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Selección de Textos I - Gustavo Bueno
Selección de Textos I - Gustavo Bueno
Gustavo Bueno
Conceptos conjugados
Gustavo Bueno
Gustavo Bueno
(En torno al libro de Ferdinando Vidoni, Ignorabimus!, Emil du Bois-Reymond
e il dibattito sui limiti della conoscenza scientifica nell'Ottocento, Presentazione
di Ludovico Geymonat; Marcos y Marcos, Milan, noviembre 1988, 361 págs.)
Planteamiento de la cuestión
Gustavo Bueno
(I) (abc)
(II) (abC)
(III) (aBc)
(IV) (aBC)
(V) (Abc)
(VI) (AbC)
(VII) (ABc)
(VIII) (ABC)
Por ejemplo, el género (I) (abc) puede interpretarse como delimitando
aquellas teorías de la significación que descansan en la consideración de la
imagen mental (a) de las referencias individuales (c) y que defienda, sin
embargo, el carácter interno (b) de los símbolos mediante los cuales los
sujetos ligan la imagen y su referencia. La posición de Cratilo, en el diálogo
platónico de éste nombre, podría muy bien acogerse a los límites de este
triángulo (abc), los límites de un nominalismo naturalista. Se trata de un
nominalismo que no es, de suyo, convencionalista ni, menos aún, atomista:
un nominalismo generalmente confundido con el moderno nominalismo
inglés, a pesar de que podría defenderse la tesis de que el nominalismo de
Ockham nada tiene que ver con el atomismo, ni con el individualismo –
Ockham, el «comunista»–; un nominalismo que niega las esencias
universales, sin duda, pero no para oponerlas a la visión de un mundo
resuelto en la polvareda de los individuos atómicos, sino en la visión de un
mundo cuyas partes, siendo siempre concretas, se continuan unas a otras en
la forma de lo que, por ejemplo, otro biólogo «nominalista», Haeckel, llamó
los «individuos genealógicos». La propia teoría del lenguaje defendida por
Mauthner en su Crítica del lenguaje podría también [68] considerarse como
una especie de este género de nominalismo.
El género (II) (abC) recoge sin duda a Platón y, después, a Husserl. Es el
género de los «conceptualismos naturalistas». El símbolo interno (b) nos
remite al significado noemático (C) a través de una imagen hylética (a) que
alimenta al proceso del significar, sin reducirlo.
El género (III) (aBc) nos remite al convencionalismo nominalista, asociado a
las figuras de Demócrito, o a las concepciones de Quine o del Russell ya
alejado del platonismo inicial. Los símbolos convencionales (B) ligan las
imágenes mentales (a) con las referencias individuales (c): se llega a pedir la
eliminación, en la teoría de los signos, del concepto de significación,
sustituyéndola por el concepto de denotación.
El género (IV) (aBC) parece capaz de albergar cómodamente a la teoría del
signo de Aristóteles, en cuanto conceptualismo convencionalista, presente
también en la teoría de Saussure y, sobre todo, de Frege. El signo lingüístico,
el símbolo, supone ahora el concepto (C) –que es tanto concepto subjetivo
como concepto objetivo–, un concepto que se alimenta de las imágenes
mentales (a). Porque el signo lingüístico es convencional (B), o dicho de otro
modo, porque se presupone que es antes pensar que hablar –justamente la
tesis contra la cual habrá de levantarse Humboldt o Mauthner–. Es
interesante advertir la conexión de esta farnosa tesis aristotélica («hablarnos
porque previamente hemos pensado») con su propia metafisica del Acto
Puro, el Ser soberanamente autárquico cuya vida se agota en pensar sobre sí
mismo, un pensar que no necesita hablar (que no necesita de símbolos). Este
es el único ser bueno y feliz, el único paradigma de la vida moral humana,
tal como se nos muestra en la Ética a Nicómaco. Una tesis que se opone
frontalmente a la concepción platónica, según la cual el pensamiento
comienza con el lenguaje y propiamente habría que definirlo, a lo sumo,
como el «hablar del alma consigo misma»; que se oponía también
frontalmente a la metafísica cristiana, la que nos dice in principio erat Verbum.
Renunciamos, para evitar la prolijidad, desarrollar más esta teoría de
teorías. Ello sería además innecesario, porque cualquiera que nos haya
seguido hasta ahora, podría continuar por sí mismo.
§ 8. Propuestas metodológicas de reducción inicial de las acepciones
presentadas
Sin perjuicio de que, por nuestra parte, defendamos una concepción de la
significación emparentada con la familia de las teorías que hemos llamado
dialécticas (a saber, aquellas que tienden a estimar la necesidad de tener en
cuenta en cada término sus dos acepciones opuestas tratando de pasar
internamente de una a otra), sin embargo consideramos metodológicamente
la conveniencia de reducir inicialmente las dos acepciones opuestas de cada
término a una sola, a efectos de comenzar la construcción y el análisis a
partir de ella. Y esto de la siguiente manera:
Reducción inicial de la consideración de la imagen subjetiva a la
consideración de la imagen objetiva (A), que tomaríamos como punto de
partida.
Reducción inicial de la consideración de los símbolos externos a la
consideración de los símbolos internos (b).
Reducción inicial de la consideración de las realidades noemáticas a la
consideración de los referenciales (C)
1. Reducción de la imagen subjetiva a la imagen objetiva
Partir de la imagen subjetiva –del tratamiento subjetivo o proyectivo de la
imagen– es permanecer prisionero en las limitaciones gnoseológicas del
mentalismo (tal y como ha sido criticado por el fisicalismo). Se trata de una
perspectiva todavía muy común entre los filósofos profesionales, y
particularmente, entre los españoles. Pero hablar de imágenes (o de
imaginación) según un tratamiento proyectivo, es tanto como fingir o bien
que los demás pueden penetrar en el mundo que quien habla sobre la
imagen delimita o bien que estamos penetrando en el interior del sujeto S k
que imagina para, desde esa imagen interior, dar cuenta de los símbolos que
Sk utiliza y de las realidades a las cuales él se refiere. «Sk imaginó percibir
una zanja y saltó», o bien «Anoche soñé (imaginé) que entraba en un castillo
en ruinas». Si llamamos proyectivo a este tratamiento del concepto de imagen
es porque, según él, la imagen (al margen de toda realidad previa) resulta
asignada de inmediato al sujeto que la imagina, y que la realiza
proyectándola. Valdría el siguiente esquema (SG, sujeto gnoseológico):
leña
bois Holz
madera
bosque
forest Wald
selva
Gustavo Bueno
Planteamiento de la cuestión
Tesis I. La Ética es independiente de la Izquierda
§1. Sobre los fundamentos y los contenidos éticos y sobre la naturaleza de su
fuerza de obligar.
§2. En qué sentido la Ética es independiente de la Izquierda
1. Antítesis: la Ética depende de la Izquierda
2. Independencia de la Ética cuanto a los contenidos
3. Independencia de la Ética cuanto a los fundamentos
Tesis II. La Izquierda no es independiente de la Ética
§1. Un concepto funcional de Izquierda
§2. En qué sentido la Izquierda no es independiente de la Ética
1. Antítesis: la Izquierda es independiente de la Ética
2. Dependencia cuanto a los contenidos
3. Dependencia cuanto a los fundamentos
Tesis III. La izquierda se diferencia (y aún se bifurca) internamente según
los modos de dependencia de la Ética
§1. Sobre la diferenciación de la Izquierda en izquierdas
§2. Principio de una diferenciación de la Izquierda en función de la Ética
1. Antítesis: no cabe diferenciación interna de la Izquierda en función de la
Ética.
2. Diferenciación por los contenidos
3. Diferenciación por los fundamentos
Final
Planteamiento de la cuestión
Tesis III
La izquierda se diferencia (y aun se bifurca) internamente según los
modos de dependencia de la ética
§1. Sobre la diferenciación de la Izquierda en izquierdas
La Izquierda no tiene por qué ser homogénea. Todo el mundo reconoce que
la Izquierda no es única, y si se pide su unidad, sea con un alcance
definitivo, sea con un alcance coyuntural (en un Frente Popular o en una
coalición de partidos políticos de izquierda, en una «Izquierda Unida»), es
porque se da por supuesto que la unidad no existe. También daba por
supuesto el Manifiesto Comunista que los proletarios de los diferentes países
estaban separados en el momento de decir: «¡Proletarios de todos los países,
uníos!». La atracción mutua entre las fuerzas de la izquierda, no parece ser
por tanto una ley natural, puesto que necesita de cálculos y de arengas
intimatorias. Newton no dijo: «¡Planetas de todas las órbitas, atraéos!».
La Izquierda es diversa –en realidad habría que decir: las izquierdas– pero,
sin embargo, se procede una y otra vez como si tal diversidad fuese debida a
motivos accidentales, que podrían ser eliminados y no sólo en momentos
excepcionales de coalición ante terceros, en momentos de constitución de
bloques históricos. Suele darse muchas veces, por cierto, como si fuera
evidente, que, «en el fondo», entre las fuerzas de izquierda más alejadas
entre sí ha de haber siempre una mayor afinidad práctica que la pueda
mediar entre dos fuerzas, una de izquierda y otra de derecha. Por este
motivo, cuando dos fuerzas de izquierda se enfrentan a muerte entre sí
(como ocurrió en el Madrid del final de la Guerra Civil, con el
enfrentamiento de anarquistas y comunistas), se hablará de «irracional lucha
fratricida»; y cuando una fuerza de izquierda se coaligue con otra de
derechas, se hablará también de un «matrimonio o cohabitación contra
natura».
No se trata sólo de constatar las diferencias «empíricas» (fenoménicas,
históricas, factuales, anecdóticas) entre las fuerzas de izquierda, tales como
«izquierda moderada» y «extrema izquierda», «izquierda cristiana» o
«izquierda musulmana», «antigua» y «nueva izquierda», &c. Ni siquiera se
trata, dando ya un paso más, de reconocer que el concepto de Izquierda
puede dividirse en «especies» utilizando criterios de división que se cruzan
también con la Derecha, al modo, aunque sea sólo psicologista, de Eysenck,
del que antes hemos hablado (izquierda dura, izquierda blanda, &c.), puesto
que lo que importa es determinar el alcance político de esa división. O, de
otro modo, si en lugar de tomar como géneros la Izquierda o la Derecha y
como especificaciones suyas el carácter duro o blando, debemos tomar como
género ese carácter duro o blando (u otras notas pertinentes) y como
especificaciones suyas el izquierdismo o el derechismo. Desde muchos
puntos de vista se llega a pensar, por ejemplo, que el comunismo (entendido
como izquierda dura) está más cerca del fascismo (es decir, de la derecha
dura) que de la socialdemocracia (considerada como izquierda blanda). Se
trata, por tanto, nada menos, que de reconocer que, por los mismos motivos
por los cuales la oposición Izquierda/Derecha no es booleana siempre,
tampoco puede suponerse que el racionalismo social de la izquierda sea
unívoco. Lo que implica, a su vez, una crítica a fondo del «racionalismo
social unívoco» y por tanto, una gran prudencia en el momento de adscribir
como gentes de izquierda o de derecha a los individuos clasificados según
estos criterios.
Necesitamos, en resolución, regresar constantemente hacia la misma idea
original (esencial) de la Izquierda funcional (metodológica) para poder
encontrar, si es que existe, un principio de diferenciación interna y no sólo
empírica o fenomenológica (las diferenciaciones empíricas deben ser
reinterpretadas desde los mismos conceptos esenciales).
Ateniéndonos, como es lógico, a la idea funcional de Izquierda que hemos
esbozado en la tesis II, podemos comenzar constatando que las diferencias
de la Izquierda no tienen por qué considerarse, en general, como
accidentales, puesto que, desde una concepción dialéctica, no unívoca, de la
razón, ellas pueden aparecer en virtud del mismo proceso de desarrollo de
la idea izquierdista. Porque un tal desarrollo es precisamente una
diferenciación, y no precisamente de diferencias que puedan convivir en
«coexistencia pacífica», sino diferencias incompatibles en la práctica, pues
incompatibles son muchas veces los valores que toma la función cuando
cambian los parámetros en donde tienen que cambiar, a saber, en la práctica.
Pero esta es la única referencia pertinente tratándose de una idea
metodológica, o si se quiere, de una «teoría de la praxis». Porque hablar de
un «acuerdo en la teoría», como si esto fuera un consuelo, es hablar en vano;
el llamado acuerdo en la teoría es sólo un modo perezoso de referirse al
acuerdo en unos principios genéricos recogidos precisamente antes de su
diferenciación dialéctica. Ante la ineludible cuestión del Estado,
históricamente dado in medias res a los partidos de izquierda, se separaron
abismalmente (pese a su «acuerdo en la teoría») no sólo anarquistas y
marxistas, sino también, después, la Segunda Internacional (la izquierda que
se autodenominó marxista ortodoxa) y la Tercera Internacional (la izquierda
marxista-leninista). Pero no solamente ante la cuestión del Estado –cuestión
agravada en la situación de los Estados en guerra–, sino ante otras muchas
variables o piedras de toque (las colonias, las nacionalidades, las políticas de
desarrollo industrial, el matrimonio o el aborto, el Proletkult), las fuerzas de
la izquierda se diferenciarán profundamente entre sí y, al parecer, de modo
irreductible. La razón suficiente para que esta diferenciación se lleve a cabo
de formas discordantes –o si se prefiere, el motivo de las discordias– lo
pondremos, por nuestra parte, en la propia «naturaleza» de la Izquierda en
cuanto metodología funcional genérica que no puede considerar a priori,
como si estuvieran previstas, las líneas de acción o los materiales sobre los
cuales han de ejercerse sus operaciones, así como la composición con otras
variables imprescindibles para un desarrollo práctico. Pero además de esta
razón suficiente cabría hablar de una razón necesaria de la diferenciación
interna de la Izquierda, de una raíz de la diferenciación en virtud de la cual
la Izquierda no se diferencia sólo en el momento de enfrentarse a los
materiales dados por el curso histórico (por así decirlo, a posteriori), para
tomar posición ante ellos, sino también en el mismo modo de aproximarse a
los materiales, es decir, según una diferenciación de principio en cuanto a su
«estilo» y, por así decir, a priori.
En efecto, dada la naturaleza misma de la idea de un «racionalismo
socialista» de la que partimos como definición de la Izquierda,
comprendemos la dualidad originaria entre un racionalismo que, para
decirlo en una rápida fórmula, percibe a la sociedad desde el individuo y a
otro que percibe al individuo desde la sociedad. Hablamos, por ello, de
dualidad en un sentido parecido al que este término recibe por parte de los
geómetras cuando hablan de la dualidad originaria entre puntos y rectas, es
decir, por ejemplo, de la alternativa originaria con la que tenemos que
enfrentarnos o bien al entender a la recta como una «colineación de puntos»
o bien de entender al punto como una «intersección de rectas». Y esta
dualidad, como veremos a continuación, equivale a la dualidad de los dos
modos de «entender» la ética (si mantenemos el sentido expuesto en la Tesis
I); de una ética que es correlativa de una moral. Desde esta perspectiva sería
posible decir que la diferenciación interna de la Izquierda o, si se prefiere, su
bifurcación original en dos corrientes diversas (inconmensurables y a veces
incompatibles) tiene que ver con los modos según los cuales la Izquierda
depende de la ética. Podríamos llamar a estos dos modos la «Izquierda de la
igualdad originaria y de la solidaridad» y la «Izquierda de la desigualdad
originaria y de la fraternidad»; o quizá también, «Izquierda de la ética
dirigida a la moral» o «Izquierda de la moral dirigida a la ética». Para
abreviar, recurriremos a símbolos cromáticos, aun a sabiendas de los riesgos
que una abreviatura de este tipo comporta: llamaremos Izquierda blanca a la
izquierda de la solidaridad, e Izquierda roja a la izquierda de la fraternidad.
Huyendo del estilo prolijo, omitiremos los motivos que nos han
determinado a establecer estas correspondencias.
§2. Principio de una diferenciación de la Izquierda en función de la ética
1. Antítesis: no cabe diferenciación interna de la Izquierda en función de
la ética
La antítesis niega toda diferenciación, y tal negación encierra el peligro de
sustancialización de la idea misma de Izquierda. La crítica a la antítesis la
fundamos, sin embargo, en la dualidad de que hablamos. Pues aunque la
izquierda se regule siempre por el principio de un logos operatorio-social, el
reconocimiento del estado social cooriginario de los individuos se encuentra
con una dualidad también originaria, en el momento de establecer la
conexión con la racionalidad. En efecto: o bien el conjunto de los individuos
(del grupo, de la nación) se entiende originariamente como una totalidad
distributiva Tg, o bien se entiende como una totalidad atributiva T.
En la primera alternativa, la racionalidad habría de ser asignada por
estructura a los individuos, cualquiera que fuera la vía genética que conduce
a tal estructura (biológica, espiritual, &c.). Ontogenéticamente este principio
se traducirá, por ejemplo, en la tendencia a la eliminación de toda
«compulsión» en el proceso de transformación del recién nacido en un
sujeto racional (en la tendencia hacia una «educación no directiva»). Esta
alternativa, por tanto, comenzará atribuyendo a los individuos una situación
de igualdad originaria en el plano esencial o estructural, aun cuando en el
plano de los fenómenos (y aun descontando casos especiales, como los de
los hermanos siameses), ese estado de igualdad se considere como una
ficción o como resultado de una abstracción producida por el «velo de
ignorancia» del que ha hablado Rawls. Pero inmediatamente se introducirán
las relaciones de unos individuos con los otros: relaciones de simpatía, para
decirlo con Hume (dada la igualdad originaria desde el punto de vista de
«la especie»), a la que se dotará de la propiedad de la transitividad. La
simpatía conducirá, por tanto, a la solidaridad, para decirlo con Comte; una
solidaridad que se supondrá implicada en el contrato social (como si el
pacto social, pidiendo el principio, implicase la igualdad). La solidaridad,
según esto, entrará en escena como personaje posterior al amor propio o al
egoísmo, en el sentido de Le Dantec. Esto sitúa a la «Izquierda de la
solidaridad» muy cerca del epicureismo, porque la asfaleia, la seguridad que
el individuo necesita recibir de los demás, según Epicuro, para ser feliz,
camina muy cerca de la solidaridad. Las desigualdades que puedan
aparecer se nos mostrarán sobre el fondo de la igualdad originaria: esto es lo
que explica la práctica de apelar a la igualdad y a la solidaridad, como si se
apelase a la esencia misma de la humanidad, como si de la consigna «hay
que ser solidarios» pudiera seguirse algo con alcance práctico. Se
comprende bien la «insistencia ética» de la izquierda blanca ante cuestiones
tales como la abolición de la pena de muerte o de la conveniencia de edificar
murallas legales –por no decir también petreas– destinadas a proteger la
«privacidad». Y, desde el momento en que se parte de una igualdad
originaria, por tanto, de una igualdad que no necesita ser «reivindicada»,
será más fácil fijar como metas del socialismo práctico la igualación de los
ciudadanos, que ya son iguales en su sustancia, por la vía del consumo que
satisfaga las necesidades consideradas básicas: el «Estado del bienestar» y su
correlato, el «consumidor satisfecho», podrán constituir el esqueleto de un
modelo político de socialismo blanco que subestima las desigualdades que
puedan aparecer por encima del nivel suficiente de consumo que se juzgue
adecuado para la vida de un ciudadano feliz.
En la segunda alternativa la racionalidad habría de ser atribuida a los
individuos, pero sólo en la medida en que ellos son miembros de un grupo
(lo que tendrá como reflejo, por ejemplo, un cierto entendimiento
«directivo» de la disciplina escolar). Incluso, por así decirlo, ahora no se
parte de la igualdad originaria (ni siquiera de la terminal: «a cada cual
según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades») sino de una
desigualdad originaria («no hay dos cosas iguales», decían los estoicos). Que
es, ante todo, la desigualdad en la fratría (la «fraternidad»), la desigualdad
en la familia, constituida, tal como enseñó Aristóteles, sobre las relaciones
de desigualdad (la desigualdad que media entre varones y mujeres, padres e
hijos, viejos y jóvenes, y aun señores y siervos); una sociedad cuya unión se
funda no tanto en la díke (la justicia, ligada al Estado) cuanto en la filía. La
racionalidad se le atribuirá a los individuos –y, con ella, la igualdad–
partiendo de la situación de «desigualdad fraternal»; la solidaridad podrá
aparecer aquí como redundante; propiamente no tiene ella cabida en el
mapa práctico de la izquierda roja, puesto que su lugar está ocupado, desde
el punto de vista ético (si hablamos con Espinosa), por la generosidad.
2. Diferenciación por los contenidos
Desde un punto de vista abstracto (o bien: envueltos por un velo de
ignorancia) ambas alternativas parecen que podrían llegar al mismo
resultado: a la sociedad de individuos racionales en la cual la solidaridad y
la generosidad se identifican (por ejemplo, la izquierda blanca, ante una
cuestión de redistribución de las aguas de un río, dirá: «primero el consumo
propio, después la solidaridad»; la izquierda roja, en cambio, diría: «primero
el nosotros, después el yo»).
Sin embargo, una tal convergencia tiene lugar únicamente en el marco de
una pura abstracción, es decir, en el marco de la ignorancia. La metodología
puede ser muy diferente en ambos casos y sus resultados inconmensurables.
La alternativa primera no podrá menos de reconocer que en su despliegue
ha de tener lugar la formación ineludible de desigualdades (de clase, de
raza, de cultura, de lenguaje o idiosincrásicas); sólo que estas formaciones
intermedias serán interpretadas sobre el fondo de la igualdad y la
solidaridad, siempre que las «mantengamos a raya» (mediante una política
fiscal, por ejemplo), siempre que limitemos sus eventuales virtualidades,
tendentes a atenuar, incluso a borrar, a la igualdad entre los individuos ya
presupuesta.
En cambio, desde la segunda alternativa, el reconocimiento de las
formaciones de origen, desiguales entre sí, no permite «asegurar» la
constitución de los individuos racionales; la segunda alternativa tenderá a
ver la existencia misma de los individuos como algo que está
constantemente comprometido.
Una mujer que defiende el aborto libre «porque lo que ella lleva en su
cuerpo es suyo» es una mujer que podría ser incluida en las filas de la
izquierda blanca (pese a la escasa solidaridad para con su futuro hijo); una
mujer que defiende el aborto libre, no ya porque el embrión sea suyo (pues
pensará que, por lo menos, su mitad es también del padre) sino porque así
le conviene al grupo, podría ser una mujer de la izquierda roja. Parece que
llegan a lo mismo desde distintos fundamentos, pero esto no es así. ¿Qué
habría que decir en torno a la cuestión del abolicionismo de la pena de
muerte? La izquierda blanca fundamentará el abolicionismo en el principio
«no matar», como principio supremo y sin excepciones; en cambio la
izquierda roja podrá incluir a la pena de muerte «dentro de sus cálculos»,
cuando la vida de un individuo parezca incompatible con la vida del grupo.
No se llega a lo mismo necesariamente desde cada una de las perspectivas,
según las cuales suponemos que se bifurca la Izquierda. Se trata de dos
procesos dialécticos opuestos. En el primer caso, de la igualdad teórica se
pasa a la solidaridad entre los ciudadanos; en el segundo, de la desigualdad,
como punto de partida, se pasa a la fraternidad entre los hombres.
3. Diferenciación por los fundamentos
La izquierda blanca propende a ver la moral desde la ética, mientras que la
izquierda roja propende a ver la ética desde la moral.
La izquierda blanca, en cuanto izquierda de la igualdad y de la solidaridad,
puesto que parte de una situación originaria de igualdad, tiende a
considerar a las desigualdades advenientes como obstáculos que, sin
embargo, no pueden comprometer el fondo de la realidad humana;
propenderá a mantener una actitud «armonista», y no sólo ante las
desigualdades económicas de la libre competencia, sino también ante las
desigualdades políticas y sociales, confiada en que, por debajo de todas las
diferencias advenientes (de nacionalidad, de Estado, de cultura, de clase),
subsiste la igualdad y la solidaridad. Será suficiente una política de
limitación interna de los poderes intermedios por parte del Estado.
Asimismo convendría limitar a los propios Estados, abriendo la posibilidad
de la acción de las empresas multinacionales, porque ellas podrán dar lugar
al despliegue de la solidaridad entre los pueblos. Se estimarán en poco, o se
subestimarán, ciertas formaciones intermedias, porque la socialización se
supone que viene dada ex opere operato, dada la hipótesis de la igualdad.
Pero la izquierda roja, en cuanto Izquierda que cree estar pisando
continuamente sobre la desigualdad, mantendrá la visión de la pluralidad
como una pluralidad constitutivamente desigual y agresiva, en la que se
enfrentan unas clases a otras, unas culturas a otras culturas, unas razas a
otras, sin que pueda afirmarse como principio la «armonía» entre esos
enfrentamientos, y por tanto, la posibilidad de la propia libertad. Sin
embargo, es desde alguna de estas formaciones (estatales, nacionales, de
clase, &c.), desiguales entre sí, desde donde únicamente puede actuarse en
sentido racional; ni siquiera la violencia tiene por qué ser excluida a priori, ni
en la «ontogenia» ni en la «filogenia». Se desconfiará, por tanto, de la ética
individual y espontánea como recurso al que el político pueda apelar en
momentos en los cuales sus planes estén a punto de fracasar; pues no
supondrá que un comportamiento ético pueda darse como presupuesto
espontáneo y previo para el ejercicio de los planes y programas políticos.
Son estos planes y programas los que tienen que determinar, a través de la
moral, las propias conductas éticas.
Dos modos de la Izquierda que no tendrían por qué carecer de paralelos en
la Derecha. En efecto, la Derecha, tal como la hemos definido, también está
sometida a la dualidad de la que venimos hablando. O bien partirá de
individuos privilegiados, héroes de empresa o superhombres, genios «en los
que ha soplado el Espíritu», como individuos que tratarán de extender su
influencia benéfica a los demás; los héroes no se reclutan entre todos los
hombres, tomados al azar, sino en círculos de escogidos (muchas veces
secretos). A lo sumo, se referirá a los grupos privilegiados particulares
(razas, clases, culturas, iglesias, sectas, &c.) de cuya vitalidad podrán
beneficiarse los otros pueblos o clases dirigidos por ellos. No deja de tener
interés la posibilidad de poner en correspondencia estas dos modalidades
de la derecha con la «bifurcación» que el catolicismo de finales del siglo XIX
experimentó en Europa, a raíz de la cristalización de la corriente
denominada «catolicismo liberal», en cuanto opuesta al «catolicismo
romano»: «Parece [dice un autor que mereció la aprobación vaticana en
1887, don Félix Sardá, en su libro El liberalismo es pecado, libro que mereció
también una monumental edición políglota con versiones en español,
catalán, vasco, gallego, latín, italiano, francés y alemán] según dan razón de
la suya los católicos liberales, que hacen estribar todo el motivo de su fe, no
en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible [traduciendo esta
frase metafísica a un lenguaje más positivo: que hacen estribar el motivo de
su fe no en el magisterio de la Iglesia, «como único autorizado por Dios...»]
sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser
mejor esta creencia que otra cualquiera».
Estas dos modalidades de la Derecha se corresponden muy bien, cuanto a la
función asignada a la ética, con las dos modalidades que hemos distinguido
en la Izquierda, y se aclaran las unas por las otras. Cabría utilizar los
mismos símbolos cromáticos que hemos utilizado a propósito de la
Izquierda (blanco, rojo), aunque acaso sea preferible, para evitar
«contaminaciones», acudir a otros colores que mantengan análoga
proporción, aun cuando cada uno por separado suba un tono cromático más
alto; de esta manera a la «izquierda blanca» le correspondería una «derecha
amarilla», y a la «izquierda roja» una «derecha negra».
La situación podemos formularla así: la oposición Derecha/Izquierda se
cruza distributivamente con la oposición ética/moral. Cabría hablar por
tanto, no sólo de una izquierda que ve a la moral desde la ética, y de otra
izquierda que ve a la ética desde la moral, sino también de una derecha que
ve a la ética desde la moral, y de otra derecha que contempla a la moral
desde la ética. Por ello, la derecha negra puede marchar en la misma línea,
en muchos tramos, con la izquierda roja; así como con la izquierda blanca
pueden marchar, en tramos muy amplios, simpatizantes de la derecha
amarilla. Asimismo, cabrá decir, a veces, que la izquierda blanca se opone a
veces a la izquierda roja más aún que a la derecha amarilla. Podríamos
ejemplificar esta situación con la Asamblea francesa de 1789: allí se
dibujaron dos corrientes bien definidas (que no podemos confundir sin más
con la derecha o con la izquierda): la representada por diputados tales como
Lally-Tollendal, Mounier o Malouet (en la línea de Voltaire y de
Montesquieu) y la representada por Robespierre o Dupont (en la línea de
Rousseau y su doctrina de la «voluntad general»). La primera corriente, que
podría corresponder a una derecha amarilla, o acaso también a una
izquierda blanca, sostenía que, aun cuando la patria esté en peligro, no han
de restringirse los derechos individuales, sin riesgo de caer en la tiranía; la
segunda corriente (más próxima a la izquierda roja) estaría representada por
quienes invocaban la «salvación pública» como ley suprema, la de quienes
defendían, en nombre de la utilidad de todos, la vigilancia de las libertades
de algunos.
Final
Concluimos: la función «Izquierda» sólo puede tomar sus «valores» en un
campo político en el que puedan estar definidos proyectos opuestos
susceptibles de ser determinados por una asamblea (sea una asamblea
democrático-parlamentaria, sea un soviet de obreros y campesinos): fuera
de este campo no cabe hablar propiamente de Izquierda ni de Derecha,
salvo por extensión más o menos débil; como tampoco cabe hablar de
energía eléctrica, positiva o negativa, más que en las situaciones en las que
existen los campos eléctricos, y sólo por analogía o por metáfora podrá
decirse, por ejemplo, que un orador «electriza» a su público. Además, la
determinación del significado de la izquierda o de la derecha no puede
fundarse únicamente en la apariencia de los fenómenos, es decir, en la
trayectoria empírica de uno u otro partido; sobre todo, porque las decisiones
que un partido de izquierda haya podido adoptar de hecho son
significativas y diferenciales, en principio, en relación con muchas opciones
de valores concretos (koljoses o sovjoses, autopistas o ferrocarriles, &c.) pero
pueden estar «equivocadas» en relación con la función característica. Las
izquierdas, o las derechas, pueden extraviarse o desviarse en el modo de
elegir los parámetros en cada caso, y sobre todo, en el momento de
componer los valores de una línea dada, con los de las demás.
Hemos propuesto un modelo funcional de «ley esencial de la Izquierda» que
contiene la posibilidad de la variación de sus posiciones por la
codeterminación de los valores posibles. Más aún, hemos sugerido muchas
diferencias constatadas en las izquierdas (o en las derechas), que, según su
posición, no son explicables por circunstancias aleatorias, sino sistemáticas,
que hemos intentado concretar en criterios éticos. En función de estos
criterios o parámetros, la función de la Izquierda se modularía
habitualmente según direcciones bien diferenciadas que entran en conflicto
mutuo, a veces tan intenso como el que pueden mantener con respecto a las
posiciones de la Derecha.
Con esto estamos reconociendo que la función general de la Izquierda
propuesta no tiene capacidad suficiente para definir (o decidir) en todas las
líneas por igual, valores que puedan considerarse genuinamente de
Izquierda o de Derecha (lo que no quiere decir que la oposición entre
Izquierda y Derecha pueda considerarse como una mera reliquia histórica).
Y esto significa, por tanto, que muchos de los valores empíricos atribuidos a
la izquierda (pongamos por caso, la defensa de la eutanasia o la del aborto
libre) no pueden recibir una justificación terminante desde la idea general,
sino que tienen que irse determinando precisamente en la confrontación y
oposición a los valores de sus contrarios. Asimismo, tampoco las
discrepancias de la izquierda podrán atribuirse siempre a sus modulaciones
éticas.
Y esta incapacidad de reconstruir una posición dada a partir de principios,
aunque no significa necesariamente que la reconstrucción es imposible,
tampoco excluye esta posibilidad. Si esta se acepta tendríamos que atenuar
notablemente, en muchas líneas, las diferencias, que muchos quieren
atribuir a una oposición general, dicotómica y «maniquea», entre izquierdas
y derechas; y no sólo en función de la Realpolitik, sino en función de la
propia ética.
Concluiremos diciendo que las decisiones éticas y morales han de
considerarse, en gran número de casos, mucho más independientes del
hecho de estar insertas en una izquierda o en una derecha, al menos
empírica, de lo que pueden estarlo las izquierda o las derechas políticas,
respecto de las decisiones éticas o morales.
{1} El presente artículo constituye la base de la conferencia pronunciada por
el autor el 26 de julio de 1994, dentro del curso de verano titulado Ética laica
y sociedad pluralista (Valencia, 25-29 julio 1994) organizado por la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo y dirigido por Victorino
Mayoral (en este curso intervinieron como profesores, por orden de
intervención: Victorino Mayoral, Manuel Núñez, Elías Díaz, Enrique Dussel,
Gustavo Bueno, Esperanza Guisán, Michel Morineau, Juan Gay Armenteros,
José Montoya, Rafael Calvo Ortega, Enrique Miret Magdalena y Miguel
Angel Quintanilla).
{2} En el sentido que dimos a esta oposición en La Metafísica Presocrática,
Pentalfa, Oviedo 1974, pág. 359.
{3} Cuyas implicaciones, para nuestro caso, se tratan agudamente en el libro
de Alberto Hidalgo, ¿Qué es esa cosa llamada Ética?, Cives, Madrid 1994, pág.
27-ss.
{4} Alvin Toffler, Avances y premisas (1983), Plaza&Janés, Barcelona 1983,
pág. 100.
{5} Véase F. Selleri, Die Debatte um die Quantentheorie, Wieweg & sohn,
Brauschweig/Wiesbadem 1983.
{6} Un desarrollo del concepto de «cuerpo político» en Gustavo Bueno,
Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja,
Logroño 1991, págs. 273, 285, 307.
{7} Una exposición del concepto generalizado de eutaxia en nuestro libro
antes citado, Primer ensayo..., págs. 177-ss.
La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva
Gustavo Bueno
Materia
Gustavo Bueno
III. Usos filosóficos del término «materia»
1. Nos referiremos, desde luego, a los usos filosóficos en el sentido estricto
de la filosofía que está dada dentro de una tradición cultural determinada, a
saber, la helénica; el sentido estricto de la palabra filosofía se corresponde,
pues, con la filosofía «académica». Es evidente que si utilizásemos el
adjetivo «filosófico» en un sentido lato (por ejemplo, el que los antropólogos
le atribuyen cuando hablan de la cosmogonía, teología o moral de los
«pueblos naturales») no podríamos establecer ninguna línea divisoria entre
los usos filosóficos del término materia (o de otros de su constelación) y los
usos mundanos (por ejemplo, religiosos) de los que hemos hablado en el §I.
Esto no implica que propugnemos la necesidad histórica de una selección de
usos o acepciones en virtud de la cual quedasen excluidos todos aquellos
que pudieran considerarse mitológicos, praeterracionales, &c. Semejante
selección desatendería al juego dialéctico que, en el caso del desarrollo
histórico de la idea filosófica de materia, pueda corresponder a usos que, en
sí mismos, son extrafilosóficos (por ejemplo, el concepto de [20] «cuerpo
glorioso de Cristo») pero que pueden adquirir un significado filosófico
intercalados en el proceso de desenvolvimiento de las ideas de la filosofía
griega (a través de la Teología cristiana, por ejemplo).
Para muchos, en cualquier caso, esta restricción del concepto de filosofía al
«área de difusión helénica» no sería otra cosa sino efecto de un
etnocentrismo acrítico. Sin embargo, tampoco es evidente que un
etnocentrismo tal pueda, sin más, ser considerado como acrítico, en tanto
que él puede, a su vez, verse como resultado de la crítica al relativismo
cultural. Por nuestra parte vinculamos la peculiaridad de la filosofía de
tradición helénica no ya meramente a unas determinadas tesis (muchas de
las cuales son comunes a otras culturas) sino precisamente a su relación con
el método científico racional puesto a punto precisamente en la cultura
antigua, a propósito de la creación del razonamiento geométrico y de la
demostración lógica. Es a partir de esta relación con la argumentación
geométrica (aplicada a la Astronomía, principalmente, en la época antigua)
como puede entenderse la peculiar naturaleza abstracta del pensamiento
filosófico «griego». Pues éste, incluso en la reconstrucción de conceptos
metafísicos similares a los que mantuvieron sus propios antepasados, exhibe
un método de proceder, un método discursivo, en el que, entre otras cosas,
han de ensayarse dialécticamente todas las alternativas lógicas disponibles
(lo que sólo es posible desde una perspectiva abstracta peculiar) y han de
desarrollarse sistemáticamente los valores límites de ideas dadas, desde
luego, en la cultura popular.
Aplicando estos criterios a nuestro asunto: los usos filosóficos, en sentido
estricto, del término materia no proceden de fuentes propias de alguna secta
privilegiada, sino de los mismos contenidos mundanos, tecnológicos o
científicos, sólo que tratados según el método filosófico.
2. El proyecto de dibujar una idea global de materia [21] dispuesta para
acoger en sus mallas a los usos filosóficos al menos históricamente
importantes, incluye tomar alguna decisión acerca del formato lógico que ha
de tener tal idea, puesto que ese formato está en función de las relaciones
que se estimen relevantes entre las diversas acepciones. ¿Son todas ellas
variaciones monótonas de un mismo concepto o, al menos, especificaciones
distributivas de una idea genérica única? Si la respuesta fuera afirmativa,
estaríamos concediendo que la idea global de materia se ajusta al formato de
un concepto unívoco. ¿No habrá más bien que reconocer relaciones entre las
diversas acepciones de la idea de materia que rayen incluso en la
incompatibilidad? En esta hipótesis, ¿cómo mantener la unidad de la idea de
materia si no es atribuyéndole un formato no unívoco, sino analógico, y
según analogía que permita entender el desenvolvimiento de sus acepciones
como si de un proceso dialéctico se tratase, a la manera como el concepto
matemático de «curvas cónicas» se desarrolla, más que como una idea
unívoca en especies unívocas, como un género dialéctico que conduce a
especies de-generadas, tales como el punto o el par de rectas? El tratamiento
de la idea de materia como si ella se ajustase a un formato lógico de tipo
unívoco es muy frecuente. En realidad, era la tradición escolástica, en tanto
consideraba a la materia o bien como un concepto unívoco incluido en el
género supremo o categoría de la sustancia (a saber, la sustancia material) o
bien como un concepto unívoco cuyas determinaciones se manifestasen en
el ámbito de otro género unívoco supremo, a saber, la categoría cantidad. Por
lo demás, las relaciones entre la materia-sustancia y la materia-cantidad
venían a reducirse, de hecho, al tipo de relación de todo a parte, pues el
accidente era una parte de la sustancia; de ahí, la expresión «cantidad de
materia», en el sentido de «porción de la sustancia material». Esta tradición
escolástica mantiene su influencia incluso en F. Engels, para quien la idea
general de [22] materia es sólo una «abreviatura abstracta» de las diversas
materias específicas: «el concepto de materia -dice en la Dialéctica de la
Naturaleza, pág. 519, tomo XX de la edición Dietz- es un concepto genérico
que contiene en su ámbito las más diversas especies de materia, a la manera
como el concepto de fruta no es otra cosa sino un concepto genérico que
contiene en su ámbito a las cerezas, peras y manzanas.» Por nuestra parte
consideramos inadecuado atribuir el formato de los conceptos unívocos a la
idea de materia, como si tal idea pudiera ser construida por generalización
inductiva de los diferentes contenidos materiales específicos o,
sencillamente, como si fuese posible presentar una definición conspectiva de
materia, global y previa a todas sus especificaciones. Los intentos en esta
dirección sólo han podido llevarse a cabo acogiéndose a definiciones de
materia tan vagas que sus fórmulas podrían ser aceptadas tanto por los
materialistas como por los espiritualistas radicales. Tal ocurre con dos
famosas definiciones generalísimas de la materia, de las cuales una tiene un
sentido más bien epistemológico mientras que la segunda tiene un sentido
más bien ontológico. Dice la primera: «Materia es lo que impresiona
nuestros sentidos» -a esta definición se aproximan las que hemos citado de
E. Ferrière o la de E. Mach. La segunda definición dice: «Materia es la
realidad de los entes que existen más allá de nuestro pensamiento» -a esta
definición se aproxima la de Lenin (Materialismo y empiriocriticismo, V,
2/1909) o la de R. Havemann (Dialectik ohne Dogma?, 1964, 3). La primera
definición de materia es insuficiente, porque pide el principio, suponiendo
que lo que impresiona a los sentidos es material (en contra de la tesis de
Berkeley, y sin tener en cuenta la «materia inteligible»). La segunda
definición es inaceptable, porque también puede ser aplicada por un
espiritualista a los entes que no son materiales (el Dios de Aristóteles o de
Santo Tomás es postulado como realidad extramental, pero inmaterial); [23]
además esta definición sugiere que la subjetividad no es material.
Si queremos ser respetuosos con la diversidad de acepciones o usos del
término materia en filosofía y, a la vez, alcanzar una idea capaz de anudar tal
diversidad de un modo interno, será necesario atribuir a esta idea un
formato no unívoco. Y será preciso también renunciar a la pretensión de
ofrecer una definición global de la idea de algún modo previa a todas sus
ulteriores especificaciones. Tampoco el concepto de número puede ser
expuesto en una definición conspectiva global: es preciso comenzar por los
números naturales y, gradualmente, ir rebasando el campo inicial hasta
alcanzar el campo de los números complejos, que envuelve a los
precedentes, pero no ya como un género abstracto (o negativo) sino como
un género combinatorio.
3. Como punto de partida para el «levantamiento del plano» de la idea de
materia ensayaremos el contexto tecnológico, que desempeñará, respecto de
la idea de materia, el papel similar al que desempeñan los números enteros
respecto de la idea general de número. El contexto tecnológico tiene,
además, el privilegio de hacerse presente tanto en las realidades mundanas
precientíficas que están siendo sometidas a un tratamiento operatorio
(racional) como en las realidades delimitadas por las ciencias. Tan racional
puede ser el sistema de útiles o herramientas preparadas por un agricultor
neolítico como el sistema de entrada y salida de señales de una
computadora.
La idea de materia que se nos da en su primera determinación tecnológica es
la idea de materia determinada (arcilla, cobre o estaño, madera... arrabio). Una
materia determinada precisamente por el círculo o sistema de operaciones
que pueden transformarla y, en principio, retransformarla mediante las
correspondientes operaciones inversas o cíclicas. El concepto de materia
comenzaría, según esto, ante todo, como concepto de aquello que es capaz
de transformarse [24] o retransformarse; por ello, es inmediato que en este
contexto tecnológico, la idea de materia se nos muestra como rigurosamente
correlativa al concepto de forma, a la manera como el concepto de reverso es
correlativo al concepto de anverso. Algo es materia precisamente porque es
materia respecto de algunas formas determinadas (el mármol es materia de
la columna o de la estatua). Las transformaciones tecnológicas dadas en un
mínimun nivel de complejidad comienzan a ser experimentadas por los
hombres en época muy temprana, sobre todo una vez dominado el fuego.
Las transformaciones de sólidos en líquidos y recíprocamente (congelación,
gelificación) o las transformaciones de líquidos en gases (evaporación, &c.)
constituyen la fuente de la ampliación de la idea de materia, i.e., aquello que
hace posible el desbordamiento del estado sólido inicial, y la extensión de la
idea de materia hacia el estado gaseoso (experimento de la clepsidra de
Empédocles). La materia determinada se nos ofrece de este modo como un
concepto distributivo que comprende «círculos operatorios» tales que
pueden ser disyuntos entre sí. Materia determinada, según su concepto, será
aquello que puede conformarse según las formas a,b,c,... o bien según las
formas m,n,r,... Este concepto no implica, pues, que la materia envuelva la
idea de unidad de sustrato de todas las materias determinadas, a la manera
como tampoco una relación de equivalencia E universal en un campo de
términos Q nos conduce a una clase homogénea, puesto que ella puede
llevarnos a establecer el conjunto de clases disyuntas, el cociente Q/E. Es
cierto que los pensadores jonios (de Tales de Mileto a Anaxímenes)
mantuvieron, al parecer, la tesis de la transformabilidad de una cierta
materia determinada (supuesto que el agua de Tales o el aire de Anaxímenes
no fueran ya aproximación al ápeiron de Anaximandro) en todas las
determinaciones formales posibles. Pero también es cierto que esta tesis fue
considerada gratuita por quienes se acogieron [25] a la idea de una
diversidad irreducible entre al menos algunos círculos de materialidad
física, los más señalados de los cuales fueron los círculos constituidos por
los objetos terrestres y los objetos celestes, por un lado, y los círculos
constituidos por los cuerpos inorgánicos y los vivientes por otro. Lo que
importa subrayar es que en estas diversas alternativas la idea de materia
determinada se mantiene: materia es aquello que es transformable dentro de
un círculo de formas definido.
Acaso la acepción de materia que, en la tradición filosófica, puede citarse
como más próxima a esta primera acepción de materia determinada, sea el
concepto escolástico de materia segunda, vinculado a la doctrina hilemórfica
aristotélica (en el De rerum principio, atribuido a Duns Escoto, se distingue
una materia primo-prima de una materia secundo-prima, sustrato de la
generación y la corrupción, y de una materia tertio-prima, que sería la
materia segunda, en cuanto algo que es plasmable). Debe tenerse en cuenta
que la materia segunda sólo es «segunda» por relación con la materia prima
aristotélica; pero este orden «escolástico» no debiera confundirse con el
orden, no ya sólo ontológico (ordo essendi) sino gnoseológico (ordo
cognoscendi). Porque la materia segunda, en tanto es materia determinada, será,
al menos en el sistema que estamos desarrollando, materia primera en el
orden gnoseológico.
Por último: aun cuando la materia determinada sea siempre correlativa a la
forma, esto no significa que la idea de materia, en esta su primera acepción,
tenga ya la capacidad suficiente para envolver a la idea de forma.
Precisamente se opone a ella: la forma no es materia, y esta circunstancia
puede servir de base a ciertas posiciones no materialistas (formalistas y
materialistas) que creen poder tratar a la materia como una idea no
equivalente, desde luego, al «ser», a «lo que hay». Tal es lo que, desde una
perspectiva materialista, podría llamarse la «paradoja particularista» [26]
del concepto tecnológico de materia. La ampliación de la idea de materia a
las propias formas correlativas, habrá que concebirla como resultado de un
proceso dialéctico cuyas líneas generales ensayaremos ofrecer más tarde.
4. La materia determinada no incluye, según hemos indicado, la unidad de
continuidad entre todas sus especificaciones, puesto que su concepto es
compatible con un universo constituido por materias determinadas
irreductibles, por círculos disyuntos de materialidad. Pero esto no significa
que estos diferentes círculos de materialidad (la materia corruptible y la
incorruptible o etérea de los antiguos) no puedan compartir notas o
catecterísticas esenciales comunes (genéricas), del mismo modo a como las
clases disyuntas constituidas por todos los números {x,y} congruentes al
módulo k (x ky) comparten la propiedad esencial (genérica, siendo n Z)
siguiente x-y=k.n.
Dos atributos esenciales, genéricos, caracterizan como connotaciones
conjugadas a la idea de materia determinada -por tanto a los círculos de
materialidades determinadas; dos atributos que, siendo correlativos (como
correlativo es lo pasivo respecto a lo activo, o incluso lo negativo respecto a
lo positivo) se complementan y se moderan, por decirlo así, mutuamente, a
saber, la multiplicidad y la co-determinación. Por la multiplicidad la materia (en
cada círculo de materialidad y por supuesto en el conjunto de los círculos)
se nos da, en una perspectiva eminentemente pasiva y aun negativa, como
una entidad dispersiva, extensa, partes extra partes; por la codeterminación, las
partes de esas multiplicidades se delimitan las unas frente a las otras,
eminentemente de un modo activo o, al menos, positivo. En su expresión
más sencilla o débil, la multiplicidad de la materia determinada se nos
manifiesta como mera extensión; en su expresión más fuerte, la
codeterminación se manifiesta como determinación causal de unas partes
respecto de las otras partes de su círculo. Pero, evidentemente, [27] las
modalidades de los atributos de multiplicidad o codeterminación no se
reducen a los citados y son mucho más variadas. La multiplicidad tiene que
ver con la cantidad, en tanto esta cantidad la entendemos como cantidad
determinada («cualificada») según unidades de referencia: cantidad de
calor, cantidad de presión, de volumen (sin olvidar que hay también
multiplicidades cualitativas). La inercia, así como la resistencia que unas
partes oponen a la «acción» de una dada, tiene que ver con la
codeterminación. La mejor expresión de la codeterminación en el contexto
de las multiplicidades físicas es, sin embargo, probablemente la misma
gravitación de las masas newtonianas y postnewtonianas, en tanto que es
propiedad genérica recíproca (afecta tanto a leptones como a los hadriones),
que termina identificándose con la inercia en la teoría general de la
relatividad; puesto que ahora el movimiento de un cuerpo se dice libre, es
cierto, respecto de las fuerzas gravitatorias newtonianas procedentes de
otros cuerpos, para estar determinado únicamente por la estructura del
espacio-tiempo. Pero es precisamente esa estructura la que, en rigor, se
convierte en una expresión física de la codeterminación, en tanto esa
estructura resulta de las ondas gravitacionales que, a la velocidad de la luz,
«deforman» la curvatura del espacio-tiempo en el que se desplazan
«libremente» los cuerpos de referencia. En cualquier caso, el atributo de la
codeterminación no implica la conexividad total o codeterminación mutua
de todas las partes de un círculo de materialidad dada, de acuerdo con la
idea platónica de la symploké (El Sofista, 259 c-e, 260 b): «si todo estuviese
comunicado con todo no podríamos conocer nada.» Este postulado de
discontinuidad se utiliza en nuestros días, por ejemplo, en la hipótesis de la
existencia de regiones del universo físico causalmente disyuntas, para el
caso de las regiones del fondo isotrópico de microondas (la radiación de A.
A. Penzias y R. V. Wilson) de direcciones diversas, entre las cuales no [28]
cabría hablar de interacción causal si es que mantienen una separación
espacial mayor que el producto ct.
La multiplicidad (multiplicidades) de términos constitutiva de la materia
mundana o extensa (partes extra partes) no es una multiplicidad pura,
indeterminada; es una multiplicidad determinada según contenidos
morfológicamente dados a una cierta escala, en «unidades» que tienen que
ver con los cuerpos humanos (nebulosas, planetas, organismos animales,
células, moléculas, átomos, electrones, ...). Las multiplicidades materiales
mundanas, en tanto comienzan dándose como multiplicidades
determinadas, se manifiestan siempre enclasadas (y cuando el
enclasamiento se desvanece -si la función Y de la Mecánica cuántica
representa el estado puro del sistema de referencia, como quería
Heisemberg, pero también si la función de onda sólo representa una mezcla
estadística, como quería Einstein- entonces también se desvanecerá la
determinación). La estructura enclasada del Mundo, tal como fue
descubierta por Platón, sería una estructura trascendental (y no empírica,
pero tampoco meta-física). El fundamento de esta trascendentalidad habría
que ponerlo en la interacción entre la isología, entre las partes de cada
multiplicidad mundana y la morfología de cada una de esas partes: si las
partes se determinan según una morfología es en función del «encuentro» con
otras partes isológicas; luego los términos de cada multiplicidad no estarían
determinados a una clase de modo absoluto, sino en la medida en que estos
términos se «encuentran» mutuamente, mediata o inmediatamente, y ese
«encuentro» es un modo abstracto de referirse a la codeterminación. Pero la
co-determinación entre los términos de las diversas multiplicidades no tiene
lugar sólamente dentro de los círculos de enclasamiento, sino también en la
intersección de diferentes círculos, lo que permite dar cuenta de la
complejidad de la relación de codeterminación, y de la [29] posibilidad de
incluir entre ellas a las relaciones aleatorias (por las contingencias derivadas
de los contextos inter-clases).
En cualquier caso, se comprende que cada uno de estos dos atributos que
acabamos de considerar como atributos conjugados que definen la idea
misma de materia determinada, haya sido tomado eventualmente, de modo
separado, como criterio para definir la idea de materia (y no sólo de materia
corpórea). He aquí la deficición (neoplatónica) de materia por el atributo de
multiplicidad acuñada en el siglo XII por Domingo Gundisalvo: «materia
enim contraria est unitate eo quid materia per se diffluit et de natura sua
habet multiplicari, dividi et spargi» (De Unitate et uno, 28-33). La apelación a
la idea de codeterminación (eminentemente causal) como contenido
significativo central de la idea de materia, la encontramos, por ejemplo, en el
concepto kantiano de naturaleza, cuando se toma en su acepción formaliter
(por ejemplo, naturaleza de la materia fluida, del fuego, &c.) significando
«la conexión de las determinaciones de una cosa según un principio interno
de causalidad» (K.R.V., Dialéctica, II, 2, 1). Esta connotación (la
codeterminación) de la idea de materia se encuentra de modo difuso
utilizada por gran número de científicos o de filósofos de la naturaleza.
Einstein, por ejemplo, dijo, para caracterizar el materialismo que a Max Born
atribuía su esposa: «lo que Vd. llama 'el materialismo de Max' es
simplemente la forma causal de considerar las cosas» (apud P. Formann,
Weimar Culture. Causality and Quantum Theory, 1918/1927, en Hist. Studies in
Physical Sciences, vol. 3, 1971).
5. El hecho de la variedad de diferentes especies de materialidades
determinadas suscita necesariamente la cuestión de la posibilidad de su
clasificación en géneros generalísimos. Desde luego, podríamos ensayar un
método de clasificación ascendente, inductivo. Pero ¿sería posible ensayar
un método descendente, a partir de algún criterio o [30] «hilo conductor»
que nos permitiera proceder de un modo «deductivo» y que algunos
denominarían a priori? Es evidente que, si este hilo conductor o criterio
deductivo existe, deberá estar vinculado al contexto mismo originario de la
idea de materia determinada, el contexto tecnológico transformacional.
Ahora bien, desde un punto de vista sintáctico, todo sistema tecnológico
comporta tres momentos o, si se quiere, sus constituyentes pueden ser
estratificados en tres niveles diferentes: el nivel de los términos, el de las
operaciones y el de las relaciones. Las transformaciones en cuyo ámbito
suponemos se configura la idea de materia determinada tienen siempre
lugar entre términos, que se componen o dividen por operaciones, mejor o
peor definidas, para dar lugar a otros términos que mantienen determinadas
relaciones con los primeros. En las transformaciones de un sílex en hacha
musteriense, los términos son las lajas, ramas o huesos largos; operaciones son
el desbastado y el ligado y relaciones las proporciones entre las piezas
obtenidas o su disposición. En las transformaciones proyectivas de una
recta, son términos los segmentos determinados por puntos A, B, C y D,
dados en esa recta; operaciones son los trazos de recta que partiendo de un
punto 0 de proyección pasan por A, B, C, D, determinando puntos A', B', C',
D', en otra recta; son relaciones las razones dobles invariantes (CA/CB) /
(DA/DB) = (C'A'/C'B') / (D'A'/D'B').
Ahora bien: si la idea de materia determinada se va configurando en el
proceso mismo de las transformaciones y éstas comportan
imprescindiblemente tres órdenes o géneros de componentes (términos,
operaciones, relaciones) sería injustificado reducir el contenido de la idea de
materia tan sólo a alguno de esos órdenes, por ejemplo, y por citar el de
mayor probabilidad, el de los términos, cuya inicial naturaleza sólida se nos
dibuja en las proximidades de la noción primitiva «cosista» de sustancia
material determinada (como pueda serlo la massa o máza, en su sentido [31]
originario de «pan de cebada»). ¿Por qué los segmentos o términos CA, CB
de nuestro ejemplo proyectivo habrían de ser, desde luego, materiales y no
las relaciones CA/CB interpuestas entre ellos? ¿Acaso estas relaciones son
inmateriales o espirituales? Pero otro tanto podrá afirmarse de las
operaciones consistentes en trazar rectas, intersectarlas con terceras, &c. En
suma, parece obligado concluir que la materia determinada, en el contexto
de las transformaciones operatorias, se nos ofrece como una realidad
sintácticamente compleja, en la cual se entretejen momentos de, por lo
menos, tres órdenes o géneros muy distintos, pero tales que todos ellos son
materiales. Y sin que el concepto de materia dado en esas transformaciones
pueda quedar confinado en alguno de esos órdenes o, menos aún, pueda
desprenderse como una «síntesis superior» de todos ellos. Más bien sucede
como si la idea de materia determinada apareciese inmediatamente
configurada en alguno o desde alguno de sus géneros componentes en
tanto, es cierto, en cuanto cada uno nos conduce a los restantes (a la manera
como ocurre, si no ya con tres órdenes, sí con los dos órdenes de
componentes, puntos y rectas, de las dualidades geométrico- proyectivas).
Habrá que decir, por tanto, que la materia determinada, con sus atributos
conjugados de multiplicidad y codeterminación, se nos resuelve
inmediatamente en alguno de los tres géneros, a la manera como, según los
escolásticos, el género generalísimo de la cantidad se resolvía
inmediatamente en los géneros de cantidad continua y cantidad discreta (F.
Suárez, Disputación 40, I, 5). La materia determinada se nos dará, bien como
materia determinada del primer género (por ejemplo, como una multiplicidad
de corpúsculos codeterminados), o bien como una materia de segundo género
(una multiplicidad de operaciones interconectadas), o bien como una
materia del tercer género (por ejemplo, una multiplicidad de razones dobles
constituyendo un sistema). Géneros entretejidos (la sumplokh' platónica),
[32] que no cabe sustancializar como si de esferas diversas de materialidad
(«Mundos», «Reinos»), capaces de susbsistir independientemente las unas
de las otras, se tratase; pero que tampoco cabe confundir o identificar y esto
siempre que sea posible segregar «figuras», dadas en cada uno de los
géneros, tales que puedan componerse con figuras del mismo género según
líneas esencialmente independientes de los otros, aunque existencialmente no
sean separables. Una onda gravitacional einsteniana (h=g-go), determinada
por una masa corpórea que, mediante ella, deforma el espacio, no será
propiamente corpórea ni másica (algunos físicos llegan a decir que es
inmaterial) y, sin embargo, es real, con una materialidad que clasificaríamos
en el tercer género, cuando se interpreta como la diferencia entre el tensor
métrico g del espacio-tiempo curvo que contiene la onda y el tensor métrico
go que expresa el espacio-tiempo de fondo en ausencia de la onda. Las
figuras poligonales (cuadradas, exagonales, triangulares...) que son
relaciones entre un conjunto de baldosas (términos) no pueden existir
independientemente de la sustancia química de estas baldosas (mármol,
cerámica, &c.); se sabe que no todas las figuras poligonales son aptas para
pavimentar sin resquicio un suelo dado: la composición de las figuras
poligonales se abre así camino en el tercer género de materialidad, y no en el
primero, puesto que si un conjunto de baldosas pentagonales de cerámica
no cubren el suelo, ello no será debido a su contenido de cerámica sino a su
figura pentagonal.
Ahora bien: los tres géneros de materialidad determinada, así obtenidos,
han de poderse poner de hecho en correspondencia biunívoca con tres
acepciones diferentes del término materia de reconocida significación en la
historia de la filosofía. Y si es conveniente subrayar este punto, e incluso en
ocasiones presentar este subrayado «como un descubrimiento», es debido a
la circunstancia, también innegable, [33] de que en la común tradición
filosófica hay escuelas que interpretan estos constituyentes de la materia
determinada de otros modos. Por ejemplo, considerando como materia, en
sentido recto y estricto, a la materia del primer género, pero poniendo en
correspondencia los constituyentes del segundo género con entidades de
índole inmaterial, espiritual o psicológico-subjetiva (las operaciones); o bien,
considerando a los constituyentes del tercer género como entidades
inmateriales, pero ideales y objetivas, equivalentes a las formas, esencias o
estructuras del platonisno convencional. Tres niveles u órdenes de la
realidad material que, hipostasiadas, llegarán a ser concebidas por algunas
escuelas como diferentes géneros de sustancias, o como «Reinos» o
«Mundos» diversos (como si el «Mundo» no estuviese dotado de unicidad, o
como si hablar de «mundos», o de «acosmismo», no fuese algo tan absurdo
en Ontología materialista como era hablar de «Dioses» o de «ateismo» en
Teología natural). Estamos así ante la Metaphysica specialis de las tres
sustancias de Ch. Wolff (Vern. Ged. von Gott, der Welt und der Seele des
Menschen, 1719); o ante la ontología de los tres reinos o mundos de G.
Simmel (Hauptprobleme der Philosophie, 1910) o de K. Popper (On the Theory of
the objetive Mind, Viena 1968; «Epistemology whithout a knowing Subject»,
en Proceedings of Third Int. Congress for Logic, Amsterdan, 1968).
Pero, sin perjuicio de reconocer la poderosa efectividad de estas
interpretaciones, tampoco nos parece legítimo olvidar o subestimar el hecho
de que también los constituyentes de la materia determinada, de los que
venimos hablando, han sido otras veces interpretados precisamente como
acepciones de la idea de materia. Dicho de otro modo, no es legítimo
históricamente olvidar o subestimar el hecho de que diversas acepciones
filosóficas de materia, históricamente relevantes, se corresponden, de modo
convincente, con los géneros de constituyentes que hemos derivado [34] de
la perspectiva sintáctica. Este hecho es de la mayor significación desde una
perspectiva materialista, principalmente porque él nos ofrece el punto de
partida para reinterpretar (o recuperar) gran parte de la Metaphysica specialis
de Wolff en el contexto de una ontología materialista.
Que los constituyentes del primer género de la materia determinada -las
multiplicidades de términos operables y, en particular, de cuerpos sólidos-
puedan ponerse en correspondencia con la idea de materia en su acepción
de materia física, es algo obvio, puesto que éste es el significado más
inmediato del término materia. No sólo en la tradición filosófico-realista,
sino también en la tradición del «idealismo material» inaugurado por
Berkeley, una tradición que repercute en Fichte o también en Croce o en
Gentile (cuando la materia del primer género aparece como natura inmanente
all'Io, para decirlo con la fórmula que Gentile utilizó en su Teoria Generale
dello spirito, 5ª ed. Florencia 1938, c.16, p.12). Otra cuestión es que esta
materia física o materia del primer género, se considere como una realidad
que se nos da en un concepto unívoco o bien como un conjunto de
realidades heterogéneas e irreducibles. Tal era el caso de la materia terrestre
(corruptible) y de la materia celeste (incorruptible) en la época medieval:
«materia non dicitur univoce de materia generabilium et de hoc corpore
celeste», dice Alvaro de Toledo en su comenterio al De substantia orbis de
Averroes (ed. de M. Alonso, CSIC, Madrid 1950). Y tal fue el caso de la
materia inorgánica y la materia viviente en la época moderna (Buffon había
defendido la existencia de unas «moléculas orgánicas» que serían vivientes
por naturaleza, una tesis que fue arruinada por el descubrimiento, en 1828,
de la síntesis de la urea por Wöhler).
Pero también los constituyentes del segundo género de materialidad (sin
perjuicio de que ellos hayan servido constantemente de referencia para la
construcción del concepto [35] de ser espiritual, en la línea del Fedon
platónico) han sido conceptuados reiteradas veces como materiales.
Citaremos, ante todo, a los filósofos epicúreos, cuyo materialismo radical no
significó un olvido de la diferencia entre la materia física (corpus) y la
materia espiritual (anima y animus de Lucrecio, vers. 140 y 360 sgts., del lib.
III; vid. lib. I, 53-56). El concepto epicúreo de una materia incorpórea-
intangible o psíquica se mantendrá a lo largo de toda la Edad Media, a
través de la materia spiritualis de Avicebrón (Fons vitae, ed. Baeumker). Los
escolásticos, en general, atribuyeron al entendimiento pasivo muchas veces
la función de materia, en tanto receptáculo de formas (Santo Tomás, S. Th.,
I/81/1). La concepción del alma como una multiplicidad de sensaciones o de
imágenes que interactúan entre sí, según leyes definidas, equivale de hecho
a un tratamiento del alma como materia psíquica, según el método
instaurado por los clásicos del empirismo inglés (particularmente John
Locke, An Essay Concerning Human understanding, 1690) y continuado por la
llamada «Química mental» de los psicólogos asociacionistas del pasado
siglo (por ejemplo, John Stuart Mill, apud Ribot, Le Psychologie anglaise
contemporaine, París 1875). Célebre fue también, durante la segunda mitad de
ese siglo, la polémica entre Rudolf Wagner y Karl Vogt, a raíz del congreso
de Göttingen de 1854, en el que Wagner afirmó la existencia de una
«sustancia psíquica etérea que agita las fibras del cerebro» -reclamando,
para las otras cuestiones metafísicas, «la fe del carbonero»- y que fue ocasión
de uno de los libros más famosos del materialismo reduccionista, a saber, el
libro de Karl Vogt, Kóhlerglaube und Wissenschaft. Eine Streitschrift gegen
Rudolf Wagner, 1855. Cabe citar, en esta linea, el concepto de energía psíquica
de W. Ostwald (Die Veberwindung des wissensschftlichen Materialismus, 1895).
Refiriéndonos a nuestro siglo, cabe aducir las doctrinas psicoanalíticas como
testimonio de la presencia influyente de [36] un concepto de materia o
energía psíquica que se comporta en su orden de un modo determinista o
causal. Y, en otro contexto, podemos recordar la interpretación
antropologista que del materialismo histórico ofreció Rodolfo Mondolfo (El
Materialismo de Engels y otros ensayos, Buenos Aires 1956), y Erich Fromm
(Marx' Concept of Man, cap. 2, Nueva York 1961), y según la cual la materia
de la «astucia de la razón», en términos de Hegel, se convertiría, en la obra
de Marx y Engels, en la verdadera realidad del mundo y de la historia.
Por último, por lo que se refiere a los constituyentes del tercer género
también sobre estos constituyentes ha vuelto una y otra vez el idealismo
objetivo de todos los tiempos, intentando apoyarse en ellos para ofrecer el
prototipo de una realidad no material y, en algún sentido, transcendente (N.
Hartmann, Zur Grundlegung der Ontologie, 1934, IV). Sin embargo, lo cierto
es que estos constituyentes ideales han sido conceptuados también como un
característico género de materialidad, desde la materia inteligible aristotélica,
hasta, sobre todo, el concepto de materia noética o noemática (u7lh nohth1)
de Plotino (II,4; III,4,1,5). También en nuestro siglo, los contenidos hiléticos o
noemáticos del fenómeno, en E. Husserl (Ideen, 1913, §88, 133). Por otra
parte, los teólogos escolásticos hablaron de un «constitutivo material de la
esencia divina», que Duns Escoto entendía como «infinitud radical», es
decir, como exigencia de la multiplicidad de todas las perfecciones posibles,
entre las cuales habría de hacerse además una distinción que de algún modo
sea previa a cualquier acto del entendimiento humano (Oxon, I, dist.2, q.7;
dist.8, q.4).
6. No podemos entrar aquí en el análisis de las diferentes posibilidades
según las cuales han sido entendidas las relaciones entre lo que venimos
llamando los tres géneros de materialidad determinada (ontológico-
especial). Tan sólo, como corroboración de la efectividad del significado
material inherente a cada uno de los tres géneros citados, haremos notar
cómo cada uno de tales géneros de constituyentes ha podido servir de punto
de partida para edificar posiciones reduccionistas (en rigor, formalistas)
muy heterogéneas entre sí, pero tales que han podido pasar por
materialistas.
La interpretación de los contenidos del primer género de materialidad,
como sentido fuerte de la idea de materia, constituye, en las condiciones
dichas, el sentido acaso más obvio del materialismo. Como prototipo suyo
puede citarse el De corpore, 1655, de Thomas Hobbes. El proyecto de reducir
todas las realidades a la condición de determinaciones de un principio
subjetivo que puede cobrar en ocasiones el aspecto de un materialismo
segundo genérico, puede ejemplificarse con la obra de A. Schopenhauer, Die
Welt als Wille und Vorstellung, 1819, I, §2, 21). Con razón Paul Janet pudo
hablar del «materialismo idealista» inspirado por la doctrina de
Schopenhauer (Le Materialisme Contemporaine, París 1864; cap.I, nota). En
nuestro siglo se ha abierto camino entre los físicos una tendencia (llamada a
veces platónica) a reducir el concepto de materia al horizonte de la
materialidad terciogenérica, considerando a la materia del primer género
como un conjunto de fenómenos (observables) en los que se manifestarían
determinadas estructuras matemáticas inmateriales (en el sentido
primogenérico) del tipo de los grupos de simetría: A. N. Whitehead, Process
and Reality, Cambridge 1929; B. Russell, The Analysis of Matter, Londres 1927;
H. Weyl, Raun, Zeit, Materie, Berlín 1918; W. Heisenberg, Wandlungen in der
Grundlagen der Natur Wissenschaften, 9ª ed. 1959. También John A. Wheler,
The Anthropic Cosmological Principle, Oxford 1985.
7. Hemos esbozado los diferentes principales «valores» o acepciones
filosóficas, en sentido estricto, que ha podido tomar la idea de materia
determinada; pero en modo alguno cabría pensar que la idea filosófica de
materia queda [38] agotada en la exposición de tales valores. En cierto modo
cabría decir que las acepciones o valores filosóficamente más aceptables de
la idea de materia han de esperarse después de que han sido expuestas las
acepciones de referencia, concernientes a la materia determinada, en tanto
puedan dibujarse, en el juego de estas acepciones, procesos de desarrollo o
ampliación dialéctica de la idea misma de materia determinada, a la manera
como las acepciones más importantes, en el terreno matemático, del
concepto de número aparecen en el momento en que pueden comenzar a
tener lugar los procesos de ampliación dialéctica del campo de los números
racionales. En efecto, la materia determinada es materia informada, pero se
configura conceptualmente como materia precisamente en el momento en
que puede perder sus formas y adquirir otras nuevas. Por este motivo, el
concepto de materia se nos ha dado como opuesto a forma, de suerte que
(«paradoja ontológica») la forma, a su vez, comienza dándosenos como algo
que, de algun modo, no es material.
Este modo de dibujarse el concepto de materia, que nos conduce a la
paradoja ontológica, podría considerarse como la raíz de los problemas
filosóficos ulteriores. Ante todo, el problema relativo al tipo de conexión que
habrá que poner entre las dos entidades de materia y forma. Asimismo, el
problema de su identidad en la sustancia material, la discusión de la
posibilidad de amplicación a la forma del mismo concepto de materia
(problema paralelo al que en la época moderna se suscita con el concepto de
«fuerza» -o de «energía» o de «movimiento»- en su relación con el concepto
de materia). Un problema que aún Descartes resolvía, dentro de la tradición
aristotélica del primer motor, apelando a la divinidad como dator motus, en
cantidad constante, a la materia.
Pero es la oposición o disociación conceptual entre materia y forma (o
movimiento y materia, o fuerza y materia, [39] o energía y materia) aquello que
instaura la posibilidad de dos desarrollos dialécticos del concepto de materia
determinada, dos desarrollos que se mueven en sentido contrario, el primero
de ellos en la dirección de un regressus que culmina, como en su límite, en
las formas puras o separadas; y el segundo, en la dirección de un regressus,
cuyo límite es la idea de la materia pura, materia indeterminada o materia
ontológico-transcendental (por oposición a la materia ontológico-especial).
No nos corresponde, en este lugar, tomar posición acerca del alcance
epistemológico que quepa atribuir a los resultados de estos desarrollos
límite de la idea de materia determinada. Pero tanto si se interpretan los
resultados en un sentido dogmático (según el cual, a las acepciones límite así
obtenidas se les otorgará un significado ontológico positivo) o como si se
interpretan en un sentido crítico, habrá que afirmar que las ampliaciones de
la idea de materia determinada, obtenidas por la mediación de tales
procesos dialécticos, alcanzan una ineludible significación filosófica.
Es en la línea dogmática en donde se configuraría, por primera vez, de un
lado, el concepto filosófico de Espíritu -que será en adelante el nuevo
correlato de la materia- y, de otro lado, el concepto filosófico de materia pura.
Subrayamos el carácter filosófico de los nuevos conceptos así construidos,
por oposición a los que deberíamos considerar conceptos prefilosóficos de
espíritu (por ejemplo, el espíritu como spiraculun vitae, del Génesis, II, 7) o de
la materia pura (como a1éra zoÍw'dh kaì pneumatw'dh según la cosmogonía
atribuida a Sanchunjatón, a través de Filón de Byblos, por Eusebio,
Praeparatio Evangelica, I, 10, 1-6). La negación crítica de la interpretación
positiva de los límites del desarrollo dialéctico de la idea de materia
determinada, tampoco puede hacerse equivaler a la negación de todo
conocimiento: la negación del perpetuum mobile de segunda especie no es
una negación del conocimiento, sino [40] un conocimiento crítico que arroja
luz abundante (como segundo principio de la Termodinámica) sobre las
transformaciones finitas ordinarias.
8. Consideremos, ante todo, el desarrollo, según el regressus de la idea de
materia determinada, en tanto en cuanto opuesta a las formas determinadas,
pero indefinidas o puramente potenciales, pueda desembocar, como en su
límite, en la idea de unas formas disociadas de toda materia, de unas formas
puras o formas separadas.
Desde una interpretación dogmática (y suponemos que inexcusable, en una
primera fase del desarrollo de la idea), estos desarrollos toman su punto de
partida de muy diversos estratos de la realidad mundana: uno de los más
importantes es el «estrato» constituido por los cuerpos que nos rodean; su
eliminación progresiva nos conduce al espacio vacio, como forma pura,
identificada con algún ser de naturaleza inmaterial (sensorio divino, de
Newton; forma a priori de la sensibilidad humana, de Kant). [El materialismo del
espacio-tiempo equivale a la negación del formalismo del espacio-tiempo
absolutos de Newton; un materialismo que, en Física, habría sido ejercitado,
en nuestro siglo, por la Teoría de la relatividad.] El límite del proceso nos
conduce precisamente al concepto de Espíritu, con el significado filosófico
estricto de sustancia inmaterial (significado al que se refiere, por ejemplo,
Francisco Suárez en su Disputatio 35: De inmateriali substantia creata). En
efecto, la interpretación dogmática de la que hablamos puede hacerse
equivalente a la sustancialización del límite, a la consideración de las formas
puras como sustancias separadas (de toda materia), lo que implicará, en
consecuencia, una negación o remoción de los atributos esenciales que
venimos predicando de toda materialidad determinada, a saber, la
multiplicidad o la codeterminación. Ahora bien, la negación de la
multiplicidad comporta la remoción del atributo de totalidad partes
extrapartes, y, por ello, según su concepto filosófico, las sustancias
inmateriales no incluirán la totalidad de cantidad, ni per se ni per accidens, ni
tampoco la de totalidad según su perfecta razón de esencia (Santo Tomás,
Summa Theologiae, I, q.8, 2). No por ello las sustancias espirituales son, sobre
todo en el caso del Ser finito, sustancias absolutamente simples, puesto que
en ellas se reconocerá la composición de potencia y acto, o de género y
diferencia; pero su diversidad sustancial, al no poder fundarse en la materia
(que la tradición tomista tomaba como principio de individuación) habrá de
entenderse como diversidad de especie y esencial (Suárez, ibid., sec.III, 43).
La remoción de la codeterminación, por su parte, nos conducirá al concepto
de un tipo de entes dotados de una capacidad causal propia, y de una
actualidad mucho más plena que la de las sustancias materiales, y que si no
llega siempre a alcanzar la condición creadora, sí alcanzará el nivel de una
libertad mucho mayor, de índole intelectual, pero dotada incluso del poder
de mover a los propios cuerpos celestes (Suárez, ibid, sec.VI, 15). En el límite
último llegaremos a la idea de un Acto puro, de un Ser inmaterial, que
llegará a ser definido, en el tomismo filosófico, como ser creador,
plenamente autodeterminado y según algunos, causa sui.
A nuestro juicio, es preciso reconocer a la perspectiva dogmática un interés
muy alto en orden a la delimitación del propio concepto de sustancia
material, y no sólo via affirmationis, sino también via negationis, puesto que el
concepto de sustancia espiritual viene a desempeñar la función de un
contramodelo de la sustancia material. Se advierte bien esta circunstancia en
la obra de Suárez que venimos citando: sólo después de exponer, en la
disputación 35, el concepto de sustancia espiritual, pasa a analizar, en la
disputación 36, el concepto de sustancia material, redefiniéndola
precisamente como aquella sustancia que consta de [42] forma y materia.
Así pues, el resultado principal que se nos depara, en conexión con la
dialéctica de constitución de la idea de materia, no es otro sino la
posibilidad de una ampliación de la idea de materia hasta un punto tal que
nos permita envolver en su esfera a su correlativa idea de forma, en el
concepto de sustancia material. Tanto la materia como la forma, en tanto
forman parte del compuesto, se comportan como materia del mismo,
mientras que es su unidad, el todo, el que se comporta ahora como forma
(Santo Tomás: «partes habent rationem materiae, totum vero, rationem
formae», Summ. Th. I/7/3/3; I/65/2/c; III/90/1/c).
Por lo demás, es evidente que las funciones de contramodelo, susceptibles
de ser desempeñadas por la idea límite de sustancia espiritual, podrán ser
mucho más abundantes y profundas desde la perspectiva crítica, es decir,
desde la perspectiva desde la cual parece necesario no ya sólo dudar de sino
negar la existencia (como ininteligible o irracional) de las formas separadas,
estableciendo la tesis de una materia universalis, es decir, postulando la
necesidad de mantener la materia como componente de todo género de
sustancias, incluyendo las angélicas y las divinas, tal como lo enseñó
Avicebrón (1020/1070) en su Fons Vitae (edic. latina, según la traducción de
Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo, de C. Baeumker, en Beitrage zur
Gesch. d. Ph. des Mitt, I, Hefte 2-4, 1822/1895). La negación crítica de la
realidad efectiva de los contenidos dados en este paso al límite que conduce
a las formas separadas, no sólo tiene alcance antimetafísico (como negación
de la tesis que impugna la existencia de un cosmos inmaterial) sino también
tiene un alcance intramundano. La crítica al límite de las formas separadas
equivale a la crítica a ese mismo límite cuando éste se interpreta como la
idea regulativa de los procesos normales de disociación que tienen lugar
entre determinaciones materiales genéricas y contenidos intramundanos
específicos que la soportan. De este modo, podemos [43] concluir diciendo
que la crítica a todo paso al límite es en rigor la crítica al formalismo, en
beneficio de un materialismo particularizado (es decir, referido a
particularidades dadas). Es así, como, en teoría de la ciencia, el materialismo
gnoseológico constituye una crítica del formalismo lógico, que pone en la
derivación formal de teoremas el núcleo de la actividad científica (los
Segundos analíticos de Aristóteles representan una crítica materialista al
formalismo implícito en los Primeros analíticos); es así como en ontología se
promueve la crítica materialista a la doctrina formalista de la causalidad de
Hume, doctrina que procede por la evacuación de los contenidos de las
relaciones causales en nombre de un formalismo de carácter lógico
(expuesto en la sección XV de la parte tercera del primer libro de A Treatise
of Human Nature, 1739/1740); es así también, como en la teoría moral se
considera insuficiente la fundamentación formalista de la moral de Kant,
apelando a la forma lógica de la ley moral, disociada de toda materia (Max
Scheler, Der Formalismus in de Ethik und die materiale Wertethik, 1913); por
último, en la teoría de la historia, también el materialismo histórico puede
considerarse como una crítica a un idealismo histórico que se resolvería en
rigor en un formalismo, en tanto atribuye una virtud causal propia a ciertos
componentes del proceso social (ideas religiosas, proyectos jurídicos, como
si fuesen formas separadas, cuando sólo son superestructuras, según el
célebre Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de 1859,
de Karl Marx).
Concluiremos subrayando que, tanto en la perspectiva dogmática como en
la perspectiva crítica, la idea filosófica de materia no podrá considerarse ya
como independiente de la idea de espíritu, ni recíprocamente. Según esto, no
podrá ser una misma la idea de materia que se postule como realidad capaz
de coexistir con las realidades espirituales (o recíprocamente) y aquella otra
idea de materia que se [44] postule como una realidad incompatible con la
posibilidad misma del espíritu (o recíprocamente), tal como lo estableció J.
G. Fichte, al oponer el idealismo y el dogmatismo -en su terminología, el
materialismo es un dogmatismo- en su Erste Einleitung in der W., 1797, §5).
9. Consideremos, por último, el desarrollo dialéctico de la idea de materia
determinada en la línea del regressus hacia la materia pura. La remoción
reiterada de las formas concretas dadas en los diversos círculos categoriales
de transformaciones equivaldrá ahora, no ya a una eliminación de
codeterminación o de actividad, ni menos aún de multiplicidad, pero sí a
una «trituración» acumulativa de todos los materiales constitutivos de los
diversos campos de materialidad, en beneficio de una entidad que irá
adquiriendo crecientes potencialidades y cuyo límite último ideal se
confundirá con la idea de una materia indeterminada pura, una materia que ya
desbordará cualquier círculo categorial, por amplio que sea su radio y que
transcenderá a todos los círculos categoriales como materia transcendental.
La metábasis o paso al límite último que nos conduce a la idea de materia
transcendental, como metábasiV ei1V a5lloV génoV, tiende constantemente
a llevarse a cabo de un modo dogmático, es decir, de un modo según el cual
la materia pura o indeterminada viene a concebirse como una suerte de
sustancia absoluta o primer principio unitario que, precisamente por haber
reabsorbido en su infinita potencialidad todas las diferencias, puede
presentarse conceptualmente como plenitud actual o multiplicidad absoluta.
Que semejante proceso de constitución de la idea límite de materia absoluta
pueda parecer contradictorio, no significa que el concepto de este proceso
no pueda servir para reinterpretar ideas muy características de nuestra
tradición filosófica. En realidad éste sería el caso del monismo materialista
de todos los tiempos, en la medida en que el concepto del «materialismo
monista» pueda utilizarse como esquema [45] válido de concepciones
filosóficas por otra parte muy diferenciadas en cuanto a sus contenidos
concretos. Habría, según esto, algún fundamento para reinterpretar el tò
a5peiron de Anaximandro como una versión de esta materia absoluta o
multiplicidad pura tratada como unidad (Aristóteles, Physica, 4, 203 b 7);
pero también la unicidad del Ser eleático, si en su esfera se reabsorben todas
las diferencias (frag. 8, 38/39 de Diels). Seguramente el famoso tratado Della
Causa, principio et Uno (vid. cap. IV) de Giordano Bruno, es uno de los
lugares en donde con mayor nitidez podríamos apreciar los caminos
sustancialistas del paso al límite monista que identifica la potencia absoluta
con el acto absoluto, la materia prima con Dios.
El uso de la idea sustancializada de materia absoluta como contramodelo
(en razón de las contradicciones que tal idea encierra, y entre las que cabe
incluir las aporías de Zenón Eléata) permitirá redefinir al materialismo más
radical precisamente como la negación del monismo de la sustancia y a la
idea de materia transcendental como una multiplicidad pura que desborda
cualquier determinación formal positiva, por genérica que ella sea, en un
proceso recurrente de negatividad.
Desde este punto de vista, acaso no parezca excesivo ver en el concepto
aristotélico de materia prima (prw<th u7lh) una de las versiones más
próximas a lo que pudiera ser el paso al límite a la materia transcendental,
llevado a cabo de un modo crítico (no dogmático o sustancializado).
Decimos «una de las versiones más próximas» puesto que, aun suponiendo,
y ya es mucho suponer, que la materia prima se atribuya no sólo al mundo
de lo corruptible, sino también al mundo de los astros, es lo cierto que la
materia prima no se atribuye al Acto Puro, y, por consiguiente, no puede
decirse que sea transdendental a la omnitudo rerum. La materia prima
aristotélica presupone la unicidad del mundo, su finitud. Con todo, y
ateniéndonos al concepto de [46] materia prima que consta en los libros de
la Metafísica (puesto que en Phys. G 9, 192 a 31, 34, la materia aparece como
sustrato primero -hypokeímenon- a partir del cual algo deriva
esencialmente y no accidentalmente) cabe afirmar que Aristóteles ha
conocido críticamente las exigencias de una idea de materia pura al
utilizarla (actu exercito) de hecho como un predicado diádico («x es M para
Y») al declararla (actu signato) pura potencia y definirla de modo
estrictamente negativo (Met., Z, 3, 1029 a, 20/21: mh1te tì, mh1te posòn,
mh1te a5llo mhdèn légetai oi4V w7ristai tò o5n) haciéndola incognoscible en
sí misma (Met., Z, 10,1036, a). Incluso cabría decir que ha caminado en la
dirección, aún en contra de su voluntad, de preparar la aproximación de esa
prw<th u7lh desconocida con el ser que es nóhsiV noh'sewV, pero también
desconocido, puesto que sólo él sabe qué significa su pensar y cuales son sus
pensamientos («sólo Dios es teólogo»: Met. A, 2, 982 b; 983 a 7).
En cualquier caso, la idea de una materia prima como término límite único,
aunque múltiple en su contenido, de un regressus global también único (idea
que encontramos también en W. Wundt, System der Philosopie, I, V.T., I, 3,d,
Leipzig 1907), no agota las funciones ontológicas de la materia
transcendental. La idea de una materia transcendental puede también
entenderse como expresión universal de la estructura común analógica de
los más diversos tipos de regressus particulares que, partiendo de marcos
categorialmente conformados (biológicos, físicos, sociales, psicológicos),
alcanzan una materialidad abstracta y homogénea en el ámbito de su propio
contexto. Podría ejemplificarse esto con el concepto del llamado «caos
informático» en tanto no es un caos absoluto sino regressus mantenido
dentro de una colectividad de elementos, por ejemplo, 2 32= 4.294.967.296, tal
que con 32 bits de información quepa discernir una secuencia, un orden
dentro del caos. Las materialidades homogéneas contextualizadas son muy
diferentes [47] en cada línea regresiva y, precisamente por ello, sólo tienen
en común el mismo proceso regresivo indefinido, es decir, la materialidad
transcendental como un ideal regulativo de la razón. A partir de la
materialidad configurada por los planetas, estrellas o cometas, se inicia el
regressus que (cuando no acaba en el punto de la creación postulado por la
doctrina del big bang) termina en la materialidad cosmogónica de la
nebulosa primordial, plasma hidrogénico o polvo estelar, en el sentido que
ya le dió Kant (Naturgeschichte und Theorie des Himmels, 1755), de suerte que,
operando sobre una tal materialidad contextualizada, sea posible
reconstruir, aplicando las leyes físicas convencionales, las diferencias de
planetas, estrellas o cometas. J. G. Herder, en sus geniales anticipaciones
evolucionistas, está en realidad regresando desde configuraciones
morfológicas tan precisas como puedan serlo la boca de los vertebrados,
hasta una materialidad contextualizada en la cual la configuración de
partida se mantiene pero de un modo extendido e indiferenciado («todavía
la planta, si vale la exprexión, es boca toda ella», o bien: «los insectos en
estado de larva casi no son más que boca, estómago e intestinos»; Ideen zur
Philosophie der Geschichte der Menschheit, III,1; 1784-91); un proceso similar al
que reproducirá Balfour cuando proyectó reconstruir configuraciones
morfológicas tales como la tetrapodia de los vertebrados (aletas pares,
pectorales y pélvicas de ciertos peces) a partir del concepto de «repliegue
continuo». Hay también ejemplos abundantes en otros terrenos: «todos los
geómetras que consideraba (escribe H. Poincaré, La Valeur de la Science, 1905,
p. I, II, §1) tenían así un fondo común, ese continuo de tres dimensiones que
era el mismo para todos... En ese continuo, primitivamente amorfo, se
puede imaginar una red de líneas y de superficies... de este continuo amorfo
puede, pues indiferentemente, salir uno u otro de los dos espacios, el
euclidiano y el no euclidiano.» W. James, refiriéndose a las [48] expresiones
sonoras (The Principles of Psychology, 1890, I, 4) suponía que, originariamente,
el mundo del niño es «una completa confusión de ruidos». Por último,
cuando la «antropología termodinámica» establece los criterios de nivel de
desarrollo cultural según el orden de biocalorías consumidas por día (cien
mil, las bandas; un millón, las aldeas del bosque tropical; dos millones, las
aldeas neolíticas; cincuenta trillones, los modernos superestados
industriales) es evidente que regresa a una magnitud implicada en las
estructuras culturales, como materia genérica energética que, sin embargo,
sólo cobra su significado cuando se conforma del modo adecuado a cada
caso (M. Harris, Cultural Materialism, I, 2; 1979). [49]
Capítulo 2
Definición léxica del término «Materia»
1. Se trata de ofrecer una definición léxica, a los efectos del léxico referido a
una Enciclopedia de las disciplinas filosóficas dada, como la presente. Una
definición, por tanto, que, manteniéndose lo más «exenta» que le sea posible
respecto de las diversas escuelas filosóficas (materialistas, espiritualistas,
teístas, &c.), sin embargo acierte a recoger las notas imprescindibles del
término «materia» capaces de facilitar el acceso a ellas. No ya tanto en el
sentido que cobraría un concepto genérico y uniforme, que pueda cubrir de
una sola vez a todas las posibles acepciones, sino más bien en el sentido de
un concepto funcional que puede ir cobrando significados heterogéneos de
un modo sistemático. Con estos presupuestos introduciremos la definición
siguiente:
2. El término materia designará inicialmente a la materia determinada, es decir,
a todo tipo de entidad que, dotada de algún tipo de unidad, consta
necesariamente de multiplicidades de partes variables (cuantitativas o
cualitativas) que, sin embargo, se codeterminan recíprocamente
(causalmente, estructuralmente). La materia determinada comprende
diversos géneros de materialidad: un primer género, que engloba a las
materialidades dadas en el espacio y en el tiempo (a las materialidades
físicas); un segundo género que comprende [50] a las materialidades dadas
antes en una dimensión temporal que espacial (son las materialidades de
orden subjetivo) y un tercer género de materialidades, en el que se incluyen
los sistemas ideales de índole matemático, lógico, &c. y que propiamente no
se recluyen en un lugar o tiempo propios.
En una segunda fase, el término materia, al desarrollarse dialécticamente
mediante la segregación sucesiva de toda determinación, puede llegar a
alcanzar dos nuevas acepciones, que desbordan el horizonte de la materia
determinada: la acepción de la materia cósmica (como negación de la idea
filosófica de espíritu, en tanto el espíritu se redefine filosóficamente por
medio del concepto de las formas separadas de toda materia) y la acepción
de la materia indeterminada o materia prima en sentido absoluto, como
materialidad que desborda todo contexto categorial y se constituye como
materialidad transcendental. [51]
Capítulo 3
Referencia a Diccionarios, o Enciclopedias filosóficas
1. La variedad de diccionarios o enciclopedias filosóficas en circulación es
grande y se comprende que los enfoques que cada una de ellas da a la
exposición del término «materia» sean distintos. Sin perjuicio de lo cual
cada una de estas obras suele tener cualidades propias del mayor interés.
Unos preferirán la información copiosa y enciclopédica, en unos casos,
dando mayor peso a las corrientes actuales, otras veces a las escuelas
clásicas, o incluso ocupándose con parecida minuciosidad de todas ellas.
Muchas veces el foco de atención está fijado sobre las concepciones de los
filósofos, antiguos o modernos; en otros casos, parece como si se diera por
descontado que el término «materia» debe orientar la atención hoy hacia los
resultados de las ciencias físicas y naturales. Generalmente el tratamiento
que se da a la exposición quiere ser histórico, acaso contando con que, de
este modo, podrá ofrecerse una información amplia y exhaustiva (cuanto a
lo principal) y además neutral, libre de todo prejuicio capaz de
comprometer el crédito que lectores de muy diversa formación puedan
otorgar a la obra.
2. Por nuestra parte, dudamos de que una voluntad de neutralidad -una
voluntad de «entrega a los textos», sin [52] ningún género de compromiso,
desde un conjunto vacío de premisas- sea la mejor garantía de objetividad.
Porque este desprendimiento de todo compromiso, o bien abre el camino a
una mera rapsodia de citas (de acepciones) más o menos eruditas,
ordenadas cronológicamente y dejando al lector el cuidado de
interpretarlas, o bien sólo de un modo aparente se prescinde de toda
premisa. Así, las ventajas indudables que ofrece el sistema del ya veterano
Diccionario de Lalande, proponiendo definiciones separadas de diversas
acepciones del término de referencia (designándolas por letras A, B, C, D,...)
quedan neutralizadas por la misma desconexión y fractura del término en
estas sus acepciones, que rompen, por decirlo así, el término en cinco o seis
pedazos, cuando lo más importante es establecer sus conexiones. A nuestro
juicio, la claridad que el sistema de Lalande logra es una claridad de índole
más bien burocrática que filosófica. Nos parece necesario, aun a riesgo de
equivocarnos, utilizar una determinada arquitectura de la idea de materia
que permita establecer un principio de organización entre las diferentes
acepciones fundamentales, puesto que es en esta organización en donde, en
todo caso, pondríamos el centro del interés filosófico. Además, sólo desde
una idea dialéctica sistemática será posible emprender la tarea del análisis
histórico del desenvolvimiento de la idea de un modo crítico, dado que una
crítica a partir de un conjunto cero de supuestos, es imposible. En efecto:
¿cuál sería el criterio para la selección de los textos? ¿Por qué citar a
Parménides y no al Rig Veda? ¿Por qué citar a Plotino y no al Hermógenes
gnóstico del que habla San Hipólito (Refutatio, VIII, 17)? ¿Por qué citar las
acepciones que el término «materia» recibe de los textos de algunos físicos
comtemporáneos y no las acepciones que el término recibe de los textos de
los espiritistas, cuando hablan de materia óddica o del cuerpo astral? Es
evidente que la perspectiva materialista o espiritualista del autor, así como
el género de [53] espiritualismo o de materialismo mantenido, influirá
profundamente en la selección o interpretación de los textos. Una
perspectiva no materialista propenderá a ver en Parménides el testimonio
de una superación de la idea de materia como núcleo del ser («la materia, es
para Parménides, lo cambiante, el mundo sensible es pura apariencia»,
leemos en la Enzyklopadie Ph., Mannheim 1984, pág. 796), porque se
presupone acaso que la materia es «materia cósmica» y que la eu1kúklou
sÍaírhV (Simplicio, Fis., 146, 15) no tiene una referencia material, ni siquiera
geométrica, salvo acaso residualmente. La simple definición, aparentemente
obvia, del materialismo como «doctrina que pone la materia como primer
principio de toda realidad» (Enciclopedia de Fil., Sansoni, G. C. Florencia
1967, pág. 410) manifiesta, por su estuctura sintáctica («la materia como
primer principio» en singular) que se está procediendo desde una idea
restringida de materia, acaso la materia como sustancia material del
monismo y, eminentemente, la materia física; sólo de este modo se entiende
la exposición de la pág. 387 en la que se describe, sin mayores explicaciones,
el concepto de materia de Maxwell como una transformación de la energía
desde una parte a otra del espacio. Es incontestable que todo aquél que
presenta la teoría de las ideas de Platón como prototipo de una concepción
del mundo no materialista (espiritualista, o idealista) es porque está
operando, no desde la neutralidad objetiva, sino desde una idea de materia
que excluye de su ámbito a todas las acepciones de la idea de materia que
giren en torno a la idea de una materia inteligible.
Por nuestra parte, y sin ocultar la perspectiva materialista en la que estamos
situados, intentamos ofrecer una presentación dialéctica de las
interpretaciones opuestas y de las acepciones diversas, lo cual solamente
será posible si hemos logrado determinar una idea sistemática de materia
que comprenda en sí esas acepciones y oposiciones. [55]
Capítulo 4
Historia de la Idea de «Materia»
1. El proyecto de una «Historia de la Idea de Materia» es problemático,
sobre todo cuando nos referimos a la Idea de materia en su expresión
filosófico-académica. No es inmediato, en efecto, que esta idea tenga un
curso «exento» cuyas fases internas pudieran ser expuestas en un relato
histórico. Por el contrario, si reconocemos la influencia decisiva de factores
tecnológicos, económicos, sociales o religiosos y científicos en el proceso
histórico de formación de la idea de materia (¿cómo comprender el concepto
actual de la materia estelar al margen de la tecnología de los reactores
nucleares?), se comprenderá el fundamento de quien ve en la Historia de la
Idea de materia el peligro de una Historia-ficción. Una historia tal sólo
podría simularse interponiendo imaginarias derivaciones entre episodios o
acepciones que en realidad son fragmentos de procesos histórico-culturales
mucho más complejos, precisamente aquellos que han sido previamente
abstraídos. Sin embargo, de lo anterior tampoco se deduce que sólo nos
quede abierta la posibilidad de una yuxtaposición de conceptos puros de
materia, ordenados cronológicamente. Es suficiente que entre los diferentes
momentos de la idea exista un orden de sucesión, orden que no implica que
uno derive de [56] otro, es decir, que no sea imprescindible apelar a factores
convencionalmente llamados «extrínsecos». Y es obvio que, si no se dispone
de una doctrina mínima acerca de la ordenación lógico-dialéctica de las
acepciones o momentos internos de la idea de materia, será absurdo esperar
a obtener ese criterio de ordenación de una historia empírica. ¿Habría que
interpretar como meramente factual la circunstancia de que la Teoría de las
Ideas de Platón, interpretada como desarrollo de la Idea de Materia, hubiera
sido formulada con posterioridad, y no anteriormente a la Doctrina del Ser de
Parménides? Y, por supuesto, como ya hemos dicho, será imposible
interpretar el significado de la Teoría de las Ideas de Platón para la Historia
del Materialismo al margen de una doctrina sobre la idea de materia y sobre
el orden de sus partes. La clásica obra de F. A. Lange, Die Geschichte des
Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gegenwart (10ª ed., con
introducción de Hermann Cohen, 1921) es la mejor contraprueba: pues esta
Historia no es otra cosa sino el intento de reorganizar la historia de las ideas
partiendo del dualismo de la materia (entendida en un sentido naturalista) y
la conciencia (entendida en el sentido de un neo-kantismo psicologizante) y
en donde se da por supuesto, desde luego, que la conciencia no pertenece al
dominio de la materia.
2. Nuestra tesis histórica central se refiere a la conveniencia de distinguir
tres grandes fases en el desarrollo de la Idea de Materia (dentro de nuestra
tradición filosófica) cuando tomamos como horizonte de esta Idea, desde
luego, la materia corpórea, en tanto ella está exigida, como suponemos, por
motivos gnoseológicos (en relación con la naturaleza de las operaciones), en
cualquiera de las restantes acepciones. La primera fase comprenderá, según
esto, todos los desarrollos de la Idea de Materia que, de un modo u otro,
giren siempre en torno al supuesto de la necesidad ontológica de la materia
corpórea. (Decimos «de un modo u otro» [57] puesto que esta necesariedad
ontológica puede ser reconocida, no sólo por una doctrina materialista en su
sentido fuerte -la doctrina que niega la existencia de toda sustancia no
corpórea- sino también por una doctrina espiritualista que, sin perjuicio de
defender la realidad de otras sustancias inmateriales o simplemente
incorpóreas, defiende también la existencia de las realidades corpóreas
desde supuestos, por ejemplo, epistemológicos, en la línea del llamado
«Principio antrópico» antes citado). Por otra parte, hacemos corresponder
esta primera fase con la época antigua de la tradición filosófica, desde Tales
de Mileto a Plotino, considerados como piedras miliarias. La segunda fase
por la que habría atravesado el curso histórico de la Idea de Materia
corresponderá con la época medieval de la tradición filosófica, la época del
judaismo, del cristianismo y del islamismo. Lo más característico de esta
época, en lo que a la idea de materia corpórea se refiere, sería el haber
abierto el camino para una visión de la materia corpórea desde la
perspectiva de la sustancia espiritual -a la cual habría podido conducir, en
su límite, el desarrollo interno de la Idea de materia determinada, según
expusimos en capítulos precedentes. La materia corpórea podrá parecer
ahora como un ser contingente, no necesario -y esto particularmente en la
tradición judeo-cristiana (si es que la filosofía musulmana, Avicena o
Averroes, representa, más bien, la perpetuación del necesarismo aristotélico
de la materia corpórea, como contrapunto imprescindible). Ahora bien:
«contingencia ontológica» de la materia corpórea, y aún de la materia en
general no ha de sobreentenderse como un eufemismo de algún tipo de
acosmismo (así como tampoco el necesarismo corporeísta de la primera fase
equivalía a la negación del Espíritu, del Nous). Antes bien, y no sin alguna
paradoja, sería preciso afirmar que lo más característico de la idea de
materia, en esta segunda época -y una característica que se expresa, sobre
todo, en la idea cristiana [58] de materia- no se deriva de un proceso de
desatención hacia la materia corpórea, como entidad insignificante, casi una
nada, porque el Dios que la ha creado y la mantiene en el ser puede
aniquilarla en cualquier momento, sino que, por el contrario, se deriva del
interés mismo hacia esa materia corpórea. Que aunque es «vista desde el
espíritu», lo es en el sentido de una «recuperación de su valor» (de la
materia como realidad valiosa) y de sus momentos ontológicos más sutiles:
el momento de su sustancialidad, incluso como sustancia corpórea, aunque
inextensa, es decir, no signada por la cantidad. Nos encontramos, en efecto,
ante los intentos de conceptuación filosófica de los dogmas cristianos
centrales, que son precisamente aquellos que giran en torno a la carne, al cuerpo
humano. A saber: el dogma de la Encarnación del Verbo (eje en torno al cual
giró el Concilio de Nicea), el dogma de la presencia real del cuerpo de Cristo
en la Eucaristía, y el dogma de la Resurrección de la Carne (dogma que no
puede confundirse con la doctrina platónica de la inmortalidad del alma
espiritual), en forma de cuerpo glorioso. Es evidente, por otro lado, que los
conceptos asociados a semejantes dogmas no podrían figurar por sí mismos
en una Historia filosófica de la Idea de Materia. Ellos alcanzan a veces,
considerados fuera de su contexto, los límites de una irracionalidad
difícilmente presentable en nuestros días (pongamos por caso, la explicación
que da Santo Tomás, en Summ. Th., III, q.54, a 2, ad tertium, sobre la
resurrección de la sangre que salió del costado de Cristo y que, al parecer, se
conservaba en algunas iglesias como reliquia; o bien, la cuestión ulterior
sobre la reliquia del Santo Prepucio). Sin embargo, y precisamente en tanto
esos conceptos están intercalados en el proceso del desarrollo histórico de
una Idea que procedía de la filosofía griega, ellos pudieron alcanzar un
significado dialéctico cuya consideración es acaso imprescindible en una
Historia filosófica de la Idea de Materia. En efecto: la acción de estos [59]
dogmas cristianos en torno a la Carne (dogmas oscurecidos constantemente
por el docetismo, por el desprecio del cuerpo, ligado a los gnósticos, &c.) se
ejerció en toda la cristiandad durante más de un milenio. Ello autorizaría a
concluir, desde una perspectiva materialista, que el cristianismo ha
comportado, tanto o más que el descubrimiento del espíritu (y el olvido del
cuerpo), el descubrimiento del cuerpo humano como cuerpo individual y
«sobrenatural», meta-físico, cuerpo glorioso. Sería, por tanto, insensato pensar
que esta profunda impronta ha podido ser borrada en la época moderna, la
época del racionalismo y del naturalismo que, en una gran medida,
pretendió constituirse como un proceso sistemático de reducción naturalista
y racionalista del mundo sobrenatural del cristianismo. Más prudente
parece ver las cosas como si -y éste sería el contenido de la tercera fase de la
evolución de la idea de materia- el racionalismo y el naturalismo, que son
indudablemente componentes característicos de la época moderna, no
hubieran consistido tanto en re-poner las cosas en el estado en que se
encontraban en la Edad Antigua, en su re-generación (re-nacimiento, o bien
neo-epicureísmo, neo-estoicismo, neo-aristotelismo...) cuanto en
reconstruirlas más allá de sus propios límites, pero dentro de las
coordenadas en las que las había situado el pensamiento de la época
medieval. De este modo, lo verdaderamente característico y esencial de la
Idea de Materia en la Edad Moderna, y, sobre todo, a medida en que ésta
avanza hacia nuestros días, podría hacerse consistir en la tendencia a
entender la sustancia material corpórea, el cuerpo extenso, sin perjuicio de
dar por descontada, desde luego su prioridad gnoseológica (el método
matemático) no ya como una sustancia primaria, sino más bien como una
determinación derivada, aunque quizá por modo necesario, como un
fenómeno bene fundatum (Leibniz, Berkeley y luego Kant) de una realidad
que, acaso, podría ser ella misma material, pero ya no extensa e incorpórea:
[60] la fuerza (vis apetitiva, vis cognoscitiva) o la energía. Según esto, el
dinamismo o el energetismo del materialismo moderno podrían ser
considerados, en gran medida, como la reconstrucción racional y científica
del modo cristiano de entender el cuerpo, a saber, como un accidente que no
es otra cosa sino expresión de un principio él mismo material, pero
inextenso o, al menos, previo a la cantidad. Para decirlo en una fórmula
gráfica: las mónadas de Leibniz podrían considerarse como una
secularización de las formas eucarísticas, en las cuales también el cuerpo de
Cristo se hacía presente según el modo de presencia no circunscriptiva: las
«partes» de cada mónada estarán presentes en todas las demás, como en
cada partícula de la Hostia consagrada está presente la totalidad del Cuerpo
de Cristo (Monadología, §8, 61, 63, 64).
Si la concepción energetista o dinamista de la materia corpórea, que sigue
siendo el núcleo de las concepciones científicas de nuestro siglo, es algo más
que un mero producto cultural de la imaginación creadora (mitopoyética)
habrá que convenir en que la concepción en la cual ella se incubó
(principalmente, la dogmática cristiana) contenía ya, por sí misma, sin
perjuicio de su envoltura mitológica, un efectivo y objetivo desarrollo
dialéctico de la idea de materia -un desarrollo que, en todo caso,
corresponde explicar a la Historia materialista de las Ideas. Y sería mera
ingenuidad presuponer que esta Historia sólo puede dar cuenta de las
concepciones estrictamente materialistas, como si las concepciones
espiritualistas tuviesen ellas mismas una génesis distinta, espiritual o
irracional. No es cometido nuestro en esta ocasión. Tan sólo sugeriremos
cómo los desarrollos de la materia, a propósito del Cuerpo de Cristo o de la
Carne resucitada, no han de reducirse necesariamente a la condición de
meros efectos de un delirio dogmático, propio de sacerdotes (oratores) que
han dejado de vivir en contacto con las actividades manuales (laboratores).
También podríamos [61] ver en ellos modos oscuros, impuestos por los
nuevos contextos sociales (por ejemplo la crisis del esclavismo, la
cristalización de una nueva «conciencia corpórea individual» en el seno de
la Iglesia), de llevar adelante, por de pronto, la crítica del necesarismo
corporeísta antiguo.
3. Si nos atenemos a la interpretación de Aristóteles, la filosofía griega
comenzó (en la Escuela Jónica) como filosofía materialista: «...la mayoría de
los filósofos primitivos creyeron que los únicos principios de todas las cosas
eran los de índole material...». (tw<n dh> prw1twn ÍilosoÍhsántwn oi2
plei<stoi tàV e1n u7lhV ei5dei mónaV v1h'qhsau a1rcàV ei3nai pántwn,
Met., 983 b, 5-10). En consecuencia, es muy común hablar de un monismo
materialista al referirnos a la escuela jónica. Tales de Mileto, como
Anaxímenes, incluso Heráclito, habrían desarrollado la idea de una sustancia
primordial (el a1rch') en la que se resuelven todas las realidades mundanas y
habrían entendido esa sustancia en un sentido materialista, como el sustrato
de toda materia física determinada. Burnet reivindicó para sí el
descubrimiento según el cual el significado que en los primeros filósofos
pudo tener la pregunta por el principio (a1rch') habría sido el de la pregunta
por la sustancia primordial (ÍúsiV). Aunque esta interpretación ha sido
posteriormente discutida (Cherniss ha sostenido que los jonios, más que
preguntarse por la sustancia primordial, se interesaron por el origen de los
eclipses, de las mareas, de las lluvias) nosotros nos atendremos aquí a la
interpretación tradicional. Sin embargo, es preciso reconocer que esta
interpretación obliga a enfentarse con contradicciones flagrantes,
contradicciones que podrían, sin embargo, cargarse en la cuenta del propio
monismo de la sustancia. Ya en la exposición aristotélica la contradicción
aparece expresada en los propios términos aristotélicos -la doctrina de las
cuatro causas- al atribuir a los jonios la idea de una primera sustancia,
afirmando [62] a la vez que ellos se mantenían en los límites de la causa
material.
Pero, desde el punto de vista aristotélico, la materia (como causa material)
no puede ser llamada sustancia, puesto que la sustancia material ya
comporta una forma (sin contar con las otras causas extrínsecas). Dicho de
otro modo: los primeros filósofos se le aparecen a Aristóteles a la vez como
físicos (cuando su pensamiento es referido a la materia) y como metafísicos
(cuando su pensamiento es referido a la primera sustancia). Aristóteles
mismo se hace, en cierto modo, cargo de esta contradicción al conceder,
siquiera sea por hipótesis, lo que para él también era una contradicción: «si
las sustancias físicas fuesen las primeras entre todas las esencias, entonces la
física sería la filosofía primera» (Met., XI, 7, 1064 b).
Todas estas incoherencias tienen que ver, sin duda, con el método de
aproximación a la filosofía jónica por medio de la idea de una sustancia
primordial que además sea material y, más aún, que tenga parentesco
esencial con la materialidad física (agua, aire, fuego...). Esta idea -que sigue
siendo la del monismo materialista decimonónico- aplicada a los filósofos
jonios, consigue presentárnoslos como los instauradores del materialismo,
precisamente en el momento en que se les atribuye la pregunta por la
sustancia primordial (aun reconociendo que su respuesta fuese muy
primitiva: agua, fuego -y no helio o hidrógeno). Pero tal idea es ella misma
incoherente, según hemos dicho. La sustancia primordial, aparte de que
dejaría de ser sustancia, al absorber en sí a todas las demás cosas,
convertidas en accidentes, no podría ser material, puesto que la materia dice
multiplicidad y esa sustancia material única es un círculo cuadrado, el Ser
de Parménides. Además, la interpretación de la escuela jónica por medio de
esta idea de materia obligaría a entender sistemáticamente a todas las
restantes escuelas como movidas por la necesidad de liberarse de este [63]
materialismo monista, como movidas por la atracción hacia una visión no
materialista de la realidad. Pero si aplicamos la idea de materia que hemos
tomado como referencia, las cosas se nos ordenan de otro modo. Los
primeros filósofos de la escuela jónica serán materialistas, pero no por su
monismo, ni siquiera por sus respuestas fisicalistas a la pregunta por la
sustancia primordial. El monismo de los primeros filósofos podrá
interpretarse, por tanto, no ya como el punto de partida de su materialismo
sino, a la sumo, como un punto de llegada que, por otra parte, es
contradictorio con su propio materialismo; por tanto, un punto de llegada a
una situación inestable que obligaría a la necesidad de desbordar la
envoltura monista. En realidad, atribuir a los primeros filósofos la
investigación de la idea de materia como sustancia, es sólo una herencia
aristotélica. Los primeros filósofos no han hablado ni siquiera de materia y
la idea de materia que a ellos se les puede atribuir habrá que inducirla más
bien de su proceder, del ejercicio de su nuevo modo de pensar, que de su
representación en fórmulas explícitas. Suponemos, pues, que el racionalismo
de los primeros filósofos no se define tanto en función de la pregunta sobre
la sustancia única primordial, cuanto a partir del desarrollo de la
experiencia de las transformaciones tecnológicas, como modelos para
comprender la unidad entre las cosas del mundo que nos rodea, y a los
hombres en relación con ellas. Las contradicciones implícitas en un
monismo formulado en torno a una materia determinada (agua, aire, fuego,
&c.) tratarán de abrirse camino borrando las determinaciones de la sustancia
material (el a5peiron de Anaximandro) o bien, aumentando el número de
estas determinaciones, para que la materia tenga, por lo menos, los cuatro
elementos (aunque con posibilidad de un entretejimiento mutuo, al menos
temporal, caso de Empédocles) o incluso infinitos y, desde luego,
entretejidos los unos con los otros en la mi<gma de Anaxágoras. Tanto en
[64] un caso como en el otro, habrá que apelar a algún principio extrínseco a
las propias determinaciones, como responsable de la mezcla o de su
separación. Es así como, desde el racionalismo materialista de las
transformaciones, podemos entender que Anaxágoras llegue a postular un
principio al parecer no material, transcendente a la migma (Diels, Frag. 12), el
Nous. Interviene solamente como un principio de separación o de
clasificación de las cosas que, sin embargo, se mueven por sí mismas (y, en
este sentido, el Nous de Anaxágoras recuerda las funciones del «demonio
clasificador» de Maxwell). La idea de materia que Anaxágoras propicia, la
materia como mi<gma, no es ajena a la idea del Nous, puesto que es, más
bien, su contrafigura.
Las «musas itálicas», en expresión de Platón (El Sofista, 242, d) ¿inspiran una
forma de pensar distinta del de las «musas jónicas», una forma de pensar
que podría considerarse precisamente como no materialista? Desde esta
perspectiva interpretan muchos historiadores a los pitagóricos y a los
eléatas. Representarían estas escuelas precisamente la «liberación» del
materialismo, la apertura hacia un modo espiritualista o idealista de
filosofar. Así, Pitágoras habría enseñado la realidad de un mundo
armonioso, al cual las almas están destinadas, que está más allá del mundo
de los cuerpos, cárceles de las almas; y Parménides habría llegado a concebir
este mundo corpóreo como una apariencia del ser real y único, que ya no
sería material (pese a alguna determinación residual), sino prefiguración del
Acto puro aristotélico. Sin embargo, estas interpretaciones pueden parecer
muy estrechas cuando se cambian las premisas hermenéuticas. El «mundo
armonioso» de los pitagóricos difícilmente puede describirse, sin más, como
un mundo inmaterial. Pues aunque no sea un mundo físico o sensible,
¿cómo llamar espiritual o simple al mundo que se despliega en la forma de
una extensión inteligible, regida por las leyes de los números racionales? ¿Y el
Ser de Parménides? [65] No es, desde luego, material, en sentido primario; y
sólo cuando nos volvemos a él con ojos de teólogo aristotélico podremos
prefigurarlo como el «Ser inmaterial». Si miramos a la historia con mirada
materialista, podremos ver en el ser eleático precisamente el límite interno
de la envoltura monista dentro de la cual venía desenvolviéndose el
materialismo presocrático. Límite que permitirá declarar aparentes a las
mismas diferencias reales, negando con ello la posibilidad misma del
racionalismo de las transformaciones.
En adelante, el racionalismo filosófico tendrá que desenvolverse como una
rectificación del pitagoreísmo (de su principio monista de
conmensurabilidad aritmética de todo con todo) y del eleatismo; por tanto,
en función siempre de alguna suerte de pluralismo, capaz de rectificar el
límite alcanzado. Y si el materialismo sigue significando, ante todo, para
nosotros, un pluralismo, tendremos que conceder que son las escuelas
pluralistas aquellas en las cuales la Idea de materia podrá encontrar sus
desarrollos más ricos y profundos. Esto se confirma, ante todo, con el
atomismo de Leucipo y de Demócrito. El Ser se nos muestra ahora como Ser
corpóreo, múltiple, resuelto en la infinitud de corpúsculos eternos e
indestructibles. La materia es el Ser y el Ser son los átomos conformados
(redondos, puntiagudos, ganchudos...) y mutuamente trabados, co-
determinados. Pero al lado de la materia está el vacío (tó kenòn), que es el
no-ser (Aristóteles, Met., A, 4, 985 b 4), aunque mantiene un cierto género de
entidad que le permite ser utilizado como elemento (stoicei<on). En cuanto a
Platón, y a pesar de la arraigada tradición que ve en Platón al crítico por
excelencia del materialismo, diremos que, aunque hay términos precisos en
el corpus platonicum que se traducen por «materia» y que remiten a
conceptos que se aproximan a la mi<gma de Anaxágoras (mhtéra kaì
u2podoch>n de Tim., 51 a-b) o que prefiguran la prw<th u7lh de Aristóteles
(la materia como sustrato eterno capaz de recibir las formas por medio de
[66] las cuales lo moldeará el Demiurgo), sin embargo la presencia de la Idea
de materia no se circunscribe a tales términos. Es legítimo buscar, más allá
del radio de influencia de estos términos, la presencia de la Idea de materia
en el sistema platónico. Precisamente el mundo de las ideas, en tanto las unas
se determinan a las otras (aunque algunas estén disociadas de las restantes,
según se nos precisa en El Sofista, 259 c-e) cumple enteramente la definición
de materia determinada, puesto que cumple los atributos de multiplicidad y
codeterminación, en un horizonte del tercer género, pero tan rigurosamente
como pudiera cumplirlo en un horizonte del primer género. Más exacto
sería, pues, ver en Platón al pensador que, antes que Aristóteles, ha
desarrollado la materia determinada de sus precursores hasta sus valores
límites, a saber, la materia prima y las formas puras y que ha abierto con ello
los problemas filosóficos que se derivan de la definición de estos límites.
Entre los extremos del monismo y del pluralismo, Platón está, desde luego,
más cerca de Demócrito que de Parménides o incluso que de Anaxágoras.
Es a partir de Aristóteles cuando fragua el tratamiento de la idea de materia
en cuanto tipo de realidad que habrá que entender como coexistente con el
ser inmaterial, en términos absolutos. Aristóteles ha incorporado a su sistema
la idea de naturaleza material de la tradición jónica (el ser móvil) pero la ha
compuesto con la idea del ser inmaterial y trasmundano de la tradición
eleática. El cosmos material es el ser en potencia y está constituido por
sustancias hilemórficas, compuestas de materia y forma. La materia prima
no es una sustancia con existencia propia, es sólo potencia de formas
sustanciales y, supuestas éstas, de formas accidentales. La materia, en
cualquier caso, es eterna y sus conformaciones están codeterminadas según
un orden eterno (la tesis de la eternidad del cosmos -la tesis de la materia
informada eternamente según el orden del mundus adspectabilis- [67] es una
tesis nueva de Aristóteles, si nos atenemos a los resultados de W. Jaeger).
Ahora bien, este cosmos material eterno y finito, en perpetuo movimiento,
necesita de un motor o manantial inagotable, que ya no podrá ser finito
(corpóreo), puesto que él da lugar al movimiento eterno. Aristóteles ha
establecido explícitamente la idea del ser inmaterial, del Acto Puro, que es a
la vez el motor del ser material. Este, sin embargo, no brota de aquél en su
sustancia. El dualismo ontológico de Aristóteles (ser móvil o material/ser
inmóvil, inmaterial) se desplegará en el trialismo de las tres sustancias,
puesto que el ser móvil comprende tanto a las sustancias corruptibles como
a las incorruptibles. La unidad del ser aristotélico se nos aparece así más
bien como resultado de un postulado; encierra en el fondo una pluralidad
irreductible y suscita la cuestión de la conexión ontológica entre las tres
sustancias. La sustancialidad material del cosmos, y su unicidad, será
defendida después de Aristóteles, aunque por modos muy distintos, tanto
por los estoicos como por los epicúreos, siempre con una marcada tendencia
a refundir el acto puro en la materia eterna, dotándo a esta de movimiento
intrínseco y borrando el dualismo del ser aristotélico en términos de un
monismo materialista (lo que E. Bloch ha llamado la «izquierda
aristotélica»). El camino inverso, el que busca subrayar la transcendencia del
acto puro y el debilitamiento de la sustancialidad del cosmos material
(aunque no su eternidad, ni su necesidad) será, desde luego, el camino
seguido por el neoplatonismo. El dualismo o trialismo de las sustancias
coeternas desaparece en beneficio de una visión emanatista, en virtud de la
cual, no ya sólo el movimiento de la materia estará subordinado al acto
puro, sino su propia sustancialidad corpórea, reducida a la condición de
última «pulsación» degradada, debilitada, aunque, eterna y necesaria, del
Uno.
4. Durante el período medieval, la idea de materia se [68] desenvuelve en la
confluencia de dos corrientes de signo opuesto, pero en constante
interacción, que dará lugar a resultantes nuevas. La primera corriente
emana de la filosofía griega, y, en particular, del neoplatonismo, aunque
mezclándose con los nuevos principios de las religiones creacionistas y
dando lugar así a un peculiar reforzamiento de muchos de sus
componentes. La segunda corriente mana del núcleo mismo de estas
religiones creacionistas (judía, cristiana, islámica) y su choque y
confrontación con las ideas griegas (incluso con aquellas que se habían
cristianizado o islamizado) dará como resultante determinaciones de la idea
de materia que prefiguran los tiempos modernos, según hemos dicho en
párrafos anteriores.
El neoplatonismo implicaba el entendimiento de la materia como el
momento más débil de la realidad, del Ser, como el punto en el cual el Ser se
aproxima a la Nada, la luz a la sombra, a lo negativo, a lo malo. La materia
es ser, pero degradado, de-generado, casi un subproducto de la emanación
del Uno. Esta visión de la materia planeará constantemente sobre la
metafísica cristiana, no sólo en el terreno de la moral ascética, sino también
en el terreno de la metafísica. Nos referimos a la tendencia a entender la
materia en el sentido de materia amorfa (por ejemplo, en la escuela de
Chartres), pero, sobre todo, a la concepción de la materia propiciada entre
los musulmanes, particularmente cuando el pensamiento musulmán se
encuentra comparativamente lejos de la influencia de Aristóteles. Es el caso
de Avicena, al menos cuando lo comparamos con Averroes con un sentido
de las diferencias más agudo del que E. Bloch usó en su Avicenna und die
aristotelische Linke (Berlín 1952). Porque Avicena no es Averroes y no puede
olvidarse que Avicena ve a la materia, al modo neoplatónico, como una
entidad «de la que todo mal procede» (Al-Isq, El Amor, I, 69); ella es
semejante «a una mujer vil y deshonrada de la que nos compadecemos
porque su fealdad es bien notoria» [69] (Al-Isq, II, 72-73); y si se eleva es
porque recibe las formas ad extrinseco, de un dator formarum de quien
desbordan las formas que van a imprimirse en la materia (Al-Nachat, La
Salvación, 460-461).
Pero las religiones creacionistas, en tanto les sea dado ver a la materia como
creación de Dios, instaurarán una perspectiva totalmente diferente respecto
de la del helenismo y frontalmente opuesta a la del neoplatonismo. La
materia, en cuanto obra de Dios, difícilmente podrá entenderse como algo
intrínsecamente malo, feo, como un subproducto; el mismo neoplatonismo
tendrá que ser desbordado. El mismo Avicena, sin perjuicio de su principio
general ya mencionado, concebirá al cuerpo como resultante de una forma (la
forma corporeitatis), lo que equivale, en parte al menos, a levantar a la materia
la condena neoplatónica. Averroes, dentro del horizonte islámico,
representará la recuperación total del necesarismo de la materia eterna
aristotélica y de su condición potencial. Esto significará por tanto (contra la
doctrina aviceniana del dator formarum), que la materia contiene
intrínsecamente las formas, y esto sin perjuicio de que Averroes defienda,
por otro lado, la existencia de formas separadas (Com. menor a la M., ed.
Quirós, IV). Quizá sea Avicebrón, en su Fons Vitae ya citado, quien, desde
una óptica hebrea, haya llevado a cabo la mayor reivindicación posible de la
idea de materia, dentro del creacionisno, con su tesis de la materia universalis.
Es, sobre todo, en el contexto de la teología escolástica cristiana, que recibió
la influencia de Aristóteles, de Avicebrón, de Averroes, en donde la idea de
materia, y, en particular, de materia corpórea, encuentra, como ya hemos
dicho anteriormente, la posibilidad de sus desarrollos más originales. La
materia es obra de Dios y puede ser obra perfecta de Dios. El cristianismo
empujaba a esta conclusión (que extraerá, por ejemplo, el De rerum principio
atribuido a [70] Duns Escoto) a partir del dogma de la Encarnación del
Verbo, del Dios hecho carne. La propia dogmática cristiana hacía posibles
las posiciones heréticas de David de Dinant, identificando a Dios con la
materia prima (no precisamente con el cuerpo). Y es que ni Dios ni la
materia prima tienen formas en acto, aunque sí en potencia. Pero fueron los
dogmas de la resurrección de la carne, y, ante todo, de la resurrección del
propio cuerpo de Cristo, así como el dogma de la presencia personal del
cuerpo de Cristo en la Eucaristía, lo que obligará a desarrollar una
concepción del cuerpo glorioso que permita, sin perjuicio de su materialidad,
la liberación de los límites axiomáticos de la impenetrabilidad (un cuerpo no
puede ocupar el lugar de otro), o de la locación circunscriptiva (un cuerpo
no puede ocupar varios lugares a la vez). Santo Tomás (por ejemplo, en S.
Th., III, q.57, IV) suscita la objeción formal que al dogma de la resurrección
opone la filosofía aristotélica («quo corpora non possunt esse in eodem loco:
cum igitur non sit transitus de extremo in extremum, nisi per medium,
videtur quod Christus non potuisset ascendere super omnes coelos, nisi
coelum dividiretur, quod est imposibile») y responde por medio del
concepto de cuerpo glorioso; un concepto cuya realización Santo Tomás sólo
puede entender por vía milagrosa, pero que, como concepto, abre la
posibilidad de la ulterior utilización en una vía naturalista. (El éter
electromagnético, de Maxwell, se comportará en cierto modo como un
cuerpo glorioso, en tanto él es imponderable e incomprensible y a su través
circulan los astros «sin romperlo ni mancharlo» y ocupando
simultáneamente su lugar). Interpretación cuya necesidad metodológica
estaba, por otra parte, prefigurada por algunas corrientes medievales,
particularmente por el autor del Liber creaturarum, Raimundo Sabunde (ed.
de Deventer, con el título de Thelogia naturalis, 1484), al establecer la
identidad entre la revelación hecha por Dios a través de los libros sagrados
y la revelación divina [71] a través del libro de la naturaleza, entendida
como un libro «sin tachaduras».
5. Hace ya muchos años que, gracias a una pléyade de historiadores de la
filosofía y de la ciencia (desde Dilthey a Cassirer, desde Koyré a Crombie)
ha ido pasando a un segundo plano la tesis, aún viva (de Draper a
Farrington), que ve en la época medieval un mero paréntesis entre la Edad
Antigua y su re-nacimiento y desarrollo en la Edad Moderna. La Edad
Moderna, y esto se aplica sobre todo a la idea de materia que en ella se
desenvuelve, no podría contemplarse solamente desde la Edad Antigua
(neoaristotelismo, neoepicureismo, &c.); es preciso analizarla también desde
la Edad Media. No solamente son las ideas helénicas, sino también las ideas
medievales aquellas que van a moldear los contenidos mismos de los
diferentes desarrollos modernos de la idea de materia. Estas diferencias
pueden ser establecidas según muy diferentes criterios. Ateniéndonos,
dentro de un obligado esquematismo, precisamente a criterios históricos,
podríamos distinguir tres tipos principales según los cuales se habrían
reorganizado las ideas modernas en torno a la materia, con muchas familias
y variedades en cada uno de tales tipos:
Una primera reorganización que procede respetando, en lo posible, las
tradiciones escolásticas tradicionales (relativas a la separación del mundo
natural y el mundo espiritual, particularmente el mundo divino); un
segundo tipo de reorganización según el cual la separación de las sustancias
materiales y espirituales se atenúa, aun cuando en una dirección
marcadamente reduccionista, en beneficio de la materia corpórea (o, por lo
menos, en una dirección que respetará incondicionalmente su autonomía);
y, en tercer lugar, un tipo de reorganizaciones, también orientado a atenuar
la separación, pero de sentido opuesto al tipo segundo, puesto que ahora es
la materia corpórea, o sus componentes, aquello que será presentado como
expresión o emanación [72] de un ser inmaterial, es decir, incorpóreo. Esto,
aunque recuerda el neoplatonismo, no se confunde con él, precisamente por
efecto de la «revaluación ontológica» medieval de la materia.
La tenaz voluntad, presente a lo largo de los siglos modernos, de mantener
la separación y oposición entre el «Reino de la Materia» y el «Reino del
Espíritu» -y, en particular, del Espíritu divino- no significa que se hayan
extinguido los automatismos que llevaron a la reorganización de las ideas
heredadas en torno a la materia. La materia será irreductible al Espíritu, y,
sobre todo, a Dios. Pero, en cuanto obra suya, habrá de reproducir
analógicamente la esencia divina. La naturaleza material será, pues, de
algún modo, infinita; tendrá, por ello mismo, una estructura matemática,
puesto que Dios ya no es el Dios insondable de Aristóteles, vuelto
enteramente hacia sí mismo, sino que es el Dios creador del mundo, que lo
ha debido planear tal como él es, a saber, por ejemplo, sometido a la
legalidad matemática. Por ello Dios podrá ejercer el papel de cánon o
modelo desde el cual habrá que analizar el mundo. Ya no será Dios aquel
ser que sólo desde el mundo material podía ser contemplado; es el mundo
material aquello que debe ser contemplado desde Dios. Se trata de una
«inversión teológica» que hoy nos sorprende: «la segunda ley de la
naturaleza (material) es que todo es recto de suyo y, por eso, las cosas que se
mueven circularmente tienden siempre a separarse del círculo que
describe... la causa de esta regla es la misma que la de la precedente, a saber,
la inmutabilidad y la simplicidad de la operación con que Dios conserva el
movimiento de la materia», nos dice Descartes (Principia, XXXIX). «Dios, por
la primera de las leyes naturales, -el principio de la inercia- quiere
positivamente y determina el choque de los cuerpos...», dirá Malebranche
(Ouvres completes, ed. A. Robinet, t. III, pág. 217).
Pero si la materia es reflejo de Dios, se comprende que la materia pueda ser
considerada sistemáticamente como regla [73] para entender a Dios mismo
y al Espíritu -y, en esta línea, podrá llegarse, en el límite, a extender la
inteligibilidad material al mismo Dios o, por lo menos, a hacerla coexistir
con él. No ya necesariamente al modo del panteísmo materialista de
Giordano Bruno (la tesis de la ecuación entre Dios y la materia prima que
antes hemos citado) sino también al modo del corporeísmo operacionalista
de Hobbes o de Gassendi, o, incluso, al modo de B. Espinosa, para quien la
materia, como res extensa, comienza a ser un atributo, junto con la res
cogitans, de la sustancia (Etica, parte 2ª, proposiciones I y II).
Y, en tercer lugar, queda abierta la vía de reduccionismo inverso, total o
parcial: la vía que tiende a considerar a la materia, a la res extensa, como un
ser real, que no se reduce, es cierto, a una negación, pero que tampoco tiene
una sustantividad propia. Más exacto sería decir que la materia es ahora un
accidente (o un fenómeno) de una sustancia inmaterial o espiritual (divina o
humana), una determinación del Espíritu o de la Conciencia -y no
recíprocamente. En esta perspectiva se sitúa la filosofía clásica inglesa. Es la
perspectiva del empirismo de Locke y de Hume (la materia, como
construcción o hipótesis del espíritu subjetivo); es también la perspectiva del
idealismo material de Berkeley (la materia como contenido de nuestra
percepción y lenguaje divino). Incluso, a su modo, es la perspectiva
«neoplatónica» del propio Newton, cuando concibe al espacio infinito como
«sensorio de Dios» (Optics, III-I, q. 28).
Pero es también, aunque con otras coordenadas, la perspectiva «alemana»,
la de Leibniz y la del idealismo transcendental kantiano. Mientras que la
materia cartesiana, extensión tridimensional pura, debía recibir de Dios una
cantidad de movimiento constante, según el requerimiento aristotélico, la
materia de Leibniz recibirá su corporeidad extensa del mismo movimiento:
el espacio, como el tiempo, serán ahora solamente fenómenos, aunque
fenómenos [74] bene fundata (Carta de Des Bosses, apud Gerhardt, II, pág.
324). Y Kant considerará al espacio y al tiempo como formas a priori de la
conciencia, aquellas formas que hacen posible que las categorías de la
cantidad, y las de la relación (entre ellas, la de causalidad y acción recíproca)
moldeen la misma materia física (Kr.r.V., Estética, §8). [75]
Capítulo 5
Investigaciones en contextos no marxistas
1. La idea filosófica de materia se desenvuelve, en los dos últimos siglos, en
estrecho contacto con las ciencias positivas categoriales (naturales y
culturales) que justamente van constituyéndose y alcanzando su cerrada
madurez a lo largo de este período histórico, llamado a veces el período de
la «revolución científica e industrial». Ahora bien, acaso tenga algún sentido
distinguir dos grandes orientaciones según las cuales tenderían a
desenvolverse los contenidos de la idea de materia, orientaciones que
podríamos denominar respectivamente analogista y anomalista
(generalizando la tipología que los gramáticos griegos utilizaban para
clasificar los lenguajes, según que considerasen a los lenguajes naturales
como resultado de procesos similares o bien como constituidos por procesos
diferentes en cada caso y no por ello acausales). La orientación analogista, o
el desarrollo de una idea de materia con un sentido analógico, incluye,
desde luego, al monismo materialista, pero sólo como un caso límite
eminente; no excluye al pluralismo que reconoce las determinaciones
múltiples de la materia, la diversidad de círculos de materialidad, siempre
que esa multiplicidad de círculos se considere presidida por leyes
nomotéticas, isomorfas, &c. La orientación anomalista, por [76] el contrario,
subrayará las diferentes determinaciones de la idea de materia en la medida
en que son heterogéneas e irreductibles y, en el límite, en la medida en que
siguen líneas idiográficas, incluso indeterministas (lo que dará pie a algunos
para hablar de la tendencia a tratar a la materia incluso a las materialidades
naturales, con categorías afines a las utilizadas por las ciencias del espíritu).
Aun cuando la orientación analogista, así como la anomalista, pueden
apreciarse en todos los tiempos, sin embargo cabría afirmar que el
analogismo de la idea de materia es tendencia claramente dominante
durante el pasado siglo, mientras que el anomalismo (que comienza a
hacerse oir ya en los últimos años del ochocientos) llegará a ser, si no la
tendencia dominanate en el siglo presente, sí al menos una tendencia
efectiva y «reconocida» por muchas escuelas científicas o filosóficas.
2. El tratamiento analogista de la idea de materia se advierte ya en la
Enciclopedia de Hegel, en la cual la materia (y ello en contraposición con el
Espíritu) aparece como el reino de la necesidad, de la homogeneidad
nomotética. La idea de materia de Hegel, en sus diferentes niveles de
organización y sin perjuicio de la utilización del criterio neoplatónico de la
negatividad (la materia como Anderssein, y, precisamente por ello, puesto
que son los «seres otros», dentro del todo, aquellos que determinan a cada
parte), es en rigor la misma idea que mantendrá el materialismo posterior,
un materialismo que, en cierto modo se constituye, dentro del dualismo
hegeliano, al considerar al Espíritu como la clase vacía (Enzy., § 252, 247,
262). Una idea similar de materia, próxima a la idea de sustancia de
necesidad causal se dibuja, en estrecho contacto con las ciencias positivas, en
la obra de A. Schopenhauer (Ueber die vierfache Wurzel des Satzes von
zureichenden Grunde, 1813, §18). El analogismo es también el «horizonte»
desde el cual suelen ser interpretados por algunos filósofos, tributarios [77]
del evolucionismo de H. Spencer, los grandes descubrimientos o conceptos
de las ciencias naturales decimonónicas: hay una unidad de la materia que
puede deducirse de la transformabilidad de las distintas especies de materia
(inorgánica y orgánica) a partir de un estado inicial de homogeneidad
(Herbert Spencer, First Principles, 1862; Sum., 1-9). El desarrollo de la
Química asienta la legalidad nomotética de las transformaciones de los
cuerpos (leyes ponderales, tabla periódica de los elementos, &c.) y salva el
abismo entre la materia inorgánica y la orgánica. Así también, el desarrollo
de los métodos espectroscópicos permite establecer, sobre bases positivas, la
identidad de la materia terrestre y de la celeste (todavía A. Comte creía
poder definir la Química como «ciencia terrestre» Cours de Philosophie
Positive, 5ª ed., París 1907, tome premier, prèm. leçon, pág. 50). Pero acaso la
doctrina científica que mayor transcendencia tuvo en el pasado siglo en el
terreno de la filosofía fue la doctrina de la identificación entre las ondas
luminosas y las electromagnéticas tal como la desarrolló J. C. Maxwell. Esta
identificación constituyó uno de los principales apoyos para el
entendimiento de la materia física desde una perspectiva unitaria. El
«materialismo metodológico» implícito en el evolucionismo darwinista
abría también la posibilidad de hablar de la unidad no ya meramente
estructural sino genética de las diversas especies animales y vegetales, todas
ellas (junto con su medio) sometidas a una rigurosa co-determinación
procesual, a su escala propia. La aplicación del punto de vista evolucionista
(en una forma preferentemente unilineal) no solamente a las lenguas
humanas, sino también a las culturas en general (la obra de referencia es la
Ancient Society, 1877, de L. H. Morgan), significaba también una expansión
de la metodología materialista, de un modo no necesariamente
reduccionista (sino analógico), en el terreno de las Ciencias del Espíritu.
3. Ya en el siglo pasado comenzaron a advertirse las [78] consecuencias
filosóficas encerradas en la nueva ciencia, la Termodinámica, en orden a la
limitación de la concepción de una materia eternamente uniforme,
reversible o retransformable, según los antiguos principios de la
conservación. El «segundo principio» introducía una direccionalidad y un
sentido en el curso de las transformaciones de la energía (Principio de
Clausius), consecuencias que en las últimas décadas, están siendo
subrayadas por la termodinámica de los estados irreversibles (Ilya Prigogine
e Isabelle Stengers: La nouvelle alliance, 1979). Asimismo, el desarrollo de la
física atómica y nuclear ha conducido a descubrimientos inesperados
respecto del analogismo de la teoría atómica del siglo XIX. Ellos han
culminado con la física cuántica y sus interpretaciones en el sentido del
indeterminismo (M. Jammer: The Philosophy of Quantum Mechanics, Wiley,
Nueva York 1974).
La teoría teneral de la relatividad, en cambio, aún subrayando fuertemente
el determinismo de las leyes del espacio-tiempo, es sensible, sin embargo, a
su anomalía (frente al espacio-tiempo newtoniano). La Astrofísica,
simultáneamente, se ha desarrollado hasta un punto tal que nos abre la
posibilidad de plantear hipótesis sobre el origen de la materia que hubieran
sido inadmisibles, como tales, un siglo antes. Por ejemplo, la hipótesis de la
creación de la materia, o la hipótesis del Big-Bang. (Vid., v.gr., H. Bondi,
Cosmology, Cambridge University Press, Londres 1960). [79]
Capítulo 6
Investigaciones en contextos marxistas
1. Marx se ha referido casi siempre a la materia en contextos críticos, no sólo
frente al idealismo subjetivo (al modo de Fichte) sino también frente al
idealismo objetivo (al modo de Hegel) y, por supuesto, frente al
materialismo mecánico. Si frente el idealismo subjetivo Marx apela a la
materia, es para rebasar el subjetivismo, y aun el solipsismo -un
subjetivismo que, en todo caso, también quedaba desbordado por el
idealismo hegeliano. La «vuelta del revés» de Hegel, entre otras cosas,
contiene la crítica al formalismo de las ideas objetivas; formalismo que las
dota de una legalidad teleológica, independiente de los procesos materiales
y las refiere de hecho a una conciencia objetiva, «centro metafísico de la
realidad», por respecto de la cual la materia aparece como negatividad pura.
La «vuelta del revés» de Marx apela a realidades positivas -no negativas-
que co-determinan a la propia conciencia humana y a las ideas que la
conforman. Pero no por ello la materia representa para Marx la simple res
extensa cartesiana o atomística: la materia no es una realidad que pueda
dársenos como una entidad absoluta previa e independiente de la actividad
práctica humana, la que se lleva a efecto principalmente por medio de la
actividad industrial. Pues esta misma actividad [80] práctica (que incluye,
desde luego, la actividad operatoria) forma parte de la materia y esta
constatación obligará a concebir a la materia como inmediatamente
determinada en tipos o escalas diversas de organización, en interacción y
conflicto dialéctico incesante. En este contexto, son intercambiables los
términos (usados por Marx) de Materie, Natur, Naturstoff, Naturding, Erde,
&c., como ha señalado Alfred Schmidt, acaso inclinándose, excesivamente,
en su interpretación, por el momento de la subordinación de la idea
marxista de materia al trabajo humano (A. Schmidt, Der Begriff der Natur in
der Lehre von Carl Marx, Frankfurt 1962, p. 21). En cualquier caso, Marx no ha
escrito ningún tratado explícito sobre la materia, lo que no excluye que haya
utilizado (ejercitado) y desarrollado, de modos dialécticos muy
característicos y ejemplares, la idea de materia en contextos muy precisos,
especialmente los históricos. Cabría decir que en la idea de materia utilizada
por Marx actúan, y de un modo no siempre muy definido, tanto
componentes analogistas como componentes anomalistas. Y, según el peso
relativo que adquieran en cada caso, conformarán dos orientaciones o
tendencias similares o paralelas a aquellas que hemos analizado en el
capítulo anterior.
2. La orientación analogista, o, si se prefiere, los componentes analogistas de
la idea marxista de materia se hacen presentes, en el materialismo dialéctico
e histórico, principalmente por la tendencia a las fórmulas monistas, sin que
tengamos necesidad de entender el monismo como monismo de la
sustancia, y menos aún, como un reduccionismo fisicalista o mecánico. Es
decir, como un monismo del cosmos imfinito, del orden y concatenación
recíproca de todas las partes de un universo entendido como una totalidad
universal que se da, eso sí, en diferentes niveles jerarquizados, entre los que
median «saltos cualitativos», que recorren una escala que culmina en el
pensamiento -no ya sólo el humano sino acaso también en el pensamiento
propio de otros [81] seres inteligentes que pueblen astros desconocidos-. La
Dialéctica de la Naturaleza, de F. Engels, se aproxima a este límite monista.
Representa este límite monista el equivalente en el marxismo de lo que en la
filosofía no marxista pudo ser el energetismo jerarquizado de W. Ostwald o
el emergentismo de S. Alexander (Space, Time and Deity, 1920); al menos, los
«saltos cualitativos» pueden ponerse en paralelo con las «emergencias». Por
supuesto, este analogismo impulsa, en la teoría de la historia o de la política,
la tendencia hacia formas de evolucionismo unilineal y paralelo de las
diversas sociedades, sin perjuicio de las variantes locales; la confianza en los
resultados objetivos del desarrollo material de la producción, el
dogmatismo, en mucho casos. Por ello a veces se ha considerado como una
recaída en el idealismo objetivo, por lo que tiene de apelación a unas «leyes
de bronce», naturales o históricas, capaces de explicar de modo escolástico
cualquier situación, por peculiar que ésta sea. Caracterizamos con estos
rápidos trazos, a muchas posiciones del Diamat, comenzando por la obra de
G. Plejanov, Beiträge zur Geschichte des Materialismus: Holbach, Helvetius,
Marx, 1896. Robert Havemann ha señalado certeramente la presencia de
componentes idealistas en el Diamat (personificado a la sazón por Fataliev)
en unas célebres conferencias en la Universidad Humboldt de Berlín (1963-
64) publicadas bajo el título: Dialektik ohne Dogma?, 1964. Sin embargo, hay
que reconocer a Engels la brillante utilización de la tesis de la conexión entre
los conceptos de materia y movimiento, como principio para una
clasificación de las ciencias y la insistencia en la necesidad del tratamiento
conjugado de los problemas ontológicos y de los gnoseológicos que giran en
torno al concepto de materia (B. M. Kedrov, Clasificación de las Ciencias, tomo
I, Moscú 1974).
3. La orientación anomalista, es decir, la tendencia a considerar la materia
desde sus componentes anomalistas, [82] subrayando la necesidad de
atenerse en cada caso al análisis de las realidades concretas, a mantener el
sentido de las distancias entre los campos que se dan como cualitativamente
diferenciados, se prefigura ya también en Engels, que insistió en los peligros
derivados de aplicar los métodos de las ciencias naturales a las ciencias
sociales. Desde la perspectiva del anomalismo cobra un amplio significado
la definición de materia propuesta por Lenin («materia no significa en
gnoseología más que: la realidad objetiva, existente independientemente de
la conciencia humana y reflejada por ésta») y que, por sí misma, ha podido
ser considerada, aun reconociéndosele lo que ella contiene de crítica al
subjetivismo, como ambigua y poco rigurosa, en tanto que en esa definición
cabe también, por ejemplo, incluso el Dios de los tomistas -naturalmente,
supuesto que se admita su existencia-. Pero Lenin utilizó esa definición
precisamente contra ciertos reduccionismos propios del monismo
materialista cuyo fracaso pretendía ser presentado por algunos científicos
(L. Houlle Vigne, C. Pearson, «uno de los machistas más consecuentes»)
como testimonio de la «desaparición de la materia» del horizonte de la
ciencia. Lenin puntualiza: «'La materia desaparece' quiere decir que
desaparecen los límites dentro de los cuales conocíamos la materia hasta
ahora y que nuestro conocimiento se profundiza; desaparecen propiedades
de la materia que anteriormente nos parecían absolutas, inmutables,
primarias (impenetrabilidad, inercia, masa, &c.), y que hoy se revelan como
relativas, inherentes solamente a ciertos estados de la materia. Porque la
única 'propiedad' de la materia, con cuya admisión está ligado el
materialismo filosófico, es la propiedad de ser una realidad objetiva, de existir
fuera de nuestra conciencia.» (Lenin: Materialismo y empiriocriticismo, cap.V,
2). Algunos representantes del llamado «neokantismo marxista» llegaron,
por su parte, a rechazar la «abstracción confusa» que se designa como
«materia»; Marx [83] no tendría nada que ver con el materialismo metafísico,
y sí sólo, a lo sumo, con un «realismo crítico»: así, Max Adler, Kausalität und
Theologie im Streite um die Wissenschaft (1904), Marxistiche Probleme (1913).
En esta perspectiva anomalista cabría incluir a gran parte de los pensadores
marxistas euro-occidentales, desde J.P. Sartre (Critique de la Raison
Dialectique, 1960) y M. Merleau Ponty (Les Aventures de la Dialectique, 1955)
hasta K. Kosik (Dialéctica de lo concreto, 1963) o P. M. Grujic (Zur Ontologie des
Marxismus, 1972). Acaso la gran figura que mejor representa esta perspectiva
anomalista en el tratamiento de la materia sea Georg Lukács, quien ha
insistido (tomando pie en N. Hartmann) en la idea de complejidad como
característica ontológico-inmediata de todo lo existente, frente a cualquier
tipo de reduccionismo. La complejidad de lo real implica que existen
formaciones heterogéneas e irreductibles: las propias galaxias que hoy
descubren los grandes telescopios (dice Lukács) no serían homogéneas. Esto
significa que hay que reconocer la casualidad en el seno de la ontología
materialista. Así, por ejemplo, «el origen de la vida» (de los complejos
orgánicos) no es explicable sino en virtud de una casualidad singularísima
que no se puede derivar meramente de los elementos. La estructura del ser
(de la materia) constaría de tres niveles fundamentales: el inorgánico, el
orgánico y el social (vid. H. Heinzholz, L. Kofler, V. Abendroth: Gespräche
mit Georg Lukács, 1967). [85]
Gustavo Bueno
Grado de cada
tipo según la
disposición del
otro Grados mínimos Grados máximos
(límite = 0) (límite = 1)
Tipo holótico
de relación
política
I II
Isología de X con [Y] Isología de X con [Y]
con sinalogía política con relaciones de
Isología política mínima: coexistencia sinalogía política
simple; límite: máxima; límite:
norma del norma del
Aislacionismo Ejemplarismo
III IV
Sinalogía de X con [Y] Sinalogía de X con
con isología política [Y] con isología
Sinalogía mínima; límite: política máxima;
política norma del límite:
Imperialismo norma del
depredador Imperialismo
generador
Y I II III IV
Norma de Norma de Norma del Norma de
X
la la imperialismo imperialism
coexistencia coexistencia depredador generador
simple ejemplar
I
Norma de la
Situación 1 Situación 5 Situación 7 Situación 9
coexistencia
simple
II
Norma de la
Situación 6 Situación 2 Situación 11 Situación 13
coexistencia
ejemplar
III
Norma del Situación
Situación 8 Situación 3 Situación 15
imperialismo 12
depredador
IV
Norma del Situación Situación
Situación 16 Situación 4
imperialismo 10 14
generador
Observaciones a la tabla:
1. Las situaciones producto del cruce han sido numeradas teniendo en
cuenta las propiedades lógicas de la tabla:
a) Ante todo, los cuatro cuadros «diagonales» (de la diagonal principal) se
numeran correlativamente para subrayar el común carácter simétrico de las
situaciones por ellos representadas (por ejemplo, la situación 1 es la
constituida por dos Estados que se rigen por la norma de la coexistencia
política simple, en el límite, por la norma de un aislacionismo mutuo de tipo
«megárico»).
b) Las restantes situaciones son asimétricas; sin embargo entre ellas los
cuadros opuestos respecto de la diagonal principal son equivalentes (pues
es igual la relación X,Y que la relación Y,X). Por ello los numeramos de
forma que los cada dos cuadros homólogos tengan números consecutivos,
según las siguientes equivalencias: 5=6, 7=8, 9=10, 11=12, 13=14 y 15=16.
2. Teniendo en cuenta las equivalencias entre cada dos cuadros de los doce
distintos de la diagonal principal, es decir, reduciendo las doce situaciones a
las seis equivalentes, y agregando las cuatro situaciones diagonales,
obtenemos una clasificación de 6+4=10 situaciones fundamentales.
3. Las relaciones representadas en la tabla no son reflexivas; los cuadros
diagonales incluyen simetría entre X e Y, pero no reflexividad (X,X o Y,Y).
Tampoco hay transitividad. En la medida en que la relaciones pueden ser
simétricas o asimétricas tampoco puede hablarse de relaciones de
dominación, salvo parcialmente en situaciones encadenadas que puedan
representarse según matrices de dominación.
4. Cuanto a las situaciones diagonales (simétricas): no solamente en las
relaciones sociales etológicas o humanas, en general, suele cumplirse la
regla de que la competencia y el antagonismo surge más entre los iguales
que entre los desiguales. También entre las relaciones entre las sociedades
políticas, las relaciones simétricas (más próximas a la igualdad) pueden
implicar un antagonismo o incompatibilidad que a veces las relaciones
asimétricas no implican. Esto no significa que las situaciones simétricas
hayan de ser siempre antagónicas. Concretando: las situaciones 1 y 2 no son
por sí mismas antagónicas; las situaciones 3 y 4 son antagónicas por
principio (al menos en la medida en que quepa establecer una intersección
de su influencia sobre alguna tercera sociedad política dada). En la medida
en que sea posible establecer «zonas de influencia» disyuntas el
antagonismo disminuirá, y más en la situación 3 que en la situación 4.
Las situaciones 1 y 2 definen la situación genérica de la coexistencia pacífica;
las situaciones 3 y 4 definen una situación genérica de antagonismo
polémico, incluso de guerra virtual.
La situación 3 recoge la incompatibilidad de dos imperios depredadores
ante las mismas terceras sociedades políticas (por no citar aquí las
preestatales): podría ejemplificarse esta situación por el antagonismo de
Roma (si la interpretamos bajo la norma III) y Cartago (Delenda est Cartago).
Sin embargo, si mantenemos la interpretación de Roma desde la norma IV,
el delenda habría que inscribirlo en la situación 15.
La situación 4 podría ser ejemplificada por la guerra fría que después de la
Segunda Guerra Mundial se estableció entre EE.UU. y URSS, en realidad
hasta la caída de la «tercera Roma».
5. La situación 5 y 6 es la ocupada por dos sociedades políticas que
respetándose en sus soberanías mantienen una relación asimétrica
«ejemplarizante» de naturaleza política, que se llevará adelante por vía de
propaganda política, ideológica, proselitismo, &c., como pueda ser el caso
de la propaganda de las monarquías parlamentarias.
6. La situación 7 y 8 está constituida por una sociedad no agresiva y una
sociedad depredadora; aquella desarrollará estrategias de repliegue o de
resistencia. Es la situación a la que debe hacer frente toda política
colonialista.
7. La situación 9 y 10 es similar a la situación 7 y 8, sólo que la política será
diferente. También aquí habrá estrategias de resistencia, incluso más
intensas, por parte de las sociedades del tipo I; sin embargo cuando Francia,
en sus conquistas africanas del siglo XIX, buscaba elevar a los nuevos países
a la condición de diputados de la Asamblea francesa, desempeñaba una
política diferente a la meramente colonial.
8. La situación 11 y 12 es similar a la 7 y 8, pero en el momento en el que la
resistencia (rebelión o liberación) sea mayor; puesto que las sociedades
sometidas mantendrán una llamada «fuerza moral» derivada de su norma
constitutiva. Probablemente esta situación permitiría definir a la situación
de la Cuba revolucionaria frente a los EE.UU. (interpretados como potencia
depredadora).
9. La situación 13 y 14 implica también conflicto; si bien este conflicto se
atenuará en el caso en el que los modelos de constitución de X,Y sean
convergentes (caso de las guerras napoleónicas en Europa respecto de
algunas sociedades políticas, sobre todo alemanas). Pero el «imperio
generador» no podrá tolerar una sociedad ejemplar no convergente con la
suya; esta modulación de la situación 13 y 14 plantea un caso de singular
interés teórico, y obliga a analizar las causas de esta intolerancia: la situación
de los EE.UU. (interpretados emic como «imperio generador») frente a la
Cuba revolucionaria.
10. La situación 15 y 16 nos pone delante de un enfrentamiento total, que
podría simbolizarse en el antagonismo entre Alejandro y Darío: «así como
no puede haber dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos Darío y yo en la
Tierra».
1.4. Planes y Programas políticos
§1. Planes y Programas políticamente determinados
En esta sección se tratará de aplicar las ideas sobre los fines prolépticos, y la
distinción entre planes y programas, al campo político. Según esto un
conjunto de distinciones fundamentales habrían de ser desarrolladas: una
cosa serían los planes políticos universales y los regionales; unos serían los
fines (intereses) globales y los particulares; distintos serían los programas
genéricos y los específicos.
Los planes y programas se determinan políticamente cuando se aplican al
campo político; el punto previo que aquí se nos presenta es la distinción
entre planes y programas políticamente racionales y los planes y programas
utópicos. El materialismo filosófico rechaza determinantemente la utopía
del horizonte de los planes y programas políticos. La utopía es para la
política lo que la contradicción es para la matemática. Un programa o plan
utópico, en cuanto irrealizable, deja de ser programa o plan y se convierte en
mera especulación (otra cosa es que esta especulación pueda tener efectos
sociales de estímulo o de consuelo; en este caso la acción de los planes y
programas no tiene lugar en cuanto tales sino en cuanto instrumentos de la
propaganda política). Otra distinción fundamental es la que se refiere a la
región en la cual los programas y los planes deben ser aplicados en el campo
político: si esta región es la de las estructuras llamadas culturales, las
estructuras sociales o bien las estructuras políticas relativas a los aparatos
del Estado, a los contenidos de la capa conjuntiva, o cortical de la sociedad
política, &c. Y por último una distinción central es la que se establece entre
planes del presente (en el sentido histórico definido anteriormente) y los
planes para el futuro (histórico). Los planes del presente son planes (a corto
o medio plazo), es decir, son planes o programas cuya ejecución pueda ser
ensayada en el horizonte del presente; los planes y programas del futuro
forman parte de la llamada programación secular, que calcula a escala de
unidades que rebasan el horizonte del presente, hasta alcanzar un radio de
50, 200 o incluso 500 años. Es muy dudoso el sentido de cualquier
planteamiento de planes de futuro de un radio superior a un determinado
número de años (pongamos por ejemplo, el siglo). Esto es debido a que la
concatenación causal de los efectos determinados por nuestros actos no
puede ser dominada por nuestra ciencia, dados los componentes «caóticos»
(aunque deterministas) que constituyen los procesos del campo político.
§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre nuevo
La palabra revolución, como es sabido, se acuñó, en la época moderna, en
contextos astronómicos (De Revolutionibus Orbium, de Copérnico). La idea de
revolución astronómica, en cuanto idea geométrica, implicaba el
movimiento cíclico (circular), determinado por el giro de los astros que
ocupan posiciones diferentes alejándose y acercándose a un punto tomado
como referencia. No es fácil explicar la transformación de este concepto
cíclico (y, en este sentido, conservador) de la revolución astronómica en el
concepto de la «revolución política», en tanto que ésta implica, más que la
conservación, la transformación irreversible, tras una «vuelta del revés», del
estado de cosas anterior. Probablemente la transformación del concepto
astronómico en el concepto político de revolución tomó pie, en el contexto
de la ideología del progreso (Fontenelle, muy especialmente), en la
circunstancia de que el De Revolutionibus de Copérnico implicaba también
un «giro copernicano» (pero ahora en el sentido que Kant dio a esta
expresión) en cuanto a las relaciones entre el Sol y la Tierra, por respecto a la
astronomía de Tolomeo. De este modo entenderíamos có243;mo la
revolución copernicana, si bien es conservadora cuando se aplica al curso de
los astros mismos, es revolucionaria, ahora en el sentido lineal e irreversible,
cuando se aplica al curso de las teorías astronómicas (el sentido en el que
Kuhn la ha utilizado más recientemente). Por otra parte no puede olvidarse
que la misma «revoluciónconservadora» de los astros contiene ya el proceso
de la «vuelta del reves» del planeta que, aun moviéndose en la misma
órbita, está destinado a ocupar posiciones diametralmente opuestas, que
invierten las posiciones de sus relaciones internas.
Este es sin duda el sentido de «revolución» que pasó a la política cuando se
utilizó para designar aquellos cambios que implicasen una «vuelta del
revés» de determinadas relaciones políticas, como pudieran serlo el traspaso
de los poderes políticos controlados por el poder real al pueblo hasta
entonces sometido a este poder. Esto nos indica también que la idea de
revolución política es indisociable de los parámetros adoptados para
establecer la función del giro revolucionario.
En este sentido la idea de revolución política sólo puede precisarse cuando
va referida a un determinado orden establecido que se trata de subvertir, de
suerte que lo que está delante se ponga detrás o lo que se ponga arriba se
ponga debajo, o viceversa. Desde este punto de vista las revoluciones
políticas pueden tener sentidos precisos pero muy diversos entre sí. La Gran
Revolución de 1789 se mantuvo, sin duda, dentro de parámetros definibles
en lo que llamamos «capa conjuntiva» del cuerpo social. La idea de una
revolución más profunda, que afecte no solamente a una estructura
conjuntiva determinada, sino a la propia estructura basal, económica y aun
personal de la humanidad, está también, de un modo u otro, presente en las
grandes concepciones políticas modernas y contemporáneas, que ligan la
revolución política a las ideas de libertad, de desarrollo humano. Y esta es la
razón por la cual constituye siempre una cuestión capital la de discutir el
sentido que pueda tener la idea de una revolución profunda que no sea
revolución universal, es decir, una revolución que afecte a todos los
hombres, y no sólo a los hombres de una sociedad política determinada. Sin
embargo hay que tener en cuenta que el proyecto de una revolución
universal, que afectase sin duda a todos los hombres, no debe identificarse
con el proyecto de una revolución capaz de transformar por igual a todos
los hombres; puesto que la revolución universal podría ser pensada desde la
perspectiva de una sociedad política concreta que se propusiese, como
misión revolucionaria, conseguir el desarrollo espiritual y cultural más alto
posible de la humanidad a través de un grupo privilegiado, pero
reconociendo la necesidad de apoyarse en todos lo demás hombres a título
de servidores suyos, para cumplir su misión.
La idea de una revolución total, que aun actuando desde coordenadas
políticas afecte a la totalidad del hombre hasta el punto de dar lugar a la
aparición de un «hombre nuevo», parece exigir una concepción de la
política que habría de desbordar el horizonte de la acción en el Presente,
para enfrentarse con un Futuro histórico indefinido, en el cual un modelo
especulativo de «hombre nuevo» pudiera ser dibujado. El peligro de que
este «hombre pleno» planeado para el futuro no sea otra cosa sino una
especulación utópica, por no decir infantil, invita a plantear el problema de
un hombre nuevo en términos del Presente, más accesibles a la acción
política positiva. Esta acción será a veces concebida como una revolución
cultural, o como implicando una revolución pedagógica, o económica.
Todas estas definiciones de la revolución dependen enteramente de las
coordenadas según las cuales se defina la situación de cada sociedad política
actual en relación con las demás sociedades. El materialismo filosófico llama
la atención sobre los peligros a los que la idea metafísica de alienación da
lugar en el momento de definir la revolución orientada a la instauración del
«hombre nuevo». Si el «hombre alienado» sólo puede definirse en función
de un «hombre nuevo» cuya estructura suponemos indefinible, a su vez el
«hombre nuevo» no podrá ser definido en función de una «alienación» cuya
naturaleza metafísica damos por supuesta.
En este sentido y aplicando la doctrina de la conexión entre la prólepsis y la
anamnesis, desconfiamos críticamente de la posibilidad de dibujar el ideal
de un «hombre nuevo» del Futuro que no esté basado en las realidades del
hombre del Presente, de algún modelo humano cuyas características puedan
ser tomadas como modelo ejemplar --o como componente de ese modelo--
de «hombre nuevo» que un proyecto revolucionario tienda a consolidar y
desarrollar. Por esta razón los proyectos revolucionarios estarán siempre en
función de la naturaleza y estructura de la sociedad política en la que se
configuran; no puede ser idéntico el proyecto revolucionario de una
sociedad imperial depredadora que el proyecto revolucionario de una
sociedad política generadora (y no sólo de un modo intencional, sino
efectivo) o aislacionista. En cualquier caso habrá que mantener siempre la
alerta en torno a las diferencias que existen entre un proyecto meramente
poético o utópico y un proyecto político efectivo.
Gustavo Bueno
(15 de febrero de 1995)
Gustavo Bueno
«Cine religioso» es una expresión, o un rótulo (podría decirse) que se utiliza
ordinariamente, sin mayores dificultades, para designar a un cierto «género
cinematográfico» en el que se incluyen «series» o «conjuntos» de películas
de temática y orientación definida, sin duda, de un modo convencional. Por
eso, cuando abstraemos toda convención y nos atenemos al análisis de la
expresión «cine religioso», según su «estructura exenta», si la tiene, las
dificultades para asignar a la expresión de referencia un significado preciso
son poco menos que insuperables: baste tener presentes las múltiples
dimensiones que corresponden al adjetivo «religioso». Supongamos que
entendemos la religión como un nombre de las relaciones que los hombres
(incluso las criaturas en general) mantienen con un Dios infinito y que todo
aquello que no mantenga aquellas relaciones, aun queriendo mantenerlas,
habría de ser considerado como «supersticioso»; esto supuesto, ¿cómo
podríamos encerrar a Dios, no ya en el templo (como preguntaba
malignamente Eustacio de Sebaste, el iconoclasta) sino en un film? Dios es
ubicuo, está en todas partes, luego ¿por qué va a ser más religioso un film
que otro, o una «película religiosa» que una brizna de hierba?
Parece evidente que si la expresión «cine religioso» alberga significados más
precisos es porque ella se da concatenada en diferentes premisas, implícitas
o explícitas, que actúan en el momento de usar la expresión de referencia.
Toda una «constelación de premisas implícitas» ha de estar actuando para
que la expresión «cine religioso» pueda constituir un «instrumento
conceptual» útil, por ejemplo, para los programadores de las cadenas de
televisión, públicas o privadas, puesto que, por medio de ese concepto
pueden proceder a excluir, en las emisiones del período de «Semana Santa»,
a las películas «laicas», «profanas», «frívolas», &c., y, a la vez, pueden
proceder a incluir películas que figuran como «términos» de la clase «cine
religioso», tales como Los diez mandamientos, de Cecil B. de Mille{1}, o Jesús de
Nazareth de Zeffirelli{2}. También el público de televisión (como el público de
las salas de cine) sabe a qué atenerse, en principio, cuando considera los
programas de «cine religioso» que se le ofrecían en la época de lo que ha
venido a llamarse, por los historiadores de la España contemporánea,
«época del nacionalcatolicismo», pues estos programas eran ofrecidos con
exclusión de cualesquiera otros.
Pero la referencia a una «constelación de premisas» implícitas en un uso,
más o menos estable, de la expresión «cine religioso» no es un
procedimiento definitivo para determinar los significados de tal expresión.
Porque la «constelación de premisas» va cambiando y, con ella, los usos y
los significados. Una «constelación de premisas» que dice referencia a
«Semana Santa», nos contrae, desde luego, a los relatos evangélicos y, por
extensión natural, a los del Antiguo Testamento, siempre que, además,
según circunstancias, la representación de los relatos sea «ortodoxa»,
incluyendo a veces en la ortodoxia la «fidelidad histórica». Pero los criterios
de ortodoxia, o los de fidelidad, son, a su vez, muy variables. Por ejemplo,
en los anuncios de la prensa diaria sobre las programaciones de televisión
para la Semana Santa de 1992, se añadía, en referencia a la película Jesús de
Nazareth: «Obra maestra de Zeffirelli que narra fielmente la vida de Cristo.»
No se dice si la narración sigue el evangelio de San Marcos, o el de San Juan,
o si se atiene a algunos de los apócrifos; o si la [16] obra de Zeffirelli es
monofisita, o nestoriana, o cristiana. No se decía porque acaso no hacía falta.
Se presupone que «narrar la vida de Jesús» es narrarla conforme a las
premisas vinculadas a la norma de la ortodoxia vigente.
Según este criterio, la expresión «cine religioso», podría interpretarse como
una «regla de formación» de una clase inductiva, una suerte de «definición
por recurrencia»: «Es religioso todo cine (i. e. toda película) que se asemeja a
determinadas películas-patrón, tales como Los diez mandamientos, de Cecil B.
de Mille, o Jesús de Nazareth, de Zeffirelli, o bien que se asemeje a las
películas que se asemejen a éstas, así sucesivamente.»
Sin embargo, la definición anterior sólo en apariencia es rigurosa, porque la
semejanza no es una relación transitiva. Por consiguiente, la determinación
de la semejanza está en función de ciertos «imperativos de contexto», y son
estos imperativos los que hacen posible segregar, por decreto –un decreto
que se identifica muchas veces con la censura eclesiástica– a todas las
películas que no resultasen seleccionadas según la regla de recurrencia
puesta en manos del censor. Dicho de otro modo: el rigor de la definición
inductiva –encomendado, en la época franquista, a la Junta de Censura–
depende de un contexto extrínseco y cambiante y la definición «por el uso»
sólo se nos muestra como rigurosa en el intervalo de invariancia del
contexto. Cuando el contexto evoluciona, o, sencillamente, cuando nos
referimos a contextos culturales diferentes –musulmanes, budistas,
animistas...–, las «reglas de construcción» conducen a conjuntos diferentes.
Tendrían que incluirse dentro del «cine religioso» a películas de temática
religiosa, o veterotestamentaria, aunque se salgan de la ortodoxia y, por
respecto de ella, deban ser consideradas como antirreligiosas (pongamos por
caso: La vida amorosa de Cristo, de Thorsen{3}); a fin de cuentas, este proceder
no plantea problemas muy graves de clasificación, si admitimos que los
contrarios –lo religioso y lo antirreligioso– pertenecen al mismo género
(contraria sunt circa eadem). Porque la blasfemia, el pecado o el diablo son
categorías tan religiosas como puedan serlo la oración, la virtud, o Dios.
Pero, ¿en virtud de qué regla pasamos de la religión cristiana a otras
religiones? ¿Acaso también éstas han de considerarse como contrarias al
cristianismo, según aquel dicho de Jesús: «El que no está conmigo está
contra mí»? ¿O más bien las incluiríamos por razón de considerarlas, no ya
contrarias, sino equivalentes, como equivalentes eran los tres anillos de la
célebre alegoría que el emir Saladino propusiera a Natán, el sabio? Pues es
cierto que cabe incluir en la clase de películas del «cine religioso» a películas
que son blasfemas, o morbosas, o satánicas, desde una perspectiva ortodoxa
dada –La semilla del diablo{4} o Giordano Bruno, de Giuliano Montaldo{5}– sin
que por ello el programador tenga la intención blasfema o satánica (que son
«categorías religiosas»), sino simplemente «sociológica», o «etnológica»,
pongamos por caso. Pero entonces, ¿no nos hemos situado ya «fuera de la
religión»? Y, si es así, dada la neutralidad ante la ortodoxia y la blasfemia,
¿por qué hablar de «cine religioso»? La determinación «religioso» ya no
tendrá un alcance formal (positivo o negativo), sino meramente material,
cuando la aplicamos al cine. Una película será «religiosa» por su temática,
pero de parecido modo a como llamáramos «musical» a una película sobre
Beethoven en la época del cine mudo.
En resolución: En el momento en el cual el rigor de un contexto de ortodoxia
normativa muy preciso se aflojan –ampliándose, o transformándose–
también los usos de la expresión «cine religioso», se amplían o se
transforman y sus límites se hacen cada vez más borrosos. La «libertad»
(respecto de una regla de censura) convierte a la clase de películas del
género «cine religioso» en una suerte de «conjunto borroso», en el sentido
de Zadeh. La IV Semana Internacional de Cine religioso, de Valladolid –cuya
«apertura» se subrayaba ya en los tempranos años franquistas de 1959–
programa «la difusión y exaltación del cine que, armonizando lo bello con lo
bueno, sirva para afirmar y elevar la dignidad humana, para ayudar al
hombre a ser mejor». Parece que nos encontramos presenciando la
deliberada construcción de un concepto difuso; salvo que se adopte una
definición estipulativo-burocrática de esta índole: «Cine religioso es toda
película seleccionada para aspirar al Lábaro» (como si este trofeo, de cuño
religioso –en contraste con los trofeos laicos tales como Conchas, Goyas y
Oscares– fuese suficiente para imprimir al film un carácter religioso).
2. El concepto de «cine religioso» aunque agradece, desde luego, por su
estructura predicativa de «sustantivo y adjetivo» el formato de «concepto
clase», no se ajusta fácilmente a la condición de las clases unívocas.
Tampoco resulta muy útil tratarlo como un «conjunto borroso», pues,
aunque lo sea, el «momento extensional» del concepto «cine religioso» no
nos importa directamente, puesto que no estamos haciendo un catálogo de
ese conjunto. Lo que nos interesan son las variaciones del «momento
intensional» (a través, sin duda, de su desarrollo extensional) del concepto
«cine religioso». Y a este efecto, nos parece más [17] útil tratar a este
concepto en lo que tenga de concepto de relación, aunque sea a costa de
apartarnos del análisis gramatical. En cualquier caso, la interpretación
relacional se mantiene muy próxima a diversas expresiones que podrían
considerarse como paráfrasis del rótulo «cine religioso», como puedan serlo
las siguientes: «cine que tiene que ver con la religión», o bien, «es
comprensible que, en Semana Santa, los programas de las salas de
proyección, o de televisión, de un país de mayoría católica ofrezcan
películas relacionadas con la religión».
Asociaremos al concepto de «cine religioso» la estructura de una relación
binaria establecida entre los términos «cine» y «religión», lo que nos
permitirá redefinir el concepto clase correspondiente como la «clase
dominio» de esta relación es decir, como «el conjunto x de las películas que
tienen relación con la religión». Sería ingenuo esperar que la definición del
«cine religioso» llevada a cabo por medio de una estructura lógica tal como
ΛxR(x,y) suprimiría la ambigüedad del concepto; en realidad, la incrementa,
pero ofreciendo, al mismo tiempo, modos de analizar su variedad puesto
que deja patentes las fuentes de las que esta variedad mana, principalmente:
la diversidad de las relaciones que puedan ser ensayadas y la diversidad de
los contenidos y acepciones del término «religioso». (El concepto de «cine
religioso» se extiende, más allá de las películas de tema religioso o bíblico, a
películas de asunto mágico, moral, satánico, «etnológico» e incluso las
llamadas películas de tema «metafísico existencial» –tipo El séptimo sello de
Bergman{6}–, pero sólo si disponemos de algún criterio capaz de dar cuenta
de esta variedad, en función de una determinada idea de religión, podremos
reducir el aspecto caótico de las posibles colecciones de películas
«religiosas», sin tener que recaer en una rigidez puramente convencional.)
El análisis del sintagma «cine religioso» en términos relacionados ofrece
grandes ventajas (cuando se compara con otras alternativas), ante todo, en el
terreno metodológico. La primera es que incita a comenzar disociando al
adjetivo «religioso» del sustantivo «cine» y nos obliga a no dar por supuesto
el significado del adjetivo. Pues cuando nos referimos al término «religión»,
lo primero que hay que hacer –salvo proceder del modo más acrítico– es
resolverlo en una multiplicidad de capas y contenidos, cuya unidad se nos
da, en principio, como problemática. No nos podremos «conformar» con el
significado gramatical del adjetivo «religioso», tal como nos lo define el
diccionario de la Academia; es imposible alcanzar un concepto
mínimamente crítico de «cine religioso» al margen de todo compromiso con
una determinada Idea de religión (necesariamente polémica, puesto que una
Idea sólo se delimita frente al sistema construido por otras Ideas
alternativas).
La segunda ventaja metodológica tiene que ver con el tratamiento del
concepto mismo de «cine». En el sintagma «cine religioso», el sustantivo,
envuelto por un adjetivo tan pregnante como «religioso», parece repudiar
cualquier determinación concerniente a si la recepción del adjetivo tiene un
alcance «esencial» o «accidental», «necesario» o «contingente» («¿acaso –
podrá preguntar un panteísta– hay algún cine que no sea religioso?»;
«¿acaso la presencia divina no es ubicua?»; «si Dios anda entre los pucheros,
¿por qué no ha de andar también entre las películas, entre todas las
películas?»). O también, a si la recepción del adjetivo es «exclusiva» (o
específica) o «genérica». Todas estas indeterminaciones hacen al concepto de
«cine religioso» oscuro y confuso –pues la adjetivación prescinde de tales
determinaciones que habrán de quedar «neutralizadas» por el significado
global–. El formato relacional no suprime estas indeterminaciones, pero
facilita el que tomemos conciencia de ellas. Pues la pregunta que el formato
relacional hace insoslayable es ésta (referida al fundamento, en el
antecedente, de la relación): «¿Se apoya la relación de una película dada con
la religión en algún carácter específico –en alguna propiedad característica
fílmica– o bien en algún carácter genérico?» Pues pudiera ocurrir que la
razón formal (o fundamento) por la que un film es religioso fuera
precisamente del mismo género que la razón formal por la que se dice
religiosa una obra literaria, una novela, una obra teatral, o una obra poética.
Esta pregunta es tanto más pertinente en el momento en el que subrayemos
la circunstancia de que la mayor parte de las películas religiosas están
basadas en novelas, o en obras de teatro. La religiosa, de Jacques Rivette{7},
«se basa» en la novela de Diderot; Fabiola, en la obra de Wiseman; El
exorcista,{8} en la novela de William Peter Blaty; Jesucristo superstar{9} es «la
versión cinematográfica» de la ópera rock de Tim Rice (texto) y Andrew
Lloyd Webber (música).
3. La pregunta anterior nos lleva, sobre todo, a plantear la «cuestión
radical»: ¿Cabe hablar siquiera de cine que sea, por sí mismo, enteramente
inmune a toda relación con la religión? Las relaciones del cine con la
religión, ¿las contrae sólo en la medida en que comparte características
comunes con el teatro, con la novela o con la poesía? En cualquier caso, ¿no
será preciso reconocer en el cine características que lo relacionen
internamente con la religión? Si la respuesta fuera afirmativa, cabría hablar
de una «virtualidad cinematográfica» de índole religiosa y, lo que puede
resultar aun más chocante, de una «virtualidad cinematográfica» de las
mismas religiones (al menos, de algunos estratos o contenidos
genuinamente religiosos). Virtualidades que podrían coexistir con ciertas
incompatibilidades entre la estructura del cine y la religión, así como
también recíprocamente.
Estamos, con esto, tomando contacto, a propósito del «séptimo arte», con el
problema de los límites de las artes, tal como los planteó Lessing en su
Laocoonte{10} («sobre los límites de la pintura y de la poesía»). Pues la cuestión
de los límites de las artes no excluye la cuestión de las zonas de intersección
entre ellas y suscita el problema de la determinación de las virtualidades
propias de cada arte. Cuando Lessing escribió el Laocoonte no existía, desde
luego, el cine, pero sí la pintura y la escritura; y el cine comparte con la
pintura o la escultura la capacidad de representar apariencias de cuerpos
coexistentes. La poesía, en cambio –decía Lessing–, puede representar
«objetos sucesivamente consecutivos» y éstos son las acciones: a ellas se
consagra la Poesía (en la que se incluye el teatro); el cine, según esto, ¿sería
«poesía pintada» (teatro) o pintura poética? [18] En cualquier caso, no sería
correcto equiparar el cine y el teatro; y no ya porque los límites del cine
desborden ampliamente el «teatro filmado», sino, sobre todo, porque el
escenario teatral implica la presencia de actores «de carne y hueso»,
mientras que la pantalla elimina de raíz esa presencia (en su límite, en el
«cine de ordenador», incluso a los actores en los estudios); esto aproxima el
cine a la pintura, mientras que el teatro se aleja de la pintura y se acerca más
a la poesía, en cuanto «arte poético» (la presencia física de los actores
teatrales en el escenario no tiene un significado originariamente «poético», o
«pictórico», sino de otro orden etológico, que en esta ocasión tenemos que
dejar de lado). La imposibilidad que Lessing tuvo de contar con el cine, al
analizar los límites de la pintura y la poesía –las figuras escalonadas
dibujadas en las columnas de las salas hipóstilas, incluso las figuras
proyectadas por la linterna mágica del P. Kircher, de poco podían servirle–
puede considerarse como una fuente de distorsión de sus análisis, por otra
parte tan sutiles. «Los cuerpos, por sus cualidades visibles, son los
verdaderos objetos de la pintura; las acciones son el objeto de la Poesía.»
Pero si el cine es «poesía pintada» –pintura en acción– ¿no tendrá que
compartir los límites de la pintura? El dar acción (poesía) a la pintura ¿acaso
puede significar una ampliación de sus límites? ¿Acaso la pintura no debe
seguir siendo pintura? Los límites del cine, en relación con la religión,
parecen ser los mismos límites de la pintura, pues ni Dios, ni los ángeles –el
Dios y los ángeles del cristianismo más refinado– son «cuerpos con
cualidades visibles», susceptibles de ser representados. Sin embargo, esta
concepción del «cristianismo refinado», iconoclasta, es tesis común entre los
musulmanes («nadie puede ver a Dios cara a cara»), con un radicalismo que
se propaga incluso a los casos en el que ya no es Ala invisible, pero sí su
Profeta visible, el objeto de nuestra re-presentación (me refiero a la película
Mahoma{11} patrocinada por Gadaffi, en la que se evitó presentar la faz del
Profeta).
Sin embargo, no podríamos olvidar que, para los cristianos, Cristo es Dios y
su cuerpo no es (como pretendían los docetas) una especie de fulguración
aparente, casi una mera secuencia cinematográfica. Pascal llega a decir, en
su batalla contra el «Dios de los filósofos» –precisamente un Dios invisible, a
quien ningún artista podría pintar (ni siquiera un director de cine filmar)–
que «sólo podemos conocer a Dios a través de Jesucristo». Pero Jesucristo es
hombre y sus discípulos pudieron verlo y tocarlo, como se ve un actor en el
escenario, en primer lugar, y como se ve en una representación en un
retrato, más tarde. Y aun hubo (y hay) otro modo de verlo, que no es ni el
verlo como vivo, ni como pintado, sino como resucitado o como aparecido.
Lo que ya es más problemático es la posibilidad de filmar o «grabar» este
tercer tipo de visiones. Sin duda hubiera sido posible filmar a «Cristo
viviente», si hubiese habido cámaras (del mismo modo a como se admite la
posibilidad de una huella visible, en la Sábana Santa, o en la Santa Faz); y es
posible filmar el «Cristo pintado». Pero ¿podríamos haber filmado el Cristo
resucitado que «vio y tocó» el apóstol Tomás? ¿Podemos filmar el Cristo que
se aparece «de cuerpo presente», a cientos de personas en La Pedrera?
Podemos ver los fantasmas, podemos escuchar sus voces, pero ¿podemos
fotografiarlos? ¿Podemos grabar sus «psicofonías»? Tendría un gran interés
una encuesta, en torno a estas preguntas, con directores y guionistas
cinematográficos.
4. La cuestión de las relaciones entre el cine y la religión forma parte, según
esto, de la cuestión general de las relaciones entre los «medios de
comunicación artística» y la «religión». Pero los términos de esta relación
(en realidad: de sus múltiples relaciones) no son simples, sino muy
complejos y sólo penetrando en su complejidad podríamos decir algo con
alguna precisión.
Los «medios de comunicación artística» son mucho más, por un lado, y
mucho menos por otro, que «formas de lenguaje», como suele decirse con
impropiedad notoria (el «lenguaje cinematográfico», refiriéndose a las
secuencias de fotogramas, es decir, abstrayendo la banda sonora).
Impropiedad, puesto que las funciones representativas del cine –las
secuencias de fotogramas– no constituyen, por sí mismas, ningún lenguaje,
y ello aun cuando los lenguajes «articulados» tengan funciones «re-
presentativas» (la función Vor-stellung, de Bühler).
Y, desde luego, lo que designamos con el término «religiones» también es
un «todo complejo», en el que hay que distinguir partes físicas, de naturaleza
óptica, y partes no menos físicas, pero de naturaleza invisible, sino, por
ejemplo, acústicas, partes lingüísticas (las más vecinas al mito, si es que
«mito» dice originariamente «lo que puede ser contado, pero no visto por
quien escucha» –aunque hubiera sido visto por quienes lo cuentan, o por
quien se lo contó a quien nos lo cuenta). Las religiones contienen, sin duda,
partes físicas (icónicas), como puedan ser las ceremonias de genuflexión, de
elevación de los ojos al cielo, de danzas o de imposición de manos; las partes
físicas de las religiones no se circunscriben al terreno «ceremonial»
(conductual praxeológico), puesto que hay también muchos fenómenos no
humanos dados (real o intencionalmente) en el espacio-tiempo, que
reclaman una naturaleza física-icónica, empezando por el Fiat lux! del
Génesis y terminando por la «danza del sol» de Fátima. Y las religiones
contienen también una parte lingüística cuya importancia crece con el
desarrollo histórico de las propias religiones que, sin duda, es la que tantos
creyentes ponen en relación con la «experiencia interior», invisible (pues
suelen hablar de la «voz interior» –la vocación– aunque también otras veces
hablan de «visiones interiores» que el «ojo del alma» percibe en la «noche
oscura»). A la «parte lingüística» de las religiones pertenece, por ejemplo, la
«fórmula de Sirmio», el credo, la fórmula de la consagración, o el Pange
linguae.
Teniendo en cuenta estas premisas, se comprende que las afinidades, o las
repulsiones, entre el cine y la religión no pueden ser tratadas globalmente.
Ellas deberán ser consideradas desde muy diversos planos –que, sin
embargo, no tienen por qué desviarnos de una «visión de conjunto».
Atengámonos a la capa más específica del cine (cuando se le considere como
miembro de la «familia de las artes»), a saber, el cine en cuanto
representación de secuencias de imágenes ópticas (icónicas). Es evidente
(dirigiéndonos ahora al otro término de la relación) que no todos los
contenidos de una fe religiosa pueden ser representados icónicamente.
Muchos de estos contenidos (cuando nos atenemos a las «religiones
terciarias») se autoproclaman como [19] suprasensibles, como dándose fuera
del espacio-tiempo: son contenidos meta-físicos. Por tanto, y en el supuesto
de que no sean inefables, sólo podrán ser expresados por la palabra, por la
Poesía, y no por la imagen icónica. Una de las tesis más importantes de
Lessing, en su Laocoonte, es la que establece que la Pintura y la Poesía no son
dos medios alternativos para expresar lo mismo, sino que, sin perjuicio de su
posible interacción, cada una de estas artes tiene sus propias capacidades,
sus propios contenidos, y, por tanto, sus propios límites. (Desde las
premisas de Lessing, tendremos que considerar infundado ese dogma de la
«pedagogía de la comunicación» que dice que «una imagen vale por mil
palabras»; pues semejante dogma sólo tendrá aplicación si las palabras
quieren expresar lo que dice la imagen; en otro caso, habría que acudir a
otro dogma no menos importante: «mil imágenes no valen por una sola
palabra»). El análisis de Lessing tiene el mérito de quedarse circunscrito, al
examinar la cuestión de los límites de la Pintura y de la Poesía, al plano
estético –alejándose de un planteamiento generalizado al «plano de la
información», como decimos hoy. Y es por referencia a este plano estético,
como cobra toda su fuerza la tesis según la cual la Pintura (o la escritura... o
el cine) no puede representar todo lo que la Poesía (o el mito, o la religión)
nos dice. Ya Plinio (a quien Lessing no deja de citar), comentando el cuadro
de Timantes, en el que se representaba el sacrificio de Ifigenia (un sacrificio
que hubiera hecho exclamar a Lucrecio: Tantum religio potuit suadere
malorum!), decía: «Después de pintar [Timantes] el dolor de todos,
especialmente el del tío, y agotados todos los rasgos de la tristeza, veló el
rostro del padre porque no podía representarlo convenientemente» {12}. Sin
embargo, Lessing ofrece otro tipo de razones, que tienen que ver más con la
estética que con la ontología (con la posibilidad o imposibilidad de
representar pictóricamente contenidos supuestamente «interiores» como la
tristeza). Porque Lessing viene a decir que la pintura podría expresar, al
menos en este caso, la tristeza (podría, diríamos hoy, transmitir el «mensaje»
de la tristeza, «informar» sobre ella), pero a costa de la belleza. Aquí hay que
poner los límites a la pintura. No es que el arte –viene a decir Lessing, en
contra de una opinión de Valerio Máximo– no pueda expresar el carácter
acerbo de un gran pesar. «Por mi parte, yo en esto no veo ni incapacidad del
artista, ni incapacidad del arte. Los rasgos de la cara se marcan de un modo
un tanto más acusado cuanto más intenso sea el grado de afecto que
expresan; al grado máximo de ésta corresponden los rasgos más marcados,
y nada le es tan fácil al arte como el dar expresión a éstos. Pero Timantes
conocía las fronteras que las Gracias habían puesto a su arte. Sabía que la
desolación que le correspondía sentir a Agamenón, como padre, se expresa
por medio de las muecas y las contorsiones más extremas, que son siempre
feas. Llevó la expresión del rostro hasta el límite en que éste resultó
compatible con la belleza y la dignidad. De buena gana hubiera querido
pasar por alto lo feo, suavizarlo; pero, dado que su obra no le permitía hacer
ni lo uno ni lo otro, ¿qué otra cosa podía hacer sino velar esta fealdad? Lo
que no podía pintar dejó que el contemplador lo adivinara. En una palabra:
el hecho de tapar el rostro a Agamenón es un sacrificio que el artista hace a
la belleza». Lessing creía saber, en efecto –como dice al explicar el «dolor
tranquilo» que contemplamos en la estatua de Laocoonte– que el grito no es
algo que revele un alma innoble, pero sí es algo que deforma el rostro,
dándole un aspecto repulsivo: sólo el hecho de representar a una figura
humana con la boca completamente abierta, comporta en la pintura una
mancha y en la escultura una concavidad «que producen el efecto más
desagradable del mundo». «Imaginad un Laocoonte abriendo violentamente
la boca y decid qué os parece. Hacedle gritar y veréis qué ocurre. Antes era
una estatua que inspiraba compasión... ahora es una imagen fea y
monstruosa que nos hace apartar la vista, porque la visión del dolor
despierta en nosotros repugnancia.»
Lo que nos importa aquí destacar del análisis de Lessing, por la
trascendencia que él puede tener en el cine –en un cine que no quiere ser
meramente «expresionista»– es que la frontera en donde pone los límites de
los iconos no pasa por la supuesta línea de separación de lo «interior» y de
lo «exterior», sencillamente porque semejante línea es imaginaria: todo lo
que es «interior» ha de poderse ver desde la «exterioridad» (y no cabe
confundir la «visión del interior ajeno» con la «reproducción» operatoria de
una actitud que ya no será «vista», sino «experimentada»). De otro modo: el
gran cambio de perspectiva al que Lessing nos impulsa es el que va desde la
perspectiva «expresionista» (la perspectiva del «Ausdruck», de Bühler), en
el análisis de los iconos (pintura, escultura, cine), hasta la perspectiva
«apelacionista» (la perspectiva del «Appel», de Bühler): no se trata de que el
artista –el pintor, el escultor, el director de cine– intente ofrecer una imagen
de Laocoonte que exprese el momento religioso en el que lanza al cielo su
terrible grito –el clamorem horridum ad sidera tollunt, de Virgilio– sino que se
trata de con-formar una imagen capaz de producir en el espectador la
impresión de estar viendo a un hombre que «clama a los cielos». Y es aquí
donde advertiremos las enormes diferencias de los recursos de que
disponen la pintura y la poesía, y la ambigüedad de la equiparación de
Horacio (ut pictura poesis). [20]
«Homero ha tratado dos tipos de seres y de acciones: los visibles y los
invisibles», dice Lessing, pero sacando una consecuencia que no podemos
aceptar: «Esta diferencia [entre lo visible y lo invisible] no es capaz de darla
la pintura: en ella todo es visible, y visible de una misma y única manera».
Este último punto es el que tiene que ser removido, precisamente a
propósito del «cine religioso». Pues en la pintura –y en el cine– todo es
visible, pero no de la misma y única manera. Pues la tesis de la univocidad
de lo visible podría llevar a concluir que la pintura no puede representar «la
vida interior», si ésta es invisible, y la poesía sí; el mismo Lessing nos ha
venido a decir que la Pintura, o la Escultura, pueden representar, si quieren,
el más íntimo grito desgarrador –¿oración?, ¿blasfemia?– de Laocoonte
clamando al cielo. Pero lo que es aún más importante, si cabe, para nosotros:
Hay que evitar la tendencia a inferir, de la tesis de la univocidad de la
pintura, la conclusión de que este arte, como el arte cinematográfico, tiene
los mismos límites que circunscriben el orden de las «leyes naturales», como
si la pintura –o el cine– por atenerse a lo visible, debiera mantenerse
encerrada en el «mundo natural», en el mundo sensible, siendo impotente
para representar el «mundo sobrenatural», el mundo que se nos abre gracias
a la fe, y que encontraría su mundo propio de expresión, o de revelación, en
la palabra, en la Poesía. Una definición popular de la fe religiosa, con más de
cuatrocientos años a sus espaldas (los del catecismo del P. Gaspar Astete),
habituó a los españoles a poner la fe (tomando como criterio el aparato
óptico) en el terreno de lo invisible (por tanto de lo que es inaccesible, si
seguimos a Lessing, a la pintura, o a la representación icónica, en general).
«Fe es creer lo que no vimos.» Pero semejante definición, con ecos
iconoclastas (¿musulmanes?, ¿místicos?), nos obligaría a retirar cualquier
significado profundo a la expresión «cine religioso». Ahora bien, ¿en virtud
de qué fundamentos puede decirse que lo «sobrenatural» haya que ponerlo
en el terreno de lo invisible –de la Poesía– y que el terreno de lo visible no
pueda ser el lugar en donde lo «sobrenatural religioso» también se
manifieste, incluso el terreno a donde lo «sobrenatural» debe acudir para
manifestarse en primer lugar? Esto no excluye el reconocer que en las
religiones –sobre todo, en las llamadas «religiones superiores» (terciarias, en
nuestra terminología)– hay capas y contenidos que necesiten permanecer en
la oscuridad, que son invisibles, irrepresentables por la pintura, por la
escultura o por el cine: Llamemos por sinécdoque a estos contenidos
invisibles contenidos de una «fe no-cinematográfica». Pero simultáneamente
hay que reconocer también, y prioritariamente, la realidad de los contenidos
religiosos visibles (sobrenaturales o naturales) y, por tanto, la efectividad de
una «fe cinematográfica», que desmiente la definición tradicional; porque ya
no será posible decir que fe (cinematográfica) es «creer lo que no vimos»,
sino, por el contrario, «ver lo que creemos» o «creer lo que vemos»
creyéndolo precisamente porque lo vemos, porque (como dirá el escéptico)
«vemos visiones» cuando creemos con fe cinematográfica y, por ello,
podemos representar tales visiones en cualquiera de las artes icónicas:
pintura, escultura y, muy especialmente, cinematografía.
5. Hay contenidos o «artículos» de la fe que son, desde luego,
irrepresentables: Llamémoslos contenidos de la «religión metafísica» o
contenidos (dogmas, milagros... ) metafísicos de las religiones llamadas
«superiores». Entre estos contenidos, hay que citar, en primer lugar, el Dios
incorpóreo, Espíritu Puro, por tanto, incoloro (ese Dios «que está azul»,
como dice Juan Ramón Jiménez, no es un Dios metafísico, es, si acaso, la
bóveda celeste, el Zeus que estudió Petazzoni): Representar a ese Dios por la
imagen de un anciano con barbas, o –como hacen algunos directores de
películas llamadas «religiosas»– por un sol naciente en una lejanía de nubes
sonrosadas, es un paso ridículo, indigno de un artista adulto, apropiado sólo
para revelar el infantilismo y la cursilería del director (o su cinismo
mercantil). Tampoco son representables las «Inteligencias separadas»: Los
ángeles cristianos no son cinematográficos y cuando se los representa con
alas, o con cuernos, la película no podrá ser considerada como cine religioso
«terciario», sino, a lo sumo, «secundario», un cine adaptado a las «religiones
mitológicas» (que ya son, casi íntegramente, cinematográficas). Otra
cuestión, que no podemos debatir en este lugar, es la de si efectivamente es
posible una «fe no cinematográfica», es decir, si la «fe viva» es, sobre todo, la
«fe cinematográfica», de suerte que el concepto de una «fe no
cinematográfica» hubiese de considerarse como la clase vacía. (Si se repitiera
el célebre experimento radiofónico de Orson Welles, poniendo, en lugar de
«marcianos» o «extraterrestres» –que son contenidos «cinematográficos»– a
los ángeles, arcángeles, tronos o serafines de la teología metafísica, ¿se
conseguiría algún efecto? «Ojos que no ven, corazón que no siente.» ¿Quién
podría inmutarse ante las legiones arcangélicas invisibles e inaudibles?
¿Cómo podríamos saber de su existencia?). En cualquier caso, conviene
puntualizar que no son únicamente las entidades incorpóreas, los espíritus
puros, los que constituyen el relleno de esta «capa profunda» de la fe que
venimos llamando «no-cinematográfica». También la fe alberga, entre sus
contenidos intrínsecamente invisibles (metafísicos, no cinematográficos) a
entidades que reclaman una naturaleza corpórea y material. Que, en la fe
cristiana, estas entidades sean el resultado de un milagro, que reclama su
invisibilidad –se trata, por tanto, de un milagro que intrínsecamente es no-
cinematográfico– no significa que el contenido intencional de tal milagro no
sea corpóreo, material: Nos referimos al milagro de la transubstanciación,
que tiene lugar en el momento de la consagración, por el sacerdote, del pan
y el vino. He aquí, en efecto, un milagro no cinematográfico, en sentido
estricto, y no porque en su proceso intervengan entidades espirituales. Pues
la transubstanciación –según la explica Santo Tomás de Aquino– implica la
sustitución de la sustancia del pan y del vino por la sustancia del cuerpo de
Cristo (que es material, en cuanto cuerpo, y aún cuando se considere
despojado del accidente de la cantidad), permaneciendo «a la vista» los
accidentes. Pero son los accidentes del pan y del vino los que son
representables, «filmables»; de manera que si un director se propusiera (y se
lo han propuesto en múltiples ocasiones) representar el «milagro de la
eucaristía», tendría que hacer trampa. Tendrá que iluminar, en un halo ad
hoc, por ejemplo, la hostia recién consagrada, pero este recurso no es más
cinematográfico que el que consistiera en asociar a la escena una voz grave
en off que dijese: «Ahí tienen ustedes, señores espectadores, el cuerpo de
Cristo.» Este director de cine, con halos, o con voces auxiliares, no llegaría
en su arte mucho más allá de lo que, en el suyo, llegaba el pintor Illescas,
cuando escribía en el cuadro el nombre de la persona retratada, a fin de
«darlo a entender». [21]
La doctrina que estamos exponiendo sobre la efectividad de una «capa
invisible» de la fe (es decir, sobre la imposibilidad de un «cine religioso»
referido a la dogmática y los milagros «no cinematográficos») es una
doctrina común entre los doctores cristianos (por no decir también: judíos y
musulmanes); pero lo más curioso es que esta doctrina suele estar expuesta
por medio de metáforas ópticas, visibles, aunque llevadas a un límite
«paroxístico». Me referiré, por brevedad, únicamente al caso de San Juan de
la Cruz, en cuyas obras encontramos los «usos didácticos» de las metáforas
visuales más audaces de entre las que podríamos desear. ¿Qué mayor
audacia que la imaginación de esa vidriera (símbolo del alma) tan pura y
limpia que al recibir un rayo de luz se transforma, haciéndose perfectamente
transparente, en el mismo rayo divino?{13} Sería el caso de una pantalla de
cine tan pura y limpia, que se transformase en el mismo haz de luz que
proyecta la cámara –con lo que las imágenes cinematográficas
desaparecerían por completo, al menos a la visión ordinaria. Sin embargo,
enseña San Juan que las sustancias corpóreas (incluso el mundo físico en su
totalidad, aquél que llegó a ver San Benito –según nos cuenta San Gregorio–
con visión verdaderamente «panóptica») pueden ser vistas por «visión
espiritual» suprasensorial («sin medio alguno de sentido corporal»); pero las
sustancias incorpóreas sólo pueden verse por una visión espiritual aún más
alta, que se llama «lumbre de gloria». «Y así (dice San Juan, comentando el
Quodlibeto I de Santo Tomás{14}) estas visiones de sustancias incorpóreas,
como son el Ser divino, Angeles y almas, no son propias de esta vida, ni se
pueden ver en cuerpo mortal». Aplicado a nuestro terreno: la «lumbre de
gloria» no puede utilizarse eficazmente en la proyección de una película,
aunque sea religiosa; es absurdo, por consiguiente, todo intento de
producción de cine religioso orientado a representar sustancias incorpóreas
o corpóreas que sólo puedan ser vistas por medio de la «lumbre de gloria»,
o de visión suprasensorial.
6. Pero las religiones –y no sólo las primeras o las secundarias, sino también
las terciarias (en particular, el cristianismo)– poseen también una capa
dogmática y «miraculosa», acaso como capa básica, de naturaleza
intrínsecamente «cinematográfica». Capa básica: Porque sólo a través de ella
podríamos entender la posibilidad de comunicación de dogmas y de
milagros. Capa «cinematográfica»: Porque los iconos que contienen son
iconos en acción, que implican movimiento. Y lo implican incluso en las
situaciones en las cuales la pintura los representa; pues la imagen de un
apóstol caminando, sólo se «fija» en la apariencia. Si lo percibimos como
caminante, es porque insertamos la imagen instantánea del cuadro en una
trayectoria virtual que la precede y la sigue; de otro modo, no podríamos
percibirlo como caminante. Bergson{15}, utilizando las primeras impresiones
de una tecnología cinematográfica recién inventada, habló del «mecanismo
cinematográfico de la inteligencia», un mecanismo, en virtud del cual el
movimiento aparecería en la pantalla como efecto del movimiento que a la
sucesión de las imágenes fijas, inmóviles, comunicaría la inteligencia.
Diciéndolo a nuestro modo: Es como si Bergson hubiese intentado explicar
el cine a partir de la pintura, el movimiento icónico a partir de la sucesión de
iconos inmóviles. Pero ¿acaso estos iconos son ellos mismos inmóviles a la
percepción? ¿Acaso cada uno de estos iconos –es decir, cada cuadro
pintado– no está ya inmerso en un «halo» de movimiento? De otro modo
(que Lessing no pudo advertir), ¿acaso la cinematografía no es anterior a la
pintura, y, por consiguiente, los dogmas y los milagros «cinematográficos»
de las religiones positivas son anteriores, no solamente a los dogmas y
milagros «no cinematográficos», sino incluso a los dogmas y a los milagros
que, durante siglos, han sido representados por la pintura o por la
escultura?
El cine antes del cinematógrafo
7. La resistencia a admitir esta hipótesis puede proceder de la impresión de
anacronismo que, sin duda, produce la expresión «milagros
cinematográficos» referida a milagros (o dogmas) anteriores a la invención
del «séptimo arte». Pero esta impresión podría neutralizarse con un enfoque
distinto. Se trata de ver a la tecnología cinematográfica como la realización,
lograda en la época moderna, de «proyectos» prácticos mucho más arcaicos,
que resucitaba una y otra vez, después del séptimo arte, en la manera como
se admite que la aviación, lejos de poder entenderse como un proyecto
inédito, hay que verla (sin menoscabo de su originalidad) como la ejecución
de un «programa» práctico que aparece ya enteramente reflejado en el «mito
tecnológico» de Icaro. En el caso del cine, habría que regresar aún más atrás,
hasta la época de nuestros antecesores que poblaban las cavernas, y
desarrollaron, sin duda, durante milenios, la «conducta de ver las sombras»
que, con sus antorchas, se proyectarían en el interior, en las bóvedas rocosas,
incluso en paramentos lisos (que prefiguraban la «pantalla», tanto o más
como las alas de cera de Icaro prefiguraron las alas de nuestros aviones):
Estas «sombras» pudieron alcanzar un grado de realidad –como
monstruosos o benéficos númenes– muy similar al que convenía atribuir,
llegado el caso, a las «pinturas rupestres». Algunos historiadores del cine
citan, como curiosidad, a Platón, por su «mito de la caverna», entre los
«precursores de la idea del cinematógrafo»; pero se trataría de algo más
profundo. No es correcto decir que Platón «prefigure» el cinematógrafo; hay
que decir que el cinematógrafo ejecuta técnicamente una idea que
encontramos ya configurada, con todos sus detalles, en el libro VI de La
República{16}.
La «alegoría de la caverna» comienza por ponernos, en efecto, en una
situación que tiene, literalmente, la misma estructura antropológica que la
sesión cinematográfica: Unos hombres sentados miran las sombras que, en
la pared que tienen delante, proyectan figuras que van pasando tras sus
espaldas, y que son iluminadas por unos rayos de luz que también proceden
de detrás. Platón simboliza, con su alegoría, a la Humanidad, en general,
como al mundo, en general; pero es evidente que no podía haber extraído
[22] de esa Humanidad, ni del Mundo, la estructura de su grandioso mito:
Sólo podía haberlo obtenido de la consideración de los hombres actuando
en concreto, «situados en concreto» ante un ámbito también concreto (no el
«Mundo», en general, sino una «región conformada» de ese Mundo); pues la
«alegoría» no se produce (no puede producirse) en la dirección que va del
«Mundo y el Hombre» a «esta caverna con unos hombres encadenados»
(como parecen presuponer quienes interpretan la alegoría platónica como un
«recurso pedagógico» orientado a «explicar» la «Teoría de las Ideas»), sino
que se produce en la dirección que arranca de «una caverna, con hombres en
ella» y termina en el «Mundo», en general, y en la «Humanidad» en general:
Por decirlo así, la «situación de la caverna» es anterior a la propia «teoría de
las ideas» y es esta teoría la que debe considerarse como resultado de esa
dirección, ampliada y desbordada por un pensamiento poderoso. Y esto
obliga a plantear la cuestión del origen del mito. Y como sería un
despropósito poner el origen en las salas de cine a las que «pre-figura», sólo
nos queda ir a buscarlo hacia atrás, en situaciones que pudieron prefigurarlo
a él mismo; y es así como llegamos, en último extremo, a las «salas
cuaternarias», a las cavernas paleolíticas. Al menos, con esa hipótesis
daríamos cuenta de la inmensa «pregnancia» que el mito de la caverna tuvo
desde el principio, y con anterioridad al invento del cine (invento que, sin
duda, realimentó esa pregnancia). Mircea Eliade, en El mito del eterno
retorno,{17} considera a Platón, por su teoría de las ideas arquetipos, como un
pensador arcaico, que no hace sino formular, en el lenguaje nuevo de la
filosofía, estructuras precedentes de las «mentalidades más primitivas», y a
ello debería gran parte de su grandeza. Por lo que a nuestro asunto
concierne, también diríamos que el mito platónico de la caverna es un mito
arcaico, paleolítico, y con-formado por una situación nada subjetiva (o
«metafísica»), sino estrictamente objetiva. Y, lo que es aún más importante
(sobre todo, frente al «reduccionismo» crítico implícito en la tesis de Eliade)
una situación que, lejos de poder «dejarla atrás», como un mero recuerdo
prehistórico, se ha reconstruido inesperadamente en el mismo seno de la
sociedad industrial, en la que, no ya unas bandas de cazadores, sino
millones y millones de individuos permanecen «encadenados a sus
asientos» contemplando «sombras» que en las pantallas del cine, o de la
televisión, proyectan las Ideas de quienes las fabrican. Y porque Platón
ofreció una alegoría –que desbordaba ampliamente los límites precisos de
una situación susceptible de ser descrita en términos estrictamente
conductuales– por ello no es despropósito volver a Platón para analizar la
estructura del cine, en general, y del «cine religioso», en particular. He aquí
lo que consideramos más importante, para nuestro propósito, de la alegoría
platónica: Que las imágenes icónicas (eikasia) que, sentados en nuestra
caverna, vemos en la pantalla, las vemos, no sólo desde los «ojos», sino
desde las creencias, desde la fe (pistis), en las que estamos (socialmente,
culturalmente) inmersos; y que, sin embargo, todas esas vivencias aparentes
(propias de la doxa) que la pantalla nos proporciona incesantemente, son
sombras de conceptos y de ideas, y de sus conflictos, que sólo pueden abrirse
camino a través de tales «visiones».
Ver para entender y creer para ver visiones
8. Y esto tiene consecuencias inesperadas para el análisis de las
virtualidades del mismo cine religioso, una vez que hemos reconocido que
hay contenidos (dogmas, milagros, «artículos de la fe») que son
intrínsecamente irrepresentables, es decir, incompatibles con su
manifestación icónica, «no cinematográfica». La principal consecuencia es
ésta: Que, sin embargo, también habrá que reconocer la interna aptitud de
muchos contenidos de las religiones –y no ya de contenidos «prosaicos»,
«finitos»– para ser representadas cinematográficamente. Si las imágenes se
nos dan en el marco de las creencias, y de las ideas, habrá que dudar de la
distribución ordinaria (en la que arraigó el dualismo metafísico del cuerpo y
el espíritu, de los ojos y la mente) entre ver y pensar (o entender). Porque,
desde la alegoría platónica, tendremos que reconocer que «entender» es, casi
siempre, «ver», «percibir»; y que «percibir», o «ver» –ver una película–
significa simultáneamente «entenderla». Y, por consiguiente, ya no
tendremos que reservar, para la esfera de lo in-visible y de lo
irrepresentable, el tratamiento de los «misterios más profundos» de la fe –
como si el mundo de «lo visible» sólo pudiese albergar lo superficial, lo
trivial, o lo prosaico. Sencillamente, habrá que reconocer unos contenidos
religiosos (dogmas, milagros, «artículos de la fe») y que sólo pueden ser
formulados icónicamente, unos dogmas y milagros cinematográficos, en un
sentido interno. «Entender» estos dogmas y estos milagros –entenderlos
«religiosamente», es decir, como sobrenaturales– es verlos, re-presentarlos.
«Entender» el mito bíblico de la creación de Adán, y de la creación de Eva, a
partir de la costilla de aquél, es re-presentarlo con todos sus detalles
(«entenderlo alegóricamente» es tanto como destruirlo, negarlo). Otra cosa
es que ese entendimiento [23] –que obliga al pintor, o al director de cine, a
tomar decisiones sobre detalles tan «insignificantes» como el ombligo de
Adán– lleve demasiado lejos y convenga velarlo, no porque sean
irrepresentables sus condiciones, sino porque son demasiado visibles y
pueden ser insoportables, pero no ya en el nombre de la Belleza (como dice
Lessing) sino en el nombre de la Verdad.
Lo que nos importa ahora es constatar la posibilidad de lo visible –de lo
cinematográfico– para revelar, no sólo procesos naturales, sino
«sobrenaturales» y, recíprocamente, constatar el hecho de que muchos
procesos «sobrenaturales» sólo pueden configurarse como tales precisamente en el
campo visual. Se cuenta que Cagliostro salió un día de Basilea, en su coche
tirado por cuatro caballos blancos, por sus cuatro puertas a la vez. Esta
maravilla (salva veritate) sólo puede aparecérsenos en el ámbito del espacio
óptico. Es un prodigio de estructura cinematográfica (que la pintura, por su
distancia respecto del movimiento, sólo de un modo muy pálido podría
representar). Pero la mayor parte de los milagros –en tanto son «maravillas»
percibidas desde una creencia que nos lo presenta como «mensajes divinos»,
Signa Dei– son milagros cinematográficos, aunque se hayan producido antes de
la «época técnica» (aun cuando, sin duda, la educación masiva del público,
en nuestro siglo, como espectador de cine, o de televisión, podrá influir
notablemente en el «dibujo» de los milagros que tengan lugar en las
«sociedades industriales»).
Leibniz distinguía unas «verdades eternas», inconmutables, absolutamente
necesarias, puesto que sus opuestos implican contradicción (y ponía como
ejemplos las verdades lógicas, geométricas y metafísicas), de unas
«verdades positivas», porque son «las leyes que Dios ha tenido a bien dar a
la Naturaleza, o porque dependan de Él» (y ponía como ejemplos de las
verdades positivas a las leyes físicas: que los planetas giren a derechas, o
que sean sinistrógiros, es una ley positiva, que Dios podría cambiar en
cualquier momento). Porque Dios puede –añade Leibniz–, haciendo un
milagro, dispensar a las criaturas de las leyes que les ha prescrito.
Si hemos recordado la distinción de Leibniz es por la utilidad para analizar
el género de milagros que venimos llamando «cinematográficos», así como,
recíprocamente, para analizar la propia distinción de Leibniz por medio del
concepto de los «milagros cinematográficos». Porque Leibniz ha supuesto
una distinción muy nítida entre las «verdades eternas» y las «verdades
positivas» –es decir, entre las «verdades geométricas» y las «verdades
físicas», por ejemplo. Pero la nitidez de esta distinción se oscurece en el
momento en el que las «nuevas geometrías» muestran que algunas verdades
geométricas, tenidas por absolutas, dejan de serlo; y, contrariamente,
algunas verdades físicas, eran, en realidad, necesarias, «geométricas» (como
la ley de las órbitas elípticas de los planetas). Y, sobre todo, que los términos
de la distinción de Leibniz (verdades eternas/verdades positivas) no pueden
ponerse en correspondencia con los términos de la distinción que hemos
establecido («verdades»-dogmas, milagros-invisibles/«verdades» visibles, o
cinematográficas). Pues, como hemos dicho, en la pantalla son
representables no sólo las «verdades (intencionales) positivas», los
«milagros cinematográficos positivos», sino también los «imposibles
geométricos», es decir, los «milagros geométricos o metafísicos», como son
la «reversibilidad del tiempo» (una transgresión metafísica de la que Escher
nos ha ofrecido variadas versiones). Más aún: Cabría sospechar si la misma
«hipótesis imposible» de la reversibilidad del tiempo (el cambiar, en las
ecuaciones dinámicas, la variable t por -t) tuvo posibilidades de ser siquiera
pensada fuera de la pantalla cinematográfica. Desde luego, parece mucho
más claro que los milagros positivos más frecuentes, entre las religiones
secundarias mitológicas, o entre las «capas secundarias» de las religiones
terciarias, sólo admiten un desarrollo «cinematográfico». Todos los milagros
que implican multilocación (o presencias «no circunscriptivas») son
intrínsecamente cinematográficos. Cinematográfico es el milagro de los
panes y de los peces y puede ser representado con gran brillantez;
cinematográficas son las levitaciones y cinematográficas son las apariciones
de la Virgen en Fátima. Y, para referirnos a religiones precristianas: ¿Qué
mayores virtualidades cinematográficas podría pedir un director de cine
que las que se encierran en los «milagros de Epidauro», tal como los relatan
las tablillas votivas? Por ejemplo, tablilla XIV: «Un hombre con piedras en
las partes tuvo el siguiente sueño: le parecía que estaba haciendo el amor
con un hermoso muchacho que en sueños le cogía la piedra y la quitaba.
Cuando se marchó, tenía la piedra en las manos»; o bien, la tablilla XLII:
«Nicasíbula de Mesenia, esterilidad. En la incubatio tuvo este sueño: le
parecía que el dios, convertido en serpiente, venía a unirse a ella. Al cabo de
un año, tuvo dos hijos varones.»
Pero el análisis platónico de la caverna nos obliga a distinguir las apariencias
de las verdades, sin por ello dejar de lado las imágenes. Estas inducen el
engaño, no porque se disocien de las ideas (lo que es imposible) sino porque
se asocien (en principio o se asocien siempre) a otras ideas inadecuadas.
Podríamos formular la situación de este modo: Los contenidos icónicos –
digamos: los «hechos»– se dan siempre insertos en «sistemas de ideas» –
digamos: en «teorías»–. Y esto suscita la cuestión de la verdad: La verdad no
está «en los hechos», sino «en las teorías»; las «representaciones
cinematográficas» pueden tener contrapartidas de hechos positivos, sin
perjuicio de ser falsas las «teorías» en las que se recogen. Esto es evidente en
las «representaciones pictóricas» de los imposibles geométricos: Estas
representaciones son «maravillosas» en la medida en que se dan insertas en
teorías erróneas, pero sólo cuando estas teorías actúan, como si fuesen
verdaderas, la «ilusión» de la maravilla se mantiene. Es algo así como un
«argumento ontológico»: Sólo quien, al ver la aparición de la Virgen, cree
que es la Virgen «en persona» la que aparece, puede decir que ha visto el
«milagro» de la Virgen: La «imagen» de la Virgen (no ya la «Idea» de Dios)
implica su «correlato real excitante» (es decir, una «teoría» de esa visión),
para que pueda hablarse de la «aparición de la Virgen». En este contexto, el
perfeccionamiento de las técnicas cinematográficas –que pueden producir
una «ilusión de verdad» más intensa de la que muchos videntes logran
alcanzar en «experiencias de campo»– ha de considerarse como uno de los
instrumentos críticos más potentes que puedan ponerse en manos de la
gente contra las supersticiones que tienen lugar, como fenómeno de masas,
en las sociedades industriales. [24]
La sintaxis del cine religioso
9. La adscripción de la estructura relacional al concepto de «cine religioso»
nos invita a conducir su análisis según el criterio «sintáctico», es decir, a
considerar, por separado, no sólo los términos de la relación («cine»,
«religión»), y, por supuesto, la relación (las relaciones) que entre ellos
puedan establecerse por «estructura», sino también las operaciones que, sin
duda, es preciso suponer dadas, al menos en la perspectiva de la génesis de
aquella estructura relacional, para que una estructura, mejor que otra, haya
logrado abrirse camino.
La calificación de una película como «cine religioso» se nos muestra, de este
modo, como un proceso muy complejo, según una complejidad que en vano
se trataría de obviar.
Los términos formales del cine y la religión
10. Acerca de los términos, diremos tan sólo lo que nos parece más
imprescindible y pertinente, una vez que suponemos ya dados estos
términos en este su contexto relacional. El «criterio de pertinencia» es, en
principio, bastante claro: Habrá que destacar cualquier componente de los
«términos» que, a la vez, desempeñe un papel formal, en el momento en el
cual éstos aparezcan «inmersos» en el contexto de la relación (el momento
en el cual el cine aparece como religioso, y la religión como
«cinematográfica»). Aquellos componentes que no tengan un papel formal
(directo o indirecto, inmediato o mediato) podrían ser dejados de lado,
aunque no es nada fácil establecer las líneas divisorias entre lo que es formal
y lo que es material en el sentido dicho. Parece que pueden «dejarse fuera del
análisis», por no pertinente, todas las «partes materiales» del film, sus
soportes moleculares, los aparatos mecánicos y eléctricos, los haces
fotónicos (pues éstos no son ni católicos ni protestantes, ni musulmanes, ni
judíos; tampoco puede decirse, por ello, que sean ateos). En particular,
habrán de considerarse como componentes materiales todas aquellas
vinculaciones causales, existencialmente activas y relevantes, que editores,
guionistas, productores, incluso actores, puedan tener con la religión, pero
siempre que no trasciendan al film, que no se manifiesten «formalmente» en
la pantalla (¿cómo habrá que considerar a los posibles fotogramas
infraumbrales que una película religiosa pueda tener incorporados?).
Podrán ser ateos los accionistas de una productora de películas, pero éstos
tienen sus propios fines operis y, puesto que los negocios son los negocios, si
el mercado lo aconseja, los accionistas promoverán películas de elevada
religiosidad. Podrá un actor ser musulmán o ateo, pero como «profesional»
acaso sea capaz de encarnar el personaje de un santo católico, si nos
atenemos a la «regla de Diderot», mejor que si él mismo fuese católico, o se
convirtiese al catolicismo (como un nuevo San Ginés) en el curso del rodaje.
En cambio será ya más difícil considerar como partes materiales a las
características anatómicas, etológicas o físico-químicas de los actores. No es
irrelevante que el actor que encarne el personaje de Cristo sea apuesto o
jorobado –como tampoco es irrelevante que el actor que represente al
Sigfrido wagneriano sea negro, blanco o amarillo.
A. Cuando nos referimos al primer término de la relación, es decir, al
término «cine», estamos hablando, por tanto, de los fotogramas (como
unidades «morfológicas») y su concatenación sucesiva, en las «secuencias»
argumentales. Son estas apariencias efímeras, que duran décimas de
segundo, aquellos contenidos del cine capaces de constituirse en componentes
formales de la relación con la religión (en componentes «representativos»).
Sin embargo, es imprescindible tener en cuenta algunas diferencias en el
modo de intervenir estos «componentes formales» en la formación del
término antecedente. Desde luego, no es preciso suponer que estos modos
de interacción puedan determinarse partiendo de un film «absoluto»; no
hay petición de principio aun cuando partamos de la inserción de ese film
en una relación dada con alguna religión. Porque lo que importa es el
análisis regresivo hacia los modos de intervención o presencia de los
componentes formales en un mundo religioso.
Las distinciones más importantes al respecto acaso sean las siguientes:
1) Ante todo, la distinción entre una presencia (o intervención) episódica, o
parcial y una presencia (o intervención) ubicua (continua, total); distinción
que no debe confundirse con la que media entre una presencia accidental (o
secundaria) y una presencia esencial. Una presencia «episódica» puede, sin
embargo, ser «esencial» y el film quedaría distorsionado si ese episodio –que
irradia su influencia, no sólo hacia las secuencias ulteriores, sino también,
paradójicamente, hacia las anteriores coloreándolas y reinterpretándolas en
el curso de su «procesamiento» cerebral– fuese suprimido o mutilado.
Cabría citar como ejemplo la cena de Viridiana, de Buñuel,{18} cuyo
significado «religioso-positivo» (histórico) no se nombra, pero sí se ejercita
mediante los recursos de los que dispone el «arte cinematográfico» (en este
caso, a través del «refuerzo» de otras formas de arte religioso, que se
suponen conocidas extracinematográficamente por el gran público, a saber,
la pintura de Leonardo da Vinci, y la música del Aleluya de Händel). La cena
en Viridiana no es episódica; o, si se prefiere, el episodio es transcendental a
todas las otras partes de la película, tanto a las que preceden, como a las que
siguen al episodio. Sin embargo, ¿es suficiente este episodio para incluir a
Viridiana en el conjunto de las películas llamadas «cine religioso»?
Probablemente, la respuesta correcta debiera ser negativa. Pues además de
transcendental, el episodio debiera ser dominante; y, si no lo es, o no se
interpreta en ese sentido, habría que concluir que los motivos religiosos, en
esta película, intervienen en un plano subordinado al tema general, de orden
acaso más «político», «moral» o «social» que «religioso».
2) Sobre todo, por tanto, la distinción entre una presencia (o intervención)
dominante y una presencia (o intervención) subordinada (en grados que
pueden ser muy diversos), o indirecta, es fundamental, por cuanto equivale a
una distinción entre cine formalmente religioso, y [25] cine religioso en sentido
sólo material. Películas como El Cardenal,{19} o El nombre de la rosa{20} sólo
podrían (nos parece) considerarse como cine religioso por modo material;
formalmente estas películas podrían clasificarse como no religiosas, sino
biográficas, históricas; podríamos transportar casi íntegramente su
estructura a situaciones no religiosas («El Cardenal» podría transponerse en
«El General», «El Ministro», «El Emperador» o «El Contrabandista»; la
abadía benedictina, podría transponerse, no ya sólo a un templo faraónico,
sino también a un Castillo de templarios, o incluso a una escuela militar).
B. Cuando nos referimos al segundo término de las relaciones implicadas en
el concepto de «cine religioso», es decir, el término religión, se hace evidente
que sólo desde una idea de religión re-definida es posible intentar la
calificación de un film como «religioso» con un minimum de rigor crítico.
Quien no tenga, o no quiera forjarse, una idea de religión, sólo de un modo
ingenuo y estúpido –por mucha poesía que ponga en ello– podrá juzgar
sobre la naturaleza religiosa o laica de un film.
En el contexto de estos problemas, conviene llamar la atención sobre la
diversidad (a la que ya nos hemos referido, desde otra perspectiva) de
aptitudes que es preciso adscribir a las ideas de religión utilizadas a efectos
de determinar el terminus ad quem que buscamos. Una idea metafísica de la
religión como «religación del hombre con Dios como Fundamento del Ser»,
difícilmente podría servir para delimitar un conjunto de films como
religiosos; desde la perspectiva de semejante definición, todos podrían serlo
(incluso el «cine laico» habrá de considerarse religado al «Fundamento del
Ser»). Cabría aplicar aquí la misma objeción que Eustacio de Sebaste, el
semiarriano, dirigía contra los templos: «¿Cómo encerrar a Dios [ubicuo] en
un templo?» ¿Cómo encerrar el Fundamento del Ser en la pantalla? ¿Cómo
representar a Dios inmóvil, eterno, invisible, infinito en secuencias de
movimiento, temporales por tanto, visibles, y finitas?
Desde el punto de vista de la idea de religión que hemos desarrollado en El
animal divino, y en función del «contexto cinematográfico» que ahora nos
importa, las distinciones más importantes que habrá que tener presentes son
de dos tipos, según procedan del curso de las religiones, o bien del cuerpo de
las mismas.
Según el lugar que ocupan en el curso general, las religiones son, o bien
primarias, o bien secundarias, o bien terciarias. Según su cuerpo, las religiones
constan de muchas capas, estratos, instituciones (liturgias, ceremonias,
templos, castas sacerdotales, objetos sagrados, &c., &c.).
Si tomamos la Idea de religión en las determinaciones que le convienen
como religión primaria, hay que decir que sus «virtudes cinematográficas»
alcanzan sus valores más altos. Por ello, será obligado dar cuenta de la
escasa utilización de tales virtualidades por las «gentes del cine», de la
rareza de un «cine religioso primario». Por nuestra parte, sugerimos que la
explicación hay que buscarla en las operaciones del público (de las que
hablaremos en el punto siguiente), más que en la estructura objetiva del
término. Es el «público de una sociedad industrial» que acude a las salas de
proyección el que no estaría en condiciones para reinterpretar como
«religiosas» situaciones propias de la «religión primaria». Los animales, en
general, reciben un tratamiento cinematográfico de índole científica, o
estética, una vez que ha sido neutralizado su «coeficiente numinoso». Tan
sólo esporádicamente podemos esperar encontrar, de vez en cuando,
algunos ejemplos de «cine religioso primario» (un cine que, por otra parte,
ni siquiera suele ser calificado como «cine religioso»). En busca del fuego{21}
podría constituir un primer ejemplo de cine religioso primario; también Los
pájaros, de Alfred Hitchcock.{22} En Cuestiones cuodlibetales{23}, hemos ofrecido
un ensayo «hermenéutico», en términos de religiosidad primaria, de la
película de Jean-Jacques Annaud, El Oso.{24} Aunque la situación estricta de
religión primaria que en esta película se re-presenta sea episódica, sin
embargo no por ello habría que considerarla accidental. El episodio religioso
primario es tan decisivo en la trama general del film que puede decirse de él
que es «transcendental» a las secuencias que le preceden, y que le siguen.
El cine religioso relacionado con las «religiones secundarias», puede
considerarse hoy en auge, si es que como religiosas, en sentido secundario,
consideramos a la mayor parte de películas que se ocupan de
«extraterrestres», de «encuentros en la tercera fase», incluso de superman. Si
puede hablarse de una fe en creciente en esta nueva demonología mitológica
(secundaria), habrá que decir también que ha sido (o está siendo) el cine y la
televisión el principal instrumento de su propagación; habrá que decir que
[26] el cine no actúa, en este terreno, tanto como re-producción de una
religiosidad previa, como con-formador de la nueva religiosidad
demonológica.
Por último, y si mantenemos una mínima coherencia con nuestras premisas,
relativas al carácter «epilogal» de las religiones terciarias, nos veríamos
obligados a concluir que el cine religioso «terciario» es un concepto muy
próximo a la «clase vacía», pese a que este tipo de cine religioso cuenta con
el repertorio más copioso. La razón es la siguiente: Que, propiamente, son
los componentes secundarios (mitológicos, oblicuos a las religiones
terciarias) que se conservan residualmente, o se re-generan (según
morfologías antropomorfas) aquellos que se toman en cuenta por los
fabricantes de películas religiosas «por antonomasia». Asimismo, hay que
subrayar que los temas son extraídos antes del cuerpo de las religiones
terciarias (profetas, sacerdotes, templos, fetiches...) que de su núcleo.
El engranaje operatorio entre actor y público
11. La intervención de las operaciones debe considerarse (según hemos dicho)
como un momento decisivo en el proceso de construcción del cine religioso,
como tal (es decir, por tanto, en el proceso de enclasamiento de un film en la
clase de los films religiosos, en general, y en la de algún tipo dentro de esa
clase, en particular). Esto es debido a que las relaciones entre los términos que
consideramos son tan variadas y, a la vez, insertas (no exentas) en otros
sistemas de relaciones contextuales que envuelven el tejido estrictamente
fílmico, que sólo gracias a la intervención de operaciones capaces de
seleccionar, orientar, o «empujar hacia el fondo» otras relaciones dadas entre
los términos es posible delimitar una «estructura religiosa» en un film,
mejor que otra alternativa.
Todo el complejo sistema de factores que hacemos girar en torno a las
operaciones, puede polarizarse en dos sentidos, en cierto modo opuestos,
aunque internamente concatenados. Las operaciones que hay que adscribir a
los agentes del film, y las operaciones que corresponden en realidad al
público que lo interpreta (que lo «entiende viéndolo»). Habrá que suponer
que, normalmente, las operaciones de los agentes del film «engranan» con las
operaciones del público intérprete –es lo que se reconoce cuando se acude a la
metáfora del «lenguaje cinematográfico»–. Y, sin embargo, cuando
utilizamos esta metáfora, acaso el esquema más adecuado para aproximarse
a los mecanismos del «engranaje» fuera el esquema monadológico
leibniziano: Los agentes del film no conocen directamente, y en concreto, las
operaciones del público, no pueden recibir retroacción de este público (como
ocurre en el teatro); su causalidad es diferida. Por tanto, las secuencias
tienen que desenvolverse siguiendo un programa rígido. El público
tampoco puede intervenir en la película y tiene que movilizar sus propias
coordenadas para poder «engranar», de algún modo, con el film. Cierto que,
tras un largo aprendizaje de códigos simbólicos, agentes y público disponen
de abundantes rutinas que garantizan «engranajes» continuados; por ello
queda siempre un margen muy amplio en que ha de jugar el «engranaje
monadológico».
A. Las «operaciones de los agentes» son las que llevan la iniciativa. En todo
este asunto, la distinción entre la perspectiva emic y etic es imprescindible.
La perspectiva emic –la interpretación de la película desde el punto de vista
del «agente» (o de los «agentes», no siempre en armonía)– suele ser la
perspectiva sistemáticamente adoptada como criterio de un «buen
entendimiento» del film. El público suele disponer de información
extracinematográfica, a cargo de la crítica o de la propaganda, cuya misión
es dar las «claves hermenéuticas» emic de los agentes («película católica»,
«película protestante», a veces: «película financiada por la Iglesia anglicana,
por el Vaticano, o por una República islámica»).
Pero también las películas religiosas, según los fines operantis, pueden ser
apologéticas (de una confesión), o heterodoxas, o problemáticas, o críticas;
aun cuando los agentes objetivos no pueden quedar garantizados. La película
sobre «el Palmar de Troya»,{25} estrenada en los últimos ochenta, y
subvencionada por el Ministerio de Cultura, podría seguramente clasificarse
como «cine religioso» orientado obviamente en sentido crítico; pero ¿cuál
era el alcance y objetivo efectivo de esa crítica? Sin duda, la película
ridiculizaba la biografía del llamado Papa Gregorio XVII y, con él, a la
llamada «Santa Iglesia católica, apostólica, palmariana». Pero ya no es tan
fácil determinar si esta película podría clasificarse como «cine
antirreligioso», en el sentido de la Ilustración (la técnica de la ridiculización
es similar a la utilizada en panfletos y caricaturas de la época de la
Revolución francesa), o bien si esta película, según el finis operantis, había de
considerarse como «cine religioso», aunque polémico, es decir, cine católico-
romano que utiliza armas «racionalistas» para arremeter contra una secta
disidente, sin aplicarlas a la propia Iglesia (pese a las analogías tan estrechas
que pocos católicos dejaban de percibir).
También hay que tener presente la gran probabilidad de que los fines
operantis sean ambiguos, o contradictorios (el guión está escrito por varios
autores, corregido por otros o, sencillamente, un solo autor es arrastrado por
tendencias divergentes). La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese,{26}
puede servir de ejemplo. Se tiene la impresión de que en este film se nos
ofrece una yuxtaposición de líneas mal entretejidas, sin perjuicio de sus
calculados efectos de sorpresa y engaño. Dos interpretaciones opuestas del
cristianismo entrelazadas por «embotellamiento» de la una en la otra (como
en los fumetti) a través del truco del sueño. Se nos ofrece, en un principio
una exposición «ortodoxa» (católica, según el «Símbolo de Nicea») de Cristo
Hijo de Dios, del Dios-Hombre, aun llevando al límite sus componentes
humanos, al modo escotista (Cristo duda, pero, a fin de cuentas, Dios habla
por la boca del crucificado: «Cristo es Dios»). Pero el film contiene también
la interpretación «heterodoxa» (arriana) del Cristo-Hombre cuya
ejemplaridad habrá de hacerse consistir en su humildad, en su amor, en su
repliegue de la política –porque el cristianismo «ortodoxo» será presentado
ahora como una invención de Pablo (y Pablo, en el film, no hace sino repetir
ante Cristo la historia del Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov)–. La
«trampa» de la película de Scorsese consistiría en esto: en presentar como
relato directo y [27] continuo (acaso la presencia del ángel desempeña la
función de las «comillas», de un «coeficiente onírico»; por sí misma, esta
presencia, desde una perspectiva racionalista, es, simplemente, ridícula), la
«versión arriana», una vez relatada la crucifixión, para luego «embotellarla»
en una nube (el procedimiento de Scorsese nos recuerda el sermón de Fray
Gerundio: «'No hay Dios'... dicen los impíos...»).
B. La intervención del público es también decisiva para la constitución de un
«cine religioso» –como lo es para la constitución del «cine político–
Espartaco,{27} en los años sesenta de la España franquista, sonaba o brillaba de
un modo muy diferente a como puede sonar o brillar en los noventa. El
Palmar de Troya apenas existió, porque el público católico no necesitaba la
crítica y al público no católico le dejaba indiferente (incluso le molestaba su
parcialismo cerril). Es el caso de los Versos satánicos de Rushdie{28}. La
reacción del público chiíta le confirió un significado blasfemo que un
público cristiano, o agnóstico, no aprecia siquiera.
Relaciones de analogía entre fenómenos cinematográficos y religiosos
12. Vengamos, finalmente, a las relaciones. Como hemos dicho, son de muy
diverso orden y se asientan en muy diversos estratos de los términos;
estratos que pueden ser genéricos o específicos. (Por ejemplo, habrá que
considerar como genéricas las relaciones causales de un film con sus
eventuales efectos en las creencias religiosas del público –tanto si estos
efectos implicaban una destrucción, como si implicaban una «propagación»
de la fe– puesto que estas relaciones serían asimilables a las que derivan de
la propaganda o, para decirlo en lenguaje teológico, a las que se fundan en
la ocasionalidad del «don de la Gracia»). Y no es fácil determinar la
naturaleza de esas relaciones específicas, si es que existen. Acaso tenga que
ver con la misma virtualidad del medio cinematográfico en cuanto
generador de un mundo de imágenes que pueden ser ofrecidas, sea como
apariencias engañosas, sea como fenómenos que representan un mundo real o
revelan un mundo simbólico.
Las relaciones específicas serían, según esto, relaciones de analogía entre
fenómenos cinematográficos y fenómenos religiosos. Las religiones ofrecen,
por su parte, apariencias, fenómenos sui géneris, dadas en el mundo
ordinario (curaciones milagrosas, resurrección de muertos, levitaciones,
ceremonias litúrgicas, multilocaciones...), y esto explica el fundamento de
todas las analogías con los «fenómenos cinematográficos». Zeffirelli, en su
Jesús de Nazareth, nos ofrece imágenes «verosímiles» (¡!) del milagro de los
panes y los peces. La cesta con dos únicos panes, se llena una y otra vez de
nuevos panes, que fluyen en la pantalla sin cesar. ¿Qué se quiere re-
presentar? Desde luego, lo importante es la virtualidad del cine para re-
presentar el relato milagroso en el terreno mismo de los fenómenos ópticos.
Pero la cuestión es que las secuencias fílmicas de Zeffirelli están orientadas a
representar la visión emic (la alucinación) de los personajes (también
representada), o los objetos de esa visión, los panes y los peces vistos (vistos
como reales: otra vez el argumento ontológico). La pregunta tiene
importancia estilística, por cuanto en el propio film podemos advertir, sin
duda, muchas escenas representadas con un grado de intencionalidad de
primer orden, es decir, como «escenas realistas» (por ejemplo, la escena de
la oración del huerto); y hay que determinar si las secuencias milagrosas se
tratan con los mismos recursos del «primer grado» –en este caso, no habría
diferencia cinematográfica entre una secuencia material y una milagrosa y el
«realismo cinematográfico» sería una grosería estética– o bien si se tratan
con recursos de «segundo» o de «tercer» grado, en fin de no transferir al
terreno extracinematográfico la interpretación de una secuencia dada como
milagrosa.
Consideremos la serie que Televisión Española ofreció, en el año 1987, sobre
la vida de Santa Teresa de Jesús. En el momento oportuno, vemos la visita de
San Juan de la Cruz al locutorio del convento de la santa en secuencias
tratadas en «primer grado», realistas (saludos, pasos contados, indumentos,
ademanes...); y, sin solución de continuidad, en el mismo primer grado,
vemos, en un momento dado, cómo la imagen de Santa Teresa «levita», y
levita en el mismo espacio fílmico en el que se venían desenvolviendo las
secuencias de primer grado (no se introducen terceras personas como
testigos virtuales de la levitación, no hay huella de algún cambio de
iluminación, de sonidos, que ejerciese la función de las «comillas»). Es como
si el director confiase al espectador el cuidado de advertir el prodigio:
¿Acaso era necesario subrayarlo? Pero la cuestión es si el «subrayado» se
interpreta como redundancia, o como ironía crítica. Seguramente si el
director, o su asesor teológico-literario, no hubiese sido «creyente», y aun ex
clérigo, el tratamiento hubiese sido distinto.
La imposibilidad de un cine religioso neutral
13. Terminemos formulando algunas consideraciones sobre la imposibilidad
de un cine religioso «neutral», o, lo que es equivalente, sobre las relaciones
internas que mantienen el cine religioso con la verdad.
La tesis sobre la imposibilidad de un cine religioso neutral la derivamos de
la misma estructura intencional de las imágenes o apariencias fílmicas,
cuando ellas alcanzan un sentido definido. En su virtud, éstas actúan como
signos, deben ser interpretadas (es decir, insertadas en teorías,
«entendidas»), lo que implica una toma de partido en el intérprete. Un
partidismo que no tiene que confundirse con el parcialismo de quien sólo
alcanza en una sola interpretación (teoría) y, en consecuencia, no puede
tomar «disposiciones dialécticas» respecto de otras alternativas (que una
buena película debe haber tenido en cuenta, y reflejado en su estilística).
Kurosawa propuso, con su Rashomon{29} un experimento de neutralidad,
utilizado muchas veces como argumento en favor de un escepticismo
relativista (a pesar [28] de que no es lo mismo abstenerse, en epojé pirrónica,
de todo partido, después de haber recorrido todos los partidos alternativos,
que aceptar un partido, aunque éste sea indeterminado). Pero en el
«escenario religioso», la epojé moral, o estética, es imposible. Las cestas que
se llenan de panes y peces serán percibidas o bien como referidas a un
proceso «real» o como referidas a un proceso «alucinatorio» –o,
simplemente, como re-presentación de las habilidades de un prestidigitador
extraordinario–; la levitación mística tendrá que ser necesariamente
interpretada, o bien como un análogo de un movimiento real, o como
representación de una alucinación. Y no es necesario referirse a contenidos
milagrosos para probar la necesidad del partidismo. Partidismo existe ya, en
la película de Zeffirelli, simplemente desde el momento que optó por seguir
el relato evangélico de San Marcos, a propósito de Pilatos: En el film, Pilatos
quiere salvar a Cristo; quiere soltar a Barrabás, y son los judíos quienes
insisten en que sea Jesús el crucificado. Zeffirelli, como Marcos, toma
partido, echando la culpa de la muerte de Jesús a los judíos, a fin de
descargar de esa culpa a los romanos. Otras veces, la toma de partido es
mucho más explícita: Cristo guerrillero, Cristo místico, Cristo judío; o lo es,
sencillamente, por vía negativa. ¿No es extraño que los guionistas y
directores de cine no hayan aprovechado las virtualidades cinematográficas de
los evangelios llamados apócrifos? La comadrona que atendió a María –
leemos en uno de ellos– no podía creer en su extraño embarazo y, por ello,
Jesús, antes ya de nacer, castigó su incredulidad cortándole una mano; ya
niño, Jesús transforma en cabritillos a otros compañeros que no querían
jugar con él; y un día que el maestro le pega, en la escuela, hará que caiga
fulminado, por su insolencia.
¿Pueden considerarse externas a la «estética cinematográfica» las cuestiones
que tienen que ver con la verdad (según los planos en los que ésta se
establezca) del cine religioso? A nuestro juicio, no. Hay una conexión interna
entre los «valores cinematográficos» y los «valores de verdad», aunque sea
muy difícil, en muchos casos, seguir las líneas sutiles de esa conexión. La
cuestión que, hace cuarenta años, preocupó a Sartre, la cuestión de las
relaciones entre la Literatura y la Política reaccionaria («falsa») se reproduce,
a propósito del cine religioso, del modo más agudo, y, además, como
cuestión estética. ¿Puede hablarse de una «buena película» de cine religioso
(descontamos «fotografía», «oficio», &c.) con indiferencia de la cuestión de
la verdad? La razón fundamental de nuestra respuesta decididamente
negativa es ésta: El sentido del cine religioso está indisolublemente ligado a
la verdad de la «teoría interpretativa», al margen de la cual el sentido se
desvanece; el sentido cambia al cambiar la interpretación, y con él, cambia
también el valor estético. Por ejemplo: la mayor parte de las películas de
cine religioso «agonístico» –si utilizamos la expresión unamuniana– carecen
de sentido religioso para quien tome como regla de verdad una concepción
naturalista de la vida de Cristo (en rigor, lo que desaparece aquí es la misma
consideración de un film sobre «Cristo agonístico» como un film de cine
religioso, porque en realidad se habrá transformado en un film de «cine
psicológico», o «psiquiátrico»). Para un espectador racionalista, aunque no
sea psiquiatra, un film como El exorcista de William Friedkin (que se basa en
la novela de W. Peter Blaty) resultará ser una exposición tan ridícula e
infantil, que difícilmente podrá reconocerle la más mínima «calidad
estética». La decisión sobre la verdad cambia el sentido cinematográfico: El
tema del exorcista podrá ser tratado desde otras «perspectivas teóricas», en
beneficio del arte cinematográfico. Pues no podemos prescindir de toda
«teoría»: Si nos desentendemos de una es para acogernos a otra.
Y el partidismo no está reñido necesariamente con la verdad; por el contrario,
es condición de la misma. Sólo que las verdades se constituyen en muy
diversos planos, cuyas relaciones no son siempre conmensurables. La
película Escarlata y negro,{30} de Jerry London, es una película partidista
(provaticana) que quiere salir al paso de las acusaciones dirigidas contra Pío
XII, en cuanto simpatizante de los nazis; y probablemente contiene mucha
verdad en lo que se refiere a la representación de las gestiones bienhechoras
de un monseñor Hugh O'Flaherty, durante la ocupación de Roma por las
S.S.
Nuestra tesis relativa a la implicación entre el valor cinematográfico y la verdad
(en el cine religioso), no pide la recíproca: Puede haber películas verdaderas,
pero de escaso valor cinematográfico. En todo caso, la verdad se nos da en
«franjas» de anchuras muy diversas, y, por ello, no hay reglas únicas para
establecer su conexión con el valor y el sentido. En el fondo, la cuestión más
importante que nuestros planteamientos sobre las relaciones entre Verdad y
Valor obligan a suscitar podría formularse así: ¿Existe formalmente el cine
religioso? Que hay un cine religioso en sentido material es indudable. Pero
que este cine materialmente religioso sea también un cine formalmente
religioso (y no «formalmente» etnológico, o psicológico, o sociológico) ¿no
depende tan sólo de las operaciones del autor (de su finis operantis), o de las
operaciones del público que lo contempla, pero en tanto que estas
operaciones no pueden considerarse como internamente cinematográficas,
es decir, engranadas en la estructura objetiva de la película, en su finis
operis?
{1} Los Diez Mandamientos, Cecil B. de Mille, 1956.
{2} Jesús de Nazareth, Franco Zeffirelli, 1977.
{3} La vida amorosa de Cristo, Jens Jorgen Thorsen.
{4} La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968.
{5} Giordano Bruno, Giuliano Montaldo, 1973.
{6} El séptimo sello, Ingmar Bergman, 1956.
{7} La Religiosa, Jacques Rivette, 1966.
{8} El exorcista, William Friedkin, 1973.
{9} Jesucristo Superstar, Norman Jewison, 1973.
{10} Teófilo Efraim Lessing, Laocoonte (1766), Tecnos, Madrid 1990 (edición
de Eustaquio Barjau).
{11} Mahoma, el mensajero de Dios, Moustapha Akkad, 1976.
{12} Plinio, Naturalis Historiae, lib. XXXV.
{13} San Juan de la Cruz, «Subida del Monte Carmelo», en Vida y obras
completas de San Juan de la Cruz, BAC (edición de L. Ruano), Madrid 1973,
Libro II, cap. IV.
{14} Santo Tomás, Quaestiones Quodlibetales, Marietti (edición de R. M.
Spiazzi), Turín 1956.
{15} Enrique Bergson, La evolución creadora (1907), Espasa-Calpe, Madrid
1971.
{16} Platón, La República, Libro IV, Alianza (edición de M. Fernández-
Galiano), Madrid 1989.
{17} Mircea Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repeticiones (1951),
Alianza, Madrid 1985.
{18} Viridiana, Luis Buñuel, 1961.
{19} El Cardenal, Otto Preminger, 1963.
{20} El nombre de la rosa, Jean-Jacques Annaud, 1986.
{21} En busca del fuego, Jean-Jacques Annaud, 1981.
{22} Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963.
{23} Gustavo Bueno, Cuestiones quodlibetales sobre Dios y la religión,
Mondadori, Madrid 1989,
{24} El oso, Jean-Jacques Annaud, 1988.
{25} La de Troya en el palmar, José María Zabalza, 1983.
{26} La última tentación de Cristo, Martin Scorsese, 1988.
{27} Espartaco, Stanley Kubrick, 1960.
{28} Salman Rushdie, Versos satánicos, Seix Barral, Barcelona 1989.
{29} Rashomon, Akira Kurosawa, 1950.
{30} Escarlata y negro, Jerry London, 1983.