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Coordinación General de Patrimonio Cultural e

Investigación

Dirección Ejecutiva de Investigación

Estudio: Pueblos indígenas de México en el Siglo XXI.


Otomí Estudio general al Pueblo Otomí

Autores: Dra. Lourdes Baez Cubero y Dra. Gabriela Garrett Ríos (Coordinadoras)
Julio César Matías Lara, Guadalupe
Ramírez Ramos, Vania Peñaloza Moreno y David Pérez González

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Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas

Nuvia Mayorga Delgado

Directora General

Pablo Uribe Fuentes

Coordinador de Asesores

Eduardo Licona Suárez

Coordinador General de Infraestructura

José Luis Aguilar Licona

Coordinador General de Fomento a la Producción y Productividad Indígena

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Coordinador General de Administración y Finanzas

César Miguel López García

Coordinador General de Patrimonio Cultural e Investigación

Víctor Manuel Rojo Leyva

Director Ejecutivo de Investigación

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Primera edición 2017

D.R. © 2017 Lourdes Báez Cubero, Gabriela Garrett Ríos, Julio César Matías Lara,
Guadalupe Ramírez Ramos, Vania Peñaloza Moreno y David Pérez González
D.R. © 2017 Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas
Av. México-Coyoacán 343, colonia Xoco, Delegación Benito Juárez
C.P. 03330, Ciudad de México
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ISBN 978-607-718-066-1 / Pueblos indígenas de México en el siglo XXI. Otomí. Estudio
general al pueblo otomí

Coordinador de la serie: Víctor Manuel Rojo Leyva


Responsable de la edición: José Luis Reyes Utrera
Corrección de estilo: Adriana Rangel García
Cartografía: Carlos David García Ramírez
Encargada de la Fototeca Nacho López: Silvia Gómez Díaz
Indicadores socioeconómicos: Guillermo Bali Chávez

Se permite la reproducción de los contenidos, sin fines de lucro, siempre y cuando se cite
la fuente.

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Presentación

Este proyecto fue desarrollado en 2016, con el propósito de contribuir al desarrollo de una
de las tareas principales de la CDI que es la difusión de información sobre la diversidad
cultural del país. En este sentido, este trabajo se relaciona directamente con las actividades
de actualización de las monografías de los pueblos indígenas de México, tarea en la que
en cada etapa se presentan diferentes retos. Una de ellas ha sido la definición del número
de pueblos que conforman la realidad pluricultural de país.

En México, existen pueblos, como es el caso del otomí, que se encuentran dispersos en
espacios territoriales contiguos y discontinuos, por lo que, en ediciones anteriores de
monografías, se han elaborado investigaciones de acuerdo con el criterio de separación
geográfica. Un ejemplo está en la serie Pueblos indígenas del México contemporáneo, en
la que sobre este pueblo se elaboraron los tomos: Otomíes del norte del Estado de México
y Sur de Querétaro, Otomíes del semi desierto queretano, Otomíes del Valle del Mezquital,
Otomíes del Estado de México y Otomíes orientales (sin publicar). Sin embargo, la pregunta
surgida a partir de esta experiencia, dada la identificación de estas y otras agrupaciones
(por ejemplo, de Michoacán y Tlaxcala), es si es posible hablar de la existencia de un pueblo
otomí o de varios pueblos otomíes.

Para responder a esta pregunta, el objetivo de este proyecto fue emprender un análisis de
las características que unen o diferencian a los grupos identificados como otomianos
distribuidos en los estados de Michoacán, Guanajuato, Querétaro, Hidalgo, Veracruz,
Puebla, Tlaxcala y Estado de México, a fin de aportar elementos que contribuyan a su
definición como un pueblo o como agrupaciones culturales diferenciadas.

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INDICE

1. LOS ORÍGENES: OTOMIANOS EN EL CENTRO DE MÉXICO ……………………… 1


2. LA CONSOLIDACIÓN: XILOTEPEC, EL RIÑÓN DE LOS OTOMÍES ………………… 3
3. REINOS OTOMÍES Y SU RELACIÓN CON OTROS GRUPOS: XALTOCAN,
XILOTEPEC-CHIAPAN, TEOTLALPAN, MEZTITLÁN, TUTOTEPEC ………………. 7
3.1. La diáspora otomí y el establecimiento de
fronteras y relaciones interétnicas …………………………….. 12
4. EVIDENCIAS MATERIALES DE LA PRESENCIA OTOMÍ EN EL CENTRO
DE MÉXICO ………………………………………………………………………. 23
4.1 Evidencias arqueológicas …………………………………………… 23
4.2 Pinturas rupestres ……………………………………………………. 25
5. LA CONQUISTA ……………………………………………………………… 27
5.1Alianzas de los otomíes con los conquistadores
en las empresas de conquistas …………………………………………. 28
5.2 La evangelización: presencia diferenciada de las órdenes
mendicantes en las regiones con presencia otomí (franciscanos,
agustinos, jesuitas, seculares) ………………………………………….. 37
5.3 Reconfiguración territorial: encomiendas, mercedes,
congregaciones, pueblos de indios …………………………………….. 49
6. PUEBLOS OTOMÍES EN EL MÉXICO INDEPENDIENTE ………………………….. 56
6.1 Presencia otomí en la lucha por la Independencia ……………… 56
6.2 México independiente ………………………………………………. 69
7. REGIONES OTOMÍES CONTEMPORÁNEAS ……………………………………. 73
Estado de México …………………………………………………………... 77
Michoacán …………………………………………………………………... 87
Querétaro ……………………………………………………………………. 93
Valle del Mezquital ………………………………………………………….. 100
Guanajuato …………………………………………………………………… 109
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Altiplano y Sierra Madre Oriental: Hidalgo, Sierra Norte
de Puebla y Huasteca Sur (Veracruz) ……….…………………………... 117
El águila bicéfala en Mesoamérica ………….…………………………… 161
Tlaxcala ………………………………………….………………………….. 168
8. LOS OTOMÍES EN LAS ESTADÍSTICAS ………………………………………… 177
Población indígena estatal ………………………………………………. 177
Población indígena por regiones ..……………………………………….. 181
8.1. Mapas ………………………………………………………………….. 197
9. ¿PUEBLO, PUEBLOS O POBLACIONES OTOMÍES? ……………………………. 206
10. BIBLIOGRAFÍA CITADA ………………………………………………………… 212
ANEXO FOTOGRÁFICO ……………………………………………………….... 222

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1. LOS ORÍGENES: OTOMIANOS EN EL CENTRO DE MÉXICO

Diversos estudiosos han presupuesto una presencia temprana de los otomianos en


el centro de México desde tiempos remotos, incluso anterior a los primeros toltecas
(Carrasco, 1987: 284); sin embargo, no hay realmente evidencias arqueológicas
que lo sustenten de manera categórica. La reconstrucción del pasado otomiano se
ha basado en fuentes como Sahagún, Motolinía, Iztlilxochitl, por citar los más
importantes, así como los códices coloniales del centro de México. Al momento del
contacto, el panorama que los españoles encontraron era que la cultura hegemónica
que predominaba era la de los nahuas, de manera particular los mexicas o aztecas
que ejercían su dominio sobre un gran número de poblaciones. Dicho dominio se
centraba en el pago de tributos; en algunos casos se impuso la lengua náhuatl que
además era la lingua franca en ese periodo, así mismo, los pueblos conquistados
debían adoptar el panteón mexica. Aunque sabemos que no todos los dioses de su
panteón eran locales, también ellos adoptaron deidades otomíes como Mixcoatl y lo
mismo se dice de su calendario, el cual era muy similar al mexica y matlatzinca. El
esplendor que los conquistadores observaron de la cultura mexica y de la Gran
Tenochtitlan opacaron la presencia de otros grupos, como los otomianos, de
quienes, seguramente, también se aprovecharon para enriquecer su cultura. Por
ello, los cronistas de la época no otorgaron tanta importancia a los pueblos
subalternos, e incluso, en muchas ocasiones se refieren a ellos despectivamente.

La invisibilidad de los grupos otomianos al momento de la conquista, se debe


en parte al papel hegemónico que jugaba la Triple Alianza, particularmente los
mexicas, quienes tenían a su favor una arquitectura monumental y un panteón que
podía identificarse a través de esculturas; los otomianos fueron de los grupos menos
comprendidos por los cronistas, aun cuando en las fuentes son multicitados, no se
les reconoce su relevancia y su papel en los procesos de desarrollo sociocultural en
los valles centrales de Mesoamérica (Fournier y Vargas, 2002: 38), su hábitat
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principal. Fue durante la hegemonía de la Triple Alianza que la población otomiana
tuvo que buscar nuevos horizontes para poder vivir en paz.

Gracias a los estudios de glotocronología, (Lastra, 2006: 73), la lengua proto-


otopame se empezó a diversificar alrededor del 3500 aC. Lastra ubica el origen del
tronco lingüístico otomangue hacia el año 4500 aC. en el Valle de Tehuacan. Es
posible que de ahí algunos grupos hayan emigrado hacia Oaxaca y que otros, los
otopames, lo hicieran hacia el noroeste, aunque no existe fuente alguna o indicios
arqueológicos que corroboren esta migración, “se trata de suposiciones basadas en
la distribución lingüística”, lo reconoce Lastra (Ibid, 73). Lo que se corrobora es que
es el valle de Toluca el territorio donde convergen los idiomas otomianos.

Wright por su parte (2005: 28), señala que los antepasados de los otopames ya
habitaban el centro de México desde antes del Preclásico Medio (1200-600 aC.),
época de la consolidación de las primeras sociedades complejas, y además, estos
grupos conformaban la base demográfica, en este mismo periodo, en los valles de
México, en Toluca, el Mezquital y posiblemente en algunas partes de Morelos,
Puebla y Tlaxcala. Autores como Gamio (En Lastra, 2006: 73), sugieren que
Cuicuilco era habitado por los otomíes debido a la similitud de los dibujos de la
cerámica encontrada en el sitio con los bordados del Mezquital, aunque esta
cerámica tiene similitudes con la de Teotihuacan, donde también se ha propuesto a
los otopames como actores importantes en el desarrollo de la urbe en la época de
mayor auge (150 aC. – 600 dC.) (Wright, 2005: 28). Para Orozco y Berra (En Lastra,
2006: 74) la presencia de los otomíes en el Valle de México es muy antigua, anterior
a la de los nahuas. Soustelle (1993: 518) también considera a los otomianos como
antiguos pobladores de este valle. La presencia de grupos de filiación otomiana en
el centro de México antecede a la de los nahuas, por lo menos medio milenio antes
de la llegada de los españoles, pero resulta muy difícil identificar los marcadores
étnicos en ese gran periodo porque, además, estos grupos convivían con otros, por

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lo que existía una relativa homogeneidad cultural (Wright, m/s 2010); es decir, una
cultura plurilingüe del centro de México.

2. LA CONSOLIDACIÓN: XILOTEPEC, EL RIÑÓN DE LOS OTOMÍES

Desde 1500 a.C hasta aproximadamente el siglo XII los grupos otomíes (tanto
otomíes y ocuiltecos como mazatecos, pames y matlatzincas) se alojan
principalmente en el Altiplano Central particularmente en el Valle de Toluca, el Valle
del Mezquital y el que será llamado por Motolinía unos siglos después como su
riñón: Xilotepec.

Estaba conformado por otomíes provenientes de diferentes regiones y


alcanzó un gran poder observado por los españoles a su llegada. Hay diferentes
crónicas en las que se describe a Jilotopec como un lugar preponderante de la
cultura otomí, así Motolinía nos dice: "La cabeza de su señorío creo que es Xilotpec,
que es una gran provincia, y las provincias de Tolan y Otompa casi todas son de
ellos˝ (Benavente, 1941:10).

Este Señorío, Mandenxí en otomí, nombrado también como “riñón de los


otomíes” por Torquemada (1986, I: 32), ubicado al norte del valle de Toluca,
suroeste del de Hidalgo y una parte de Querétaro, se extendía desde la Sierra de
las Cruces hasta lo que hoy es el municipio de Tecozautla, Hidalgo (Lastra, 2006:
93). Es una región de frontera que unía dos regiones otomíes: la oriental y la
occidental.

El señorío de Xilotepec se situaba en la frontera con el imperio purépecha


(Questa, 2004: 18). Rosa Brambila (2013) plantea que fungió como doble frontera,
la de transición entre los grupos chichimecas y los agricultores del Altiplano Central,

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así como, amortiguando los poderes militares asentados en las cuencas de
Pátzcuaro y de México.

"Su historia como provincia fronteriza quizá se remonte al periodo en que


Teotihuacán se consolidó como poderío del Altiplano Central y se expandió
hacia el oeste, mientras que en Chupícuaro, rumbo a El Bajío, se inició un
proceso de expansión hasta encontrar a los de Teotihuacán en San Juan
del Río, al norte del dominio otomí. Después de 600 d.C., en su
especificidad histórica, fue un ámbito de confluencia entre Tula, Hidalgo, y
los señoríos de los valles de Toluca". (Ibid:16).

Gerhard (1986) describe a Jilotepec también como un antiguo reino otomí


(Carrasco establece la existencia de otomíes habitando Xilotepec en la época de
Xólotol) y menciona que estaba comprendida por: Zoyanaquilpa Choapa, Amealco,
Tzinacantepec, Calpulalpan, Nopalla. Tecozautla, Heychiapan, Aculco, Acueltinco,
Techatitla y Timilpan.

Una muestra de la antiguedad de la ocupación de esta región por grupos de


habla otomiana es que su mito de origen señala su procedencia de unas cuevas de
Chiapan.

Torquemada asume que los otomíes eran originarios de Tula y Xilotepec, que
en realidad refiere al mito de origen que la Relación de Querétaro señala y retoma
Acuña:
Al hombre le llamaban Padre Viejo; a la mujer llamaban La Madre Vieja. De
los cuales decían procedían todos los nacidos, y que estos habían
procedido de unas cuevas que están en un pueblo que se dice Chiapa, que
ahora tiene por encomienda Antonio de la Mota, hijo del conquistador, que
está a dos leguas de Xilotepec, hacia el mediodía.

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Reyes Retana (2013:172) nos dice que los trabajos arqueológicos en
Jilotepec son escasos, pero que hay ciertos indicios de ocupación antigua como una
representación de la diosa Xilonen, equivalente a Centéotl, diosa del maíz tierno,
esculpida en piedra negra, aparentemente femenina, con dos mazorcas tiernas
(jilotes) como atributos. Questa (2004) señala que se han encontrado restos
arqueológicos prehispánicos en la región. En lo que hoy es el municipio de Chapa
de Mota, en el cerro Las Ánimas están los sitios llamados Chapa el Viejo y el
Observatorio; en Jilotepec, están los sitios de Canalejas y Los Ídolos. La cerámica
encontrada en estos sitios pertenece al periodo postclásico tardío.

La región de Jilotepec, estaba conformada por dos señoríos: Xilotepec –


Chiapan, que en realidad conformaban una unidad político – territorial (Questa,
2004: 20). Xilotepec como señorío estaba conformado por las siguientes
poblaciones que se sitúan actualmente en los Estados de México, Hidalgo y parte
de Querétaro: en el Estado de México: Acambay, Aculco, Chapa de Mota, Jilotepec,
Polotitlán, Soyaniquilpan, Timilpan y Villa del Carbón. En Hidalgo: Alfajayucan,
Cardonal, Cazadero, Chapantongo, Huichapan, Mixquiahuala, Nopala, Tecozautla,
Tepeji del Río, Tepetitlán y Tula. Querétaro: San Juan del Río.

Después de la caída de Tula, "los otomíes originarios de Xilotepec-Chiapan


se extendieron al noroeste y fundaron un reino cuya cabecera fue Xaltoan que
floreció de 1220 a 1398. Incluía la región de los otomíes de la sierra de Puebla y
Meztitlán" (Lastra, 2006:98). La zona de Xilotrepec-Chiapan, de donde provenían
los otomíes, conservó su independencia en la época del reino de Xaltocan. Los
otomíes de Tlaxcala son posteriores a esa época. Tampoco pertenecía a Xaltocan
la región matlatzinca, pero sí la mazahua.

En la época de formación de la Triple Alianza fue un territorio en disputa. Fue


conquistado por Moctezuma Ilhuicamina (1440-1469), Axayácatl (1469-1481) y
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Ahuízotl (1486-1502), quien aseguró la región. Moctezuma II (1502-1520)
incursiona conquistando Tecozautla. Pese a la insistencia de dominio del lado
tarasco de la frontera, no tuvieron éxito. Los del Valle de México lo articularon al
poderío Tenochca ostentando su logro con la acción de la destrucción de los
templos de Jilotepec y Chapa y asentando en la cabecera a cuarenta mexicanos
(Brambila, 2013: p.17).

Plantea Crespo (2013) que hubo una modificación del orden social en la
provincia de Jilotepec como consecuencia de la conquista y por ser de los pueblos
sometidos a la Tripe Alianza. Explica que en textos del Bajío Oriental (refiriéndose
a un territorio de raíz otomiana, ubicado en los actuales estados de Querétaro y
Guanajuato, entre los ríos San Juan al oriente y Laja al occidente, el punto de
referencia al sur es Acámbaro y al norte San Luis de la Paz) se encuentran
evidencias de movimientos poblacionales desde diferentes regiones otomíes, con
destino a las antiguas tierras chichimecas, que tienen como protagonistas a
caciques de Jilotepec. La dispersión de los asentamientos con un patrón de familias
en viviendas que se establecían al lado de sus tierras de cultivos y no cerca de los
centros políticos-religiosos, implicó dificultades para los españoles para proveerse
de mano de obras, servicios y para la evangelizción y el establecimiento del nuevo
orden que establecía la Iglesia. Por lo que en Jilotepec se instauraron rápidamente
encomiendas.

Desde 1824, Jilotepec es un municipio del Estado de México, pero sufrió


reducciones en su extensión territorial, tanto por la creación del Estado de Hidalgo,
como la de otros municipios. Como se advierte en los nombres de los pueblos otrora
pertenecientes a la alcaldía de Jilotepec, muchos de ellos son hoy municipios del
Estado de México o de Hidalgo. Actualmente, Jilotepec, además de ser un municipio
con extensión precisa, su cabecera municipal es sede de otras jurisdicciones, como
la judicial o la electoral, que no coinciden con la demarcación municipal (Reyes,
2013: p168).

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3. REINOS OTOMÍES Y SU RELACIÓN CON OTROS GRUPOS: XALTOCAN, XILOTEPEC-
CHIAPAN, TEOTLALPAN, MEZTITLÁN, TUTOTEPEC

El registro histórico de los otomíes en época prehispánica es posible gracias a las


relaciones y contactos que tuvieron con otros pueblos que dominaron la región del
Altiplano Central. Muchos de ellos, que transitaron hacia el centro de México,
provenían del señorío de Xilotepec - Chiapan y se extendieron por toda la región. A
partir de la fundación por pueblos tolteca-chichimecas del centro político
administrativo con mayor influencia en la región - Tula -, los otomíes fueron testigos
del descenso de un gran número de grupos étnicos que los obligaron a dispersarse
hacia otras regiones. Diversos bandos de estos se diseminaron hacia el Valle del
Mezquital y la Sierra Madre Oriental, donde fundarían algunos señoríos importantes
como Metztitlán y Tutotepec, alejados de la influencia y poder de grupos nahuas
(Lorenzo Monterrubio, 1996:31).

Una de esas facciones se estableció en el Valle de México y fundó Xaltocan,


capital política de las regiones otomíes en el Mezquital, la Teotlalpan, la Sierra Norte
de Puebla y Metztitlán (Arroyo, 2001:28); este reino llegó a tener influencia hasta el
norte en la frontera mesoamericana y al sur más allá de Xochimilco. Metztitlán
quedó incluido dentro de los dominios de este nuevo centro, constituyendo el punto
fronterizo más septentrional. Xaltocan se estableció como una cabecera que dominó
la cuenca de México entre 1220 y 1395, aunque

Xaltocan dominó el Valle de México durante el periodo Postclásico,


floreciendo de 1220 a 1398 y siendo considerado uno de los más importantes
señoríos junto con Cuauhtitlán y Azcapotzalco; expandió su dominio territorial hasta
la Sierra de Puebla liderado por grupos chichimecas (Cantú, 1953: 1906).

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Fue con Azcapotzalco con quien se enfrascó en una prolongada guerra
desde el siglo XII siendo derrotados por los tepanecas que dirigían este señorío en
1395. Xaltocan permanecerá despoblado hasta 1435 cuando varios grupos,
otomíes entre ellos, conforman un poblado de mediana importancia regido por los
mexicas.

Otro exilio y dispersión otomí comenzó después de que los tepanecas de


Azcapotzalco absorbieran Xaltocan. Esta segunda diáspora extendió la presencia
otomí hasta Yahualica en la Huasteca hidalguense y permitió su establecimiento en
Metztitlán, al norte de Ixmiquilpan: “Las huellas de Tzompantzin nos indican que
huyó hacia la sierra de Metztitlán y bajo sus pies otra vez vemos el glifo de la noche
que nos indica que huyó de noche. Así vemos a los mexica y a los tepaneca tratando
de quitar esta región [Xaltocan] a los chichimecas” (Códice Xólotl, 1980).

Después de dispersión de la población frente a la caída deTula se origina el


señorío de Metztitlán. Algunos grupos chichimecas que merodeaban la frontera
tolteca aprovecharon para poblar Tlaxcala y la Sierra de Puebla, incorporando
algunos elementos culturales de pueblos otomíes (Lameiras, 1969: 44-45).

Este señorío ya había sido fundado en 1272, pero alcanzó un mayor estatus
político y estratégico varios años después cuando Xaltocan es dominado por los
tepanecas y Metzitlán se convierte en el refugio de los últimos nobles exiliados.
Desde 1395, Metztitlán se establece como un señorío independiente, sucesor
directo del reino de Xaltocan (Vergara Hernández, 2005). Se constituye como una
población heterogénea y pluricultural: tepehuas, totonacas, nahuas y otomíes
conviven y disfrutan de las bondades de un territorio fértil incluso durante el auge
del imperio azteca, quienes nunca lograrán someter o conquistar a este señorío.

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Después de la conformación del señorío de Metztitlán, éste seguiría
tributando al reino de Xaltocan. Casi un siglo después, Tezozomoc, rey de
Azcapotzalco, destruye Xaltocan con ayuda de los mexicas por lo que un gran
número de otomíes migran hacia Metztitlán, Tutotepec y Tlaxcala, incluyendo al rey
de Xaltocan, Tzompantzin. Estos nuevos señoríos se constituyen como
independientes librándose del poder de los tepaneca de Azcapotzalco (Carrasco,
1986: 260; Davies, 1968: 50).

Después de la caída de Xaltocan, el rey de Metztitlán fue reconocido en


adelante como el jefe de todos los chichimecas, como el heredero de Xólotl. Como
dice Fray Nicolás: “este señor universal de Metztitlán es el señor universal de todos
los chichimecas, y así todos le tienen respeto, hasta los chichimecas de guerra”
(Cantú, 1953: 232). Se consolida, de esta manera, la independencia de Metztitlán,
que surge como un Estado más fuerte y poderoso.

Sin embargo, el señorío independiente de Metztitlán se ve supeditado a la


supremacía azteca, lo cual tiene consecuencias en los cambios poblacionales que
afectaron particularmente a la población otomí. Tal como sucedería en siglos
posteriores, los mexicas reubicaron a los pueblos recién conquistados y forzaron a
los otomíes a emigrar buscando escapar del dominio mexica. En el periodo del
contacto, todos los otomíes estaban sujetos a la Triple Alianza, con excepción de
los refugiados en Michoacán y Tlaxcala, y los de los señoríos independientes de
Metztitlán, Huayacocotla y Tototepec en la Sierra de Puebla (Carrasco, 1986: 273).

No se sabe con certeza quienes fueron los pobladores originales de la región


de Metztitlán, aunque se sabe que fue un área con heterogeneidad racial y cultural
(Lorenzo Monterrubio, 2014: 19-22). Algunos autores mencionan que fue habitada
por los tlaxcaltecas (Grijalva, 1985: 77) y otros mencionan que fue poblado por un
grupo de otomíes con elementos olmeca-xicallancas que mantenían contacto con
el Valle de Puebla-Tlaxcala: “los otomíes constituían un elemento rural o rústico,
mientras que los olmecas formaban un elemento civilizador” (Davies, 1968: 23).
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Hay entonces un consenso de la presencia fundamental de otomíes en
Metztitlán además de un grupo nahua influyente. Por ejemplo, José Guadalupe
Victoria (1985:35) piensa que existieron básicamente dos grupos bien definidos en
la zona, “los otomíes en la zona de la Vega, y los nahuas al norte”, teniendo como
vecinos al oriente a los huastecos y a los tepehuas. Más al norte, en los límites de
la Huasteca y asentados en la frontera chichimeca los otomíes tuvieron presencia
en Xilitla, Chapulhuacán y Chichicaxtla. La relación de otomíes con chichimecas fue
continua y siempre hubo una mezcla de elementos culturales compartidos entre
ambos grupos étnicos. Es decir, los chichimecas invasores se ‘convirtieron’ a la
cultura otomí, y estos últimos presentaban una mezcla de elementos
mesoamericanos y ‘nortemexicanos’, mezcla que se evidenciaba en Metztitlán.

Metztitlán fue un espacio privilegiado para el asentamiento de grupos


humanos debido a la fertilidad de sus tierras y la abundancia de agua, así como la
posición estratégica y el paso natural que une a la región norte de la Huasteca con
la región sur del Altiplano; por ello, fue un área codiciada por mexicas y pueblos del
Golfo (Lorenzo Monterrubio, 2014: 22-26). Su ubicación, además representó un
problema para el poder mexica ya que, por su posición contestataria, obstruyó las
vías de comunicación hacia el Golfo. Comprendía buena parte del actual estado de
Hidalgo y una porción de Veracruz: ‘limitaba al sur con los pueblos de Atotonilco,
Actopan e Ixmiquilpan, al oeste con Zimapán, al norte con los de Oxitipa (hoy Ciudad
Valles) y Huejutla y al este con Huayacocotla’ (Victoria, 1985: 34).

Por ello, Metztitlán estaba en una constante lucha para conseguir la


hegemonía política de un vasto territorio en la que participaban tanto señoríos
independientes como señoríos sometidos y tributarios. Hay registros de que
Metztitlán luchó contra los señoríos de Tenochtitlan, Tlaxcala, Ixmiquilpan, Actopan,
Chapulhuacán y Huayacocotla que constituyó una barrera de territorio azteca entre
Tototepec y Metztitlán y Tzicoac (Davies, 1968: 34-35)

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Cabe aclarar que en todos estos señoríos existía población otomí que
destacaba por sus habilidades para la guerra y comúnmente eran empleados por
los mexicas para participar debido a su reputación como ‘mercenarios’: ‘los
llamaban otomíes por ser valientes en la guerra, que son como los tudescos que
mueren y no huyen’ (Carrasco, 1986: 128).

Los conquistadores identificaron la potencialidad de Meztitlán y, ya fuera por


la vía de las armas o por el convencimiento de unir fuerzas para derrotar al enemigo
mayor mexica, los hicieron aliados.

La opresión tepaneca tuvo como respuesta la conformación de la Triple


Alianza, estrategia política orquestada por los mexicas quienes pronto dominaron
toda la región del valle de México. Una vez en el poder, los mexicas reubicaron a
los otomíes en determinadas regiones como emisarios nahuas de forma que
pudieran consolidar su dominio en los territorios recién conquistados. Así, la
mayoría de los otomíes se mantuvo bajo el yugo mexica a excepción de los señoríos
independientes de Michoacán, Tlaxcala, Metztitlán, Huayacocotla y Tutotepec
(1968:35).

En Michoacán es probable que los otomíes hayan estado involucrados en la


construcción de algunas ciudades, templos o basamentos del periodo postclásico,
alrededor de le época de la conquista. Estas construcciones – que encuentran su
ejemplo paradigmático en San Felipe de los Alzati - pueden haber sido erigidas por
los tarascos, en esos entonces acosados por pueblos matlatzincas y aztecas.

3.1 LA DIÁSPORA OTOMÍ Y EL ESTABLECIMIENTO DE FRONTERAS Y RELACIONES

INTERÉTNICAS

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De acuerdo con Escalante (1989: 24-25) es probable que los movimientos otomíes
hacia el sur (Xochimilco y Tlaxcala) hayan ocurrido en el Posclásico, ocupando la
zona desde 1500 a.C. en adelante. En este periodo, es más probable que haya
sucedido su encuentro con los protagonistas toltecas debido a la ubicación en donde
estos últimos alojan su cabecera política.

Durante el Clásico los grupos otomíes tuvieron que convivir con nahuas y
totonacos. Es posible, de acuerdo con Jiménez Moreno, que el grupo en el poder
en ese momento fuera de filiación nahua pero no se sabe con precisión las formas
en que tomaron el poder. En la época de esplendor del reino teotihuacano, los
otomíes debieron haber quedado inmersos en la órbita de tributación, ya fuera como
un minúsculo cinturón aldeano agricultor o incluso como parte del grupo dominante.

Entre los siglos X al XII la mayoría de los otomíes quedaron subordinados a


los invasores y grupos guerreros que se instalaron en la zona del Altiplano Central.
Como comenta Guzmán (2012:18), los chichimecas de Texcoco lograron en un
plazo corto que los señoríos otomíes de Otumba, Tepotzotlán, Tulancingo,
Pahuatlán y Papaloticpac les pagaran tributo negociando sus territorios y zonas de
influencia. En el caso del estado aristocrático de Tlaxcala, los gobernantes de
filiación nahua emplearon a los otomíes del oeste de Huamantla como soldados
para edificar y proteger sus murallas.

La zona de Michoacán se constituyó como una región de frontera intercultural


debido a la intensa lucha entre los poderes mexica y tarasco por el control de este
territorio, Guzmán (2012) comenta que al menos seis lenguas se hablaban en esta
zona: tarasca, otomí, mazahua, matlatzinca, pame y náhuatl. Los grupos otomíes
se vieron involucrados en esta disputa y participaron activamente para ambos
bandos en colaboraciones bélicas o vasallajes y tributaciones, teniendo una intensa
interacción con vecinos de grupos étnicos ajenos al otomí. Por ello, su adaptación
a esta dinámica intercultural debe entenderse como una técnica de supervivencia y

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una intención de mantener una identidad cultural propia en un escenario de
dominación y sojuzgamiento:

“El carácter de en constante lucha por ampliar sus territorios y controlar


espacios vitales que aseguraran su subsistencia, fue lo que posibilitó el
intercambio lingüístico entre ellos, así como la adopción de imaginarios,
prácticas y costumbres similares.” (Guzmán, 2012)

A partir de las políticas territoriales instauradas por los diversos estados


mexicas en el poder, los otomíes comenzaron su dispersión a zonas limítrofes de
sus antiguos territorios donde les permitieron cultivar y vivir bajo la sujeción de otros
gobiernos. Tal fue el caso de aquellos que se dirigieron hacia la provincia de
Mechuacan entre 1360 y 1420, región donde se intensificó la presencia otomí
durante el siglo XIII.

En el momento en que la Triple Alianza ocupa la hegemonía en el Altiplano


Central muchos pueblos otomíes quedan dentro de su espectro de dominación, si
bien hay otros que se refugian en Metztitlán y Tlaxcala, así como la región tarasca.
Este parece ser el origen de las aún vigentes pero aisladas comunidades otomíes
en regiones con mayorías étnicas no – otomíes, acompañados por otomíes de otras
regiones o incluso por otros grupos étnicos como los matlatzincas. Una de estas
localidades - San Juan Ixtenco en Tlaxcala – parece haberse consolidado con las
últimas diásporas en la época prehispánica que llegan a Huamantla procedentes
quizás de Actopan. Por otro lado, la región de Zitácuaro en Michoacán y
particularmente San Felipe de los Alzati parece fortalecer su identidad otomí al
mantener un contacto activo con grupos otomianos del territorio que ahora ocupa el
Estado de México como los matlatzincas, mazahuas y tlahuicas .1

1Escalante comenta que es en este periodo cuando probablemente se haya generado la mancha de
hablantes de otomí que existe en Jalisco hasta el siglo XIX.
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Para el caso de Tlaxcala, parece que los otomíes llegaron de oriente,
posiblemente de Actopan y Zumpango, hacia la zona de Huamantla y
posteriormente se dispersaron en la región hasta limitarse a permanecer en la
localidad de Ixtenco (Weitlaner, 1950). En esos alrededores se han encontrado
algunos vestigios prehispánicos - cerámica, ídolos, algunos cimientos -, que hacen
suponer que ya existían algunos pueblos otomíes en la región (Cajero, 2009).

Si bien algunos autores como Guzmán Pérez (2012) establecen que la


presencia de grupos otopames en el actual territorio michoacano puede remontarse
al Clásico, parece que los primeros contactos con los tarascos se debieron tanto a
las migraciones en búsqueda de mejores condiciones de vida como a la conquista
y expansión militar tarasca en la región. Debido a la disputa entre los reinos tarasco
y nahua por el control político los grupos otopames debieron alternar entre su
adscripción a cualquiera de ambos poderes, luchando contra los grupos opuestos y
pagando tributo a cambio de asilo. Sin embargo, es importante destacar que desde
entonces los grupos otomianos lograron sobrevivir y mantener mucho de su lengua,
costumbres y tradiciones a través de la adaptación ante los cambios políticos y
territoriales que se gestaron antes, durante y después de la Conquista. Por ello, se
considera que entre los hechos más significativos de los otomíes del siglo XVI está
la expansión territorial que llevaron a cabo hacia el Bajío, como Querétaro y
Guanajuato (Wright, 1997: 235).

Es sabido que muchos otomíes vivían junto con otros grupos en el centro de
México durante la hegemonía mexica antes de la Conquista. Algunos grupos de
otomíes no numerosos, aquellos que vivían cerca de los límites hacia al norte donde
se localizan los estados de México e Hidalgo, empezaron a desplazarse hacia los
estados de Querétaro y Guanajuato en virtud de que habían mantenido relaciones
comerciales de tiempo atrás con los chichimecas pames que habitaban los valles.
Estos grupos otomíes lograron evadir no sólo al estado mexica sino, durante los
inicios del dominio español, el pago de tributo a los encomenderos y la imposición

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de la nueva religión cristiana (Wright, ibid: 236). Posteriormente, hacia 1540-1550,
debido a la expansión e introducción de la ganadería por los españoles a la región,
los otomíes debieron incorporarse al sistema tributario español; es el tiempo de la
creación de los cabildos indígenas y la fundación de nuevos pueblos otomíes como
San Miguel (de Allende), Querétaro, Apaseo, Xichú y Puxinquia (ibid).

El investigador David Charles Wright Carr, arroja una importante aportación


en la elaboración de un análisis sintético de la prehistoria e historia temprana de los
grupos indígenas que tienen una presencia histórica en el Centro – Norte de México,
abordando la época prehispánica y principios de la Novohispana.

Se enfoca en la región del Bajío, lo que hoy es el sur del estado de


Guanajuato, el poniente del estado de Querétaro, el norte de Michoacán y el oriente
de Jalisco.

Habla de una región de fronteras. Durante la última parte de la época


Prehispánica y principios de la Novohispana, el Bajío coincidía con el límite
septentrional de las culturas de tipo mesoamericano, con asentamientos urbanos
de diversas jerarquías políticas, una economía basada en la producción de plantas
cultivadas como maíz, frijol, calabaza, jitomate, chile, etc., así como una serie de
rasgos culturales definitorios como los basamentos troncopiramidales escalonados
para templos, el juego de pelota, libros pintados, un calendario que combinaba una
cuenta anual con otra, de carácter adivinatorio, de 260 días (Wright, 2014:3).

Esta frontera cultural, que corría de Oriente a Poniente, era altamente


permeable y fluctuaba a lo largo de los siglos. Había también otra frontera, que
corría de Norte a Sur, que separaba los hablantes de dos grandes familias
lingüísticas. En la parte oriental del Bajío, así como las regiones vecinas, vivían
hablantes de lenguas otopames, incluyendo a los otomíes mesoamericanos, los
pames – un grupo chichimeca que compartía algunos elementos culturales con sus
vecinos otomíes – y los chichimecos jonaces, que eran cazadores y recolectores.

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En aquellos tiempos emergieron las protolenguas que darían origen a la
diversidad lingüística que conocemos por las fuentes históricas (Wright, 2014:7). El
idioma proto – otomangue probablemente se hablaba desde el Valle de Oaxaca
hasta lo que hoy es el norte del estado de Guanajuato y el sur de San Luis Potosí.
Los hablantes del proto – otomangue que vivían hacia el Sur participaban en la
transición hacia la vida aldeana y agrícola, mientras que los del Norte seguían con
su vida nómada de cazadores y recolectores. En algún momento entre el sexto
milenio y el tercero, el proto – otomangue se separó en una variante meridional,
ancestral a la familia zapoteca, chinanteca, amuzga, mixteca, popoloca y tlapaneca,
así como una variante septentrional, ancestral a la familia otopame, que en tiempos
de la Conquista española se hablaba en el Altiplano Central, el Bajío y regiones
anexas. A su vez, el idioma proto – otopame se dividió en una rama meridional, de
la cual descienden las lenguas de los otopames mesoamericanos – los otomíes,
mazahuas, matlatzincas y ocuiltecos – y otra rama septentrional, de la cual se
derivan las lenguas de los otopames seminómadas (los pames) y nómadas (los
chichimecos jonaces).

Es difícil fijar con precisión el tiempo en que se dio el poblamiento del centro
de México hacia el Valle del Mezquital como región periférica. En la investigación
de López Aguilar y Patricia Fournier (2009), en términos arqueológicos destacan
que los asentamientos muestran una vinculación clara con los recursos del entorno
físico-ambiental, pues las ocupaciones básicamente se ubican en las proximidades
de cauces y manantiales, es decir, evidencian un patrón de disposición espacial
que, como modelo, fue planteado y fundamentado por Sanders y sus colaboradores
para la cuenca de México (Sanders et al., 1979) con sitios con evidente nucleación
y arquitectura monumental como Chingú (Municipio de Atitalaquia), El Mogote de
San Bartolo (Municipio de Chapantongo), El Calvario (Municipio de Tepetitlán), el
Jagüey, en Nopala, y otros en el Municipio de Tula que corresponden a aldeas con
varios conjuntos residenciales (Díaz, 1980; Fournier, 2007; Polgar, 1998; López
Aguilar et al., 1998; Mastache y Crespo, 1974). Las características del asentamiento
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de San Bartolo indican que, aproximadamente entre 200 y 550 dC, en el Mezquital
se consolida un modelo simbólico-espacial-ritual propio de Teotihuacan; sin
embargo, la distribución de los asentamientos que datan del apogeo del periodo
Clásico apenas rebasó los límites de la región de Tula hacia el norte.

En la transición del periodo Clásico al Epiclásico se incrementó la población


y el número de centros nucleados con arquitectura cívico-ceremonial, se ubicaron
en mesas (sitios Xajay, así como en la subregión de Tula los de Xithi, El Águila, La
Mesa, Batha, Magoni y Atitalaquia) y en lomas de pendiente suave o valles
(Chapantongo-Los Mogotes, San Gabriel y Tula Chico) (Fournier y Bolaños, 2006).
Tal vez fue una política de permisibilidad, posiblemente reforzada por los nexos de
parentesco, la que, ante la oportunidad de un territorio franco para ocupar y explotar
recursos naturales y desarrollar prácticas agrícolas, provocó una movilización de
grupos de linaje que arribaron al Valle del Mezquital desde la cuenca de México, el
Bajío y la región de los lagos al oeste en el marco de la diáspora teotihuacana (v.
Fournier, 2007; Torres et al., 1999).

Los nuevos emplazamientos en la sub región de Tula se fundaron en la


cercanía de los centros del periodo Clásico afiliados con lo teotihuacano, pero
también en esa época, y quizá como consecuencia de esa misma diáspora, se tiene
la primera evidencia de ocupación en el Mezquital Árido, en la Teotlalpan, con
asentamientos que se encuentran en las inmediaciones del río Tula (Mesa Tanthé
en Chilcuautla y Boxaxum en Ixmiquilpan).

En la misma línea de investigación, López Aguilar y Patricia Fournier (2009)


mencionan que antes del apogeo del periodo Clásico en la cuenca de México,
losterritorios del Mezquital ya eran conocidos por grupos de Teotihuacan, demanera
que se fincaron las zonas vacantes, tal vez mediante un procesode segmentación
de linajes desde la Ciudad de los Dioses con pobladoresque, muy probablemente,
incluían a sujetos de filiación otopame.

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El establecimiento de los otomíes en lo que hoy se conoce como Sierra Norte
de Puebla ocurrió de manera "tardía", si se compara con el proceso histórico del
propio pueblo en el Centro de México. Para delimitar nuestra región de estudio,
consideramos pertinente la división propuesta de García Martínez (1987), quien
subdivide el amplio espacio de la sierra en tres regiones, considerando los procesos
históricos de poblamiento y su configuración como espacio de relaciones en donde
se fueron integrando elementos culturales específicos (García Martínez, 1987; 32):

1) Región occidental (influencia teotihuacana-texcocana): En época prehispánica la


sierra se encontraba en medio de dos núcleos fundamentales de la civilización
mesoamericana: la Costa del Golfo y el Altiplano, específicamente Teotihuacán, un
enlace entre los pueblos del Altiplano y la costa. El poblamiento del Altiplano se dice
que vino de la costa y a través de la sierra. Sin embargo, fue durante el Clásico que
se desarrolla un estrecho intercambio entre la sierra con la cultura teotihuacana.
Algunas fuentes, como Torquemada, sugieren incluso que las pirámides de
Teotihuacan fueron construidas por totonacos. Por evidencias arqueológicas se
sabe que en los siglos II y III dC. había dos rutas, una que atravesaba Tulancingo
hasta llegar a Tajín; la otra por Tlaxcala. Durante la hegemonía de Teotihuacán,
parece que la población en esta región era predominantemente totonaca. Sin
embargo, con el tiempo hay un proceso de reconfiguración étnica. Esta región es
de especial interés para nosotros porque fue donde se establecieron los grupos
otomíes -entre otros grupos-, a lo largo de la antigua ruta comercial que conectaba
la costa con el centro y en la actualidad forma parte de la carretera que conecta
Tulancingo con Tuxpan (Carretera México-Tuxpan).

2) Poblamiento septentrional (Totonaco). Debe considerarse también Tajín como un


centro de dominio cultural importante, coetáneo a Teotihuacán. Las lenguas que se
hablaban durante este periodo, al menos reconocidas fueron el huasteco
(relacionado con el maya), el totonaco, mazateco-popolocas y mixteco (ambos
pertenecientes al tronco otomague), y el tepehua (emparentado con el totonaco),
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dado que se estas lenguas se hablaban en Teotihuacan, por lo menos. Después de
la caída de Teotihuacan (750 dc), la ciudad de Tajín cobró apogeo. Las rutas de
intercambio se reordenaron de acuerdo a las necesidades considerando el centro
urbano como su eje. Otros centros fuera de la sierra que cobraron importancia en
este periodo fueron Xochicalco y Cacaxtla. Para este periodo, Torquemada relata
que durante el reinado del segundo señor totonaca (800-880dc) llegaron unos
chichimecas pobres y rústicos que se asentaron en un lugar llamado Nepoalco a
seis leguas de Mixquihuacan (cerca de Zacatlán) y convivieron con los totonacas
del lugar, asimilando su cultura, aunque García propone que no fueron chichimecas
sino huaxtecos pues no han sido mencionados en otras fuentes que mencionan la
migración chichimeca. Sin embargo, hubo otra serie de migraciones relacionadas
con el florecimiento de otro centro muy importante de la Cuenca de México: Tula.
Esta región fue la más alejada del centro de México y por tanto, de la influencia de
las culturas del centro. Su población es predominantemente totonaca.

3) Poblamiento oriental (olmeca-xicalancas) provenientes de la costa, entraron por los


valles de Puebla a lo largo de la cuenca del Atoyac. Esta región que constituía el
enlace entre la Sierra y Tlaxcala sufrió de un fuerte proceso de movilidad
demográfica a consecuencia de la lucha constante entre la Triple Alianza y Tlaxcala
en los tiempos previos al contacto español. La estrategia por parte del imperio
mexica para cortar los enlaces comerciales de Tlaxcala, derivó en que las zonas de
frontera con ésta última se despoblaran, movilizando a su población hacia distintos
lugares de la sierra.

La región otomí poblana

La región occidental de la Sierra vivió durante la época prehispánica múltiples


oleadas de pueblos de filiación étnica chichimeca, otomí, nahua, entre otras. La
complejidad para comprender el proceso de poblamiento otomí deriva que no hay
una plena identificación de la adscripción étnica de los migrantes. Antes de hablar

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de las migraciones en la región occidental de la Sierra, principalmente de
"chichimecas", es necesario hacer dos precisiones. La primera es que las fuentes a
menudo se contradicen para determinar la filiación étnica de los migrantes. La
segunda, es que el término chichimeca aludió a una serie de grupos, tanto cercanos
como alejados de una cultura de rasgos mesoamericanos. Para aclarar este
galimatías, Carrasco se apoya en Sahagún quien realiza un catálogo etnográfico de
todos los distintos pueblos del país. En dicho catálogo, el fraile nos dice que había
tres tipos de chichimecas.

... El primero eran los teochichimecas, recolectores-cazadores


independientes. Otros chichimecas eran los tamimes, que vivían entre otros
pueblos; aunque eran cazadores, también cultivaban y, además de su propia
lengua, hablaban la de sus vecinos, nahua, otomí y huaxteco. El tercer tipo
de chichimecas eran los otomíes cuya cultura describe en cierto detalle y
típicamente mesoamericana. Conforma es esta descripción, es obvio que los
hablantes de otomí eran no sólo los otomíes propiamente dichos, sino
algunos chichimecas tamimes que lo hablaban además de su propio idioma.
Probablemente, en algunos de estos grupos acabó pro predominar el otomí
y se perdió el uso del chichimeca (Carrasco, 1998:30).

La primera migración al centro de México ocurrió durante la decadencia de


Tula. El caudillo Xólotl guió la primera gran migración de chichimecas hacia la región
de Tula y posteriormente hacia Texcoco. Según Ixtlixóchitl, provenía del norte y
tenía lazos con la Huaxteca2. Una vez asentado en Texcoco prosigue su expansión
hacia la Sierra por el norte y oriente. Proclamó como su territorio una amplia franja
que corría desde el Pico de Orizaba (Poyauhtecatl) hasta Tutotepec, poblando "por
la parte de adentro de las sierras".

2Carrasco cita a Soriano para señalar que los chichimecas de Xólotl hablaban pame (Carrasco, 1950,
244).
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En una nota al pie, García Martínez compara las versiones de Ixtlixóchitl y
Torquemada. Para el primero, los lugares que ocupan en la sierra son
Xiuchtecutitlan (¿Xiutetelco?), Zacatlán, Tenmitec, Huauchinango y Tututepec. Para
Torquemada, los lugares que ocuparon fueron Zacatlán, Hahuchinango y
Tututepec, a los que designaron como "tierras chichimecas". Para García Martínez,
es probable que estas tierras sólo fueran informalmente ocupadas, mientras que
Tulancingo, un centro importante por su situación geográfica, sí formó parte de su
dominio. (García, nota 54; pp 52). Esta primera migración estaba compuesta
probablemente por chichimecas y toltecas, los chichimecas de tradición cazadora-
recolectora, tamimes (chichimecas mesoamericanizados) y otros pueblos
mesoamericanos aliados, tanto nahuas (acolhuas) como otomíes. Ello explicaría por
qué en las dos parcialidades de Tulancingo había una parte nahua y otra otomí3
(Carrasco, 1998;30). La hegemonía de Tula fue breve, aproximadamente hacia el
último tercio del s XII.

Hacia el s. XIV, ocurrió algo que fortaleció la posición del centro de México
como núcleo hegemónico. Los tecpanecas, uno de los grupos de origen chichimeco
y con asiento en Azcapotzalco, junto con los mexicas, sometieron Texcoco y
conquistaron un amplio territorio hasta Tulancingo (1419). El reinado fue breve, pues
cayó hacia 1430 bajo el yugo de texcocanos y mexicas. Ixtlixóchitl menciona que
los texcocanos llegaron hasta Tulancingo y Tututepec, Huauchinango, Xicotepec y
Pahuatlán, o sea las localidades serranas del camino de Tuxpan. En esta etapa,
Quinantzin, nieto de Xólotl es quien pacifica. Después Netzahualcóyotl, gobernante
de Texcoco enfrenta dos rebeliones en Tulancingo (1450) y conquistó
Huauchinango, Xicotepec, Pahuatlán y la provincia de Tuxpan...". Entre sus

3Hasta la fecha, uno de los barrios del centro de Tulancingo se le nombra como el “barrio otomí”. Ahí
se ubica la Parroquia de Nuestra Señora de los Angeles, adonde acuden los otomíes de Santa Ana
Hueytlalpan en peregrinación durante varios días del mes de mayo en ocasión de los ‘costumbres’
dedicados a las cruces.
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partidarios estaban Tulancingo, Tututepec y Zacatlán. Tulancingo quedó finalmente
bajo el poder de Texcoco. (García Martínez, 1987; n al pie 60, pp 55).

En el año de 1460 la Triple Alianza emprende un proceso de conquista de la


sierra. Ello le daría una posición muy ventajosa contra Tlaxcala, procurando
bloquear todas sus rutas comerciales y ahogarlo económicamente, y facilitar el
proceso de conquista. Este proceso quedó interrumpido por la llegada de los
españoles al centro de México.

Los tres señoríos independientes al imperio mexica fueron Tlaxcalla,


Meztitlán y Tutotepec. La región occidental de la sierra tuvo una evidente influencia
texcocana por la presencia continua de Texcoco sobre ella, lo que pudo propiciar
que la población nahua creciera y se consolidara mientras que la otomí
permaneciera más o menos marginal. Sin embargo, su extensión territorial seguía
coincidiendo, como desde los tiempos teotihuacanos y toltecas, con la ruta a Tuxpan
y sus áreas aledañas.

Con la conquista española, la región occidental de la sierra en general se


mantuvo exenta de encuentros violentos con los españoles, a diferencia de otras
partes. Ello se explica porque quedó bajo el control de Ixtlixóchitl, el aliado
texcocano de los españoles. El sometimiento del vecino Tutotepec fue resultado de
una empresa diferentes, que empezó en 1521 y concluyó hasta 1524 por Bernardino
Vázquez de Tapia.

4. EVIDENCIAS MATERIALES DE LA PRESENCIA OTOMÍ EN EL CENTRO DE MÉXICO

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4.1 Evidencias arqueológicas

Son pocos los registros arqueológicos que dan una muestra contundente de la
presencia otomí en época prehispánica a partir de restos materiales. Un caso
polémico es el que se refiere a la cerámica Coyotlatelco, cuya manufactura es
atribuida a los otomíes, por lo que su aparición en sitios como Teotihuacan;
Azcapotzalco, Tenayuca se interpreta como muestra de presencia otomí. Se piensa
que se origina el en Valle de México, de posible origen tepaneca (correspondiente
a la parte otomí), sin embargo, hay investigadores como Braniff (1972) que hablan
de antecedentes de ésta en el Norte (Guanajuato, Zacatecas, Durango y en el
Altiplano Potosino) (Carmona, 1985: 118, 119).

Piña Chan (en Lastra, 2006) plantea que los otomíes que usaban cerámica
coyotlatelco, influenciados por los teotihuacanos, desarrollaron nuevos estilos
después de la caída de la ciudad. Otra de sus interpretaciones, también polémica,
es que la presencia otomí en Teotihuacán era contundente, esto a partir de los
simbolismos fusionados encontrados en muchos de los frescos como la pintura
facial, la vestimenta, los sacrificios y sección de miembros, las plantas desérticas,
el pulque, instrumentos de caza, posibles representaciones del Dios del Fuego. Y
más allá, atribuye su presencia no sólo a los inicios de la ciudad, sino desde el
Preclásico, introduciendo sus rasgos culturales. (Piña Chan, 1999).

Fournier (2006) a partir de análisis de ADN confirma que, en la región de


Tula, los habitantes eran genéticamente otomíes al menos desde el Epiclásico.
Comparando la población de un asentamiento del Epiclásico de Tula relacionado
con este tipo de cerámica, cercano a Teotihuacán, no encuentra relación genética
con la población otomí de esta ciudad. Descarta la teoría del origen norteño de la
cerámica y atribuye sus coincidencias a procesos de interacción.

Por su parte, Wright (2014:9), para la región del Bajío, habla acerca de la vida
sedentaria donde expone que los primeros asentamientos mesoamericanos del

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Bajío se establecieron hacia mediados del primer milenio a.C. Es muy conocida y
admirada la cerámica funeraria del Bajío oriental, producida entre 600 a.C. y 200
d.C., durante los periodos Preclásico Superior (600 – 200 a.C.) y Protoclásico (de
200 a.C. a 200 d.C.). En la literatura arqueológica se suele hablar de una “cultura
Chupícuaro”, asociada con este estilo, porque fue en las excavaciones en
Chipícuaro, en el valle de Acámbaro, donde fue detectada por primera vez. En
realidad, esta cerámica es una manifestación regional de un estilo que se extiende
desde el norte de Michoacán hasta Tlaxcala y desde el Valle de Morelos hasta el
noroeste de México, pasando por el centro urbano de Cuicuilco en el Valle de
México.

Hacia el siglo VI a.C. aparecieron los primeros asentamientos


mesoamericanos, con cerámica y arquitectura monumental, en el Valle del
Mezquital, el Valle de San Juan del Río y el Bajío oriental. Entonces se hablaba en
el Altiplano Central una lengua proto – otomí – mazahua y otra proto – matlatzinca
– ocuilteco. Ambos grupos otopames son candidatos de haber sido los pobladores
sedentarios iniciales del Bajío oriental.

En el Bajío surgieron varios centros rectores con arquitectura monumental,


predominando los complejos con patios cerrados, integrando plataformas
perimetrales rectangulares con basamentos escalonados, tal vez inspirados en la
volumetría del conjunto teotihuacano llamado la Ciudadela, donde se encuentra el
Templo de Quetzalcóatl, y en otros complejos arquitectónicos de esta metrópoli
(Wright, 2014:11). Los sitios de mayor jerarquía de estos periodos a juzgar por el
volumen de sus construcciones, fueron Tepozán (al sur de Querétaro), San
Bartolomé Aguascalientes (al oriente de Apaseo el Alto), San Miguel Viejo (al
poniente de San Miguel de Allende), Peñuelas (al sur de San Felipe), Peralta
(también llamado El Divisadero, al noreste de Abasolo) y Loza de los Padres (al
sureste de León). También hay arquitectura monumental en los asentamientos de
segundo rango, en tres sitios: Plazuelas, en las faldas de la Sierra de Pénjamo,

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Cañada de la Virgen, al poniente del río Laja en el sur del municipio de San Miguel
de Allende, y El Cóporo, en la región conocida como el Gran Tunal, en la frontera
entre los estados de Guanajuato y San Luis Potosí.

4.2 Pinturas rupestres

En su trabajo sobre los ancestros otomíes de la Sierra Madre Oriental, Domingo


España (2015) plantea, a partir de vestigios encontrados en lo que él llama "una
región espiritual" que ésta representa la evidencia más antigua del culto otomí a los
ancestros, el cual prevalece, tanto con similitudes como con adaptaciones. Dicha
región está comprendida por sitios sagrados que incluyen el de la Cueva Pintada
(Calabazas) y otros sitios aledaños asociados, que se localizan sobre los ríos
Camarones y el Meco en Agua Blanca de Iturbide; en Metepec, Acatlán, Tulancingo,
Huasca, Tenango, Tutotepec, Huayacocotla y Meztitlán, región correspondiente al
antiguo Señorío independiente de Tutotepec.

Tales lugares se relacionan también con la antigua iglesia de Tutotepec, el


Cerro del Oro, la Gruta de los Manantiales, en San Bartolo; el Cirio, Tenango de
Doria- en donde hay pinturas rupestres del mismo estilo que la Cueva Pintada
(Clabazas)-; y el Cerro del Brujo (con restos de “pintura blanca”); la Peña del Gato,
en donde se localizaron petrograbados; y "otros tantos sitios que delimitan el
espacio sagrado, la territorialidad y el culto a los ancestros entre los otomíes de la
Sierra Madre Oriental" (Ibid, 13).

Como resultado de la invasión española, la evangelización, las epidemias,


las congregaciones y el despojo, los otomíes se replegaron a sierras y barrancos,
quedando así despoblados los lugares sagrados, sin embargo, muchos de ellos
mantienen su sacralidad congregando a los otomíes de la región para rendir culto a
los ancestros. Muchos ejemplos tenemos de ello como el cerro Napateco, en Santa
Ana Hueytlalpan, Mayonika (San Bartolo Tutotepec).

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En el sitio de estudio, para el Posclásico la época de Xaltocan (siglo XIII)
llegaron otomíes que repintaron la cueva y la utilizaron hasta que fueron obligados
a replegarse. Su temporalidad la confirma la presencia del Brasero Doble. El análisis
de estas pinturas corresponde para España el equivalente a descifrar un "códice de
piedra" y representa la obtención de importantes datos para entender la
cosmovisión otomí ya que su simbolismo se emparenta con la tradición actual tanto
de la población serrana como de la del Valle del Mezquital. En este caso,
correspondería a una de las versiones más antiguas de la representación del culto
a los ancestros.

Un elemento importante de identificación es la "pintura blanca" que


corresponde al estilo otomí. Nos dice el autor:

"(...) es en si una unidad cultural, reconocible por sus constantes iconográficas, con
elementos como el venado, el sol, la luna, los escudos, los guerreros, etc., o por el
estilo de su trazo; el que se caracteriza por ser, más que de tinta plana, una técnica
de emplaste, de trazos que van de medio a un centímetro de grosor, dependiendo
que tan lisa o irregular sea la superficie sobre la que se pinte, en la que se aprovecha
el resalte o las protuberancias de la roca para dar sentido, o tridimensionalidad a
cada uno de los elementos, mismos que se vuelven a repetir si las características
son similares en otra parte del espacio" (ibid:102).

Este tipo de pintura se puede encontrar más allá del Mezquital y la Sierra
Madre Oriental como en la Cueva del Río San Jerónimo (Villa del Carbón,
correspondeiente a la antigua región Xilotepec-Chiaoan), La Piedra de la Luna
(Huizquilucan, Estado de México). Ya en la sierra tenemos El Cirio, en una de las
Cuevas del Cerro Brujo de Tutotepec aparecen restos de pintura blanca, y la
representación de una flor de cuatro pétalos, existe una roca petrograbada en la
Peña del Gato, en la que por lo menos varias veces al año se sigue depositando
ofrendas. Todos sitios en las que todavía es posible encontrar ofrendas, sin

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embargo, en la región del estudio el abandono a partir del contacto, tuvo como
consecuencia su desvanecimiento como sitio sagrado.

En el caso de la Cueva Pintada, analiza detalladamente los elementos


presentes en los diferentes paneles de las pinturas rupestres. Pero a manera de
resumen es importante resaltar la recurrencia de la representación de los ancestros
en las pinturas analizadas.

El investigador (Uzeta, 2004:56) en su trabajo “El camino de los Santos.


Historia y lógica cultural otomí en la Sierra Gorda Guanajuatense”, cita lo siguiente
a propósito de vestigios dejados por los antiguos pobladores: “Rasgos de la
estructuración regional serrana pueden rastrearse desde poco antes de la
conquista, a partir del desplazamiento de población otomí desde el centro – sur del
territorio hacia la Gran Chichimeca”. Wright (1999:17;1997) señala la expansión de
este grupo a partir de 1520 al Bajío, zona en la que existían huellas de
asentamientos prehispánicos, algunos de ellos entre Tierra Blanca y Cruz del
Palmar, ubicada en esta última en lo que hoy es Miguel de Allende4. Tan pronto
logró sostenerse el avance colonial hacia el norte, que incluía a los otomíes y
tarascos aliados de los españoles, grupos de indios de la zona comenzaron a ser
trasladados a las minas que se abrían en Xichú. San Luis de la Paz, Querétaro y
San José del Río (Chemín, 1993:28-29).

5. LA CONQUISTA

El camino recorrido por los conquistadores hacia los centros de poder mexica tuvo
varios encuentros con pueblos otomíes, los cuales ocupaban una posición
secundaria como tributarios del imperio mexica; algunos de ellos, actuaron como
aliados en la empresa conquistadora. Sin embargo, una vez sometidos los reinos

4En Tierra Blanca, Victoria y otros municipios del noreste existen a propósito numerosas pinturas y
grabados prehispánicos. Hasta la fecha, Cruz del Palmar, comunidad de origen otomí, mantiene
correspondencias rituales religiosas con Misión de Chichimecas en San Luis de la Paz (Uzeta, 1998).
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que integraban la Triple Alianza, los territorios de pueblos tributarios también
pasaron a estar bajo dominio español. Esto ocurrió incluso con señoríos
independientes con población mayoritaria de otomíes como Tutotepec y, en menor
medida, Metztitlán. En gran medida, la relación entre otomíes y conquistadores se
caracterizó por diversos grados de alianzas y negociaciones desde que pisaron
suelo mesoamericano; su capacidad para adaptarse al nuevo sistema de poder fue
determinante para su supervivencia durante los tres siglos de dominio colonial.

5.1 Alianzas de los otomíes con los conquistadores en las empresas de


conquistas

La empresa conquistadora española impactó profundamente en la población otomí


que se situaba en diversas regiones en Mesoamérica. Para entonces, los otomíes
no tenían un espacio territorial exclusivo, sino que tenían relaciones diversas con
los imperios tarasco y mexica y a menudo se situaban en regiones de frontera donde
interactuaban con otros grupos étnicos. Así, se podían encontrar poblaciones
otomíes en locaciones separadas una de otra: desde Jilotepec y Guanajuato en
frontera con la región chichimeca hasta Tlaxcala en la zona sur, consecuencia de
procesos estrategicos de refugio y éxodos para escapar al dominio de los grupos
en el poder.

Cuando la conquista detonó en territorio mesoamericano, los otomíes


quedaron sometidos a las nuevas formas de gobernanza y administración colonial,
siendo congregados en localidades principales donde representaban una minoría o
también utilizados como poblaciones de avanzada para habitar zonas inhóspitas y
empujar la frontera chichimeca. Esto implicó una reconfiguración de la geografía
política novohispana, pues las regiones de frontera experimentaron muchos

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movimientos poblacionales escapando tanto de las invasiones conquistadoras
como de los pueblos nómadas del norte.

Wright (2014:20) analiza cómo las presiones ejercidas por los conquistadores
y demás colonos españoles sobre las poblaciones indígenas motivaron la salida de
algunos grupos de otomíes hacia el Bajío y otras regiones adyacentes. Hay
evidencia histórica de la colonización, durante los dos decenios que siguieron a la
derrota de Tenochtitlan en 1521, en San Juan del Río, Querétaro, San Miguel (hoy
de Allende) y tal vez Apaseo (hoy el Grande), por grupos de otomíes procedentes
del antiguo señorío de Xilotépec, en el poniente del valle del Mezquital. Los otomíes
aprovecharon sus habilidades para comunicarse con los pames, con quienes
habían cultivado relaciones comerciales desde antes de la Conquista. De esta
manera se establecieron pueblos de agricultores otomíes en los márgenes de los
ríos del Bajío oriental.

Así, dos décadas después de la consumación de la conquista europea, se


había puesto en marcha una reconfiguración territorial de la que participan no sólo
las armas sino también las diversas órdenes religiosas que llegan en diferentes
momentos a tierras americanas. En poco tiempo, la zona central del país estaba
bajo control de la Colonia, quienes astutamente utilizaron los sistemas
administrativo-económicos previamente instalados para facilitar el sojuzgamiento de
una población que los superaba exponencialmente.

Ahora bien, la ilusión de los conquistadores por encontrar riquezas


inagotables en el Nuevo Mundo, no cesó durante su expansión en territorio
mesoamericano. La promesa de paraísos argentíferos se renovaba con cada nueva
aventura hacia territorios desconocidos y la frontera norte representaba un territorio
seductor, pero a la vez, temido por ser el hábitat de ‘grupos bárbaros’, sobre todo
después del descubrimiento de Zacatecas. Esta empresa de expansión
conquistadora hacia el norte, en la que participaron un puñado de soldados

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españoles y unos cuantos frailes franciscanos en compañía de aliados indígenas
(entre ellos, los otomíes), se conoció como ‘La Guerra Chichimeca’.

La participación de grupos otomíes en la expansión y penetración del dominio


español al norte de la provincia de Jilotepec debe ser anotada en su justa dimensión,
pues además de exponer respuestas a las ubicaciones de poblaciones otomíes
contemporáneas arrojan luz sobre los términos en que se suscribían las alianzas
entre españoles y otomíes.

Los grupos españoles formaron tímidos grupos de exploración con la


intención de avanzar su colonización hasta el norte, pero no fue hasta la década de
1540, con los saldos que dejó la Guerra del Mixtón, que los invasores blancos
entendieron la capacidad de los grupos seminómadas del norte para hacer
incursiones en sus establecimientos. Temiendo que los grupos rebeldes fueran un
peligro cotidiano para los colonos instalados en límites septentrionales las
autoridades coloniales – encabezadas por el propio Virrey Antonio de Mendoza -
planearon el establecimiento estratégico de presidios como defensa ante estas
correrías. Su objetivo a largo plazo era la incorporación de esta población en el
esquema colonial español, de tal manera que futuros conflictos pudieran ser
abordados con una mayor prontitud y sometimiento.

En un primer momento, los españoles se apoyaron en algunos


conquistadores principales a quienes se les cedieron tierras y privilegios a cambio
de prestar su ayuda militar en tiempos de crisis. Muchos de ellos, tales como Hernán
Pérez de Bocanegra y Córdoba, encomendero de Acámabro y Apaseo, ya tenían
experiencia para intervenir con diferentes grupos étnicos para establecer relaciones
pacíficas. Así lo hizo Pérez de Bocanegra para llegar a acuerdos con el cacique
otomí de Jilotepec, quien más tarde se uniría a la empresa colonizadora hacia el
norte. Además de las concesiones virreinales a encomenderos y ganaderos, las
órdenes religiosas aumentaron en audacia: los agustinos penetran en la sierra de
Metztitlán y establecen casas desde 1530 y los franciscanos penetran en la Gran
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Chichimeca desde 1542 fomentando el establecimiento de hospitales y escuelas
(Powell, 1977: 20-24).

La resistencia del dominio hispánico por parte de los chichimecas fue uno de
los retos que tuvieron que enfrentar los franciscanos en los territorios de la provincia
de Jilotepec y la Sierra Gorda de Querétaro. Tal como lo harán otras órdenes, los
franciscanos utilizaron a ‘naturales’ fieles otomíes para imponer un delicado control
militar sobre grupos chichimecas; los otomíes obtenían a cambio ciertos beneficios
como señores principales. Esto ocurrió en la zona de Jilotepec y Huichapan desde
1529 cuando los franciscanos fundaron doctrinas en la región y utilizaron a las
poblaciones otomíes para poblar territorios antiguamente controlados por grupos
chichimecas y contener la frontera ‘rebelde’ (Vite Hernández, 2010: 60).

Este empuje colonizador de diferentes vías se estableció como un frente


común al límite de los territorios chichimecas, el cual culminó con la exploración y
descubrimiento de la plata en Zacatecas, lo que impone una nueva fase en los
conflictos con los grupos seminómadas. El abundante tránsito y la gran carrera
hacia los territorios mineros debieron ser coordinados con la defensa de las
fronteras, aunque la expansión de estas vetas argentíferas pronto disminuyó la
intensidad y peligro de las incursiones chichimecas. Esto no debe asumirse como
la extinción absoluta de la presencia india, pues el rechazo se intensificó dese 1550
y se comenzaron a atacar los numerosos caminos que conectaban la Ciudad de
México con Zacatecas (Tula, Jilotepec, San Juan del Río, Querétaro, eran algunas
estancias de esos caminos); las autoridades virreinales tuvieron que reaccionar ante
la súbita escalada de la plata y su impacto en la cotidianeidad de los pueblos
indígenas, como ocurrió con muchas localidades de mayoría otomí.

El incremento de las emboscadas chichimecas pronto fue reconocido por los


españoles como una ‘confederación’ con el fin de exterminar el orden colonial. La
casi omnipresencia de las tribus nómadas en las correrías españolas obligó al orden
virreinal a generar nuevas estrategias de colonización defensiva como una política
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de contención. Esta maniobra utilizó un recurso del que la Conquista se benefició
en su camino hacia el centro medular del imperio mexica: su alianza con otros
grupos étnicos. Así, en el caso de la Guerra Chichimeca, el gobierno español se
apoyó fundamentalmente con los otomíes y se esforzó por utilizarlos como una
protección natural contra los nómadas septentrionales. (Powell: ibid, 70-85).

Los otomíes utilizaron la coyuntura histórica del contacto europeo para


aliarse con los españoles y asumir este proceso de conquista como uno propio de
colonización y reivindicación étnica. Crespo y Cervantes (1990: 89-90) documentan
en diversas fuentes el recorrido de varios caciques otomíes quienes al mando de
sus propios guerreros alegan méritos en la conquista y colonización de lo que ahora
conocemos como Querétaro y Guanajuato: Don Nicolás de San Luis Montañez,
cacique de Tula, así como Don Fernando de Tapia, mejor conocido como Conin,
fueron algunos de los personajes que participaron en estas estrategias a cambio de
ciertas prerrogativas para su instalación en los asentamientos que empujaban las
fronteras conocidas.

Estos ‘caudillos otomíes’ recibieron títulos de nobleza y abundantes tierras y


mercedes a cambio de encabezar las campañas contra los pueblos chichimecas.
Los españoles fueron cuidadosos en la elección de otomíes favorables con su causa
y se aseguraron de poner al mando a caciques que ya habían cooperado
previamente llevando a sus pueblos el cristianismo y adoptando tajantemente el
sistema español. La responsabilidad por defender la frontera y establecer
asentamientos cada vez más al norte trascendió generaciones y fue una política en
la que participaron varias generaciones de grupos otomíes; estas localidades se
mantuvieron a lo largo de los años y explican la presencia contemporánea de
otomíes en el Bajío, como San Luis de la Paz, en Guanajuato.

Wright (2014:23) alude estos episodios en varios documentos históricos


generalmente con el conquistador otomí Nicolás de San Luis Montañéz como
protagonista, que narran la fundación de los principales asentamientos del Bajío.
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Varios autores franciscanos del siglo XVIII integraron estas relaciones en sus
crónicas, con lo que estas narraciones formaron parte integral de la historiografía
regional. Desde entonces, más de un historiador incauto ha caído en el error de usar
estos textos para la reconstrucción de los acontecimientos del siglo de la Conquista,
cuando en realidad contienen una versión mítica de los sucesos, con abundantes
anacronismos y hechos inverosímiles. Son documentos valiosos para entender la
visión que los otomíes de hace tres siglos tenían acerca de las hazañas de sus
antepasados, pero evidentemente requieren de un tratamiento crítico especial.

La zona otomí que ahora corresponde al estado de Puebla tienen sus


características particulares previo al desarrollo de la conquista y durante ella. La
alcaldía mayor de Guauchinango abarcaba una porción del norte de Veracruz y casi
todo el norte de Puebla, se extendía dese las abruptas montañas de la Sierra Madre
Oriental hasta las planicies costeras del Golfo de México (Barras de Cazones hasta
la laguna de Tamiahua). Tanto la división política como étnica eran complejos. Toda
la región era tributaria de la Triple Alianza, salvo las estribaciones de la laguna de
Tamiahua, residencia de los rebeldes huastecos. En la zona de Cuauhchinango,
Xicotepec y Pahauatlán reinaban gobernantes acolhuas, cuyos súbditos eran
nahuas, otomíes y totonacos. En la provincia azteca de Atlan (Metlateyuca)
compartían la región estos tres grupos junto con tepehuas, gobernados por
Tlacochteuhctli. Toda la región sucumbió al poderío español en los años 1520-1521.

No tenemos mucha información sobre la configuración política de


Guayacocotla, la que aparentemente si vivía una situación de conflicto con el
Señorío de Meztitlán, sin embargo, no aparece como tributaria de la Triple Alianza
en el tiempo previo a la conquista. Estaba estratégicamente ubicada entre Meztitlán
y Tutotepec, y sus pobladores eran de filiación étnica diversa: nahuas, otomíes y
tepehuas. Tenían como dependencias a Hueytliltipan, Patlachiuhcan y
Tzontecomatlán, pero en realidad funcionaban de manera semiautónoma. Hacia el

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noreste colindaba con dos provincias tributarias de los aztecas, Xiuhcoac y
Chicontepec, de habla otomí, nahuatl, tepehua y probablemente huasteco.

El siglo XVI fue una etapa de transformaciones profundas en el Valle del


Mezquital a partir de la llegada de los europeos quienes provocaron el surgimiento
de una nueva identidad étnica.

Wright (2009), nos dice que Mizquiahuala fue un pueblo de indios otomíes
que se encontraba a la orilla del río Tula al sur de lo que ahora se conoce como
Valle del Mezquital, población que padeció una serie de pestes a lo largo del siglo
XVI, aunado a otros factores que contribuyeron al desplome de los habitantes
indígenas, como las hambrunas, las guerras de conquista, la explotación excesiva
de la mano de obra indígena, las antiguas prohibiciones contra el abuso de las
bebidas embriagantes, los suicidios, los abortos y las alteraciones ecológicas
provocadas por los cambios en los usos de la tierra y el agua, así como también la
baja demográfica debido a la huida de los indígenas del territorio controlado por los
españoles.

Los primeros españoles que llegaron a pernoctar al Valle del Mezquital,


fueron los encomenderos quienes introdujeron el cultivo de trigo y estancias
ganaderas y en las primeras décadas después de la Conquista (1519), los
encomenderos cobraban los tributos y promovían la evangelización de los indios.

Por otro lado, los cabildos indígenas del Mezquital gobernaban estructuras
políticas relativamente pequeñas, con la excepción de la poderosa cabecera
regional de Jilotepec, en el Mezquital occidental. Sus jurisdicciones constaban, por
lo general, de un pueblo de indios y los asentamientos cercanos.

Algo que fue inevitable en este proceso, fue que llegó la imposición del
catolicismo a través de la orden franciscana que vivía en el convento de la Ciudad
de México, por ello, los otomíes de esta región pudieron conservar sus tradiciones
religiosas ancestrales durante varios años. Aunque también existió presencia
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agustina de forma efímera. Por lo tanto, los otomíes resistieron enérgicamente las
pretensiones misioneras de los religiosos.

Asimismo, en esta transición, los nobles otomíes adaptaron su antiguo


sistema de escritura pintada, junto con la escritura alfabética, para llevar su propio
registro de los sucesos logrando influir en la cimentación de la nueva sociedad que
se estaba construyendo en la Nueva España.

De igual forma, los trabajos de investigación de la investigadora Lastra


(2006), nos arrojan datos del momento en que Hernán Cortés desembarcó en
Veracruz en abril de 1519 y después de ganarse la confianza de los indios a los que
hizo frente se dirigió a Tlaxcala, donde se encontró con una muralla que defendía
Tlaxcala de Motecuzoma.

Al llegar el momento de la invasión, Cortés y los españoles fácilmente


lograron la retirada de los otomíes, ya que contaban con armas superiores y
caballos. Los tlaxcaltecas dijeron conocer la identidad del pueblo que enfrentó a los
epañoles, dándoles la espalda y aliándose con los españoles.

Torquemada (en Lastra 2006:110) menciona que los tlaxcaltecas enviaron


embajadores a Cortés para darle la bienvenida, sin embargo, le harían batalla, en
caso de ganar Tlaxcala quedaría con perpetua gloria, en caso contrariose daría
culpa a los otomíes como bárbaros y atrevidos (Torquemada 1986, II: 107).

Así, Cortés llegó después a México, siendo bien recibido por Montecuzoma
a quien apresó, así como a Cacama rey de Tetzcoco quien le hubiera hecho la
guerra y posteriormente, encontró a Pánfilo de Narváez a quien también encarceló
en Cempoala.

Al mismo tiempo, Pedro de Alvarado que se encontraba en México tomando


el lugar de Cortés, acordó junto con tlaxcaltecas matar a los mexicanos desarmados
mientras celebraban la fiesta de tóxcatl.
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Así, los mexicanos nombraron rey a Cacama, pero fue asesinado por los
españoles, convirtiéndose Cuitlahuac en rey, quien no les dio tregua por lo que
Cortés determinó salir huyendo el 10 de julio de 1520.

Para Orozco y Berra (en Lastra, 2006: 1960) las victorias de los españoles
no se explican solamente por la superioridad de las armas, sino que reconoce
además otras muchas causas como el deseo de los indios de tomar vivos a los
contrarios para sacrificarlos y su manera de combatir.

A nivel de organización política los españoles encontraron a su llegadala


dominancia de la Triple Alianza, así como señoríos independientes de diferentes
magnitudes. Algunos como Michoacán, fueron pequeños imperios, otros como
Tlaxcala estaban organizados al estilo de una federación de pequeños estados.

La mayor parte de la Nueva España fue visitada por los españoles antes de
1524 y casi todos los indígenas aceptaron a los conquistadores como sus nuevos
amos. Los indios fueron repartidos en encomiendas a un encargado español que
debía cristianizarlos y hacerlos fieles vasallos del rey. Los indios tenían que rendirle
tributo y servicios al encomendero.

Los españoles y sus aliados indios necesitaron cincuenta años para lograr
una pacificación general desde San Juan del Río hasta Durango y desde
Guadalajara hasta Saltillo. La terrible represión española sólo provocó el sufrimiento
de cazadores y recolectores que sólo defendían su propio territorio y modo de vida.
Por fin, gracias a la intervención de los misioneros, se logró la paz, proporcionando
a los chichimecos alimentos y ropa, estableciendo entre ellos colonias de
tlaxcaltecas, otomíes y otros agricultores.

Cuando los españoles pusieron en funcionamiento las congregaciones para


poder evangelizar y ejercer mayor controlsobre los conquistados, las comunidades

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indígenas que tenían tlatoani se convirtieron en cabeceras, de donde se recogían
los tributos y se gobernaban las poblaciones más pequeñas.

5.2 La evangelización: presencia diferenciada de las órdenes


mendicantes en las regiones con presencia otomí (franciscanos, agustinos,
jesuitas, seculares)

La conquista espiritual en los territorios donde habitaba la población otomí no fue


diferente del programa de conversión que se llevó a cabo en toda Nueva España.
La extensión y desconocimiento del territorio y la cultura de los nativos supuso para
las órdenes mendicantes un gran reto que fue abordado de manera diferencial por
las distintas órdenes que llegaron desde Europa.

La obra de evangelización fue iniciada por los franciscanos y siguieron los


dominicos, agustinos y jesuitas. La orden franciscana fue la primera que llegó a
territorio mexicano en 1524 con el objetivo de la evangelización de masas a través
de un proyecto educativo y religioso. Al poco tiempo fundaron la Provincia del Santo
Evangelio y distribuyeron el territorio de los valles centrales en cuatro conventos
para atender una zona densamente poblada: México – Tenochtitlán, Texcoco,
Tlaxcala y Huejotzingo. Este fue el centro desde donde irradió y se extendió la
acción evangelizadora en la zona central de México. El área del Valle del Mezquital,
numerosamente poblada por otomíes, correspondía junto al Valle de Toluca,
Cuautitlán, Tula, Metztitlán y el Reino de Michoacán, al distrito de México. Los
franciscanos se hicieron notar en tres importantes centros prehispánicos: Tula,
Tepeapulco y Zempoala, con múltiples visitas en su alrededor donde emprendieron
trabajos de ingeniería para la conducción de agua a las comunidades y
establecieron sus escuelas-internados para potenciar su labor evangelizadora. Al
final, los franciscanos se arraigaron en Huichapan, Tepeji del Río, Apan, Tulancingo,
Tultitlán, Orizatlán, Alfajayucan, Tepetitlán y Tecozautla (Ruiz de la Barrera, 2000:
68).

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El aprendizaje de las lenguas nativas y la enseñanza de diversos oficios
fueron algunos de los potenciadores para la estrategia educativa y evangelizadora
de los franciscanos. Se estima que sólo del periodo de 1524 a 1572, se han
conservado 109 obras de bibliografía indígena (vocabularios, sermones,
catecismos, libros de piedad y otro tipo), escritos en náhuatl, tarasco, totonaco,
otomí y matlatizinca, de los cuales 80 proceden de la orden franciscana (Ricard,
1986: apéndice I).

La presencia de los franciscanos fue poderosa en la parte central y sureste


de la República, aunque tuvieron que compartir su territorio con la orden de los
dominicos quienes llegaron en 1526, ajustándose en los actuales estados de
Oaxaca, Guerrero, Chiapas, Michoacán, Puebla y Morelos. Dos años después, los
dominicos se dedicaron a la creación de cuatro provincias novohispanas que
consolidaron su presencia en territorio mexicano: Santiago de México (1532); San
Vicente Ferrer de Chiapas y Guatemala (1551); San Hipólito Mártir de Oaxaca
(1592), y San Miguel y los Santos Ángeles de Puebla (1656) (Rodríguez, 2005:29).
Hacia finales del siglo XVI, los dominicos focalizaron su área de influencia hacia la
zona mixteca–zapoteca, pero siguen manteniendo su presencia en algunas zonas
otomíes como Querétaro o San Juan del Río, así como ocho puestos misionales en
la Sierra Gorda.

Los agustinos llegaron en 1533 y fueron quienes más relación tuvieron con
la población otomí debido a la instalación de sus misiones en grandes porciones de
los actuales estados de México, Hidalgo, Guerrero y algunas zonas de la Huasteca.
A su llegada tomaron varias ‘rutas primordiales’: la primera hacia la llamada sierra
baja, en el actual estado de Guerrero, con Tlapa y Chilapa como centros principales
en 1533 y 1534, respectivamente. La segunda ruta hacia el norte, a la llamada sierra
alta, hoy conocida como la Huasteca, que abarca los estados de Puebla, Veracruz,
Hidalgo, Querétaro y San Luis Potosí tiene como centros principales, Atotonilco
(1535), Molango (1535), Metztitlán (1543), Huejutla (1545), Actopan, Ixmiquilpan y

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Xilitán, en frontera con los territorios chichimecas (1548). Esta ruta tuvo también
influencia en Pahuatlán hacia 1552 donde encontraron una mayoría de indios
mexicanos, pero también presencia de totonacos y otomíes.

La tercera ruta se enfiló hacia el occidente donde su ubicaba el reino tarasco;


aquí se ubicaron en diversos centros principales como Tiripetío (1537) y Tacámbaro
(1540), para después fundar los principales conventos de esta zona: Valladolid,
Cuitzeo, Yuriria, Charo y Pátzcuaro (1576), así como Guadalajara y Zacatecas
(1573 y 1576) (Ricard, 1986: 152-163).

La región otomí de Puebla fue evangelizada por los agustinos quienes


fundaron una doctrina en Asunción Guachinango en 1543 y en Santiago Paguatlán
en 1552. Hacia 1570 se establecieron parroquias seculares en San Juan Bautista
Xicotepec y en Chicontepec. Los agustinos fundaron casas en San Marcos Naupan
y Papaloticpan y se encargaron de Xicotepec, mientras que el clero secular se hizo
cargo de San Juan Pantepec. En 1571 la totalidad de las dependencias de
Guauchinango habían pasado a formar parte del arzobispado de México. Hacia
1777 la mayoría de las doctrinas agustinas fueron secularizadas. En total, hacia
finales del siglo había 19 parroquias en toda la región. Cihuateutla, Chiconacuautla,
Guachinango y Tlaola habían pasado a pertenecer al obispado de Tlaxcala, junto
con las 5 estancias rebeldes de Guachinango que Naupan, Atlan, Chachaguantla,
Tlaxpanaloyan y Xolotlan.

La región de Huayacocotla también fue visita de los agustinos, pero en


diferentes momentos pasaron a formar parte del clero secular: San Pedro
Guayacocotla (1569), Santiago Ilamatlán (1620), Santa Catarina Chicontepec
(1570), San Agustín Tlachichilco y San Francisco Zontecomatlán (1600), San
Cristobal Ixhuatlán (finales del s, XVII).

Así, a pesar de haber llegado años después que otras órdenes, los agustinos
optaron por evangelizar algunas de las zonas más difíciles de la orografía mexicana,

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teniendo contacto con los huastecos, otomíes y chichimecas. Sin embargo, se sabe
que los agustinos predicaron en distintas lenguas: mexicano, otomí, tarasco,
tlapaneco, huasteco, ocuilteco, matlatzinca, totonaco, mixteco y chichimeco de la
cordillera noroeste siempre procurando tener a un intérprete cercano para conocer
la lengua de cada provincia (Grijalva, 1985: 167). Su relación con grupos étnicos y
culturas periféricas y sometidas al imperio mexica puede ser una razón por la que
hay pocos testimonios indígenas sobre los agustinos, limitados a algunas cartas y
relaciones como aquella del Fray Nicolás Witte sobre el modo de tributar de los
indígenas de Metztitlán o la descripción que hace Fray Guillermo de Santa María
sobre los usos y costumbres de los chichimecas (Acuña, 1987: 369-376).

La Sierra Gorda de Querétaro fue ocupada por los españoles y sus aliados
otomíes al expulsar a los chichimecas, particularmente por la acción de José de
Escandón, quien fuera nombrado primer Conde de la Sierra Gorda. Monumentales
conventos adornados con bellos retablos y coros fueron erigidos por los agustinos
en distintas zonas de sus rutas de evangelización, muchos de ellos en zonas con
un gran porcentaje de población otomí, tales como Acolman, Actopan, Metztitlán y
Salamanca. La solemnidad de los ritos católicos impulsados por los agustinos, tales
como la misa, los adornos y aláteres y el canto de himnos, se integró profundamente
en la población otomí, quienes adoptaron la necesidad de integrar toda la
parafernalia ritual en sus celebraciones. Grijalva (1985:163-165) expone los
minuciosos cuidados y preparaciones de los otomíes para diversas fiestas, en
particular el día de la Santa Cruz en mayo cuando se hacen procesiones de cruces
enramadas a las iglesias seguidos de suntuosos banquetes.

Los agustinos extendieron sus fronteras después de la segunda mitad del


siglo XVI. Utilizaron a otomíes ‘cristianizados’ de regiones más accesibles como
Jilotepec para adentrarse en territorio chichimeca de forma que los últimos fueran
contrarrestados y limitados territorial y culturalmente. La influencia agustina se
extendió al noroeste hacia la sierra de Tutotepec que antes era administrada a

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distancia desde Atotonilco; Huayacocotla también fue visitada por los agustinos.
Este empuje de la acción evangelizadora implicó una respuesta defensiva por parte
de los grupos originarios, en particular la población otomí, que comenzaron a huir a
zonas aún más inaccesibles para escapar al control de los españoles. Estas
diásporas para escapar al control de los grupos en el poder a los que se encontraban
sometidos en diversas etapas históricas pueden explicar la actual presencia de
grupos otomíes en regiones de difícil acceso como la Sierra Oriental de Hidalgo o
la Sierra Gorda de Querétaro.

La opulencia y número de los conventos agustinos contrastó con la


austeridad de franciscanos y dominicos. Algunos de los conventos más destacados
se encuentran en regiones con presencia otomí como lo son aquellos en Actopan,
Ixmiquilpan, Metztitlán y Tutotepec. Su localización respondía a un objetivo
principal, el de cubrir todas las regiones naturales, aunque también consideraron la
densidad de población y la importancia de los asentamientos que existieron en esas
regiones antes de la conquista. (Ruiz de la Barrera, 2000: 68)

La Compañía de Jesús fue la orden más tardía en aparecer en la Nueva


España a finales de 1572, y rápidamente distinguieron las zonas que no habían sido
cubiertas por las otras órdenes religiosas. Así, se ubicaron en Guanajuato, San Luis
Potosí y Coahuila, para después extenderse a los territorios del norte llegando a las
actuales zonas de frontera: Baja California, Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Durango.

De acuerdo con Francisco Javier Alegre (1841), algunos jesuitas fueron


enviados a Hixquilucan a aprender otomí teniendo como resultado la escritura de
un arte del otomí y un diccionario de apoyo para los sacerdotes para la confesión y
explicación de la doctrina cristiana. Asimismo, hacia 1584 fundaron un colegio en
Tepotzotlán teniendo como estudiantes a 30 hijos de caciques de la región otomí.

Es importante mencionar que los jesuitas fundaron su primera misión en


México bajo el mando de D. Luis de Velasco hacia 1589 en la localidad de San Luis

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de la Paz en Guanajuato, hogar de múltiples poblaciones chichimecas y
actualmente poblaciones otomíes. Esta misión fue un establecimiento estratégico,
fundamentalmente por su ubicación de frontera de un vasto dominio chichimeca y
además se convirtió en el centro desde el cual se planeó la evangelización del vasto
territorio septentrional. El plan jesuita tuvo como objetivo instalar una colonia de
indios otomíes a los que se les asignaron tierras y aguas. De igual manera que los
agustinos, los jesuitas utilizaron a estos otomíes enviados desde el seminario de
Tepotzotlán como catequistas de los chichimecas a quienes intentaron evangelizar.

La aculturación religiosa no se limitó a la época de la conquista. Gerardo Lara


Cisneros (2002), expone acerca de la aculturación religiosa en Sierra Gorda: el
Cristo viejo de Xichú. Hacia la década de 1760 corría la noticia de que en el pueblo
había un Dios que sacralizaba el agua con su cuerpo y purificaba a las mujeres con
tortillas que hacían las veces de hostias. Este personaje oficiaba misas y se le
atribuían poderes sobrenaturales. Era la viva encarnación de Cristo y el Dios Viejo
del Fuego, era conocido como “el Cristo Viejo”.

El origen del pueblo de Xichú de Indios (hoy Victoria, Guanajuato localizado


en la franja occidental de la Sierra Gorda), aún es un tanto confuso, se sabe que
para la segunda mitad del siglo XVI era un importante poblado de avanzada colonial.
Es probable que fue asentada una colonia de otomíes y a su alrededor grupos de
pames. El sitio era asiento de un fuerte y fue punta de lanza para la evangelización
de la región por lo que se le reconocía como “frontera de chichimecas”. Para el
momento del arribo hispano en el poblado estaba habitado por gente de origen
otomí.

Lara (2002:66), describe la temprana presencia de religiosos en el sitio y que


sin duda es un indicador de que se le consideró como un sitio estratégico, en
especial si consideramos que durante el siglo XVI fue el único poblado en donde
había religiosos en muchos kilómetros a la redonda. Se sabe que uno de sus
primeros pobladores, Juan Sánchez de Alanís, se desempeñó como evangelizador
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de indios desde fechas muy tempranas. Para 1574 una carta de fray Jerónimo de
Mendieta ubicaba a Xichú como visita de Xilotepec, y mencionaba que no había
religiosos “a pie firme” aún, sin embargo, ya en 1585 existía el templo dedicado a
San Juan Bautista y contaba con dos sacerdotes, seguramente franciscanos.

Desde su origen colonial, el pueblo de Xichú de Indios estuvo conformado


por dos etnias: los otomíes llevados allí durante el siglo XVI, y los chichimecas de
la región en este caso pames. Ambos pueblos están emparentados culturalmente
pues sus lenguas pertenecen a la familia otomangue; por lo mismo, no resulta
extraño encontrar afinidades culturales y tradiciones semejantes entre los dos.

Entre los grupos otomianos el culto a las cruces cobró especial relevancia
pues su Dios tutelar, Otonteuctli (Señor de los otomíes), se identificó con Ocotecuhtli
(Señor del pino), quien era objeto de ceremonias rituales en los que estaba presente
un palo de pino (Lara, 2002:71)

Continuando con la aportación de la Historiadora Güereca (2014), sabemos


cómo los indios otomíes de Tutotepec hicieron frente a la implantación de la religión
cristiana. En el año de 1527 los franciscanos establecieron un convento en
Tulancingo y desde ese lugar iniciaron la evangelización de los pueblos serranos,
enfrentándose a ciertas dificultades, como las escasas vías de acceso a estos
poblados de la Sierra y el desconocimiento de la lengua. Por lo que esta orden de
frailes, implementaron una estrategia que consistió en llevar pequeños grupos de
indios a radicar temporalmente al convento de Tulancingo, donde aprendían la
doctrina cristiana y así, después la difundían en sus pueblos. El impacto que
causaron los franciscanos en los pueblos de la Sierra, no fue de gran relevancia
ejemplo de esto fue que durante 30 años los indios llevaron un adoctrinamiento
superficial.

Por lo que sostiene Durán (2014) que en 1537 el indio Andrés Mixcóatl
confesó:

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de tres años a esta parte ha predicado y dicho que no es nada lo que los
frailes predicaban, y que él era dios, y que sacrificasen a sus ídolos y
sacrificios como de antes, y que él hacia llover, cuando llovía, por lo cual le
ofrecían y le daban papel y copal y otras muchas cosas y heredades, lo cual
predicaban muchas veces públicamente en Tulancingo y Huayacocotla y en
Tutotepec y en Apan y en otras muchas partes.

De esta forma, este personaje Andrés Mixcóatl buscó responder


fundamentalmente a las prácticas e inquietudes de un mundo agrario en una época
en la cual la Iglesia católica no era capaz de satisfacer.

Así, en 1536 los agustinos decidieron avanzar hacia la zona otomí de Hidalgo
y la Sierra Alta en dirección a la Huasteca. Y para 1553 dio inicio la construcción de
un convento en Tutotepec y que en 1557 fue nombrado priorato, momento del cual
ya se puede hablar del inicio de la evangelización sistemática de los indios de la
Sierra.

Uno de los principales problemas que enfrentaron los frailes fue la cuestión
de la lengua, ya que en Tutotepec, predominaba el otomí, después el totonaco y el
tepehua.

Por otro lado, tenemos la investigación de Guerrero (2012), quien expone el


proceso de evangelización en Hidalgo, donde menciona que una vez consumada la
conquista de México se inició el proceso de evangelización del estado y el
sometimiento de las poblaciones otomíes, nahuas, totonacas y tepehuas que había
en la región.

Respecto a las religiones ancestrales de los grupos indios fueron nombradas


por los españoles quienes entre 1524 y 1527 se habían empezado a establecer en
el territorio del estado como paganas e idolátricas.

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Esas poblaciones prehispánicas fueron aprovechadas por los conquistadores
para hacer sus fundaciones, junto a las cuales también se estableció el poder
virreinal, para refundar y establecer nuevas localidades por medio de la
congregación y la colonización.

A la llegada de los franciscanos a Hidalgo en 1535 consolidaron la provincia


del Santo Evangelio de México; la de Tula y la de Pachuca. La autoridad católica no
permitía ningún otro tipo de religión en sus territorios americanos; incluso entre 1540
y 1552 los criptojudíos fueron perseguidos y encarcelados por la Inquisición. La
tarea inicial de adoctrinamiento en Hidalgo fue llevada a cabo principalmente por los
franciscanos, quienes fundaron su primer convento en Tepeapulco 1528 donde
hablaban náhuatl, otomí, chichimeca y probablemente pame; después le siguieron
los agustinos, quienes se asentaron en Atotonilco.

De esta forma, los conventos modificaron la estructura de las poblaciones de


manera sustancial, muchos de ellos incluso fueron integrados al discurso mítico de
los otomíes, considerándolos como “iglesias antiguas” junto con poblaciones
prehispánicas y sitios sagrados.

Mientras, Ballesteros (1997), plantea la evangelización de la Huasteca y la


Sierra Alta del Estado de Hidalgo (zona que abarcaba lo que fue el señorío de
Metztitlán), que estuvo en manos de los agustinos, quienes adoctrinaron y
culturizaron a los indígenas otomíes y nahuas de la región.

A partir de 1536 los agustinos dirigieron sus misiones hacia la región central
del actual estado de Hidalgo, y comenzaron a predicar en las planicies de Atotonilco
el Grande y la Sierra Alta y luego, por las llanuras del Mezquital y el noroeste del
Valle de México. Al finalizar el siglo de la conquista sus fundaciones cubrían una
gran parte de lo que hoy es Hidalgo y pequeñas zonas de las entidades
circunvecinas como Puebla, San Luis Potosí y Veracruz.

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Los primeros agustinos que llegaron a la Sierra Alta en 1536 fueron Fray Juan
de Sevilla y Fray Antonio de Roa y por no dominar la lengua nativa pasaron un año
sin obtener resultados fructíferos. Ante esto, Grijalva muestra su asombro respecto
a estas culturas vernáculas a quienes “les inculcaron las costumbres morales y
políticas. Todo aquello que es necesario para la vida humana, porque la gente
estaba tan inculta, que no sabía comer, ni vestirse, ni hablarse a lo menos con
cortesía y humanidad”. De esta forma, las autoridades civiles y los frailes vieron la
necesidad de congregar a los indios, así se les podría adoctrinar, vigilar y corregir,
además de poder organizarlos para el trabajo y el cobro del tributo.

Los frailes centraron su atención en Metztitlán y Molango, las dos poblaciones


más importantes de la Sierra en ese momento. La cristianización de los serranos
requería de que estuvieran reunidos en pueblos, de lo contrario permanecerían
como en su idolatría, “en manos del demonio”.

Así, las pequeñas iglesias que se construyeron en la región a fines del


pasado siglo XIX y principios del XX, concuerdan con la descripción de las iglesias
“pajizas” que construyeron los primeros evangelizadores.

Por otro lado, (Lastra, 2006: 115) nos expone que los franciscanos se
dedicaron a evangelizar la región del centro de México, los que después serían los
estados de México, Morelos, Hidalgo, Tlaxcala y Puebla. De esta forma, se puede
entender que la religión cristiana no ganó por completo y sólo logró que los indios
únicamente la profesaran en apariencia. Los dogmas y misterios resultaban
incomprensibles para los indios y era difícil traducirlos a las lenguas indígenas, de
esta forma; los misioneros recurrieron a todos los modos posibles re representación:
oral, escrita y por imágenes. Por lo tanto, los frailes se vieron obligados a aprender
las lenguas indígenas para poder llevar a cabo la evangelización, la mayoría
aprendió náhuatl y otomí.

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Lastra (2006:125) menciona que Torquemada citó que Rengel destruyó todos
los ídolos de aquellas provincias con sus templos y altares arriesgando la vida. Los
sacerdotes de los indios no podían soportar que les destruyeran sus dioses y a ellos
los privaron de sus privilegios, por lo que trataron muchas veces de matarlo
sucediendo esto en dos lugares; uno en el cerro de Chiapa y el segundo, cerca de
Tepatitlán.

Otros frailes que fueron personajes primordiales en el proceso de la


evangelización, fue el Fraile Agustino Alonso de Borja quien cristianizó Hidalgo en
1536, fue instalado como prior en Atotonilco. Fray Gregorio López otro agustino
desempeño el cargo de prior en el convento de Itzmiquilpan y después el Fray
Andrés de Mata.

Entre los franciscanos notables está también, fray Diego Valadés, hijo del
conquistador probablemente ilegítimo y mestizo, que nació en Tlaxcala y sabía
náhuatl, otomí y tarasco, fue párroco de Tepexi del Río y guardián del convento
franciscano establecido en esa población.

Sin duda alguna otra contribución importante de los frailes fue la construcción
de iglesias y conventos que ahora se consideran obras de arte y parte del patrimonio
nacional. De esta forma, la expansión de los frailes agustinos hacia el norte de
México ocurrió a partir de 1536 y la evangelización del Valle del Mezquital se inició
en 1548 con la fundación de Actopan, desde donde llegaron a Itzmiquilpan.

El investigador Lara Cisneros (2002), expone un trabajo interesante acerca


de la aculturación religiosa en Sierra Gorda: El Cristo viejo de Xichú. Hacia la
década de 1760 corría la noticia de que en el pueblo había un Dios que sacralizaba
el agua con su cuerpo y purificaba a las mujeres con tortillas que hacían las veces
de hostias. Este personaje oficiaba misas y se le atribuían poderes sobrenaturales.
Era la viva encarnación de Cristo y el Dios Viejo del Fuego, era conocido como “el
Cristo Viejo”.

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El origen del pueblo de Xichú de Indios (hoy Victoria, Guanajuato. Localizada
en la franja occidental de la Sierra Gorda), aún es un tanto confuso, se sabe que
para la segunda mitad del siglo XVI era un importante poblado de avanzada colonial.
Es probable que fue asentada una colonia de otomíes y a su alrededor grupos de
pames. El sitio era asiento de un fuerte y fue punta de lanza para la evangelización
de la región por lo que se le reconocía como “frontera de chichimecas”. Para el
momento del arribo hispano en el poblado estaba habitado por gente de origen
otomí.

Lara (2002:66), describe la temprana presencia de religiosos en el sitio y que


sin duda es un indicador de que se le consideró como un sitio estratégico, en
especial si consideramos que durante el siglo XVI fue el único poblado en donde
había religiosos en muchos kilómetros a la redonda. Se sabe que uno de sus
primeros pobladores, Juan Sánchez de Alanís, se desempeñó como evangelizador
de indios desde fechas muy tempranas. Para 1574 una carta de fray Jerónimo de
Mendieta ubicaba a Xichú como visita de Xilotepec, y mencionaba que no había
religiosos “a pie firme” aún, sin embargo, ya en 1585 existía el templo dedicado a
San Juan Bautista y contaba con dos sacerdotes, seguramente franciscanos.

Desde su origen colonial, el pueblo de Xichú de Indios estuvo conformado


por dos etnias: los otomíes llevados allí durante el siglo XVI, y los chichimecas de
la región en este caso pames. Ambos pueblos están emparentados culturalmente
pues sus lenguas pertenecen a la familia otomangue; por lo mismo, no resulta
extraño encontrar afinidades culturales y tradiciones semejantes entre los dos.

Entre los grupos otomianos el culto a las cruces cobró especial relevancia
pues su Dios tutelar, Otonteuctli (Señor de los otomíes), se identificó con Ocotecuhtli
(Señor del pino), quien era objeto de ceremonias rituales en los que estaba presente
un palo de pino (Lara, 2002:71).

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Los franciscanos se adentraron por la zona de Xichú y Río Verde para llegar
durante los siglos XVI y XVII a las actuales zonas queretanas de Tolimán,
Cadereyta, Huichapan, Jalpa, Landa, Tancoyol, Concá y Tilaco, ubicándose
también en Xichú y San Luis de la Paz en lo que sería Guanajuato. Posteriormente
los jesuitas arribaron a San Luis de la Paz en lo que sería Guanajuato (Uzeta,
2004:59). Posteriormente los jesuitas arribaron a San Luis de la Paz para suplir a
los franciscanos desarrollando exitosas empresas productivas. Por su parte los
agustinos se concentraron en Xilitla para tiempo después relevar a los franciscanos
en Jalpan y Concá. También en relevo de misiones previas, los dominicos, se
asentaron durante los siglos XVII y XVIII en el mineral de Xichú, en Tolimán, Peña
Miller, Pinal de Amoles, Cadereyta y San Juan del Río (Arroyo, 1998).

5.3 Reconfiguración territorial: encomiendas, mercedes,


congregaciones, pueblos de indios

Inmediatamente después de la conquista, Cortés comenzó la asignación de


encomiendas en el Valle de México y regiones cercanas a pesar de las órdenes
reales que prohibían la instalación de esta institución administrativa. De acuerdo
con los méritos de los soldados durante la empresa conquistadora, las encomiendas
se asignaban para distintos usos: para la agricultura, se asignó el comprendido entre
Tulancingo, Atotonilco el Grande y la Vega de Metztitlán, así como algunos valles
del Mezquital rodeados por afluentes; para la cría de ganado mayor y el fomento de
cultivos tropicales, se asignaron encomiendas en la Huasteca y el sureste del actual
Hidalgo. Los territorios menos deseados, en la escarpada zona occidental eran
también atractivos por su gran cantidad de fuerza de trabajo.

Durante esta etapa, el traslado de población otomí para el repoblamiento de


otras áreas fue una política común entre los conquistadores. La asignación de una
mayor cantidad de mano de obra funcionaba para su conveniencia dado que su

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compromiso por proveerles una mínima calidad de vida no estaba sancionado por
ningún sistema jurídico y se apoyaban en las diferentes órdenes religiosas para la
correcta conversión hacia el cristianismo. Algunas poblaciones como Tierra Blanca
y San Juan Bautista Xichú (o Xichú de Indios, el actual Victoria) se fundaron en el
siglo XVI con población otomí trasladada desde Querétaro, inicialmente en pie de
igualdad con los conquistadores por los servicios prestados en la pacificación de la
zona y en la política de poblamiento (Chemín, 1993:23; Wright, 1999).

La cabecera de Santo Tomás de Tierra Blanca fue establecida a un costado


del río de aguas pluviales que aún baja del cerro del Pinal de Zamorano, mientras
que San Ildefonso de Cieneguilla fue fundada como congregación otomí a partir de
un ojo de agua que desemboca río abajo cerca de la cabecera5. Alrededor de ambos
puntos se organizaron algunas pequeñas comunidades a manera de estancias,
vinculadas para actividades económicas y religiosas.

En algún momento del siglo XVI o XVII estos espacios fueron incluidos en los
mayorazgos concedidos por la corona a particulares. Tierra Blanca y parte de Casas
Viejas (San José Iturbide) pasaron a integrar entonces porciones del mayorazgo de
Guerrero – Villaseca, y a su fragmentación, de la hacienda del Capulín.

No obstante, el repoblamiento serrano, las propiedades mejor desarrolladas


fueron las zonas mineras y los terrenos aledaños, aptos para la producción de
granos y animales. Fue el caso de Palmar de Vega (San Pedro de los Pozos), San
Luis de la Paz y en menor medida del mineral de Xichú. En la zona de San Luis de
la Paz, de geografía menos abrupta, se generaron paulatinamente estancias

5 En la presidencia municipal de Tierra Blanca se conserva un mapa fechado en 1539 en donde es


clara la organización espacial, por grupo étnico (español/indio) de la cabecera, la congregación y sus
pueblos sujetos. Gerhard (1986:240) señala que Santo Tomás de Tierra Blanca fue una fundación
otomí “aparentemente” del siglo XVI. Pedro González (1906), la ubica en 1539. Por su parte,
Soustelle (1993:491) indica que hacia 1532 llegaron otomíes a Tierra Blanca; este autor asegura
haber examinado en la década de 1930 en la presidencia municipal de Tierra Blanca un “mapa –
plano en colores del territorio comunal, fechado en 1532, y la merced de fundación de Santo Tomás
Tierra Blanca, “provincia de Jilotepec” por el Virrey don Antonio de Mendoza (1536)”.
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agrícolas y ganaderas sujetas a la encomienda mientras que los jesuitas, con las
haciendas maíceras y de ganado menor de Santa Ana, Lobos y Manzanares,
comenzaron ahí mismo a marcar una perspectiva económica de avanzada que
trascendía la racionalidad del encomendero al ofrecer salario y libertad de mano de
obra para los indios (Díaz, 2000:145). Luego la expulsión de esta orden en 1767 –
que generó levantamientos en la zona serrana – esas propiedades pasaron a manos
de particulares y del clero secular, quienes las extendieron sobre espacios
chichimecas en un proceso que sólo se vería interrumpido hasta la revolución.

Uzeta (2004:61), habla sobre el fortalecimiento del régimen colonial que restó
autonomía a las poblaciones indias, sujetas a los encomenderos por medio de los
tributos y a la evangelización eclesial, además de su subordinación política a una
cabecera. De acuerdo con Wright (1990:40), con esto los otomíes perdieron:

buena parte de su patrimonio cultural. Tuvieron que adoptar el calendario


ritual de los europeos. Después les impusieron la obligación de prestar su
mano de obra en el sistema de repartimiento. La estructura política de las
comunidades indígenas fue modificada. Se adoptó el sistema de “concejo de
indios”, que seguía el modelo del cabildo español. En cada pueblo había un
gobernador, alcaldes, regidores y otros oficiales indígenas. Recibían salarios
de los fondos comunales. Los cabildos indios gobernaban a los indígenas de
su jurisdicción, administraban las tierras comunales, recaudaban los tributos,
cobraban los diezmos y castigaban a quienes no asistían a misa.

Desde 1530 apareció la figura del corregimiento, un sistema de gobierno


alternativo de recaudación de tributos para los indígenas sujetos a la corona. Para
1550, toda encomienda quedó sujeta a algún tipo de corregimiento debido al
desmedido abuso de los encomenderos hacia la población indígena. Los
corregimientos tenían la finalidad de atender la jurisdicción civil y penal, así como la

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instrucción espiritual impartida por los cleros regulares y seculares. Sin embargo, la
estructura administrativa no empataba necesariamente con la religiosa pues el
establecimiento de las redes religiosas obedeció relativamente a criterios de
ubicación geográfica de los núcleos de población indígena en relación con su
jerarquía en la esfera administrativa y/o religiosa prehispánica, así como su patrón
de asentamiento y su densidad demográfica.

Más tarde, los corregimientos se convirtieron en alcaldías mayores debido a


las industrias que se establecieron en territorios otomíes, tales como los reales de
minas y agricultura a gran escala. Aunque los corregidores estaban subordinados
al virrey, la ausencia de funcionarios en sus zonas de acción permitían su libertad
para proyectos de enriquecimiento personal. La riqueza se concentró en ciertas
regiones: las poblaciones entre Tulancingo y Atotonilco se convirtieron en un
emporio agrícola para encomenderos y corregidores; Ixmiquilpan fue un centro
artesanal proveedor de jarcias y tilmas, mientras que la zona de la Huasteca
intercambiaba con azúcar y frutos tropicales, los cuales llegaban a la población
asentada en torno a reales de minas. La mano de obra para atender una demanda
ascendente en la franja minera llegó de múltiples localidades migratorias: otomíes
de Tutotepec fueron transferidos a repartimientos de Tulancingo y posteriormente
llegaron hasta Tepeapulco y Zempoala (Ruiz de la Barrera, 2000: 49-60).

La zona otomí de Puebla también formó parte de esta configuración territorial


a partir de la conquista. Guauchinango fue conquistada por Juan de Jaso en 1520,
pero fue reasignada al conquistador Alonso de Villanueva, quien heredaría a su hijo
la encomienda. Al fallecer, los tributos fueron adjudicados a su viuda Catalina de
Peralta. Después pasaría a formar parte del peculio de los descendientes de
Moctezuma, pero en 1688 las tierras les fueron confiscadas.

Los primeros encomenderos en Atlan y Metateyuca fueron Juan de Hinojosa


y Juan Nájera respectivamente. Luis de la Torre controló el área de Paguatlán,
Papaloticpac, Tlacuilotepec y Acaxochitlán. Al morir, le heredó a su viuda Luisa de
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Acuña los tributos de Paguatlán y Acaxochitlán, mientras que, a su yerno, Juan de
la Torre le tocó el resto. Doña Luisa fue encomendera de Paguatlán hasta 1597,
pero la propiedad fue reasignada a los herederos de Moctezuma en 1610.

En 1597 Papaloticpac y Tlacuilotepec fueron asignadas a Luis de la Torre,


sobrino del primer encomendero. ambas encomiendas pasaron a formar parte de la
propiedad de la Corona entre 1604 y 1610. Posteriormente serían reasignadas.
Hacia 1571 Tlacuilotepec contaba con 15 visitas, aunque prácticamente
desaparecieron cuando se llevó a cabo una congregación en 1600. En cambio,
Papaloticpac tenía alrededor de 10 estancias de las que sólo 3 sobrevivieron como
pueblos después de la congregación.

No tenemos datos sobre el primer encomendero de Pantepec, mientras que


Xicotepec fue asignada a Alvaro Maldonado, pero el gobernador Estrada le arrebató
la propiedad a su viuda. En 1531 se conformó como un corregimiento, pero una
parte de ella fue convertida de nuevo en encomienda hacia la primera década del
siglo XVII. Sin embargo, Pantepec sobrevivió como pueblo hacia el siglo XVIII.

Xicotepec y Metlaltoyuca fueron asignados como corregimientos en 1531 y


1534 respectivamente. En 1565 ambos fueron integrados como uno solo,
dependiente de Meztitlán. En 1575-83 Tutotepec y Acasuchitlán se integraron a
Tulancingo. En 1580 el corregimiento de Metateyuca se designó como parte de la
Alcaldía Mayor de Guauchinango y posteriormente desapareció como pueblo. En
1571 Guauchinango llegó a tener 65 estancias, aunque muchas de ellas
desaparecieron en la conformación de nuevas congregaciones entre 1598-1604.
Hubo una disputa sobre Chicontepec, que era visitado por la autoridad de
Guauchinango en 1583, pero finalmente se integró a Guayacocotla. Hay evidencia
confusa de los corregimientos sufragáneos de Paguatlán, Tamiagua, Xalpantepec
y Xicotepec, dependientes de la Alcaldía Mayor de Guauchinango. Pudiera ser que
esos lugares fueran controlados por la Corona en calidad de subordinados, pero en
el caso de Xalpantepec, se mantuvo como república de indios con 10 estancias.
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Hubo una migración importante de otomíes hacia esta parte que había sido
predominantemente totonaca y tepehua. Sabemos para el caso de Paguatlán, que
tenía alrededor de 24 estancias donde las lenguas predominantes eran el náhuatl y
el otomí, aunque había también totonacos.

En 1708 Guachinango pasó a formar parte del dominio de los Duques de


Atlixco. Después de 1786 se convirtió en subdelegación de la intendencia de
Puebla.

En la región de Guayacocotla existieron varios encomenderos, quienes


heredarían sus posesiones a los descendientes directos. Sin embargo, hacia finales
del siglo XVI pasó a formar parte, casi en su totalidad, de la Corona, convertida
posteriormente en corregimiento. En el siglo XVII se redefinió como Alcaldía Mayor,
asentada alternativamente entre Guayacocotla y Chicontepec. En 1787 la región se
convirtió en una subdelegación de la intendencia de Puebla.

Esta región, principalmente las partes bajas, sufrieron una merma importante
de población a consecuencia de las epidemias y de las migraciones indígenas hacia
Tutotepec y Chicontepec. Se calcula que para el periodo previo a la conquista había
4350 tributarios, pero un siglo más tarde, hacia 1640, sólo se registraron alrededor
de 1300. Paulatinamente la población indígena se recuperó, sin embargo, la región
también fue poblada por blancos y mulatos.

Inicialmente Guayacocotla había tenido alrededor de 50 estancias que serían


reducidas a 4 congregaciones: nahuas en Zontecomatlán, otomíes en Tezcatepec
y tepehuas en Pataloyan. Posteriormente se autorizó que otomíes se congregaran
en Atlistaca y Chila, mientras que los tepehuas también en Tlachichilco. No
obstante, estas congregaciones se disgregaron y hacia finales del siglo XVIII había
23 pueblos.

Ilamatlán tenía 34 estancias en 1569 que quedaron reducidas a cinco


congregaciones. Cicoac -Chicontepec tenía alrededor de 300 tributarios distribuidos
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en 32 estancias en 1592, pero fueron reducidos a 4 congregaciones: Chicontepec,
San Juan, San Cristobal Ixhuatlán y San Francisco Xoxocolco.

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6. PUEBLOS OTOMÍES EN EL MÉXICO INDEPENDIENTE

6.1 Presencia otomí en la lucha por la Independencia

Las haciendas y el peonaje se establecen en la Nueva España en 1640 y durante


100 años la crisis se agudiza. La economía de estas tierras es controlada por la
Iglesia, las haciendas y los comerciantes; en el último lugar del escalafón se ubican
los indígenas quienes son controlados por los peninsulares y los criollos, pues se
había suprimido años antes, en 1632, la encomienda y el repartimiento forzoso por
la contratación libre, lo que los lleva a ser sujetos de constantes abusos (Lastra,
2006: 247). Incluso, sus tierras les son arrebatadas por los hacendados,
aprovechando también la disminución de la población debido a las epidemias,
tomando en cuenta que este sector no tenía los medios para enfrentar las
enfermedades que habían llegado del viejo mundo.

Los años posteriores no fueron mejores, las tensiones en los pueblos de


indios iban en aumento, debido sobre todo a la carencia de tierras.

La inconformidad en la Nueva España empezó a inicios del siglo XIX, cuando


estalló la guerra de contra Gran Bretaña hacia finales de 1804; así las exigencias
del gobierno de la península hacia la Nueva España se incrementaron. Los nuevos
requerimientos de la Corona tenían como base las recién impuestas Reformas
Borbónicas entre los grupos de poder. A esta situación se sumó la aprehensión de
Fernando VII a mediados de 1808 y la invasión francesa. Estos eventos que
debilitaron a la Corona española, propiciaron intentos de las mismas autoridades de
la Nueva España, como el virrey Iturrigaray, por conformar un gobierno desligado
del de la península. Sin embargo, no fructificó y el virrey fue depuesto. Sin embargo,
las condiciones de la Nueva España, algo turbulentas y poco seguras, propiciaron
que se gestaran conspiraciones para iniciar la insurrección, cuyo nacimiento tuvo

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lugar en lo que hoy es el estado de Guanajuato, en el pueblo de Dolores por el cura
Hidalgo (Blanco, et.al., 2012: 100).

El núcleo del movimiento de insurreción es parte de una de las regiones


otomíes que nos ocupa, el Bajío, donde prevalecían las condiciones necesarias para
detonar el movimiento: la región pasaba por una grave crisis económica en el
ámbitode la producción minera, así como en el campo, afectando sobre todo a la
población más desfavorecida, la indígena. La insurrección pronto se propagó al
resto del país, contando con la adhesión de diversos sectores.

Para la época postcolonial es difícil encontrar documentos que nos permitan


identificar étnicamente a los grupos protagonistas de los hechos históricos, ya que
se habla de "indígenas" de manera general. Podemos encontrar algunos rastros,
sin embargo, hacen falta estudios locales de fuentes más específicos y detallados.

Yolanda Lastra (2006) plantea un marco general de este periodo histórico y


detalla en lo posible la participación otomí en diversos hechos, que a continuación
mencionaremos, basándonos en su trabajo.

En la nueva Nueva España para el siglo XVI el gobierno de la Corona había


establecido un control económico bajo el cual, los beneficios de la agricultura habían
pasado a manos españolas, favorecidas por la explotación de los indígenas. Para
mediados del siglo XVIII las nuevas reformas dan auge a la minería y se abre el
comercio. Se pierde entonces el control político y económico (comercial) local y se
da una política hacendaria implacable. Esto se extendió a la Iglesia, haciéndole
entregar todo lo recaudado a la Corona, tales recursos sirvieron además al propósito
del mantenimiento de la guerra que se planeaba contra Inglaterra.

Un fuerte golpe fue la expulsión de los Jesuitas en 1767, hablantes de las


lenguas indígenas correspondientes a su misión, la cual en muchos casos era la
otomí. Esta decisión se debió a que llegó a Carlos III la noticia de que éstos
planeaban derrocarlo. En muchos aspectos la Iglesia "proporcionaba todos aquellos
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servicios sociales que en siglos posteriores el estado civil asumió la posibilidad de
proveer" (Brading 1975:46), por lo que muchos indígenas buscaban protección en
sus curas y su injerencia era preponderante. Ante tal situación se generaron
grandes conflictos.

En los alrededores de 1572, a la llegada de los jesuitas, una considerable


cantidad de indios otomíes cristianos de los confines de Tepozotlán, que quedaron
a su cargo, fueron mandados a asentarse en San Luis de la Paz dándoles tierras y
aguas y la promesa de no pagar tributos al rey. Ante su expulsión hubo un motín
que tuvo que ser apaciguado con gente armada de Xichú.

El conflicto fue más fuerte en Guanajuato con la oposición de mineros, indios


y mestizos que pedían la muerte de las autoridades. A la salida de los jesuitas el 10
de julio de 1767, continuó el conflicto y la medida tomada por el gobierno fue el
cerco y bloqueo de la ciudad por más de 3 meses.

En Guanajuato, el descontento en principio, fue provocado por la expulsión


de los Jesuitas, a ello se añade el decreto del visitador José de Gálvez que había
sido enviado para pacificar a los sublevados y que impuso el pago de impuestos a
los indígenas de San Luis de la Paz, suponemos otomíes, pues los chichimecas
quedaron exentos de dicho pago (Lastra, 2006: 250). Todos estos factores, aunados
a la inestabilidad económica que propició el deterioro de las condiciones de
subsistencia de la población menos favorecida, sobre todo en lo que respecta a la
minería y a la producción textil, que años antes habían atraído a grandes
contingentes de población a la región a mediados del siglo XVIII, fueron caldo de
cultivo para el descontento de la población, pues “si bien benefició a los grupos
propietarios al resolver los problemas de mano de obra en distintas áreas, también
deprimió salarios y deterioró las condiciones de vida de los sectores más bajos de
la sociedad de Guanajuato”, por supuesto, la indígena (Blanco, et.al.: 100-101).

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El visitador Gálvez, de paso por Guanajuato, reiteró las prohibiciones a la
población indígena: a los hombres, montar a caballo, vestir ropa distinta a la de su
“clase”; la transgreción a esta imposición se pagaba con 100 azotes y un mes de
cárcel. Las mujeres tampoco podían vestir ropa de españolas, el castigo era la
reclusión por un mes (Lastra: 251).

Cuando Hidalgo exhorta al pueblo a combatir al mal gobierno una madrugada


del 16 de septiembre de 1810, logra reunir unos 700 hombres lo que fue el
nacimiento del ejército insurgente. Este ejército estaba conformado por campesinos
de poblaciones aledañas al pueblo de Dolores; Lastra sugiere que se trataba de
indígenas otomíes.

Durante la conspiración, Hidalgo envió a dos otomíes a Tlaxcala. “Uno de


ellos era un cacique de Xichú de nombre Pedro Esteban Ramírez, no se sabe el
nombre del segundo. Los tlaxcaltecas los mandaron poner presos. Les hicieron
juicio y los enviaron a un presidio en la Habana. En 1817 todavía vivía Pedro
Esteban Ramírez” (Ibid: 253).

Dentro de los pocos testimonios de participación de indígenas otomíes en el


movimiento tenemos el caso de un guerrillero otomí de Cerro Blanco, de la
jurisdicción de Salamanca, Albino García. Era manco por un accidente que tuvo con
un animal. Se dedicó a muchas actividades como contrabandear pólvora y tabaco,
fue caporal en una hacienda, era buen jinete y tenía muchos seguidores en la
región. Cuando contrajo matrimonio se comenzó a dedicar al comercio para
después unirse al movimiento cuando éste estalló. En 1812 es sorprendido por las
tropas de Iturbide y capturado junto con su hermano. Al no delatar a otros
insurgentes, él junto con su hermano, fueron fusilados en la Plazuela de la Cruz en
Celaya, Guanajuato (Ibid: 257-258).

El malestar social se acrecentaba. El Bajío tuvo grandes crisis. Primero ante


la consolidación de los Vales Reales que tuvo como consecuencia que la Iglesia

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cediera los préstamos y estos fueran cobrados implacablemente, por lo que la gente
perdió sus propiedades y "se arruinaron muchos agricultores, mineros,
comerciantes y dueños de talleres y obrajes" (Ibid, 2006:251). También hubo
heladas y sequías en diferentes momentos que empeoraban las condiciones.

Era diferente la situación del Centro de México que la del Bajío. En el primer
caso, se cultivaban tierras comunales, y había cierta libertad para autogobernarse.
En cambio, en el segundo, los indígenas trabajaban las tierras de los españoles y
se ceñían a sus reglas. Con el auge de la minería el trabajo aumentó, y también la
productividad agrícola, sin embargo, para la segunda mitad del siglo XVIII la
prosperidad hizo que la población también aumentara, dejando al final condiciones
de explotación por la sobredemanda de trabajo. Varias hambrunas se sucedieron y
el dominio de los terratenientes dejó a la población en la pobreza aumentando el
malestar social en la región.

Aunque el malestar era generalizado, así como el deseo de cambio, la


atribución de éste a la situación social por parte de la gente de la región del Bajío,
provocó que fueran ellos los primeros que se rebelaran bajo la guía de Hidalgo y
como consecuencia, los demás los siguieron. En la exhortación al levantamiento del
16 de septiembre de 1810 se unieron al ejército insurgente indígenas campesinos,
probablemente en su mayoría otomíes, ya que fueron los de los pueblos vecinos a
Dolores, que estaban constituidos por dicha etnia. Hidalgo, a diferencia de Allende,
cuyos intereses estaban centrados en los beneficios para los criollos, estaba
preocupado por ayudar a los pueblos tratados marginalmente. Hidalgo hablaba
náhuatl y otomí, aprendido probablemente en el Colegio de San Nicolás. Aunque
muchos de los indígenas no conocían de primera mano los fundamentos de Hidalgo,
tomaron la rebelión como causa propia ante la situación indigna que vivían.

Todos los pueblos del Bajío fueron parte del movimiento. Después de que
Calleja tomó Guadalajara, Hidalgo y Allende fueron emboscados, lo que los llevó a
su ejecución el 30 de julio de 1811. Sin embargo, el movimiento siguió. Ahora
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representados por Morelos, con un enfoque agrarista (que los empleos sean para
los americanos, que las leyes moderen la opulencia y la indigencia y que se
proscriba la esclavitud) y, por otro lado, Ignacio Rayón. Hubo guerrillas también en
forma aislada.

En el Estado de México, había familias que carecían de tierra para subsistir,


la situación era insostenible. Esto los colocaba como fuente potencial para la
insurrección. Aunado a esto, como ya se mencionó, la Nueva España pasaba por
su peor momento, una de sus principales fuentes de ingresos, la minería estaba en
crisis y la situación en el campo no era mejor; la agricultura era la actividad
primordial de los indígenas, pero no la realizaban libremente pues eran explotados
por los españoles, así que su situación era marginal. Sin embargo, la Iglesia era la
que fungía como mediador por la cercanía que tenía con todos los sectores sociales.
En tierra mexiquense, la alternativa que les quedaba era dedicarse al hilado y tejido,
sin embargo, la importación de tejidos de Europa y Asia los dejaba sin opción para
comercializar sus tejidos.

Cuando Hidalgo lanzó su proclama tuvo mucho éxito. Se dice que

“Como una turba aparecieron por El oro y Temascalcingo, armados los más
de palos y machetes. La tarde del 28 de octubre de 1810, luego de recorrer
San Felipe del obraje e Ixtlahuaca, llegaron a la ciudad de Toluca; el 29 se
dirigieron hacia México pasando por Metepec, Atenco y Santiago
Tianguistenco, marcha a lo largo de la cual hidalgo engrosó su ejército hasta
que éste alcanzó aproximadamente 80 000 personas” (Jarquín Ortega, et.al.,
2013: 99).

A inicios del siglo XIX, en Hidalgo se hacía visible una aparente riqueza y
bienestar. La minería, el comercio y la agricultura mostraban una aparente
prosperidad, que contrastaban con la situación de otras regiones como el Bajío a
causa de la invasión francesa a España. Sin embargo, cuando se descubrió la

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conspiración de Querétaro, la exhortación del cura Hidalgo desde Dolores luchar
contra el gobierno, no tardó en propagarse y en lograr la adhesión de muchos
inconformes (Ruíz de la Barrera, 2000: 79). Gracias a los arrieros, la noticia se
propagó rápidamente en territorio hidalguense. Uno de ellos, Cayetano Anaya, un
destacado arriero, hacía cada año un viaje a Chihuahua y llegó a Nopala un 30 de
septiembre de 1810 con una proclama firmada por Miguel Hidalgo y Costilla;
bastaron unas semanas para que se empezaran a involucrar pobladores a la causa
insurgente comandados por líderes regionales (Ibid).

Precisamente entre éstos están Cayetano y sus hermanos Andrés, José


Mariano y Juan Pablo Anaya que habitaban en Huichapan. Otro arriero que tuvo un
papel destacado, también oriundo de Huichapan fue Julián Villagrán, de profesión
arriero y dueño de una hacienda y de muchas bestias de carga y que además, era
capitán de milicias del batallón de dicho pueblo, quien junto con su hijo José María
se involucró en el movimiento (Ibid: 79-80).

Este grupo de avecindados de la región fueron parte importante en los inicios


del movimiento. Julián Villagrán proclamó la lucha por la independencia el 28 de
octubre de 1810, convirtiéndose en el dirigente de la insurrección. Al inicio no tenían
un plan concreto, pero si el apoyo de los hermanos Anaya, así como de varios
personajes importantes de la región, algunos religiosos y gran parte de la población
indígena que eran quienes padecían los abusos de la clase dominante.

Durante casi tres años de intensa actividad en su región, lograron desquiciar


a las tropas realistas. Su centro de acción era Zimapán, Huichapan y Nopala,
principalmente, aunque también se movilizaron hacia Tula, Actopan e Ixmiquilpan,
localidades que habían recibido la visita de uno de los hermanos Anaya, José
Mariano, en noviembre de 1810, con la finalidad de reclutar hombres de las
comunidades indígenas; este territorio resultó estratégico para la causa, por su
ubicación, en la primera etapa de la lucha independentista, ya que estaba cerca del
camino que lleva a San Juan del Río, Querétaro, y desde ahí podían interferir las
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comunicaciones y el transporte de la plata entre Zimapán y la ciudad de México
(Ruíz de la Barrera, 2000: 81).

En la sierra hidalguense en 1811 hay un enfrentamiento entre tropas realistas


y tropas insurgentes. Según se aprecia en un mapa elaborado en 1815, que forma
parte de un informe de Francisco de las Piedras a Félix Ma. Calleja6, prácticamente
todos los pueblos del interior de la sierra están del lado insurgente (Tenango,
Tututepec, Huehuetla, Achiotepec, Pahuatlán, Guauchinango, entre otros), mientras
que los más cercanos a la ciudad de Tulancingo, Huayacocotla y la Huasteca
(Veracruzana), más allá de San Lorenzo Achiotepec, se encuentran en poder de los
realistas (mapa 1). No obstante, los otomíes a lo largo del conflicto éstos estuvieron
en uno u otro bando. Es importante precisar que los indígenas participaron en el
movimiento motivados por causas locales y situaciones muy concretas7. Diversos
autores ponen diferentes acentos sobre las razones de la participación de los
indígenas en la lucha armada. Por ejemplo, Reina arguye que éstos defendían los
modos de control político teocrático derivados de un sistema de producción
precapitalista. Galinier, señala que la defensa no era sobre el territorio, sino sobre
la preservación del sistema de linajes antiguo; Escobar pone el acento en que “la
violencia se centró en los representantes del Estado español y sus bienes, no en la
recuperación de tierras perdidas en los siglos XVII y XVIII (pues) en estos
levantamientos, los rebeldes centraron sus ataquen las cabeceras administrativas

6 Mapa de curatos realistas e insurgentes, 17 de octubre de 1815 (AGN, Operaciones de Guerra,


vol. 650, f. 111).
7 Durante la insurgencia puede notarse un sesgo en los levantamientos regionales, mientras que en

las cabeceras mestizas la población apoyó incondicionalmente al gobierno español, aquellos pueblos
o cabeceras indígenas en donde las autoridades coloniales ejercían un menor control, los indígenas
apoyaron a los insurgentes (Escobar, 1998a; 61). En ningún caso hubo algún tipo de reivindicación
regional y como puede apreciarse, los principales bastimentos de las huastecas estuvieron en uno u
otro bando de acuerdo a las circunstancias sociopolíticas de cada una.

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huastecas y en propiedades rurales, cuyo saqueo les permitiera sobrevivir, fuesen
españolas o criollas.” (Escobar, 1998a; 60).

En 1816 este conflicto abierto había adquirido cariz religioso en la Sierra, se


convirtió en una lucha por la posesión de los “santitos”. Así el capitán Lucrán,
auxiliado por los otomíes de Tutotepec, toma la decisión de transferir a la iglesia del
poblado las estatuas sustraídas de Tenango. (Galinier, 1991; 87).

Independientemente de las motivaciones que llevaran a los indígenas a


participar en el movimiento armado, podemos establecer que había una
contradicción de fondo hacia las políticas liberales: por un lado, la necesidad urgente
de defender los derechos comunales sobre la tierra y la religión católica hacía
coincidir la causa indígena con la de la institución religiosa8; por el otro, se abría la
oportunidad de librarse de las presiones excesivas de las autoridades civiles y
eclesiásticas sobre la población, aquí en franca oposición al sistema colonial.

8 Numerosos símbolos religiosos, encarados en las imágenes de los santos y cruces, eran
marcadores territoriales, por lo que un ataque “en contra de la religión” era visto como un atentado
en contra del territorio indígena. Desde el punto de vista simbólico la lucha a favor de la Iglesia era
también a favor de los territorios comunales.
8 El primer cambio viene con la constitución gaditana de 1812, pero se subroga y vuelve a cobrar

vigencia en 1821.
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MAPA 1

Curatos insurgentes y realistas en la sierra (1815)

FUENTE: AGN, Operaciones de Guerra, vol. 650, f. 111.


Mapa proporcionado por David Pérez.

El gobierno indígena va a sufrir un cambio drástico a partir de 18219 con la


creación de los ayuntamientos constitucionales. Se sobrepone una nueva instancia
de poder local a la estructura política indígena. Los gobiernos son sustituidos por
organismos políticos no indios que aprovecharían las redes políticas de control
indígena. Numerosos mestizos y blancos fueron controlando los ayuntamientos a
través del sistema de elección popular. Este hecho va a marcar las futuras
relaciones entre los indígenas y las cabeceras políticas mestizas, durante gran parte

9 El primer cambio viene con la constitución gaditana de 1812, pero se subroga y vuelve a cobrar
vigencia en 1821.
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del siglo XIX, al menos en las Huastecas. (Escobar, 1998b; 93). Para 1840 los
mestizos y blancos controlaban los ayuntamientos más importantes de la Huasteca
y es muy probable que ocurriera así con todos los ayuntamientos de la región
(ibidem; 152). Posteriormente se permitió que sectores normalmente vetados para
los altos cargos políticos locales pudieran ser nombrados. De esta manera,
individuos pertenecientes a oligarquías económicas pudieron acceder al cargo de
alcalde, lo que les abrió la puerta para la vida política. Se convertirían en los
intermediarios entre el Estado Mexicano y los municipios. Las propiedades
comunales pasaron a formar parte del patrimonio del municipio lo que permitió que
éstas fueran rentadas y posteriormente vendidas arbitrariamente por estos
personajes. En este periodo es probable que se acentuara la diferencia
socioeconómica entre las cabeceras mestizas –que por razones naturales
concentraban el poder- y las comunidades indígenas.

Con la desaparición del Estado colonial como instancia mediadora entre la


Corona y los pueblos indios -consecuencia lógica del surgimiento de un estado
nacional-, se dificultó enormemente la resolución de conflictos de carácter agrario
entre pueblos y particulares. El nuevo Estado era débil y estaba demasiado ocupado
en construir un orden político adecuado a las circunstancias. De ahí que derivara un
desorden generalizado en todo el territorio nacional, pero especialmente en las
áreas rurales.

Las leyes de Reforma en lo general, favorecieron a que los otomíes de la


sierra se adhirieran al movimiento encabezado por Tomás Mejía, “Religión y
Fueros”, y defendido en Tutotepec por el cura Miguel Vigueras, quien, a la cabeza
de 50 hombres, recorría los poblados de los alrededores para advertir a los otomíes
de los peligros que, según él, cernían sobre la religión institucional” (Manzano en
Galinier, 1991; 90). Desde Tulancingo el general Manuel Andrade defendía la misma
causa.

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Para paliar los efectos de una progresiva privatización de la tierra, los
indígenas se organizaron en condueñazgos una forma de propiedad que conjuga la
propiedad privada con la comunal y que fue lo suficientemente amplio como para
permitir que se preservaran ciertos usos y patrones comunitarios, y también que los
mestizos se integraran como rentistas y usufructuarios, no como propietarios. El
condueñazgo tuvo mayor injerencia en la planicie costera que en la sierra, pues
mientras que el régimen de propiedad comunal se mantuvo especialmente vigoroso
en la sierra, los pueblos indios en la costa casi perdieron toda su propiedad. La
composición social en la costa fue mucho más multiétnica que en la sierra, donde a
pesar del abanico étnico, casi no hubo convergencia interétnica.

Los indios que compraron las que fueran sus tierras comunales, las
convirtieron en condueñazgos. Quienes quedarían como autoridades indias y
representantes de los pueblos indios frente al municipio fueron los regidores. Estos
regidores frecuentemente encabezaron rebeliones en contra de los ayuntamientos
cuando estos excedían sus funciones.

La inestabilidad continuó a pesar de la erección del Estado de Hidalgo en


186910, y se prolongó hasta el Porfiriato, donde se dio un periodo de relativa
estabilidad. Según Galinier, esto se debió a las medidas represivas de Díaz, y a la
alianza estratégica entre el gobernador, Rafael Cravioto, con el dictador. En este
tiempo el Estado de Hidalgo observa un enorme crecimiento económico, no sólo por
la reorganización de sus finanzas públicas, también porque se apoyó el crecimiento

10 Hidalgo es constituido como estado de la federación por el presidente Benito Juárez en 1869, a
partir de la jurisdicción del segundo distrito militar –constituido por dos departamentos- que se creó
para la Guerra de Intervención Francesa. Estos dos departamentos fueron de especial interés porque
contemplaban la comarca minera y había en una gran porción del territorio poderosas haciendas
pulqueras. Al tiempo que se creó el Estado de Hidalgo, en el distrito de Pachuca había alrededor de
157 minas (Narváez, 2009; 38). La necesidad de crear el Estado de Hidalgo respondió a la demanda
por dividir al Estado de México, cuya capital Toluca –sede del Tribunal de Segunda Instancia-, se
encontraba a muchas leguas de distancia. La producción minera y pulquera en el territorio aportaba
una enorme riqueza a los gobiernos y hacendados, lo que la hacía muy cotizada. Por otro lado, el
territorio era atravesado por una ruta comercial que conectaba la Ciudad de México con el puerto de
Tuxpan, pasando por Tulancingo.
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y consolidación de numerosas haciendas, que en su mayoría absorbieron pueblos
enteros e incorporaron a los indígenas como fuerza de trabajo, principalmente en
los llanos de Apan y los valles centrales. Comenzó un repunte económico, pero
también se agudizó la distancia entre ricos (las élites regionales) y pobres.
Aumentaron las vías de comunicación y se construyeron dos vías de ferrocarril que
comunicaban el centro de México con la Costa del Golfo. La producción de plata de
las minas de Pachuca estaba en un momento positivo. La economía regional gira
en torno a la plata y el pulque, y en menor medida, las fábricas de hilados y textiles.

Sin embargo, cuando viene la inestabilidad social y política derivada de la


revolución, la región nuevamente se calienta y surgen en diversas partes conflictos
armados. Destaca en el estado tres figuras que respaldaron a Madero y movilizaron
amplias poblaciones a la causa de Francisco I. Madero: Roberto Martínez y Martínez
en Actopan, Franciasco de P. Mariel, en Huejutla y la Huasteca, y Nicolás Flores en
Zimapán. (De la Barrera, 2000; 139-142). La inestabilidad política y la desazón
derivaron, en muchos casos, en guerrillas y bandolerismo.

En la sierra la memoria de los más ancianos rescata, no la Revolución


Mexicana, sino la figura de Santos Patricio, cacique de San Nicolás, Tenango, quien
tenía asolada la región con su grupo de pistoleros durante el primer tercio del siglo
XX. Según Pérez, quien realizó diversas entrevistas en la región (2011; 15), el
gobierno municipal era incapaz de aprehenderlo y que incluso se vio obligado a
pedir el apoyo de fuerzas federales, en vano. El cacique asesinaba a sus enemigos
y se apropiaba de sus tierras. Se gestó un movimiento campesino en su contra,
encabezado por su propio hijo, pero sólo lograron pacificar la zona cuando lo
asesinaron. Los relatos de Santos Patricio abundan en la región, desde Tenango
hasta Huehuetla. En este último se menciona que un grupo de hombres mantenía
la vigilancia de los caminos a la espera de que los bandidos se hicieran visibles.
Daban voz de alarma y la gente se internaba en el monte para escapar. Quien se
quedaba era muerto, las mujeres violadas y las casas, saqueadas.

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6.2 México independiente

El triunfo de la insurgencia y la independencia de la corona española contrario a lo


que se deseaba, no significó un cambio positivo para la población indígena que se
había involucrado peleando contra el ejército realista. Entre 1821 y 1850
continuaron las rebeliones y los gobiernos fueron inestables, aunado a ello, hubo
intervenciones extranjeras y el país, México, perdió la mitad de su territorio: Nuevo
California, Nuevo México y Texas (Lastra, 261).

En Hidalgo, en Santuario y Cardonal, los otomíes se alzaron en armas en


protesta por el incremento de los impuestos que la legislatura del estado decretó.
Fue reprimida por un grupo armado enviado por el gobierno. Esta demanda fue
retomada dos años después en Huichapan por iniciativa de Ramón García Ugarte,
un capitán retirado. Bajo su dirección, conminó a otomíes de Tecozautla a unirse a
la demanda, fueron detenidos más adelante; los cabecillas lograron el perdón y
García Ugarte huyó. El movimiento no se detuvo, había descontento en Huichapan,
Alfajayucan, Ixmiquilpan, Tula y Tecozautla. Incluso las autoridades de Alfajayucan
y Espíritu Santo solicitaron se derogara esta contribución personal, pero solo
lograron que se hiciera temporalmente, porque decían “para que no se fueran a
acostumbrar”. Para evitar futuros levantamientos las autoridades del estado dejaron
una fuerza militar en el área (Lastra: 261).

Pero el descontento de la población indígena durante estos años convulsos


del México independiente, fue sobre todo por la recuperación de tierras que les
fueron arrebatadas. Un ejemplo tuvo lugar en la Sierra de Tutotepec, Hidalgo, en
1858 cuando los otomíes se sublevaron y asesinaron a los blancos (Reina en Lastra,
262). También en Tulancingo hubo alzamiento. Lastra señala:

“La lucha de los pueblos otomíes por la recuperación de sus tierras se


reiniciaba al lado del desarrollo de la guerra entre conservadores y liberales.
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La llegada del otomí Tomás Mejía al estado de Hidalgo persiguiendo a tropas
juaristas en 1862 coincide con las sublevaciones campesinas que se habían
desarrollado localmente.

El problema agrario cada vez se agudizaba más. El movimiento de protesta


aumentó con la llegada de Mejía: se alzaron en Taxmayé, Orizabita, Los Remedios
y otros pueblos de la región.” (262).

Tomás Mejía, otomí originario de Jalpan, tuvo una participación importante


en la vida política en la época juarista. Aun cuando tenía grado de capitán del
ejército con la participación destacada en varias batallas, se opuso al gobierno de
Juárez y apoyó la intervención francesa y el establecimiento del Imperio con
Maximiliano al frente porque estaba convencido que unificaría a los mexicanos. En
los últimos días del Imperio, Maximiliano es apresado y fusilado y Mejía se rinde
en1867.

Aún restaurada la República en 1867 no se restituyó la paz. Con el


favorecimiento de la propiedad privada los conflictos con los indígenas continuaron.
Se agravaron las distinciones socioeconómicas y se debilitó la solidaridad
comunitaria. Surgieron movimientos agrarios que fueron reprimidos.

En 1869 hubo ataque contra varias haciendas de los actuales estados de


Hidalgo y México. En un documento emitido por Francisco Islas se convocaba a los
pueblos del Mezquital de apoderarse de tierras arrebatadas por los jesuitas. En
1869 después de tomar posesión de Tizayuca y ser ahuyentados por los federales,
entraron a Tezonteoec, al ser sitiados, escaparon y se dispersaron.

Hubo más batallas y exhortación a los campesinos a levantarse. La intención


ideal era arreglar los conflictos por la vía legal, sin embargo, siempre fueron
llamados "comunistas" para desacreditar el movimiento.

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Los liberales solicitaron la creación del estado de Hidalgo en 1868 apoyados
por varios municipios del Mezquital, y fue logrado al año siguiente.

Cuando decayó la actividad minera muchos otomíes del Mezquital tuvieron


que salir a la Huasteca, a Mineral del Monte y Zimapán. Ya desde 1867 los indios
habían sido replegados a la zona de la sierra de San Miguel de la Cal, Yolotoec,
Debodé, Sierra de Juárez y Alfajayucan. Las haciendas de San Javier y de la
Concepción en Pachuca y Actopan fueron tomados por otomíes dirigidos por
Zalacosta y se repartieron las propiedades.

Las medidas impuestas posteriormente seguían perjudicando a la población


indígena, aun con las reformas como la libertad de expresión, la educación y otros
aspectos que vislumbraban a México como un país en cambio y modernización.

Entre los cambios más perjudiciales estaban las leyes de desamortización,


que eliminaba los bienes comunales. Lastra (265) señala que “Esta política nacional
hizo que los terrenos que solían beneficiar a todos los miembros de los pueblos
acabaran en manos de una élite local”. Esto agravó la situación de este sector de la
población y aumentó las diferencias entre la sociedad. Muchos hacendados se
provecharon de esta situación y sus propiedades crecieron a costa de terrenos
comunales.

Las quejas de los indígenas nunca fueron escuchadas. Hubo invasiones en


haciendas en Hidalgo y Estado de México para tratar de recuperar las tierras
perdidas, pero a cambio son tratados como “bandidos” por las fuerzas del ejército.

Esto se repite en varios lugares con diferentes acciones como quitar


mojoneras de haciendas, o tomar posesión de éstas de manera violenta. En todas
fueron combatidos por el ejército.

Desde la fundación de la república, hasta después de la intervención


francesa, se sucedieron las rebeliones como protesta, sobre todo, por la abolición

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de la propiedad comunal que afectaba a la población más desprotegida, los
indígenas (Lastra (267). Era la Ley Lerdo que no reconocía la personalidad jurídica
a las corporaciones indígenas (268), por lo cual, nos dice Lastra “ni siquiera se
podían organizar para litigar, sino que cada individuo tenía que hacerlo por
separado”, esto es individualmente. Así las rebeliones tuvieron lugar en Tutotepec,
Tenango de Doria, Tulancingo, Ixmiquilpan y Tula en demanda de recuperar las
tierras comunales que les pertenecían desde tiempos prehispánicos y arrebatadas
por las haciendas y terratenientes.

La situación continuó hasta mucho después de la Revolución, cuando se


estableció en la Constitución el Artículo 27 referido a la propiedad ejidal.

A principios del siglo XX, el extenso territorio que comprende la parte noreste
del municipio de Tulancingo de Bravo, en la región del Altiplano y en los límites de
la entrada a la Sierra Otomí – Tepehua, era ocupado, además de población de habla
otomí cuyo asentamiento remite a varios siglos atrás, por varias haciendas
dedicadas en su mayor parte a la extracción del pulque, bebida que era
comercializada en toda la región. Los indígenas ocupaban pequeños caseríos en el
centro del pueblo de Santa Ana Hueytlalpan, y eran los peones de las haciendas
donde trabajaban tierras ajenas. Adquirían sus insumos de subsistencia en las
tiendas de raya de las mismas y muy pocos poseían espacios para la siembra. Los
años posteriores a la Revolución, el paisaje rural con el que habían convivido ellos
y sus antepasados, se vio alterado nuevamente, gracias a la Reforma Agraria, y en
1937 se vieron beneficiados con el primer reparto de tierras en la región,
convirtiendo este extenso territorio en el ejido más grande del estado: con 2671
hectáreas.11 Aunque su situación continuó siendo de extrema precariedad, pues
debían convertir sus tierras que, durante largo tiempo habían acogido la siembra de
magueyes, a campos donde pudieran cultivar maíz y otros productos básicos para

11 Es, además, uno de los 10 más grandes del país.


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su autosubsistencia para no tener que depender más, como en el pasado, de lo que
los hacendados les “vendían” a cambio de endeudarlos permanentemente.

7. REGIONES OTOMÍES CONTEMPORÁNEAS

Actualmente, los grupos otomíes se encuentran dispersos en varios estados de la


República Mexicana, siendo el Estado de México, Querétaro, Guanajuato, Hidalgo,
Veracruz y Puebla los estados con mayor presencia otomí. En Tlaxcala y Michoacán
todavía existen algunas localidades aisladas con una robusta identidad otomí e
incluso hay algunos grupos otomíes en las ciudades de México, Guadalajara y
Monterrey donde se han integrado a la vida citadina donde han resignificado su
identidad. Todos estos grupos tienen una identidad otomí diferenciada basada tanto
en la lengua como en su historia propia, lo que articula especificidades regionales,
locales y comunitarias. Estas características distintivas pueden trazarse hasta un
atributo general otomí que va delineándose en cada región a partir de cómo se
ejecuta y manifiesta la cultura otomí en relación con su entorno natural y social, así
como sus interacciones socioétnicas.

Después de la Conquista, los otomíes se dispersaron hacia diversas regiones


del centro de México residiendo, en muchos de los casos, lejos de sus lugares de
origen y con ello perdiendo relación estrecha con sus pueblos; sin embargo, no en
todos los casos se perdieron los contactos, pues a casi 500 años de aquellas
experiencias, aún persisten algunas poblaciones que, no obstante haber sido
separadas por delimitaciones estatales, mantienen lazos que se reactivan en ciertos
momentos, sobre todo en ocasiones donde la ritualidad es la protagonista principal,

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y que nos habla de que la reconfiguración de las poblaciones otomíes no acabó con
vínculos de carácter histórico, abordados en los capítulos anteriores.

En esta reconfiguración, proponemos ocho regiones otomíes, dos de ellas


corresponden a dos municipios; las cinco regiones restantes están basadas en
primer lugar en, vecindad; aunque no siempre es el caso, pues los otomíes también
en algunas regiones conviven con otros grupos etnolingüísticos como en Michoacán
cuyos vecinos son los mazahuas, que forman parte de la misma familia lingüística;
o bien, el caso de la Sierra Oriental de Hidalgo y Sierra Norte de Puebla, donde
comparten tradiciones culturales con nahuas, totonacos y tepehuas, aunque
prevalece la diferenciación étnica. En estos casos, la regionalización se basa en las
variables del contexto.

Como primera región distinguimos la del Valle de Toluca y Oriente del Estado
de México. En el Estado de México los municipios que lo integran son: Toluca,
Temoaya, Otzolotepec, Amanalco, Huixquilucan, Jiquipilco, Lerma, Xonacatlán,
Atizapán de Zaragoza, Zinacantepec, Calpuhuac, Tianguistengo y Ocoyoacac.

La segunda región es la de Michoacán. San Felipe de los Alzati es la


comunidad otomí ubicada en el municipio de Zitácuaro, cuya población originaria y
mayoritaria es mazahua, con la que han convivido desde hace varios siglos.

Otra de las regiones, origen de los otomíes históricos, la tercera que


proponemos, es la que conforman los municipios de Aculco, Acambay, Morelos y
Chapa de Mota en el Norte del Estado de México, y en el Sur de Querétaro por el
municipio de Amealco. Esta región, se vincula por una historia compartida cuyo
punto de origen es el Señorío de Jilotepec, así como un intercambio comercial
continuo, donde los límites estatales no han contado para reconocerse como
miembros del mismo grupo.

El Valle del Mezquital, la cuarta región propuesta, es también una región


vinculada a la de los otomíes históricos. Esta extensa región está dividida a su vez
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en dos regiones a partir de su ubicación, por un lado, y por otro, en función de sus
relaciones, estas regiones son: el Valle del Mezquital. En ésta, la población ha
destacado, a lo largo de varios siglos, por su habilidad para aprovechar los
elementos del entorno para sobrevivir. Aun cuando en la actualidad la lengua ñahñü
es hablada cada vez por menos personas, los otomíes se aferran a la resignificación
de su identidad y a valores donde prevalecen los usos y costumbres en sus formas
de organización social. Los municipios que conforman la región son: Ixmiquilpan,
Cardonal, Chilcuautla, Actopan, Santiago de Anaya, El Arenal, Mixquiahuala de
Juárez, Alfajayucan, Atitalaquia, Ajacuba, Tepeji del Río de ocampo, Chapantongo,
Tasquillo, Molango de Escamilla y Eloxochitlán. La otra región del Valle es la del
Alto Mezquital, la conforman los municipios de Huichapan, Tecozautla, Zimapán que
también tienen relación con el Semidesierto queretano, con el que comparte algunas
de las prácticas rituales, y Nicolás Flores que junto con otros municipios cercanos
colindan con la región de la Huasteca nahua hidalguense. Algunos de estos
municipios, fueron también pueblos de frontera con los grupos chichimecas que en
tiempos prehispánicos y de Conquista se resistían a ser dominados.

Una quinta región es la ubicada en el Oriente de Guanajuato conformada por


las comunidades de Tierra Blanca, Victoria y San Miguel de Allende; en el
Semidesierto queretano la conforman Tequisquiapan, Cadereyta de Montes, Colón,
Ezequiel Montes, Peñamiller y Tolimán. Algunos de estos municipios colindan a su
vez con la región pame. A ambas regiones las vinculan las peregrinaciones al cerro
Zamorano situado en territorio queretano para peticiones de agua. En la cumbre del
cerro, las piedras a las que los otomíes veneran porque representan a los ancestros,
devoción que los franciscanos lograron asociar con la Santa Cruz y con la
enseñanza de Jesucristo, quien hizo brotar agua de unas piedras para saciar la sed
de sus seguidores.

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La sexta región es la que más se distingue de todas las señaladas antes por
el tipo de prácticas tradicionales, mismas que son compartidas por grupos nahuas,
totonacos y tepehuas que habitan la gran región. Ésta abarca los estados de
Hidalgo, Puebla y Veracruz y se extiende desde el Altiplano de Tulancingo, la Sierra
Oriental de Hidalgo en los municipios de Acaxochitlán, Tenango de Doria, San
Bartolo Tutotepec y Huehuetla; en Puebla, la región llamada Sierra Norte con los
municipios de Honey, Pahuatlán, Pantepec, Tlaxco. En Veracruz, en la región
conocida como Huasteca Sur conformada por los municipios de Ixhuatlán de
Madero, Texcatepec yTlachichilco. Esta gran región otomí, se distingue del resto
por la tradición del recortado de papel de figuras antropomorfas que representan a
los espíritus o fuerzas de las entidades que habitan el cosmos y ejecutada por los
chamanes otomíes en los rituales llamados “costumbres”.

La séptima y última región es la de Tlaxcala, con el municipio de San Juan


Ixtenco, situado en las faldas del volcán la Malinche y cercano a Huamantla. Lo
interesante de ésta es que ha logrado mantener una identidad muy fuerte, aun
cuando se encuentra rodeada de pueblos nahuas. Es uno de los pueblos donde
existen la mayor variedad de maíces criollos y su población está consciente de la
importancia de su preservación. Al igual que la indumentaria femenina, elaborada
con técnicas como la del telar de cintura para las fajas que sostienen el enredo, o la
técnica del pepenado fruncido en las blusas femeninas, decoradas con imágenes
del paisaje de cerros, flores y animales.

Para estructurar nuestro análisis sobre los rasgos particulares de lo otomí en


cada una de las regiones antes mencionadas elegimos el ritual y sus procesos como
el eje articulador del carácter otomí general. Creemos que desde la cosmovisión
expresada en las ceremonias rituales y su parafernalia se pueden delinear los
aspectos otomíes con distinciones regionales.

Lo que a continuación se presenta no sigue precisamente la regionalización


descrita en páginas anteriores, sino mantiene básicamente un orden estatal para
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apreciar las prácticas tradicionales de cada lugar y distinguir las particularidades de
“lo otomí” en cada comunidad, pero también las convergencias y continuidades.

Estado de México12

Los otomíes del Estado de México han compartido desde hace mucho tiempo este
territorio con matlatzincas, mazahuas, nahuas y ocuiltecos, con quienes tienen una
afinidad cultural muy próxima conformando un mosaico heterogéneo configurado a
partir de diversos procesos histórico - sociales y políticos que han rebasado las
fronteras estatales, sin embargo muestran “la unión de lo lingüístico y geográfico
para su distribución regional” (Álvarez Fabela, 2016: 71), fenómeno que no es
exclusivo de este Estado. Los hñätho del Estado de México se establecen
principalmente en Toluca, Temoaya, Acambay, Jiquipilco, Morelos, Otzolotepec,
Lerma, Chapa de Mota, Aculco, Amanalco, Temascalcingo, Huixquilucan,
Xonacatlán y Atizapán de Zaragoza, los cuales a su vez se dividen en dos regiones,
atravesados por la Sierra de San Andrés Timilpan, Monte Alto y al sureste la Sierra
de las Cruces. El Norte del Estado se vincula desde tiempos ancestrales, por lazos
culturales y comerciales, con el Sur de Querétaro, conformando un corredor muy
integrado que colinda también con el estado de Hidalgo, donde los límites estatales
no han sido obstáculo para mantener relaciones entre ambas regiones, sobre todo
a través de la vida ritual. Este corredor otomí que atraviesa el Estado de México,
colinda en el sureste con la Ciudad de México. En este apartado abordaremos varios
municipios otomíes pertenecientes a ambas regiones, pero articulados a través de
prácticas rituales en torno a la sociedad del Divino Rostro.

Su tradicional vida agrícola en la milpa se ha visto impactada por la pujante


corriente industrial en esta región forzándolos a oscilar entre el trabajo en los
núcleos urbanos y la vida en la comunidad. La vida ceremonial basada en la

12 La información de este apartado fue retomada de la tesis de Doctorado de Carlos Arturo


Hernández Dávila, Cuerpos de Cristo: cristianismo, conversión y predación en la sierra de las Cruces
y Montealto, Estado de México, ENAH, México, 2016.
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mayordomía, las fiestas patronales y los grupos de danzantes mantienen una
poderosa estructura identitaria otomí. Así, las fiestas, peregrinaciones y
celebraciones son algo más que una continuación de la vida ritual e implican un fino
tejido de obligaciones recíprocas y redes familiares y comunales de apoyo.

En la región de la Sierra de las Cruces y Montealto, macizo montañoso que


divide a los Valles de México y Toluca, extendiéndose desde los límites que
comparten el Estado de México, Morelos y la Ciudad de México, al sur, hasta el
municipio de Villa del Carbón existe una organización religiosa en los municipios
otomíes, cuya tarea principal es “trabajar para mantener a Dios”, pero también para
gestionar su subsistencia. Esta organización religiosa tiene como espacios de
acción los municipios otomíes de Ocoyoacac, Lerma, Huixquilucan, Naucalpan,
Temoaya, Jiquipilco, Isidro Fabela, Jilotzingo, Nicolás Romero y Villa del Carbón.

La organización referida es la del Divino Rostro, conformada por grupos


corporados de hombres y mujeres, que, según datos, empezaron a organizarse a
partir de los años de 1940. Se dedican al mantenimiento del Divino Rostro, divinidad
muy importante en los pueblos de los municipios citados. La organización en torno
a esta figura, es como la que se sigue para los santos patronos, pero tutelada por
la Virgen de Guadalupe y el Padre Jesús.

Lo particular de esta organización, es que sus principales praxis convergen


hacia seis cerros sagrados, o cerros “santuario” donde los atributos del Divino
Rostro se empalman con advocaciones específicas en cada uno de los cerros. No
todos los pobladores, de todos los municipios acuden a todos los cerros sagrados,
en cada cerro acuden pobladores de varios municipios cercanos y no se restringe
sólo a población de origen otomí, sino también los mazahuas.

Los cerros que conforman este circuito devocional son:

1 El cerro de La Campana, se sitúa entre los municipios de Lerma y Huixquilucan.

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2 El cerro del Pocito, también se ubica entre Huixquilucan y Santa Cruz Ayotuxco.

3 El cerro de la Verónica, cercano a Zacamulpa/Xochicuautla/Huitzitzilapan, en el


municipio de Lerma.

4 El cerro de la Palmita, también nombrado Huayamelucan, en el municipio de


Ocoyoacac.

5 El cerro de la Exaltación de Santa Cruz Tepexpan, en Jiquipilco.

6 El cerro del llano de la Tablita, en Temoaya.

De todos estos, sólo uno está dedicado a la Virgen de Guadalupe, el resto al


Divino Rostro. Se incluye porque forman parte de un circuito articulador devocional
donde se lleva a cabo el mismo tipo de praxis religiosa.

Parte sustancial en la praxis en torno a estos cerros, además de los socios del
Divino Rostro, son los especialistas rituales tradicionales: los bmëfis, “trabajadores”,
cuyas funciones sustantivas son: “mantener” a los Dioses, es decir, a través de
ofrendas de comidas; la “siembra” de tamales en el cerro como si éstos fueran
semillas; tapar y destapar los pozos del viento para atraer el agua de lluvia;
mantener llenos los depósitos subterráneos con agua bendita que posteriormente
se transformará en el agua de lluvia que caerá sobre la tierra. Estas funciones que
atañen a las actividades de la figura católica del Divino Rostro, se identifican muy
bien con el nombre con el que las fuentes coloniales designaban a ésta en otomí: la
de Mixenthe, traducido como “Dios del monte”, “español del monte”. Sin embargo,
en la actualidad, el término en otomí ya no es recordado por quienes conforman
esta organización, pero persisten las funciones de esta advocación en los cerros.

Lo que es sugerente es, ¿porqué la veneración de esta figura de la hagiografía


católica en los cerros y no en los templos de los pueblos? Un testimonio de una

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mujer otomí de Temoaya es muy significativo y parte de la respuesta está en la
designación que se hacía en tiempos coloniales:

Pues en el cerro de La Campana, yo escuché que en una subida de la


Trinidad salió un servicio donde el Divino Rostro dijo que como tanto lo
perseguían, mejor se iba a hacer su casa en las piedras, en las cuevas, para
que no lo agarraran. En el pueblo sí se quedaron los santos, a esos no los
molestan como al Santo Grande, al Divino maestro, el Divino Rostro
(Hernández Dávila, 2016: 153).

Es a través de las acciones que se desarrollan en cada cerro sagrado por la


organización del Divino Rostro bajo la guía de sus “trabajadores”, los bmëfis, que
se desvela la compleja cosmología otomí, ya que los hombres no interactúan solos,
existen un conjunto de divinidades que toman cuerpo en cruces, así como entidades
extrahumanas de distintas clases que estarán presentes en cada praxis, bien sea
para ser llamados, para ser “alimentados” mediante ofrendas cuantiosas, o bien, a
través de plegarias y conductas de los hombres.

El cerro de la Campana, situado entre los municipios de Lerma y Huixquilucan,


recibe la visita de los socios del Divino Rostro procedentes del pueblo de San Miguel
Ameyalco. Para la gente el cerro es el más importante, en términos jerárquicos por
el poder que irradia, porque dice la gente es el más alto y el de mayor antigüedad
en términos de culto. El apelativo en lengua otomí, föndö, que significa “hongo de
piedra”, ya no se utiliza.

Como toda creencia mesoamericana, los cerros son lugares de origen y réplicas
del cosmos y del mundo. Son sitios habitados y quienes viven en ellos lo tienen por
casas; el cerro de la Campana tiene entonces antes de llegar a la cúspide sus
“descansos”, donde la gente se detiene bien sea para realizar alguna actividad
preparatoria. En este cerro en los descansos se encuentran cruces que son
marcadores que señalan el camino desde los oratorios comunitarios hasta la cima.
Son una especie de marcadores sagrados que protegen al peregrino en su andar

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hasta el punto más alto del cerro. La gente dice que los “descansos” o nzaya, en
otomí, es donde Dios “se recargó y puso su pie” cuando anda por el cielo cargando
el aire, las nubes y la lluvia. Estas mismas “huellas” se encuentran en el camino que
toman los peregrinos a Chalma, como evidencia del paso de Dios por esos lugares.

Las cruces que marcan el camino, nos dice Hernández Dávila (2016: 102), están
dotadas de voluntad y exigen que la gente las venere. Al pasar junto a ellas se les
debe ofrendar, así como pagar para que el peregrino pueda proseguir su camino sin
peligro. Estos “descansos” son sitios cargados de fuerza donde obligadamente las
personas deben detenerse y brindar a las cruces que resguardan el lugar un acto
de respeto; aunque no sólo se encuentran en los cerros, también en los pueblos se
les observa.

En un lugar llamado “la Chinampa” se asciende al cerro, y ahí se realizan las


primeras oblaciones que tienen como finalidad la petición de lluvia. Los peregrinos
son recibidos por las potencias que ahí residen a través del primer “servicio”
realizado por el bmëfi, el discurso “divino de bienvenida”. Al llegar a la cima del
cerro, donde se encuentra un templo construido para venerar al Divino Rostro, dan
la bienvenida tres cruces de madera colocadas sobre zócalos que las elevan dos
metros. La gente dice que “debajo de estas cruces hay una escuela de todo lo que
el Señor Divino Rostro nos enseña. Hay los libros donde se apuntan los trabajos,
las ceremonias. Hay trastecitos, hay velas, hay todo el conocimiento”. Por supuesto,
el conocimiento que se enseña en ese mundo “otro” del que se habla, sólo es
accesible a las personas de conocimiento como el de los bmëfis. Otro sitio
importante cercano a la cima y al templo es una roca conocida como La Laguna; a
esta roca se le vierte agua y por la forma en que ésta se derrama el bmëfi podrá
“leer” por dónde caerá la lluvia durante el temporal. La roca es entonces una réplica
en miniatura de la región serrana.

El templo fue erigido por los socios de la organización del Divino Rostro del
pueblo de Ameyalco. Lo resguardan siete cruces de piedra, las más antiguas, son
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“las que mandan”, ellas son “milagro”, “encantamiento”; hay otras cinco cruces de
madera o pasta, hay una cruz central con la imagen del Divino Rostro.

Fuera del templo, hay un mirador que da hacia el valle de Toluca y ahí hay otras
tres cruces de madera que se reemplazan cuando se deterioran. Estas cruces
tienen sus padrinos quienes cada seis meses las arreglan y las llevan a la iglesia
donde las velan toda la noche antes de regresarlas a su sitio en el cerro. Junto a las
cruces de madera hay varias piedras que en realidad son los animales que
resguardan al Divino Rostro y lo auxilian en su trabajo de llevar la lluvia: los animales
son cocodrilos, ranas, elefantes y el “caballito”, compañero del Divino Rostro, roca
con forma de silla de montar llamado también “regador del rocío”. Todos estos
“animales” reciben su alimento para poder contribuir en el bienestar de los hombres.

El cerro de La Palmita, en el municipio de Ocoyoacac, que recibe población


otomí del pueblo de Acazulco, se sitúa en el sur de la sierra de las Cruces. De este
cerro hay varias narraciones de cómo llegaron las cruces a su cima:

Se cuenta por los señores antiguos del pueblo que un hombre que hacía
carbón en el monte un día, mientras comía, recibió la visita de un viejo que le
pidió ser invitado a comer, a lo que el carbonero accedió. Al terminar, el viejo
le pidió repetir la invitación para el día siguiente, aunque le pidió que le trajera
un pollo, a lo que el carbonero igualmente accedió. Finalmente, el viejo le dijo
al carbonero: ‘mañana no quiero que me traigas comida. Mejor mándame
hacer una cruz de cualquier manera y la plantas en lo más alto del cerro’. Una
vez satisfecho el pedido, el viejo se despidió del carbonero con estas
palabras: mañana ya no me vas a ver como me ves en este momento, porque
yo voy a estar dentro de la cruz. No quiero que dejes de venir a verme.

Queda evidenciado que el Divino Rostro, es el ancestro que está presente dentro
de la cruz, su cuerpo, y la necesidad de “alimentarlo” tiene como finalidad que el
mundo continúe su marcha.

Al igual que en el camino hacia el cerro de La Campana, en el camino que lleva


hacia la cumbre del cerro de La Palmita, sobre una roca hay una hendidura que los
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bmëfis y los socios del Divino Rostro identifican como una huella “del huarache del
Divino Rostro”. Como señala Hernández Dávila, uno de estos especialistas le
“confió que durante su proceso de curación y antes de recibir su encomienda
definitiva como “trabajador” del Señor, se le ordenó descalzarse y meter el pie
derecho en el hueco para confirmar “que daría la talla exacta para ser un verdadero
servidor de Dios” (2016: 109). Con lo cual se refrenda el papel de los bmëfis como
personajes con un don especial que comparten atribuciones con las divinidades,
porque fueron elegidos por ellos mismos para realizar este “trabajo”. Por otra parte,
huellas como la descrita y que son comunes en los caminos de peregrinación, se
convierten en marcas de lo sagrado

El cerro de la Verónica o la casa de la serpiente, del municipio de Lerma, no


forma parte de la sierra de las Cruces, sin embargo, tiene una importancia
destacada, como lo señalan fuentes del siglo XVIII; pues desde esos tiempos las
cruces eran referentes importantes porque se han considerado son cuerpos de
divinidades que se veneraban en ese lugar. La fama del cerro de la Verónica, como
cerro poderoso deriva de su relación con el Xinantécatl o Nevado de Toluca. Se dice
que ambos cerros se comunican y que se escuchan sus bramidos. Aunque hay
personas que afirman que los bramidos son de los guardianes del cerro, dos
venados.

Este cerro es hábitat del aire y el rayo. Por ello no es casual que tenga dos
capillas: una dedicada al Divino Rostro y otra dedicada a la serpiente, animal que
desde tiempos ancestrales en la cosmovisión mesoamericana se ha asociado a la
lluvia y a los fenómenos atmosféricos articulados a ésta como el rayo. Es común
encontrar narraciones que dicen que cuando en la entrada de las cuevas aparece
la serpiente, en realidad no es un animal, sino la divinidad que llega por su ofrenda
aceptando con ello el intercambio de dones.

En la capilla del cerro La Palmita, al igual que en los demás cerros del circuito,
la bienvenida a los peregrinos de la organización del Divino Rostro al entregar los
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“regalos” para esta divinidad son recibidos con “limpias”, pues el lugar sagrado lo
amerita.

El cerro de El Pocito de Ayotuxco, en Huixquilucan, es el más cercano al Valle


de México. Por fuentes de la Colonia, este cerro era venerado por los indígenas y
era llamado “cerro de Moctezuma”. Como su nombre lo indica, la gente señala que
de este cerro mana el agua que llega al valle de México, aunque no se han
encontrado manantiales. La tradición oral señala que:

…el Divino Rostro fue encontrado por un pastor que apacentaba borregas en
lo alto del Pocito. Cuando perdió de vista al hato, según un informante, “lanzó
un silbido que le fue contestado, cosa que le extrañó porque no había
presencia humana en el entorno. Al seguir silbando para ubicar a su
interlocutor, cesaron de pronto las contestaciones y halló la cruz con el Divino
Rostro, junto con dos ceras encendidas a sus costados (Hernández Dávila,
2016: 116-117).

En la cima de este cerro hay dos templos, uno de ellos de mayor importancia
tiene el rango de santuario que comparte con el de los Remedios, ubicado en el
municipio de los Remedios. Ambos santuarios reciben múltiples peregrinaciones.
La estrecha relación entre el templo del cerro y el de los Remedios es ratificada por
estas palabras que implican que “el señor Divino Rostro baje de su cerro a la casa
de su hermana la Virgen de los Remedios”.

El cerro de la Exaltación de Santa Cruz Tepexpan, en Jiquipilco, es un cerro muy


importante para la región de Ixtlahuaca. Este cerro ostenta también la categoría de
santuario, como el de Ayotuxco, por ello, el templo tiene todos los elementos del
culto católico con su altar y su sagrario.

El templo alberga también, además del señor de la Exaltación, tres cruces de


piedra resguardadas dentro de una urna de cristal. En este templo hay actividad
litúrgica constante lo que limita, en cierto modo, la realización de los “trabajos” de
los socios del Divino Rostro. Llegándose a observar como una disputa entre los

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sacristanes, “guardianes de la ortodoxia”, y los socios del Divino Rostro con la figura
de los bmëfis como “trabajadores”.

En este cerro, se llevan a cabo en los meses de marzo y noviembre, ceremonias


dirigidas por los bmëfis que llaman “el tiempo” y consisten en obsequiar el regalo a
la divinidad. Se les llama en otomí xoki un nzaki ndahi, “destapar la fuerza del aire”,
y koti un nzaki ndahi, “encerrar la fuerza del aire”. Que como su nombre lo señala,
están destinadas a solicitar y propiciar que los aires traigan la lluvia mediante
operaciones de reciprocidad: “El patrón nos echa el airecito, le damos un tamalito,
así funciona esto desde siempre. Nos quita el aire, le damos su tortita. Nos echa el
agua, se le ofrece su regalito. No es de a gratis ni como quiera. Es dar y recibir,
porque las gentes son finas para pedirle todo, pero no siempre traen lo que deben”.

Este cerro santuario es también visitado por mazahuas, dada la cercanía con
poblaciones habitadas por este último grupo. La celebración del mes de marzo, más
que relacionarse con el agua, se articula al fuego, una de las principales deidades
del panteón otomí, con San José como “señor de los fogones del hogar”. Pero
también se articula con la celebración del carnaval que en contextos otomíes es de
las más importantes fiestas. Lo que se espera entonces, es que después de esta
celebración el tiempo se regenere gracias a la resurrección de Cristo, “llenando de
agua los cerros”. El cerro del llano de la Tablita y al pie del Montealto se ubica en el
municipio de Temoaya.

Durante las ceremonias dirigidas por los bmëfis llamadas “servicios”, se


“escucha” frecuentemente el mensaje de la Virgen que se presenta en ocasiones
como madre y otras como hermana del Divino Rostro, pero lo que si es realidad es
su omnipresencia como dueña y señora del monte, que comparte con su compañera
la “serena” o “montesuma”. En el pensamiento de los otomíes y en esto coinciden
con los otomíes del Altiplano de Tulancingo, la “serena” o “montesuma” es una
deidad ancestral que reside en el cerro desde tiempos antiguos, la Virgen queda
entonces como deidad advenediza. Sin embargo, ambas figuras se funden con
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elementos del paisaje: la virgen en un oyamel y la “serena” en los manantiales. En
este cerro si hay manantiales, lo que fundamenta su importancia.

Los socios del Divino Rostro de Temoaya, relacionan el origen del santuario con
el del oratorio del barrio de San Pedro Abajo, que según ellos “se debe a la aparición
de la virgen en una cañada situada al oriente del mismo, cerca de una barranca en
la que actualmente una pequeña ermita rememora el sitio del milagro.”

El oyamel al que se vincula a la Virgen, está referido en la siguiente narración:

“¿Quién encontró a la virgencita? ¿Quién encontró a la madrecita linda? Un


niño llamado Julián que estaba jugando aquí junto con su primo, llamado
Silverio. Ellos estaban cuidando sus borregas y no regresaron en la noche a
sus casas. Eso fue el 12 de enero de 1957. Y cuando vinieron a buscarlos
sus papás y hermanos estaban de rodillas, haciéndose entender nomás con
señas de que ahí se había grabado en el oyamel la imagen de la Virgen de
Guadalupe. Y se corrió la voz en las 62 comunidades del municipio de
Temoaya, lo supo el párroco, el obispo de Toluca, y las comunidades
subieron a cuidar a la virgencita. Ese es el origen de La Tablita”

En el sitio hicieron la capilla dedicada a la virgen, a unos metros de la capilla los


socios colocaron varias cruces por motivos diversos: en la presentación de
enfermos, o para solicitar algún favor o agradecer por lo recibido. Para los otomíes
las cruces están vivas, son entidades animadas, que solicitan ser ofrendadas y
envían castigos a quienes no cumplen:

“Las cruces dicen para sus adentros cuando quien las levantó no las atiende
ni regresa para vestirlas y darles su desayuno: ¿cómo a mis hermanitas sí les
traen sus flores y su chocolate y a mi ya me dejaron aquí olvidada? Buscaré
a quien acá me trajo y le daré un toquecito, que no me olvide, que no me dejé
aquí nomás. Porque cuando buscaban su salud, cuando querían que mi
padre Dios los levantara, ahí sí no me faltaron mi regalo y mis cohetes. Pero
ahorita, me olvidaron y yo los traeré de vuelta a que se postren y me traigan
mi n’toxi, mi cena”

Así piensan y así sienten las crucecitas.


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Este relato reitera la solicitud de respeto hacia las cruces y el espacio sagrado,
morada de la virgen. Dentro de este territorio hay una pequeña capilla dedicada al
Divino Rostro. En su altar hay un manantial que tiene comunicación con otro
nacimiento de agua que se ubica al pie de una barranca. Este aspecto del agua es
significativo, pues en la mayoría de los cerros del circuito sagrado dedicado al Divino
Rostro no existen manantiales, y el agua junto al fuego son los principales
elementos de subsistencia de los otomíes.

Lo planteado a lo largo de estas breves líneas nos llevan a enfatizar la vigencia


y relevancia de los cerros en las prácticas de los pueblos otomíes de la sierra de las
Cruces y Montealto, en lo que actualmente es el Estado de México y que
antiguamente formaba parte del antiguo señorío de Jilotepec y asiento originario de
los otomíes históricos. Lo que las acciones revelan, son la reconfiguración de
prácticas cuyas raíces son de origen ancestral, pero con el tiempo se
refuncionalizaron adoptando figuras del catolicismo, pero otorgándoles atributos de
deidades nativas cuyo hábitat es el entorno de la naturaleza.

Los cerros, al igual que los elementos del paisaje y los fenómenos de la
naturaleza son todos entidades vivas, poseen una gran fuerza y energía, son entes
que piensan y actúan y esperan siempre el alimento para poder ayudar a los
hombres con los medios de subsistencia. Pero, además, los cerros operan como
modelos cosmológicos que guardan o son fábricas de los aires, de la lluvia, de las
nubes; también son trojes que resguardan las semillas que alimentarán a los
hombres.

Michoacán

Los principales asentamientos otomíes en Michoacán se han limitado a la zona


boscosa al oriente del estado, fundamentalmente en el municipio de Zitácuaro,
región de fuerte presencia otomí desde época prehispánica. Los ñathó se
encuentran diseminados en la cabecera municipal y concentrados en las

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comunidades de Curungeo, Zirahuato y San Felipe de los Alzati, donde han
mantenido su identidad otomí a pesar de fuertes procesos de aculturación y de la
instalación de fronteras políticas y territoriales.

San Felipe de los Alzati se mantiene como la comunidad otomí más


significativa en Michoacán, tanto por ser heredera de un asentamiento antiguo como
por ser centro de dispersión de otras poblaciones que se encuentran en la misma
región. Esta población se ubica a 14 kilómetros al norte de Zitácuaro y está
enclavada en la zona boscosa aledaña al santuario de la mariposa monarca, que
ha sido considerada como reserva ecológica por las autoridades (Holguín Sarabia,
2011).

Las principales actividades económicas de los otomíes en la región de


Zitácuaro son la silvicultura, la producción de aguacate, durazno y granada china;
adicionalmente la alfarería se mantiene como una tradición artesanal. Estas
actividades se complementan con las actividades agrícolas destinadas para el
autoconsumo (maíz, trigo, frijol, calabaza y algunas variedades florales como el
cempoalxóchitl o cultivos comerciales como el aguacate). Por su cercanía con la
zona boscosa que ha sido designada como santuario de la mariposa monarca estas
actividades se han visto impactadas por la presencia de la tala clandestina e
inmoderada y los flujos migratorios rurales hacia polos urbanos.

A pesar de esto, la identidad otomí en la región se mantiene presente en


indicadores culturales poderosos como la lengua, la vida ritual y la vestimenta. En
comparación con el vistoso traje mazahua, la mujer otomí utiliza un vestido sobrio
con rebozos de color opaco e hilos negros tejidos en las orillas; adicionalmente
utilizan un traje bordado en telar de cintura y debajo enaguas de algodón con una
cintilla de colores bordada. La vestimenta tradicional masculina se observa
escasamente en las festividades religiosas, donde se usa el pantalón y camisa de
manta con paliacates de algodón cubriendo el cuello.

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San Felipe de los Alzati ha experimentado un proceso de dilución del sistema
cultural otomí que ha impactado principalmente en las fiestas tradicionales, de
acuerdo con los propios habitantes de la localidad. Es por ello que la mayoría de los
rituales religiosos, su organización y la participación de sus celebraciones se
concentra en el grupo etario más avanzado de la localidad. Si bien hay procesos de
aculturación que emanan desde la cercana ciudad de Zitácuaro – considerado un
polo industrial y atractor de migrantes -, la iglesia católica también ha participado en
la censura y oposición a tradiciones religiosas locales, tales como las mayordomías.

En contraste, existen algunos esfuerzos por rescatar y conservar las


tradiciones otomíes más importantes de la región y algunas se concentran en las
fiestas religiosas principales:

 2 de febrero. Fiesta patronal en honor a la Virgen de la Candelaria. En la pequeña


capilla se viste a la Virgen con la tradicional usanza otomí, con colorido ropaje y
cubierta la cabeza con un típico rebozo.

La celebración coincide con el periodo de hibernación de la mariposa


monarca, que tiene sus santuarios en los bosques cercanos. En la capilla de Los
Alzati, se encuentra una cruz atrial, pieza arquitectónica monolítica que destaca no
solo por la sobria belleza de su elaboración, sino porque es una de las tres únicas
cruces atriales michoacanas que aun conservan un espejo de obsidiana incrustado
al centro.

Ese espejo constituye la más clara muestra de la forma en que trabajaron los
evangelizadores europeos para encauzar la fe de los pueblos indígenas hacia la
religión católica, mediante la fusión de símbolos prehispánicos que guardaban cierta
afinidad con los de la iglesia. En ese sentido, se dice que para los grupos étnicos
que habitaban la región a la llegada de los conquistadores, la piedra de obsidiana
representaba a un dios sacrificado, de tal forma que coincide con el símbolo de la
cruz para los misioneros.
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 20 de octubre. Fiesta en honor al Señor de la Columna. Esta celebración tiene como
característica la participación de otomíes de San Felipe, en particular del barrio de
Rincón de Dongú, así como mazahuas provenientes de diversas localidades del
Estado de México quienes ejecutan la danza de Pastoras.
 12 de diciembre. Celebración en honor a la Virgen de Guadalupe. Se acostumbra
integrar danzas tradicionales después de la celebración eucarística: Los
Santiagueros y Las Pastoras.

Los Santiagueros se distinguen por sus vestimentas rojas y otras de color


negro; los danzantes rojos llevan una bandera tricolor y los de negro una bandera
blanca y negra, y acompañados solamente por un tambor y una flauta, danzaban.
En tanto dentro de la Iglesia, las mujeres esperan, ataviadas con sus vestidos de
gala, con sus rebozos y con su sombrero con listones de varios colores

En tanto, las Pastoras con su cayado bellamente adornado, hacen sonar los
cascabeles (metálicos) que traen arriba del cayado. La representación de la Danza
de Pastoras, según su origen, está ligada a las Fiestas de la Natividad del Niño
Jesús.

Las fiestas en San Felipe de los Alzati están asociadas a dos grupos o
sectores que se complementan: las mayordomías y los grupos de danza. Cada una
de las fiestas tradicionales integra a ambos sectores, sin embargo, son las
mayordomías las que le imprimen un carácter distintivo a las celebraciones debido
a que acostumbran modificar aspectos de las danzas.

Las mayordomías cuentan con una escala jerárquica, donde los mayordomos
‘grandes’ representan el estrato más alto que implica una mayor responsabilidad y
cargo. Ellos están apoyados por los ‘mayordomitos’ quienes suelen adoptar un rol
auxiliar durante cada celebración. En el caso de la mayordomía de la Danza de las
Pastoras el 25 de diciembre se hace el cambio del viejo al nuevo mayordomo. En
este proceso se acostumbra ‘purificar’ ambos domicilios mediante un guiso de caldo
amarillo con azafrán traído del cerro de las Víboras.
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En relación con Santiago Apóstol, es sumamente importante mencionar que
en San Felipe de los Alzati existen tres grupos de danza: la mesa, el rincón y
macutzio, cada uno de los cuales interpreta la danza de Santiagueros en el atrio del
templo, desde el inicio de la evangelización hasta hoy en día, transmitiéndose de
generación en generación, desempeñando en ello un importante papel ‘los
cargueros’, responsables de organizar los grupos cada año.

Esta danza hunde sus raíces en la época medieval, simulándose una lid entre
gentiles y cristianos, en la que el emperador Carlomagno tiene un significativo papel,
en ella los principales combaten con verdaderos alfanjes, un niño pequeño porta la
imagen de Santiago Apóstol, lo que representa el inicio de la batalla entre el bien
que son los cristianos danzantes vestidos de color rojo y el mal representados por
los moros, danzantes vestidos de color negro, triunfando siempre el primero.

En la tenencia de San Felipe los Alzati la tradicional fiesta de carnaval dura


aproximadamente un mes y se inicia a las 17 horas del ‘martes de carnaval’ con la
ejecución del tradicional baile del torito. Esta danza que dura aproximadamente 2
horas es realizada por cuadrillas de hombres integradas por uno que carga sobre
sus hombros un torito de madera bellamente adornado con papel de china o crepe
de varios colores; éste mide aproximadamente un metro y medio y pesa de 3 a 5
kilogramos, a su alrededor bailan 2 maringuías (hombres vestidos de mujer) que
portan la vestimenta tradicional de la mujer otomí. También bailan 2 hombres, ‘los
payasos’ que están vestidos con pantalón de satín, camisa de la misma tela a
cuadros, un paliacate que les tapa la cara y sombrero, al mismo tiempo que bailan
van raspando la tierra con su guaparra; les sigue el caporal, vestido de negro, con
un paliacate en la cara y una cachucha en la cabeza, en la cintura lleva un guacal
de madera también pintado de negro que simula una ‘mula o caballo’ en el que están
inscritas leyendas tales como ‘así soy y qué’, ‘soy cien por ciento perrón’, en la mano
porta una garrocha de dos metros y medio, los acompañan dos músicos, uno que

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toca el violín y otro el tambor. Según las cuadrillas que se junten, son el número de
toritos, es decir, que, si participan 15 cuadrillas, se bailan 15 toritos.
El baile tiene 3 tiempos: primero los toritos bailan y alrededor de ellos lo
hacen los payasos, maringuías y los caporales. A continuación se retiran los toritos
y se hacen dos filas con los payasos y maringuías; enseguida, los caporales o
muleros, entre gritos y patadas pasan en medio de esas filas.
Mientras se van contagiando todos con la algarabía de la fiesta, niños,
jóvenes y adultos, se mojan con agua de color morado, o, rojo; se corretean, ríen,
gritan, bailan; es el desfogue, es darle rienda suelta a la alegría. Para finalizar, las
madrinas de los toritos, les cuelgan una botella de vino, collares hechos con
galletas, bombones, palomitas y un ramo de flores; por su parte ellas se colocan en
la cabeza una corona de pan adornada con flores, plátanos y naranjas, y se ponen
a bailar al son del violín y del tambor.
En Michoacán, la geografía sagrada otomí se conforma por un territorio
repleto de recursos forestales, así como peñascos, cuevas, cerros y ojos de agua.
El ciclo ritual tiene una correspondencia con el ciclo del maíz, es decir, siembra y
cosecha – secas y lluvias.

Entre los otomíes de San Felipe el ciclo de secas/siembra comienza con la


fiesta del 2 de febrero, día en que se realiza la bendición de las semillas para
continuar con la celebración de Carnaval y Semana Santa. La segunda fecha
importante es la fiesta de la Santa Cruz, del 2 al 3 de mayo, cuando cruces azules
se colocan en los cerros de cada manzana de la tenencia municipal y cruces
menores se colocan en los ojos de agua.

El periodo de cosecha/lluvias comienza a mediados de agosto, durante la


fiesta de la Asunción de la Virgen, en la que se sacrifica una res en el atrio de la
capilla del centro y se bendice la flor de pericón utilizada para controlar los aires y
atraer las lluvias. Durante este periodo se incluyen las celebraciones de Todos
Santos cuando se colocan ofrendas y se realizan visitas por parte de los

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mayordomos, agradeciendo la cosecha a los antepasados. Estas fechas formalizan
el fin del ciclo de lluvias y anticipan la temporada de secas (Oliveros, 2013: 61-67).

Querétaro

Las dos zonas a considerar por su presencia otomí son, en primer lugar las
montañas del Sur de Querétaro (municipio de Amealco), señalando que esta
primera región es compartida con las comunidades otomíes del norte del Estado de
México (municipios de Aculco, Acambay, Morelos y Chapa de Mota) no sólo en el
ámbito territorial, sino por las inevitables afinidades identitarias producto de su
origen común y contacto comercial y ritual. Aquí encontramos dos variantes
dialectales del otomí, la correspondiente a Santiago Mexquititlán y San Miguel
Tlaxcaltepec, que se emparenta con la del norte del Estado de México y la de San
Ildefonso Tultepec, que lo hace con la del suroeste del Estado de Hidalgo.

La segunda, es la región del semidesierto queretano constituida por los


municipios de Cadereyta de Montes, Colón, Ezequiel Montes, Peñamiller y Tolimán
y que vinculamos al mismo tiempo con lan región oriente de Guanajuato, que
compraten la tradición de la preregrinación hacia el centro del Zamorano. Aquí
encontramos dos variantes identificadas con las comunidades de Tolimán (Ndenthi)
y de Cadereyta (Nthuni) (Prieto y Utrilla, 2015).

La mayor parte de la población indígena del Estado la conforman otomíes


con mayor concentración en los municipios de Amealco y Tolimán, más del 90% de
la población hablante de otomí (Pietro y Utrilla: ibid,121). Cabe señalar que el hecho
de no hablar la lengua, no necesariamente es indicativo de falta de pertenencia
etnica.

En este mosaico cultural encontramos coincidencias a diferentes niveles en


cuanto a la tradición otomí. Primeramente, a un nivel general entre las poblaciones
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en diferentes regiones del país, después entre los otomíes del Estado de México y
Querétaro y finalmente entre los de la zona serrana del estado como los del
semidesierto. Ya se han hecho anotaciones de los elementos en común. Sin
embargo, para hacer justicia a la diversidad cultural de cada una de las
comunidades que conforman estas regiones es indispensable señalar que hay un
mosaico de rasgos característicos en cada una de las escalas posibles que nos
exige tratar a cada una con sus peculiaridades, producto de su origen, su contexto
y sus adaptaciones, que permita dar cuenta de su riqueza y que aunque
operativamente nos es útil como investigadores encontrar ciertos patrones, son de
gran importancia los estudios particulares, en mayor medida, en una región tan poco
estudiada como la de los pueblos otomíes de Querétaro.

Nos parece pertinente seguir la línea de acercamiento que se refiere a la


investigación del culto a los ancestros ya que nos permitirá observar rasgos
culturales relevantes y hacer algunas precisiones sobre aspectos característicos
que se desprenden de este elemento común y estructural de la cosmovisión otomí.
Es este el planteamiento de uno de los ensayos realizados por el equipo de
investigación del Estado de Querétaro como parte del proyecto de Etnografía de las
Regiones Indígenas en el Nuevo Milenio, quienes consideran que el análisis de las
prácticas en torno a la muerte es una fructífera vía de abordaje.

Así, sabemos que los otomíes comparten la existencia con seres de


naturaleza ‘no humana’, y que, sin embargo, definen los rasgos del ‘deber ser’
humano, marcan la pauta del comportamiento social esperado que permite la
armonía entre los miembros de la comunidad. En el plano mítico podemos observar
cómo los orígenes de estos seres, sus avatares y sus características son un espejo
de la sociedad otomí.

Estos seres habitan en el paisaje natural, y son dueños de cerros, fuentes de


agua, cañadas, etc. Pueden incluso en ocasiones específicas compartir el espacio
de la comunidad, así como habitar o visitar las capillas familiares o comunitarias,
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que forman parte de los espacios sagrados más importantes. Como bien sabemos,
es necesario que la gente mantenga una relación de reciprocidad con ellos, ya que
son los que proveen los bienes para el mantenimiento de la vida, y que su
insatisfacción trae consecuencias adversas. Su presencia ‘invisible’ no omite la
relación cotidiana que se mantiene con ellos, similar a la del resto de los miembros
de la sociedad.

Estos seres han dejado el mundo de los vivos, el de la forma humana, y se


han convertido en ancestros, sin embargo, los hay de diferentes jerarquías. Así,
cuando una persona muere, deja su cuerpo físico, es decir, se deshace de su piel y
mediante este proceso de transformación, el difunto queda constituido por una única
entidad anímica llamada ánima (animä). En algunos lugares como San Ildefonso se
cree que es posible que una parte de la energía constitutiva de la persona (‘lo
calientito’) llamada ‘sombra’ se quede en la tierra, si ésta se vuelve perjudicial, es
necesario realizar un ritual llamado ‘borrar la sombra’ (Aguirre et al., 2014: 172, 175).

El destino del ánima tiene diferentes derroteros y estas variaciones mucho


se deben a la influencia católica en las creencias otomíes. Esta puede trasladarse
al infierno, purgatorio o al cielo. Sin embargo, la connotación de cada uno de estos
lugares también es variable. Así, en lugares más tradicionales, el infierno puede
equivaler más a una noción prehispánica del inframundo más que a la región de
tortura y castigo del catolicismo. Es necesaria la ayuda de los vivos en este tránsito
de un año de duración, quienes con rezos, cantos, veladoras e intermediación de
los santos ayudan a iluminar el camino para que lleguen a su destino. Durante este
tiempo las ánimas mantienen sus características sensoriales que las hace
susceptibles a la comunicación con los vivos, por lo que también cumplen la función
de ser canal de comunicación con otras entidades. Al mismo tiempo que aportan
este beneficio, si no son atendidas adecuadamente pueden ocasionar
enfermedades y dificultades a sus allegados.

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Así, a las ánimas se les da lugar en la capilla familiar, sitio de culto por
excelencia. La capilla familiar incluso representa el linaje patrilineal y está asociada
a una serie de obligaciones. Es responsabilidad del varón de mayor edad y
heredada al primogénito, así como a través del matrimonio. La creencia es que
estas capillas desde el origen se construían a la muerte del iniciador de un grupo de
descendencia y que los restos de los antiguos fundadores eran enterrados bajo el
calvario (Questa y Utrilla, 2004: 24). Sus representaciones se hacen mediante
cruces y retablos, en estos últimos aparecen debajo de un Cristo como figuras entre
las llamas del Purgatorio.

En las capillas no sólo están representados los difuntos y fundadores de


linaje, también tenemos compartiendo con los santos, la representación de figuras
de mayor trascendencia, que son los ancestros más antiguos, figuras de gran poder,
de gran influencia para los acontecimientos humanos, como ya dijimos
anteriormente, son los fundadores del grupo social y sus reglas; son "los abuelitos"
y que en Amealco, se representan tanto por las cruces de ánimas, como a través
de cráneos y huesos colocados en los altares. En el caso del semidesierto hay otras
edificaciones dispersas en los solares, son montículos de piedra llamados
"calvarios" o "justicias"; también se utilizan cruces de ánimas (Aguirre et al., 2014:
170).

En un testimonio de San Miguel Tlaxcaltepec presentado en su trabajo,


Aguirre (2014) nos habla de seres gigantes, sin articulaciones, que no podían
doblarse ni levantarse al caer, no podían consumir alimentos, eran seres nocturnos,
subterráneos que se escondían de la luz. Podían mover las piedras y son
fundadores del "costumbre". Muchas de estas ideas son comunes en diferentes
lugares de las regiones de las que hablamos. Así como la idea de que la pérdida
del “costumbre” además de tener consecuencias nefastas para el pueblo, es un
peligro para la identidad comunitaria.

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En la zona del semidesierto, estas entidades son llamados "mecos", nombre
asociado al origen que se atribuyen los pueblos de esta región. Es una abreviación
de la palabra chichimecos, así se asocian con estas antiguas poblaciones de
cazadores, recolectores fuertes, valientes, transhumantes, a diferencia de los de la
región de Amealco que hablan de su parentesco con otomíes de Jilotepec o Tepeji
del Río.

En este contexto de una profunda vida ritual podemos entender la


importancia de las peregrinaciones, que implican el traslado de la comunidad de su
espacio cotidiano al espacio sagrado para reivindicar sus orígenes, mediante el cual
también se establece un intercambio simbólico e identitario con otras comunidades.
Los cerros son elementos centrales de estos actos, ya que ahí se cree que
originalmente vivieron los ancestros y alrededor de los cuales se generan mitos y
relatos, como en el caso del cerro del Frontón (en Vizarrón) a partir de la aparición
del rostro del Divino Salvador13, originando la Peregrinación de San Pablo Tolimán
a este punto. Otros lugares de gran importancia son el Pinal del Zamorano, en
Colón, visitado por pobladores de Cadereyta y Tolimán, el Santuario de Soriano y
la Peña de Bernal.

Para conservar esta vida religiosa, asociada con las obligaciones


comunitarias, los otomíes siguen manteniendo un sistema de cargos, con diferentes
peculiaridades entre las dos regiones de las que hablamos. Así hay encargados
para el mantenimiento de las capillas, de la Iglesia, las fiestas de los santos.

Questa y Utrilla (2004) nos mencionan para la región de la montaña que ha


habido transformaciones en el sistema de cargos. La estructura tradicional tiene al
fiscal como autoridad máxima y el último nivel lo representan los ayudantes, sin
embargo, mencionan que en cada comunidad se presentan variantes con cargos

13 Esta figura también es relevante entre los otomíes del Estado de México.
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intermedios, fundamentalmente en cuanto al nombre y las características de los
cargos y el número de sus ocupantes.

Para la región del semidesierto, Ferro, et. al (2006) muestran un ejemplo


representativo de la microrregión de Sombrerete en donde sus comunidades se
benefician de este sistema generando trabajo conjunto y lazos comunitarios. Este
va de comunidad en comunidad en ciclos de 5 ó 6 años hasta regresar a su origen.
Se forman dos grupos de cuadrillas de 8 parejas cada una representadas por el
mayordomo uno, y el otro por la llamada madre mayor. Los demás cargueros
ocupan una posición jerárquica de un mismo nivel. Esta organización ha sido
trastocada en muchos casos por la iglesia secular al establecer un sistema de
comités, que ponen en riesgo la existencia de este tipo de organización.

Por último, en relación a la vida ritual de estos pueblos, nos serviremos de


los datos aportados en las monografías publicadas por CDI correspondientes a los
otomíes del Norte del Estado de México y Sur de Querétaro y a los del semidesierto
queretano, que ilustran de manera muy sintética las fiestas principales de las
comunidades en estas regiones.

Fiestas patronales y festividades en las comunidades otomíes del semidesierto

Nombre Fecha Lugar

Convite Febrero Sombrerete, Cadereyta

Carnaval Marzo-abril Sombrerete, Cadereyta

Peregrinación al cerro del


1o de mayo San Pablo Tolimán
Frontón

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Sombrerete, Cadereyta
Día de la Santa Cruz 3 de mayo San Pablo Tolimán
Villa Progreso, Ezequiel Montes

Fiesta patronal del Señor San


26 de junio San Pablo Tolimán
Pablo

Fiesta patronal del Señor


Septiembre Villa Progreso, Ezequiel Montes
Santiago

Corpus Christi Variable Sombrerete, Cadereyta

Sombrerete, Cadereyta
1o y 2 de
Día de Muertos San Pablo Tolimán
noviembre
Villa Progreso, Ezequiel Montes

Día de la Inmaculada Sombrerete, Cadereyta Villa


8 de diciembre
Concepción Progreso, Ezequiel Montes

Sombrerete, Cadereyta
Fiesta patronal de la Virgen
12 de diciembre San Pablo Tolimán
de Guadalupe
Villa Progreso, Ezequiel Montes

Sombrerete, Cadereyta
Navidad 25 de diciembre San Pablo, Tolimán
Villa Progreso, Ezequiel Montes

Celebración del Divino San Pablo, Tolimán


31 de diciembre
Salvador Villa Progreso, Ezequiel Montes

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FUENTE: Cuadro publicado en Questa Rebolledo, Alessandro y Urtilla Sarmiento,
Beatriz, 2004,"Otomíes del Norte del Estado de México y sur de Querétaro",
Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, Estado de México,
México, pp. 39

Ciclo Agrícola, festividades y migraciones entre los otomíes del Estado de México
y sur de Querétaro

FUENTE: Cuadro publicado en Cuadro publicado en Questa Rebolledo, Alessandro


y Urtilla Sarmiento, Beatriz, 2004,"Otomíes del Norte del Estado de México y sur de
Querétaro", Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, Estado
de México, México, pp. 54 y 55.

Valle del Mezquital

Esta región del estado de Hidalgo se conforma por el Valle del Mezquital y el Alto
Mezquital al nororiente de Hidalgo, territorios vinculados a la de los otomíes
históricos.

El elemento agua es ampliamente venerado en el Valle del Mezquital;


podemos identificar ciertas diferencias en el carácter de la deidad que representa el

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elemento acuático. Encontramos a la serpiente como deidad de carácter femenino,
la llamada Bok´yä o “la Serpiente Negra de Lluvia”. En algunas pinturas rupestres
del Valle del Mezquital, podemos identificarla en color blanco y con el cuerpo
reticulado, de la que penden especies de cántaros con los que esta serpiente vierte
a chorros la lluvia en la Tierra (España, 2016; 104-105). Esta serpiente de lluvia
aparece en algunos mitos contemporáneos de la Sierra Alta del Mezquital, como
registrara Moreno para la comunidad de Gundhó, asociada a la lluvia, las nubes y
la abundancia (Moreno en Baez, 2016). La serpiente de agua no es privativa de los
otomíes, también la comparten otros grupos como nahuas y tepehuas. Sin embargo,
hay registros tempranos de una deidad llamada Apacxapo, la cual es descrita en los
Anales de Cuauhtitlan como “una gran serpiente con rostro de mujer, y sus cabellos
eran largos como los cabellos de las mujeres” y dirigía a los guerreros de Xaltocan
en contra de sus enemigos.

En la región de Tula, Valle del Mezquital, los mitos recogidos entre la


población por García Vilchis (2002) demuestran que desde los orígenes, la
humanidad ha buscado una manera de explicar y representarse el mundo en que
habita a través de las narraciones míticas que describen la forma y función que tiene
el cosmos, su origen, así como el de sus pobladores reales o imaginarios,
remontándose a un momento que, sin importar cuál sea, es siempre uno lejano,
pero al mismo tiempo se refiere al pasado, presente y futuro.

En los mitos recogidos destacan los wemas, ancestros gigantes y enanos


personificados en piedras. En la comunidad de José María Pino Suárez se dice que
los wéma fueron gigantes de más de 2.50 metros de altura y representaban a los
pobladores antiguos del mundo a quienes en castellano se les nombran los
“gentiles”, y se les suele asociar con los lugares sagrados como los cerros, arroyos,
cañadas y rocas, o también como ruinas o adoratorios. Suelen hacer bromas a la
gente, como perderles o provocar algún susto, son traviesos y a veces pueden llegar
a golpear a la gente, principalmente a los borrachos. Sin embargo, a los wemas la

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gente no suele temerles, aunque existen sus excepciones. La continuidad en el culto
a los wemas puede demostrarse en diversas pinturas rupestres disgregadas en el
Valle del Mezquital. En algunas imágenes se les representan antropomorfos con las
extremidades inferiores de gran tamaño y contrastados con animales y hombres de
inferior tamaño, como es el caso de Mandodo, Alfajayucan o aprovecharon las
salientes rocosas para plasmar el rostro del gigante (España, 2016, 106-108).

Para el Valle del Mezquital y a partir de las fuentes etnohistóricas acerca de


los otomíes de esta región y con datos etnográficos recabados entre informantes,
López Aguilar y Fournier García (2012), resulta claro que desde la época
precolombina existieron rituales calendáricos y elementos cosmológicos que
estructuran, organizan e informan acerca del paisaje y el simbolismo religioso de los
hñahñu.

Respecto a la ontología otomí, el cosmos se concibe como una entidad que


es a la vez sustancia y corporalidad, a la que denominan Ximhoi; según esta
concepción, no existe una verdadera frontera entre las personas y el cosmos. Los
otomíes dan sentido a los espacios sociales y rituales, a partir de un centro o
posicionamiento de la mitad de todos los planos de existencia natural y sobrenatural.
De esta forma, todo converge en un eje a partir de los puntos cardinales que
manifiestan la presencia de númenes o ntáthi es decir, los vientos, de manera que
cada punto se vincula con deidades.

De acuerdo a fuentes etnohistóricas, las deidades primordiales de su panteón


eran el Padre Viejo, llamado también Zidada, era el dios del Fuego o del Sol,
identificado actualmente con Cristo, y la Madre Vieja, conocida como Zinänä, la
Diosa telúrica, la Luna, y asociada actualmente con la Virgen María; ambos forman
la pareja divina progenitora de la humanidad.

El Valle del Mezquital tiene relación íntima con el maguey. Fournier (2007:
323), explora la utilización del maguey y el consumo de pulque como parte del

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sistema económico de las sociedades que se han asentado en el Valle del Mezquital
desde tiempos precortesianos hasta la actualidad. La producción alfarera
relacionada con la savia de agave es un componente de la tradición otomí que se
vislumbra por lo menos desde la época colonial. La arqueóloga presenta una
investigación de carácter etnoarqueológico, planteando que la explotación de agave
es, en definitiva, un marcador de un modo de vida propio de la población de esta
región que se relaciona con el elemento de identificación étnica del grupo otomí
desde el Posclásico Tardío y que está a punto de “desaparecer”.

Rivas Castro (2012) plantea la exsitencia del maguey en territorio otomí


desde la época de los grupos cazadores – recolectores nómadas y agrícolas
sedentarios hasta su producción y comercialización actual. Expone que el pulque
se transformó en una bebida preciosa, un regalo divino, elemento manifestado en
los códices y asociado con flores, chalchihuites con gotas de agua y la misma
sangre.

Nos explica que esta bebida provoca estados de euforia, proporcionando


sensaciones de gran lucidez durante las primeras etapas de la embriaguez, donde
este fenómeno dio pie a que los sacerdotes iniciaran el camino de comunicación
con las divinidades invocadas. De esta forma, el maguey siempre fue una planta útil
al indígena, al mismo tiempo los españoles conocieron su importancia económica,
lo que fue el motivo de su supervivencia después de la Conquista (Rivas, 2012:209).

El nombre del maguey es Rä'Uada, que crece principalmente en el Valle del


Mezquital, Ciudad Sahagún, los Llanos de Apan, Metztitlán, Alfajayucan, y la
periferia de Ixmiquilpan. El beneficio del maguey en Hidalgo se tiene registrado
arqueológicamente por la presencia de raspadores u ocaxtles, instrumento
indispensable para raspar el interior del cajete del maguey productor de aguamiel,
localizado en Tulancingo. Otro instrumento, es el despulpador para penca
encontrado desde el norte del país, Puebla, Tlaxcala, Estado de México, Hidalgo,
Querétaro, Guanajuato, Oaxaca, y la Mixteca Alta.
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Desde el punto de vista ritual el maguey ha sido muy importante, se
representó asociado a personajes de rango en la pintura mural del templo cristiano
de Ixmiquilpan.

Respecto al trabajo textil elaborado con ixtle, Ixmiquilpan se destacó desde


el siglo XVIII. La producción de ixtle se centro en la fabricación de cuerdas, tejido
de mantas y prendas para vestir (Rivas, 2012:218). Según relatos ñähñu, para
sembrar el maguey:

se debe cuidar que la luna esté bien cuando lo siembra. El día debe ser
bueno (…) La luna es la que indica si es buen día para sembrar, para podar
y sacar el corazón de los magueyes cuando llegan a la completa madurez
(…) Lo único que hay que tomar en cuenta es la luna, o la “Virgen” como la
llama mucha gente.
El hombre que va a sembrar un maguey debe de tener las manos limpias.
Para este trabajo no debe haber tocado nada malo, podrido ni apestoso, si
no el maguey no crece bien o se muere. Las cosas que se consideran malas
y podridas son la carne y los huevos de gallina. El que va a realizar el trabajo
debe lavarse las manos con jabón o xite, antes de sembrar la primera
planta, el que siembra busca sábila, la despedaza y se limpia las manos con
ella para que el maguey produzca muchos retoños o hijuelos – mecuates –
cuando sea trasplantado. (Rivas, 2012: 220).

La realidad actual del maguey y sus productos es lamentable, pues al


extinguirse el campesinado ante los procesos de globalización económica mundial,
su trabajo y producción tienden a desaparecer, siendo desplazado por nuevos
productos. A través del tiempo el pulque se ha transformado, pues después de ser
una bebida sagrada, refrescante y complemento alimenticio de los campesinos y la
clase trabajadora, es hoy una bebida degradada, por lo que su consumo se asocia
a bajos estratos sociales (Rivas, 2012:221)

El maguey es un símbolo de identidad todavía vigente entre los pueblos de


tradición indígena y sirve como satisfactor de necesidades prácticas y simbólicas.

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Algunos autores en tiempos pasados lo denominaron como “árbol de las maravillas”
del cual se obtenía casa, vestido y sustento.

En su trabajo Garrett Ríos (2016), presenta rituales en donde la piedra en sí


es objeto y “sujeto” de veneración. El culto a las vírgenes y cruces de piedra tienen
una enorme significación para la población otomí de Taxhay, municipio de San
Nicolás Flores. El uso ritual de las piedras es amplio, con fines mágico-terapéuticos
y de petición. Se usan tanto en rituales de curación, como de prevención. Las
piedras con cualidades especiales (forma, color o material) es un instrumento que
se usa en gran cantidad de acciones rituales.

Hay tres tipos de rituales: los de carácter crítico, cuando el numen enferma y
provoca un daño al individuo; de carácter preventivo, es decir, aquellos en donde
se hace una ofrenda para evitar su enojo y procurar protección en los caminos, y
los rituales cíclicos alrededor del 12 de diciembre, para los que se hacen
peregrinaciones y ofrendas en las casitas de las vírgenes de piedra para
conmemorar su fiesta.

La comunidad de Taxhay está ubicada en las inmediaciones del Alto


Mezquital y la caracteriza la particularidad de las ofrendas, las que varían de
acuerdo a su finalidad. Existen tres tipos de ritual alrededor de las piedras
domésticas (aquellas que protegen los altares familiares o los solares) y las piedras
de cerro (las que por estar enclavadas en los cerros constituyen santuarios o
microsantuarios).

El ritual preventivo está constituido por pequeñas ofrendas acompañadas de


una oración – petición que el transeúnte coloca en los lugares de paso con el
objetivo de "hacer un respeto” a la entidad que habita en el lugar para evitar su enojo
o recibir protección a lo largo del camino. Las vírgenes, como entidades de tránsito,
son especialmente socorridas para aquellos que van de migrantes hacia los Estados
Unidos.

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Los rituales críticos se realizan durante estados de crisis, como la
enfermedad o la mala fortuna. Existen dos causas sobrenaturales que inducen a
estados de crisis, la primera se asocia al enojo o “regaño” de la entidad. La otra
causa tiene que ver con el daño (inconsciente o provocado) a consecuencia de la
envidia. En Taxhay sólo hay un oratorio dedicado a una piedra, de reciente
formación, pero su organización compleja denota la profundidad del culto a los
oratorios que en otras regiones es de gran vitalidad. En el cerro el Perico hay
también otro oratorio a las cruces cuya fiesta es el 3 de mayo.

La comunidad tiene como cerro principal el Perico (porque en su cima abunda


el pericón). El Perico es la elevación de mayor altura y a un costado del mismo está
ubicado uno de los manantiales que abastece de agua a la población. El Perico es
un cerro masculino “porque cuando explotó, se escuchó un gruñido como de
hombre”. La cumbre es rocosa y agreste, de difícil acceso. Se dice que hay un
agujero que no tiene fondo, que corre un río que conecta con el mar o hay un
yacimiento de petróleo. Son comunes los rumores de que alguna vez fueron de
visita ingenieros de México con la intención de explotar su yacimiento, pero nunca
regresaron.

El paso conocido como “El Orégano” constituye una de las rutas de acceso
al cerro del Perico. Tiene poco tiempo que el paso se amplió para que llegaran los
autos. En ese punto se encuentra un pequeño oratorio con una virgen de piedra. Se
dice que anteriormente los curas oficiaban misa el 12 de diciembre o hacían parada
en el ascenso a la cruz el 3 de mayo. Esta virgen se encuentra en el solar de Doña
Agustina. El Perico por su carácter ígneo es masculino, no obstante, encontramos
apariciones femeninas que nos muestran su carácter ambivalente.

El cerro compañero del Perico, lo que sería su contraparte femenina se


encuentra a un costado de aquél. Se le conoce como Cerro de la Cruz.
Cuenta con una cruz blanca de cemento en la cima, pero es la comunidad de
Texcadhó quién la visita en 3 de mayo. La población cuenta que una vez hubo
ahí una cruz de oro, pero se la llevaron los naguales. Sobre el camino hay
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una cueva a la que nadie se atreve a entrar, y cuando pasan por ahí tienen
cuidado, porque “ahí vive la Cosa Mala” o el Diablo, un catrín vestido de
negro, evocación al mestizo que invita a pasar a su cueva en donde guarda
mucho dinero, “el Diablo va a los bancos a la Ciudad de México… a ver, cómo
se explica que tiene dinero de hoy, también tiene dólares”. A pesar de que el
Cerro de la Cruz y el cerro del Perico constituyen una dualidad, no me
refirieron parentesco alguno (Garrett Ríos, 2016).

Estos monolitos los denominan ‘vírgenes del cerro’ por estar enclavadas en
el monte. Con el tiempo los devotos han construido santuarios y microsantuarios,
mejor conocidos como “casitas”, y en algunos casos, la lealtad de los creyentes ha
rebasado su carácter transitorio para configurar una elaborada ritualidad.

En los caminos y el monte encontramos otro tipo de piedras que tienen una
función semejante, pero por su tamaño han llegado a constituirse en amuletos con
propiedades diversas. Encontramos piedras en forma de virgen de Guadalupe,
especialmente piedras de río, y piedras de cruz grabada, especialmente piedras de
monte. En este sentido su carácter sagrado tiene dos acepciones, la primera
asociada a la apariencia, “ahí se ve clarito la virgen”; la segunda proviene del devoto
quien tiene la posibilidad de “apreciar” o ignorar la imagen. Si la aprecia, establece
un compromiso permanente y hereditario con el amuleto; si la ignora puede ser
reprendido por éste en forma de regaño o castigo, o puede que nada ocurra. Las
piedras evocan lugares-fuerza que son espacios de relación (interacción) entre los
hombres y la sobrenaturaleza que aparecen diseminados a lo largo del territorio y a
la vez, señalan diferentes tipologías del espacio: los altares domésticos, la milpa y/o
la propiedad, la comunidad. Muestran que las relaciones entre los hombres y la
naturaleza son conflictivas y por tanto, susceptibles a la negociación constante. Así
mismo, la devoción a las piedras “genera un tipo de relaciones sociales que favorece
la reciprocidad y establece lazos perdurables entre los devotos” Garrett Ríos, 2016).

Hay registros, para la región del Mezquital, de la especial devoción de los


otomíes hacia las piedras, que consideraban poseedoras de cualidades mágicas y

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propiciatorias, y que eran manipuladas mediante rituales especiales. Estos cultos
fueron condenados por la Iglesia, como idolatrías, por lo que quienes poseían
piedras en sus casas, las mantenían ocultas, lo que no les impedía llevarlas a misa
o de colocarlas en los altares familiares, escondidas en canastas. Para el caso de
Taxhay, el culto a las piedras tiene carácter doméstico, pero es bien conocido por
todos los miembros, es decir no son devociones ocultas, sino plenamente
identificadas con la virgen de Guadalupe, y por tanto, católicas.

Las vírgenes del cerro constituyen piedras de gran tamaño que son
identificadas como entidades numinosas, con la doble facultad de proteger o causar
daño a quienes transiten por los caminos. Así mismo, se les ofrecen rituales para
favorecer la producción agrícola o ayudar a la gente en el tránsito hacia los Estados
Unidos. Aunque algunas no se encuentran propiamente dentro de los límites
comunitarios, están presentes en distintos momentos de la vida, pues forman parte
del paisaje simbólico por donde los pobladores circulan. Estas vírgenes no tienen
una festividad colectiva, su función es más bien protectora, aunque ambivalente:
están en puntos especialmente cargados de fuerza en los caminos, si se les
“aprecia”, los númenes protegen de los peligros del monte, pero en caso contrario,
desatan su enojo y traen mala suerte y enfermedad, es decir, estados de crisis
vitales que duran hasta que el numen perdona al transgresor. Dentro de la crisis, el
numen se manifiesta a través de los sueños o mediante ritos adivinatorios. Con la
ofrenda o “el regalito”, el individuo puede retomar su vida cotidiana, pero queda
establecido un lazo permanente (no necesariamente cíclico) con la deidad. Si el
individuo no hace ofrendas de carácter preventivo, puede ser "regañado
nuevamente”. Por su carácter regional, el monolito llamado la Virgen de la Ferrería
es el más significativo. Se ubica en las inmediaciones del municipio de Nicolás
Flores, a unas cuatro horas de camino hacia el Este, por el arroyo desde Taxhay.
La enorme piedra está sostenida de manera natural por una columna estrecha.

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La relación de la comunidad de Taxhay con la virgen de Guadalupe es muy
dinámica. Se procura ir una vez al año, para su fiesta o en fechas cercanas. Si bien
no se realiza una peregrinación corporada, es frecuente que la gente se encuentre
en el camino y hagan juntos el recorrido hacia el santuario, que culmina con un
convivio. Se le llevan ofrendas variadas: flores, veladoras y/o velas de cera de abeja,
dinero, collares de romero con flores, aceite, copal, chocolate, entre otras. Algunos
llevan a sus santos de visita y se dice que, para que bendiga a los animales, se le
llevan pollitos, chivos y borregos. También, se le considera la protectora de los
migrantes. Principalmente los jóvenes se organizan para visitarla cuando ya se
acerca la fecha de partida. Llevan ofrendas y hacen convivio. La jornada completa
dura poco menos de un día. Se le pide la bendición para el camino y se le hace la
promesa de regresar. Así cuando el migrante después de su estancia en Estados
Unidos regresa, lleva su ofrenda de agradecimiento.

Del otro lado de la comunidad, por el Oeste, rumbo a Zimapán, encontramos


otras dos vírgenes que son consideradas como protectoras del camino. Una es la
Virgen de los Remedios, o la Virgen de la Loma y la otra es la Virgen de Guadalupe,
que se encuentra tallada naturalmente en una piedra a ras de tierra dentro de una
zona conocida como El Calvario. Ambas vírgenes tienen historias aparicionistas, de
milagros y castigos para los transeúntes.

Guanajuato

El Oriente del estado de Guanajuato y el Semidesierto Queretano, conforman una


de las regiones otomíes, cuyos vínculos en común no sólo se manifiestan a través
de las peregrinaciones al cerro Zamorano y otras prácticas religiosas, sino, sobre
todo, las poblaciones que conforman esta región derivan de un origen común, como
se ha señalado en el apartado histórico.

Correa (2000:155), menciona que la Santa Cruz es el símbolo que une a los
poblados rurales y barrios urbanos del municipio que están localizados

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principalmente sobre el Río Laja y sus afluentes y que atrae a grupos e individuos
de todo el Bajío y hasta de la Ciudad de México. Todos los participantes en el culto
a la Santa Cruz están integrados dentro del sistema religioso a través del
mecanismo de compadrazgo ritual como ‘compadres’. Las redes de relaciones
sociales son representadas por las cruces de los diversos poblados rurales y barrios
que forman una jerarquía de cruces que componen la ‘comunidad’ de la Santa Cruz.

Mientras tanto, Jorge Uzeta en su trabajo ‘El camino de los Santos. Historia
y lógica cultural otomí en la Sierra Gorda Guanajuatense’, profundiza sobre el papel
de las cruces ligadas al sistema ritual y sus particularidades estructurales, claves en
el significado del ceremonial. La Santa Cruz del Pinal Zamorano, imagen peregrina
que está ubicada en la punta del cerro de este nombre cuenta con su propio grupo
de cargadores. Para la celebración del tres de mayo que anuncia el periodo de
lluvias, existe un grupo de cuatro alberos ligados a la Cruz del Pinal, encargados de
la compra y quema de cohetes en el ‘alba’ que tiene lugar en diversos puntos de la
geografía ritual (Uzeta, 2004:154).

En las festividades de mayo, sobre los cerros, delante de las cruces del Pinal
y la Paloma y portando todas las alcancías, los mayordomos intercambian dones
ratificando ahí el remplazo del cargo realizado el día de la celebración del santo en
cuestión. La cruz y su mayordomía fungen como punto central que marca
separaciones sociales, que señala el territorio aludiendo al ciclo cósmico (agrícola).
Es necesario en el cómo se organizan las peregrinaciones y procesiones y en la
manera en que los santos son recibidos en las comunidades que visitan porque este
ceremonial de respeto incesantemente se repite con las mismas características a
cada encuentro.

Las mayordomías se acomodan formando una herradura a partir del cargador


de la Santa Cruz del Carmelo quien lleva por delante un pequeño plato floreado en
donde la gente deposita apoyo económico. Detrás de ellos va el primer mayor de la
Santa Cruz, mientras que por delante va la segunda carguera regando flores en el
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camino donde pasa el cargador. Y a sus costados están las mayordomas restantes
de la imagen portando campanilla, pasio y sahumador.

De esta forma, podemos observar con las etnografías mencionadas


anteriormente, que el peregrinar al cerro por la Santa Cruz del Zamorano es una de
las prácticas más importantes y prolongadas dentro del sistema ritual otomí en
Guanajuato. La ascensión inicia aproximadamente 18 días antes del tres de mayo
y entre el 15 y el 20 de este mismo mes la cruz debe estar ya reinstalada en el cerro
luego de compartir ceremonias con la Santa Cruz de la Paloma, a la que las
mayordomías deben acompañar días después a la cima de su montaña.

Desde Bernardino de Sahagún se tienen noticias de que los antiguos otomíes


adoraban al Sol y a la Luna, a los cerros y a las cuevas. Uno de los principales
Dioses, Atetin, recibía plegarias y sacrificios en la cima de las montañas (Uzeta,
2004:169).

Con respecto al tiempo, la cruz vincula las temporadas agrícolas (o de agua)


con la memoria de los antepasados. Las cruces de los difuntos, que descansan en
la capilla de la comunidad de Guadalupe como antes lo hicieron en sus respectivos
calvarios, son permanentemente honradas y revestidas de flores durante las
celebraciones de cambio de mayordomías. Siguiendo la cadena lógica, es probable
que estos antepasados remitan a una pareja ancestral formada por el “Viejo padre”
y la “Vieja madre”, que guardan correspondencia respectivamente con Yoxippa y
con la Luna.

Otro ejemplo de la cosmovisión otomí en Guanajuato son las fiestas en la


congregación de San Ildefonso Cieneguilla Tierra Blanca (Hernández Bautista,
2016). El cambio de mayordomía es conocido como el “inicio del movimiento”, en
donde los mayordomos nuevos esperan la llegada de los mayordomos viejos en el
centro de la congregación, en una capilla llamada Cruz Verde. Los participantes van
acercándose en peregrinación y el encuentro está lleno de flores, copal, canto,

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ofrendas, esperando a que los mayordomos viejos pasen a sahumar; se colocan las
ofrendas en forma de cruz dividiendo a los mayordomos viejos de los nuevos, así
como a los signos de la mayordomía acomodados por género: por un lado, la mujer
y del otro el hombre (Hernández, 2016: 93).

La congregación otomí de San Ildefonso de Cieneguilla tiene siete


mayordomías principales, entre las que destacan las siguientes:

Etnografía de la fiesta de la Villita: la fiesta de la Virgen de Guadalupe es el 12 de


diciembre y es celebrada en los límites de la congregación de lado noroeste con
Tierra Blanca, se peregrina a una pequeña cordillera donde se encuentra una virgen
aparecida en una ladera del cerro. Desde el 10 de diciembre se sube a la Villita con
colotes de pan, comida y ofrendas.

A un costado de la carretera que va hacia Tierra Blanca, por el área de las


cactáceas gigantes, está la entrada hacia el camino a la Villita. Una vez que ya se
llega con la Virgen, en parejas pasan con el sahumerio para después montar sus
fogones sobre piedras grandes, las mujeres preparan el desayuno, mientras que los
hombres empiezan a limpiar la cucharilla para vestir el parande que se levantará el
día 12 cuando lleguen los mayordomos. En estos días sube mucha gente a ver a la
“aparecida”, el 12 se levanta el parande de cucharilla en nombre de la virgen, llegan
las mayordomías con los signos a sahumar por parejas y dejar su altar en el nicho,
también sube el sacerdote y oficia una misa; al finalizar la misma se lleva a cabo un
convivio en donde se comparte la comida, acompañada del tronido de cohetes.
Antes de que termine el día bajan las mayordomías y las familias que subieron
desde un día antes. Esta fiesta comunitaria de culto al agua también tiene la función
de delimitar el territorio y reivindicar la identidad e historia de la comunidad.

Fiesta de San Ildefonso y la virgen de Guadalupe. La de San Ildefonso es


conocida como la fiesta mayor en la Congregación junto con la de la virgen de
Guadalupe, celebrando desde el 24 de diciembre hasta el 15 de enero cuando se

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va por la cucharilla. El día 16 de enero ya se están vistiendo los parandes y también
se teje la cucharilla y las rosas que adornan los parandes, que alcanzan una altura
de 22 metros para el de la virgen y 24 metros el de San Ildefonso (Hernández,
2016:95)

Existen muchas formas en las que pueden vestir a los parandes, pero
principalmente llevan la forma de la virgen y de San Ildefonso con cruces por todo
el parande. Después de vestirlo de cucharilla, las mujeres de la congregación lo
adornan con flores, canastas, servilletas bordadas, dulces y papel picado. Para el
día 17 o 18 de enero por la tarde, ya se han terminado de vestir y se llama a la
comunidad para poder levantarlos, pero antes los mayordomos hacen un ritual en
donde los 28 mayordomos de las 7 mayordomías, se colocan frente a los parandes:
primero del lado de San Ildefonso colocando las alcancías del lado izquierdo y del
lado derecho el de la virgen de Guadalupe. Pasan por parejas a sahumar primero
el parande de San Ildefonso, luego el de la virgen de Guadalupe y por último los de
la Santa Cruz (Santa Cecilia, Sagrado Corazón y Juan Diego). Al anochecer se
juntan varios hombres cargadores y levantan el parande de San Ildefonso, mientras
las campanas de la Iglesia no paran de tocar. Los parandes son la representación
del cerro del Zamorano y del Picacho, el trasfondo de la dualidad mujer/hombre
sol/luna.

Para la noche del 21 de enero, una noche antes de la fiesta de San Ildefonso,
en las cocinas de la Iglesia de Cieneguilla se reúnen las cuatro parejas de la
mayordomía, cada quien con sus cocineras, para preparar los alimentos en los
cuatro fogones, uno para cada una de ellas; al llegar acuden a la capilla donde
descansa la imagen de la cocinerita y le piden permiso para la fiesta. Durante el
transcurso del día se celebra la misa y al final se hace el “entrego”: en dos filas se
colocan enfrente todos los mayordomos, los viejos y los nuevos de San Ildefonso
llevando en la mano, cada uno, un cirio pequeño encendido. Se hace un ritual donde
todos los cargadores, cocineras y mayordomos se sahúman enfrente uno del otro:

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en una fila los mayordomos viejos y enfrente los nuevos mayordomos, de esta forma
cada mayordomo entrega su cargo, creando el compadrazgo, y de ahí en adelante
se llamarán compadres.

Una noche antes de la fiesta de la Virgen, se lleva a cabo el mismo proceso


con las cocineras y los mayordomos. En la Iglesia, donde velarán toda la noche, las
cocineras prepararán los caldos que se servirán a la mañana siguiente del 24. Por
la mañana, durante 40 minutos, y acompañados por el tronido de los cohetes,
cantan y rezan los mayordomos. En el día se hace una misa y se dejan en el atrio
ofrendas de pan y comida como señal de que está finalizando el ritual de la entrega
de mayordomía. Concluyendo la festividad principal, el día 27 de enero, se bajan
los parandes del atrio de la Iglesia de Cieneguilla, ahí son repartidas las ofrendas a
toda la Congregación.

Fiesta de la Santa Cruz: la fiesta de la Santa Cruz del Zamorano y del Picacho
comienza el 15 de abril en la capilla de Guadalupe con un desayuno de caldo
preparado por las cocineras. La fiesta recorre tres puntos: el Zamorano, el Picacho
y el centro de la Congregación Cieneguilla. El área oeste es recorrida por la cruz del
Zamorano y la del Picacho haciendo frontera con Querétaro (Hernández, 2016:101).

Durante quince días la Santa Cruz recorre las comunidades de las Adjuntas,
el Sauz, el Salto, las Moras y Juanica; después llegan a la capilla de Guadalupe
donde se junta con la cruz del Picacho y pasan una noche juntos como si fueran un
matrimonio; al finalizar llegan a Cieneguilla y las dos cruces bajan, momento en que
éstas se visten de acuerdo al género del santo de cada mayordomía, colocándose
del lado izquierdo la mujer y del lado derecho el hombre, recibiendo ofrendas de
copal, flores y cantos.

El 30 de abril las cruces del cerro Picacho y Zamorano peregrinan rumbo a


Cieneguilla: adelante va la cruz del Picacho y atrás la del Zamorano; ésta lleva
desde su vientre dos listones que son llevados por niñas vestidas de blanco o

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parejas de niño y niña. El 1, 2 y 3 de mayo se dan albas por parte de los mayordomos
de la Santa Cruz y cargadores y el día tres se recibe a la comunidad con un
desayuno, posteriormente se celebra una misa y un convivio.

El 6 de mayo se lleva a cabo el retorno de cada cruz a sus respectivos altares


en el Zamorano y el Picacho, haciendo cada una su ruta correspondiente. A la
llegada de la cruz a su destino final, en la capilla del Zamorano, se viste nuevamente
la santa Cruz y se realiza una última velación durante la noche donde se ofrenda
con flores, copal y se hacen alabanzas.

Al vestir la cruz se requiere de los roseros que ya están listos con las
cucharillas más grandes y bonitas, con éstas se tejen rosas, estrellas, corazones,
cruces, el sol y la luna. Los bastones se dejan para los mayordomos y al amanecer
la Santa Cruz sale de la capilla. A las 11 de la mañana comienza el viaje para subir
la cruz, los cargadores llevan colotes de pan y las personas de la Congregación
inician la subida. Durante más de dos horas truenan los cohetes, y al llegar a la
cumbre del Zamorano, se hace entrega del pan a los cargadores, a sus familias, a
los roseros y a los futuros mayordomos. Se quitan las ofrendas y la ropa de la Cruz
colocándolas en el suelo como señal de que en ese año haya un buen temporal
(Hernández, 2016:103).

El ciclo festivo de la Congregación de San Ildefonso y de los pueblos


originarios de México es la expresión de la cosmovisión heredada por los ancestros,
con sus propias transformaciones. Dentro de la visión otomí el universo aparece
como dotado de vida, asociado a potencias extrahumanas como los cerros que son
importantes espacios sagrados donde habitan las deidades; también los cerros
representan altares y son la conexión con el inframundo, las cuevas, abrigos
rocosos, manantiales, son puertas al mundo otro.

En este sentido, entre los otomíes de Tolimán hay varios espacios con
significación sagrada: los cerros Zamorano, el Calvario, el Cantón y del Frontón, los

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ríos Tolimán y San Pablo con sus arroyos y acequias, los manantiales y los pozos;
sitios relacionados con su fe en la divinidad, ligados con la historia local y con su
manera de explicar el universo y la naturaleza. Entre los espacios sagrados, el que
tiene mayor importancia e involucra a mayor cantidad de gente otomí tanto de
Guanajuato como de Querétaro es el cerro Zamorano. La peregrinación al cerro
Zamorano está vinculada las peticiones de agua por ser un sitio de donde emana el
agua a través de corrientes que nacen y bajan de él por los ríos, pozos y veneros
de agua. En relación con el cerro, los otomíes han elaborado un culto vinculado con
las piedras que representan a los más antiguos, veneración que los franciscanos
lograron asociar con la Santa Cruz y con la enseñanza de Jesucristo, quien hizo
brotar agua de unas piedras para saciar la sed de sus seguidores; y así, dentro de
un proceso de sustitución ideológica, los otomíes fueron adoptando la religión
católica, al mismo tiempo que rescataban su propia religiosidad y la adaptaban a los
nuevos elementos cristianos, como parte del proceso de evangelización (Castillo,
2004: 156).

Según la tradición oral, esta peregrinación tiene su origen en San Miguel


Tolimán en el año de 1713; posteriormente se cuenta que llegó una creciente que
“pegó de borde a borde” y para cuando pasaron las enfermedades de la gripa, el
cólera y el hambre, hicieron una peregrinación junto con los de Tolimanejo (hoy
Colón, Querétaro) y Tierra Blanca (Guanajuato) al cerro Zamorano, donde se
reunieron las tres cruces (Castillo, 2004: 160).

La significación de los cerros y los ríos en el ceremonial actual ha permitido a los


otomíes continuar vinculados con la tierra y perpetuarse culturalmente; las
peregrinaciones a los cerros y el culto a los ríos son vitales no sólo para la
consolidación de su vida religiosa, sino además para la cohesión social del grupo,
constituyendo un elemento psicológico que los conduce a la autoidentificación
(Castillo, 2004: 159).

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La relación que tienen los otomíes de la zona de Tolimán con los otomíes de
Guanajuato se caracteriza en compartir la práctica de la peregrinación del agua al
cerro Zamorano, expresión pública de la devoción a la Santa Cruz por parte de
ambas regiones otomíes, que conlleva una cosmovisión de origen mesoamericano
ligada con el culto a los antepasados y a las piedras como representativas de la
divinidad

Altiplano y Sierra Madre Oriental: Hidalgo, Sierra Norte de Puebla y Huasteca


Sur (Veracruz)

El área en la que se ubican los otomíes en el Oriente de Hidalgo, Norte de Puebla


y Huasteca Sur, se sitúa en una región convergente entre los estados de Veracruz,
Hidalgo y Puebla, territorio que comparten con grupos nahuas, tepehuas y
totonacos, así como mestizos. Este espacio cuenta con diferentes microrregiones:
la sierra, bocasierra y la planicie. Los otomíes están establecidos, sobre todo, en la
sierra y la bocasierra, limitando su presencia en las planicies de tierras bajas. Por
ello, sus actividades económicas están diferenciadas de acuerdo con estos cambios
altitudinarios: en zonas altas domina la agricultura de temporal y baja escala
mientras que hacia las tierras bajas la ganadería se ha establecido como la actividad
económica preferente.

Sin embargo, las relaciones interétnicas experimentadas por los otomíes no


se definen exclusivamente por el carácter económico determinado por sus
características geográficas sino también por las relaciones socioculturales y,
particularmente, las rituales. Así, esta región presenta muchas características
rituales otomíes a lo largo de un territorio interestatal y municipal donde los
especialistas rituales ñhähñús destacan por su destreza y calidad al elaborar
recortes de papel que representan a los ancestros y dueños de la ‘naturaleza’.

A pesar de que en la actualidad las comunidades indígenas de esta gran


región conforman unidades monoétnicas (salvo las cabeceras municipales, como el

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caso de Pantepec e Ixhuatlán de Madero, en donde el proceso de urbanización ha
sido constante y desordenado), existen momentos clave donde se llevan a cabo
intensos intercambios culturales, como los días de mercado, las fiestas patronales
y durante los “costumbres” con fines de propiciación (atraer las lluvias) o
remediación (para aliviar catástrofes). En este apartado daremos cuenta de algunos
préstamos culturales entre los pueblos que habitan el sur de la Huasteca: tepehuas,
totonacos, nahuas y otomíes.

El amplio espacio donde confluyen los estados de Puebla, Veracruz e Hidalgo


nos presenta una gama amplia de relaciones interétnicas, especialmente en lo que
concierne a los “costumbres”, que son rituales dedicados a las fuerzas de la
naturaleza y/o los difuntos y son dirigidos por los especialistas rituales locales
conocidos como bädi, los sabios locales. Esta región es compartida por grupos de
diferente filiación étnica, cuyos procesos sociohistóricos han impactado en la
movilidad y asentamiento de cada uno de ellos. Sin embargo, comparten sustratos
de creencias comunes, considerando que todas son sociedades agrarias y recurren
al ritual para hacer proclives las condiciones de producción. La razón principal por
la que deciden hacer trabajo conjunto radica en la urgencia de "remediar" las
condiciones adversas que azotan a la región. Así por ejemplo, cuando el exceso de
lluvias o la sequía amenazan con echar a perder la cosecha, la gente de “costumbre”
no duda en recurrir a los especialistas rituales más reconocidos y elaborar
complejas ofrendas conjuntas. Tenemos registros de trabajo colaborativo en
“costumbres” hacia las entidades del agua y de la tierra. Es interesante mencionar
que el trabajo es organizado y cada uno de los grupos étnicos participantes colabora
en una parte del ritual de manera respetuosa con el "saber-hacer" diverso de los
otros grupos, sin comprender quizá, el sentido de la acción pero sí sus
consecuencias. En otras palabras, la práctica ritual es distinta entre grupos, pero
éstos comparten una misma "teoría de la comunicación" con lo sagrado -sustentada
en el chamanismo- (Bartolomé, 2013; 41), que permite integrar en una sola acción
ritual las prácticas de los distintos grupos. Asentimos con Trejo, et. al., cuando
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señala que "...el acucioso seguimiento a un protocolo ritual, a su forma, posibilita
que el dispositivo se sustente más allá de la comprensión del saber esotérico, de
manera que a toda práctica ritual en la que figure un especialista, subyace un común
propósito de entendimiento formal ..." (en Bartolomé; 2013; 208).

No obstante, a pesar de que el complejo chamánico puede ser una


característica definitoria de esta área regional, las técnicas de comunicación gozan
de especificidades culturales. Por ejemplo, los chamanes otomíes, denominados
badi en lengua autóctona, privilegian el consumo de la Santa Rosa como medio
para establecer comunicación con los seres extrahumanos, especialmente en los
“costumbres”. El consumo de enteógenos permite generar estados de trance o
parecidos al trance, aunque no siempre ocurre ni es indispensable en la práctica
chamánica otomí, a excepción quizá de Santa Ana Hueytlalpan, en el Altiplano de
Tulancingo, donde el consumo de la Santa Rosa es prácticamente “obligatorio” en
la mayor parte de la praxis ritual, por la necesidad de comunicación con las
diferentes categorías de ancestros para fines adivinatorios. Numerosos
antropólogos que han estudiado la región coinciden en que el consumo de la planta
entre los otros grupos de la región deriva de un préstamo cultural. Este es el caso
de los tepehuas -en lugares de amplio contacto otomí (como Pantepec)-, quienes la
han incorporado a su práctica; Los nahuas incluyen a la planta dentro de su panteón,
pero no la consumen. En cambio, los totonacos rechazan abiertamente su uso
(aunque se han registrado casos aislados en donde especialistas lo consumen).

Otra cualidad común entre los chamanes de la región, es su capacidad de


"fabricar cuerpos" o fetiches que facultan la "incorporación" de la fuerza sagrada,
sea una entidad o un difunto, y ponerla en condiciones para el intercambio ritual.
Esta capacidad se expresa de manera diversa en los cuatro grupos, aunque sus
fines son análogos: los otomíes utilizan en exclusiva el recorte de papel para
configurar complejas representaciones de las entidades que pueblan el mundo, las
fuerzas de la naturaleza, los difuntos, plantas, animales y a los hombres mismos;

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los totonacos utilizan casi en exclusividad el atado de corteza de hule con un
corazón de copal y "huesos" de madera de pino, mientras que los tepehuas utilizan
ambas técnicas en distintos contextos/momentos rituales. Los nahuas recurren
también al recurso del papel recortado, siguiendo patrones estéticos diferentes que
sus coterráneos otomíes.

Los chamanes otomíes de la región gozan de amplio prestigio como


prestidigitadores rituales, incluso esa fama de eficacia simbólica viene de épocas
remotas. Algunas fuentes como Sahagún, cuyos informantes fueron
mayoritariamente nahuas, hacen escarnio de sus pares otomíes, pero reconocen el
poder de sus "sacerdotes". Sin embargo, quizá debido a que esta región permaneció
durante la época colonial en situación de mayor aislamiento, principalmente en la
abrupta serranía, los especialistas rituales realizan prácticas más alejadas de la
influencia del catolicismo institucional (aunque se reconocen como católicos y
veneran a los santos) que sus pares otomíes de otras regiones del estado y del país
donde la influencia de la Iglesia Católica se deja ver en el culto de los santos
patronos. Así es notablemente contrastante la ritualidad otomí de la sierra con la del
Valle del Mezquital, Querétaro y Estado de México, mientras podemos identificar
numerosos elementos comunes en los complejos rituales totonacos, tepehuas y
nahuas.

Así mismo, en lo que concierne a la pervivencia e importancia de la fiesta del


carnaval en la región del Altiplano, la Sierra Madre Oriental, Sierra Norte de Puebla
y Huasteca sur veracruzana encontramos que la presencia de Zithu, el Venerable
Ancestro o el Diablo como se le denomina en español, goza de una enorme
relevancia. También de carácter agrario, el carnaval otomí nos revela un complejo
simbólico en donde el origen del grupo está ligado a Zithú a través de un vínculo
consustancial. Zithu, además de ser el ancestro primigenio, evoca el origen del
mundo y de las semillas, al mismo tiempo es la entidad reinante del "Mundo de
Abajo", en contraposición al Mundo de Arriba, cuyo reinado está a cargo de Cristo-

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Sol. Tanto en los carnavales del centro de México como los de la sierra encontramos
una exégesis común, sintetizada en el dicho de un informante: "es cuando el mundo
de arriba y el mundo de abajo se juntan para jugar", lo que tiene amplios significados
en la mentalidad otomí. Sin embargo, la presencia del Diablo como tal tiene una
fuerza mayor en la sierra; en cambio en otras regiones son los ancestros (Guapilla),
los abuelos y los santos (como en el caso de Tecozautla), quienes vienen al mundo
de los vivos para estrechar relaciones con el contingente humano.

Es importante rastrear este culto históricamente para poder entender su


presencia actualmente. Los otomíes rendían culto, en efecto, a una pareja de dioses
en sus templos, pero también en las cuevas como espacios genésicos y en las
encrucijadas. Los dioses principales, el Padre Viejo y la Madre Vieja tenían sus
equivalentes: del Padre Viejo a Tota (nuestro padre) y Ueueteotl (dios viejo),
identificado también con el dios del Fuego. A la Madre Vieja con Tonan (nuestra
madre) e Ilamateuctli (señora vieja). Así mismo, este grupo de diosas estaba
asociado con las deidades de la Tierra y la Luna. Con la conquista y evangelización
la figura de la luna se sincretizó con la virgen de Guadalupe, muy venerada
actualmente entre las poblaciones otomíes, y asociada, en efecto, al astro selenita.
Carrasco (1987: 133) señala que cada pueblo tenía un dios patrón que se
identificaba con un antepasado, un ancestro. Parte de esta memoria perdura entre
algunos pueblos otomíes para quienes sus ancestros son identificados como
piedras que poseen poderes porque sobrevivieron al diluvio universal.
Para Carrasco (Ibid: 138) el aspecto astral del Padre Viejo no es muy claro,
sino contradictorio: Por un lado, está Iztacmixcoatl y Tonacateuctli que personifican
a la vía láctea; “por otro el nombre Tota (nuestro padre) se aplicaba al fuego y
también al sol, astro este que adoraban los otomíes de Tototepec” (Ibid). Carmen
Aguilera (2005: 31) al estudiar la figura de Mixcóatl, “Serpiente de nubes”, desde la
iconografía, señala que este personaje está asociado en efecto, con la Vía Láctea
y por tanto creador del fuego celeste, de los hombres y la guerra.

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Otonteuctli, con sus diferentes nombres como Ocoteuctli, Xocotl, Cuecuex,
es, como puede apreciarse, el principal dios de los otomíes asociado al fuego y a
los muertos. Esta importancia del fuego, sigue presente entre los otomíes de la
región oriental de Hidalgo, Puebla y Veracruz. En cuanto a las diosas femeninas, la
diosa joven de la luna, que deriva de la Madre Vieja, es Xochiquetzal, cuyas
advocaciones son el tejido y la licencia sexual (Ibid: 146). Las mujeres otomíes
tenían fama de ser excelentes tejedoras; las mantas elaboradas por ellas eran muy
apreciadas por la clase dirigente azteca (Ibid: 76-77).
Los otomíes rendían culto a sus dioses del agua en las cumbres de los cerros.
Acostumbraban poner ofrendas de copal, papel y corteza. Un testimonio de 1635
que da Esteban García en su recorrido por Tototepec es muy revelador:
el año de 1635… habiendo ido un religioso a confesar un enfermo de una
visita… llamada Santa Mónica Xoconochtla, desviándose un poco de la
iglesia, extrañó una cosa (sic pro casa) nueva y curiosa y abriéndola halló
todos los instrumentos arriba referidos y más un rostro humano de piedra
particular muy adornado de plumas y de unas piedras verdes que estiman
mucho los indios y se llaman en mexicano chalchihuite y unas vestiduras de
red tejidas de algodón y lana de diversos colores al modo de nuestras
dalmáticas…… No se pudieron prender los culpables por ser advenedizos de
Uayacocotla

En la actualidad, el culto a los ancestros se mantiene vigente; se dice, en un


mito del diluvio que en un tiempo pasado el agua arrasó todo y las piedras se
voltearon y quedaron enterradas. Esas eran los ancestros y en la actualidad en
varios pueblos de Hidalgo, tanto del Valle del Mezquital: wemas, como en el
Altiplano y Sierra otomí – Tepehua: zithamu, se rinde culto a estos ancestros
personificados en piedras.

España (2016:253) propone el sitio prehispánico de la Cueva Pintada en el


municipio de Agua Blanca de Iturbide, Hgo., como “un auténtico códice” cuyo tema

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principal es el culto a los ancestros otomíes. En su tesis de licenciatura hace un
acucioso análisis sobre los petrograbados que hay en el lugar, contrastándolos con
otros sitios, mitos y trabajo etnográfico:

De lo que se ha llegado a la conclusión de que el tema principal de


este sitio, es la representación de los ancestros (wemas) antediluvianos,
mismos que –dicen los otomíes- se convirtieron en piedra en el momento
de la salida del Sol, quedándose con todas las riquezas, la abundancia,
el maíz, las plantas, el agua, las nubes y el viento, razón por la que los
actuales otomíes, principalmente los serranos los siguen visitando en su
morada de residencia; las cuevas, acantilados y barrancas para negociar por
medio de ofrendas el que compartan con la humanidad esas valiosísimas
cosas que representan el sustento de la vida, y para que dejen que el mundo
siga existiendo

En la región oriental de Hidalgo, desde el valle de Tulancingo hasta la Sierra Otomí


– Tepehua, los ancestros son también piedras de menor tamaño, llamadas en otomí
zithamu, “nuestro venerable ancestro”. Se les nombra en español “santitos” en
analogía a los santos católicos. Se les viste y se les rinde culto en los oratorios de
los bädi, los especialistas rituales, los “que saben”, en tres fechas del año: 24 de
junio, 16 de septiembre y 1º de enero.

Calendario ritual de la Sierra Oriental de Hidalgo

CEREMONIA MUNICIPIO COMUNIDAD FECHA

El Veinte, Palo Gordo, San


Juan de las Flores,
México Chiquito San Bartolo Tutotepec 20 al 30 de Abril
Xuchitlán, San Miguel, Pie
del Cerro

Cerro del Guaje San Bartolo Tutotepec San Miguel 1al 15 de Mayo

Santa Campana o María


San Bartolo Tutotepec Tutotepec 10 al 20 de Mayo
Magdalena

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Iglesia Vieja San Bartolo Tutotepec El Mundhó 15 al 25 de Abril

Cerro de las Nieves y de San


San Bartolo Tutotepec Xuchitlán 25 de Abril al 10 de Mayo
Jerónimo

Cerro Brujo o Cerro de los


Tenango de Doria El Mamay 29 de abril al 4 de Mayo
Olivos

20 de Marzo al 15 de
Cerro Sagrado Tenango de Doria San Pablo el Grande
Abril

Fiesta Patronal de San


Tenango de Doria Tenango de Doria 26 al 31 de Agosto
Agustín

En el mes de marzo o
abril, dependiendo de la
Fiesta de Semana Santa Tenango de Doria Tenango de Doria
fecha en que cae el
miércoles de ceniza.

Se realiza el segundo
Fiesta de los 2 Viernes San Bartolo Tutotepec San Bartolo Tutotepec viernes posterior al
miércoles de ceniza.

Tenango de Doria, El
Damó,
Peña Blanca
, El
Inicia el domingo
Nanthe, Ejido López
Fiesta de Carnaval Tenango de Doria posterior al miércoles de
Mateos, San Pablo El
ceniza.
Grande, San Nicolás, 
El
Bopó, El Temapá, El Xuthi

Pie del Cerro, San Miguel
, Inicia el sábado anterior


El Mavodo, Piedra Blanca, al día miércoles de
Fiesta de Carnaval San Bartolo Tutotepec
La Vereda, San Jerónimo, ceniza. Dura de 10 a 12
El Veinte, San Andrés, días.
Santiago, Tutotepec,

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Santiaguito, San Mateo,
Piedra Ancha, El Copal,

El Progreso, Chicamole,
San Juan, Xuchitlán, La
Venta, 
La Huahua, Río
Chiquito, Cerro Verde, Valle
Verde, Medio Monte,
Pueblo Nuevo, El Jovión

Del 28 de septiembre al
Fiesta de San Miguel 5 de
San Bartolo Tutotepec San Miguel
Arcángel
Octubre

Ciclo ritual en Santa Ana Hueytlalpan

Y’ut’i = Todos Costumbre a Enero o Carnaval= Pondi= Costumbre a Costumbre a


secas Santos los Zithamu febrero, nt’ëni cruz los Zithamu los Zithamu
“costumbre”
Mediados 1° y 2 de 31 de dic – 1º xoxtu= Movible, Todo el 24 de junio, 16 de
de octubre noviembre enero “Levantar al entre mes de San Juan septiembre
(San difunto” febrero o mayo
Lucas) marzo
Miércoles costumbre
costumbre 15 días
antes del
Carnaval

Espacios: vivienda y Oratorios de Vivienda y Todo el Viviendas Oratorios de Oratorios de


oratorios panteón los bädi cerro pueblo (difunto y los bädi los bädi
de linaje sus
del dueño padrinos),
del fuego y iglesia de
pozos de Tulancingo
agua y panteón

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Destinatari Destinatari Destinatario: Destinatario Destinatari Destinatari Destinatario: Destinatario:
o: el difunto o: todos los Zithamu s: el o: el Diablo o: el difunto Zithamu Zithamu
difuntos de ancestros difunto? y/o ancestros ancestros
la primordiales el Diablo, primordiales primordiales
comunidad zithu

Le precede Evento de Se realiza Le precede Evento de Le precede Se realiza Se realiza


una crisis carácter periódicamen una crisis carácter una crisis periódicamen periódicamen
vital: la cíclico te vital: la cíclico vital: la te te
enfermeda enfermedad enfermeda
d de uno de de uno de d de uno de
los los los
familiares familiares familiares

La agenda ritual de la región está marcada por las coyunturas y fiestas dentro
del calendario ritual católico: 24 y 31 de diciembre, en la limpia de la Sagrada Tierra,
Màkáxímhai, necesaria para poder recibir bien las ofrendas subsecuentes; en
Febrero, Carnaval; en Abril, la Semana Santa; entre marzo y Mayo, la peregrinación
a Mayónníjä, el México Chiquito, así como la fiesta a la Santa Cruz; en agosto, del
26 al 31 la fiesta patronal de San Agustín, donde también se honra a la Virgen de la
Magdalena, de Dolores y al señor del Santo Entierro, para finalizar en Noviembre
con el día de Muertos.

La mayordomía significa la primera alternativa de muchos de los habitantes


de la región, ya que además de acarrear un prestigio vitalicio que se evidencia en
la autoridad que poseen estos personajes en la vida religiosa, cívica y política de su
comunidad, legitima su participación mediante un servicio comunitario (Galinier,
1990: 115). Sobre todo, para aquellas personas que no se encuentran presentes
físicamente en la comunidad, como los migrantes, la mayordomía representa una
forma de mantener los nexos con su comunidad, al mismo tiempo que cumplen con
los requisitos necesarios para convertirse en una persona respetada, prestigio que
se extenderá a los integrantes de su círculo familiar. Integrarse a la mayordomía
supone no sólo la culminación de un camino ascendente dentro de una jerarquía,
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sino el compromiso de desempeñar un cargo y asumir funciones de autoridad
sancionadas por la figura del santo patrón (Millán, 2003: 31).

El sistema de la mayordomía no solo establece relaciones con dominios


específicos como la devoción a los santos católicos, sino también pone en marcha
un amplio mecanismo económico, social y político que funciona a partir de varios
engranes. Ideología mestiza e indígena, elección representativa democrática o por
sistema de cargos, iglesia católica y costumbre otomí, son sólo algunas de las
articulaciones que se ponen en marcha en la mayordomía.

No obstante, trascender y escalar por todos los cargos de la mayordomía,


provee al individuo con una investidura especial pues cumple con todos los
requisitos que conforman el modelo a seguir: religiosamente, es poseedor de una
fe inquebrantable y establece relaciones de respeto y reciprocidad con la divinidad;
económicamente, tiene la fluidez necesaria para aportar en los gastos de las fiestas
comunales a partir de una labor honorable y ética, y políticamente, ha adquirido la
autoridad y experiencia necesaria para fungir como juez e intermediario en los
conflictos, así como de sabiduría y carisma suficientes para elegir a los siguientes
mayordomos:

El hombre que organiza la festividad para el zidamhu (santo) gana respeto,


autoridad y prestigio en el grupo porque establece las relaciones de
reciprocidad con el zidamhu y porque, al hacerlo, expresa una sincera
dedicación al bienestar del grupo (Dow, 1990 [1974]:109)

La mayoría de los cargos están reservados para los hombres, aunque las
mujeres cumplen con tareas igualmente necesarias y de gran importancia, pero
nominalmente están, jerárquicamente, debajo de los mayordomos. Sobre todo
como madrinas, ellas desempeñan faenas de dedicación intensa a la divinidad que
involucra sacrificios tanto físicos como económicos, aunque la atención esté
centrada en los padrinos y los mayordomos. Esta evidente división de cargos refiere
tanto a un establecimiento de categorías de acuerdo a grupos de edad (niños,
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adolescentes, adultos) que aspiran a una posición social definida (Signorini, 1979:
104), como a la diferenciación entre los candidatos potenciales a ocupar el cargo y
aquellos que no lo son.

Existe una diferenciación tácita entre el culto doméstico y público que no por
ello operan como marcadores unívocos, sino que permiten su fluidez basándose en
los objetivos que persiguen. El primero se configura alrededor de un oratorio
doméstico sobre el cual gira un grupo de oratorio, donde dueños, padrinos y fieles
locales conforman la feligresía de la divinidad.

En cambio, el culto público está configurado sobre estructuras más amplias


de jerarquías cívico – religiosas donde miembros ordinarios y administradores de la
mayordomía se rigen bajo una serie de normas y conductas éticas que permiten o
prohíben la suscripción al culto. El primer tipo está representado por los oratorios
propiedad de bädi, mientras que, en el tipo público, los oratorios del pueblo y las
fiestas patronales se han convertido en celebraciones católicas de corte mestizo,
aunque en ellas confluyen indígenas y mestizos por igual: ‘Los grupos de oratorio
hacen celebraciones para esas imágenes. Los pueblos celebran a las imágenes que
pertenecen a todo el poblado y las mayordomías de Tenango celebran las fiestas
de las imágenes de la parroquia’. (Dow, op.cit., 114- 115)

Si bien los tipos de oratorios (ran gúnjä o ra hògóngu en otomí, que significa
la casa buena o la casa sagrada) pueden tener atribuciones diversas y por tanto
perseguir diferentes objetivos, hay un elemento que está presente en todos ellos y
alrededor del cual gira el mismo culto: los santos católicos. Con la celebración
(llamada indistintamente por los habitantes como “costumbre”), se provoca que el
oratorio reciba el nzháki del santo, aún cuando su imagen ya esté representada en
el altar. Los oratorios se convierten en la morada de los santos similar a una
residencia humana que es ofrendada en una fiesta mayor una vez al año (Dow, op.
cit.: 263-265).

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Llamados zidhamu en otomí, santitos en español, (ibid.: 104), son el origen y
objetivo de las corporaciones religiosas, ya sean grupos de oratorio o mayordomías
patronales, pues mediante un convenio recíproco de favores con sus fieles,
mantienen el bienestar en la comunidad.Los integrantes de estas corporaciones
religiosas establecen una relación formal con los zithamu, hacia quienes sienten un
profundo respeto y veneración derivada del reconocimiento de su poder para alterar
el curso de los acontecimientos, sanar y castigar. La formalidad en la reciprocidad
se logra mediante la representación icónica - las imágenes que albergan los
oratorios - dado que es en ellas donde se concentran las fuerzas vitales de las
imágenes. De esta forma, la relación es cuerpo a cuerpo entre el hombre y el santo;
con los zithamu se debe establecer una relación que provea a los fieles la seguridad
de una correspondencia positiva a sus ofrendas (ibid.:107).

En el caso de los otomíes de la región serrana de Hidalgo, atendemos que


existe una separación tácita entre la autoridad religiosa generada localmente y la
autoridad política generada nacionalmente (Dow, 1984: 17), por lo que la función
ideal de las jerarquías cívico – religiosas —fusionar dos órdenes de autoridad y
reglamentar el acceso a lo mismos— ha dado paso a estructuras más cercanas a
las que se observan en las corporaciones religiosas (Dow, op. cit.: 32-35). Como
apunta Galinier (1990: 77), la movilización de unidades territoriales pequeñas
(barrio, localidad) sigue siendo el modelo de sistema de cargos en la región.

Al igual que las otras corporaciones religiosas, la mayordomía cuenta con


una estructura jerárquica donde el cargo más elevado es el de mayordomo mayor
quien normalmente ejerce por dos años. Los focos estarán dirigidos hacia este
personaje ya que un buen desarrollo de la fiesta durante su periodo en el cargo,
incrementará sus bonos de prestigio en la comunidad. Mientras transcurre el
segundo año de una mayordomía, los dätájá o diputados (padrinos mayores o
padrinos principales), que son antiguos miembros de la mayordomía que todavía
colaboran con faena, administración y representación de la mayordomía ante la

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parroquia y con otras asociaciones religiosas, comenzarán a la búsqueda del nuevo
mayordomo que será elegido atendiendo la profundidad de su fe que ha sido
demostrada en público mediante sus donativos a lo largo del año.

La elección del candidato no es una decisión dejada exclusivamente a


consideración de los dätájá, sino que también involucra una sanción al interior del
grupo al ser el potencial mayordomo quien mejor puede representarlo frente a los
zithamu. Ya que han elegido a un candidato, lo visitarán para hacerle saber la
decisión del consejo de dätájá, un ofrecimiento que difícilmente puede ser rehusado
dos veces, dado que los diputados son quienes portan mayor autoridad y prestigio
dentro del grupo. Ocurre que la oferta para ser mayordomo es un boleto directo para
posicionarse como miembro respetado de la comunidad ya que dignifica su posición
con el solo hecho de conceder una candidatura, pero al mismo tiempo acarrea un
considerable gasto económico y una constante presión social para igualar o rebasar
el estándar que ha fijado la anterior mayordomía.Si esta suma de factores no es lo
suficientemente atractiva para el aspirante a mayordomo, siempre estará presente
la creencia de que el zithamu no acepta negativas, a menudo presionando a que
tomen el cargo, apareciéndose en los sueños del elegido.

Cuando el candidato a mayordomo ha aceptado, tiene un periodo limitado de


tiempo para comenzar a buscar un espacio que funja como oratorio y residencia de
su zithamu, pues al alojarse éste último durante la mayor parte del tiempo en la
iglesia y ser itinerante el cargo de mayordomo, no cuenta con un oratorio establecido
a perpetuidad (Dow, op. cit., 180). Recibirá de parte de los diputados una cruz de
madera que ha pasado por las manos de los anteriores mayordomos como el
símbolo del cargo, así como un pequeño recipiente que guarda las pertenencias del
zithamu: vestidos y joyas (ibid.: 181). Cuando ha encontrado el espacio que se
convertirá en el espacio propio de alojamiento y uso del zithamu, junto con los
administradores de la mayordomía llevará la cruz al oratorio nuevo donde será
adornada con flores y velas y sahumada. Antes y durante la duración de su cargo,

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tendrá un periodo de entrenamiento y capacitación con los diputados quienes le
guiarán en tanto sus responsabilidades administrativas y rituales para con el
zithamu.

Bädi, en lengua otomí el que sabe o sabio, destaca entre el común de la


población yuhú de la zona al poseer los medios para negociar y entablar una
interlocución con las divinidades, así como intervenir en los desequilibrios
corporales y espirituales de la gente al identificar la etiología de su malestar. El bädi
es el gran guía y organizador de los momentos rituales de la comunidad, ya sean
temporales o espaciales. Al mismo tiempo, es el eje de intervención terapéutica
tradicional (Galinier, 1990: 156 - 158). En su actividad combina una estricta
participación en el calendario ritual con una ocupada agenda médica en la que
divide sus jornadas entre consultas de diagnóstico y sesiones de limpia, además de
intentar estar disponible para los eventos en que los mayordomos requieran de sus
servicios. La necesidad por su asistencia a los eventos rituales surge de lo profundo
de su conocimiento en cuanto a secuencias y métodos aplicadas al ritual, así como
la interlocución con las divinidades que le permite controlar acontecimientos, pero
sobre todo manipular cuerpos.

Aunque se puede considerar al bädi como un elemento clave de la memoria de


la comunidad que mediante su actividad preserva y reproduce una cosmovisión
particular, debemos entender el desarrollo de la misma como una acción situada en
conflicto y negociación con un sistema ideológico nacional representado por la
tradición católica, así como el gobierno civil.

El bädi cumple funciones diversas de acuerdo al ritual en que interviene: de


terapeuta a sabio, de rezandero a recortador de papel, de actor político a médico
particular. Visitado y recomendado tanto por indígenas como por mestizos, su
eficacia se expande a rituales públicos donde participa conjuntamente con
representantes de la religión católica dándole soporte y liderazgo ritual a una

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cosmovisión que oscila permanentemente entre la envidia, la continuidad de la
naturaleza y la sociedad y la omnipotencia de la hagiografía católica.

El bädi concentra en su accionar una multiplicidad de atributos que acotan la


presencia de otra clase de especialistas en la zona, generando un incremento de
poder y responsabilidad en su persona, situándolo como un protagonista legitimado
en un triple saber especializado: mítico, social y ritual. Pero, más allá de su
conocimiento sobre la circulación de flujos energéticos, o sobre la presencia e
incidencia de los ancestros y habitantes de un mundo otro en el nuestro, parece que
su labor más apreciada es la constante actualización de un saber tradicional,
traducido en formas y contenidos modernos e incluso en prácticas religiosas
dispares. Un buen ejemplo es la persistente referencia de población migrante de la
zona hacia el bädi, en un intento de reemplazar un camino lleno de peligros y
vacilaciones (el trayecto migratorio) por las certezas de un diagnóstico y la confianza
en una cura mediatizada por un individuo con alcances e influencias con ese otro
mundo misterioso.

La vida religiosa de los habitantes de la región no es exclusiva de los bädi.


Existen otras funciones dentro de las estructuras civiles y religiosas que permiten
ligar a los individuos a la vida pública de su localidad. La participación en la práctica
ritual armoniza el conocimiento del sentido de la manifestación ritual formando parte
de una comunidad de conducta que refuerza la identidad comunitaria en tiempo y
espacio (Bartolomé 1997: 109 - 110). Ya hemos visto que una de las alternativas
más apreciadas por las nuevas generaciones es integrarse a la vida ritual como
músico, oficio en el que pueden oscilar como péndulos entre la tradición católica,
los “costumbres” y la sociedad moderna. Los músicos, ra mbébìda, tienen una
buena reputación en la zona y son bien remunerados por su servicio, cuota que
pueden incrementar dependiendo de su prestigio. Desempeñar el cargo de bädi se
vuelve una de las opciones menos tentadoras, ya que además de depender de la
manifestación del don en el individuo, acarrea a menudo un desprestigio inicial y

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una intensa competencia durante el desarrollo de su práctica. El oficio de rezandero
es escasamente una opción ya que quienes lo llevan a cabo cuentan con años de
prestigio en la región, desmotivando la entrada de nuevos oficiantes.

A la par de las celebraciones patronales, las fiestas de mayor relevancia,


concurrencia y envergadura en las comunidades del Altiplano, de la Sierra Otomí-
Tepehua son las de Carnaval y Todos Santos. La relación entre estas dos últimas
festividades queda enmarcada por los personajes presentes en ellas, no sólo a nivel
operativo, como en el caso de los bädi, danzantes o mayordomos, sino sobre todo
en aquellos que se hacen presentes durante febrero y noviembre, los muertos (ra
dù). Aunque ambas celebraciones tienen como protagonistas principales a los
difuntos, lo significativo es que no son los mismos muertos, sino que aparece una
diversidad de seres inframundanos que llegan con el propósito de favorecer la
reproducción social de los hombres, entre ellos el venerable ancestro, el Diablo o
Zïthu (Fierro, 2009: 487-517).

La inversión ritual encuentra en el Carnaval otomí sus características


paradigmáticas, en cuanto a estrategias de desbordamiento del orden social
mediante la acción ritual: la mitad inferior que se adueña de la Tierra y de los
espacios que regularmente están regidos por Dios, espacios diurnos, que serán
suplantados por espacios nocturnos donde el Zïthu sea quien porte el báculo y la
corona; el poder que se niega a sí mismo y da lugar a un caos o periodo de crisis,
la introducción de momentos de juego y muerte, la proyección de un conflicto entre
principios antagónicos (diurno/nocturno). Particularmente en el caso del Zïthu, quien
al mismo tiempo que ve su poder amplificado durante Carnaval para enfermar,
asegura la fertilidad agrícola de la comunidad mediante la influencia fecundadora
de sus huestes –los huehues– en las semillas que serán plantadas después de un
extenso periodo de secas (Fierro, op. cit.: 494).

La categoría de muertos, que comprende una gama extensa de personajes,


parece ser la central en este festejo, siguiendo la hipótesis de que en estos días es
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cuando los dos mundos que parecieran estar divididos físicamente, se unen
esencial y corporalmente permitiendo la continuación de un ciclo reproductor del
Hombre, y de la comunidad en general; la energía, el nzháki, cumple su recorrido
entre su creación y consumo, el cual fluye entre todos los integrantes de la
comunidad, sin importar su categoría generacional, menos aún su status vital,
corporal – espiritual.

Apartando la figura del Zïthu, el cual mediante su sola y segura presencia


encarna a todos los ancestros de la nación otomí, aparecen diferentes personajes
que refieren a los difuntos y que están inscritos en una organización jerárquica que
es análoga a la que se circunscriben los otomíes en la vida diaria, como reguladores
de las relaciones sociales, y como jueces que también actúan en el inframundo.

Los huehues, antiguas, ya xita o viejos, santos, costaludos; ancestros que en su


presentación y ocupación del espacio perteneciente a los hombres impregnan el
ambiente de un desbordamiento y ruptura con toda regla social impuesta, no por
ello eliminando toda normatividad en los festejos, serán ahora las reglas a las que
ellos están acostumbrados, las que se prescriban entre ellos y la comunidad
participante: el desenfreno sexual, comportamientos lúdicos y festivos en todo
momento, y una absoluta obediencia a las potencialidades nefastas del universo.
Por tanto, en el aparente desorden, existe una lógica, el no – orden que se instala
en el espacio humano, pero que a su vez recrea la posibilidad de que en un futuro
se conserve el orden cultural en oposición a éste, un no – orden natural.

Aunque en la actualidad las celebraciones formales de Carnaval ocurren en 3


días, tal parece que, durante buena parte del siglo pasado, el periodo duraba
alrededor de 14 días más. Esta extensión se debía en parte a la tradición del Palo
Volador14, donde un par de semanas antes se preparaba el corte e instalación del

14 En Santa Ana Hueytlalpan no hay palo volador como tal, pero si es un palo de las mismas
dimensiones del que se utiliza en la región serrana, y al que se le realizan las mismas acciones
rituales para el corte y levantamiento. En Santa Ana Hueytlalpan es el marcador territorial de cada
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árbol que fungiría como elemento central de las celebraciones carnavalescas
(Galinier, op. cit.: 384 – 385). Por supuesto, los preparativos de los mayordomos y
capitanes comenzarán desde el año anterior al Carnaval. No obstante que la
tradición del Palo Volador se ha suprimido de los festejos en la cabecera municipal,
en algunas comunidades y rancherías se conserva. En la cabecera municipal, el
evento ha añadido elementos de celebraciones urbanas (instalación de juegos
mecánicos, presentación de grupos musicales y artistas, venta de comida rápida y
ropa), que opacan el perfil religioso del Carnaval.

El sistema de mayordomías se pone en marcha durante el tiempo de Carnaval


en gran parte de la región. En el caso de Tenango de Doria, la mayordomía se
centra en la figura del señor de Chalma, imagen que peregrinará por varias
localidades durante las fiestas carnavalescas. Estas mayordomías no tienen un
espacio designado, ya que la celebración obedece a la ruta que la imagen del santo
recorre por todas las casas de los mayordomos, iniciando y terminando su tránsito
desde su capilla asignada. Así, la celebración del Carnaval en esta modalidad puede
alternar entre la cabecera municipal y las diferentes comunidades que la integran.

Aunque la celebración se ajusta a los periodos civiles establecidos por las


autoridades municipales (alrededor de 5 o 7 días, entre la primera semana del mes
de febrero y la primera de marzo), los tiempos de preparación son más extensos,
llegando incluso a tomarse un mes de antelación por parte de los organizadores. En
parte, este periodo extenso de anticipación se ocupa en la elección, corte e
instalación del tronco que servirá como Palo Volador de la comunidad. No todos los
participantes en el Carnaval se integrarán en este momento, sino sólo aquellos que
deben realizar un trabajo previo de acumulación de bienes o producción de material
especial para la fiesta, como en el caso de los mayordomos o los bädi.

La mayordomía consta de dos cargos: el mayordomo y el capitán. El primero

barrio y por el que los ancestros del inframundo “llegan” al mundo terrenal para participar en el
Carnaval.
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estará encargado de protegerla y acompañar al santo durante su travesía por todos
los hogares donde será recibido por los otros mayordomos. Éste tiene a su cargo la
seguridad y bienestar de la imagen no sólo durante el trayecto de Carnaval, sino
también por todo el año transcurrido hasta que, al término de la celebración, entrega
el cargo al siguiente mayordomo (al lado de la capilla se fijará un marcador central
donde se erigirá el Palo Volador). Junto con la imagen, recorrerá todas las casas de
los demás capitanes, quienes hospedan a ambos por una noche.

Hay una lista de espera para encargarse de esta mayordomía a la cual se


accede después de cumplir con varios requisitos: haber participado como costaludo
o xita en las celebraciones de Carnaval de la comunidad, ser un miembro respetado
de la misma, tener una familia propia (casado con hijos), no ocupar ningún cargo
civil al momento de la toma de posesión (delegado, vocal, etc.), no tener ninguna
riña o disputa con algún miembro de la comunidad o de otras aledañas. Asimismo,
el mayordomo se hará cargo de que en todas las estaciones por las que pase la
imagen, nunca le falten oblaciones, ya sean velas prendidas, sahumerio o flores;
también estará atento para recibir las limosnas de la gente que serán ocupadas para
los gastos de mantenimiento de la capilla. En algunos casos el compromiso es tan
personal que se llega a resguardar la imagen como centinela en periodos continuos
de vigilia. La devoción hacia la imagen se verifica durante todo el año, cuando el
mayordomo se hace cargo del nicho que ocupa la imagen dentro de la capilla
comunal, al pendiente de sus vestidos y sus respectivas oblaciones.

Por su parte, los capitanes o mayordomos anfitriones son el otro tipo de cargo
que se reparte durante el Carnaval. Ellos tienen la responsabilidad de recibir a la
imagen en su hogar y agasajar a los invitados durante la estancia de la misma. Esta
visita regularmente dura medio día o una noche, donde dispondrá de un espacio
para que se monte un altar a la imagen donde los invitados puedan acercarse a
rezar y honrarla con bailes y ofrendas. Sobre ellos correrá el gasto de la comida,
bebida, música y baile durante la visita de la imagen, así como los cohetes utilizados

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para anunciar a la comunidad que la imagen se encuentra en su hogar y puedan
visitarla y también se harán cargo del transporte de las comparsas entre su casa y
el siguiente punto de celebración.

Para llegar a este cargo se necesitan anotar con el mayordomo de imagen desde
que él toma posesión, para que los considere durante las celebraciones de
Carnaval. La mayoría de estos mayordomos adoptan el cargo como agradecimiento
ante alguna dura prueba o evento que haya concluido de manera satisfactoria para
ellos, considerándolo una promesa que deben cumplir. Sin embargo, no es
necesario que el mayordomo esté presente durante la celebración ya que puede
desempeñar su cargo a distancia, estableciendo la casa de alguno de sus familiares
(si tiene una casa propia se acondiciona la misma, pero regularmente se utiliza el
hogar de sus padres), como el punto de celebración y abonando el capital
correspondiente para el gasto durante esas fechas. Por ejemplo, muchos migrantes
se hacen presentes como capitanes ya que adoptan el compromiso al cruzar la
frontera sin ser deportados o lastimados y desde sus hogares actuales fungen como
mayordomos que patrocinan la estancia del santo.

Si bien no es necesario otro requisito más que tener recursos económicos para
soportar el gasto que la fiesta implica, es preferible que el mayordomo en cuestión
sea considerado un individuo activo en su comunidad y que haya participado en su
infancia o juventud en alguna de las comparsas.

Los xita (también llamados huehues) o viejos o jugadores de Carnaval son


individuos que se encargan de ofrendar a la imagen mediante la continuidad del
baile y ambiente festivo ahí donde el santo se traslade. Un cargo ocupado
exclusivamente por individuos de género masculino, su vestuario se ha ido
estandarizando y generalmente se ocupa un traje confeccionado de peluche de
colores rojo, negro o azul y una máscara de hule comercial. En otras comunidades
se opta por utilizar vestimenta común de todos los días (pantalón de mezclilla,
camisa de manga larga, gorra, machete, botas), rematada por un paliacate que
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cubre su cabeza y sobre ese una máscara ocultando por completo su identidad. En
éstas últimas la elección es extensa, ya que sus rasgos pueden evocar desde un
personaje popular hasta las máscaras de diablos o animales salvajes o
monstruosos. Algunos portan gorras con listones de diversos colores, simbolizando
un arcoíris, signo de riquezas mal habidas asociado con el Zïthu. También se utilizan
otro tipo de disfraces que hacen mofa de los mestizos, al imitar los uniformes de
ciertos profesionistas o detalles femeninos, como faldas y sujetadores. En algunos
casos se lleva la indumentaria tradicional femenina, con quechquémitl bordado y
falda de manta con faja, todo esto rematado con una máscara de hule de una mujer
anciana.

La edad de los xita varía y puede mejor situarse entre la etapa de adolescencia
y la de un adulto maduro, siendo la primera alrededor de los 15 años, cuando se ha
dejado de ser niño y se integra al individuo a una categoría de productor y potencial
padre de familia, hasta una etapa donde la capacidad física y mental del individuo
ha disminuido considerablemente para no desempeñar el rol de xita, alrededor de
los 45 años.

Aunque no se hace referencia a requisitos previos para ser xita, se debe respetar
un periodo no mayor de 7 años de participación, ya que esto significa una falta de
respeto a Dios y a la Virgen que resultaría en un daño para el individuo y la
comunidad.

Los xita se hacen presentes en todos los episodios del Carnaval: desde que se
abre la celebración en la capilla comunitaria, bailan alrededor del Palo Volador (ibid.:
342). Durante el traslado a las casas de los capitanes, bailan, cantan y hacen
travesuras a los demás participantes. Al llegar a las diversas estaciones,
presentarán sus respetos ante el altar del santo, y bailarán durante toda la noche
para ofrendarlo. Idealmente, los xita asumen un compromiso de seguir la ruta del
santo ofrendando con su baile en cada una de las paradas que haga la imagen.

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Los xita integran grupos de danzantes llamados comparsas, que son liderados
por un capitán, que irán de casa en casa bailando y pidiendo una cooperación. Las
comparsas se acompañan por un trío de músicos que los recibe a su llegada a la
plaza municipal. Este grupo está integrado por músicos que entonan corridos,
huapangos, canciones populares y sones especiales para las celebraciones de
Carnaval en violín, vihuela y jarana huasteca. Ellos asistirán a todas las casas donde
se detengan las comparsas, regularmente casas de los capitanes, para mantener la
música con la que bailarán los xita durante toda la noche.

Los xita están autorizados a tener una conducta de desenfreno y locura, fuera
de lo normal, que asemeja la de un animal del monte. Pretenden no hablar ni
entender cuando la gente les habla, y solo emiten gritos y carcajadas. Su único
compromiso es el de festejar y establecer un espacio de desorden dentro de las
celebraciones al santo: durante Carnaval, su patrón el Zïthu es quien comanda los
destinos y otorga permisibilidad a sus actos, la autoridad civil de los delegados y
policías pasa a un segundo término (Fierro, op. cit.: 508-512).

Acompañando a los xita, hay otra categoría de personajes que hace pareja con
ellos, aunque cada vez son menos los jóvenes que participan en el Carnaval
vestidos de esta manera: las “damas”. Se visten con ropas y zapatos femeninos
ajustados y en sustitución a las máscaras, utilizan lentes oscuros. También suelen
maquillarse exageradamente, de manera que se acentúe aún mas la representación
de mujeres mestizas asociadas a la prostitución. Acompañan a los xita en su
recorrido durante sus visitas a las casas de los diferentes capitanes; se mueven y
danzan en parejas damas – xita. Sus bailes a menudo son obscenos y con alusiones
sexuales. Los capitanes comentan que sienten una obligación a invitar a las parejas
de danzantes a sus solares para que bailen, aún cuando esto asegura que el orden
y la integridad de muchas de sus pertenencias sea alterada por los danzantes. El
no hacerlo les acarrearía una racha de mala suerte en las cosechas venideras del
mes de Noviembre (se cree que, con su danza de índole sexual, los xitas y las

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damas fertilizan las semillas plantadas durante esta etapa de secas).

Junto con los xita aparecen los costaludos, ambos ayudantes del Zïthu, quienes
obtienen su nombre por el disfraz, compuesto de telas de yute cosidas. Cada vez
es más extraño encontrar los costales de yute utilizados por los viejos costaludos;
ahora se utilizan los costales blancos donde se almacena el maíz o el café. Se
complementa con una máscara de hule comercial similar a las que usan los xita.
Son, generalmente, niños de no más de 15 años. Al igual que los xita, son
exclusivamente hombres y deben cumplir con el periodo limitado de 7 años como
costaludos para no hacerse acreedores a un castigo. Durante el Carnaval suelen
estar a las orillas de los caminos o las carreteras asaltando a los viajeros que acuden
a visitar a los santos. Se incorporan a las celebraciones en las casas de los
capitanes adoptando una conducta traviesa y desenfrenada, sin embargo, no es su
obligación danzar ni presentar sus respetos a la imagen durante todo el Carnaval.

Durante el Carnaval, el bädi se convertirá en la autoridad máxima que dirigirá los


momentos nodales de todas las ceremonias. Estará presente en las diferentes
secuencias del Carnaval: los preparativos, la instalación del Palo Volador, la
apertura, desarrollo, tránsito del santo, y clausura. Aunque está presente en todas
ellas, no está sujeto a un compromiso de protección integral de la imagen del santo
durante todos los momentos rituales, permitiéndosele descansar y ausentarse
durante algunos periodos.

Junto con el mayordomo, será la única persona que pueda ofrendar al santo;
todas las oblaciones y las consecuentes bendiciones serán a través de su
intermediación como especialista ritual. El tándem bädi – mayordomo es la base de
todos los episodios rituales del Carnaval, ya que si bien, el mayordomo no puede
cumplir todas las funciones del bädi, se convierte en la autoridad cuando éste no
está presente, recibiendo todas las ofrendas y bendiciendo a la gente que acude a
visitar al santo.

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Al igual que en toda la tradición del México indígena, en toda esta región, las
comunidades otomíes celebran a los difuntos en los días de Todos Santos y Fieles
Difuntos que corresponden al 1o y el 2 de noviembre. Durante estos dos días se
condensan la mayoría de las celebraciones a los muertos o ancestros, aunque
existe otro día que completa el ciclo de festividades a los difuntos que es el 18 de
octubre, día de San Lucas, fecha que se dedica a quienes fallecieron por muerte
violenta.

Existen dos tipos de ancestros que se deben distinguir en tanto no reciben un


trato similar durante estas celebraciones. En primer lugar, están los ancestros,
muertos que han cumplido con un determinado ciclo espacial y temporal y por lo
tanto han accedido a una categoría superior donde se consideran Padres o Madres
de toda la comunidad otomí. En segundo lugar, están los difuntos, quienes son los
parientes más cercanos que han fallecido y que todavía no cumplen con el ciclo
necesario para ser considerados ancestros o antiguas. Sin embargo, deben ser
igualmente honrados y ofrendados con gran suntuosidad durante las fiestas de Día
de Muertos. La morada de los muertos no está determinada tanto por su calidad
moral o comportamiento mientras estuvieron vivos sino por la causa de su muerte,
aunque la idea del pecado y la redención, el paraíso y el infierno se hayan integrado
casi por completo a la ética otomí (Galinier, op. cit.: 218-230).

De la misma manera que en la cosmovisión occidental, los otomíes creen que la


muerte significa la separación del cuerpo y el alma, que tienen diferentes destinos.
El cuerpo, más significativamente, los huesos, pasan inmediatamente al espacio de
los ancestros o antepasados. Sin embargo, el alma es quien comprobará la
asignación de un espacio de acuerdo a la causa de defunción y en menor medida,
por el destino que hayan labrado los hombres durante su estancia por el mundo
material. El alma encara un viaje hacia ese espacio (tiene por compañero a un perro,
psicopompo por excelencia) y después de cierto peregrinar medido por testigos
vivos en años, se convierten en ancestros o antiguas.

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Los difuntos por ahogamiento, mujeres en parto, o muertes no tan violentas son
considerados divinidades que se integran como consortes de los Truenos y Rayos.
Aquellos muertos en gracia, es decir, por una muerte natural o de Dios pasan a
descansar al cielo después de haber cruzado un río. Si bien todos los difuntos
regresan en Carnaval y Todos Santos para verificar y reafirmar la obediencia de los
habitantes a ciertas normas sociales, se cree que aquellos que hayan tenido un
deceso particularmente violento generado por actos de otros hombres, son los más
proclives a regresar a vagar y perturbar a los vivos, asustándolos o robándoles su
energía vital y enfermándolos, bajo la forma de aires malos. Comandados por un
Zïthu con menor influencia que en Carnaval (se cree que durante Todos Santos está
sujeto a las órdenes de Cristo), castigarán a aquellos que no depositen ofrenda a
sus difuntos, vigilante desde que salen hasta que regresan al panteón de la
comunidad (Fierro, op. cit.: 491).

Los muertos son muy valorados por los otomíes, tanto positiva como
negativamente, ya que poseen un control social sobre los individuos del cual está
consciente toda persona. En su carácter positivo, los muertos regresan al mundo de
los vivos para fecundar las semillas durante Carnaval y proveer el alimento que será
cosechado durante su otra vuelta en Noviembre: Todos Santos. Mediante el baile
fecundador que ejecutan los xitas en Carnaval, se propician también las lluvias que
serán aseguradas con las celebraciones el 3 de mayo, día de la Santa Cruz. La
gente se siente obligada a honrar a los danzantes, ya que éstos representan a los
viejos; dejar de ofrendarlos significaría molestar a los difuntos que se vengarían
otorgándole infortunios y desgracias en sus cosechas durante todo el año.

El carácter negativo de los muertos se testimonia al considerarlos aires,


sinónimos de calamidades y caos, propensos a enfermar a los vivos y envidiosos
de que ellos no pueden ofrendar de la misma forma que lo hacen aquellos. Al habitar
los cruces de caminos y los sitios desconocidos, como el monte o el paraje, el
individuo otomí es muy cauteloso de no pasar por estos espacios y si tiene que

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hacerlo, debe ir acompañado de alguna persona que sepa controlarlos o paliar sus
efectos; en su defecto, debe portar algún tipo de amuleto o truco para despistar a
los aires, como prender un cigarro para que los aires se sientan atraídos por el humo
del tabaco quemado (se cree que los aires malos fuman mucho ya que Zïthu, su
líder, es el Señor de las Nubes).

Ya sea en las celebraciones de la cabecera municipal o de las comunidades,


podemos distinguir dos etapas durante las celebraciones a los difuntos, las cuales
honran con ofrendas a personajes diferenciados. De la víspera del 31 de octubre al
1º de Noviembre (ran Anxe o ran Túanxe) se honra la visita de los difuntos niños,
en ocasiones llamados también angelitos, quienes extenderán su visita hasta el
primero del mes de Noviembre. Al parecer no existe un límite de edad para
considerar a los difuntos dentro de la categoría de niños, aunque parece ser que la
edad no es la variable por la cual se haga la distinción sino el haber cumplido con
ciertos requisitos que representan el tránsito de la niñez a la vida adulta: el trabajo
individual en la parcela, el matrimonio (la actividad sexual continua dentro de éste),
la construcción de una familia propia. Así, en algunos casos se considera a jóvenes
de alrededor de 15 años dentro de la celebración de los difuntos niños, quienes
acceden directamente al cielo.

Del 1º de Noviembre al 2 de noviembre (ra Dängòdu) se llevan a cabo las


celebraciones más numerosas, ya que los difuntos adultos reemplazan a los niños
como depositarios de las ofrendas. Regularmente, es el 1o de Noviembre cuando
los integrantes del núcleo familiar preparan el altar doméstico o visitan a los
familiares en duelo que necesiten de su ayuda para hacerlo. Se dispone un cuarto
especial al interior de la casa para levantar el altar, ran gòdu, con suficiente espacio
para albergar a la gente que puede acudir a recordar u ofrendar al difunto. En el
caso de los hogares de los bädi que ya tienen un cuarto especial para su altar, se
levanta a un lado de éste o en su defecto se utiliza el altar ya levantado. En algunas
de las casas, se marca la entrada a las mismas con un camino de pétalos de flor de

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cempasúchil, que tienen como objetivo el servir de una señal para sus familiares
difuntos que vagan por las calles y veredas del pueblo.

El 2 de noviembre es el día dedicado a visitar las tumbas familiares en el


cementerio, ya sea el comunitario o el municipal. En un primer momento, se debe
limpiar la sepultura y sus alrededores con minuciosidad. Al terminar, se colocan
guirnaldas de cempasúchil en las construcciones verticales que adornan las
tumbas, pero también se acostumbra cubrir la tumba con una cruz hecha de los
pétalos de las mismas flores. Las familias se reúnen alrededor de la sepultura
disponiendo más ofrendas como velas, comida y bebida y se preparan para
compartir los alimentos con sus difuntos hasta la madrugada, momento en que la
mayoría de los visitantes regresa a sus casas. Para la mañana del siguiente día se
comenzarán a remover y repartir las ofrendas de los difuntos dispuestas en el altar
doméstico.

Existe una etapa previa a estas dos celebraciones que se dedica a las víctimas
de muertes violentas, en particular asesinatos. La celebración se realiza el día de
San Lucas, 18 de octubre. Se puede identificar a aquellas familias que festejan
durante estas fechas a sus difuntos, ya que afuera de sus residencias se monta un
pequeño altar que imita el altar interior que se erige durante Todos Santos. En este
altar rematado por una cruz, se vacían las ofrendas en forma de alimentos, bebidas,
velas, flores y tabaco prendido.

El levantamiento del altar en el exterior tiene como objetivo tomar precauciones


ante la posible contaminación de la zona doméstica por parte de los difuntos en
desgracia. Estas muertes delicadas tienen una carga negativa y aunque son
igualmente esperados y honrados por sus familiares como si fueran muertos en
gracia, se toman con cautela para evitar la enfermedad no intencionada. Aunque no
existe un límite temporal para celebrar a éstos difuntos, varias personas
recomiendan que después de 10 años se deje de honrarlos en el día de San Lucas
y se les integre como grandes ancestros celebrados el 2 de noviembre.
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Hasta hace poco, las celebraciones en la cabecera municipal estaban
enmarcadas por un acontecimiento que puede explicar la impaciencia con la que
los habitantes del municipio esperabann estas fechas: el retorno de los migrantes.
Durante estas fechas, el regreso de los hijos, esposos, padres y hermanos a su
pueblo de origen era casi una exigencia familiar y comunitaria, por lo que muchas
veces los migrantes preferían regresar durante estas fechas y vivir en la comunidad
hasta el final de las celebraciones de Carnaval. Cuando volvían a emprender su
camino migratorio. La situación actual de riesgo para cruzar la frontera y sobre todo,
las políticas que el recién electo Presidente de Estados Unidos, ha conminado a los
migrantes otomíes indocumentados a no volver a México; sin mebargo, su presencia
se continúa verificando de manera simbólica, mediante el patrocinio de alguna
mayordomía o la construcción de alguna vivienda para sus familiares a través de
las remesas que envían. Indistintamente, ya sea que su familia sea originaria de
alguna comunidad del municipio o de la cabecera municipal, la esperanza del
retorno añorado del familiar se conjuga con el levantamiento de un pequeño altar
dentro del espacio hogareño. Así, esta recuperación temporal de lo que alguna vez
fue el núcleo familiar, viene aparejada con otra vuelta, la de los ancestros. Durante
estos días, las almas de los difuntos abandonan su morada, el cementerio, para
visitar a sus parientes en el pueblo y comprobar que les haya sido preparada una
ofrenda. Los habitantes pasean por las calles con mucho cuidado durante estas
fechas, ya que es muy probable que uno se pueda encontrar en algún cruce de
caminos o vereda con los difuntos, los cuales causarán un espanto, traducido en la
disminución de su nzháki, energía vital, y una posible enfermedad.

El altar se levanta en una mesa pegada a una pared donde se disponen velas,
flores, imágenes de santos y diversas reliquias. En muchas de las casas este
espacio ya existe y solamente se limpia y se adorna para la llegada de los difuntos,
cubriendo la mesa con papel picado multicolor y algunas hojas de yuca u otras hojas
del monte. Durante Todos Santos, el altar acumulará todas las ofrendas familiares,
que crecen conforme se acerca el día indicado para honrar a los muertos.
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En todos los altares podemos constatar como ofrenda el pan de muerto, tamales
y tortillas con platos de carne guisada, frutas y bebidas como refrescos, cervezas y
refino. Los altares se elaboran de acuerdo a la personalidad y los gustos del difunto
que se está honrando, por lo que también aparecen objetos personales o distintivos
de las preferencias de aquellos. Durante estas fechas se elaboran tamales
especiales para la ocasión, llamados trabucos, de forma alargada y envueltos en
hojas de papatla. A la masa se le añade una salsa de cacahuate con chile, algunas
veces con carne. Se acompañan con café, pero es más común observar que se
ofrezca atole de cacao o chocolate.

La celebración de Todos Santos en el municipio de San Bartolo Tutotepec está


definida por la visita de casi todos los habitantes de las comunidades cercanas al
festejo en Tutotepec. Si bien el cementerio es el lugar de descanso de muchas de
las personas que viven en las comunidades cercanas a Tutotepec (San Miguel, San
Jerónimo, La Venta, Santa Cruz), incluso hay quienes van desde San Pablito o
Santa Mónica a participar si no con su difunto, en la misa ofrecida en esas fechas.
No es sorpresa que el deseo último de muchas personas desahuciadas sea el de
ser enterradas en el camposanto de Tutotepec, espacio lleno de energía y
probablemente una de las ceremonias a la que más gente concurre en la zona de
la Sierra Alta de Hidalgo.

Durante los días en que se lleva a cabo la celebración se involucran varios


episodios rituales que dan cuenta de la importancia de la ceremonia anual de Todos
Santos en Tutotepec. En primera instancia, se establece el reconocimiento de los
doce meses del año a partir de los marcadores Carnaval – Todos Santos
emparentados con los periodos de siembra cosecha y aquellos de lluvias y secas.
Es decir, se distingue entre los periodos de fertilidad y escasez. Asimismo, para
acentuar el periodo de transición que suponen estas fechas, ocurre una ceremonia
de transmisión de cargos religiosos en la que se reemplaza a los antiguos
mayordomos. Por último, y en un nivel más secreto e incluso cercano a la leyenda,

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se habla de la ceremonia de la “llorada de los huesos”. Este episodio se aparta de
la religión católica, ya que se dice que se conduce por especialistas rituales otomíes
que mediante figuras de papel recortado honran la presencia física de los ancestros,
los huesos.

Los días de celebración se distinguen con la llegada masiva de familiares que


acuden a limpiar las sepulturas de sus familiares y adornarlas con guirnaldas y flores
de cempasúchil. A fechas recientes se puede constatar la sobrepoblación de
difuntos en el cementerio de Tutotepec, ya que los espacios entre ellos son
reducidos e incluso se ha recurrido a la práctica de la exhumación para que los
familiares tengan espacio de instalar el cuerpo de sus muertos. El día de mayor
presencia es el 2 de noviembre, cuando los familiares acuden con las ofrendas y se
alistan para compartir el día con sus difuntos.

Alrededor de medio día, la gente se concentra al interior de la iglesia para la


misa del cambio de mayordomos del culto al Santo Entierro. Después de esta, el
sacerdote lidera una pequeña procesión hasta un altar en el centro del camposanto,
acompañado por los mayordomos que entregarán su cargo a los nuevos. Todos
ellos, encabezados por el mayordomo mayor, portan una cruz de madera, flores que
adornan varas de madera, y doce cirios. La procesión lleva a la vanguardia y
retaguardia un trío de músicos, ya sea una banda de viento o un trío de cuerdas.
Después de la pequeña ceremonia conducida por el sacerdote, los mayordomos
hacen entrega de sus ofrendas debajo del altar, donde descansan estatuillas y
figuras católicas; de esta forma han concluido su periodo de cargo.

Los nuevos mayordomos se distinguen de los anteriores pues además de portar


ramos de flores y cirios, llevan una bandera negra. Ya los espera el líder de los
antiguos mayordomos en el altar, quien les hace entrega de un ramo de flores que
después adornará el interior de la iglesia para la misa de la tarde. De esta manera
han tomado su cargo con duración de un año, en el cual cada uno estará encargado
del mantenimiento y protección de las reliquias en su hogar durante un mes. Las
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familias regresarán junto a sus muertos al finalizar la misa del atardecer para
compartir con ellos las ofrendas otorgadas durante toda la noche anterior, en un
ambiente de fiesta comunitaria donde se comparten y refuerzan las alianzas
familiares.

Durante estas fechas se hace patente también la celebración del Santo Entierro
en la localidad de Santiago. Llamado entre los devotos como las Animitas, la
transición anual de la mayordomía del Santo Entierro se lleva a cabo el 2 de
noviembre en un recorrido que alterna la casa del mayordomo, la iglesia y el panteón
local.

Al revisar el calendario ritual en relación con los tiempos de cosecha y siembra,


así como de secas y lluvias, podemos identificar una lógica en el ciclo ritual que se
explicita en los personajes a quienes se dedican las ofrendas, así como a las
entidades que se hacen presentes y dominan, aunque sea temporalmente, el
destino del ser humano. Si tomamos en cuenta el ciclo de muertos o ancestros, que
va desde mediados de Octubre (día de San Lucas, muertos en desgracia) hasta el
inicio de Semana Santa alrededor de marzo o abril, podemos deducir que se trata
del lapso más intenso del periodo de secas en la región, durante el cual la tierra
reposa y solamente se trabaja en ella cuando se tumba el monte y se prepara para
la cosecha. Los ancestros, con su vasto potencial energizante, visitan el mundo del
ser humano en orden de participar de un intercambio de dones que garantice la
reproducción comunitaria (Galinier, op. cit.: 233). Durante Carnaval, las semillas de
los habitantes se nutren de la acción benévola de los ancestros – los huehues que
mediante su danza proporcionan fuerza y fertilidad a la tierra – para que durante el
tiempo de lluvias germinen y provean del fruto esperado a los habitantes de la
comunidad. De esta manera, los rituales que se celebran en este periodo son tan
necesarios como la preparación de la tierra para la siembra pues a través de la
acción reguladora de los ancestros y su jefe el Zïthu, se consolida una alianza
imprescindible para la continuidad de la vida que está íntimamente ligada a la

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muerte: un orden invertido (desenfreno e incongruencia) donde el mundo otro recibe
los dones exigidos.

La ubicuidad de la vida y la muerte en el mundo otomí se manifiesta en la


diversidad de ancestros, antiguas y dueños que cohabitan con el ser humano. La
figura del Zïthu refleja particularmente esta presencia perenne en tanto se cree que
no sólo habita en su morada, los cerros, sino también el panteón y los cruces de
caminos. Si bien su presencia es tolerada e incluso oportuna durante Todos Santos
y Carnaval, el respeto que la gente confiesa hacia el Zïthu se traduce en un temor
por ofenderlo e invocarlo y evitan nombrarlo o aludirlo. De la misma manera, los
ancestros (ya sean difuntos o viejos de Carnaval) participan del intercambio: son
invitados al hogar pues mediante su visita retiran todas las impurezas acumuladas
a lo largo de un año y renuevan la vida a través de la potencialización de la fertilidad
de la tierra y las semillas; los hombres retribuyen con ofrendas y sacrificios.

La preeminencia de los dos astros mayores, Sol (Zidada) y Luna (Zinana), no


puede entenderse unívocamente sino en la relación de ambas deidades. Zinana,
Virgen de Guadalupe, astro nocturno, deidad telúrica femenina creadora de la
humanidad frente a Zidada, padre viejo, dios del Fuego, de la Muerte y asociado
con los guerreros.

En su traducción literal, el Venerado Abuelo Fuego es una de las entidades más


importantes en el panteón otomí. De acuerdo a Sandstrom y Dow, se cree que porta
un bastón y acompaña al Sol en su curso diario; se asocia con las tres piedras que
rodean el fogón y protege a los miembros de la casa (Dow, 1982: 645; Sandstrom,
op. cit.: 136). En Santa Ana Hueytlalpan, xita tsibi, el ancestro Fuego, se le
representa con el tambor del Carnaval e incluso hay oratorios de linaje dedicados al
Fuego donde se realizan los “costumbres” dedicados a los muertos en desgracia
del 15 al 18 de octubre. Galinier hace notar la relación íntima entre fuego y vida
ritual, toda vez que actúa como puente civilizatorio, sobre todo en la transición
culinaria de lo crudo a lo cocido (Galinier, 1990: 145-146; 2009: 45).
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Los cerros, construcciones cuyos arquitectos fueron los gigantes antidiluvianos,
son la morada de los dioses en el plano espacial humano, donde aparecen
esporádicamente durante las etapas rituales para apreciar las ofrendas. La cueva
es la metáfora por excelencia de la casa y del útero materno, asociada con el fuego
(ibid.: 543 – 569). Asimismo, ya se ha comentado que es hogar del Zïthu.

La Sirena, divinidad femenina mitad humana, mitad pez, es reconocida como


fuente de vida al mismo tiempo que potencial de muerte. La Sirena es descrita como
una mujer de gran belleza que seduce y atrae a los hombres hacia la perdición,
vestida con atuendos tradicionales y aretes y collares de gotas de agua y se
encuentra en los arroyos o estanques. A partir de las evidencias que muestran la
presencia y oblaciones a los númenes del agua la fiesta del 3 de Mayo es sin duda,
una veneración a la divinidad acuática, la Sirena.

Es muy probable, coincidiendo con España, que la serpiente con rostro


humano pasara del Valle del Mezquital a la sierra y se transformara por la influencia
española en la Sirena o Hmuthe, deidad principalmente femenina –con su
contraparte masculina- que tiene cuerpo de pez con rostro humano. La Sirena entre
los otomíes del Altiplano y los serranos es el principio acuático-terrestre: el agua
que corre y los manantiales que brotan de las entrañas del cerro y le da vida al maíz.
En la actualidad se le liga con la Virgen de Guadalupe y por ello encontramos sus
imágenes no sólo en los portales de las iglesias y los altares familiares, también en
los abrigos rocosos, las riberas de los ríos, los pozos y manantiales. El número de
Virgen de Guadalupe no agota sus atributos en el elemento acuático, también es
protectora en los tránsitos (de un lugar a otro, en los cruces de caminos y de la vida
a la muerte) y la madre protectora de los niños que murieron sin ser bautizados; se
le relaciona también con la Luna. La Madre Sirena y la Madre Tierra son, junto con
la Virgen, los ancestros femeninos de los otomíes.

Todos estos númenes naturales (Tierra, Agua, Fuego, Lluvia, Aire, Nube, etc.)
son representados a través de los recortes de papel, vía primaria para la
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comunicación entre los hombres y el mundo otro. El especialista ritual será el
encargado de establecer esa comunicación y de dirigir las oblaciones necesarias
para que los ‘señores’ incidan favorablemente en el desarrollo de la vida humana.

Existen dos grandes centros de peregrinación para los otomíes en territorio


nacional: la Basílica de Guadalupe y el santuario de la Virgen de San Juan de los
Lagos en Jalisco, destinos que más visita la gente de la región. Los fieles reconocen
como prioridad la visita a la Basílica en la Ciudad de México durante la celebración
de la Anunciación de la Virgen (ran otáte) el 12 de diciembre, aunque durante los
últimos años con la construcción de nuevos caminos y el servicio de agencias que
organizan el viaje, también dirigen sus plegarias hacia Jalisco, el día de San Juan,
24 de junio. Otras peregrinaciones menores, cuentan con visitantes de la serranía
oriental a santuarios cercanos como San Agustín Mezquititlán o la Virgen de los
Ángeles en Tulancingo (Galinier, op. cit.:272).

Uno de los costumbres comunitarios más esperados es la peregrinación a


Mayónníjä o México Chiquito. Espacio culminante, es considerado por igual para
otomíes, nahuas y tepehuas que habitan la zona como el centro ceremonial mayor.
Podemos reconocer la importancia que le es asignada a este lugar, el espacio
sagrado de mayor jerarquía en la zona, ya que se considera un punto central mítico
de la nación otomí a la vez que una réplica de la capital política de México. En
ambos casos, es un centro de donde emana influencia y poder, particularmente
energía cósmica. Por esto, entre los habitantes de la región, asistir a México
Chiquito por lo menos una ocasión en su vida, se observa ya no como un deber,
sino como un privilegio que acarrea un prestigio posterior a su retorno al hogar, ya
que la visita a este lugar mítico supone el dominio corporal, mental y espiritual que
no sólo se verifica durante la estancia en el santuario, sino semanas y meses antes
y después del evento.

Esto es, la peregrinación como un sacrificio corporal y espiritual que en los


otomíes toma una dimensión especial al estar asociado con la economía material e
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inmaterial del orden del universo y su reproducción (Galinier, 2009: 41 – 48). El
recorrido y las entidades que se encuentran en esta zona arqueológica deben ser
ofrendadas en el curso de la vida de cada persona para que se asegure la
reproducción individual, pero sobre todo la de cualquier persona en el universo.

Las rutas de acceso a México Chiquito son diversas dependiendo de la zona de


donde se origine la peregrinación, ya sea desde Zacualpan o Tlachichilco en
Veracruz, Santa Ana Tzacuala en Acaxochitlán o Santa Ana Hueytlalpan en el
municipio de Tulancingo en Hidalgo, o las comunidades de los municipios serranos
de Hidalgo. Sin importar el origen, el punto de reunión es la explanada a orillas del
río Chiflón en la antesala de México Chiquito, donde cada grupo de peregrinos
esperará su turno para hacer su entrada al territorio sagrado.

Es casi imposible establecer una fecha aproximada de antigüedad de la


celebración de la peregrinación, aunque los peregrinos actuales hablan de una
vigencia de más de 200 años transmitida entre generaciones por la historia oral y el
conocimiento ritual. El objetivo de algunos de los mayordomos se ha modificado a
través de los años y ahora, además de mostrar respeto y honrar a las entidades que
moran este espacio, responde a renovar el interés de las nuevas generaciones por
participar e identificarse con las tradiciones otomíes serranas, ante el embate de las
religiones protestantes y la gradual pérdida de individuos que concentran el
conocimiento de estas celebraciones

La peregrinación es una obligación como habitante de la región y participante de


la tradición otomí; la ofrenda a las diversas entidades que se encuentran durante el
recorrido tiene como resultado un beneficio no sólo para las localidades y
comunidades serranas y del Altiplano, sino para toda la gente que habita el mundo.
Las mayordomías que se organizan para asistir a México Chiquito, son tantas como
localidades que se administran para realizar la expedición, a menudo coincidiendo
varias durante el periodo de peregrinación. Se acostumbra que las mayordomías
integren habitantes de toda una región; un ejemplo es el caso de peregrinaciones
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serranas, que agrupan habitantes de los municipios de Tenango de Doria y San
Bartolo Tutotepec o incluso aquellas que trascienden las fronteras políticas, como
en el caso de la mayordomía de San Miguel en Hidalgo que se asocia con la de
Tlachichilco en Veracruz.

Es necesaria una distinción entre mayordomos y padrinos – madrinas; los


mayordomos son aquellos que patrocinan (o gestionan los recursos con
dependencias gubernamentales) todo lo necesario para la peregrinación: las
ofrendas y el pago de los músicos y el bädi. En cambio, los padrinos o madrinas son
integrantes de la peregrinación que están encargados de la asistencia al bädi y de
la manipulación de las ofrendas, aportando su previo conocimiento y experiencia
del desarrollo de la peregrinación. Por tanto, la presencia de los mayordomos en la
peregrinación, aunque es deseable, no es indispensable, mientras que la de los
padrinos o madrinas es imprescindible. Dado que no hay un cuerpo jerárquico
estable o vitalicio de la mayordomía, no es necesario cumplir una serie de requisitos
para unirse como mayordomo o padrino a la peregrinación, más que el deseo de
participar activamente en la misma, en una suerte de mayordomía nominal. Por lo
tanto, no se puede hablar de un sistema de cargos que rija la mayordomía, aunque
existe un cuerpo de reglas y normas que deben ser observadas por todos los
asistentes a la peregrinación, cualquiera que sea su status.

México Chiquito es la cumbre de todos los santuarios pues reúne en un único


espacio, todas aquellas fuerzas y entidades presentes en la cosmovisión otomí, lo
que magnifica su posición al no ser sólo un espacio ritual sino también una
oportunidad de legitimación política, tanto para músicos y especialistas rituales
dentro del proceso ritual otomí. Sin embargo, el prestigio no es exclusivo de los
actores rituales sino se extiende hacia los peregrinos de igual manera. El viaje nos
habla de un trayecto de regreso al origen, donde se encuentra todo lo que le dio
lógica y sustento a lo que hoy existe. Este retorno al espacio mítico está repleto de
peligros y vicisitudes. Antes, durante y después de la peregrinación, los individuos

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son propensos a contagiarse y contagiar los flujos nocivos y la carga negativa que
supone el contacto con las entidades no humanas. Por esto, no es extraño que una
de las preocupaciones constantes del bädi sea purificar la procesión y a sus
integrantes constantemente por medio de limpias, así como mantener el grupo
compacto y unido, en orden de evitar fugas energéticas.

Aunque podría parecer que las ofrendas, rezos, cantos y danzas responden más
a la necesidad de crear un ambiente propicio para la oblación en vez de marcar
tiempos y espacios del ritual, esto es incorrecto. El ámbito nocturno de la gran
mayoría de las ofrendas no hace más que establecer una asociación directa con las
entidades del inframundo, aquellas que permiten la reproducción material de todo
lo existente e inmaterial del nzháki, quienes son las receptoras primarias de los
ofrecimientos de los peregrinos. Durante el trayecto a México Chiquito y al llegar al
lugar mismo, se recuerda constantemente que sólo a través del cerro es que se
puede transitar entre las diferentes capas del universo, y que se puede ofrendar
correctamente a todas las entidades no humanas del mismo, que al igual que el
peregrino están en un devenir vertical constante.

Pero la ofrenda no es solo la oblación, sino la obligación de completar un camino.


El andar traducido en el sufrimiento del peregrino repercute en un bienestar global
desde y para la comunidad. El sacrificio diario que realiza el venerado señor Sol
(Màká Hyati) transitando de oriente a poniente y bajando al inframundo, y la
generación de vida y alimentos a partir de lo muerto, podrido, nauseabundo, forma
parte de una actualización del orden cosmológico representado en la peregrinación.
Así, el peregrino no solo ofrenda su cuerpo sacrificándolo durante el trayecto, sino
se vuelve en sí mismo parte fundamental de la duplicación de un orden cósmico en
el plano terrenal, con el cual reafirma una identidad local llevando en su piel la huella
de la peregrinación, y coopera en el establecimiento de una imagen especular del
cerro, morada de todos los dioses, en la comunidad.

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La mayoría de la población otomí de la región se adscribe a la religión católica,
aunque con una fuerte participación en lo que podemos llamar ‘religión tradicional’.
Esta última es el reflejo de una cosmovisión que oscila permanentemente entre la
naturaleza sacralizada y la hagiografía católica. Aunque es una práctica recurrente
por mucha de la población otomí y no otomí de la zona, también acarrea un tabú
por su posibilidad de generar el mal.

En la mayoría de los centros urbanos o cabeceras municipales de la región


existe una incredulidad generalizada con la actividad de los bädi salpicada con
desconfianza y temor. Donde la dinámica social tiende más al estilo de vida mestizo,
la actividad ritual tradicional del bädi no tiene cabida y es señalada como antagónica
frente a la práctica católica y la avasalladora presencia de religiones no católicas en
la región que cada día cobra más adeptos.

Todo aquello que esté en el contexto de la praxis del bädi es considerado como
idolatría y señalado como una costumbre en desuso por los habitantes de la región
quienes buscan integrarse a los beneficios de la sociedad moderna de Tulancingo
o ciudades extranjeras que conocen mediante la migración. Esto no es exclusivo de
las cabeceras municipales, ya que incluso en comunidades remotas que han
adoptado una ideología alterna como religión oficial, se da el caso de la expulsión
de estos individuos ante la presión social que ejercen los feligreses de ciertas
iglesias.

Es paradójico mencionar que el desprestigio al que muchas veces se enfrentan


dentro de sus comunidades de origen y vecinas, es un prestigio a nivel regional
entre otros grupos indígenas. Nahuas, totonacos y tepehuas concuerdan en que en
cuanto a especialistas rituales, los de origen otomí son los mejores. No importando
que sus cuotas sean excesivas o que la interlocución entre lenguas ajenas sea
prácticamente nula, invitarán a bädi otomíes para dirigir sus “costumbres” y asegurar
la eficacia de sus ofrendas y peticiones.

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Este reconocimiento de la actividad del bädi en la comunidad es aprovechado
por otros quienes identifican la competencia y protegen su reputación al colocar al
iniciado como chivo expiatorio de los dardos lanzados por quienes consideran la
actividad como brujería. Ante esto, el bädi decide adoptar ciertas estrategias durante
el desarrollo de su personaje y hasta su consolidación como un bädi respetado
dentro de la comunidad. A menudo se maneja con cierto halo de secrecía y misterio
para evitar que su actividad sea conocida en un rango más amplio de lo que él
necesita.

Conforme pasan los años y el bädi se va haciendo más conocido, puede


asociarse con una fiesta en particular o mayordomías de comunidades para dirigir
las actividades rituales propias de la fecha. A través de esta alianza, logra ganar
terreno dentro de la práctica católica que es un poco más permisiva en la región.
Inteligentemente, el bädi integra el discurso católico en su actividad terapéutica e
incluso llega a compartir espacios con la autoridad eclesiástica durante las fiestas.
Si su conocimiento de las epístolas y mitos católicos contenidos en la Biblia es
suficiente, lo fusionará con los elementos otomíes, dando lugar a un interesante
mosaico que le permite atraer a pacientes mestizos sin que ellos confronten sus
métodos y técnicas.

Esto puede explicar la ausencia de una clase o grupo de bädi organizados, con
reglas, responsabilidades y derechos. La competencia es ardua y a menudo se
recurre a desprestigiar al colega para ensalzar la actividad propia. Al no existir un
gremio que los regule, la actividad del bädi se sitúa en un terreno ambiguo donde
las diferencias de interpretación y creación son aprovechadas por otros
especialistas para señalar la falta de saberes acumulados o su condición de
aprendiz con un don poco poderoso. Esta verificación del trabajo realizado por otros
bädi, se puede observar durante los “costumbres” en que participan varios de ellos,
como el de la Santa Cruz o la peregrinación a Mayóníjjä, donde los bädi comparten
un espacio sagrado, pero en rara ocasión cruzan palabra, ya que cada quien tiene

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un grupo de asistentes que atender. Los más cautos asisten no como bädi sino
como cualquier otra persona durante el “costumbre”, mostrando cierto respeto por
la asociación especial de años entre un bädi y la fiesta. Si es necesario, el bädi a
cargo de la fiesta hará una petición expresa a otros bädi para que lo asistan.
Involucrarse sin el permiso del oficiante puede ser interpretado como una falta de
respeto o mala intención, que derivará en última instancia en considerar al
responsable de la falta como brujo.

En el caso del “costumbre”, el bädi se basa en un saber cultural compartido para


figurarlo en experiencias particulares; la población en general reconoce el proceso
de un “costumbre” y es el primer centinela para verificar que ningún punto deje de
ser atendido y sancionarlo en caso de su olvido. Al contrario que en la limpia, el bädi
comparte con los asistentes un saber ritual que sin embargo, no deja de ser
exclusivo para su persona en cuanto a la influencia y negociación con las entidades
no- humanas.

Sin embargo, no es que el bädi, inserto en una estructura religiosa, mantenga a


la sociedad unida, refuerce sus valores principales o los provea de un esquema para
la organización social. Su capacidad simbólica comunicativa es importante, más no
imperativa en sus características. Dentro de sus prerrogativas no está la de ubicarse
como personaje privilegiado de intermediación entre la esfera natural y sobrenatural
(aún cuando domina esta relación), porque en la cosmovisión otomí, toda persona
es susceptible del contacto con las divinidades, el cuerpo es dominado por el Zïthu
(el Diablo), y el nzháki es una energía particularizada componente de todo aquello
existente.

Su importancia recae, más bien, en las herramientas técnicas que le otorgan la


posibilidad de ver más allá del mundo fenoménico, interpretarlo y gestionarlo
(Galinier, 1990b: 70). Ya sea mediante el sueño o el recorte de papel, la
observación, interlocución y posibilidad creativa con las entidades lo distinguen del

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común de los humanos permitiéndole administrar la balanza en la cual se equilibran
el mundo humano y el mundo otro.

La gran cantidad de elementos que configuran una ceremonia religiosa, una


mayordomía, un “costumbre” o un trabajo terapéutico, hacen de cada una de ellas
una expresión singular de las motivaciones de los personajes involucrados. Sin
embargo, los móviles primarios que se expresan en los rituales otomíes, aún con
los procesos de adaptación y cambio por los que han atravesado distintas
tradiciones y funciones sociales, establecen un sentido de pertenencia e identidad
comunitaria otomí que se contrasta con los valores de la sociedad nacional, la cual
sugiere la prosperidad a partir de la exaltación del individuo.

Uno de los impulsos del “costumbre” otomí, incluso ahí donde la solicitud es por
el bienestar de un individuo, es el de reforzar los lazos comunitarios pues en ellos
es que se entiende el origen y sentido de la historia de una comunidad: articulada
desde el pasado, con la continuidad vital entre vivos y ancestros que se actualiza
en el presente con el testimonio de vida de cada individuo de la comunidad otomí,
y se orienta hacia el futuro con la revitalización de las ceremonias en la participación
de las nuevas generaciones.

Sin lugar a dudas el personaje central de la escena ritual otomí oriental - serrana
es el bädi. Llamativo, figura en la gran mayoría de los rituales otomíes vehiculizando
y dirigiendo las peticiones individuales y comunitarias hacia la variedad de
divinidades tutelares que moran la espacialidad otomí e intercediendo entre la
comunidad de los ancestros y los vivos. Llamativo pues en su habilidad principal, el
recorte de papel, se conjuga un saber especializado y un poder inherente a su
investidura que lo ratifica como un personaje que conoce, significa y establece un
tiempo – espacio exclusivo del ritual otomí, el retorno al tiempo primordial del mundo
otro habitado por las divinidades.

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Pero llamativo también porque constituye una categoría de identidad otomí en
confrontación con el sujeto mestizo con el que participa en relaciones comerciales,
económicas y sociales. Si el nxumfö, mestizo, es sinónimo de habilidad comercial,
aptitud basada en la ciencia y el aprendizaje académico y el dominio del entorno a
partir de la técnica, el bädi se erige como la punta de lanza de la declaración de
sabiduría desde lo otomí: el conocimiento del cuerpo y sus continuos flujos
energéticos, la etiología de los males individuales y comunitarios, los lazos
profundos que vinculan a los individuos otomíes con los ancestros, las estructuras
de oblaciones a cada divinidad tutelar, las correspondencias en las mayordomías
(Heiras, 2006: 70- 74).

La sabiduría otomí es tanto o más eficiente como la mestiza pues surge de la


propia divinidad (la anunciación del don) y se actualiza en cada “costumbre” otomí,
verificado por la presencia y sanción social por parte de cualquier habitante. La
sabiduría no lo es tanto por la capacidad del bädi de entablar comunicación con el
mundo otro, sino por su habilidad de interpretar y gestionar un saber especializado
derivado de la manipulación del nzháki.

Sin duda, el vínculo que genera el bädi entre la praxis ritual, la regeneración
continua de la vida y la muerte expresada en la fertilidad agrícola (y humana), los
ciclos vitales y el manejo del cuerpo como categoría nodal de su actividad ritual, son
expresiones de un orden (cuerpo) social otomí sobre un cuerpo individual. En el
cuerpo se expresan las categorías que definen las relaciones interiores al sistema
social, por lo que el cuerpo representado (en los recortes de papel o en las imágenes
sagradas que pueblan el altar) se convierte en un referente y un modelo a escala
de la búsqueda armónica del equilibrio vital, que se logra tanto en la manutención
de un orden y obediencia estrictas (la dieta sexual previa a la mayoría de los grandes
rituales de fertilidad) como en la subversión del mismo cuerpo (vaciamiento de
energía durante el trance o la ocupación de cuerpos por seres inframundanos

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durante el Carnaval): en el cuerpo se encuentran las huellas del camino recorrido
en los ciclos de vida de los hombres.

Es precisamente en la vida cotidiana donde se establecen los cimientos de la


otra piedra angular del complejo ritual otomí, las mayordomías. La intención de
continuar la exposición del bädi con la de las mayordomías fue la de analizar la
importancia que revisten las corporaciones religiosas en la vida pública de la
comunidad como una declaración de identidad y sentido de pertenencia. La
dinámica histórica que modeló una particular estructura religiosa en la región,
permite comprender el hecho de que las mayordomías sean las prácticas rituales
de mayor participación, así como un sistema que cruza diametralmente por todo el
complejo ritual otomí sin importar si son devociones a santos o antiguas.

La mayordomía no sólo supone una opción para integrarse activamente en la


vida comunitaria sino sobresale como una poderosa estrategia de definición
identitaria; subraya la pertenencia a un grupo ya sea al exterior (en contraste con la
sociedad nacional mestiza) o al interior (diferenciación entre localidades, barrios,
santos patronos). La apropiación de la imagen como patrona de una localidad
también tiene una imprenta identitaria que marca la adscripción a un territorio: al
volverse el santo el dueño de un espacio, se vuelve también otomí (Heiras, op.
cit.:76).

La comunidad de San Pablito, ubicada en el municipio de Pahuatlán, ha


despertado un enorme interés por parte de etnólogos y antropólogos por la compleja
elaboración de sus figuras de papel recortado a partir de cortezas de jonote y hule,
y con un sentido ceremonial. A partir de los 1970s esta práctica únicamente de
carácter ritual, comenzó a “secularizarse” y se convirtió en una opción comercial
que favoreció la economía local. En la actualidad, la producción de papel amate en
San Pablito goza de un enorme prestigio y se ha convertido en una fuente de empleo
dentro del municipio, al grado que las comunidades vecinas nahuas y mestizas

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intervienen como proveedoras del insumo básico (la corteza del ficus)15 a los
sanpableños. La región además vive desde las últimas décadas del siglo pasado un
fuerte proceso de movilidad demográfica, principalmente a los Estados Unidos y las
ciudades más importantes del país. Sumado a lo anterior, la cabecera municipal,
Pahuatlán, fue distinguida por parte de gobierno federal, como Pueblo Mágico en
2012. Tanto Pahuatlán, como las comunidades aledañas -San Pablito (otomí),
Xochimilco (otomí), Xolotla (nahua)-, han generado estrategias para promover el
turismo y en muchos casos, reorientado sus actividades económicas hacia el sector
secundario y terciario de la producción. Su impacto se deja ver en los modos de
vida de su población, principalmente los jóvenes, quienes han aprendido a sacar
ventajas competitivas de sus actividades artesanales y de ciertas tradiciones. En
este panorama de cambio vemos, sin embargo, que los otomíes de esta región
tienen un fuerte sentido de pertenencia etno-territorial, lo que les ha permitido hacer
frente común contra las amenazas que se ciernen sobre sus lugares sagrados
(como el proyecto de gasoducto), y mantener creencias y tradiciones con enorme
vitalidad. Este es el caso del águila bicéfala, un mito vivo que prevalece en la
memoria regional, asociado a los orígenes, las prácticas agrícolas y el chamanismo,
pero que ha adquirido un gran peso como símbolo de la identidad regional,
compartido incluso por sus vecinos nahuas y mestizos.

El águila bicéfala en Mesoamérica

Muchos pueblos en América comparten el símbolo del águila bicéfala. Encontramos


representaciones antiguas en códices (Nutall), pinturas (Teotihuacán), figuras de
barro (totonacas), en expresiones artísticas y rituales de numerosos pueblos
antiguos y contemporáneos, como mixtecos, rarámuri, huicholes, nahuas, otomíes,
totonacos, entre otros. Algunos mitos en lugares muy distantes son coincidentes.

15Hasta hace unas dos décadas, aproximadamente, la producción del jonote para la elaboración del
amate en San Pablito era local. La sobre explotación de la corteza del árbol del ficus acabó con esta
especie a nivel local. Actualmente, y ante la creciente demanda del amate para venta comercial, los
otomíes de San Pablito se surten de jonote de otras regiones como Veracruz
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Por ejemplo, encontramos semejanzas entre mitos de diversos grupos étnicos en
Oaxaca (amuzgos, mazatecos, mixtecos, entre otros), con el mito otomí de San
Pablito. Se dice que es un ave de gran tamaño, capaz de levantar animales de
mediana envergadura, como venados, aves de corral, borregos e incluso seres
humanos. El ave merodea por determinados espacios naturales hasta encontrar a
su víctima h|umana y la lleva hasta alguna cueva en donde devora a su presa.

Algunos historiadores apuntan que estas coincidencias se deben a que el


águila bicéfala fue traída por los españoles durante la colonia. En Europa, esta
imagen fue adoptada por la familia de los Habsburgo, cuando asumió el reinado de
Austria, alrededor del siglo XI, y llegó a España en el siglo XVI durante el reinado
de Carlos V de España y I de Alemania. Como vimos anteriormente, si bien pudo la
imagen ser adoptada en diferentes continentes en distintos momentos, tuvo un
enorme éxito durante la Colonia. Hernán Cortés la utilizó para su propio escudo de
armas, y los indígenas nobles, quienes adoptaron las costumbres y reforzaron su
propia jerarquización social, también adoptaron el águila bicéfala como símbolo de
poder y distinción. El símbolo fue bien acogido entre indígenas, mestizos y criollos,
se utilizó para edificios religiosos y en construcciones civiles. Por ejemplo, en las
capillas oratorio de ricos descendientes otomíes en el Centro de México, también
en edificios civiles como el muro del palacio municipal de San Pablo Huitzo, en
Valles Centrales de Oaxaca o en el templo de Sto. Domingo, en el centro de Oaxaca.

A pesar de estas coincidencias, en diferentes lugares se les dan significados


distintos e incluso contradictorios, dependiendo de la relación entre el símbolo, la
naturaleza y la cultura que lo produce. En ese sentido, asentimos con Durand quien
señala que la efectividad de los símbolos radica en la variabilidad tanto de su
significado como su significante, lo que le permite adaptarse a la idiosincrasia de un
grupo y adecuarse a las transformaciones que éste vive a lo largo del tiempo. En el
caso de otomíes del municipio de Pahuatlán, vemos que el águila bicéfala tiene una
prevalencia en la mentalidad de sus pobladores. Creemos que la vitalidad del

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símbolo deriva de la capacidad de proveer un sentido fuerte de identidad territorial,
actualizar las prácticas mágico-religiosas “arcaicas”, pero al mismo tiempo
constituye un elemento profano presente en las artesanías de papel amate que se
comercializan entre los turistas. En otras palabras, el águila bicéfala muestra y
oculta al mismo tiempo sus secretos, reseñando una historia mítica sólo para
quienes conocen sus significados.

Cualidad ambivalente. Un relato de la primaria en San Pablito nos dice: “ese


pájaro dañaba a muchas personas cuando no se hacía un festival de ese pájaro,
entonces muchas personas murieron por alguna enfermedad…pero cuando hacían
su festividad ya no murieron…por eso cada año los señores festejan el día del águila
de dos cabezas”. A través de estos dos fragmentos de relatos damos cuenta que el
animal tiene una cualidad ambivalente y que además participa de la reciprocidad:
puede enfermar y quitar la vida. En este caso la cualidad ortógena del ave se
conserva a través del intercambio: un sacrificio ritual de sangre (de pollo). Esta
historia fundamenta la reciprocidad, los hombres ofrecen los frutos de su trabajo a
los dioses a cambio de salud y bienestar.

Otro relato: “al principio la gente creía que el animal era mal y que mataba a
los niños, pero ya después al traspaso de varios días las personas se dieron cuenta
que era como el protector de la comunidad”. Nuevamente aparece la cualidad
ambivalente del numen: cuida a la comunidad, el espacio en donde se asienta la
población y sus espacios naturales. Como elemento identitario leemos en el
siguiente relato: Según la leyenda hace muchos años había una cueva en donde
habitaba...el águila era el dios de los antiguos indígenas otomí…lo adoraban y le
hacían ofrenda para que el dios los pagara, naturalmente y en la actualidad los
indígenas otomís siguen adorándola y respetándola”. Los otomíes se identifican con
el águila a la que ofrendan desde tiempos ancestrales, el mito señala el origen del
culto anual a ciertos espacios naturales (la cueva). Para complementar esta idea
otro relato:”… las personas viejas se va al monte, se dice que ahí anda el alma del

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águila y se puede platicar con él y lleva una ofrece para él, para que no suceda nada
en nuestro pueblo, esa es las costumbre de San Pablito cada 28 de diciembre
se…pone una ofrenda como una gallina, papel amate, plantas, etc, esto es lo que
me platica de mi bisabuela”.

En la continuación de estos mitemas, el ave es cazada. Algunas historias


relatan que fueron algunos hombres que subieron al monte para darle muerte, fuera
con pistola o con machete. En alguna historia, se dice que el ave tenía varios hijos
y éstos sobrevivieron la muerte de la madre. Hay variaciones importantes sobre
quienes le dieron muerte. Unas apuntan de que se trató de varias familias, dos
hombres o uno solo. Una narración del antropólogo Arturo Gómez, señala que
fueron unos gemelos quienes le dieron muerte (lo que nos recuerda las historias del
chilam balam). Ellos habían notado que los ojos del ave tenían una gran
luminosidad, y al darle muerte, arrancaron sus ojos y los arrojaron al cielo. Uno de
ellos se convirtió en el sol, astro diurno, y otro se convirtió en la Luna, astro nocturno.
En nuestro trabajo de campo no encontramos narraciones que asocien al ave con
los astros, sin embargo, hay quienes refieren que su plumaje es "muy brillante". Si
atendemos a los recortes de papel amate del águila bicéfala, encontraremos que su
m´bui (el corte que corresponde al corazón o a su fuerza), hay un elemento que
puede remitirnos a la estrella.

Quien nos hizo ese recorte no nos dijo a qué elemento refería. No obstante,
también se le asocia a la flor de monte. Bodil Christensen, la antropóloga europea
que estuvo en San Pablito a mediados del siglo XX, nos da un dato interesante
acerca de la cualidad celeste y ctónica del ave. Refiere que los altares en las casas
tienen tres elementos que decoran el pozo (en un costumbre): la Flor de Monte, la
Puerta del Monte y el Pájaro del Monte; pero los altares domésticos también están
decorados con Flor del Cielo, Puerta del Cielo y Pájaro del Cielo. Es decir, el águila
bicéfala goza tanto de cualidades tantos celestes y diurnas, como del terrestres y
nocturnas. Por esta razón se le representa en ambos niveles mundanos, y así

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mismo, sus cualidades pueden ser patógenas u ortógenas como señalamos arriba.
Un libro “Tratamiento de una ofrenda para pedir la lluvia”, “Historia de la curación de
antigua de San Pablito, Pahuatlán", atribuido a Alfono García (hijo de Santos García,
informante de Christensen) hace un recuento de los seres malignos que se deben
combatir para curar una enfermedad, y deben estar presentes en la "barridas" o
rituales de limpieza. Entre ellos figura el águila de cuatro cabezas, considerada
como una especie de aberración (y por tanto mala) del ave bicéfala.

Otro aspecto interesante que encontramos tanto en los escritos como en las
entrevistas a personas adultas fue la asociación del ave con los brujos y la brujería.
Uno de ellos nos dice que sólo los brujos tenían la capacidad para matar al ave que
devoraba a los niños. Se reunieron ocho brujos, uno de ellos era mujer. Decidieron
que la mujer no tenía la suficiente fuerza como para poder enfrentar al animal y por
tanto, partieron siete a darle muerte. No tuvieron gran dificultad para cumplir su
cometido y regresaron a la comunidad con el ave muerte. Otras versiones apuntan
que con astucia lograron encerrar al animal en una cueva grande, a un costado del
bachillerato y sellaron la entrada con dos grandes rocas. Sin embargo, el ave
permanece con vida y se le debe hacer ofrenda para que se quede quieta. Esta es
la razón por la cual los brujos hacen costumbre a la entrada de la cueva, no se
puede ni se debe entrar. Algunos que lo han hecho, sin embargo, cuentan que están
pintadas en el interior de la cueva imágenes del águila y de animales fantásticos,
así como las semillas que proveen de alimento a la comunidad. En la entrada de
esta cueva se depositan ofrendas para curación, pero el lugar es tan sagrado, que
quien se lleve algún objeto, también se llevará consigo la enfermedad y el infortunio.

La otra asociación del ave con la brujería es a través de la figura del nagual.
Un testimonio nos dice que hubo un tiempo anterior, cuando los otomíes se
establecieron en la región que vivían en condiciones de extrema pobreza, con pocos
alimentos y además eran acosados por bandoleros y otros paisanos que asaltaban
y mataban a diestra y siniestra. Eran tales las condiciones de pobreza de sus

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habitantes, que dos brujos decidieron transformarse para proteger a su comunidad.
Estos brujos hicieron un ritual propicio para quedar unidos bajo la forma de un águila
de dos cabezas, pero ya no volverían a transformarse en hombres. A partir de
entonces, el ave protegía a los otomíes comiéndose a aquellos que trataban de
dañarlos. Gracias a ello, los otomíes pudieron asentarse, "progresar" y vivir
tranquilamente protegidos por sus brujos, como ocurre hasta ahora.

Cabe destacar esta cualidad de los brujos de "ver". El águila bicéfala


pertenece a una realidad que no es evidente a la que sólo pueden acceder quienes
tienen don. El águila otomí goza de las cualidades celestes y terrestres, cada
cabeza pertenece a los planos celestes e inframundanos. Gómez refiere que el
águila guía el sueño del curandero y le muestra secretos ancestrales y lo lleva a
espacios vedados para el hombre común. En sí, conjuga la unión de planos del
cosmos, como señalamos líneas arriba, es una puerta de acceso a realidad otras.

Los otomíes de San Pablito guardan en un oratorio especial las "semillas",


que son imágenes antropomorfizadas de las gramíneas y plantas que proveen el
sustento. Son guardadas celosamente en una habitación cerrada con llave, en la
entrada, encontramos una imagen del águila de dos cabezas pintada en el muro
con colores rojo y negro. Aquí nuevamente desempeña la función de guardiana y
proveedora de los alimentos. Sólo una vez al año el recinto es accesado por badis
y ritualistas, para hacer una ofrenda grande a las semillas. Sólo una vez al año el
águila da paso para que sus semillas sean alimentadas y se regenere el ciclo de la
vida. Este día es el 24 de diciembre, coincidentemente el día previo al nacimiento
de Cristo-Sol, la semilla que redimirá los pecados del mundo y el astro que ilumina
la vida. Al dia siguiente, el 25, los badis hacen un recorrido por los espacios
sagrados de la comunidad a hacerle ofrenda a las semillas: el cerro brujo, la cueva
del águila, el pozo, los manantiales y algunos otros lugares emblemáticos.

Como se aprecia, el águila bicéfala en la comunidad de San Pablito es un


elemento integrador que se muestra en la práctica profana (la artesanía) y sagrada
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(el ritual). Es un símbolo que contiene múltiples acepciones y está estrechamente
ligado a la identidad socio-territorial del pueblo. Sin embargo, llama la atención que
los vecinos otomíes de Hidalgo, sólo separados por la demarcación estatal, no
reconocen relación alguna con el numen. Por tanto, consideramos que el símbolo
fue incorporado después del establecimiento de los otomíes en la región, en el
periodo posterior a las migraciones chichimecas, y adquiriere un sentido
socioterritorial a través de la interacción con otros grupos. Los vecinos nahuas de
Xolotla conocen al águila bicéfala, aunque su significado es más "difuso" que el de
los Sanpableños. Encontramos pocos relatos en comparación con las historias de
su cerro epónimo, el cerro del Flojo. Algunos nos dicen que es un guajolote de dos
cabezas (asociado al nagual), o que se trata de una gran águila que devora a los
incautos y viven en algún cerro próximo, o el cerro de San Pablito o "por ahí". Sin
embargo, aunque el relato nahua se percibe más o menos ajeno tal vez su
persistencia está relacionada a la interacción con los otomíes de San Pablito, cuya
participación de la economía regional es reconocida- y se configura como un
símbolo de carácter regional que identifica la cuenca donde están asentados estos
pueblos. Para los nahuas, el águila bicéfala es una entidad que vive en las montañas
en un territorio amplio que comprende tanto Xolotla, Atla, Pahuatlán, San Pablito y
otros pueblos anexos.

En nuestra región de estudio, los mitos del águila bicéfala se han transmitido
gracias a las representaciones gráficas en los textiles y en el papel ceremonial, la
variedad de imágenes ha funcionado como código mnemotécnico para rememorar
y actualizar los relatos (Gómez). Encontramos representaciones suyas en las
artesanías de papel, en los textiles tanto bordados como en chaquira. Normalmente
se le respresenta con el cuerpo de frente de modo simétrico, con las patas abiertas,
las alas extendidas y sus cabezas están dispuestas de perfil. Este motivo es una
constante en algunos diseños de los textiles bordados de la ropa tradicional de las
mujeres de otras regiones indígenas del país como chinantecas, mazatecas,
tacuates y chatinas principalmente. En realidad, otros pueblos originarios de
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América los han empleado, desde tiempos precoloniales, en sus textiles como los
raramuri o huicholes, o en el huipil llamado de la Malinche que resguarda el Museo
Nacional de Antropología datado entre 1650-1700, en cuyo pecho está bordada esta
imagen.

Aunque el estilo de representación recuerda a la clásica iconografía heráldica


europea, no obstante, algunos elementos son propios de las representaciones de
las energías vitales otomíes como el m´bui, que mencionamos líneas arriba. Aunque
no sabemos a ciencia cierta de cuáles pudieron ser las influencias de la imagen del
águila bicéfala de la región de Pahuatlán, la vitalidad que tiene este símbolo se debe
a que ha logrado configurarse de manera dialéctica a través del tiempo,
incorporándose a numerosos procesos sociales. Expresión autóctona, aportación
europea o reinterpretación, todo conduce a que el uso de la imagen se ha fortalecido
y adaptado a las condiciones de la actualidad, enunciando así las particularidades
identitarias en el marco de un contexto global.

Tlaxcala

Ixtenco tiene una robusta tradición de fiestas religiosas que se fincan en el sistema
de mayordomías. Además de estas celebraciones que suelen desarrollarse a nivel
barrio, existen ciertas fiestas que tienen una jerarquía comunitaria, por lo que se
festejan en un rango más amplio contando con participación multitudinaria. Dado
que persiguen objetivos más amplios (el bienestar de la comunidad, la petición de
lluvias y cosechas benéficas, etc.) estas fiestas involucran un complejo aparato de
organización comunitaria y religiosa para su desempeño, donde participan diversos
sectores de la sociedad para su correcto cumplimiento.

Podemos señalar las siguientes como las fiestas tradicionales más


importantes en la comunidad otomí de San Juan Ixtenco:

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 8 de enero. Celebración del aniversario de la fundación de San Juan Ixtenco en
1532. Cajero (2009: 40) transcribe de una copia de la Real Cédula la solemnidad en
el registro y fundación de Ixtenco:

Comparecieron en esta Ciudad de México, los señores caciques: Don Diego


Gabriel, Don Juan Ponce de León, Don Francisco de Barba Torres y Paredes,
Don Francisco Contreras y Don Antonio Gómez y Fabian, después de haber
acabado de ayudar a la conquista con los seóres Tlaxcaltecas y juntamente
con el Capitán Don Fernando Cortés de Monroy, su secretario Don Diego de
Godoy; así mismo como todos los demás soldados.

Por los cual habiendo llegado todos a la ciudad de México, ante el


Excelentísimo Señor Virrey, a que se le permitiese licencia a dichos señores
para fundar un pueblo en la provincia de la ciudad de Tlaxcala, a un lado de
la Sierra nombrada en el idioma mexicano Me Me, con las condiciones de
que se den todas las tierras correspondientes para su uso. Lo que su
majestad el gran monarca Don Carlos V, manda en sus reales cédulas que
sean atendidos y mirados como así mismo. Manda su excelencia se les dé
dicha licencia para dicha fundación del pueblo de San Juan Bautista de
Ixtenco.

 17 de enero. Bendición de los animales


 2 de febrero. Bendición de las semillas. Este día se llevan a la iglesia las semillas
de maíz, frijol, haba y lenteja, entre otros, que se utilizarán en la primera siembra
que se realiza desde el comienzo del mes de febrero. Las semillas se colocan en
una canasta o chiquihuite sin usar ya que estos utensilios son símbolos de
abundancia. Este mismo día comienza la siembra del maíz blanco y otras
variedades de maíces se sembrarán durante marzo y mayo.
 3 de mayo. Adoración de la Cruz del Pastor.
 15 de mayo. Misa a San Isidro Labrador. Esta es la única fiesta que tiene como
mayordomía al comisariado ejidal.
 24 de junio. Fiesta Patronal a San Juan Bautista. Se lleva a cabo una procesión
nocturna muy característica de la cosmovisión otomí del universo, relacionada con
lo femenino, lo húmedo, el agua, el abajo y la luna. Si durante la procesión llueve,
se considera una aprobación de San Juan hacia los fieles y un reconocimiento al

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mayordomo del barrio encargado del festejo.
 12 de diciembre. Fiesta en la ermita del antiguo camino a Huamantla

La estructura social y cultural en Ixtenco se basa en la organización de


mayordomías, tradiciones culturales que se mantuvieron a partir de las antiguas
cofradías. La matuma convoca a una gran porción de la población para reforzar los
lazos barriales ya sea mensualmente (San Juan Bautista y Corpus Christi) o
anualmente (Virgen de Guadalupe). Los festejos patronales implican un
compromiso adoptado por cada ‘colonia’ o ‘barrio’ hacia el santo de su devoción y
también implican una responsabilidad extra de cada mayordomo para la
remodelación o construcción en el interior o exterior del templo.

El origen del sistema de mayordomías en la comunidad de San Juan Ixtenco


bien puede trazarse desde la formación de las cofradías posteriores a la conquista
espiritual. En un principio los mayordomos cumplían su devoción al interior de las
iglesias para posteriormente acoplar la figura del ‘Santo Plato’, una copia del santo
reverenciado que pudiera ser venerado cómodamente dentro de las casas de los
devotos. Este fue el origen de lo que ahora se conoce como la matuma, la
mayordomía.

El poblado de Ixtenco tiene dos celebraciones mensuales asociadas a la


mayordomía: San Juan Bautista y Corpus Christi. Algunas otras son conmemoradas
al año: como son la Virgen de Guadalupe, se le nombra del ‘pueblo porque debe
participar la comunidad, la Virgen de Guadalupe Ermita, Asociación de la Virgen del
Carmen, El Señor de Chalma, La Buena Muerte, Santiago Caballero, La Virgen de
la Natividad, San Isidro Labrador a cargo del comisariado ejidal (Cajero, 2009: 143-
144).

Las mayordomías comienzan con la reunión de la corporación pasada quien


hace un ‘corte de caja’ de la celebración pasada para verificar los recursos que se
tienen para la preparación de la fiesta. El día anterior a la misa se hacen las
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invitaciones al barrio en cuestión: de una manera solemne hay una extendida y
amplia súplica en otomí con palabras de reverencia a la que se contesta con el
mismo protocolo para confirmar la presencia en el evento.

Posteriormente hay misas ordinarias en el domicilio del mayordomo y misas


mensuales en la iglesia. Para éstas últimas se lleva la imagen en procesión desde
la casa del mayordomo hasta el recinto sagrado cantando himnos y rezando, así
como con la quema de cohetes para anunciar la presencia de devotos. Los
compañeros de la mayordomía conocidos como ‘diputados’ se encargan de llevar
bebidas y comida al convivio como una costumbre mensual. Cada barrio se encarga
de pagar la música, arreglos florales de la iglesia, así como de los juegos
pirotécnicos con la ayuda de los migrantes que salieron de la localidad. Cuando las
mayordomías integran a toda la localidad, el pueblo se organiza en comisiones por
novenarios para hacerse cargo de todos los gastos ‘profanos’ que involucra la fiesta
de mayordomía. Los mayordomos principales deben contemplar un compromiso
extra: el obsequio de alguna remodelación o construcción en el interior o exterior
del templo a nombre del pueblo y de cada uno de ellos.

Además de los mayordomos, existen otros acompañantes en las fiestas


tradicionales llamados ‘diputados’ quienes se encargan de abastecer de ofrendas
(comidas y bebidas) el domicilio del mayordomo durante los días que dure la
celebración, esto con la intención de que ningún visitante sea desatendido. Las
bandas musicales son fundamentales durante los periodos de fiesta pues
acompañan los diversos rezos e himnos solemnes que se ejecutan en la procesión
de la casa del mayordomo a la iglesia.

Por otra parte, existen algunos personajes que se asocian con la predicción
y el control de fenómenos meteorológicos conocidos como graniceros o sacerdotes
del tiempo. Desde la época colonial se tiene registro de estos especialistas rituales
quienes subían a la montaña y llevaban velas y lienzos pintados para ejecutar
rituales relacionados con el agua y las nubes.
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El culto a los muertos es una revitalización de la antigua ofrenda otomí,
incorporando nuevos elementos. Cajero (2009:151) habla de que la ofrenda actual
se apoya con objetos que se pueden comprar en el mercado tales como petates,
chiquihuites, ollas, cazuelas y sahumerios, además de flores de cempasúchil y
nubes.

Se acostumbra que la persona que debe colocar ofrenda sea la de mayor edad
en la casa, en particular la suegra o esposa del difunto. Esta persona colocará agua
y sal y encenderá una vela durante el medio día del 31 de Octubre y 1º de
Noviembre. Entrada la noche se servirá la cena y se dispondrá la fruta en el altar
como un montículo de manera que aparente el cuerpo del difunto; acto seguido se
coloca un petate al lado de la ofrenda y alrededor de las sillas de la casa para
propiciar el diálogo entre los difuntos.

Cada objeto de la ofrenda tiene un significado propio: el agua es para saciar la


sed de los muertos, las calaveras representan la persona del difunto, las velas y las
ceras son para alumbrar el camino, los pétalos de flores son la guía para que los
difuntos lleguen a la ofrenda, las ceras se colocan sobre pencas de maguey, así
como las prendas que les gustaba utilizar a los difuntos, en particular la faja con
bordado que es símbolo de equilibrio y fuerza. La convivencia de los vivos y muertos
se termina a medio día del 2 de noviembre cuando se encamina a los fieles difuntos
al panteón, camino que debe ser señalado por los niños con pétalos de flores de
cempasúchil de manera que los pies del finado estén protegidos ya que si éstos se
lastiman podrían quedarse morando un año más en la tierra. Así, los difuntos recién
enterrados emprenden un camino hacia el más allá antes de cruzar un río grande
donde un perro los espera para ayudarlos a cruzar. Al día siguiente, la convivencia
entre vivos comienza y se hace un intercambio de los productos dispuestos en las
ofrendas entre los miembros de la familia.

Cuando alguien muere, en su ataúd se le coloca un recipiente con agua y


monedas de diferentes denominaciones por si el difunto dejó algunas deudas en
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vida tenga los recursos para pagar. Los padrinos del difunto se encargan de colocar
los objetos personales de quien ha fallecido; si es hombre le colocarán sus
huaraches, pantalón, ayate y sombrero y si es mujer, sus enaguas, reboso, faja y
sandalias. A los 9 días de haber enterrado el cadáver es obligación del padrino
realizar la levantada de la tabla que se tendió después de la cruz de cal en el suelo;
para ese día ya debe estar lista la cruz de sabino que se llevará al camposanto.

Los otomíes de Ixtenco relacionan el espíritu de las animas con las mariposas
que vuelan en la región durante los meses de septiembre, octubre y noviembre, por
lo que no deben ser molestadas.

En Ixtenco, el maíz es un elemento fundamental en la cosmovisión otomí. Ellos


identifican el grano como un joven al cual se debe cuidar para que crezca bien, él
les dará de comer y les permitirá seguir viviendo cuando es depositado con cariño
en la Madre Tierra. En tiempos de cosecha se acostumbra hacerle fiesta a algunas
mazorcas, las cuales se depositan en una canasta para el día de su bendición. Estas
mazorcas, junto con el frijol, haba y lenteja se llevan el día 2 de febrero a la iglesia
donde se bendicen para esperar por una época de abundancia. Cajero (2009:147)
nos comenta que la siembra es motivo de unidad familiar ya que todos intervienen
para la fecundación de la semilla:

Se traza los surcos, el sembrar busca la humedad, el niño o la niña coloca el


primer frijol, haba, la semilla de calabaza y por último la semilla de maíz que
deposita con cariño y amor, la madre es quien con los pies descubiertos tapa
los granos para que la tierra produzca, como se comenzaba los trabajos en
febrero para la fiesta de San Isidro estaba por culminar. Tenía que ser la mujer
la que checaba si habrá buena cosecha, en cada una de las calles va
quitando una mazorca dejando una flor de pericón a manera de trueque,
misma que se utilizará para que los elotes tengan buen sabor y también para
que no les haga daño, ya que esta flor es caliente y contrarresta el frío y la
humedad de la canícula.

Otro elemento importante es el fogón de tres piedras, remembranza de


Otontecuhtli, dios de la lumbre. El fogón debe estar orientado de este a oeste, es

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decir la trayectoria del sol, el cual es un elemento dador de vida. La mujer
retroalimento al fuego con su mando derecha y tiene que coincidir con el oriente,
donde sale el sol.

El maguey ha sido una planta asociada con todos los ciclos productores de la
sociedad otomí en Ixtenco. Ha servido de leña, de vestido, de penitencia, acueducto
y vivienda; su aguamiel ha servido para saciar la sed e incluso es utilizado en el
ajuar de los difuntos como el sombrero o la faja con bordado, símbolo de equilibrio
y fuerza.

Una de las principales características de la agricultura tradicional es la


prolongada experiencia y conocimiento empírico, los cuales se basan en un
conocimiento íntimo de su medio y de un respeto y relación con los fenómenos que
se suscitan a lo largo del calendario. Dentro de las predicciones climáticas que se
ejercitan en Ixtenco se encuentra la lectura de cabañuelas y las diversas fases de
la luna, así como otros rituales que intentan controlar los factores climáticos que
inciden en sus actividades agrícolas, como lo son el corte simbólico y retiro de las
nubes. Estas se complementan con las interpretaciones de origen prehispánico
sobre las acumulaciones de nubes en torno a la Malinche, registradas por algunos
autores como Torquemada: ‘en esta sierra la Malintzi se arman las nubes que riegan
a Tlaxcala y pueblos cercanos y la más cierta señal que tienen por aquellas tierras,
de que ha de llover, es ver tocada esta sierra de algunas nubes y así tienen por
infalible el agua’ (Giordano, s/f: 15).

Los otomíes de Ixtenco mantienen una relación muy estrecha con el volcán La
Malinche, montaña que consideran como un inmenso depósito de agua subterránea
de la que brotan los tres manantiales que abastecen a esta comunidad.

La Malinche es punto central de un territorio sacro trazado por las


peregrinaciones a los santuarios de los Cristos de Texocuixpan, Xalancingo,

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Tepalcingo y Chalma. Es lugar de residencia de la diosa a la que llaman Señora,
ella tiene el poder sobre el agua de la montaña y la lluvia.

De acuerdo con la identidad local otomí, Ixtenco es interpretado como ‘lugar del
atole agrio en festividad’ (Cajero, 2009). Uno de los elementos fundamentales en la
cosmovisión y tradición cultural de los otomíes en Ixtenco es su relación con el
volcán La Malinche, considerado como una entidad de género femenino y al que se
refieren con varios significados: Madre, parienta, comadre, ancestro y Corazón del
Cerro (Huckert, 2008: 127). Esta relación íntima de identidad y ‘parentesco’ con los
accidentes naturales a su alrededor, es uno de las fuentes de inspiración para los
adornos que inundan la tradición textil en Ixtenco, a través de la particular técnica
de ‘pepenado’. Esta técnica utiliza un bordado de aguja sobre tela de algodón
mediante un cosido en pliegues. Cabe señalar que además del volcán, los
manantiales que surten de agua a la comunidad y se originan en las faldas del cerro
son protagonistas de sus fiestas y organizaciones religiosas.

El vestido en Ixtenco está compuesto por una blusa elaborada en telar de cintura
adornada en pecho y mangas, principalmente en color negro, azul y rojo, que
remiten al volcán La Malinche. Se adorna con figuras de flores y animales y se cierra
con un ceñidor y enaguas negras, complementándose con un rebozo. Las trenzas
de la mujer se adornan con un listón blanco si es soltera y rojo si es casada.

Los trajes de Ixtenco, femenino y masculino, están reservados para las


ocasiones en las cuales son promovidos como signo de identidad de la comunidad
y de la patria, como los días 24 de junio y 16 de septiembre. El ceñidor o faja, forma
parte de los objetos de uso ritual que pertenecen a alguna mayordomía, y en
consecuencia es entregado junto con otros ornamentos cuando es su fiesta. El
atuendo de Ixtenco emula al de La Malintzi; la cima rocosa y gris corresponde a la
tela blanca de la blusa de pepenado. Sus laderas cubiertas de vegetación verde dan
cuenta del titixtle, un término prestado del náhuatl que usa comúnmente la gente de

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Ixtenco, aunque existe traducción en otomí, mongidé (Lastra 1997: 394). Es una
falda de tela larga o enredo de lana color azul marino o negro.

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8. LOS OTOMÍES EN LAS ESTADÍSTICAS

POBLACIÓN INDÍGENA ESTATAL


POBLACIÓN
TOTAL DE 3
ENTIDAD TOTAL DE POBLACIÓN POBLACIÓN
AÑOS Y MÁS
FEDERATIVA POBLACIÓN INDÍGENA HABLANTE DE TOTAL DE 3
TOTAL CUALQUIER AÑOS Y MÁS
LENGUA HABLANTE DE
INDÍGENA OTOMÍ

EDO. DE MÉXICO 14,163,190 985,690 379,075 97,820

HIDALGO 2,495,022 575,161 369,549 115,869

MICHOACÁN 4,050,236 213,478 140,820 592

QUERÉTARO 1,709,117 56,664 30,256 24,471

GUANAJUATO 5,132,574 34,639 15,204 3,239

VERACRUZ 7,159,968 1,037,424 662,760 18,078

PUEBLA 5,388,416 1,018,397 617,504 8,934

TLAXCALA 1,097,069 72,270 27,959 594

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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ENTIDAD FEDERATIVA

POBLACIÓN INDÍGENA TOTAL

EDO. DE MÉXICO 985,690

HIDALGO 575,161

MICHOACÁN 213,478

QUERÉTARO 56,664

GUANAJUATO 34,639

VERACRUZ 1,037,424

PUEBLA 1,018,397

TLAXCALA 72,270

POBLACIÓN INDÍGENA
EDO. DE MÉXICO
HIDALGO
MICHOACÁN
QUERÉTARO
GUANAJUATO
TLAXCALA
VERACRUZ
PUEBLA

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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ENTIDAD FEDERATIVA POBLACIÓN TOTAL DE 3 AÑOS Y MÁS HABLANTE DE
CUALQUIER LENGUA INDÍGENA

EDO. DE MÉXICO 379,075

HIDALGO 369,549

MICHOACÁN 140,820

QUERÉTARO 30,256

GUANAJUATO 15,204

VERACRUZ 662,760

PUEBLA 617,504

TLAXCALA 27,959

POBLACIÓN TOTAL DE 3 AÑOS Y MÁS


HABLANTE DE CUALQUIER LENGUA
INDÍGENA
EDO. DE MÉXICO
HIDALGO
MICHOACÁN
QUERÉTARO
GUANAJUATO
TLAXCALA
VERACRUZ

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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ENTIDAD FEDERATIVA POBLACIÓN TOTAL DE 3 AÑOS Y MÁS HABLANTE DE
OTOMÍ

EDO. DE MÉXICO 97,820

HIDALGO 115,869

MICHOACÁN 592

QUERÉTARO 24,471

GUANAJUATO 3,239

VERACRUZ 18,078

PUEBLA 8,934

TLAXCALA 594

POBLACIÓN TOTAL DE 3 AÑOS Y MÁS


HABLANTE DE OTOMÍ
EDO. DE MÉXICO
HIDALGO
MICHOACÁN
QUERÉTARO
GUANAJUATO
TLAXCALA
VERACRUZ
PUEBLA

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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POBLACIÓN INDÍGENA POR REGIONES
VALLE DE TOLUCA- ORIENTE DEL ESTADO DE MÉXICO

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL TOTAL DE 3 AÑOS Y MÁS
AÑOS Y MÁS HABLANTE DE
HABLANTE DE OTOMÍ
CUALQUIER
LENGUA
INDÍGENA

TOLUCA Muy Bajo 760,094 22,929 20,077

TEMOAYA Medio 83,395 20,786 20,514

OTZOLOTEPEC Medio 72,713 5,638 5,427

AMANALCO Medio 21,253 1,970 1,793

HUIXQUILUCAN Muy Bajo 221,132 3,715 564

JIQUIPILCO Medio 64,316 5,319 4,332

LERMA Muy Bajo 125,072 2,334 1,952

XONACATLÁN Bajo 43,215 741 560

ATIZAPÁN DE
ZARAGOZA Muy Bajo 461,329 7,212 624

ZINANCATEPEC Bajo 155,885 794 458

CAPULHUAC Muy Bajo 31,845 105 15

TIANGUISTENCO Bajo 66,112 737 297

OCOYOACAC Muy Bajo 58,159 852 638

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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MICHOACÁN

POBLACIÓN
TOTAL DE 3
AÑOS Y MÁS
HABLANTE DE POBLACIÓN 3
MUNICIPIO CUALQUIER AÑOS Y MÁS
NIVEL POBLACIÓN LENGUA HABLANTE DE
MARGINACIÓN TOTAL INDÍGENA OTOMÍ

ZITÁCUARO Medio 145,457 5,261 260

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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NORTE DEL ESTADO DE MÉXICO – SUR DE QUERÉTARO

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL AÑOS Y MÁS AÑOS Y MÁS
HABLANTE DE HABLANTE DE
CUALQUIER OTOMÍ
LENGUA
INDÍGENA

ACULCO Medio 41,962 3,140 3,049

ACAMBAY Medio 56,916 8,563 8,307

MORELOS Medio 26,545 5,170 5,025

CHAPA DE MOTA Medio 25,692 3,124 3,028

AMEALCO Alto 58,015 15,426 15,190

TIMILPAN Medio 14,501 957 881

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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VALLE DEL MEZQUITAL

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 AÑOS POBLACIÓN 3


MARGINACI TOTAL Y MÁS HABLANTE AÑOS Y MÁS
ÓN DE CUALQUIER HABLANTE DE
LENGUA INDÍGENA OTOMÍ

IXMIQUILPAN Medio 80,540 31,249 30,640

CARDONAL Medio 17,380 10,388 10,340

CHILCUAUTLA Medio 16,396 6,804 6,720

ACTOPAN Bajo 51,024 2,000 1,815

SANTIAGO DE ANAYA Medio 15,061 7,475 7,389

EL ARENAL Medio 16,194 201 148

MIXQUIAHUALA DE
JUÁREZ Bajo 40,287 881 428

ALFAJAYUCAN Medio 17,818 3,143 3,041

ATITALAQUIA Muy Bajo 25,354 117 29

AJACUBA Bajo 15,981 72 20

TEPEJI DEL RÍO DE


OCAMPO Bajo 75,891 3,295 2,966

CHAPANTONGO Medio 11,591 36 22

TASQUILLO Medio 15,862 5,426 5,261

MOLANGO DE
ESCAMILLA Medio 10,524 120 18

ELOXOCHITLÁN Medio 2,662 16 11

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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ALTO MEZQUITAL (NORORIENTE DE HIDALGO)

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL AÑOS Y MÁS AÑOS Y MÁS
HABLANTE DE HABLANTE DE
CUALQUIER OTOMÍ
LENGUA
INDÍGENA

HUICHAPAN Medio 41,761 352 267

TECOZAUTLA Medio 32,830 2,324 2,211

ZIMAPÁN Medio 36,038 3,343 3,048

NICOLÁS FLORES Alto 6,229 3,278 3,220

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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SEMIDESIERTO QUERETANO Y ORIENTE DE GUANAJUATO

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL AÑOS Y MÁS AÑOS Y MÁS
HABLANTE DE HABLANTE DE
CUALQUIER OTOMÍ
LENGUA
INDÍGENA

TIERRA BLANCA Alto 16,972 2,090 2,037

VICTORIA Medio 18,546 40 7

SAN MIGUEL DE 149,447


ALLENDE Medio 629 298

TEQUISQUIAPAN Bajo 59,644 197 60

CADEREYTA DE 59,765
MONTES Medio 1,244 1,108

COLÓN Medio 54,113 106 42

EZEQUIEL 35,606
MONTES Medio 200 155

PEÑAMILLER Medio 17,164 50 27

TOLIMÁN Medio 24,599 5,900 5,812

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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ALTIPLANO Y SIERRA MADRE ORIENTAL

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 AÑOS Y POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL MÁS HABLANTE DE AÑOS Y MÁS
CUALQUIER LENGUA HABLANTE DE
INDÍGENA OTOMÍ

ACAXOCHITLÁN Alto 37,382 14,155 142

TULANCINGO DE
BRAVO Bajo 141,396 4,851 3,075

TENANGO DE
DORIA Medio 16,010 4,072 4,008

SAN BARTOLO
TUTOTEPEC Muy Alto 16,976 6,013 5,922

HUEHUETLA Muy Alto 22,214 12,574 10,738

HONEY Alto 6,907 648 612

PAHUATLÁN Muy Alto 19,236 9,927 4,173

PANTEPEC Muy Alto 17,547 6,800 1,891

TLAXCO Muy Alto 5,105 750 662

IXHUATLÁN DE 47,406
MADERO Muy Alto 33,424 5,538

TEXCATEPEC Muy Alto 9,897 7,276 7,181

TLALCHICHILCO Muy Alto 10,659 5,439 1,906

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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TLAXCALA

MUNICIPIO NIVEL POBLACIÓN POBLACIÓN 3 POBLACIÓN 3


MARGINACIÓN TOTAL AÑOS Y MÁS AÑOS Y MÁS
HABLANTE DE HABLANTE DE
CUALQUIER OTOMÍ
LENGUA
INDÍGENA

IXTENCO Bajo 6,451 434 393

Fuente: CDI. Sistema de indicadores sobre la población indígena de México con base en:
INEGI Censo General de Población y Vivienda, México, 2010.

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8.1. MAPAS

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9. ¿PUEBLO, PUEBLOS O POBLACIONES OTOMÍES?

El grupo etnolingüístico otomí ha sido trabajado por numerosos investigadores y


disciplinas, no obstante, aún queda una oscura nube en torno a sus orígenes y
difusión, y retomando las palabras de Galinier (1998: 89), debido en parte a que
“presentan a la antropología de Mesoamérica un serio desafío”. No dejaron huellas
monumentales como los mexicas, pero ahí estaban desde tiempos muy remotos.
Son, en efecto, “los dueños del silencio”, pero un silencio que ha contribuido en
mucho a entender un pensamiento mesoamericano que ha “resistido la agresión de
cuatro siglos de dominación, bajo distintas formas de camuflaje” (ibid).

Por la evidencia de la glotocronología y por fuentes arqueológicas sabemos


que se establecieron en el centro de México, todavía como otopames, y
posteriormente, esta familia lingüística empezó su división a través de un largo
periodo de movilidad de los distintos grupos que la conformaban: algunos se
dirigieron hacia el norte (chichimecas y pames), otros permanecieron en estados
del centro ya como otomianos sin distinguirse aún de mazahuas, tlahuicas y
matlatzincas; fue tiempo después que esta familia lingüística se dividió quedando
separados otomíes, mazahuas, matlatzincas y tlahuicas. Los otomíes se
establecieron principalmente en la ciudad de México y parte del Estado de México
que abarcaba también lo que hoy es el estado de Hidalgo, pero la confusión de las
fuentes nos impide tener una certeza sobre los procesos de difusión de este grupo.
En este trabajo hicimos un recuento de fuentes históricas y arqueológicas para tener
una mejor comprensión de “estos” procesos de movilización demográfica. A pesar
de los problemas para nombrar a ese grupo –chichimeca, teochichimeca, otomí,
entre otros-, sabemos que en el periodo inmediato anterior a la conquista estaban
asentados en una amplia región que coincide más o menos con los establecimientos
contemporáneos: Ciudad de México, Estado de México, Hidalgo, Querétaro,
Guanajuato, Michoacán, Puebla, Veracruz, Tlaxcala, y sumemos algunos estados
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tanto del norte del país como de la unión americana que se convirtieron en centros
de población otomí derivado de una tradición migratoria. Sin embargo, la evidencia
histórica nos muestra que a pesar de la unidad etnolingüística no hubo unidad
política. Algunos grupos otomíes fueron aliados de los mexicas, e incluso se señala
que por su buena fama guerrera apoyaban en algunas empresas de conquista,
mientras que otros se vieron obligados a migrar a causa de sus desavenencias
políticas y apoyar a los grupos contrarios. Fue así como poblaron parte de
Michoacán y Tlaxcala. Hubo grupos otomíes enfrentados con otros, y en el caso de
la conquista española, también encontramos que contribuyeron a la expansión
hacia el norte (Querétaro y Guanajuato) y se beneficiaron de ella, mientras que los
otomíes de la Sierra Otomí – Tepehua y Huasteca Sur fueron reacios y rebeldes
hacia el invasor.

Con la conquista y la evangelización comenzó una nueva realidad para los


pueblos indios, entre ellos los otomíes. En primer lugar, la política de
congregaciones rompió en muchos casos con las relaciones interétnicas que
imperaban en los tiempos previos al quedar aislados de sus lugares de origen. Las
poblaciones multiétnicos quedaron fragmentadas y reducidas a congregaciones
monolingües. Con el tiempo estos pueblos comenzaron a tejer otras redes de
relaciones con sus vecinos, que no siempre fueron del mismo grupo, establecieron
entonces nuevos intercambios económicos, sociales, políticos e ideológicos.

Así mismo, las regiones de la sierra de Hidalgo, Puebla y Querétaro fueron


evangelizadas por agustinos, mientras que el centro estuvo a cargo de los
franciscanos, ello incidiría en las expresiones de devoción y el culto a los santos.
Las regiones que se evangelizaron más tardíamente o que tuvieron una presencia
reducida de religiosos, pudieron conservar de manera más visible la ritualidad
autóctona centrada en la devoción hacia las fuerzas de la naturaleza (los llamados
“costumbres”). En este sentido podríamos diferenciar entre los otomíes de la sierra
como “sociedades chamánicas”, en contraste con las planicies y zonas que tuvieron

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un contacto más vital con la iglesia católica como lo observamos en el Estado de
México, Querétaro, Valle del Mezquital en Hidalgo, Guanajuato, Michoacán y
Tlaxcala, en donde la presencia de chamanes es marginal mientras que las
mayordomías y el culto a los santos es de vital importancia para la reproducción
social y cultural. Por estas razones asentimos en que los otomíes tienen grandes
semejanzas con sus vecinos de otras adscripciones étnicas que con sus pares
distantes. Cada población otomí tiene una manera particular de actuar, conducirse,
visualizar su mundo que obedece al entorno con el que se interactúa.

Esto se confirma con la actual distribución de población otomí en ocho


estados del centro de México, que como se puede corroborar, cada población, cada
región deriva de orígenes diversos, y su actual configuración es producto de esos
procesos históricos en los que, las poblaciones aledañas, muchas de ellas de
distinto origen etnolingüístico, tuvieron un peso significativo en su actual desarrollo.
Por ello asentamos que, en algunas de las regiones otomíes lo que las caracteriza,
es en primer lugar la vecindad, claro ejemplo de ello es la Huasteca Sur, donde los
otomíes, junto a nahuas, totonacos y tepehuas mantienen prácticas rituales muy
similares, siendo los saberes el ámbito de diferenciación entre todos estos grupos.
En otras, existen relaciones de tipo religioso y económico de largo tiempo, como la
región del Norte del Estado de México y Sur de Querétaro; así como la región
ubicada en el Oriente de Guanajuato que mantiene lazos históricos con la del
Semidesierto queretano identificándose ambas regiones como “hermanas”, lo que
demuestra que las delimitaciones estatales no son significativas.

Comentario aparte merecen los otomíes de Michoacán y Tlaxcala, cuya


permanencia en su actual ubicación se ha mantenido desde hace varios siglos,
cuando huyeron del yugo de la Triple Alianza y hasta la actualidad perdura la
identidad otomí diferenciándose de sus vecinos mazahuas en Michoacán, y nahuas
en Tlaxcala.

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Sin embargo, sería erróneo considerar que esta separación demográfica e
histórica rompiera con el sustrato de creencias. Así como hay inteligibilidad entre
las distintas variantes dialectales del otomí, metafóricamente existe inteligibilidad en
la cosmovisión; quizá no en su forma, pero sí en su fondo. Un claro ejemplo de ello
es el culto a los ancestros encarado en piedras (wemas, cangandhos y zithamus),
oratorios, santos, recortes, visiones oníricas, peregrinaciones a santuarios
regionales, cruces, xitas, máscaras, entre otros. La pervivencia de los ancestros
(difuntos o antiguas) y su articulación con el ciclo agrícola es el eje que sostiene el
sistema ritual otomí, así como la veneración hacia los astros que gobiernan el
mundo diurno y nocturno. Otro de los aspectos a resaltar y que en cada región
donde se mantiene su uso posee sus particularidades, es el de los oratorios o
capillas – oratorios, cuyo mayor auge tuvo lugar durante la Colonia. Aunque,
actualmente en algunas regiones como la del Oriente de Guanajuato, Querétaro,
Tulancingo, Hidalgo, estos espacios sacros domésticos, mantienen un dinamismo
singular y en casos como el de Santa Ana Hueytlalpan, en Tulancingo Hidalgo,
existe un sistema doble: oratorios articulados a las figuras católicas y por ende del
mundo celeste, y oratorios chamánicos dedicados a deidades nativas del mundo de
abajo. Por tanto, afirmamos que no hay un modelo único sobre lo otomí, la riqueza
estriba en que hay muy diversas maneras de expresar esta cosmovisión, los textos
etnográficos así lo demuestran. Parafraseando a Geertz, quien sostiene que la
religión es un hecho social total, quedarse sólo en generalidades implicaría dejar de
lado todo un cúmulo de relaciones que los grupos han construido a través de los
complejos procesos sociohistóricos que se viven a nivel regional.

Otro aspecto a resaltar es el de la reorientación económica y las relaciones


interétnicas. En la actualidad los pueblos otomíes han atravesado por diversos
cambios que han impactado en la vida comunitaria. La región del Valle del Mezquital
lleva una larga tradición migratoria hacia los Estados Unidos desde los 1940s hasta
la fecha. A raíz de la inyección de recursos económicos a la región, las comunidades
han generado nuevas alternativas para mejorar sus condiciones de vida. Algunos
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ejemplos son la tecnificación del campo, la generación de empresas agrícolas y
artesanales, la comercialización de autos y otros productos, el impulso a la pequeña
empresa, la inversión en obra pública, en proyectos turísticos diversos y el
mejoramiento de las viviendas. Paradójicamente notamos que se fortalece la
identidad etno-territorial a través de las fiestas patronales, las festividades seculares
y la faena, complejizando la organización de las mismas e inyectando mayores
recursos para hacer la fiesta más fastuosa, el castillo más grande, etc. Esto se
relaciona con un proceso migratorio pendular entre los otomíes del Estado de
México, quienes acuden a los centros industriales (la Ciudad de México y Toluca)
para prestar su mano de obra, pero regresan a sus comunidades para refrendar su
identidad en las fiestas patronales. En ambas regiones tenemos un proceso de
abandono progresivo de la agricultura tradicional, mientras que en la zona otomí de
Tlaxcala, los productores han cobrado conciencia de la importancia de mantener
viva la tradición del cultivo de maíces criollos16. Esto último ha favorecido su
integración como un frente indígena (incorporando a sus vecinos nahuas) contra los
maíces transgénicos y el uso de agroquímicos, y la propuesta de crear un banco de
maíz.

La región de la Huasteca Sur también ha sido impactada por otras actividades


económicas. Por un lado, el cafetal tiende a desplazar la milpa, pero ambas
actividades se han visto afectadas por un proceso lento de reorientación económica.
Los jóvenes migran desde hace algunos años, primero a las ciudades o bien a los
Estados Unidos, prefieren trabajar en el sector secundario o terciario de la
producción, y asumen modelos de vida distintos que los de sus padres. La región
se pauperiza y sus recursos naturales se ven afectados por la indiferencia o la
explotación de agentes externos. Lo mismo ocurre en la región de Michoacán,
azotada por los talamontes ilegales que se enfrentan a las comunidades en
acciones de exacerbada violencia.

16 El pueblo de Ixtenco conserva una de las mayores especies de maíces de todo el país.
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Creemos que, aunque sí hay un “núcleo duro otomí”, expresado en la lengua
y la cosmovisión, no es pertinente contemplarlo como un solo pueblo debido a que
los procesos sociohistóricos locales y las relaciones con sus vecinos han generado
idiosincrasias locales y resignificado conceptos arcaicos. A través de este trabajo
podemos delimitar varias regiones otomíes con fronteras un tanto difusas: Valle de
Toluca y Oriente del Estado de México, Michoacán, Norte del Estado de México y
Sur de Querétaro, Valle del Mezquital y Alto Mezquital, Oriente de Guanajuato y
Semidesierto queretano, Altiplano de Tulancingo, Sierra Madre Oriental: Otomí –
Tepehua, Sierra Norte de Puebla y Huasteca-Sur y Tlaxcala.

Esperamos que este trabajo haya contribuido a formar una idea más amplia
sobre los pueblos otomíes que habitan en la región centro de México. Algunos retos
por delante son estudiar las comunidades transfronterizas, los asentamientos dentro
de la Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey donde la población otomí se ha
integrado a la vida citadina resignificando su identidad, así como integrar regiones
devocionales, analizar las actividades económicas y su impacto en la cosmovisión.

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ANEXO FOTOGRÁFICO

Mujeres y niñas en una reunión, Cruztitla, municipio de Huehuetla, Hidalgo, pueblo otomí. Fotógrafo: Carmen
Wrigth, 1993. Fototeca Nacho López, CDI.

Ancianos fuera de una vivienda, San Felipe de los Alzati, municipio de Zitácuaro, Michoacán, pueblo otomí.
Fotógrafo: Fernando Rosales Valenzuela, 2000. Fototeca Nacho López, CDI.

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Hombres trabajando en un bordo, San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo: Teresa
Mendicutti, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

Adolescente cargando una cubeta con nixtamal, San Pablito, municipio de Pahutlán, Puebla, pueblo otomí.
Fotógrafo: Cecilia Portal, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

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Feligreses en el atrio de una iglesia, San Pablito, municipio de Pahutlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo:
Teresa Mendicutti, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

Hombres cosechando maíz, San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo: Teresa
Mendicutti, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

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Hombres y mujeres comerciando maíz, San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo:
Teresa Mendicutti, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

Procesión de la fiesta de San Miguel, San Miguel Tlaxcaltepec, municipio de Amealco de Bonfil, Querétaro,
pueblo otomí. Fotógrafo: Agustín Estrada, 1987. Fototeca Nacho López, CDI.

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Ritual durante la procesión de la fiesta del Señor de San Miguel, San Miguel Tlaxcaltepec, municipio de Amealco
de Bonfil, Querétaro, pueblo otomí. Fotógrafo: Agustín Estrada, 1987. Fototeca Nacho López, CDI.

Mujeres bordando en un campo de cultivo, Amealco, municipio de Amealco de Bonfil, Querétaro, pueblo otomí.
Fotógrafo. Carmen Wrigth, 1993. Fototeca Nacho López, CDI.

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Hombre tocando un violín, Cardonal, municipio de Cardonal, Hidalgo, pueblo otomí. Fotógrafo: Maya Goded,
1990. Fototeca Nacho López, CDI.

Vvienda, Valle del Mezquital, Hidlago, pueblo otomí. Fotógrafo: Maya Goded, 1990. Fototeca Nacho López,
CDI.

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Mujere tejiendo cestería, Cardonal, municipio de Cardonal, Hidalgo, pueblo otomí. Fotógrafo: Maya Goded,
1990. Fototeca Nacho López, CDI.

Gente en procesión, Amealco de Bonfil, municipio de Amealco de Bonfil, Querétaro, pueblo otomí. Fotógrafo:
Lorenzo Armendáriz, 1989. Fototeca Nacho López, CDI.

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Familia en una habitación, Santa Úrsula, municipio de Huehuetla, Hidalgo, pueblo otomí. Fotógrafo: Fernando
Rosales Valenzuela, 2004. Fototeca Nacho López, CDI.

Mujeres ejecutando la Danza de Pastoras, Santa María Tixmadeje, municipio de Acambay, Estado de México,
pueblo otomí. Fotógrafo: No identificado, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

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Mayordomos y mayordomas portando ofrendas, San Miguel Tlaxcaltepec, municipio de Amealco de Bonfil,
Querétaro, pueblo otomí. Fotógrafo: Agustín Estrada, 1987. Fototeca Nacho López, CDI.

Mujer extrayendo aguamiel, Cardonal, municipio de Cardonal, Hidalgo, pueblo otomí. Fotógrafo: Maya Goded,
1990. Fototeca Nacho López, CDI.
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Familia frente a un mercado, San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo: Teresa
Mendicutti, 1980. Fototeca Nacho López, CDI.

Mujeres en puestos de mercado, San Pablito, municipio de Pahuatlán, Puebla, pueblo otomí. Fotógrafo, 1980.
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