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Los besos comprados

Rafael Velázquez
Todos los derechos reservados.

@Rafael Velázquez
http://rafaelvelazquezcabello.wordpress.com/

Corrección y maquetación: María Elena Tijeras.


Diseño de portada: María Elena Tijeras

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fragmento de esta obra.
Dedicado a todas las personas que no se resignan a fracasar y
deciden luchar día a día para no caer en la desidia.
«Un hombre no debería pensar en cambiar el mundo si no es
capaz de cambiarse a sí mismo».
Sócrates
Prólogo

Salgo de la biblioteca pública Entreculturas de Mijas-Costa,


lugar donde en los últimos meses he pasado mucho tiempo
escribiendo este libro. Enciendo un cigarro, quizás un vicio
insano que tengo que abandonar cuanto antes, pero que ahora
sinceramente no me apetece hacerlo. Miro al frente y como
cada mañana, veo la cola de personas que se empieza a formar
delante de la oficina de Cruz Roja.
Observo las caras de los nuevos. Tras este tiempo los
distingo de los más veteranos. En sus rostros se refleja la
vergüenza por ser descubiertos por algún conocido. Los más
antiguos, los saludan y se esmeran por intentar integrarlos y
que no se sientan culpables por algo de lo que no son
responsables.
Un hombre cruza la calle y me pide fuego. Mientras
enciende su cigarro, no puedo dejar de pensar en las
circunstancias que le han llevado a esta situación, y cómo se
debe de sentir una persona que lo ha perdido todo sin que
nadie pueda darle una explicación sencilla y que pueda
entender. Crisis, recesión, y prima de riesgo, son conceptos
que no justifican el sufrimiento de estas personas condenadas
injustamente a soportar las consecuencias de las malas
decisiones de políticos y banqueros.
Me da las gracias y se vuelve a poner en la cola. No hay
pena en su cara, que solo refleja esperanza y agradecimiento,
pues hoy su familia podrá tener un plato de comida sobre su
mesa.
Estos son los tiempos que nos han tocado vivir. Mientras
nuestros líderes se escudan tras estadísticas e índices
financieros que el pueblo llano ni comprende ni le importa
demasiado, observamos como hace tiempo que ellos viven de
espaldas a España sin padecer necesidades, en sus lujosos
coches oficiales y con sus desahogadas nóminas que pagamos
entre todos, sin que ninguna tijera se atreva a recortar su
elevado nivel de vida.
Me pregunto en qué momento olvidaron que están para
servirnos, luchando por el interés público, no para lucrarse de
nosotros. En qué instante la política pasó a convertirse en un
oficio que algunos pretenden que se herede de padres a hijos,
y sobre todo, cuánto tiempo tardaremos en dejar de consentir
todo esto.
No quiero hacer una apología contra ningún gobierno,
ideología o estamento público, pues me considero una persona
apolítica.
Hace años, cuando ingresé en la policía, de lo cual me
siento orgulloso y privilegiado, hice un juramento de guardar
y hacer guardar la Constitución y el resto del ordenamiento
jurídico. Pero el tiempo me enseñó que estos ideales son como
un traje que todos tenemos que usar, y que mientras a unos
pocos les queda perfecto, a otros les queda corto y en
ocasiones incluso les asfixia al abrocharse el botón del cuello
de la camisa.
Mi trabajo ha permitido que me haya cruzado con mucha
gente, muchas vidas, muchas historias... Son las personas
menos privilegiadas las que motivan este libro, las que no
tuvieron la suerte de tener una existencia cómoda, aquellas que
luchan por salir adelante como pueden a diario, sufriendo las
consecuencias de una crisis de la que no son culpables y que
parece que se les achaca por necesitar una prestación social,
por demandar hospitales, educación o exigir algo que por
derecho nos debería pertenecer: un trabajo digno que nos
permita realizarnos como personas y con el cual sentirnos
útiles.
De estas reflexiones nace Los besos comprados, de la
desesperación de un hombre que se ve forzado a tomar una
decisión para poder subsistir y que no es muy diferente, en
concepto, a las que a diario muchas personas adoptan para lo
único que se nos permite: sobrevivir a duras penas.
El vehículo que uso para canalizar esta obra, es la
prostitución masculina. Un tema poco tratado, pues olvidamos
a los miles y miles de hombres que la ejercen, y que no son tan
afortunados como Jorge, nuestro protagonista. No se puede
cuantificar la cantidad de varones que se dedican a ella, pero
según un estudio de Iván Zaro, experto en prostitución
masculina y coordinador del centro de atención a la
prostitución masculina y transexual del Ayuntamiento de
Madrid, se pueden encontrar novecientas ofertas de trabajo de
este tipo solo en Internet, y cada quince minutos un nuevo
chico se da a conocer en la páginas de anuncios clasificados de
sexo masculino de una conocida web. También afirma que
desde que empezó la crisis la oferta se ha multiplicado por tres.
Quizás la diferencia principal entre la prostitución
femenina y la masculina, es la casi inexistente violencia para
obligarlos a ejercer esta actividad, y la de no conocerse redes
de trata de personas que se dediquen a negociar con ellos,
aunque empiezan a encontrarse casos concretos, como ocurre
con las trabajadoras sexuales femeninas.
Sin embargo, las cifras de VIH en hombres que ejercen este
oficio son demoledoras, un 18% frente al 0'8 % de las mujeres.
El caso de Jorge es diferente. A él no le motiva el dinero.
Empieza a prostituirse por desamor, buscando un nuevo
horizonte que le haga olvidar. Pero pronto aprenderá a sacar
partido de ello, luchando a su manera contra los que nos
olvidan, acercándose a esos niveles sociales que se encuentran
vetados para muchos, y desde ahí empieza su batalla.
Ese es el mensaje de Los besos comprados, que todos desde
nuestra posición podemos hacer que las cosas cambien. Tal
vez no sea hoy ni mañana, pero la lucha pacífica dentro de
nuestras posibilidades considero que es la única manera de que
la mentalidad social cambie. Un «¡basta ya, señores! ¡Si ustedes
que nos dirigen no nos ayudan, lo haremos nosotros mismos,
pero no les permitiremos que se proclamen salvadores de un
país que han hundido y que solo nuestro sacrificio, algún día,
levantará!»
Quiero hacer hincapié que este libro no solo trata de sexo,
que por supuesto encontrarás, sutil en muchos casos, pero
obsceno y pervertido, e incluso pretendiendo que se vea como
algo enfermizo, sucio y depravado en otras ocasiones, pues
también forma parte de la mentalidad humana y así debo
reflejarlo.
Jorge os abrirá su corazón, os mostrará sus inquietudes,
incertidumbres, miedos y deseos. Veréis que no son diferentes
a los de cualquiera de nosotros. ¿Quién no ha pensado en tirar
la toalla alguna vez? y... ¿quién no se ha levantado y ha seguido
luchando?
Espero que disfrutéis leyendo esta novela como yo lo he
hecho al escribirla. Han sido meses pensando, reflexionando...
buscando esa palabra justa con la que la historia adquiera
sentido y sobre todo para que su final, como veréis, vuelva al
inicio pero en esta ocasión, empezando lleno de esperanza e
ilusión. Porque estoy convencido de que en ocasiones, no
tenemos opción de elegir nuestros zapatos, pero siempre
podremos guiar nuestros pasos.

Rafael Velázquez
Capítulo 1

L a ciudad empezaba a despertar mientras él apenas


acababa de acostarse. Poco a poco se hacía más
intenso el paso de los coches por las calles,
maldiciendo no vivir en el campo apartado de ese
mundanal ruido que retumbaba en sus oídos.
Atrás quedaba la noche, y el sol le hizo recordar que era
igual a la hora en la que se acostara, pues siempre iría a
visitarlo como ese molesto conocido que se presenta de
visita cuando más tranquilo está uno solo en casa.
Aceptando su derrota, cansado de dar vueltas sobre su
cama deshecha de varias noches, o mejor dicho de varias
mañanas sin hacerla, se levantó maldiciendo al astro rey por
salir cada día y no tener otra cosa mejor que hacer que
colarse por su ventana para molestarlo en su intento de
conciliar el sueño.

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Llevaba puestos solo unos boxes. Era joven, pero su


rostro mostraba un cansancio impropio de sus cercanos
treinta años. Su cuerpo, sin embargo, era atlético y se
resistía a estropearse como su cara.
Intentó abrir los ojos mientras observaba su
desordenada habitación. Aún en penumbra escuchaba la
charla matinal de sus vecinos que desayunaban en la
terraza, como hacían todas las mañanas desde que se
mudaron allí. Eso le encolerizaba, pues pensaba que era
imposible que una pareja pudiera ser tan feliz haciendo una
y otra vez las mismas cosas, la misma rutina. Como si
fueran un reloj cuyas manecillas siempre giran con la misma
pauta, día tras día, año tras año, convirtiendo su hábito en
una extraña alianza junto al sol y el tráfico que se
confabulaban para no dejarlo descansar.
Su cuerpo empezó a responder a las órdenes que emitía
su cerebro. Frotándose los ojos se dirigió al cuarto de baño
próximo a su habitación, contemplándose ante el espejo,
intentó reconocer al hombre que se reflejaba en el cristal.
El aseo era pequeño, y desde que ella se marchó de casa,
aún no había quitado las pocas cosas que dejó. Quizás
albergaba la idea de que algún día, en algún momento,
regresaría o tal vez que aferrándose a ellas, de alguna
manera, su amada aún seguiría allí junto a él.
Se metió en la ducha y abrió el grifo del agua caliente al
máximo. Lentamente, el vapor empezó a inundar el baño
empañando los azulejos y el espejo, y se elevaba hacia el
techo, convirtiéndolo todo en una sauna improvisada.
El agua quemaba pero a él parecía no molestarle. Estaba
tan absorto en sí mismo, que no sentía el mínimo dolor.
Enrojecido, salió de la ducha empapando la toalla que había

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colocado en el suelo a modo de alfombra, encharcándolo


todo, sin que su ingenioso invento hubiera cumplido la
tarea encomendada.
—¡Tengo que comprar una alfombra para el baño! —
se dijo, marcándose así la prioridad para el día.
Se secó con rapidez el pelo, una melena morena que le
caía sobre los hombros, y continuó con el resto de su
cuerpo. Se anudó la toalla a la cintura y salió del baño.
Lucía barba de algunos días. Su aspecto era el de un
hombre dejado y desaliñado, pero tenía unos preciosos y
grandes ojos verdes que deslumbraban, y sus facciones se
presentaban bien marcadas y definidas. Aún en su patético
estado era un hombre de gran atractivo.
Como cada mañana puso la cafetera al fuego, y salió a
su balcón. En la terraza contigua, sus vecinos se afanaban
en dar cuenta de un desayuno de verdad; con tostadas,
zumo de naranja y café recién hecho.
Cuando le vieron lo saludaron con un amable buenos
días que él les devolvió cortés, pero con una sonrisa forzada
maldecía que esa mañana tampoco lloviera a mares para
haberlos recluido dentro de la cocina unas horas, y así
conseguir dormir por lo menos hasta las ocho.
El olor a café inundó su apartamento. Era el momento
de conectar con la realidad. Una taza del negro elixir
comprendía su espléndido desayuno que una vez acabó,
metió en el fregadero. Comenzó a vestirse, no tuvo que
elegir mucho: unos pantalones vaqueros anchos, botas y
una camiseta. Y es que desde que Alba le abandonó, su
estilismo dejaba mucho que desear.
Salió de su domicilio rumbo a la calle. No albergaba
esperanza alguna de que este día fuera diferente de los

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anteriores, y tampoco le importaba demasiado, puesto que


su vida se había convertido en una especie de peonza que
giraba sin sentido hasta que, agotadas sus fuerzas,
terminaba inerte en el suelo, y así una y otra vez, sabiendo
que el final iba a ser exactamente igual que el anterior.
Sentía que, por mucho empeño que pusiera en llegar a
alguna parte, solo daba vueltas sobre sí mismo, hasta caer
de nuevo abatido. Lo que Jorge no imaginaba, es que ese
día cambiaría para siempre el resto de su existencia.
Llevaba un año en el paro, desde que lo despidieron de
la empresa de viajes donde trabajaba que, tras declararse en
suspensión de pagos, dejó a doce trabajadores sin derecho
a percibir ninguna prestación por desempleo.
Se había licenciado en Derecho. En la facultad era muy
popular entre las chicas, puesto que le era difícil pasar
desapercibido con su metro noventa de altura, sus
penetrantes ojos y un cuerpo moldeado para el pecado.
Pero Jorge, nunca fue capaz de percibir las indiscretas
intenciones de sus compañeras. Quizás, porque estaba muy
concentrado en terminar sus estudios o tal vez, porque era
demasiado inocente para poder percatarse de ellas. Eso
hizo que muchas compañeras llegaran a pensar que era
homosexual, pues no concebían que no hubiese estado con
ninguna de ellas. Incluso apostaron quién se convertiría en
la primera en acostarse con él, rescatándolo de su mala
elección por los hombres. Pero a pesar de estar en una edad
en la que la testosterona y las feromonas son capaces de
mandar sobre el cerebro, ninguna consiguió ganar la
apuesta.
Al terminar sus estudios, intentó sin éxito encontrar
trabajo como abogado, planteándose incluso salir a ejercer

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su profesión fuera de España. No obstante, el deseo de no


apartarse de su pareja, le hizo aceptar un empleo mediocre
en la agencia de viajes donde, a pesar de no encontrar
ninguna motivación enviando a pensionistas de vacaciones
a Benidorm, al menos le permitía permanecer junto a ella y
pagar la hipoteca.
Todo comenzó a ir mal cuando le despidieron. La
angustia de buscar trabajo y no encontrarlo le frustraba
cada día más, y empezaba a hacer mella en su confianza y
humor, convirtiéndolo en una persona apática y sin fuerzas
para seguir luchando.
Pensaba en el esfuerzo que le había costado terminar la
carrera y el sacrificio realizado para verse ahora
mendigando un trabajo de cualquier cosa, donde no se
tendría en cuenta su auténtica valía.

El dinero se iba agotando y con él las ganas de Alba por


permanecer a su lado, pues sabía que el único motivo por
el que no buscaba empleo en el extranjero era por mantener
la relación que los unía. Se sentía un lastre en la vida de
Jorge, ya que nunca le acompañaría, pues no estaba
dispuesta a renunciar a su familia, sus amigos, y a todos los
pilares que la sustentaban bajo ningún pretexto.
Así que, un buen día, mantuvieron esa temida
conversación que hace que uno de los dos acabe saliendo
con las maletas por la puerta, con la certeza de que no habrá
una segunda oportunidad.
Desde ese instante su vida se desmoronó. Su única
razón de vivir se marchó, el trabajo no llegaba y una
demanda de desahucio le recordaba que todo pendía de un

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hilo, terminando con las pocas ganas de luchar que le


quedaban.
Al principio se aferraba a su idea de seguir buscando
trabajo, pero comenzó a desistir tras recorrer una y otra vez
las mismas calles, visitando los mismos negocios y
obteniendo siempre la misma respuesta: «Muchas gracias,
le llamaremos si necesitamos a alguien». Eso si al volver a
ellos, seguían abiertos y no se los encontraba cerrados por
la maldita crisis.
Incapaz de descansar por las noches, solo daba vueltas
en la cama viendo la televisión o repasando algún libro de
legislación hasta que agotado por el cansancio, caía rendido
por el sueño que se resistía a aparecer hasta altas horas de
la madrugada.
A eso se había limitado su vida, a ser una sombra
abandonada del joven que una vez fue por no haber sido
más egoísta y pensar más en sí mismo que en los demás.
Eran las nueve de la mañana y se preparaba para
empezar el día. Revisó el correo que se acumulaba en el
buzón. Encontró un aviso de corte de suministro de la
compañía eléctrica que no recogió haciendo como si no lo
hubiese visto, y un certificado urgente sellado de varias
semanas atrás bajo decenas de folletos. Temía recogerlo
pues sabía que tras ocho meses sin poder pagar la hipoteca,
solo era cuestión de tiempo que un juzgado lo desahuciase.
Empezó a recorrer de nuevo la ciudad en busca de
empleo con su mochila a la espalda, en la que guardaba una
botella de agua y un bocadillo como único sustento para
toda la jornada. Llevaba puestas unas gafas de sol oscuras
que camuflaban su mirada de frustración.

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Al llegar a casa al medio día, sobre la puerta encontró


pegada una notificación de desahucio. Intentó abrir sin
éxito, pues habían cambiado la cerradura. Sintió,
impotencia, pero comprendió perfectamente lo que estaba
sucediendo.
En ese momento se acordó de todos los que habían
dejado a este país en la miseria, haciendo que miles de
personas perdieran su trabajo, su hogar, y algunos incluso
la vida por la voracidad de los bancos a los que ahora, había
que salvar a toda costa sin importarle a los políticos el alto
precio y sacrificio que implicaba ese rescate.
Pero aun así, no montó ningún número, ya que habría
sido impropio de una persona como él que jamás perdía la
compostura. Con su mochila, sus gafas, y con sus únicos
veinticinco euros en el bolsillo, se dio la vuelta sin mirar
atrás, tragándose las lágrimas, pero con la cabeza muy alta,
obligado a dejar tras de sí lo poco que aún le quedaba.
La noche se hizo eterna. Solo consiguió encontrar
refugio en una casa medio derruida cerca de la playa, donde
antaño los pescadores de la zona guardaban los aparejos de
pesca, y una vez más tardó en conciliar el sueño.
De nuevo el sol le hizo recordar que seguía allí, como
cada mañana, pero en esta ocasión no se presentó poco a
poco. Lo hizo de golpe, asestando una bofetada de lleno en
la cara de Jorge ya que daba igual donde se escondiera, pues
siempre lo encontraría para dejarle muy claro que, una vez
más, saldría victorioso y que jamás conseguiría librarse de
él.
Salió de su nuevo hogar y por primera vez extrañó no
escuchar a sus vecinos desayunando en la terraza. Miró a

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su alrededor y vio su dura realidad; desahuciado, sin dinero,


y sin nadie en la vida, pero un pensamiento irónico inundó
su cabeza:
—¡Al menos conseguiste lo que Alba tanto deseaba, un
chalet con vistas a la playa! —exclamó, riéndose por un
momento de su mala suerte.
Los días siguientes pasaron con la misma rutina. Se
levantaba temprano y paseaba por la playa, entonces se
desnudaba para meterse en el agua. No había bañistas a esa
hora y parecía que ese baño era lo único que le hacía
sentirse vivo, pues en él encontraba la paz y la felicidad que
tanto deseaba. Al salir, se tumbaba bajo el sol hasta que los
primeros turistas aparecían, momento en el que se vestía
sin llamar la atención y se marchaba, permaneciendo el
resto del día en su humilde casa.
Algunas latas de conservas, agua y pan, debilitaron su
bolsillo. Le quedaban poco más de ocho euros, los cuales
tendría que administrar, al menos, otra semana antes de
ponerse a pensar qué iba a hacer, si bien en aquel momento
no se sentía capaz de tomar ninguna decisión.
Creía que su baño matutino pasaba desapercibido para
el resto de los mortales pero pocos días después, la playa
recibió una extraña visita. En la arena, sentada sobre un
pañuelo de seda, había una hermosa y elegante mujer.
Rondaba los cuarenta y cinco años de edad, rubia, de pelo
recogido, y curvas sinuosas. Vestía un pantalón beige, una
blusa y zapatos blancos a juego con la pañoleta que le servía
de asiento. Su presencia allí no era fruto de la casualidad,
pues se sentó al lado de las ropas de Jorge, quien estaba tan
despreocupado, que no percibió la presencia de su
admiradora saliendo del agua con naturalidad. De este

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modo, ella pudo ver de cerca lo que había venido a buscar.


Un hombre irresistible; atractivo y varonil de piel morena
con un cuerpo perfecto, empapado de agua y sal, con unos
intensos ojos verdes que se perdían bajo su cabello, y que
se confundían con el color turquesa del océano mientras
las olas se estrellaban con fuerza sobre su cuerpo desnudo.
Parecía que querían expulsarle de allí, como si tuviesen
envidia de que un ser tan hermoso estuviera eclipsando la
belleza del mar al que protegían.
Casi en la orilla, Jorge se percató de la extraña y volvió
al mar avergonzado de su desnudez, albergando la
esperanza de que se fuera. Pero ella, lejos de hacerlo, sacó
de un bolso de Yves Sant Lauren una toalla, la agitó para
llamar su atención, y demostrarle que estaba allí por él y
que no tenía intención de marcharse. Al ver que Jorge se
resistía a salir del agua, ella le gritó:
—¡Vamos chico! ¿O te vas a quedar todo el día dentro?
¡Te advierto que no pienso irme hasta que hable contigo!
Parecía que estaba dispuesta a cumplir sus palabras y no
se iba a marchar, por lo que salió a toda prisa del agua
tapándose los genitales con sus manos, lo que provocó la
sonrisa de la desconocida que le dijo:
—Tranquilo hombre, no tienes nada que no haya visto
ya. Quizás algo más grande de lo que estoy acostumbrada
—dijo aseverando en tono burlón mientras le daba la toalla,
con la que se tapó rápidamente.
Ese comentario hizo que se sonrojara aún más, de lo
que ella se percató.
—Hola, soy Marga.
—Encantado, me llamo Jorge. Esta situación es un
poco extraña. ¿Qué deseas de mí? —le preguntó,

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intentando mantener la compostura ante tan insólita


situación.
—Digamos que soy… una especie de gemóloga. Me
dedico a buscar diamantes en bruto, los pulo haciéndolos
más bellos, y complazco los deseos de las mujeres que
pueden pagar por ellos.
—¡Ya! —Contestó riéndose—. Creo que pocos
diamantes vas a encontrar en esta playa. Quizás si buscas
mucho, podrás hallar alguna caracola, pero dudo que
encuentres algo más.
—¿Sí? ¿Tú crees? He venido a por ti. Tú eres mi
diamante.
Su respuesta desconcertó a Jorge que lo interpretó
como una burla de mal gusto.
—¡Venga, está bien! ¿Dónde está la cámara? Te advierto
que no estoy pasando un buen momento y no tengo ganas
de bromas.
—Lo sé. Como también que vives en esa caseta, la cual
solo abandonas para pasear por la playa y bañarte. También
deduzco que comes poco y mal. Francamente, no entiendo
cómo puedes tener semejante cuerpo comiendo comida
enlatada. Y para terminar, he descubierto que eres abogado.
—¿Me has estado espiando? ¿Qué te interesa de un
vagabundo?
—Bueno espiar es un término muy feo y yo no soy
policía, prefiero llamarlo recabar información sobre mis
futuras inversiones, para saber si me serán rentables o no,
y por casualidad entré en eso que llamas casa y leí uno de
tus currículum.
—No está bien que vulneres la intimidad de las
personas sin su permiso.

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—Chico, hay muchas cosas que no son correctas y se


hacen. Tú eres la prueba de ello.
—¡Explícate! —Casi le ordenó.
—Te pondré un ejemplo. Si fueras a un museo y las
obras más hermosas estuvieran tapadas con sábanas,
¿cómo te sentirías?
—Supongo que no me gustaría pagar por perderme las
mejores pinturas, teniéndolas tan cerca y tener que
conformarme con ver las mediocres.
—¡Exacto! Tú eres una obra de arte. Eres hermoso, una
mezcla entre inocencia y sensualidad, y es una pena que no
seas admirado como te mereces. ¿Sabes cuántas mujeres
pagarían por estar contigo?
—Para, para... ¿Me estás proponiendo que me acueste
con mujeres por dinero?
—No cielo. Para eso recomiendo un consolador, es más
barato, más limpio, no hay que aguantarlo después,
mientras tenga pilas no te fallará, y cuando terminas vuelves
a guárdalo sin darle explicaciones. Te estoy proponiendo
que cumplas las fantasías de las mujeres más pudientes del
país, con una gran recompensa económica para ti a cambio.
—¿Quieres en serio que piense que una mujer de esas
que veo por la tele al lado de banqueros, políticos y
empresarios pagarían por mis servicios sexuales?
—No, Jorge. Serán las banqueras, políticas y
empresarias las que paguen por tener la suerte de tu
compañía.
—Mira, creo que esta conversación está llegando a su
fin. Te agradezco este rato de compañía. Siendo sincero,
había olvidado cuándo hablé más de cinco minutos

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Rafael Velázquez

seguidos con alguien, y es agradable escuchar una voz


diferente a la mía, pero creo que no podría hacer algo así.
—¿Por qué dices eso?
—Mírame bien. No sé lo que ves en mí, pues no soy
más que un amargado sin nada que ofrecer, y dudo que
alguien pueda estar a gusto a mi lado, cuando soy incapaz
de estar bien conmigo mismo, y llegas tú proponiendo
meterme a... ¿puto?
—¡No! ¡Puto no! Ese es un término que se queda muy
lejos de lo que te propongo. Serás un hombre privilegiado,
conocerás mujeres poderosas, inteligentes y atractivas con
las que otros únicamente pueden soñar y, sin embargo, tú
cobrarás por estar con ellas. Se te abrirán puertas que, si
eres inteligente y sabes cómo traspasarlas, te harán codearte
con las clases más altas y elitistas del país, e incluso de
Europa. Solo depende de ti, pero no lo consideres como
un simple servicio sexual, pues no es solo eso lo que
comprende este trabajo.
—Me parece descabellado que una mujer que puede
tener a cualquiera pague por ello, no lo veo lógico.
—Ya, pero no te extraña, sin embargo, que un hombre
contrate los servicios sexuales de una prostituta de alto
standing si puede pagarlos —ahí lo dejó sin palabras, sin
saber qué responderle―. En la esfera en la que yo me
muevo el dinero no tiene valor. Todo se compra y todo se
vende, es una pura transacción económica. Cualquier
capricho es posible si se puede pagar y los deseos se hacen
realidad por complejos o difíciles que sean pues no hay una
percepción de la moralidad, como la que puede tener una
persona normal. El sexo y el amor no van cogidos de las
manos, y la fidelidad solo es un concepto para mostrarse

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Rafael Velázquez

felices y unidos de cara a los eventos sociales. En mi mundo


no hay sexo débil. Hombres y mujeres cumplen sus
fantasías. Para ellos es como ir de compras o almorzar con
los amigos, porque pueden costeárselo, y al igual que no te
los encontrarás comprando en una tienda de barrio,
tampoco los verás buscando relaciones sexuales en los
anuncios clasificados de Internet. En mi mundo todos
quieren lo mejor con discreción, por eso me llaman, porque
solo les ofrezco lo mejor.
—Bueno ya he escuchado más de lo que puedo asimilar,
gracias por el ofrecimiento pero esto me desborda. Ha sido
un placer conocerte, pero ahora debo irme.
Jorge se levantó recogiendo sus ropas con la toalla
anudada en la cintura. Ella, sin embargo, permanecía
sentada viendo cómo se alejaba, admirando su espalda
perfecta y sus grandes hombros, sobre los que caía su negra
melena que se fundía con unos fornidos brazos.
Por un momento pensó cómo sería dar rienda suelta a
su pasión allí mismo, sobre la arena, abrazada por esos
brazos, sentir como sus manos recorrían su cuerpo, sin
poder evitar que el deseo la invadiese y de manera
inconsciente se mordió los labios. Imaginaba a ese hombre
de físico perfecto, mitad niñez, mitad madurez, haciéndole
el amor. Aunque lo que de verdad deseaba era ser poseída
salvajemente por él, al que ahora contemplaba mientras se
marchaba, dueño de ese miembro que, aunque le dijo que
no le impresionaba en exceso, no podía quitárselo de la
cabeza.
—¡Para, Marga, para! Nunca mezcles el placer con los
negocios —musitó volviendo a la realidad con brusquedad,
y apartó cualquier pensamiento impúdico de su mente―.

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Rafael Velázquez

¡Espera! Vivo en esos apartamentos blancos que ves a tu


derecha, en el ático. Si cambias de opinión, búscame. ¡Ah!
Y quédate con la toalla, te la regalo.
Jorge se giró, la miró y dándole las gracias se despidió,
mientras se alejaba hacia su casa.
—Ya eres mío. Aún no lo sabes, pero has pasado a ser
de mi propiedad —se dijo.

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Rafael Velázquez

Capítulo 2

E sa noche Jorge no pudo dormir. Su cabeza no paraba de pensar en las palabras de Marga.
Por un lado veía lo que tenía; cuatro paredes sin techo que afortunadamente lo cobijaban
de la intemperie, pues a mediados de mayo, en Málaga, empieza a hacer una temperatura
muy agradable, pero dormía en el suelo, si bien ahora lo hacía sobre la toalla que su generosa amiga
le había regalado.

Como a todo hombre le gustaba el sexo, pero no concebía hacerlo por dinero con una
desconocida a la que poco le importaría cómo era él en realidad, ni se molestaría en llegar a conocerlo.
—¡No puedo hacerlo! —Se repetía—. Es sucio e inmoral. No soy un objeto que se pueda
comprar. ¡No Jorge!, no vuelvas a pensar en ello. No te educaron así. ¡Más vale pobre con principios,
que rico sin escrúpulos!
El sueño hizo acto de presencia, cerró los ojos acurrucándose en la toalla que ahora le protegía
del suelo y se durmió.
Un amanecer más... Otra visita de su amigo el astro rey.
—¡Dios, cómo te odio, sol! ¿Por qué no puede ser siempre de noche? ¿No tienes nada mejor que
hacer que venir a recordarme que hoy mi día será exactamente igual que el de ayer?
Esa mañana no acudió a su cita obligada con el mar. Poco a poco, la playa fue colmándose de
gente y Jorge despertó de sus pensamientos, de sus recuerdos, de su mundo. El único lugar donde
hallaba la tranquilidad y el consuelo que tanto anhelaba. Ese sitio en el que cada vez pasaba más
tiempo apartado de la realidad, como si el resto del universo no existiera, no encontrando nada en el
exterior por lo que mereciera la pena salir de sí mismo.
Se había levantado con la firme intención de tomar las riendas de su vida.
«¡Ya está bien de vivir así! Voy a recuperar a Alba y luchar por un futuro», se decía en su cabeza.
Empezó a caminar por la playa rumbo hacia la ciudad. Se había convencido que era hora de
marcar sus preferencias, y estaba firmemente decidido a hablar con Alba y abrirle su corazón, sacando
el coraje que no mostró cuando se fue, para decirle que sin ella nada tenía razón de ser.
Mientras se dirigía a la ciudad, recordaba cómo la conoció.
Estaba sentado en un banco poniendo en orden sus apuntes, cuando un perro empezó a ladrar
delante de él, apoyando sus patas en el asiento y estropeando sus apreciadas notas, que empezó a
olisquear llenándolas de babas sin mostrar el mínimo respeto por ellas. Mientras, él no podía dar
crédito a lo que estaba sucediendo, ni tampoco podía hacer nada por evitarlo, atemorizado y al mismo
tiempo agradeciendo que el imponente rottweiler no cambiara sus papeles por sus piernas.
Muy quieto, sin moverse ni emitir sonido alguno que pudiera molestar a su nuevo amigo, escuchó
una voz que llamaba al animal:

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Rafael Velázquez

—¡Bruno, no!
Esperó a que la dueña de esa voz hiciera acto de presencia para explicarle cuatro cosas sobre su
perro, y entonces apareció ella, y todo lo que tenía pensado decirle, se le olvidó.
Ante Jorge apareció una preciosa joven de unos veinticinco años que se apresuraba a sujetar su
mascota con una cara angelical, que ahora denotaba preocupación y vergüenza.
Su pelo negro lo recogía en una cola que le llegaba por la mitad de la espalda, de la que se soltaban
algunos mechones sobre su cara. Vestía unos ajustados leggins que envolvían unas piernas largas,
firmes y bien moldeadas, junto a una sudadera y zapatillas de deporte. Jamás alguien vestida así de
sencilla le pareció tan sutil y elegante. Sus ojos azules se cruzaron con los suyos y le dijo:
—¡Perdóname, cuánto lo siento! ¡Mira lo que has hecho, Bruno! ¡Mal, Bruno, mal! Espero que no
sean muy importantes esos papeles.
—No tranquila, tengo copia de todo en casa, solo estaba ordenándolos y tampoco eran muy
necesarios —dijo, lamentándose no tener dinero para comprarse una tablet donde poder guardar sus
apuntes ya que el futuro de su beca dependía de la nota de ese examen, el más importante del
trimestre.
—¿De veras es así? Me quedo mucho más tranquila.

—Sí, de verdad, no te preocupes. Me llamo Jorge.


—Hola Jorge, soy Alba —respondió —. Permíteme que por lo menos, te invite a un café para
compensarte un poco este desastre.
—Creo que voy a aceptar encantado, pero será una tila y con la condición de que mantengas a
Bruno lejos de mí. Me parece que no le caigo muy bien.
Una carcajada asomó en los labios de Alba, que le empezó a contar, ya sentados en la terraza del
pequeño bar con vistas al rompeolas del puerto deportivo de Fuengirola, que trabajaba muy cerca de
allí, en una tienda de ventas de regalos y recuerdos para turistas. Mientras, él la escuchaba abstraído
por la belleza y naturalidad de esa chica, sin darse cuenta de que ella sentía la misma atracción que él.
Por un momento el resto del mundo dejo de existir para los dos. Parecía que nada ni nadie pudiese
apagar la chispa que empezaba a prender entre ellos.

Los minutos se convirtieron en horas y los dos jóvenes seguían hablado de cosas propias de su
edad, de sus planes para el fin de semana, sus proyectos de futuro, sus aspiraciones... Ella miró su
reloj, y se dio cuenta de que el tiempo corrió muy deprisa, no quería marcharse, pero tenía que entrar
a trabajar.
—¡Uf! ¡Qué tarde se me ha hecho! Tengo que irme ya o llegaré tarde —le dijo Alba
—Vaya, es una lástima —le respondió.
—Sí, sinceramente me encantaría seguir hablando contigo.
—¿Te apetecería quedar algún día a tomar algo, pero sin tu peludo amigo?
—Claro, ¿por qué no? Me has caído muy bien, y tranquilo Bruno no es mío, solo se lo cuido unos
días a una amiga que está de viaje, pero respóndeme..., ¿qué había en esos papeles?
—Mi futuro.
Las pequeñas casas quedaron atrás mientras dejaban paso al castillo Sohail, una impresionante
construcción asentada sobre una colina con el río Fuengirola a su margen izquierdo.
Imaginaba ese idílico lugar de verdes laderas junto al mar cuando púnicos y romanos llegaron a
él, y cómo hubiese sido su vida junto a Alba mil años antes, sin ninguna preocupación, sin dinero,
dedicándose solo a ser felices el resto de sus vidas.
Pero también recordó que esa fortaleza, casi inexpugnable, había sido destruida en múltiples
ocasiones, lo cual hizo que la alcazaba se convirtiera en todo un símbolo de coraje y unión para su
gente, que demostraron que el empeño y las ganas de preservar las señas de identidad del pueblo eran

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Rafael Velázquez

más fuertes que todas las bombas que pudieran lanzarles, y que, aún sin medios, lo reconstruirían
una y otra vez.
—¡Si ellos pudieron yo también podré reconstruirme y empezar de nuevo junto a Alba! —afirmó.
«¡Ay, viejo castillo! Napoleón debió hundirse con sus barcos antes de bombardearte», pensó a la
vez que sus renovadas fuerzas impulsaban a sus pies, mientras atravesaba el puente de diseño
moderno que unía el alcázar con el paseo marítimo que cada vez se tornaba más cosmopolita.
Los enormes edificios que lo comprendían se fundían unos con otros, todos unidos, como si solo
existiera uno y se reflejara en un espejo una y otra vez sobre los siete kilómetros que lo englobaba
hasta su final en la Playa de Carvajal.
Aquella villa se había convertido en una ciudad multiétnica. Tan solo había que observar los
negocios de múltiples nacionalidades que apilados casi puerta con puerta, se anunciaban en todos los
idiomas. Desde degustar comida turca, mejicana, asiática, hasta tomar una pinta en un típico pub
inglés, era posible allí. Eso sin olvidar los chiringuitos de playa al otro lado de la acera, donde sus
cocineros se esmeraban en preparar sobre una barca llena de arena, los deliciosos espetos de sardinas
y todo tipo de pescados y mariscos sobre una brasa de carbón, inundando la calle de un inconfundible
e intenso aroma.
Miraba a su alrededor y observaba a las personas en sus labores diarias: turistas que bajaban de
los autobuses para iniciar sus vacaciones, otros que subían acabándolas o los que paseaban
disfrutando de las primeras horas del sol en la playa. Imaginaba cómo serían sus vidas, en qué
pensarían, qué preocupaciones tendrían, y por primera vez, fue capaz de conectar con algo más que
no fuera su mundo.

Llegó al edificio que buscaba. La puerta estaba abierta y subió a toda prisa las escaleras hasta la
cuarta planta. Se sentía pletórico, feliz, sin albergar ninguna duda de conseguir su objetivo. Tocó el
timbre del 4ºA en repetidas ocasiones.
—Tiene que estar aquí —se dijo, y entonces escuchó la voz de Alba.
—¿Puedes abrir por favor? —Tras esas palabras la puerta se entornó y apareció la figura de un
antiguo compañero de la facultad, José Rey, que solo vestía con un albornoz mojado que se
apresuraba a anudar.
—¡Jorge, qué sorpresa! ¡Tienes mal aspecto chico, deberías cuidarte más!
—¿Quién es, cariño? —Dijo Alba mientras se dirigía a recibir esa inesperada visita con solo una
toalla que cubría su cuerpo y con otra secándose el pelo.
Cuando levantó la cabeza su cara se descompuso, pues no esperaba encontrarse con su exnovio
allí, y mucho menos en esa situación tan incómoda.
Jorge no podía gesticular palabra. Sus músculos se tensaron, la decepción y la rabia le invadieron.
Por un instante pensó en golpear a José, un pijo de buena familia, hijo de padres abogados que se
aseguraron que tras terminar sus estudios, entrara en el negocio familiar sin tener que demostrar su
valía ante nadie. Una persona que desconocía el significado de las palabras «esfuerzo y sacrificio».
Sin embargo, no permitió que ninguna expresión saliera de su rostro, y tragándose las lágrimas se
dirigió a Alba y le dijo:
—Perdona que te moleste. Venía para avisarte que si quieres recoger tus cosas tienes que pasarte
por el juzgado número tres, y ellos te permitirán entrar para cogerlas.
—Gracias Jorge —respondió Alba sin poder mirarlo a los ojos y sin que en ningún momento él
dejara de mirarla a ella. Una mirada fría, impasible, inerte, que casi no era capaz de ocultar el dolor
que en ese momento inundaba su corazón.
Tras el tenso silencio habló José:
—Bueno, es un placer tu visita, pero nosotros estábamos haciendo algo que tenemos que
terminar. No te lo tomes a mal, ya sabes cómo es la vida... unos pierden para que otros ganen.

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Rafael Velázquez

Mientras, Alba se giró para dirigirse hacia el interior de su apartamento aprovechó José para
cogerle con malicia el culo, haciéndole entender que esa mujer ahora le pertenecía a él, y disfrutando
morbosamente con ello.
—Lo siento, se tiene o no se tiene… —le susurró con ironía, sacando de su cartera un billete de
diez euros que metió en el bolsillo del pantalón de Jorge—. Come algo y dúchate chaval —le dijo
mientras le cerraba de un portazo la puerta en sus mismas narices.
Tardó en reaccionar. No podía moverse, ni podía emitir palabra alguna. Sus músculos
continuaban paralizados y sus ojos enrojecieron por las lágrimas que evitaba a toda costa que brotasen
de ellos. Notaba como se agitaba. Su corazón comenzó a latir como si abandonar el pecho que lo
cobijaba fuera su intención y, súbitamente, volvió en sí.
Bajó a toda prisa las escaleras resbalando en varias ocasiones, y llegó a la calle que poco antes
había recorrido con tanta ilusión.
Su corazón seguía desbocado, solo quería huir de ese lugar. Empezó a correr sin parar, fuera de
control, dejando atrás la ciudad hasta que de nuevo llegó al castillo al que, en esta ocasión, no se paró
a contemplar y siguió corriendo hasta que la urbe quedo bien lejos.
Maldecía a Alba por haber renunciado a todo por ella. A su futuro, sus aspiraciones, sus sueños.
Maldijo el momento en que la conoció, y lamentó no haberse ido de España, como muchos otros
jóvenes con talento, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.
Se preguntaba cómo había podido acabar con un tipo como ese, cuando representaba todo lo que
tanto detestaba. Un ser pretencioso, arrogante, sin talento, carente del mínimo respeto por las
personas, sobre todo por las mujeres, a las que usaba a su antojo sin importarle sus sentimientos.
Alguien que solo, había tenido la suerte de nacer en el seno de una familia acaudalada.
—Quizás se hartó de estar con un don nadie y quería cosas que yo no le podía ofrecer. Tal vez
siempre fue así y jugó conmigo desde el principio, esperando algo que nunca llegó —pensó,
atormentado.
Muchas preguntas acudieron a su cabeza que no pudo responder y la única conclusión que obtuvo
fue que tenía que olvidarla para siempre.
Derrotado por el cansancio de su larga huida, cayó al suelo de rodillas y sus lágrimas se fundieron
con un grito de amargo dolor. Lloró como un niño, y mientras se fundía con la arena en un solo ser,
deseó enterrarse en ella y ser parte de esa playa para siempre. Quería que el mundo se olvidara de él
para poder regresar al suyo, y encontrar el descanso que tanto deseaba.
Volvió a pasar la noche junto al mar aunque, por alguna extraña razón, aquella noche logró dormir
sin dificultad.
Con el firme propósito de no volver a caer vencido esperó sentado la salida de su «amigo» el sol,
al que miró de frente en claro desafío. Esta vez no le molestarían los cegadores rayos que
despuntaran, y que parecían un ataque imprevisto para que de nuevo se apartara de su camino y
aceptara una vez más su fracaso. Pero en esta ocasión fue Jorge el ganador.
—¡Nunca más podrás vencerme! —le gritó sintiendo un inmenso placer al ver la derrota de su
poderoso enemigo.
Se marchó dispuesto a enterrar en esa playa al antiguo Jorge para siempre. Cuando salió de la
arena, volvió su mirada, y contemplando el mar por última vez, le dijo:
—¡Aquí te quedas, Jorge! ¡Hasta nunca!

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