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Universidad Nacional Autónoma de México

Facultad de Música

Sociología de la Educación

El hombre ideal a partir de la modernidad:


Un breve comentario y crítica a Émile Durkheim

Sergio Parra Flores


No. de cuenta: 310259163

Noviembre 2018
El hombre ideal a partir de la modernidad:
Un breve comentario y crítica a Émile Durkheim

La modernidad es un escenario sobre el que a un


ritmo vertiginoso el mundo se deshace y se
recompone continuamente. [...] Lo que acontece se
torna pasado con una velocidad tal que no tiene
tiempo ni siquiera de cristalizarse en presente.

Alessandro Baricco

No es de sorprenderse que uno de los temas que han ocupado el pensamiento filosófico
desde sus albores ha sido el cambio. Desde Heráclito y Parménides hasta los existencialistas,
pasando, por supuesto, por Sócrates, Platón y Aristóteles, así como por los fascinantes
filósofos del helenismo, por los empiristas y los racionalistas, etc., se han dado múltiples
respuestas a la cuestión apremiante del cambio. Unidad y diversidad, ser y movimiento,
acto y potencia, son dos caras de la realidad que el ser humano busca comprender, por lo
menos lo suficiente para no hundirse en una desesperación nihilista en su paso por el
mundo. No creemos dar un salto demasiado grande al decir que a estas cuestiones subyace,
como un basso continuo audible en mayor o menor medida, la pregunta metafísica de la
verdad. ¿Existe la verdad? ¿Puede conocerse? Por supuesto, no es éste el lugar para tales
disquisiciones, ni pretenderíamos ofrecer una respuesta perentoria; al menos, y en
definitiva, no una que satisfaga a todos.

Parece increíble que hoy en día un postulado en apariencia tan inapelable como la
definición aristotélica de la verdad sea vista con recelo por más de uno. Sin querer
extendernos demasiado sobre el tema, permítasenos recordar escuetamente el axioma de
la verdad por correspondencia al que nos referimos: Verdad es decir de lo que es, que es, y
de lo que no es, que no es. Ninguna aserción pareciera más inocente y más acertada. ¿Acaso
no es verdad decir de un árbol que es un árbol, y de una roca que no es un árbol? Pues
incluso tal obviedad es rechazada, o cuando menos, puesta en tela de juicio, por la mente
relativista y pluralista del hombre moderno y posmoderno.
Una de esas mentes es la del sociólogo francés Émile Durkheim, y de ello da testimonio
el primer apartado del primer capítulo de su libro Educación y sociología (1996)1, cuando
descarta la proposición de una educación ideal (o tal vez deberíamos decir idealista). Para
él, “la educación ideal, perfecta, válida para todos los hombres indistintamente (...)
universal y única que el teórico se afana en definir” (p. 41) es inexistente y “no tiene nada
de real por sí [misma]” (p. 42); para decepción de quien lo lee, la única razón que presenta
para defender tal conclusión es que “la educación ha variado muchísimo a través de los
tiempos y según los países.” (p. 41)

Entre las muchas clases de falacias en las que podríamos introducir el razonamiento de
Durkheim, seleccionaremos el argumentum ad antiquitatem, puesto que de él se valdrá en
lo sucesivo para erigir lo que, irónicamente, considera él la educación ideal. Pero de esto
hablaremos un poco más adelante; mientras tanto, retomemos la idea; Durkheim niega que
una educación ideal pueda existir, porque en la historia del devenir humano la educación
no ha sido unívoca.

Es un esfuerzo infructuoso, opina, preguntarse cómo se debe educar a las nuevas


generaciones, si se abstrae la función educativa del resto de la realidad social e histórica.
En lugar de eso, prescribe la atenta observación de dicha realidad, con sus instituciones y
sistemas, incluyendo las instituciones y los sistemas educativos. Cualquier acción que se
pudiera tomar sobre éstos, debe ser resultado de un profundo dominio de esos cimientos
del edificio histórico-social y concordar con ellos. (p. 44)

A más de eso, la actitud de Durkheim es no menos que pragmática: para él, la mejor
educación que cada civilización habría podido tener en determinado momento histórico, es
precisamente aquella que tuvo, puesto que fue ella la que propició que tal sociedad se
desarrollase de la manera en que se desarrolló. Añade, además, que cualquier otra forma
de educación habría sido no sólo estéril y disfuncional en esas circunstancias, mas
definitivamente perjudicial. (Vid. pp. 41,42)

De nuevo, el razonamiento durkheimiano es, cuando menos, mero ripio. En primer lugar,
no quisiéramos obviar lo vano del ejercicio hipotético que propone, ¿acaso es posible saber
cómo habría devenido tal o cual civilización al cambiar sus sistemas e instituciones
educativas? Entendemos, sin embargo, que la metodología causal histórica demanda ese
peldaño hipotético; y que no hay manera efectiva de acercarse con un afán analítico a la
realidad histórica y sociológica más que atribuyendo causalidad a los fenómenos e
individuos. Sin embargo, no es menos cierto que la educación es una complicada trama de

1
El año, póstumo al autor, responde a la edición consultada para el ensayo. Al tratarse de nuestra
única referencia, hemos obviado autor y año en las citas, colocando únicamente la paginación.
prácticas y de instituciones que se han ido organizando paulatinamente
con el paso del tiempo, que son solidarias de todas las demás
instituciones sociales y que las expresan, que, por consiguiente, no
pueden ser cambiadas a capricho como tampoco lo puede ser la
estructura misma de la sociedad. (p. 42)

En otras palabras, imaginar una civilización con un sistema educativo ajeno al que en
realidad tuvo, es no imaginar dicha civilización. No se trata de sustituir una pequeña pieza
en el rompecabezas; es, más bien, hablar de otro rompecabezas. Pero ese no es el problema
(Durkheim coincidiría con nosotros en lo dicho hasta ahora en este respecto), lo
problemático inicia con el sutil pero no menos presente juicio de valor que comienza a
vislumbrarse en su planteamiento. No sólo está diciendo que Roma sobrevivió, entre otras
cosas, gracias a su educación que privilegiaba la gloria militar; sino que lo que quiere decir
es que la mejor educación que habría podido tener Roma, es esa misma.

Tal inclinación tiene dos circunstancias como base; la primera de ellas es la mente
moderna a la que hacíamos alusión. No hay una verdad absoluta2; únicamente aquello que
mejor funciona para cada sociedad en su tiempo y espacio, es lo verdadero y lo conveniente,
por no decir lo bueno. Por supuesto, sin estándares objetivos y universales, no hay razón
para sostener tal argumento. En segundo lugar, ya se deja ver aquí la sublimación de la
sociedad, tan característica de Durkheim. La todopoderosa sociedad, o mejor dicho, las
sociedades, dictan lo que es verdadero y conveniente. Lo cual sin falta nos remite a la misma
objeción (¿verdadero y conveniente según qué criterios?). No queda al materialista más
que un razonamiento circular.

¿Cuál es, según Durkheim, el fin de la educación? De nuevo, su arma es un argumentum


ad antiquitatem. El único fin verdadero y válido de la educación es y puede ser aquél que
ha tenido siempre. Pero, dada la caleidoscópica diversidad de objetivos, tan disímiles unos
de otros, que han tenido las educaciones a lo largo de la historia, ¿es posible descubrir una
teleología común a todas ellas? Durkheim lo hace sesudamente observando las grandes
líneas generales de acción, que a modo de rieles le parecen guiar toda intención educativa.

Tal empresa es lograda, en primera instancia, por medio de discernir entre el aspecto
doble, múltiple y único, de la educación. El aspecto múltiple es a todas luces observable de
dos maneras, a saber, notando las discrepancias entre las formas de educación que reciben
las generaciones jóvenes de acuerdo a su estrato social, llámese situación socioeconómica,

2
Si se niega la verdad, inevitablemente se caerán en absurdos que se refutan a sí mismos. ¿Es
absolutamente cierto que no existen certezas absolutas? Lo mismo ocurre con el verificacionismo
positivista del que son hijos tantos intelectuales, incluyendo al sociólogo que nos ocupa. ¿Es
verificable la aserción de que sólo los postulados verificables deben tener validez?
clase social o casta,3 y por otro lado, teniendo en cuenta la creciente especialización, que
es, para Durkheim, una “regla de la conducta humana” (p. 40).

Por su parte, debajo del aspecto múltiple de la educación, se encuentran las anheladas
líneas generales, indefectibles y comunes a toda forma de educación en un determinado
contexto social e histórico. Tal terreno común es la transmisión y perpetuación de
un conjunto de ideas sobre la naturaleza humana, sobre la importancia respectiva
de nuestras diversas facultades, sobre el derecho y sobre el deber, sobre la
sociedad, sobre el individuo, sobre el progreso, sobre la ciencia, sobre el arte, etc.
(pp. 46-47)

Se trata, en pocas palabras, del ideal del hombre que persigue la sociedad y que busca
inculcar en cada futuro ciudadano para el funcionamiento y prosperidad de la civilización.
Nuevamente, lo concedemos y coincidimos con Durkheim hasta ahí, de modo tal que
podemos incluso evocar su definición de la educación, con la cual da fin al segundo apartado
del capítulo que nos ocupa:
La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre aquéllas que
no han alcanzado todavía el grado de madurez necesario para la vida social. Tiene
por objeto el suscitar y desarrollar en el niño un cierto número de estados físicos,
intelectuales y morales que exigen de él tanto la sociedad política en su conjunto
como el medio ambiente específico al que está especialmente destinado. (p. 49)

Con todo, una cosa es llevar a cabo una labor verdaderamente sociológica, es decir, la
de exponer, en este caso, lo que ha sido la educación hasta ahora (o hasta los inicios del
siglo XX francés), y otra muy distinta es prescribir lo que la educación debe ser. Y eso es
precisamente lo que hace Durkheim. No sólo expone que la tarea de la educación ha sido
la socialización de las generaciones jóvenes mediante la propagación del hombre ideal, sino
que enarbola como deber y meta suprema de toda educación posible esa misma tarea. La
educación, dice, debe tender hacia el fin hacia el que ha tendido siempre. Las cosas deben
ser lo que han venido siendo.

Durkheim podría simplemente haber hecho oficio de vidente y decir que la educación
seguirá teniendo ese inexpugnable cimiento; que si bien la formación de las concepciones

3
Sobre esta primera multiplicidad de la naturaleza de la educación, y de nuevo incurriendo en un
pensamiento incongruente a la luz del evidente relativismo moral que le caracteriza (“[La] moral
está estrechamente vinculada a la naturaleza de las sociedades, dado que, tal como lo hemos
demostrado ya anteriormente, la moral varía cuando las sociedades varían.” p. 54), Durkheim
califica la segregación educativa basada en diferencias económicas y sociales o, en todo caso, ajenas
al control del niño, como moralmente injustificables; “desigualdades injustas a todas luces” (p. 46),
injustas a la luz de su tiempo y su espacio, habrá querido decir.
antropológicas, jurídicas, epistemológicas, estéticas, etc. de la sociedad (y de su hombre
ideal), no pertenecen a las instituciones educativas (ni al Estado), sino al organismo social,
toda educación es hija de su tiempo, y es inevitable que haga lo que todas las otras formas
de educación han venido haciendo en todos los países, en todas las épocas: buscar
reproducir en las nuevas generaciones su particular ideal del hombre social. Pero no lo hizo.
Por el contrario, como ya notamos, prescribe cómo debe ser la educación, y en tal grado,
que llega a afirmar, por ejemplo, que la tarea del Estado en materia educativa es asegurarse
de que toda forma de educación esté supeditada a su control y vigilancia; que aunque ello
no signifique un monopolio, aún las instituciones privadas deberían ceñirse a su dominio.4
(pp. 58, 59)

De la mano de esta idea, Durkheim arroja el casi despótico dictum: “Ni por asomo cabe
admitir la existencia de una escuela que reivindique el derecho de impartir con toda libertad de
acción, una educación antisocial.” (Loc. cit.) Si el lector no concuerda con el calificativo que hemos
asignado a la citada sentencia, permítasenos ahondar un poco en el asunto.

¿A qué se refiere Durkheim con una educación antisocial? Dicho sea de paso que no alude ese
término al adoctrinamiento en conductas violentas o subversivas, que atenten contra la integridad
de la nación o de otros individuos. La concepción de ese tipo de educación se introduce cuando el
autor termina de refutar la idealización de la educación. Habla entonces de las propiedades casi
irresistibles que cada sistema educacional en un momento determinado de una cierta sociedad
exhibe. Educar a los hijos fuera de ese espectro de lo socialmente funcional, o en términos más
apropiados, del espectro del hombre ideal, es una actividad perjudicial; es oponerlos al común de
la sociedad, haciéndolos ajenos a su tiempo, inhabilitados para la vida social. (p. 43)

Visto de ese modo, no nos parecería tan descabellada la censura que Durkheim propone de esas
formas de educación antisociales. Pero rasquemos un poco más a la superficie, ¿acaso no han
existido siempre excepciones a la regla de la educación socializadora? ¿Qué hay del niño que es
educado en casa? ¿Qué hay del monje tibetano que es enseñado en la vida ascética desde su
juventud? ¿Qué del campesino que no tiene oportunidad de estudiar y, en su lugar, es instruido en
el trabajo duro desde que tiene edad para llevar un costal a cuestas? ¿Hemos de tildar tales
manifestaciones educativas de antisociales, o más aun, de incorrectas o inadecuadas?

Nos adelantamos a la póstuma respuesta del francés. Por una parte podríamos, en
efecto, considerar que se trata de educación antisocial, que acabará vengándose sobre los

4
Esto con el fin de que en todo lugar donde se enseñe, independientemente del grado o
especialización de la educación, se siga procurando la consagración, perpetuación y difusión del
hombre ideal.
objetos de su tutela5. Pero por otro lado, no sería imposible descubrir bajo las
particularidades de esas formas de instrucción, los rastros de las cualidades omnipresentes
del hombre ideal, moldeado en no menor medida por esos sectores marginales.

La pregunta que ahora apremia es ¿cuál es el hombre ideal del mexicano de la segunda
década del siglo XXI? ¿Cuáles son las concepciones ideológicas comunes a toda forma
contemporánea de educación en nuestro contexto? ¿Las hay siquiera?

Sería empresa de muchas más páginas ir desnudando al hombre ideal de sus cualidades;
mostrar que ya no hay consenso alguno respecto a la naturaleza humana, a la importancia
respectiva de nuestras diversas facultades, al derecho y al deber, a la sociedad, al individuo,
al progreso, a la ciencia, al arte, etc.; que el hombre moderno (y por descontado, el
posmoderno) no sólo ha renunciado al lastre de los absolutos, sino que al hacerlo, se ha
quedado sin tierra firme que pisar, y ni siquiera encuentra ahora verdades temporales que
le sirvan de asidero para sus objetivos; que si no hay verdad, no hay teleología, ni siquiera
una provisional; que el hombre ideal no existe más, y si existe, tiene tan pocos rasgos, y tan
vagos, que está al borde de la extinción y es imposible seguir los pasos a su mutación. ¿O
será que no es así? El diálogo apenas se abre. Nosotros, mientras tanto, no renunciamos a
la posibilidad de una educación idealista.

5
“Resulta baladí el creer que podemos educar a nuestros hijos como lo desearíamos. Existen unas
costumbres a las que nos vemos obligados a someternos. Si tratamos de soslayarlas en demasía,
acaban vengándose sobre nuestros hijos.” (p. 43)
Referencias

Durkheim, E. (1996), I. La educación, su naturaleza y su papel, en Daniel Jorro (trad. y ed.),


Educación y sociología (pp. 39-68). D. F., México: Ediciones Coyoacán S.A. de C.V.

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