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Los Besos Compradosall PDF
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Rafael Velázquez
Todos los derechos reservados.
@Rafael Velázquez
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Capítulo 1
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Capítulo 2
E sa noche Jorge no pudo dormir. Su cabeza no paraba de pensar en las palabras de Marga.
Por un lado veía lo que tenía; cuatro paredes sin techo que afortunadamente lo cobijaban
de la intemperie, pues a mediados de mayo, en Málaga, empieza a hacer una temperatura
muy agradable, pero dormía en el suelo, si bien ahora lo hacía sobre la toalla que su generosa amiga
le había regalado.
Como a todo hombre le gustaba el sexo, pero no concebía hacerlo por dinero con una
desconocida a la que poco le importaría cómo era él en realidad, ni se molestaría en llegar a conocerlo.
—¡No puedo hacerlo! —Se repetía—. Es sucio e inmoral. No soy un objeto que se pueda
comprar. ¡No Jorge!, no vuelvas a pensar en ello. No te educaron así. ¡Más vale pobre con principios,
que rico sin escrúpulos!
El sueño hizo acto de presencia, cerró los ojos acurrucándose en la toalla que ahora le protegía
del suelo y se durmió.
Un amanecer más... Otra visita de su amigo el astro rey.
—¡Dios, cómo te odio, sol! ¿Por qué no puede ser siempre de noche? ¿No tienes nada mejor que
hacer que venir a recordarme que hoy mi día será exactamente igual que el de ayer?
Esa mañana no acudió a su cita obligada con el mar. Poco a poco, la playa fue colmándose de
gente y Jorge despertó de sus pensamientos, de sus recuerdos, de su mundo. El único lugar donde
hallaba la tranquilidad y el consuelo que tanto anhelaba. Ese sitio en el que cada vez pasaba más
tiempo apartado de la realidad, como si el resto del universo no existiera, no encontrando nada en el
exterior por lo que mereciera la pena salir de sí mismo.
Se había levantado con la firme intención de tomar las riendas de su vida.
«¡Ya está bien de vivir así! Voy a recuperar a Alba y luchar por un futuro», se decía en su cabeza.
Empezó a caminar por la playa rumbo hacia la ciudad. Se había convencido que era hora de
marcar sus preferencias, y estaba firmemente decidido a hablar con Alba y abrirle su corazón, sacando
el coraje que no mostró cuando se fue, para decirle que sin ella nada tenía razón de ser.
Mientras se dirigía a la ciudad, recordaba cómo la conoció.
Estaba sentado en un banco poniendo en orden sus apuntes, cuando un perro empezó a ladrar
delante de él, apoyando sus patas en el asiento y estropeando sus apreciadas notas, que empezó a
olisquear llenándolas de babas sin mostrar el mínimo respeto por ellas. Mientras, él no podía dar
crédito a lo que estaba sucediendo, ni tampoco podía hacer nada por evitarlo, atemorizado y al mismo
tiempo agradeciendo que el imponente rottweiler no cambiara sus papeles por sus piernas.
Muy quieto, sin moverse ni emitir sonido alguno que pudiera molestar a su nuevo amigo, escuchó
una voz que llamaba al animal:
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—¡Bruno, no!
Esperó a que la dueña de esa voz hiciera acto de presencia para explicarle cuatro cosas sobre su
perro, y entonces apareció ella, y todo lo que tenía pensado decirle, se le olvidó.
Ante Jorge apareció una preciosa joven de unos veinticinco años que se apresuraba a sujetar su
mascota con una cara angelical, que ahora denotaba preocupación y vergüenza.
Su pelo negro lo recogía en una cola que le llegaba por la mitad de la espalda, de la que se soltaban
algunos mechones sobre su cara. Vestía unos ajustados leggins que envolvían unas piernas largas,
firmes y bien moldeadas, junto a una sudadera y zapatillas de deporte. Jamás alguien vestida así de
sencilla le pareció tan sutil y elegante. Sus ojos azules se cruzaron con los suyos y le dijo:
—¡Perdóname, cuánto lo siento! ¡Mira lo que has hecho, Bruno! ¡Mal, Bruno, mal! Espero que no
sean muy importantes esos papeles.
—No tranquila, tengo copia de todo en casa, solo estaba ordenándolos y tampoco eran muy
necesarios —dijo, lamentándose no tener dinero para comprarse una tablet donde poder guardar sus
apuntes ya que el futuro de su beca dependía de la nota de ese examen, el más importante del
trimestre.
—¿De veras es así? Me quedo mucho más tranquila.
Los minutos se convirtieron en horas y los dos jóvenes seguían hablado de cosas propias de su
edad, de sus planes para el fin de semana, sus proyectos de futuro, sus aspiraciones... Ella miró su
reloj, y se dio cuenta de que el tiempo corrió muy deprisa, no quería marcharse, pero tenía que entrar
a trabajar.
—¡Uf! ¡Qué tarde se me ha hecho! Tengo que irme ya o llegaré tarde —le dijo Alba
—Vaya, es una lástima —le respondió.
—Sí, sinceramente me encantaría seguir hablando contigo.
—¿Te apetecería quedar algún día a tomar algo, pero sin tu peludo amigo?
—Claro, ¿por qué no? Me has caído muy bien, y tranquilo Bruno no es mío, solo se lo cuido unos
días a una amiga que está de viaje, pero respóndeme..., ¿qué había en esos papeles?
—Mi futuro.
Las pequeñas casas quedaron atrás mientras dejaban paso al castillo Sohail, una impresionante
construcción asentada sobre una colina con el río Fuengirola a su margen izquierdo.
Imaginaba ese idílico lugar de verdes laderas junto al mar cuando púnicos y romanos llegaron a
él, y cómo hubiese sido su vida junto a Alba mil años antes, sin ninguna preocupación, sin dinero,
dedicándose solo a ser felices el resto de sus vidas.
Pero también recordó que esa fortaleza, casi inexpugnable, había sido destruida en múltiples
ocasiones, lo cual hizo que la alcazaba se convirtiera en todo un símbolo de coraje y unión para su
gente, que demostraron que el empeño y las ganas de preservar las señas de identidad del pueblo eran
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más fuertes que todas las bombas que pudieran lanzarles, y que, aún sin medios, lo reconstruirían
una y otra vez.
—¡Si ellos pudieron yo también podré reconstruirme y empezar de nuevo junto a Alba! —afirmó.
«¡Ay, viejo castillo! Napoleón debió hundirse con sus barcos antes de bombardearte», pensó a la
vez que sus renovadas fuerzas impulsaban a sus pies, mientras atravesaba el puente de diseño
moderno que unía el alcázar con el paseo marítimo que cada vez se tornaba más cosmopolita.
Los enormes edificios que lo comprendían se fundían unos con otros, todos unidos, como si solo
existiera uno y se reflejara en un espejo una y otra vez sobre los siete kilómetros que lo englobaba
hasta su final en la Playa de Carvajal.
Aquella villa se había convertido en una ciudad multiétnica. Tan solo había que observar los
negocios de múltiples nacionalidades que apilados casi puerta con puerta, se anunciaban en todos los
idiomas. Desde degustar comida turca, mejicana, asiática, hasta tomar una pinta en un típico pub
inglés, era posible allí. Eso sin olvidar los chiringuitos de playa al otro lado de la acera, donde sus
cocineros se esmeraban en preparar sobre una barca llena de arena, los deliciosos espetos de sardinas
y todo tipo de pescados y mariscos sobre una brasa de carbón, inundando la calle de un inconfundible
e intenso aroma.
Miraba a su alrededor y observaba a las personas en sus labores diarias: turistas que bajaban de
los autobuses para iniciar sus vacaciones, otros que subían acabándolas o los que paseaban
disfrutando de las primeras horas del sol en la playa. Imaginaba cómo serían sus vidas, en qué
pensarían, qué preocupaciones tendrían, y por primera vez, fue capaz de conectar con algo más que
no fuera su mundo.
Llegó al edificio que buscaba. La puerta estaba abierta y subió a toda prisa las escaleras hasta la
cuarta planta. Se sentía pletórico, feliz, sin albergar ninguna duda de conseguir su objetivo. Tocó el
timbre del 4ºA en repetidas ocasiones.
—Tiene que estar aquí —se dijo, y entonces escuchó la voz de Alba.
—¿Puedes abrir por favor? —Tras esas palabras la puerta se entornó y apareció la figura de un
antiguo compañero de la facultad, José Rey, que solo vestía con un albornoz mojado que se
apresuraba a anudar.
—¡Jorge, qué sorpresa! ¡Tienes mal aspecto chico, deberías cuidarte más!
—¿Quién es, cariño? —Dijo Alba mientras se dirigía a recibir esa inesperada visita con solo una
toalla que cubría su cuerpo y con otra secándose el pelo.
Cuando levantó la cabeza su cara se descompuso, pues no esperaba encontrarse con su exnovio
allí, y mucho menos en esa situación tan incómoda.
Jorge no podía gesticular palabra. Sus músculos se tensaron, la decepción y la rabia le invadieron.
Por un instante pensó en golpear a José, un pijo de buena familia, hijo de padres abogados que se
aseguraron que tras terminar sus estudios, entrara en el negocio familiar sin tener que demostrar su
valía ante nadie. Una persona que desconocía el significado de las palabras «esfuerzo y sacrificio».
Sin embargo, no permitió que ninguna expresión saliera de su rostro, y tragándose las lágrimas se
dirigió a Alba y le dijo:
—Perdona que te moleste. Venía para avisarte que si quieres recoger tus cosas tienes que pasarte
por el juzgado número tres, y ellos te permitirán entrar para cogerlas.
—Gracias Jorge —respondió Alba sin poder mirarlo a los ojos y sin que en ningún momento él
dejara de mirarla a ella. Una mirada fría, impasible, inerte, que casi no era capaz de ocultar el dolor
que en ese momento inundaba su corazón.
Tras el tenso silencio habló José:
—Bueno, es un placer tu visita, pero nosotros estábamos haciendo algo que tenemos que
terminar. No te lo tomes a mal, ya sabes cómo es la vida... unos pierden para que otros ganen.
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Mientras, Alba se giró para dirigirse hacia el interior de su apartamento aprovechó José para
cogerle con malicia el culo, haciéndole entender que esa mujer ahora le pertenecía a él, y disfrutando
morbosamente con ello.
—Lo siento, se tiene o no se tiene… —le susurró con ironía, sacando de su cartera un billete de
diez euros que metió en el bolsillo del pantalón de Jorge—. Come algo y dúchate chaval —le dijo
mientras le cerraba de un portazo la puerta en sus mismas narices.
Tardó en reaccionar. No podía moverse, ni podía emitir palabra alguna. Sus músculos
continuaban paralizados y sus ojos enrojecieron por las lágrimas que evitaba a toda costa que brotasen
de ellos. Notaba como se agitaba. Su corazón comenzó a latir como si abandonar el pecho que lo
cobijaba fuera su intención y, súbitamente, volvió en sí.
Bajó a toda prisa las escaleras resbalando en varias ocasiones, y llegó a la calle que poco antes
había recorrido con tanta ilusión.
Su corazón seguía desbocado, solo quería huir de ese lugar. Empezó a correr sin parar, fuera de
control, dejando atrás la ciudad hasta que de nuevo llegó al castillo al que, en esta ocasión, no se paró
a contemplar y siguió corriendo hasta que la urbe quedo bien lejos.
Maldecía a Alba por haber renunciado a todo por ella. A su futuro, sus aspiraciones, sus sueños.
Maldijo el momento en que la conoció, y lamentó no haberse ido de España, como muchos otros
jóvenes con talento, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.
Se preguntaba cómo había podido acabar con un tipo como ese, cuando representaba todo lo que
tanto detestaba. Un ser pretencioso, arrogante, sin talento, carente del mínimo respeto por las
personas, sobre todo por las mujeres, a las que usaba a su antojo sin importarle sus sentimientos.
Alguien que solo, había tenido la suerte de nacer en el seno de una familia acaudalada.
—Quizás se hartó de estar con un don nadie y quería cosas que yo no le podía ofrecer. Tal vez
siempre fue así y jugó conmigo desde el principio, esperando algo que nunca llegó —pensó,
atormentado.
Muchas preguntas acudieron a su cabeza que no pudo responder y la única conclusión que obtuvo
fue que tenía que olvidarla para siempre.
Derrotado por el cansancio de su larga huida, cayó al suelo de rodillas y sus lágrimas se fundieron
con un grito de amargo dolor. Lloró como un niño, y mientras se fundía con la arena en un solo ser,
deseó enterrarse en ella y ser parte de esa playa para siempre. Quería que el mundo se olvidara de él
para poder regresar al suyo, y encontrar el descanso que tanto deseaba.
Volvió a pasar la noche junto al mar aunque, por alguna extraña razón, aquella noche logró dormir
sin dificultad.
Con el firme propósito de no volver a caer vencido esperó sentado la salida de su «amigo» el sol,
al que miró de frente en claro desafío. Esta vez no le molestarían los cegadores rayos que
despuntaran, y que parecían un ataque imprevisto para que de nuevo se apartara de su camino y
aceptara una vez más su fracaso. Pero en esta ocasión fue Jorge el ganador.
—¡Nunca más podrás vencerme! —le gritó sintiendo un inmenso placer al ver la derrota de su
poderoso enemigo.
Se marchó dispuesto a enterrar en esa playa al antiguo Jorge para siempre. Cuando salió de la
arena, volvió su mirada, y contemplando el mar por última vez, le dijo:
—¡Aquí te quedas, Jorge! ¡Hasta nunca!
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