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Recuerdo de Alí Chumacero

A sus 84 años, Alí Chumacera era el hombre más joven que yo había
conocido. Tenía a flor de labio la sonrisa, el chiste amable, la anécdota
erudita y el comentario pornográfico. Cualquiera podía sentarse en su mesa
y compartir el entusiasmo por la vida que irradiaba el niño de Acaponeta. Ni
su fama ni la veneración que le profesaba la vida literaria mexicana
estorbaban para cultivar una sencillez altiva, sin humildad ni modestia. A mi
lado se sentaba un puente entre siglos que igual rememoraba a Enrique
González Martínez que a Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Carlos
Montemayor o Jorge Volpi. De su ironía no se salvaban ni sus grandes
amigos. Crítico de la República de las Letras, no escatimaba los méritos de
nadie y estaba siempre dispuesto a leer el poema de un escritor joven y a
escuchar el cuento del adolescente en las sesiones del Consejo Mexicano de
Escritores, del que era asesor literario. No se avergonzaba de sus amigos, ni
del político corrupto ni del mal escritor, pero aceptaba la crítica con un
silencio cómplice. Maestro de las letras desde los 20 años, cuando la
mayoría son apenas aprendices, no publicó más de tres libros.
--¿Por qué ya no quiso escribir, maestro?
--Ya para qué, ya estaba muy viejo --decía con una sonrisa.
Editor de toda la vida, a pesar de la brevedad de su labor crítica
contribuyó a templar los gustos literarios del México moderno. Gerente de
producción y después coordinador general editorial del Fondo de Cultura
Económica, en 2002, cuando yo lo conocí, Alí vivía una especie de jubilación
presencial en el Fondo. Llegaba a las doce del día a su escritorio del primer
piso del edificio de Picacho-Ajusco 227. Revisaba alguno de los 26 tomos de
la obra de Reyes y señalaba erratas que ya nadie corregiría, releía el
diccionario enciclopédico, un libro en francés, a veces el periódico, corregía
mi trabajo editorial cuando se lo pedía y, de vez en cuando, recibía la visita
de “los muchachos”: Juan José Utrilla y Marco Antonio Pulido, decanos de
cabello blanco y dos de sus discípulos editoriales. Se iba a las dos de la
tarde en punto, a las dos treinta o a las tres si una conversación lo retenía,
porque era incapaz de cortar una charla por trivial que fuese. No le
gustaban las oficinas cerradas. Nadie entendía por qué no ocupaba un
espacio privado en lugar de permanecer en un pasillo, pero él lo confesaba
a quien quisiera escuchar: “Es que me gusta ver a las muchachas”. Su
pasión por las mujeres era irrenunciable. Impotente confeso, hacía el amor
con la palabra. “Esto es lo bueno de la vida, lo que vale la pena”, decía al
desplegar una revista pornográfica sobre su escritorio gris. Consultaba
revistas mexicanas y españolas, pero prefería las de Europa del Este que le
había traído alguno de sus hijos de un viaje reciente. Era difícil sustraerse al
encanto del close-up a las vaginas rosadas, a las lenguas femeninas que
acariciaban un clítoris, a una mujer lidiando con cuatro penes erectos y una
doble penetración. Debido al tamaño de las fotografías, el maestro no debía
usar la gruesa lupa para mirar los pliegues de los labios, bastaba con alzar
un poco la cabeza para ver a través del cristal inferior de sus bifocales
negros.
--Esto es lo bueno de la vida: Las mujeres. No importan ni la literatura,
ni los libros, ni las editoriales, esto es lo bueno de la vida, tómala, llévatela,
pero me la traes –advertía al prestarme uno de sus valiosos ejemplares.
Hasta entonces asistente frecuente a cenas, homenajes y mesas
redondas de la vida cultural mexicana, su presencia rechazaba pretensiones
de poder. No había en él aire de pontífice ni anhelos de mando. Y era claro
con sus afectos y simpatías: sólo a José Revueltas le reservaba el título de
“maestro”. Por el contrario, Octavio Paz era simplemente “un mamón…
cada tantos años cambiaba de amigos, porque quería rodearse de gente
diferente cada vez y le dejaba de hablar a los otros; a los únicos que
conservó fue a los de las revistas”, recordaba. A Juan Rulfo lo llamaba Pedro
Páramo, condenado quizá a una contrición eterna por el artículo de 1955
que calificaba la gran novela mexicana de ser “una desordenada
composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos
ejemplos de la novelística moderna nos proporciona, una obra de esta
naturaleza”. Igualmente su memoria alumbraba la geografía de la vida
literaria de su época: el café París, escenario de formación e intercambios
intelectuales de los jóvenes escritores; El hijo pródigo, “la mejor revista
literaria de México”, que cofundó con Leopoldo Zea, José Luis Martínez y
Jorge González Durán, éste último “el mejor escritor del grupo, que se echó
a perder porque se dedicó a ser sub de todo, subdirector del ISSSTE,
subdirector del INBA, ministro de la embajada en París”; Alfonso Reyes,
cuya prosa leía con devoción y cuya poesía criticaba sin concesiones, y
Arnaldo Orfila, director del FCE que, recordaba Alí, “inventó la colección
Letras Mexicanas para defenderse de las críticas de extranjerista que
venían desde Los Pinos”.
Una tarde de marzo de 2003, después de un año de largas
conversaciones, cafés, préstamos de revistas pornográficas, corrección de
mis trabajos editoriales, me despedí de Alí.
--Ya me voy, maestro –le conté.
--Haces muy bien, esto ya no tiene futuro, yo también ya me voy,
estoy hasta los cojones –mintió, porque se quedaría ahí hasta el final.
--Le hablo después para que nos tomemos un whisky.
--Adiós, Emiliano –dijo antes de cerrar la puerta de su carro azul,
conducido por Manuel, su chofer y amigo.
Lo vi alejarse nuevamente para regresar al otro día y al otro día, al
tiempo que estaría ya lejos de mí, ausentes para siempre sus
conversaciones, su alegría, su magisterio, su sencillez altiva, su amor por la
vida, por las mujeres, por la literatura, por la imagen candorosa de una
joven desnudada. Nunca le devolví dos revistas pornográficas.
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