conservadora con tal de ganar algún seguidor—.
Empezó a leer las respuestas con el corazón lleno de
ilusión y sensaciones de trascendencia. Y recibió una
original ráfaga de insultos y amenazas espectaculares,
grandilocuentes y muy emotivas… en, al menos, qui-
nientos tuits.
Era obvio que él no deseaba esa injusta y horrenda
desgracia que pesaba fatal sobre Guayaquil, y posible-
mente pudo haber redactado su tuit con más cuidado.
Se sintió muy ofendido con todo lo que le escribieron
los furiosos residentes del Puerto Principal y del resto
de la República. Y culpó del odio que recibía a la insen-
satez y a la injusticia cósmica que le había colocado en
una situación jamás pedida. Ansioso, buscó un choco-
late que había dejado horas antes en el velador y se lo
devoró en cuatro trozos. El chocolate hizo su efecto y
se consoló levemente reconociendo que si ni las buenas
noticias son bien recibidas en el Ecuador, qué cosa se
puede escribir para anunciar una tragedia como esta.
Sumergido en sus reflexiones, Shaitán se sentía con-
fundido y hasta culpable de saber lo que sabía. Soñó en

32
el Cotopaxi moviéndose, y esa pesadilla se había cum-
plido. Ahora había visto a Guayaquil arder atacada por
el mismo volcán, y entonces se le hizo más que obvio
que ese horror estaba por ocurrir. Shaitán se retorcía de
la angustia y de la responsabilidad, y ansiaba entender
el motivo por el cual había sido elegido para conocer
sobre ese apocalipsis que el resto de mortales ignoraba.
Sentado en el filo de su cama, volvió a sentirse im-
portante y cogió el celular decidido a devolver los in-
sultos, de uno en uno, a todos sus quinientos detrac-
tores. Sin embargo, su furia se convirtió en un pánico
más frío que paseo al Antisana cuando leyó el último
tuit que le habían enviado desde la cuenta oficial de la
Presidencia de la República:
Ven te meo #InsectoHijuepucta.

33
Episodio 5
«Mi Unicornio azul ayer se me perdió»

Mientras crecía, El Brayan demostró gran amor por los


seres vivos y por la naturaleza. Volvía a su casa siempre
con el corazón repleto de alegría y con lodo en los pies y
detrás de las orejas. Sin embargo, su dicha se disipaba y su
alma se llenaba de inquietud cuando a la hora de cenar,
muy escuetamente, el Unicornio frustrado le hablaba de la
opulencia más allá de los fríos árboles que les cobijaban, y
de la injusticia, y de la perversidad de los seres ricos.
Entonces El Brayan se hizo fan del Che Guevara y
si hubiesen existido paredes en el bosque habría grafi-
teado «burguesía porquería» y «el hambre de muchos
alimenta a unos pocos». Como desahogo, les agarró ti-
rria al pavorreal y a todos los animales de ojos claros.
El Brayan desarrolló una fuerza descomunal para su ta-
maño y una resistencia de triatlonista que arrancaba aplau-
sos entre sus amigos del bosque. Era más fuerte que el oso,
más ágil que las ardillas, más veloz que el correcaminos
y meaba más apestoso que el zorrillo. Tenía mejor memo-
ria que los elefantes, mayor sentido de la ubicación que las
palomas y pateaba más fuerte que Roberto Carlos. Pero
era tan feo que tuvo que inventarse la paja —antes que
Onán— pues en ese entonces todavía no se habían conce-
bido las billeteras ni el poder político. Ni las guitarras.
Cuando cumplió 16 años, su padre le organizó una
fiesta sorpresa en la orilla del río. Era el mismo río donde
fuera concebido, pero unos diez kilómetros aguas abajo.

34
Con una mentira piadosa consiguió que el joven
le acompañara, y cuando llegaron le esperaba una es-
pléndida mesa con los más jugosos y nutritivos frutos
del bosque. Alrededor estaban aplaudiendo, sonrien-
tes, todos los amigos del Unicornio y ninguno de los
amigos de El Brayan.
—Yo sé que eres vegetariano, mijo, y te he servido
solo frutas y verduras —le dijo su padre con ternura.
El Brayan se puso jetón porque lo que quería era
irse a farrear de noche con sus amigotes en lugar de
que el papá le organizara una fiesta sorpresa con un
montón de viejos y viejas.
Uno de los amigos del Unicornio notó la actitud
displicente del muchacho y murmuró entre los de su
grupo: «Hijo de Unicornio, y en la edad del burro», y
las risas fueron notorias.
El Brayan perdió la cabeza, pero el cabreo le duró
muy poco pues, mientras se acercaba cabizbajo a salu-
dar de muy mala gana con los amigos del Unicornio,
desde el cielo cayó un rayo que atravesó a su padre y lo
dejó en el suelo. Los amigos salieron huyendo despa-
voridos, y los jugosos y nutritivos frutos del bosque se
cayeron de la mesa.
Con la cabeza del Unicornio todavía echando humo
sobre su regazo, El Brayan lloraba mientras, sacudién-
dolo, le pedía que despertara. El Brayan siguió inten-
tando despertar a su papá hasta que sintió que un ser
se le acercaba sigilosamente.
—¿Quién eres? —preguntó el joven secándose las
lágrimas.
—Soy Dios.

35
—¿Tú lanzaste el rayo?
—Sí, lo hice —respondió Dios.
—¿Por qué has hecho tal cosa?, ¿por qué has asesi-
nado a mi padre, que ningún mal te hizo? —preguntó
sollozando el muchacho.
—Solo yo sé por qué hago las cosas —sentenció
Dios.
—Pero él era bueno y era mi padre. Jamás te hizo
daño —lloraba El Brayan—. ¡Tienes que decirme por
qué lo has matado!
—Es que no se ve nada coherente que en mi histo-
ria, que es la única verdadera, aparezcan Unicornios.
Los ateos se burlan de esto cada que pueden y le hacen
llorar a mi niño interior —explicó Dios.
El Brayan empezó a temblar sintiendo iguales canti-
dades de tristeza e ira. Entonces Dios levantó la barbi-
lla del muchacho con ternura y lo miró a los ojos como
solo Dios te puede mirar a los ojos. Y Él, que todo lo
sabe, supo que El Brayan también era su hijo.
—¿Cómo se llama tu mamá, mijo? —preguntó Dios,
como para confirmar sus sospechas.
—Nunca la conocí —respondió El Brayan.
—¿Y qué edad tienes? —volvió a interrogarlo Dios.
—Hoy cumplo 16 años —dijo El Brayan volviendo a
limpiarse las lágrimas, que seguían saliendo abundan-
tes de sus ojos de pandillero rehabilitado.
Entonces Dios hizo cálculos mentales y con el pulgar
se contaba los dedos, y cuando terminó el cálculo se tapó
la boca con la mano e hizo un meditabundo silencio.
—Tu madre se llamaba Aurora. Y tu verdadero padre
soy yo, perdón, Padre, con mayúscula —le informó Dios

36
a quemarropa, y sonrió confiado de que el muchacho se
pondría feliz, orgulloso y encantado de conocerle.
El Brayan se puso de pie, no sin antes depositar con
cuidado la cabeza del Unicornio en el suelo, cubierto
de hierba y dientes de león. Miró con furia a Dios, aga-
rró tanto aire que infló su pecho dentro de la sucia tú-
nica y, gritándole, le reclamó su abandono y su crimen.
Sintiéndose expuesto por los justos reclamos del
muchacho, Dios empezó a explicarle que son misterio-
sos sus caminos; que cuando cierra una puerta, abre
otra; que ayuda solo al que madruga, y docenas de ar-
gumentos adicionales que trataban de explicar las ra-
zones por las cuales Él es el causante de todo y de nada
al mismo tiempo. Y mientras seguía exponiendo su
punto, El Brayan le metió un puntapié en las huevas,
tan bien puesto y potente —a fin de cuentas El Brayan
era un semidiós— que la Tierra crujió y aquello que
antes era un solo pedazo de mundo rodeado por el mar
se dividió en varios continentes y Madagascar.
Dios alcanzó a coger al muchacho del cuello con
ambas manos y El Brayan se preparó para morir ce-
rrando los ojos. Pasaron algunos segundos y El Brayan
respiraba sin mayor problema mientras Dios le seguía
sujetando.
—¿Qué esperas para asfixiarme? —le preguntó El
Brayan, abriendo un ojo y acomodándose la gorra de
lana que casi le estaba cubriendo las cejas.
—Es que yo aprieto, pero no ahorco —le respondió
Dios.
Entonces El Brayan se sacudió con violencia y volvió
a golpear a Dios en el mismo sitio, con una de sus cono-

37
cidas patadas con el borde exterior del empeine. Dios
aulló y todos los lobos del Universo le respondieron.
—Ahí están tu libre albedrío y el resto de tus pen-
dejadas —gritó El Brayan, y levantó sobre sus hombros
a su padre muerto (porque padre es el que cría, no el
que engendra) y salió corriendo para desaparecer por
una eternidad.
No hay palabras en idioma alguno que consigan
describir el resentimiento y aborrecimiento que germi-
nó y se desbocó en el corazón de El Brayan. Se escondió
para vivir en el bosque alejado de todos y abandonó
su vegetarianismo para convertirse en un cruel caza-
dor de toda especie de animales a quienes desollaba
vivos y comía crudos. Su arma favorita de cacería era
una cerbatana con la cual lanzaba sus pelos tiesos a sus
presas. Además desarrolló un atroz y paralizante páni-
co a los rayos y a los truenos, mucho peor que el de los
Golden Retrievers. Y se emborrachaba hasta perder el
sentido escuchando «Mi unicornio azul».
El Brayan fue consumido por un odio y un deseo
de destrucción que se fermentaron, con burbujas incan-
descentes incluidas, durante siglos. Una noche miran-
do hacia las estrellas al caminar, no se fijó en una tuna
que había rodado por el suelo y se incrustó algunas es-
pinas en la planta del pie. Se sentó sobre un tronco, se
acomodó la gorra de lana que casi le cubría los ojos y
empezó a arrancarse las púas con las uñas. Esa escena
le hizo recordar las incrustaciones con espinas de chon-
ta que adornaban su chambrita tejida por su padre con
pelos de su propia crin. Consternado, revivió el asesi-
nato del inocente y buen Unicornio a manos de Dios. Y

38
decidió que había llegado el día de destruir todo cuan-
to Él había creado, empezando por el planeta Tierra,
que es el sitio donde tiene sus mayores inversiones. Y
sus únicos fans.
Cuando iba en pos de su vengativa gesta, vio correr
parejas de todos los animales hacia una montaña. Su
amigo Oso, que avanzaba junto a una Osa, lo vio y se
detuvo a un lado.
—Hola, El Brayan —dijo el Oso con su voz profun-
da—. No te quedes como gil aquí parado. Todos debe-
mos huir hacia la montaña.
—¿Pero qué pasa?, ¿por qué huyen todos en pare-
ja? —preguntó El Brayan señalando hacia los animales
que escapaban.
—Nada, que el chifladito de Dios amaneció revira-
do el hígado y va a inundar el mundo para ahogar a to-
dos los que no se suban al Arca de un tal Noé. Muévete,
ñaño —insistió el amigo Oso, que ya había empezado
a caminar cuando su Osa le pegó un grito destemplado
por demorarse.
El Brayan empezó a avanzar junto a los animales,
pero a los pocos metros se detuvo en seco y, en lugar
de correr hacia la montaña, agarró el camino hacia la
morada de su Padre, totalmente enfurecido y decidido
a morir o matar.

39
Episodio 6
«Un taparrabos salvador»

Shaitán Marx Lucero Estrella nació en Quito, en


1989. Cuando tenía seis meses de nacido, casi se muere
de espanto por culpa de unas camaretas que un parien-
te borracho reventó muy cerca de su cuna. Debido a ese
evento traumático, cada vez que Shaitán se asustaba,
se orinaba encima. Estudió la primaria en una escuela
católica que odiaba pues los curas profesores nunca le
eligieron para el coro, o para ayudarlos en sus oficinas.
Años después sospechó que le habían hecho un favor
al no invitarle, pero igual se sintió discriminado.
La secundaria la superó en al menos tres distintos cole-
gios. Odiaba a todos los compañeros cuyos padres podían
comprar jeans Levi’s y los botines Reebok negros con vel-
cro en la caña, y en especial detestaba a quienes se burla-
ban de su nombre tan peculiar para esta zona del mundo.
Tuvo una fuerte influencia marxista de su padre, Vo-
roshilov Pabel Lucero Collaguazo. Fue criado bajo el influ-
jo católico de su madre y de su abuela materna, con quie-
nes creció pues don Voroshilov abandonó el hogar cuando
el niño tenía 10 años. Su madre se llamaba María Estrella
Estrella y su abuela también se llamaba María Estrella.
A los 19 años Shaitán salió en busca de su padre, y
lamentablemente lo encontró. Voroshilov era el secre-
tario del partido comunista, stalinista, leninista, mar-
xista, gramscista ecuatoriano, y Voroshito —como le
decían sus amigos más cercanos— con tal de sacárselo
de encima al retoño que nunca logró querer, le consi-

40
guió una beca en Cuba para que viajara a estudiar com-
putación.
Para ese entonces el milagro cubano se hacía pedazos a
enorme velocidad pues ya no recibían la ayuda económica
de la Unión Soviética, que había desaparecido poco tiem-
po atrás. El enfurecido y decepcionado becado no pudo
recibir clases en equipos funcionales. Shaitán culpaba a
Cuba por su fracaso como desarrollador web, y culpaba al
bloqueo gringo de que Cuba no le hubiese dotado de equi-
pos adecuados. Y culpaba a su padre por no haber sido un
ricachón que pudiera mandarle a estudiar a Alemania o
Suiza, sin saber que su padre sí era ricachón pues era diri-
gente de un partido político, pero no lo quería lo suficiente
como para gastarse en él esa cantidad de billete.
Con la mezcolanza intelectual provocada por quienes
le criaron, Shaitán no sabía si tenía que ser ateo, como
todo buen comunista, o ser muy creyente como todo
buen católico. Ni Dios ni el Partido Único parecían es-
cucharle en sus momentos de dificultad, y la necesidad
de pedirle milagros a un ser supremo lo atribulaban más
todavía. Entonces Shaitán, como todos quienes creen en
algo, decidió armar su propia teología, y para él la ver-
dad absoluta consistía en que el Estado era dios cuando
le ayudaba, y era el diablo si le cobraba impuestos.
Shaitán no había pagado impuesto a la renta nunca
en la vida, pues sus ingresos jamás habían alcanzado el
mínimo requerido para hacerlo; no obstante, creía que su
estado de insuficiencia monetaria se debía al maldito Go-
bierno y a sus impuestos, a los que consideraba un robo.
Este punto es acaso el que más le llenaba de confusión
y ansiedad, pues creía con pasión en el socialismo que

41
se lanza en contra de la burguesía, pero él quería ser un
burgués. Así, le parecía mal que el Estado le quitara sus
bienes, pero también le sonaba lindo ser su víctima para
sentirse de la burguesía. También creía que era chiro por
culpa de los fondos que su empleador le descontaba para
la seguridad social, pero la verdad es que trabajo real,
bajo relación de dependencia, no había tenido casi nun-
ca. Había caído en absolutamente todos los esquemas de
piramidación existentes, y conservaba cajas de Herbalife
que nunca pudo vender, ni se atrevió a consumir. En de-
finitiva, un personaje complejo, perfectamente posible en
un país donde la mayoría son curuchupas y de izquier-
da, y otros tantos son curuchupas y libertarios.
Era orgullosamente homofóbico, pero con frecuen-
cia su computadora se repletaba de viruses por ver
tanto porno transexual. Tuvo tres hijos en tres mujeres
diferentes y tres juicios de alimentos en tres juzgados
distintos. Responsabilizaba de esto a las madres de los
niños, según él, por haberse quedado embarazadas
para atraparle, y al mal ejemplo de su padre, quien
hizo otra familia cuando los dejó a ellos. Su empresa de
desarrollos web quebró porque le daba miedo enviar
propuestas de trabajo que pudieran ser usadas como
pruebas de sus ingresos en los juzgados de la familia, y
llegó el día en que ya no tuvo clientes. Hombre precavi-
do, defendía a los curas pedófilos y a la Iglesia que los
encubre, pues creía que Dios le escuchaba y por años le
rogó por el milagro de ganarse la lotería.
Para las reuniones que consideraba importantes, o
de gala, usaba camisas más oscuras que su único terno.
Vestuario que a veces complementaba con su solitaria

42
corbata celeste. En los días menos formales vestía jeans
Levi’s, con la camisa o camiseta dentro del pantalón, y
sin correa para que la gente pudiera leer la marca.
En ese momento crucial de su existencia, Shaitán no
tenía trabajo ni amigos ni parientes cercanos. Pesaban so-
bre él órdenes de alejamiento de las madres de sus hijos,
asunto que juzgaba un muy buen pretexto para justificar
el no pagar completa, ni a tiempo, la pensión alimenticia
a ninguno. Le resultaba ridículo buscar a Doménica, su
novia guayaquileña que lo había abandonado poco an-
tes, y se descubrió viviendo en una mísera soledad, en la
que además los únicos que le recordaban eran miles de
desconocidos que querían caerle a puñetes, patadas y a
golpearle con sus ventiladores más pesados.
La mañana en que anunció al Ecuador el tenebro-
so destino que había previsto en sus sueños usando su
cuenta de tuiter, se sintió tremendamente resentido y
asustado con la brutal lluvia de insultos y descalificacio-
nes que alcanzaron para él y varias de sus generaciones
pasadas y futuras. Shaitán dedicó el día a desconectarse
de todo aparato que pudiera traerle novedades del mun-
do exterior. Dejó el celular en el departamento y salió a
caminar por las calles de su antiguo barrio, al que había
regresado hacía poco por fuerza de las circunstancias.
Se dirigió hacia la tienda de la esquina de su niñez.
Era un local atendido por su propio dueño: un tuerto
que a Shaitán le daba miedo desde la infancia, cada vez
que su madre le enviaba a comprar mortadela. La tien-
da recibía siempre a sus clientes con un intenso olor a
humedad y a leche cortada. Al llegar a la esquina, Shai-
tán se topó con la novedad de que la tienda del tuerto

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se había convertido en un taller para arreglar celulares
y para vender accesorios chinos de telefonía. Las casas
más señoriales de ese barrio habían sido modificadas
para convertirse en hostales dedicados a alquilar ha-
bitaciones por horas, especialmente para asuntos de
índole sexual de las parejas clandestinas de oficinistas
del sector. Del Banco de Fomento, de la Dirección de
Aviación Civil, de la Contraloría General del Estado y
del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social.
En el primer piso alto de un edificio esquinero había
un gimnasio de Tae Kwon Do, donde Shaitán se contagió
con pie de atleta y se desgarró una ingle cuando tenía 12
años. En ese local Shaitán encontró un asadero de pollos,
cuyo olor solo era superado por el del esmog que tiraban
los buses azules al competir temerarios por la avenida
principal, llamada 10 de Agosto. El almacén de discos JD
Feraud Guzmán, usualmente repleto de acetatos de to-
dos los géneros, de instrumentos musicales y de revistas
para aprender a tocar la guitarra, estaba vacío y cerrado
con un par de puertas de hierro, una gruesa cadena y un
candado de tamaño respetable. Más de una vez tuvo que
evitar con un salto un riachuelo de orina recientemente
depositada contra la pared por algún quiteño de cepa.
Casi al finalizar el tour por su antiguo barrio, Shaitán
se dio cuenta de que el mundo de su infancia había des-
aparecido. Y no era algo que particularmente le moles-
tara, por el contrario, Shaitán hubiese dado lo que fuera
con tal de dejar atrás esos años sin conservar de ellos
la más mínima memoria. Sus amigos del barrio segura-
mente habían triunfado en la vida y no tendrían razones
para volver por ahí. Al analizar la situación, Shaitán re-

44
flexionó que la verdad era que el mundo de todos estaba
por cambiar a causa del Cotopaxi, y nuevamente sintió
esa incómoda sensación de no ser nadie especial.
Ya entrada la tarde, le sorprendió un aguacero im-
presionante, un verdadero concierto de rayos y truenos,
toneladas de granizo, y se guareció en un restaurante.
Con todo el tiempo disponible y la tormenta que no dis-
minuía su intensidad, decidió almorzar ahí, con cierta
vergüenza de que algún conocido lo pudiera encontrar
comiendo en un sitio de «todo por 2,50 dólares». Dejó
en el plato casi todas las papas fritas pues notó que se
habían preparado con el mismo aceite de tres días atrás,
tal y como lo hacía su abuela a escondidas de su mamá.
La tormenta seguía castigando a la ciudad, y Shaitán
escuchó a la cajera del restaurante comentando con un
mesero que el temporal debía ser sin duda la famosa tor-
menta de Santa Rosa, que se habría adelantado. Shaitán
pidió un café, empezó a sentirse observado, y su pánico
de ser reconocido en una fonda barata y marginal casi
le provoca una micción involuntaria. Desde una mesa
era analizado por tres sujetos de miradas inquisidoras.
Uno de ellos sujetaba un celular y analizaba la pantalla.
Los otros dos también miraban la pantalla. Uno de ellos
caminó hacia la mesa de Shaitán y Shaitán solo alcanzó
a agarrar la cuchara sopera que no había usado, porque
había ordenado un arroz con salchipapa.
—Pana —dijo el sujeto—, dispense una preguntita.
—Sí, dígame —respondió Shaitán.
—¿Usted es el man de tuiter que dijo que Guayaquil
sería destruido? —preguntó el con acento guayaquile-
ño, y Shaitán sintió unas gotas escapársele de la uretra.

45
—Eh, no. No sé de qué me habla. ¿Qué es tuiter?
—fingió demencia Shaitán.
—¿Está seguro, pana? —insistió el tipo.
—Estoy seguro, pana —sostuvo Shaitán, y sonrió lo
más naturalmente que pudo.
—Pero vea: en la foto, este man es igualito a usted
—insistió el hombre acercando la pantalla hacia Shaitán.
—¿Le parece? —respondió Shaitán, tosiendo y acla-
rándose la voz.
—Sería buenísimo toparme con ese mamahuevo
sangoeverga para enseñarle a no andar hablando hue-
vadas —dijo el tipo mirando hacia sus amigos.
—Lo mejor es evitar la violencia, pana. Yo, que soy
coach, le puedo decir —dijo Shaitán y enseguida com-
prendió que había hablado de más, pues en su tuit se
había presentado como coach.
El tipo se alejó andando despacio hacia su mesa.
Shaitán se acercó a la caja, pagó tan apurado que no
esperó el vuelto de su penúltimo billete de cinco dóla-
res, y salió a la calle notando con el rabillo del ojo que
de la mesa se levantaban los tres tipos. Viró la esquina
y trotó unos metros recibiendo docenas de golpes de
granizo en la cabeza y volteó a ver. Por un momento
los tipos no aparecieron. Hasta que aparecieron, y el
más grandote señaló a Shaitán. Los tres empezaron a
correr hacia él y Shaitán, sin pensarlo mucho, se lanzó
a toda velocidad hacia el sur por la 10 de Agosto, con
la esperanza de esconderse o encontrar algún policía.
Shaitán corría evadiendo montones de granizo y
ríos de aguas oscuras que bajaban potentes por la ave-
nida. En las calles no quedaba persona alguna, salvo él

46
y los tres enojados que le perseguían pero que iban ba-
jando el ímpetu, seguramente afectados por la altura.
Shaitán se arrepintió de haber empezado a correr por
esa vía que iba en subida, pues el torrente le golpeaba
hasta las rodillas. Había una neblina densa que dificul-
taba la visión, y al jadeante Shaitán le pareció ver borro-
samente a dos hombres gigantes que corrían en direc-
ción contraria. Pensó que se trataba de alguna sombra,
y al tratar de distinguir las figuras que se le acercaban
cayó dentro de una alcantarilla cuya tapa había salido
despedida por la fuerza del agua. Con medio cuerpo
adentro y sosteniéndose con las manos en el pavimen-
to para no terminar de hundirse en la alcantarilla, cuyo
fondo no alcanzaba a tocar con sus desesperados pies,
Shaitán se olvidó de los gigantes y miró aterrorizado a
quienes le perseguían, caminando entre risas e insul-
tos, a pocos metros de darle caza. No pudo ni sentir el
frío del agua que le tapaba hasta el estómago.
Cuando los tres tipos le rodeaban tratando de recu-
perar el aliento, y se alistaban para lo que parecía ser
una ronda de patadas, como a choro atrapado, desde
el aire les cayó encima un cuerpo humanoide y enor-
me que los dejó inconscientes. El enorme ser, cuya única
vestimenta era un taparrabos, rodó unos cuantos metros
más, dando alaridos de pánico, y se reincorporó para
seguir corriendo por la avenida. Shaitán logró salir del
hueco de la alcantarilla pelándose ambos codos, y pudo
ver a los otros dos gigantes pasar a su lado, ignorándolo
por fortuna, y también evidentemente aterrorizados.
Y en taparrabos.

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Episodio 7
«El Brayan y los Gigantes»

Luego de separarse de su amigo Oso, que huía con


su pareja para embarcarse en el arca de Noé, El Brayan
arribó presuroso a las mismísimas puertas de los apo-
sentos de Dios. Apenas llegó quiso entrar a su recáma-
ra, pero dos ángeles se le cruzaron como guardias de
discoteca. Con una patada per cápita sacó de su camino
a los ángeles, cuyo único rastro fueron algunas plumas
que quedaron flotando en el aire.
Sorprendido por el escándalo, Dios salió a averiguar
lo que ocurría y se topó de frente con su hijo abandonado.
—¿Qué quieres? —le preguntó a El Brayan, dándose
la vuelta para regresar a su habitación y colocando sus
manos sobre sus partes pudendas para evitar recibir otra
agresión de ese semidiós que le encaraba nuevamente.
—Quiero saber qué mierda es esto de ahogar a to-
dos los seres vivos con un aguacerón —exclamó El
Brayan caminando hacia el sofá donde Dios se había
acomodado con displicencia.
El viento movía las cortinas de seda y refrescaba el
ambiente de la habitación que olía a jazmines, lavanda
y limón. La alfombra hacía juego con la Barba del Di-
vino Residente, pero el ambiente era tenso y pastoso.
—Se llama Diluvio Universal —le corrigió Dios.
—¿O sea que es verdad? —dijo El Brayan con los
ojos encendidos.
—Pues sí, es verdad

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—¿Podrías decirme por qué?
—Estoy arrepentido de haber creado al hombre
—dijo Dios levantando los hombros.
—No puede ser que tú, que eres perfecto, estés arre-
pentido de lo que hiciste —discutió El Brayan.
—Pero así dice en la Biblia, ¿qué quieres que te
diga? —se justificó Dios.
—No puede ser, te lo estás inventando —reclamó
El Brayan.
—Te juro por Mí. En el Génesis dice: «Y se arrepin-
tió Jehová de haber hecho hombre en la tierra, y le do-
lió en su corazón» —ratificó Dios.
—¿Tú serás Jehová? —dudó El Brayan.
—Así me llaman, también —contestó Jehová.
—¿Y por qué te has arrepentido de haber creado al
hombre?
—Porque son malos, me resultaron unos cabrones,
unos hijos de su puta madre. Además me han nacido
hijas, y algunos ángeles han bajado a procrear con ellas
y ahora soy abuelo de unos gigantes cínicos y ladinos.
—¿Entonces los ángeles te han fallado también so-
plándose a tus hijas? —se burló El Brayan.
—Eh, sí, algunos de ellos también me han fallado
—respondió Dios consternado.
—¿Los vas a ahogar a ellos también? —inquirió El
Brayan.
—No —dijo Dios secamente.
—Y ese tal Noé, ¿qué corona tienen él y su familia?
—Los encontré justos —indicó Dios.
—Oye, ¿y los animales también te han fallado?
—volvió a preguntar El Brayan.

49
—No, en lo absoluto. Ellos han cumplido resigna-
dos el destino que les he dado.
—¿Y entonces?, ¿por qué los ahogas también si to-
dos ellos son justos? —argumentó El Brayan.
—Eh, pues, bueno, lo que pasa es que —Dios hizo
un silencio muy incómodo—… En todo caso, mandé
a que suban al arca una pareja de macho y hembra de
cada especie para que vuelvan a poblar la Tierra.
—¿No tienes ni idea de lo que es la endogamia, no?
—No me reclames nada que tenga que ver con los
animales. Tú, que eras vegetariano, ahora eres un ca-
zador despiadado. Tu amigo el Oso es el único animal
que te tolera —le espetó Dios, creando a la pasada la
muy frecuente falacia ad hominem.
—Eso no es verdad. Yo no soy un cazador despiada-
do —se defendió El Brayan.
—Lo dice en Tripa Mistic, en el episodio 5. Que los
cazas con tu cerbatana y los desollas —argumentó Dios
con un ánimo renovado.
—¿Por qué has permitido a los hombres volverse
malos? —respondió El Brayan, con esa típica finta que
hacen los que se quedan sin argumentos y cambian de
tema sin haber terminado el punto del debate.
—Pues yo les he dado el libre albedrío para que
obren como les plazca —aleccionó Dios levantando su
Santo Dedo índice.
—¿Y ahora los ahogas por usar el libre albedrío, que
tú mismo les has dado? ¿No sería mejor que te ahogues
tú nomás? —reclamó airoso El Brayan.
Dios se enfureció y empezó a lanzar truenos por las
orejas. Los truenos paralizaron de miedo a El Brayan,

50
que había quedado traumado desde la muerte de su
padre Unicornio. Dios notó el estado de su hijo y apro-
vechó el momento de confusión para rematarle.
—No toleraré más que me sigas interpelando. Voy
a destruir a todo ser que viva sobre la faz de la Tierra,
desde el hombre hasta la bestia, los reptiles, y las aves
del cielo; y serán raídos de la Tierra, pues me arrepien-
to de haberlos hecho, y quedará solamente Noé, y los
que con él estén en el arca. ¡Punto final!
El Brayan recuperó el control de sus músculos y em-
pezó a alejarse caminando. Cuando estuvo en la puerta
del aposento de su Padre, regresó a verlo y lanzó una
sentencia.
—¿Y los peces? —dijo El Brayan en tono burlón.
—¿Qué cosa con los peces? —respondió Dios mien-
tras buscaba algo entre los cojines del sofá.
—¿Ellos sí son justos, o tienes debilidad por las tru-
chas? No te va a funcionar el Diluvio Universal. Ya vas
a ver, huevas de hule. —El Brayan empezó a reírse y
acto seguido dio un portazo justo antes de que le gol-
peara en la cabeza el control remoto de la televisión
que Dios le había lanzado.
Entonces empezaron a abrirse las puertas de las ca-
taratas de los cielos. Y rugían los vientos y las nubes
grises colisionaban entre sí tornándose cada vez más
negras. Los rayos estallaban al estrellarse contra el sue-
lo, partiendo rocas en mil pedazos y haciendo volar
por los aires a los árboles más grandes.
Vistiendo una salida de cama celeste y calzando unos
crocs azul marino, Dios observaba estos fenómenos at-
mosféricos, que había invocado con la boca abierta y

51
ojos demoníacos. Movía ágilmente sus manos dando
órdenes a los elementos, y el caos fue amo y señor del
mundo. Con una mano evaporaba los lagos y mares,
y con la otra sacudía a las nubes que se desplomaban
sobre poblaciones enteras. No hizo caso a los gritos de
las madres que habían terminado de trapear el piso, y
menos le importaron los inocentes niños que morían
ahogados y arrastrados por las corrientes alrededor del
mundo. «Mis planes son perfectos», murmuró.
A leguas de distancia, El Brayan corría para ocultarse
de los truenos que tanto pánico le causaban, y buscaba
una montaña lo suficientemente alta a la cual treparse
para que el mar no pudiera alcanzarle.
Pese a su velocidad de semidiós, el agua que subía
vertiginosa estaba ya tocándole los pies. Seguía co-
rriendo, evitando troncos y piedras con largos saltos de
pantera. Por fin llegó a una pendiente muy inclinada
y consiguió sacar una considerable ventaja a la inun-
dación. Debe haber escalado unos 500 metros sobre el
nivel del mar cuando descubrió que la montaña volvía
a descender. Resignado siguió su carrera, ahora hacia
abajo por una quebrada confiando en volver a subir
luego de cruzarla. El ruido de las corrientes se hizo más
fuerte y el agua de la lluvia torrencial le golpeaba la
cara con odio. Empezó nuevamente a trepar, ayudán-
dose con las manos para sujetarse de raíces y piedras.
Al rato, volvió a sentirse a salvo cuando escuchó un
canto desesperado que viajaba por el aire abrazado a
los vientos huracanados.
—¡Tanto sube el nivel! ¡El mar, uohouo, se derrama
ahogándome!, ¡ahogándome!

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Episodio 8
«Mistelas para el camino»

Shaitán logró escapar gracias a que los tres rufianes


que le perseguían quedaron desmayados por el choque
del gigante en taparrabos. Sin enterarse siquiera de su
buena obra, el enorme personaje desapareció aullando
en la bruma junto a los otros dos humanoides que pa-
saron corriendo muy cerca.
El confundido quiteño trotó agachando la cabeza
y con cuidado, pues había perdido un zapato dentro
de la alcantarilla que casi le traga y en la que se ori-
nó copiosamente. Iba empapado, muriéndose de frío
y asustado.
El aguacero terminó tan abrupto como había empe-
zado. Shaitán todavía trotaba hacia su casa y un solazo
empezó a pegarle fuerte en la cara. Nuestro héroe vi-
raba la esquina de su cuadra cuando el sol desapare-
ció detrás del Pichincha, y Shaitán entró a su edificio.
Su vivienda estaba en el piso tercero, y al pasar por el
segundo recordó a la hija de la vecina. Fue el primer
amor de Shaitán. Por ella se había inscrito para apren-
der Tae Kwon Do, pues una noche un primo celoso de
la vecina le partió la boca. Soraya se llamaba la nena.
Ambos tenían 12 años y él le había regalado la mejor
de sus bolas de cristal, una ojo de gato azul y grande, y
a cambio Soraya no le había dado nada. Con el primer
mes de Tae Kwon Do, Shaitán pensó que podría ven-
garse del primo. Pero no.

53
Entró a su hogar cuando su recuerdo ya iba por la
parte en la que el primo le volvió a romper la boca y So-
raya le lanzó a la cara la tarjeta plástica que Shaitán le
había comprado en el almacén Locuras. La bola ojo de
gato no se la devolvió. Esa fue la primera de una larga
carrera de enamoramientos caprichosos con resultados
catastróficos para su ego de conquistador. De paso, su
madre le cayó a escobazos por gastarse la plata del pan
en la tarjeta, y su abuela le jaló las orejas por tener de-
seos impuros hacia la vecina.
Reprimió estoicamente la curiosidad de leer noticias
en su celular. Buscó algo para ver en la televisión, y expe-
rimentó lo más humillante y desgraciado que le puede
suceder a un ecuatoriano. No tenía ningún servicio de
televisión por cable y tuvo que contentarse con la oferta
de la televisión nacional en las frecuencias UHF y VHF.
Dio con una película mexicana del Caballo Rojas que iba
por la mitad, y se quedó dormido muy triste y aburrido
en la mitad de un programa de Ni Pico, Ni Placa.
Se despertó un par de horas después, y en la tele
estaban transmitiendo un programa de evangelistas.
Volvió a tener hambre y en la cocina solo encontró una
funda de galletas de animalitos de la Navidad pasada.
Recordó con tristeza a su madre, que había muerto po-
cos meses atrás, y pensó que esa funda de galletas de
animalitos fue posiblemente una de las últimas cosas
que la señora había comprado.
Bajó nuevamente a la calle y consiguió pan, queso
y un jugo de cartón. Se preparó unos sánduches y bus-
có sábanas limpias. Tendió la cama mientras masticaba
los sánduches, de los cuales saltaban migas hacia las

54
cobijas. Enseguida pensó que Doménica le hubiera pu-
teado por hacer migas en la cama y concluyó que estar
soltero es lo mejor de la vida. Se desnudó en la mitad
de su habitación, sacó una pijama del cajón más bajo
de su armario y se acostó para tratar de dormir, no por
cansancio, sino para matar el tiempo.
Profundamente inquieto en la cama, Shaitán se ras-
có los huevos y se olió los dedos. La sensación que re-
gala ese rancio aroma tan universal y único a la vez no
ha cambiado, y la gente se siente más segura apoyán-
dose en las cosas a las que está acostumbrada. Pero la
aromaterapia le sentó bien y mal. Bien por la sensación
de comodidad y de seguridad, y mal porque en el fon-
do más profundo de ese olorcito identificó un buqué
residual que le recordó a su ex. Y empezó a pensar que
estar soltero es lo peor de la vida.
Esperaba la llegada de la inconsciencia en su cama
de plaza y media, sin edredón y con doble cobija de
tigre, junto a la ventana de su pequeño dormitorio del
envejecido departamento construido en los años sesen-
ta o setenta del siglo pasado, que había heredado de
su madre. Shaitán había regresado a vivir en el viejo
departamento donde creció, cuando no pudo pagar el
arriendo de un sitio más al norte. Era un agradable lu-
gar —por el Colegio Los Pinos, más o menos— del que
fue expulsado, con policías y depositario judicial de
por medio, por los furiosos dueños a quienes engañó
diciendo que era el gerente de una próspera empresa
de seguridad para equipos de computación. Lo cierto
es que por esos días estaba a pocos meses de ser despe-
dido de su trabajo a prueba en la empresa de coaching

55
empresarial llamada Ser Espejo S.A.. Y por supuesto,
la culpa fue de los dueños del departamento, de los
policías, del juez, de su abogado (que no asomó a la
audiencia), y de la empresa que lo despidió.
Con la nuca casposa sobre la almohada, en lugar de
contar ovejas, Shaitán luchaba entre el ruego de que su
sueño no se cumpliera, y el deseo de haber tenido la
razón para que al menos doscientos tres mil quinientos
ciudadanos de aquellos que le habían insultado mu-
rieran aplastados por las bolas de fuego que estarían
por caerle a Guayaquil. Shaitán sintió el frío pánico de
quien se da cuenta de que le robaron el sueldo en el
bus: ¿acaso su gloria dependía del fin de una ciudad
entera? ¿Acaso se había equivocado atolondradamente
con su tuit fatalista y se ganó gratuitamente el odio de
docenas de miles de personas?
Precisamente en ese instante le entró un mensaje
de voz de su exnovia. Doménica era, sin duda, la mu-
jer que había convertido su corazón en un guiñapo de
mecánica, en un trapeador de manicomio: nunca quiso
embarazarse de él y se cansó de sus celos y de prestarle
plata para solucionar sus juicios de alimentos con otras
mujeres. Doménica era de Guayaquil, y había retorna-
do a vivir en su ciudad luego de abandonarlo cuando
les expulsaron del departamento. Iniciaba su mensaje
saludándolo e indicándole que había leído su tuit sobre
las bolas de fuego en Guayaquil, y acto seguido arran-
caba con una puteada que reunía con singular expresi-
vidad y furia toda la retórica penitenciaria de la zona
costera del Ecuador y culminaba enviándole sus más
sinceras bendiciones.

56
Shaitán escuchó el mensaje al menos cinco veces.
Con cada una, su enojo se elevaba una potencia. Aplastó
el botón para grabar un mensaje de respuesta y dijo: «No
quiero llamar tu atención con ese tuit, bien sabes que yo
tenía unos sueños que eran idénticos a lo que está pa-
sando ahora. ¿Qué te pasa? ¿Cuál bobo hijueputa, pues?
Tus insultos no me llegan, estás loca, eres como todas
mis exmujeres, igualita de chiflada. Y por cierto, no te
voy a devolver nada, el billete que aportaste en nuestra
relación no es mi deuda contigo, yo también puse billete
y no te estoy cobrando un dólar. Agradece que estuviste
con un Lucero Estrella y más mejor aprende a cocinar,
que ni abrir una lata de atún puedes».
Shaitán envió el mensaje, esperó que apareciera el
doble visto azul, luego la bloqueó de sus contactos para
no recibir la contrarréplica, y optó por preferir y aspi-
rar que las bolas de fuego cayeran nomás, y ojalá una
de ellas diera en el barrio de su expareja a quien, temía,
amaría para el resto de sus días.
Volvió a tumbarse en la cama, encendió la televisión
y se topó con un noticiero. El anchor informaba que la
CONMEBOL había desechado la denuncia del Corin-
thians contra el Barcelona Sporting Club, y que todas
las radios del Ecuador habían sido hackeadas y trans-
mitían sin interrupción un reguetón vulgar y diabólico.
A Shaitán la noticia le pareció una nueva señal del
más allá. Buscó una radio, y efectivamente en todas las
estaciones se escuchaba la misma canción con voces
grotescas, una letra sexualmente ofensiva, y coros que
parecían salidos del infierno. Apagó el aparato, y el so-
nido musical le seguía llegando desde la calle. Shaitán

57
no podía saber lo que estaba ocurriendo, pero en toda
la ciudad la maldita canción se había tomado cada espa-
cio. Especialmente por causa de los almacenes de elec-
trodomésticos, que creen que encender parlantes en las
veredas de sus negocios es la mejor estrategia comercial
del universo.
Volvió a vestirse ofuscado con el ruido del reguetón,
y decidió prepararse unas mistelas según la antigua
receta que su abuela le había compartido alguna vez.
Mezcló frutillas con azúcar y aguardiente, y recordó a
la vieja cuando le decía, riendo con su boca de pocos
dientes, que «las penas con pan son menos, y con mis-
telas, mucho menos». Probó el brebaje y, cuando estuvo
satisfecho con la mezcla, rellenó una botella de plástico
y salió con litro y medio de mistela en mano.
Quedarse en su hogar incrementaba su ansiedad, es-
pecialmente porque todas sus ventanas tenían vista ha-
cia el Pichincha, y la del sur miraba hacia el pozo de luz
del edificio donde los vecinos colgaban su ropa mojada
o lanzaban puchos de cigarrillos apagados. Caminó por
la calle en dirección del intercambiador de la avenida
Interoceánica, lugar desde donde se aprecia con gran
claridad el volcán Cotopaxi. Iba tarareando el reguetón
y se movía al ritmo de la interminable canción.
Al inicio iba muerto de frío por las calles quiteñas tan
llenas de baches como el cielo de estrellas. Fue calentán-
dose con el ejercicio y con el licor que bebía sin modera-
ción. Shaitán no temía por su seguridad, a fin de cuentas
la erupción que preveía no apuntaba a Quito. Tendría
que caminar al menos veinticinco cuadras. Y aunque no
estaba tan seguro de que el evento ocurriría esa misma

58
noche, sus pensamientos estaban en hacer lo posible por
ser el testigo privilegiado de su propia vida y presenciar
su esperado instante de gloria y razón.
En lugar de empezar a llorar por Doménica, con
cada cuadra que avanzaba Shaitán se sentía más se-
guro de sí mismo. Y empezó a murmurar «soy el más
gallo de Quito, el más gallo de Ecuador, carajo. El más
gallo del mundo».
«¡Soy un gallazo!», gritó eufórico, y acto seguido
lanzó contra una pared la botella vacía, que no se hizo
añicos pues era de plástico. Mientras la miraba rebotar
por el cemento de la vereda y luego seguir rodando
por el asfalto de la avenida, escuchó un aleteo podero-
so cuyo sonido se hacía más fuerte y cercano.
Buscó por el aire y no encontró pájaro alguno que se
le estuviera aproximando. Retomó la marcha e ignoró
el aleteo que parecía de un ave grande y metálica. Y
volvió a su algarabía y se lanzó a patear la botella de
plástico, con la que jugó gritando lo gallazo que era,
hasta que la embocó en un hueco de alcantarilla. Iba a
celebrar su etílico gol, cuando su euforia se vino lite-
ralmente al suelo porque había sido asaltado con vio-
lencia.
Primero recibió una puñalada en la pantorrilla y
luego un golpe seco en la cabeza con un arma puntia-
guda y sólida.
Se desmayó más por el susto que por el golpe.

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Episodio 9
«El Brayan y los gigantes II»

—¡Tanto sube el nivel! ¡El mar, uohouo, se derrama


ahogándome!, ¡ahogándome! —volvió a escuchar El
Brayan mientras trataba de escapar de la inundación
causada por el Diluvio Universal.
El lamento le llamó la atención, pues venía acompa-
ñado de otros gritos que suplicaban ayuda. Intrigado,
cambió su curso para buscar el origen de los pedidos
de auxilio.
Las quejas se hicieron más fuertes, y detrás de una
loma pequeña El Brayan encontró a tres gigantes a
punto de ser arrastrados por las olas del océano, que
los envolvía furioso.
La situación de los gigantes era realmente desespe-
rada. Uno de ellos, calvo y con la nariz gruesa y apla-
nada, lograba sostenerse de una raíz mientras los otros
dos lo abrazaban de los hombros y de las piernas. Ha-
bía uno flaco, de orejas puntiagudas y con pronuncia-
das entradas, que parecía a punto de soltarse; y el ter-
cer gigante, el más gordo y de pelo muy negro y rizado,
seguía con su canto:
—¡Tanto sube el nivel! ¡El mar, uohouo, se derrama
ahogándome!, ¡ahogándome!
El Brayan comprendió que estos gigantes eran
aquellos que Dios quería ahogar junto al resto de seres
vivos. Que eran esos hijos de los ángeles lujuriosos y
las mujeres humanas que se les entregaron. Enseguida

60
arrancó un árbol y lo acercó hacia los pobres gigantes,
que no podían creer la suerte que estaban viviendo.
—¡Agárrense, carajo! —les ordenó El Brayan.
Le obedecieron y de un poderoso tirón los puso so-
bre un terreno que aún no se inundaba. Los tres empe-
zaron a vomitar agua y trataban de recuperar el aliento.
—No digan nada ahora. Si pueden caminar, vengan
conmigo —volvió a ordenarles El Brayan.
Todavía en cuatro, se miraron entre ellos y asintie-
ron. Se levantaron e inmediatamente empezaron a co-
rrer detrás de su salvador, mientras sus taparrabos de
cuero se sacudían en el viento, y las gotas del aguacero
—algunas tan grandes como una nuez— rebotaban en
sus amplias espaldas.
Corrieron montaña arriba durante unos treinta mi-
nutos, hasta que El Brayan se detuvo con un gesto pen-
sativo, y luego dispuso:
—Aquí nos quedaremos, bajo este enorme árbol
que nos protegerá de la lluvia. Buscaremos leña para
hacer una fogata y calentarnos.
El gigante flaco y de orejas puntiagudas tomó la pa-
labra con una voz todavía atacada por la falta de aire.
—Gracias por salvarnos. En mi nombre y en el de
mis hermanos, nos postramos como tus fieles y sumi-
sos sirvientes, poderoso amo. Mi nombre es Tuco, y mis
hermanos son Ango y Gringo.
—¿Why do we stop, master?, the water is little there
no more —dijo Gringo.
Ango, el gigante que cantaba, se mantuvo en silencio.
—Acepto su juramento de lealtad. Luego me habla-
rán de ustedes. Mi nombre es El Brayan, y no teman,

61
pues el agua no pasará de esa parte de tierra pelada
que está ahí abajo —dijo El Brayan señalando una
mancha sin vegetación, a unos 20 metros de distancia.
—¿And how like that? —preguntó Gringo incrédu-
lo.
—¿Qué me dijo? —preguntó El Brayan señalándolo.
—Disculpa a mi hermano, él cree que habla inglés
y solamente así se comunica. Él le ha preguntado que
cómo así el agua no nos alcanzará, amo.
El Brayan hizo un gesto displicente y sintió pereza
de preguntar por qué el otro gigante cantaba mientras
se ahogaban.
—Les voy a explicar por qué el agua no pasará de
ese lugar —dijo El Brayan—: en la ley de la Conserva-
ción de la Materia, que también se conoce como la Ley
de Conservación de la Masa o Ley de Lomonósov, La-
voisier explica que la cantidad de materia antes y des-
pués de una transformación es siempre la misma. Gra-
cias a esta ley entendemos que en la naturaleza nada se
pierde, nada se crea y todo se transforma. Entonces el
agua, que es una materia que, como todas las demás,
ocupa espacio, no puede crearse en mayor cantidad de
la que ya existe, y por lo tanto nunca de los nuncas,
por más tiempo que llueva a cántaros, el agua llegará
a cubrir más superficie de la que ha cubierto desde el
inicio de los tiempos.
Los gigantes se miraban entre ellos con toda la cara
de no haber entendido nada.
—Amo, nosotros no sabemos leer y no entendemos
de qué nos hablas —dijo Tuco con expresión humilde
y avergonzada.

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—La lluvia se produce cuando el agua de los ríos,
mares o lagos se evapora y sube al cielo para conver-
tirse en nubes; y cuando las nubes están muy pesadas,
caen convertidas en lluvia. Entonces la cantidad de
agua que existe en el mundo ha sido siempre la mis-
ma, sea que esté congelada, evaporada o líquida. Para
cubrir el mundo con agua debería aparecer de la nada
una cantidad muchísimo mayor de la que existe, y eso
no es posible. Por lo tanto aquí y en otros lugares muy
por encima del nivel del mar estaremos a salvo. Dios
no nos podrá ahogar a todos, lo cual no me extraña
porque sus planes son, usualmente, una pendejada.
—¿Dios nos quería ahogar? —inquirió Tuco mien-
tras se metía el dedo en la nariz.
—Sí, Él los odia por ser los Nefilim, los hijos prohi-
bidos de ángeles y humanas. Y yo los he salvado.
—¿Cómo sabes que somos los Nefilim, amo?, noso-
tros no teníamos idea.
—Porque no saben leer —respondió El Brayan lacónico.
Luego de escucharle con atención, Ango, Tuco y Grin-
go se juntaron a hablar en susurros. Al rato terminaron su
conferencia con un evidente acuerdo. Salieron corriendo
ante la sorpresa de El Brayan, pero al rato regresaron con
trozos de leña que empezaron a acomodar bajo el enorme
árbol para encender una hoguera y calentarse.
—¡Of one! —exclamó Gringo asintiendo.
—Nunca tuve yo ni gurú, ni guía —cantó armónica-
mente Ango con una sonrisa.
—Estamos felices de haberlo encontrado y lo segui-
remos hasta el fin de nuestros días. Seremos tus guerre-
ros —remató Tuco.

63
El Brayan sonrió y comprendió que con la ayuda de
esos enormes seres podría destruir los bienes más pre-
ciados de Dios. Y señaló con curiosidad a Ango.
—¿A este qué le pasa? Y respóndanme en castellano
—ordenó.
—Mi hermano Ango solamente puede expresarse
usando pedazos de canciones de los Héroes del Silen-
cio —respondió Tuco.
Mientras Tuco terminaba de explicar la forma de
comunicarse de su hermano, los otros gigantes consi-
guieron encender una fogata.
—Todo arde si le aplicas la chispa adecuada —cantó
Ango.

64
Episodio 10
«Un túnel hacia el infierno»

Shaitán recuperó el sentido boca abajo en la calle.


Sintió el sabor de la sangre y de la tierra entre sus dien-
tes, señal de que se había dado de jeta con fuerza contra
el cemento. Y sintió el peso de un bulto sobre su espal-
da que no le dejaba moverse. Estaba aterrorizado.
—En el bolsillo tengo el celular, no me vayas a ma-
tar —gimió.
—Esto no es un asalto, pendejo, ¡kikiriki! —le res-
pondió su verdugo con una voz difícilmente humana.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó Shaitán
tratando de mover el cuello para observar a su atacante.
—¡Soy el Gallo de la Catedral! ¡Kikiriki!
—Pero estamos muy lejos de la Catedral —reflexio-
nó Shaitán.
—¡Kikiriki! Sí estamos lejos, pero detesto a los que
se emborrachan con mistelas —vociferó el Gallo de la
Catedral.
—No estoy borracho. ¡Tomé dos bocaditos! ¡Deja de
clavarme las espuelas en la espalda, por favor! —min-
tió Shaitán.
—Te bajaste una botella completa, no seas mojigato.
¿Quieres ser el más gallo de Quito? ¡Kikiriki!
—No, no, ¡era solo un decir! —suplicó Shaitán.
—Te pregunto en serio: ¿quieres ser el más gallo de
Quito? —dijo el Gallo bajando un poco el volumen de
su voz metálica.

65
—Ehh, sí, me encantaría —respondió Shaitán sin
entender completamente la intención de la pregunta.
—Debes salvar al mundo, Shaitán Lucero Estrella
—dijo el Gallo con voz de shamán.
—¿Cómo sabes mi nombre? —balbuceó Shaitán.
—Eso no es lo importante, ¡pendejo! —El Gallo per-
dió la paciencia y clavó medio centímetro más sus es-
puelas en la espalda de nuestro héroe.
—Perdón, gallito, dime qué debo hacer. Ayayay, la
espalda. La camiseta era nueva, gallito, no seas así, ya
le hiciste hueco —se quejó Shaitán.
El Gallo acercó el pico a la oreja izquierda de Shai-
tán, y susurró:
—Mira dentro de ti, recuerda cómo te llamas —le
dijo el Gallo.
—Me llamo Shaitán Lucero Estrella —respondió
Shaitán como si repitiera la tabla del cinco.
—Ya lo sé, pendejo, ¡kikiriki!, piensa un poco, ¡por la
puta! ¡Kikiriki! —el fúrico Gallo parecía estar a dos se-
gundos de abrirle un boquete en la nuca de un picotazo.
—No te entiendo. ¿Qué quieres de mí? —sollozó
Shaitán.
—Vuelves a llorar, y te separo la cabeza del cuerpo
a picotazos —amenazó el Gallito, y de pronto se quedó
como pasmado y alzó el pico—. Huele a meados, ¿te
measte? —dijo el Gallo abriendo los ojos amarillos y
moviendo de lado a lado la cabeza, cubriéndose el pico
con una de sus alas de plumas negras, blancas y azules.
—Ehh, sí, parece que sí, gallito. Perdóname, estoy
muy…
—Qué asco, ¡longo puerco! —chilló el Gallo.

66
—Es que tengo miedo, gallito. ¡Ay! No me picotees más.
El Gallito de la Catedral batió sus alas y despegó de
la espalda de Shaitán. Voló lateralmente un par de me-
tros y se paró sobre una verja junto a la vereda donde
Shaitán se había desmayado. Acto seguido se olió las
patas por si se había manchado de orina. Pero no.
El Gallo infló el pecho y con una voz gutural y so-
lemne empezó a hablar en actitud magistral:
—Camina una distancia de cien vergas toledanas
hacia el norte, llega al pequeño bosque con la estatua
de piedra del héroe argento y pon tus ojos hacia donde
sale el sol. Tendrás frente a ti una enorme gruta. Entra
por esa cueva mal planificada que debió ser el doble
de su tamaño y ahora ya no sirve para un carajo. Esta
cueva estrecha fue cavada junto a una quebrada que
desemboca en el río muerto que huele a mierda. Entra
sin temor, camina quinientos codos y en la pared en-
contrarás el símbolo «450 +». Coloca sobre ese símbolo
tu mano diestra y hallarás lo que tienes que encontrar.
Shaitán hizo un corto silencio, separó los labios
unos tres centímetros, se peinó con la mano lanzando
su cabellera hacia atrás y reconoció estar aún más con-
fundido por el lenguaje hermético del Gallo.
—No te entiendo, Gallito, perdóname —suplicó al
rato.
El Gallo extendió con violencia su ala derecha sa-
cando chispas con las metálicas plumas y apuntó frun-
ciendo el ceño.
—Que camines por la 6 de Diciembre diez cuadras
hasta la Plaza Argentina, sin ahuevarte, y entres al
túnel Guayasamín unos doscientos cincuenta metros

67
—explicó sin solemnidad, y con el pecho desinflándo-
se, el Gallo.
—Pero hacia allá mismo iba, Gallito —reclamó Sha-
itán, por primera vez asumiendo algo de la altanería
que solía tener con sus superiores.
—¿No jodas?, no lo sabía. Chuta, perdón. Es que el olor
a mistela realmente me cabrea, y vos ibas gritando pende-
jadas —contestó el Gallo abriendo los ojos por la sorpresa.
—Sí, lo sé. Espero me perdones —concedió Shai-
tán—, pero me agujereaste la camiseta nueva y el Le-
vi’s. Me arden a lo bestia la espalda, la cabeza y la pier-
na —remató en tono de reclamo.
—Te hice mear en los calzones y el jean es chiviado,
no me armes tanta alharaca, por la puta —respondió
el Gallo enojado y recuperando el control de la situa-
ción—. En todo caso, el túnel te revelará tu destino
—sentenció el ave poniendo los ojos en un blanco tene-
broso que no admitía más respuestas.
—¿Por qué ibas hacia allá? —preguntó el Gallo
cuando Shaitán reinició su trayecto, pero seguía con
sus ojos en ese blanco que no admitía más respuestas,
y Shaitán no le respondió.
Shaitán retomó la marcha caminando raro por la
meada, por el ardor en la espalda y la herida en la pier-
na, cuya sangre le había empapado la media. Cada tan-
to se sobaba la cabeza, donde también tenía una herida
por el picotazo que le dejara inconsciente. Iba putean-
do al Gallo entre dientes cuando cayó en la cuenta de
que Quito estaba desolado. Extrañamente desolado.
Mucho más vacío que cuando los quiteños se largan a
la playa en las vacaciones por las Fiestas de Quito.

68
Llegó a la entrada del túnel y sintió miedo. Adentro
se habían apagado todas las luces que usualmente lo ilu-
minan y no había un solo automóvil circulando. ¿Habrá
sucedido algo cataclísmico con Quito mientras estuve
desmayado?, se preguntaba. Sacó el celular del bolsillo
para encender la linterna. Empezó a llorar y a extrañar a
su mamá, a su abuelita y a su ex. En ese orden.
Quiso regresar hacia su departamento, pero des-
pués de dudar por unos minutos resolvió seguir cami-
nando, más por miedo al Gallo que por otra cosa. Y a
los doscientos cincuenta metros, cuando ya no podía
ver ni la entrada ni la salida del túnel, la luz de su lin-
terna alumbró el símbolo «450 +» y Shaitán recordó las
instrucciones del Gallo. Colocó con algo de temor su
mano derecha sobre el «450 +» y súbitamente una luz
cegadora dio paso a una imagen dantesca. Shaitán se
encontró de pie frente a una visión del mundo destrui-
do por enormes incendios y bolas de fuego, con sus co-
las de humo negro y espeso cruzando el cielo en todas
las direcciones.
Las piernas de Shaitán se doblaron y cayó de rodi-
llas, llorando. El frío de la meada se le fue hasta los
confines del trasero y temía haberse escaldado. El túnel
desapareció y nuestro héroe se descubrió llorando en
un valle de sombras.
Iba a empezar a lanzar al viento preguntas del tipo
«¿por qué?» y «¿por qué a mí?», pero más le preocu-
paron dos cosas. La primera, que no sabía en qué mo-
mento toda esta locura había comenzado a parecerle
un día cualquiera en su vida y no una pesadilla de la
que estaba a punto de despertar. Y la segunda, que con

69
el rabo del ojo vio el bulto de una persona no muy alta
parándose junto a él.
Lleno de pánico, giró el cuello lentamente y en la
oscuridad alcanzó a ver una boca que sonreía sardó-
nicamente y que le dejaba ciego con el brillo de varios
dientes de oro.
Shaitán solo tuvo el tiempo para alzar las manos y
protegerse la cara.
Y para volver a mearse.

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Episodio 11
«A las entrañas del Cotopaxi»

Desde que El Brayan rescató a tres de los gigantes


Nefilim, que a poco estuvieron de morir ahogados por el
mar con anabólicos provocado por el Diluvio Universal,
transcurrieron al menos 3500 años hasta que volvió a en-
contrarse frente a frente con su padre biológico.
Durante esos siglos, El Brayan y los gigantes vivie-
ron ocultos en un continente que no era conocido por
Dios. Al principio se ocultaron en la Patagonia argen-
tina, y luego subieron hacia el noroeste, hasta instalar-
se definitivamente en el territorio que ahora se conoce
como República del Ecuador.
Lo primero que hicieron El Brayan y los gigantes al
pisar territorio ecuatoriano fue enfermarse con dengue.
Más adelante sufrieron de quemaduras de piel por los
rayos UV, pero como les resultó muy fácil conseguir
cédulas falsas en el Registro Civil, decidieron quedarse
definitivamente. Aunque con el tiempo empezaron a
odiar el país y decidieron que se irían a California a la
primera oportunidad.
El Brayan se las arregló para seguir teniendo noti-
cias y contacto con el Edén. Las noticias sobre la ex-
pulsión al infierno de su hermano mellizo Luzbel, la
destrucción de Sodoma y Gomorra, el boicot a la cons-
trucción de la Torre de Babel, y todos los incontrolables
ataques de cólera de Jehová iban colmándole la pacien-
cia siglo tras siglo. También hizo lo posible por encon-

71
trar a su madre, la hermosa Aurora, y llegó incluso a
contratar al Mossad, pero nunca tuvo éxito.
Por otro lado, una tarde que sucedió más o menos
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, ambientada
en el desierto, con vientos de arena y labios partidos, a
Dios le diagnosticaron que sufría de trastorno explosi-
vo intermitente. Empezó una rigurosa terapia de con-
versación con un especialista, tomó un poco de barro
y creó los inhibidores selectivos de la recaptación de
serotonina y los estabilizadores anticonvulsivos, y los
empezó a tomar regularmente con el desayuno. Así,
poco a poco dejó de actuar como un energúmeno y se
convirtió en un ser de amor.
En su nueva condición de Ser de Amor, Dios se dio
cuenta de que —acaso por el apuro— había tenido
una muy mala idea cuando creó el pecado. Entonces
se pasó pensando cómo editar ese gazapo sin que se
le notara demasiado y se pusiera en duda su fama de
Perfecto. Luego de analizarlo muy bien, no se le ocu-
rrió mejor cosa que embarazar a una virgen de 14 años
y enviar a esa bendición a ser asesinado, 33 años más
tarde, en una horrenda crucifixión con la idea de salvar
del pecado a sus criaturas favoritas.
—Mis planes son perfectos —se dijo mientras ob-
servaba al joven morir en la cruz. Y estaba convencido
de ello, pues al final le habían tratado para el manejo de
la ira, no de la vanidad.
Cuando El Brayan supo del nuevo proyecto de su
Papá, lejos de reaccionar propositivamente, optó por
sentarse a observar con paciencia el previsible nuevo
fracaso de Jehová. Siglos más tarde, riéndose como

72
un demonio, El Brayan aplaudía los pésimos resulta-
dos de la nueva estrategia Divina, pues el ser huma-
no seguía haciendo cagada tras cagada y maldad tras
maldad, pero ahora se confesaba los domingos y en el
nombre del Amor de Jesús era perdonado como para
irse al Paraíso en caso de muerte. «El huevas de hule
quiso salvarnos del pecado, pero lo que consiguió es
institucionalizar la impunidad», concluía El Brayan.
Él, como el típico subsecretario promedio que critica
al Presidente en las cenas de su familia, sentía que podía
hacerlo mejor que su Padre. Era tan simple como repetir
la extinción del Triásico creando un efecto invernadero
mortal a punta de erupciones volcánicas que provocaría
que el mundo fuera dominado por los dinosaurios y se
repletase de vegetación algunos millones de años más
tarde. También debía evitar la extinción del Cretácico
para que nunca más asomaran a joder en la Tierra los
bestias de los seres humanos. Con este fin, colocaría de-
fensas contra asteroides despistados como el que se cla-
vó en la península de Yucatán y mató a los dinosaurios.
Envió a los gigantes a California, les ordenó que
buscaran un buen lugar para residir y dispuso que lo
esperaran allá. El Brayan sabía que su idea no sería
agradable a los ojos de su Papá, pues su Papá, por al-
guna razón, tiene como sus criaturas favoritas a las que
más dolores de cabeza le han dado durante milenios.
En todo caso subió al cielo, entró al Edén, los ángeles
que cuidaban la puerta de la morada de Dios como
bouncers de discoteca salieron corriendo agitando las
alas antes de recibir sendas patadas, y entró a la habita-
ción sin golpear la puerta.

73
—Te estaba esperando —dijo Dios envuelto en su
túnica celeste y sentado en su cómodo sofá frente a una
pantalla plana de 700 pulgadas. Los crocs azul marino
yacían junto a la pata de la cama.
—No me digas, ¿y cómo te enteraste de que venía?
—respondió El Brayan.
—Olvidas que soy Dios Todo Poderoso, Creador
del Cielo y de la Tierra, de Todo lo Visible y lo Invisi-
ble. Que soy Perfecto, Inmutable, Eterno. Que Conozco
Todo Lo Que Pasó y Lo que Va a Pasar.
—Ya, simón —le interrumpió El Brayan con displi-
cencia—: me viste llegar con esa cámara de seguridad
que está ahí —dijo señalando una cámara que apunta-
ba al jardín y a la pantalla que Dios miraba cuando él
entró a la habitación.
—Bueno, ya, ¿qué quieres? Estaba por desayunar…
—dijo Dios con impaciencia, mirándose las uñas y sa-
biendo que se le iban a enfriar los bolones.
—¿Y esa falta de Amor?, ¿para mí no hay Amor?
—se burló El Brayan haciendo el gesto de entre comi-
llas cuando decía «Amor».
—Sé a lo que has venido. Todos creen que pueden
hacerlo mejor que yo. Y aunque tu plan de llenar el
mundo de vegetación exuberante y dinosaurios mag-
níficos es romántico, te olvidas de lo fundamental.
—¿Qué cosa?
—Que si los seres humanos no llegan a existir en el
mundo, ¿quién me inventará? Yo no quiero desapare-
cer. ¿Quién en su sano juicio renunciaría a ser Yo?
El Brayan sintió una levísima tristeza por la debili-
dad de su oponente.

74
—Todos vamos a desaparecer. Yo también. Pero es
lo mejor —dijo El Brayan colocando su mano con deli-
cadeza sobre el hombro de Dios.
Dios se lo pensó unos segundos mientras sus corti-
nas se bamboleaban y en la pantalla de 700 pulgadas se
veía cómo los ángeles regresaban agachados y temero-
sos por entre las frondas de helechos y palmitos.
El Brayan se despistó un segundo al mirar por la
pantalla, y Dios aprovechó el descuido para agarrarle
de la mano y, apretándosela violentamente, le hizo una
dolorosa manita de puerco doblándole la muñeca hacia
la espalda.
—¡¡Ayayay!! —chilló El Brayan.
—Te voy a mandar al infierno —amenazó Dios, a
quien se le había pasado la hora de tomar sus pastillas.
—El infierno ya está tomado por tu otro hijo, hue-
vas de hule —se burló El Brayan pese al intenso sufri-
miento de su muñeca.
—Te voy a mandar a un sitio peor. Te cagaste, coju-
do —rugió Dios.
—¿Y qué lugar puede ser peor que el infierno?
—volvió a reírse El Brayan.
Entonces, Dios le soltó la mano, cerró los ojos, aplau-
dió y ¡fum!, envió mágicamente a El Brayan de regreso
al Ecuador, lanzándole directo al cráter del Cotopaxi,
dentro del cual ingresó como un pequeño cometa rojo
hasta las entrañas del volcán.

75
Episodio 12
«Cantuña»

Shaitán, de rodillas frente a lo que parecía el infier-


no, sintió la amenaza que se le acercó desde atrás.
Giró el cuello lentamente, alzando las manos en
actitud de protección. A su lado estaba un hombre
con poncho y sombrero de indígena de la Sierra y con
algunos dientes de oro. El hombre de aspecto recio le
colocó la mano pequeña y callosa en el hombro, y le
dijo:
—Te estaba esperando, Shaitán. Ojalá seas bien
arrecho y tengas harto ñeque.
—¿Quién eres tú? —respondió Shaitán sin ningún
ánimo de entablar una disputa sobre su valor.
—Me llamo Francisco Cantuña —le contestó el
hombrecillo.
—Ya, no me digas que eres el constructor del Atrio
de San Francisco —le dijo Shaitán, mientras se ponía
de pie.
—Sí, ese muérgano atrio que me costó hasta el alma
—respondió Cantuña dando un resoplido y volviendo
a lanzar carcajadas.
—Pero te quedó bonito —concedió Shaitán.
—¡Gracias!
Ambos se quedaron en un incómodo silencio, y se
lanzaban miradas entre ellos y hacia el mundo de fue-
go y sombras que les rodeaba. Hasta que Shaitán vol-
vió a hablar:

76
—Oye, tengo hambre y debo cambiarme de ropa.
Me atacó un gallo chiflado y sufrí un accidente. ¿Me
puedes ayudar? —pidió Shaitán.
Cantuña lanzó más carcajadas.
—Vas al grano, ¿no?, no somos ni amigos y ya me
pides que te mantenga.
—No es mi culpa, perdón, pero esto es muy raro y
siento mucha hambre. No sé qué debo hacer, ni decirte,
para serte franco —respondió Shaitán.
Cantuña chasqueó los dedos y, junto a Shaitán, apa-
reció una mudada de ropa y una fuente con tostado y
chochos.
Shaitán agradeció el gesto observando los dedos del
hombrecillo. Se llevó la ropa tras una gran piedra negra
que brillaba con los reflejos de los incendios y regresó
al rato para sentarse a comer.
—Supongo que tú me vas a decir qué hago yo aquí
—preguntó Shaitán mientras Cantuña le miraba ali-
mentarse.
—Eso que ves es una visión futura del mundo. Todo
está siendo destruido, todo será destruido, el mundo
va a hervir. Ya empezaron en Ecuador y eres tú quien
deberá salvarnos.
—¿Y yo por qué, pues? —preguntó Shaitán.
—¿No vas a poder? ¿No estarás capacitado? —in-
quirió Cantuña asumiendo de pronto una actitud de
jefe de Recursos Humanos.
—Ah, sí, de ley que sí estoy capacitado. Oye, y
¿cuánto hay de plata? —contraatacó Shaitán inflando
los huecos de la nariz.
—Tu padre te lo dirá —respondió misterioso Cantuña.

77
—Mi padre está muerto —refutó Shaitán.
Cantuña sacó ágilmente de su bolsillo izquierdo un
brillante bailejo de acero con elegante empuñadura de
madera adornada con nácar, y abofeteó a Shaitán en la
mejilla, con la fuerza suficiente como para sacudirle el
cerebro pero sin noquearle.
—Nadie está realmente muerto, o no estarías ha-
blando conmigo, ¿no crees? ¿Te gustaron los chochitos
y el tostado? Te hubiera brindado unas humitas, pero
no tuve tiempo de hacer moler el maíz —matizó Can-
tuña confiando en que el efecto de su bailejo le servi-
ría para mantener lúcido a Shaitán y concentrado en el
«aquí» y el «ahora», asunto tan complicado entre los
mortales ecuatorianos del siglo XXI.
—Todo bien, gracias —le respondió Shaitán ha-
ciendo con los dedos el gesto de «todo oquey», para
luego sobarse el cachete, en el que le quedó ardiendo
una marca roja con forma de triángulo—. ¿Cómo voy
a salvar al mundo? —preguntó apuradamente en un
evidente esfuerzo por no desviar la atención hacia lo
superfluo y ganarse otro chirlazo con el bailejo.
—¿Ya viste los Avengers? —preguntó sonriendo
Cantuña.
—Sí.
—Bueno, algo así, o sea, te toca armar un equipazo
de titanes o de dioses, o lo que sea, y con ellos debes
enfrentar la fuerza que ataca al mundo. La fuerza que
ataca al mundo no es algo que puedan entender los
mortales, no es algo que hayan visto antes, y no van a
poder vencerla con sus armas, ni con sus oraciones, ni
peor con ideas de los giles de Yachay, por si se comiden

78
en participar para nomás de jalarse unos millones del
presupuesto del Estado.
—No me digas —se burló Shaitán—. ¿Y de dónde?
¿Y cómo voy a vencer yo a esta famosa fuerza?
—Para empezar, te he dado de comer chochos mila-
grosos. En pocos minutos te sentirás un líder poderoso,
victorioso y salvador. Espérate un rato y vas a ver —le
contestó Cantuña.
A los pocos minutos Shaitán experimentaba por
dentro una creciente sensación de fuerza que le hacía
arder la piel. Cantuña no le había engañado, era cierto
que los chochos eran milagrosos. El ardor de la espalda
y de la pierna desaparecieron, la herida de la cabeza
por el picotazo del Gallo de la Catedral se desvaneció
en un segundo.
—Estos chochos son milagrosos, ¡oye! —exclamó
Shaitán—. Serían un negociazo, yo podría…
¡Pas! Le cayó otro ardiente bailejazo de la mano de
Cantuña.
—No empieces con tus huevadas —reclamó el fa-
moso albañil.
—Ya, perdón, perdón —dijo Shaitán sobándose el
cachete.
Cantuña le señaló un sendero escondido tras las rocas.
—Aquí comienza nuestro camino —le anunció.
Y así, Francisco Cantuña y Shaitán Lucero iniciaron
una caminata lenta y trabajosa entre peñascos, suelos
húmedos y resbalosos, y lejanos estallidos de truenos y
explosiones de fuego.
—¿Por qué empezaron a atacar desde el Ecuador?
—fue la obvia pregunta de Shaitán.

79
—Ni puta idea, pana —replicó Cantuña—. Creo
que fue por pura mala suerte.
Volvieron a andar en silencio un trecho arenoso,
pero de fácil caminar.
—Oye, ¿es cierto que pactaste con el diablo? —pre-
guntó Shaitán, ya en confianza.
—Sí, pero tenía una muy buena razón, o sea, cojudo
nunca he sido —contestó Cantuña algo irritado y lle-
vando inconscientemente la mano hacia el bailejo.
—Sí, sí, claro, tener que entregar la obra a tiempo
—quiso Shaitán arreglar su desliz, mirando de lado y
nervioso la posibilidad de otro golpe del frío acero.
—Huevada, eso era manejable, ¿conoces algún
constructor que te entregue una obra en el tiempo que
te ofrece? Naranjas —dijo Cantuña.
—Veo tu punto. ¿Entonces? —preguntó Shaitán.
—Verás, a nosotros, los indios, nos hacían trabajar
gratis en toditas sus putas construcciones los curas des-
graciados. Nos daban comida y punto; y eso para que
no nos caigamos muertos y pierdan mano de obra. Y
nos decían que Dios nos iba a premiar por el esfuerzo.
Acaso que en ese entonces había ni una sola ley laboral
a nuestro favor, con las justas nos habían reconocido
tener alma pocas décadas atrás, y eso porque un curita
se fue a hacer el trámite en España. Y tocaba aceptar
cualquier abuso. Entonces, cuando se me asomó el dia-
blo y me dijo que se me iba a llevar el alma a cambio, yo
convencido de que Dios me cuidaba la misma alma por
mi trabajo y devoción, le acepté el trato porque estaba
seguro de que al menos quedaría empates. Pero naran-
jas, el diablo me condenó al infierno. No es verdad que

80
faltó una piedra y que me salvé. Acabamos toda la obra
y, esa misma noche, chao mi almita.
—Chuta, no digas —expuso Shaitán abriendo los
ojos y levantando las cejas—. Qué mala nota —remató.
—¿A cambio de qué le venderías vos el alma al dia-
blo? —preguntó Cantuña mirándolo de reojo.
Shaitán suspiró enamorado, y el sorpresivo recuer-
do de Doménica empezó a abrirle úlceras sangrantes
en el corazón.
—¿Yo?, por nada del mundo daría mi alma —min-
tió Shaitán.
—El diablo es el único que dice la verdad, a mí se
me llevó nomás el alma —replicó Cantuña acostum-
brado a las mentiras de los hombres.
—O sea que estamos en el infierno —respondió
Shaitán súbitamente pálido y con los huevos sacudién-
dosele como cascabel de gato.
Y justo cuando Shaitán terminó su oración, preñada
de terror, un aullido terrorífico repletó el lugar. Francis-
co Cantuña detuvo su paso y sostuvo del antebrazo a
Shaitán. Observó a su alrededor e hizo un gesto como
tratando de escuchar lo inaudible.
—¿Estamos en el infierno? —balbuceó Shaitán.
—Sí, desde hace unas cinco cuadras —respondió
Cantuña.
—Dios mío —empezó a quejarse Shaitán, pero Can-
tuña le interrumpió en seco.
—No seas tan cojudo de llamar a Dios aquí, no seas
tan pendejo. ¿Qué te pasa? No digas ni una sola palabra
hasta que yo vuelva a hablarte —murmuró Cantuña con
los ojos rojos del cabreo—. Si el diablo nos escucha, te

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llevará a su cámara de tormentos para toda la eternidad.
A vos, por bragueta brava y por portarte pesetero con las
pensiones alimenticias de tus hijos, te esperan martilla-
zos en los huevos sobre un yunque al rojo vivo hasta el
fin de los tiempos. Te dejan los huevos planitos, planitos,
como papel crepé. Sobre el yunque hirviendo se te sua-
vizan el escroto y los testículos. Los diablillos son unos
verdaderos orfebres y son capaces de sacar un cuarto de
pliego de medio milímetro de espesor por huevo, a mar-
tillazo limpio. Luego te lanzan agua helada y se te regre-
san las huevas a su estado original y repiten, y repiten, y
repiten. Cómo gritan esos pobres desgraciados, oye.
Shaitán temblaba presa del pánico y se volvió más
silencioso que un testigo de narco. Casi ni respiraba,
hasta que empezó a sentir un dolor cada vez más te-
rrible en el estómago. Shaitán sabía que ese dolor atroz
significaba una sola cosa: su terrible alergia al maíz, de
la que se había olvidado por el hambre y el apuro. Y
esta alergia le causaba acidez, cólicos, dolor de estóma-
go, diarrea y, en el mejor de los casos, gases. Y gases fue
precisamente lo que estaban produciendo sus intesti-
nos. Unos trescientos centímetros cúbicos de metano
que le estaban desgarrando las tripas con rencor.
—Panchito, dale suave, Panchito, no seas así —su-
plicó Shaitán, que empezó a caminar con las rodillas
pegadas y las manos sobre el vientre.
Cantuña le ignoró y siguió su marcha a buen paso.
El tostado hizo su ruin efecto —a fin de cuentas, los
mágicos eran los chochos— y, derrotado por el sufri-
miento, Shaitán tuvo que soltar un pedo que creyó po-
der racionar en mínimas e inaudibles flatulencias, pero

82
el esfínter le traicionó vilmente. Ya no pudo más y tronó
como si tuviera un megáfono de última generación en
el culo. Y el eco de su pedo llegó a todas las grietas del
averno y regresó multiplicado en sonoridad. Bandadas
de murciélagos salieron disparadas hacia las partes más
altas de las catacumbas que les rodeaban, y alaridos ho-
rrorosos atravesaron el aire sulfuroso e hicieron dar una
vuelta sobre su propio eje al corazón de Shaitán.
—Ayúdame, Francisco, ya me cagué. Ya me cagué,
Panchito —dijo Shaitán y empezó a llorar, y a santi-
guarse con efusividad, espantado como alcalde de Qui-
to cuando le amenazan los dueños de las cooperativas
de transporte público.
Francisco Cantuña buscó un lugar donde esconder
a Shaitán. Y ambos corrieron agachados por un míni-
mo sendero hasta que encontraron una puerta grande
de madera adornada con raíces secas y gruesas y un
alfabeto que Shaitán no conocía.
—Ya nos tocó entrar acá —dijo Cantuña apurado.
—¿Qué dice ahí? —preguntó Shaitán.
—¿No sabrás griego? —se burló Cantuña—. Ahí
dice clarito «la tumba del pedorro» —se volvió a burlar.
—En serio, ¿qué dice? —sollozó Shaitán, que toda-
vía no estaba repuesto del terror a ser condenado por
el diablo a que le dejen los huevos como queso de hoja,
ni del dolor de estómago.
—Dice: «El Olimpo» —concedió Cantuña
—¿Y qué haremos aquí? —dudó Shaitán.
—Aquí vamos a encontrar a los héroes que van a
salvar a la Tierra, pues hijito —respondió Cantuña pen-
sando en agarrar su bailejo.

83
—¿Ah, o sea Júpiter y esos? —contestó Shaitán.
—Dije griegos, no romanos, pendejo —le reclamó
Cantuña, y movió la cabeza en señal de desaprobación
y desacuerdo con la posibilidad de que un tarado que
no puede ni aguantarse un pedo en el infierno pudiera
salvar al Ecuador en particular y al mundo en general
de la destrucción apocalíptica que ya había empezado,
y cuyo terrible causante estaba por revelarse.
—Bueno, loco, no te enojes, mi especialidad no es la
historia, sino el coaching —se defendió Shaitán.
Entraron a «El Olimpo», cerraron la enorme puerta
dejándola atrancada para que no se les metiera ningún
diablo. Pero cuando reiniciaron su caminata escucha-
ron el ruido de una bestia pesada y con cascos de metal,
corriendo y acercándose hacia ellos. Cantuña se puso
verde agua del susto y agarró a Shaitán de la camisa.
—¡Mueve, loco, chucha! —alcanzó a gritarle entre
dientes Cantuña.
Y, por si acaso, empuñó su bailejo con ánimo de
guerrero.

84
Episodio 13
«Tierra prometida que nos pertenece»

Dios expulsó a El Brayan hacia la Tierra. Así humil-


demente, sin la gran batalla que diera su hermano me-
llizo Luzbel contra Miguel y sus ángeles. Y descendió
del cielo con lo puesto. Sin la llave del abismo, ni una
gran cadena en la mano. Sin dragón, ni serpiente an-
tigua. Cayó dentro del Cotopaxi y, al menos, no hubo
quién le dejara amarrado por mil años.
Con el empujón divino, más la aceleración de la
gravedad (que es de 9,80665 metros por segundo al
cuadrado), y una altura desconocida pero que sin duda
fue mucho mayor que aquella de 41.425 metros desde
la cual se lanzó el aburrido vicepresidente de Google,
Alan Eustace, en octubre de 2014, El Brayan rompió el
récord de caída libre de Felix Baumgartner, que llegó a
la velocidad máxima de 1357,64 kilómetros por hora.
Así, como un asteroide sin frenos, se dio el tortazo
sobre un lecho de lava endurecida, luego de atravesar
la chimenea del volcán. Cualquier ser vivo se hubiera
convertido en moco con ese golpe, pero El Brayan es
un semidiós, semitodopoderoso y semiinmortal, por-
que en algunas cosas salió ahí al taita. Y además tiene
que aguantar hasta el final de esta historia.
Al rato se levantó levemente adolorido y gravemen-
te enfurecido. Invocó a sus gigantes, a quienes había
enviado a California, y se sentó a esperar sobre un gru-
mo de lava que se había secado en forma de asiento.

85
Para su sorpresa, los gigantes llegaron a las dos horas.
—No se han demorado casi nada. ¿Obedecieron mi
orden de ir a California? —les preguntó con voz tene-
brosa.
—Sí, amo —dijo Tuco—, pero no pudimos pasar la
frontera. El coyotero que contratamos nos estafó.
—That big goat made us the little house —matizó
Gringo.
—¿Y qué hicieron? —preguntó El Brayan.
—Le arrancamos la cabeza y nos regresamos, amo
—respondió Tuco.
—Ok, bien pensado —dijo El Brayan.
—Gracias, amo —dijo Tuco bajando la cabeza reve-
rencialmente.
—Bueno, yo les tengo novedades. Hablé con mi
Padre, y me regaló todo el planeta Tierra. Vamos a
administrarlo conforme mis planes. Y lo primero que
haremos es incendiar algunas ciudades donde sobran
humanos. Debemos reinar donde estemos cómodos,
y uno nunca puede estar cómodo si está rodeado de
gente —mintió El Brayan, pues Dios nunca le regaló
nada, pero él sabía que su idea de destruir la vida (en
los términos planteados en un episodio previo) termi-
naría por asustar a los gigantes, que seguramente no
estarían dispuestos a morir sacrificándose por la idea
de su amo.
—Suban y contemplen nuestro reino desde el filo de
este cráter —les dijo El Brayan apuntando con el dedo
al lejano círculo de luz que estaba sobre ellos. Y los gi-
gantes le obedecieron escalando como verdaderos chi-
vos por las paredes rocosas de la chimenea del volcán.

86
A los pocos minutos, los gigantes observaban exta-
siados lo que creían les había sido regalado. Mientras,
El Brayan sonreía pensando en lo fácil que era conse-
guir fieles fanáticos cuando les regalas lo imposible.
—Tierra prometida que nos pertenece, por obra,
por arte y por gracia de Dios. Tierra prometida que nos
pertenece —cantaba Ango con la mirada perdida en el
horizonte.
—Finalmente tendremos un hogar propio, herma-
nos míos —celebró Tuco.
—¡What of whores! —dijo Gringo, y se agachó para
tomar un poco de hielo y lanzárselo a Tuco.
Al rato los tres gigantes batallaban en el filo del crá-
ter lanzándose trozos de hielo y riendo alegremente.
Mientras todo esto ocurría, El Brayan analizó la
estructura interna del volcán, buscando la manera de
convertirlo en un arma. Puso la oreja derecha sobre
el piso y escuchó el rumor de la lava burbujeando, y
pensó que podría hacer grandes, enormes bolas de roca
incandescente para lanzarlas a sus objetivos. Analizó
las paredes y notó que podría girar el tronco de la mon-
taña para apuntar el cráter hacia donde quisiera lanzar
las rocas de fuego.
Llamó de un chiflido a los gigantes, quienes en tres
saltos llegaron al piso. El Brayan les explicó su plan y
les ordenó empezar a empujar las paredes de la chime-
nea para apuntar hacia un objetivo.
—¿Hacia dónde apuntaremos, amo? —preguntó
Tuco.
—Hacia una ciudad que se llama Guayaquil. Es la
más grande de este país, cuna de los grandes próce-

87
res de la dolarización y dueña del puerto principal del
Ecuador. Debemos empezar dando un gran golpe des-
de el inicio —explicó El Brayan.
Los gigantes tomaron cada uno un lugar y empeza-
ron a empujar las paredes mientras su jefe miraba des-
de el centro del pozo donde estaban. El esfuerzo de los
gigantes no parecía suficiente pues, salvo unas pocas
piedras que cayeron y unos crujidos, el cono del volcán
no se estaba moviendo gran cosa.
El Brayan perdió la paciencia y agarró un lugar
para él. Empujó gruñendo y con las venas de los bra-
zos, piernas y frente saltándole al punto de casi salirse
de su piel. A los pocos segundos, muy lentamente, las
paredes comenzaron a girar, y los gigantes gimieron
alborozados.
Una verdadera lluvia de rocas caía dentro de la chi-
menea y se estrellaba a pocos metros de los malhecho-
res, quienes infatigables seguían con su faena. Al rato,
enormes haces de luz ingresaron por las partes altas de
las paredes, como si el volcán se hubiera trizado dejando
espacios abiertos en su cono, por donde el sol empezó a
alumbrar el interior. Ventarrones helados cruzaron por la
enorme cueva como una premonición fantasmagórica.
—¡Avalancha!, ¡avalancha! —cantó súbitamente
Ango.
Y tanto El Brayan como los tres hermanos fueron
sepultados por toneladas de nieve que entraron des-
de el exterior por las grietas que ellos mismos habían
abierto.
Los cuatro lograron salir de sus blancas y heladas
sepulturas, y volvieron a su tarea; y cada vez que la

88
nieve los cubría, volvían a salir. Hasta que El Brayan
juzgó que era suficiente, subió al filo del cráter y ob-
servó que con unos cuantos centímetros más hacia la
derecha, la ciudad de Guayaquil estaba perfectamente
alineada con el enorme cañón de roca y fuego que ha-
bían construido. También notó que el Cotopaxi había
quedado prácticamente sin nieve.
Bajó y pidió un último esfuercito, hasta que ordenó
el cese de actividades cuando el arma estuvo a punto.
—Ya pensaremos cómo limpiar toda esta nieve,
pues debemos llegar al magma hirviente para hacer las
bolas de fuego.
—¿And now? —preguntó Gringo.
—Ahora prepararemos una visita sorpresa al Presi-
dente de este país. Irán ustedes llevando mi mensaje.
Saldrán enseguida a cierto sitio que los lugareños lla-
man el Palacio de Carondelet. Está en el centro de la
capital.
—Sí la conocemos, amo, conocemos bien el Ecuador
—contestó Tuco.
—Muy bien —dijo El Brayan, quien acto seguido
escribió una carta de su puño y letra, y la metió en un
sobre y la entregó al Gringo.
—Entréguenla en sus manos al Presidente. Si al-
guien les impide verlo, le arrancan la cabeza nomás.
—Of one —respondió obediente Gringo.
Los tres gigantes subieron hacia el cráter y miraron
en dirección a Quito. A lo lejos observaron unas nubes
grises y se preocuparon mucho. Ellos habían quedado
totalmente traumados con el Diluvio Universal, y si algo
les podía hacer morirse del susto era un buen aguacero.

89
Volvieron a bajar.
—Amo —tomó la palabra Tuco—, parece que va a
llover, el cielo se está nublando. Tenemos miedo, tú nos
comprendes, amo.
—Revisemos en la página web del INAMHI las
predicciones del clima para Quito, no se preocupen
—concedió El Brayan, a quien los truenos también ate-
rrorizaban desde que Dios asesinó al Unicornio con un
rayo.
Abrió su laptop y entró a la web del INAMHI. Leyó
el reporte para esos días y claramente anunciaba la
institución de meteorología del Ecuador que en Quito
haría sol.
—Vayan tranquilos, mis queridos compañeros. El
INAMHI dice que no va a llover —dijo El Brayan con
toda la calma y seguridad.

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Episodio 14
«Tormenta de Santa Rosa»

Confiados en el reporte del INAMHI, que anunciaba


un día de sol para Quito, los gigantes salieron corrien-
do hacia el Palacio de Carondelet, llevando consigo la
carta que El Brayan había escrito para el Presidente de
la República. El texto de la carta fue desconocido para
los emisarios, aunque ellos sospechaban que se trataba
de una amenaza extorsiva de dimensiones bíblicas.
Avanzaron a campo traviesa desde el Cotopaxi has-
ta que alcanzaron el intercambiador de El Trébol. Ahí
en medio del tráfico de miles de automotores de todos
los tamaños y enormes capacidades de contaminación,
los gigantes atravesaron la Marín, subieron por la ca-
lle Chile hasta la Guayaquil y seguían su andar en fila
india pues las delgadas veredas del casco colonial no
fueron diseñadas para transeúntes de su tamaño.
Los gigantes no alcanzaron a ver los arupos de la
Plaza de la Independencia, porque en cuestión de un
minuto el cielo se cubrió con una nube más negra que
las raíces de un montón de rubias que juran ser natu-
rales. Cayeron rayos y retumbaron los truenos. Antes
de que Ango y Tuco pudieran reaccionar, Gringo corría
hacia el norte por la calle Guayaquil, mientras las gotas
de lluvia más grandes del mundo empezaban a casti-
gar a la ciudad de Quito.
—¡Run, pussy mother, run! —gritó Gringo a sus
hermanos.

91
Ango y Tuco le siguieron, desencajados y al borde
de un aneurisma por el pánico que les causaba el agua-
cero, cada vez más violento.
Gringo iba unos cuantos metros más adelante de
sus hermanos. Siguieron corriendo por la Guayaquil
y empezaron a aullar de pavor, pues las tapas de las
alcantarillas volaban por los aires dejando escapar ver-
daderos géisers de aguas lluvias mezcladas con aguas
negras. El traumático recuerdo del Diluvio Universal
que casi los mata les desorbitaba los ojos.
Gringo coronó la cuesta y cruzó raudo por la inter-
sección de la calle Arenas, dando enormes saltos de
varios metros de alto y de largo para eludir los vehícu-
los atrapados por el tráfico del aguacero. En un tercer
salto, sin él quererlo, aterrizó sobre los tres tipos que
estaban a punto de moler a patadas a Shaitán. El gigan-
te dio unas volteretas, los tipos quedaron inconscien-
tes, siguió su huida dando alaridos y sus hermanos le
alcanzaron cuando curvó por la calle Tarqui. Los tres
empezaron a correr juntos por esa vía con la idea de
regresar a su base en el Cotopaxi, saliendo por la Que-
seras del Medio hacia el intercambiador de El Trébol.
Por su parte El Brayan, con su gran oído, percibió
que a lo lejos tronaba el cielo, y subió al filo del cráter
para ver lo que ocurría. No tardó en notar que sobre
Quito caía una tormenta poderosa y tampoco tardó en
ver cómo a varios kilómetros venían huyendo los tres
gigantes dando saltos, derribando árboles, evidente-
mente presas del pánico.
El Brayan no pudo evitar cagarse de risa por el sus-
to que seguramente iban sufriendo sus secuaces, y se

92
rio mucho más cuando les escuchó dar gritos y aullidos
tenebrosos. Bajó al fondo de la chimenea del volcán y
fingió no saber lo que estaba ocurriendo.
Al rato, tres golpes sobre el piso anunciaron la lle-
gada de los gigantes que gemían, tosían y aullaban en
un volumen muy bajito, en la misma posición en que
quedaron cuando El Brayan les sacó del mar para sal-
varlos, muchos siglos atrás.
—¿Qué les pasó, hermanos míos? —preguntó El Bra-
yan levantándose de la roca que había convertido en es-
critorio, y fingiendo un tono de sorpresa y preocupación.
—Estábamos por llegar al Palacio de Carondelet
para entregar la carta que nos diste, y cayó un aguacero
salvaje, amo. Idéntico al Diluvio Universal del que nos
rescataste. Hemos temido por nuestras vidas y corri-
mos para estar a salvo junto a ti.
—¡Pero no entiendo! —rugió fúrico El Brayan—.
¡Miren, aquí dice muy claramente en la página web del
INAMHI que hoy en Quito habría sol!
—Tenemos que vengarnos de esos miserables, amo.
Ellos seguramente sabían que nosotros….
—¡Imposible que sepan nada de nosotros! —le inte-
rrumpió El Brayan—, no empecemos a caer en teorías
de la conspiración.
—Pero tenemos que vengarnos —insistió Tuco.
—Tengo un plan: mientras las cosas se calman, arre-
glamos las calderas de este volcán, que con tanta nieve
que nos cayó encima no he podido empezar siquiera a
hacer las bolas de fuego —informó El Brayan.
Mientras les decía esto, Ango se dobló sobre el lecho
de lava seca y se puso en posición fetal.

93
—¿Qué te pasa? —preguntó El Brayan.
—La lluvia de hace un rato. Ahora solo necesito
descansar —respondió melodiosamente Ango. Acto
seguido, se escucharon sus ronquidos. Muy rítmicos,
por cierto.
—Perdona a mi hermano, amo. Hemos vivido una
experiencia muy dura. Estará bien en poco tiempo. Te
pido que nos cuentes a nosotros de tu plan —pidió hu-
mildemente Tuco.
—¿Seguros? —dijo El Brayan.
—Of law —respondió asintiendo Gringo.
Tuco también asintió.
—He investigado mucho a esta gente ecuatoriana.
De lo que he leído en internet son todos muy inteli-
gentes y tienen gran gusto, especialmente musical. He
cruzado información sobre sus refinadas preferencias
y comentarios. Estoy seguro de que podremos matar a
un porcentaje muy alto con solo obligarles a escuchar
reguetón por unos días —dijo El Brayan con solemni-
dad—. Así que vamos a componer un reguetón, lo gra-
baremos aquí y nos tomaremos las antenas de todas las
radios para que nuestra canción suene en todo el país
—concluyó.
—It seems to me of hookers —respondió aplaudien-
do Gringo.
—En YouTube encontré una base de reguetón gra-
tuita. Escríbanme una letra grotesca como las que ca-
racterizan a estas músicas, tengo una idea para los co-
ros —dijo El Brayan.
Los dos gigantes se apartaron para pensar en una
letra. Prefirieron no despertar a Ango, y como todos

94
los artistas, usaron sus experiencias personales como
fuente de inspiración.
Caminaba de allí para acá con apuro, y El Brayan
manipulaba su consola usando unos audífonos que no
permitían a los gigantes escuchar lo que estaba prepa-
rando su jefe.
—¿Tienen ya la letra? —les preguntó.
—Sí, amo, pero recuerda que somos analfabetos, así
que la hemos aprendido de memoria —respondió Ango.
—Yo seré quien la cante. Ustedes podrán hacer unos
coros. No se olviden que soy el líder. He grabado en la
consola unas voces de almas en pena cantando partes
de Carmina Burana que conseguí del inframundo. Tam-
bién las usaremos —dispuso El Brayan con el aplomo
de todo líder de banda.
Los gigantes dictaron la letra a El Brayan, quien la
aceptó casi en su totalidad. Corrigió un par de palabras
que no calzaban en la métrica de la base que había sa-
cado de YouTube, y les dijo que despertaran a Ango.
Los gigantes fueron donde su hermano, que seguía
roncando. Lo levantaron con una sutil patada cada uno
y le explicaron la estrategia del reguetón. Al inicio se
opuso a la idea, pero al rato simplemente cantó:
—Perdí mi apuesta por el rocanrol —y se unió al
grupo que se arremolinó alrededor de un micrófono.
El Brayan cantó con pasión y los gigantes hicieron
los coros lo mejor que pudieron. Bautizaron a la can-
ción como «Tormenta de Santa Rosa». Y se tomaron las
radios de Quito en primer lugar, totalmente seguros de
que los sabios quiteños empezarían a caer como mos-
cas en las calles.

95
—Terminamos la canción y escampó, ¿ya podemos
ir a vengarnos del INAMHI, amo? —preguntó Tuco.
—Vayan y destrocen —ordenó El Brayan, y se que-
dó riendo como loquito mientras los gigantes salían en
quema por la chimenea del cráter hacia Quito.
En un barrio en el norte de la ciudad —cerca del
Tribunal Provincial Electoral de Pichincha y del cabaret
llamado «El 5-15»—, los gigantes encontraron el edifi-
cio de esta institución pública que se dedica a predecir
el clima del país. Entraron furibundos pese al intento
del guardia de pedirles la cédula antes de darles per-
miso para ingresar.
—No seas membrillo y permite pasar —cantó Ango
con voz de trueno, y el guardia se quedó pensando por
qué le dijeron membrillo.
Subieron las gradas, entraron a una oficina con mu-
chos escritorios vacíos y algunas computadoras.
—¿Qué se les ofrece, caballeros? —preguntó un fu-
lano.
—Romperle la cara al idiota que dijo que en Quito
haría sol y resulta que nos cayó la Tormenta de Santa
Rosa —dijo Tuco gruñendo y lanzando cosas.
—¡Faces of the good dicks! —gritó Gringo.
—A ver, a ver, les ruego respeto, señores. Aquí lo
que hacemos es trabajar con los equipos que nos dan, y
no se puede ser bien exactos. Nos les permito… —chi-
lló un funcionario, que fue silenciado ipso facto me-
diante un seco y potente chirlazo a cargo de Ango.
De una oficina salió un greñudo panzón y encaró a
los gigantes.
—¿Tss, a ver, cuáles son sus usuarios en tuiter, ah?

96
—¿Qué cosa? —preguntó Tuco.
—Ahurita mismos les vua bloquiales verán, tss
—amenazó el greñudo.
Lo siguiente fueron más gritos, equipos surcando
los aires, una cafetera reventada, lentes, engrampado-
ras, teléfonos y el cuadro con la foto del Presidente vo-
lando hacia la calle desde la oficina del señor Director,
que justamente ese día había tenido una calamidad do-
méstica y no acudió a trabajar.
Salieron del edificio los gigantes, contentos y cele-
brando su primera victoria. Mientras iban por la calle
que todavía brillaba por la humedad de la tormenta,
observaron unas luces de neón con diseños sugestivos.
—¿Nos vamos de putas? —preguntó Tuco.
—No then —aplaudió Gringo.
—Y por fin he encontrado el camino, que ha de
guiar mis pasos, y esta noche me espera el amor, en tus
labios —celebró melodiosamente Ango.

97
Episodio 15
«Folo el centauro»

Con una taquicardia de 190, dentro de «El Olimpo»,


Cantuña y Shaitán escuchaban el terrible galope de una
bestia que sin duda les devoraría. Trataron de escapar
corriendo, pero la enorme puerta que ellos mismos ha-
bían cerrado ya no quiso abrirse.
Los golpes del galope eran cada vez más cercanos
y Cantuña decidió recibir su destino enfrentando a su
enemigo con el bailejo reluciente en la mano y ense-
ñando los dientes de oro. También se agachó a coger
una piedra. Shaitán por su parte seguía golpeando la
puerta como si alguien al otro lado pudiera abrirle, y
orinándose levemente.
Pronto la bestia que los acechaba se detuvo a pocos
metros de Cantuña, relinchó, corcoveó, estornudó, se
aclaró la garganta y saludó amablemente.
—Saludos, y sean ustedes bienvenidos al glorioso
Olimpo. Mi nombre es Folo, soy un centauro y soy ve-
gano —dijo el animal mientras se asentaba la polvare-
da causada por el frenazo de su galope.
Ante la visible sorpresa de Cantuña, que soltó la
piedra disimuladamente (pero no el bailejo), y la ver-
güenza de Shaitán (cuya mancha de orina ya se le em-
pezó a notar en el pantalón), el centauro sonrió y se
disculpó.
—Lamento si mi abrupta llegada les ha causado un
malestar. Los vi a lo lejos y no quería que me dejaran
atrás.

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Folo era, como todo centauro o centáuride, un mus-
culoso señor o señora cuyo tronco se unía al cuerpo de
un caballo o yegua a la altura de la cintura. Para ser
griego, era bastante lampiño, y su cabello rubio y ros-
tro diáfano le alejaban de esa imagen de malotes que
tienen estos nietos de Ixión en las pinturas, esculturas
y películas en las que han aparecido.
—¿Qué los trae por aquí? —preguntó Folo sonriente.
—Él es el ingeniero informático y coach Shaitán
Lucero, y yo el arquitecto magíster Francisco Cantuña.
Hemos venido en busca de dioses y titanes griegos que
nos ayuden a defender al mundo de un ataque infer-
nal —dijo Cantuña guardando su bailejo y acercándose
para estrechar la mano de Folo.
Shaitán se acercó aún tembleque y dio la mano al cen-
tauro, que le clavó los ojos azules y le dio un fuerte apretón.
—Puedo ayudarles hablando con los Titanes, pues
con los dioses no me llevo para nada —dijo Folo.
—¿Pueden decirme algo más de este ataque al mun-
do? —dijo Folo otra vez.
—Solo puedo decirte que un semidiós ha sido ex-
pulsado del Edén y en venganza querrá destruir la Tie-
rra —explicó Cantuña.
—¿Quién lo expulsó? —pregunto Folo, moviendo
la cola para espantar unas moscas.
—Dios —dijo Cantuña.
—¿Cuál dios?, ¿Zeus, Artemisa, Apolo, Hermes?
—No, el Dios llamado Jehová, que además se escri-
be con D mayúscula.
—Ah, ¿una deidad de otro libro? —respondió Folo
frotándose la barbilla.

99
—Pues sí, así viene a ser —aceptó Cantuña.
—¿Quién es el semidiós? —inquirió Folo.
—Su nombre es El Brayan —respondió Cantuña,
mientras Shaitán empezó a impacientarse.
—¿Podrás ayudarnos, Folo? —preguntó Shaitán.
Folo no demoró en responder luego de fijar por un
momento su mirada en las nubes rojas de un atardecer
que se dibujaba en varios montes que parecían pinta-
dos con sangre.
—Galoparé hasta las montañas de Tesalia y hablaré
con el gran Apolo. Él sabrá qué hacer; espérenme aquí.
En este lugar estarán a salvo, no deben preocuparse.
Folo no esperó respuesta de ninguno y salió dejan-
do una pequeña polvareda mientras Shaitán observaba
sus metálicos cascos lanzar destellos hasta que desapa-
recieron por la distancia.
—¿Y ahora, ve? —preguntó Shaitán a Cantuña.
—Y ahora esperamos, pues —le respondió seca-
mente Cantuña.
Ambos permanecieron en silencio por varios mi-
nutos. Ansiosos y algo cansados, se sentaron en el
piso y arrimaron sus espaldas a enormes trozos de
basalto pulido por el viento.
Shaitán empezó a recordar a Doménica. Lo hizo
con esa nostalgia que te provoca arrancarte el corazón
abriéndote el pecho con el papel de las cartas que te es-
cribió la mentirosa de tu ex, que bien que pudo amarte
pero tuvo miedo de lo que sentía.
—¿Tienes más chochos, de esos milagrosos? —le
preguntó a Cantuña, lanzando un suspiro.
—¿Para?

100
—¿Crees que sirvan para olvidar las penas? —dijo
Shaitán en tono de confesión.
—Te sirven para lo que necesites, no para lo que
quieres —respondió Cantuña como si fuera un vende-
dor de camionetas usadas.
Shaitán suspiró nuevamente y Cantuña adivinó sus
cuitas.
—Capaz que regresan, loco, ponte que resultas el
héroe que salvó al mundo, de ley se te lanzará a los
brazos tu Doménica. Ten paciencia, además tienes que
estar concentrado en tu tarea —consoló y aconsejó
Cantuña a su compañero de aventuras.
Shaitán volvió a suspirar.
Cantuña le dio con el bailejo.
Shaitán no volvió a suspirar y pasó a frotarse el ca-
chete, cuyo ardor, lejos de distraerle de la añoranza por
Doménica, le trajo el recuerdo de la vez que quisieron
probar darse chirlazos y correazos durante el sexo,
pero que no les gustó porque a él se le fue la mano con
una nalgada que le dejó una marca en el trasero a Do-
ménica justo un día antes de irse a la playa.
Al rato escucharon los golpes del galope de Folo
acercándose. No se oía más ruido, así que juzgaron que
venía solo.
—Este caballo viene solo —dijo Shaitán con desgano.
—Veamos qué pasó —le respondió Cantuña.
Entonces Folo llegó solo.
—¿Por qué has venido solo, Folo? —dijo Cantuña.
—Ve solo, Folo, me dijo Apolo —contestó Folo.
—¿Por qué razón te ha dicho Apolo: ve solo, Folo?
—dijo Cantuña.

101
—¿Es que no me creen que Apolo me dijo: ve solo,
Folo? —se quejó Folo.
—Dinos qué pasó —preguntó Shaitán, dañando la
rima.
—Apolo me ha dicho que todos los que conforman
la mitología griega están cansados de salir en cada
película, cómic, libro o serie que se le ocurre a algún
humano, y que no quieren ni van a venir. Pero yo he
pedido su permiso para unirme a ustedes porque la
verdad es que nunca me han tomado en cuenta, y la
última vez Quirón me ganó en un casting para Percy
Jackson y quedé muy triste. Entonces me dijo Apolo:
ve solo, Folo. Así que tomé mi arco y mis flechas y
corrí hacia acá.
Cantuña pensó que debía preguntar a Folo cuál era
su poder, o en qué podría colaborar, pero tuvo miedo
de lastimar sus sentimientos y además de quedarse
sin equipo desde antes de empezar. Sabía que tenía
que decirle que no estaba realmente interesado en su
propuesta, pero Cantuña era serrano, y muy probable-
mente se iba a demorar unos cuantos días o semanas
en decirle la plena.
—Eres bienvenido al equipo —le dijo Cantuña y
buscó a Shaitán con la mirada.
—¿Sabes? —murmuró Cantuña a Shaitán metién-
dose la llave del carro en la oreja con gesto de pensador
y alejándose unos metros como para que Folo no escu-
chara—, yo creo que por el asunto ese de las cuotas y
del «prefiere siempre lo nuestro», vámonos a buscar, al
menos, un héroe en la mitología ecuatoriana.
—¿O sea? —preguntó Shaitán.

102
—Vámonos donde los Shyris, es aquicito nomás
—dijo Cantuña estirando al menos cuatro centímetros
el labio inferior hacia la dirección que quería señalar—.
Empecemos por lo que da nuestra tierra.
—Vamos —dijo Shaitán, levantando los hombros, en
evidente gesto de entrega renunciando a la discusión.
—Folo, aceptamos tu compañía y ahora nos dirigi-
remos a un territorio de grandes guerreros donde bus-
caremos más ayuda —dijo Cantuña al centauro, que se
había entretenido dibujando círculos en la tierra con
uno de sus cascos de metal.
—Me emociona que me acepten, amigos. ¡Gracias!
—respondió con alegría Folo—. ¿Y quiénes son estos
grandes guerreros de los que me hablas?
—Son los Shyris. Un imperio poderoso, el único que
pudo empatar con los Incas, al punto de obligar a su
Rey a casarse con una princesa Shyri para que pudie-
ran entrar a su territorio.
—¡Oh!, qué grandes guerreros —se maravilló Folo.
—Mejor vamos ya, este sitio es lúgubre y me da
mala espina —dijo Shaitán.
—¿Qué tan lejos es aquicito? —les preguntó Folo.
—Una hora a pie y cinco minutos en carro —res-
pondió Cantuña.
—Apuesto que al galope será mucho más rápido,
súbanse —les invitó Folo lleno de optimismo por su
primera aparición en la literatura de ficción occidental,
en formato digital y por entregas1.

1. Y ahora en versión impresa.

103
Al inicio ambos dudaron, pero Cantuña se subió de
un salto y a Shaitán no le quedó más remedio que su-
birse detrás de él, casi en el anca del centauro.
—Iré con cuidado —dijo Folo.
—Simón, dale suave, porque si este se asusta te mea
en la espalda —rio Cantuña.
—Calla, ve chucha —reclamó Shaitán poniéndose
colorado.
Folo empezó a galopar grácilmente como si estuvie-
se en una competencia de mejores movimientos en la
feria del caballo de Pura Raza Española.
Al rato Cantuña iba incómodo y lanzó un codazo a
Shaitán.
—No me puntees, ve cabrón —reclamó a Shaitán.
—Para qué me jodes con lo de la meada, ahora te
aguantas. Bien que te ha de gustar —se burló Shaitán,
y arreció la punteada agarrando a Cantuña de la ca-
dera.
Cantuña sacó el bailejo, Shaitán se defendió. Empe-
zaron a pelear y ambos se fueron de hocico al piso.
Resolvieron continuar el resto del camino a pie, sin
hablar una sola palabra.
Al rato llegaron a una puerta gigante de piedra
y madera con un letrero que decía: «El Imperio de
los Shyris os da la bienvenida». Debajo, una placa de
mármol rezaba en letras doradas: «El Imperio Shyri,
en reconocimiento y gratitud al excelentísimo Señor
Don Hualcopo Duchicela I, de parte de su hijo Hual-
copo Duchicela II». Junto a esta placa había otra,
también de mármol, que anunciaba: «El Imperio
Shyri, en reconocimiento y gratitud al excelentísimo

104
Señor Don Hualcopo Duchicela II, de parte de su hijo
Hualcopo Duchicela III». También en letras doradas.
—Ya llegamos —dijo Cantuña.
—¿Trajiste plata? —le preguntó Shaitán, señalando
con el dedo a Folo y a un aviso pegado en la columna
del portón.
«Entrada gratuita para nacionales. Extranjeros
USD 100,oo dólares. Atte: Ministerio de Turismo».

105
Episodio 16
«Eplicachima y Mentol»

Shaitán, Cantuña y su flamante contratación, el cen-


tauro Folo, entraron al mundo Shyri y enseguida sin-
tieron el frío de la serranía ecuatoriana. Ninguno llevó
saco, así que Cantuña aplaudió e hizo aparecer uno
para cada uno. Caminaron por un sendero rodeado de
pajonales, polylepis y frailejones. A los quince minutos
Cantuña notó que Folo estaba pálido.
—¿Qué te pasa, Folito?
—De pronto he sentido mucho dolor de cabeza y
mareo —respondió Folo frotándose las sienes.
—Estás con soroche —dictaminó Cantuña y metió
la mano en su bolsillo. Sacó un caramelo—. Toma, Foli-
to, chúpate esto y te vas a mejorar.
—Gracias —dijo Folo, abrió la envoltura del cara-
melo, leyó detenidamente la lista de ingredientes, y se
lo metió en la boca.
Shaitán caminaba en silencio, pensativo e indiferen-
te al soroche de Folo y a Cantuña.
—¿Y a vos qué te pasa? —preguntó Cantuña a Shai-
tán tocándole el hombro.
—Cuando te conocí me dijiste que mi padre vivía,
y además que él me diría cuánto me iba yo a ganar con
mi trabajo salvando el mundo. Ya es horita de que me
aclares todo eso —respondió Shaitán.
—¿O sea, vos solo mueves el culo por la plata? —re-
clamó indignado Cantuña tomando del mango su bailejo.

106
—Ya deja de agredirme con el puto bailejo. Mi re-
clamo es justo y no estoy solo por la plata, quiero que
me expliques eso de que mi papá está vivo —contestó
Shaitán en un tono alevoso que hizo mella en la segu-
ridad de Cantuña.
—Billete seguro te va a sobrar luego de esto. Y sobre
tu padre, solo puedo adelantarte que es inmortal y por
eso no está muerto —dijo Cantuña soltando el bailejo.
Shaitán pareció tranquilizarse con la respuesta y
no volvió a hablar del tema. Caminaron algunas horas
más sin llegar a ningún lugar habitado y ambos iban
cansados. Folo notó el estado de sus compañeros y les
invitó a subirse en su grupa otra vez, pues el soroche se
le había pasado gracias al caramelo.
—Pero yo voy atrás —se adelantó Cantuña.
Iban al galope por un camino recto, cuando oyeron
que detrás corría un joven que se les acercó y empezó
a hablarles.
—Oríllense, caballeros, por favor, oríllense.
Folo se detuvo y se pegó a la cuneta de su derecha.
El joven se les acercó.
—Buenas tardes, caballeros. Soy el Cabo Segundo
Duchicela.
—Buenas tardes —respondieron los tres al unísono.
—¿En qué le podemos ayudar? —dijo Cantuña.
—Tenga la amabilidad, sus papeles —anunció el
Cabo Segundo.
—¿Qué tipo de papeles? —preguntó Shaitán.
—El documento que le habilita a trasladar a su ani-
mal, caballero. Nosotros somos muy rigurosos en la
lucha contra el abigeato —informó el Cabo Segundo.

107
—¿Por animal se refiere a mí? —bramó Folo abrien-
do los ojos con actitud de ofendido.
—Sí, caballero —dijo el Cabo Segundo Duchicela.
—¡Yo no soy ningún animal!, soy un Centauro, y no
soy propiedad de nadie —le gritó Folo, golpeando sus
cascos contra el suelo y tomando con fuerza su arco.
—A ver, caballero, respete a la autoridad, me baja la
voz, que yo no le he gritado —replicó agitado Duchicela.
Cantuña se bajó de Folo y se acercó al Cabo Segun-
do Duchicela con gesto conciliador.
—Jefecito, usted tiene razón y sabemos que hace su
trabajo, pero se ha equivocado tratándole de animal a
nuestro amigo. Eso es una ofensa muy seria de donde
él viene —le dijo Cantuña.
—¿Y de dónde viene?
—De Grecia.
—¿Tiene el recibo del pago de los 100 dólares por el
ingreso para extranjeros? —replicó el Cabo Segundo,
sospechando que les había cogido en falta.
—En la puerta no había nadie, ni hemos visto nin-
guna oficina del Ministerio de Turismo para hacer el
pago —contestó Shaitán.
Folo seguía golpeando las piedras con los cascos y
sacudiendo la cola, aún muy enojado.
—¿Y adónde iban? —preguntó el Cabo Segundo.
—Buscamos cualquier poblado donde hablar con
sus mejores guerreros —respondió Cantuña.
—Les acompaño —dijo el Cabo Segundo—, les voy a
llevar primero a la oficina de recaudación para que paguen
el ingreso del extranjero y de ahí a donde mi General.
—¿Cuál general? —preguntó Cantuña.

108
—Mi general Eplicachima.
—Vamos. Y de paso nos lleva a un restaurante
—dijo Shaitán impaciente y con hambre.
—¿Dónde está la oficina de recaudación? —pregun-
tó Folo ya más tranquilo.
—Aquicito —le contestó el Cabo Segundo.
Folo prefirió ignorar la respuesta y los cuatro avan-
zaron por el camino, asombrándose de cuando en
cuando con el vuelo de un cóndor o de un curiquingue.
En la oficina de recaudación Cantuña pagó el im-
porte requerido y salió parcialmente enamorado de la
bonita chica que le atendió en la ventanilla.
—¿Cómo se llama, señorita? —le preguntó Cantuña
sintiendo la garganta seca por los nervios.
—Kimberly Duchicela, señor —respondió la seño-
rita sonriendo mientras colocaba el sello del Ministerio
en el recibo del pago.
Reunido, el grupo caminó tres cuadras, hasta que
llegaron a una choza de unos cinco metros de frente,
construida con paredes de adobe y techo de paja.
—Esperen aquí —dispuso el Cabo Segundo Duchicela.
Entró a la choza y al rato se asomó por la puerta y
les hizo señas para que ingresaran.
Los tres compañeros de viaje entraron a la choza. Folo
tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Adentro, jun-
to a una fogata les esperaba un guerrero grandote, con un
mazo de madera y roca en la mano, un penacho de plu-
mas dorado, un trapo amarrado alrededor de la cabeza y
cubriéndole el ojo izquierdo, y vestía un reluciente unifor-
me de la época preincásica. En el hombro tenía un cuy de
ojos negros y sedoso pelo blanco con café, muy lacio.

109
—Díganme el propósito de su visita, los gentiles vi-
sitantes —dijo el recio guerrero de piel cobriza y mús-
culos prominentes.
—Mi nombre es arquitecto magíster Francisco Can-
tuña. Disculpe, ¿con quién tenemos el gusto?
—Soy el general Eplicachima Duchicela, héroe de
Tixán y Tiocajas, hermano de Hualcopo Duchicela,
padre de Calicuchima Duchicela, hijo predilecto de la
Dinastía Duchicela, Defensor del Reino de Quito —se
presentó el general. Y señalando al cuy de su hombro,
dijo—: Este es Mentol, mi yunta y sabio consejero.
Mentol no dijo nada, pero observó atentamente a
los visitantes con sus ojos negros que brillaban como
capulíes maduros tocados por el rocío de la madruga-
da. Si algo podría definir a Mentol es la palabra sere-
nidad.
Los viajeros explicaron la razón de su visita y la im-
portancia de contar con míticos guerreros sumándose
al grupo que tenía sobre sus espaldas la responsabili-
dad de salvar al mundo de un ataque infernal.
—Espérenme afuera, si me hacen el favor. Debo con-
sultar con Mentol —les respondió el general, mientras el
cuy miraba fijamente a los visitantes desde el hombro de
su amigo. Las titilantes sombras de todos se dibujaron
en las paredes de adobe como efecto de la fogata.
Los tres salieron haciendo una reverencia. En la calle, el
Cabo Segundo les esperaba. La neblina bajaba por las mon-
tañas y se escuchaban lejanos aullidos de lobos de páramo.
—Oiga, Cabo Segundo —le dijo Cantuña sonrien-
do—, qué guapa esa señorita Kimberly del Ministerio
de Turismo. Me hubiera avisado para entrar peinado.

110
—Es mi ñaña —dijo el Cabo Segundo Duchicela,
muerto de las iras.
—La pinta ha sido de familia, ¿no? —trató Folo de
salvar la situación.
—¿Todos son de apellido Duchicela? —se dirigió
Shaitán al ñaño enojado—. La señorita del Ministerio
de Turismo, el general Eplicachima, usted de la Policía.
¿Trabaja toda la familia para el Estado?
El Cabo Segundo perdió la sangre de los labios, re-
accionó a la defensiva y expuso:
—Todos los miembros de mi familia que por A o B
trabajan en el Estado han sido elegidos por meritocra-
cia y concursos, por si acaso.
—¿Todos los miembros?, ¿cuántos son? —espetó
Folo, con todas las ganas de joder, para vengarse de
que el Cabo Segundo le había dicho animal.
—Somos unos ciento catorce Duchicelas en el Go-
bierno. Y así es aquí. Si no le gusta, regrese a su país,
usted es extranjero, respete si no conoce…
—¿Qué pasa? —interrumpió con voz de trueno
desde la puerta de la choza el general Eplicachima—.
Esa no es manera de tratar a tan importantes visitantes,
primo. Ve y organiza una cena de bienvenida en la Go-
bernación para mis amigos.
Mentol, desde el hombro del General, observó fija-
mente al policía, atravesándolo con una mirada de evi-
dente desprecio.
El Cabo Segundo salió al trote hacia la Gobernación
y Eplicachima invitó a los viajeros a volver a la choza.
Adentro, todos se acomodaron alrededor del fuego
y esperaron en silencio la respuesta de Eplicachima.

111
—Perdonen a mi primo. Aquí en confianza, es el
menos capacitado de los Duchicelas.
Enseguida, sin dar lugar a réplica, volvió a hablar:
—Me siento honrado de su visita y de haber sido to-
mado en cuenta para esta gesta heróica. Mis hombres son
todos muy novatos y no voy a arriesgar a ninguno de
ellos frente a un enemigo que, juzgo, es muy peligroso. Yo
iré en persona a luchar con ustedes hombro con hombro,
pongo mi mazo a su disposición y, por supuesto, Mentol
vendrá conmigo y seremos beneficiarios de su sabiduría.
Cantuña recibió la noticia con optimismo. El gene-
ral se veía poderoso y valiente y grandote. Shaitán es-
peraba conseguir de una vez un batallón, y se amargó
pues sabía que tendría todavía que buscar más com-
pañeros. Folo estaba encantado con el cuy Mentol, y
además todo lo que estaba viviendo le parecía una ex-
periencia sensacional, que le hizo recordar cuando se
fue de intercambio a Egipto.
Más tarde regresó trotando, y con gesto de preocu-
pación el Cabo Segundo Duchicela se acercó a Eplica-
chima nerviosamente.
—Sin la orden de compra para la comida, los de la
gobernación no quieren hacer ningún gasto, porque
justo está la Contraloría y les está haciendo unas audi-
torías y no van a firmar nada…..
—Entonces dile a cualquiera de nuestros proveedo-
res que nos inviten a comer en algún hotel cinco estre-
llas —espetó Eplicachima.
—¿A cuál?
—A cualquiera de cinco estrellas, te digo.
—¿A cuál proveedor, primo?

112
—Al que esté desesperado por que se le paguen pla-
nillas atrasadas, pues. Ya avíspate, shunsho —instruyó
impaciente y molesto Eplicachima.
El gobernador, Darwin Adán Duchicela Duchicela,
tuvo el agrado de invitar a las principales autoridades y a
Shaitán, Folo y Cantuña a una tensa recepción en la cual
tomó la palabra el General Eplicachima, explicó la misión
de los visitantes y anunció que había decidido unírseles.
—Nuestro pueblo estará bien representado con su
persona en esta histórica hazaña, mi general —dijo el
Gobernador.
Al momento del brindis, Cantuña hizo lo posible
por chocar su copa con la de Kimberly, pero ella evadió
el golpe, juguetona. Cantuña rio y la tomó del brazo.
Caminaron hacia un potrero mirando hacia atrás por
si les seguía el Cabo Segundo, y se sentaron sobre un
tronco enorme y charlaron durante horas.
—¿Vas a volver? —le preguntó Kimberly tocando
la mano de Cantuña, con tanta suavidad que el abañil
sintió sobre su piel nada más que el viento.
—No —dijo él acomodándole un mechón de cabello
negro que cubría el ojo izquierdo de la chica.
—¿Por qué? —preguntó ella sorprendida.
—Nuestro amor es imposible —le dijo Cantuña ce-
rrando los ojos y moviendo la cabeza negativamente.
—No me digas que eres de los Carán de Bahía de
Caráquez —lloriqueó Kimberly.
—No te entiendo —dijo Francisco.
—Los Duchicelas somos enemigos de los Carán. Es
una pelea de dinastías —explicó ella.
—No, no es eso.

113
—¿Entonces?
—Porque…
—¡A ver, a ver!, ¿qué es lo que pasa aquí? —les in-
terrumpió a gritos el Cabo Segundo Duchicela—. Aquí
no me van a venir a aprovecharse de nuestra hospitali-
dad, ni de mi ñaña —amenazó.
—Tranquilo, jefe, aquí no está pasando nada —ex-
puso Cantuña con la mano en el bailejo, por si el Cabo
se ponía necio.
—¡Eres un metiche! Un insoportable. Quieres que
me muera solterona y que viva amargada como vos,
chapa bestia —reclamó la ñaña, presa de la cólera.
El asunto no pasó a mayores y Shaitán, Folo y Can-
tuña se fueron a dormir. A la mañana siguiente Eplica-
chima y Mentol les esperaban listos para partir, en el
lobby del hotel.
—¿Hacia dónde iremos? —preguntó Eplicachima
acariciando la cabeza de Mentol con dos de sus enor-
mes dedos.
—Todavía estamos bajos en músculo, general; ire-
mos ahora hasta lo que se conoce como «La Tierra Pro-
metida». Tengo en mente un par de héroes que serán
perfectos antagonistas del demonio que enfrentaremos
—respondió solemne Cantuña.
Eplicachima regresó a ver a Mentol, y Mentol apro-
bó el plan con un gesto de la cabeza cerrando los ojos
en cámara lenta.
La caravana empezó su andar. Se escuchaban los
sollozos de Kimberly, el sol del páramo les puso cha-
pudos y Folo volvió a ponerse pálido por el soroche.

114
Episodio 17
«Más fuego que en el Deuteronomio»

El Brayan y los gigantes sufrieron su primer revés im-


portante en lo que iba de su plan de destruir el mundo
cuando descubrieron que el reguetón, que en teoría iba a
matar a millones de personas inteligentes, había pasado al
olvido a las pocas horas de que muchos miles de habitan-
tes bailaran frenéticamente al ritmo de la canción.
—«Tormenta de Santa Rosa» fue un fracaso —gru-
ñó El Brayan, y lanzó la mezcladora contra una pared
de piedra donde se hizo añicos. Después se acomodó la
gorra de lana que se le había bajado hasta los ojos—. Ya
regreso —les informó.
El Brayan dio un par de saltos y desapareció por el
cráter.
Durante unas horas los gigantes se sintieron culpa-
bles del fracaso, aunque la idea había sido de su líder.
Los gigantes seguían deprimidos, y El Brayan re-
gresó cayendo por la chimenea del volcán en un salto
propio de un semitodopoderoso semiinmortal. Carga-
ba en el hombro un bulto del tamaño de una persona
envuelta en una lona verde y lo depositó arrimándolo
contra una roca negra.
Ninguno tuvo ánimo de opinar y, cabizbajos, ape-
nas miraron a El Brayan cuando retornó; salvo Gringo,
que dijo:
—To the done, chest. Capable the ecuadorians are
not that battery as they think —sentenció.

115
—Puede que tengas razón, hermano —le respondió
Tuco.
—Ganar o perder, sé que nunca me importa, lo que
embruja es el riesgo. Y no sé dónde ir —cantó Ango
con ganas de poner algo de filosofía en la derrota que
habían sufrido.
Al verlos, el semidiós sospechó que podría perder
el ímpetu de su equipo. Entonces llamó a Gringo a un
lado para hablarle sin que escucharan sus hermanos.
—Gringo, noto que eres el más resiliente del gru-
po. Te felicito. Sí se puede lograr lo que pretendemos, y
siempre se podrá mientras estemos seguros de nuestro
poder inmenso. Somos semidioses, no joda. Qué pelea
van a poder darnos estos pobres giles mortales, que no
pueden ni contra el antojo de tener la razón aunque
deban acudir a una larga lista de falacias e incluso a
negar la evidencia. ¡De todas maneras nuestra lucha
será complicada, pero el premio que recibiremos será
infinito! —remató El Brayan con chispas en los ojos y
un par de babas que le salieron volando de la boca por
la emoción del discurso.
—¡Who wants lightblue then pays a lot! —dijo Grin-
go entusiasmándose.
—¡Exacto!, nada es fácil, y ahora te encomiendo que
levantes el espíritu de tus hermanos —ordenó El Brayan.
Gringo se acercó caminando hacia sus hermanos y
empezó a aplaudir para darles ánimo.
—¡To see, to see, lifting little hair, brothers! —les gri-
tó con entusiamo, y continuó aplaudiendo mientras El
Brayan también se acercó y tomó la palabra cuando vio
que los gigantes se incorporaban con atención.

116
—Vamos a dejar atrás lo de la canción que fracasó. Y
pasaremos al plan original. Haremos un hueco enorme
en este piso de lava seca hasta alcanzar el magma hir-
viente. Tiraremos toda esta nieve que nos estorba para
que se evapore y luego fabricaremos las grandes bolas
de fuego que lanzaremos a ya saben dónde.
—Hay que empezar despacio, a deshacer el mundo
—cantó Ango.
—Sí, con paciencia y serenidad —remató Tuco—. ¿Y
cómo haremos el hueco, amo? —preguntó.
—Mientras ustedes rumiaban la derrota, yo he con-
seguido un milico que me ha vendido explosivos ro-
bados de la bodega de su cuartel. Tuco, acércame ese
bulto para acá con cuidado —ordenó El Brayan.
Tuco tomó el bulto y lo colocó en el piso suave-
mente en medio de los cuatro. Abrió la lona y apa-
reció el cuerpo decapitado de un hombre que ves-
tía uniforme militar. Y una mochila repleta. De ella,
Tuco fue sacando paquetes amarillos de explosivos
plásticos, cables, una pala pequeña y al final la cabe-
za del militar.
—Ya saben que detesto a los ladrones —dijo El Bra-
yan cuando Ango levantó la cabeza del militar.
Los gigantes asintieron conformes.
Con la pala y por turnos, los tres gigantes cavaron
trabajosamente un orificio en la mitad de la cámara,
que hasta ese entonces les había servido como cuartel
general. El suelo de lava seca era bastante duro y al
final la pala se rompió. Pero el orificio era suficiente
a criterio de El Brayan, quien se encargó de armar los
explosivos y colocarlos en el fondo del hueco.

117
Llegado el momento, El Brayan colocó el cuerpo y
la cabeza del ladrón sobre los explosivos, en cuclillas
desenrendó los cables y avanzó hasta cubrirse tras una
roca enorme. Desde ahí ordenó a los gigantes que bus-
caran refugio donde no les alcanzara la explosión.
—¿Están listos? —gritó El Brayan.
—¡Listo! —respondió Tuco.
—¡Yes! —bramó Gringo.
Ango no respondía.
—Ango, ¿estás listo? —chilló El Brayan.
Hubo un silencio y Tuco empezó a hablar entre risas.
—Amo, a veces le toca pensar bastante hasta encon-
trar una canción de los Héroes que le sirva para hablar.
Sé paciente —pidió amablemente Tuco. Gringo empe-
zó a reírse él también.
—Dejo en tus manos lo que hemos acordado —cantó
Ango oculto en algún lugar de la cueva, sin reírse y arre-
pentido de haberse metido en esto de solamente comuni-
carse con pedazos de canciones de los Héroes del Silencio,
pues no pensó que para dar respuestas concretas a pregun-
tas específicas se complicarían bastante sus diálogos.
—¡Voy a contar hasta tres! A la una, a las dos y a las
tres —dijo El Brayan, y detonó los explosivos.
Incontables trozos de roca de varios tamaños salie-
ron disparados hacia todos los confines de la gruta. El
militar desapareció en la nube de polvo de piedra, que
llenó la chimenea y los cuatro cayeron sentados pero
ilesos por el sacudón.
—¿Están todos bien? —preguntó El Brayan aven-
tando el aire con su gorra de lana para mejorar la cali-
dad de su oxígeno.

118
—¡Sí! —respondió Tuco.
—¡Yes! —respondió Gringo.
Ango no respondió, pero El Brayan no se molestó en
preguntar nuevamente. Sin embargo, pasaron los minu-
tos dentro de la cueva, casi negra por la nube de humo y
tierra, y los tres empezaron a preocuparse por él.
—¿Brother? —preguntó con ansiedad Gringo.
El silencio seguía reinando.
—¿Cómo está la sirena? —preguntó Tuco en un rap-
to de lucidez.
—¡Varada por la realidad! —respondió cantando
Ango, y todos se tranquilizaron.
—Esperen a que baje la polvareda —sugirió El Bra-
yan, pecando de obvio.
Un tiempo más tarde, los cuatro se acercaron lenta-
mente y con cautela, ya que el piso debió haber queda-
do muy sentido por el bombazo. Rodearon el orificio
y enseguida sintieron el calor tremendo de la lava que
burbujeaba desde el estómago del Cotopaxi.
—Este es el fuego que limpiará nuestro mundo, her-
manos míos —dijo El Brayan, mientras el anaranjado
de la roca derretida se reflejaba en sus ojos endemonia-
dos—. Tenemos una sucursal del infierno para prepa-
rar el castigo de quienes nos estorban y nunca debieron
ocupar el espacio que es nuestro. El fuego nos pertene-
ce. La ira y la venganza son nuestras. Ni en el Deute-
ronomio hubo tanto fuego. ¡Muajajajajajajaaaa! —rio El
Brayan con una voz enloquecida que chocó contra cada
centímetro de roca volcánica.
Los tres gigantes no se rieron porque no entendie-
ron el chiste.

119
Episodio 18
«El árbol quemado»

Shaitán y el resto de héroes dispuestos a salvar el


mundo caminaron por días hasta atravesar el páramo
del mundo Shyri.
Hubo noches de tanto frío que Mentol se envol-
vió en la whipala de su amigo Eplicachima, Cantuña
aplaudió haciendo aparecer ponchos para todos, Folo,
además de una dolorosa intoxicación, estuvo al borde
de una gripe equina (que era epidemia por el sector),
y Shaitán empezó a extrañar el triple a Doménica por
culpa de la asociación de ideas, pues se pasó recordan-
do el calorcito de Guayaquil y de sus abrazos.
El grupo estuvo a punto de renunciar a su viaje a causa
del clima helado, pero la vista que les ofrecía el paisaje les
hacía sentir responsables y comprometidos. En las prime-
ras horas de la noche, el negro del cielo parecía blanco por
los millones de luces estelares. Las lomas parecían respi-
rar por el bamboleo de los pajonales lamidos por la luna
más grande que ellos hubieran visto jamás. Los animales
anunciaban sus miedos, hambres y pasiones con docenas
de distintos cantos que solo Mentol podía entender.
—¿Viste qué belleza de paisaje? Linda es nuestra
tierra, ¿no? —dijo Cantuña a Shaitán, dejando escapar
el brillo de sus dientes de oro.
—El paisaje es lo mejor que tenemos. Por mí, es lo
único que salvaría —respondió Shaitán con tono de
emo cuarentón.

120
—¿Y ahora qué te pasa, ve amargado? —reclamó
Cantuña con el mismo brillo de sus dientes, pero ahora
en los ojos.
—Nada, nada, no me hagas caso. Cosas que ya pa-
sarán —replicó Shaitán.
—Sigues con mal de amores, ¿no? —le dijo Cantuña
moviendo la cabeza.
—Un chance —reconoció Shaitán, y una tímida lá-
grima bajó por su mejilla y se atrancó en un lluro.
—¿Quién te ha dicho que el amor es fácil? —pre-
guntó Cantuña.
—¡Hay lobos!, hagamos silencio y encendamos tres
fogatas —murmuró de pronto Eplicachima frunciendo
el ceño y apretando la mandíbula, como si estuviera
posando para un escultor. Luego pasó junto a Folo sin
mirarlo, ignorándolo como todo el viaje.
Folo no pudo dormir esa noche tampoco. Había pa-
sado con una diarrea criminal por culpa de las humitas
que se comió en la recepción de la Gobernación, y tenía
mucho miedo a los lobos.
—Era de que preguntes qué tenían, pues Folito —le
dijo Cantuña la primera noche de su cólico.
—Claro que les pregunté. ¡Idiotas esos, les dije que
era vegano, que no comía carnes, ¡y me dijeron que en-
tonces me sirva un pollito o una trucha! Claro que no
comí —reclamó Folo.
—¿Y entonces, qué te haría daño?, nosotros estamos
perfectos —le preguntó Shaitán.
—Unas cosas llamadas humitas. Me dijeron que
solo eran de choclo molido —dijo Folo sintiendo un
nuevo retortijón.

121
—No pues, Folito, las humitas se hacen con un poco
de manteca de puerco —le informó Cantuña; y Folo,
además de la diarrea, empezó a vomitar y así estuvo
tres días con sus noches.
Al amanecer, Shaitán encontró a Folo despierto
junto a las fogatas apagadas que lanzaban un poco de
humo, todavía con su arco en la mano y atento a los
lobos.
—Oye, pero vos eres vegano, ¿cómo les vas a dispa-
rar una flecha a los pobres lobitos que te vienen a co-
mer? —se burló Shaitán, creyendo haber lanzado una
frase más poderosa que una ley matemática.
—Soy vegano, no cojudo —le dijo Folo.
Mentol escuchó la conversación desde el hombro
de Eplicachima y asintió cerrando los ojos en cámara
lenta. Folo reía pero notó de nuevo la displicencia de
Eplicachima hacia él, y se preocupó otra vez.
Cantuña también la oyó, y se acercó a Shaitán.
—Me dieron ganas de darte en la jeta con el bailejo.
Haciendo esas preguntas cojudas no vas a volverte el
líder de este grupo. Tienes que pensar lo que haces y
dices, Shaitán —le increpó Cantuña, y se alejó sin darle
oportunidad de replicar.
Ese día salieron temprano y a la vuelta de una es-
quina se toparon de pronto con un desierto.
—¡Verga! Recién vamos por Guayllabamba —se
quejó Shaitán.
—No seas gil. Ya llegamos a «La Tierra Prometida».
Ahí está la puerta —le anunció Cantuña.
El grupo se acercó animado hacia la construcción
de piedra, adornada con columnas bellamente talladas.

122
Sobre la puerta, un letrero anunciaba: «Tierra Prometi-
da, Primera Etapa».
Entraron con precaución y tomaron por un sendero
de arenisca que se dibujaba y perdía en el horizonte.
Anduvieron por algunas horas, y el solazo del desierto
empezó a deshidratarlos peligrosamente.
—Qué fue que no aplaudes y haces aparecer unas
colas, ve descomedido —le reclamó Shaitán a Cantuña.
—Me he pasado aplaudiendo como loco, ¿qué crees
que soy gil? —se defendió Cantuña—. Pero acá parece
que no tengo jurisdicción, y no me sale nada.
Eplicachima seguía fruncido y de pronto Mentol le
habló al oído.
—Ahí hay una casa, vamos a pedir agua e informa-
ción de dónde hallaremos un héroe en este tierrero —dijo.
Entraron a la casa, que resultó ser una fábrica de
velas. Llamaron varias veces hasta que apareció una
joven igualita a Natalie Portman.
—Perdonen ustedes la demora en atenderles. Esta-
mos extremadamente ocupados fabricando las velas
para los cumpleaños de Matusalén y de Jareb. Son casi
dos mil velas, imagínense, y no saben lo complicado
que es darle color al sebo.
—Entendemos, y lamentamos mucho tener que im-
portunarla. Solo queremos un poco de agua y algo de
información —dijo Shaitán con gesto de galán y asu-
miendo el liderazgo del grupo.
La chica, fascinada con Mentol, le respondió sin mirar-
lo que podían beber cuanta agua quisieran del pozo junto
a la fábrica. Luego se acercó al hombro de Eplicachima,
extendió su mano y Mentol se subió en ella.

123
—Me llamo Noemí, bonito —le susurró a Mentol
mientras le rascaba la cabeza y la panza con ternura.
Luego juntaron sus narices, Mentol le dijo algo en el
oído y Noemí le respondió también en secreto. Men-
tol regresó al hombro de Eplicachima, que esperaba
ansioso que terminara la escena para ir a tomar agua
finalmente.
Todos bebieron hasta quedar satisfechos. Shaitán
quiso entrar de nuevo para agradecer y despedirse,
pero Noemí ya no estaba en la recepción.
—Tenemos que caminar algunas leguas más, hacia
ese monte rojizo que aparece ahí a la derecha —anun-
ció Eplicachima señalando con el dedo un monte rojizo
que estaba bastante lejos y a la derecha.
—¿Cómo sabes, mi general? —preguntó Cantuña.
—Mentol me ha transmitido su conversación con
Noemí, la mujer de la fábrica de velas.
—¿Mentol habló con ella? Qué maravilla, habla
conmigo también, querido amigo —pidió Folo lleno de
entusiasmo.
Eplicachima ignoró a Folo y empezó a caminar, y a
Mentol no le gustó esa reacción. El grupo le siguió sin
decir palabra y de pronto empezó a lloverles algodón
de azúcar del cielo, con el cual se llenaron el estóma-
go, pero se empalagaron y volvieron a sentir sed casi
enseguida.
Cuando llegaron al monte no tardaron en encontrar
a un hombre adulto, de rizos negros, barba espesa, piel
cobriza y que vestía una túnica. El hombre caminaba
cargando una maceta con un árbol quemado y se mo-
vía de un lado para otro mirando al cielo.

124
—Saludos, buen hombre —dijo Shaitán adelantán-
dose al grupo—. Soy Shaitán Lucero, líder de este gru-
po de viajeros que estamos en búsqueda de otro pode-
roso héroe mitológico para que se una a nosotros.
—Shalom —dijo el hombre con voz gruesa y toda-
vía moviéndose con la maceta y el árbol quemado.
—Disculpe, caballero, ¿con quién tenemos el gusto?
—le preguntó Cantuña tomando del brazo a Shaitán.
—Mi nombre es Moisés —dijo Moisés.
—¿Moisés? ¿El salvador de su pueblo, que los res-
cató de Egipto abriendo el mar, y que tiene un bastón
que se convierte en culebra? —le respondió Cantuña
llenándose de optimismo pues sabía que ya estaba ju-
gando en las ligas mayores con semejante interlocutor.
—En realidad, el bastón era de mi hermano Aarón,
pero me lo regaló.
Mentol se acercó a la oreja de Eplicachima, y des-
pués de unos segundos Eplicachima dijo:
—¿Todavía tienes ese bastón?
—Sí, lo llevo siempre conmigo —respondió Moisés,
y a Mentol el asunto no le hizo ninguna gracia.
Moisés seguía moviendo su macetero, hasta que lo
dejó junto a unas hierbas llenas de espinas.
—¿Para qué mueves ese árbol quemado? —pregun-
tó Shaitán.
—Es mi teléfono portátil con el cual hablo con Dios.
Estoy esperando una llamada suya, cualquier rato timbra.
—No me digas —se asombró Shaitán—, ¿y cada
cuánto hablas con Dios?
—Bueno, hace algunos siglos que no me llama —re-
conoció Moisés.

125
—Venimos desde muy lejos, y traemos noticias que do-
lerán en tu corazón, Moisés. Un demonio infernal está a po-
cos días de atacar al mundo para destruirlo, y precisamos
gente como tú para darle batalla —le dijo Cantuña, enojan-
do a Shaitán, quien se tomara a pecho eso de ser líder.
El sol pegaba con furia, los héroes sudaban y bus-
caban la sombra de los pocos árboles del desierto, y
Mentol no separaba los ojos del bastón de Moisés.
—No puedo acompañarlos. Mi pueblo me necesita,
el rato menos pensado arman otro becerro de oro y se
jode todo otra vez. Tengo que estar aquí junto a ellos
para decirles lo que Dios me manda a decirles. Admi-
nistrar el monopolio del monoteísmo no es cosa fácil, y
la gente tiene demasiada imaginación y prefiere la espe-
cialización en sus deidades —explicó Moisés con ánimo
tenue y mirando con esperanza su árbol quemado.
—¿Podrías recomendarme a alguien con tu fortale-
za para que nos acompañe?
—Podría recomendarles a Sansón, pero Dalila vol-
vió a cortarle la melena. David está ocupado siendo
Rey y ya se le subió el poder a la cabeza. Abraham se
está recuperando de la vasectomía que se hizo porque
el mundo ya no soportará otra religión. Josué me cae
mal porque llegó a refundar todo lo que yo hice —enu-
meró Moisés mientras volvía a mover la maceta con su
árbol quemado—. Además, entiendo que ustedes nece-
sitan un guerrero, alguien de pelea, ¿verdad?
—Sí, un guerrero poderoso —respondió enseguida
Shaitán.
—Pues Caín es un terror con una quijada de burro a
la mano —sugirió Moisés.

126
El grupo se reunió para analizar sus opciones. Perder
el fichaje de Moisés sería una catástrofe pero debían apro-
vechar el viaje y conseguir un héroe de esas tierras como
fuera, pues incluso tendrían el apoyo popular cuando
volvieran al Ecuador con un personaje bíblico. Así, la idea
de reclutar a Caín empezó a germinar entre ellos.
Se despidieron de Moisés, luego de que él les ense-
ñara el camino hasta la casa de Caín. Shaitán iba con-
tento pues tendrían que volver a pasar por la fábrica de
velas y el grupo además podría volver a saciar su sed
en el pozo de Noemí.
Desandaban el camino cuando ¡paf!, le cayó una pa-
lanqueta de pan de agua en la cabeza a Folo, quien sa-
lió corcoveando del susto. Pronto, cientos de trozos de
pan de varias presentaciones caían desde lugares del
cielo que los viajeros no podían dilucidar pues el sol
les enceguecía.
—Este maná ya está más consistente —celebró Cantuña.
—¿Qué es el maná? —preguntó Eplicachima.
—El Dios de este mundo a veces lanza comida des-
de las nubes para los viajeros necesitados; es bacán
—contestó Cantuña.
—La Pachamama nos da comida desde la tierra
—dijo Eplicachima alzando los hombros con desdén.
—¿Por qué estás enojado conmigo, Eplicachima?
—le preguntó Folo a quemarropa.
—No estoy enojado. Estoy resentido, pues insultas-
te la comida que te brindamos en la Gobernación —dijo
Eplicachima luego de hacer un largo silencio mientras
masticaba un crujiente cacho de esos que en Francia se
llaman croissants.

127
Folo iba a explicarle lo ocurrido con la comida
—porque además sentía enorme deseo de hablar con
alguien sobre su veganismo—, cuando oyeron un grito
que les llamaba desde el camino que habían transitado.
A lo lejos pudieron reconocer la figura de Moisés
que se acercaba corriendo, sin su árbol quemado en
brazos, pero con su bastón a la mano.
El desierto rojizo salpicado con algunas plantas y
rocas pareció enfriarse un par de grados para el mayor
confort de sus visitantes. A los pocos minutos Moisés
los alcanzó.
—No me lo van a creer, amigos. Ciertamente uste-
des son gente especial. Hace unos momentos mientras
oraba por que tuvieran un viaje sin peligros y encontra-
sen a Caín para que los ayudara a salvar el mundo, mi
árbol se ha encendido, ¡se ha encendido! —A Moisés se
le escaparon algunas lágrimas de emoción—. Dios me
ha hablado de sus intenciones y me ha ordenado unir-
me a ustedes. Me ha pedido que vaya a visitarlo para
darme algunas instrucciones, y mientras tanto ustedes
deben avanzar hasta la tierra de Galilea.
—¡Notición!, amigo Moisés —le respondió Cantuña
aplaudiendo.
—¿Te ha dicho para qué debemos ir a Galilea?
—preguntó Shaitán.
—No hace falta que nos expliques. Yo sí sé a quién
encontraremos allá. ¡Hay equipo!, ¡hay equipo! —cele-
bró Cantuña.

128
Episodio 19
«Las diez plagas de Egipto»

En aquellos tiempos en que Shaitán, Cantuña, Folo,


Eplicachima y Mentol peregrinaban hacia Galilea, Moi-
sés se dirigió al Edén por órdenes de Dios.
Moisés no tardó en sufrir un ataque de pánico es-
cénico de los bravos, de esos que solo se resuelven con
una dosis de LSD o media botella de Norteño.
—Nunca he visto el rostro de mi Padre, y la últi-
ma vez que me habló encolerizado nos dijo que ni un
solo hombre de mi generación perversa vería la tierra
buena que nos juró dar. Enojado, nos abandonó en la
batalla contra los Amorreos y fuimos derrotados es-
pantosamente. El terror me paraliza. ¡Qué nervios!
Pero si cumplo con sus expectativas, ojalá Dios vuelva
a considerarme como alguna vez lo hizo —murmuraba
para sí mismo mientras caminaba dubitativo hacia la
morada de Jehová.
Luego de mucho andar, al divisar las grandes pare-
des de la mansión de Jehová, Moisés cayó de rodillas y
empezó a avanzar sobre ellas, casi en estado de éxtasis y
con la barba empapada en sus propias lágrimas y sudor.
Gran cantidad de metros avanzó postrado en acti-
tud sumisa y penitente.
Hasta que un ángel llegó volando y aterrizó junto
a él.
—Que dice el Señor que camines nomás, porque te
estás demorando demasiado.

129
Moisés sangraba de las rodillas, pero la voz del án-
gel llenó de paz a su espíritu. Juntos, llegaron hasta la
puerta de la habitación de Jehová, quien al ver entrar a
Moisés puso su mejor cara de cabreado.
Moisés volvió a caer de rodillas y manchó con san-
gre la blanca alfombra nuevita.
—Padre, Jehová, Yahveh, Dios, perdóname por ha-
ber dudado de ti en las montañas de los Amorreos.
Pero no fue mi culpa: toditos me dijeron que mande
exploradores a revisar qué tal estaba la tierra que nos
prometiste, y entonces los mandé —sollozó Moisés.
—¿O sea que si toditos se lanzan del puente, vos tam-
bién te lanzas? —replicó con fulminante lógica Jehová.
Moisés tuvo que callarse ante tamaña reflexión y
quiso morirse cuando se dio cuenta de que había man-
chado la blanca alfombra nuevita.
—Estoy encolerizado —expuso Dios.
—Lo sé, Padre —contestó Moisés, cuyo bastón esta-
ba empapado del sudor que salía de su mano nerviosa.
—Pero en esta ocasión, mi cólera no es por tu causa,
Moisés, ni por las desconfianzas de tu pueblo hacia mí.
Otra de mis criaturas me ha traicionado y ahora quiere
herirme destruyendo lo que yo más amo —explicó Je-
hová caminando con las manos entrelazadas detrás de
la espalda y deteniéndose frente a un ventanal desde el
cual se podía ver todo el Universo.
—¿Alguien quiere destruir la Tierra Prometida, Pa-
dre? —se preocupó Moisés.
—Claro, aunque ha empezado por otro sector. Si
tiene éxito su empresa, tarde o temprano llegará a la
Tierra Prometida. Y eso no lo queremos, ¿verdad?

130
—Claro que no, Padre. Estoy listo para que me di-
gas qué debo hacer. Seré tu guerrero más fiero, volve-
ré a luchar bajo tus órdenes, salvaré todos los pueblos
que sean necesarios para verme bien ante tus ojos —se
emocionó Moisés.
Dios lo miró complacido, pero seguía colérico y con
ese aspecto de creador decepcionado de su monstruo
que suele poner el doctor Frankenstein en las películas.
—Acércate —le ordenó lanzando humo por las orejas.
Pero Moisés no quería que se notaran las manchas
de sangre en la blanca alfombra nuevita.
—Aquí nomás, Padre, gracias, te escucho perfecta-
mente —respondió nervioso.
—Ya sé que manchaste mi alfombra blanca nuevita,
no me engañas cubriéndola con tu cuerpo. Acércate,
que ya un ángel la limpiará con un producto que he
creado que se llama cloro.
—¿Qué es el cloro? —se interesó Moisés.
—Un elemento químico muy útil para la vida, pero
que los hombres usan para hacer gas mostaza —ex-
plicó Dios sintiendo renovadas ganas de otro Diluvio
Universal.
Su ira se multiplicó con esto del gas mostaza, pero recor-
dó a El Brayan y decidió enfocarse en el problema presente.
—¿Cómo andamos de municiones para las plagas?
—le preguntó Dios uniendo sus manos y frotándolas
como quien empieza a orquestar un plan para salvar al
mundo de un demonio, y caminando hacia una mesa
grande de mármol negro con incrustaciones de zafiros
y prepucios fosilizados.
Moisés también se acercó a la mesa.

131
—¿Les ofrezco un juguito, un café? —dijo un ángel
metiendo la cabeza tras abrir parcialmente la puerta.
—¡No! —dijo Dios enojado.
—Eh, no gracias, angelito —respondió Moisés con
un hilo de voz.
—Estamos muy bien dotados de aguas que se con-
vierten en sangre, una plaga de ranas, una de piojos,
una de moscas, un extermino de ganados de todo tipo,
una epidemia de úlceras, una lluvia de granizo y fue-
go, una plaga de langostas, una de tinieblas de tres
días, y una muerte de todos los primogénitos —enu-
meró Dios, sacando pecho por su arsenal.
—No conozco a nuestro enemigo, mi Señor, no sa-
bría decirte cuáles de estos gentiles dones que me con-
cedes podemos usar con eficacia contra él —expuso
con humildad Moisés, y temiendo una reacción violen-
ta del neurótico Ser Supremo.
—El Brayan es un semidiós, lo he lanzado al Ecuador
y ha asumido la condición de demoníaco por ser una es-
pecie de ángel caído. Pronto le crecerán cola y cachos, por
cierto. Ya verá el bellaco. Supe que se le han unido tres
gigantes Nefilim que actúan como verdaderos esclavos y
están dispuestos a cualquier cosa por él. Se han instala-
do adentro de un volcán que hace unos cuantos miles de
años me quedó muy bonito, que se llama Cotopaxi.
—¿Cuál es el origen de este malvado ser El Brayan?
—inquirió Moisés con toda la naturalidad y honesti-
dad del caso.
Dios se enojó porque El Brayan era su hijo, produc-
to de un momento de debilidad ante la lujuria, y Él no
está para admitir fallas.

132
—¡Yo sé más y pregunto menos! —rugió—. Su ori-
gen no es lo que importa. Dime qué haremos contra él.
Se cabreó tanto que se asustaron hasta las cortinas.
—Disculpa mi pregunta tan torpe, Jehová. Con lo
que me has dicho, creo que hay plagas que no podre-
mos usarlas en su contra. Por ejemplo, si El Brayan no
tiene hijos, ni tampoco tiene ganado, no hay para qué
matar ni a sus vacas ni a su primogénito.
Dios asintió conforme. En el fondo siempre le pareció
un papelón aquello de que para que Él pudiera matar a
los bebés egipcios sin confundirse con los bebés hebreos,
los judíos primero tuvieron que pintar sus puertas con
sangre y así evitar que asesinara a los niños que no eran.
—El resto de armamento creo yo que nos será muy
útil. Además, como tú sabes, oh Señor, estamos reu-
niendo un equipo de guerreros míticos que sabrán
aportar con su poder a tu causa de eliminar este ser
detestable —indicó Moisés con una gran sonrisa total-
mente rodeada de su poblada barba.
Dios chasqueó los dedos y Moisés súbitamente se
despertó, acostado junto a su teléfono portátil que ha-
bía dejado en la montaña del desierto donde conoció a
Shaitán y compañía.
Sintió enormes deseos de escribir otro libro para la Bi-
blia contando esta portentosa reunión suya con el Crea-
dor del Universo, pero prefirió dejarlo para después.
En eso, el teléfono timbró y el árbol se encendió en
llamas.
—¿Aló? —dijo Moisés.
—Sigo muy enojado, pero te he llamado para de-
cirte que recargué tu bastón y podrás convertirlo en

133
serpiente oprimiendo el botón que tiene en el mango
—dijo Dios y colgó.
El árbol emitió un poco de humo blanco y Moisés
tomó con curiosidad el bastón y oprimió el botón.
El cilindro de madera tallada empezó a volverse
suave y Moisés lo tiró al piso con algo de espanto. Ma-
ravillado, vio cómo se convertía en una serpiente muy
parecida a una cobra.
El hombre dejó al animal enroscarse en su brazo, y
cuando se aburrió quiso buscarle el botón para conver-
tirlo en bastón, pero solo halló escamas. Al rato empe-
zó a desesperarse sin saber qué hacer con el reptil, que
se movía sin parar lanzando lengüetazos.
El teléfono volvió a timbrar, el árbol se encendió y
Dios le habló de nuevo:
—Para convertirlo en bastón, debes decir las pala-
bras mágicas: «Aserejé, ja, deje tejebe tude jebere se-
biunouba majabi an de bugui an de buididipí». ¡Sigo
enojado! —volvió a cerrar abruptamente.
Con el sonido de esas palabras, en un instante la
serpiente empezó a estirarse recta como un palo, y al
rato Moisés tenía en su mano su preciado bastón y de-
cidió renunciar a usar la serpiente pues jamás podría
recordar la frase mágica aquella.
Había un calor agobiante y a lo lejos, como una ola del
mar negro, una tormenta de arena se acercaba hacia el mon-
te. Moisés buscó refugio y decidió dormir en una cueva y sa-
lir al día siguiente para encontrarse con sus nuevos amigos.
Por su parte, a varios kilómetros de distancia Shai-
tán, Eplicachima, Mentol, Cantuña y Folo llegaron a Ga-
lilea y entraron a un bar.

134
Episodio 20
«Mal paga el diablo a sus devotos»

Al final de su espalda, El Brayan empezó a sentir un


extraño ardor. Hizo una pausa en su frenético trabajo
con el magma volcánico y empezó a hurgarse a la al-
tura del coxis.
—¿Te pica el culo, amo? —preguntó Tuco—. Posi-
blemente estés con bichos.
—¡No me pica el culo, carajo! —gritó El Brayan, y
dentro del volcán el eco dijo «ajo, ajo, ajo».
—He is of few fleas —murmuró Gringo a Ango.
Ambos hermanos seguían laborando con el fuego y
sentían en su piel el calor descomunal que emanaba de
su materia prima.
El Brayan dejó de tocarse al final de la espalda y
se levantó la gorra de lana, sintiendo un escozor muy
parecido en la cabeza.
—¿Qué mierda me está pasando? Tuco, acércate,
dime qué tengo en la cabeza.
Tuco se acercó y tomó con ambas manos la cabeza
de El Brayan. La movió delicadamente para alumbrar-
se con el fuego volcánico y rozó con sus pulgares dos
protuberancias que crecían un poco más arriba de la
frente de su jefe.
—¿Tienes novia o esposa, amo? —preguntó Tuco.
—No, nada que ver, ¿por qué preguntas pendeja-
das?
—Porque te están saliendo cachos, amo —dijo Tuco,
y tanto Gringo como Ango corrieron lo más lejos que

135
pudieron para que no se les escuchara la risa que trata-
ban de ahogar con las manos.
—Regrésense para acá, par de cojudos —bramó El
Brayan. Después se levantó la túnica y les pidió que le
revisaran el final de la espalda.
—Tienes una protuberancia muy rara que te está sa-
liendo justo encima del cepo —diagnosticó Tuco.
El Brayan volvió a tocarse y ubicó la hinchazón con
sus dedos, guiado por Gringo que se lamentaba tími-
damente.
—What dick.
—Esto es obra de mi Padre. Me están saliendo cola
y cachos como a cualquier vulgar demonio.
—¡The shell of his mother! —reclamó Gringo en so-
lidaridad.
—¿Qué hacemos?, ¿cómo podemos ayudarte? —le
preguntó Tuco, sinceramente consternado con las pro-
tuberancias que le estaban creciendo a su amo.
El Brayan agarró su laptop y se fue a un recoveco de
la gruta, donde no podían verle.
Adentro el calor resplandeciente hacía titilar las
sombras de los gigantes, quienes prefirieron hacer si-
lencio hasta recibir nuevas instrucciones.
Al rato El Brayan volvió con una especie de sonrisa
y se dirigió a Tuco.
—Vete al Centro Agrícola de Machachi, y me com-
pras un frasco de crema para descornar terneros.
—Vámonos, hermanos, ahora mismo —exclamó
Tuco.
—Ve solo. Acá debemos seguir trabajando, y eres el
único al que le van a entender: hasta que Ango encuen-

136
tre una letra de los cantantes esos, o el Gringo les hable
en su inglés, voy a tener unos cachos de cebú.
Tuco asintió y salió apurado.
—Blow your self, brother —le instó Gringo dándole
ánimos y mirando hacia el círculo azul celeste que se
podía ver al final del cráter de su guarida.
Los gigantes que se quedaron para trabajar miraban
preocupados a El Brayan, con un legítimo dolor por el
sufrimiento de su amo. A El Brayan esa devoción no le
generaba gratitud, sino algo de asco, pero sabía que le
resultaba útil.
—No se preocupen, hermanos. Van a ver cómo un
castigo divino se soluciona con un producto para ter-
neros.
—Las cosas más triviales se vuelven fundamentales
—entonó Ango volviendo manos a la obra.
Pasaron las horas y Tuco no regresaba. El Brayan
no dejaba de tocarse los incipientes cuernos y cola, y
estaba el doble de ansioso y molesto que lo usual. Si-
guieron trabajando en las bolas de magma, hasta que
una hora más tarde El Brayan ordenó a Ango buscar a
su hermano.
Ango salió en dirección a Machachi, corriendo por
el páramo y por potreros rodeados de gigantescos ár-
boles de eucalipto, pero a los pocos kilómetros escuchó
voces. Entonces se detuvo.
—Silencio, he oído una voz, es posible que alguien
se acuerde de mí —cantó alegre reconociendo entre las
voces la de su hermano Tuco.
—¡Hermano! —le respondió Tuco sorprendido—,
¿qué haces aquí?

137
Ango no sabía qué decir y se alzó de hombros.
—¿Te ha enviado a buscarme el amo?
Ango movió la cabeza afirmativamente.
—Sé que me he demorado, pero es que he sido sor-
prendido por este hombre que me ha ofrecido infor-
mación importante para nosotros. Lo estoy llevando
donde nuestro amo —dijo Tuco señalando a un joven
nervioso, moreno y de pelo lacio y negro.
Al rato los dos gigantes y su inusual compañía lle-
garon al cráter. Entonces Ango lo cargó en vilo y dio
unos saltos para bajar, mientras el tipo gritaba asustado
creyendo que moriría chamuscado en la lava del fondo.
—¿Quién es este fulano? —preguntó El Brayan,
desconcertado y mirándolo de arriba abajo—. ¡Presén-
tate! —le gritó.
—Soy el Cabo Segundo Duchicela. He venido a bus-
carlos porque tengo información que les será de utili-
dad sobre un grupo de personas que quieren atacarlos
a ustedes.
—No me digas —le contestó burlonamente El Bra-
yan, que en su fuero interno sentía enorme curiosidad
y desconcierto de que alguien pudiera saber las razo-
nes de su presencia en el Mundo—. ¿Qué tienes para
decirme? —le espetó.
—Primero quiero saber cuál sería mi recompensa.
La información que les traigo es delicada y vital para
ustedes —respondió ladinamente el Cabo Segundo
Duchicela.
—Pues mira esas paredes, están repletas de piedras
preciosas que podrás recoger. Cuantas quieras. Serán
tuyas —ofreció El Brayan señalando las paredes del

138
volcán donde efectivamente había cientos de piedras
preciosas incrustadas y salpicando colores hasta los
ojos del Cabo Segundo, que no podía dar crédito a tan-
ta riqueza.
—Hace unos días pasaron por mi Reino, el Reino
de los Shyris, unos hombres que dijeron ser semidio-
ses, y que buscaban guerreros míticos y poderosos para
enfrentarse con unos seres diabólicos que querían des-
truir el mundo.
—¿Quién lo dijo? —preguntó Tuco.
—Uno de ellos, llamado Shaitán Lucero, se embo-
rrachó en una cena que les ofrecimos, empezó a alar-
dear de que era el salvador del mundo y ni sé cuántas
cosas más. Me cayeron pésimo toditos.
—¿Quiénes son todos? —inquirió El Brayan.
—Son este Shaitán Lucero, un albañil sin alma lla-
mado Cantuña, un medio caballo con arco y flechas
que le decían Folo, y se le unió uno de mis parientes, el
general Eplicachima, con su mascota, un cuy —recitó
el Cabo Segundo.
—Ciertamente tu información es valiosa. Puedes re-
coger todas las riquezas que desees. Pero antes, quiero
que me hagas un dibujo de mis enemigos en este papel
—indicó El Brayan con una leve venia.
El Cabo Segundo Duchicela hizo un retrato bastante
cercano de los héroes y luego de entregarle la hoja a El
Brayan se avalanzó hacia una pared y empezó a arran-
car las piedras preciosas con sus manos y golpeándolas
con rocas en una fervorosa cosecha de avaricia.
Mientras Duchicela llenaba sus bolsillos y armaba
sacos con trozos de piel que arrancaba de sus propias

139
ropas, El Brayan pidió a Tuco la crema para descornar
terneros.
Leyó las instrucciones en voz alta ante la atenta
mirada de los gigantes. Luego pidió a Ango que se la
colocara en sus cuernos según mandaban las recomen-
daciones de la etiqueta.
Ango procedió a colocar unas gotas de la crema en
la punta de cada cacho, luego de rasparlos ligeramente.
La crema funcionaba como una especie de ácido que
destruía lo que tocaba.
—Ahora, amo, tienes que alejarte por un tiempo de
nosotros —pidió Tuco.
—¿Por qué? —preguntó El Brayan.
—Bueno, tú mismo has leído en las instrucciones que
luego de colocar la crema hay que mantener al animal a
distancia de los otros, durante tres o cuatro horas, ya que
podría provocar quemaduras a los otros animales.
Empezaron todos a reírse, cuando se les acercó el
Cabo Segundo Duchicela, que casi no podía caminar
por el peso de sus tesoros.
—Bueno, ya me voy. Necesito me ayuden a subir, y
de ahí me iré solo.
—Cuéntame una última cosa —le dijo El Brayan—.
¿Por qué has decidido revelar la identidad de quienes
quieren salvar al mundo?
—Porque yo debería ser general en lugar de mi pa-
riente Eplicachima, y porque ese Cantuña estoy seguro
de que le fue perjudicando a mi ñaña —fue la respuesta
de Duchicela.
El Brayan miró a los gigantes e hizo un gesto. Tuco
y Ango lo agarraron de los brazos y Gringo le sujetó la

140
cara y le abrió la boca. Enseguida, mientras el Cabo Se-
gundo Duchicela empezaba a dar gritos pidiendo auxi-
lio, El Brayan le vació el tarro de crema ácida dentro de
la boca y se la cerró a la fuerza para que el infortunado
hombre tragara el producto.
—Detesto a los traidores, a los envidiosos y los que
pierden la cabeza por un poco de plata —concluyó El
Brayan mientras Duchicela dejaba de moverse luego
de haberse retorcido y tratado de gritar con todo el esó-
fago y el estómago derretidos.
—En sus ojos apagados, hay un eterno castigo
—cantó el gigante Ango.
Los gigantes lanzaron el cuerpo al foso de lava, y
desapareció con un chasquido.
—Amo, ¿te vas a dejar crecer la cola? —le preguntó
Tuco.
En ese momento El Brayan se dió cuenta de que se
había gastado toda la crema en Duchicela, pero como
buen patrón de un grupo de delincuentes, disimularía
su error a toda costa.
—Sí, me voy a dejar crecer la cola, ya lo había de-
cidido. Estos son nuestros enemigos —dijo El Brayan
pasándoles la hoja dibujada por Duchicela—. Quiero
que salgan a matarlos y empiecen por el mitad hombre,
mitad caballo.

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Episodio 21
«Los chanchitos»

En Galilea, Shaitán, Eplicachima, Mentol, Cantuña y


Folo entraron a un bar, pero lo encontraron vacío. Es-
peraron un tiempo en el umbrío ambiente, caminando
por entre las mesas y curioseando con la esperanza de
que apareciera alguien a servirles o a darles alguna in-
formación.
—Aquí hay un mensaje a los clientes —dijo Shaitán
mientras leía un texto escrito en una pizarra—: «Sali-
mos a ver el exorcismo en el cementerio. Volveremos a
las 16 horas».
Eran las dos de la tarde y el grupo decidió ir hacia
el cementerio con el fin de adentrarse más en el conoci-
miento del poblado y dar más fácilmente con el héroe
mítico que buscaban.
En la calle un niño les señaló la dirección del ce-
menterio, y salió corriendo antes de que pudieran
hacerle más preguntas. Avanzaron por la vía y con-
cluyeron que definitivamente toda Galilea debía estar
en el evento, pues las calles estaban vacías, hasta casi
dar miedo.
La vía por la que avanzaban subía en pendiente y
se abrió en una especie de mercado. Hacia abajo a la
izquierda, a unos cuarenta metros, pudieron divisar el
gentío que se aglomeraba donde seguramente era el ce-
menterio. En el mercado encontraron un corral con una
media docena de cerdos.

142
—¡Uy!, pero qué hermosos chanchitos —exclamó
Folo golpeando con los cascos las piedras del cami-
no—. Son más inteligentes que los perros, ¿sabían?
Ninguno de sus compañeros le respondió, y Folo se
acercó a acariciar a los animales.
—Yo me quedaré jugando con ellos; cuando regre-
sen de ese lugar, pasan por mí. Igual, eso de los exorcis-
mos no me hace ninguna gracia —anunció Folo mien-
tras rascaba con vigor la oreja de un robusto y negro
cerdo que cerraba los ojos del gusto.
Los héroes caminaron hacia el cementerio y de pron-
to Eplicachima musitó sin poder controlar su emoción:
—¡Elé, el mar!
—Es conocido como el mar de Galilea, pero en reali-
dad es el Lago de Tiberíades —matizó Cantuña, mien-
tras Shaitán observaba con curiosidad lo que ocurría en
esa congregación.
Pudieron acercarse lo suficiente como para hablar
con las personas que se arremolinaban alrededor de
algo que no podían todavía distinguir por el gentío.
—Saludos, gentiles habitantes de esta hermosa tierra
—dijo Cantuña—. ¿Podrían decirnos qué ocurre aquí?
—Nada, forasteros, nada. Que Jesús está realizando
un exorcismo para expulsar un demonio que se ha me-
tido en el panadero.
Los visitantes lograron acercarse más al epicentro
del acto, haciéndose espacio entre los pobladores que
se movían hacia un lado, más curiosos por su presencia
que por el suceso que atestiguaban.
De espaldas, un hombre delgado y con una túnica
gesticulaba frente a un hombre arrodillado que era su-

143
jetado por tres adultos cubiertos de polvo y luchando
contra el desgraciado que se retorcía. De pronto, varias
voces horrendas atravesaron el corazón de los concu-
rrentes. Voces que salían de la boca del panadero po-
seído.
—¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has
venido antes de tiempo para castigarnos? —chillaron
dirigiéndose a quien estaba frente a ellos.
—¿Quiénes son ustedes? —encaró Jesús.
—Somos Legión. O sea un montón de demonios
—respondieron las voces al unísono desde la garganta
del pobre panadero, que botaba espuma y cuya cabeza
dio al menos tres vueltas sobre su propio eje.
—¡Tarjeta roja! —gritó Jesús alzando su mano con
autoridad.
—Si vas a expulsarnos de este panadero, mándanos
a entrar en esos cerdos —volvieron a chillar horrorosa-
mente, y haciendo que el panadero levantara su cabeza
para señalar el corral donde estaban los chanchos con
los que Folo jugaba.
Entonces Jesús les dijo:
—¡Vayan!
Los demonios salieron del hombre y volaron como
manchas de insectos verdes hasta que entraron en los
cerdos. Pero uno de ellos apuntó mal y terminó aden-
tro de Folo, que lanzó un quejido cruento y se encabritó
con los ojos en blanco. Todos los cerdos y Folo se echa-
ron a correr pendiente abajo por la calle. Pasaron por la
mitad del tumulto lanzando a la gente al piso y cayeron
en las aguas ante la mirada estupefacta de los presen-
tes, que no habían visto jamás un Centauro, y frente a

144
la desesperación de sus colegas, que salieron corriendo
para tratar de salvarle la vida.
—¿Qué pasó, hermanos? —preguntó Jesús a los hé-
roes que corrían hacia el lago.
—¡El centauro es nuestro amigo y le has metido un
demonio! —le gritó Eplicachima, a punto de darle un
golpe con su mazo de madera y roca.
Jesús salió corriendo, y como podía caminar sobre
el agua, estuvo junto a Folo más rápido que Cantuña y
el resto de héroes, que trataban de llegar nadando.
—¡Sal de este cuerpo! —ordenó al demonio que in-
vadía a Folo.
—¡Y adónde me voy si ya se ahogaron todos los
chanchos, pues! —le respondió el demonio hablando
desde la boca de Folo, que estaba a punto de hundirse.
—¡Regrésate donde el panadero, por último! —or-
denó Jesús.
Y en una pequeña bruma verde oscuro, el demonio
salió por la garganta de Folo y voló hacia el panadero.
Los ojos de Folo recuperaron su aspecto vital y empezó
a toser y a zapatear con los cascos y a dar manotazos
causando grandes chapuzones de agua.
—¿Sabes nadar? —le preguntó Jesús sujetándole de
uno de sus brazos y de pie sobre el agua.
—Sí, un poco.
—Vamos juntos hacia la orilla.
Jesús caminó sobre el agua llevando a Folo de la
mano, hasta que pudo tocar el fondo y empezó a tro-
tar por sus propios medios, dejándolo atrás. Cantu-
ña, Shaitán, Eplicachima y Mentol regresaron hasta la
playa y dieron el encuentro a su amigo.

145
—¿Qué me pasó? No recuerdo nada. Estaba yo rascán-
dole la oreja a uno de los chanchitos y luego me desperté
sumergido frente a este buen hombre que me ha salvado
la vida —relató Folo, sin que nadie le hubiera preguntado.
Cuando Jesús se acercaba a ellos para pedir perdón
por lo ocurrido, un grupo grande de gente de Galilea se
le aproximó en actitud beligerante. Uno de ellos tomó
la palabra.
—Jesús, otra vez has quedado en deuda con el cria-
dor de cerdos, y además el panadero sigue poseído. Yo
soy su primo y te demandaré por mala práctica médi-
ca; y como también soy primo del criador de cerdos, te
demandaré por destrucción de propiedad privada.
—Ningún comedido sale con la bendición de mi
Padre, definitivamente —reaccionó Jesús, decepciona-
do—. Pero no importa su ingratitud, salvaré al panade-
ro y pagaré por los cerdos. Pero antes, debo ocuparme
de algo urgente con estos extranjeros a quienes tam-
bién he causado enorme pesar.
Se alejaron satisfechos con la respuesta de Jesús, que
tenía fama de respetar su palabra. Al rato el panadero
volvía a dar alaridos en coro, pues cuando se ahogaron
los cerdos los demonios salieron de sus cuerpos y vol-
vieron donde su víctima original.
—¿Tú eres Jesús? —le dijo Shaitán con las rodillas
temblorosas.
—Sí, hermano Shaitán —le dijo Jesús sonriendo.
—Sonriendo, has dicho mi nombre —murmuró me-
lodiosamente Shaitán.
—En la arena, he dejado mi barca, junto a ti, cruzaré
otro mar —cantaron ambos a dúo.

146
—¿Y caminas sobre el agua, exorcizas demonios,
multiplicas los panes y el vino? —preguntó Cantuña
emocionado con el poder de su posible fichaje.
—Sí, hermano, cuando es menester.
—Me has salvado la vida, gran hombre —díjole
Folo.
—Tu tribulación ha sido por mi causa; lamento lo
que te ocurrió, amado hermano —respondió Jesús con
humildad.
Eplicachima estaba pálido por la sorpresa de haber-
lo visto caminar sobre el agua, cosa que jamás había
escuchado. Mentol, por su parte, trataba de averiguar
si Jesús también tenía un bastón que se convierte en
serpiente como el de Moisés.
El cielo de Galilea, al contrario de lo que podría
suponerse, era celeste y con nubes blancas de varios
tonos. Como cualquier cielo del mundo, menos el de
Quito porque no hay cielo como el de Quito. Una larga
loma, aunque no muy alta, podía verse en una de sus
orillas, y la tierra parecía suficientemente fértil.
—Vengan conmigo a Cafarnaúm, ahí tengo mi casa.
Veo que están hambrientos y con sed —ofreció Jesús.
El grupo accedió de buena gana, salvo Folo, que
se fue llorando todo el camino cuando supo que los
chanchitos se había ahogado y empezó odiar a Jesús
intensamente por haberlos sacrificado para salvar al
panadero.
Caminaron por un sendero donde aparecían cada
tanto hombres, mujeres, niños y niñas para acercarse
a Jesús, tocarle sus ropas y manos, y para pedirle mi-
lagros.

147
—Eres un rockstar —le dijo Cantuña.
—Solo cuando les doy gusto. Pocos creen realmente
en aceptar lo que mi Padre tiene para darles, y cuando
no reciben lo que desean, me lanzan piedras o me in-
sultan —respondió Jesús con el corazón de Jesús com-
pungido.
—A esos hay que reventarles el cráneo de un palazo
—dijo Eplicachima blandiendo su enorme arma frente
a él, y Mentol estuvo de acuerdo moviendo lentamente
su cabeza de arriba hacia abajo y cerrando los ojos.
—Jamás lo haría. Cuando me agreden, doy la otra
mejilla. Es lo que manda mi Padre —aleccionó Jesús
con voz de maestro zen.
Cuando llegaron a su casa, encontraron a un hom-
bre que esperaba en la puerta muy agitado.
—¡Maestro!, ¡Maestro!
—Dime, Pedro —dijo Jesús alegrándose por la vi-
sita.
El hombre se postró de rodillas y gimió:
—Malas noticias te traigo, Maestro: el bellaco de Ju-
das ha vuelto a entregarte a los romanos. ¡Vienen hacia
acá!
El momento en que Pedro terminaba de hablar, un
murmullo de caballos galopando y soldados corriendo
llegó a sus oídos.
Desde atrás de un pequeño bosque apareció un gru-
po grande de soldados trotando junto a otros que iban
a caballo. Avanzaban agresivos y dando órdenes.
Shaitán empezó a mearse, cada vez más copiosa-
mente, mientras se acercaban los soldados de unifor-
mes negros y espadas enormes.

148
El valeroso General Eplicachima respiró hinchando
sus orificios nasales, depositó a Mentol sobre el lomo
de Folo y agarró con ambas manos su enorme mazo de
madera y roca. Cantuña desenvainó su bailejo de man-
go de nácar, se pusieron al frente y esperaron la em-
bestida hundiendo sus pies en la arena. Folo retrocedió
unos metros, sacó su arco y lo tensó con una flecha que
brillaba con el sol.
Apuntó al líder del escuadrón.

149
Episodio 22
«Apocalipsis now»

El comandante romano cayó de espaldas con una


flecha de Folo atravesándole la cabeza de la frente a la
nuca. El caballo del comandante salió ileso y Folo espe-
ró tener un nuevo blanco, siempre y cuando no hubiese
riesgo de lastimar a ningún caballito.
Los bravos romanos no se amedrentaron con la muer-
te de su capitán y redoblaron la ferocidad de su aproxi-
mación para el ataque. Shaitán empezó a mearse parali-
zado y solo pudo pedir a José que ayudara a sus amigos.
—La última vez mi Maestro me puteó por volarle la
oreja a un soldado, no voy a involucrarme —se justificó
José mientras alzaba las manos en señal de rendición.
Jesús observaba estupefacto la escena y no tuvo
tiempo de pedir por la paz ni hablarles de amor, cuan-
do las flechas de Folo empezaron a tumbar más solda-
dos y el mazo de Eplicachima los hacía volar por los
aires. Cantuña por su parte repartía bailejazos como un
shaolín. Su especialidad era cortar tendones y arterias
con el brillante instrumento.
En cuestión de treinta segundos, del grupo de sol-
dados solo quedaron los caballos que salieron en es-
tampida sin sus jinetes y varios charcos de sangre que
se mezclaban lentamente con la arena del desierto.
Desde el lomo de Folo, Mentol contabilizó las bajas
de los enemigos y aunque sentía enorme satisfacción
por ese primer triunfo del equipo, notó con evidente
preocupación la cara que tenía Jesús.

150
La cara que tenía Jesús era la de un pacifista que qui-
so resolver el conflicto con amor, pero terminó rodeado
de cadáveres violentamente masacrados en cuestión de
segundos, por quienes salieron en su defensa para que
no sea capturado. Una cara de desconcierto, confusión
y derrota.
—¿Qué han hecho? ¡Tanta sangre! No puedo con
esto. ¡No! —empezó a balbucear mientras se arrodilla-
ba para tocar a los cadáveres con angustia.
—Te han salvado de ser capturado por estos solda-
dos, Maestro —le dijo Pedro tratando de consolar al
noble joven sefardí, de pelo oscuro y rizado, piel co-
briza y nariz aguileña. Nada que ver con el Jesús ñato,
rubio, de ojos azules, igualito a Kurt Cobain, que nos
han vendido desde hace siglos en un montón de pintu-
ras propagandísticas.
—No podíamos permitir que te ocurriera algo, Je-
sús. Hemos venido a buscarte, pues te necesitamos
para salvar al mundo. Disculpa nuestras acciones,
pero eran necesarias —le dijo Cantuña, que había es-
tado en silencio limpiando la sangre de la soldadesca
de su bailejo.
Jesús miró y no aceptó lo ocurrido. Sentía que habían
sido violentados los derechos humanos de los soldados
y que sus compañeros habían abusado de la fuerza con
brutalidad. Les dio la espalda y se marchó hacia su casa
caminando lenta pero decididamente. Abrió la puerta,
entró y lanzó un portazo que sonó por toda Galilea y
levantó polvo de la alfombra de la entrada.
—Chucha, ¿y ahora? —se preguntó Shaitán, que ha-
bía pasado de agache durante todo el evento y confiaba

151
en que el solazo de esa región le secara el meado del
pantalón antes de que sus amigos se dieran cuenta.
—Vos cállate, longo meón —le espetó Eplicachi-
ma—. Nosotros hemos luchado con valor y vos, asus-
tado, orinándote en los calzones y dejándonos solos.
No acepto que seas el líder de nada y yo me regreso a
mi tierra, porque tampoco voy a aguantarle al sensible
ingrato ese. Todavía más que le salvamos de irse preso.
Mentol cerró los ojos y sacudió la cabeza negativa-
mente. Todo esto en cámara lenta. Susurró algo en el
oído de Eplicachima y este lanzó un largo suspiro.
Folo se tapó la boca con la mano y sentía pánico de
que su aventura terminara ahí y de que tuviera que vol-
ver al Olimpo luego de una misión tan insignificante.
A Cantuña se le unían el cielo y la tierra ante la pre-
sencia de tan enorme fracaso, y Shaitán se alzaba de
hombros rezongando cosas que nadie logró entender.
Los salvadores del mundo decidieron quedarse
sentados en la arena a pocos metros de la puerta de la
casa de Jesús, y con una linda y calma vista al mar de
Galilea. Pedro entregó a Shaitán una enorme pieza de
pan y después se fue de improviso al momento en que
cantó un gallo.
Shaitán recordó algo de lo que había aprendido en
los tres meses que trabajó en la empresa de coaching
empresarial. Caminó entre ellos, partió el pan y lo dio a
sus amigos diciendo:
—Podemos tomar decisiones desde la emoción pura
o desde el cálculo racional. Este momento nos ha deja-
do sensibles pues hemos vivido una experiencia hasta
cierto punto traumática, aunque hayamos vencido en la

152
batalla. Yo les ofrezco mejorar mi rol como líder. Se lo
prometo. Pero ahora, dejemos que pasen los minutos y
recuperemos la calma. Luego tomaremos la decisión de
seguir juntos o de separarnos, cualquiera que esta sea.
Mentol estuvo de acuerdo y Cantuña sintió un ín-
timo orgullo por la reacción de Shaitán. Folo sostenía
el trozo de pan preguntándose si tenía leche y huevos,
y Eplicachima seguía resentido y de pie con los brazos
cruzados a la altura del pecho musculoso.
Una hora después, Moisés aterrizaba en la misma
zona luego de haber recibido las instrucciones de Je-
hová. No obstante, había calculado mal y pisó tierra al
otro lado del Mar de Galilea.
Desde la orilla en que estaba, podía divisar al otro
extremo del lago a sus amigos sentados en la arena
frente a una casa de madera que no reconoció. Les chi-
fló, y Mentol y Folo escucharon sus llamados.
Mentol saltó al lomo de Folo y se acercaron a la orilla.
—¡Moisés! ¡Moisés!, acá estamos —le gritó Folo mo-
viendo los brazos. Los separaba un larguísimo brazo
de agua de unos cincuenta metros de ancho.
Moisés le devolvió el saludo moviendo su bastón
por encima de su cabeza y observó el enorme trecho
que debía caminar para rodear el brazo de mar y reu-
nirse con ellos.
—¡Ven pronto! —le suplicó Folo alzándose sobre
sus patas traseras al punto de que Mentol casi se cae de
espaldas al suelo.
—¡Uy! Perdóname, Mentolito. Estoy desesperado
porque Moisés llegue rápido y nos ayude a tomar la
mejor decisión.

153
Mentol no dijo nada, pero le sonrió con serenidad.
De pronto, Folo y Mentol se paralizaron del espanto
al escuchar un ruido como el de un río desbordándose,
y con el corazón en la boca vieron que el brazo de mar
se partía en dos, dejando un sendero entre dos muros
de agua. Por este camino vieron a Moisés acercándose
al trote con las manos levantadas hacia los lados, como
sosteniendo las paredes de agua sin tocarlas.
En el ambiente solo se podía oír el rumor del agua y
el chapoteo de las sandalias de Moisés al trotar sobre el
lecho lodoso del histórico lago.
Cantuña, Eplicachima y Shaitán se habían acercado
también a la orilla intrigados por el ruido del agua, y
pudieron atestiguar el fenomenal evento. Apenas Moi-
sés tocó la arena seca junto a los héroes, dos olas se
chocaron con gran estruendo y cubrieron el sendero
dejando al mar en su estado natural.
—¡Qué hijueputa, loco! —sentenció Shaitán, absolu-
tamente conmovido por el milagro ocurrido a sus pies.
—Mi Padre me ha recargado todos mis poderes, en-
tre ellos el de separar las aguas, y algunas plagas para
atacar a los villanos que quieren destruir el mundo
—anunció Moisés con una gran sonrisa—. ¿Qué hacen
aquí, hermanos? —les preguntó todavía con la gran
sonrisa.
Iban a responderle cuando oyeron a Jesús bajar las
escaleras de madera de su casa.
—¿Qué fue lo que sonó?, parecía que el mar se nos
venía encima —dijo.
—Bueno, permítanme presentarles —dijo Shaitán se-
ñalándolos con la mano—: Moisés, Jesús, Jesús, Moisés.

154
—¿Moisés, el de las leyes conservadoras, como
aquello de apedrear a mujeres en la calle? —ironizó
Jesús.
—¡El mismo!, ¿y tú no eres Jesús, el progre metiche
que no respeta la fe, ni las leyes que el mismísimo Jeho-
vá me dictó? —bramó Moisés.
—Oye, mejor serénate —le espetó Eplicachima a
Moisés.
—A callar tú, con esa bandera de los GLBT, marica
has de ser —le replicó Moisés con furia.
—Es mi whipala, viejo loco —contestó Eplicachima
agarrando su mazo enorme con ambas manos.
—¿Qué te importa si es gay? ¿Acaso Dios no nos ha
mandado a amarnos como a nuestro prójimo? —expu-
so Jesús colocando su mano en el hombro del furioso
General.
—A callar tú también, progre desocupado, luego
por qué te crucifican. ¡Si no crees, respeta! —amenazó
Moisés a Jesús.
Finalmente enojado, Jesús empezó a sacar un látigo
que tenía reservado para los mercaderes del templo.
—¿Ves la huevada en que me has metido?, qué tal pen-
dejada de equipo armaste —increpó Shaitán a Cantuña.
—Ve, meón, bueno para nada, coach de quinta, mie-
doso, acomplejado, ¿y vos qué hiciste? Sin mí no llega-
bas ni al episodio 12 —le gritó Cantuña, y acto seguido
le viró la jeta de un bailejazo. Shaitán cayó de culo so-
bre la arena mojándose la nuca en el agua del mar.
A Folo se le escapaban las lágrimas, Mentol movía
lenta y negativamente la cabeza en señal de desapro-
bación.

155
Shaitán se levantó y pateó a Cantuña en la canilla,
Jesús lanzó un latigazo a Moisés y este le respondió con
su bastón. Eplicachima no sabía a quién mismo matar
de un garrotazo, Folo corría en círculos totalmente en-
cabritado y Mentol empezó a lanzar chillidos de ira y
temor.
—A la mierda los pastores —sentenció Cantuña—,
por mi parte el mundo puede acabarse ahora mismo.
Una nube negra y mucho más grande que el Mar de
Galilea empezó a cubrirlo todo. El centro de la nube,
tétrica y mórbida, se abrió y aparecieron siete ángeles
con su respectiva trompeta.
—El apocalipsis —musitó Moisés, cayendo de rodi-
llas con las piernas adoloridas por los fuetazos. Empe-
zó a llorar.
Y hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y
enormes bolas de granizo.
—Hasta aquí llegamos —dijo Mentol en el oído del
rubio centauro Folo.

156
Episodio 23
«Donde manda capitán…»

La enorme y fantasmagórica nube negra que cubrió


toda la región se aquietó en el cielo, pese al viento hu-
racanado que sacudía las palmeras y techos del sector.
Su apariencia sobrecogedora detuvo parcialmente la
disputa entre Moisés, Jesús, Eplicachima, Cantuña y
Shaitán. Folo, que no participó de la gresca entre sus
compañeros, miraba el cielo con los ojos llenos de lágri-
mas, y Mentol estaba preparándose para su final mien-
tras masticaba ansiosamente una ramita de alfalfa.
Los ángeles con sus trompetas empezaron a revolo-
tear amenazantes y se abrió un enorme orificio desde
donde una luz blanca se derramó hacia el suelo como
una catarata.
Una voz, cuyo sonido bajó la temperatura del de-
sierto, salió un instante después de que la luz blanca
tocara el agua de aquel Lago que todos llaman Mar.
—¡Jesús Emmanuel! —llamó la voz con dulzura,
pero con firmeza.
—¿Sí, sí, Padre? —contestó Jesús tartamudeando,
soltando el látigo disimuladamente y sintiendo cien
dardos helados que le atravesaban el alma.
—¡A la casa! —ordenó la voz, que volvió polvo a las
rocas y despertó a los soldados romanos muertos, que
trataron de huir despavoridos.
—Sí, Padre —contestó Jesús con un nudo en la gar-
ganta, y salió corriendo hacia su casa.

157
—¡A la casa de acá arriba! —volvió a ordenar la voz,
que mató nuevamente a los soldados romanos que no
habían logrado avanzar muchos metros del sitio de su
primer fallecimiento.
Nadie se atrevió a decir palabra y, salvo Eplicachi-
ma y Mentol, ninguno osó mirar directamente hacia la
luz. Shaitán se orinó, Cantuña tenía los ojos totalmente
negros, Folo sentía ganas de ver a sus papás, y Moisés
se llenó de mezquindad pues quería ser el único de los
hombres que había pisado el hogar de Dios.
Entonces todos vieron cómo Jesús era llevado al cie-
lo, hasta que la nube lo cubrió y ya no volvieron a verlo.
Los héroes quedaron en silencio. Unos oteaban en-
tre las nubes por si Jesús volvía a bajar y otros tenían la
mirada perdida en los soldados romanos desperdiga-
dos en la arena. Cada uno por su cuenta fue encontran-
do la calma. Tanto Moisés como Eplicachima, Cantuña,
Shaitán y Folo tomaron asiento en el piso y respiraban
profundamente. Mentol terminó de masticar su rama
de alfalfa ya sin ansiedad.
—Un nombre. Necesitamos un nombre— propuso
Mentol.
—Yo me llamo Moisés, no necesito un nombre —le
respondió Moisés, en un tono neutro.
—Lo que Mentolito quiere decir es que nuestro equi-
po necesita un nombre, algo que nos identifique y nos
una —explicó Folo, y Mentol asintió en cámara lenta.
Eplicachima, Moisés, Cantuña y Shaitán, todavía
sentados sobre el suelo arenoso, mostraron entusiasmo.
—Que cada uno proponga un nombre y elegiremos
al mejor —dijo Cantuña.

158
Todos quedaron en silencio, pensativos, buscando
en sus mentes un nombre que los identificara. A veces,
también, miraban al cielo por la venida de Jesús.
—Los Avenida de los Shyris —mocionó Eplicachi-
ma, sin obtener respuesta alguna.
—¡Sociedad Vegana! —exclamó Folo, con idéntico
resultado.
— Los albañiles de Satanás —gruñó Cantuña con
algo de aburrimiento.
—Los destructores de Egipto —propuso Moisés con
fiereza.
—Los Cheverucos Vengadores —dijo Shaitán dan-
do un aplauso de autofelicitación al que nadie se sumó.
Ninguno aceptó las ideas del grupo. Y aunque esta-
ban nuevamente en desacuerdo, prefirieron no entrar
en debates pues reciente estaba todavía la sensación de
su última disputa. Estaban cansados de luchar.
El viento levantó unos granos de arena del color de
las perlas.
—Tripa Mistic —sentenció Mentol—. Es un nombre
que recoge el sincretismo de este grupo.
—¡Hasta me dio hambre!, lo acepto —dijo Eplica-
chima.
—Yo también —se sumó Cantuña.
—Yo también —dijo Moisés.
—A mi no me parece, porque la tripa viene de los
animales sacrificados, pero por esta vez voy a aceptar
para que no haya más disputas —se resignó Folo.
—Oquey, me uno a la mayoría, pero, ¿qué es sin-
cretismo? —dijo el llamado a salvar el mundo, Shaitán
Lucero Estrella.

159
Episodio 24
«All you need is love»

Jesús subía a los cielos mirando a sus camaradas


volverse cada vez más pequeños. Cerró los ojos cuando
atravesó las nubes que le acariciaron la piel con la sua-
vidad de millones de microgotas de agua fresca. Jugó
con el vapor hasta que las nubes desaparecieron y llegó
a los jardines del Edén.
Pisó la yerba verde del Paraíso y caminó hacia la
morada de su Padre, con el pecho templado por una
mezcla de nervios y emoción.
Los ángeles que cuidaban la gruesa puerta de ma-
dera la abrieron solícitos y se arrodillaron para dejarlo
pasar.
—Buenas tardes, Padre, la bendición —saludó Je-
sús.
—Que Yo te bendiga, mijo —respondió Dios desde
su habitual sofá.
—Te he decepcionado, Padre —reconoció Jesús
arrodillándose a pocos metros del sofá. Me he dejado
llevar por la ira…
—No, eso nunca, hijo mío, te he convocado con una
voz severa para que el resto se calmen. Ven, siéntate a
mi lado —le interrumpió Dios amorosamente y tocan-
do el sofá.
—¿En dónde me siento? —preguntó Jesús.
—A mi derecha —le indicó Dios haciéndose hacia
un lado para darle espacio en el sofá.

160
Jesús se sintió aliviado. Se puso de pie, y se acercó
al sofá y se sentó.
—Debes ayudar a tus amigos a salvar el mundo que
he creado, hijo mío —pidió Jehová, luego de apagar la
televisión con el control remoto.
—Padre, no soy un guerrero, no nací para pelear,
Moisés no me puede ver ni en pintura, los otros son
combatientes violentos y sanguinarios. ¿Qué tengo yo
para ofrecer al equipo? —susurró Jesús lleno de inse-
guridades.
—¿Has olvidado lo que te enseñé? —le preguntó
Dios con el corazón aplastado por la tristeza.
—No, Padre, eso jamás —le contestó Jesús al borde
de las lágrimas—. Pero tú sabes que el demonio que
enfrenté es distinto a El Brayan. Una cosa es resistir la
tentación durante cuarenta días y cuarenta noches, y
otra es luchar con violencia contra un tipo que no quie-
re que yo lo adore, sino destruirlo todo.
Dios respiró profundamente. Un ángel se asomó
por la puerta y les habló:
—¿Les ofrezco un juguito?
—No gracias, angelito —le respondió Jesús.
Había un poco de viento frío y el aroma de las rosas
y las magnolias iba y venía en el aire. La alfombra que
Moisés había manchado con la sangre de sus rodillas
había sido reemplazada con piso flotante.
—Hijo, ¿qué te enseñé sobre el amor? —le dijo Dios.
—Todo, Padre.
—¿Qué te dije de los pacíficos?
—Que serán bienaventurados, pues serán llamados
por Ti.

161
—¿Y de los misericordiosos?
—Que alcanzarán tu misericordia.
—El Brayan es tu hermano. ¿Qué te dije sobre aquel
que se llena de ira contra su hermano? —prosiguió
Dios con ademanes didácticos.
—Que será reo del fuego del infierno —contestó Je-
sús, de memoria—. Pero Padre, perdóname, El Brayan
es un adversario que jamás enfrenté.
—No te dejes invadir por la duda, Hijo Mío, recuer-
da que te enseñé que debes ponerte de acuerdo cuanto
antes con tu adversario mientras vas de camino con él.
No caigas en el ojo por ojo y diente por diente, no repli-
ques al malvado; por el contrario, si alguien te golpea
en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que
quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica,
déjale también la capa. Yo te enseñé todo esto. Ama a
tu enemigo —concluyó Dios con enorme solemnidad.
Jesús permaneció en humilde silencio durante ho-
ras procesando la Palabra de su Padre y tratando de en-
contrarle un sentido a todos esos mandamientos frente
a la circunstancia que vivía. Reconocía que no podía
actuar de forma distinta. Él mismo se había dirigido a
hombres y mujeres con esas palabras exactas. No podía
ser un hipócrita, ni un inconsecuente.
—Tu Fe está a prueba nuevamente —le dijo Jehová.
Pero antes de que Jesús le respondiera, un ángel se
asomó por la puerta y les habló:
—¿Les ofrezco unas humitas con café?
—Ya es tarde, comamos —dijo Dios.
Las humitas estuvieron celestiales. Repitieron dos
cada uno y bebieron café mientras veían en la televi-

162
sión un partido de fútbol entre la Liga de Quito y el
Emelec. El partido se mantuvo empatado a cero, y en
el minuto 25 del segundo tiempo hubo un claro penal
para la Liga.
—Esta es la parte que más odio del fútbol —dijo
Dios.
—¿Cuando de ambos lados te rezan para que pasen
cosas distintas?, me pasa igual —acotó Jesús sentándo-
se en el filo del sofá muy interesado en el penal.
—¿Qué hacemos? —preguntó Dios, divertido.
—¿Palo? —pidió Jesús.
—Te diría palo, pero veo que están rezando treinta
mil setecientos quince exactos por cada lado —explicó
Dios.
—¡Espera! —se emocionó Jesús—. Hay unos diez
mil del Barcelona de Guayaquil pidiendo que sea gol.
—Carajo, ¿ves?, por eso odio esta parte —dijo Dios
con un poco de fuego en los ojos.
—Entonces palo, pero que de ahí le rebote en la ca-
beza al arquero y que sea gol —sugirió Jesús con acti-
tud lógica y matemático para calmar las cosas.
—Buena idea, así no es gol, pero sí es gol, y les da-
mos gusto a todos —concluyó Dios.
—Espera, Padre: ese de ahí, que está pidiéndote que
no sea gol, se hizo la paja antes de salir al estadio —in-
dicó Jesús señalando con el dedo a un joven lleno de
espinillas y con la camiseta azul.
La pelota infló las redes sin tocar el palo y sin chan-
ce para el arquero. El partido terminó con triunfo li-
guista y Jesús tomó el control remoto. Puso en el canal
de las carreteras.

163
—Se viene un choque, Padre. ¿Qué hacemos?
—Que mueran todos menos tres —dijo Dios sin re-
gresar a ver a la pantalla.
—Pero ¿no podrías evitar el choque? Sería mejor.
—Naaa, sí podría, pero me encanta la parte en la
que mueren un montón, pero igual me agradecen que
se salvaron unos pocos. El rato que no tengan miedo
de las desgracias me quedo con el 10% de los creyentes
—analizó Dios mientras observaba una falla en una de
las esquinas del piso flotante.
—Es hora de irme, Padre. Dame tu bendición —pi-
dió Jesús bajando la cabeza.
—Que yo te bendiga, mijo —dijo Dios.
En la puerta, el ángel se le acercó a Jesús con algo
en sus manos.
—¿Quieres llevarte las humitas que sobraron?
—Bueno gracias, angelito —dijo Jesús sonriendo y
tomando el paquete.
—Pero me devuelves el taperware por favor, Jesucito.
—Te juro, angelito.
Jesús empezó a caminar por la yerba verde del Jar-
dín del Edén. Y Dios se asomó a la ventana y le gritó.
—¡Tú y yo somos uno mismo!
—¡Uoo! —respondió Jesús alzando el puño.
Al rato aterrizó despacio en el mismo sitio donde
había despegado. Moisés, Eplicachima, Folo, Mentol,
Shaitán y Cantuña seguían en el lugar. Parecía que no
se habían movido un centímetro.
—Hermanos, estoy listo para unirme a su causa y
salvar al mundo de este gran mal que se avecina y nos
amenaza. Traje humitas.

164
—Tengo que contarte que hemos bautizado al gru-
po Tripa Mistic —le anunció Mentol.
—Pero yo no estoy dispuesto a unirme a ti —inte-
rrumpió Moisés, sorprendiendo a todos pues la paz ya
se había hecho entre ellos.
—Yo tampoco a ti —dijo Eplicachima a Moisés,
comprensiblemente enojado.
—¿Las humitas serán hechas con manteca de puer-
co? —preguntó Folo.
Cantuña regresó a ver a Shaitán y le habló al oído
con firmeza; un par de microbabas que le salieron vo-
lando alcanzaron los labios de Shaitán.
—Este es el momento para un líder. Ahora sabremos
el porqué has sido el elegido para guiarnos en esta lucha.
Shaitán hizo silencio, se limpió la boca con la manga
de la camisa, y los miró fijamente. Caminó al centro con
la manos cubiertas de sudor y la garganta seca.
—Amigos, tengan paciencia y escuchen con aten-
ción. Como ustedes ya deben saber, yo soy experto en
computación y en coaching, área en la cual he tenido
un éxito importante. Creo que ante el desafío que nos
espera debemos desarrollar nuestros talentos indivi-
duales para ponerlos al servicio del equipo sin egoís-
mos, ni resentimientos. Solo así lograremos obtener
resultados impresionantes y vencer los obstáculos que
nos depara el futuro. Y esto es lo que precisamente se
logra con un proceso de esta índole.
—¿Qué nos quieres decir, hermano? —le preguntó
Jesús.
—Que les voy a hacer un coaching —anunció Sha-
itán.

165
Episodio 25
«Matar al Centauro»

Shaitán logró convencer al grupo de viajar hacia


Machachi, lugar donde alquilaron una hostería con ins-
talaciones para reuniones empresariales. La plata salió
de un aplauso de Cantuña. Pagaron en efectivo.
Los héroes ignoraban lo cerca que se habían puesto
de El Brayan y los gigantes, quienes tenían como cuar-
tel general las entrañas del Cotopaxi. Pero la primera
noche que pasaron en la hostería Shaitán soñó nueva-
mente en Madmuasel y se despertó con cierto nervio-
sismo que lo tuvo alerta.
Al llegar a Machachi, Jesús y Moisés se quejaron del
frío, y antes de que el clima se convirtiera en un nuevo
problema, Cantuña les dio a todos una generosa dosis
de chochos y tostados mágicos. Ya en su propia tierra,
sus poderes habían regresado, y por lo tanto Shaitán no
volvió a orinarse del miedo, ni Eplicachima a resentirse
por todo, Moisés y Jesús no sufrieron por la tempera-
tura, ni Folo cayó con soroche. Por supuesto, Shaitán
evitó los tostados por su terrible alergia al gluten y el
Centauro no quiso arriesgarse a que hubieran sido pre-
parados con manteca de cerdo, y por lo tanto solo se
comió los chochos, cuyo sabor celebró con alegría.
El ambiente bucólico de la hostería, con sus gran-
des paredes de piedra y techos de madera, los pacíficos
senderos en los jardines y las ocasionales visitas de los
llamingos del lugar hacían propicio el plan de Shaitán

166
para llevar a efecto su primer coaching. Pese a que su
trabajo en la empresa de coaching empresarial no había
durado ni los 90 días de prueba, él sabía que lo haría
mejor que sus jefes, pues había leído uno de los folle-
tos, y conservaba unos apuntes en una hoja doblada en
su billetera.
Caminando bajo los viejos árboles cubiertos de
musgos, Cantuña se le acercó con algunas dudas, y
cuando estuvieron solos se las expuso.
—¿Cuántos de estos procesos has hecho?
—Este será el primero que haría como coach princi-
pal —mintió Shaitán, que jamás había estado ni cerca
de uno, pues su trabajo era administrativo y le despi-
dieron por perder unos formularios del SRI.
—Ya, pero vas a empezar por este que es el más im-
portante de la historia del mundo —señaló Cantuña
masticando unos tostados que sacó del bolsillo.
—Sí, ¿y?, de ley he de poder —afirmó Shaitán.
—¿Por qué estás tan seguro? —dudó Cantuña,
mientras observaba curioso el cráter del Cotopaxi.
—Leí el folleto. Es tillos. Aquí tengo un resumen
pepa que saqué de internet —dijo Shaitán mientras sa-
caba una hoja doblada de su billetera.
—Creo que no estás siendo intelectualmente hones-
to —se preocupó Cantuña.
—Vos no dijiste lo mismo cuando te encargaron
construir la Iglesia de San Francisco, ¿ah? —argumentó
altanero Shaitán.
—Ahá, y terminé vendiendo mi alma al diablo
—le respondió Cantuña con ganas de darle un baileja-
zo, pero prefirió irse andando por donde vino.

167
Shaitán volvió a leer su hojita y empezó a sentirse
nervioso.
—Este cojudo ya me puso a parir —murmuró—;
pero seguro podré hacerlo. De ley —se autoconvenció.
Al rato volvió Cantuña mirando hacia el volcán.
—¿No te parece que el Cotopaxi está raro? Fue hace
siglos que lo vi por última vez, pero no recuerdo que
su cráter estuviera apuntando hacia acá, así como está
—le dijo a Shaitán tocándole en el hombro.
Shaitán no se orinó gracias a los chochos milagro-
sos, pues sintió el pánico salvaje que le traían sus pesa-
dillas, y recordó aquellos cruentos sueños con el Coto-
paxi como protagonista.
—Sí, Pancho, estaba por decirte eso, pero me saliste
con lo del coaching. Ayer en la noche soñé con la gata
Madmuasel que se quemaba en mis pesadillas, y en
esas pesadillas el Cotopaxi se torcía y botaba bolas de
fuego hacia Guayaquil.
—¡Entonces ahora está apuntando hacia Guayaquil!
—exclamó Cantuña—. Guayaquil está hacia allá —dijo
casi gritando y señalando el lugar hacia donde ahora
estaba la boca tenebrosa del volcán.
—¡Nos cagamos! Hemos llegado tarde —concluyó
Shaitán.
—Tienes que armar el equipo ahora. Apúrate con
el coaching. Es ahora o nunca, Shaitán Lucero Estrella
—le pidió Cantuña, y ambos temblaron ante la pers-
pectiva de haber llegado muy tarde a su misión de sal-
var el mundo.
Dentro de un salón adecuado para este tipo de even-
tos, el grupo se reunió luego del almuerzo. Shaitán les

168
pidió sentarse en un círculo de sillas y les dejó solos por
unos minutos. Moisés buscó un lugar lejos de Jesús, y
Mentol uno lejos de Moisés. Folo se sentó en el piso para
no romper la silla. Se miraban entre ellos y hacia el techo.
Shaitán entró a uno de los baños y vomitó de los
nervios. Sacó la hojita, leyó la primera línea y regresó
al salón.
—Amigos —se dirigió al equipo—, yo les había an-
ticipado, en nuestro momento más difícil, que ante el
desafío que nos espera debemos desarrollar nuestros
talentos individuales para ponerlos al servicio de no-
sotros, sin egoísmos ni resentimientos. Yo soy un ex-
perto en coaching, área en la cual he tenido un éxito
importante. Para que podamos ser un grupo fuerte y
cohesionado, este será el mejor sistema. Confíen en mí,
abran sus corazones y revelen sus pensamientos como
si estuvieran rodeados de sus hermanos de sangre.
Todos asintieron con buena voluntad y con curiosi-
dad, salvo Eplicachima, que no tenía ningún deseo de
abrir su corazón ni de revelar sus pensamientos.
Shaitán volvió a salir y sacó nuevamente el papel,
pues ya se había olvidado la primera cosa que había
leído. Regresó repasando el asunto dentro de su mente.
—Voy a hacerles unas preguntas muy simples, pero
quiero que me respondan de uno en uno y con toda su
honestidad. Aunque no lo crean, sus respuestas les servi-
rán más para ustedes mismos, para su autoconocimien-
to, que para nosotros conocernos más. ¿De acuerdo?
—Sí —respondió Folo, entusiasta.
—De acuerdo —dijo Cantuña con más ganas de
ayudarle que otra cosa. Nadie más le contestó.

169
Shaitán se aclaró la garganta. Tosió un poco. Abrió
una de las botellas de agua que habían dejado los de la
hostería en una mesa, bebió dos tragos y empezó.
—¿Quiénes son y qué quieren hacer con su vida?
—preguntó Shaitán sin dirigirse particularmente a nin-
guno, y tomó asiento en la silla vacía. Esperó mirando
hacia el piso, llenándose de sospechas e inseguridad
sobre el tono de su voz al hacer la pregunta.
Los segundos cayeron sobre Shaitán como las bolas
de fuego de sus sueños. Miró a Cantuña y le suplicó
con los ojos que hiciera algo, pero Cantuña lo ignoró
perdido en sus reflexiones.
Para la sorpresa de todos, Mentol se incorporó en
su silla y con una voz profunda de barítono empezó a
hablar:
—Me llamo Mentol por una cruel broma de los hu-
manos. De donde yo vengo creen que frotándose cuyes
sobre las partes del cuerpo que les duelen se van a sa-
nar. Luego nos destripan vivos, en medio de dolores
imposibles de explicar, para buscar las enfermedades
que supuestamente hemos absorbido. Había una cre-
ma para los golpes que tenía como slogan «Mentol,
frotando alivia», y de ahí mi nombre, el cual he apren-
dido a aceptar y además me recuerda cada día lo im-
portante. Destripados, perdí a mis padres y a todos mis
hermanos; y los idiotas que se los pasaron brutalmen-
te sobre el cuerpo, para luego abrirlos con sus propias
manos, también se murieron pues no somos una cura
milagrosa de nada. Cuando era niño, el ahora Gene-
ral Eplicachima, gran guerrero y líder, sufrió un fuerte
dolor en el estómago y me usaron para curarlo. Pero

170
cuando le dijeron que me abriera con los dedos, él no se
atrevió pues recordó que se había comido unas papas
crudas. Me salvó la vida y me protegió desde entonces,
pese a las burlas rastreras de sus conocidos y parientes.
Tengo siglos de observar a los hombres y a las mujeres.
¿Qué quiero para mi vida? Pues quisiera que los seres
humanos no nos usaran como sacrificios para tratar de
olvidarse de sus miserias, ni para sentirse superiores.
Folo empezó a llorar y aplaudió.
Moisés se puso de pie y gritó:
—Dios dijo «¡Hagamos al hombre a nuestra imagen
y semejanza! ¡Que domine en toda la Tierra sobre los
peces del mar, sobre las aves de los cielos y las bestias,
y sobre todo animal que repta sobre la tierra!». ¿Quién
eres tú para irte en contra de su Sabiduría? Lo que fal-
taba, ¡un cuy progre! —remató con desprecio y escu-
piendo al piso.
—No estamos para juzgar, y debes dejar a nuestro
compañero que se exprese, Moisés —dijo Shaitán tra-
tando de calmar las cosas.
—Tu Dios no existe. La creadora de todo es la Pa-
chamama —exclamó Eplicachima agarrando su mazo.
—¿Cómo que mi Padre no existe?, si yo estoy aquí
y somos la misma persona junto al Espíritu Santo —su-
plicó Jesús.
—Deja de decir que es TU Padre, chiflado —le gritó
Moisés, le dio un chirlazo en su mejilla izquierda. Aga-
rró su bastón lleno de furia, aplastó el botoncito y lo
convirtió en serpiente.
La serpiente, instintivamente, empezó a acechar a
Mentol.

171
Eplicachima levantó su mazo para reventarle la cabeza.
—No la mates, Epi, ella no tiene la culpa —suplicó
Folo colocándose entre el general y la culebra.
—¡Esperen, que todavía no acaba el coaching!
—chilló Shaitán, que buscaba disimuladamente en su
hojita algún dato para casos como ese.
Folo agarró a la serpiente de la cola y la cabeza, y
salió corriendo al patio. Moisés lo siguió apurado.
—¡Conviértele en bastón otra vez! La van a matar
—le urgió Folo golpeando con los cascos las piedras
redondas del suelo.
Moisés cantó apuradamente el aserejé al menos cin-
co veces, hasta que lo hizo de forma correcta y la ser-
piente volvió a sus manos en calidad de palo.
Dentro del salón el barullo seguía y Folo trataba de
calmar a Moisés. Los árboles cercanos se sacudieron y
docenas de hojas volaron con el viento. Unos llamingos
blancos que pastaban cerca corrieron asustados hasta
esconderse atrás de unas edificaciones de adobe y pie-
dra con techo de paja.
Cuando la agitación dentro y fuera del salón pare-
cía menguar, Folo dio un resoplido muy extraño, trató
de coger su arco pero lo dejó caer en el suelo y escupió
sangre. Moisés lo vio desplomarse atravesado por una
enorme lanza, y pudo ver tres gigantes escapar por el
bosque de eucalipto hacia el páramo lanzando gritos y
risotadas grotescas.
—¡Salgan, salgan! —gritó Moisés
—¿Qué pasó? —preguntó Jesús cuando todos salieron.
—Han matado a Folo —se lamentó Moisés con
enormes ganas de llorar.

172
Episodio 26
«El Brayan y los gigantes 1 – Tripa Mistic 0»

Con la orden de matar a todos, empezando por


Folo, los gigantes treparon hacia el cráter y corrieron
en direcciones distintas para encontarlos. Durante dos
días, Gringo, Ango y Tuco deambularon por Quito,
Tumbaco y San Rafael respectivamente. No encontra-
ron a sus enemigos y optaron por regresar al volcán,
aunque con mucho miedo por la reacción que iba a
tener El Brayan debido a su fracaso.
Sin embargo, Gringo tuvo un percance que al final
le resultaría de mucha utilidad. Al tratar de regresar
al volcán desde Quito, decidió subirse al Tren de los
Volcanes, pues estando por la Villaflora escuchó que
a pocas cuadras de ahí podía tomar un tren hacia la
estación El Boliche, en pleno Parque Nacional Coto-
paxi.
En la fría y ventosa estación Eloy Alfaro, de Chim-
bacalle, Gringo compró su boleto.
—¡What cold! —le comentó a la guía.
—¿Está agripado, señor? No disponemos de medi-
cinas, disculpe —se apresuró a responder la guía, de
uniforme azul muy bien planchado.
Gringo no le entendió y sintió el profundo crujido
de su estómago vacío, pues en dos días no había comi-
do a causa del apuro por cumplir la orden de El Brayan.
—I’m with a female lion tenacius, miss. There will
be lunch? —le preguntó a la guía.

173
—We will have lunch in Machachi, on the return to
Quito —le anunció ella, quien luego se alejó para aten-
der asuntos al otro lado del vagón rojo, donde el gigan-
te se subió haciendo crujir el piso del armatoste.
Salieron lentamente de la estación de Chimbacalle y
atravesaron el sur de la ciudad. A Gringo le llamaron
muchísimo la atención las docenas de perros callejeros
y las casas sin pintar. Avanzaron casi una hora, lenta-
mente, bamboléandose a veces, hasta que Quito se aca-
bó donde empezaron los potreros y el aire limpio. En la
primera parada, luego de que los viajeron pudieron ver
parcialmente los enormes montes Atacazo, Pichincha,
Rumiñahui y Pasochoa mientras el tren bajaba por las
verdes y a veces frías laderas, los pasajeros fueron invi-
tados a bajarse a comer empanadas de viento en Tambi-
llo. Gringo no pudo comer ninguna porque no tenía pla-
ta y prefirió evitar un robo escandaloso para no llamar
la atención. El gigante sentía la boca repleta de saliva al
ver a los comensales engullir las enormes y amarillentas
empanadas que despedían un fuerte olor a queso y fri-
tura. También sintió el viento helado meterse por debajo
de su taparrabos. Para su fortuna, un grupo de danzan-
tes de colorida indumentaria andina empezó a dar un
show para los pasajeros del tren junto a la estación, y
aprovechó el descuido de algunos de ellos para llevarse
los restos de las empanadas a medio comer.
El tren empezó a moverse nuevamente y Gringo se
demoró en subir pues seguía comiendo restos de em-
panadas. Tuvo que cambiar de vagón para alcanzar
a treparse y se quedó en el último. Pero en ese vagón
viajaba una familia con tres niños pequeños y revolto-

174
sos que no pararon de hacer relajo, pese a la evidente
molestia que causaban al resto de viajantes. Fransuá,
Allende y Hugo, de 5, 6 y 7 años, gritaban, saltaban
por los asientos, se lanzaban cosas ante la mirada orgu-
llosa de Jacques, el padre, y Laika, la madre. Cuando
había pasado casi una hora de escandaloso viaje, Hugo
vomitó en los pies de Gringo porque Allende le había
metido la mano en la garganta para que le regalara un
poco de su chicle importado. Entonces Gringo reclamó
todavía sentado en su asiento.
—Do the favor of control your sons, ¡please!
—Tss, si no le gusta, váyase a su país, gringo impe-
rialista… Vienen acá a querernos enseñar educación y
no saben ni respetar a los menores —chilló Laika.
Jacques tuvo tiempo de mirar el tamaño de Gringo
y lo pensó mejor.
—¡Hugo, Fransuá, Allende, ya quédense quietos!
—ordenó a los homúnculos, quienes lo ignoraron espe-
rando que su madre ratificara o contradijera la orden.
—Siéntense aquí, ya, quietitos, que hay personas
intolerantes —les dijo Laika con una mueca dirigida al
gigante, y se fue el resto del sinuoso viaje pensando
que su Jacques se había ahuevado olímpicamente a de-
fender a sus vástagos del enorme gringo. No le dirigió
la palabra a su esposo el resto del trayecto.
En Machachi el tren volvió a detenerse y Gringo
bajó para buscar más comida y otro vagón, eludiendo a
toda costa el deseo de arrancar las orejas al trío de mo-
cosos malcriados. Cuando deambulaba por las mesas
de un pequeño café que atendía a los clientes del Tren,
escuchó a un joven comentando con otro:

175
—Oye, acaban de llegar a la hostería donde trabajo
unos manes rarísimos. Disfrazados o de alguna secta.
Cacha que hasta hay un man suco, pero que tiene el
cuerpo de caballo.
Gringo se quedó paralizado escuchando la conver-
sación y logró entender que el sitio no estaba lejos de
aquel lugar y que se llamaba Hostería «La Ley de Ma-
nos Muertas». Enseguida buscó con la mirada al Coto-
paxi y salió corriendo hacia él, sin esperar a ser trans-
portado por el lento tren.
Cruzó el bosque de pinos y trepó el volcán a toda
velocidad aplastando pajonales y pequeños charcos
de lodo con sus enormes pies que olían al vómito de
Hugo. Al rato pudo encontrar a sus hermanos, que lo
esperaban sentados sobre una enorme piedra plana en
el piso del cráter.
—Follow me. The half man half horse is over the-
re —informó a sus preocupados hermanos que habían
estado pensando que fracasaron en su misión y temían
la reacción de El Brayan.
Gringo los guió hacia la estación y Tuco preguntó a
un vendedor de cuero reventado por la dirección de la
hostería que buscaban.
Con la explicación del hombre, los tres hermanos
salieron raudos por un camino al inicio asfaltado y lue-
go empedrado, que siete kilómetros más adelante los
llevó hasta la entrada de la antigua hacienda devenida
en hotel y centro de convenciones.
Decidieron ir a campo traviesa hacia las edificaciones
para no ser descubiertos. Y lograron llegar hasta un bosque
de eucaliptos donde se detuvieron para planear su ataque.

176
Encontraron hasta una pequeña choza de paredes
de piedra, evidentemente muy antigua, y por los opa-
cos cristales de sus ventanas notaron que había en ella
una colección de armas indígenas.
—Voy a coger una de esas lanzas —anunció Tuco.
—Entra despacio, que nadie oiga tus pasos. Mientras
tanto, si los nervios no traicionan, todo irá bien —cantó
Ango, y Gringo sonrió ampliamente dejando ver un tro-
zo de empanada incrustado entre sus muelas traseras.
Treinta segundos después, Tuco aparecía detrás de
la choza con una larga y puntiaguda lanza de chonta,
adornada con plumas de colores.
Los gigantes reptaron por el bosque repleto de ra-
mas secas de eucalipto, kikuyo y pencos. Ango casi
vomita cuando puso su mano sobre un condón usado,
todavía calientito. Escucharon voces cuando se acerca-
ron a un patio de piedra junto a un salón grande. Se
paralizaron acechantes.
Desde su escondite pudieron ver al grupo de Shai-
tán, Cantuña, Eplicachima, Mentol, Moisés y Jesús. Sin-
tieron un sobresalto cuando vieron a Folo. Babeaban y
sudaban de ansiedad y lujuria criminal.
Vieron que los héroes se separaron y lograron escu-
char la conversación entre Cantuña y Shaitán, de cuan-
do Cantuña dudaba de las habilidades de Shaitán para
llevar correctamente el coaching con el que pensaba
armar una relación de equipo entre los héroes.
—Este cojudo ya me puso a parir —murmuró Shai-
tán creyendo que nadie le escuchaba.
—¿Qué cosa será un coaching? —les preguntó Tuco
a sus hermanos con un hálito de preocupación.

177
—Podría tratarse de magia chamán, ideas más tor-
pes se han visto entre océanos de oro y tumbas de sal
—respondió Ango melodiosamente en un volumen
casi imperceptible.
Los gigantes dudaron si actuar o no. Tuco sostenía la
lanza con tanta fuerza que se había cortado la palma, y su
sangre goteaba por el arma hacia el kikuyo del bosque.
Momentos más tarde escucharon una disputa den-
tro del salón, gritos e insultos violentos. Moisés y Folo
salieron al patio y se quedaron solos mientras charla-
ban con agitación.
Los gigantes decidieron atacar al Centauro y esca-
par inmediatamente por miedo a que aquella magia
extraña que sus enemigos llamaban coaching pudiera
acabar con ellos.
Tuco se acercó unos metros y arrojó la lanza, que
atravesó a Folo matándolo antes de que tocara el suelo
con la cabeza, y los tres gigantes salieron huyendo en-
tre gritos de victoria y maldad.
Llegaron a su guarida todavía extasiados con su
triunfo y, luego de contarle la noticia a su amo, se que-
daron petrificados con su respuesta.
—¿Dónde está la cabeza del Centauro?
—No la trajimos, amo —dijo Tuco temblando y ba-
joneado.
—Por lo menos, dígamne que se la arrancaron —en-
caró El Brayan con los ojos incendiados.
—No master, sorry no more —le respondió Gringo
apesadumbrado.
—¡Tráiganme la cabeza del centauro o no regre-
sen más! —bramó El Brayan pateando una piedra

178
que se hizo añicos contra la pared de la chimenea
del volcán.
En un instante los cuerpos de los gigantes desapa-
recieron por la boca del cráter, en pos de la cabeza de
Folo, dejando unas pequeñas nubes de polvo y hielo
tras de sí.

179
Episodio 27
«Tripa Mistic 1 – El Brayan y los gigantes 1»

Con el cadáver de Folo a sus pies, Moisés dejaba


escapar algunos lamentos. La sangre del centauro em-
papó sus sandalias y había formado un lodo rojo al
mezclarse con la tierra de Machachi. Folo tenía los ojos
cerrados, ocultando su última muestra de dolor, y de la
boca abierta le colgaba la húmeda lengua que rozaba
el suelo.
El resto de héroes salieron apurados del salón de
conferencias donde Shaitán había fracasado en llevar a
cabo un coaching para el equipo.
—Si hubiesen estado aquí, Folo no habría muerto
—les reclamó Moisés casi llorando.
—¿Quién lo mató? —preguntó Eplicachima.
—He podido reconocer a tres gigantes Nefilim que,
luego de lancearlo, han huido por ese bosque hacia el
páramo —informó Moisés.
—¿Qué cosa son esos Nefilim? —interrumpió Shaitán.
—Monstruos, hijos de ángeles y hembras huma-
nas, monstruos que avergüenzan a Jehová —respondió
Moisés.
Jesús lloró y entonces Cantuña pensó en voz alta:
—Mirad cómo le amaba.
—Resucítale —le rogó Shaitán a Jesús, y Jesús dio
varios pasos hacia atrás como asustado.
—No puedo hacerlo —le respondió Jesús sacudien-
do la cabeza negativamente.

180
—Pero, ¿por qué? —le espetó Shaitán poniéndose
de rodillas junto al cadáver de Folo.
—Porque yo soy la resurrección y la vida de quien
cree en mí, y Folo tenía otros dioses, unos falsos dioses.
Era un ser muy bueno, valeroso y gentil, pero era un
infiel, y muerto quedará para toda la eternidad.
—Maestro, pero tú crees que Folo es un hijo de
nuestro Dios, como cualquiera de nosotros, ¿verdad?
—le preguntó Cantuña.
—Sí, eso sí, solo hay un Dios Padre de todo —le
contestó Jesús.
—No castigues a Folo por haber nacido en el sitio y
en la época equivocada. Él no podía conocer al verda-
dero Dios. ¡Sálvalo!
Moisés estaba seguro de que Jesús no podría resuci-
tar a Folo, Mentol sollozaba en el hombro de Eplicachi-
ma y el general, aunque apenado, oteaba el horizonte
por si volvían los asesinos de Folo.
Jesús se lo pensó dos veces y estuvo a punto de ne-
garse definitivamente, cuando notó el desprecio y la
desconfianza en la mirada de Moisés.
—Folo, levántate y anda —clamó Jesús con gran
voz.
Miles de pájaros trinaron, las rosas se volvieron to-
das blancas sin distinción de la variedad y los sorpren-
didos ingenieros agrónomos de las florícolas de la zona
fueron despedidos. El tiempo se detuvo unos minutos,
el sol titiló y los peces en el río se pusieron a beber.
Folo abrió los ojos, metió la lengua, sacudió las pa-
tas y se puso de pie, tomando con las manos la parte de
la lanza que le había atravesado.

181
—Primero debimos sacarle la lanza —gritó Cantuña
enojado.
Folo no sabía lo que pasaba y empezó a sufrir terri-
bles dolores a causa de la lanza que todavía le cruzaba
de lado a lado el torso.
Eplicachima se acercó, puso su mano izquierda so-
bre la espalda del centauro y con la derecha arrancó el
arma del cuerpo de Folo.
Folo volvió a morirse.
—Folo, levántate y anda —repitió Jesús con más
fuerza.
Los peces en el río volvieron a beber y el centauro
se puso de pie nuevamente. Moisés no podía creer lo
que estaba atestiguando y lloró hasta que sus barbas se
llenaron de mocos.
—¿Qué me ha pasado? —les preguntó Folo tocán-
dose la cicatriz en el pecho con los dedos.
—¿Dónde estuviste, amigo? —le preguntó Cantuña.
—Estaba con Moisés, aquí mismo conversando para
que volviera la paz entre nosotros y de pronto sentí un
golpe y un dolor horrible en el pecho. Luego todo se ha
puesto negro y silencioso. Tengo mucho sueño. Muchí-
simo sueño. No sé qué pasó.
—Retirémonos a nuestras habitaciones, tenemos que
descansar, dormir y pensar —sugirió Shaitán—. Maña-
na luego del desayuno (que empieza a las ocho de la
mañana) intentaremos nuevamente hacer el coaching.
Los héroes se dirigieron a sus dormitorios caminan-
do en silencio, profundamente consternados por el mi-
lagro que atestiguaron, embargados en las emociones
por la muerte y resurrección de su querido amigo Folo,

182
y sintiendo que sobre sus hombros empezaba a caer el
frío que bajaba desde las montañas. Eplicachima regre-
só a ver el bosque frunciendo el ceño y sospechando
que eran observados; y Folo iba pensando que ojalá no
le den nata en el desayuno.
Cada habitación tenía su propia chimenea que los
empleados de la hostería encendieron con rapidez.
También tenían los huéspedes una jarra de agua aro-
mática caliente y dulce. Metieron los pies desnudos
dentro de las camas y sintieron las sábanas frías, menos
Folo, que metió los cascos y no sintió nada.
Las habitaciones tenían en el baño una ventana con
vista hacia el bosque por el cual escaparon los gigantes.
Moisés y Eplicachima, cada uno por su propia iniciati-
va, permanecieron vigilantes y observándolo hasta el
amanecer. Más de una vez creyeron atisbar el brillo de
varios ojos depredadores ocultos en la oscuridad y el
follaje. Ambos percibían que el peligro seguía latente y
Shaitán volvió a soñar con Madmuasel.
A la mañana siguiente el grupo, menos Eplicachi-
ma y Mentol, se juntó en el comedor y desayunaron en
silencio. Todos sentían un maremoto de emociones y
deseos contradictorios sobre lo que les rodeaba y sobre
el futuro inmediato. Afuera se derramaba una fuerte
lluvia que había empezado luego de varios truenos que
retumbaron cercanos.
Eplicachima llegó una hora más tarde, evidente-
mente agitado, y con su mazo sangrante todavía en las
manos y Mentol en el hombro, también afectado.
—¿De dónde vienes, general, qué les pasó? —les
dijo Cantuña.

183
Eplicachima se sentó junto a ellos y dejó su arma en
el suelo. Mentol se ubicó sobre la mesa y empezó a co-
mer un trozo de allulla que le brindó Folo. Eplicachima
bebió un poco de café y les contó que a la madrugada
escuchó ronquidos que venían desde el bosque. Enton-
ces salió con Mentol y se acercaron al lugar con mucho
cuidado. Mentol, ágil y liviano, pudo llegar a un me-
tro de tres enormes seres que dormían con las espaldas
arrimadas en los eucaliptos y con las cabezas agacha-
das. El cuy volvió con la información de inteligencia
militar donde Eplicachima, y escogieron el gigante que
estaba más separado del grupo.
Eplicachima se acercó desde atrás del árbol y notó
los hombros del gigante dormido, que sobresalían por
los costados del grueso tronco. Mentol logró llegar
frente al gigante y emitió la señal para que el general
diera un salto y asestara un mazazo brutal en la cabeza
del enorme ser, que no tuvo posibilidad de reaccionar.
El eucalipto cimbró y llovieron hojas largas y delgadas
que cayeron acunadas por el viento. Los otros gigantes
se despertaron y cuando quisieron atacar al general,
cayó un trueno que les petrificó del espanto. Solo al-
canzaron a levantar el cadáver de su hermano, al sentir
que las primeras gotas del aguacero reventaban en sus
cuerpos temblorosos. Huyeron dejando un hilo de san-
gre y sesos que llegó hasta el cráter del Cotopaxi.
—¿Lo has matado? —suspiró Jesús con pesar.
—Le reventé el cráneo como a docenas de Incas en
las batallas de Tiocajas y Tixán —expresó orgulloso y
con el pecho inflado el general.
Shaitán les pidió ir al salón de conferencias.

184
Llegaron luego de atravesar el jardín mirando el
bosque con ansiedad. Entraron haciendo crujir las ta-
blas del suelo y se sentaron en un círculo como el día
anterior: en silencio y pensativos. Jesús miraba estupe-
facto las manchas de sangre en el mazo de Eplicachima
y Shaitán guardó en su bolsillo un papel luego de leer
las guías básicas para un coaching exitoso. Cantuña lo
observaba con expectación y nervios. Shaitán se puso
de pie y habló.
—Voy a empezar yo esta vez. Les debo pedir per-
dón porque el fracaso de ayer fue mi responsabilidad.
Lo más probable es que haya sido mi responsabilidad,
mejor dicho. Pero hemos visto que este grupo es po-
deroso y acaso invencible. Jesús, nuestro hermano, ha
resucitado a Folo, nuestro amado guerrero. Eso no es
poca cosa. Y tampoco es poca cosa que el general haya
terminado con la vida de uno de nuestros enemigos.
Estoy seguro de que ellos volvieron para acabar con
nosotros y ahora saben que no será fácil vencernos. Es
difícil jugar bien cuando nadie nos ve, y salvar al mun-
do no es tan simple como reunir gente poderosa. Si no
jugamos como equipo, con el pundonor y la mística
que nos debemos entre nosotros, pues no lo vamos a
lograr. Tenemos que dejar atrás el triunfo de Jesús y el
triunfo de Eplicachima, debemos pensar en el siguien-
te encuentro y concentrarnos sin menospreciar al rival.
No podemos perder más tiempo, el Cotopaxi ha gira-
do para atacar Guayaquil, tal como lo había soñado,
así que debemos alistarnos ya. Comenzaré diciéndoles
quién soy, voy a abrirles mi corazón y a liderar esta eta-
pa de sinceramiento que ya empezó nuestro hermano

185
Mentol. Y espero que podamos todos hacerlo y respe-
tarnos también.
Shaitán hizo silencio y observó las reacciones del
equipo. Supo que tenía su atención y permiso para ha-
blar, y empezó:
—¿Qué quiero para mi vida?, esa es la pregunta
que tratamos de responder en esta etapa del proceso.
Para saberlo debemos entender quiénes somos. Yo soy
un quiteño que está aprendiendo a ser padre, pese a
que las madres de mis hijos me consideran un cajero
automático, y prefieren enjuiciarme por alimentos en
lugar de tenerme paciencia y gastar menos. También
soy un experto en seguridad informática, soy libertario
y mi héroe ha sido siempre Fidel Castro. La vida me
llevó a convertirme en un experto en coaching, como
ustedes pueden ver, y lo que quiero es salvar al mundo
sin morir en el intento y recibiendo el pago que mere-
cemos por lograrlo (y salir del anonimato, pues, tengo
que reconocer, quiero ser famoso). Y quiero ser famoso
para que las marcas me paguen plata por hacerles pu-
blicidad en redes sociales y alguna vez ocupar un cargo
público de alto nivel. Quiero que me respalden como a
su líder y se dejen guiar en este proceso y en las batallas
que nos esperan pues he sido elegido para eso.
Moisés se puso de pie y tomó la palabra:
—Yo salvé a mi pueblo y lo saqué de Egipto, pero
Dios me castigó por haber dudado de él y me reem-
plazó por Josué. Siento que fue muy injusto y han sido
siglos dolorosos para mí. Pero hoy tengo esta oportu-
nidad y haré lo que tenga que hacer para volver a te-
ner su confianza y amor total. Ese es mi deseo princi-

186
pal. También quiero que respeten mi fe, pues cuando
alguien dice que no hay que apedrear mujeres que se
casan sin ser vírgenes, me ofenden. Y cuando dicen que
no puedo disponer de los animales para sacrificarlos,
me ofenden. Cuando me quieren impedir de matar a
los hombres que yacen con otros hombres, están irres-
petando mi fe. Y hay cosas que si al resto no les gus-
ta ver, pues no vean y punto, pero habemos muchos
que creemos que están bien y no tienen por qué ve-
nir a darse de progresistas y decirnos cómo debemos
vivir. Acepto que Jesús tiene un poder importante, lo
hemos visto todos, pero eso no le da derecho a creer co-
sas distintas a mí, ni a hablar de mi religión como que
está equivocada, ni que él es el hijo de Dios, pues eso
es blasfemo. Yo pongo a disposición del líder Shaitán
todo el poder que Jehová me entregó, tengo un paquete
de plagas poderosas que serán muy útiles en la guerra
contra el mal, y eso merece que me den mi lugar.
Eplicachima, desde su silla, habló tambien:
—Le odio al cura vago de Juan de Velasco que solo
escribió un poquito sobre los Shyris y con eso creyó
que pudo hacer conocer al mundo sobre el Imperio al
que pertenezco. Entonces mi sueño es reescribir la his-
toria de mi pueblo, inventarme al menos diez nombres
diferentes y diez dinastías, y no solamente dos, y tener
un idioma propio, y no el mismo de nuestros enemi-
gos incas como lo hizo Juan de Velasco, que es una real
tontera. Quiero dejar ruinas y pruebas de nuestra exis-
tencia, quiero eliminar a todos los historiadores que
sostienen que nunca existimos porque no hay pruebas
de nuestro paso por la tierra que hoy se conoce como

187
Ecuador. Quisiera que mi hermano Calicuchima dejara
de hacer tantos negociados con las compras de armas
y llamingos, o que cambie la ley para que yo también
pueda contratar con el Estado, pues a este paso me
tocará hacer una empresa falseta en Panamá. En todo
caso, pongo mi mazo poderoso a las órdenes de Shai-
tán. He perdido en todas mis batallas y esta vez no será
así. Y además quiero que los hijueputas buseros dejen
de hacer carreras en la Avenida de los Shyris, pues eso
ofende la memoria de mis ancestros.
Folo aplaudió y tomó la palabra:
—Quiero que Jesús me bautice. No puede haber
otro Dios que aquel que te da la vida eterna, el mejor
Dios es el que no te deja morir nunca, ¡obvio! Lo único
que les pido es entender que no vinimos al mundo en
calidad de reyes de la creación y que por lo tanto po-
demos torturar, maltratar y matar sin necesidad a los
animales solamente porque no pueden hablar. Es posi-
ble que yo sea demasiado sensible con eso pues tengo
una evidente mitad animal, pero todos somos animales
de distintas especies. Nunca más me brinden humitas
hechas con manteca de cerdo, y con eso estaré bien.
Cuando todo acabe retornaré triunfal al Olimpo y lle-
varé el evangelio para que todos te adoremos, querido
Jesús. Mi arco y mis flechas son tuyas, Shaitán. Volveré
a dar la vida para salvar este mundo y si les parece bien
quiero darles un abrazo a todos de uno en uno.
Folo se acercó y abrazó largamente a cada uno de
sus compañeros de aventura. Dejó escapar algunas lá-
grimas emotivas y sinceras. Luego volvió a su lugar y
siguió llorando.

188
Cantuña iba a tomar la palabra con su sombrero en-
tre las manos, pero Jesús se le adelantó.
—Mi Padre sabe lo que quiere para mi vida, no me
atrevo siquiera a pedir nada por mi propia voluntad.
Saben quién soy y de dónde vengo. Solo los pobres po-
drán entrar al Paraíso, y bienaventurados los que su-
fren y así debe ser. Cuando llegue el momento te bau-
tizaré, amado Folo, pero primero debes hacer el curso
de catecismo en tu parroquia. Yo cumpliré con lo que
está escrito. Y caminaré con ustedes hasta que el amor
triunfe. Ahora, voy a rezar por el alma de ese gigante,
pues mi Padre nos ha enviado a amar a nuestro próji-
mo como a nosotros mismos, incluso a nuestros enemi-
gos y a quienes son diferentes.
Folo aplaudió contento y Shaitán sentía que su taller
de coaching estaba siendo una maravilla y empezaba a
creer que, luego de vencer a sus enemigos, lo primero
que haría sería ponerse una empresa de coaching que
dejaría sin clientes a sus antiguos empleadores.
—Doménica se va a arrepentir de haberme cholea-
do —murmuró mirando por la ventana hacia la inmen-
sidad de los potreros cercanos, y le pareció ver a una
gata idéntica a Madmuasel caminando entre el kikuyo.
El corazón le latió tres veces en un segundo.
—Bueno, ha llegado mi momento —empezó a de-
cir Cantuña—: soy un experto picapedrero, un artista
del bailejo, tanto para la construcción como para la
destrucción. Mi alma la perdí, creyendo que estaba a
salvo precisamente por el amor de ese Dios que se su-
pone es mucho más poderoso que el Diablo. Por ahora
las cosas no han sido así, al menos para mí. Y creo que

189
esto no es lo más importante en este momento. Hoy, en
este círculo de héroes que pretenden empezar a ser ver-
daderos amigos y que juramos cuidar nuestras vidas
incluso arriesgando la nuestra, tengo que confesarles
algo que para algunos de ustedes será difícil de acep-
tar. Yo soy bisexual. Me gustan las mujeres y me gustan
los hombres. En la Colonia eso fue un problema y tuve
que esconderme. Pero ahora ya no, porque ahora flo-
to en un ambiente donde la naturaleza no tiene reglas
morales ajenas a ella e impuestas por algunas perso-
nas. Y espero que ustedes lleguen a entender esto y se
conviertan en la naturaleza, que sean como la creación,
a base de amor, y no del discrimen y la ignorancia ma-
niquea. Algunos de ustedes van a tener problema con
esto, pero tenemos tiempo para aprender mutuamente
pues ahora tenemos lazos de sangre que deberán ser
más fuertes que el prejuicio. Lo que he visto en todos
nosotros es que queremos ser aceptados como somos,
ser conocidos por lo que somos, ser comprendidos y
que de alguna manera podamos alcanzar el sueño de
cada uno. Permitámonos que eso sea posible.
Cantuña terminó de hablar y Jesús se acercó para
besarle en la frente y abrazarlo con amor. Folo hizo lo
mismo y Mentol se le subió al hombro reptando por su
ropa hasta rodearle el cuello en un tierno abrazo. Epli-
cachima abrazó a todos con sus enormes brazos.
Shaitán empezó a recordar las veces en que orina-
ron juntos contra un árbol en sus largas caminatas, y se
puso nervioso.
Moisés abandonó el salón y se sentó en una banca.
—Dios nos hizo hombre y mujer. Si acepto esto, Él

190
jamás me perdonará —masculló sintiendo enorme pe-
sar en su corazón.
Llegó la hora del almuerzo.
Moisés y Shaitán prefirieron sentarse a un lado de
una enorme chimenea y lejos del grupo. El resto almor-
zó con jolgorio y hasta abrieron una jarra de puntas.
Y cuando se acabó, Jesús convirtió la jarra de agua en
más puntas. Mentol se hizo bunga. Folo rompió una si-
lla, Eplicachima salió a correr en pelotas por el potrero
y se dedicó a espantar a las vacas. Cantuña disfrutó de
verle las nalgas al general y luego sedujo a una de las
recepcionistas.
La tarde helada cayó y la noche fue la más fría del
año.
Al otro día todos sin excepción amanecieron con
una fuerte gripe.
Y ninguno de los hombres y machos de su especie
pudo moverse, ni salir de la cama, aunque el mundo
estaba por acabarse.

191
Episodio 28
«Impuesto al banano»

Tuco cargó sobre su hombro el cuerpo inmóvil de su


hermano a quien Eplicachima había reventado la cabeza
de un garrotazo. Todo el cráneo se le vació en el cami-
no hasta llegar al Cotopaxi, y tras ellos una larga línea de
sangre y sesos iba desapareciendo en los pastos y la tierra.
El rizado pelo negro de Ango era una sola masa su-
purante y Gringo no podía dejar de llorar y retorcerse
de furia. Al fin lograron bajar a su guarida y El Brayan
escuchó sus lamentos.
—¿Qué les pasó? —tronó la voz del demonio con
gorra de lana.
—¡Mataron a nuestro hermano! —alcanzó a decir
Tuco antes de caer rendido y vomitar por el cansan-
cio y las emociones, como Jefferson Pérez en su última
Olimpiada.
A varios kilómetros de distancia, en la hostería «La
Ley de Manos Muertas», los héroes seguían con gripe
y no podían levantarse de su cama. Incluso Folo estaba
febril y en posición fetal. Mentol, que no es hombre hu-
mano, estaba sano y preocupado, hasta que se asustó
tremendamente cuando una gata gris con negro se le
apareció dentro de la habitación.
—No temas, Mentol, no te haré daño —díjole la
gata—. Solamente dime dónde está Shaitán.
Mentol supo dentro de su corazón que debía confiar
en la gata y le respondió con su voz profunda.

192
—En la habitación 25, saliendo de esta a la derecha
por el corredor, la siguiente puerta —le explicó.
La gata gris salió de la habitación sin que el general
Eplicachima —compañero de dormitorio de Mentol—
se hubiera dado por enterado, pues también estaba
destrozado por la gripe.
La gata llegó a la habitación 25 y golpeó la puer-
ta varias veces hasta que una voz débil gimió desde
adentro:
—Está abierta, pase nomás que yo no puedo ni le-
vantarme.
La gata saltó hasta la perilla, con su peso la bajó y la
puerta se abrió lenta y crujiente.
Shaitán estaba de espaldas a la entrada, haciendo
cucharita con una almohada, y temblando en agonía.
—Los hombres con gripe son una huevada —dijo la
gata en tono de reproche.
Shaitán se dio vuelta violentamente y buscó en la
habitación a la mujer que le había hablado, pero como
la gata estaba en el piso no la pudo ver enseguida.
—Estoy acá abajo —dijo la gata.
Shaitán se asomó al filo del colchón y se encontró
con Madmuasel, que le observaba sentada y moviendo
la cola de un lado para el otro.
—Chucha otro sueño, seguro es culpa del trancazo
—dijo Shaitán volviendo a acostarse.
—No estás soñando, Shaitán, he venido a ayudarte
—dijo la gata.
Shaitán se volvió a asomar y le preguntó burlón:
—¿Cómo me vas a ayudar, gatita?, nosotros no esta-
mos luchando contra ratones.

193
La gata se incorporó sobre sus dos patas traseras y
lentamente fue creciendo hasta convertirse en una mu-
jer preciosa, de mirada felina y piel aceituna que vestía
un brillante traje de oro y piedras preciosas.
—¿Quién eres? —gritó Shaitán parándose en la
cama.
—Soy la diosa Isis —dijo Isis.
—Pero nosotros nunca fuimos hasta Egipto a buscar
ayuda, ¿por qué has venido? —le preguntó Shaitán sin-
tiéndose confundido.
—Mira, en la mitología judeo-cristiana la mujer no
aparece sino para cometer algún error por el cual el po-
brecito hombre debe pagar, o para hacer maldades como
Salomé o Dalila o para aceptar su destino sin chistar ni
reclamar. En la mitología Shyri casi ni aparecen, y cuan-
do aparecen es para ser la esposa a la fuerza de algún
generalote enemigo. Y desde ayer los veo a todos uste-
des varones poderosos derrotados por una gripe pese a
que el Cotopaxi ya está a punto de lanzar el fuego hacia
Guayaquil como tantas veces viste en tus pesadillas.
—¿Puedes volver mañana, por favor?, te juro que
me siento pésimo —le contestó Shaitán.
Isis no pudo creer la respuesta de Shaitán y salió al
pasillo, donde empezó a llamar a gritos a todos los hé-
roes, quienes luego de muchos minutos aparecieron en
sus puertas, envueltos en los edredones, con las caras
verdes y la nariz roja por el catarro.
Isis les dijo quién era y para qué había llegado. Les
hizo énfasis en que El Brayan estaba por atacar Gua-
yaquil con enormes bolas de fuego desde el Cotopaxi.
—Me siento muy mal todavía —dijo Cantuña.

194
—Es un honor conocer a la diosa de diosas, pero no
quisiera empeorarme —susurró Folo.
—Ya te dije que vengas mañana, que me siento pé-
simo —dijo Shaitán.
—Una mujer no me va a mandar —gruñó Eplica-
chima.
—Una mujer no me va a mandar, no insistas o te
lapidaré —bramó Moisés.
—¡Son unos tarados de mierda! —les reclamó Men-
tol, para sorpresa de todos los presentes, menos para
Isis que ya sabía que el cuy era más racional que todos
esos juntos.
—Aquí nadie va a tirar piedras a nadie, menos a
una mujer que ha venido para ayudarnos —habló Je-
sús tomándola de la mano tiernamente.
—Aunque nos copiaron el tema de la trinidad, y tu
historia es demasiado parecida a la historia de mi es-
poso Osiris, me caíste bien, Jesús —dijo Isis, y caminó
de la mano de Jesús por el pasillo y entraron a su ha-
bitación.
Jesús puso cara de virgen de 33 años siendo llevado
al lecho por una diosa.
—No te equivoques sobre mis intenciones —explicó
Isis—. Entren todos a esta habitación ahora —dispuso
con voz firme.
El grupo se reunió lentamente en la habitación de
Jesús, y Jesús les habló diciendo:
—Hermanos míos, les ruego que no se coman nada
del mini bar. Es carísimo.
—Yo los conozco bien. Conozco sus debilidades y
fortalezas. Conozco sus defectos y sus virtudes. Me ex-

195
traña que Cantuña no los haya sanado de su tan terri-
ble gripe con sus chochos milagrosos —les empezó a
decir Isis, y sonrió.
—Mis chochos y el tostado milagrosos sirven para
todo, menos para el trancazo, estimada diosa —se de-
fendió Cantuña.
—Bueno, pero les he dicho que su enemigo a quien
están obligados a vencer está por atacar la ciudad de
Guayaquil… y ¿ustedes quieren seguir acostados por
culpa de una gripe? —reclamó Isis con sus ojos de pu-
pilas de gato lanzando chispas blancas y rojas.
—Es que tú no sabes lo que se siente con una gripe
de estas… —empezó a decir Shaitán, y Mentol le calló
en seco y con furia.
—¡Que están por atacar Guayaquil, nos están di-
ciendo!
—A ver, ¿y cómo sabes que van a atacar ya los
monstruos esos? —dudó Eplicachima.
—Tú deberías ser el primero en suponerlo, general
Eplicachima —le respondió Isis—: has reventado la ca-
beza de uno de ellos, y su jefe El Brayan ha decidido
adelantar sus planes para hoy. La furia de sus enemi-
gos se ha multiplicado por la muerte del gigante Ango
y queda poco tiempo para impedir una verdadera tra-
gedia.
—Observen el cráter del volcán —sugirió Mentol
señalándolo con su mano.
El Cotopaxi podía ser visto con toda claridad desde
la hostería y no había una sola nube en el paisaje. Para
quienes lo habían conocido como un gigante blanco e
imponente, era una gran tristeza verlo convertido en un

196
cono gris y de aspecto malévolo. Con algo de tiempo
los héroes pudieron notar que una luz roja salía titilante
desde la boca torcida hacia el sur, como si algo se incen-
diara dentro de la chimenea del coloso. No les quedó
más alternativa que creer en Isis y en su noticia terrible.
De pronto Moisés se alejó unos pasos hacia el vol-
cán y levantó su bastón. Empezó a murmurar frases
que nadie entendió y abrió sus brazos como invocando
un poder sobrenatural.
A los dos minutos una nube negra giraba a varios
metros sobre Moisés, y cuando él movió rápidamente
su bastón hacia el Cotopaxi la nube negra salió dispa-
rada hacia la montaña. Parecía una titilante bandada
de estorninos danzando en el cielo, pero con grillos.
Estupefactos, todos pudieron ver cómo la nube se in-
troducía dentro del cráter.
—Se cagaron esos diablos. Les mandé una plaga de
langostas que no podrán vencer —celebró orgulloso
Moisés.
La luz roja y titilante que emanaba del cráter se apa-
gó pausadamente, y el grupo empezó a chocar los pu-
ños y a hacer Hi-5 entre ellos.
—Ya ganamos —anunció Shaitán—. Vámonos a
dormir que la gripe azota. ¿A nombre de quién hago la
factura, don Cantuña? —concluyó hablando medio en
serio, medio en broma.
Todos se fueron a sus habitaciones, salvo Mentol,
que se quedó con Isis en el patio de piedra.
—Definitivamente los hombres con gripe son una
huevada —sentenció Isis y Mentol estuvo de acuerdo
moviendo su cabeza muy despacio y cerrando los ojos.

197
Dentro de la guarida de El Brayan, el desconcierto
de los gigantes era tremendo. Con el cuerpo (sin cere-
bro) de Ango todavía tibio y el ataque de la plaga de
langostas, los villanos enormes parecían ver su final y
lloriqueaban cobardemente.
—Pásame esa mochila de ahí —ordenó El Brayan
mientras se sacudía las langostas que se le pegaban en
la cara.
Tuco se la acercó agitando los brazos para espantar
los insectos que le invadían por todos sus orificios. El
Brayan la abrió en el suelo y sacó varias latas de insec-
ticida. Agarró una lata por mano y empezó a fumigar a
las langostas lanzando blasfemias de poderoso calibre
e imaginación.
—¡Hagan lo mismo! —les ordenó.
A la media hora, la guarida estaba casi limpia de la
plaga, y solo unas pocas langostas sacudían sus patas
panza arriba sobre el suelo rocoso de la chimenea.
—Solo al tarado de Moisés se le ocurre atacarnos con
bichos, como si estuviéramos viviendo igual que hace
miles de años —celebró El Brayan caminando sobre los
cadáveres de las langostas que crujían bajo sus chanclas.
—¿Qué haremos con nuestro hermano? Tú debes
traerlo de regreso a la vida, amo. Hemos presenciado a
Jesús resucitar al hombre caballo y nos hemos quedado
paralizados ante lo que vimos. Por esa razón no los ata-
camos esa noche. Su poder es grandioso —exclamó de
rodillas Tuco ante la mirada indescifrable de El Brayan.
—¿Acaso creen que no tengo los mismos poderes
de un semidiós? ¿Están dudando de mí? —rezongó El
Brayan apretando los puños.

198
—Don’t put you that way, master. But my brother is
singing you the full —le respondió Gringo.
El Brayan se acercó al cuerpo de Ango. Notó con
preocupación que en su cráneo no quedaba ni un po-
quito de cerebro. Sin embargo, el resto de su cuerpo no
exhibía herida alguna.
—Levántate y anda, Ango —dijo El Brayan.
Ango no se levantó.
—¡Levántate y anda, Ango! —vociferó El Brayan
sacudiendo sus manos como un mago en pleno acto.
Ango empezó a moverse lentamente. Con dificul-
tad y ayuda de El Brayan, se sentó colocando su espal-
da contra una de las paredes de roca. Sus hermanos
lloraban de alegría.
—Cántanos algo, hermanito —le pidió Tuco, mien-
tras Gringo abrazaba a El Brayan levantándolo por los
aires.
—Las mujeres violadas no se pueden embarazar
porque el cuerpo se cierra —balbuceó Ango dejando a
sus hermanos estupefactos.
—No pidan mucho, mis queridos gigantes. Su her-
mano quedó con el cráneo vacío, todo su cerebro se regó
en alguna parte cuando lo traían. Pero se recuperará y
nos ayudará con su fuerza —les consoló El Brayan.
—¡Patria o muerte, venceremos! —chilló el gigante
sin cerebro.
—Ahora, vengan conmigo —dijo El Brayan—. Las
bolas de lava están listas y esto es lo que haremos para
lanzarlas hacia esa ciudad llamada Guayaquil.
El Brayan explicó a los gigantes el mecanismo que
usarían para dispararlas, y los impactados Nefilim co-

199
mentaban entre ellos sobre el enorme tamaño de los
proyectiles y el calor insoportable que irradiaban.
En la hostería, el equipo de defensores del mundo,
liderados por Isis, salieron nuevamente al jardín cuan-
do la diosa notó que el fuego volvió a encender el crá-
ter del volcán y que la plaga de langostas de Moisés
había fracasado.
—Tenemos que entrenar —propuso Shaitán—; cada
quien tiene sus poderes, y será mejor que los tengan
muy afilados. Cuando estemos listos saldremos al ata-
que.
El grupo se dedicó a practicar sus habilidades y po-
deres, pero el entrenamiento se acabó abruptamente
cuando Jesús caminaba sobre la piscina y Moises di-
vidió el agua y Jesús se hizo cristo contra las baldosas
del fondo.
—Debemos ir a Guayaquil, lo más rápido es ir a
Quito y agarrar un avión en Tababela —sugirió Can-
tuña.
—No, no, lo mejor es ir al volcán y atacarlos ahí, im-
pedir que lancen el fuego —dijo Isis, y el resto estuvo
de acuerdo.
Los valerosos Tripa Mistic tomaron sus armas, se
colgaron sus mochilas al hombro y se aprestaron a sa-
lir hacia el volcán en un Jeep que Shaitán alquiló en la
recepción, cuando un patrullero entró a la hostería con
un contingente de cuatro señores oficiales de la Policía.
El que parecería el jefe del operativo entró a la re-
cepción y pregutó por Shaitán. La recepcionista le indi-
có que era el hombre de camisa blanca y jean azul que
estaba subiéndose al jeep parqueado afuera.

200
El policía salió, señaló a Shaitán y los otros tres
agentes fueron hacia él, que no alcanzó a subirse al ve-
hículo.
—¿Qué pasa? —preguntó Cantuña desde adentro
del vehículo con el resto del equipo sentado en su in-
terior.
—¿El señor Shaitán Lucero Estrella? —dijo el poli-
cía que sostenía una providencia judicial en sus manos.
—Soy yo, ¿en qué le puedo servir? —respondió
Shaitán.
—Queda detenido por orden del Juez Quinto del
Juzgado de la Niñez y la Familia, por haberes atrasa-
dos en el juicio de alimentos número 17230–666–2012.
De nada sirvieron los ruegos, las amenazas, las pro-
puestas de arreglo, ni el amor de Jesús. El equipo vio
con total impotencia cómo Shaitán fue subido al patru-
llero, totalmente meado en los pantalones, y trasladado
a un centro de detención en alguna parte de la ciudad
de Quito.

201
Episodio 29
«Un arsenal de vírgenes»

Con Shaitán yéndose preso por alimentos, el equipo


quedó a la deriva y sin saber reaccionar. Como las tra-
gedias nunca llegan solas, los sismógrafos se infartaron
a las 07:05 de la mañana siguiente. Un gruñido gutu-
ral, áspero, inconmensurable, como el grito de todas
las almas barítonas que habitan el infierno, salió por
el cráter del Cotopaxi y se mantuvo tronando durante
una hora.
Un olor a azufre colmó el aire de al menos cuatro
provincias aledañas al volcán. El hedor fue apenas
soportable en Tungurahua y Bolívar. Si antes se co-
mentaba sobre las nubes de ceniza que los volcanes
expulsan en sus distintos tipos de procesos eruptivos,
la presencia amarillenta del sulfuro y los rastros que
dejó en miles de hectáreas de superficie se tornaron la
comidilla de esos sectores. Pero como no todo es malo,
hubo quien pudo usar al volcán como chivo expiatorio
de algún pedo traidor, y también se regó el rumor —es-
pecialmente en las zonas agrícolas— de que el sulfuro
es un magnífico fertilizante, y varios traficantes de úrea
del Ministerio de Agricultura sufrieron un síncope.
Volvió el caos a las calles y carreteras, se suspen-
dió el campeonato nacional de fútbol, los servidores de
internet colapsaron, las líneas de teléfono también, las
vacas de Machachi volvieron a su huelga, y un verda-
dero pánico se tomó el espíritu de los guayaquileños,

202
quienes empezaron a creer que el oscuro tuitero de
quien no habían vuelto a tener noticias, Shaitán Lucero,
no se había equivocado.
Tres sucesivos disparos salieron raudos hacia el cie-
lo como cometas de fuego que iban dejando una espesa
estela negra que el viento no pudo borrar.
Hay aproximadamente 300 kilómetros de distancia
en línea recta entre el volcán y la ciudad de Guayaquil.
Según los cálculos iniciales, las bolas viajaban a 100 ki-
lómetros por hora. Los técnicos del Instituto Geofísi-
co lograron calcular el tiempo para el impacto en 180
minutos. A eso de las 07:20 los meteoros sobrevolaban
Saquisilí, minutos más tarde el pánico cubría Salinas
de Guaranda y Echeandía. Dado que el tuit de Shaitán
Lucero se hizo nuevamente viral, el público y las auto-
ridades optaron por asumir que las bolas de fuego se
dirigían hacia Guayaquil. Docenas de periodistas bus-
caron a Shaitán, infructuosamente porque él había des-
aparecido en el Túnel Guayasamín, luego de que fuera
atacado por el Gallo de la Catedral en plena Avenida 6
de Diciembre, entre Lizardo García y Alfredo Baqueri-
zo Moreno, justo afuera del antiguo cine Fénix, frente
a la calle Juan Rodríguez, que es la más linda de Quito.
Un general de las Fuerzas Armadas propuso de-
rribar los cometas mediante el uso de misiles desde
aviones caza de la Fuerza Aérea. Mientras esto pasaba,
un general ya estaba haciendo cuentas de cuánto iba
a cobrar de comisión por la compra de los nuevos mi-
siles para reemplazar los que se usarían en este plan.
La idea agarró viada pues a fin de cuentas sus aviones
habían logrado decisivos derribos de naves peruanas

203
en la guerra del Cenepa, de 1991. Sin embargo, el pa-
peleo fue eterno. En vista de que en el Ecuador se ha-
bía prohibido declarar el estado de emergencia, pues
con ese pretexto los anteriores gobernantes se habían
robado hasta el cóndor del Escudo, no se podía actuar
con agilidad ante casos como ese. El uso de proyectiles
para armar aviones de guerra debía requerirse median-
te algunos oficios para obtener las autorizaciones ne-
cesarias en la Dirección de Contrataciones Emergentes
y Salvoconductos Especiales (DICESE), novel oficina
burocrática creada para procesar las contrataciones de
emergencia, y donde se armaban los robos que antes se
cometían en otro lado. Así, el despegue de los ya no tan
flamantes cazas Cheeta que se habían adquirido algu-
nos años atrás a Sudáfrica tuvo que esperar casi como
hacer una subdivisión catastral de un lote semirrural
en el Distrito Metropolitano de Quito.
Para cuando había acabado el trámite, las enormes
rocas incandescentes estaban surcando el espacio aé-
reo de Babahoyo, a menos de 10 minutos de impactar-
se contra su objetivo, que definitivamente parecía ser
el Puerto Principal del Ecuador. El general que hacía
las cuentas pateó un basurero, insultó a su asistente y
se disculpó horas después diciendo que reaccionó mal
por la preocupación de lo que estaba por ocurrirle a
su adorada Guayaquil, donde había vivido cuando era
subteniente.
Alguien propuso pedir ayuda a los Estados Unidos,
pero alguien más dijo que no necesitamos nada del Im-
perio y que mejor pidamos ayuda a Rusia, pues con el
suficiente oro, Putin aceptaba cualquier cosa. Mientras,

204
en Guayaquil un verdadero caos multiplicaba su tama-
ño y desesperación con cada minuto que pasaba.
Imágenes satelitales que fueron enviadas por países
amigos que sí tienen satélites —no como nosotros, que
una vez lanzamos al espacio una caja de tictacs con dos
clips que costó como medio millón de dólares— reve-
laban que las tres bolas se estaban separando de forma
casi imperceptible, pero con la distancia que les faltaba
por recorrer, todo hacía suponer que caerían en lugares
distintos de la ciudad. El daño sería bíblico y totalmen-
te anticientífico pues las gigantescas bolas del infierno
viajaban a velocidad constante, sin tiro parabólico de
por medio, a mil metros exactos sobre el suelo y violan-
do todas las leyes de la física.
En una calle de Guayaquil un viejo demente, con
barba blanca y muy poco apego al desodorante, se ins-
taló una silla y, megáfono en mano, empezó a anunciar
el fin de la ciudad, y culpaba a los serranos en gene-
ral y a los quiteños en particular de organizar, junto a
quién sabe qué agencia internacional, la destrucción de
la Perla del Pacífico, para finalmente consolidar el cen-
tralismo absorvente de la capital. Recibió un tomatazo,
un aplauso y un perro flaco le meó en la pata de la silla.
En cada localidad del país la solidaridad se hizo
presente en formas de muy útiles oraciones y ruegos.
Loja aportó con su Virgen de El Cisne, El Quinche con
su ultra famosa Virgen de El Quinche, Cuenca quiso
aportar con su Virgen Guardiana de la Fe pero esta se
puso en entredicho ya que siempre quedó la duda de
que en los años ochenta del siglo anterior una chica se
escondió unos micrófonos para fingir que era una vi-

205
dente que recibía mensajes de esa María. Para evitar
la polémica, los ciudadanos interesados rezaron con
la Virgen Churona, que tiene el currículum limpio. La
provincia de El Oro se hizo presente con su Virgen de
Chilla, Azogues con su Virgen de la Nube, Biblián con
la del Rocío, y la más esperada, la Virgen de Agua San-
ta de Baños, especializada en fenómenos naturales ca-
tastróficos y cuya hoja de vida exhibe algunos milagros
de haber calmado al volcán Tungurahua, o al menos
de haber desviado la erupción hacia otros pueblos sin
virgen protectora. Desde el Oriente hizo presencia la
imagen de la Purísima de la ciudad de Macas.
La cadena de oración consistía en los fieles de cada
sector y ciudad rezando al pie de las imágenes y esta-
tuas de sus respectivas devociones, e incluyó al Divino
Niño. Pero pese a toda esta fuerza misericordiosa, las
heréticas bolas de fuego siguieron su rumbo asesino.
Por su parte, la gran mayoría de los evangélicos gua-
yaquileños y ecuatorianos sostenían que rezarle a la
virgen es una ofensa a Dios y por lo tanto el efecto se-
ría precisamente el contrario, y aseguraban tener razón
gracias a la prueba de que los disparos del Cotopaxi
seguían su rumbo de fuego y humo negro.
El Director del Instituto para la Ciencia Ecuatoriana
propuso un foro de expertos para analizar la situación.
Los primeros en responder a la invitación fueron dos
profesores de la Universidad de Yachay. La gente entró
en verdadero pánico.
Por su parte, el Jefe del Comando Conjunto empe-
zó a hacer gestiones para lograr acuerdos con los ata-
cantes, incluso sin conocerlos. Lo hacía a espaldas del

206
Gobierno, y sus órdenes empezaron a ser ambiguas.
La fuerza terrestre no sabía qué mismo hacer ante los
ataques, los soldados recibían disposiciones poco pro-
fesionales y el nerviosismo empezó a calar en todas las
ramas de las Fuerzas Armadas.
La cadena de mando empezó a resquebrajarse pues
se volvió evidente que el Jefe del Comando Conjunto
tenía una agenda propia, y el descontento se desbocó.
Cuando la esperanza estaba por desaparecer en la
República, apareció rompiendo el aire un Mirage F1,
de finales de la década de los setenta y cuya vida útil
había terminado años atrás, raudo por el cielo al co-
mando de un piloto que se identificó por radio indican-
do que había despegado de la base aérea de Latacunga.
Ratificó que realizaba la misión sabiendo que no tenía
autorización alguna, pero que no podía esperar ante la
demora de los trámites y que asumiría todas las conse-
cuencias legales del caso.
Se llamaba Cosme «el loco» Vargas, un valeroso
Mayor de la Fuerza Aérea, y luego de una persecución
espectacular, que se le dificultó por la humareda negrí-
sima dejada por las piedras en su camino, estaba a tres
minutos de disparar sus misiles en contra de los come-
tas. En tierra, un compañero suyo, igual de decidido y
de valiente, no había logrado hacer despegar su avión,
que ni siquiera encendió sus motores. Se trataba de uno
de los destartalados Mirage F-50 que Hugo Chávez ha-
bía donado al Ecuador hacía algunos años con gran
pompa. «¡Chávez hijo de puta, ojalá te estén hirviendo
en el infierno!», gritó el piloto dando un golpe contra
el panel de instrumentos del fracasado avión. Minutos

207
más tarde pidió ayuda a un par de cadetes para que
le ayudaran a salir, pues además de fallarle el motor,
al avión se le había atascado la cúpula. Ya en el suelo
de la pista, el piloto volvió a maldecir el regalo boliva-
riano y ordenó a los cadetes no mencionar el suceso a
persona alguna, prohibición que llegó tarde pues otros
cadetes ya circulaban con sus celulares los videos que
le hicieron al capitán fúrico y pataleando en el avión
destartalado.
Por su lado, y a cientos de kilómetros por hora, Var-
gas puso en Spotify la canción de Mazinger Z, pero no
la oía porque el avión no tenía bluetooth. En todo caso
su plan iba funcionando hasta que, a falta de dos minu-
tos para alcanzar el rango de tiro necesario, el Mirage
F1 de Cosme empezó a toser, y el experimentado piloto
supo que las estelas de humo y polvo dejadas por las
rocas habían tapado los inyectores de los motores del
avión. Desesperado, elevó el avión para encontrar aire
limpio en la atmósfera y al mismo tiempo lanzarse en
picada y recuperar algo de velocidad. El avión alzó la
nariz, el piloto frunció el ceño, luego el avión bajó la
nariz y el piloto sacó la lengua y la maniobra tuvo éxi-
to. Por fin el avión se colocó a mil metros sobre el suelo
y los sensores de la nave indicaron con un titilante bo-
tón de color verde que su blanco estaba en la mira. En
ese instante las bolas empezaron a bajar, situación que
evidentemente hizo concluir al loco Vargas que habían
iniciado su descenso para estrellarse contra Guayaquil.
El sudoroso piloto empujó levemente la palanca de
mando de la nave para seguir el mismo curso de su
objetivo. El botón verde volvió a titilar y con un ágil

208
movimiento de su pulgar derecho, el piloto accionó el
botón de disparo.
—Si me bajo estas bolas, seré presidente facilito
—pensó el loco Vargas.
Dos misiles salieron soplados desde el avión que,
por el esfuerzo y por haberse ubicado nuevamente en
la estela del humo y contaminación de los cometas,
volvió a fallar, esta vez de manera definitiva. Dando
aletazos y vueltas en el aire, el piloto renunció a seguir
tratando de recuperar el control de la aeronave, jaló la
palanca de expulsión de la cabina y se eyectó hacia la
salvación. Instantes después, su paracaídas se desple-
gó automáticamente. En la caída trataba de ubicarse
pataleando en el vacío para observar el lugar por don-
de iban sus misiles y las bolas de fuego, pero dio tantas
vueltas que se desubicó del todo. Lo que sí logró distin-
guir fue al avión estrellarse atrás de una pequeña loma.
Segundos después, el Mayor fue a dar con asiento y
todo en la mitad de un recinto rural a unos 80 kilóme-
tros de Guayaquil, lugar en el cual luego de aterrizar,
rompiéndose el ligamento cruzado anterior de su rodi-
lla derecha, fue asaltado y despojado de su paracaídas,
del asiento del avión, de su casco de piloto, de las gafas
y del celular, donde ya no sonaba la canción de Mazin-
ger Z, sino Danger Zone, la de Top Gun.

209
Episodio 30
«Un mediador francés»

Tres días antes de la erupción, el Barcelona Sporting


Club había jugado su segundo partido de la final de la
Libertadores de América 2022, misma que se disputó
en calendario especial por el Mundial de Qatar. Recor-
demos que en el primer encuentro, contra el paulista
Corinthians, Barcelona había vencido contra todo pro-
nóstico por 2 goles a 0, gracias a la magia de su joven
goleador Campana. También recordemos que el partido
fue impugnado, pero finalmente el marcador no fue al-
terado por la FIFA. En el partido final, en el Monumental
Banco de Guayaquil, el goleador Anangonó, cuya trans-
ferencia había despertado enorme polémica, anotó un
hat-trick para su equipo. De esta manera el Corinthians
venció al Barcelona con un marcador global de 3-2 y se
llevó la Copa Libertadores de América, dejando al equi-
po guayaquileño en un honroso segundo puesto y con el
campeonato moral, pues habían jugado mejor.
Durante esos tres días, la mayoría de guayaquileños
sentían que nada peor podría sucederles.
Pero ante la desesperación de millones de almas, las
tres bolas de fuego no fueron tocadas por los misiles
del piloto Vargas, y cayeron en la metrópoli, causando
una destrucción que no se pudo explicar en palabras,
sino en lágrimas.
Pudo ser una coincidencia, o una despiadada capa-
cidad estratégica la de El Brayan cuando decidió en-

210
viar tres bolas de fuego contra Guayaquil. No fueron
cuatro, ni dos. Tres, quirúgicas, una por sector, pues
Guayaquil se ha dividido usualmente entre el sur, el
centro y el norte.
El primer obús cayó estruendosamente en el sector
norte. Todas las Urdesas quedaron casi en cenizas, resul-
tando milagrosamente a salvo los grandes condominios
de Lomas de Urdesa. La archifamosa avenida Víctor Emi-
lio Estrada quedó convertida en un campo santo pues
miles de hinchas del Club Sport Emelec habían estado
celebrando desde los días anteriores que su archirrival el
Barcelona Sporting Club había perdido su tercera final de
la Copa Libertadores de América. Sitios como La Albora-
da, Los Sauces, Acuarela del Río, Bastión Popular, Mucho
Lote 2, parecían las zonas de guerra causadas por la ava-
lancha de violencia salvaje que sufrió Quito en octubre de
2019. El centro comercial Riocentro Norte se volvió ceni-
zas antes de que llegaran los saqueadores.
El segundo proyectil cayó en el Centro. El infierno
se hizo en gran parte del Malecón del Salado, murieron
todas las iguanas del parque Seminario, el monumen-
to a Bolívar y San Martín se hizo polvo. El barrio Las
Peñas se consumió en pocas horas, el Cementerio Ge-
neral exhibía tumbas levantadas y nichos derruidos. Al
Club de la Unión no le pasó nada, pero cinco socialistas
aprovecharon el momento y le prendieron fuego.
La bola que cayó en el sur fue tal vez la más destruc-
tiva y democrática. El barrio del Centenario, el Guas-
mo, el suburbio sur-oeste, los barrios Astillero, Cuba, La
Chala y otros sectores desaparecieron en humo negro y
fuertes olores a carne quemada, hidrocarburos y sangre.

211
El úlitmo estallido fue de un enorme barco repleto
de diésel que estaba por salir del puerto, a traficar com-
bustible en alta mar.
Dios miró y no aceptó el holocausto. Entendió que
tenía que promover la paz entre los atacantes y los ciu-
dadanos, pues los daños iban a ser peores. La actitud
ambigua del Jefe del Comando Conjunto de las Fuerzas
Armadas y la evidente ineptitud de su elegido Shaitán,
que además estaba preso por deudas en un juicio de
alimentos, le aseguraban el fin del mundo. Dios envió
un abogado a pagar las cuentas de Shaitán y a tramitar
su libertad.
En pocas horas organizó una reunión en un lugar
secreto. Consiguió un mediador francés. Todos los con-
vocados asistieron puntuales. Entraron a un gran sa-
lón, y tomaron asiento alrededor de una enorme mesa
de madera.
Dios tomó asiento en la cabecera. A su derecha Je-
sús, a su izquierda el mediador francés. Frente a frente
El Brayan, Gringo, Ango y Tuco, por un lado; y Mentol,
Eplicachima, Moisés, Cantuña, Isis, y Folo, por el otro.
En el aire la tensión era evidente. Todos enojados,
salvo El Brayan, que íntimamente sabía que había ven-
cido a su odiado padre.
—¿Dónde está Shaitán? —preguntó Dios a uno de
sus ángeles asesores.
—Sigue preso, Señor —respondió.
—¡Pero yo mandé a pagar la deuda! —reclamó Dios.
—Sí, Señor, ya está pagada, pero están esperando
que se ejecutoríe la providencia del juez para que que-
de libre —le explicó otro asesor.

212
—¿Cuánto se demoran en eso? —volvió a pregun-
tar Dios, mirando la sardónica risa de El Brayan.
—Tres días, Señor —dijo el asesor.
—¿Tres días? ¿De dónde mierda sacan esos plazos
de tres días, maldita sea? En tres días revive un cojudo,
no se diga una puerca providencia —rugió Dios, mien-
tras Jesús se levantaba disimuladamente y se cambiaba
de asiento para sentarse junto a sus amigos.
—Bueno, bueno, empezamos esta vaina o nos va-
mos —amenazó El Brayan golpeando la mesa.
El mediador francés se puso nervioso.
Folo se puso más nervioso.
A Isis le saltaban chispas de los ojos gatunos.
—Vamos a relajarnos, y a recordar que estamos
aquí por el bien de todos —dijo finalmente el media-
dor francés—. Les pido que hagamos uso de la pala-
bra para hallar nuestros puntos en común —solicitó en
tono conciliador.
El Brayan pidió la palabra.
—Yo solo quiero reclamar mi legítimo derecho a
destruir el mundo —dijo mirando a Dios fijamente.
—Nadie tiene ese derecho —respondió Dios.
—Tú lo has ejercido, varias veces, te sugiero leer la
Biblia —le interrumpió El Brayan y hasta el mediador
estuvo de acuerdo en que El Brayan había asestado un
directo al mentón.
—Destruir el mundo nunca funcionó, creo que no
deberíamos insistir en ese sistema —expuso Jesús.
—No sigas con tus doctrinas «progres», Jesús. Lo
que hay que hacer es matar a los que deberíamos ma-
tar, y luego celebrarlo sacrificando unos corderos y a

213
los GLBT que hayan quedado vivos luego de matar a
los que deberíamos matar —propuso Moisés.
Ango, el gigante que había perdido todo el cerebro,
tomó el micrófono y gritó:
—¡Socialismo o muerte!
—Yo tengo un tractorcito —empezó a decir Tuco.
—Cállate, pendejo, te equivocaste de parodia —le
espetó su jefe, El Brayan.
—¿Qué esperas que ocurra luego de destruir el
mundo? —preguntó Isis a El Brayan.
—De las cenizas de esta mierda construiré un nue-
vo orden, un mundo justo, bondadoso, amoroso, gentil
con los más débiles —relató El Brayan recordando a
su padre adoptivo, el buen Unicornio, que había sido
asesinado por Dios.
—No todas las criaturas son como tu padre —le dijo
Mentol con voz serena y compasiva.
El Brayan quedó paralizado ante las palabras de
Mentol. Toda su vida pasó frente a sus ojos. Todo el
amor y el fuego. Todo el odio y la venganza. El olor de
su madre y el sonido del río.
Ni Dios sabía lo que iba a pasar.
Eplicachima se había quedado dormido. Y el media-
dor francés sugirió un receso de quince minutos para
que pudieran conversar entre todos con más calma. Su-
girió que cada grupo designara un vocero. Tripa Mistic
envió a Jesús. El Brayan se representó a sí mismo.
Pasaron tres horas en las que Jesús y El Brayan ha-
blaron en secreto. Se encerraron en una oficina y solo
permitieron que entrara un ángel que les llevó humitas
y ceviche.

214
Cuando salieron, Jesús estaba pálido y El Brayan
sonreía.
—Hemos llegado a un acuerdo. Jesús se lo expli-
cará cuando sea oportuno. Por ahora, la destrucción
del mundo se suspende. La suerte de la humanidad
depende exclusivamente de su salvador favorito, el
aquí presente —remató El Brayan dando una sonora
palmada en la espalda de Jesús. Este seguía pálido y se
notaba el peso de quinientas cruces sobre sus hombros.
Tanto Dios como sus asesores, el mediador francés
y todo el equipo de Tripa Mistic sintieron alivio y ce-
lebraron tímidamente la noticia. Todos, salvo Cantuña
quien, separándose disimuladamente del grupo, había
abandonado la reunión. Para dirigirse al infierno.

215
Índice

Episodio 1. «Enuresis nocturna»..................................... 7


Episodio 2. «Desarrollos inmobiliarios
en zonas peligrosas»....................................................... 12
Episodio 3. «El origen del Mal».................................... 19
Episodio 4. «#Hashtag».................................................. 26
Episodio 5. «Mi Unicornio azul ayer se me perdió»....... 34
Episodio 6. «Un taparrabos salvador»......................... 40
Episodio 7. «El Brayan y los Gigantes»........................ 48
Episodio 8. «Mistelas para el camino»......................... 53
Episodio 9. «El Brayan y los gigantes II»..................... 60
Episodio 10. «El túnel hacia el infierno»...................... 65
Episodio 11. «A las entrañas del Cotopaxi.................. 71
Episodio 12. «Cantuña».................................................. 76
Episodio 13. «Tierra prometida que nos pertenece»...... 85
Episodio 14. «Tormenta en Santa Rosa»...................... 91
Episodio 15. «Folo el centauro»..................................... 98
Episodio 16. «Eplicachima y Mentol»........................ 106
Episodio 17. «Más fuego que en el Deuteronomio».... 115
Episodio 18. «El árbol quemado»............................... 120
Episodio 19. «Las diez plagas de Egipto».................. 129
Episodio 20. «Mal paga el diablo a sus devotos»..... 135
Episodio 21. «Los chanchitos»..................................... 142
Episodio 22. «Apocalipsis now»................................. 150

217
Episodio 23. «Donde manda capitán...»..................... 157
Episodio 24. «All you need is love»............................ 160
Episodio 25. «Matar al Centauro».............................. 166
Episodio 26. «El Brayan y los gigantes 1
- Tripa Mistic 0»............................................................. 173
Episodio 27. «Tripa Mistic 1
- El Brayan y los gigantes 1.......................................... 180
Episodio 28. «Impuesto al banano»............................ 192
Episodio 29. «Un arsenal de vírgenes»...................... 202
Episodio 30. «Un mediador francés»......................... 210

218

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