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Selección de Textos

Gustavo Bueno
Conceptos conjugados

Gustavo Bueno

Sistema de los esquemas de conexión de los términos de un concepto


conjugado
Dadas situaciones de conceptos estimados como conjugados (A/B), podemos
ante todo ensayar la comprensión (en el sentido de una «geometría de las
ideas») de su conexión, por procedimientos que llamaremos metaméricos, por
cuanto estos esquemas proceden sin distinguir partes homogéneas en «A» y
en «B», sino más bien asumiéndolos globalmente, como términos
«enterizos». Aparte del mero acoplamiento por yuxtaposición, que se utiliza
muchas veces como pseudoesquema de conexión (y que, en rigor, equivale a
una suerte de «axioma de María»), conocemos tres tipos de esquemas de
conexión metamérica, que llamaremos reducción, articulación y fusión.
Un esquema de reducción es un procedimiento en virtud del cual se presenta
la posibilidad de reducir uno de los términos del par a la condición de
determinación del otro término (el «A» al «B», o el «B» al «A»). Por ejemplo,
Hegel intenta reducir la recta al punto, considerando a la recta como
generada por un punto que se mueve («negándose como punto») {1}.
Lucrecio y los epicúreos presentaron un esquema de reducción del espíritu
(animus) al cuerpo, entendiendo el espíritu como una clase de corpúsculos
perfectamente esféricos {2}. Reducimos la circunferencia a la elipse, cuando
aquella aparece como un caso particular de elipse con distancia focal «0».
Un esquema de articulación o inserción, en virtud del cual se desarrollan los
términos conjugados hasta una línea tal en la que se identifican, de alguna
manera. (Circunferencia y elipse, en el concepto de sección cónica; anverso y
reverso de la medalla).
Esquemas de fusión, en virtud de los cuales los términos «A» y «B» se
reducen a un tercero «C», que pretende absorber a ambos (Espíritu y
Cuerpo, en la substancia neutra del «monismo neutro», de Russell) {3}.
Los esquemas de «conexión metamérica» o global son, sin duda, los más
obvios, y deben ser ensayados en cada caso. Sin embargo, es posible señalar
la efectividad de un tipo de esquemas de conexión de conceptos conjugados,
que procedería por una vía completamente diferente de la que recorren los
esquemas globales: el tipo de esquemas de conexión diamérica –esquemas
por intercalación o, si se quiere, por «infiltración»–. El concepto de este
peculiar tipo de esquemas de conexión puede ser expuesto formalmente,
pero la importancia del concepto incluye, sin duda, su momento denotativo,
a saber, su capacidad para recoger procedimientos efectivos [90]
(documentables en contextos científicos o extracientíficos) de «construcción
eidética», cuya semejanza permanecerá encubierta, hasta que los disjecta
membra no sean precisamente reagrupados mediante el concepto de
«conexión diamérica» (sea éste u otro nombre más adecuado el que se utilice
para designarlo).
El esquema de conexión diamérica entre los términos «A» y «B» de un par
de conceptos conjugados no procede tratando globalmente a los términos
«A» y «B» como «enterizos» (sea para reducirlos, articularlos o fundirlos), sino
que, de entrada, comienza por «triturar» «desarrollar» alguno de los
términos en partes homogéneas (A1, A2, A3, ...An). Ciertamente, puede
interpretarse esta división de los términos como una composición de éstos
con la Idea de Extensión, partes extra partes, pero ello no altera nuestro
análisis, antes bien, lo enriquece. La denominación que damos al nuevo tipo
de esquemas de conexión (diamérica») alude precisamente a esta
preparación previa de alguno de los términos (o de los dos, en sentido
disyuntivo) en partes extra partes homogéneas, de suerte que la conexión
entre «A» y «B» queda transformada en la conexión entre las partes de «A»
(dia, a través, y meroV, parte) y se realice precisamente en los casos en los
cuales la conexión entre las partes A1, A2, ...An (conexión cuyo esquema está
ya asegurado desde la unidad de «A») tiene lugar, precisamente, mediante
el término «B». El modo más general según el cual este esquema puede
tener lugar es aquél en el que pueda probarse (según los procedimientos
materiales propios de cada caso), que «B» es la misma relación conectiva
(material) entre las partes de A (A1, A2, ...An). Cuando esto sea posible (y, sin
duda, caben grados) podrá decirse que la unidad entre los conceptos «A» y
«B» ha quedado establecida de un modo «íntimo», porque «B» se ha
«infiltrado» o «intercalado» entre las mismas partes de «A», sin reducirse a
él, y porque la conexión de «A» con «B» es, en cierta manera, no otra cosa
que la conexión de «A» consigo mismo. Por lo demás, la índole de la
conexión entre Ai y Aj puede ser muy diversa, y puede requerir la
mediación de otros conceptos vinculados, a su vez, con «A», según
esquemas de reducción, absorción, &c.: la recomposición de los trozos de un
bloque de hielo no siempre tiene lugar a expensas del agua producida por la
cuchilla que rebajó, por su presión, el punto de fusión («rehielo»), sino acaso
también por otras sustancias interpuestas. Al mismo tiempo, a partir de este
entramado, puede comprenderse la «segregación» de «B» como una parte
sustantiva, concomitante a la sustantivación o totalización de las partes A de
«A», en una sola totalidad, enfrentada a «B», en un plano «fenomenológico».
Ocurre como si al triturar uno de los términos (el «A»), las partes obtenidas
«segregasen», como para compensar la escisión, una relación entre ellas que
sería el concepto «B». Se trataría así de un análisis de «A» mediante «B». Por
lo demás, múltiples subesquemas habría que distinguir, según que «B»
actúe como conexión entre todas las partes de «A», o bien que corresponda a
alguna relación particular determinada, establecida solamente entre alguna
región de estas partes.
Supongamos que A haya sido desarrollada en su conjunto de partes (A1, A2,
...An) que figuran como elementos o individuos de una clase (distributiva o
atributiva) que estará definida como una dotación de notas intensionales.
Las partes A1, A2, A3,... serán partes extensionales, desarrollo de la expresión
predicativa Q (A). La clase de los infinitos triángulos rectángulos «Iibres»
(desenmarcados) iguales a uno dado, pide un desarrollo distributivo; la clase
de los infinitos triángulos rectángulos inscritos en una circunferencia, y cuya
hipotenusa es un diámetro dado, pide un desarrollo atributivo (sobre sus
elementos aparecen subclases sistemáticas: pares de triángulos
enantiomorfos, &c.). Si se da el caso de que el concepto B puede reexponerse
como una relación que resulta ser constitutiva de las partes A1, A2, A3, ..., en
cuanto tales partes de A, será preciso retrotraer B hacia el plano de la
intensión de A, es decir, vincular de algún modo a B con la dotación de
notas Q. Estamos, de este modo, ante una situación interesante de conexión
dialéctica entre las dimensiones lógicas de la intensión y la extensión: Una
intensión Q, desarrollada extensionalmente por A, nos lleva a determinar
propiedades B (diaméricas, respecto de las partes de A) que deben ser
anudadas con las notas Q. El desarrollo extensional de Q (A), es decir, Q
(A1), Q (A2), Q (A3)..., determina propiedades «genéricas» que, por tanto, no
podrán estimarse como anteriores a A «géneros anteriores»), sino posteriores
a su desarrollo «géneros posteriores»). Estas situaciones (ignoradas por la
doctrina clásica de los «géneros porfirianos» obligan a introducir un orden
en la misma materialidad de los estratos intensionales constitutivos de un
concepto; cabría hablar de una «realimentación lógica», en virtud de la cual,
totalidades de orden (n + 1), que presuponen las totalidades de orden (n),
resultan estar, a la vez, a la base de estas (las células, anteceden al
organismo y se reproducen en ellas familias se reproducen en el Estado
hegeliano, y lo fundan). Las totalidades «universales» no se reducirán ya al
desarrollo exterior de un universale ante rem, indiferente ante sus
realizaciones extensionales (que nada pueden añadir a la estructura del
universal, ya establecido anteriormente a sus partes, «metaméricamente»),
puesto que este desarrollo extensional se constituye en fuente de nuevas
determinaciones o propiedades (diádicas, triádicas &c., &c.), que, por incluir
las partes de esta extensión, serán de naturaleza diamérica. Consideremos
definida la clase Q (A) de todos los segmentos que sean perpendiculares a
una recta dada (Q = perpendicularidad a la recta-parámetro). Habría que
discutir, es cierto, qué tipo de concepto es este, dado que no se trata de una
«perpendicularidad libre o indeterminada» (que se desarrolla en la clase
distributiva de todos los pares de segmentos contiguos que sean
perpendiculares entre sí), sino de una «perpendicularidad paramétrica»
(que se desarrolla por la infinita multiplicidad de segmentos que se levantan
perpendicularmente sobre una recta dada). El desarrollo de la
intensionalidad Q (A) nos conduce a una clase de segmentos {A 1, A2, A3,
...An} que se comportan como elementos de una clase distributiva
(participan distributivamente de Q, porque el predicado Q se aplica a cada
Ai independientemente de los otros Aj). No entraremos tampoco aquí en la
discusión acerca de si Q es predicado diádico de relación, o de si es
monádico, puesto que esta distinción está ella misma cuestionada por la
clase Q (A) de nuestro ejemplo. Ahora bien: entre los elementos
distributivos de la clase A1, A2, A3, ..., aparece siempre necesariamente la
propiedad de B paralelismo (Ai, Aj), propiedad que podrá ser «elevada» a la
dotación Q. [91] Incluso el «concepto clase» Q (A) podrá ser redefinido a
partir de A, porque dado un conjunto de segmentos paralelos entre sí,
siempre podremos referirnos a una misma recta con la cual formen un
ángulo de noventa grados –y esta recta mantendrá con los segmentos B la
relación Q (A) de perpendicularidad.
Presentación de algunos miembros de la familia de los Conceptos
Conjugados
Presentamos algunas muestras destinadas no tanto a «ilustrar», cuanto a
realizar el concepto de los «conceptos conjugados». Por supuesto, sólo es
posible dar aquí una sumaria indicación de trabajos muy minuciosos de
investigación histórica-gnoseológica y filológica, orientados a la constitución
de una «historia natural» de esta «familia» de formaciones culturales.
En cualquier caso, deberá tenerse en cuenta en el momento de hacer esta
Historia, la posibilidad de situaciones inciertas, que sólo parcialmente se
aproximen a la estructura completa de la «conjugación», –pero estas
situaciones, lejos de comprometer su concepto, lo enriquecen. Citaremos el
caso de la «conjugación», en la Historia de la ciencia física, de los conceptos
de electricidad y magnetismo. No nos atreveríamos, es verdad, a interpretar su
conexión (más precisamente: su sinexión, establecida a partir de los
descubrimientos de Oersted) como un caso puro de conjugación de
conceptos. Lo cierto es que los fenómenos de la electricidad y el magnetismo
aparecieron, fenomenológicamente, como términos distintos (A, B) –los
imanes son dipolares, no así las cargas electrostáticas &c., &c.– aunque
estrechamente relacionados (una corriente eléctrica determinaba un campo
magnético; el movimiento de un imán ante una bobina determina una
corriente de inducción). De aquí que cupiera hablar, por lo menos, de una
yuxtaposición entre A y B (reflejada en el sintagma: «Electricidad y
Magnetismo», de estructura similar al sintagma: «Espacio y Tiempo»); pero
también de una reducción «el magnetismo es un fenómeno eléctrico»; o bien,
«la electricidad es un fenómeno magnético»), o de una articulación
«magnetismo y electricidad derivan de un tercer fluido») o fusión (acaso el
propio concepto de campo electromagnético). Con todo, las experiencias de
Faraday y la ulterior sistematización de Maxwell sugieren que la conexión
entre la Electricidad y Magnetismo tiene lugar a través del modo que
llamamos diamérico. Parece como si el magnetismo B (los fenómenos del
campo magnético) fuese la fase intermedia necesaria para vincular a los
elementos de un conjunto (A1, A2, A3, ...) de corrientes eléctricas; fase
intermedia necesaria, además, en un sentido causal, en la medida en que
Faraday supone que una corriente A1 que atraviesa un conductor induce
otra corriente en el secundario A2, en virtud o a través del campo magnético
B cuya variación (determinada por la variación de A 1) fuera la causa de la
corriente A2 (vid. D. K.C. Mac Donald: Faraday, Maxwell and Kelvin, New
York. Anchor Books, 1964).
(1) «Reposo/Movimiento»
Un esquema clásico (todavía utilizado por Descartes) es el esquema de la
articulación. Se suponen los cuerpos en reposo, como propiedad originaria o
primitiva; el movimiento se inserta en ellos en virtud de un acto de la
voluntad (la «chiquenaude» de Pascal {4}. Los esquemas de reducción, del
movimiento al reposo, están realizados en la concepción de Dios como Acto
Puro, coincidentia oppossitorum, la concepción de Dios como Reposo y
Movimiento a la vez {5}. Sin embargo, prevalecerá este otro esquema de
conexión (al que se reduce el llamado «principio de relatividad» de Galileo)
y que no es sino una realización del esquema diamérico: los cuerpos están
originariamente en movimiento (movimientos A1, A2, A3, ...An). Entre estos
movimientos existen múltiples relaciones (según el sentido, celeridad) y una
de ellas (cuando los vectores correspondientes son equipolentes) constituirá
precisamente la definición de reposo.
(2) «Conocimiento/Acción»
La conexión entre las ideas de Conocimiento (percepción) y Acción (voluntad,
apetito, praxis), ha sido establecida –cuando no se ha postulado
sencillamente su yuxtaposición, «ilustrada», a lo sumo, con alguna metáfora
o diagrama– según diversos esquemas o bien el esquema reductivo (el
conocimiento es, él mismo, una actividad: la praxis intelectual de los
escolásticos, o más recientemente, la práctica teórica de Althusser), o bien el
esquema de la fusión (conocimiento y acción son facultades del alma,
«brazos» del espíritu), o el esquema de la inserción (por medio de la
metáfora del espejo, o del instrumento: la voluntad es el instrumento del
entendimiento, &c., &c.). Pero en la Monadología de Leibniz (párrafo 15)
encontramos una sorprendente realización del que hemos llamado esquema
de conexión diamérica, aplicada al caso, entre la vis representativa a y la vis
appetitiva de las mónadas. Porque podría decirse que Leibniz, procede como
si hubiera descompuesto la vis representativa en diversas determinaciones
homogénea, (A1, A2, An) y hubiera atribuido (salva veritate) a la vis appetitiva
el papel de nexo entre tales determinaciones: «la acción del principio interno
que verifica el cambio o tránsito de una percepción a otra, puede llamarse
apetición; ciertamente, el apetito no puede conseguir siempre enteramente
toda la persecución a la que tiende, pero siempre obtiene algo de ella y
consigue percepciones nuevas». Debe advertirse que también puede
ensayarse dentro del mismo esquema la conexión «dual»: la interpretación
de la representación como nexo entre dos más «apeticiones». Una gran parte
de la fuerza de la obra de Bergson, Materia y memoria: ensayo sobre la relación
entre el cuerpo y el espíritu (896) acaso pueda atribuirse, precisamente a la
ingeniosa y brillante utilización del esquema diamérico, en virtud del cual
los nervios sensitivos serán representados, no tanto como instrumentos para
una representación, sino como segmentos intercalados entre los nervios
motores.
(3) «Punto/Recta»
La conexión entre los conceptos de Punto y Recta suele ser de tipo reductivo:
el punto se dará como «primitivo» y la recta aparecerá como generada por
un punto en movimiento» (Hegel, loc. cit). El esquema de fusión se realiza en
la concepción de puntos y rectas del plano, como partes del espacio de «n»
dimensiones. Al esquema diamérico corresponderá el concepto de la
Geometría proyectiva del punto como intersección de dos rectas o,
dualmente, el concepto de la recta como nexo entre dos puntos. Es de mayor
interés al comparar, en detalle, esta serie de conexiones con las descritas en
los casos (1) y (2).
(4) «Corporeidad/Pesantez»
Se diría que sólo hasta la época de Newton se ha ensayado la comprensión
de la conexión entre los Conceptos de Corporeidad y Pesantez por medio del
esquema diamérico. Los antiguos (Demócrito, Epicuro) se habían planteado
ya explícitamente la cuestión de la conexión entre Materia y Pesantez. Los
átomos de Demócrito no poseen un peso especial: este se les agrega
«externamente», por yuxtaposición (aunque son muy oscuros los
fragmentos). Epicuro atribuye a sus átomos un peso esencial, pero cada
átomo por separado («enterizo») que es como si se dijera: al cuerpo, en su
corporeidad inanalizada, total. Esta conexión –que en rigor, sigue siendo
una yuxtaposición eidética, por mucho que se postule su naturaleza
necesaria e indisoluble– queda por explicar: su asociación es una suerte de
«axioma de María». Se ensayarán esquemas reductivos, tales como la
inclusión de la corporeidad en el concepto de una pesantez originaria, de la
«gravedad» representada (Hegel, &c.). Ahora bien, la doctrina de la
gravitación newtoniana puede hacerse consistir, en gran medida, en la
«movilización» del esquema diamérico para establecer la conexión entre la
corporeidad y la pesantez. «Todos los cuerpos son pesados» –hay una
conexión «sintética», dirá Kant–, entre corporeidad y pesantez. Pero esta
conexión no se comprenderá si tomamos la corporeidad globalmente (lo que
tendrá lugar tanto cuando consideramos al Mundo íntegro, en su totalidad,
como cuando consideramos a los átomos aislados, Demócrito ya había dicho
que un átomo puede ser tan grande como el Mundo). En cambio, si
consideramos la corporeidad en su desarrollo extensional «partes extra
partes» (A1, A2, ...An), entonces la relación (interpretada como atracción
gravitatoria) entre ellos –al menos para el caso particular de que uno de los
Ai sea la Tierra, será identificada como pesantez. Y en la medida en que todo
cuerpo está siempre en contexto con otros, la pesantez, aunque sintética,
será «a priori», para seguir la terminología de Kant. En este momento, es
necesario constatar la capacidad del concepto de «conexiones diaméricas»
para dar cuenta de la estructura de esas conexiones que Kant recogió en su
concepto de la conexión «sintética a priori», y cuya naturaleza íntima,
material, no estableció. Tan sólo postuló lo que –desde la teoría de los
esquemas de conexión– resulta ser una forma vacía, a saber, la forma del
postulado de yuxtaposición (el momento «sintético»), dejarlo como
necesario («a priori»), pero sin que se den los esquemas de esta necesidad.
Un esquema de conexión diamérica es, por de pronto, uno de los modos de
llenar este vacío: el apriorismo está, sin duda, fundado, en este caso, en la
propia relación de identidad entre las partes de «A». Sin embargo, seria
excesivo afirmar que todas las conexiones cubiertas por el concepto de la
unión «sintética a priori» (por ejemplo, Causa/Efecto), se acojan al esquema
de la conexión diamérica.
(5) «Corpúsculos/Ondas»
La conexión entre Corpúsculos y Ondas ha comenzado a plantearse, en
términos relativamente actuales, a partir del siglo XVII. La historia de esta
conexión puede verse, en gran medida, como la historia de los ensayos para
explicar hasta el fondo diferentes esquemas de conexión que, después de ser
utilizados, muestran su insuficiencia. Descartes y Huygens se acogen a los
esquemas reducivos, aunque utilizados en dirección opuesta. Descartes
concibe la luz como constituida por corpúsculos en movimientos: a él se
reducirían los aspectos ondulatorios. Huygens adopta el punto de vista
ondulatorio (desde el cual pudo construir los fenómenos de reflexión y
refracción de la luz) y pretende reducir a él los conceptos «corpusculares»
(aunque no pudo incorporar en su reducción ondulatoria la propagación
rectilínea de los rayos luminosos), y, después de Huygens, Fresnel
desarrolla mucho más a fondo el esquema reductivo ondulatorio. Sin
embargo, y tras el descubrimiento del efecto fotoeléctrico (la expulsión de
un electrón fotoeléctrico no depende de la intensidad, sino de la frecuencia)
se ve claramente que la reducción mutua no llega a ser completa, va
sedimentando la concepción según la cual el aspecto «granular» y el aspecto
«corpuscular» de la luz (y luego, en general, de la energía radiante) son dos
aspectos (términos «A», «B») inconmensurables, irreductibles, es decir –en
nuestros términos–, dos aspectos cuya conexión no puede ser realizada por
medio de los esquemas de reducción. Pero entonces aparece con toda su
fuerza la pregunta por su conexión. Y es preciso constatar que, con
frecuencia, es el esquema de la yuxtaposición el único que es [92] posible
alegar. Este esquema de yuxtaposición es el que se esconde en expresiones
tales como las habitualmente utilizadas: «cada corpúsculo lleva asociada una
onda», o bien, «la energía «E» de un fotón ligada a una onda monocromática
de frecuencia n es u». En cierta manera, podría reconocerse en toda la
especulación sobre ondas y corpúsculos –relacionada con la «teoría de la
complementaridad» de Bohr, la conciencia de la irreductibilidad entre
ambos aspectos, que llegarán a declararse tan diferentes que, por ello
mismo, ni siquiera pueden entrar en contradicción, como dice Luis de
Broglie, «toda vez que uno de ellos tiende a borrarse cuando el otro se
afirma {6}. Y a la vez la insatisfacción por el esquema de simple
yuxtaposición, que intentará ser atenuada mediante la determinación de
leyes de transformación, externa o denotativa, de una perspectiva a la otra.
Pero estas leyes de transformación siguen siendo empíricas y suponen ya la
conexión dada, no la analizan.
¿Cabe constatar la presencia del esquema de «conexión diamérica» en este
contexto, o al menos indicios fundados de la acción de este esquema? Me
parece que la respuesta es afirmativa. El propio Broglie {7} encarece el
significado «precursor» de la «Teoría de los accesos de Newton, «como una
primera tentativa de síntesis entre las ondas y los corpúsculos, una especie
de presentimiento de la mecánica ondulatoria». Ahora bien, la «Teoría de
los accesos» (de los corpúsculos luminosos que atraviesan un medio
material) incluye la intercalación de ondas (perturbaciones periódicas) en
los propios movimientos de los corpúsculos. En general, siempre que el
«aspecto ondulatorio», es presentado como resultante de algún efecto de
una multitud de corpúsculos (el propio concepto de «frente de onda») se
está apelando al esquema diamérico. Y la presencia de este esquema debe
ser reconocida, tanto cuando a la onda se le da la misma modalidad
ontológica que a los corpúsculos, como cuando se le da una modalidad, un
«peso ontológico» diferente; por ejemplo, cuando, salva veritate, se le asigna
al «aspecto ondulatorio» la modalidad ontológica de la posibilidad («¿mental-
subjetiva?, ¿objetiva-ideal?») y al corpúsculo la modalidad de la realidad,
como sugiere Robert Havemann {8}: porque ahora las ondas siguen estando
pensadas como una suerte de relación-operación (la función de onda»)
intercalada entre los corpúsculos.
(6) «Substancia material/Energía térmica»
La conexión entre una substancia material y la Energía térmica fue entendida
durante mucho tiempo, por esquemas de inserción («Substancia- Accidente»;
«Cantidad-Cualidad») o de simple yuxtaposición («Substancia-Substancia»
cuando el calor es identificado con un fluido imponderable, un elemento
químico entre otros, todavía para Lavoiser, el calórico). Pero un cuerpo
calentado no pesa más que antes de recibir el calor: luego el calor no se
compone con el cuerpo por algún esquema de absorción. La teoría cinética
de los gases equivale a la movilización de los esquemas de conexión
diamérica: las moléculas son múltiples (A1, A2, A3, ...An), y sus movimientos
recíprocos (las energías cinéticas correspondientes) corresponden a la
temperatura en las traslaciones (a la energía cinética media de traslación de
las moléculas), y al calor, cuando se añaden las rotaciones (energía cinética
del movimiento desordenado de las moléculas).
(7) «Sujeto/Objeto»
La conexión Sujeto/Objeto ha sido pensada, o bien según los esquemas de
reducción mutua (Pensamiento 265 de Blaise Pascal), o bien de yuxtaposición,
o de fusión en una Conciencia Universal. Pero también cabe ensayar los
esquemas diaméricos introduciendo la multiplicidad de objetos (O 1, O2, O3,
...On) de suerte que el Sujeto sea la relación entre ellos, o bien inversamente,
introduciendo la multiplicidad de sujetos (S1, S2, S3, ...Sn) de suerte que el
Mundo sea el nexo entre ellos {9}. La primera forma de aplicar este esquema
nos lleva muy cerca de la Filosofía trascendental, tal como la «ejerce», más
que la «representa», el propio Kant (Analítica Trascendental, Refutación del
Idealismo, y Dialéctica Trascendental, Paralogismo de la idealidad exterior) en
el sentido de que, efectivamente, Kant procede como si el yo pienso debiera
ser interpretado, no tanto como una substancia espiritual, al lado de los
cuerpos, cuanto como la conexión misma de los fenómenos en la unidad del
Mundo. La segunda forma describe muy bien el «idealismo material» de
Berkeley, e incluso la filosofía de Leibniz: la realidad está ahora constituida
por substancias espirituales inextensas, sujetos, y las relaciones entre ellos
(interpretadas como relaciones de expresión o lenguaje) nos remiten al
Mundo como conjunto de «mensajes» que Dios transmite a las almas, o las
almas se transmiten entre sí {10}.
(8) «Alma/Cuerpo»
La historia de la conexión entre las Ideas de Alma y Cuerpo es también la
historia de la utilización de los diferentes esquemas de conexión entre
«conceptos conjugados». Ante todo, de los esquemas metaméricos: los
esquemas de reducción (el alma, secreción del cerebro, un epifenómeno; o
bien: el cuerpo es sólo un pensamiento del alma, su representación:
Schopenhauer); los esquemas de fusión o articulación (doctrina del «monismo
neutro» de Russell, teoría del «mediador plástico» de R. Cudworth, en el
cual se unirían el alma y el cuerpo {11}; la simple yuxtaposición, enmascarada
muchas veces con la alegación de un esquema metafórico de articulación (la
glándula pineal, en la que se unirían la res extensa y la res cogitans). Pero
también, en la historia de ese dualismo, podemos constatar la apelación a los
esquemas diaméricos en el Fedón, la doctrina que Simmias opone a la que
Sócrates ha desarrollado acerca de la unión del alma y el cuerpo (en
realidad, un esquema pitagórico de yuxtaposición o de articulación
metafórica: «la nave y el piloto») es una concepción desarrollada bajo el
influjo del esquema diamérico: el alma es sólo la armonía entre las partes
corpóreas (A1, A2, A3, An) de nuestro organismo, el equilibrio que se alcanza
cuando la mezcla de lo caliente, lo frío, lo seco, lo húmedo, satisface un
cierto punto óptimo (la eukrasis).
(9) «Espacio/Tiempo»
El par de conceptos Espacio/Tiempo se aproxima mucho a la estructura de la
conjugación de conceptos; al menos esta estructura podría servir como un
medio para entender su extraño emparejamiento (emparejamiento de dos
intuiciones, según Kant) que comienza por presentarse en términos de simple
yuxtaposición («ortogonalidad» de las líneas espaciales y temporales, &c.).
Pero también hay doctrinas que enseñan la reducción del Tiempo al Espacio
(acaso todas las doctrinas que intentan «suprimir» el Tiempo) o del Espacio
al Tiempo (Heidegger); doctrinas que proponen la articulación o fusión del
Espacio y el Tiempo en un tercero, la duración real bergsoniana. Acaso la
concepción relativista del Tiempo y del Espacio realiza la forma de la
conexión diamérica entre ambos términos (relatividad de las longitudes a
los movimientos, por tanto a los tiempos, &c. &c.).
(10) «Significante/Significado»
Otro tanto cabría decir del par de conceptos Significante/Significado. En el
momento en el que retiramos la hipótesis de coordinación (yuxtaposición)
entre la clase de los significantes arbitrariamente asociados a una clase de
significados, presupuesta como previamente dada a la primera, acaso sólo
sea posible entender la conexión entre el significante y el significado según el
esquema diamérico, que nos muestra al significado como el nexo entre dos o
más significantes, así como recíprocamente. Preferimos no decir aquí nada
más sobre esta cuestión.
(11) «Azar/Necesidad»
El par de conceptos Azar/Necesidad también presenta todas las características
de un par de conceptos conjugados. Nos limitaremos aquí a referirnos al
esbozo de análisis que costa en nuestra obra Ensayos materialistas, páginas
346-347.
(12) «Materia/Forma»
Respecto del par de conceptos Materia/Forma, nos remitimos también a la
misma obra, páginas 342 a 392.
(13) «Base/Superestructura»
El par de conceptos Base/Superestructura, central en el Materialismo
histórico, se aproxima muy de cerca a la forma de la conjugación de
conceptos. Levi Strauss tiende a yuxtaponerlos; el «economicismo», o el
«idealismo», ensayan esquemas de reducción. Pero acaso el concepto de base
sólo alcance su pleno significado histórico como nexo diamérico entre
diferentes formaciones supraestructurales, así como recíprocamente.
(14) «Cultura/Sociedad»
Otro tanto cabría decir del par de conceptos Cultura/Sociedad (que, en frase
de Kroeber, se vincularían –sinectivamente, añadiríamos por nuestra cuenta–
«como el anverso y el reverso de una hoja de carbón»).
(15) «Contradicción/Identidad»
La dialéctica hegeliana intenta reducir el momento de la identidad a
contradicción; la perspectiva analítica intenta reducir la contradicción a
identidad; el esquema de fusión estaría representado en las líneas
neoplatónicas, o de Nicolás de Cosa, para quienes Dios o el Uno está más
allá de la Identidad y la Contradicción. El esquema diamérico, sugiere la
interpretación de la contradicción como un cierto tipo de conexión entre
esquemas múltiples de identidad (A1, A2, A3, ...An) (dialéctica positiva).
(16) «Dios/Mundo»
Dios/Mundo. El esquema de articulación se realiza en el modelo de
Aristóteles. Dios y el Mundo se articulan en el «primer móvil» (que
corresponde, en otro contexto, al Ectipo o Mediator Plástico de Cudworth).
El esquema de fusión en las «doctrinas extravagantes de algunos paganos»,
como dice el mismo Cudworth {12}, que ponían a la Deidad y al Mundo por
debajo de Hado (aunque en realidad esta es una posición muy próxima a la
de Platón: El mundo y el Demiurgo están sometidos al reino de las ideas).
Les esquemas de reducción se realizan en el panteísmo y en el panenteísmo.
El esquema diamérico (el mundo como conexión entre diversas partes o
fases A1, A2, A3, ...An de Dios) en sistemas tipo Escoto Eriugena (De divisione
Naturae) o dualmente (los dioses como nexos entre los mundos, intermundia)
en Epicuro.
(17) «Bien/Mal»
Bien/Mal. Esquema de reducción: optimismo metafísico (todo ser es bueno,
incluso el malo) y pesimismo (todo ser es malo, incluso el bueno). Fusión:
Dios está «por encima del bien y del mal». Esquemas diaméricos: «el mal es
la relación entre múltiples bienes» (Leibniz),
(18) «Moral, Derecho»
Moral/Derecho. Los conceptos de Moral y de Derecho se comportan como
conceptos conjugados –y cada una de las formas sistemáticas de esta
conexión corresponde a una doctrina típica (históricamente documentable)
de la Filosofía del Derecho.
El esquema de la yuxtaposición está representado en todos quienes conciben
el Derecho y la Moral como dos órdenes de legalidades autónomas,
independientes, aunque accidentalmente puedan tener algún punto de
intersección. Es la posición de Kant. El orden moral es extrajurídico, el orden
jurídico se funda en principios propios (la legalidad), a los cuales la ciencia
del Derecho como positivismo jurídico (incluyendo aquí posiciones como la
de Hart) debe atenerse. El punto de intersección, que conceden los esquemas
de yuxtraposición, puede ser interpretado en el sentido del esquema de
articulación. Tal es, acaso, la posición escolástica tomista. El esquema de
fusión estaría realizado en todos quienes subsumen derecho y moral en
otros conceptos comunes, sean teológicos, sean sociológicos (por ejemplo
teorías del control social, en el sentido de Ross: «Derecho y deber se funden
en la Sittlichkeit».). Los esquemas reductivos tienen dos versiones recíprocas:
La reducción del Derecho a la Moral (a los «dictamina rectae rationis» del
iusnaturalismo) o la reducción de la Moral al Derecho, de lo justo a la ley del
más fuerte (la posición de Trasímaco en la República de Platón). Por último,
el esquema de conexión diamérira arrojaría la siguiente conexión dialéctica
de las relaciones entre Moral y Derecho: la Moral aparece en la conexión entre
diversos ordenamientos jurídicos A1, A2, A3, ...An) De este modo la
moralidad, a la vez que exterior en algún sentido, a una legalidad jurídica
dada, no es exterior al conjunto de estas legalidades en su proceso histórico,
en tanto incorpora la conexión entre legalidades diferentes. La crítica de un
ordenamiento jurídico (que incluye la crítica a la coherencia lógica interna
del ordenamiento en cuestión, no tiene lugar entonces mediante la apelación
a una moralidad abstracta, descontextualizada, sino mediante la apelación,
o bien a otros sistemas jurídicos de otros pueblos o clases sociales
consideradas superiores, o bien mediante la apelación a la lege ferenda, por
ejemplo, la critica del derecho burgués, cuando no es utópica, equivaldría a
una apelación a la normatividad propia de una sociedad socialista.
{1} Hegel, Filosofía Natural, §256
{2} Lucrecio, De rerum natura, libro III, versos 250 al 280.
{3} Russell, Análisis de la materia, Taurus, Madrid 1969, cap. XXXVII.
{4} Blaise Pascal, Pensamientos, nº 77.
{5} Nicolás de Cusa, De docta ignorantia, libro II, cap. III: el movimiento es
«quietud ordenada sucesivamente», «explicatio» de la quietud.
{6} Luis de Broglie, Ondas, corpúsculos y mecánica ondulatoria, Espasa Calpe,
Madrid 1944, página 141.
{7} Op. cit., páginas 47 y 48.
{8} Robert Havemann, Dialéctica sin dogma, Edic. Ariel. Lec. 6ª, pág. 112.
{9} Gustavo Bueno, El papel de la Filosofía en el conjunto del saber, Ciencia
Nueva, Madrid 1970, página 160.
{10} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 130.
{11} R. Cudworth, The true intellectuel system of the Universe, book I, cap. V,
páginas 829 a 832. La expresión «mediador plástico» es francesa
(Larominguiére) y se aplica también al «Ectipo» de Cudworth, es decir, la
Naturaleza que es diferente de Dios (Arquetipo), pero causa del orden del
mundo.
{12} R. Cudworth, op. cit.
Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias
Gustavo Bueno

Introducción: Presentación de materiales

igura 1. Preparación de una almáciga. «La manera de formar


una almáciga es ésta. Hacer un surco hondo a manera de una acequia; si la
tierra fuera templada, sea hondo hasta la rodilla; si fuere seca, algo más
hondo, y si fuera húmeda, no tanto, porque el mucho y demasiado humor
ahoga la planta por lo más bajo y así la pudre y seca del todo. Y allí en aquel
surco póngase los sarmientos, que se han notado y escogido, tan altos y tan
hondos que a lo menos queden cinco yemas so tierra, un poco verdeados,
que hagan asiento cuanto un palmo, porque de aquellos salen muy bien las
raíces...»{1}
1. Quaestio nominis
γιγνωσχε δ οος... &c. «Debes conocer a qué ritmo están sometidos los
hombres» (Arquiloco, fragmento 66 de Bergk)
1. Las «ceremonias» son figuras del hacer humano, modi operandi
institucionalizados. Pero el «hacer humano» es tan solo uno de los
contenidos del «material antropológico». No queremos aquí entrar en
cuestiones de prioridad, porque tanto si al hacer se le considera
subordinado al ser (operari sequitur esse) como si se considera la relación
recíproca (al modo de la llamada «filosofía de la acción») o en cualquier otra
hipótesis, lo que sí parecerá evidente es que el hacer humano (las
ceremonias, por tanto) debe ser enmarcado, aunque sea en el terreno
puramente fenomenológico, junto a los restantes contenidos del material
antropológico.
Y en efecto, el adjetivo «humano» se predica, y no en un sentido unívoco, de
términos que pertenecen a tres clases diversas, muy bien diferenciadas
desde el punto de vista intensional, pero con múltiples intersecciones
extensionales que limitan dialécticamente su misma distinción:
A. La clase de los organismos de la especie Homo sapiens sapiens, es decir,
la clase de los individuos personales, de las personas. No es fácil establecer
los límites de esta clase, ni en la perspectiva ontogenética (¿es humano, o al
menos personal, un embrión de una semana procedente de gametos
humanos?) ni en la filogenética (¿es humano el Australophitecus afarensis,
es persona un ejemplar de Homo erectus?). Sin embargo, hay una región
dentro de esta clase cuyos miembros, los «sujetos operatorios», reciben
indiscutiblemente el adjetivo humano (y ello aunque jurídicamente, caso de
los esclavos de la República romana, quede bloqueada la aplicación del
adjetivo). Gramaticalmente es coordinable, por exclusividad, con los
pronombres personales de los lenguajes que los poseen. En el contexto del
presente ensayo es pertinente subrayar que estos sujetos pueden recibir el
adjetivo humano incluso cuando figuran como inmóviles, es decir, aun
cuando no actúen o se muevan operatoriamente: un organismo puede ser
humano (y estar protegido por las leyes, como tal) aunque esté en coma,
incluso muerto (la «forma cadavérica humana»). La práctica totalidad
(émica) de los ordenamientos jurídicos actuales así lo reconocen, aunque
también es verdad que, en estos casos, los organismos humanos o partes
suyas (por ejemplo los esqueletos de los museos anatómicos) pueden pedir
ser incluidos en la clase B, es decir,
B. La clase de las cosas o estructuras impersonales, generalmente
extrasomáticas, que forman parte de la cultura espiritual (una sinfonía, una
red de alcantarillado, una computadora). Tampoco es fácil siempre
establecer los límites de esta clase. Todavía Ulises Aldrovandi, a mediados
del siglo XVII veía a las hachas prehistóricas como si fuesen formaciones
naturales (no culturales) originadas por mezcla «de un cierto vaho de trueno
y rayo con sustancia metálica, especialmente en las nubes negras, que se
coagula por la humedad circunfusa...»{7}. Sin embargo, hay un amplísimo
conjunto de sustantivos que inequívocamente serán incluidos en los
lenguajes actuales como designadores de esas «cosas» (lanza, vasija, casa,
automóvil...). Generalmente se suele sobrentender que estas estructuras
impersonales son humanas en cuanto obras (inmediatas o mediatas) de los
hombres, de los términos de la clase A, aunque también cabría defender la
relación inversa («el fuego inventó al hombre»). Hay aquí un círculo vicioso
implícito: ¿por qué es humano el lenguaje? (no por ser lenguaje, puesto que
los primates o los delfines también hablan sino por ser obra del hombre, es
decir, por ser humano en el sentido de C). [11]
C. Por último, la clase de las acciones o categorías del hacer humano
(movimientos operatorios, conducta, praxis) atribuidos a los términos de la
clase A. A esta clase pertenecen, sin duda, todas las figuras y actividades
que han sido presentadas en la introducción. Los términos de esta clase se
corresponden con un extensísimo conjunto de verbos como «trabajar»,
«hablar», «cazar», «tejer», «caminar», «saludar», «calcular», «rezar»,
«torcar», «escribir», «pasear», «reír». Tampoco están siempre claras las
fronteras de esta clase de entidades humanas. A veces se dice que una
computadora («un sistema impersonal») de la clase B calcula; otras veces
acciones o movimientos ejecutados por términos de la clase A no se llaman
propiamente humanos (actos humanos) aunque sean actos del hombre
(respirar, digerir..., pero también cazar, saludar, incluso reír o tejer), puesto
que corresponden al hombre en tanto que organismo zoológico. Demócrito
llamaba a los hombres discípulos de los animales, de la araña en el tejer y
zurcir, de la golondrina en el edificar y de las aves canoras, del cisne y del
ruiseñor, en el cantar{8}. Sobre todo en muchas situaciones es casi distinción
de razón la separación entre los términos de C y los de B: el hablar es a la
vez acción.
El esquema más cerrado de interconexión entre las tres clases A, B y C de
términos del material antropológico es probablemente el siguiente: los
términos de las clases A y B se interconectan por la mediación de los
términos de la clase C. Pues las acciones y operaciones C de los organismos
A son los que producen las obras o términos de B. Y a este flujo de
operaciones, de manipulaciones u operaciones quirúrgicas (en el sentido
etimológico: χειρουργεω, trabajar de mano, fabricar) del movimiento de los
músculos supralaríngeos, o de la lengua, es a lo que más aproximadamente
cuadra el nombre de «vida humana». Vida como actividad, conjunto de
acciones y operaciones de organismos humanos entretejidos en la
cooperación o en la lucha. No puede, en todo caso, afirmarse que la
actividad viviente, el vivir humano, vaya siempre y en todo momento
dirigido a la construcción o producción de obras, estructuras o
superestructuras de la clase B, salvo que en esta clase se incluyan también a
los propios organismos o conjunto de organismos en lo que tengan de
«impersonal» (por ejemplo, la figura de parada de un batallón). Pero es de
aquí, sin duda, de donde brota la distinción clásica de las categorías del
hacer en dos grandes grupos: del facere (que se resuelve en obras o
estructuras de la clase B) y el agere, que se resuelve en términos de la clase
A o en términos de la clase C. El castellano ha disuelto esta distinción en el
concepto del hacer. Y con esto, si bien por un lado el castellano ha perdido
una distinción muy importante, por otro lado ha recuperado una unidad
antropológicamente esencial, la unidad del hacer humano, que se mantiene
tanto en lo agible como en lo factible, tanto en el saludar como en el edificar.
2. Nos atenemos, en este ensayo, a la consideración de la vida humana como
un hacer característico de los individuos o personas socialmente
entretejidos. No se trata de un concepto nuevo en filosofía, pues
seguramente corresponde a lo que Suárez llamaba costumbre (consuetudo)
en su segundo sentido, porque en el primer sentido, las costumbres se
corresponden con las personas, o con las cosas, es decir, con los términos de
la clase A y con los de la clase B. En su segundo sentido, en efecto, dice
Suárez, hablamos de costumbre cuando ella versa sobre los hechos de los
hombres (circa facta hominum). Suárez nos dice además que esta división la
tocó la tercera Partida, explicándola con ejemplos: la costumbre de pagar los
diezmos de un campo o de una viña versa sobre cosas y como que les
impone una carga; y la costumbre de pagar o no pagar diezmos personales o
de pagar un tributo personal, versa sobre la persona; en cambio la
costumbre de ayunar o de orar versa únicamente sobre acciones humanas
(circa humanas actiones).{9} [12]
Este hacer humano es sin duda esencialmente aquello que se designa
también como praxis, aun cuando las connotaciones que este término ha
contraído históricamente (A. von Cieszkowski, Marx, Gramsci) lo orienta en
una dirección que no siempre es pertinente a los efectos del presente ensayo.
Muchas veces se le llama conducta; pero cuando conducta se contempla
fuera del contexto moral (buena conducta, mala conducta), al modo de los
etólogos y psicólogos, entonces la denominación es ya metafórica, en el
primer sentido de Aristóteles (aplicación del nombre del género a la especie,
Retórica, 1457 b) porque también los animales tienen conducta pero no
praxis.
El horizonte en que se mueve el presente ensayo es el horizonte del hacer
humano que transcurre en el tiempo, la pululación prácticamente infinita de
movimientos (acciones, operaciones) que brotan de los organismos
humanos y se resuelven o no se resuelven en obras extrasomáticas. Este ir y
venir de los movimientos entretejidos (y en la trama hay también hilos
sueltos, o hilos que se sueltan) no son siempre caóticos, fluidez e
indeterminación pura. Por el contrario, esta actividad incesante de los
hombres, que constituye el tejido de la vida humana, se desarrolla, si no en
todo, sí en una gran parte, siguiendo ritmos cíclicos, describiendo
trayectorias que poseen una figura pautada, de tal manera que el hacer
humano, en su mismo fluir viviente, nos ofrece el aspecto de un conjunto de
incontables cursos que se cierran en su mismo desarrollo temporal, como
bucles de una corriente que sigue manando a modo de fondo sobre el cual
se organizan aquellas figuras. Podríamos considerar a estas figuras, en lo
que tienen de pautado, como un caso más de las estructuras impersonales
de la clase B. Y esta es la perspectiva que adoptan, seguramente, muchos
sociólogos o antropólogos que hablan de pautas o patrones de conducta.{10}
Pero cuando nos atenemos ante todo al movimiento mismo, según pautas,
antes que a las pautas de estos movimientos, entonces podremos decir que
estamos de lleno sumergidos en una cierta estructuración interna del hacer,
de la praxis, en una estructuración que afecta a la vida humana en general y
cuyo análisis corresponderá también a la antropología general.
¿Cómo denominar al hacer humano en tanto que aparece estructurado
según estas figuras cíclicas, institucionalizadas, recurrentes? Sin duda hay
muchas palabras que designan el hacer humano, así estructurado, cuando se
contrae a contenidos determinados: así tarea, función (las operaciones
cíclicas del funcionario o los movimientos de la función del teatro), acto («el
acto ha terminado», dice el presidente de la sesión). Pero, ¿cómo designar a
todas estas formas del hacer estructurado en toda su generalidad
antropológica? Por asombroso que sea, no disponemos de una
denominación general, lo que demuestra que no está formalizado el
concepto correspondiente que, sin embargo, se utiliza de un modo u otro.
Acaso se echa mano, para estos servicios, del término rito (o ritual); pero
este término, o bien conserva demasiado intensamente las huellas de su
origen litúrgico-religioso (y, por tanto, su generalización arrastra siempre
una connotación irónica o crítica), que es el que acataron los fundadores de
la etnología (Lang, Robertson, Smith, Frazer o, después van Genep), o bien
se utiliza de modo neutro a la manera de los etólogos y entonces desborda el
campo de la antropología, o bien en cualquier caso conlleva efectos
inequívocamente reduccionistas. Precisamente con la intención de acuñar y
formular un concepto antropológico general que mantenga sus distancias
con los conceptos etológicos, hemos apelado al término «ceremonia», que
también tiene probablemente un origen litúrgico (en la ciudad etrusca Caere
habían depositado los romanos sus objetos sagrados cuando la invasión de
los galos en el siglo IV a. de C.), aunque algunos no descartan una
etimología más abstracta (sánscrito Kârmon, «la cosa hecha»). En todo caso,
lo cierto es que «ceremonia», fijada en el lenguaje cristiano de los primeros
siglos para designar secuencias puntuales litúrgicas (públicas), pasó a
designar muchos otros cursos propios de la vida civil (ceremonias militares,
ceremonias de protocolo cortesano, ceremonias académicas). Por ejemplo,
entre las construcciones del Colegio Mayor de Santa Cruz de Cañizares, de
Salamanca (1527), figuran al lado de los Estatutos (que regulan relaciones
jerárquicas entre personas, bienes, &c.), las Ceremonias (un extracto, según
dice su editor, de las del Colegio Mayor de Cuenca), que regulaban el
comportamiento de las personas (colegiales) y no sólo, por cierto, en lo
referente a sus operaciones (v. g., nº 20: «el nuevo que está esperando a la
puerta se ha de quitar el bonete entrando en el zaguán y no cubrirse hasta
que haya pasado un cuerpo delante»), sino también a su indumentaria o
cosmética (nº 2: «todos los colegiales están obligados a andar vestidos
honestamente y con mucha decencia y la costumbre tiene interpretado que
ninguno traiga barba larga ni bigotes...»).{11} Las ceremonias culturales se
fueron transformando poco a poco en ceremonias culturales al ritmo mismo
según el cual el reino de la gracia iba secularizándose en la forma del reino
de la cultura.
3. Sería un grave error pensar que un concepto antropológico general tan
extenso como lo es el de ceremonia que proponemos no pudiera ser, en
virtud de su misma generalidad, un concepto riguroso. Si no llega a serlo,
ello no será debido a su amplitud, sino a otros motivos internos,
intensionales. Los conceptos topológicos son mucho más generales que los
métricos y no por ello dejan de ser menos rigurosos.
Por lo demás, la visión ceremonial de la vida humana –por lo menos de las
grandes áreas del hacer ceremonializado– no constituye un tipo de
abstracción distinto a aquel que nos permite considerar a la vida orgánica
como consistiendo, en una gran medida, en un complejo tejido de
movimientos cíclicos, de rutinas y subrutinas recurrentes, que se repiten
periódicamente (sin perjuicio de sus variaciones constantes) o incluso a
aquel otro tipo de abstracción que nos ofrece la imagen del mundo
astronómico o del microfísico como una realidad no del todo caótica, sino
«cósmica», en tanto es un fluido ordenado de movimientos cíclicos, una
agitación en cuyo seno funcionan no sólo los relojes solares, sino también los
relojes atómicos. Y estas consideraciones «cósmicas» (en el sentido de
Anaximandro) no son inocuas en el momento de disponernos a analizar el
concepto de «ceremonia» ni, menos aún, tienen la pretensión de «prólogo en
el cielo». Pretenden sencillamente conjurar la tendencia a reducir las
ceremonias antropológicas a la condición [13] de meros rituales zoológicos,
o de ritmos biológicos. Porque así como los «ritmos circadianos» no se
reducen a los ciclos planetarios (aunque tengan, incluso causalmente, que
ver con ellos), así tampoco las ceremonias salutatorias se reducen a los
rituales de saludo de mamíferos o de aves, aunque tengan, incluso
causalmente, que ver con ellos. No estamos ante ejemplares de una misma
especie, ni siquiera, acaso, ante especies de un mismo género, sino ante
géneros y aun órdenes o reinos diferentes de realidad (microfísica,
astronómica, orgánica, etológica, antropológica), que sin embargo convienen
en algunas estructuras análogas e incluso mantienen, de vez en cuando,
nexos causales que, en todo caso, no son suficientes para resolver la
estructura en la génesis.
2. El concepto de ceremonia como categoría antropológica
1. Designamos con el nombre de «ceremonia» a toda figura práctica
teleológica que, constituida por secuencias efímeras de operaciones
humanas, está delimitada sobre un «fondo procesual» por una apertura y
una clausura identificables. Al decir «efímeras» queremos significar{12} que
la distancia entre los límites de la secuencia ceremonial tiene las
dimensiones del día terrestre (desde los submúltiplos –minutos, horas, pero
no segundos o nanosegundos– hasta los múltiplos –triduos o semanas, pero
no años, o siglos, o cronos–). No hay ceremonia que cien años dure, pero
tampoco hay ceremonia (salvo alguna excepción: ceremonias de saludo, en
ciertas condiciones) que quepa en el lapso de un segundo. Por ser efímeras
las ceremonias no son materia para la Historia, sino para las efemérides. Un
funeral, una boda o un desfile militar son ceremonias y satisfacen la
definición propuesta y también son ceremonias un paseo solitario por el
campo, la visita a un museo o la declamación de un discurso político. Serán
también ceremonias, de acuerdo con la definición, la tarea normalizada de
reparar el generador de un automóvil, cocinar un plato según recetas, o la
caza cooperativa, al acoso, de una fiera. No son ceremonias, en cambio, la
muerte de un individuo (ni siquiera la de Augusto: plaudite amici
commedia finita est), el matrimonio o una batalla; ni es una ceremonia la
senda, las cerámicas o los cráneos que descansan en las vitrinas, o el tumulto
que pueda resultar del discurso político. Tampoco es una ceremonia el
motor de explosión (ni siquiera cuando está funcionando a su ritmo
regular), ni son ceremonias los alimentos cocinados o la pieza cobrada.
Comprobar una definición por la «prueba del 9» fue durante años una
ceremonia escolar, pero no ceremonia la igualdad que gobierna esta prueba,
ni tampoco los automatismos de la calculadora que la realiza. Puede ser
ceremonia, en cambio, la utilización escolar de esa calculadora.
2. ¿Qué tienen de común, en cuanto a la estructura profunda de la praxis,
procesos tan heterogéneos, de contenido tan diverso? Sin duda, podemos
agrupar todos estos procesos en una definición convencional (como pueda
serlo, al parecer, la que contiene como nota intensional la dimensión del
día), pero también podríamos construir definiciones convencionales
tomando como intervalo los semestres, los siglos o los milenios. No se trata
sólo de que una colección de situaciones indefinidas satisfaga una definición
convencional, capaz de separar esta colección de otras colecciones también
definidas con precisión convencional. Se trata de que los intervalos de
actividad humana definidos tengan una figura interna, no sean un mero
segmento acotado artificiosamente (sin menoscabo de la utilidad que esa
acotación pueda reportar), o dicho de otro modo, que represente una
estructura interna de la praxis.
¿Y cómo podría decirse que tienen una estructura práctica interna similar
cursos de actividades tan diferentes como la misa solemne o una danza
(constituidas por secuencias originariamente «gratuitas» o «subjetivas»,
producto al parecer de la fantasía estética o de la inspiración creadora) y el
curso de las operaciones de cálculo aritmético o el de la reparación de un
motor, determinados por la propia «tozuda realidad objetiva» de los
números o del sistema mecánico? A lo sumo, la unidad que podría convenir
a cosas tan heterogéneas sería acaso una unidad puramente externa, algo así
como la que conviene a un envolvente o marco, como pueda serlo la unidad
«formal» de la estructura libro respecto de las materias que contiene (tanto
una novela, como una colección de versos o un tratado de mecánica pueden
agruparse, como se agrupan en la librería o en la imprenta, bajo la rúbrica
de «libros»). ¿No ocurrirá otro tanto con las ceremonias tal como las hemos
definido? La definición propuesta ¿no debe ser reducida a la condición de
un mera formalidad externa, que sólo muy lejanamente autoriza a asociar,
como ejemplares de una misma clase antropológica, a materiales tan
diversos como puedan serlo la sesión chamánica y una operación de
estómago, la pesca con red y un discurso político? Sin duda habrá
semejanzas entre todas estas cosas, pero también hay semejanzas
impresionantes entre las circunvoluciones de un cerebro, distribuido entre
sus dos hemisferios, y las circunvoluciones de una nuez, distribuidas entre
sus dos lóbulos. ¿Y no sería engañoso sugerir siquiera una estructura
morfológica común entre el cerebro de un vertebrado (dentro de su cráneo)
y la nuez (dentro de su cáscara)? Una tal semejanza morfológica, lejos de
revelar una estructura profunda común no hace más que encubrir la
verdadera naturaleza del cerebro y del fruto. ¿No habrá que decir lo mismo
de la estructura de la ceremonia?
No necesariamente, como tampoco son necesariamente encubridoras de la
realidad las semejanzas que en otros tiempos parecían tan lejanas y aun
procaces entre las flores y los órganos genitales de los mamíferos, o las
semejanzas entre el ritmo estructural del crecimiento de un depósito
bancario y el de un bosque de abetos (según la estructura de la función
exponencial y=ex), o la semejanza entre la estructura arquitectónica del roble
y la torre Eiffel.{13} La cuestión estriba en determinar si la definición
aparentemente formal de ceremonia, por medio de la cual hemos dibujado
su concepto antropológico, penetra más profundamente en las materias más
heterogéneas de su dominio de lo que penetra la figura común en la nuez y
en el cerebro. Y sólo podría darse esta penetración si el formalismo de la
definición fuese aparente, si la definición formal general contuviese ya ella
misma (como corresponde ya a toda forma [14] real) elementos materiales
precisos. Así es, en efecto, a nuestro juicio.
3. El alcance antropológico material de la definición general de ceremonia
quedará puesto de manifiesto a lo largo de los cuatro puntos siguientes, que
pretenden desarrollar los componentes principales de la definición de
ceremonia con la intención de constatar en qué medida ellos penetran en el
interior mismo de los contenidos que hemos propuesto como referencia.
Analizaremos, en los términos más breves:
I. El concepto de «figuras prácticas teleológicas», lo que nos obligará
ineludiblemente a tomar posición ante la idea de finalidad.
II. El concepto de «prolepsis» y de causalidad proléptica, característica en las
ceremonias.
III. El concepto de «figura secuencial», en cuanto tiene límites objetivos que
requieren un «fondo» definible.
IV. El significado antropológico de la dimensión del intervalo temporal
entre los límites de la ceremonia.
***
I. Las ceremonias son, ante todo, figuras prácticas teleológicas, figuras del
hacer humano. El componente «figura práctica» (figura de la praxis de los
sujetos humanos y, acaso también, de la conducta de ciertos animales)
podría quizá ser admitido por muchos mecanicistas, al menos como
concepto descriptivo (figura como segmento de la conducta animal o
humana, resultado de un «despedazamiento» o «segmentación»). Sin
embargo, admitirlo sólo en estos términos parece más bien una evasiva o
aplazamiento de las verdaderas cuestiones, porque no todos los
despedazamientos o segmentaciones son igualmente significativos y lo que
nos interesa son aquellos que siguen «las junturas naturales». Y esto nos
lleva a la teleología de la figura, como característica constitutiva de la
estructura interna de los «segmentos» de la conducta práctica. En cierto
modo cabría decir que el añadir «teleología» a «conducta práctica» es
redundancia. Nosotros creemos, sin embargo, que no hay redundancia
porque «figura práctica» puede entenderse como un concepto puramente
descriptivo, epistemológico –segmento–, mientras que «figura práctica
teleológica» ya pide una intención ontológica. Por lo menos, cuando
hablamos de teleología de las secuencias prácticas o conductuales creemos
hacerlo con sentido ontológico y no meramente fenomenológico, y ello sin
perjuicio de que en muchas ocasiones las finalidades atribuidas sean
aparentes, engañosas. Los billetes falsificados no excluyen a los auténticos,
sino que, por el contrario, los presuponen.
Y es precisamente la pretensión ontológica del finalismo de los movimientos
conductuales o prácticos la que suscita las principales dificultades iniciales,
desde el punto de vista filosófico-gnoseológico en el momento de definir las
ceremonias como figuras teleológicas. Porque las causas finales han sido
desterradas hace siglos de los campos roturados por el método científico.
Esto se debe, sin duda, a que la finalidad va asociada, desde Anaxágoras, a
la doctrina del Nus, que fue introducida en filosofía precisamente como
principio ordenador y que, aun cuando en un principio no pretendió asumir
funciones demiúrgicas –tendía a comportarse más bien a la manera como
Maxwell, veinticuatro siglos después, quiso que se comportase su demonio
clasificador– las asumió de hecho una y otras. Ahora bien, un demiurgo
cósmico, dotado de conciencia intencional, capaz de proponer planes (fines)
y de ejecutarlos (aplicándolos a un material preexistente o creado al efecto)
es una construcción antropomórfica que con razón fue desmoronándose a
medida que avanzaba la astronomía, la física y, en general, la moderna
ciencia natural.
Sin embargo, nosotros supondremos aquí (atendiéndonos a las conclusiones
de un análisis de la idea de finalidad realizado en otra ocasión) que la
finalidad, en cuanto significa algo preciso, asociada al supuesto de un
demiurgo, a una conciencia proléptica, a una facultad de desear en el
sentido kantiano, pero que subsiste en Marx y en otros muchos
pensadores{14}, constituye tan sólo una acepción específica, muy
importante, pero que hay que considerar [15] siempre tejida dentro de una
acepción genérica, por la cual la idea de finalidad comienza a tener que ver
con la constelación de la identidad (substancia, esencia, semejanza,
igualdad, &c.). La idea de finalidad, en su significado más genérico, podría
considerarse como un modo o como una modulación de la idea de identidad
y aquí reside ya su primer contacto con la idea de causalidad, propia de los
procesos secuenciales-temporales. La finalidad, en su acepción más general,
diría identidad entre un proceso y su resultado (causal o no) cuando éste se
nos muestra como condición necesaria para que el propio proceso pueda
desarrollarse como tal, y, por tanto, «autosostenerse» o re-producirse. Esta
conexión es la que suele expresarse, de manera mitológica, diciendo que, en
la finalidad, el objeto futuro (el resultado) es el que hace posible que el
proceso que conduce a él tome precisamente su rumbo y no otro («el futuro
tira del presente»). Y se supone que este absurdo quedaría salvado mediante
la introducción ad hoc de una conciencia, principio cognitivo o mente
definida precisamente por su capacidad de configurar (planear, pro-
ponerse) objetos futuros intencionales, fines que luego ella misma, o sus
potencias subordinadas, pondrán en ejecución. El fin es primero en la
intención, y lo último en la ejecución. «Los utensilios de piedra más antiguos
–dice Narr– implican una producción normalizada que supone conocer los
intereses del futuro.»{15}
Pero no hay ninguna mente infinita (una mente infinita no es una mente)
capaz de tomar del futuro, es decir, de lo que no existe, un objeto como plan,
modelo o fin de su actual facultad de desear. No es necesario que el
resultado (el futuro) sea condición del proceso que conduce a él para que
pueda decirse que, sin embargo, él es condición de este mismo proceso y
aun idéntico o semejante. Es suficiente que la identidad o semejanza se
mantenga, no ya entre el resultado y el proceso sino entre éste y un
contenido isomorfo, de la misma clase (especie, género) que aquél, entre el
resultado objetivo y el proceso como reproducción lógica, total o parcial de
aquél. El Escorial real y efectivo no se edificó en virtud de que las manos de
sus demiurgos imitasen su futura fábrica, la que habría sido prevista por
Toledo, Bergamasco o Herrera, porque lo que ellos imitaban era los planos
presentes que, a su vez, imitaban, combinando y transformando, otras
construcciones pretéritas.
Ahora bien, las clases (los universales) suponen una conciencia lógica, un
demonio clasificador. Y según la posición que ocupe esta conciencia lógica
respecto de las clases constituidas por los modelos del resultado y los
modelos del modelo, así podremos diferenciar dos modos de la idea de
finalidad:
A. Ante todo, determinaremos la posibilidad de una posición no causal
(aunque no por ello pasiva) de la conciencia lógica respecto de los procesos
teleológicos, en el sentido de que a ella no le corresponda ninguna función
causal de nexo entre el proceso y el resultado. A esta posición le
asignaremos el modo de la finalidad lógica. La conciencia lógica se limita
ahora a tomar el resultado en cuanto pueda considerarse como elemento
entre los elementos de la clase del modelo que conduce a él, como
«atractor», sin intervención directa de las operaciones constructivas. El fin
(límite, atractor) de los términos de la sucesión S = n/[2(n+l)] es el valor 1/2.
No hay ningún antropomorfismo en la expresión: «los términos de la
función S tienden a 1/2 al crecer n», pues lo que se afirma es que cada
término de S, cuando es considerado como fase del desarrollo de una
sucesión de términos ordenados (entre las varias posibles, «equifinales»)
sólo cobra significado en su valor por medio del límite final. Al margen de
este límite el proceso se perdería en una caótica (desordenada) multiplicidad
de valores. En situaciones parecidas estaría tanto la tendencia del rayo
luminoso a reflejarse según un ángulo de reflexión igual al de incidencia, la
orientación de un sistema termodinámico aislado hacia el estado de
equilibrio definido por la distribución de Maxwell, como la teleología de los
sistemas mecánicos con retroalimentación negativa (la negatividad es el
dispositivo que rectifica el proceso de desviación del sistema respecto de un
estado de equilibrio o de un ciclo definido).
B. Pero también, en segundo lugar, determinamos la posibilidad de que la
conciencia lógica se sitúe de forma tal que quepa afirmar que a ella le
corresponde algún tipo de participación en la acción causal del modelo del
resultado sobre el resultado (parte o todo respecto de aquel). A esta posición
corresponde el modo de la finalidad proléptica, que asociamos a la antigua
causa final, a la finalidad como causa. Ocurre, sin embargo, que este modo
de la finalidad no se nos configura como una relación entre el sujeto
operatorio (su plan, intención o propósito, su proyecto) y el resultado, sino
entre el modelo del resultado y el resultado a través, sin duda, del sujeto
operatorio, que es un sujeto manual, un demiurgo, como pueda serlo un
individuo del hombre de Neanderthal al que hacemos autor de un hacha
musteriense. Pues la fabricación de un hacha musteriense incluye procesos
de causalidad proléptica (intencional, final), a diferencia de la formación de
un canto rodado a partir de causas naturales. Esta diferencia es la que hace
que la prehistoria no sea un capítulo más, como lo era aún en el siglo XVII,
de la ciencia natural. Hay sin duda analogías entre ambos procesos desde
una perspectiva causal: en ambos casos se parte de un núcleo inicial, un
peñasco sin desbastar y sobre el cual actúan fuerzas físicas exteriores, que
pueden cifrarse en el golpear de otros peñascos sobre el núcleo dado. Pero
en el caso del canto rodado, la acción de las causas exteriores es mecánica
(aunque el resultado sea un ovoide homogéneo) y entre los diferentes cantos
rodados sólo hay una relación de semejanza distributiva; en el hacha
paleolítica, la acción de las causas exteriores está dirigida por las manos del
hombre de Neanderthal, y la semejanza del hacha a otras no es meramente
distributiva, porque hay un sujeto operatorio intercalado entre los
elementos de la clase en virtud del cual puede decirse que uno dirige la
formación del otro. ¿Qué añade esta dirección? ¿Acaso los procesos físicos
del golpear no han de ser los mismos? Podríamos considerar como un
epifenómeno la supuesta idea interior (plan, fin, propósito, proyecto,
intención) del Neanderthal. Sin embargo sería absurdo pretender dar cuenta
de la formación del hacha a partir de los golpes dados al azar por unas
manos que manejan piedras. Pero esto no significa que estas manos deban a
su vez estar subordinadas a la idea interior concebida por el hombre de
Neanderthal, en nuestro ejemplo, a la idea que anticipa o prevé un hacha
que precisamente no existe. Si queremos mantenernos en un terreno
objetivo, será preciso relacionar el hacha de piedra, no ya sólo a las otras
piedras que la golpean (como al canto [16] rodado) sino a otro hacha
pretérita y, en el caso de la primera hacha, a un cierto peñasco manejado,
que tiene ya un tamaño oportuno, por relación al acto manual de
aprehenderlo. La diferencia lógica entre el canto rodado y el hacha
musteriense la establecemos como una diferencia diamérica en la propia
relación de identidad de clases: el canto rodado se relaciona con otros cantos
rodados por simple semejanza o analogía distributiva, mientras que el hacha
paleolítica se relaciona con otro hacha incluyendo una cierta causalidad o
diátesis entre los elementos de la clase: un hacha ha contribuido a la
formación de otra y esta contribución ha tenido lugar por intermedio de un
sujeto operatorio, de un demiurgo, un obrero, en nuestro caso, un hombre
de Neanderthal.
Según esto, en la teoría filosófica de la causalidad final el sujeto operatorio
deberá entenderse, en primera instancia, no ya como el manantial creador,
de cuyo seno íntimo brotan las ideas directivas (planes, fines) sino como el
«mecanismo intercalado» que lleva a efecto la influencia del hacha pretérita
sobre la ulterior, dado que no admitimos la acción apotética de lo semejante
sobre lo semejante. El hacha anterior ejerce su influjo sobre la posterior a
través de las manos del sujeto operatorio. Dirige sus manos (como causa
ejemplar) y hay que decir, en el más estricto rigor, que es el hacha anterior la
que de algún modo moldea a la posterior, con las variaciones pertinentes.
Es evidente que el influjo del hacha pretérita a través del sujeto operatorio o
demiurgo supone la consideración de este sujeto como un organismo capaz
de percibir el hacha; como un organismo dotado además de un sistema
nervioso que determina el movimiento dirigido de sus manos. Hay que
contar, sin duda, con toda la compleja serie de procesos que van desde la
percepción del hacha anterior hasta la movilización de los músculos
estriados que controlan el movimiento de las manos. Pero ni siquiera estos
procesos pueden enfocarse, en la teoría filosófica de la finalidad, como si
fuesen procesos de un organismo individual, idéntico a otro de su especie,
por ejemplo un hombre que ha aprendido desde hace millones de años a
utilizar sus manos. Estos enfoques (propios de las teorías del aprendizaje)
nos devolverían de nuevo a la disociación entre lo interno y lo externo en el
análisis de la causa final. El enfoque adecuado creemos que tiene que
incorporar también a las relaciones filogenéticas. El hecho mismo de tener,
manos nos remite hacia atrás, hasta las primeras especies de primates
(Mivart forjó este concepto, hace ya más de un siglo, atendiendo
precisamente a las manos de estos mamíferos). Ahora bien, el poder
aprehender objetos corpóreos, configurándolos como unidades discretas,
tales como son las frutas, las ramas cortadas, las piedras, &c., delata
capacidades orgánicas teleológicas (en el sentido del primer modo genérico)
anteriores a todo tipo de intención mental, «adaptaciones» orgánicas que
son precisamente las premisas sobre las cuales podrán fundarse después las
figuras apotéticas de origen óptico. Si ulteriormente aparecen las
composiciones operatorias con los objetos manipulables, ello será debido a
que son las mismas manos las que están ya adaptadas (teleológicamente) a
los objetos dados a una cierta escala y forma, y recíprocamente, y no a que
broten de un interior «proyectos mentales» que las manos pueden poner
después en ejecución. En cualquier caso parece evidente que no es necesario
inventar el «hacha ideal» (el hacha mental o cognitiva representada por el
hombre de Neanderthal) como duplicado del hacha pretérita. No es posible
eliminar los procesos internos constitutivos del hacer del sujeto, pero no es
cierto, y en este punto estamos con Skinner, contra los cognitivistas o los
filósofos mentalistas de la acción, incluyendo aquí a von Wright{16}, que
haya que hablar de esquemas, planes o representaciones almacenadas como
duplicados mentales del hacha para explicar el proceso de la acción. «Estar
en posesión de los hechos no es tener los hechos dentro de nosotros mismos,
sino haber sido afectados por ellos.»{17} Cuando investigamos causas del
hacha musteriense miramos sobre todo a otras hachas más que a los
procesos psicológicos internos del hombre de Neanderthal («el musteriense
de hachas de mano proviene del acheulense superior, cuya tradición
morfológica y técnica prolonga»).
La causa proléptica, como causa final, es, pues, más bien una causa eficiente
dada en una disposición peculiar, en tanto está combinada con otras formas
previas a través de un sujeto operatorio, que se regula por ella a la manera
como el lápiz que traza una recta se regula por la regla.
II. La situación causal que de un modo inmediato es preciso considerar para
construir el concepto adecuado de [17] ceremonia es, sin duda, la situación
en la cual el determinante causal es el propio organismo humano y los
efectos (directos y coefectos) tienen lugar en materiales apotéticos (objetos
del mundo entorno, otros organismos) y, como caso particular límite, en el
propio organismo, pero en tanto él está insertado de algún modo como un
eslabón más de la cadena de sus objetos apotéticos. Esta situación describe
aproximadamente al sujeto operatorio, al demiurgo, cuyo órgano operatorio
son las manos y los músculos supralaríngeos, ampliamente
interrelacionados en su desarrollo con las operaciones estrictamente
«quirúrgicas». Gracias a la operatoriedad abierta por las manos y por los
músculos supralaríngeos, el homínida ha podido despegar progresivamente
de las estructuras impuestas por el medio geográfico y social, alcanzando a
la vez la posibilidad de construir o producir estructuras nuevas
relativamente sólidas y permanentes y la posibilidad de delirar según
estructuras rituales o míticas cuya debilidad o fugacidad no puede a priori
establecerse. Entre el delirio y la construcción objetiva no hay diferencias
claras a priori; fenoménicamente todo se confunde una y otra vez y es el
propio proceso histórico dialéctico aquello que puede discriminar unas
cosas de otras y sólo en casos particulares, nunca en general.
Pero es necesario distinguir dos tipos de operaciones que corresponden
también a dos niveles distintos de la conducta operatoria, la que
corresponde a la conducta del ave «componiendo» su nido (o a la del
chimpancé Sultán enchufando las cañas) y la que corresponde a la conducta
del hombre de Neanderthal que talla piedras «normalizadas». ¿Cómo
formular estas dos situaciones operatorias (puesto que no nos parece posible
dejar de ver a Sultán como un sujeto operante) de modo no metafísico o
tautológico, con petición de principio (diciendo, por ejemplo, que el
chimpancé que utiliza instrumentos «no se representa sus objetos», no actúa
teleológicamente sino por reflejos desencadenados, mientras que el hombre
de Neanderthal «se representa» el hacha con un fin y, por ello, la talla)? La
diferencia, si es tan profunda como nos parece, debe arraigar en la misma
estructura de las operaciones (y no en una conciencia ad hoc sobreañadida
como un epifenómeno a la misma operación animal), pero al propio tiempo
debe haber algo común en ambos tipos de operaciones para que sea legítimo
hablar en ambos casos de conducta operatoria.
Lo que sería común, según nuestros puntos de vista, entre las acciones del
chimpancé Sultán enchufando cañas y las operaciones del hombre de
Neanderthal tallando hachas, sería, ante todo, la conducta operatoria y
teleológica. Porque en ambos casos se da una re-presentación del objeto, si
bien esta representación no sea una imagen mental (del objeto futuro)
cuanto el objeto apotético sobre el cual el sujeto va a actuar operatoriamente,
«separando y aproximando» objetos o partes de un objeto. Hay acciones
causales del animal que no son operatorias, como pueda serlo la acción
térmica de un organismo a menor temperatura. Y hay acciones causales del
animal cuya operatividad es muy dudosa, puesto que si bien modifican el
medio, no parece que pueda hablarse de acciones sobre objetos apotéticos
(el caso de la construcción por las abejas de las celdillas hexagonales).
La conducta operatoria no sería siempre proléptica, al menos en el sentido
estricto de las prólepsis humanas. Habría que distinguir la conducta
operatoria puramente apotética (podíamos hablar de prólepsis en un
sentido amplio) y la conducta que además es proléptica en su sentido
estricto y que sería la que propiamente es teleológico-causal, con
«representación del fin». Una representación que, según hemos dicho, no
puede serlo del fin en cuanto referido a objeto futuro, que no existe, pero sí
de un objeto apotético presente de la misma clase y que ya ha sido percibido
(anamnesis). La prólepsis la ponemos en el mismo momento en el cual el
objeto apotético enclasado, para ser reconstruido, como un plan, tiene que
segregar a otros objetos que intersectan necesariamente con los de su clase.
Esta segregación hace que el plan se constituya internamente como norma.
El concepto de prólepsis humana o estricta se nos da así como un concepto
ligado inmediatamente al concepto de norma o regla. Toda prólepsis
humana es normativa, aunque lo sea en diferentes grados. En las
operaciones tecnológicas, es aceptado por todos los primatólogos que los
chimpancés (por ejemplo el Pan satyrus schweinforthi, de Goodal) cogen
ramas y las preparan, partiéndolas, quitándoles hojas, &c., antes de
utilizarlas en los termiteros; pero también es cierto que no cabe equiparar la
conducta instrumental de los primates y la de los hombres, y las
experiencias de 1964 del soviético Jrustov mostraron ya que el chimpancé es
incapaz de utilizar un bifaz paleolítico que se le puso delante cuando se
disponía a romper un trozo de madera. Los antropólogos suelen establecer
gradaciones que, aunque tienen un apoyo empírico indudable, están
formuladas desde premisas mentalistas y «futuristas». Así, la conocida de
Vallois entre uso de instrumentos (inmediato y «deliberado»), modificación
de instrumentos (para uso inmediato o para eventualidades futuras) y
fabricación de instrumentos (ad hoc, y fabricación cultural){18}. Sin duda
esta seriación tiene un fundamento; lo que discutimos es que pueda
presentarse como un proceso derivado de los grados de incremento en la
capacidad de «planear el [18] futuro» que va configurándose en la
subjetividad interior de ciertos organismos. La transición del uso a la
modificación, y de ésta a la fabricación procede (en los animales con manos,
en los primates) de un desarrollo simultáneo de la «pinza de precisión»
(pulgar e índice) y de la memoria, como capacidad cerebral. Es la
anamnesis, por tanto, los propios objetos previamente organizados,
presentes en la operación actual, reiterándose y a la vez alterándose en los
nuevos materiales, aquello que determina la transformación y modificación
de los objetos. Y es aquí en donde cabe distinguir una gradación en las
operaciones apotéticas según la longitud de las anamnesis (a la longitud de
sus secuencias corresponderá la de sus reproducciones-transformaciones en
lo que se llama el futuro), la profundidad de la transformación (función de
la autonomía de la anamnesis operatoria respecto de las operaciones
presentes) y sobre todo la composición de diversas secuencias operatorias.
Es en esta composición en donde ha de aparecer la necesidad de bloquear o
reprimir otras composiciones o secuencias operatorias virtuales. Y es en este
bloqueo, que tiene que ver con el conflicto entre diversas secuencias
operatorias reiteradas automáticamente por grupos sociales diferentes que
entran en contacto, el que puede dar cuenta de la génesis de las normas.
Génesis que tiene lugar según una dialéctica inmanente (diamérica) entre
series automáticas diversas y en conflicto. De estas series automáticas de
operaciones (diríamos: de una realidad operatoria, de un ser conductual
efectivo) brotarán las normas (el deber ser) en el momento en que se oponen
las unas a las otras. El deber ser no procede, cierto, del ser de una secuencia
operatoria, pero sí de la confluencia (diamérica) de dos o más secuencias
operatorias. Las normas no proceden de series automáticas aisladas,
erigidas en ideales, ni las series automáticas ejecutan normas ideales,
llovidas del cielo. Sólo cuando una anamnesis recurrente se desarrolla como
enfrentándose a otros cursos posibles (realizados por otros individuos o
grupos) se dibuja como norma, más o menos formalizada, en ejercicio (por
ejemplo, la construcción normalizada de hachas paleolíticas). Sólo entonces
se puede alcanzar aquel mínimo grado de desprendimiento que hace
posible utilizar las normas como prólepsis.
Los conceptos recién esbozados quizá nos permitan dar su justo alcance al
significado ceremonial de las secuencias operatorias que conducen a la
fabricación de un objeto. Pues el punto principal de la dificultad que las
tecnologías presentan como elemento del concepto general de ceremonia,
acaso sea el siguiente: si en las tecnologías hay un camino óptimo,
«impuesto por la misma conexión causal de los objetos», ¿por qué llamar
ceremonial al curso de las secuencias operatorias que ejecutan esas
conexiones causales objetivas? Porque toda ceremonia encierra siempre una
normativa que parece tener algo de arbitrario, de artificial, no natural, algo
subjetivo, que se transmite por aprendizaje. Este es el caso incluso en las
secuencias tecnológicas más sobrias, tal como las hemos entendido. Porque
esas secuencias siempre se dan en un sistema de alternativas que, o bien por
caminos más o menos sencillos, o lo que es lo mismo, complicados, torcidos,
«supersticiosos» en el sentido de Skinner, conducen al objetivo, o bien entre
otros que nos alejan de él. Ahora bien, aun en el supuesto de que la
secuencia última sea única objetivamente (lo que es muy dudoso en
concreto, porque siempre hay secuencias «equifinales» que es muy difícil
optimizar), la selección de esta secuencia como norma seleccionada de entre
el conjunto de alternativas posibles para establecer el modus operandi,
requiere la confluencia, neutralización, conflicto de múltiples anamnesis y la
fijación y automatización de estos modi operandi.
III. «La ceremonia es una figura secuencial cuyos límites temporales se
recortan sobre un fondo viviente». La razón de referirnos a este fondo, al
hablar de las ceremonias como figuras de la praxis, no es muy distinta, en
principio, que las mueve a los termodinámicos a postular un medio para el
sistema cerrado, o la que movió a los teóricos de la Gestalt a establecer el
concepto de Forma. Si la forma o el sistema tienen límites y éstos no se
pueden trazar en el vacío, será preciso contar con un material o medio (un
fondo) en el cual se dibujan y sobre el cual se destacan. Por lo demás este
fondo o medio habría que atribuirlo a cada ceremonia en particular, no a la
ceremonia en general. El fondo de la totalidad de las ceremonias no tiene
por qué ser homogéneo, y el fondo de una ceremonia puede estar
constituido por otras de diferente género o especie. Además, las ceremonias,
en tanto son normativas, habrán de conformarse sobre materiales que
virtualmente pueden componerse de otro modo. El conjunto de estas
virtualidades sobre las cuales se determina una ceremonia dada, podría
denominarse el fondo característico de cada una de ellas. Consideraciones
parecidas podrían aplicarse al fondo de las figuras perceptuales de límites
finitos, manipulables, del espacio práctico (martillos, vasos, mesas, libros...).
Cada una de ellas se presenta sobre un fondo de características propias, un
fondo que tampoco es una materia amorfa (como para Hjemslev lo era la
«sustancia del contenido») sino una materia compuesta en gran medida por
otras formas. Las ceremonias son formas secuenciales efímeras:
corresponden, en el tiempo viviente, a lo que los objetos manuales
cotidianos representan en el espacio viviente.
Sin embargo, estas consecuencias no resultan del todo aceptables y ello es
debido, por un lado, a que las ceremonias son figuras secuenciales
(temporales) y difícilmente se comprende cómo puedan destacarse sobre un
fondo en el que otras figuras persistan. Por otro lado las ceremonias son
figuras conformadas «desde el interior mismo de sus partes» (su designio,
su plan, su fin o programa), no son formas perceptuales ante terceros, como
puedan serlo las figuras oculadas formadas en las alas de las mariposas
Caligo, tal como se aparecen a su depredador. Son figuras reales,
conformadas con la masa misma de la materia viviente que fluye
temporalmente, son determinantes de su desencadenamiento y resolución
en el flujo temporal de la vida. Si subrayamos este componente de las
ceremonias (el ser secuencias operatorias que se cierran internamente, desde
su propia configuración) es porque puede tener algún significado real la
analogía del flujo temporal con la corriente del río que en su avance o
desarrollo describe meandros, incluso bucles que forman parte interna del
propio proceso fluyente, pero que se destacan sobre el fondo de la
trayectoria virtualmente recta del conjunto de la corriente. También el fondo
de las formas perceptuales ópticas tiene una cierta homogeneidad, aunque
no sea más que la derivada del grado mínimo de iluminación. ¿Tiene
sentido referirnos a [19] algún fondo homogéneo, uniforme, de la corriente
de la vida humana sobre el cual y en el cual se configuren las ceremonias?
No serían éstas episodios exteriores a la corriente de la vida, sino desarrollos
internos suyos; pero desarrollos que podían considerarse como abriéndose
en un flujo cuyo ritmo, de algún modo, ha de ser, si no ya interrumpido, sí
incorporado a una figura específica e individualizada que, en su conclusión,
nos devuelva el ritmo homogéneo de fondo. En cualquier caso, este ritmo
homogéneo del tiempo viviente debiera estar marcado por algo más que por
las notas de un concepto abstracto, debiera ser una «magnitud»
identificable. Acaso este ritmo homogéneo de fondo en el que se dibujan las
ceremonias sea un promedio resultante de múltiples ritmos operatorios
socialmente concurrentes, pero podía compararse al ritmo homogéneo,
continuo y permanente, marcado por la circulación de la sangre y por la
respiración de los vertebrados. En realidad deberíamos regresar aún más
atrás de la conducta de los vertebrados, para hablar de los ritmos animales o
ritmos de vivientes en general. Nos referimos a los llamados «ritmos
biológicos» cuya periodicidad («relojes biológicos») está determinada por
factores endógenos, engranados sin duda a otros factores exógenos
manipulables en la experimentación. «Un rayo luminoso desprovisto no
sólo de información temporal, sino incluso de información de periodicidad,
basta para desencadenar un ritmo con periodicidad tipificable» (experiencia
de C. S. Pittendrigh con drosófilas: los nacimientos de estos dípteros criados
experimentalmente en condiciones invariables de temperatura y oscuridad
no presentaban ninguna periodicidad aparente; pero si se proveía a la
población de dípteros de una señal luminosa muy breve, 1/2.000 seg.,
aparecía un ritmo de nacimientos de período objetivable){19}. Ahora bien:
cuando los ritmos biológicos (por ejemplo, los llamados «ritmos
circadianos») se desarrollan a niveles próximos a los operacionales (a los
niveles de la conducta operacional, en la que figura la «manipulación» de las
extremidades del animal sobre el medio o el propio organismo), entonces
tiene sentido decir que las figuras que ellos forman (y que son ya de la
escala de los estereotipos o rituales, en el sentido etológico) vuelven a
dibujarse sobre una línea de fondo, un ritmo permanente marcado por la
circulación y la respiración. Valga como ejemplo la llamada «conducta de
aseo» de ratones swiss-albino, analizada en el siguiente cronograma
elaborado por C. Poirel{20}:

No podemos llegar a afirmar que las ceremonias sean figuras conductuales


dibujadas directamente en el rítmico fluir viviente de la respiración y
circulación de los hombres que la ejecutan, aunque sería difícil negar que
este ritmo permanente de la vida (cuyo nivel de base tampoco es un
concepto resultante de un mero artificio estadístico, puesto que puede
considerarse realizado en el sueño circadiano) careciese de toda
significación en la configuración del fondo homogéneo de las ceremonias.
Según esto, tan legítimo como decir que el sueño es el estado por el cual los
hombres reparan la fatiga producida por las actividades de la vigila, sería
decir que la vigilia (que se resuelve en gran medida en el cumplimiento de
una vida ceremonial) constituye un desarrollo, configuración o
moldeamiento destacado sobre el fondo de las actividades primarias que
subsisten amorfas (por lo que a la vida social se refiere) en el sueño.
En cualquier caso, nuestra insistencia en subrayar el significado de un fondo
viviente de las ceremonias tiene como principal objetivo el sugerir que las
ceremonias no son figuras sobreestructurales, una espuma sobreañadida a la
corriente de fondo de la vida, ni tampoco son «segmentaciones» artificiosas
de la vida real, practicadas con el fin de describirla con mayor comodidad,
sino que las ceremonias son trayectorias o cursos efectivos realizados con la
misma materia de la vida real, que, es cierto, no se agota en ellas. En
realidad, si es posible hablar de algo que sea común (homogéneo) a la
diversidad tan heterogénea de las ceremonias, será porque es posible hablar,
de algún modo, de un fondo homogéneo sobre el cual las ceremonias
destacan. La homogeneidad de las más heterogéneas ceremonias quedaría
asegurada entonces, por lo menos, «formalmente», a saber, en tanto todas
ellas son «bucles» de la corriente trazada por ese fondo común.
IV. El significado de las dimensiones «efímeras» (del orden de un día) que
hemos atribuido a las ceremonias es más profundo que el que
correspondería a una longitud convencional escogida por motivos
metodológico-descriptivos y tiene, desde luego, un alcance antropológico.
Se advierten ya los términos de este significado antropológico si tenemos en
cuenta que a medida que descendemos en el tamaño de las unidades
cronológicas (segundos, centésimas de segundo, nanosegundos, &c.)
perdemos de vista las figuras antropológicas (sin perjuicio de que a esa
escala aparezcan otras figuras rítmicas, relojes celulares, &c.), pero también
a medida que ascendemos en el tamaño de estas unidades (años, décadas,
siglos, milenios...) se nos desdibujan las figuras ceremoniales (sin perjuicio
de que a esta escala macrotemporal aparezcan otras figuras de alcance
histórico, incluso repetitivo, al estilo de los ciclos económicos de
Kondriatief). La escala de las unidades cronológicas es, pues, sin duda, un
dato significativo respecto de la estructura del campo gnoseológico. Del
mismo modo que, como decía Schrödinger,{21} el sastre no utiliza las
unidades ångström [20] para tomarnos las medidas de un traje, tampoco,
diríamos nosotros, tomamos unidades anuales o de segundo para establecer
las medidas de una ceremonia. Como ya dijimos, no hay ceremonia que cien
años dure, aunque cada cien años suelan repetirse, en nuestra sociedad,
ceremonias de ritmo secular (ceremonias de final o de principio de siglo),
pero ceremonias que duran unas horas o, a lo sumo, unos días, como una
gran fiesta. A partir de un cierto límite, habría que hablar de
encadenamiento de ceremonias, más que de una ceremonia propiamente
dicha (un encadenamiento que no es, él mismo, ceremonial, como tampoco
el ensamblaje de múltiples poliedros regulares da como resultado un
poliedro regular).
Una ceremonia, según hemos dicho, es una figura programada de
secuencias efímeras de operaciones. Se comprende que el planeamiento de
un encadenamiento de ceremonias, a partir de una cierta magnitud
cronológica, es imposible y este encadenamiento ya no puede ser
programado ceremonialmente. Intervienen demasiadas variables exógenas a
la programación, sin que por ello haya que concluir que todo lo que resulte
sea amorfo o caótico. Por el contrario, de las figuras de secuencias
programadas pueden resultar estructuras muy firmes no programadas, por
mecanismo similar a como se producen estructuras no programadas a partir
de procesos tampoco programados. Es el caso de las «estructuras
disipativas» (el aceite de silicona, contenido en un recipiente al que se
suministra calor por su fondo, se organiza en celdillas hexagonales,{22} el
caso de la formación de atolones a partir de los corales que van
acumulándose por contigüidad a una cierta distancia de la superficie del
agua en una montaña cónica, según sugirió ya Carlos Darwin). Cuando los
«elementos» a partir de los cuales resultan estructuras no programadas
sean, sin embargo, ellos mismos programados, hablaremos de resultancias.
El concepto de «resultancia» encierra una suerte de paradoja, al menos
cuando se lo considera desde la perspectiva del concepto muy oscuro, por
cierto, de emergencia. Porque mientras en las estructuras disipativas se
habla de emergencia de formas de rango superior (más ordenadas), a partir
de situaciones menos ordenadas, en las resultancias aparecen estructuras de
rango inferior (no programadas, incluso no conductuales) a partir de
estructuras programadas o, al menos, conductuales. Supongamos que la
abeja, de la que hablaba Marx, aunque no se represente las celdillas
hexagonales, proceda sin embargo conductualmente en el momento de
depositar la cera de su estómago. Lo que no es conductual son las celdillas
hexagonales (que resultan del concurso de estas conductas) cuyos ángulos
König ya había calculado (como respuesta al problema general de
cubicación máxima y densidad mínima que le planteó Reamur) en 109º 28' y
70º 32'. La hipótesis de Buffon, según la cual la forma hexagonal resultaría
de la presión uniforme de múltiples abejas trabajando al mimo tiempo y en
todas las direcciones (es decir, esféricamente) en un recinto limitado
(inspirada en la de Stephan Hales, Vegetables Staticks (1727), que tras
comprimir cierta cantidad de guisantes en un jarrillo obtuvo «unos
dodecaedros francamente regulares», experiencia confirmada por Edwin B.
Matzke en 1939, Columbia, comprimiendo perdigones de plomo y
obteniendo rombododecaedros{23} podría ponerse como un ejemplo de
utilización de la idea de resultancia. Otro ejemplo del concepto de
resultancia que estamos exponiendo, y que está más cerca de la escala de las
ceremonias, nos lo suministra la explicación que Tucídides (V, 71) ofrece de
la figura dispositiva general que adoptaban los ejércitos cuando se producía
el choque armado, a saber, el «frente de onda envolvente por la derecha»:
«Lo que ocurre es que cada soldado, temiendo por su propia seguridad, se
pega todo lo posible al escudo del hombre que tiene a su derecha a fin de
proteger [conductualmente] su flanco descubierto»{24}. Es una resultancia,
no prevista ni planeada, la distribución planetaria de Homo Sapiens Sapiens
a partir de esquemas operatorios de bandas, grupos o estados que tengan la
forma «explorar en todas las direcciones», dada la finitud de la superficie
terrestre. Por último, el anillo Kula entre varias islas situadas en la vecindad
de Nueva Guinea (la doble circulación, en un diámetro de cientos de
kilómetros y en un período de varios años, de largos collares de concha roja,
soulava, en el sentido de las agujas del reloj, y de brazaletes blancos de
concha, mwali, en dirección opuesta), tal como lo describió Malinowski,
podría entenderse como una resultancia de los trueques parciales
(conductuales), puesto que «ningún indígena, ni aun el más inteligente,
tiene una idea clara del Kula como gran institución social organizada»{25}.
El anillo Kula resultaría de un modo tan mecánico como los arrecifes de
coral, o las celdillas hexagonales de las abejas, aun cuando sus componentes
sean conductuales, sin perjuicio de que una vez consolidada la estructura
global, ésta pueda tener un significado en la recurrencia de las conductas
particulares, en su ajuste y ritmos característicos.
Ahora bien, la unidad histórica por excelencia es el siglo (o sus múltiplos:
décadas, años) y la razón por la cual las ceremonias no se dibujan a escala
histórica, aun en el supuesto de que en esta escala se configuren estructuras
definidas, no sería otra sino la de que estas estructuras serían, en el mejor
caso, resultancias de ceremonias (como pueda serlo el anillo de Kula) pero
no ceremonias programadas, normalizadas. Porque lo que se puede
programar de modo recurrente son secuencias efímeras de operaciones,
abarcables por una vida individual, y con la posibilidad de controlar las
variables operatorias. Esta sería la razón de las dimensiones propias que
hemos atribuido a las ceremonias.
Las ceremonias no son, según esto, unidades del tiempo histórico (aunque
haya, por su contenido y consecuencias, «ceremonias históricas», como
pueda serlo la coronación de Carlomagno). Son unidades del devenir
antropológico, sociológico, si bien su repetibilidad constitutiva a lo largo del
tiempo (un tiempo que desborda el tiempo individual-psicológico) las pone
en la proximidad de la historia. Cabría considerar a las ceremonias, para
utilizar la expresión de Unamuno, como constitutivos característicos
(aunque no exclusivos) de la intrahistoria y, por tanto, como [21] eslabones
entre los cursos de la vida individual y los de la vida histórica.
Por último: el análisis métrico de las ceremonias, sus ritmos promedio, la
evolución de esos ritmos y su distribución en las diversas culturas, podría
arrojar mucha luz sobre su naturaleza, así como el análisis matemático de
los ritmos biológicos ha permitido descubrir importantes aspectos de la vida
orgánica. Sería preciso preparar los conceptos operatorios adecuados y los
oportunos diseños experimentales. Cabe confiar en que en un futuro no
muy lejano puedan estar a punto métodos fiables para el análisis métrico de
las ceremonias.
3. Estructura general de las ceremonias
1. Las ceremonias son, como ya hemos dejado dicho, figuras procesuales,
por tanto totalidades khoreomáticas (como las «creodas») constituidas por
partes conjuntivas y alternativas que se relacionan las unas con las otras
dentro del círculo mismo de la figura total, pero también (necesariamente)
con componentes o partes de otras totalidades constitutivas de su fondo.
De la consideración de esta su estructura holótica podemos obtener los
criterios más ajustados para determinar las «dimensiones» o momentos de
las ceremonias en cuanto son figuras totalizadas de la praxis. Pues en las
ceremonias, según esta estructura, habrá, por un lado, una línea de relación
entre las partes en cuanto se vinculan unas a otras en una dirección interna
(respecto de la propia figura de la ceremonia) y habrá simultáneamente una
línea de relación entre las partes en cuanto se vinculan con figuras exteriores
a la ceremonia (pero que son constitutivas de su fondo); y habrá, por otro
lado, un línea de relación entre las partes que se vinculan conjuntivamente y
una línea de relaciones entre las partes que se vinculan alternativamente.
Estos dos criterios se cruzan, dando lugar a cuatro «líneas concretas de
relación» (que llamaremos dimensiones o momentos de las ceremonias, en
realidad de cualquier totalidad de sus características) que podemos
sistematizar en la siguiente tabla de desarrollo:
Criterio 1 →
Criterio 2 Líneas de
relaciones ad intra Líneas de
relaciones ad extra
Líneas de
relaciones conjuntivas I
Momento constitutivo II
Momento distintivo
Líneas de
relaciones alternativas III
Momento variacional IV
Momento contextual
(Tabla de los momentos o dimensiones de las ceremonias)
Las ceremonias, consideradas según su momento, dimensión o aspecto
constitutivo, son las mismas ceremonias en tanto poseen una forma propia,
resultante de las operaciones de que constan. No es fácil, sin embargo,
determinar la constitución efectiva de las ceremonias. Sin duda, a esta
constitución (el momento constitutivo de las mismas, por tanto) pertenecen
en primer plano las normas (explícitas o implícitas) que confieren la
organización específica a las secuencias de las operaciones ceremoniales. Y
las normas implican prólepsis, fines. La dificultad principal para la
determinación de la estructura de una ceremonia según su dimensión
constitutiva deriva de la misma naturaleza de la prólepsis como finis
operantis que no se identifica siempre (en rigor, nunca) con el finis operis.
De donde resulta que la constitución esencial de una ceremonia puede
contener elementos que se encuentran más allá del horizonte
fenomenológico (en el que se da el finis operantis, digamos la propia
conciencia del actor o actores de la ceremonia) o, lo que es equivalente, que
la esencia de la ceremonia no hay que ir a buscarla exclusivamente en el
conjunto de sus normas prolépticas fenomenológicas, aunque no por ello
estas deban considerarse como meros epifenómenos. Con esto reconocemos
algo que todos saben, que la mayor parte de las ceremonias se ejecutan de
acuerdo con normas cuyo significado escapa con frecuencia a los propios
actores. En muchas ocasiones las «explicaciones» de las ceremonias
constituyen un intento de racionalizarlas o de reinterpretarlas que tampoco
agota su sentido. La ceremonia «levantar el puño» como símbolo o saludo,
tiene unas normas técnicas definidas –levantar la mano a cierta altura, cerrar
los dedos de cierta manera– pero estas normas van envueltas en
representaciones tales como puedan serlo la «unidad de los trabajadores»,
«amenaza», «concentración de la voluntad» o bien «fantasía cataléptica»
(Cicerón, Académica, 2, 145). El mito envuelve al ritual, al ceremonial, así
como este desborda a aquél. Más aún, la esencia constitutiva de la
ceremonia no es, muchas veces, ni siquiera de naturaleza mitemática. Como
esencia constitutiva del Kula, podemos poner el anillo del Kula y este anillo
no es, según dijimos, una ceremonia, aunque sí una estructura esencial para
que las ceremonias fenomenológicas sigan realizándose.
En su momento distintivo, las ceremonias contienen normas prohibitivas, o
momentos prohibitivos de las normas que las diferencian de otras
ceremonias o de conductas no ceremoniales. Y así también han de arrojar al
análisis marcas fisicalistas que permitan establecer su diferenciación (en la
apertura, en su decurso, y en su clausura) con el fondo y con ceremonias de
otra especie. Estas marcas fisicalistas suelen a veces estar incorporadas a la
misma normativa de la ceremonia (tocar la campanilla para abrir una sesión
de un consejo de administración). Otras veces las marcas son informales
pero deben apreciarse indicios que permitan diferenciar una ceremonia
funeral de una representación teatral.
Por su momento variacional, las ceremonias se nos presentan como haces de
alternativas opcionales que se abren (y no necesariamente por modo de
elección arbitraria) en diferentes puntos del curso operatorio: levantar el
puño con la mano derecha o con la izquierda, desvestirse comenzando por
la corbata o bien por los zapatos. Es muy difícil determinar si las variaciones
no deben más bien interpretarse bajo la jurisdicción de normas de
ceremonias diferentes (levantar el puño derecho no sería una variante de
levantar el puño izquierdo; serían dos ceremonias distintas, aunque tengan
un contenido genérico común). [22]
Según el momento contextual, las ceremonias, aunque enfrentadas a su
contexto, se nos muestran como necesariamente unidas (sinecoidalmente) a
contextos que, por tanto, pueden variar dentro de ciertos límites. La
operación quirúrgica (en realidad, una ceremonia, pues consta de múltiples
operaciones concatenadas) «amputar una pierna» puede desarrollarse por la
mañana o por la tarde, en un taller o en un quirófano, con tropas que
maniobran en los alrededores, o en un desierto. Muchos de los elementos
contextuales pueden confundirse con elementos variacionales y
recíprocamente y ello pide una gran sutileza en los análisis concretos.
Queremos hacer notar que tres de estos cuatro momentos en los cuales las
ceremonias se nos determinan pueden ponerse sin violencia en estrecha
correspondencia con los modos que Kenneth L. Pike distingue en sus
behavioremas. Según Pike, los behavioremas (que algunos traducen al
castellano por «conductemas») son «segmentos de conducta propositiva»,
jerárquica y «trimodalmente estructurados», a saber, según el modo
figurativo (feature mode), el modo manifestativo (manifestation mode) y el
modo distributivo (distribution mode){26}. Nos parece que,
aproximadamente, el modo figurativo se corresponde con el modo
distintivo de nuestra tabla (a través de las características del modo
figurativo, el desayuno, por ejemplo, es identificado como desayuno y
contrastado con el almuerzo y la cena); el modo manifestativo se
corresponderá con el modo variacional («el modo de manifestación del ema
«desayuno» se ve a través de sus variantes físicas»{27}) y el modo
distributivo se corresponde de alguna manera con el modo contextual («los
preparativos del desayuno [analizados por Pike] en estas fechas solían
incluir poner el disco de la V Sinfonía de Tschaikowsky...»{28}). Pike no
considera el modo constitutivo, acaso porque no lo supone dado en el
mismo plano que los tres modos restantes, como si fuera previo a ellos,
como núcleo mismo del behaviorema. Y, sin duda, esta circunstancia no es
irrelevante, no es mera cuestión de «sistematización de los hechos» sino que
tiene que ver con la propia concepción mentalista («idealista», dice Marvin
Harris) que Pike se forja de los behavioremas. Y esto en conexión con su
famosa distinción entre la perspectiva emic y la perspectiva etic de la
antropología.{29} Porque la perspectiva emic, según Pike, es la que nos
conduciría a la esencia interna del behaviorema (lo que, traducido a
nuestros términos –una ceremonia es, sin duda, un behaviorema, pero no
todo behaviorema es una ceremonia– equivaldría a decir que la esencia de
una ceremonia ha de organizarse en el plano fenomenológico). La
perspectiva etic es sólo externa, inicial, aproximativa, artificial, parcial.{30}
Por nuestra parte no decimos que no lo sea, sino que tampoco la perspectiva
emic puede conducirnos a la constitución interna, terminal, precisa, natural,
total. Es la distinción etic/emic aquella que juzgamos mal dibujada y no sólo
porque haya situaciones que son a la vez éticas y émicas (como reconoce
Pike: la distinción no es una dicotomía) sino porque hay situaciones en las
ceremonias que no son ninguna de las dos cosas, pongamos por caso la
esencia o estructura global del anillo Kula. Es la oposición dentro/fuera
aquello que habría que desbordar. Pero en tanto que Pike considera que la
constitución esencial de los behavioremas tiene lugar en la perspectiva
émica, puede llegar a creer que la esencia se mantiene en un plano distinto
de unos modos que están pensados preferentemente como algo que se da en
el plano ético. Se trata de una concepción metafísica (hipostasiada) de la
esencia constitutiva, que se inhibe de su dialéctica propia con los modos
variacional, contextual y distributivo, como si los criterios distintivos
externos no fuesen a la vez significativos para la constitución interna y como
si el modo distribucional, por ejemplo, pudiera pensarse como un momento
posterior al constitucional/émico, en lugar de ser visto como el lugar de
donde brota por segregación.
El momento constitutivo de las ceremonias no se recorta en la perspectiva
fenomenológica (que incluye tanto contenidos representados o emic, como
ejercidos) sino que, a la vez que implica los momentos contextuales
distintivos y alternativos, requiere la apelación al plano esencial que
regularmente desbordará el propio radio de la ceremonia. Las normas
pertenecen sin duda a la dimensión constitutiva de las ceremonias, por
cuanto ellas son indisociables [23] de las líneas operativas. Y esta afirmación,
que es notoria referida a las ceremonias «circulares», se hace también
patente cuando la aplicamos a las ceremonias tecnológicas si tenemos en
cuenta que, en estos casos, aun cuando las síntesis operatorias están
impuestas por los propios objetos (un automóvil, una computadora) sin
embargo, por su condición de máquinas, ellos están ya a su vez dispuestos
normativamente. Son ellos, por tanto, los que encarnan la normativa de la
ceremonia.
2. Desde la perspectiva filosófica, una fórmula que expresa muy
profundamente la naturaleza antropológica de las ceremonias podría ser la
siguiente: las ceremonias representan en la vida de los hombres algo similar
a lo que los rituales representan en la vida de los animales (peces, aves,
mamíferos). La profundidad de esta fórmula va ligada a su carácter
analógico. No queremos afirmar que las ceremonias sean rituales. Partimos
del supuesto de que la estructura de las ceremonias es diferente a la de los
rituales; pero proporcionalmente son similares en lo que tienen de procesos
cíclicos, dentro de unos marcos que no son ceremoniales o rituales, pero que
son también realidades vivientes.
Las dificultades aparecen, sin embargo, ya en el momento en el que
encontramos rituales, en sentido etológico estricto, en la propia conducta de
los hombres. Y porque muchas veces las ceremonias se asemejan de tal
manera por su función y figura (es decir, por motivos unívocos, y no a
rituales de primates o de otros animales, no se ve fácilmente la razón por la
cual hay que poner una distancia tan profunda entre ritos etológicos y
ceremonias antropológicas. Ya hemos citado el célebre fragmento de
Demócrito, del cual podíamos inferir que las ceremonias humanas tan
características como el tejer o el cantar se derivarían de rituales muy
precisos de insectos o de aves.
La tendencia a tratar a las ceremonias como si fueran «rituales», acaso más
complejos pero, con todo, mera extensión de los rituales zoológicos, tiene
una amplia base objetiva y, desde luego, parece necesario que se desarrolle
hasta el límite de sus posibilidades. De hecho, con frecuencia –y esto ya no
nos parece tan legítimo– los términos de «ritual» y «ceremonia» se
intercambian en su aplicación de animales a hombres como si fueran
equivalentes, puesto que se aplican indiferentemente a secuencias animales
o humanas. Leemos en un tratado de Etología, a propósito de las
experiencias de los Gardner con la chimpancé Washoe, orientadas a
presentar una serie de operaciones (llenar de agua una tina, meter en ella
una muñeca, sacarla y secarla con una toalla) para lograr su imitación por
parte del antropoide y aun su formulación lingüística: «se hizo un ritual
muy estricto de todos los trabajos de rutina, tales como darle de comer,
vestirla, asearla, &c... El ritual en cuestión iba acompañado siempre de
determinadas señas hechas con las manos. Se «nombraba» los objetos y
procesos siempre que era posible, en la esperanza de que Washoe llegaría a
repetirlas algún día del mismo modo que el ceremonial del baño».{31}
Desde luego, no cabe invocar (a los efectos de fundar la distinción entre los
rituales animales y las ceremonias humanas) el consabido criterio de la
herencia genética y la herencia cultural, por aprendizaje. También las
rutinas (o rituales) animales son el resultado de procesos de aprendizaje, al
menos en muchos casos bien contrastados. ¿Habría entonces que llamarlos
ceremonias? Bien está que las secuencias genéticamente programadas no se
consideren ceremonias. Pero ¿y las que resultan de un aprendizaje, aunque
las practiquen especies de animales no humanos? «Imo, una hembra de
macaco de año y medio de edad, hizo un sensacional descubrimiento un día
de otoño de 1953. Había lavado con las manos uno de los embarrados
boniatos [arrojados a la arena por los investigadores] en el agua de un
arroyuelo contiguo. Resultado: la batata quedó impresionantemente limpia.
Aquel día se inició un proceso de desarrollo que iba a hacer famosos a los
macacos de esa banda de la pequeña isla Koshima. Una semana más tarde se
incorporó al procedimiento descubierto uno de los compañeros de juego de
Imo. Al cabo de cuatro meses lo hizo también la madre de Imo. Y en 1957, o
sea, cuatro años después, quince de los setenta integrantes de aquel tropel
de macacos lavaban sistemáticamente las batatas.»{32} ¿No nos encontramos
ante una ceremonia culinaria de macacos enteramente análoga, en lo
esencial, a las ceremonias culinarias de los humanos? A lo sumo, habría que
apreciar tan sólo una diferencia de grado, pero no de esencia. Además,
muchas secuencias consideradas como ceremonias, propias de pueblos
pertenecientes a culturas diferentes, pueden atribuirse a una base genética
preprogramada. «Cuando encontramos en los más diversos grupos
humanos patrones [24] de comportamiento que coinciden hasta en los
detalles, podemos presuponer que se trata, con gran probabilidad, de
modos de comportamiento innatos, a menos que el comportamiento se base
en iguales influencias conformadoras del medio [i.e., que sea peristático], lo
que se puede descubrir en la mayoría de los casos». Es la tesis de Ireneo
Eibl-Eibesfeldt, que encuentra verificada, por ejemplo, en las formas de
«saludo con los ojos» de un balinés, de una samoana o de un hurí
(papúa).{33}
Ahora bien, que existan algunas o muchas secuencias consideradas
ceremonias que se dejan analizar como rituales no quiere decir que las
ceremonias, en general, puedan reducirse a rituales etológicos. Podría
pensarse que aquellas ceremonias reducidas sólo lo eran en apariencia o
bien, que aunque fueran realmente ceremonias, podían verse siempre como
rituales si es que en ellas sólo se había apreciado lo que tuviesen de común
con estos y no lo que tienen de diferencial. Pues es evidente que del
concepto de ceremonia que hemos expuesto no se infiere que su contenido
(su «finalidad biológica») haya de ser diferente del contenido o finalidad de
los ritos zoológicos, como si los rituales tuviesen un cometido biológico-
material distinto del de las ceremonias, a las que correspondería un
contenido simbólico, espiritual. Hay ceremonias que pueden tener un
contenido teleológico muy similar al de los rituales, sin que por ello se
reduzcan a su campo. Por decirlo así, la espiritualidad de las ceremonias no
reside en su contenido, tanto como en su forma. Durante los primeros siglos
del Imperio romano, a los gladiadores moribundos se les remataba como
rematan las rapaces a la oveja malherida por el lobo. Pero el rematar del
gladiador moribundo era realizado espiritualmente, ceremonialmente: un
funcionario, vestido de Mercurio, le atravesaba con una vara dorada. No
sabemos de ningún buitre que se disfrace de halcón divino, o cosa parecida,
para rematar a la oveja. Los elefantes africanos desarrollan, a falta de agua,
un ritual de «abluciones substitutivas» con arena y este proceso ha sido
comparado con las abluciones ceremoniales de los musulmanes, a quienes
también les está permitido realizar sus abluciones canónicas con arena
cuando no disponen de agua.{34} Aquí, no sólo el rito se parece a la
ceremonia, sino el sustituto zoológico del rito al sustituto cultural de la
ceremonia. La semejanza es, sin duda, impresionante pero, sin embargo, no
creemos que sea capaz de desbordar los límites de la analogía, de una
proporcionalidad admirable. Acaso no tan sorprendente si se tiene en
cuenta la semejanza unívoca funcional de las propiedades del agua y de la
arena, en cuanto fluidos, en ciertas circunstancias. Porque resultaría
entonces que la sustitución del agua por arena no podría tomarse como
fundamento para formar una proporción, salvo que ésta se diera ya de
antemano por supuesta. Porque la diferencia de esencia subsiste: las
abluciones musulmanas, con agua o arena, se desencadenan en virtud de un
precepto del Corán. ¿Dónde está el Corán de los elefantes africanos? Aquí
hay ya una diferencia, no de grado sino de esencia, atendiendo a la forma y
ella es mucho más clara cuando las ceremonias tengan un contenido sin
parangón con los contenidos zoológicos. ¿Qué contenidos de rituales
etológicos pueden equipararse a los contenidos de una misa mayor (o
menor)? Las mismas abluciones musulmanas, de las que acabamos de
hablar, no tienen como finalidad el refrescarse el cuerpo, sino el purificar el
alma, mientras que las abluciones de los elefantes tienen como finalidad
rebajar la temperatura de su organismo. La semejanza tecnológica, en el
plano fisicalista, de las secuencias, no autoriza a identificar el ritual y la
ceremonia. Podía pensarse que la ablución de los elefantes se mantiene en el
estricto plano fisicalista y, por tanto, la ablución religiosa debiera (desde una
metodología fisicalista etic) mantenerse también en este plano, considerando
el mito como superestructura emic que puede ponerse entre paréntesis. Pero
este planteamiento es erróneo y este error se debe, en gran medida, a la
apelación al dualismo de Pike entre lo emic y lo etic. Es un error porque
equivaldría a concluir 1) que la ablución del elefante, interpretada como
ritual sustitutivo de refresco, es etic, y no lo es, no porque sea emic, sino
porque implica la inserción en un marco esencial biológico, «eliminación de
entropía»; 2) que la ablución sustitutiva del musulmán tiene como objetivo
el refrescarse, y esto es apriorismo y se opone a las situaciones en que la
ablución se realice en ambiente fresco; 3) que haya que entender como mera
representación interna, émica, casi un epifenómeno, a los mitos del
musulmán, cuando éstos son fórmulas objetivas, aunque apotéticas,
contenidas en el Corán.
En cualquier caso es necesario preservarnos de la tendencia a suponer que el
reduccionismo es un método más científico que cualquier otro y que, en
principio, desde un punto de vista etic, hay más probabilidades de que las
ceremonias de ablución sustitutiva de los musulmanes sean maniobras
ideológicas para conseguir un refresco, que ellas procedan de otros estratos
del «orden moral». La categoría freudiana de la sublimación es una pura
metáfora que suele ir envuelta en una ideología metafísico-ideológica. A la
libido sexual, como a la necesidad orgánica de refrescarse, se le dota de un
telos capaz de abrirse caminos tortuosos para, a través de las
superestructuras, lograr satisfacerse, de suerte que sea el mismo deseo del
placer sexual el que mueva a Santa Teresa a caer en éxtasis, como sería la
misma necesidad de refrescarse la que movería al musulmán a practicar
abluciones con arena. En realidad, podríamos también pensar en los
procesos de re-sintetización de sustancias o estructuras pertenecientes a un
cierto nivel A, a partir de procesos dados en niveles (A + n), en lugar de
tratar de explicar las estructuras (A + n) a partir de A, considerando n como
superestructura. El agua re-sintetizada en el organismo viviente, en el curso
de las complejas cadenas de reacciones bioquímicas, no es el telos del agua
por él ingerida, que utilizase toda esa red de cadenas de reacciones como un
procedimiento apto para reproducirse (esto es lo que, mutatis mutandis,
algunos «sociobiólogos» piensan hablando del «gen egoísta») ni, menos aún,
estas redes son una sublimación del agua.
La diferencia entre rituales y ceremonias no es, pues, desde un punto de
vista antropológico estricto, de grado sino de esencia. Las ceremonias nos
introducen en un campo gnoseológico distinto del campo etológico, el
campo antropológico. Aquí encontramos prólepsis normativas y ellas
requieren para su análisis una metodología β-operatoria también
característica.{35} Los rituales, en tanto son [25] también figuras
secuenciales, tendrán las cuatro dimensiones o momentos que hemos
distinguido en las ceremonias, lo que quiere decir que las diferencias
aparecerán en cada una de estas dimensiones. En su momento constitutivo,
la ablución de arena de los elefantes no es normativa y su teleología es
diferente respecto de la del musulmán, según hemos dicho. En su momento
distintivo, los criterios de apertura y de clausura de las respectivas
secuencias también son diferentes: al elefante, por decirlo así, se las marca el
termómetro, al musulmán el reloj. Según su momento variacional, diríamos
que las variedades en la ablución ritual son de otro orden (aleatorias,
individuales) que las variedades ceremoniales, según estilos ligados a otras
costumbres, a normas prohibitivas, &c.; y, según el momento contextual, las
abluciones sustitutivas del elefante tienen un componente fijo de contexto, a
saber, la temperatura ambiente por encima de los 30 grados, mientras que el
contexto de las abluciones ceremoniales está en cierto modo independizado
del medio ambiente y su radio es mucho más grande (miles de kilómetros,
por ejemplo la distancia a La Meca).
Por su naturaleza proléptico-normativa las ceremonias son más complejas
(constan de un número mayor de operaciones) que los rituales. De aquí se
infiere que la tendencia general, al comparar la duración de las secuencias
respectivas, se inclinará a favor de una mayor duración promedio de las
ceremonias respecto de los rituales, sin que esto signifique que no puedan
darse excepciones. Pero en realidad suponemos que la diferencia en las
longitudes respectivas es también una diferencia de escalas, las ceremonias
(será preciso recoger pruebas empíricas) estarían en la escala del día,
mientras que los rituales podrían darse a escala de minutos y ello podría
servir de criterio diferencial. El saludo con los ojos, estudiado por Eibl-
Eibesfeldt entre sujetos de las más diversas culturas, tiene una duración
promedio de 1/3 de segundo. He aquí la tabla que nos ofrece, computada a
través de una cámara de 48 fotogramas por segundo:
Personas Duración total
en fotogramas Duración de la elevación
máxima de las cejas
Brasileña (mulata) 10 7
Sueca 14 7
Francesa 22 7
Samoana 16 6
Balinesa 14 7
Papúa-Huri 14 7
¿Cabría inferir de los datos de esta tabla que el «saludo con los ojos» no es
una ceremonia (como pueda serlo el saludo-reverencia en decenas de pasos
de la corte de Moctezuma), aunque lo practiquen seres humanos, sino un
ritual etológico? Ello no excluiría que estos rituales pudieran quedar
incorporados a ceremonias de saludo propiamente dicho, puesto que
muchas ceremonias se organizan precisamente a partir de rituales etológicos
establecidos. Incluso cabría sugerir, como hipótesis de trabajo, que las
probabilidades de que exista algún ritual etológico que no haya sido
ceremonializado en el hombre se aproximan a cero. Hay sin duda
ceremonias que no se formalizan a partir de ningún ritual, y si existe algún
paralelo, éste es tan lejano que no puede tomarse en serio como punto de
partida (por ejemplo, el ceremonial de una misa). Por último, también hay
que considerar la posibilidad de los procesos inversos, las ritualizaciones (o,
por lo menos, estereotipias) de algunas ceremonias sencillas.
El análisis de la transformación filogenética, por anamórfosis de rituales en
ceremonias, es tarea en la que habrá que proceder paso a paso, sobre cada
ritual concreto y sobre cada ceremonia en particular. Es una tarea muy
difícil, por no decir inviable muchas veces, por falta de documentos
históricos (sobre la génesis de las ceremonias) y en la que casi todo ha de
hacerse por vía especulativa, lo que no quiere decir que haya siempre que
recorrerla de modo gratuito. Más posibilidades existen de seguir las
transformaciones «ontogenéticas» (o por lo menos, sociológicas recientes) de
las costumbres privadas o individuales en ceremonias estrictas, pongamos
por caso la transformación de las costumbres individuales asociadas a la
contemplación de la TV en familia en formas de una ceremonia doméstica.
La normativa está en gran parte impuesta implícitamente por la propia
tecnología del aparato, de la sala; a veces hay normas explícitas («no situarse
a menos de un metro», «tener encendida alguna luz de ambiente», «no
hablar mientras se contempla»). Hay instituciones previas sobre las cuales la
ceremonia de ver la TV en familia acaso se ha reconstruido como una
pseudomórfosis. En cualquier caso, lo que no puede confundirse es una
ceremonia institucional con un ritual privado, individual o familiar, aunque
sea muy estricto. Desde una perspectiva subjetiva, conductual, las
situaciones pueden parecer indiscernibles, pero no lo son, porque hay que
dudar siempre de la existencia de rituales privados sostenidos, de
idioceremonias originarias que ulteriormente pudieran propagarse tomando
la forma institucional. Más correcto es pensar que las idioceremonias –por
analogía con los idiolectos– se conforman como variantes de instituciones
sociales previas. Y mejor que la pregunta: «¿cómo un ritual individual se
convierte en ceremonia?» sería preguntar «¿cómo una ceremonia se
determina según variaciones individuales?»
Por último, las ceremonias se propagan, consolidándose y transformándose,
según los mecanismos característicos de la transmisión cultural, sea por
tradición, sea por imitación (difusión). Muy difícilmente encontraremos
procesos paralelos de constitución de ceremonias (a la manera
«evolucionista») cuando se rebase un cierto grado de complejidad. La
probabilidad de una génesis paralela de ceremonias semejantes en pueblos
muy distintos está en función inversa de su grado de complejidad
normativa. La ceremonia «encender hogueras», genéricamente considerada,
es probable que se configure paralelamente, de modo independiente, en
pueblos que saben hacer fuego, disponen de leña excedente, &c. Pero es
inverosímil que la ceremonia «encender hogueras la víspera de la Pascua
florida de Resurrección» se haya producido en tantos pueblos europeos
como resultado de ciertos procesos paralelos de «asociación por semejanza»,
en el sentido de Frazer.{36} Otra cosa es que la mímesis, para ser efectiva,
tenga necesidad de ciertos factores favorables (principalmente en el sentido
funcionalista) que, considerados abstractamente, pueden dar la impresión
de que son las causas directas independientes de la ceremonia en cuestión.
Valgan como ejemplo las ceremonias de iniciación violenta masculina (las
que envuelven mutilación, circuncisión, ayunos prolongados...) en tanto
parecen estar en [26] correlación estadística positiva con factores tales como
dieta escasa en proteínas, lactancia prolongada (uno o dos años), poliginia,
educación de los niños a cargo de mujeres y otras prácticas que inclinan
hacia una «identificación con el sexo contrario» que daría cuenta de la
función de los ritos de iniciación violenta como mecanismos orientados a
instaurar en los niños la «identidad masculina» propia de las sociedades
guerreras.{37}
4. Clases de ceremonias y sintaxis de las mismas
Dada la amplitud y heterogeneidad de actividades (maniobras, rutinas,
técnicas) que cubre el concepto de ceremonia se comprende la necesidad de
disponer de algunos criterios de clasificación que nos permitan formular las
diferencias específicas, sin perjuicio de su comunidad genérica. Asimismo,
no podemos menos de intentar desbrozar el camino hacia una
sistematización de las composiciones entre las diversas ceremonias, de su
sintaxis –para cuyo propósito, la clasificación del género en especies es
imprescindible.
I. La especificación de las ceremonias puede tener lugar a propósito de cada
uno de los cuatro momentos o dimensiones que hemos distinguido en ellas.
Según esto podemos intentar la determinación de las diversas especies de
ceremonias considerando sucesivamente cada una de sus dimensiones.
Hablaremos así de especies de ceremonias según su modo constitutivo, o de
especies, según su modo distintivo, o bien según el modo alternativo o el
contextual. Desde cada una de estas perspectivas, modos o dimensiones,
caben, a su vez, muy diversos criterios de especificación. Pero la distinción
entre los aspectos según los cuales están dadas las diferentes clasificaciones
puede ya considerarse como un primer paso para introducir alguna suerte
de orden en lo que, en principio, parece un caos (no es legítimo confundir, o
no distinguir, tipos de ceremonias diferenciados según su aspecto
variacional con otros tipos diferenciados según su modo constitutivo, o
contextual).
1. Según su dimensión constitutiva –y, puesto que a la constitución de las
ceremonias contribuyen tanto los actores (o sujetos que se ajustan a las
reglas) como los contenidos de los cursos de operaciones (el material
organizado)–, podemos intentar diferenciar ceremonias tanto desde el punto
de vista de los actores que intervienen en ellas, como desde el punto de vista
de los materiales y por último, desde el punto de vista de la relación entre
los sujetos (o «actores») y los contenidos.
A. Desde el punto de vista de los actores, caben muchas diferenciaciones
(ceremonias masculinas o femeninas; infantiles, seniles, &c.) pero acaso la
que es más interna, porque afecta a los sujetos en cuanto tales actores de
ceremonias, por tanto, la más inmediata al concepto mismo de ceremonia,
sea la que tiene que ver con la cantidad de los actores. Distinguiremos, en
este sentido, las ceremonias unipersonales y las ceremonias multipersonales.
Una ceremonia unipersonal ha de estar, sin embargo, institucionalizada y,
en este sentido, no es idiográfrica sino que sigue siendo nomotética. La
ceremonia «paseo solitario» es tan nomotética como la ceremonia «entierro»;
la ceremonia «dibujar el Kolam» (dibujar el signo de Kolam con harina de
arroz o cal, en las puertas de las casas de las aldeas tamiles) es una
ceremonia individual que corresponde al ama de la casa, mientras que la
ceremonia «arengar» es colectiva. «Saludar» es una ceremonia colectiva
(bipersonal, como mínimo) porque nadie se saluda a sí mismo y el saludo
pide correspondencia: por tanto no habría que computar en el saludar y
devolver el saludo dos ceremonias sino una sola.
Las ceremonias unipersonales ¿pueden ser públicas o han de entenderse
como privadas, íntimas? Las ceremonias colectivas ¿pueden ser privadas o
han de ser siempre públicas? Disciplinarse suele ser una ceremonia íntima
instituida en algunas órdenes religiosas cristianas. La investidura de un
cargo en sociedades secretas es ceremonia colectiva, pero privada por
relación al resto de los ciudadanos. La «oración monástica» es unipersonal
desde un punto de vista etic, pero es multipersonal (el orante y las personas
divinas) desde una perspectiva emic.
B. Desde el punto de vista de los contenidos también podemos considerar
como distinción primaria la que media entre ceremonias positivas y
negativas (o evasivas). Entendemos por ceremonias positivas aquellas que
tienen el sentido de producir una transformación en un cierto estado de
cosas (la ceremonia funeral tiene como objetivo explícito cubrir de tierra un
cadáver; un paseo solitario tiene como objetivo explícito y etic el
desplazamiento del propio organismo a través de determinadas sendas o
«paseos» de la ciudad o sus alrededores). Entendemos por ceremonias
negativas las que cobran sentido no ya en función de una transformación,
sino como evitación de una transformación que tendría lugar si la ceremonia
evasiva no se diese. Así, la ceremonia «mirar a derecha e izquierda antes de
cruzar la calle» tiene como objetivo la evitación de la transformación del
propio organismo en «carne de ambulancia». No es fácil decidir muchas
veces si una ceremonia dada es positiva o negativa, o si lo fue en su génesis
de un tipo y ha llegado a serlo de otro. Muchas formas de las ceremonias de
saludo se interpretan como orientadas a evitar una agresión física.
Y si nos atenemos a la materia misma de los contenidos, es obvio que cabe
distinguir, por ejemplo, las ceremonias militares de las deportivas, las
ceremonias teológicas de las comerciales. Desde la teoría de los tres ejes del
espacio antropológico{38} clasificaríamos las ceremonias, por la materia, en
tres grandes órdenes:
a) Ceremonias «circulares», que se corresponden con el agere. Una sesión de
apertura de un congreso, la sesión que tuvo lugar en Nicea el 19 de junio del
325, bajo la presidencia del emperador Constantino, son ceremonias
circulares.
b) Ceremonias «radiales», que se corresponden con el facere. Cocinar o
fabricar un mueble «normalizado» pueden ser ejemplos de ceremonias o
rutinas tecnológicas. [27]
c) Ceremonias «angulares», en las cuales los actores humanos entran en
juego (en el sentido estricto de la Teoría de juegos) con animales, en cuanto
tales (no por ejemplo en cuanto acúmulos de proteínas). Una cacería es una
ceremonia angular y acaso la totalidad de las ceremonias religiosas tengan
como fuente ceremonias angulares muy precisas.{39}
Es evidente que muchas ceremonias tienen componentes en los diferentes
ejes, pero también que son los componentes de algunos de estos ejes los que
confieren su carácter distintivo a la ceremonia. La ceremonia «banquete»
contiene necesariamente componentes radiales, pero acaso lo que prevalece
en ella sean los componentes circulares (el convivium).
La distinción entre ceremonias del agere y ceremonias del facere presenta
grandes dificultades asociadas a los que encierran dualismos muchas veces
formulados en forma metafísica. Solía, en efecto, entenderse el agere como
acción inmanente cuyos efectos permanecen en la misma potencia ejecutiva,
por tanto, como acción espiritual, mientras que el facere se asociaba a las
acciones transitivas, cuyos efectos se manifestaban en la materia corpórea.
Desde esta distinción, podría concluirse que las ceremonias del agere, si no
incorpóreas, son al menos inmanentes a los propios movimientos corpóreos
de los organismos que las ejecutan. Fácilmente podría de aquí pasarse a
establecer que las ceremonias del agere son arbitrarias, no sometidas a la
legalidad de las cosas, mientras que las ceremonias del facere debieran
entenderse como subordinadas a legalidades objetivas, por lo que su
carácter ceremonial sería extrínseco. Según esto, las ceremonias genuinas
habría que buscarlas en el campo del agere. Así, un rito religioso de
salutación manual sería un caso de ceremonia genuina, porque las manos se
mueven allí libremente, sin necesidad de aprehender ningún objeto
corpóreo, mientras que en el tallado de un hacha paleolítica, las manos han
de «plegarse» a la configuración del sílex, atenerse al orden del lascado, de
la percusión, &c. De otro modo, mientras que el ceremonial de salutación
manual se resuelve en puras operaciones «quirúrgicas», el ceremonial del
tallado del hacha está enteramente subordinado al hacha misma, al objeto
segregado de la ceremonia, hasta el punto de que aquí el aspecto ceremonial
parece insignificante o extrínseco.
Ahora bien, la mejor prueba de que este modo dualista de exponer la
distinción de las ceremonias en estos dos tipos no es tan profunda como sus
pretendidos fundamentos podrían sugerir es la siguiente: que cabe ilustrar
cada uno de estos dos tipos de ceremonias con ejemplos que pertenecen, por
otro lado, a la misma clase, dentro de otros criterios materiales de
clasificación, indudablemente profundos, por ejemplo, la clase de las
ceremonias estéticas o lúdicas. Porque en la danza las manos se mueven
«flotando», pero en el piano tienen que moverse por lugares precisos del
teclado y producir sonidos (una sesión de un gran pianista ante un piano
mudo no es una ceremonia de concierto y, si el arte del pianista es el mismo
que en otra sesión con piano normal, ello no autoriza a hipostasiar los
movimientos puros de sus manos que, en todo caso, están subordinadas al
sonido). Por consiguiente, no parece que haya que dar excesiva importancia
al hecho de que en algunas ceremonias estéticas, lúdicas o religiosas, como
la danza, no se segreguen objetos físicos, mientras que, en otras, sí
(secuencias de sonidos, esculturas). En ambos casos las ceremonias siguen
siendo físicas (una danza se recoge en un magnetoscopio, como una sonata
en un magnetófono). Y en ambos casos las ceremonias engranan con
legalidades objetivas. En la danza hay simetrías, contrapasos, inversiones,
como en el teclado: no se trata de mover las manos al azar, como tampoco es
una ceremonia dar golpes al sílex al azar. Por todos estos motivos
consideramos preferible atenernos a la clasificación de las ceremonias según
los tres ejes del espacio antropológico y reinterpretar las ceremonias de lo
agible como ceremonias circulares (incluso angulares) y a las ceremonias de
lo factible como ceremonias radiales.
C. Desde el punto de vista de la relación de los contenidos al propio sujeto –
en cuanto sujeto «programado» con reglas– acaso la distinción
antropológicamente más importante sea la que separa al grupo de
ceremonias que llamaremos de «primer orden» (o de primera especie) y
aquel otro que llamaremos de «segundo orden». Estas denominaciones
están inspiradas, como es fácil ver, en la distinción escolástica que se refería
a las artes en general, según la relación que éstas mantienen con el curso
ordinario de la naturaleza: artes de primera especie son aquellas que no
hacen sino reforzar, facilitar o ultimar un proceso que la propia naturaleza
recorrería por sí misma (la medicina, si suponemos que la naturaleza, por sí
misma, tiende a la salud, vis medicatrix naturae); mientras que el arte de
segunda especie sigue rutas no insinuadas siquiera por la «naturaleza»,
pongamos por caso, el arte de hacer sonetos. Si traducimos «naturaleza» por
«rituales etológicos» y «arte» por «ceremonias», la clasificación que
obtendríamos sería la siguiente:
a) Ceremonias de primeras especie, las que se organizan sobre rituales
etológicos constatables (ceremonias de saludo, &c.).
b) Ceremonias de segunda especie, todas aquellas que, aunque
colateralmente puedan ser asociadas a algún ritual, se han estructurado
desconectadas de toda estereotipia zoológica, o la han desbordado (sin
perjuicio de que ellas mismas puedan dar lugar a estereotipias culturales).
Valga por ejemplo la ceremonia de la misa.
2. Considerando ahora las ceremonias según su modo distintivo, acaso la
división más adecuada sea la que separa las ceremonias en estas dos clases:
a) Ceremonias formalizadas, con gramáticas explícitas, con signos explícitos
internos de apertura y de clausura. Ejemplo característico puede ser la
ceremonia «Junta de un consejo de administración» que comienza con las
palabras «se abre la sesión» y termina con estas otras: «se levanta la sesión».
b) Ceremonias no formalizadas, con límites iniciales y terminales muchas
veces no bien definidos, ceremonias «no segregadas», como pueda serlo en
nuestros días la ceremonia «ver la televisión en familia».
Una ceremonia formalizada, por lo demás, no excluye la realidad de
secuencias y operaciones previas (no siempre ceremoniales) que constituyen
sus preliminares obligados: [28] traslado de los participantes, preparación
de la sala, del mobiliario, &c.
3. Desde el punto de vista de su dimensión variacional, la distinción más
profunda, en cuanto que modula el mismo concepto general de ceremonia,
podría ser la que establece estas dos clases:
a) Ceremonias algorítmicas o protocolizadas, es decir, aquellas ceremonias
cuyos pasos están determinados por las reglas, a la manera como ocurre con
las operaciones de un algoritmo algebraico, una vez dados los parámetros.
Ejemplo de ceremonia algorítmica podría dárnoslo un concierto de piano y
orquesta interpretando una partitura clásica. En todo caso, una ceremonia
algorítmica no es siempre una ceremonia lineal: puede ser alternativa, es
decir, tomar, en fases dadas, caminos diferentes según las situaciones
alcanzadas y previstas por la propia ceremonia. Así, la «ordalía del veneno»
practicada hasta hace pocos años por los shongo (aunque fue prohibida en
1908) puede considerarse como una ceremonia algorítmica bifurcable. Pues
la acusada (a quien se le ha afeitado la cabeza, se le ha vestido un traje
funeral, &c.), una vez que ha bebido el veneno por tres veces, puede
presentar síntomas de envenenamiento o bien puede empezar a vomitar.
Según los casos, la ceremonia sigue cursos distintos, cada uno de ellos
«algorítmico». No se trata de variaciones, ni de contextos diferentes, ni de
ceremonias distintas, sino de una ceremonia bifurcable. Y, sin embargo, si
esta ceremonia se interpretase como un rito de paso (como lo hace Vansina)
entonces habría que hablar acaso de ceremonias o rituales distintos: «o se la
quema (a la acusada) y se la separa de la metempsicosis normal para ser
colocada en la morada de los brujos conocidos, o se reintegra por el rito del
caurí. A través de este acto la persona proclama su inocencia y se reintegra
en la comunidad.»{40}
b) Ceremonias no algorítmicas, abiertas, como puedan serlo las
representaciones de la Commedia dell'Arte.
4. Desde el punto de vista de las dimensiones contextuales de las
ceremonias, acaso la división más profunda deba separar (tomando como
referencia a los contextos centrados en torno de los actores) las ceremonias
plurales de las ceremonias unitarias. Llamamos ceremonias plurales
aquellas que se repiten un número indeterminado o determinado de veces
en diversos contextos, referidos a la vida de una persona o de un grupo de
personas. Estas ceremonias plurales son, o bien periódicas (diarias –«el
hombre tiene la costumbre de comer todos los días»–, anuales –fiestas de
Año Nuevo, carnavales, &c.–) o bien aperiódicas (ceremonias de saludo). El
concepto de ceremonias unitarias se superpone, al menos en extensión (si
bien no en definición, de modo inmediato) a los llamados «ritos
(ceremonias) de paso» de van Gennep.{41} Habría que clasificar también
como ceremonias unitarias algunas ceremonias periódicas cuya «longitud
de onda» es tan larga que sólo son realizables por modo unitario, caso de las
«ceremonias de despedida de siglo» que también tienen mucho de ritos de
paso colectivo.
II. Las ceremonias no sólo se relacionan con su fondo sino, como es evidente,
también con otras ceremonias que no figuran como fondo neutralizado, a
través de los contextos determinados. Se nos abre aquí un capítulo que
ofrece materia muy abundante para la investigación de la estructura de la
praxis humana, el capítulo de la «sintaxis» de las ceremonias y sobre el cual
tan sólo podemos exponer algunas indicaciones generales.
Las ceremonias, como hemos dicho, se configuran sobre un fondo que no
está íntegramente constituido por otras ceremonias. Más aún, en general
puede afirmarse que una gran cantidad de movimientos prácticos que
anteceden a la apertura de las ceremonias, sobre todo si son colectivas, así
como los movimientos que las suceden (es decir, los movimientos
preliminares y los epilogales) no son ceremoniales aunque otros muchos
estén ceremonializados. ¿Hay alguna estructura en las relaciones entre las
ceremonias, según las clases a las que pertenecen o bien la composición es
aleatoria? Que el desorden no es total, caótico, puede inferirse simplemente
de la circunstancia (symploké) de que no todas las ceremonias son
compatibles con cualesquiera otras en cualquier contexto (Jesucristo entra en
el templo y arroja los mercaderes: en ese contexto, las ceremonias religiosas
y las ceremonias mercantiles son incompatibles). Nosotros no vamos a
abordar aquí estas cuestiones que son, por otra parte, imprescindibles en el
desarrollo de la Antropología. Pero, en todo caso, supondremos que las
ceremonias, que son figuras totalizadas, cuando se relacionen con otras
ceremonias (según los tipos de conexión que se determinen), pueden dar
lugar a totalidades o sistemas de ceremonias de muy diversa estructura y
que, a su vez, será preciso distinguir según criterios proporcionados. Por
nuestra parte sugerimos que acaso sea imprescindible aplicar al caso la
distinción generalísima entre Totalidades atributivas (T) y Totalidades
distributivas ( ).{42}
Las ceremonias, en efecto, podrán relacionarse con otras ceremonias desde
una perspectiva atributiva, así como se relacionan también desde una
perspectiva distributiva. A la ceremonia de la comida (en ciertas clases
sociales de nuestra cultura) sigue la ceremonia de tomar café en mesa
distinta (por tanto, con interrupción o hiato interceremonial): la relación
entre estas dos ceremonias es de tipo atributivo. La ceremonia «tomar café»
por la familia 1 se asemeja en todo a la ceremonia «tomar café» en las
familias 2,3, ...n de la misma clase: la relación entre estas ceremonias es de
tipo distributivo. La distinción habitual entre los [29] lingüistas, desde
Saussure, entre sintagma y paradigma puede considerarse como un caso
particular de la distinción general entre totalidades T y aplicadas al
lenguaje.{43} Podía hablarse, por ello, por sinécdoque, de relaciones
sintagmáticas y de relaciones paradigmáticas entre las ceremonias. Y
también tienen que ver estas distinciones con las que utilizaban los filósofos
asociacionistas ingleses al oponer las relaciones de contigüidad y las
relaciones de semejanza, aun cuando estas relaciones son sólo reducción, a
casos muy extremos, de las relaciones atributivas (que también incluyen las
continuidades, la causalidad, &c.) y las distributivas (que también incluyen
las de semejanzas, antítesis, &c.). En otro lugar hemos puesto en relación la
distinción de Hume contigüidad/semejanza con la distinción de Kant entre
estética y lógica.{44} Podríamos, pues, hablar también de composiciones
estéticas y composiciones lógicas de las ceremonias.
1. Desde la perspectiva de los nexos atributivos entre las ceremonias, la
primera situación que, como situación límite, sería preciso considerar es la
de las ceremonias exentas, es decir, sin nexos atributivos con otras
ceremonias. Se nos presentan como destacándose directamente sobre un
fondo no ceremonial, como cuando, en el incendio de un barco, los
tripulantes y viajeros, desordenadamente y, «cada uno por su cuenta», se
encuentran reunidos cantando un himno militar o religioso.
Pero a continuación tendríamos que analizar los fenómenos de composición
de ceremonias, es decir, los fenómenos de concatenación y jerarquización de
ceremonias dadas en un cierto nivel. En general, no nos parece que la
composición de ceremonias sea una «operación» cerrada. La composición de
ceremonias con frecuencia no es una ceremonia, aunque la totalización no
ceremonial de ceremonias pueda tener una significación histórica
extraordinaria. Por ejemplo, ¿cómo podríamos interpretar en términos
ceremoniales la batalla que tuvo lugar en Cannas el 2 de agosto del año 216
a. C.? Sin duda, la disposición de los ejércitos de Aníbal, por un lado, y de
Paulo Emilio y Varrón, por el otro, así como los iniciales despliegues de las
tropas, tenían mucho de ceremonial. Los 50.000 cartagineses y los 86.000
romanos de los que nos habla Polibio{45} estaban organizados casi en
espejo: las infanterías, frente a frente, flanqueadas por las tropas de
caballería (en el ala izquierda, la caballería gala e hispana de Asdrúbal,
frente a la romana de Paulo; en el ala derecha, la caballería númida frente a
la aliada mandada por Varrón). Podría considerarse como ceremonial
(dentro de la estrategia de Aníbal) la apertura de la batalla, con el ataque de
Asdrúbal, así como el ataque simétrico de Varrón a la caballería númida.
Incluso era una ceremonia el avance de la infantería cartaginesa en
herradura convexa. Pero, ¿puede considerarse como ceremonia la paulatina
inversión de esa herradura convexa en una herradura cóncava, formando
una bolsa en la que entraban las tropas romanas mientras la caballería
númida –aprovechando la marcha de Varrón en defensa de Paulo– se lanza
en la famosa maniobra envolvente que cerró la bolsa por la retaguardia e
hizo posible la espantosa carnicería en la que 70.000 romanos resultaron
muertos? Precisamente la «ceremonia de inversión de la herradura» no
debía de ser conocida ni sospechada por los romanos, porque al juego
pertenece la ocultación de la secuencia ceremonial. Las secuencias de
acontecimientos que, tras las ceremonias iniciales, compusieron el desarrollo
de la batalla, no pueden considerarse como fases de una ceremonia de
conjunto.
Otra forma de conexión atributiva («sintagmática») entre las ceremonias es
el encadenamiento o concatenación. Naturalmente, la concatenación puede
ser meramente externa, una yuxtaposición en el tiempo y aun así podrían
esperarse frecuencias significativas de yuxtaposiciones entre ceremonias
dadas de clases determinadas. Una forma interesante de concatenación es la
de las ceremonias de la misma especie que se suceden continuamente en el
tiempo según ritmos más o menos rígidos. Ejemplo eminente, el anillo Kula,
en la medida en que pueda ser interpretado como resoluble en una
concatenación de ceremonias de trueque. Este ejemplo demostraría que la
concatenación de ceremonias, aun siendo de la misma especie, no constituye
siempre una ceremonia. Así mismo, la ceremonia «cocinar» está
concatenada con la ceremonia «comer», incluso son ejercitadas por personas
diferentes. Pero, sin embargo, la primera ceremonia no tiene sentido sin la
segunda y esta no es posible sin la primera. Esta característica de la
composición de ceremonias obliga a tomar con mucha precaución la
obligada distinción entre «ceremonias atómicas» y «ceremonias
moleculares». El saludo de «a» a «b» no es ceremonial si «b» no responde al
saludo de «a». ¿Hay dos ceremonias individuales concatenadas o se trata de
una única ceremonia bipersonal? Si nos decidimos a hablar de ceremonias
atómicas, convendrá mantener el supuesto de que son abstractas y sólo
existen concatenadas con otras ceremonias atómicas, a la manera como el
«camino de ida» y el «camino de vuelta» es el mismo camino si camino
implica tener dos sentidos; aunque lo cierto es que hay vías de sentido
único, lo que autorizaría a considerar un camino de ida y vuelta como
unidad molecular constituida por dos vías acopladas, concatenadas.
2. Cuando consideramos a las ceremonias relacionándose desde el punto de
vista de las totalidades distributivas, [30] la primera totalización que nos
sale al paso es aquella que ya hemos declarado constitutiva de las
ceremonias, a saber, la totalización de especie. Una ceremonia, para serlo,
debe estar enclasada, es decir, ha de decir relación a otras ceremonias de su
especie: la normatividad de sus prólepsis no es otra cosa sino la aplicación
de las fórmulas secuenciales específicas a nuevas situaciones, en cuanto se
enfrentan a unas terceras. Sólo en este proceso puede entenderse la
causalidad de la figura total sobre las partes. Porque, si es pura metafísica el
definir la finalidad como influencia o causalidad descendente del todo sobre
sus partes (si anteriormente a darse las partes el todo no existe, ¿cómo
podría éste ser causa de aquéllas?), en cambio, es un proceso positivo la
acción de una figura total sobre las partes de otra figura constituyéndose, en
el ámbito de las relaciones distributivas. Que, por lo demás, no se reducen a
las relaciones de semejanza o copertenencia a la misma clase. También las
relaciones de oposición son estrictamente distributivas, por ejemplo las
relaciones que pueden vincular a ceremonias de sentido opuesto, pongamos
por caso, bautizo y entierro, o bien, ceremonias de condecoración o de
degradación. En esta línea, acaso una de las relaciones más interesantes
entre ceremonias sean aquellas que permiten efectivamente totalizar a pares
de ceremonias que tienen un significado inverso, porque cada una de las
ceremonias es el «espejo» de la otra. Podríamos hablar de «ceremonias
enantiomorfas» por analogía con las figuras geométricas opuestas de este
modo.{46}
Como paradigma de estas relaciones podríamos poner el par constituido
por la ceremonia «abrir una puerta cerrada con cerrojo» (ceremonia que
puede analizarse como el producto relativo, encadenado, de las operaciones
T = descorrer el cerrojo y Q = separar la hoja del marco) y la ceremonia
«cerrar la puerta con cerrojo descorrido» (que incluye la ejecución de las
operaciones inversas Q-1 y P-1, permutadas en su orden, según reza el
conocido teorema (P/Q)-1 = (Q-1/P-1). Cada ceremonia del par es la
transformación inversa de su enantiomorfa. A esta situación se aproximan
las ceremonias cotidianas, propias de nuestra cultura, «sacar la vajilla del
armario para disponer la mesa» y «recoger la vajilla, tras su lavado,
metiéndola en el armario» o bien, el par de ceremonias
«vestirse»/«desvestirse». Según cuenta Jamblico{47} los pitagóricos
acusmáticos tenían que calzarse empezando por el pie derecho, mientras
que para descalzarse habían de comenzar por el pie izquierdo. Las
ceremonias de Año Viejo y de Año Nuevo son, en gran medida,
enantiomorfas, así como las misas de San Secareo eran ceremonias
rigurosamente enantiomorfas respecto de las misas canónicas. En cambio,
cuando Penélope desteje por la noche su tela no desarrolla una ceremonia
inversa de la ceremonia diurna de tejerla, aun cuando las operaciones de
destejer sean inversas de las de tejer. Y no son ceremoniales dado que las
realiza a escondidas de sus esclavas (cuando éstas le sorprenden, tiene que
interrumpir su práctica) y sólo duran tres años. En cambio, el tejer diurno es
una actividad que realizan Penélope y sus esclavas siguiendo una pauta
general a los habitantes de Itaca y otros muchos reinos: fabricar un lienzo
que sirva de sudario a los muertos (en el canto XIX, a Odiseo).
Por último, merece la pena insistir en que los pares de ceremonias
enantiomorfas, aun refiriéndose mutuamente, no constituyen una ceremonia
única, sino precisamente un par de ceremonias. Tampoco dos triángulos
opuestos enantiomórficamente forman la figura de un triángulo único. Con
todo, las relaciones de distancia temporal (que son estéticas y no meramente
lógicas) entre las ceremonias enantiomorfas, no son siempre indeterminadas
(tienen lugar en el mismo día, o en días sucesivos o al menos en días
determinados del calendario), lo que demostraría, también en estos casos,
que las relaciones distributivas (lógicas) no son totalmente independientes
de las relaciones atributivas (estéticas).
5. Para una historia del concepto de ceremonia
1. Es del mayor interés gnoseológico analizar las causas o razones
ideológicas capaces de explicar por qué el concepto de ceremonia no ha
alcanzado la claridad y distinción necesarias para constituirse en una
categoría central de la Antropología.{48} Tampoco puede afirmarse que no
se hayan tomando conceptos muy próximos a él, sea en extensión, sea en
connotación. Si ello no hubiese ocurrido no tendríamos un fundamento serio
para mantener la tesis de la categoricidad del concepto de ceremonia, tal
como lo entendemos. En cambio, analizando los conceptos contiguos desde
la perspectiva del concepto de ceremonia (considerándolos por ejemplo
como aproximaciones o desviaciones a él) podemos intentar precisar, en
cada caso, los motivos contextuales por los cuales el concepto efectivo no
llegó a término. Desde este punto de vista podía decirse de la historia del
concepto que forma parte del concepto mismo, por cuanto esta Historia
equivale a la exposición del contexto u horizonte fuera del cual el concepto
de referencia no puede fraguar plenamente.
Lo que sigue es sólo una colección de notas para una Historia del concepto
de ceremonia en este sentido. Nos atendremos, por otra parte, al
pensamiento filosófico de tradición griega, sin descartar a priori el interés de
los materiales orientales (sobre todo chinos).{49} [31]
2. La oposición entre los conceptos de φυσις y θεσις, que fue abriéndose
camino en el seno de la sofística del siglo V, puede considerarse, acaso,
como el marco más general, necesario para propiciar la formación de un
concepto antropológico de ceremonia, como estructura secuencial de la
praxis. Θεσις equivale a «con-posición» realizada por los hombres como
animales que tienen λογος, por tanto, que son capaces de ensamblar
artificiosamente (operatoriamente) actos secuenciales que no se dan
naturalmente.{50} Estas secuencias, así entendidas, tanto podrían ser
tecnológicas como políticas. Sin embargo, no se superpone el concepto de
θεσις al de ceremonia, ni siquiera en extensión, porque lo desborda:
también otras instituciones que no son ceremonias entran en su ámbito. Y,
sobre todo, solían incluirse desde una perspectiva poco favorable a la
formación de un concepto gnoseológico a la perspectiva de lo que es
convencional (νομος), lo que equivale muchas veces a lo que no es materia
de conocimiento (επιστημε) sino de mera opinión (δοξα). No habría, pues,
propiamente un concepto de procesos tales como las ceremonias, incluso
habría una tendencia a desinteresarse por estos procesos, a declararlos
convenciones (dirían algunos hoy «superestructuras») que coartan la
libertad de la naturaleza humana. El cinismo de Antístenes y el de Diógenes
de Sínope podría considerarse como una filosofía «contracultural», ciega
para captar el significado profundo de las ceremonias. En ellas, el cinismo
propenderá a ver sólo figuras superfluas y superficiales, fruto de la rutina,
de la vanidad o de la estupidez de los hombres.{51}
3. Es el Sócrates platónico quien se nos presenta como descubridor de la
racionalidad del mundo moral, es decir, del mundo de las costumbres, entre
las cuales, desde luego, se encuentran las ceremonias. Y ello sin perjuicio de
que la vocación socrática se haya interpretado muchas veces desde la
perspectiva de una moralidad subjetiva, individual, si es que esto tiene
siquiera sentido. Sin embargo, los Diálogos de Platón están atravesados por
la visión de los hombres como organizadores de su vida, una vida temporal
que tiene mucho de azar y de irracionalidad, pero que las Leyes procurarán
racionalizar a imitación de la racionalidad cíclica de los astros.{52} Unas
reglas racionales que en el fondo están impuestas por las cosas mismas,
unas reglas de la πραξις que en el fondo están impuestas por las cosas
mismas y cuyo dominio alcanzará también, sin duda, a las ceremonias. En
Las Leyes se regulan de hecho no menos de 300 ceremonias por año.{53}
Podría afirmarse que una gran parte de la problemática antropológica más
profunda de Platón gira en torno a la dificultad de conciliar la concepción
trascendental de la racionalidad (común a todos los hombres y a todas sus
actividades prácticas) con la evidencia de que la racionalidad procede
categorialmente, por especialidades, cuyos prototipos son las técnicas
profesionales (la tecnología o arte del flautista, la del médico, la del escultor
o la del tejedor). Desde este punto de vista, el problema platónico central,
desde nuestro punto de vista, sería el siguiente: si la política es racional, ¿no
debiera de ser una técnica profesional al lado de las otras (una tecnología
circular, al lado de las tecnologías radiales y aun angulares, según nos
sugiere el parangón de El Político entre boyeros y gobernantes),
encomendada a unos artesanos o profesionales de la política? Tal parece ser
la posición de Sócrates contra Protágoras, que defiende que, al menos la
política, debe de ser, en una democracia, una praxis no profesional. Sin
embargo, Platón hace decir a Protágoras que este político no profesional
sería como un obrero (o profesional) en esta materia, es decir, un
«demiurgo» (Prot., 327c: δημουργον τουτου τον πραγματος). La metáfora,
que aproxima la tecnología «circular» a la «radial» es, por otra parte, una
metáfora devuelta, porque «demiurgo» procede de la constelación de
términos políticos (δεμος), como se ve en Homero, que llama demiurgos a
los magistrados supremos de ciertas ciudades muchas veces dóricas.{54}
Sobre todo, la propia tendencia del Sócrates platónico a hacer del político un
técnico racional lo lleva otras veces a hacer del tecnólogo, por ejemplo, del
tejedor (a pesar de su inferior categoría social, como banausos) un prototipo
del político (El Político, 305 e) un prototipo paradójico si se tiene en cuenta
que el arte de tejer estaba encomendado a las mujeres («si tuvieseis un
átomo de sentido común –le dice la Lisístrata de Aristófanes al magistrado–
seguiríais en la política el ejemplo que os damos [las mujeres] al tejer la
lana»). La afinidad esencial entre el «operador manual» y el «operador
lingüístico» (la «caja de herramientas» de Wittgenstein) está ampliamente
recogida en el Cratilo (338 b - 390 d). El que hace los nombres es también un
demiurgo, un artesano, si bien el más raro de todos (Cratilo, 389 a).
La problemática de la unidad entre las operaciones tecnológicas (radiales) y
las operaciones políticas (circulares y angulares), que está en el fondo de la
unidad del concepto de ceremonia, se mantiene en Aristóteles, desde su
perspectiva «biológica», interesada por los movimientos de los organismos.
Y acaso, puesto que la vida imita el movimiento circular de los astros, puede
rastrearse una aproximación al perfil conceptual de la estructura que
designamos como ceremonia, al hilo de la idea aristotélica de la actividad
práctica humana, del βιος πραχτιχος, en cuanto es una actividad que no es
propiamente natural, sino resultado de la teleología del Nus, como
actividad creadora «artificial», que tiene que ver con el ποιειν, al mismo
tiempo que no está desconectada de los procesos naturales, de quienes el
propio arte es imitación, μιμεσις. E imita, no tanto a los contenidos cuanto a
la misma forma del crear y producir, pues el arte es una acción productiva
según fines, de acuerdo con el concepto global de praxis expuesto en la Ética
a Nicómaco (I, 1, 2). Pero enseguida Aristóteles desvirtúa esta figura global
de las acciones u operaciones que se desarrollan secuencialmente según un
fin, no sólo porque se interesa antes por el resultado que por el propio
proceso, sino también por la dicotomía tajante entre las virtudes éticas (de
donde brotan las costumbre) y las virtudes dianoéticas (que cubren tanto a
las ciencias como a las artes). Esta dicotomía, tal como es utilizada, y otras
similares (ποιησις / πραξις, es decir, producción transeúnte y acción
inmanente) y, sobre todo, la oposición entre el βιος πραχτιχος y el [32] βιος
θεωσητιχος desdibuja de hecho la unidad del concepto originario,
dejándolo sin efecto y, a lo sumo, proyectándolo en el terreno de la
subjetividad individual. Porque la repetición, ligada tanto a los
procedimientos tecnológicos como a los prudenciales, está pensada por
Aristóteles antes en el terreno de la teoría de las virtudes individuales
(virtudes morales y virtudes tecnológicas) que en el ámbito de los procesos
de la vida pública y objetiva, a la que pertenecen, desde luego, las
ceremonias.
4. Sin duda, puede afirmarse que la doctrina estoica de las καθηκοντα
(concepto traducido al latín por officia) puede también considerarse como
una aproximación muy cercana a la teoría antropológica de las ceremonias.
Porque el καθηκον no es meramente un deber, en el sentido subjetivo, sino
un deber en cuanto comporta el cumplimiento de una serie de acciones
regulares, sin duda preestablecidas, que no están fuera de la vida, sino en
ella y tienen una naturaleza racional, un logos. La naturaleza física no tiene
que ver con el kathekon (salvo la común pertenencia al logos cósmico):
καθηκοντα μεν ουν ειναι οσα λογος αιρει ποιειν (son deberes aquellos
que el logos escoge para hacerlos).{55} Sin duda, los estoicos no pensaban
explícitamente en las ceremonias, aunque tampoco en modo alguno las
excluían: nos parece que acierta Anthony A. Long cuando traduce officium
por «función», en el contexto de las tareas o deberes de un oficial o
funcionario público –un cónsul, un comandante legionario{56}–.
5. Hay razones fundadas que explican por qué el período escolástico no ha
podido dibujar un concepto genérico adecuado de ceremonia, aunque haya
adelantado notablemente en el análisis de algunas especies del género, a
saber, las ceremonias religiosas, en cuanto subordinadas al orden
sobrenatural. Un orden que ulteriormente, al secularizarse el «Reino de la
Gracia» podría interpretarse como el orden cultural (el orden cultual), del
mismo modo que el Reino de la Gracia se transforma en el reino de la
cultura. Las ceremonias religiosas transferirán su carácter sacramental a las
ceremonias políticas y tecnológicas{57}. Pero, en todo caso, la escisión entre
los dos reinos tenía que impedir la cristalización de un concepto global de
ceremonia, porque las ceremonias quedaban más bien del lado del orden
sobrenatural. Junto con la escisión que la estructura global del concepto de
ceremonia debía experimentar al desmembrarse siguiendo la separación
entre el Reino de la Gracia y el Reino de la Naturaleza, subsistía la escisión
aristotélica, la escisión que se formulará como oposición de agere y del
facere (de hecho, los dones del Espíritu Santo no son virtudes tecnológicas,
«prometeicas», se asemejan más bien a la virtudes «herméticas» del
Protágoras platónico). En los comentarios de Santo Tomás a la Ética de
Aristóteles consta la famosa distinción de los órdenes con los cuales tienen
que ver los procesos racionales: a) el orden que la razón no hace sino sólo
considera (el orden de las cosas naturales); b) el orden que la razón
introduce en su propio acto (el orden lógico); e) el orden que la razón
introduce en los actos de voluntad (diríamos: el orden del agere); d) el orden
que la razón introduce en las cosas externas, sicut domus et arca (el orden
de las artes mecánicas, el facere). Los órdenes b), c) y d), y en especial el c) y
el d), corresponden a la praxis como actividad operatoria temporal: allí se
encuentran las ceremonias. Pero la distribución de su materia, nada menos
que en dos o tres géneros de órdenes diferentes, compromete la unidad
gnoseológica del concepto de ceremonia, en tanto este concepto pertenece
por igual a los tres órdenes prácticos.{58}
6. Sería preciso incluir alguna referencia de los escritores de Indias
(Fernández de Oviedo, José Acosta), y también la doctrina de las costumbres
de Francisco Suárez. En su Tratado sobre las leyes, Suárez sistematiza,
desde una perspectiva filosófico-jurídica{59} los conceptos de uso y
costumbre, en cuanto implican repetición de actos. La costumbre no se da en
cada acto particular, sino en su frecuencia, dice salvando a San Isidoro y
citando a Santo Tomás.{60} Además, las costumbres que parecen ser sólo un
hecho (diríamos, un «ser») son en rigor también un derecho (un «deber ser»)
originario, por cuanto proceden de actos libres de una facultad moral. Su
carácter normativo ha de tener una expresión en el tiempo y Suárez,
teniendo a la vista el derecho romano, estima en diez años la duración
necesaria para que una costumbre quede robustecida y constituida
propiamente (Ibid., VIII, 9). Por lo demás es evidente que entre las
costumbres hay que considerar incluidas a las ceremonias, al menos las
ceremonias políticas y sociales (no ya las tecnológicas), porque si bien no
versan sobre las cosas o las personas separadas o juntas, sí versan sobre los
hechos de los hombres, circa facta hominum.{61}
Muy importante en esta historia es el período de la Ilustración, por ejemplo
la distinción entre costumbres y modales de los pueblos (de todos los
pueblos) que propone Montesquieu: «entre las costumbres y los modales
hay esta diferencia, que aquellos tocan más a la conducta interior y éstos a la
exterior».{62} El criterio de Montesquieu es muy borroso en lo que se refiere
a las costumbres. Montesquieu parece querer contraponer la «auténtica
virtud» al formalismo [ceremonial] de los chinos, la confusión de religión,
leyes, costumbres y modales en los ritos «de los que era menester pasar toda
la mocedad en aprenderlos y toda la vida en practicarlos» (loc. cit., XVII),
porque seguramente no es la oposición interno/externo sino (dentro de lo
externo) estructura (pauta)/proceso (secuencias operatorias) lo que importa.
Pero lo cierto es que esos modales de los pueblos ya están mucho más cerca
de las ceremonias aunque no se superponen a ellas. Afectan sobre todo al
campo del agere (como en los escolásticos) y, además, son considerados con
un cierto coeficiente de subestimación, incompatible con su significado
antropológico. [33]
7. Es en el «lado activo» del idealismo alemán, en el voluntarismo de las
acciones, en tanto recoge la tradición constructivista ligada al creacionismo
(la concepción del verum factum, en cuanto implica la unidad del homo
sapiens y del homo faber), en donde se configura un horizonte muy
adecuado para acoger, en su círculo, un concepto antropológico como el de
ceremonia, una estructura temporal producto de la «facultad de desear» del
hombre, por medio de la cual se define precisamente la vida humana, como
facultad «de ese mismo ser, de ser, por medio de sus representaciones, causa
de la realidad de los objetos de esas representaciones». Es Kant también
quien ha concebido el término dual de la Naturaleza precisamente como un
conjunto de «costumbres» (Metafísica de la Naturaleza/Metafísica de las
Costumbres). Y las costumbres contienen ya directamente a las ceremonias,
al menos a las ceremonias propias del agere, precisamente bajo la razón de
prácticas racionales repetidas entre los hombres, entre los hombres de un
mismo pueblo, época o círculo cultural. Estas son las mores de cada pueblo
(mores maiorum de los juristas romanos, las Sitten germánicas), las
conductas generales (no individuales) que, precisamente por su nota de
generalidad, entrarán en el concepto hegeliano de la Sittlichkeit.{63} Las
ceremonias forman parte importante de la Sittlichkeit (moralidad objetiva,
«civilidad», «eticidad», «costumbreidad»). Sin embargo, la Sittlichkeit no se
resuelve toda ella en ceremonias, ni contiene tampoco propiamente a las
ceremonias tecnológicas.
8. Hay que llegar a filosofía materialista de la praxis, que desarrolló «el lado
activo» del idealismo alemán, para poder esperar encontrar el marco
antropológico más proporcionado al concepto de ceremonia. Nos referimos
principalmente, y para atenernos sólo a Marx, a esa unidad que en la
actividad ha de reconocerse a la teoría y a la práctica, al trabajo intelectual y
al trabajo físico, por tanto, pues así puede interpretarse sin duda, las
secuencias de lo agible y las de lo factible. La primera premisa de la historia
humana es la existencia de los individuos humanos vivientes, aunque
socialmente entretejidos en la producción: «el primer acto histórico de estos
individuos mediante el cual se distinguen de los animales, no es que
piensan, sino que comienzan a producir sus medios de vida.»{64} Es a la
actividad práctica humana en general (y no a la que viene especificada como
tecnológica o política) a la que corresponde oponerse a los procesos
naturales, que Marx ha formulado en los Manuscritos del 44 y ha reiterado
en El Capital, en un texto que ya hemos citado: «hay algo en lo que el peor
[34] maestro de obras aventaja a la mejor abeja y es el hecho de que antes de
ejecutar la construcción la proyecta en su cerebro». Aun cuando la fórmula
de Marx queda incursa en la acusación de mentalismo, sirve para demostrar
que Marx está tratando de una praxis humana, considerada en toda su
generalidad, como actividad secuencial y reglada («proyectada en el cerebro
de los hombres») y concebida principalmente desde la perspectiva de la
producción, que es un concepto eminentemente tecnológico pero que
incluye internamente los componentes sociales, jurídicos y políticos
(«relaciones de producción») y que, en todo caso, implica la repetición de
actos, digamos de ceremonias, puesto que el hombre no sólo tiene que
producir para comer, «sino que tiene que comer todos los días».
A pesar de todo lo cual tampoco sería legítimo concluir que podamos
encontrar en Marx propiamente dibujados los contornos de un concepto
antropológico de ceremonia. La razón por la cual esto no sucede acaso
pueda ser la dicotomía, característica de la antropología marxista, entre la
base y la superestructura de la producción. Si tenemos en cuenta que las
ceremonias, por antonomasia tradicional (las ceremonias religiosas,
militares, &c.) se alinean, desde luego, en la superestructura, cabría decir
que la dicotomía base/superestructura juega una función similar, en el
materialismo histórico, a la que jugó la dicotomía Naturaleza/Gracia en el
cristianismo: una función de bloqueo del proceso de formulación de un
concepto que estaba siendo acaso «ejercitado» en muchas situaciones.
9. En la llamada «filosofía de la acción» anglosajona podríamos esperar
encontrar desarrollada una teoría de las ceremonias. Sorprendentemente no
es así, en modo alguno. Se hace apelación, por ejemplo, a las normas como
«autocontrol de la conducta», en el sentido de Peirce; se consideran las
referencias a distinciones entre movimientos corporales «tal como el reflejo
de la rodilla» y las actividades de la persona o conducta de John Passmore,
pero no hay una consideración de las ceremonias como unidades o
segmentos de la conducta. Acaso esto sea debido a la perspectiva subjetiva
de la que se parte al «constatar» la presencia de un depósito de significados
que envuelven a la acción. Desde esta masa, considerada caótica, de hecho,
descubrir con Carnap que «la costumbre de saludar levantando un
sombrero» [una ceremonia] se presenta en una sociedad si entre los
miembros de ella aparece una disposición psicológica...» debe parecer un
asombroso descubrimiento.{65} El voluminoso tomo de John Hospers sobre
La conducta humana{66} no menciona (lo que produce también sorpresa) ni
una sola vez la palabra ceremonia o cualquier otra de su constelación
semántica. Esta «filosofía de la acción» se mantiene en una perspectiva tal en
la que la acción parece propiedad de ese sujeto psicológico que corresponde
a la figura del hombre abstracto, propio de la ideología liberaldemocrática,
de un hombre que, queriendo ser universal, parece haber perdido el
contacto con cualquier tipo de sociedad o cultura concretas. No es la figura
del hombre que interesa a la antropología.
10. Más interés encierran para nuestra historia algunas ideas tocadas por la
llamada «filosofía de la existencia» (desde Kierkegaard a Unamuno o
Heidegger) o por la «filosofía de la vida (humana)» (desde Dilthey hasta el
Bergson de Las dos fuentes... u Ortega). La existencia o la vida humana es
considerada desde la perspectiva cotidiana («el hombre de carne y hueso»,
la «intrahistoria») y, en tanto que es un hacer, un faciendum, o praxis, un
drama que se desarrolla como realidad concreta. La idea de praxis será
concebida por Heidegger desde la perspectiva de su concepto de
preocupación o cuidado (Besorgen) y, por ello, abarca tanto las acciones
teóricas como las tecnológicas, e incluye a su propio conocimiento
(Erkenntnis).{67} Pero todas las acciones humanas están dadas en un tiempo
efectivo, en un ahora (Jetz) flanqueado por un antes (damals) y un después
(dann): esto nos recuerda la propiedad de las ceremonias de tener límites
temporales definidos. Además, las acciones se repiten (como las
ceremonias), si bien la repetición (Wiederholung, idea procedente de
Kierkegaard) es vista como un modo del Dasein por el cual éste realiza de
nuevo un acto original como réplica (Erwiederung) de otro anterior. En
resumen, Heidegger no está pensando particularmente en ceremonias
pautadas, sino más bien en acciones no ceremoniales en las cuales un ser
humano toma ejemplo de otro, una situación que pudiera, es verdad, ser
considerada por algunos como fuente de las ceremonias, en una perspectiva
heideggeriana. Pero, en cualquier caso, también las ceremonias formarían
parte seguramente de esa vida cotidiana inauténtica, propia de la vida
«caída» (das Verfallen) en la cual «las posibilidades que se me ofrecen no
son verdaderamente mías porque cada uno sabe en todo evento lo que va a
suceder y lo que conviene que se haga».{68} Esta misma idea ha sido
recogida por Ortega al elaborar su concepto de uso, pero transformada
según una dialéctica opuesta: «al automatizar [los usos] una gran parte de la
persona y darle resuelto el programa de casi todo lo que tiene que hacer,
permite a aquella que concentre su vida personal, creadora y
verdaderamente humana, en ciertas direcciones, lo que de otro modo sería
al individuo imposible.»{69} El concepto orteguiano de uso, como figura
característica de la vida humana social, parece querer regresar aún más atrás
del lugar ocupado por el concepto de costumbre, o de uso tal como lo hemos
visto en Suárez y que podríamos también encontrar en Las Partidas (Ley 1ª ,
Título II, Partida 1ª: el uso «nace de aquellas cosas que home dice e face e
que sigue continuadamente por gran tiempo»; además «de uso nace tiempo
e de tiempo costumbre»). Y, por supuesto, los usos contienen a las
ceremonias, por ejemplo a las ceremonias del saludo.{70} Sin embargo, los
límites del concepto orteguiano de uso (sin perjuicio de su [35] gran
importancia para el análisis antropológico de las ceremonias) no son los
mismos que los del concepto de ceremonia. En primer lugar, porque caen
fuera de ellos las «ceremonias técnicas» y, en segundo lugar, y sobre todo,
porque dentro de los usos se incluyen cosas que no son ceremonias, como
modas, instituciones, pautas, o incluso características estructurales de una
sociedad (el tatuaje es un uso, no una ceremonia; es un uso de los
txukahamai el deformarse el labio inferior con un disco y este uso es una
«seña de identidad cultural» que acaso debieran defender ardientemente si
quieren ser fieles a su cultura, pero no es una ceremonia), o bien «usos
negativos» que, por su propio concepto, en modo alguno pueden llamarse
ceremonias.{71}
11. Entre los sociólogos, etnólogos y antropólogos culturales tampoco
(paradójicamente) aparece formulado el concepto general de ceremonia,
pese a que inevitablemente analizan, comparan y clasifican parcialmente
conductas ceremoniales. El motivo de que esta paradoja tenga lugar es, en
nuestra opinión, el siguiente: que todos ellos se interesan más por las pautas
o estructuras sociales o antropológicas que por los decursos o actividades
operacionales y que, cuando estas son consideradas en un primer plano, se
produce una disociación (rompiéndose la unidad del concepto) por la cual
un conjunto de ellas pasa a formar parte de las actividades de la producción
material (no ceremoniales) y otro de los rituales religiosos protocolares o
sociales (no productivos). Una ilustración muy clara de esta situación nos la
depara Malinowsky cuando en el capítulo V de Los Argonautas del Pacífico
se dispone a describir la «construcción ceremonial de una 'waga' [canoa]».
La construcción de una canoa incluye una secuencia precisa de operaciones
tecnológicas; y estas operaciones están intercaladas por otras operaciones
mágicas, conjuros, rituales, &c. Malinowsky dice: «la construcción de la
canoa es, para el nativo, el primer eslabón de la cadena de los actos Kula.
Desde el momento en que el árbol es abatido hasta el regreso de la
expedición ultramarina, el flujo de acontecimientos que se suceden con
regularidad es continuo y único. No sólo eso; como veremos, los aspectos
técnicos de la construcción se ven interrumpidos e intercalados por ritos
mágicos.»{72} Según esto, parece que Malinowsky distingue unos rituales
mágicos (que serían ceremoniales) y unos aspectos técnicos (que, por tanto,
no serían rituales sino secuencias tecnológicas). Pero lo que el concepto de
ceremonia que hemos dibujado pide es: 1) que desde luego se consideren
ceremonias los rituales mágicos puros, si los hay; 2) que también se
consideren ceremonias las secuencias tecnológicas puras, si las hay; 3) que
se consideren ceremonias las secuencias ordinarias, en las que se intercalan
aspectos técnicos y aspectos mágicos.
12. El formato conceptual más próximo al concepto de ceremonia que
estamos dibujando lo encontramos, desde luego, en la metodología
conductista, particularmente en sus desarrollos etológicos. Me refiero,
particularmente, a conceptos tales como el de «conducta supersticiosa» de
Skinner y, sobre todo, al concepto generalizado (por Julián Huxley) de
ritual, originario de la esfera antropológico-religiosa.{73} No es nada
extraño, por ello, que el concepto etológico de ritual se ajuste por su
«formato conceptual» al concepto antropológico de ceremonia, puesto que
aquél procede de la extensión de un cierto tipo de ceremonias a otros
terrenos. Y es precisamente esta extensión la que ha contribuido, sin duda, a
suprimir (mediante la incorporación del punto de vista biológico-genético)
la connotación de «superestructura» –si no gratuita, sí inoperante o, en todo
caso, menos operante que las acciones vitales «básicas» o «estructurales»–
que era propia de los rituales. Porque ahora los rituales resultan ser
mecanismos biológicos primarios en los procesos de producción y
reproducción de la vida orgánica. Y es precisamente esta amplitud zoológica
del concepto generalizado de ritual, a la vez que el horizonte capaz de
envolver a los materiales antropológicos, que consisten en ser ceremonias,
su mayor amenaza, por lo que encierra de virtud reduccionista. Porque las
ceremonias no son rituales, sino instituciones humanas o culturales. Por así
decir, será necesario neutralizar la luz biológico-zoológica que irradia del
concepto etológico de ritual con la luz antropológica ligada a las categorías
hegeliano-existenciales de «costumbre» o «uso», para alcanzar la escala
propia que conviene al concepto antropológico de ceremonia.
Mutatis mutandis diríamos otro tanto del concepto de behaviorema
propuesto por Kenneth L. Pike,{74} porque [36] si bien en este concepto se
delimita mejor su alcance cultural y se utiliza en los ejemplos la «escala de
las ceremonias» (partidos de fútbol, desayunos, servicios religiosos, &c.), en
cambio se le suprime (dada la perspectiva émica de Pike y la
desconsideración del momento constitutivo), por sus pretensiones
meramente descriptivas, el significado operatorio-productivo y, por ello, de
hecho, se excluyen de su foco las ceremonias tecnológicas. En todo caso, hay
muchas formas de conducta que, siendo behavioremas, no son ceremonias.
En realidad, puesto que los behavioremas son entendidos como resultado de
segmentaciones de un todo cultural más que como procesos relativamente
autónomos, habrá que decir que toda secuencia conductual es un
behaviorema (pero en ningún caso puede decirse que todo proceso
conductual sea una ceremonia).
13. Concluiríamos, como reflexión global sobre estas notas históricas que
preceden, diciendo que el concepto de ceremonia que proponemos está
destinado principalmente a hacer posible que un concepto, de formato
similar al del ritual etológico, pueda ser utilizado en Antropología sin
reduccionismo. Porque si no disponemos del concepto de ceremonia –o de
otro muy similar–, ¿cómo llamaríamos a todas estas secuencias de la
actividad humana que intentamos globalizar con el concepto de ceremonia?,
¿no caeríamos constantemente en la tentación de llamarlas rituales?
Epílogo: cuestiones abiertas
La vida del hombre puede definirse, con una notable aproximación, como
una corriente compleja que, en grandes porciones, va fluyendo según líneas
o rutas ceremoniales. Tendrá sentido tratar de computar el número
promedio de ceremonias (de las distintas especies) en las que consiste una
vida humana individual de determinada época, cultura y clase social. Si
dispusiéramos de criterios de recuento fiables, las relaciones numéricas
entre los resultados podrían sugerir criterios de diferenciación global entre
diferentes culturas, épocas o clases sociales. En la sociedad industrial, la
planificación, no ya sólo de las ceremonias, sino de su concatenación
(montaje en cadena, edificación en barriadas,...) es mucho más amplia que la
planificación de concatenaciones de ceremonias en las sociedades agrícolas.
Sin embargo la vida humana no puede definirse como una vida
ceremoniosa, aunque puede definirse con exactitud al hombre como
«animal ceremonioso»: al menos, esta definición es más positiva que la que
popularizó Desmond Morris, del hombre como «mono desnudo», que es
puramente literaria.{75} Sin embargo ello no significa que se trate de una
propiedad exclusiva, una propiedad en la primera acepción de Porfirio. Tal
es el punto de apoyo, sin duda, de las concepciones del hombre proclives a
subestimar el significado antropológico de las ceremonias, y que hemos
encabezado con el cinismo.
Ahora bien, ¿sería concebible la vida humana sin ceremonias? Una vida
individual y social que brotase como improvisación permanente de
secuencias de actos u operaciones creadoras, una vida «libre» en la que toda
repetición mecánica (por tanto, ceremonial) quedase eliminada, ¿no sería la
imagen misma del caos tumultuoso, del desorden turbulento formado por
trayectorias erráticas, imagen misma de lo irracional? Kant sugirió la
posibilidad de que un mundo en el que no hubiese ningún suceso repetido
(por tanto, concluyendo en Bárbara, un mundo en el que no hubiese
ceremonias) podría, sin embargo, ser un mundo ordenado según la férrea
concatenación causal y no faltan sociólogos que consideran aceptable la
hipótesis kantiana.{76} A nosotros, la hipótesis nos parece absurda, no sólo
cuando se aplica a la materia del mundo en general, sino también al material
antropológico en particular. Lo menos que podía decirse es que ese material
sería otro distinto al real, un material sustancialmente diferente al material
positivo. Esta afirmación se funda, sobre todo, en las relaciones entre la
esfera de la normatividad (que indudablemente es característicamente
humana) y la esfera constituida por las ceremonias. Las ceremonias, según
hemos tratado de demostrar, implican normas. Pero, ¿acaso no es preciso
también afirmar la recíproca? ¿Acaso es posible hablar de una norma
(moral, política, tecnológica, estética, religiosa) que no esté asociada, directa
o indirectamente, a una ceremonia? En este supuesto sería preciso reconocer
la posibilidad de deberes (éticos, morales) no normativos, ni, por tanto,
legales, si al mismo tiempo no se quiere reducir la vida moral y ética a la
vida ceremonial.
El punto de vista antropológico, cuando contempla las ceremonias concretas
dadas en los diferentes círculos culturales, ¿está obligado a atenerse a los
hechos (aunque los hechos ceremoniales sean «hechos normativos», en el
sentido de Durkheim), a constatar las ceremonias empíricas, analizarlas,
clasificarlas, o bien puede, y aun está obligado a formular juicios de valor
(moral, económico, estético, lógico) sobre los hechos ceremoniales
registrados? La pregunta viene a cuento teniendo en cuenta la inevitable
toma de posición que, dada su repetibilidad, todo el mundo ha de adoptar
ante la mayor parte de las ceremonias. Unas veces, según criterios de
valoración moral (ceremonias de canibalismo, ordalías de veneno,
mutilaciones ceremoniales), otras veces según criterios estéticos (danzas
toscas, movimientos torpes), otras veces según criterios [37] lógico-
epistemológicos (ceremonias estúpidas o falsas, o inútiles incluso en
términos funcionalistas, cuando se toma un radio social suficientemente
amplio). En realidad estamos redundando, aplicándola a nuestro caso, en
donde adquiere una especial intensidad, la cuestión general sobre la
«libertad de valoración» en las ciencias humanas.{77} Y es evidente que la
defensa del punto de vista estrictamente neutral, que se limita a constatar y
analizar las ceremonias en lo que tienen de realidades culturales,
sometiéndose a la disciplina de la epokhé de todo juicio valorativo, está
profundamente ligada al método mismo de la Antropología cultural
científica, positiva. Todo lo que signifique aflojar esta disciplina, equivaldrá
a introducir perspectivas exógenas o trascendentes a la estricta inmanencia
de las culturas efectivas estudiadas por los antropólogos y de las cuales son
parte importante las ceremonias.
Sin embargo, creemos que la cuestión de la valoración (de las ceremonias)
también puede surgir en la inmanencia misma del material antropológico.
Nuestra argumentación al efecto es dialéctica. No tratamos de oponer los
hechos o realidades ceremoniales (inmanentes a las culturas respectivas) a
tablas axiológicas trascendentes, escritas en el cielo. Nos atenemos a la
estricta consideración inmanente de la realidad de las ceremonias concretas,
y de sus contextos, en los cuales, de un modo u otro, el antropólogo está
siempre necesariamente implicado. Y es entonces cuando parece necesario
suscitar la cuestión misma de la naturaleza de la realidad de una ceremonia.
¿Cuál es el lugar de esa realidad? Desde luego esa realidad, según el
concepto, incluye su recurrencia, dentro de un horizonte cultural dado y,
concretamente, la recurrencia de los movimientos físicos que el hacer
humano comporta. Desde el momento en que una ceremonia es recurrente,
la realidad de una ceremonia parecerá asegurada antropológicamente: será
indiferente que se trate de una ceremonia de brujería o de una ceremonia de
producción (aunque, desde el punto de vista de la «antropología ecológica»,
se tenderá a interpretar toda ceremonia recurrente de brujería en términos
de una ceremonia de producción, o de control de la producción.{78} Ahora
bien, hay que advertir que en el momento mismo en que consideramos la
recurrencia de una ceremonia en el conjunto del sistema, estamos
desbordando no sólo sus componentes éticos, sino también los émicos. No
podrá decirse que la realidad de una ceremonia sea una realidad interna,
que muchas veces es inconsciente, o simplemente errónea; ni tampoco cabrá
resolverla en sus componentes éticos positivos, puesto que éstos carecen de
organización fuera de sus planes émicos (en cierto modo, sólo los planes o
fines ceremoniales son reales cuando se realizan efectivamente: sólo las
«ceremonias victoriosas» son cognoscibles){79} y fuera de la estructura
global en la que se insertan. La realidad de una ceremonia es, pues, su
realidad esencial, que puede estar más allá de su figura ética y émica, a
saber, en función de la recurrencia global del sistema. «En el caso de la
Semana Santa [andaluza] podríamos decir que el conjunto simbólico
constituido alrededor del mito de Jesús de Nazareth, en su pasión, su
muerte y su resurrección, canaliza la muerte y la violencia del grupo,
encontrando de esta manera, aun engañándose a sí mismos, una solución a
estas realidades del mundo irracional que la razón es incapaz de captar,
expresar y gestionar» –dice un antropólogo estudioso de la Semana Santa
andaluza.–{80} Sin duda, estos análisis –suponiendo que la apelación al
elemento irracional tenga tan solo un alcance relativo a la cultura estudiada,
porque, refiriéndonos al caso, sería la razón de los andaluces la que no
puede captar su realidad (y, por ello, tiene que engañarse a sí misma), pero
no la razón del antropólogo en general– explican la realidad antropológica
de las ceremonias y acaso contienen una cierta intención de justificación de
las mismas. Pero en el momento en que el antropólogo justifica, aunque sea
funcionalmente, dentro del sistema, ya está valorando, y valorando
(precisamente porque no se opone enérgicamente) con un signo
conservador (del sistema cultural). Una tendencia conservadora que acaso
puede vincularse a la Antropología cultural positiva en tanto está
constituida para analizar los sistemas culturales tales como son, dejándolos
intactos, descansando en su propia identidad recurrente. Acaso se trata de
un deseo ligado estructuralmente al mismo punto de vista positivo –el
antropólogo funcionalista no quiere cambiar la realidad ni destruirla, sino
conservarla, como tampoco el arqueólogo puede querer destruir sus
reliquias, que constituyen su campo de estudio–. A esta tendencia
estructural gnoseológica se asocia hoy, en la coyuntura de la España de las
autonomías, la tendencia a utilizar la Antropología como instrumento de
justificación de las mismas sobre la base de la demostración de las
«identidades culturales» (de las etnias, si no ya de las razas)
correspondientes. En la España de las autonomías acaso pueda decirse que
los antropólogos culturales están llamados a sustituir lo que los psicólogos
podían haber representado en la España centralista. Ahora bien, la
explicación no puede jamás pasar, cuando nos referimos a las ceremonias,
por una justificación. Las ceremonias ligadas a la institución del circo
romano pueden ser estudiadas antropológicamente en el horizonte de una
sociedad esclavista, pero esa explicación no las justifica fuera de esa
sociedad, es decir, cuando nos situamos dentro de los supuestos de otro
sistema cultural o, simplemente, de otras ceremonias alternativas, pero
también positivas. De este modo, comprendemos la posibilidad de una
crítica antropológica (de una valoración) ligada a la dialéctica intercultural o
interceremonial. Porque valorar a la Semana Santa andaluza como conjunto
institucional de ceremonias estúpidas, de mal gusto, «opio del pueblo», no
equivale necesariamente a introducir perspectivas exógenas al punto de
vista antropológico, sino sencillamente constatar que existen alternativas
positivas, también culturales, que se presentan en conflicto con aquellas
identidades. Porque las diferentes culturas no son esencias que realizan
megáricamente su propia identidad, sino sistemas enfrentados en una
unidad dialéctica (dentro de la que están envueltos los propios
antropólogos) y que es también, desde luego, una realidad antropológica.
Notas
{1} Anónimo: Agricultor práctico, Librería Americana, Madrid s. a. (hacia
1820). Libro II, Cap. VII.
{2} Frazer, La rama dorada, Cap. IV: «Magia y Religión». Trad. esp. de la
edición abreviada por el autor en FCE, México 1956, págs. 80-81.
{3} McKissack & Fleming, en Journal Me. Science, 1943. Apud William
Sargant & Eliot Slater, Métodos somáticos de tratamiento en psiquiatría,
Trad. esp., Espasa-Calpe, Madrid 1947, págs. 207-208.
{4} Delegación de la Sección Femenina, Manual de cocina. Recetario,
Almena, Madrid 1976, págs. 320.
{5} Antonio Solis y Rivadeneyra, Conquista de la Nueva España, libro III,
cap. XV. Thomas y Ferrer, Barcelona 1771, tomo primero, págs. 411-412.
{6} Cannon, manual de explicaciones, Printer unit P-1, 1972, pág. 11.
{7} Apud Glyn Daniel, El concepto de prehistoria. Trad. esp., Labor,
Barcelona 1968, págs. 33.
{8} Fragmento 154. Es doctrina que pasa a los epicúreos (Lucrecio, 1379,
1381).
{9} Francisco Suárez, De legibus, Libro VII, III, 2. Edición bilingüe del
Instituto de Estudios Políticos. Madrid 1968, tomo IV.
{10} Talcott Parsons, The social System. The Free Press of Glencoe, Nueva
York 1959, caps. III y IV.
{11} Apud Luis Sala Balust, Constituciones, estatutos y ceremonias de los
antiguos colegios seculares de la Universidad de Salamanca, ed. crítica, vol.
I, Salamanca 1962, pág. 358.
{12} H. Fränkel, «Man's Ephemeros Nature», en Transactions of the
American Philological Association, 1946, 77, págs. 131-145.
{13} Sir D'Arcy W. Thompson, On Growth and Form. Cambridge University
Press, 1963 (reedición). Vol. II, pág. 66.
{14} «Vida es la facultad de un ser de obrar según las leyes de la facultad de
desear. La facultad de desear [das Begehrungsvermögen] es la facultad de
ese mismo ser de ser, por medio de sus representaciones [seine
Vorstellungen], causa de la realidad [Ursache von der Wirklichkeit] de los
objetos de esas representaciones» (Kant, Crítica de la Razón Pura, prólogo,
nota 4. Ed. Cassirer, Band V, pág. 9). «Una araña ejecuta operaciones que
semejan a las manipulaciones del tejedor y la construcción de los panales de
las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de
obras. Pero hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego,
a la mejor abeja y es el hecho de que antes de ejecutar la construcción la
proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo brota un resultado
que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir,
un resultado que tenía ya existencia ideal.» (Marx, El Capital, Tomo I,
Sección III, Cap. V, 1) págs. 130-131, en la traducción Wenceslao Roces, FCE,
México 1964.
{15} Apud Gadamer (editor), Antropología, Trad. esp. de Ediciones Omega.
Tomo IV, pág. 14.
{16} Georg Henrik von Wright, Explicación y comprensión. Trad. esp. en
Alianza Editorial, Madrid 1979. Cap. III.
{17} B. F. Skinner, «Por qué no soy un psicólogo cognitivo», apud A. Pérez &
J. Almon, Lecturas de aprendizaje y enseñanza, Zero-Zyx 1980, pág. 60.
{18} H. F. Jrustov, «Formation and highest frontier of the implemental
activity of anthropoids», VII International Congress of Anthropological and
Ethnological Sciences, Moscú 1964. H. V. Vallois, «Le problème de
l'hominisation», en Colloques Internationaux du C.N.R.S., págs. 207-213,
París 1958.
{19} C. Poirel, Los ritmos circadianos en psicopatología, Alhambra, Madrid
1981, pág. 8.
{20} C. Poirel, ob. cit., pág. 13.
{21} E. Schrödinger, ¿Qué es la vida? Trad. esp., Espasa-Calpe, 1947, p. 17:
«con toda su predilección por la unidad de Ångström, el físico prefiere que
le digan que para su nuevo traje se necesitan seis yardas y media de tela en
lugar de sesenta y cinco mil millones de unidades ångström de tela.»
{22} I. Prigogine & I. Stengers, La Nouvelle Aliance. Métamorphose de la
science, París, Gallimard 1979, pág. 155. Sobre la inestabilidad de Bénard,
Manuel G. Velarde & Christiane Normand, «Convection» en Scientific
American, Julio 1980, págs. 92-108.
{23} M. Gardner, Nuevos pasatiempos matemáticos. Trad. esp. en Alianza
Editorial, Madrid 1972, pág. 107.
{24} Es muy dudosa la interpretación mecánica de Tucídides que propone
W. J. Woodhouse a partir de la hipótesis del escudo pesado sostenido por la
mano izquierda, que inclinaría su marcha hacia la derecha. Véase sobre este
punto, Pierre Vidal-Naquet, El cazador negro, Capítulo «Epaminondas
pitagórico», pág. 91 de la trad. esp. en Península, 1983.
{25} B. Malinowski, Los argonautas del Pacífico occidental. Trad. esp. en
Península, 1973, pág. 96.
{26} Kenneth L. Pike, Language in relation to a unified theory of the
structure of human behavior. 2ª ed., Mouton, París 1971, págs. 85, 121 y 150.
{27} K. L. Pike, ob. cit., pág. 124.
{28} K. L. Pike, ob. cit., pág. 124.
{29} M. Harris, El materialismo cultural. Trad. esp. en Alianza Universidad,
1982, capítulo II.
{30} K. L. Pike, ob. cit., pág. 37.
{31} Klaus Thews, Etología, trad. esp., Círculo de Lectores, 1976, pág. 237.
{32} K. Thews, ob. cit., pág. 121.
{33} Irenäus Eibl-Eibesfeldt, El hombre preprogramado, 4ª ed. de la trad.
esp. en Alianza Universidad, Madrid 1983, pág. 187.
{34} K. Thews, ob. cit., pág. 283.
{35} G. Bueno, «En torno al concepto de Ciencias Humanas», en El Basilisco,
Oviedo 1978, nº 2, págs. 12-46.
{36} J. Frazer, ob. cit., cap. III.
{37} John M. Whiting, «Effects of Climate on certain Cultural Practices». En
A. P. Vayda (editor), Environment and Cultural Behavior. Ecological Studies
in Cultural Anthropology, The Natural History Press, Nueva York 1969,
págs. 416-455.
{38} G. Bueno, «Sobre el concepto de espacio antropológico», en El Basilisco,
Oviedo, 1978, nº 5, págs. 57-69.
{39} G. Bueno, El animal divino (de próxima aparición).
{40} Tomo la información relativa a este ejemplo del libro de Aurora
González Echevarría, Invención y castigo del brujo en el África negra, Ed.
del Serbal, Barcelona 1984, pág. 52 y ss.
{41} A van Gennep, Les rites de passage, París 1909.
{42} G. Bueno, «En torno al concepto de Ciencias Humanas», en El Basilisco,
Oviedo 1978, nº 2, pág. 28, nota 73.
{43} Véase la nota 42.
{44} Véase la nota 42.
{45} Polibio, Libro III, 117.
{46} Martin Gardner, Izquierda y derecha en el Cosmos, trad. esp., en
Alianza, Madrid 1964, passim.
{47} Jamblico, Vida de Pitágoras, 83 y Protr., 21, 11.
{48} En los tratados o manuales habituales de antropología (por ejemplo, los
de R. Beals & R. Hoijer, Herskovit, Harris...) no aparecen capitulos
dedicados a las ceremonias. En la conocida Introducción a la Etnografía de
Marcel Mauss aparece un epígrafe dedicado a los ritos pero dentro del
capítulo de los fenómenos religiosos. En la tabla de categorías que Marvin
Harris ofrece en El materialismo cultural (trad. esp., Alianza, Madrid 1982),
sólo aparece el epígrafe «rituales» dentro de la categoría «superestructura
conductual», al lado de la ciencia, deportes, propaganda, literatura, arte,
música, &c. (pág. 69). Un autor ya clásico, como Gabriel Tarde, cuya teoría
de la repetición universal (vibratoria, hereditaria, imitativa) puede
entenderse como el horizonte más apropiado para destacar los movimientos
imitativos humanos, las ceremonias, desvía continuamente su atención de
estos procesos, pues la imitación se entiende, por ejemplo, como imitación
de creencias, o de deseos, o de modas. En toda su obra no aparece ni una
sola vez un concepto que tenga que ver con la imitación de cursos
temporales operatorios. (G. Tarde, Les lois de l'imitation. Etude
sociologique, 7ª ed., Félix Alcan, París 1921).
{49} Joseph Needham, La gran titulación. Ciencia y sociedad en Oriente y
Occidente, trad. esp. en Alianza Universidad, Madrid 1977. Sobre
ceremonias Ming Thang, pág. 259.
{50} Véase también la voz «sermo» en A. Ernout & A. Meillet, Dictionnaire
étymologique de la langue latine.
{51} Los epicúreos siguieron muchas veces esta misma inspiración. «Toma
tu barco, hombre feliz –dice Epicuro al joven Pitocles– y huye a vela
desplegada de toda forma de cultura.» «Cultura» aquí significa muchas
cosas, pero no excluye, desde luego, a las ceremonias.
{52} Platón, Las Leyes, 828 b.
{53} Véase Vidal-Naquet, ob. cit., «Tiempo de dioses y tiempo de hombres»,
pág. 82.
{54} Françoise Bader, Demiourgos: les composés grecs du type de
demiourgos, París 1965, págs. 133-141.
{55} Eleuterio Elorduy, S. J., El estoicismo, Gredos, Madrid 1972. Tomo II,
pág. 109.
{56} Anthony A. Long, La filosofía helenística, Trad. esp. en Alianza
Universidad, Madrid 1984. Cap. IV (El estoicismo), pág. 185.
{57} Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Trad. esp.
en Península, 5ª ed., Barcelona 1979. I. 3, «Concepción luterana de la
profesión».
{58} Santo Tomás, In decem libros ethicorum Aristotelis... Expositio. Libro I,
lectio lª.
{59} Francisco Suárez, Ob. cit., Libro VII: «De lege non scripta, quite
consuctudo apellatur».
{60} F. Suárez, Ob. cit., Cap. III, II, «Primera división de la costumbre».
{61} Véase nota 60.
{62} Montesquieu, El espíritu de las leyes, Libro XIX, cap. XVI.
{63} La Sittlichkeit aparece definida en la Filosofía del Derecho (&. 15, 1)
como la conducta general [por tanto, repetida] de los individuos, como
costumbre. En sus escritos de 1802-1803 (Über die wissenschaftlichen
Behandlungsarten des Naturrecht..., vol. IV de los Jenaer Kritischen
Schriften, por Hartmut Buchner y Otto Pöggeler, Hamburgo 1968, pág. 467)
se dice también expresamente: ein Allgemeine oder Sitten zu sein.
{64} C. Marx, La ideología alemana. Trad. esp. en Grijalbo, Barcelona 1970,
pág. 676.
{65} Vid. el libro de Richard J. Berstein, Praxis y acción, versión de Gabriel
Bello, Alianza, Madrid 1979, págs. 198, 240 y 248.
{66} John Hosper, Human conduct, 1961. Hay trad. esp. de Julio Cerón,
Tecnos, Madrid 1974. Véase también sobre filosofía de la acción Paul
Ricoeur, Corrientes de la investigación en las ciencias sociales, UNESCO,
Madrid 1982. Sección V, «El hombre y la acción» y Francisco Campos, «La
causación en la acción», El Basilisco, nº 5, con abundante bibliografía.
{67} Sobre Heidegger, especialmente en sus escritos tardíos, Modesto
Berciano, Técnica moderna y formas de pensamiento. Su relación en Martin
Heidegger, Salamanca 1982, pág. 100.
{68} A. de Waelhens, La filosofía de Martin Heidegger, trad. del P. Ramón
Ceñal, CSIC, Madrid 1945, págs. 118-239.
{69} José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, en Obras Completas, Revista
de Occidente, Tomo VII, pág. 78.
{70} En el capítulo X de El hombre y la gente, es a propósito de la
«meditación del saludo» como se formula la pregunta: «¿qué es un uso?»,
ob. cit., pág. 212.
{71} Véase, por ejemplo, en Julián Marías, La estructura social, Sociedad de
Estudios y Publicaciones, Madrid 1955: «...esto ocurrió con las primeras
mujeres que quisieron estudiar en las Universidades; no estaba prohibido,
porque no estaba previsto; pero ahí estaba latente el uso negativo de que las
mujeres no iban a la Universidad.»
{72} Malinowski, ob. cit., pág. 135. Leach (Replanteamiento de la
Antropología, Seix-Barral, 1972), es otro ejemplo: aún percibiendo la función
cronoreguladora y cronomarcadora de las ceremonias se mantiene recluido
en los límites de lo que él llama «rituales».
{73} J. Huxley, «A discussion on ritualization of behaviour in animals and
Man», en Philosophical Transactions of the Royal Society of London. Todo
esto es apud Irenäus Eibl-Eibesfeld, «Ritual and ritualization from a
biological perspective» en Human ethology, en M. von Cranach (editor),
Cambridge UP 1979, pág. 79.
{74} K. L. Pike, ob. cit., pág. 121.
{75} Queremos decir que sería más exacta la definición del hombre como
«mono vestido», porque sólo se puede llamar desnudo al primate sin vello
cuando al vello lo comparamos con un vestido y esto es una metáfora
anacrónica: el vello cubre a los primates muchos millones de años antes de
inventarse la indumentaria.
{76} Gabriel Tarde, ob. cit., pág. 5.
{77} Max Weber, «El sentido de la libertad de valoración en las ciencias
sociológicas y económicas» (1977). Hay trad. esp. en la antología Sobre la
teoría de las ciencias sociales, Península, Barcelona 1971. Véase también
Alvin W. Gouldner, «El antiminotauro: el mito de una sociología no
valorativa», en La sociología actual, Alianza Universidad, Madrid 1979.
{78} Ubaldo Martínez Veiga, Antropología ecológica, Adara, La Coruña
1978. Cap. VI. Véase también Maurice Godelier, Economía, fetichismo y
religión en las sociedades primitivas, Trad. esp. en Siglo XXI, Madrid 1974,
sobre el festival Molimo de los mbuti.
{79} John Watkins, «Racionalidad imperfecta», sobre la tesis de
Collingwood, en Chomsky y otros, La explicación de las ciencias de la
conducta, Alianza Universidad, Madrid 1974, pág. 80.
{80} Rafael Gómez Briones, «La Semana Santa andaluza», en Gazeta de
Antropología, nº 2, Granada 1984, pág. 9.

Hacia un concepto de cultura Asturiana


Gustavo Bueno

Prólogo a Francisco G. Orejas, Guía de la Cultura Asturiana


1. Francisco G. Orejas, el autor de esta Guía de la Cultura Asturiana que el
lector tiene en sus manos, concluye en su nota introductoria:
«Sin llegar a un acuerdo, por supuesto [acerca del sentido de sustantivo
«cultura»], y aun sin rizar el rizo adjetivando el de por sí complejo,
polimorfo, multívoco y equívoco sustantivo, que hablar de cultura asturiana
es mentar a la madre del cordero de la irrebatible polisemia y la
irremediable disparidad argumental».
Francisco G. Orejas me pide que le ponga un Prólogo a su libro. Nada más
honroso para mí, tratándose de un libro como el presente. Y nada más
apropiado (me parece) a mis personales hábitos, que dedicar este Prólogo a
seguir mentando esa «madre del cordero» sobre cuya pista el propio autor
(y no yo) nos pone en el comienzo mismo de su libro. Y quisiera seguir
mentando esta madre, no de un modo velado y, por así decirlo, púdico, sino
de un modo impúdico y explícito, un modo capaz de manifestar a la madre
del cordero en la íntegra redondez de su volumen o bulto.
«Cultura asturiana»: un sustantivo, es cierto, polisémico, y un adjetivo que,
lejos de reducir esa polisemia, la ensancha y la agrava. Y ello debido, en
primer lugar, a que la polisemia del sustantivo «cultura» no es simplemente
la resultante de la acumulación amorfa de acepciones diferentes, más o
menos convencionales, entre las cuales se tenga derecho a escoger sin
mayores compromisos, puesto que estas acepciones (me parece) se refieren
las unas a las otras, y no de cualquier modo, sino de un modo dialéctico,
conflictivo. La multivocidad y polimorfía del sustantivo «cultura»
constituye así una «unidad polémica». Y, en segundo lugar, porque el
adjetivo «asturiano», aplicado al sustantivo «cultura», enardece, por decirlo
así, esa unidad polémica, enriqueciéndola con una determinación
extremadamente problemática y, en realidad, indeterminada. En efecto: el
propio significado del adjetivo («asturiano») depende aquí enteramente del
significado que otorguemos al sustantivo («cultura»), tanto o más como
recíprocamente. Pues, ¿acaso no hay que entender «Asturias» como un
concepto él mismo cultural, histórico, espiritual?, ¿o es que el adjetivo
«asturiano» podría reducirse sin residuo al marco de las categorías
«naturales», «físicas», «geográficas»? El lector que haya simplemente leído
el título de este libro, Guía de la cultura asturiana, no es fácil que espere
encontrar tan sólo una mera exposición que detalle la cuadrícula abstracta
formada por los ríos Eo y Deva, la Cordillera Cantábrica y el mar océano,
dentro de un mapa general de la cultura europea actual (si lo que esperaba
era una Guía «sincrónica»). Y, si prefiere una Guía «diacrónica», el lector de
una Guía de la cultura asturiana, seguro que no piensa encontrarse
meramente con la exposición de los simples «reflejos» que, en esa
cuadrícula, hayan podido tener las sucesivas corrientes culturales de la
Humanidad, desde la cultura musteriense hasta la cultura de Hallstat
(incluyendo aquí acaso la famosa cultura celta), desde la cultura romana y
cristiana, hasta la cultura europea de la Ilustración y del socialismo. Estas
perspectivas, acaso se enunciarían mejor, al margen del adjetivo, en el título:
Guía de la cultura en Asturias. Porque la expresión «cultura asturiana» pide
significaciones más profundas que las meramente geográfico-naturales
ligadas a una cuadrícula abstracta, de límites en gran medida
convencionales y que, en modo alguno, pueden comprender una «unidad
sustantiva». El adjetivo «asturiano» dice aquí, de algún modo, una
determinación y como moldeamiento interno del propio sustantivo cultura,
sugiere que hay una unidad interna, espiritual, no sólo de escenario, y que,
en resolución, la «cultura asturiana» no es tanto un segmento abstracto de
un todo superior envolvente, sino una unidad diferenciada, de algún modo
sustantiva y, en el límite, autónoma.
En el límite, cuando se habla de cultura asturiana, acaso algunos piensan en
algo así como en lo que es la genuina expresión de un pueblo idéntico a sí
mismo, «que realiza su identidad» (o «se realiza») a través precisamente de
su cultura propia, autóctona, de su historia --«nacionalidades históricas»--,
más que de su mera geología. Al menos sobre el supuesto de estas
sustantividades, o esencialidades (identidades) culturales, suelen basarse las
reivindicaciones que, en nuestros días, proclaman las diversas
«nacionalidades históricas del Estado español», al decir de las llamadas
clases políticas respectivas. Los dos pilares sobre los que se apoya esa
identidad postulada son bien conocidos: uno, la identidad de estirpe (el
pueblo), y el otro, la identidad de cultura (concretada principalmente en la
lengua propia). El circuito se cierra en una mística perikhoresis, cuando la
cultura (y, en particular, la lengua) se declara consustancial con aquel
pueblo (el «espíritu del pueblo», el Volksgeist de los románticos). Un
síndrome bien diagnosticado en España (como reflejo de aquellas corrientes
decimonónicas germánico-sajonas) es el que podría llamarse «síndrome
celtista-gallego-hablante», que se constata desde Murguía a Otero Pedrayo,
y que se extiende entre nosotros en la forma del «síndrome bableceltista»
(¿no es verdaderamente notable la tendencia de ciertas asociaciones
filocélticas asturianas a expresarse en bable, que es una lengua latina?).
Y sobre estos supuestos (curiosamente más prehistóricos que históricos), la
idea de autonomía podrá redefinirse solemnemente como la forma política que
busca darse a sí mismo un pueblo que ha encontrado ya en el interior de su
sustancia su propia identidad específica.
¿Qué ocurre cuando, supuesta esta sustantiva identidad cultural y sometida
a referéndum popular la cuestión de la autonomía («autogobierno»), el
pueblo permanece escandalosamente mudo (como está ocurriendo en
Galicia en el momento en que escribo este Prólogo)? Ocurre simplemente --se
dirá-- que «el cadáver miente». Se trata (se dirá, paradójicamente) de que
estamos ante un pueblo inculto, rural --¿no reivindican algunos partidos
políticos gallegos que pedían el Sí, los votos de las zonas industriales? La
«clase política» se nos presenta ahora erigida en auténtica «conciencia de ese
pueblo» que no sabe lo que quiere, ni quiere lo que sabe, que al menos no
sabe expresarlo. El Volkgeist parece que sopla donde quiere, por ejemplo, en
el 20% de los electores que votaron Sí. Un nuevo despotismo ilustrado,
ahora ejerciéndose en un estilo formalmente democrático, proclamará, en
nombre del pueblo entero (del 100%), la sustantividad e identidad de la
nacionalidad básica autónoma, dentro (eso sí) de la superestructural
realidad (meramente administrativa, puesto que se le llama «La
Administración» del «Estado español»).
Y con lo que llevo dicho espero evitar que el lector de este Prólogo pueda
decir que no se ha acabado de mentar, en toda la redondez de su bulto, la
madre del cordero que se oculta tras la expresión «cultura asturiana» --o
bien, tras expresiones semejantes («cultura gallega», «cultura segoviana»,
«cultura catalana», «cultura riojana», «cultura murciana»).
2. El lector ha advertido, sin duda, que en los actuales debates sobre las
culturas nacionales, en su conexión con los programas de autonomía, hay una
superabundancia (que no deja de ser sorprendente) de términos abstractos,
de aquellos términos que tradicionalmente eran analizados en el taller de los
filósofos y, en particular, de los filósofos escolásticos: «ente» (ente
preautonómico), «identidad» (señas de identidad), «diferencia», «propio»
(cultura propia), «sustancia», «caracteres específicos», o bien términos con el
prefijo «autos» (autonomía, autogobierno, autocontrol). Son los términos
que se estudiaban en los libros de Metafísica (Utrum omne ens sit bonum o en
el libro De Praedicabilibus (Q. 12: Utrum divisio differentiae in communem
propriam et propriisimam et aliae differentiae divisiones sint bonas?, Q. 16: Utrum
divisio proprii et illius diffinitio recte assignetur a Porphirio?) No soy yo quien
saca a colación semejantes términos escolásticos: es la «clase política», la que
habla de las culturas nacionales como entes con rasgos específicos («el bable,
lengua específica de Asturias»), propios, diferenciales, expresión de la
sustantiva identidad de cada pueblo que busca autorrealizarse. Lo que yo saco
a colación es mi pasmo ante la tranquilidad con que se utilizan términos tan
cargados de matices y significaciones sutiles, mi asombro ante la burda y
acrítica apelación a conceptos que piden un uso más cauto y crítico por
quienes debieran tener, en general, una mínima formación escolástica
(¿acaso no es un hecho que muchos miembros de las clases políticas, a la
izquierda o a la derecha, fueron clérigos o seminaristas no hace todavía
tantos años?). Es lógico que las combinaciones de estos términos abstractos,
con las diferentes acepciones del polisémico término «cultura», en los
debates de nuestros días sobre el Estado de las Autonomías, dé como
resultado un verdadero delirio de frases de algarabía (a veces, incluso se
cantan), un delirio que acaso no haya tenido lugar desde la época
alejandrina.
3. Y un mérito indiscutible de Francisco G. Orejas es que, con espíritu de
sobriedad, ha optado por limitar de hecho la polisemia del término
«cultura», ateniéndose a un sentido mucho más estricto, que él determina,
de pasada, como «librotes y otros utensilios», a los que vendría referida su
propia Guía. Porque, efectivamente, si analizamos el contenido de esta Guía
advertimos fácilmente que por «cultura asturiana» no se sobreentiende aquí
cualquier tipo de utensilios --ni siquiera el pico asturiano, ni tampoco los
instrumentos de cocina, o los instrumentos musicales asturianos--, sino
ciertos utensilios que tienen que ver con los libros. Y no con todos, porque
tampoco se nos habla aquí del Libro Becerro, o de los libros de Matemáticas o
de Geología, o de Botánica, que se han producido o se producen en Asturias.
En esta Guía se habla de la cultura en cuanto que es cultura escrita en ciertos
libros y papeles publicados en Asturias. ¿Estamos ante una restricción
arbitraria e imprecisa («ciertos libros») y, en todo caso, tan convencional
como pudiera serlo la cuadrícula geográfica «Asturias», aun referida a la
Cultura, en todo su polisémico significado?
No, desde luego. Porque si lo fuera, se habría alcanzado una neutralidad tal
que ni siquiera habría hecho falta haberse mentado «la madre del cordero».
Aunque la cultura asturiana se reduzca, en su extensión, al campo de esos
«ciertos libros» --las letras, en cuanto contradistintas a las ciencias, y acaso
también a las armas--, no por ello podríamos pensar en una neutralidad
meramente descriptiva, que acota convencionalmente su campo. Semejante
acotación, al menos, resultaría estar recubriendo un recinto de la Idea de
Cultura que hace siglos se conforma como tal, un recinto al que, hace unos
años, C. P. Snow llamó la primera cultura (en tanto se opone a una supuesta
segunda cultura). Las dos culturas (la «cultura literaria» o «humanística» y la
«cultura científica») no fueron meramente entendidas por Snow como
aspectos complementarios de una totalidad superior. Se entienden como dos
direcciones, en cierto modo antagónicas, de las cuales la primera representa
más bien el pasado, mientras que la segunda representa el futuro (el futuro
abierto tras la revolución industrial, y la revolución científico-técnica).
Seguramente, la principal razón del éxito de Snow residió en la misma
titulación de su obra: al llamar «Culturas» a estas dos formas de organizarse
la «actividad civilizada», contribuyó a quitar el complejo de inferioridad de
los nuevos técnicos y científicos, recién llegados, a quienes los literatos
llamaban incultos porque no habían leído a Cicerón o a Byron. Al hablar de
«cultura», Snow quería referirse a «un grupo de seres humanos que viven
en un mismo ambiente, vinculados por hábitos comunes, supuestos
comunes y una común manera de vivir --como cuando se habla de una
cultura neanderthal o de una cultura La Tène--». Por tanto, el que ignorando
a Cicerón o a Byron, supiera sin embargo manejar una regla de cálculo o un
espectroscopio, no sería un inculto. Tendría una cultura (o pertenecería a
una «cultura») distinta de la cultura humanística. También el literato podría
llamarse un inculto en cultura científica. Y si «hace treinta años (se refiere
Snow a la década de los treinta) las dos culturas habían dejado de dialogar
desde bastante tiempo atrás, pero al menos se apañaban para dedicarse una
especie de gélida sonrisa de un lado al otro del abismo, hoy la cortesía ha
desaparecido, y se limitan a hacerse muecas. Y esto no sólo se debe a que los
jóvenes científicos se dan hoy cuenta de que son una cultura en ascenso,
mientras la otra se halla en retroceso...». Las dos culturas son, pues, según la
primera opinión de Snow, irreductibles. Diríamos con Snow: esos
movimientos literarios que toman tecnicismos de la Física, o de las
Matemáticas --El Aleph, Cuando 900 Mil Mach Aprox--, siguen siendo
«primera cultura» (sin perjuicio de su depurada calidad). Y la distinción de
Snow no corresponde en absoluto con la distinción entre cultura mundana y
cultura académica. Y no ya porque la cultura literaria sea académica y la
segunda cultura, más realista (el mundo industrial), sea mundana, porque
sólo tras una cultura académica muy rigurosa cabe una cultura matemática:
no existen caminos reales para aprender Geometría.
La cultura asturiana, a la cual la Guía de Francisco G. Orejas nos introduce,
puede ponerse, sin gran error, bajo la jurisdicción de esa primera cultura de
Snow. Y esto no lo digo para devaluar (con el espíritu del concepto de
Snow) el contenido anunciado por esta Guía, puesto que no comparto, en
absoluto, los criterios de Snow, ni siquiera el uso que él hace del concepto de
«cultura» aplicado al caso, ni de su dicotomía (que él mismo tuvo que
rectificar de algún modo, a propósito de las «ciencias humanas», como
tercera cultura, en sus Nuevos enfoques). Lo digo para mostrar, desde unas
coordenadas muy conocidas, hasta qué punto la elección de Francisco G.
Orejas no es meramente subjetiva ni arbitraria, sino que pasa por una
divisoria que existe realmente, aunque haya sido formulada por Snow de un
modo, a mi juicio, superficial.
En efecto: es cierto que la idea antropológica (etnológica) de cultura, tal
como la bosquejó Tylor, es mucho más extensa y comprende, no sólo a la
primera cultura de Snow, sino también a la segunda, y a otras muchas cosas
que no entran ni en la primera ni en la segunda (ni siquiera en la tercera
cultura). La Idea de cultura antropológica de que habló Tylor como un
«complejo» que comprende tanto las creencias religiosas como los utensilios
de cocina, tanto las artes plásticas como las formas de parentesco o las
lenguas de los diversos pueblos, comprende, en su extensión, prácticamente
a todo lo que suele oponerse a Naturaleza (la oposición
Cultura/Naturaleza), aun cuando en Tylor la idea de cultura se presentaba
como una idea naturalista, no sólo porque arraigaba en la «naturaleza
humana», sino también por sus pretensiones de idea puramente neutral y
descriptiva, «libre de valoración», como pudieran serlo, al parecer, los
conceptos del entomólogo o del botánico. Sin embargo, es dudoso que
pueda considerarse la idea de cultura de Tylor y sucesores como una idea
puramente neutral, «libre de valoración» en el sentido de Max Weber.
Concedamos que el historiador de la música pueda exponer
«neutralmente», sin valorarlos, los desarrollos de las estructuras armónicas
o instrumentales que se anuncian en el Renacimiento y llegan al
neoclasicismo. Pero cuando hablamos de la Cultura, en toda su extensión,
como de aquello por lo que el Hombre se define --frente a la naturaleza--, es
prácticamente imposible hablar neutralmente, es decir, es prácticamente
imposible no consignificar que «cultura» (o «cultural») es un término de
valor (o de contravalor), es lo que pone al hombre «por encima» de la vida
animal (o, en algún caso --el caso de Alsberg, de Theodor Lessing, de los que
se adscriben a lo que Max Scheler llamó la cuarta idea de Hombre--, por
debajo de los animales, como un inmenso «aparato ortopédico» que
constriñe, reprime, distorsiona la libre espontaneidad de la naturaleza
animal). Y cuando se extiende el concepto de cultura a la propia vida animal
(Culturas animales), entonces el concepto de cultura humana vuelve a
cargarse de nuevo con un inevitable peso axiológico, normativo. Este signo
axiológico, normativo, se hace todavía más redundante cuando esa idea de
cultura, en lugar de mantenerse en los amplios límites de la totalidad de su
extensión antropológica (etnológica) se restringe hasta superponerse
prácticamente, con los límites de la primera cultura de Snow, de la cultura
literaria. Hasta el punto de que cabría sospechar si no es precisamente este
signo axiológico aquello que está en el origen mismo de la restricción de la
idea, y no algo sobreañadido. «Los Corneilles, los Racines, los Boileaus, los
oradores, los historiadores y los artistas son los que han inmortalizado a
Luis XIV, mucho más que los sabios que también brillaron en su siglo »,
podía decir aún Chateaubriand (Genio del Cristianismo, libro 2°, cap. 1) hacia
1802. Ahora, cultura viene a equivaler a aquello que Hegel llamaba el
Espíritu absoluto, aunque invirtiendo el orden de sus estadios (Arte, Religión,
Filosofía), puesto que es el Arte, y sobre todo la «Literatura», aquello que se
pone en el punto más alto de la expresión del «espíritu» de un pueblo. Esta
idea de cultura es además (en la Historia de las Ideas) la Idea más originaria
--como secularización que es de la idea teológica de la Gracia. Porque así
como el «Reino de la Gracia» se sobreañade al «reino de la naturaleza»,
justificándolo y elevándolo a un éter espiritual, así también la cultura (y, en
especial, la primera cultura, en el sentido de Snow, es decir, la literatura, la
poesía, la mitología, la «filosofía mundana») se sobreañade al reino animal,
al que cabría reducir (como lo redujo Bergson o Scheler) la segunda cultura
de Snow o, para decirlo en otras coordenadas, las «virtudes prometeicas» en
cuanto se enfrentan a las «virtudes herméticas» en el sentido del Protágoras
platónico. Es así como el reino animal se elevaría a un orden superior y
constituiría la expresión misma del espíritu o de la creatividad humana (de
la «libertad creadora»). Desde esta perspectiva que es, en el fondo, teológica,
participar (en el tiempo de ocio, en el domingo, como Día del Señor o Día de
la Cultura) en una forma cultural literaria o artística y, sobre todo, crearla, es
algo así como estar «en estado de Gracia». El adjetivo «cultural» se
convertirá ahora en la expresión de uno de los valores más altos, en cuyo
nombre se justifica todo --como todo quedaba justificado cuando se estaba
en el estado de gracia. Se discutirá la cultura académica --precisamente
porque se interpretará como una fosilización de la cultura fresca (la fe viva)
que sigue manando, al parecer, libremente, de cada pueblo, o de cada
ciudad. Se dirá «la música pop es cultura» --queriendo decir: luego debe ser
protegida (por ejemplo, por el Ministerio de Cultura), al igual que lo es la
llamada «música clásica»--. Se dirá (como ya lo había dicho Marinetti): «las
canciones de la fábrica, o los giros o expresiones de los suburbios de las
grandes ciudades son cultura» --luego estará justificado su cultivo,
precisamente por serlo--. Y especialmente cuando se trata de la cultura
popular, del espíritu de una nación (Montesquieu) o del espíritu de un
pueblo (Hegel): una danza, una tradición, de probada antigüedad, por ser
cultura, se entenderá que debe ser cultivada y extendida, para que todos los
individuos de ese pueblo participen (en el espíritu del tradicionalismo) de
esta nueva Gracia santificante y justificante, en una nueva kulturkampf que
sustituye a la antigua guerra santa. Los museos nacionales, las casas de la
cultura, los congresos de la cultura, y hasta los concejales y consejeros de
cultura constituyen así como el sucedáneo de la antigua iglesia militante,
que conserva y administra los valores más altos, aquellos que, al menos en
las horas de ocio, han de ser devueltos al pueblo trabajador que los creó,
para así devolverles su identidad. De aquí el cuidado exquisito en precisar
qué sea lo característico, lo diferencial, lo propio o específico de la cultura de
cada pueblo o nación, lo que es puro, sin mezcla de heterodoxia, pues esta
precisión nos permitirá escuchar la Revelación de esa identidad sobre la cual
podrá edificarse la auténtica autonomía, el libre autogobierno.
4. Hemos intentado, en el párrafo que precede, reconstruir lo que podría ser
la teoría (la «filosofía») de las culturas nacionales, en el contexto del «Estado
de las Autonomías». Esta reconstrucción, sin perjuicio de su esquematismo,
nos manifiesta la filiación de esta teoría y su dependencia de la parte más
metafísica de la metafísica del romanticismo, una metafísica que procede a
su vez directamente de la teología cristiana, de la idea de la Iglesia, como
Pueblo de Dios, secularizado, no como vulgo (como diría Feijoo), sino como
pueblo auténtico.
Dicho de otro modo, la filosofía metafísica de las culturas nacionales o
autónomas es una música celestial, tanto más celestial cuanto más
apasionadamente se la declama. En realidad es ideología vulgar y aun
malsonante para muchos oídos críticos. Con el fin de no alargar
excesivamente este Prólogo, me atendré a los dos puntos más importantes a
partir de los cuales sería posible proceder a la trituración crítica de
semejante algarabía metafísica, tejida en torno a las culturas nacionales o
autónomas: el primer punto tiene que ver con el uso de la idea de cultura
(como equivalente a algo que otorga, al parecer, el estado de Gracia, o al
menos, un valor supremo); el segundo tiene que ver con las especificaciones
de la idea de cultura en cuanto cultura nacional y, en particular, de cultura
asturiana.
Por lo que se refiere al primer punto me limitaré a observar que la
utilización ideológica de la Idea de cultura procede muchas veces como si
todos los momentos positivos conviniesen a esta idea de cultura, por el
hecho de serlo, de suerte que los momentos negativos pasasen a caracterizar
a lo que no es cultura (a la naturaleza, a la materia). Sin embargo, este
proceder es completamente injustificable. En cuanto idea axiológica, la idea
de cultura incluye internamente la oposición (o polarización) de sus formas
buenas y malas, de sus realizaciones bellas y feas, sanas o enfermas,
graciosas («en estado de gracia») o burdas --a la manera como también el
Reino de la Gracia incluía en sus dominios a lo santo y a lo diabólico--. Estas
oposiciones no están dadas de antemano, sino que es en la propia ebullición
de la vida cultural allí donde puede decantarse, en medio de luchas, eclipses
o revelaciones nunca acabadas, los valores bellos respecto de los feos, los
graciosos respecto de los torpes. Lo que sí es seguro es esto: que no porque
una canción, un mito, una forma de danza, incluso una institución
pertenezca al «reino de la cultura», habrá que considerarla justificada, hasta
el punto de sentirnos orgullosos de ella, de asumirla, desarrollarla,
propagarla. ¿Acaso no era una institución cultural, y muy refinada, aquella
en virtud de la cual un funcionario romano, disfrazado de Mercurio,
remataba, con un caduceo rusiente, al gladiador moribundo? Había más
elegancia (más cultura) en esta forma de matar que en otras formas que
consistían en abandonarlo a su suerte, o en arrojarlo a los perros. Una danza
primitiva, burda, infantil, incluso estúpida y sin «gracia», es, sin duda, una
forma cultural, popular y tradicional: algo que hay que conservar,
evidentemente, como se conserva un embrión en un frasco de laboratorio
(nos referimos a los laboratorios de danza). Pero ello no justifica el que, por
ser cultural, sea declarada parte de nuestro patrimonio, de un patrimonio con
el cual habríamos de identificarnos --para lo cual habría acaso que inventar
unos hipotéticos significados carentes de todo fundamento--. Hay que
conservar sin duda estas formas culturales, pero sólo para conocerlas, no
necesariamente para amarlas. No siempre para asimilarlas a nuestra vida,
como cosa de nuestra cultura, sino precisamente para mantenernos a
distancia de ellas. Incluso cuando esa danza la representemos en una fiesta
popular, porque ésta solo mantendrá su dignidad cuando los actores se
comporten como tales, como lo entendía Diderot, un entendimiento según el
cual los actores se parecen más a los científicos que a los oficiantes de un
rito, a los sacerdotes. No pretendo insinuar que sean evidentes los criterios
en virtud de los cuales declaramos a una danza popular torpe y a otra
graciosa, o aquellos en virtud de los cuales estimamos como valiosas a ciertas
costumbres, mitos o leyendas, y como estúpidas e infantiles a otras. Lo que
mantengo es que, por oscuros que sean estos criterios, y por dudosa su
aplicación a cada caso, ellos existen siempre. En el momento en que nos
decidimos a ignorarlos, dando todo por bueno, por el hecho de ser cultural,
en este momento se perderá la conciencia de que una forma cultural, sin
perjuicio de que sea nueva o tradicional, puede ser también buena o mala,
valiosa o sin gracia.
Por lo que se refiere al segundo punto --el de la especificidad de los rasgos
de una cultura nacional--, nos limitamos también a lo esencial, a denunciar
la confusión (que parece deliberada muchas veces) entre los conceptos más
diversos y, en particular, a utilizar, como si fuesen muy claras, categorías de
por sí muy oscuras: «cultura nacional propia, específica, original, conciencia
de la propia identidad». Porque las unidades culturales no son sistemas que
puedan considerarse dados con límites perfectamente definidos. No son
sustantivos, forman parte siempre de sistemas superiores y, por tanto, no
pueden ser aislados de estos ni ser considerados como expresiones
autónomas de la «propia identidad de un pueblo» que, a su vez, sólo
mediante un círculo vicioso podría delimitarse. Y ello no porque los rasgos
de esa llamada «cultura nacional» sean comunes a otras culturas. Más bien
cabría aquí decir, con el espíritu de Leibniz, que ser (como ocurre también en
la propia vida natural) es ser diferente (juntamente con ser común). Y por ello,
la diferencia no implica la independencia de la cultura nacional o regional,
sino justamente la pertenencia al sistema cultural capaz de contener esas
diferencias. El solutrense cantábrico presenta (según nos dicen los
prehistoriadores) peculiaridades irreductibles, diferencias notables con
respecto al solutrense francés; pero estas diferencias son justamente las que
lo hacen ser un solutrense asturiano, es decir, realizado en los abrigos y
cavernas astures y no algo importado, en cierto modo inexistente como
forma cultural propia (como inexistente, en cuanto forma cultural propia,
será la botella de Coca-Cola que encuentren los arqueólogos del siglo XL, en
tanto es idéntica, fabricada en serie, a cualquier botella similar fabricada en
las plantas de USA).
Pero por lo mismo que ser culturalmente es ser diferente, y por lo mismo
que estas diferencias (de «escuela», de «estilo», dentro de los mismos
sistemas culturales) no incluyen, de por sí, una cultura sustantiva o
autónoma, tampoco la diferencia es por sí misma un valor positivo, algo de
lo que alguien pueda envanecerse, porque esto equivaldría a enorgullecerse
por el hecho mismo de ser, aunque no se valga. La llamada industria, o
incluso cultura, asturiense --y tomo deliberadamente ejemplos prehistóricos
tratando de herir lo menos posible susceptibilidades-- es considerada como
una de las características diferenciales del desarrollo del paleolítico atlántico;
pero precisamente esta diferencia (si es verdad que el llamado pico
asturiense no pertenece cronológicamente al estadio musteriense), significa
una fase de estancamiento o de retroceso del curso mismo de la cultura
prehistórica, un residuo o acaso una recaída (se ha dicho) en estadios
salvajes casi increíbles tras los logros magdalenienses. O en todo caso, la
«recolonización» de «Asturias», en las etapas finales del aziliense, por
descendientes del achelense, aislados en las zonas más occidentales
(portuguesas, gallegas) durante la glaciación del Würm. Un aislamiento
relativo que acaso duró largos siglos (ausencia de cultura neolítica), hasta
que los buscadores del cobre volvieron acaso a incorporar a las tierras de
Asturias a las corrientes de la «cultura universal». En general, en efecto,
cabría decir más bien que una cultura aislada y diferente, en un sentido
sustantivo, es, por ello mismo, una cultura bárbara, y tanto más grados de
barbarie tendrá cuanto más grados de aislamiento y autonomía le
correspondan.
Precisamente por esta interconexión «horizontal» entre las diferentes partes
de una verdadera unidad cultural (digamos, la cultura eneolítica europea)
parece absurdo pretender referir el desarrollo (diacrónico) de un subsistema
cultural al desarrollo de un «pueblo», como si las sucesivas peculiaridades
de este subsistema emanasen las unas de las otras, constituyendo «la propia
identidad histórica». ¿Qué duda cabe que es muy probable que exista una
influencia sucesiva (conjugada con la influencia común del medio
geográfico) capaz de imprimir un cierto sello peculiar a cada desarrollo
histórico regional? Pero al mismo tiempo, ¿quién se atrevería a suscribir hoy
aquellas célebres tesis de Montesquieu: «El autor de la Naturaleza ha
dispuesto que el dolor fuese menos fuerte a medida que la descomposición
fuese mayor; y siendo evidente que los cuerpos grandes y las fibras gruesas
de los pueblos del norte son menos susceptibles de descomposición que las
fibras delicadas de los pueblos de países más cálidos, se figura que en
aquéllos será el alma menos sensible al dolor. Para que un moscovita sienta
es menester desollarlo»? La idea de una «culturas autónomas emanadas del
pueblo que se expresa con su voz propia», en cuanto horizonte que, al
menos intencionalmente, se presenta como la única forma de liberación del
«poder central», del Estado, tiene algo que ver precisamente con la contra-
cultura, con ese producto elaborado, por cierto, en ciertos cenáculos
universitarios que sienten la nostalgia de la mítica cultura originaria (por
ejemplo, la «tesis» doctoral de Castaneda sobre Don Juan).
Sobre todo, cuando lo que se destacan son los rasgos distintivos (respecto de
otras culturas) que no siempre son los rasgos constitutivos. Lo distintivo y lo
constitutivo serán las propiedades de una cultura, pero en sentido totalmente
opuesto. Una propiedad puede ser distintiva (porque pertenece sólo a la
cultura de referencia) y sin embargo, no ser constitutiva (puede ser más
profundo, valioso o importante un predicado común a otras culturas que un
predicado diferencial). Pero las adjetivaciones tales como «asturiano», en
«cultura asturiana» o «lengua asturiana», borran muchas veces todas esas
distinciones y otras muchas más. ¿Qué quiere decirse con la expresión
«lengua asturiana»? ¿La lengua que es característica (propia, según la
primera acepción de Porfirio) de Asturias, el bable? Pero una propiedad, no
por característica, es esencial (el «propio» era un accidente), ni constitutiva.
¿Acaso el castellano no es también constitutivo de la cultura asturiana?,
¿acaso la lengua castellana no es también propia (segunda acepción de
Porfirio) y constitutiva? Sobre esta confusión se quiere sin embargo
transformar el bable en lengua asturiana constitutiva, llegando a considerar
el castellano, por ser común, como exógeno y advenedizo. Y esto ya es
sencillamente inadmisible, esto es un modo de hablar propio de eso que se
llamaba antes «mentalidad primitiva».
Mi sospecha: si esta tendencia de tantos representantes de las «clases
políticas» a entender las autonomías en torno a culturas nacionales tan
hipotéticas, no es otra cosa sino un modo de disimular la inconsistencia de
los conceptos de «autogobierno» o de «autonomía», la impotencia para
llevar adelante las autonomías en su terreno propio, a saber, el terreno
económico y administrativo. Es mucho más fácil instituir una Academia de
la Lengua que levantar una organización económica capaz de planear,
financiar y gestionar las múltiples empresas agrícolas e industriales que
están viviendo en Asturias en estado crítico.
5. La Guía de la Cultura asturiana de Francisco G. Orejas nos ofrece
abundantes materiales para documentar e ilustrar muchas de las tesis que
hemos esbozado, al menos en el ámbito de esa cultura literaria o primera
cultura que, durante los siglos históricos, ha vivido en Asturias.
Principalmente, porque la Guía demuestra cómo la «primera cultura»
asturiana es una cultura pensada y escrita en una lengua que no es distintiva
ni peculiar de Asturias, el castellano (y ello, para no contar con el latín).
Pero, ¿quién se atrevería a concluir de ahí que esa cultura no sea propia de
Asturias? Además, ¿acaso no ha alcanzado aquí en Asturias el castellano
alguna de sus formas más depuradas, en la prosa de Feijoo, de Jovellanos,
de Inguanzo o de Clarín? Que el lenguaje sea el lenguaje común a otros
pueblos de España, lejos de haber coartado el desarrollo de la cultura
asturiana, ha sido precisamente la condición para que esta cultura tenga la
importancia que se le reconoce. Se puede asegurar con toda evidencia que si,
por absurdo, supusiéramos que la obra de Feijoo, de Jovellanos, de
Inguanzo o de Clarín, hubiera sido escrita en bable, estos nombres serían
desconocidos, anónimos --y con ellos, lo más fluido de la cultura literaria de
Asturias--. Porque el castellano es la lengua de Asturias, es lengua asturiana
en el más profundo sentido histórico cultural del adjetivo. Esto es un hecho
irreversible que ninguna «Academia de la Llingua asturiana» puede
desmentir, por la sencilla razón de que no puede ofrecer otra alternativa
histórica. Y esto hay que decirlo precisamente en defensa de la cultura literaria
asturiana, que se vería comprometida, vaciada, prácticamente, en el
momento en que se pretendiese insinuar que la cultura escrita en castellano
no es genuina, propia ni original.
Porque la originalidad, en la cultura literaria, al igual que en las demás
formas de la cultura no puede cifrarse en la diferencia, dado que (como
hemos dicho) una cultura viva es siempre diferente. Es redundante buscar
«culturas diferentes». Estas --las diferencias-- resultan necesariamente
cuando la vida del Espíritu existe realmente y, paradójicamente, quien
comienza buscando como objetivo de lo que le es propio lo diferencial suele
recaer en el mimetismo más ingenuo (el mimetismo de los nacionalismos
galaicos, bretones, incluso extremeños o segovianos). Original no es
formalmente lo que es diferencial, sino lo que ha logrado entroncarse con su
origen, por ejemplo, si tratamos de proposiciones, con su fundamento (que a
veces aparece al final, y no al principio). Quien estudiando geometría logra
alcanzar el fundamento u origen de una relación asombrosa y problemática,
es tan original como quien la descubrió --pues no cabe hablar de plagio
cuando un ser viviente recorre el mismo ciclo que ya fue recorrido por otro
ser viviente de su misma especie, porque una semilla de trigo no plagia a la
semilla que la originó, y tanto podría decirse que es ésta la que plagia a
aquélla. Por otro lado, aquello que es original, por serlo, resultará tener
siempre algún rasgo diferencial, procedente de las mismas circunstancias,
particulares siempre, en que se ha desenvuelto. Las célebres puntas bifaces y
puntas de laurel asimétricas de Las Caldas, pertenecientes al parecer al
solutrense medio, talladas en sílex, proceden seguramente de fuera de
Asturias, puesto que el sílex no se criaba aquí; pero en los suelos superiores
del mismo nivel aparecen puntas asimétricas originales del solutrense
asturiano, realizadas en cuarcita, originales, sin perjuicio de que su punto de
partida hayan sido las puntas de sílex que encontramos en los suelos
inferiores.
Precisamente uno de los rasgos más característicos que podrían deducirse
de la Guía de Francisco G. Orejas es éste: la extraordinaria porosidad que en
Asturias ha existido normalmente para captar las corrientes más universales
de cada momento histórico y político. Sin duda, tampoco será gratuito
hablar, no ya de las diferencias que en cada caso hayan adquirido en
Asturias las manifestaciones de las corrientes universales --pues (es la tesis
central de este Prólogo) las diferencias son la condición misma de la
existencia, y es absurdo hacer consistir en ellas el verdadero valor de una
forma cultural--, sino de una tendencia general común a esas diferencias. En
esa tendencia común a las diferencias propias de cada caso, si existiere,
habría que cifrar lo verdaderamente característico de la cultura asturiana, su
fisonomía propia, al menos la fisonomía de la «primera cultura» asturiana.
No es este el lugar para formular una tesis de conjunto sobre esta eventual
tendencia común. me parece que la heterodoxia que Juan Cueto ha señalado
tan brillantemente, en alguna ocasión, como una característica de los
escritores asturianos más representativos, tiene algo que ver con esa
tendencia común. Una heterodoxia que incluye distanciamiento, ironía crítica,
respecto de las formas en las cuales se manifiestan aquí las «corrientes
universales» y que podría deducirse acaso de la misma situación de atalaya
que, por imperativos geopolíticos, ha correspondido siempre a Asturias.
La Guía de la Cultura asturiana de Francisco G. Orejas, en tanto que ella
misma forma parte (como un mapa de Royce) de la cultura literaria que ella
representa, también es una Guía crítica, y aún añadiría: excesivamente
crítica. Porque su aparente neutralidad informativa, en la que se nivelan las
cosas más diversas, puede ser interpretada desde la perspectiva de una
universal autocrítica y autoironización, precisamente en virtud de la misma
nivelación de cosas que se resisten acaso a ser niveladas porque sus alturas
son objetivamente diferentes.

(Firmado en diciembre de 1980. Prólogo a Francisco G. Orejas, Guía de la


Cultura Asturiana, Silverio Cañada editor, Gijón 1982, págs. 7-20.) {Tomado
de Gustavo Bueno, Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 21-37.}
Ignoramus, Ignorabimus!

Gustavo Bueno
(En torno al libro de Ferdinando Vidoni, Ignorabimus!, Emil du Bois-Reymond
e il dibattito sui limiti della conoscenza scientifica nell'Ottocento, Presentazione
di Ludovico Geymonat; Marcos y Marcos, Milan, noviembre 1988, 361 págs.)
Planteamiento de la cuestión

mil du Bois-Reymond, una de las figuras más destacadas –junto con


Hermann Helmholz, Carl Ludwig o Ernst Brücke– de ésa pléyade de
fisiólogos alemanes que salieron de la escuela de Johannes Müller,
pronunció en 1872, ya en su plena madurez científica, una conferencia (Über
die Grenzen des Naturerkennens) que había de hacerse famosa precisamente
por estas sus palabras finales:
«Frente a los enigmas del mundo material, el investigador de la naturaleza
está habituado desde hace tiempo, con viril renuncia, a pronunciar su
ignoramus... donde él ahora no sabe, pero podría acaso saber, o sabrá un día,
en ciertas condiciones. Pero frente a los enigmas relativos a qué sean materia
y fuerza y cómo ellas puedan ser capaces de pensar debe, una vez por todas,
plegarse a un veredicto mucho más duramente renunciatorio: ignorabimus!»
Estas palabras de Emil du Bois-Reymond parecen a primera vista una
reformulación alemana, más o menos radical, de la posición que había sido
definida como agnóstica, tres años antes, en 1869, en Inglaterra, por Thomas
Huxley –el llamado bulldog de Darwin–. El término agnosticismo, como
derivado de agnóstico, fue acuñado más tarde por el propio Huxley en el
tomo V de sus Collected Essays (1889). Th. Huxley, al defender el
agnosticismo (en cuanto opuesto al gnosticismo de los teólogos, místicos, o
filósofos metafísicos) como la posición más plausible para el científico de la
naturaleza, se consideraba inmerso en su propia tradición británica, y citaba
a Hume como al verdadero precursor del agnosticismo; seguramente, de un
modo muy impreciso, porque las posiciones de Hume se aproximan más a
las del escepticismo global (el quod nihil scitur de Francisco Sánchez) que al
agnosticismo en el sentido estricto de Huxley. En efecto, el agnosticismo, tal
como Huxley lo determinó, no es, en modo alguno, un escepticismo total, no
es la posición de quien está dispuesto a suspender el juicio ante cualquier
proposición que se le presente, considerando todo asenso como
dogmatismo. El agnosticismo se define, por el contrario, en función de las
evidencias muy firmes que (se supone) deben considerarse adquiridas a
través del desarrollo de la ciencia moderna. Es precisamente la ciencia
moderna –sobre todo la Mecánica newtoniana y su extensión laplaciana,
pero también la Termodinámica o la Biología evolucionista– la que abre la
posibilidad del agnosticismo. Pues ya no se trata ahora de defender, como
única alternativa filosófica, la necesidad de dudar «sobre el conocimiento en
general», sino precisamente sobre el conocimiento no científico. Del
conocimiento científico no cabe en realidad dudar. Nos permitimos
subrayar que esta oposición entre el conocimiento científico y el
conocimiento no científico (el cual arrastra la sospecha de no ser, no ya
conocimiento verdadero –sólo probable– sino de no ser siquiera verdadero
conocimiento) debe ser interpretada no en el plano connotativo
indeterminado, sino en un plano denotativo, es decir, por referencia a
sistemas cognoscitivos o ciencias positivas dadas (como facta) tan precisas
como puedan serlo la Mecánica newtoniana (pero también la Química de
Dalton o la Termodinámica de Carnot o Clausius). Es innegable que la
distinción entre un «conocimiento científico» y un conocimiento no
científico (probable, intuitivo, &c.) se encuentra formalizada en Platón (la
oposición doxa/episteme del libro VI de La República) o en Aristóteles (la
oposición entre el silogismo científico y los silogismos probables y
sofísticos), pero estas oposiciones se apoyaban en denotaciones o modelos
de ciencia muy embrionarios, por la sencilla razón de que en la época
antigua (ni tampoco en la medieval) no hay propiamente ciencias efectivas
en el sentido moderno (exceptuando la Geometría). Por este motivo, y aun
cuando la distinción entre un «conocimiento científico» y otro que no lo es
(y que acaso ni siquiera es conocimiento) deba darse por establecida, entre
los antiguos, también habrá que reconocer que tal distinción tiene más de
programática que de efectiva. Cabrá objetar que esta distinción hubo de ser
establecida genéricamente desde un principio y que los nuevos ejemplos o
modelos que de ella pudieran ir surgiendo no harían mudar la distinción
sino a lo sumo aplicarla a especies diferentes, pero dentro siempre del
género preestablecido. La situación sin embargo creemos que es otra, puesto
que son estas nuevas especies de conocimiento científico las únicas que
pueden determinar la estructura genérica misma del «conocimiento
científico», que en su nivel meramente genérico es necesariamente vaga o
simplemente posicional (respecto del conocimiento no científico). Ocurre
como si la oposición genérica fuese una oposición funcional que necesita ir
tomando diversos valores (además de los primitivos) para desarrollarse
como tal, es decir, para lograr la discriminación plena. La principal
contraprueba de lo que decimos es ésta: que desde Platón hasta Descartes
incluido, y precisamente por la inexistencia de valores denotacionales de la
función «ciencia» (puesto que la «ciencia cartesiana» es sólo programática:
prácticamente todas las leyes de su Mecánica son erróneas), la idea de
«conocimiento científico» está cubriendo en rigor el complejo «ciencia-
filosofía» (la filosofía suele ser considerada como ciencia primera). De este
modo, la oposición conocimiento científico/conocimiento no científico
equivale hasta prácticamente el siglo XVII a la oposición entre el complejo
ciencia-filosofía y el «saber religioso, o prudencial, o probable». Esto
significa que se está utilizando la idea de conocimiento en un sentido muy
indeterminado, que propiamente sólo puede oponerse al no-conocimiento.
Ahora bien, la situación cambiará precisamente a consecuencia del largo
proceso de constitución de la ciencia moderna. No se trata, por tanto, de un
cambio dado «en el plano de la filosofía académica», es un cambio dado en
el plano del propio conocimiento. A este cambio han colaborado, desde
luego, Copérnico, Galileo o Kepler, incluso Descartes; pero sólo con los
Principia de Newton aparece por primera vez un modelo de ciencia real
completo, efectivo (no embrionario, intencional). Puesto que ni la Física de
Aristóteles, ni tampoco la de Descartes, son aún científicas. Antes de
Newton no hay propiamente ciencia mecánica sistemática, en el mismo
sentido de que antes de la Memoria de Carnot no hay ciencia termodinámica.
Nuestra tesis podrá parecer excesivamente radical, pero en todo caso no es
gratuita. Ella sostiene que prácticamente sólo a partir de Newton puede
hablarse (con un sentido material, y no solamente formal o intencional) de
una nueva idea de ciencia sui generis, moldeada sobre la especie de la ciencia
mecánica (una ciencia cuyos métodos serán trascendentales a los otros
dominios del saber). Esta idea de ciencia constituye una auténtica
revolución en la propia idea de «conocimiento», puesto que ahora el
conocimiento por antonomasia podrá comenzar a ser el conocimiento
científico. Pero, según el nuevo sentido, que comporta de inmediato:
a) Una fractura del «continuo» tradicional constituido por los conocimientos
naturales y los humanos (el continuo, por ejemplo, de la historia natural y
de la historia civil). A partir de ahora, la ciencia será, sobre todo, ciencia
natural.
b) Una fractura del complejo tradicional ciencia-filosofía. A partir de ahora
se irá haciendo ver, cada vez con mayor claridad, que la filosofía no es un
conocimiento científico.
La conciencia de la «primera fractura» podríamos considerarla testimoniada
por la orientación que tomó la Royal Society precisamente a raíz de la
presidencia de Newton. Se ha dicho más de una vez que esta institución, en
sus primeros momentos, acogió a hombres como John Aubrey, o Edward
Lhwyd, que eran anticuarios; y que fue Newton quien «endureció» el
criterio de la ciencia al ir segregando todo tipo de actividad que tuviera que
ver con lo que hoy llamamos «ciencias de la cultura» en beneficio de las
ciencias naturales.
Probablemente la primera formulación de la «segunda fractura» tuvo lugar
en la Crítica de la Razón Pura, y es precisamente la reacción de los filósofos,
por un lado, y de los anticuarios, por otro, reclamando el derecho de seguir
llamando «conocimiento» a la «filosofía» y a las «ciencias de la cultura»
respectivamente –y no hablamos aquí de los creyentes– lo que obligaba a
instituir una nueva reflexión sobre el conocimiento que ya no podrá
consistir en tratar de determinar su naturaleza en general, o las diferencias
entre el conocimiento intelectual y el sensible, por ejemplo (o las diferencias
entre el conocimiento racional y el de fe), sino, sobre todo, en reflexionar
sobre la naturaleza de las diferencias entre el conocimiento científico y el
filosófico, por un lado, y en las diferencias entre las ciencias naturales y las
ciencias de la cultura, por otro.
Ahora bien, aunque la fractura entre la ciencia y la filosofía es la que inspira
(suponemos) la misma Crítica de la Razón kantiana, también es cierto que la
tradición inglesa pudo traducir a un lenguaje más empirista –sobre todo a
través de Hamilton– la descripción de este escenario, y ya en 1862, Herbert
Spencer, en sus First Principles, iba a poner un nombre a todo aquello que
podríamos considerar delimitado como la «clase complementaria del
conocimiento científico»: lo Incognoscible. El agnosticismo se constituirá así,
sobre todo, en el centro de cristalización de un conjunto de problemas, sin
duda metacientíficos, pero suscitados por las ciencias positivas, sobre los
límites del propio conocimiento científico y sobre la conexión de los
conocimientos científicos y las esferas de realidad tradicionalmente
reservadas a la religión, a la moral, o a la filosofía (sobre todo a la filosofía
de orientación metafísica). El agnosticismo se oponía a todo dogmatismo en
el terreno de estas esferas. Se comprende, por tanto, que representase una
crítica no sólo del espiritualismo metafísico (considerado como gnosticismo)
sino también del materialismo, a la sazón en ascenso, el de Moleschott,
Büchner, &c. El agnosticismo representaría, por tanto, la más depurada
posición del positivismo frente a la metafísica, cualquiera que fuera el signo
de esta (espiritualista o materialista). Lo que ocurrió es que, precisamente
por lo que tenía de crítica al materialismo dogmático, monista, el
agnosticismo podía ser aprovechado por los teólogos espiritualistas como
un pretexto para erigir una «muralla» contra el materialismo, una muralla
de salvaguarda de la fe. No fue en cambio, curiosamente, utilizado el
agnosticismo por los materialistas en su lucha contra el espiritualismo y
aunque Th. Huxley estuviese personalmente claramente inclinado hacia el
materialismo, al menos metódico, lo cierto es que su agnosticismo, en tanto
no negaba el mundo espiritual y divino, constituía para muchos una suerte
de «permiso científico» para internarse en él.
Sin duda, el Ignorabimus! de du Bois-Reymond también podría considerarse
enfrentado, como el agnosticismo de Huxley, al materialismo y al
espiritualismo. Pero, en todo caso, habrá que reconocer que ofrecía un
modelo de agnosticismo muy peculiar. Si se quiere, forzando la paradoja, un
«agnosticismo dogmático», siguiendo acaso una tradición más germánica
que británica, la tradición instaurada por la doctrina kantiana de los
noúmenos. Pues du Bois no dice Ignoramus!, un ignoramus indeterminado, por
así decir, empírico, factual, que podrá ser extinguido puntualmente a
medida que avanza el conocimiento científico. En este sentido el ignoramus
agnóstico de Huxley (si convenimos en que el agnosticismo se ajusta bien al
ignoramus) resultaría ser más peligroso para el espiritualismo que el
Ignorabimus! de du Bois, y esto dicho sin perjuicio de recordar que el propio
du Bois, hablando sobre Goethe, en 1882, considerase la ignorancia que hace
sufrir a Fausto como falsa, puesto que tal ignorancia vendría definida por su
deseo de conocer un inexistente mundo de espíritus, dentro de una
concepción dualista. Porque el Ignorabimus!, en todo caso, no se limita a
«levantar acta» de nuestra ignorancia actual e indeterminada, expresada en
el ignoramus; define, o prescribe, una actitud que, en cierto modo, podrá ser
considerada apriorística (de ahí su dogmatismo); una proposición
proléptica, que no sólo se refiere al futuro, sino que lo hace bajo la
modalidad de la necesidad, y no bajo la modalidad de la contingencia, como
ocurría con el ignoramus que atribuimos a Huxley. Y además, porque el
Ignorabimus! no aparece flotando en un vacío indeterminado, sino que se
dibuja ante dos límites con los cuales se encuentra, al parecer, el mismo
desarrollo victorioso de la ciencia positiva: la esencia de la materia (y de la
fuerza) y la posibilidad de que la sensación (o el pensamiento) pueda derivar
de la materia. Se dirá que, sin perjuicio de lo anterior, en su conferencia de
1872, du Bois está ejercitando una concepción dualista, al menos en el
momento de formular los límites de la ciencia, o está formulando esos
límites según un dualismo ejercitado, puesto que precisamente la materia y
el espíritu siguen siendo de algún modo las dos determinaciones de eso que
es desconocido. Es cierto –si queremos hacerle justicia– que du Bois-
Reymond no presenta a la materia y al espíritu a la manera como un
espinosista de la época presentaría a la extensión y al pensamiento, a saber,
como modos de una «sustancia nouménica». Du Bois-Reymond se
encuentra, o cree encontrarse, con la materia y con el pensamiento, como
determinaciones dadas en el mismo mundo roturado por la ciencia: para él
son los límites del mundo científico, no son los modos de una sustancia
espinosista o schopenhaueriana. Pero no es menos cierto que en el momento
en el cual la esencia de la materia, y el pensamiento, en su conexión con
aquella esencia, se manifiestan como incomprensibles, entonces,
inmediatamente, habrá que rectificar la impresión que las ciencias naturales
nos ofrecen en el sentido de ponernos delante de la roca firme por ellas
determinada: lo que conocemos serán sólo fenómenos y, entonces, esos
horizontes que los fenómenos nos abren, materia y pensamiento, fácilmente
parecerá que podrán anudarse con cualquier dualismo metafísico. Esta es la
conclusión que D. F. Strauss sacó de la conferencia de du Bois-Reymond y
expuso paladinamente en el Prefacio de la segunda edición de su Antigua y
nueva fe (1873). En vano du Bois trataría de «reabsorber» esos dos límites de
su famosa conferencia en una enumeración de siete enigmas que también se
nos presentan como dados en el proceso mismo del conocimiento científico,
y que constituirán el argumento de su no menos famosa obra de 1880, Die
sieben Welträtsel. En esta reexposición de los contenidos de nuestra
ignorancia, los dos límites de 1870 reaparecen bajo la forma de los enigmas I
y V-VI. (Los siete enigmas eran en efecto los siguientes: I. Esencia de la
materia; II. Origen del movimiento; III. Origen de la vida; IV. Apariencia de
una disposición teleológica de la naturaleza orgánica; V. Origen de la
sensación; VI. Origen del pensamiento racional y del lenguaje y VII.
Problema de la libertad). Ahora bien, du Bois-Reymond nos dirá también
que de estos siete enigmas hay tres que no son trascendentes (es decir,
insuperables, aunque hoy por hoy permanezcan en la penumbra): el enigma
III (origen de la vida, puesto que, «una vez que la materia haya comenzado
a moverse, pueden formarse mundos en cuyo interior, y en circunstancias
adecuadas todavía no reproducibles hoy, pueden haberse dado estados
peculiares de ese equilibrio dinámico e la materia que llamamos vida»), el
enigma IV (pues la selección natural de Darwin prepara la posibilidad de
una reconstrucción mecánica de las adaptaciones teleológicas) y el enigma
VI (la cuestión del origen del pensamiento no presenta dificultades
insuperables una vez presupuesta la sensación). Quedan, por tanto, como
enigmas trascendentes, el I, II, V y VII. Ahora bien, estos cuatro enigmas
trascendentes podrían otra vez – decimos por nuestra parte– reagruparse en
dos bloques, correspondientes precisamente a las dos partes de la realidad
que Kant, y sobre todo Hegel, habían distinguido, la Naturaleza (I y II) y el
Espíritu (V y VII). El dualismo parece presidir de nuevo la formulación de
los enigmas del Universo.
Pero entonces resulta que el Ignorabimus!, tal como lo formula du Bois-
Reymond ya no se opone solamente, como el ignoramus de Huxley, según la
interpretación propuesta, al espiritualismo y al materialismo metafísicos; se
opone también al mismo ignoramus, es decir, al agnosticismo estricto en el
sentido de Huxley. Pues el Ignorabimus!, tal como es presentado en la frase
final de la Conferencia de 1872, antes citada, está precisamente destinado a
desplazar y a sustituir al ignoramus ante los «enigmas» del Universo. Por ello,
el Ignorabimus! de du Bois-Reymond tampoco puede coordinarse con el
agnosticismo de Huxley (que es, como hemos dicho, siempre provisional y
contingente), ni siquiera con la doctrina del Incognoscible de Spencer. Pues
mientras que lo Incognoscible es desconocido él mismo según su
«contenido» (la referencia de ese lo) –no es posible decir nada, ni siquiera si
es la clase vacía, de ese incognoscible, como tampoco es posible siquiera
pensar en la referencia de ese «de lo que no se puede hablar es mejor callar»
del aforismo de Wittgenstein– en cambio, el «contenido» del Ignorabimus!
nos es ofrecido por du Bois-Reymond con toda precisión: lo que ignoramos
son los enigmas del Universo, en torno a la materia (o a la fuerza, o al
movimiento) y en torno al pensamiento (conciencia, libertad), en la medida
en que el pensamiento debiera, al parecer, derivarse de la materia. Y esto es
lo que a nuestro juicio hace que el agnosticismo de du Bois-Reymond se
constituya según una forma totalmente diferente del agnosticismo inglés. Se
trata por así decirlo de un agnosticismo enmarcado, acotado, y no de un
agnosticismo desenmarcado, definido sólo por la negación o la clase
complementaria del conocimiento científico (lo in-cognoscible). Un
agnosticismo que comienza por definir los mismos contenidos que él dice
ignorar, materia, pensamiento y relación de derivación entre ambos, y, con
ello, dibuja una situación tan paradójica como la del agnosticismo no
acotado, aunque de signo contrario. El agnosticismo no acotado es siempre
un agnosticismo oscuro y confuso, pues implica el establecimiento de unos
límites del conocimiento científico sin el conocimiento del «otro lado» por
respecto del cual la frontera o el límite puede tener sentido; o bien,
reproduce la «paradoja socrática» –sé que no sé nada, mi saber es un saber
que no sabe siquiera lo que sabe. En cambio el agnosticismo acotado ya no
parece remover el problema del límite negativo, pues ofrece el marco de la
ignorancia; suscita la paradoja de un no saber, de un ignorar siempre lo que
ya se sabe, o aquello de lo que se sabe (la materia, el pensamiento y sus
relaciones de derivación). Si el agnosticismo inglés puede siempre levantar
la duda de su trivialidad, de ser expresión de un mero episodio psicológico
(el ignoramus), cuyo curso ordinario podría resolverse en un saber, el
agnosticismo alemán contenido en el Ignorabimus! no se nos presenta como
una propuesta más compleja y filosófica. Pues, ¿acaso no estamos
conociendo ya de algún modo, al definirlo como incognoscible determinado,
aquello de lo que estamos diciendo que está siendo desconocido para
siempre? ¿De donde puede sacar du Bois-Reymond el a priori del
Ignorabimus!? Su «dogmatismo agnóstico» parece contradictorio. Además, el
Ignorabimus!, ¿puede ser algo más que una negación cortés, no ya de nuestro
conocimiento posible de los enigmas, sino de los conocimientos ofrecidos
por espiritualistas o por materialistas cuando nos revelan supuestos saberes
(mitológicos, filosóficos) sobre esos enigmas? Decir a un creyente, cuando
pretende ofrecernos, como última cifra del saber, por oscuro que sea, el
dogma del Dios trino creador, que ese dogma no nos enseña nada, y que la
ignorancia continúa, es tanto como negar el dogma, así como sus
pretensiones de «ampliación del conocimiento», y esto es lo que no suele ser
reconocido por los creyentes que saludan al Ignorabimus!. El Ignorabimus! de
du Bois-Reymond constituye por tanto la reflexión obligada sobre la
naturaleza y alcance de la ciencia positiva, precisamente por estar
formulado en el contexto de ciertos términos dados en el curso mismo de las
ciencias positivas, sin perjuicio de que estos términos reanuden las relaciones
con las ideas metafísicas de Alma y Mundo, de la Crítica de la Razón Pura. (Es
interesante advertir que Dios no aparece ya entre los enigmas de du Bois;
esto no significa necesariamente que Dios haya desaparecido, puesto que
podría decirse que está presente en la misma actividad del científico en
tanto pretende ser, antes de la crítica agnóstica, omnisciente). ¿Qué es
entonces lo que conocen las ciencias positivas, si definimos lo que conocen
en función de lo que ignoran necesariamente (la materia, el espíritu)? Lo que
conocen las ciencias positivas, si no es la esencia de la materia o del espíritu,
es decir, la realidad misma, ¿qué puede ser? El Ignorabimus! de du Bois, por
tanto, no puede ser reducido a un reconocimiento de ignorancia referida al
«más allá» de lo que las ciencias positivas, en todo caso, nos ofrecen con
absoluta seguridad. El Ignorabimus!, definido a partir del conocer dogmático
(non fingo hypotheses) ofrecido por las ciencias, recae sobre los campos
mismos de esas ciencias, y disuelve su compacidad, hace retemblar su
seguridad. Si tendremos siempre que ignorar aquello a lo que las ciencias
mismas nos remiten, ¿qué es en realidad lo que estamos conociendo?
¿podría ser algo más que meros fenómenos? Y entonces, ¿cómo es posible
que las ciencias puedan alcanzar la seguridad a que nos condujo el
Ignorabimus!? Contrariamente: luego si la ciencia positiva nos ofrece
absoluta seguridad, ¿no tendremos que declarar mera retórica o producto
residual el Ignorabimus!, no tendremos que reconocer la omnisciencia, al
menos virtual, de la ciencia misma?
Pero con todo esto no pretendemos reducir la problemática del Ignorabimus!
de du Bois-Reymond a la problemática crítica, en el sentido kantiano. Las
diferencias son múltiples, desde luego; pero la diferencia fundamental y,
por así decir, directora, la pondríamos en la misma diferencia entre el estado
de la ciencia positiva en el siglo XVIII y el estado de esa ciencia en el siglo
XIX. Y esta diferencia la ciframos a su vez en lo siguiente: que en el siglo
XVIII sólo cabe hablar de un modelo único de ciencia efectiva, la Mecánica
newtoniana (que Laplace intentará extender a las «partículas elementales»).
Pero en el siglo XIX han alumbrado nuevas ciencias, no reductibles a la
Mecánica laplaciana: la Termodinámica, la Química, la Electrología. Kant
desenvuelve sus reflexiones sobre el conocimiento refiriéndolas al modelo
de una ciencia natural única, el factum de la ciencia. Pero du Bois ya conoce
la pluralidad de las ciencias, no reductibles entre sí. Pretendemos mostrar en
las páginas sucesivas que esta pluralidad de las ciencias categoriales, en
tanto reafirman y amplían el tema platónico-aristotélico de la
inconmensurabilidad de los géneros, nos permite re-exponer la cuestión de
los límites de la ciencia en términos diaméricos, es decir, no ya tanto como
una limitación de la ciencia por la «realidad ignota», sino como una
limitación de cada ciencia (de cada categoría) por las demás ciencias
categoriales de su entorno.
§ 2
La exposición de Vidoni
El libro de Vidoni nos ofrece una reconstrucción de los antecedentes de la
fórmula de du Bois-Reymond y, sobre todo, de las reacciones de toda índole
que suscitó, llevada a cabo con una erudición muy sólida. Vidoni, ante todo,
ha excavado en los antecedentes de la famosa conferencia. Expone con
claridad el significado de la síntesis elaborada en torno a 1800 por Pierre-
Simon Laplace orientada a superar «una cierta dicotomía presente aún en
Newton» –se refiere Vidoni a la diferencia metodológica entre los Principia y
la Optica– mediante la visión física unitaria apoyada en el modelo mecánico
constituido por las denominadas «fuerzas moleculares». Según este modelo,
las partículas elementales de la materia se vincularían en un cierto radio de
acción por una fuerza atractiva, análoga a la que actúa en las grandes masas
estudiadas por la Mecánica celeste. Además, se postulan partículas más
sutiles, «imponderables», intercaladas entre las partículas del primer tipo
que las atraen, mientras que entre ellas mismas media una fuerza repulsiva.
Fuerzas atractivas y repulsivas son fuerzas contrarias, susceptibles de ser
tratadas matemáticamente. «En base a esta visión podrá concebirse el
Universo según un completo determinismo considerando cada uno de sus
estados, como necesario efecto del estado anterior». Una inteligencia
superior que, en un instante dado, conociera las posiciones y las fuerzas
relativas de todas las partículas del Universo y fuese capaz de someter estos
datos al análisis matemático «abrazaría en la misma fórmula los
movimientos de los cuerpos más grandes y los de los átomos más ligeros:
nada sería incierto y el futuro, como el pasado, estaría presente ante sus
ojos». Vidoni recuerda cómo el ideal gnoseológico laplaciano fue
extendiéndose a todos los lugares. Así, C. L. Berthollet interpretó la afinidad
química como resultado de las fuerzas atractivas entre las partículas
componentes de las diversas sustancias. Pero sobre todo Vidoni estudia la
propagación del ideal laplaciano mecanicista en Alemania, en donde
«encontró motivaciones culturales peculiares», entre ellas las mismas
concepciones kantianas de los Primeros principios metafísicos de la ciencia
natural, pero sobre todo, el contexto económico social, el auge económico de
Alemania y su poderosa organización universitaria, que hará posible poner
en marcha los costosos programas de investigación inspirados por el ideal
mecanicista. Las disputas con los vitalistas –entre los que se encontró el
mismo Johannes Müller– no detuvieron la fuerza expansiva del ideal
unitario mecanicista. Este habría sido el ideal que inspiró al du Bois-
Reymond joven (continuando los problemas planteados por los
experimentos de Galvani, y los avances debidos al físico Luciano Nobili, du
Bois se interesó principalmente por establecer la identidad entre la
conducción nerviosa y la conducción eléctrica, en una perspectiva
claramente mecanicista). Vidoni analizará también cuidadosamente el
Prefacio de du Bois al volumen primero de sus Investigaciones sobre la
electricidad animal de 1848. Aquí constata Vidoni la confianza casi total –pues
sólo se detiene en la esfera de la libertad– de du Bois-Reymond en la
explicabilidad mecánica del mundo sobre premisas laplacianas y sugiere
(pág. 43) que ésta detención, que también afectó a Helmholtz, tenía una
inspiración kantiana (Vidoni se refiere sin duda a la tercera antinomia). En
realidad, en el Prefacio de 1848, todavía leemos que «la mecánica analítica
podría en el fondo abrazar incluso el problema de la libertad personal».
Habría sido en torno a 1870 cuando Du Bois-Reymond emprende un giro
crítico ante sus propias posiciones de 1848, giro que se completará en la
conferencia de 1872.
Pero sobre todo Vidoni ha explorado, si se puede decir, casi de un modo
exhaustivo, las repercusiones que el Ignorabimus! de la conferencia de 1872
tuvo entre los científicos, filósofos y teólogos de toda Europa,
principalmente de Alemania, y algunas de las respuestas que su fórmula
suscitó. Por ejemplo, la intervención en la polémica de David Federico
Strauss, en 1873 (Prefacio a la segunda edición de su famoso libro Vieja y
nueva fe, a la que hemos aludido en nuestra sección anterior). Strauss había
evolucionado desde las juveniles posiciones hegelianas hasta una
Weltanschauung fundada sobre las ciencias positivas. La «nueva fe» debe
sustituir el sentido de dependencia del hombre hacia Dios (Schleirmacher)
por el sentido de dependencia del hombre hacia el «Todo cósmico», por una
«religión materialista». Y así, en el Prefacio citado, Strauss se pone de parte
de los que «sostienen los derechos de la ciencia en la explicación del mundo
y del hombre, sin avergonzarse ante los reproches de materialismo», y acusa
a du Bois-Reymond de reintroducir de hecho el viejo dualismo, y aún más,
«todo el complejo de fantasías sobre la preexistencia y la transmigración del
alma» (Vidoni, pág. 286). Vidoni muestra cómo du Bois reacciona con Die
sieben Welträtsel (1880), los siete enigmas del universo de los que hemos
hablado, y subraya el interés de du Bois por «desdramatizar» el significado
ético de los enigmas trascendentes, en tanto que sobre su dramatismo (el
sufrimiento o la angustia «fáustica» ante la limitación del conocimiento
humano) suele apoyarse toda una corriente espiritualista que considera
como moralmente necesaria la fe en una trascendencia religiosa, a fin de
calmar ese sufrimiento y angustia insoportables. Du Bois se desmarca,
según Vidoni, de ese sufrimiento fáustico en cuanto, fundado en una falsa
ignorancia (la ignorancia del supuesto «mundo de los espíritus»); lo que
significará que la ignorancia de la que du Bois está hablando es una
ignorancia «verdadera», fundada: sobre esta se establece el reconocimiento
del Ignorabimus!. «En este reconocimiento –Vidoni cita un pasaje del Goethe
und kein Ende de du Bois (1882), que en esqueleto expone lo que hemos
llamado en la sección anterior la paradoja socrática– la renuncia puede ir
acompañada de la más perfecta tranquilidad: ya el saber que (y por qué) no
se sabe, es un saber; y tan verdad es esto, que la matemática no considera
haber agotado un problema hasta que no ha demostrado su
irresolubilidad». Vidoni nos pone delante del frondoso bosque de reacciones
que suscitó la propuesta de du Bois. Por ejemplo, el opúsculo de C.
Langwieser, Los confines del conocimiento de du Bois-Reymond (Du Bois-
Reymonds 'Grenzen des Naturerkennens'), publicado en Viena en 1873, y en el
que el autor ve a du Bois como un ¡alto! al materialismo, que recurre a la
ayuda de la filosofía (de la metafísica), y todo en razón de un erróneo
entendimiento del materialismo como materialismo atomista mecánico.
Como si la explicación mecánica no fuese también posible sin necesidad de
regresar hasta los átomos, como si una máquina, por ejemplo, no pudiese
ser conocida causalmente, según su funcionamiento, sin necesidad de
regresar a los átomos que la componen. Cita a J. Dietzgen, quién –
recuperando un tema feuerbachiano– reconoce los límites de los que habla
du Bois cuando los referimos a la mente de los individuos, pero que pueden
ser levantados por la capacidad ilimitada de la especie o género (Gattung)
humano. Cita a Haeckel, a Ostwald, a Mach, a Engels, a Lenin, a von
Hertling, al jesuita L. Dressel, &c.
Vidoni reconstruye en suma, con envidiable claridad y erudición,
prácticamente el cuadro global constituido por las ondas que durante el
siglo XIX fueron impulsadas por la propuesta del Ignorabimus!. Lo
reconstruye, lógicamente, desde una perspectiva muy determinada, que no
explicita demasiado, y que tenemos que arriesgarnos a diagnosticar: la del
materialismo de tradición marxista, teñido de una fuerte coloración monista,
que no excluye el reconocimiento de la diversidad de «órdenes de
complejidad material» dados en el Universo. Pero es un monismo que tiene
que ver evidentemente con el optimismo racionalista de tradición hegeliana,
con la confianza en la virtualidad infinita de la mente humana (no ya como
entidad individual, sino social), del género humano, para «conmensurar»,
en un proceso acaso también infinito, la infinitud del Universo material. Una
perspectiva que contagió también ampliamente al Diamat. Vidoni es
discípulo del más grande pensador materialista de la Italia de nuestro
tiempo, Ludovico Geymonat. Geymonat, en su presentación, se cuida de
subrayar cómo Vidoni nos hace ver que el «materialismo llamado vulgar»
(es decir, monista) no era siempre tan vulgar. Dice también Geymonat que
la cuestión suscitada por el Ignorabimus!, el tema de «los límites del
conocimiento», no se presenta hoy, es cierto, en conexión con las mismas
«dificultades» a las que se refería du Bois (esencia de la materia y de la
fuerza, origen de la sensación...) pero sí con muchas «dificultades»
levantadas por la física cuántica, por ejemplo. Y Geymonat, desde su
peculiar concepción del materialismo, puede considerar críticamente las
consecuencias irracionalistas que muchos derivan del principio de
indeterminación de Heisemberg, a la manera como consideramos hoy las
consecuencias del Ignorabimus! de du Bois. Pues el proton pseudos de du Bois-
Reymond habría sido el pretender reducir la explicación científica a las
mallas de la «causalidad laplaciana», declarando cuanto desborda a estas
mallas como desconocido. Este proton pseudos de la física mecanicista se
habría transformado «en una operación metafísica», en el postulado de una
barrera absoluta para cualquier tipo de explicación. «De la otra parte se ha
sostenido –dice Geymonat– que la imposibilidad, establecida por la
mecánica cuántica, de llevar a efecto una clara distinción entre el
instrumento de observación y el sistema observado, quita a la nueva física
todo carácter realista». Pero no se trataría de esto. Pues es el mismo
progreso constatable en la transición de la física clásica a la física cuántica el
que demuestra «que la naturaleza no constituye un enigma incognoscible,
sino una realidad que puede venir a nosotros siempre mejor conocida,
siempre que no se pretenda encerrarla dentro de esquemas preconstituidos,
sino que se esté dispuesto francamente a modificar nuestras categorías
cognoscitivas en función de los dictámenes de la experiencia».
Ahora bien: es desde esta perspectiva del racionalismo materialista monista
(que en cierto modo, tal como queda expuesto en las palabras de Geymonat,
está declarando en frases positivas la misma negación del conocimiento),
que nos presenta el Ignorabimus! como una proposición no sólo injustificada
y peligrosa, sino, sobre todo, incompatible con el propio materialismo
(monista-racionalista) atribuido a la ciencia positiva, desde donde Vidoni se
ve obligado a plantear un importante problema de la «sociología (o política)
del conocimiento», a saber, el problema de la determinación de los motivos
externos (sociológicos, políticos) que debieron actuar en du Bois-Reymond
para conducirle desde las más avanzadas (en su tiempo) prácticas de la
metodología científica positiva hasta la propuesta del Ignorabimus!.
Simplificando, nos arriesgamos a exponer de este modo la hipótesis
implícita de Vidoni. Si el Ignorabimus! no puede fundarse adecuadamente en
la naturaleza de la metodología científica –pues incluso se enfrenta contra la
corriente naturalmente impulsada por esa metodología–, si du Bois es un
«materialista vergonzante» (como lo vio Engels), habrá que buscar los
motivos que hicieron posible su desvío y realimentaron su enfrentamiento
contra «la corriente central de la ciencia». Y estos motivos los encuentra
Vidoni en el terreno de lo que hoy llamamos «sociología del conocimiento».
En efecto, concedamos que el Ignorabimus!, aun cuando no fuera formulado
por du Bois para referirse a una supuesta esencia metafísica de la materia o
del espíritu, tenía que recaer necesariamente sobre los nombres metafísicos
que estas referencias reciben desde muchos siglos atrás, a saber, Materia
infinita y Dios infinito. En función de estos nombres, y de lo que ellos
representan, el Ignorabimus! podría interpretarse (y así lo habría
interpretado de hecho du Bois) como una doble maniobra tendente a «cerrar
el paso» a las religiones terciarias (según las llamamos nosotros), sobre todo
las de orientación fideista (que son las que utilizan el nombre de Dios
infinito), por un lado, y a la metafísica materialista (al monismo de Haeckel,
por ejemplo), por otro. Sin duda, esta interpretación del Ignorabimus! no es la
única, y así Dietzgen entendía que el Ignorabimus! abría el paso a la religión,
y Engels veía tras él, como hemos dicho, al materialismo vergonzante. Pero
lo importante es que el Ignorabimus! se enfrentaba directamente también con
las religiones terciarias no fideistas –que no admiten un Deus absconditus, en
sentido absoluto (por la «analogía del ser», que abre camino a una filosofía
metafísica colaboradora de la fe religiosa)– y con el materialismo
«militante», que encarecía la potencialidad infinita del hombre para penetrar
en lo más hondo de la materia. El Ignorabimus! se habría tenido que
enfrentar, en suma, con dos proyectos universales, ellos mismos «infinitos»,
y que, por cierto, no flotaban en un espacio abstracto, porque habían sido
encarnados por dos movimientos poderosos ya organizados
universalmente, como no podía ser de otro modo, a escala internacional: la
Iglesia romana y la Internacional de los Trabajadores (la Asociación Obrera
Internacional había sido fundada en Londres en 1864). Ahora bien, si el
espiritualismo teísta era la «metafísica de la Iglesia romana», el materialismo
monista parecía estar convirtiéndose en la «metafísica del proletariado». Por
consiguiente, lo que el Ignorabimus! resultaba querer limitar eran tanto las
pretensiones de la metafísica cristiana –es decir, sobre todo, de la Iglesia
católica– como las pretensiones de la metafísica materialista –es decir, de la
ideología de la nueva clase en ascenso, amenazadora y peligrosa (para la
burguesía internacional), por su peligroso «epicureísmo» al que difícilmente
podrían ponérsele límites éticos (los límites del llamado «idealismo ético»).
Pero, ¿de dónde podía salir la energía suficiente para detener la fuerza
expansiva de estas dos organizaciones internacionales? Filosóficamente, sólo
la teoría de la ciencia del positivismo, convenientemente reorganizada (el
Ignorabimus!) podría representar la alternativa a los dos frentes metafísicos.
Pero difícilmente podría esta filosofía detener a los más grandes
movimientos político sociales, de radio internacional, del siglo XIX. Sería
preciso contar con otro movimiento político dotado de virtualidad suficiente
para oponerse a esos movimientos «metafísicos», el cristianismo romano y el
comunismo proletario. ¿Cuál podría ser esa tercera fuerza? Vidoni apunta al
nacionalismo alemán, al Estado prusiano en ascenso. Justamente en los años
de la conferencia de du Bois-Reymond, Bismarck había declarado esa guerra
a la Iglesia romana que se conoce como el Kulturkampf; y también en
aquellos años, cabrá advertir una serie de pasos de los científicos alemanes
que, en el marco de la cada vez más poderosa universidad alemana,
convergen hacia la cristalización de la conciencia de la función directora que
la humanidad deberá atribuir a los científicos, en el contexto del Estado
prusiano: Virchow, en su discurso al Congreso de Naturalistas Alemanes de
1871, poco después de la victoria en la guerra franco prusiana, dice que «la
utilidad de la ciencia natural en el plano material, es hoy universalmente
reconocida y ha encontrado una confirmación en la superioridad técnica
demostrada recientemente por los alemanes contra los franceses» (el mismo
Virchow, en otro Congreso de 1877, y en polémica con Haeckel, mantuvo su
política de autolimitación de la libertad académica –a propósito, por
ejemplo, de la divulgación popular del darwinismo–, a fin de evitar que la
difusión de las convicciones materialistas radicales pudiera hacer el juego a
la nueva fuerza revolucionaria constituida por el comunismo). Helmholzt,
en 1869, ya había dicho que «el pueblo alemán [es decir, sus científicos],
sabe evitar el despeñarse en las consecuencias más radicales de ciertas tesis
científicas; de ahí su tendencia a evitar toda 'unilateralidad' filosófica, su
tendencia a evitar tanto el espiritualismo (el idealismo) como el
materialismo». Pues ambas posiciones –dice Helmholzt– son igualmente
metafísicas. Vidoni añade: pero Helmholzt, como du Bois, aunque se
declaran ajenos, desde su positivismo, tanto a la teología (o al idealismo
filosófico) como a la metafísica materialista, en la práctica, con su
agnosticismo, venían a suministrar «una justificación para el abandono, ante
todo, de lo que se ha llamado materialismo militante» (pág. 315).
A nuestro juicio, el análisis político de Vidoni, no solamente es brillante,
sino, sobre todo, certero, verdadero. A la altura de este análisis, el libro de
Vidoni sobre du Bois nos recuerda el libro de Farías sobre Heidegger (del
que El Basilisco dio cuenta en su nº 1, págs. 85-87). Pues ambas obras
descubren, en cierto modo, algo similar: que en fondo de la metafísica del
Dasein, como en el fondo de una teoría radical de la ciencia positiva, alienta
el nacionalismo alemán. Por nuestra parte, estimamos que este
«diagnóstico» constituye una explicación necesaria para dar cuenta del
vigor sorprendente que alcanzó el Ignorabimus! de du Bois-Reymond, por un
lado, y la Ontología fundamental de Heidegger por el otro.
§ 3
El debate en torno al Ignorabimus! de du Bois-Reymond y el debate en
torno al noúmeno de Kant, pasando por la idea del «pensamiento débil»
Las motivaciones sociales, políticas, económicas que Vidoni ofrece para dar
cuenta del vigor con el que se desarrolló el debate en torno al Ignorabimus!
constituyen, sin duda, acabamos de decir, una «explicación» necesaria. Sin
embargo, no nos parece suficiente, como tampoco nos pareció suficiente la
«explicación» de Farías a la Ontología fundamental de Heidegger. Sin duda el
Ignorabimus! fue utilizado como escudo para defenderse del materialismo, y,
otras veces, del espiritualismo idealista o teológico, y esas utilizaciones
hubieron de moldear, a veces de modo profundo, las líneas mismas que
configuraban la propuesta del Ignorabimus!. Pero lo que no se puede olvidar
es que la Iglesia católica –y, en todo caso, corrientes muy importantes de
ella–, lejos de oponerse al Ignorabimus!, en nombre de la analogia entis, lo
utilizó también ampliamente como escudo contra el materialismo monista y,
en general, contra el racionalismo «cientista». Vidoni mismo da un resumen,
por ejemplo, de las posiciones de Georg von Hertling –el fundador de la
filovaticana Görres-Gesselschaft–, quién en su libro Sobre los confines de la
explicación mecánica de la naturaleza; para la refutación de la concepción
materialista del mundo (Über die Grenzen der mechanischen Naturerklärung. Zur
Widerlegung der materialistichen Weltansicht), Bonn 1875, reinterpretaba
fácilmente el «primer límite» de du Bois (la incognoscibilidad de la esencia
de la materia y de la fuerza por una ciencia natural que sólo puede atenerse
a los datos contingentes) y ofrecía fundamentos nuevos para el «segundo
límite» (el límite trazado por la imposibilidad de derivar la vida espiritual
de la materia). A saber, la supuesta experiencia interna que es ajena a la
ciencia natural (ocupada sólo en la experiencia externa) y que, por ello,
había sido rechazada por el positivismo comtiano.
Pero, ¿fue utilizado también el Ignorabimus! por el materialismo y, sobre
todo, pudo serlo? Pues no parece gratuito afirmar que el materialismo, tal
como Vidoni lo considera (sea el mecánico, sea el dialéctico, en el sentido de
Engels) tendió siempre a considerar extraño, ajeno a sus proyectos, y aún
peligrosamente oscurantista y reaccionario, el Ignorabimus! de du Bois-
Reymond. ¿Qué nexo puede establecerse entre el materialismo y esa
tendencia a «conjurar» el Ignorabimus!? A nuestro juicio el nexo no puede
establecerse en un plano genérico. No es el materialismo a secas, sino el
materialismo monista (ya sea según el monismo de la sustancia, ya sea
según el monismo del orden universal) aquel que tiende a considerar ajeno
todo aquello que tenga que ver con un Ignorabimus!. Nos parece que es
posible decir que es el monismo y no el materialismo la fuente de la
incompatibilidad con el Ignorabimus! y la mejor contraprueba es que
también encontramos explícitamente reconocida esta incompatibilidad en la
metafísica monista de signo idealista o espiritualista, tal como la encarnó,
sobre todo, Hegel («colaborar a que la filosofía deje de ser amor al saber y
comience a ser saber efectivo, este es el propósito de nuestra tarea» –decía
en el umbral de la Fenomenología del Espíritu). Históricamente nos parece
incontestable que la omnisciencia que el monismo vincula al saber verdadero,
tiene un origen teológico. Es la omnisciencia divina, prototipo de todo saber
absoluto, aquello que Hegel transfiere al Espíritu; y es este mismo ideal
omnisciente del saber el que inspiró a Laplace (aunque «ya no necesitaba de
Dios en sus cálculos») para trazar el ideal de la nueva mecánica como
ciencia materialista definitiva. Ahora bien, situados en la perspectiva del
saber omnisciente (del saber absoluto hegeliano o del ideal mecanicista
laplaciano), se comprende que sea imposible y aun contradictorio tratar de
ponerle límites ni internos, ni externos. Sólo la nada, o la clase vacía, podría
oponerse a esta ciencia verdadera. Pero el Ignorabimus! carece de sentido
cuando se le entiende por referencia a esa nada, y en el fondo esta era la
falta de sentido que du Bois-Reymond encontraba en la supuesta «dolorosa
ignorancia» proclamada por el Fausto de Goethe ante los espíritus. Ignorar
lo que no es, no es ignorar, es precisamente no ignorar; no es tampoco
«saber que no se nada» (la «paradoja socrática»), pues es saber que esa «X»,
diría Hegel, eternamente desconocida, sólo es el signo del vacío.
Puestas así las cosas, advertimos las estrechas analogías que existen entre el
«debate sobre el Ignorabimus!» suscitado por du Bois-Reymond en torno a
los años setenta del siglo pasado y el debate que sobre el noúmeno (o la cosa
en sí) suscitó Kant un siglo antes a raíz de la publicación, en 1781, de la
Crítica de la Razón Pura. Merecería la pena estudiar detenidamente –cosa que
no podemos hacer en esta ocasión– los paralelismos y las diferencias entre
estos dos famosos debates. No se trata, en modo alguno, por nuestra parte al
menos, de enfocar la comparación desde la perspectiva del neokantismo,
como si el Ignorabimus! de du Bois hubiese sido ante todo uno de los
episodios de la «vuelta a Kant». Pues, sin perjuicio de sus antecedentes
kantianos, conviene considerar el Ignorabimus! como resultado de una
dialéctica interna al estado de las ciencias naturales, resultado al que
habrían llegado sobre todo los científicos, en un determinado contexto
histórico cultural, y no los filósofos neokantianos. Precisamente
neokantianos, como Windelband o Rickert –a los que Vidoni no deja de
citar– han reaccionado ante la cuestión de los límites del conocimiento
científico, abierta por el Ignorabimus!, del modo más diferente imaginable al
que podría explicarse en la Aetas kantiana –introduciendo el concepto de
Ciencias del Espíritu o Ciencias de la Cultura– una vez aceptados los límites de
la ciencia en tanto que ciencia natural (la obra fundamental de Heinrich
Rickert, publicada en 1896, llevaba como título Die Grenzen der
naturwissenschaftlichen Begriffsbildung). Es decir, postulando ad hoc un
género de conocimiento (comprensión, Verstehen), que se contraponía al
conocimiento propio de la ciencia natural (Erklären) y que ponía en peligro,
por tanto, la idea de la unidad de la ciencia. Es cierto que el concepto
neokantiano de «ciencias del espíritu» no estaba desligado de los círculos
hegelianos. Pero mientras Hegel desarrolló estas «ciencias del espíritu»
como episodios de un saber absoluto de cuño filosófico, los neokantianos
quisieron entenderlas precisamente como ciencias positivas. (Por ello
Rickert propuso el cambio de la expresión Geisteswissenschaften a
Kulturwissenschaften.) Aunque tampoco puede olvidarse que, sobre todo en
Rickert, cabe observar un componente crítico, pero dirigido contra las
ciencias naturales; como si estas fueran menos científicas (teniendo en
cuenta sus artificiosas mediaciones) que las ciencias culturales.
La comparación entre el debate en torno al Ignorabimus! y el debate en torno
al noúmeno (tanto en el sentido negativo de este término, como en el sentido
positivo, de «cosa en sí»), tendría que establecer, desde luego, las
correspondencias (paralelismos, sobre todo) analógicas, sin perjuicio de las
diferencias de contexto histórico, que se dan como presupuestos, sin ocultar
todo cuanto se deba, no ya a la mera analogía estructural, sino a la
continuidad de ciertas líneas de tradición histórica. Así, acaso pudiera
establecerse una correspondencia estrecha entre las posiciones de Hegel
presentando el Saber absoluto frente al noúmeno kantiano y las de Haeckel,
presentando el Impavidi progrediamur!, frente al Ignorabimus! de du Bois (y
esto sin perjuicio de la oposición diametral que media entre el idealismo
hegeliano y el monismo materialista haeckeliano). O entre las posiciones de
J. S. Beck (con su proyecto de derivar la materia y no sólo la forma del sujeto
cognoscente) o de J. T. Fichte (con su proyecto de ciencia unitaria sobre la
base de las evidencias subjetivas) y las de E. Mach (con su proyecto de una
ciencia que abarcaría la totalidad del mundo material basándose en esos
elementos «homogéneos para todos los campos» que son, según él, las
sensaciones). Este paralelismo entre E. Mach y J. T. Fichte tiene que ver, sin
duda, con aquel que Lenin captó en su Materialismo y empiriocriticismo (1909)
al asimilar el empiriocriticismo al idealismo berkeleyano. Desde luego, los
paralelismos entre la interpretación del Noúmeno por Schopenhauer (en
oposición al «mundo fenoménico», apelación a una voluntad inconsciente) y
las reacciones de E. von Hartmann al Ignorabimus! de du Bois (Anfänge
naturwissenschaftlicher Selbsterkenntnis, 1873) son obvias y se cruzan con una
línea de continuidad histórica. También las posiciones de Salomón Maimon
(intentando reducir el noúmeno a un mero concepto formal límite, dado
dentro del sistema, al estilo de √-a dentro del álgebra) tendrían su paralelo
en un David Hilbert, por ejemplo, cuando escribía en 1900: «la convicción de
la resolubilidad de todo problema matemático ha sido siempre un potente
estímulo para el trabajo científico; dentro de nosotros resuena siempre el
lema: 'aquí está el problema, busca la solución!' Puedes buscarla con el
pensamiento puro, porque en la matemática no existe ningún Ignorabimus!».
Por último, las interpretaciones meramente semánticas del Ignorabimus!,
como la esfera del sinsentido, también tienen sus equivalentes en la Aetas
kantiana (acaso en el Aenesidemus de Schulze) y, por supuesto, habría que
establecer también las correspondencias entre las posiciones más o menos
próximas al fideismo, que se basan en interpretar el noúmeno en un sentido
positivo (para acceder a él con la intuición, al estilo de Jacobi) o bien en
interpretar el contenido del Ignorabimus! precisamente como aquello que nos
es dado por una revelación positiva que transciende todo conocimiento
científico.
Pero la comparación entre la disputa del Ignorabimus! y la disputa del
noúmeno (si se quiere, de la «cosa en sí ignorada», e ignorada por estructura)
habría que retrotraerla más atrás de estos paralelismos. Habría que regresar
hasta la comparación de las fuentes mismas que dieron lugar
respectivamente a la idea del noúmeno en Kant y al Ignorabimus! de du Bois-
Reymond. Acaso sería preciso comenzar esta comparación señalando una
coincidencia que podría considerarse emic por parte de Kant y por parte de
du Bois, en el proceso que conducirá respectivamente al noúmeno y al
Ignorabimus!: es la coincidencia en la convicción de estar en posesión de un
saber seguro, cierto, y no por modo estático, sino dinámico. Kant, como du
Bois-Reymond, se sienten pisando «los seguros senderos de la ciencia». No
parten, como Descartes, de la duda sino de la certeza de las ciencias positivas.
Desde esta perspectiva ambos parecen llegar, sin embargo, al
reconocimiento de unos límites de su saber. Por ello, la primera cuestión
que, desde nuestro punto de vista (etic) suscitamos es obligadamente la
siguiente: ¿cómo han llegado partiendo de la seguridad de la ciencia al
reconocimiento de sus límites? Pero sobre todo, tenemos que plantear
también una segunda cuestión: el reconocimiento de esos límites, ¿no
destruye aquella misma seguridad de la que se partía, en tanto que tales
límites son, de algún modo, límites a la seguridad?
Por lo que se refiere a la primera cuestión es preciso distinguir
inmediatamente los procedimientos para llegar a la formulación de límites
que pudiéramos considerar externos (acaso meramente didácticos,
estilísticamente metafóricos) –y externos porque, lejos de utilizar los mismos
componentes con los cuales se ha tejido la «ciencia segura», aplican a estas
ciencias coordenadas tomadas de otros espacios– y los procedimientos que
puedan ser considerados internos (en función, desde luego, del mismo
criterio que hemos utilizado para describir la externidad). Es innegable que
Kant comienza el capítulo en el cual se dispone a exponer «el fundamento
de la distinción de todos los objetos en general en fenómenos y noúmenos»
(el capítulo III de la Analítica trascendental) recurriendo a un procedimiento
externo, inequívocamente metafórico: «hemos recorrido el territorio del
entendimiento puro y observado atentamente cada parte del mismo. Este
territorio, empero, es una isla a la cual la naturaleza misma ha asignado
límites [Grenzen] invariables. Es la tierra de la verdad (nombre encantador),
rodeada por un inmenso y tempestuoso mar, albergue propio de la ilusión,
en donde los negros nubarrones y los bancos de hielo, deshaciéndose, fingen
nuevas tierras y engañan sin cesar con renovadas esperanzas al marino,
ansioso de descubrimientos, precipitándolo en locas empresas que nunca
puede ni abandonar ni llevar a buen término». Es evidente que en esta
alegoría la isla, en la que Kant se siente seguro, representa la ciencia; la isla
tiene límites naturales, confines trazados por el mar que la rodea, y por ello,
en cierto modo, estos límites [Grenzen] son a la vez barreras [Schranken], para
usar la distinción que Kant utilizará en los Prolegómenos. Pero, ¿cabe fundar
en esta alegoría la distinción filosófica entre fenómenos y noúmenos? En la
alegoría parece obvio que todo cuanto se refiere al «mar envolvente», a los
«negros nubarrones», que fingen nuevas tierras que amenazan... queda «de
la parte del noúmeno» (incluso se diría de un noúmeno muy próximo a un
Deus absconditus, que flota sobre las aguas turbulentas y a quien «el rayo le
precede y el trueno le acompaña»). Pero no es obvio que la isla, como tierra
firme que es, símbolo explícito de la ciencia como conocimiento verdadero,
pueda representar por sí al mundo de los fenómenos, de las apariencias. Si
efectivamente asume esa representación es por su posición en el quaternio
terminorum de la analogía, pero, en ningún caso, el límite entre la isla y el
océano envolvente puede servir de sustituto al concepto filosófico de límite
del conocimiento científico. Y no ya porque ese límite sea geográfico (puesto
que aun siendo geográfico podría ser estrictamente conceptual), sino porque
es, para decirlo desde las propias coordenadas kantianas, estético, es decir,
meramente fenoménico. Tanto la isla, como el océano, en la alegoría, son
fenómenos, por lo que el límite que allí aparece es sólo un límite entre
fenómenos y, por tanto, no tiene nada que ver con el límite trascendental a
«todas las cosas» en general, entre los fenómenos y los noúmenos. Sin
embargo también es cierto que la alegoría podría encerrar una virtualidad
ulterior –y tocamos con ello nuestra segunda cuestión. Es preciso advertir,
en efecto, que ya en este plano estético y metafórico, externo, la introducción
del «tumultuoso océano» envolvente de la isla significa también –en cuanto
que se nos presenta como una cosa en sí misma, más poderosa que la isla
segura– una amenaza para la propia seguridad de quien permanece en ella,
y no sólo para el marino audaz que se interna en las aguas, empujado por la
necesidad.
Podemos por tanto continuar la alegoría: es la introducción del océano lo
que hace que la isla, que hasta entonces aparecía como roca segura, pueda
comenzar a aparecer como una tierra en realidad frágil, porosa, acaso
flotante, capaz de hundirse o desmoronarse o disolverse en el mar que la
rodea. Es decir, gracias al océano (pero no ya por la razón formal del
quaternio terminorum, sino por la acción directa de un término sobre otro a
quien destruye) la isla comienza a poder ser símbolo de las apariencias, del
mundo fenoménico. De este modo, la alegoría resultará capaz de expresar
gran parte del contenido de la distinción «de todas las cosas en general en
fenómenos y noúmenos». Pero, ¿no es entonces cuando la isla comienza a
perder, en cuanto símbolo, su razón de ser, aquello por lo cual había sido
introducida en tanto representación de la verdad apodíctica («nombre
encantador»)? Parece entonces que la única forma de recuperar esa
seguridad sobre la que se edifica el idealismo trascendental será concluir
que el océano envolvente está de más, que es puramente imaginario y que la
tierra firme se extiende en realidad indefinidamente; que no hay, por tanto,
ningún límite al conocimiento, porque la cosa en sí, el océano, no existe. Y
acaso es este circuito del tejer y destejer que acabamos de sugerir en el plano
de la alegoría el que recorrió F. H. Jacobi, si nos atenemos a esta declaración
suya (Werke, II, pág. 304): «Debo confesar que este escrúpulo me ha detenido
no poco en el estudio de la filosofía kantiana, de suerte que yo, distintos
años sucesivos, he debido siempre comenzar desde el principio la Crítica de
la Razón Pura, porque sin cesar reconsideraba que, sin este presupuesto [de
la cosa en sí] no podía entrar en el sistema, y con este presupuesto, no podía
seguir (permanecer) en él» [dass ich ohne jene Voraussetzung in das System
nicht hineinkommen, und mit jener Voraussetzung darinn nicht bleiben konnte].
Acaso ocurre que la raíz de esta contradicción, implícita en el procedimiento
metafórico (estético) utilizado por Kant –contradicción porque, en lugar de
servir para establecer la «distinción de los objetos en general en fenómenos y
noúmenos» conduce a la supresión de todo límite y al postulado de una
ciencia ilimitada, omnisciente– haya que buscarla precisamente en ese
coincidente punto de partida del proceso orientado a establecer los límites,
del que hemos hablado, a saber, el comenzar «considerándonos en posesión
de un saber seguro, cierto», simbolizable por una isla que ya está dada. No
se trata de recusar, en general, cualquier tipo de procedimiento metafórico,
«estético», puesto que si efectivamente todo pensamiento tiene que ser una
organización de contenidos estéticos (no es posible un pensamiento «puro»),
en su misma textura habrá de ser posible encontrar «pliegues» capaces de
simbolizar incluso lo que puede ir más allá de la estética, si es que ello fuera
posible. Se tratará más bien, de mudar el orden de la alegoría, es decir, de
partir del océano turbulento y no de la isla sólida, de la roca firme, quieta e
inmutable. Pues, efectivamente, la teoría de la ciencia debe partir del factum
de la ciencia. Pero esto no significa que este factum haya de entenderse como
una realidad ingénita, es decir, como una estructura dada sin origen. Es
igualmente factum, más aún, sólo así lo es verdaderamente, si nos es dada la
génesis de su propia estructura. Y la génesis de la estructura científica se
encuentra en un medio pre-científico, aquel que en el libro VI de La
República de Platón se representa por los dos primeros trazos de la línea
cuatripartita, es decir, por el mundo cambiante de la doxa, por el «oleaje» de
imágenes y opiniones cambiantes, que hay que poner en el origen de todo
conocimiento cierto. Este sería nuestro océano inicial; aquí es donde se
forman los «negros nubarrones», los «bancos de hielo que deshaciéndose
fingen nuevas tierras». Y de este medio turbulento tendrá que salir la tierra
firme de la isla, pero como recinto que va formándose paulatinamente, a la
manera como se forma una isla de coral. En esta perspectiva, carece de toda
justificación comenzar por una única isla como originario punto de partida.
Tan originario será, y mucho más probable, partir de varios arrecifes
simultáneos, que van creciendo, como archipiélagos, según círculos de radio
variable, y que representan a las diversas ciencias positivas efectivamente
constituidas. En esta nueva versión de la alegoría kantiana, el proceso de la
aparición de límites en el saber científico no es un proceso inesperado,
extrínseco, que requiera una justificación especial (que tendría que ser
externa, estética), como era el caso cuando partíamos del supuesto de un
saber dado, desde el principio, como ilimitado (o, al menos, sin constancia
de los límites). Ahora, el saber científico aparece ya desde su origen como
siendo constitutivamente limitado, precisamente porque su fortaleza se
manifiesta en su misma capacidad constructiva, organizadora de las
partículas que se enlazan en estructuras cerradas, como los arrecifes del
ejemplo. Su seguridad no es algo independiente de la seguridad que pueda
derivarse del proceso mismo de su construcción, que es finito, ahora ya por
motivos intrínsecos. Por consiguiente, el Ignorabimus! sobre aquello que está
más allá de los confines de la isla, de la ciencia, ya no tendrá por qué
proyectar su sombra sobre la ciencia misma, autorizando una conclusión de
tendencia escéptica o convencionalista del tipo: «en realidad sabemos muy
poco, casi nada: todo puede suceder (incluyendo en este 'todo' los milagros
de Lourdes desde 1859 o las profecías de Fátima desde 1917)». Por el
contrario, habrá que subrayar el componente de conocimiento genuino y
seguro que las construcciones científicas logran en la misma finitud de su
ámbito; habrá que subrayar cómo este componente (que es el auténtico
contenido de un 'cogito' objetivo) tiene fuerza, sin embargo, para erigirse en
verdadero metro y prototipo material del conocimiento efectivo. Y para
poder, desde el, recusar a priori cualquier intento de meter en el mismo saco
del Ignorabimus! a los enigmas indudables o problemas irresueltos, pero
planteados en términos racionales, y a los misterios, reconocidos
formalmente como tales, como praeterracionales (tratando de olvidar que la
apelación a la explicación de un enigma por vía de un milagro es
precisamente y formalmente la apelación a lo inexplicable, o la explicación
de lo oscuro por lo que es más oscuro todavía: es decir, es oscurantismo).
Ahora bien, esto supuesto, si la certeza científica es vista como una victoria,
como la salvación de un naufragio, ya no podremos considerar como una
renuncia el reconocimiento de los límites de la construcción victoriosa.
Hacerlo así nos parece una tergiversación del mismo género que la que
padece Gianni Vattimo y otros «posmodernos» al acuñar el concepto de
«pensamiento débil»: pues lo que ellos llaman pensamiento débil es aquel
que, en lugar de atenerse a «los grandes discursos sobre el todo», sobre lo
infinito o lo ilimitado, se «autolimita» a regiones más reducidas. Para
algunos, insignificantes: «lo que importa ahora es volver a considerar el
sentido de esa aventura [la «aventura metafísica» del pensamiento] y
explorar los caminos que permitan ir más allá; es decir, negando
precisamente –y no fundamentalmente en el ámbito e las relaciones sociales,
sino en la esfera de los contenidos y de los modos del mismo pensamiento–
los rasgos metafísicos del pensamiento; y, en primer lugar, la «fuerza» que
éste siempre ha reivindicado para sí en virtud de su privilegiada capacidad
de acceder al ser como fundamento. Con todo esto, lo reconocemos, el
pensamiento débil no queda en absoluto caracterizado de una forma
'positiva'», dicen Aldo Rovatti y Gianni Vattimo; «la idea teórica de un
diccionario no puede llevarse a la práctica, ya que todo diccionario riguroso
contiene elementos de enciclopedia, que empañan su pureza. Desde este
punto de vista se demuestra irrealizable la idea de un pensamiento fuerte
del lenguaje», dice Umberto Eco. Pero, ¿por qué llamar débil a este
pensamiento si no es por contraposición extrínseca a las pretensiones de un
pensamiento fuerte, totalizador, cuando resulta que sólo fue fuerte en su
pretensión ilusoria y, por tanto, un pensamiento débil en sí mismo? (¿por
qué llamar débil a un potente motor ordinario, pero que no puede llegar a
ser un perpetuum mobile de primera especie?). Es el pensamiento finito, el
que se llama débil, aquel que es fuerte, puesto que es el único pensamiento;
y la debilidad del pensamiento de Vattimo y otros se reduce, quizá, al
mismo proceso de acuñación de su concepto (que es, por otra parte, la única
novedad destacada que ellos han propuesto). En consecuencia, aquello que
es llamado pensamiento débil por los «posmodernistas», ni es débil ni
tampoco es un producto posmoderno, puesto que es, si es que tiene alguna
referencia, el mismo pensamiento fuerte que, intrínsecamente limitado
desde su comienzo, se constituye en la época moderna con la ciencia de
Newton: a él se refirió Kant al establecer la distinción de todos los objetos en
fenómenos y noúmenos. Sobre todo, ese es aquel pensamiento científico y
limitado científicamente desde el cual du Bois-Reymond formuló su
Ignorabimus!.
La nueva versión de la alegoría kantiana que proponemos está inspirada,
por tanto, en la tesis acerca de la finitud intrínseca a toda construcción
científica que pueda considerarse verdadera, en el carácter operatorio y, por
tanto, finito, positivo (en tanto este concepto envuelve la idea de «puesto»,
«portátil» –v. gr. como adjetivo de «órgano musical», órgano positivo–), de las
construcciones científicas en cuanto son lugares en los que se realiza
efectivamente (o puede realizarse) la verdad apodíctica, segura. Esta
concepción es incompatible, desde luego, con la idea de un saber ilimitado,
infinito. Esta idea es solo un concepto negativo (el concepto de saber no-
limitado, in-finito), por lo que la negación de esa negación, deberá
considerarse propiamente como algo que nos remite a la realidad originaria,
al pensamiento fuerte, y no «débil». En términos teológicos, el pensamiento
fuerte, el pensamiento finito, equivale al ateísmo integral, es decir, a la
negación, no ya de la existencia de Dios, sino de su esencia (al menos si esta
se cifra en la omnisciencia). Pues no sería suficiente ese «ateísmo existencial»
que, sin embargo, conserva la esencia de Dios como un saber absoluto
encarnado, sea en el Genio de Laplace, sea en el Espíritu de Hegel. Será
necesario prescindir de la esencia divina, de su onmnisciencia, de la ciencia
que antecede a todo cuanto pueda existir y determina lo que existe. Acaso la
doctrina molinista de la «ciencia media» pudiera entenderse como uno de
esos primeros pasos dados, de un modo más o menos inconsciente, ya en la
época moderna, en la dirección hacia el ateísmo esencial: «algo no llegará a
ser porque Dios conoce el futuro, sino que, porque es futuro, Dios lo conoce
antes de ser hecho». Es decir, si algo no es futuro determinado, si es caótico,
Dios no tiene por qué conocerlo.
Aristóteles, en los Segundos Analíticos (por ejemplo, en su capítulo 15),
establece la conexión entre la ciencia y lo necesario-eterno de la Naturaleza,
es decir, entre el momento gnoseológico y el momento ontológico de las ciencias,
pero sobreentendiendo, por tanto, que «necesario» ontológicamente
equivale a lo «eterno» dado en el Mundo. Si la Astronomía es una ciencia es
porque los movimientos de los astros que ella establece y, por tanto, los
astros mismos, son eternos, divinos (Metafísica, 1073a-b).
Independientemente de que el mundo aristotélico fuese finito en el espacio
(aunque no por ello debieran atribuírsele límites) lo cierto es que era eterno
en el tiempo (es decir, carecía de límites temporales); por ello podría decirse
que la ciencia del mundo es ciencia de lo eterno y necesario. En la
concepción creacionista, el necesarismo mundano aristotélico habrá de ser
retirado (toda criatura es contingente); pero lo cierto es que se transfirió al
Dios inteligente, al Ser necesario. Un Ser que ya no es el Dios aristotélico,
que desconoce el mundo, sino una Inteligencia divina que contiene en sí
misma el depósito de las esencias mundanas que las ciencias especulativas
intentan reflejar en el espejo de la inteligencia humana. Supuesta la
implicación entre el carácter apodíctico de los «silogismos científicos» y la
necesidad divina (eterna) de las esencias-sustanciales expresadas en sus
principios, se comprende que la mera duda sobre la eternidad de esos
principios tuviera como consecuencia inmediata la duda sobre la
apodicticidad de la ciencia misma. El carácter apodíctico (de certeza
absoluta, ilimitada) atribuido a las ciencias quedará limitado por la misma
limitación de la necesidad y eternidad de sus pretendidos objetos, es decir,
la limitación gnoseológica de las ciencias vendrá determinada por la
limitación ontológica de sus objetos (lo que no excluye los efectos de una
limitación que proceda por canales epistemológicos que llevan la crítica al
saber racional en nombre de un saber sobrenatural, comunicado por vía
mística en la Revelación por Dios a los creyentes).
La cuestión acerca de los límites de la ciencia, del saber científico, no es
independiente, por tanto, de la cuestión de los límites del mundo, del ser
real. Ahora bien: cuando se utiliza globalmente el concepto de «límite del
mundo fenoménico» (significando aquí «fenoménico»: lo que me es dado,
sin connotar la noción de «ocultación o apariencia») es porque tomamos el
mundus adspectabilis como una totalidad en cuya inmanencia nos
desenvolvemos en el momento del conocimiento científico. Y entonces acaso
sólo disponemos de dos opciones muy distintas para construir ese concepto
del «límite del mundo» y, con el, «límite de la ciencia», por el noúmeno:
(1) comenzar aplicando a la Idea de Mundo la Idea de «todo» (totalidad
atributiva: complexum omnium substantiarum); y aplicar después ex abrupto a
esa «totalidad» conceptos de límite tomados de totalidades regionales
interiores al mundo (por tanto: límites que expresan fronteras entre
complejos particulares de fenómenos). Esta transferencia del concepto de
límite-frontera propio de «partes del mundo» (totalidades regionales) al
mundo como supuesta totalidad global es evidentemente una metáfora,
metáfora recorrida por la mayor parte de los caminos que conducen a la
idea de noúmeno (o de otra análoga) que, en estas condiciones, habrá de ser
también metafórica. Si, por ejemplo, el «límite» es la frontera que separa el
anverso del reverso de una moneda y hablamos del mundo visible como de
un anverso, será porque su reverso se concibe como el noúmeno: el noúmeno
sería entonces el «reverso del mundo». Un mundo invisible por estructura,
puesto que nadie puede rodear o dar la vuelta al mundo en su totalidad a
fin de «verlo desde el otro lado». O bien, si partimos del límite o frontera
que separa el interior (el dentro) de algún recinto finito (una caverna, una
cárcel, una casa-habitación o morada) de su exterior envolvente,
transfiriendo este concepto de límite al mundo en su totalidad, hablaremos
del mundo de los fenómenos como de una caverna (Platón) o como de una
cárcel (Pitágoras) o como de una morada (Heidegger), con lo cual, lo que
está más allá, es decir, «del otro lado» del mundo fenoménico (si es que se
concibe la posibilidad de salir o escapar de esa caverna, cárcel o morada)
será el noúmeno, en cuanto trans-mundo, el «otro Mundo». Y si se identifica
ese heteron del mundo con la clase vacía entonces el concepto de «límite del
mundo» viene a ser un modo indirecto de declarar que el mundo no tiene
límite: estamos en una situación próxima a la del universo infinito de Bruno
o bien, a la del universo finito, pero ilimitado (sin fronteras) de Einstein.
(2) comenzar por situarnos en alguna región del mundo de los fenómenos
en la cual se hayan establecido límites con otras regiones también
fenoménicas para, a continuación, y suponiendo que esos límites sean
trascendentales a las regiones contiguas y esto de un modo recurrente, ir
extendiendo nuestras fronteras, es decir, ir incluyendo los fenómenos
exteriores a esas fronteras que vamos ampliando sucesivamente, en nuestro
recinto, hasta llegar ahora, no tanto metafóricamente, sino a la manera como
se llega al límite en un proceso de ampliación en el sentido matemático
(ampliación que puede tener el sentido físico de una reducción progresiva
de volumen); y que solo podrá tener lugar, si es que ello tiene sentido,
cuando los con-fines de nuestro recinto ampliado no hayan dejado ningún
fenómeno fuera, es decir, cuando el exterior pueda ser definido como la
clase vacía... de fenómenos. Este sería el límite de un proceso trascendental.
[Utilizamos aquí el término «trascendental» según una modalidad distinta
de aquella que corresponde a la acepción escolástica o kantiana del término
–trascendental es lo que a priori se aplica a diversas categorías– pero que sin
embargo está autorizada por usos tradicionales del español, que
apreciamos, por ejemplo, en el título de la obra de Juan Antonio Llorente,
Defensa canónica de don Juan Antonio Llorente contra injustas acusaciones de
fingidos crímenes; trascendental en varios puntos al mayor número de españoles
refugiados en Francia (París, 1816), o en la Historia crítica de la Inquisición en
España del mismo autor (capítulo 20) en la que leemos, en relación con Doña
Leonor de Vibero, mujer de Don Pedro Cazalla: «...declarándose haber
muerto en la herejía, su memoria fue condenada con infamia trascendental a
los hijos y nietos...»]. Ahora el noúmeno será el límite del proceso
«trascendental» que nos conduce a la clase vacía de los fenómenos y si el
mundo se supone infinito el noúmeno será la nada. Pero esta Nada a la que
llegamos desde los fenómenos (una nada fenoménica) no debe ser
confundida con la Nada teológica, o «nada absoluta», que es el no-ser del
Ser necesario, res nata (lo que no es Dios como ser necesario y creador ex
nihilo). Como es sabido, una vez desechados, a raíz de los descubrimientos
de Penzias y Wilson, los modelos de universo fijo basados en el «principio
cosmológico perfecto» (Bondi, Gold) los astrofísicos de nuestros días
defensores de la teoría del big-bang suelen interpretar de otro modo el
descubrimiento de Hubble concerniente a la velocidad relativa del
alejamiento mutuo de las galaxias: diríamos que, partiendo de
determinaciones regionales de nuestro universo, las distancias entre
galaxias observadas y su velocidad de alejamiento, y considerando esta
velocidad trascendental a las situaciones anteriores (constante de Hubble) y
esto de modo recurrente, los astrofísicos creen poder llegar al límite inicial
del mundo actual, a un punto o singularidad (la del big-bang) tal en el que
la densidad del universo y la curvatura del espacio-tiempo habrán sido
infinitas. La Nada a la que se llega ahora ya no debiera, por tanto,
confundirse con la «nada teológica», puesto que es la nada de cosas físicas,
fenoménicas. Este es un límite trascendental del mundo, es un límite
alcanzado desde dentro del mundo sin necesidad de haber salido fuera de
él, un límite trascendental-dialéctico.
Es evidente que si procedemos según el método primero, conservará todo
su sentido el decir que, ateniéndonos al conocimiento racional, ignoramos el
trasmundo, y que lo ignoraremos necesariamente (si es que vinculamos la
racionalidad del conocimiento al ámbito de los fenómenos que nos son
dados positivamente). Pero como el concepto de ese trasmundo (o cosa en
sí) ha sido obtenido, en algún caso, por transferencia metafórica, habrá que
decir también que puede ser conocido por nosotros por vía sobre-racional o
sobre-natural, o bien por vía mística (incluso por otra persona que viva «en
el otro lado del mundo»; una persona que puede suponerse que es Dios,
aunque también podría ser simplemente el habitante finito que se desplaza
por una «cuarta dimensión» de nuestro mundo). Porque, ¿cómo podríamos
conocer racionalmente un mundo que está del otro lado, más allá de los
fenómenos? Desde luego parece que puede afirmarse que los tantas veces
citados párrafos 5.6 y 5.61 del Tractatus de Wittgenstein están escritos desde
las coordenadas de esto que venimos llamando «límite metafórico del
mundo», si tenemos en cuenta que previamente han sido identificados los
límites de ese mundo con los límites del lenguaje que habla del mundo (si
no podemos hablar nada podremos expresar, sino lo inefable). Nos
veríamos así reducidos a la inmanencia absoluta, a la cual corresponderá
una trascendencia mística. Se comprende que una interpretación en esta
dirección de los límites del mundo (ya sea por la mediación del lenguaje, ya
sea «directamente») pueda ser recibida alborozadamente por los teólogos (el
Noúmeno será el Deus absconditus que, a la vez, es el conocedor, desde el
otro lado, del mundo) y vista con recelo por los materialistas. Plejanov, por
ejemplo –y después el Diamat– tendió siempre a desconfiar del noúmeno o
cosa en sí reivindicada por los neokantianos «revisionistas» del marxismo
(K. Vorländer, C. Schmidt, F. Staudinger) por cuanto éstos pretenderían
«imbuir la mentalidad burguesa a los socialdemócratas...; porque, en primer
lugar, el kantismo enseñaba que los hombres no pueden conocer las cosas
'en sí', dejando así lugar a la fe religiosa, que siempre había sido un medio
de esclavitud espiritual de las clases oprimidas» (L. Kolakowski, Las
principales corrientes del marxismo, trad. esp., Alianza, Madrid 1982, tomo 2º,
pág. 343).
Pero si procediésemos según el segundo método, ¿podríamos decir que
efectivamente habíamos llegado a construir el concepto de Noúmeno como
límite trascendental del mundo o no, más bien, a la negación de esa
construcción, a su reducción a la condición de clase vacía, por tanto, a la
consolidación de la inmanencia absoluta del mundo en cuyo ámbito nada
puede decirse que se ignora (en sentido trascendente)? Sin embargo, es lo cierto
que esa nada fenoménico-física a la que llegan los astrofísicos que antes
hemos citado no suele ser entendida como la nada absoluta. El mismo
Hawking, y no sólo Pío XII, la pone en conexión, aunque de modo
problemático, con Dios creador. Pero la «nada fenoménica» prohibe hablar,
en términos de las categorías físicas, de lo que concierne a la anterioridad del
tiempo (del big-bang): ¿se extiende esta prohibición al lenguaje de la fe? En
todo caso, en esta segunda interpretación, ¿qué papel gnoseológico
podríamos asignar a la distinción entre fenómenos y noúmenos de Kant? Si
el noúmeno no dice algo relativo a otras realidades, ni a otros
conocimientos, ¿qué añade a la idea de la ciencia positiva de los fenómenos
la idea de un noúmeno que viene a proclamar, como clase vacía, que lo que
está más allá de los fenómenos es nada? Añadiría quizá, al menos, la crítica
al supuesto ontológico necesarista considerado por la tradición aristotélica
como condición de la ciencia apodíctica y obligaría, por tanto, a una
gnoseología alternativa a la del necesitarismo metafísico (si no se está
dispuesto a mantenerse en una concepción descripcionista-fenomenista de
la ciencia).
El segundo camino hacia la construcción del concepto de límite del mundo
parece más riguroso que el primero. Es el camino del materialismo monista,
totalizador del mundo. Pero su precio es eliminar el noúmeno del horizonte
del racionalismo gnoseológico y destituir de todo significado al Ignorabimus
(salvo atribuirle un significado sobre-racional). Pero el primer camino hacia
la constitución del concepto de límite del mundo que hemos considerado
metafórico y poco filosófico es el camino de Wittgenstein, que solo podría
atribuir un significado al Ignorabimus al precio de ponerle como correlato un
conocimiento místico.
Ahora bien, si nosotros consideramos estos dos caminos como inviables,
aunque por motivos opuestos –a juzgar por los lugares utópicos a los cuales
ellos nos conducen– es porque ambos caminos pretenden pasar por una
consideración global del mundo de los fenómenos como totalidad. Esta sería
la razón por la cual el concepto de «límite del mundo» se nos presenta, o
bien como vacío, o bien como ficción.
A nuestro entender, es en el platonismo en donde podemos encontrar
inspiración para reconstruir el concepto de un «límite del Mundo», en
conexión con el concepto de «límite del Lenguaje». Me refiero sobre todo a la
Idea, central en Platón, de symploké, expuesta en El sofista, en tanto esta idea
contiene la crítica al monismo mundano como condición del pensamiento
racional («si todo estuviese vinculado con todo no sería posible el
discurso»). El discurso racional (la ciencia, por tanto) implica
discontinuidades, fracturas, inconmensurabilidades, entre regiones o cursos
del mundo de los fenómenos (regiones o cursos en los cuales nos situamos):
los límites del mundo tienen que ver con esas discontinuidades o cortaduras
internas al propio mundo de los fenómenos. Que son límites del mundo
desde el mismo momento en que constituyen los límites de la idea misma
del mundo como totalidad. Entre las regiones o cursos de fenómenos hay
discontinuidades, lo que no excluye que, a la vez, medien entre ellas
analogías o semejanzas. Atengámonos a un «ritmo de marcha» comparable
a los ritmos de marcha hacia el límite que antes hemos considerado a
propósito de los párrafos 5.6 y 5.61 de Witggenstein («Los límites [Die
Grenzen] de mi lenguaje significan los límites de mi mundo. La lógica llena el
mundo; los límites del mundo son también sus límites... [la lógica no puede
por ello excluir ciertas posibilidades, pues ello solo sería posible si pudiera
salir de los límites del mundo]; esto es, siempre que pudiese considerar
igualmente estos límites también desde el otro lado»). En el Crátilo, Platón
ha vinculado el mundo (en tanto que es un conjunto de cosas que se
mueven, que marchan...) al lenguaje y ha llegado a decir, por boca de
Sócrates (436b), que son los nombres los que indican la misma realidad (tén
ousian ta onómata): por ello alguien, como I. M. Crombie, ha podido observar
que Platón es el primer «filósofo lingüístico». Pero si no hubiera otra forma
de conocer las cosas que a partir de sus nombres (438b) –es decir: si los
«límites de mi lenguaje fueran los límites del mundo»)–, ¿cómo podrían
«quienes impusieron los nombres con conocimiento» saber que los nombres
iban a decir la realidad antes de que estuviera puesto nombre alguno y de
que lo conocieran? Distingamos los nombres compuestos (de otros nombres)
y los nombres primarios (onómata prota), formados a partir de los elementos
(stoicheia) o «partes átomas» del lenguaje. Estos nombres primarios, como
también los compuestos, constituyen una con-formación de la «sustancia de la
expresión», pero también de la «sustancia del contenido» –para decirlo con
la terminología de L. Hjemslev. Una terminología que, por cierto, como
procedente de la distinción de W. Humboldt entre Form y Stoff en un
lenguaje, según nos advierte Cosseriu, está muy próxima a Platón y aún a
Parménides. Esta materia o sustancia del contenido, en efecto, definida
como un «continuo amorfo» nos recuerda muy de cerca al «ser continuo y
sin formas» (diríamos: nouménico) de los eleatas –«todas las cosas (to pánta)
son simples nombres (onom'estai ossa) que los mortales pusieron», versos 38
y 39 del Poema de Parménides– o bien al «continuo heterogéneo» que H.
Rickert, con inspiración kantiana, ponía en el fondo de los dos grandes tipos
de con-formación «artificial» que harán, según el, posibles respectivamente
las ciencias naturales y las ciencias culturales: el «continuo homogéneo» y el
«discreto heterogéneo». Lo que Platón viene a concluir es que sólo si
conocemos las cosas, al menos parcialmente, por algún otro medio que por
sus nombres podremos decir que esas cosas son o no son ajustadas; como si
se dijera: si podemos establecer los límites del lenguaje (y con ellos los
límites del mundo) es porque podemos conocer las cosas que el lenguaje
manifiesta de otro modo. ¿Habríamos de pensar que este modo fuese el
propio de una fuerza superior (la de un Dios o un demonio místico) a la del
hombre que impuso a las cosas los nombres primarios? (438c). No sería
razonable. Platón no dice cual sea este otro medio. Pero sí afirma que ha de
ser posible conocer las cosas por sí mismas –es decir, no por el lenguaje–
siempre que las cosas no sean un perpetuo fluir, siempre que en ellas haya
algo «permanente» (439a, 440a). Por estos motivos hemos identificado, por
nuestra parte, en alguna otra ocasión, estos contenidos permanentes con las
formas o normas según las cuales el homo faber fabrica desde el principio sus
utensilios «normalizados», los conoce operatoriamente (no sólo
lingüísticamente, en la medida en que ello sea posible) y, a su través, con-
forma su mundo. No podemos desarrollar en esta ocasión las conexiones
que esta tesis pueda mantener con el llamado «principio antrópico».
En resolución: el camino del Crátilo platónico nos sugiere otra vez el modo
según el cual aparecen los límites en el mundo, por analogía a como
aparecen los límites en el lenguaje que comenzábamos por ver como
representación del mundo. A los límites del lenguaje, en el Crátilo no
llegamos por una imposible confrontación global del lenguaje que expresa al
mundo y «el otro lado del mundo», o por el manejo del mundo como una
totalidad (omnitudo rerum), sino por un análisis del lenguaje en sus partes,
un análisis que llega hasta los elementos que nos remiten ya fuera del
lenguaje. Y esto, ante todo, porque el «lenguaje» del que Platón habla hay
que sobreentenderlo como un lenguaje real, el griego, cuyos límites están
puestos, ante todo, por otros lenguajes, los lenguajes bárbaros (cuando
Platón nos presenta a Sócrates en el momento de disponerse a hablar con el
esclavo, lo primero que subraya es que el esclavo habla griego – Menón 82b–
lo que interpretamos diciendo que los límites del lenguaje aparecen
diaméricamente, «de lenguaje a lenguaje», antes que «de lenguaje a
mundo»). Es el camino que Goedel siguió para establecer los límites del
lenguaje formalizado de las matemáticas. Así también procedemos cuando
establecemos hoy los límites de los telescopios ópticos dentro de las
radiaciones electromagnéticas: es el análisis de la luz visible según su
estructura electromagnética lo que nos permite establecer los límites de
aquellos telescopios e introducir el concepto y la técnica de los
radiotelescopios. Son también los límites del mundo a los que llegan las
teorías de los físicos cuánticos que nos hablan de «otros mundos» no
fenoménicos, pero análogos al nuestro (por ejemplo, según la interpretación
de Everett). Para referirnos de nuevo a los «límites del mundo» a los que
llega trascendentalmente la astrofísica de la expansión del universo: el límite
regresivo que concluye en la singularidad del big-bang no es propiamente un
límite del mundo como totalidad de los fenómenos, sino que es un límite del
campo físico (primogenérico). Un límite que se establece ya, dentro del
mismo tiempo del mundo, por las fronteras entre el primer género de
materialidad y los otros géneros a través de los cuales se dan los fenómenos.
Los límites del mundo científico (en el sentido en el que hablan los
defensores del «principio antrópico») podrían también reinterpretarse en
este sentido.
En la medida, por tanto, en la que el fenómeno no se opone solamente al
noúmeno, sino también a la esencia (una esencia que no implica sustancias
aristotélicas, aunque sí estructuras terciogenéricas) el noúmeno ya no habrá
de tomarse gnoseológicamente tan sólo como designación de la idea
metafísica de la «ciencia absoluta» y del Ser que la posee, por un lado, y, por
el otro, como designación del Ser trascendente, que envuelve a los
fenómenos y los reduce a mera negatividad, a la condición de «apariencias
eleáticas» reabsorbidas en el Ser. Obviamente, y con esto volvemos al
principio, esto sería tanto como admitir que nuestra ciencia ya no sería tal,
sino una ciencia insegura, precaria, «ciencia de los fenómenos»; una ciencia
que, en realidad, se estaría entendiendo como subalternada –para decirlo al
modo escolástico– a la Ciencia absoluta, a la manera como la ciencia
teológico-dogmática se decía subalternada a la «ciencia de los beatos» (otra
vez, a lo místico). Gnoseológicamente, la función del noúmeno, tal como
Kant la introduce, no podría conducirnos a semejante conclusión –la
conclusión extraída por los teólogos místicos: «con todo, con nuestra ciencia,
no sabemos en el fondo nada»–, puesto que lo que Kant buscaba era
fundamentar, con su 'Crítica de la Razón Pura', la estructura apodíctica de la
ciencia y no su debilidad.
La función gnoseológica del noúmeno, en este contexto, no la pondríamos
en consecuencia tanto en esa «crítica debilitadora» de las ciencias rigurosas
(matemática, física), mediante el expediente de introducir ad hoc la idea de
una ciencia más alta, metafísica (y, correlativamente, la idea de un ser
necesario y eterno, al modo aristotélico), sino en la crítica de la concepción o
teoría de la ciencia según la cual la ciencia ha de ser infinita y unitaria, es
decir, divina (la mathesis universalis cartesiana), una ciencia de lo necesario,
para ser ciencia. Por consiguiente, la función crítico gnoseológica de la idea
del noúmeno, tal como ha sido, según nuestra interpretación, introducida en
la Crítica de la Razón Pura, en la medida en que ella es, entre otras cosas, una
teoría de las ciencias positivas, requiere un desarrollo adecuado –y no son
desarrollos adecuados aquellos que adoptan la perspectiva, no menos
legítima, de la «teoría del conocimiento». La interpretación que, por nuestra
parte, venimos proponiendo, se basa en presentar la idea de noúmeno como
una crítica a la concepción de la ciencia positiva en términos de «fragmento»
o «anticipación» de la supuesta ciencia unitaria del futuro, crítica llevada a
efecto en nombre de una concepción de la ciencia positiva como ciencia de
fenómenos (no total, ni íntegra, ni unitaria) y, sin embargo, ciencia
apodíctica, al menos en algunos de sus sectores centrales. Pero si los
fenómenos sobre los que se organizan las ciencias positivas pueden
constituir una positividad en sí mismos (y no la mera negatividad a la que
se reducen cuando se les considera a la luz de un noúmeno que los reduce a
la condición de apariencias fugaces y cuasisubjetivas) y una posibilidad
finita-operatoria (lo que implica las referencias fisicalistas) es porque estos
fenómenos pueden organizarse mutuamente constituyendo «círculos de
concatenación interna y necesaria terciogenérica», dentro de los marcos en
los que ellos se con-forman. En la medida en la que constituyen esos círculos
de concatenación, los fenómenos se oponen inmediatamente, no al
noúmeno, sino a la esencia. Por ello, los límites de las ciencias, en el sentido
del Ignorabimus habría que determinarlos no ya solamente como límites
externos de las ciencias, sino como límites internos de las mismas, trazados
en el curso del desarrollo de las relaciones que ligan a los términos de los
campos respectivos.
De lo anterior cabe extraer un argumento muy poderoso contra el
agnosticismo, un argumento que podría denominarse «refutación
gnoseológica del agnosticismo», en el sentido huxleyano. Pues Huxley,
como hemos dicho, construyó su concepto como contrafigura del
gnosticismo, que interpretamos como la doctrina propia de quienes
defienden la posibilidad de conocer con seguridad a Dios (en su existencia o
en su esencia). Como Huxley no restringe su concepto de gnosticismo a los
términos propios del misticismo, cabe reconocer también cierta posibilidad
de hablar de un «gnosticismo racional» (al menos intencionalmente, emic).
Este gnosticismo es el que puede tener un significado gnoseológico estricto,
a saber, cuando «el conocimiento de Dios» (o del Ser Necesario) se considere
como el fundamento trascendental de las ciencias naturales. En este sentido,
el modelo precursor del gnosticismo gnoseológico habría que ponerlo otra
vez en el libro lambda de la Metafísica de Aristóteles, según hemos dicho, si
bien este gnosticismo pleno se habría desarrollado más tarde en la
escolástica cristiana aristotélica, en tanto ella ha transformado el Dios
aristotélico en Dios creador y gobernador del mundo. El gnosticismo
gnoseológico aristotélico-escolástico, intencionalmente racionalista, se
diferenciará así de lo que pudiéramos denominar «gnosticismo
gnoseológico preterracionalista», fideista en su límite (el itinerarium artium
de San Buenaventura), en tanto él también subordina la posibilidad de una
recta práctica del juicio racional a la influencia de la fe como, al menos, regla
directiva. Santo Tomás de Aquino asumió este gnosticismo fideista, aunque
sólo parcialmente; pues en su doctrina de la verdad hizo uso, sobre todo, del
gnosticismo gnoseológico estricto, al considerar la adecuación del
entendimiento humano a las esencias de las cosas naturales como un
«episodio» de la adecuación del entendimiento humano al Entendimiento
Divino (una adecuación carente de sentido en Aristóteles, para quien el Acto
puro ni siquiera conoce al mundo).
Por relación a este gnosticismo gnoseológico (cuya negación es el ateísmo)
estableceríamos el agnosticismo gnoseológico, como defensa de la posibilidad
de mantener una duda racional respecto de las tesis de tal gnosticismo. Es
este agnosticismo el que sería incompatible con la efectividad de las ciencias
categoriales que suponemos ya establecidas. La incompatibilidad se da,
desde luego, cuando mantenemos la gnoseología aristotélica, puesto que,
como hemos dicho, esta gnoseología no es otra cosa sino una expresión del
fundamento ontológico que las ciencias necesitan, interpretando ese
fundamento teológicamente: desde la concepción aristotélica, y luego
escolástica, el agnosticismo es inconsistente y debe ser refutado en beneficio
de un gnosticismo racionalista, puesto como fundamento de las ciencias
mismas (podríamos decir: «si Dios no existiese, todas las ciencias –incluidas
las ciencias ficción– estarían permitidas»). Pero, ¿y si es la idea misma de
Dios aristotélico la que es puesta en duda? Es ahora cuando el agnosticismo
parece adquirir toda su plausibilidad, puesto que las cuestiones teológicas
quedarían en un plano distinto de aquel que contiene a las cuestiones
gnoseológicas. Sin embargo, lo que nosotros no aceptamos es justamente
este planteamiento. No se trata, contra Aristóteles, de que el Ser teológico
nos remita a un mundo enteramente alejado e indiferente del mundo
gnoseológico, del mundo de las ciencias; nuestra perspectiva sigue siendo
aristotélica, al menos en lo que concierne a la tesis genérica de la conexión
entre la Idea teológica y la Idea gnoseológica. Sólo que vemos la conexión en
un sentido opuesto, es decir, no como conexión necesaria, sino como
conexión incompatible. Para expresar del modo más radical nuestro
argumento: «si Dios existiera, las ciencias categoriales no podrían existir; de
donde, por contraposición, si las ciencias existen, Dios no puede existir,
contra el agnosticismo» (el argumento gnoseológico se nos muestra así
paralelo al argumento que se utiliza en filosofía moral a propósito de la
libertad humana). Es obvio advertir que el argumento no se dirige tanto al
gnosticismo aristotélico estricto cuanto a su desarrollo escolástico cristiano.
En efecto, el gnosticismo aristotélico pretende ofrecer un fundamento
genérico a la necesidad de las esencias-sustancias investigadas por las
ciencias; pero propiamente queda al margen de nuestro argumento
gnoseológico dada la misma concepción aristotélica de Dios como noesis
noeseos, como pensamiento de sí mismo que desconoce al Mundo; por
decirlo así, el gnosticismo gnoseológico aristotélico es el fundamento, más
que de las ciencias, de la eternidad de sus objetos (sobre todo, de los astros).
Pero el gnosticismo gnoseológico estricto, el gnosticismo cristiano (aquel
contra el que se define el agnosticismo de Huxley) pretende ofrecer un
fundamento gnoseológico no ya del objeto de las ciencias sino de las ciencias
mismas, de sus verdades, en tanto que éstas están «mensuradas» por la
verdad divina. Porque Dios es ahora, en el cristianismo, sobre todo, el Dios
omnisciente –y no sólo el Dios omnipotente–, el Dios que conoce todas las
esencias de las cosas, a las cuales las ciencias tratan de aproximarse. Es este
Dios del gnosticismo aquel que es incompatible con las ciencias categoriales
y, si lo es, el agnosticismo no podrá ya ser defendido desde el momento en
que aceptemos el carácter apodíctico de unas ciencias «que han encontrado
su seguro camino». Pues el «seguro camino» de las ciencias se mantiene en
el ámbito de las categorías, y las categorías se constituyen precisamente en
su independencia e irreductibilidad mutua según el requerimiento platónico
de El Sofista antes citado («si todo estuviese ligado con todo no podríamos
conocer nada»). Las ciencias categoriales nos ofrecen así la efectividad de
conocimientos definitivos en su género, sin que haga falta ir al infinito para
demostrar los teoremas; lo que significa que las categorías expresan
precisamente la desconexión entre las diferentes regiones del universo. Pero
esta desconexión es incompatible con la idea de un Dios omnisciente y
providente que «ha establecido la conexión de cada cosa con todas las
demás». La ciencia divina (que debería también conocer previamente
incluso las secuencias caóticas y las aleatorias) habría de ser en todo caso
distinta por completo de las ciencias categoriales: como que no sería ciencia,
al ser incompatible con ella. El gnosticismo gnoseológico implica, por tanto,
si se entiende en sus estrictas consecuencias, una de las formas del monismo
que Platón excluyó en El Sofista. Y es desde aquí desde donde advertimos la
riqueza del significado de la relación entre la ciencia moderna, en el sentido
de du Bois-Reymond y el agnosticismo.
Naturalmente, el factum de las ciencias modernas requiere una
fundamentación ontológica que, si nos atenemos a lo expuesto, ya no podrá
ser un fundamento teológico. Kant pretendió ofrecer un fundamento
trascendental, por medio del idealismo de la conciencia. La teoría del cierre
categorial pone este fundamento en las identidades sintéticas por medio de
las cuales se cierran los círculos de concatenaciones objetivas entre los
términos operados y entre los fenómenos, que no se reducen nunca al
primer género de materialidad.
Ateniéndonos a lo anteriormente expuesto diremos, pues, que los límites
internos de las ciencias son indudablemente, límites que deben establecerse
a partir de sus mismos componentes internos, y no a partir de alegorías
exteriores. Pero estos componentes internos pueden siempre considerarse, o
bien desde la perspectiva de la Gnoseología general (es decir, desde la teoría
de la estructura científica, en general, que es la perspectiva que ha inspirado,
sin duda, la nueva versión de la alegoría de la isla mediante la utilización de
la idea constructivista de la ciencia), o bien desde la perspectiva de la
Gnoseología especial (es decir, desde la teoría de una ciencia particular, o
bien desde la conjunción de diferentes teorías de ciencias especiales, dado
que esta conjunción sigue siendo Gnoseología especial). Diríamos, con el
riesgo de una simplificación excesiva, que la delimitación interna de los
límites de las ciencias positivas mediante la distinción entre fenómenos y
noúmenos, es uno de los caminos gnoseológico-generales que fue abierto
precisamente por Kant; mientras que la determinación interna de los límites
de las ciencias positivas mediante la distinción entre lo que conocemos
científicamente y el Ignorabimus! es uno de los «caminos reales» más francos
en el terreno gnoseológico especial, el que habría sido abierto por Emilio du
Bois-Reymond.
Pues una vez que Kant se ha desembarazado de su enredadora alegoría, hay
que reconocer que procede de un modo interno –interno a su propia Idea de
ciencia– en el momento de establecer la distinción entre fenómenos y
noúmenos y, con ella, el fundamento trascendental de los límites internos
del conocimiento científico. Evitando la prolijidad, diremos simplemente
que Kant ha concebido la estructura del conocimiento científico como
resultado de la aplicación de las categorías del entendimiento a los datos de la
experiencia recibidos por las formas a priori (espacio, tiempo) de la intuición
estética. El entendimiento no puede hacer de todos sus principios a priori, y
aun de todos sus conceptos, más que un uso empírico y nunca
trascendental. El uso trascendental de un concepto, en cualquier principio,
consiste en referirlo a las cosas en general y en sí mismas; el uso empírico
consiste en referirlo sólo a fenómenos, es decir, a objetos de una experiencia
posible. Y como lo que no es fenómeno no puede ser objeto de la
experiencia, nunca podremos saltar por encima de las barreras de la
sensibilidad dentro de las cuales tan sólo nos son dados los fenómenos. Por
todo esto, dice Kant, hay una ilusión difícil de evitar: las categorías, según
su origen, no se fundan en la sensibilidad, como las formas de la intuición,
espacio y tiempo; por tanto, parecen permitir una aplicación ampliada más allá
de todos los objetos de los sentidos.
Es utilizando estos mismos componentes de su teoría de la ciencia como
Kant llegó, desarrollándolos, desplegándolos de modos diferentes, al
establecimiento del noúmeno como límite. En efecto, cuando a ciertos objetos,
como fenómenos, les damos el nombre de entes sensibles, distinguiendo
entre nuestro modo de intuirlos y su constitución, ya en nuestro concepto va
implícito el colocarnos, por decirlo así, frente a ellos, o bien a esos mismos
objetos refiriéndonos a su constitución en sí mismos, o bien a otros casos
posibles que no son objetos de nuestros sentidos, poniéndonos frente a ellos
como objetos pensados sólo por el entendimiento: son los llamados entes
inteligibles o noúmenos. Ahora bien, cuando entendemos una cosa en tanto
ella no es objeto de nuestra intuición sensible, haciendo abstracción de
nuestro modo de intuirla, tendremos un noúmeno en sentido negativo; pero
si entendemos por noúmeno un objeto de una intuición no sensible
(admitiendo una especie particular de intuición, la intelectual, que no es,
desde luego, la nuestra, la humana), tendremos un noúmeno en sentido
positivo. Kant no considera contradictorio el concepto de noúmeno como
cosa que no debe ser pensada como objeto de los sentidos, sino como cosa
en sí misma (Ding an sich); pues no se puede afirmar de la sensibilidad que
sea la única especie posible de intuición. Pero no es posible entender la
posibilidad de estos noúmenos: Kant rechaza explícitamente aquí, por tanto,
el camino de la intuición de Dios, y aun la posibilidad misma de la idea de
Dios, en la medida en que este arrastra componentes categoriales –
conciencia, pensamiento, voluntad– aunque no nos pueda ser dado por la
intuición sensible. El concepto de noúmeno es un concepto límite, y sin
embargo es necesario para no extender la intuición sensible a las cosas en sí
mismas consideradas; por tanto, para limitar las categorías con la intuición
sensible, refiriendo por tanto la ciencia a la experiencia. (El noúmeno es
utilizado también por Kant en la resolución de su tercera antinomia, la
antinomia de la libertad: mis actos, en la medida en que constituyen
fenómenos dados en el espacio-tiempo, están sometidos a las leyes de la
causalidad; pero en tanto que se muestran como actos libres, es decir, como
causas primeras de las cadenas de efectos, están fuera de la legalidad
espacio temporal, pues esa causa libre es un noúmeno.)
En resolución, puede afirmarse que Kant ha logrado, valiéndose de un
análisis interno a su propio sistema gnoseológico (descompuesto en sus
componentes: categorías, formas a priori, intuición sensible, ...) establecer
unos límites a la ciencia mediante el desarrollo de una posibilidad
problemática en su sistema, pero no contradictoria, como lo sería la de la
«ciencia nouménica». Esta «ciencia nouménica» como concepto general,
carece, desde luego, de todo contenido y por ello sería totalmente
antikantiano interpretarla como Teología, o como Psicología, o como
Cosmología (es decir, como Metafísica especial). Sin embargo, la idea de esta
ciencia es suficiente para reinterpretar a la ciencia efectiva como una ciencia
fenoménica y, por tanto, no infinita. Kant habrá logrado, según esto,
establecer los límites de la ciencia moderna sin necesidad de conocer
estéticamente «la otra parte de la frontera», y ello merced al desarrollo
dialéctico de uno de los componentes de la estructura general de la ciencia
según su sistema, desarrollo que conduce a unas situaciones tales (por
ejemplo, la situación del conocimiento nouménico obtenido por remoción de
la intuición sensible) que podemos considerar como inimaginables por
nosotros, como no operatorias, pero no como contradictorias. De ahí que la
autolimitación del conocimiento científico no constituya tampoco en Kant
una renuncia o un acto gratuito de humildad. Propiamente es la negación de
una negación; ni siquiera sería una autolimitación, si es que puede
interpretarse como la limitación de la tesis utópica opuesta.
Pero el Ignorabimus! de du Bois –que era, como ya hemos subrayado, antes
un científico natural que un filósofo de la ciencia– no se establece
formalmente en el terreno de la Gnoseología general. Du Bois-Reymond no
parte de una idea general y compleja de la ciencia, susceptible de ser
descompuesta en sus componentes, a fin de explorar el alcance virtual de los
mismos, a fin de establecer los límites absolutos derivados de la misma
situación de composición de tales componentes. Du Bois parte de las
«ciencias en marcha» de su época, en tanto que son –para decirlo en
términos de nuestra alegoría– «islas en proceso de crecimiento y
expansión». ¿Cómo pueden aparecer, desde esta perspectiva, límites
internos? Apliquemos al caso las consideraciones precedentes. Según ellas, y
atendidos los límites internos de la ciencia, ya no serán absolutos, o referidos
a la «ciencia en general»; serán limites relativos que habrá que referirlos, o
bien al interior de «cada ciencia en particular», o bien a ciertas relaciones de
encuentro entre las diversas ciencias (puesto que la pluralidad de ciencias la
hemos tomado como constitutiva del factum originario).
Dos serán los modos o «familias» de modos (a los que antes nos hemos ya
referido), según las cuales podemos concebir la aparición de límites,
internos a las ciencias, como dados en el curso mismo de la construcción
científica, siempre que entendamos estos límites como interrupciones de la
continuidad que el curso científico está tejiendo, como fracturas dadas en su
proceso (interrupciones que no serán otra cosa sino el resultado de la misma
finitud de los enlaces según los cuales construimos las estructuras más
seguras): las interrupciones pueden aparecer en el interior de una misma
ciencia (y podríamos compararlas a «cortaduras», en el sentido de
Dedekind), pero aparecen también en el momento de intersección o
confluencia de ciencias o categorías diferentes, en tanto que esas
intersecciones tienen lugar de un modo material (según las partes
materiales, más que las formales). Los límites relativos a las «líneas de
fractura» serán, por tanto, ahora, múltiples y particulares: du Bois-Reymond
les habría dado la forma de «enigmas». Estos enigmas serán pues, unas
veces, algo así como «cortaduras» o discontinuidades dadas en el interior de
una misma ciencia (pondríamos por ejemplo, la discontinuidad entre
materia y fuerza, en la física, si es que no podemos derivar la fuerza de la
materia, ni recíprocamente); otras veces son las mismas «discontinuidades»
advertidas entre las diferentes categorías (las discontinuidades entre los
diferentes campos categoriales u órdenes de complejidad que, sin embargo,
intersectan o se solapan a propósito de multitud de partes materiales –lo
que da lugar, por cierto, a la peligrosa expresión: «diferentes niveles de
complejidad»): así la Física y la Biología, o bien la Psicología y la Biología.
Ahora bien, du Bois-Reymond agrupó, como dijimos, sus enigmas, sus
límites, en dos rúbricas: enigmas (o límites) trascendentes (o irresolubles) y
enigmas no trascendentes (o resolubles en un futuro más o menos próximo).
Desde lo que llevamos dicho es obvio que semejante distinción (que tiene
una frontera establecida por el tiempo métrico, como criterio de
trascendencia o de inmanencia) ha de considerarse como muy superficial y
oblicua, puesto que los enigmas no trascendentes se reducen a situaciones
coyunturales cuyo alcance es sólo histórico-cronológico. Más adecuada sería
una distinción entre enigmas o límites subjetivos (es decir, enigmas que se
configuran en función de la capacidad estructural de conocimiento de los
sujetos gnoseológicos) y límites objetivos (que sólo por metáfora podrían ya
ser llamados enigmas). Cabría también interpretar los límites subjetivos
como límites fenoménicos (puesto que vienen a significar una discontinuidad
en el tejido de los fenómenos) mientras que los límites objetivos serían los
límites nouménicos, en el sentido de que son discontinuidades que ya no dependen
de la interposición o no del sujeto. Son discontinuidades «por sí mismas». Las
discontinuidades fenoménicas determinan unos límites fenomémicos de
nuestro conocimiento que, sin duda, nos obligan a pronunciar un
Ignorabimus!. Son límites que separan masas de fenómenos que, con toda
seguridad, tienen un enlace fenoménico, por tanto, virtualmente
cognoscible, objeto de una «experiencia posible», pero de hecho
impracticable, como impracticables son los números inmensos pero, sin
embargo, finitos. Estos límites, tanto podrían venir trazados en campos
pretéritos, como en campos futuros. Es evidente que Tales de Mileto, si
hincó unas estacas delante de las Pirámides, para determinar su altura, tuvo
que cruzar el Mediterráneo en una embarcación, invirtiendo en el viaje un
determinado lapso de tiempo. ¿Cuánto? No lo sabremos nunca: Ignorabimus!
(al margen de que esta ignorancia pueda ser, o no, psicológicamente, motivo
de angustia o desesperación). Así también, podremos decir que los rostros
de los hombres que, aun siendo descendientes nuestros, nazcan a una
distancia n en años superior al número de años que nos quedan de vida,
quedarán incluidos necesariamente en el radio de acción de nuestro
Ignorabimus!. Un «límite flotante», un horizonte, funcional pero enteramente
objetivo, está configurándose incesantemente a partir de los fenómenos.
Pero hay otra familia de límites ante los cuales el mismo Ignorabimus!
resultaría improcedente o fuera de lugar, por la misma razón que resultaba
improcedente ante la clase vacía. Sólo que ahora esta clase vacía no es la
Nada («absoluta»), sino una discontinuidad nouménica, o bien, un límite
nouménico, no por respecto de una continuidad fenoménica, sino por
respecto de una continuidad ella misma no fenoménica. Una rica variedad
de situaciones tendríamos que constatar aquí. Situaciones que, a veces,
pueden tener la forma de enigmas (pongo por caso: ¿cómo entender que la
«imagen del árbol» que, tras la estimulación de la retina, se forma en el área
17 de Broadman, sea percibida ahí fuera, apotéticamente, y no en el interior
de mi cráneo?). Otras veces tendrían forma de hiatos o de meras
disrupciones (no por ello indeterministas), como sería el caso de las
trayectorias caóticas, impredictibles, que pueden seguir los elementos de un
sistema mecánico regido por leyes deterministas; en otras ocasiones
tomarán la forma de indeterminación pura, al menos cuando se consideran
al nivel adecuado de clases de sucesos. ¿Cómo decir el Ignorabimus! ante un
proceso caótico (al estilo de la llamada «noria de Lorenz») o simplemente
aleatorio (podemos predecir el futuro de un óvulo o de un espermatozito,
pero no podemos predecir, a partir de esas células, la figura del cigoto
resultante de su composición, porque el cigoto, para decirlo en términos
kantianos, es un resultado sintético y no analítico respecto de sus
componentes)? En estos casos no hay nada que ignorar, pues es el mismo
material supuestamente ignorado el que no existe como algo cognoscible, y
no ya para el sujeto humano, pero ni siquiera para un sujeto omnisciente
(que, por ello mismo, dejaría de serlo). La ignorancia es aquí, pues, sólo
retrospectiva: es la ignorancia que tenemos que retrotraer a nuestro pasado
una vez que hemos podido conocer ciertos procesos concluidos en el
presente. No es, pues, la finitud de nuestra ciencia aquello que ahora impide
el conocimiento de estas situaciones o procesos, sino que es la
incognoscibilidad objetiva de estas situaciones o procesos aquello que
determina un «límite nouménico» a nuestro saber. Un límite que no justifica,
sólo, el Ignorabimus!, sino, también, un Exspectabimus!: «mantengámonos a la
expectativa de lo que pueda ocurrir», para después, si nos parece, medir
retrospectivamente nuestra «ignorancia».
Desde estas perspectivas, propias de un materialismo no monista, diríamos
que el Ignorabimus! queda justificado, a veces, sin perjuicio del materialismo,
y queda injustificado otras, sin necesidad de recaer en el monismo.
Imagen, símbolo, realidad

(Cuestiones previas metodológicas ante el XVI Congreso de Filósofos


Jóvenes)

Gustavo Bueno

§ 1. Sobre la estructura ternaria del tema del XVI Congreso

on frecuencia, los temas de los Congresos de Filósofos Jovenes, han sido


formulados de modo binario: «Teoría y Praxis», «Filosofia y Poder». El tema
del Congreso de 1979 adopta la estructura de una cadena triangular:
«Imagen, símbolo, realidad».
Podría, desde luego, suponerse que el orden de sucesión de sus tres
términos es puramente sintagmático y que cualquier otro orden debería ser
considerado en pie de igualdad («Realidad, símbolo, imagen», «Símbolo,
realidad, imagen», y todas las restantes permutaciones necesarias para
alcanzar el factorial de la terna). Podría también interpretarse la fórmula
titular como una terna, sin duda, pero no de tres términos (digamos: como
un triángulo de primer orden) sino como una terna constituida por tres
pares de términos («Imagen y símbolo», «Imagen y realidad», «Símbolo y
realidad») dado el supuesto de que toda relación ternaria pueda resolverse
en una conjunción de tres relaciones binarias (digamos: en un triángulo de
segundo orden). Podrá también entenderse el tema, sencillamente, como un
conjunto de tres términos, cada uno de los cuales pidiera acaso un
tratamiento separado. Y, por último, cabría sospechar que la serie titular
fuese sólo el fragmento (ternario) de una estructura (o totalidad) relacional
mucho más compleja (digamos, n-aria).
Todas estas posibilidades están abiertas, sin duda, y, sin duda también,
todas ellas serán exploradas en el curso de sesiones y debates. Lo que se
quiere decir aquí, ante todo, como primer postulado metodológico, es lo
siguiente: que, en cualquier caso, entre estas posibilidades de interpretación,
habría de figurar siempre, como punto inexcusable de referencia, aquella
que se ciña, más que ninguna otra, a la estructura gramatical misma de la
forma titular (salvo que esta fórmula se tome como un mero pretexto, y
entonces sobraba), a saber: la estructura (sintáctica) de una serie de tres
términos que, sin duda, son permutables, aunque, de hecho, se proponen
según un orden elegido entre los seis posibles (un orden que tiene, por
tanto, el valor de un signo, de un síntoma, en el sentido de K. Bühler), pero
que no son, en todo caso, desglosables, puesto que es el propio sintagma
titular el que los vincula triangularmente. El título del Congreso nos
convoca aquí para discutir las «relaciones» entre los tres términos de su
tema titular, en cuanto ellos forman un triángulo, sea de orden primero, sea
de orden segundo. Triángulos, por lo demás, que nos remiten
inmediatamente (dada la materia o contenido semántico de los términos
primitivos) a los triángulos que son ya habituales en los tratados de
semiótica, a los triángulos de Bühler o de Odgen-Richards, a los triángulos
de Morris o de Christensen. Sin duda podría ocurrir –como ha ocurrido en
otros congresos– que llegue a resultar mucho más interesante la
consideración de cuestiones colaterales, o solamente ligadas oblícuamente
con los triángulos titulares, podrá ocurrir que lleguemos, muchos de
nosotros, a la evidencia de que esta organización ternaria del campo es
engañosa (acaso una especie de resíduo teológico), en la misma medida en
que sugiere que hay una clara estructura encadenada de relaciones donde
en la realidad hay otras cosas muy confusas; por tanto, una organización
que convendría desmantelar, sea por segregación de algunos de sus
términos (o parejas de términos), sea por rompimiento de estos términos en
sus eventuales componentes, sea por incorporación de todos ellos a [58]
estructuras más complejas, en cuyo seno las figuras triangulares se
desvanecieran, como se desvanece el triángulo geométrico al ser insertado
en la red de las líneas que forman un polígono de orden superior.
Pero, nos parece, todo esto debiera dejarse (metodológicamente) para el
decurso del congreso, para su final. En sus principios, y si su tema titular se
acoge mínimamente en serio, nos parece que debiérarnos comenzar por
atenernos a aquello que pueda quedar encerrado en el triángulo (en los
triángulos) determinados por los tres puntos del título que nos convoca. Me
atrevería a añadir: sólo cuando, en el principio, nos hayamos ceñido bien
(«disciplinadamente») al tema de la convocatoria, estaremos en condiciones
de concluir al final (en la eventualidad de que este tema resulte desbordado,
e incluso marginado) que otras perspectivas han dominado efectivamente el
tema titular –que no se han limitado a desconocerlo.
§ 2. Postulados propuestos para aclarar metodológicamente
la confusión del tema titular del XVI Congreso
La claridad de los diagramas triangulares tiene, seguramente, siempre, algo
de engañoso, cuando ella resulta de una suerte de operación (implícita)
consistente en transferir la claridad geométrica del diagrama significante (el
triángulo) a la materia por él significada. Ocurre aquí como en la mayoría de
las representaciones gráficas, de los grafismos metafóricos, podríamos decir.
La metáfora del «árbol de las ciencias» (cuyas profundas raíces
corresponderían a la filosofía) expresa –se dice– de un modo muy claro, las
interrelaciones de las diferentes disciplinas, entre sí, y con la filosofía: pero
sospechamos que esta claridad corresponde propiamente a la misma figura
del árbol dibujado ad hoc y que este «árbol de las ciencias», más que luz,
proyecta sombras tenebrosas sobre el sistema de relaciones efectivas que
ligan a las ciencias particulares entre sí y con la filosofía.
En nuestro caso: No solamente la figura del triángulo es ya ambigüa en su
misma estructura sintáctica, según hemos dicho en el párrafo anterior
(triángulos de primer orden, triángulos de segundo orden) sino que, sobre
todo, lo es en su misma estructura semántica, dada la polisemia de cada uno
de los términos primarios que lo determinan. Cada uno de estos términos
(Imagen, Símbolo, Realidad) se usa en acepciones muy diversas y, si no
infinitas, si al menos amorfas, indefinidas, cuando cada término se toma por
separado. ¿Qué criterio seguir entonces, para escoger una acepción del
término «realidad», pongamos por caso, más bien que otra? Para un
aristotélico, la acepción principal del término realidad sería la sustancia, las
sustancias incorruptibles; para un tomista, «realidad» será, ante todo, el
Acto puro, es decir, el Acto sin mezcla de potencia, la realidad inmóvil; para
un hegeliano, realidad significará, ante todo, el Espíritu en-sí y para-sí. ¿Qué
criterio seguir para escoger una acepción del término «símbolo» más bien
que otra, dada la variedad de definiciones solventes que encontramos entre
los tratadistas de semiótica? Si inventariásemos las acepciones en uso de
cada uno de nuestros tres términos, dentro de un lenguaje determinado, o
en el conjunto de todos los lenguajes conocidos (tarea siempre posible y,
desde luego, necesaria) podríamos construir una muchedumbre de
triángulos (primarios o secundarios) poniendo alternativamente en los
vértices cada una de las acepciones recogidas. Esta tarea analítica,
minuciosa, por importante que sea, no podría llevarnos a ningún resultado
claro: la misma variedad amorfa de los triángulos que se acumulan los unos
a los otros, oscurecería, desde su propio interior, nuestro campo de atención.
El conjunto de todos estos triángulos, cada uno de los cuales es acaso muy
claro, por sí mismo, resulta ser profundamente oscuro, un verdadero caos
de confusión. Y un «triángulo promedio» –una especie de «imagen media»
de Galton– o un «triángulo sintético» en cada uno de cuyos vértices
figurasen las serie de las acepciones distinguidas, podría servir como el
paradigma mismo de la confusión (tal es el triángulo que propone Umberto
Eco en el párrafo 1.2.3 de sus signos).
Lo que aquí proponemos, por motivos económicos, es comenzar (una vez
que hemos decidido atenernos inicialmente a la estructura sintáctica
triangular) no por el inventario exhaustivo de acepciones semánticas (en L k,
o en todos los Li), sino por una selección del número menor posible de
acepciones –que es el de dos– de cada término, compensando, por así decir,
esta reducción (que podría estrechar absurdamente el campo de nuestra
visíón) mediante la elección de acepciones que sean opuestas entre sí, de un
modo, digamos, diametral. Esta oposición podría tomarse como una
garantía de que, al menos, tocamos los extremos o polos semánticos de cada
término, de que no nos recluímos en un área local y arbitraria de su
constelación semántica. Por otro lado, la misma elección de acepciones que
sean efectivamente opuestas entre sí, nos preserva, con mucha probabilidad,
de entrar en el terreno de lo que es meramente equívoco, dado que las
acepciones opuestas suelen estar profundamente emparentadas (contraria
sunt circa idem). Evidentemente lo que acabamos de decir valdría para cada
término (Imagen, Símbolo, Realidad) por separado; pero podría darse el
caso de que los pares de acepciones opuestas seleccionadas a propósito de
cada término no «engranasen» con los pares de acepciones opuestas
seleccionados en los términos restantes. Esto nos sugiere ya un
procedimiento expeditivo para llevar a cabo la elección de las acepciones
que, por lo demás, estarán empíricamente (analíticamente, filológicamente)
recogidas: escogeremos precisamente aquéllas acepciones de cada término
que, de un modo fehaciente, digan, dentro de un determinado lenguaje L k,
alguna relación característica a las acepciones de los otros términos. Este
será nuestro postulado en torno al «criterio de pertinencia». De este modo,
las in-finitas acepciones de nuestro material semántico, que constituyen en sí
mismas una masa informe e intratable, nos sugieren un sistema mínimo de
acepciones entretejidas y pertinentes (dentro del planteamiento inicial
sintáctico que venimos presuponiendo). Sin duda, este sistematismo
empírico no nos garantiza la posesión de las claves profundas del material
que nos ocupa. Se trata simplemente de una técnica metodológica para
comenzar a organizarlo, para coordenar los ulteriores análisis y desarrollos.
Y, por descontado, tampoco nos ata las manos –porque siempre podemos
admitir que sean los mismos desarrollos de sus partes aquello [59] que nos
obligue a rectificar las coordinaciones metodológicas iniciales, a
desbordarlas, a declararlas superficiales o incluso mentirosas–. Nosotros
aquí sólo hablamos de cuestiones de método.
§ 3. Método metafísico, método positivo, método dialéctico
El «postulado de pertinencia» que hemos propuesto en el párrafo
precedente sólo cobra su verdadera significación (como ya hemos
insinuado) cuando lo referimos a algún lenguaje L k (el castellano actual, el
latín de la escolástica española del siglo XVI, el corpus de frases inglesas
sobre el cual trabajan los llamados filósofos analíticos anglosajones –y
también muchos españoles que son buenos compañeros nuestros–). Cuando
creemos haber suprimido todo marco lingüístico de referencia y nos
disponemos a analizar los conceptos o las ideas de «imagen», o de
«símbolo» o de «realidad», en sí mismas, seguimos en rigor prisioneros de
un marco oculto, o, todavía peor, estamos mezclando confusamente
determinaciones tomadas de distintos marcos que no controlamos, bajo la
apariencía de estar aprehendiendo los conceptos o las ideas, en sí mismas,
como si fueran esencias o sustancias, o incluso, relaciones «puras». A este
proceder –tan frecuente entre el gremio de los filósofos mundanos o
espontáneos– lo designaremos aquí como «método metafísico». Metafísico,
en cuanto a su propia contextura metódica, aún cuando las tesis mantenidas
a su través sean muy empíricas. Curiosamente habría que clasificar como
metafísicos a algunos filósofos analíticos del inglés que, sumergidos en la
apariencia universal de una lengua que es hoy día planetaria, parecen
olvidar que el inglés es una lengua entre otras y, en modo alguno, la
revelación del Espíritu Absoluto (Quine, por ejemplo, niega de plano la
existencia de la «significación», meaning; pero sería preciso tener en cuenta
que esta palabra tiene muchas acepciones distintas y que es metafísico
abordarlas todas ellas de un modo global, tanto para defender su existencia
como para negarla).
Nosotros postulamos, como marco más adecuado para establecer
metódicamente las acepciones de los términos de nuestro tema en el sentido
dicho, el lenguaje categorial de las ciencias positivas, en particular, en
nuestro caso, de las ciencias más próximas a la lingüística, o a la llamada
Semiótica, por precario que sea el grado de cientificidad que podarnos
atribuirle. No pretendemos con ello descalificar el método metafísico, que lo
consideramos muy fértil y necesario, en tanto que (cuando efectivamente
negarnos la metafísica) puede interpretarse como un ejercicio confuso del
propio método positivo o del método que llamaremos dialéctico.
Pretendemos simplemente aplicar a nuestro caso la tesis general sobre la
necesidad metodológica que a toda filosofía académica obliga, en lo que se
refiere a atravesar los análisis categoriales para penetrar en la dialéctica
misma de las Ideas. lmagen, Símbolo y Realidad (o sus correlativos en
traducciones aceptadas) son términos que aparecen constantemente
utilizados por las ciencias lingüísticas o semióticas. Suponemos que la
organización científica de una categoría, por precaria que sea, se aproxima
siempre a la constitución de una esfera que no podrá ser evitada por la
reflexión filosófica, en nombre, por ejemplo, de una «crítica de la ciencia» (o
del entendimiento) realizada desde fuera o en el vacío –en realidad, en el
vacío de la ignorancia–. ¿Cómo atreverse a penetrar en el análisis de la idea
de símbolo o de imagen sin haber frecuentado, pongamos por caso, los
conceptos de la lingüística estructural o generativa, o poniendo en un
mismo plano sus conceptos y los conceptos utilizados en el tráfico ordinario,
en el «uso ordinario del idioma», aunque este sea el inglés?
Nosotros no argumentamos desde el supuesto cientificista según el cual los
resultados de las ciencias positivas fueran los únicos puntos de partida para
el pensamiento filosófico –particularmente, cuando estas ciencias positivas
pertenecen a la familia de las llamadas «ciencias humanas»–.
Argumentamos simplemente desde el supuesto según el cual un cierre
categorial determina una organización de los conceptos lo suficientemente
profunda como para ser tomada en cuenta como referencia mucho más
segura que la constituída por los usos ordinarios (y que, en modo alguno,
queremos subestimar).
Pero al mismo tiempo que postulamos este trato obligado de la filosofía –
que no es una ciencia– con la «República de las ciencias», con los conceptos
científicos, presuponemos también que las tareas de la filosofía no pueden
confundirse con las tareas de una reexposición sintética (y vulgarizada) de
los resultados de las ciencias. Suponemos que las Ideas se realizan, aunque
no exclusivamente, por la mediación de los conceptos categoriales positivos.
Pero los métodos positivos no podrían tomarse, por sí mismos, como
sinónimos de los métodos filosóficos que deben llevar a efecto el regressus
sobre los mismos conceptos e hipótesis científicas, que no pueden limitarse a
progresar sobre sus resultados. Es preciso, por tanto, distinguir en cada caso
la función y sentido de un concepto científico, en el contexto de su cierre
categorial y la función y sentido de este concepto como realización eventual
de una Idea que lo atraviesa y lo desborda dialécticamente –de una Idea
que, por tanto, ha de recorrerse a través de su formato categorial dispuestos
a trascenderlo ulteriormente–. Valga aquí este ejemplo, tomado
precisamente del campo de la semiótica en el que estamos pisando: el
concepto o tesis fundamental de la arbitrariedad del símbolo lingüístico,
admitido por los lingüístas a partir de Saussure. Saussure, en efecto, definió
el signo lingüístico como una entidad compuesta de dos partes, una
«unidad de dos caras», el significante y el significado, y estableció, como
axioma de la nueva ciencia la naturaleza arbitraria, institucional, de la
conexión entre ambos componentes del signo lingüístico. La distinción
original de Saussure ha sido ulteriormente pulimentada. Si nos atuviésemos
a ella habría que considerar el campo de la Lingüística como constituído por
dos clases de términos, la clase A de los significantes y la clase B de los
significados, y habría que considerar las relaciones categoriales entre los
términos de las dos clases como si fuesen externas, convencionales o
arbitrarias. No se vería entonces cómo podría ser posible una ciencia cuyas
relaciones fundamentales se postulan como arbitrarias. En rigor, la tesis del
«convencionalismo del nexo» entre significante y significado debe ir
concordada con la tesis (en cierto modo opuesta) según la cual el
significante (en cuanto constitutivo del signo) no puede [60] considerarse
como un mero proceso físico, sino que sólo en cuanto que va asociado a un
significado puede llamarse significante: por ello se dice que el signo (a
diferencia de la concepción tradicional aristotélica) no es el significante, sino
el significante más el significado (la intrincación del significante fonético con
el significado suele ser analizada por medio de conceptos «psicológicos»: el
significante no es sólo el proceso fonético, sino que comporta una imagen
acústica –que corresponde a lo que Peirce llamaba, desde una perspectiva
más bien lógica, legisigno; es esta «imagen acústica» aquello que se supone
asociado a un concepto o significado; de éste modo, el signo ya no será una
expresión –o significante– que nos remite a un contenido situado fuera del
signo, sino la asociación de una expresión de un contenido cuya conjunción
remite a un objeto real que estaría fuera de ambos). En realidad, sabemos
hoy que la clase de los significantes de Saussure es algo mucho más
complejo, porque, además de los llamados significantes hay que considerar
a las partes de esos significantes que ya no tienen por sí mismas significados
(los fonemas y los rasgos distintivos) y, por tanto, no podrían ser llamados
signos (ni tampoco significantes), en la acepción de Saussure. La Escuela de
Copenhage las llama «figuras». Podrían acaso ser llamadas «con-
significantes» –extendiendo a la segunda articulación el viejo concepto
escolástico de los términos sincategoremáticos–. Nos mantendríamos así, en
lo fundamental, obedientes a las más estricta ortodoxia saussureana, que
establecía que todo significante sólo toma su carácter de tal en la oposición a
otros significantes del sistema (Platón y Aristóteles ya sabían que hay
sonidos que sólo son con-sonantes, pero creían que los vocales eran
autónomos: hoy sabemos que cada vocal sólo es fonológicamente
significativa por la posición que ocupa en la serie vocálica). Si tomásemos en
serio éste programa de sustitución de los significantes por sus co-
significantes correspondientes, las figuras serían ciertamente co-significantes
(no signos); pero entonces habría que explicar por qué llamamos
significantes a las unidades más próximas a la primera articulación, como
cuando decimos que |mesa| es el significante de «mesa». En realidad habría
que concluir que tampoco |mesa| es un significante, sino un cosignificante a
otra escala o articulacíón, sin duda. Y otro tanto cabría decir de los
significados: tampoco ellos serían sino co-significados, también habría que
admitir figuras en el significado, cuyo sistema investiga la semántica
estructural (y sin que ello implique necesariamente la hipótesis del llamado
«isomorfismo» entre el plano de la expresión y el plano de los contenidos).
Si todos los significantes son cosignificantes y todos los significados son
cosignificados, ¿por qué destacar algunos significantes como si estuvieran
dotados de significado absoluto? (|mesa|, «mesa»). Habría que acudir acaso
a motivaciones extralingüísticas, tecnológicas, por ejemplo. Ahora bien:
todas estas reformulaciones de la doctrina de Saussure ¿acáso ha debilitado
un punto su tesis fundamental acerca de la arbitrariedad del nexo entre los
significantes (cosignificantes) y los significados (cosignificados)? ¿Acáso no
es preciso tomar esta tesis como un resultado científico, como un punto de
partida de la filosofía lingüística y que a la filosofía no corresponde discutir?
¿Acáso no es así como toman los resultados de la lingüística algunos
pensadores franceses, como Lacan o Derrida? ¿Acáso no hay que decir que
la lingüística estructural ha sancionado científicamente la antigua tesis
aristotélica que, en la línea de Hermógenes, establecía, contra Cratilo y
Platón, la convencionalidad de los símbolos lingüísticos? Lo que hasta la
constitución de la ciencia lingüística moderna figuraba como una opción
filosófica –el naturalismo o el convencionallsmo de los lenguajes humanos–,
una opción que sólo filosóficamente podría resolverse, encontraría ahora
una determinación científica: «La Lingüística moderna ha establecido la
convencionalidad de los lenguajes humanos.» Las cuestiones filosóficas
habrían de plantearse a partir de esta tesis –en la línea del progressus
respecto de ella.
Por nuestra parte, no creemos que la cuestión pueda plantearse de éste
modo. Suponemos que la tesis lingüística sobre la convencionalidad del
nexo entre el significante y el significado no es una tesis filosófica, sino que
es una tesis que solamente tiene sentido en el marco del cierre categorial de
la lingüística estructural. Según esto, sería absurdo tomarla como una tesis
dada en el mismo plano en el que se plantearon los problemas filosófico
lingüisticos en el Cratilo platónico, por ejemplo, sería necesario regresar hacia
el análisis de su alcance estrictamente gnoseológico. A nuestro juicio este
alcance tendría mucho que ver con la reconsideración, antes sugerida, de
todo significante como un cosignificante. Porque esta cosignificación nos
remite, no al «lenguaje» en general, sino a un lenguaje L k determinado (el
griego homérico, el latín de la República), es decir, introduce formalmente,
en el campo lingüístico, el conjunto de clases constituídas por los diferentes
sistemas lingüísticos {L1, L2,... Li,... Ln} y las relaciones de transformación
(traducciones) entre ellos. [61] El significado (o cosignificado) en cuanto
opuesto al significante puede ser redefinido entonces, al menos en su mayor
parte (cuando suponemos que las transformaciones forman grupo, puesto
que cabe traducción directa e inversa, y traducción transitiva) como el
invariante de estos grupos de transformaciones. Pero entonces, la tesis de la
arbitrariedad del nexo entre significante y significado, así entendidos, puede
restituirse a su marco estrictamente científico positivo y hacerse equivalente
sencillamente a las siguientes tesis gnoseológicas: primera, a la tesis de la
multiplicidad de los sistemas lingüísticos –un «mismo» significado va
asociado a significantes diferentes, los que corresponden a cada L i– en la
medida en que esta multiplicidad sea la condición de la posibilidad misma
de la gramática de un idioma (la gramática del castellano comenzó a ser
realizada desde el latín; en los tratados de fonética –observaba Vendryes– la
descripción de los sonidos se hace, no partiendo del aparato vocal del
hombre, sino de una lengua conocida por el lector). Segunda, a la tesis
gnoseológica según la cual el objetivo de la gramática de un idioma es
determinar el sistema de sus significantes, la conexión de unos significantes
con otros en el sistema, una vez dado éste, pero abstrayendo las cuestiones
de genésis («origen del lenguaje»), es decir, por tanto, las cuestiones que
plantean directamente la naturaleza de la cuestión entre el significante y el
significado. Por estos motivos, la tesis de la arbitrariedad del nexo, como
tesis positiva, podría ser compatible con la tesis (platónica) sobre la rectitud
de los signos lingüísticos originarios (digamos: los de la segunda
articulación) que hay que distinguir de la rectitud de los signos
considerados al nivel de la primera articulación, considerada también por
Platón en el Cratilo en la primera parte (la «etimológica» de su diálogo).
El método dialéctico en filosofía incluye pues, entre otras cosas, el regreso
hacia la determinación del propio alcance de los resultados científicos, la
determinación de sus límites y su desbordamiento eventual.
§ 4. Las dos acepciones opuestas del término «Imagen» propuestas como
pertinentes
Denominaremos a estas acepciones, en tanto se oponen entre sí como el
«sujeto» pueda oponerse al «objeto», la acepción subjetiva (a) y la acepción
objetiva (A) del término «Imagen», en tanto que aparece en contexto con
«Símbolo» y «Realidad». El concepto de imagen utilizado por Saussure (y su
distinción entre las imágenes acústicas y otro tipo de imágenes) se reduce
notoriamente a la acepción (a), la subjetiva –y, por ello, ha sido reiteradas
veces Saussure criticado como «mentalista» o «psicologista»–. El concepto
de imagen utilizado por Peirce (como la primera especie de los signos
iconos, junto con los iconos diagramas y los iconos metafóricos) se alinean
mejor con la acepción (A), la que llamamos objetiva.
En cuanto a la acepción (a) de imagen (imagen subjetíva): se trata
evidentemente de la acepción habitual dentro de las ciencias psicológicas o
psicofisiológicas. En realidad habría que decir que se trata de una familia de
acepciones, dadas las diferencias según las cuales el concepto subjetivo de
«imagen» se modula.
Tradicionalmente la «imagen» se sobreentendía como un contenido
subjetivo (mental o cerebral), un resultado de la llamada imaginación o
fantasía, sin perjuicio de que se le atribuyese eficacia causal. En la tradición
escolástica, la imagen resultaba de la «huella» que el objeto sensible dejaba
en un sentido interno (la fantasía) al cual se le atribuía la capacidad de re-
producir (con mayor o menor fidelidad) el objeto sentido externamente en
ausencia del excitante y sin determinación del tiempo (la imaginación no es
la memoria) o del valor (la imaginación no es la estimativa). Esta noción de
imagen se continúa en la tradición empirista que, sin embargo, atenúa la
distancia hasta casi borrarla, entre las imágenes y los conceptos («copias
pálidas» de las impresiones) –mientras que la tradición escolástica
diferenciaba enérgicamente las imágenes (sensibles) de los conceptos
(intelectuales).
La oposición escolástica entre la imagen y el concepto objetivo podría
considerarse, de algún modo, reexpuesta en la oposición de Frege entre la
representación (Vorstellung) y el sentido (Sinn) de los nombres o de las
expresiones functoriales. (El sentido es una parte del significado; la otra parte
es, según Frege, la referencia, Bedeutung.) Los nombres son expresiones que
tienen significado: «expresan» un sentido (Sinn) y «designan» (o denotan)
una referencia (Bedeutung). Las expresiones functoriales remiten a una
función: estas no designan un objeto, porque son insaturadas, pero pueden
saturarse con un nombre (funciones monarias) o con más de uno. Las
funciones monádicas cuyos valores son siempre funciones de verdad, son
los conceptos (Begriffe): los conceptos, para Frege, son predicados
(antecedentes de lo que Russell llamará después funciones proposicionales
uniádicas). Las relaciones son funciones cuyos valores son valores de
verdad. Pero los conceptos (que nos remiten a una objetividad, cuando
menos, ideal, noemática, en términos de Husserl) van acompañados de
imágenes o representaciones que tendrían un carácter subjetivo. F. Mauthner
decía algo parecido en su Crítica del Lenguaje (en su proyecto de una nueva
«Crítica de la Razón Pura»): «cuando yo digo ‘árbol' me represento yo
personalmente algo así como un tilo de unos veinte años de edad [acaso la
imagen sensible del tilo individual que Mauthner hubiese percibido en su
infancia], el oyente tal vez un abeto o una encina milenaria.»
La imagen subjetiva se opone, pues, al significado, en tanto éste es un
concepto. Sin embargo es interesante constatar que comparte con él (al
menos en la tradición escolástica, y también en la empirista-mentalista)
rasgos comunes muy importantes. En efecto, los escolásticos distinguían
entre signos instrumentales (aquellos que representaban otra cosa distinta de
sí mismos pero con praevia notitia de sí mismos) y signos formales (sin previa
noticia). Los signos instrumentales eran significantes físicos, que debían ser
percibidos en su corporeidad previamente a la recepción de la relación de
signo. (Por lo demás, los signos instrumentales podían ser naturales o
artificiales; podían ser semejantes al objeto o desemejantes de él: el humo era
considerado signo instrumental del fuego, un signo a la vez natural y
desemejante.) Los signos formales remitirían, en cambio, al objeto sin praevia
notitia sui: su ser consistiría en la pura transparencia, en dejar que otra cosa
distinta de ellos apareciese por su intermedio a la conciencia, en la
intencionalidad absoluta. Los escolásticos estimaban que sólo los conceptos
(formales) podían ser [62] (por ser espirituales) signos formales. Pero lo
cierto es que las imágenes de los psicólogos mentalistas son tratadas como si
fuesen signos formales y, en este sentido, se aproximan a los conceptos de la
tradición escolástica (incluiríamos aquí también las «señales locales
retinianas» de Helmholtz). Y también se aproximan las imágenes a los
conceptos en el momento en que se subraya la imposibilidad de una imagen
como mera huella de una impresión «instantánea», en la medida en que se
exige que una imagen, para serlo, sea anudada (en la «vivencia») a otros
instantes, reconociéndose, por identidad, en ellos: es un tema que aparece en
el Teeteto (en la polémica de Platón contra Protágoras) y reaparece tanto en
las «imágenes repetidas» de Hobbes como en las «imágenes-medias» de
Galton.
Las imágenes, por tanto, en la literatura psicológica tradicional, se
distancian de los conceptos, aunque aproximándose a ellos constantemente.
También se aproximan a la realidad, de la que constituían una copia o re-
presentación (la imagen se supone semejante –con semejanza intuitiva,
plástica, no ya analógica, en Peirce– a los objetos reales que les
corresponden) pero se distancian continuamente de sus modelos, porque
son apariencias (corresponden al primer sector de la línea cuatripartita del
libro sexto de La República platónica), y se hacen, en el límite, irreales,
oníricas, alucinatorias (si no en sus partes, si en los resultados de la
combinación de partes que, por sí mismas, mantendrían la semejanza con
sus correlatos reales).
Si las acepciones (a) del término imagen se encuentran, sobre todo, en el
lenguaje de los psicólogos, las acepciones (A), que vamos ahora a
considerar, se encontrarían sobre todo en el lenguaje de las ciencias reales
(Óptica, Termodinámica), pero también en el lenguaje de la teoría estética
(imágenes en el sentido de retratos, pictóricos o escultóricos, esquemas) o en
lenguajes intermedios (imagen fotográfica, simuladores, modelos). La
característica de las imágenes, en estas acepciones objetivas (en cuanto se
oponen a las acepciones subjetivas) es su naturaleza primogenérica,
corpórea, que ha cortado su referencia al sujeto y, por supuesto, la
consideración de la imagen como una entidad propiamente invisible,
mental, un «signo formal». La imagen es ahora (en la acepción A) una
realidad del mismo género que las restantes realidades corpóreas: la estatua
de César es imagen de César y, en cuanto a su entidad corpórea, podría
ponerse en la contigüidad de César, como un cuerpo puede ponerse frente a
otro cuerpo. Esta propiedad –llamémosla «enfrentabilidad» de la imagen
objetiva respecto de su objeto– es mucho más interesante de lo que su
aspecto puramente descriptivo y trivial pudiera sugerir. En virtud de ella,
habría que concluir, por ejemplo, que una microfotografía (óptica o
electrónica) no es una imagen, pese a la afinidad que ella tiene técnicamente
con una fotografía ordinaria. Porque mientras la fotografía I puede
enfrentarse isomórficamente con el objeto O, que coexiste con ella
segregadamente (puede percibirse independientemente) ante los sujetos que
establecen el morfismo, la microfotografía I' no puede enfrentarse con el
objeto O' puesto que éste, por hipótesis, no puede ser percibido
segregadamente de I'. Resulta así una curiosa analogía inversa entre los
objetos O' de las imágenes microfotográficas y las imágenes subjetivas de los
psicólogos mentalistas: que no son directamente perceptibles, sino que al
concepto de aquellos objetos (O') sólo podemos llegar a través de las
imágenes (I'), mientras que a los conceptos de aquellas imágenes mentales
(signos formales) solo podemos llegar a travás de los objetos reales (O). Esto
aproxima tanto las imágenes mentales, como las microfotografías, a la
categoría de «metáforas imaginarias» de las que hemos hablado en otro
lugar (en el Prólogo a la Metodología del pensamiento mágico de E. Trías).
¿Qué es entonces aquello que distingue a una imagen objetiva del objeto o
situación respecto del cual se dice imagen?
Se suele destacar la semejanza –y así Peirce considera las imágenes como el
primer tipo de iconos, definidos precisamente por la semejanza. Sin
embargo, la semejanza no parece constituir la razón formal del concepto de
imagen. Si toda imagen dice alguna semejanza con su objeto, en cambio, no
todo lo que es semejante a otra cosa, por serlo, es imagen suya, salvo que la
propia semejanza se considere la re-presentación de ese objeto en ciertas
circunstancias. Semejanza es un concepto muy vago, y las diferenciaciones
entre los diversos tipos de semejanza se fundan en criterios muy discutibles.
Se distinguirán las semejanzas simples (derivadas de la coparticipación de
alguna cualidad aislada, un color) de las semejanzas complejas (diagramas,
metáforas) en las cuales el concepto de semejanza se aproxima a la analogía,
y supone algún tipo de morfismo. Y, siguiendo a Peirce, se llamarán
imágenes a los iconos de semejanza simple y diagramas o metáforas a los
iconos de semejanzas compuestas. Sin embargo, por nuestra parte, nos
inclinaríamos a restringir el ámbito del concepto de imagen a los casos de
las semejanzas complejas, cuya forma canónica son los morfismos. Si una
fotografía funciona como imagen del objeto es en la medida en que funciona
un morfismo más o menos analizado. (Por lo demás, un morfismo no
implica meramente relaciones de semejanza, sino también relaciones de
contigüidad, o causales, entre cada parte de la imagen con otras partes de la
imagen, entre cada parte del objeto con otras partes del objeto: separar de un
tajo, también con Peirce, los índices y los iconos parece una decisíón arbitraria
y confusa.)
Pero si en la imagen reconocemos siempre un morfismo más o menos
analizado, estamos diciendo que (aunque la imagen sea una entidad cósica,
no mental) la imagen no existe como una cosa meramente natural, sino que
supone la actividad «Iógica» del sujeto operatorio, si bien esta actividad esté
abstraída (neutralizada) y como puesta en otro plano. Es esta actividad
operatoria lo que podría tomarse como criterio para diferenciar una re-
producción artificial (el retrato hecho por un pintor) y una reproducción
«natural», fisica (una fotografía). En el retrato, el morfismo es explícito,
aparece en el momento de la génesis de la imagen, cada rasgo
correspondiente ha sido producido, mientras que en la fotografía estas
correspondencias deben ser entresacadas por quien la interpreta como
imagen (interpretar un retrato como imagen supone el rodeo a través del
sujeto que lo hizo; interpretar una fotografía como imagen excluye este
rodeo –la intervención del fotógrafo tiene otro carácter–). Por ello, ni
siquiera el retrato más realista puede compararse con una fotografía o con
una imagen especular: en el retrato hay morfismos efectivos, a través de los
cuales puede decirse que [63] el objeto se ha reproducido (o recreado) en la
escala adecuada a la propia representación: un retrato realista, por mimético
que sea, es siempre una obra del arte humano. Es también virtud de esta
actividad operatoria ligada a los morfismos por lo que podemos clasificar a
las imágenes objetivas dentro de la categoría de los signos, y no
precisamente de signos que «están por otros», sino sencillamente por signos
que representan a otros. El bisonte de Altamira, aunque fuera imagen de un
hipotético bisonte real, no podría considerarse meramente como un
sustituto del bisonte real (un sustituto obediente a una supuesta «ley mágica
de la participación» en el sentido de Levy-Bruhl): los primitivos, como
observa Jensen, no dejan de arrojar jabalinas a los animales reales aún
después de haber tributado sus ceremonias a las imágenes de los animales
(el bisonte re-presentado es ya por su pura forma de imagen construída
isomórficamente, un bisonte «dominado», re-construido, al menos
parcialmente).
Pero la imagen objetiva, aún en su función de signo (no necesariamente
sustitutivo), se diferencia de otros signos (tampoco necesariamente
sustitutivos), precisamente de aquellos que llamaremos símbolos, en una
última propiedad característica, que se encuentra, por cierto, contenida ya
en el mismo concepto de morfismo que hemos utilizado, a saber, en la
naturaleza aplicativa de los morfismos, en la «univocidad a la derecha» de
las aplicaciones isomórficas u homomórficas. Cuando el objeto del morfismo
está dotado de unicidad (cuando es una clase de un solo elemento, sin
perjuicio de lo cual este elemento debe tener partes atributivas) la imagen
podría llamarse retrato; cuando éste no sea el caso, entraríamos en el terreno
de las imágenes-modelo, sobre todo, si no son sobreyectivos inicialmente, es
decir, si la regla del morfismo permite seguir construyendo nuevas
«imágenes». Las aplicaciones, sin embargo, no incluyen la inyectividad.
Caben aplicaciones «de varios a uno», caben múltiples retratos (no iguales
entre sí) de una misma persona, caben imágenes objetivas, a muy diverso
grado, del mismo objeto, por ejemplo, mapas más o menos detallados,
esquemas. Un esquema, o un mapa, podría considerarse en efecto como una
imagen, que se diferencia de otras imágenes fotográficas sólo en atención a
criterios «paramétricos» tomados en cada caso, no en términos absolutos,
dado que es imposible un mapa fotográfico de un terreno, la sencilla razón
de que debiera representarse a sí mismo, instaurando un proceso ad
infinitum (el «mapa de Royce»). Cuando un signo, aunque fuese semejante
respecto de su objeto, no tuviese esta intención aplicativa, dejaría de ser
imagen y podría convertirse en símbolo, en el sentido que daremos a este
término en el párrafo siguiente y que cubre, por ejemplo, a aquello que
Kandinsky llamaba imagen primaria (un cuadro y un punto en su interior) o a
los significados secundario y terciario (o «valores simbólicos») de las
imágenes de los que habla Panofsky en la Introducción a sus Ensayos de
iconología. Es lo cierto que las imágenes mantienen una estrecha afinidad con
los símbolos, que las imágenes se transforman insensiblemente en símbolos
–y en esta transformación tendría su lugar principal la obra artística plástica
(pictórica, escultórica)–; la música en cambio sería por naturaleza, simbólica,
no imaginatíva, como el lenguaje fonético humano, a cuya naturaleza
temporal debe sin duda, alguna de sus principales prerrogativas. Y esto nos
permite trazar otra curiosa proporcionalidad entre las razones que ligan de
una parte a las imágenes objetivas con los símbolos de ellas resultantes y, de
otra, a las imágenes mentales y a los conceptos que de ellas se nutren.
Nota sobre el concepto de imagen poética
Además de las acepciones del término imagen reseñadas, conviene referirse
a otra acepción muy corriente entre los tratadistas de poética. Utilizan éstos
(Dámaso Alonso, por ejemplo) el término imagen para designar un tipo
específico de figura retórica que se encuentra en las proximidaddes de la
metáfora (incluso de la metonimia) pero que, al parecer, no debiera
confundirse con ella. Mientras en la metáfora la comparación no es explícita,
porque hay sustitución («la copa es el escudo de Dionisos»), en la imagen la
comparación sería explícita, acaso porque aquí (suponemos nosotros) en
lugar de sustitución habría que hablar de «fusión intencional» entre los
componentes que llaman reales e irreales: «Sus dientes eran menudas perlas»
–en lugar de la forma metafórica «sus perlas» (por «sus dientes»)–. La
imagen poética, de este modo, resultaría en una aposición de semas (real,
irreal) por la cual tendría lugar su condensación o fusión. Estos semas
podrían mantener entre sí relaciones de semejanza (hablaríamos de
imágenes metafóricas: «Pintadas aves/cítaras de pluma») pero también de
contigüidad (imágenes metonímicas), como ocurriría con éste pensamiento:
«Abultadas vacas/almiares que caminan», en donde cabría hablar de una
imagen metonímica en la medida en que imaginemos la figura abultada de la
vaca, en tanto es causada por la contigüidad del almiar que suponemos que
ha ingerido (es el almiar mismo aquello que está caminando en la vaca;
mientras que si nos limitamos a percibir la semejanza de la vaca abultada
con el almiar volveríamos a la imagen metafórica, más pobre, por cierto, al
menos en nuestro caso).
Ahora bien, esta acepción poética del término imagen no nos parece
directamente pertinente en nuestro contexto. Su interés lo mantienen en
todo caso a través de las acepciones de imagen que ya hemos analizado.
§ 5. Las dos acepciones del término «Símbolo» propuestas como
pertinentes
«Símbolo» es un término que ha recibido definiciones muy distintas.
Nosotros no queremos añadir una nueva y, por ello, en lugar de presentar
nuestro concepto como una nueva definición lo introducimos como
definición de un tipo específico de símbolos a los que llamaremos símbolos
prácticos –lo que no excluye que ulteriormente podamos defender que este
tipo de símbolos sea precisamente el «primer analogado».
Si en el concepto de imagen habíamos destacado la semejanza con el objeto,
como nota genérica característica, y habíamos dividido sus acepciones
según el criterio de la subjetividad /objetividad, en el concepto de símbolo
práctico destacaríamos, como característica genérica esencial, su naturaleza
«técnico cultural» (institucional, [64] por ejemplo) en virtud de la cual
diremos que los símbolos son causados (o producidos) por la actividad
(lógica, tecno-lógica) humana y, a la vez son de algún modo causantes o
determinantes en algún grado del objeto al cual simbolizan (y que
eventualmente, podría ser el propio sujeto estable, en los mandalas). De aquí,
también, que como criterio para distinguir las acepciones pertinentes del
término símbolo tomemos la oposición entre lo que es convencional o
externo (acepción b) y lo que es natural o interno (acepción B).
Al destacar la relación de causalidad o de determinación tecnológica,
práctica, como característica del símbolo, no excluímos la semejanza (como
la excluía Peirce, según veremos). Simplemente, no la incluímos, saliendo al
paso, de este modo, de quienes sobreentienden, gratuitamente, que la
internidad eventual del nexo simbólico con su objeto sólo podría
conceptuarse como semejanza o iconicidad, confundiendo el símbolo con la
imagen. En las imágenes, en cambio, y sin perjuicio de que ellas sean
también fruto de la actividad humana, no destacaríamos esta condición, sino
la semejanza por ella eventualmente lograda.
Al destacar la naturaleza técnica o práctica de los símbolos, tampoco
excluímos su materialidad corpórea: sólo queremos decir que esta
materialidad está dada en ellos bajo la razón de lo que es «organizado» por
la actividad humana y, por ello, los símbolos prácticos tanto pueden ser
objetos corpóreos, «plásticos» (los que caen bajo el dominio del facere) como
procesos agibles según pautas (instituciones, poemas, alegorías) más
cercanas a las imágenes en su acepción subjetiva.
En virtud de esta condición técnica y práctica, agible o factible, que
atribuimos al concepto de símbolo, cabría decir que el símbolo incluye un
logos (λoγoς = ensamblamiento, reunión organizada, «racional», no en el
sentido del formalismo intelectualista, sino en el sentido estoico, que cubre
incluso a los mitos, o a los rituales mágicos o religiosos): συμ-βαλλειν dice,
en efecto, con-posición, confluencia, pacto, tratado («símbolo de la fe»). Un
símbolo es sin duda un signo, pero no precisamente un signo sustitutivo (el
concepto de signo sustitutivo se enmarca más bien en el contexto diamérico
constituido por una esfera de símbolos: lo que es sustituible es un símbolo
por otro símbolo –el interpretante, la variable por su argumento, la moneda
por el valor de cambio de la mercancía– pero no el símbolo por su objeto, lo
determina, lo «causa». Y en ésto pondríamos la diferencia formal más
profunda entre la imagen y el símbolo. Mientras que las imágenes
conllevarían una suerte de aplicación a sus objetos («univocidad a la
derecha») los símbolos prácticos no conllevarían esta aplicación, puesto que
el objeto del símbolo se nos daría como esencialmente indeterminado, más o
menos ambiguo u oscuro. Lo decisivo en el concepto de símbolo práctico
podría ahora declararse de éste modo: que ese halo de indeterminación o
imprecisión que atribuimos al objeto del símbolo práctico, no brota tanto de
nuestra ignorancia del objeto (como si éste ya estuviese determinado, dado
como algo perfecto, frente al símbolo incompleto y ambigüo), sino que es el
objeto mismo el que es indeterminado e incompleto, pero en tanto que su
determinabilidad depende de la propia actividad práctica humana que se
ejerce a través de la interpretación del símbolo. Diríamos que el símbolo
práctico es impreciso pero debido a que su objeto es, en cierto modo, infecto
y no perfecto, porque el perfeccionamiento del objeto del símbolo depende
de la propia acción que transcurre precisamente a través del símbolo. Como
paradigma de estos símbolos que llamamos prácticos, propondríamos el
famoso presente que los escitas enviaron a los persas que ocupaban su
territorio, del que nos habla Herodoto (libro IV, 131-132): «Los reyes de los
escitas determinaron enviar un heraldo que le regalase de su parte un
pájaro, un ratón, una rana y cinco saetas. Los persas no hacían sino
preguntar al portador les explicase qué significaba aquel presente, pero él
les respondió que no tenía más órden que la de regresar con toda prontitud
una vez entregados los dones, y que bien sabrían los persas, si eran tan
sabios como presumían, descifrar lo que significaban los regalos.» Ahora
bien: Darío interpretó el presente como símbolo de que los escitas se rendían
a su soberanía entregándole el aire (el pájaro), la tierra (el ratón) y el agua (la
rana), así como las armas (las cinco saetas). Pero Gobrias, uno de los
entendidos que arrebataron al mago trono y vida dió una interpretación
completamente distinta: «Si vosotros, persas, no os vais de aquí volando
como pájaros, o nos os meteis bajo la tierra hechos unos ratones, o de un
salto no os echais a las aguas, como ranas, todos quedareis traspasados por
estas saetas.» Estamos aquí ante un símbolo práctico genuino: un conjunto
complejo de objetos «arreglados», ensamblados (según un logos) que está
destinado a causar un efecto, el cual tiene que ver con su propio significado.
[65] Pues no cabría decir que este significado ya existía, por ejemplo, en la
mente de los escitas, a título de «mensaje» enviado a Darío en forma
alegórica. Aparte de que no nos consta la existencia de tal mensaje
(solamente cuando este mensaje figurase fisicalísticamente en unas tablillas,
pongamos por caso, podría hablarse de él) lo cierto es que lo característico
de esta alegoría es la posibilidad de su doble o múltiple interpretación. Aún
en el supuesto de que el mensaje fisicalista hubiera existido, lo que haría de
su expresión alegórica un símbolo es esa su indeterminación, ante la cual, la
propia interpretación de quien envía el mensaje puede figurar, a lo sumo,
como una interpretación más al lado de las otras. Diríamos: quien envía un
mensaje simbólico, dotado ya de una interpretación propia, es inconsciente
respecto de las otras interpretaciones posibles. Y la interpretación victoriosa
será, en todo caso, la que deberá ser privilegiada, sobre todo si el símbolo ha
de ser institucionalizado. Un signo «perlocutivo» (en el sentido de Austin)
tal como «¡fuera!» sólo llegará a significar lo que significa en castellano si
efectivamente quien lo interpreta realiza regularmente su significado actual;
si «¡fuera!» determinase regularmente la acción de entrar, entonces llegaría a
significar «¡a dentro!». Todos los signos mágicos, rituales, sacramentales,
envuelven esta connotación causal, muchas veces vivida como
independiente de nuestra propia actividad, como si actuase ex opere operato
(los teólogos católicos definían el sacramento de éste modo: «Signum rei
sacrae nos santificantes»). Pero, evidentemente, esta teoría mística de los
símbolos mágicos no podría ser aceptada filosóficamente más que en el
plano émico, no en el plano ético (en el sentido de Pike), que es ahora el que
está más cerca de la verdad, de la realidad. El oráculo del veneno, el Benge
de los azande (descrito minuciosamente por Evans-Pritchard), aunque
incluye la acción natural de la estricnina sobre el pollo (por cierto una acción
cuyos resultados no han de conocerse con absoluta precisión y han de estar
indeterminados desde el punto de vista probabilístico) es un simbolismo
práctico, que conduce al exorcista a determinadas situaciones inconscientes,
que se revelan a los propios interesados a lo largo del rito. Los símbolos
siempre podrían entenderse, según esto, a la luz de aquél per visibilia, ad
invisibilia de que nos habla San Pablo en la Epístola a los Romanos (I, 20).
Porque mientras los objetos de las imágenes pueden decirse visibles, aunque
estén ocultos, porque ya existen (las imágenes-reliquias de personajes
pasados tendrían mucho de simbólico), los objetos de los símbolos son
intrínsecamente invisibles, porque, aunque tengan un contenido corpóreo,
todavía no existen. Tanto más vasto será un simbolismo cuando mayor sea
el campo de objetos que a su través puedan llegar a realizarse. El
simbolismo de las fórmulas lógicas o matemáticas, entendidas, no como
imágenes de relaciones ontológicas previamente dadas, sino como metros o
cánones de ulteriores situaciones o procesos que pueden ser construidos de
acuerdo con ellas –sería acaso el simbolismo dotado de una mayor extensión
dentro del universo racional.
Ahora bien, aún desde la perspectiva de éste concepto de símbolo práctico
que venimos exponiendo, mantiene su alcance, y aún lo profundiza, la
consideración de las dos acepciones (b, B) del término símbolo que hemos
propuesto como pertinente. Porque ahora obligarnos a esta distinción (en sí
misma puramente empírica y descriptiva) al aplicarse a los propios símbolos
prácticos. Una aplicación siempre posible, dado que la distinción nos
introduce en otro plano de la realidad, aquel en el que se suscita la cuestión
acerca de la estructura determinista de las instituciones, de los convenios, en
cuanto sus razones, motivos o implicaciones puede aparecer como opuestas
a las causalidades de los procesos llamados naturales.
La acepción que hemos llamado (b) del término símbolo –el símbolo como
un signo en el que se destaca la arbitrariedad o convencionalidad del nexo
entre significante y significado– es frecuente entre los autores anglosajones,
acaso por la influencia de Peirce. En efecto, Peirce, atendiendo a las
relaciones entre el signo y su objeto, distinguía los índices (relación física de
contigüidad, eminentemente), los iconos (relaciones de semejanza: el signo
icónico participa de las propiedades de su denotado) y los símbolos (signos
arbitrarios en los cuales la relación al objeto depende de una convención, de
una norma, de una ley). La clasificación de Peirce es sin duda muy útil, pero
muy superficial y poco filosófica, entre otras cosas porque utiliza criterios
heterogéneos y sugiere evidencias en donde todo es confusión. En realidad,
su concepto de símbolo, en cuanto opuesto al de índice y al de icono, es
puramente negativo: «Son los signos que no son ni índices ni iconos, porque
en ellos no hay relaciones de contigüidad ni de semejanza.» Pero una
relación establecida por convención no excluye contigüidades o semejanzas,
mediatas o inmediatas, sobre todo si se ha comenzado por considerar a estas
relaciones como constitutivas de otro tipo de signos. Ocurre en el fondo que
Peirce está presuponiendo que las relaciones de contigüidad y de semejanza
son relevantes en cuanto a la función de signo. Pero habrá que preguntar:
¿en virtud de su propio contenido (lo que es absurdo: la contigüidad de dos
objetos no hace a uno signo de otro) o en virtud de una institución
establecida sobre esos contenidos? Pero si esta institución se hace también
precisa en los índices y en los iconos (el metro-patrón, aunque es semejante,
más aún, igual, a las demás longitudes de 100 cm., no es signo de ellas) no
cabe oponerlos a los «signos por institución». Y lo que habría que mostrar
entonces es la razón por la cual la contigüidad y la semejanza son relaciones
pertinentes para distinguir tipos de signos (¿Por qué no las relaciones de
causalidad o de gradación cromática?). En realidad ocurre que estas dos
relaciones (o tipos de relación), sobre las cuales se organizan en nuestros
días los conceptos lingüísticos de metonimia y de metáfora, son muy
oscuras, en sí mismas y en su conexión mutua. En otros lugares hemos
indicado (El Basilisco, nº 2, pág. 28, nota 73) cómo la distinción de Hume
(asociaciones por contigüidad y asociaciones por semejanza) debe
coordinarse con la distinción kantiana entre Estética y Lógica, entre
intuiciones –espacio y tiempo– y conceptos. Y a través de esta coordinación,
advertiremos que la yuxtaposición de las relaciones de contigüidad y de
semejanza es muy confusa, porque mezcla planos diferentes, el de las
totalidades de tipo atributivo y de tipo distributivo. Además, el concepto de
semejanza no es el concepto de una relación, sino el de una familia de
relaciones, definibles por la no transitividad –según Carnap–, o acaso por la
no simetría, totalmente distintas por la materia, por el contenido de la
semejanza. (En cambio, el concepto de contigüidad es más unívoco, supone
referencia a los cuerpos.) Además, y sobre todo, las relaciones de
contigüidad no se oponen a las relaciones de semejanza más que en un
determinado plano (el plano de la [66] teoría de los todos y las partes), pero
se oponen (en otro plano mucho más obvio) a las relaciones de distancia (las
relaciones que llamamos apotéticas), dado que la contigüidad puede
definirse como la negación de la distancia, la distancia cero. Precisamente
por esta razón, que nos permite entender la contigüidad de un modo
dialéctico (negación de distancia) y no empírico (ver § 8) es muy dudoso que
el concepto de «signos índices» de Peirce pueda sostenerse cuando se
interpretan las relaciones entre signo y referencia como relaciones de
contigüidad, dado el supuesto de que toda significación deba ser apotética.
(Los signos índices incluyen relaciones de semejanza, como también los
signos icónicos incluyen las de contigüidad: incluso el «señalar con el dedo»,
en el caso en que el dedo hace contacto con lo designado, incluye la
separabilidad o alejamiento del índice para quien también, desde lejos,
interpreta el signo –pueden leerse a esta luz las consideraciones de Wundt a
este respecto–.)
En resolución: decir que los símbolos son signos arbitrarios porque en ellos
no hay relación de semejanza ni de contigüidad entre significante y
significado es tanto como decir (si se quiere llegar a un concepto
constructivo) que se ha negado una semejanza y una contigüidad
previamente dadas acaso para alcanzar otro tipo de semejanzas o de
contigüidades. No se trata aquí, en todo caso, de impugnar el concepto de
símbolo de Peirce, pero sí de subrayar su carácter problemático.
Problematismo que hacemos consistir en la indeterminación del concepto de
«convención» o ley que establece el nexo, en la evacuación del contenido de
tales convenciones o leyes y, por tanto, de las cuestiones relativas a su
génesis y a sus consecuencias. Si cabe hablar de signos (símbolos)
establecidos según una ley, esto no será suficiente para proceder como si
«ley» equivaliese a ausencia de toda relación, incluso relación interna que se
abra camino a través de la ley. Si el símbolo práctico tiene una relación de
determinación causal con el objeto, aún cuando esta determinación hubiera
sido establecida a través de una ley arbitraria, no por ello cabría interpretar
la relación entre el signo y su objeto como puramente negativa.
En cuanto a la acepción B (en virtud de la cual «símbolo» es tanto como
«símbolo interno») cabe decir que es la acepción más frecuente en los
círculos europeos, desde los lingüístas saussureanos (que, precisamente por
su teoría del convencionalismo de los signos lingüísticos, rehusan llamarles
símbolos) hasta los psicoanalistas («símbolos de la líbido» de Jung) o las
filosofías de orientación hermenéutica (las formas simbólicas de Cassirer,
Gadamer). Es cierto que, con frecuencia, se sobreentiende como contenido
de la internidad de la relación precisamente la semejanza o la contigüidad
(un ideograma es un símbolo, o el humo es signo natural del fuego) –
aunque tampoco se excluye la función reveladora de los símbolos, en cuanto
conformadores de su propio objeto.
Si la oposición entre las acepciones (b) y (B) es filosóficamente interesante, es
debido (nos parece) a que no puede entenderse como una mera oposición de
terminogía, en la que las definiciones resultasen estar simplemente
cambiadas respecto de los definienda (la «Escuela anglosajona»
reconociendo las diferencias entre signos internos y externos, llama
símbolos a los externos; la «escuela europea», reconociendo la misma
diferencia, llama símbolos a los internos). Porque el fondo de la cuestión
está en la ambigüedad del mismo criterio de la distinción
(convencional/natural, externo/interno) tal como se utiliza por una y otra
escuela, y en las circunstancias de que en ambos casos se consideran los
signos lingüísticos como externos o convencionales (llámense signos o
símbolos). El fondo de la cuestión que la dualidad de acepciones del término
símbolo suscita está precisamente en la comprensión de la conexión, en el
símbolo, de los componentes convencionales y los naturales, en la cuestión
platónica (y griega, en general) en torno a si los símbolos del lenguaje
humano son signos que significan por naturaleza (φυσει) o por convención
(θεσει).
§ 6. Las dos acepciones opuestas del término «Realidad» propuestas como
pertinentes
El término «realidad» es prácticamente intercambiable, en la tradición
filosófica, por el término «ser» (Res era uno de los cinco «predicados
transcendentales» del Ser). En consecuencia, las acepciones del término
Realidad son tantas como las acepciones de Ser: por ejemplo, las diferentes
categorías (sustancia, cantidad, &c.) la realidad como potencia (o materia) y
como acto (o forma), la realidad como existencia y como esencia. También
podríamos interpretar «realidad» en el sentido de «verdad», que era otra de
las «pasiones» del ser, y de éste modo, estableceríamos, desde el principio,
la conexión entre los símbolos y las verdades, lo que, según algunos,
constituiría el camino más recto para llegar al fondo de nuestros problemas.
Sin embargo, y dada la indeterminación del propio término «verdad» –¿qué
significa «verdad» para N. E. Christensen en su Sobre la naturaleza del
significado?– nos parecería injustificado interpretar «realidad» como
«verdad», sin que con esto olvidemos las conexiones ínternas que los
términos de nuestro triángulo guardan con la verdad –aunque no sólo,
precisamente, a través del vértice «realidad».
¿Qué acepciones, opuestas entre sí, cabe seleccionar entre esta ingente
multiplicidad de acepciones del término realidad de las cuales, en principio
al menos, podría pensarse que quedan demasiado lejanas respecto de los
conceptos actuales de la semiótica?
Sin embargo, y no sin cierta sorpresa, advertimos que ello no es así, sino que
precisamente son dos pares de acepciones clásicas del término realidad (la
realidad como materia y la realidad como forma, por un lado; la realidad
como existencia y la realidad como esencia, por el otro) aquellos que están
constantemente implicados en las conceptuaciones de los semiólogos y de
los lingüistas.
Por lo que concierne al primer par (materia/forma) bastaría recordar a L.
Hjelmslev, en su distinción entre materia del contenido (o de la expresión) y
forma del contenido (o de la expresión), a partir de la cual introduce el
concepto de sustancia del contenido o de la expresión. Se diría, además, que
Hjelmslev no sólo se acoge a una [67] distinción tradicional, sino a una
distinción de sabor eleático, según la cual la realidad sería un continuo
(«materia») sobre el cual los hombres habrían establecido la decisión de
nombrar dos formas donde sólo debían nombrar una: «los juzgaron de
forma opuesta y les atribuyeron signos separados» (σηματευεν το, versos
54-55). Precisamente por esta perspectiva cuasimetafísica que afecta a la
distinción de Hjelmslev, y por cuanto la oposición entre sustancia y forma
del contenido puede redefinirse intralingüísticamente en el contexto de la
multiplicidad de lenguajes {L1, L2,...Ln}, que constituyen el campo de la
lingüística, del que antes hemos hablado (la sustancia del contenido de una
lengua Lk sería el conjunto de las otras lenguas L i, en ciertas condiciones), es
por lo que abandonamos estas dos acepciones de «realidad» que, por otro
lado, reaparecen en el otro par de acepciones que hemos citado.
En efecto, la oposición entre la esencia y la existencia es la oposición que
puede considerarse representada en la oposición entre los dos principales
planos de la realidad a la que toda teoría de los signos tiene que aludir:
Ante todo, a la realidad como existencia (como existencia individual,
concreta, cósica, la realidad de la sustancia aristotélica o de los accidentes
que sobre ella descansan), es decir, a la realidad referencial (acepción c,
Bedeutung de Frege).
Pero también a la realidad como esencia, es decir, como «realidad
noemática» (acepción C) –acaso noética, en el «conceptualismo»–, el sentido
(Sinn) de Frege.
La oposición entre estas dos acepciones del término realidad que
suponemos implicadas en la teoría del signo o del símbolo, nos pone delante
de las cuestiones más profundas en torno a la comprensión de la naturaleza
de la significación, a la comprensión del papel que corresponde a los
conceptos y a los juicios, a los noemas (terciogenéricos) y a las referencias,
en el significar, y a las relaciones entre todos ellos. Se diría que, en este
punto, estamos ante un sistema de opciones preestablecido, que fué ya
recorrido en las discusiones sobre el problema de los universales, y que
necesariamente se nos impone también hoy a nosotros (las «cuatro
principales respuestas a nuestro problema propuestas en el marco de la
filosofía analítica» de las que habla N.E. Christensen, en el libro antes citado,
son literalmente las cuatro respuestas que conocemos desde hace varios
siglos al «problema de los universales»).
§ 7. Posibilidad de utilizar alternativamente las acepciones distinguidas
para el análisis de las teorías de la significación
La mejor prueba gnoseológica de la pertinencia de las acepciones que hemos
seleccionado para los términos titulares del Congreso es, seguramente, la
constatación de que los encadenamientos triangulares alternativos de éstos
términos (a los cuales, sin duda, ha de ajustarse la forma sintáctica de una
teoría) cuando se interpretan según las consabidas acepciones, pueden
coordinarse con las más importantes teorías de la significación que la
tradición nos ofrece. Ocurre como si estas diversas teorías de la significación
pudieran, en una gran medida al menos, delimitarse por medio de los
diferentes «triángulos» determinados por las diversas interpretaciones
semánticas de sus términos, según las acepciones consideradas. «En una
gran medida», porque, evidentemente, hay teorías que postulan la
necesidad de introducir más de tres términos, por ejemplo, el sujeto
operatorio, o incluso la distínción entre sujeto y conciencia, como propone
Lacan. Es cierto que éste sujeto está implícito en el término imagen y en el
término símbolo –porque las imágenes y los símbolos no podían ser
pensados al margen de un sujeto–. Pero lo cierto es que hay triángulos
(como los de Frege, Peirce o Odgen-Richard) que no explicitan al sujeto; y
hay triángulos que creen indispensables explicitarlo (el de Bühler o el de
Morris). Nosotros consideraremos aquí, en todo caso, el sujeto, ya sea
explícita ya sea implícitamente.
Podríamos clasificar las teorías en dos grandes familias, la primera de las
cuales estaría formada por todas aquellas concepciones susceptibles de ser
caracterizadas por la eliminación o desconsideración de una de las
acepciones alternativas de cada término. La segunda estaría integrada por
todas aquellas concepciones susceptibles de ser caracterizadas por su
tendencia a dar cuenta internamente de las acepciones opuestas de cada
término (sea de alguno de ellos, sea de dos, sea de todos). Podrían llamarse
unilaterales o radicales a las teorías que forman parte de la primera familia y
dialécticas a las teorías que constituyen la segunda familia, especialmente en
el último de los géneros considerados.
Los géneros de teorías unilaterales o radicales son ocho, aunque cada una de
las combinaciones resultantes de nuestro planteamiento pueden ser
especificadas de diversas maneras. Los géneros pueden describirse de éste
modo:

(I) (abc)
(II) (abC)
(III) (aBc)
(IV) (aBC)
(V) (Abc)
(VI) (AbC)
(VII) (ABc)
(VIII) (ABC)
Por ejemplo, el género (I) (abc) puede interpretarse como delimitando
aquellas teorías de la significación que descansan en la consideración de la
imagen mental (a) de las referencias individuales (c) y que defienda, sin
embargo, el carácter interno (b) de los símbolos mediante los cuales los
sujetos ligan la imagen y su referencia. La posición de Cratilo, en el diálogo
platónico de éste nombre, podría muy bien acogerse a los límites de este
triángulo (abc), los límites de un nominalismo naturalista. Se trata de un
nominalismo que no es, de suyo, convencionalista ni, menos aún, atomista:
un nominalismo generalmente confundido con el moderno nominalismo
inglés, a pesar de que podría defenderse la tesis de que el nominalismo de
Ockham nada tiene que ver con el atomismo, ni con el individualismo –
Ockham, el «comunista»–; un nominalismo que niega las esencias
universales, sin duda, pero no para oponerlas a la visión de un mundo
resuelto en la polvareda de los individuos atómicos, sino en la visión de un
mundo cuyas partes, siendo siempre concretas, se continuan unas a otras en
la forma de lo que, por ejemplo, otro biólogo «nominalista», Haeckel, llamó
los «individuos genealógicos». La propia teoría del lenguaje defendida por
Mauthner en su Crítica del lenguaje podría también [68] considerarse como
una especie de este género de nominalismo.
El género (II) (abC) recoge sin duda a Platón y, después, a Husserl. Es el
género de los «conceptualismos naturalistas». El símbolo interno (b) nos
remite al significado noemático (C) a través de una imagen hylética (a) que
alimenta al proceso del significar, sin reducirlo.
El género (III) (aBc) nos remite al convencionalismo nominalista, asociado a
las figuras de Demócrito, o a las concepciones de Quine o del Russell ya
alejado del platonismo inicial. Los símbolos convencionales (B) ligan las
imágenes mentales (a) con las referencias individuales (c): se llega a pedir la
eliminación, en la teoría de los signos, del concepto de significación,
sustituyéndola por el concepto de denotación.
El género (IV) (aBC) parece capaz de albergar cómodamente a la teoría del
signo de Aristóteles, en cuanto conceptualismo convencionalista, presente
también en la teoría de Saussure y, sobre todo, de Frege. El signo lingüístico,
el símbolo, supone ahora el concepto (C) –que es tanto concepto subjetivo
como concepto objetivo–, un concepto que se alimenta de las imágenes
mentales (a). Porque el signo lingüístico es convencional (B), o dicho de otro
modo, porque se presupone que es antes pensar que hablar –justamente la
tesis contra la cual habrá de levantarse Humboldt o Mauthner–. Es
interesante advertir la conexión de esta farnosa tesis aristotélica («hablarnos
porque previamente hemos pensado») con su propia metafisica del Acto
Puro, el Ser soberanamente autárquico cuya vida se agota en pensar sobre sí
mismo, un pensar que no necesita hablar (que no necesita de símbolos). Este
es el único ser bueno y feliz, el único paradigma de la vida moral humana,
tal como se nos muestra en la Ética a Nicómaco. Una tesis que se opone
frontalmente a la concepción platónica, según la cual el pensamiento
comienza con el lenguaje y propiamente habría que definirlo, a lo sumo,
como el «hablar del alma consigo misma»; que se oponía también
frontalmente a la metafísica cristiana, la que nos dice in principio erat Verbum.
Renunciamos, para evitar la prolijidad, desarrollar más esta teoría de
teorías. Ello sería además innecesario, porque cualquiera que nos haya
seguido hasta ahora, podría continuar por sí mismo.
§ 8. Propuestas metodológicas de reducción inicial de las acepciones
presentadas
Sin perjuicio de que, por nuestra parte, defendamos una concepción de la
significación emparentada con la familia de las teorías que hemos llamado
dialécticas (a saber, aquellas que tienden a estimar la necesidad de tener en
cuenta en cada término sus dos acepciones opuestas tratando de pasar
internamente de una a otra), sin embargo consideramos metodológicamente
la conveniencia de reducir inicialmente las dos acepciones opuestas de cada
término a una sola, a efectos de comenzar la construcción y el análisis a
partir de ella. Y esto de la siguiente manera:
Reducción inicial de la consideración de la imagen subjetiva a la
consideración de la imagen objetiva (A), que tomaríamos como punto de
partida.
Reducción inicial de la consideración de los símbolos externos a la
consideración de los símbolos internos (b).
Reducción inicial de la consideración de las realidades noemáticas a la
consideración de los referenciales (C)
1. Reducción de la imagen subjetiva a la imagen objetiva
Partir de la imagen subjetiva –del tratamiento subjetivo o proyectivo de la
imagen– es permanecer prisionero en las limitaciones gnoseológicas del
mentalismo (tal y como ha sido criticado por el fisicalismo). Se trata de una
perspectiva todavía muy común entre los filósofos profesionales, y
particularmente, entre los españoles. Pero hablar de imágenes (o de
imaginación) según un tratamiento proyectivo, es tanto como fingir o bien
que los demás pueden penetrar en el mundo que quien habla sobre la
imagen delimita o bien que estamos penetrando en el interior del sujeto S k
que imagina para, desde esa imagen interior, dar cuenta de los símbolos que
Sk utiliza y de las realidades a las cuales él se refiere. «Sk imaginó percibir
una zanja y saltó», o bien «Anoche soñé (imaginé) que entraba en un castillo
en ruinas». Si llamamos proyectivo a este tratamiento del concepto de imagen
es porque, según él, la imagen (al margen de toda realidad previa) resulta
asignada de inmediato al sujeto que la imagina, y que la realiza
proyectándola. Valdría el siguiente esquema (SG, sujeto gnoseológico):

Pero éste proceder nos obligaría, si fuéramos coherentes, a considerar la


imagen I como un contenido de conciencia de Sk; sería preciso suponer que
penetramos en el interior de Sk y que, desde esa su interioridad (que no
puede confundirse con la interioridad del cerebro, cuyas estructuras
perceptibles ya no pueden ser imágenes en el sentido subjetivo, en el sentido
de «imagen ejercida», imaginada), nos es dado comprender las imágenes
que en ella se dibujan (lo que sólo podía tener sentido en el supuesto de que
SG se transformase él mismo en S k, identificándose con él). No cabe tampoco
acogerse a la situación en la que S k es él mismo SG y no ya tanto por los
motivos que ofreció Comte en su famoso argumento de la lección primera
de su Curso de filosofía positiva –la imposibilidad de la reflexión– sino por
cuanto que la exposición lingüística que SG lograse realizar de sus propias
imágenes, aún concebida la posibilidad de la introspección reflexiva,
obligaría a los demás Sk a penetrar en nuestro interior, volviendo así a
reproducirse la situación anterior.
Pero si eliminamos la acepción subjetiva del término «imagen», será preciso
atenernos a la que hemos llamado acepción objetiva. Con ello no
pretendemos reducir el concepto de imagen (y no ya la imagen del
concepto) a la [69] condición de una cosa (la estatua de César), no
pretendemos eliminar todo residuo de subjetividad, en el sentido del
fisicalismo behaviorista tipo Carnap, en tanto postula la necesidad de
traducir todo enunciado psicológico al plano de los enunciados sobre
estados corporales, envueltos, por así decir, por la piel humana.
Más bien se trataría de llegar a la subjetividad, pero de otro modo, digamos,
desde fuera. (Es muy importante para estos efectos advertir que el
tratamiento subjetivo, o mentalista de la imagen puede coordinarse con la
perspectiva de quien habla de sus signos. Y de quien habla en cuanto sujeto
absoluto, distributivo, «monologando» –cuando he dicho «pájaro» in
absentia me atengo a una imagen del pájaro que supongo asociada a
percepciones anteriores–. Pero, el tratamiento objetivista se coordina con la
perspectiva de quien escucha, de quien escucha, por tanto, a otro sujeto, desde
fuera de él –la imagen de quien habla no me es accesible y lo que yo pueda a
mi vez experimentar no es lo mismo que lo que suponga en el que habla–).
La disyuntiva habitual, que nos propone la necesidad de elegir (en el
momento de situar a la subjetividad psicológica) o bien entre una mente
interior al cuerpo (el «fantasma de la máquina» de Ryle) o bien entre un
organismo anatómica y fisiológicamente accesible (el hipotálamo, el sistema
límbico, el área 17, o cualquier estructura física, aunque sea hipotética, como
pide Quine) tiene que ser desbordada, porque, prisioneros de ella, tan sólo
podríamos hablar de imágenes, en cuanto contenidos psicológicos, o bien en
términos «mentalistas» inaccesibles, o bien en términos fisicalistas
extemporáneos (por ejemplo, la «imagen retiniana» que puede a su vez
fotografiarse, pero que ya no es una imagen ejercida) que, aunque referidos
al sujeto orgánico, no son ya psicosubjetivos, porque la imagen del fuego no
quema. En otros lugares hemos mantenido la tesis (El Basilisco, nº 2, págs.
27-28) según la cual la categoría de lo «mental», de lo «psíquico», podría ser
analizada no ya tanto a la luz de los conceptos de dentro y fuera (vía
interioritatis, vía exterioritatis) –entre otras cosas porque ambos conceptos se
reducen mútuamente, porque todo lo que aparece exteriormente puede
considerarse desde la «inmanencia», y todo lo que aparece en un interior
puede abrirse en la autopsia– sino a la luz de los conceptos de cerca y lejos. De
este modo, podemos decir que nos movemos siempre en campos fisicalistas,
porque los términos que soportan las relaciones de cerca y de lejos han de ser
términos físicos, exteriores, «públicos». De lo que se trata es de darse cuenta
del significado gnoseológico de cerca y de lejos. Por nuestra parte suponemos
que todos los conceptos que llegan a organizar términos vinculados por
contigüidad o, como diremos más precisamente, por relaciones paratéticas,
tienen que ver con las ciencias físicas y biológicas, en las cuales se ha
desterrado la «acción a distancia»; mientras que las ciencias psicológicas (y
humanas, en general) tendrían que ver con los conceptos capaces de
organizar términos que se mantienen a distancia o, como preferimos decir,
para eliminar de la expresión «presencia a distancia» las connotaciones
místicas de una «acción a distancia» que suponemos inexistente, organizar
términos vinculados por relaciones apotéticas.
En el caso de los conceptos psicológicos: cuando se dice que la cualidad
«azul» o «rojo» es psicológica y no física ¿acáso se sigue de ahí que «este
azul» o «este rojo» sean contenidos mentales «interiores a mi piel»?
Nosotros diríamos que son desde luego, contenidos psicológicos pero
«exteriores a mi piel», cuando aparecen adheridos a los objetos físicos
lejanos. Para decirlo con palabras metafísicas: mi alma (mi espíritu) no está
tanto en el interior de mi cráneo, cuanto ahí, en el rojo, en el verde,
percibido a lo lejos. Y esto es tanto afirmar que lo psíquico-cromático no
reside en mi interior, en mi mente o cerebro (los procesos nerviosos
responsables de la sensación azul o roja, no son azules ni rojos) sino en el
mundo, apotéticamente. (Egon Brunswik ha visto, desde una perspectiva más
bien gnoseológico empírica –es decir, al margen de una teoría general de la
oposición entre las ciencias psicológicas y las científicas– al exponer el
desarrollo histórico de las categorías de la ciencia psicológica, como hay una
progresiva ampliación del campo de la psicología, que llega a desbordar la
«Iínea de defensa» constituida por la piel humana y, de hecho, cómo las
ciencias psicológicas se ocupan de relaciones entre sujetos y términos
distantes de los organismos.) Las consecuencias que esta concepción de las
categorías gnoseológicas tiene para la teoría de los símbolos saltarán a la
vista en cuanto advirtamos la posibilidad (y aún la necesidad) de definir a
los signos precisamente a través del concepto de relaciones apotéticas. ¿Cómo
podríamos hablar de signos citando la distancia entre el significante y el significado
es nula? Ni siquiera la «huella» contigua al objeto es signo más que cuando
el pie se ha alejado. (Las relaciones in absentia de Saussure pueden
reconsiderarse como apotéticas.) Decir que los símbolos, entonces, nos
introducen en la esfera de lo espiritual (y acaso también de lo físico animal)
es decir que la esfera de lo espiritual (o de lo psíquico) es la esfera de las categorías
apotéticas. Y definir al hombre (al modo de Cassirer) como animal simbólico
es casi una tautología. (Con todo, esta definición envuelve el peligro de
atribuir mecánicamente a cualquier contenido cultural el carácter de un
símbolo –y ésto es erróneo–.)
Suponiendo, pues, que la subjetividad está dada en el exterior mismo de
una percepción apotética, cuando éste exterior no pueda explicarse al
margen de la subjetividad, como ocurre con la propia semejanza, la imagen
podría interpretarse como una aplicación de una imagen objetiva a un
sujeto. En el caso límite, partiríamos de una imagen física (I) del objeto (O),
atribuyendo ésta misma semejanza a la imagen (I') aplicada a Sk desde fuera:

La dificultad de esta transformación inyectiva aparece en el caso en que no


existe una I objetiva (casos de las alucionaciones, de las imágenes oníricas).
Será preciso postular, entonces, algún objeto O, en cuanto percibido por S k
apotéticamente, que no sea semejante en todo a I' (una franja sombreada
puede corresponder a la zanja alucinatoria; el dibujo de un libro de historia
a la imagen del castillo).
Una consecuencia importante para la teoría de los símbolos, implícita en los
planteamientos que proceden, es ésta: que no podemos seguir hablando del
lenguaje, en general, como expresión o comunicación [70] de mensajes
interiores (imágenes o conceptos del sujeto emisor) que, ulteriormente,
hubieran de ser «decodificados» por el receptor. Cuando hablamos así, nos
mantenemos prisioneros de una mala metáfora. Un «mensaje» es una serie
de símbolos objetivamente dados, por ejemplo, un texto escrito en Morse.
«Transmitir un mensaje» es transformar esa serie objetiva en otra, el texto en
Morse en lenguaje de palabras. Pero quien habla (salvo que esté leyendo un
texto –«transformando sus símbolos gráficos en otros fonéticos»–) no emite
ningún mensaje ni lo comunica, ni el que escucha lo reconstruye
mentalmente. Porque un sujeto no puede ser tratado como si fuera un
mensaje objetivo más, sino que precisamente es el principio operatorio
capaz de transformar entre sí los mensajes objetivos. Hablar, por tanto, en lo
fundamental, no es transmitir mensajes, sino causar efectos (imprevistos,
inconscientes, en una gran parte) en el oyente; e interpretar símbolos
(escuchar) no es «descifrar un mensaje» –salvo en las situacíones en las
cuales la interpretación vaya referida no ya al «mensaje del otro», sino a un
mensaje relacionado con otro mensaje, a través de terceros sujetos ya dados.
2. Reducción de los símbolos externos a símbolos internos
En cuanto al postulado de reducción metodológica de las acepciones de
«símbolo» a la acepción interna: la fundamos en que parece posible, en
principio, dar cuenta de los símbolos externos a partir de los símbolos
internos, pero no recíprocamente.
Sin duda, el concepto de símbolos convencionales parece muy claro y trivial,
denotativamente. Son aquellos instituidos por una «decisión arbitraria» que
en cualquier momento podía ser cambiada (Hermógenes cree poder cambiar
el nombre de su esclavo cuando le plazca). En un sistema decimal de
numeración puedo simbolizar a la unidad por |1| y |α| y el elemento cero
puedo simbolizarlo por |0| o por |Λ|. Pero si elegimos |1| y |0| ya no es
convencional, sino necesario, el simbolizar la centena por |100|, o al millar
por |1000|. ¿De dónde brota la necesidad en la simbolización? ¿No será
preferible regresar a un nivel en el cual la propia arbitrariedad aparente de
las figuras o grafismos primitivos |0| y |1| pueda aparecérsenos como
necesaria, por supuesto, en el contexto del propio significar?
La cuestión estriba (creemos) en que el propio concepto de convencionalidad
es sumamente confuso, cuando no quiere reducirse al concepto de lo acausal.
Acaso «convencional» (frente a «natural») suele ser entendido como aquello
que se deriva de una institución, un pacto, una ley –a diferencia de lo que se
deriva espontáneamente de la naturaleza, de acuerdo con la oposición
sofística–. Y con frecuencia se sobreentiende que aquello que deriva de una
convención es consciente (deliberado) a diferencia de lo que es natural, que
estaría producido de forma inconsciente, espontánea. Este sobreentendido
es casi un dogma en el psicoanálisis.
Sin embargo habrá que decir, en primer lugar, que el concepto de «lo que
procede de un pacto» es un concepto muy confuso:
Se trata de un concepto genético («procede de»), por un lado,
Y se trata de una génesis a la que explícitamente (por su carácter
convencional) se la quiere desvincular de la «estructura» del símbolo.
Se diría pues que el concepto de «símbolo convencional» es un concepto
estructural que deliberadamente excluye los vínculos genéticos. Esta
exclusión es necesaria, sin duda, en la medida en la cual nos interesamos
por el sistema simbólico: se trata, según hemos dicho antes, de un concepto
dado en un proceso de cierre categorial, no de una idea filosófica. Pero
cuando reintroducimos, cualquiera que sea el motivo, la perspectiva
genética, entonces el concepto de pacto, institución, &c., comienza a ser
fenoménico y confuso. ¿Acáso un pacto no puede llegar a ser necesario y
natural –en el sentido de la «selección natural»– si fuera indispensable para
la supervivencia de un organismo o de un grupo de organismos? Sobre
todo: la nota de convencionalidad (o arbitrariedad) ligada al pacto ¿es
aplicable formalmente al significante qua tale o precisamente se aplica a lo
que todavía no es significante? Porque, sin duda (es lo que Sócrates viene a
decirle a Hermógenes) un signo comienza a serlo cuando es repetible,
estable, es decir, cuando no puede ser arbitrariamente cambiado, dado que
ha de mantenerse dentro de su tipo (el «legisigno» de Peirce) aún dentro del
margen de variabilidad de su entidad física (Token). Habría que decir, pues,
que el primer significante-mención no es todavía un significante: es precisa su
repetición y esta repetición carece de sentido sin una estabilidad mínima. La
estabilidad del signo pertenece a su misma esencia. Por eso, hablar de
«signos convencionales» es tanto como pretender desconectar de toda
cuestión genética, es tanto como desear mantenerse flotando en un reino
mágico en el que signos y símbolos han sido creados gratuitamente para que
se relacionen con leyes que reflejan maravillosas estructuras. Pero si los
sujetos tienden a ser eliminados del cierre categorial de la lingüística
estructural, ello no quiere decir que no deban ser reintroducidos cuando nos
ocupamos de la teoría filosófica del signo. Porque un signo (o un símbolo),
en una perspectiva materialista, no puede ser entendido, en su génesis real,
más que como resultado de un proceso de condicionamiento de reflejos
neuronales. Y lo decisivo en este condicionamiento es que, aunque los
«estímulos indiferentes» comiencen por ser externos, (relativamente)
arbitrarios, han de terminar por ser internos (asimilados al organismo),
cuando se encadenan a la reaccíón. Este encadenamiento obedece a una
lógica característica (que aquí no es posible analizar) de la cual brotan los
diversos «sistemas de señalización» (para hablar en términos pavlovianos),
tanto los que rigen la vida de relación de las aves como la vida de relación
de los mamíferos y, por tanto, del hombre. Según esto, el concepto de un
«origen convencional» de los símbolos lingüísticos resulta ser puramente
confuso y oblícuo, material y no formal, porque se refiere a la materia de
donde proceden los estímulos indiferentes (a su vez, sin duda, motivados en
otras escalas) –la ciudad, un congreso científico, y no la selva– pero no a su
forma. Por ello, asímismo, habría que limitar, aún externamente, el margen
de arbitrariedad [71] de las llamadas convenciones. Estas no crean «el
símbolo», sino algunos símbolos dentro de un sistema de símbolos
preexistentes, que suponen ya dado el proceso del simbolizar. Y el símbolo
creado debe ser tal que pueda insertarse (por su forma, por su escala) en el
sistema de símbolos presupuesto. La «elección convencional» antes que
verla como arbitraria, convendría verla más bien como obediente a una
suerte de lógica ejercida cuya no representabilidad inmediata es acaso lo que
llamamos convención.
Y con esta consideración tocamos la otra nota que suele ir asociada al
concepto de convencionalismo: la conciencia. Nos parece enteramente
confusa la tesis según la cual sólo aquello que es inconsciente puede ser
natural, puesto que lo que es convencional, en tanto supone deliberación y
elección, habría de ser consciente (en el Cratilo, Platón se refiere ya
claramente al origen pactado del lenguaje, sin que por ello deje de defender
su carácter natural y racional). El quid pro quo reside, nos parece, en el
carácter metafísico de la distinción entre lo que es consciente y lo que es
inconsciente. Suele entenderse esta distinción como algo que separa dos
mitades –sustancializadas– de la psique (acaso con una franja de claroscuro,
lo preconsciente) que se repartirían, por lo demás, los dos tipos principales
de pensamiento: el pensamiento nocturno (ilógico, mítico, simbólico sin
embargo, con un simbolismo «natural») y el pensamiento diurno (lógico,
artificioso, simbólico convencional). Sin embargo, la propia evolución
interna del psicoanálisis, se ha encargado de ir demoliendo esta distinción –
por ejemplo, Lacan, se ha visto obligado a reconocer que el inconsciente
puede brotar a raíz del propio proceso lingüístico–. Por nuestra parte nos
limitaríamos a sugerir cómo sería mucho más fértil tratar a los conceptos de
consciente e inconsciente como conceptos conjugados. Aquello que llamamos
inconsciente supone siempre una relación entre términos que pueden
llamarse conscientes en otro plano y recíprocamente, porque consciente o
inconsciente no son conceptos unívocos. Puesto que toda percepción es
diferencial (el Zueinander de los gestaltistas), en toda percepción de un
objeto habrá que reconocer siempre franjas inconscientes. Incluso cuando
estamos conscientes de haber cerrado operatoriamente un grupo de
transformaciones (del cuadrado, por ejemplo), acaso somos inconscientes de
las relaciones de semejanza (paradigmáticas) que este grupo guarda con
otros grupos no geométricos. Y en las fórmulas algebráicas más abstractas
de estos grupos seguimos siendo inconscientes, sin duda, de otras
estructuras que envuelven a las del grupo, a la manera como puede lograrse
una conciencia tecnológica plena de la estructura de la elipse en el plano
permaneciendo «inconsciente» de la conexión que esta estructura guarda
con las restantes cónicas. Se observará que, en todos los ejemplos
precedentes, utilizamos el término «inconsciente», en un sentido objetivo
(precisamente para escapar a las dificultades del mentalisnio psicoanalítico).
El concepto de inconsciente se refiere así a situaciones de conexiones
«retrospectivas» ante términos, tanto primogenéricos (a través de una
conciencia operatoria que no puede agotar las estructuras dadas en las
relaciones entre cuerpos, sino que sólo cabe representarlas a diferentes
escalas), como segundo genéricos (apotéticos) o terciogenéricos. Según esto,
cuando algunos lingüistas actuales nos descubren la extensión
practicamente universal («natural») de algunos signos o símbolos de la
segunda articulación, en expresiones de la primera articulación (el fonema
/i/ formaría parte de palabras que, en los lenguajes más diversos, expresan
pequeñez: «mínimo», «petit», «bit», «little», «klein», «piccolo») tendiendo a
interpretarla como resultado de procesos insconscientes (frente a la tesis de
Platón, que en el Cratilo había defendido precisamente la naturaleza racional
de la mímesis a nivel precisamente de lo que hoy llamamos segunda
articulación) tendríamos que decir que esa caracterización de inconsciente es
confusa. El fonema /i/, en cuanto signo icónico de la pequeñez (una
«metáfora fonética», decía Wundt) dentro del triángulo vocálico, no podría
llamarse «inconsciente» en términos absolutos, puesto que lo que se
considera consciente acaso no es otra cosa sino su representación gráfica, o
en su comparación con otros fonemas. Y, en general, dado que los símbolos
nos remiten siempre a objetos apotéticos, que han de suponerse insertos en
contextos imprecisos, por naturaleza (tanto contextos de contigüidad como
de semejanza) y ellos mismos han de darse envueltos en los contextos
sintagmáticos y paradigmáticos, dados en la línea de otros símbolos del
sistema, podría afirmarse que los símbolos incluyen siempre la presencia del
inconsciente. Porque lo «inconsciente objetivo» aparece precisamente en el
proceso mismo de la «concienciación», y todo ello acaso de un modo
necesario o azaroso, pero no acausal, arbitrario. En cualquier caso, estas
premisas nos conducen, por último, de nuevo, a dudar de la naturaleza
originariamente comunicativa de los símbolos, de los conjuntos de símbolos
que componen una «expresión», precisamente en la medida en que la
comunicación incluye la conciencia del mensaje (en el sentido en el que
antes hemos hablado).
3. Reducción de los significados a las referencias
En cuanto al postulado de reducción metodológica de las acepciones
noemáticas de la realidad a sus acepciones referenciales, me limitaré a
advertir que él se dirige no ya a defender un tratamiento estrictamente
denotativista atomista en el análisis de los símbolos, sino, más bien, a
detener la tendencia a sustancializar en un tercer mundo los significados o las
esencias, como si éstas fueran cosas que se hacen presentes por sí mismas, o
entidades que pudieramos considerar como ya dadas, a la manera como,
[72] legítimamente desde su punto de vista, las considera la ciencia
lingüística categorial. Lo que se quiere decir simplemente es que los
significados, sólo por la mediación de las referencias corpóreas pueden ser
tratados filosóficamente, en cuanto contenidos terciogenéricos, aún cuando
este tratamiento requiera un desarrollo dialéctico del propio plano
fenoménico en el que se dan las referencias. (Incluso los significados
utópicos –como «centauro»– podrán tratarse si comenzamos por resolverlos
en las referencias de sus partes, aún cuando, en cuanto totalidades, carezcan
de referencia.)
§ 9. Sobre la fertilidad de los tratamientos metafísicos de los términos
titulares
Los postulados formulados en el párrafo anterior no pretenden negar todo
sentido a los tratamientos que se mantengan en la perspectiva opuesta, la
que aquí es considerada como metafísica. No se trata meramente de
manifestar una voluntad no dogmática, sino «abierta», ante los tratamientos
metafísicos. El problema es comprender, situados en la perspectiva de
nuestros postulados, cómo los tratamientos metafísicos (los que proceden
desde supuestos mentalistas, o convencionalistas, o noematicistas,
respectivamente) sin perjuicio de ser metafísicos, y precisamente por serlo,
son fértiles, por tanto, históricamente necesarios, porque efectivamente la
historia de la filosofía del lenguaje es precisamente la historia de estos
tratamientos metafísicos. Nos limitamos, en la ocasión presente, a la
«metafísica» del mentalismo. Se trata, más que de demostrar que ésta
metafísica es errónea, de comprender por qué es necesaria y útil, de
justificarla –se trata de cultivar una suerte de Pseudodicea–.
Ante todo, observamos que el tratamiento proyectivo (mentalista) de la
imagen orienta todos los encadenamientos ternarios (los triángulos de los
que hemos hablado) en un sentido característico y que no es, él mismo,
paradójicamente, ternario, sino dualista. Los tres términos de estos
triángulos esconden, en rigor, cuando se les trata metafísicamente, una
estructura binaria del campo total, una estructura que actúa por debajo de la
aparente organización ternaria. Se trata de la estructuración de la realidad
en torno a los términos consabidos del «sujeto» y del «objeto». La imagen
quedará ahora enteramente del lado del sujeto; la referencia (o el significado
noemático) quedarán del lado del objeto (Gegen-stand). El símbolo, como
«entidad de dos caras», se entenderá como el puente entre el sujeto y el
objeto, «una masa sonora que lleva encadenados los pensamientos». El
símbolo es así subjetivo y objetivo a la vez, pese a lo cual el lenguaje, como
conjunto de símbolos, aunque ya es algo real, suele volver a oponerse a la
«realidad» en el sintagma: «lenguaje y realidad».
Ahora bien, éste dualismo se orienta según dos sentidos opuestos, el del
realismo y el del idealismo lingüístico –las dos grandes opciones metafísicas
de las que disponemos en el momento en que queremos comprender la
naturaleza del símbolo.
En la versión realista, el dualismo orienta los triángulos de modo que la
realidad se suponga ya determinada (como una forma) mientras que el sujeto
funciona más bien como una entidad indeterminada (una materia,
receptividad pura) pero capaz de conformarse según las formas reales. Estas
formas de la realidad serán las que imprimen las imágenes mentales, sobre
las cuales se elaborarán los conceptos o significados. El ordo cognoscendi
viene a ser así una réplica del ordo essendi, en principio independiente de los
símbolos. Los símbolos pertenecen al ordo significandi, cuya misión principal
consistirá en comunicar a otras personas los pensamientos previamente
concebidos.
También es verdad, dentro del realismo dualista cabría atribuir a los
símbolos una función interna en el proceso del pensar, una función en cierto
modo equivalente a la que suele confiarse a las imágenes –con la ventaja de
que, ahora, los símbolos son ya físicos–. Platón entiende así la función de los
símbolos: ellos (los primitivos) dicen la esencia misma de las cosas, acaso
porque esta esencia se recorta precisamente a través del desarrollo de los
actos simbólicos (la detención de la lengua en los alvéolos, cuando
pronuncia la δ, es ella misma el ejercicio del concepto de encadenamiento). Al
menos, son los símbolos aquello que moldea la imagen, y sólo de éste modo
podría comprenderse cómo los pensamientos pueden «ir atados» a los
sonidos: es porque los sonidos (autogóricos) son ellos mismos pensamientos
y, por ello, tiene sentido afirmar (salva veritate), que el pensar sólo es posible
en el hablar.
En la versión idealista, el dualismo se reorganiza en sentido inverso. Ahora,
es el sujeto quien resulta ser el depósito de las formas y el dator formarum, el
entendimiento agente; mientras que la realidad desempeña el papel de
materia-receptáculo. Las imágenes son ahora determinación de ese depósito
espiritual que con-forma el mundo y la percepción podrá definirse como si
fuera una «alucinación verdadera». La imaginación se nos manifiesta ahora
como la fuente de las formas que moldean a la realidad (así es como
Heidegger interpretó el idealismo de Kant). Los diferentes sistemas
simbólicos, los diferentes lenguajes, son otras tantas maneras de organizar el
continuum amorfo de la materia real: «...El español, el francés y el alemán
(dice un lingüísta contemporáneo, Emilio Alarcos, en el § 9 de su Gramática
estructural) distribuyen (conforman) diferentemente la zona de sentido
siguiente:

leña
bois Holz
madera

bosque
forest Wald
selva

Los lenguajes, los sistemas simbólicos, aparecerán como expresión del


espíritu, y es en éste sentido como alcanza su significado más característico
la definición del hombre como «animal simbólico». En el límite, todas las
formas de la realidad serán consideradas como simbólicas, como
expresiones de alguna conciencia, como mensajes divinos (Berkeley), como
apariencias de una voluntad nouménica (Schopenhauer), o de una líbido
infinita que [73] es pura energeia, antes de ergon (Humboldt, Jung). En otro
lugar (Ensayos materialistas, I) hemos mostrado algunas de las
contradicciones que se derivan del pansimbolismo.
(Hay también versiones del dualismo que, en cierto modo, constituyen una
suerte de yuxtaposición del realismo y del idealismo. Nos referimos a las
doctrinas ocasionalistas, pero también al gestaltismo clásico, con su
hipótesis del isomorfismo.)
Ahora bien: como hemos dicho, lo que nos preocupa aquí no es tanto
demoler el realismo o el idealismo cuanto comprender su función,
comprender por qué, aún siendo tratamientos metafísicos, están llenos de
significado, son fértiles y siempre ricos en enseñanzas. La base de nuestra
«pseudodicea», en éste punto, es la apelación al dualismo hilemórfico (el
dualismo forma/materia), como dualismo ontológico raíz del dualismo
epistemológico realismo/idealismo. Según ello, el dualismo epistemológico
fundamental (realismo/idealismo) no sería originario, pese a su apariencia,
dentro de los planteamientos de las filosofias de corte epistemológico.
Resultaría de la composición del dualismo sujeto/objeto con el dualismo
materia/forma. Ya hemos insinuado de qué modo: cuando al sujeto se le
atribuye el papel de materia, y al objeto el papel de forma, estamos en la
dirección del realismo, que podrá desarrollarse en diversos grados según la
extensión del campo a que se aplique; cuando al sujeto se le atribuya el
papel de forma y al objeto el papel de materia, estaríamos en la dirección del
idealismo (estas tesis podrían justificarse ampliamente con argumentos
filológicos). En la medida en que entendamos a las formas como «materias
ante otras materias» (Ensayos materialistas, II), podríamos comprender la
legitimidad originaria del realismo y del idealismo, porque tanto el sujeto, el
organismo, como las cosas de su mundo, son determinaciones formales que
se moldean mútuamente. No son formas primitivas, son formas dadas a una
escala, in medias res. Por ello, tanto el realismo, como el idealismo, tampoco
podrían considerarse como opciones originarias en un sentido ontológico
(como pretendía Fichte) dado que dependen de parámetros tales como
«sujeto» (orgánico) y «formas» (mundanas). Pero, puestos ya tales
parámetros, siempre estarán abiertas las posibilidades límites de explorar
las consecuencias que se derivan de un sujeto concebido como materia pura,
materia prima, reflejo absoluto que deja intacta la realidad –y que,
propiamente, sería preciso borrar, por supérfluo– y de un objeto que es
forma absoluta, proyectador absoluto de las formas mundanas, hasta el
punto de comprometer la posibilidad misma de la realidad de la materia
prima, de un noúmeno que sería preciso borrar, por supérfluo. Tanto la
duplicación perfecta del mundo (Iímite de la conciencia realista) como su
creación (límite de la conciencia idealista) se nos manifiestan así como dos
consecuencias equivalentes, por contradictorias. Pero es entonces cuando
podemos detener estas consecuencias, volviendo o regresando desde ellas,
para disponernos a comprender los motivos de la fertilidad, tanto del
realismo como del idealismo. Porque es gracias a la abstracción dualista
como se nos revela el carácter formal que pueden tener los sujetos y los
objetos. No se trata, en todo caso, de concluir que «uno y otro (sujeto y
objeto) intervienen en el conocimiento», pues esto sería tanto como
concederles una realidad previa a su misma interacción, siendo como son
ellos mismos, en cuanto figuras, resultantes del proceso total. Se tratará, más
bien, de «disolver» estas figuras, dualmente enfrentadas, en otros conjuntos
de figuras más complejas y diversas (entre ellos, los conjuntos ternarios
dados por el tema titular de este Congreso). En definitiva, se trataría de
comprender que la materia prima (o la materia ontológico general) no se
encuentra ni del lado del sujeto ni del lado del objeto, puesto que envuelve a
ambos, que son determinaciones suyas.
§ 10. Cuestiones abiertas en el tratamiento no metafísico de los términos
titulares
La reconducción constante de las Ideas metafísicas suscitada por la
organización dualista que hemos asociado a la concepción proyectivo-
mentalista de las imágenes al plano (más positivo) de las organizaciones
pluralistas (en nuestro caso: ternarias), no termina o resuelve las cuestiones
filosóficas, sino que las abre de modos mucho más ricos, precisos y
profundos.
1. Quedan abiertas todas las cuestiones que giran en torno a las conexiones
entre imágenes (objetivas) y realidades, a través de los símbolos. El
«problema de Molyneux» podría citarse como paradigma de las cuestiones
en torno a las cuales tanto el realismo como el idealismo manifiestan sus
límites recíprocos, porque este problema sólo puede plantearse cuando no
sólo el objeto, desde luego (la esfera de madera, o de plomo) sino también el
sujeto, lejos de funcionar como una unidad formal, ha sido ya descompuesta
en diversos planos (sujeto táctil, sujeto visual), por tanto, por un sujeto cuya
unidad, en la percepción, debe ser explicada, como también debe ser
explicada la unidad del objeto. Es preciso, pues, comparar a la imagen, no
con la realidad subjetiva absoluta (puesto que entonces la imagen se
convierte en imagen mental, en expresión de una mente), pero tampoco con
la imagen de la realidad objetiva absoluta: la imagen es ahora la «imagen
microfotográfica». La imagen habrá de compararse con realidades positivas
(no el sujeto, sino el hotentote, o el mandril; no el objeto real, sino el árbol
fenoménico o la roca visible a simple vista). Todas las cuestiones
relacionadas con la «falsa conciencia» cruzan este contexto de relaciones,
particularmente cuando el sujeto es determinado como sujeto socialmente
enclasado, y cuando el objeto es determinado como objeto producido, en el
marco de un dado modo de producción.
2. Las relaciones de las imágenes con los símbolos (a través de terceras
realidades) nos remiten al centro de los problemas hermenéuticos, a las
cuestiones suscitadas en torno a la interpretación de los símbolos a partir de
las imágenes que podamos atribuir a quien los utiliza. ¿Hasta qué punto un
idioma simbólico es antes un reflejo de imágenes atribuibles a una clase
social dominadora (Marr) [74] que reflejo de las imágenes atribuibles a su
medio natural o tecnológico?
3. En cuanto a las relaciones de los símbolos con las realidades, nos
limitaremos a recordar la necesidad de tener siempre presente la idea del
inconsciente objetivo. Un alegorismo positivista estrecho («la bella Oritia,
cuando jugaba con Farmacia, fué arrebatada por Boreas: esto significa sólo
que la arrebató un golpe de viento») es algo muy frívolo, para decirlo con
las palabras de Sócrates en el Fedro. La realidad objetiva, además, genera los
símbolos por caminos muy diversos, en los cuales la «voluntad», y lo que
está por encima de la voluntad, sin ser objetivo (sino social, cultural),
interviene tanto como el objeto. El símbolo del amor del niño observado por
Mauthner, juntando y separando sus manecitas, procedía de
manipulaciones anteriores con una torta que le había gustado mucho. La
«danza simbólica» del oso, cuando escucha el pandero, procede de la
realidad, ahora invisible, de una plancha muy caliente que los gitanos le
pusieron debajo de sus plantas mientras golpeaban rítmicamente. Pero,
¿cuál es el simbolismo encerrado en la danza de la lluvia de los chimpancés
observado por Goodal? ¿De qué manera los reflejos condicionados (o la
realidad causalmente) se transforman en símbolos? ¿De qué manera los
símbolos y las cadenas de símbolos llegan a alcanzar una eficacia causal y
no sólo «ideal-racional» implicativa?
4. También hay que considerar el contexto de las relaciones de las imágenes
con las imágenes, a través del sujeto y de la realidad. El problema de
Molyneux, la relacion de las imágenes táctiles y las imágenes visuales,
puede servirnos de ejemplo de las cuestiones que en este contexto se
contienen. Así también, los conceptos de mentira, enmascaramiento,
ocultamiento, engaño, necesarios en la teoría de los juegos.
5. ¿Y las relaciones de realidades con realidades, a través de los símbolos?
Todo el problema de la causalidad histórica se encierra de algún modo en
este contexto.
6. En cuanto a la evaluación de la riqueza problemática del contexto
constituido por las relaciones de los símbolos con otros símbolos, bastaría
tener en cuenta que, en este contexto, es en donde el símbolo se configura
como tal. Pero no todas las relaciones entre símbolos son ellas mismas
simbólicas: si negásemos esta tesis, tendríamos que permanecer prisioneros
del idealismo lingüístico o semiótico. Las relaciones sintácticas nos remiten
constantemente más allá de los propios símbolos y de su mismo
convencionalismo.
7. Finalmente, damos por evidente que las cuestiones más profundas se
plantean en el momento en el cual intentamos recuperar el «nivel terciario»
(como mínimo) de las relaciones consideradas. Pero no precisamente en la
dirección «enciclopédica», que tiende a acumular, en tablas de triple
entrada, intersecciones de conceptos o relaciones binarias –enciclopedismo,
en todo caso, necesario–, sino la dirección verdaderamente dialéctica que
busca conceptualizar los circuitos de conexiones efectivas que tengan lugar
entre las imágenes, los símbolos y las realidades, que busca los puentes a
través de los cuales el lenguaje toma contacto con el pensamiento (deja de
ser un sistema primario de reflejos), el pensamiento con la realidad y
recíprocamente. En cualquier caso, nos parece que la posibilidad «técnica»
de una conexión interna entre los tres términos titulares (Imagen, Símbolo,
Realidad) descansa en la propia complejidad de cada término y requiere,
por tanto, su descomposición o desdoblamiento en sus diferentes factores,
en sus diversos componentes. Pero ello compromete el mismo esquema de
una unidad triangular, como unidad de relaciones entre términos asociados
a sus vértices. En rigor, si hay posibilidad de hablar de relaciones internas
entre estos términos considerados globalmente, como si fueran «enterizos»
(Imagen, Símbolo, Realidad), ello es debido a que precisamente estos
términos habrán debido ser descompuestos en sus partes, de tal suerte que
serán las relaciones entre los componentes de los diversos términos aquellos
puentes que buscábamos para establecer las relaciones entre los términos
titulares. Así, el término Imagen, en cuanto está en contexto con un Símbolo,
se decompondrá inmediatamente, por ejemplo, en una imagen acústica, y en
una imagen significativa, según que consideremos el símbolo por su
componente significante o por su componente significado. El símbolo (en
cuanto es un signo) se descompondrá en su momento significante (que a su
vez se desdoblará en acontecimientos y en pautas) y en su momento
significado, descompuesto en complejísimas redes. Y cada realidad, en
cuanto afectada por los símbolos, se considerará, sea como una entidad
empírica, sea como una entidad esencial. Ahora bien, la imagen, a través de
su componente de imagen acústica, se aproxima al símbolo en su
componente de significante, en cuanto «legisigno». Y la imagen significativa
se aproxima, por un lado, a la realidad empírica, (en cuanto referencia), y,
por otro, al concepto o significado conceptual del propio símbolo.
Significado conceptual a su vez que, en tanto que concepto objetivo no se
reduce a pura subjetividad (concepto formal), sino que se aproxima, hasta
confundirse con él, con ese componente de la realidad que suele llamarse
esencial, de naturaleza terciogenérica. Desde un punto de vista técnico-
metodológico, los puentes entre los términos de nuestro triángulo pasan por
los componentes de esos términos y por las conexiones entre esos
componentes –conexiones de identidad en las que precisamente aparece,
según pensamos, la verdad. Pero ¿podría hablarse siquiera de estos puentes
si no existieran signos físicos (eminentemente fonéticos, temporales) capaces
de abrirse ellos mismos (autogóricamente) el camino sonoro hacia el
pensamiento, si no existiese un nexo interno entre las imágenes acústicas y
los significados de los símbolos?
En cualquier caso, la dialéctica de estos círculos ternarios puede hacerse
consistir precisamente en su necesario carácter parcial, abstracto. Cuando se
logra establecer un circuito ternario, ello tendrá lugar en la dirección de
algunas relaciones, es decir, a fuerza de dejar fuera a otras. Esto nos obliga a
volver constantemente al material enciclopédico, a enriquecer y concretar el
circuito esquemático obtenido y, al hacerlo así, a desfigurarlo y aún
disolverlo.
Diríamos, con todo, que la verdad filosófica no se encuentra en las
conclusiones, sino en su proceso. En eso que Kant llamó «filosofar», pero
que no cabe oponer a una hipotética inenseñable «filosofía», puesto que ésta,
desde los tiempos de Platón, no es otra cosa sino el filosofar mismo.

Construcción de la estructura «Teatro» a partir de la Idea del «estar-en-


escena»
Toda la teoría que acerca del Teatro y de sus relaciones con la Sociedad
voy a defender, se basa en esta concepción de naturaleza formal –es decir,
no material– acerca de lo que el Teatro sea: que lo esencial del Teatro,
aquello que es específico suyo, y a lo que todo lo demás se ordena en una
estructura inteligible, de «sentido», es el estar-en-escena. Es una
característica del Teatro, ciertamente obvia y hasta puede decirse que
moleste esta mi recordación, de algo que, de puro sabido, se da ya como
presupuesto. Pero mi propósito no es dar noticias nuevas, sino
esforzarme por enseñar a ver de un modo distinto lo que acaso
constantemente tenemos ante nuestros ojos.
El «estar-en-escena», el re-presentar, es, por lo menos, un modo de
conducta del animal humano que sólo lo adopta cuando se siente
observado, contemplado por otra persona; [117] aun cuando el
característico amaneramiento de los ademanes, engolamiento de la voz,
o la misma «afectada naturalidad» del comediante puedan tener lugar en
ausencia de un público, en la soledad del camerino, intencionalmente el
Actor se siente observado, contemplado: siente que él está en escena. En
rigor, basta el sentirnos contemplados por nosotros mismos, el mirarnos
al espejo, para adoptar la actitud espiritual que nuestro idioma ha
expresado en la soberbia expresión: «estar-en-escena». Desde este punto
de vista, es el público el que desempeña la función de Espejo para el que
«está-en-escena». Antes que concebir el escenario como el Speculum vitae,
donde el público ve reproducida y reflejada su propia vida, sus propias
virtudes y vicios, es el público quien, con el conjunto de sus
innumerables pupilas, teje una inmensa superficie especular donde se
reflejan, con el escenario, los actores y, ante la cual, se amaneran.
Si el estar-en-escena de una Persona envuelve, como actitud formal
espiritual, la referencia a un espectador que contempla ese «estar-en-
escena» –y el espectador es en principio, originariamente, Persona
distinta del que está en-escena; la autocontemplación sólo se comprende
psicológicamente como caso límite, derivado de la contemplación de
otro–, deberemos estudiar analíticamente tanto los componentes del que
está-en-escena (el Actor) como del que lo contempla (del Espectador) para
bosquejar la esencia de esta decisiva forma de conducta que hemos
escogido como primer analogado de la estructura Teatro.
A) El estar-en-escena considerado desde el Actor
El estar-en-escena es una situación de la Persona humana –del «espíritu
corporeizado»–. Por consiguiente, [118] el estar-en-escena, como todo
fenómeno humano, tiene que definirse con ayuda de categorías a la vez
espirituales y físicas. Esta afirmación carece de pretensiones metafísicas
(en el sentido del problema de las «relaciones del alma y el cuerpo»);
reclama solamente un alcance «operacional», conceptual. Concretamente,
el estar-en-escena consiste en un modo peculiar de hablar, callar,
moverse o detenerse, gesticular o quedarse inmóvil, que constituyen,
todos ellos, los elementos de las ideas generales de Expresión y Lenguaje. El
estar-en-escena, envuelve, pues, una masa de hechos físicos –
movimientos, sonidos; éstos, a su vez, paisajes, resonancias– que todos
juntos constituyen la plástica del Teatro, la escenografía, lo mímico, los
pantomímico, &c. Es además necesario que estos fenómenos de
expresión lo sean intencionalmente; es decir, tengan una intención
expresiva, comunicativa, para el espectador, de actitudes internas. Por
esto es indispensable advertir que el estar-en-escena es un modo humano
de expresión, en sentido estricto –no meramente de comunicación en
sentido amplio–. En efecto: la comunicación al prójimo puede referirse, o
bien a contenidos objetivos, trascendentes al que los comunica, o bien al
modo subjetivo de vivir esos contenidos objetivos. Así, es preciso
distinguir netamente entre exposición y expresión: tal es la distinción
semántica fundamental, que corresponde aproximadamente a la
distinción entre lenguaje (cuando éste se asume en su función de
Vorstellung, de pintura o representación) y expresión (mímica y
pantomímica). «Con algún buen sentido –comenta Ortega en el prólogo a
la Teoría de la Expresión, de Bühler– podemos decir que la tristeza está en
la faz contraída, pero la idea de mesa no está en la palabra 'mesa'.» Esto
no excluye que el Lenguaje hablado tenga también una función
patonómica y expresiva en general muy acusada. [119]
El estar-en-escena es antes un fenómeno de «expresión» que de
«exposición»
Esta proposición es evidente con advertir que lo que el Actor dramático
ofrece al público es un mundo interior, subjetivo suyo, y no un mundo
impersonal del que fuera mero relator o rapsoda. En esto se distingue el
Actor teatral del mero «narrador» –v. gr., del «juglar»–, si bien las
distinciones, aplicadas a la realidad, nunca producen disociaciones
absolutamente puras y nítidas.
En cuanto fenómeno de expresión, el estar-en-escena implica la
«colaboración» de todos los elementos plásticos y lingüísticos que la
expresión necesariamente envuelve. También se comprende cómo es,
hasta cierto punto, arbitraria la posibilidad de limitar los recursos
expresivos (prescindiendo, por ejemplo, en los casos extremos, o bien de
la palabra –en el Ballet– o bien del movimiento y mímica –en el Teatro
experimental–), sin que por ello, necesariamente, sea suprimida la
elemental actitud del estar-en-escena, y, en consecuencia, la estructura
teatral derivada de ella.
Desde el punto de vista del Actor, por tanto, «estar-en-escena» significa
estar re-presentando un «papel»: no puede, pues, eliminarse el «mundo
interior» expresado mediante los gestos y palabras: tantas más
probabilidades habrá de precisión y riqueza en el contenido expresado
cuanto más se preparen las frases y ademanes; pero eso no significa que
puedan faltar en las improvisaciones. En la Commedia dell'Arte, los
actores representaban arquetipos ya reconocidos y hasta caracterizados
por el disfraz y las máscaras (Pantalón, Arlequín, el Capitán, &c.), como
en las antiguas atellanae (Pappus, viejo verde y avaro; Maccus, jorobado,
calvo, necio y tragón; Cicirrus, Sennio, &c.). [120] Estos elementos
materiales –el Contenido y la Plástica– no pueden faltar jamás en la acción
del re-presentar: precisamente el «estar-en-escena» estriba en «encarnar»
estos elementos materiales, imprimirles vida en la escena, vivificarlos al
«ponerlos en escena»: es esta puesta en escena lo que formalmente
constituye la esencia del Teatro, y que, por ello, no debe interpretarse
como una actitud formal que puede realizarse sin ninguna materia o
contenido.
B) El estar-en-escena considerado desde el Espectador
Si se «pone en escena» un mundo espiritual es para que otras personas lo
contemplen: el estar-en-escena es una actitud que las personas asumen
para mostrarse, exhibirse ante un público. Sin un público, no es
concebible la realidad del escenario. Actores y Espectadores se refieren
mutuamente, como maravillosamente enseña Ortega. Pero esto no
significa que sean ambos dos elementos igualmente significativos para la
íntegra realidad del teatro. Antes bien, por ley de esencias, el espectador,
aunque imprescindible, es un elemento subordinado al Actor, al estar-en-
escena: porque al Teatro se va para ver a los actores y no para colaborar con
ellos a la realización de una unidad superior a ambos –el Teatro «en
abstracto»–. Es cierto que el hecho de ser espectador ha ido
paulatinamente convirtiéndose en «un oficio» de tanta artificiosidad
como el oficio de comediante: y, así, en una función de gala, asistimos a
una representación teatral tanto si miramos al escenario como si
volvemos la vista al Corral. No sólo allí, sino aquí también los hombres
se exhiben con sus disfraces rigurosos –trajes de noche, actitudes y
saludos amanerados y hasta cuentan a veces con un verdadero escenario,
una decoración funcional para el espectador–. [121] Encierra una
profunda significación el hecho de que en una sala como la que en 1580
construyó Andrea Palladio para la Academia Olímpica de Vicenza,
hubiese ya un techo que protegiese a los espectadores; una rigurosa
distribución del «papel de espectador», que, ya desde las Cavese de los
Teatros Clásicos, aparece jerarquizado, organizado teatralmente. Se ha
observado (Julián Marías: Introducción a la Filosofía) que en el
Cinematógrafo la sala está a oscuras, a diferencia del Teatro. Esto
significa para mí, desde luego, una mayor penetración espiritual del
Teatro; el espectador se parece más al Actor, en cuanto no es anónimo,
borrado por la oscuridad que hace brillar a la Pantalla (véase la
Conclusión de este ensayo). Pero de aquí a concluir que tanto el Actor
como el Espectador «representan un papel» para que el Teatro surja, hay
un gran trecho que sólo un abuso de las palabras puede salvar: El
espectador está en escena también pero en el «sentido ontológico» y no
«teatral» que ahora analizo.
¿Qué es, entonces, recíprocamente, lo que el espectador contempla en la
escena? Esta pregunta acaso parezca desprovista de sentido, de puro
obvia: pues el espectador habrá de ver –se dirá– lo que la escena ofrece.
Pero lo que en ella aparece es heterogéneo, es un complejo de diversos
contenidos –desde las manchas simbólicas de los telones hasta la concha
o las palabras de los actores–; la pregunta puede transformarse en esta
otra equivalente: ¿Desde qué aspecto el espectador contempla las realidades
acaecidas en escena para que la contemplación pueda ser llamada teatral?
Porque lo que es indudable es que podrían adoptarse especulativas
desde las cuales la contemplación no sería teatral: por ejemplo, el punto
de vista del niño, que aburrido en una butaca, sólo observa la entrada y
salida de los actores, escucha sus palabras con indiferencia; o el del
Arquitecto, que sólo se interesase por problemas [122] de acústica, en
relación con la Sala y Escenario. Es necesario, pues, determinar lo que el
espectador, no como espectador infantil o técnico, sino como espectador
teatral, ve en la escena.
Y así como en la escena habíamos distinguido dos tipos de componentes,
unos de carácter material (la «plástica» y el «texto») y otro de carácter
formal (el «estar-en-escena»), que daban lugar, respectivamente, a las
teorías materiales (entre las que enumeré la teoría plástica y la teoría
literaria, así como la ecléctica) y a la teoría formal del Teatro, considerado
indeterminadamente o, a lo sumo, desde el punto de vista del Act or, así
también, recíprocamente, las teorías que acerca de lo que el espectador
teatral debe ver en la escena se formulen, han de agruparse en alguna de
estas dos grandes hipótesis: o bien lo que el público busca en la escena es
algo de carácter material (sea el elemento plástico, sea el mundo
espiritual expuesto principalmente por medio del lenguaje de los
actores), o bien es algo de naturaleza formal, es decir, el propio «estar-en-
escena».
Casi estoy seguro de no equivocarme si afirmo que todas las teorías,
implícita o explícitamente adoptadas para interpretar la actitud del
espectador teatral, en cuanto tal, son de naturaleza «material». No ya,
ciertamente, la teoría correlativa a la «teoría plástica» y que podría
formularse de este modo: el espectador buscaría eminentemente en la
escena el elemento plástico, escenográfico, pantomímico, &c., como la
verdadera novedad por respecto, por ejemplo, a la lectura. Esta
interpretación de la actitud del espectador suele generalmente
condenarse, con razón, por casi todos, como anti-teatral: incluso se suele
emplear la palabra «espectáculo» para designarla, oponiéndola a la
«actitud estrictamente dramática», que, aunque –según los conceptos
antes dibujados– es asimismo «material», suele considerarse de una
mayor dignidad y estimarse como [123] la equivalente al Teatro en sí
mismo. Según esta teoría, pues, que es la que necesita una crítica
minuciosa (puesto que la teoría del espectáculo es notoriamente errónea
y superficial), lo que el espectador vería en la Escena sería, sencillamente,
el Mundo espiritual intencionalmente descrito, re-presentado por los
Actores y la Escenografía. Para esta teoría, el actor es un puro intérprete,
un trujamán de un «papel», intermediario entre el Autor y el Espectador.
La misión del Escenario (como conjunto de Actores y tramoyas) sería, en
lo esencial, simbólica: consistiría en representar un Mundo espiritual,
mediante un sistema de símbolos o signos adecuados. La bondad de la
farsa podría medirse por la capacidad que Actores y Escenario
poseyeran de sustraerse a sí mismos para dejar paso al mundo
intencionalmente representado: el actor que encarna a Hamlet será tanto
mejor actor cuanto menos exige pensar en su personalidad real y más
nos desvía la atención haciéndose «transparente» a sí mismo hacia el
atormentado Príncipe de Dinamarca; del mismo modo que un telón
estaría tanto mejor construído cuanto más nos sugiere el pensamiento de
una muralla y no del trapo concreto en que, en verdad, consiste. Para
esta teoría, el espectador es un hermeneuta de los símbolos que van
apareciendo en el Escenario; la escena es un escrito cifrado cuya lectura
nos pone en contacto con un mundo distinto de la escena (sólo
accidentalmente igual a la escena misma): en ocasiones, el simbolismo
llega a ser enteramente arbitrario y artificioso. Así, por ejemplo, Hylas se
pone de puntillas al pronunciar «los grandes Atridas», como si quisiera
significar los «altos». (Sittl, Los gestos entre los griegos y los romanos. Apud
Bühler.)
Esta teoría es, sin duda, sumamente sugestiva y pueden aducirse muchos
testimonios a su favor; es, generalmente, la que todos suelen seguir,
explícitamente y, sobre todo, implícitamente. [124] Es también, como la
plástica, una teoría «material»: sólo que mientras ésta no impone al
«espectáculo» un sentido simbólico, sino que se contenta con afrontarlo
en su estricto y real cromatismo, en cuanto pintoresco y bello en sí
mismo, aquella interpreta la escena como presagio de un Mundo distinto
de la escena en el que se termina intencionalmente la mirada del
espectador. Pero, en rigor, tanto la primera teoría como la segunda se
contentan con explicar al espectador como vidente de un Mundo objetivo,
cuyo acceso nos lo hacía en todo caso posible el Escenario.
Pero también he de rechazar enérgicamente la «teoría simbólica» de la
escena, la teoría que explica los fenómenos de la escena como conjuntos
simbólicos brindados a la interpretación del espectador, para que en
ellos intuya objetos distintos del escenario mismo. En efecto: esta teoría
nos proporciona una idea bien pobre del arte dramático: ser un simple
procedimiento de expresión, de análoga función que el libro y,
probablemente, de menos precisión. Es cierto que esta interpretación del
Teatro, aunque muy semejante a la de otras actividades espirituales, no
la confunde con ellas, porque no sólo por el Fin y Contenido, sino
también por los medios de expresión, se diferencian unas artes de otras.
Pero en todo caso, la peculiaridad del Teatro quedaría limitada a la
humilde novedad que, en cuanto a los medios expresivos, le es
reconocida. Sin embargo, existe una profunda razón para rechazar esta
teoría del Teatro basada en una propiedad sumamente importante del
mismo, que lo distingue además, a mi entender, del Cinematógrafo: es la
mención intencional que a los elementos escénicos, tomados como
símbolos, corresponde. Es cierto, sin duda, que, en un sentido amplio,
los fenómenos que tienen lugar en el Escenario desempeñan la función
de símbolos, de signos de algo distinto de ellos mismos (y así, [125] por
ejemplo, un movimiento rápido de un actor puede ir interpretado como
un símbolo de su cólera): a esto llamaré mención intencional de un
símbolo, que no es otra cosa que la referencia al objeto por él designado.
Así, la teoría simbólica viene a defender que la mención intencional de los
actores y escenografía es algo distinto del escenario: por ejemplo, el
Actor Hamlet es un símbolo del Hamlet ideal creado por Shakespeare.
Ahora bien: ¿Se ha observado que lo que el espectador contempla en el Teatro
no es algo distinto de los Actores y del Escenario mismo? Esta sospecha, que
ya en sí es una fecunda «hipótesis de trabajo» puede ser fortificada por el
siguiente razonamiento: Nosotros llamamos «farsa», «ficción», a lo que
sucede en la Escena: y ello porque en aquélla nos «engañamos» tomando
como «verdadero Hamlet» al que sólo es «verdadero Actor»; tomando
como «verdadero Torreón» a lo que sólo es «verdadera tela». Ahora bien:
si a los elementos escénicos les correspondiese una función simbólica en
esencia, sería absurda la idea de farsa que acompaña inexcusablemente a
toda representación dramática: en efecto, no es posible hablar de
«engaño» cuando la intuición de un símbolo nos remite al objeto
correspondiente: así, no puede hablarse de «engaño», de «farsa», cuando
ante la sensación de esta cierta «cantidad de tinta» en que consiste la
palabra «Platón» el espíritu se traslada intencionalmente a la imagen del
filósofo griego, sin detenerse en la entidad gráfica en sí misma: aquí no
hay engaño. Tampoco lo había cuando, al ver el telón escenográfico, el
espíritu, sin detenerse en él, aunque estribando en él, discurre hasta la
consideración de la Muralla a la que el Torreón representa. Pero sí lo
habrá, y de un modo necesario, cuando por alguna razón permanente el
espíritu sustituyese lo simbolizado por la entidad del símbolo en sí
mismo: tomar el signo por lo mismo signado, como hace el idólatra, [126]
o recíprocamente, tomar lo que no es símbolo, sino objeto, por un signo
de otro. Esta confusión puede ser, a veces, no fortuita, sino legal: así
como siempre que vemos nuestra imagen reflejada tendemos a
concebirla como algo real.
¿No podrían interpretarse los «engaños» o ilusiones de la escena como
un resultado del juego entre los elementos escénicos como símbolos y
como entes de realidad propia? Esquemáticamente, quedaría todo
explicado si admitimos que los actores no son propiamente símbolos de
Personas distintas de ellos, sino que se designan a sí mismos: sólo así
podrá hablarse de farsa, cuando los consideramos como representando a
otros: y esta consideración es de una probabilidad análoga a la que existe
para tomar la imagen especular por imagen real, sólo que inversa: aquí
tomamos la imagen por lo real: en el Teatro, lo real por imagen. Pero en el
Teatro, lo que el espectador vería no es algo distinto de los actores y del
escenario mismo, es decir, lo que de verdadero real y no de simbólico tiene
el Escenario mismo. (Los conceptos de Verdad y Engaño aplicados al
Teatro pueden encerrar muchos sentidos. Por ejemplo, podemos llamar
verdadera o verosímil a una comedia ateniéndonos a la relación entre el
«texto» y determinada región de la Sociedad. En este sentido, el Teatro
alcanza valores simbólicos. Pero en lo que aquí estudio, Verdad e ilusión
se aplican al estricto modo de ser de los elementos escénicos en cuanto
símbolos o entes reales.) Si podemos llamar farsa al Teatro, es
simplemente porque los elementos escénicos no funcionan
originariamente como símbolos de un mundo distinto de ellos, sino
porque funcionan por ellos mismos: y la farsa consiste en que, pese a
esto, los tomamos por símbolos y no tomamos la escena en lo que de real
y verdadero tiene en sí misma.
Ahora bien: ¿qué es lo que de verdadero, real en sí mismo, tiene la
escena? Brevemente, aun en el caso de [127] tomarla como farsa o ficción,
lo verdadero sería la ficción misma, «el hecho mismo de fingir»; y este
hecho mismo de fingir es una actitud que incesantemente tiene lugar en
la Escena, y, naturalmente, sólo pueden asumirlo sus componentes
personales, los Actores. Todo lo demás –escenografía, vestuario– puede
considerarse como el conjunto de instrumentos que ayudan a fingir al
Actor, o bien, que ayudan a presentar ante el espectador su ficción como
una verdad. Pero como hemos considerado la entidad de la ficción en sí
misma como algo substantivo, que verdaderamente acontece en escena,
deberemos concluir que las tramoyas ayudan en rigor al espectador a
contemplar la verdad de la ficción, lo que la ficción tiene de real, de
verdad, de substantivo, como algo ciertamente auténtico y «verdadero».
Pero, ¿qué es, en concreto, lo substantivo, lo verdadero de la farsa? Sin
duda, el hecho mismo de re-presentar un papel, del estar-en-escena los
Actores, que son fenómenos que acontecen efectivamente en el
Escenario. Si el espectador contemplase el Escenario bajo este respecto ya
no podría hablarse simplemente de que el Teatro es una farsa, un
autoengaño, un sueño, y que nos entregamos para evadirnos de la
realidad. Lo engañoso del Teatro sería resultado posterior, derivado de
tomar lo real como simbólico (al compararlo, v. gr., con la Sociedad);
resultado hasta cierto punto obligado, ilusión necesaria, pero que, lejos
de exhibir, ha encubierto la esencia de la Escena, pues la Verdad del
Teatro consiste en que la escena «parezca efectivamente algo real». La
«verdad» del Teatro no puede consistir en la verdad del «engaño» de la
farsa: si así fuera, necesariamente cuanto más verídica pareciese la farsa, más
engañosa sería. Cuanto más se exagere la exactitud, y para el actor que
representa al Carlos VII de Dumas se utiliza la propia armadura del siglo
XV pedida al Museo de Artillería, [128] el error es más acusado. En el
caso límite en que los propios actores librasen en el escenario una escena
real, entonces la veracidad de la escena sería ya insuperable; sin
embargo, es evidente que ya no estaremos ante un fenómeno
estrictamente teatral –evitando la acepción «ontológica» que concedo
más adelante–. En conclusión, la verdad del Teatro, considerada como
verosimilitud, es siempre una relación derivativa, más o menos apetecible
(el ansia de verdad de las directrices del Teatro, del Arte de Moscú,
Stavislawsky y Nemirowich, cuya divisa teatral era: pravda –verdad en los
decorados y en la actuación–, era en rigor un ansia de verosimilitud,
siempre relativa a una Sociedad determinada), pero nunca interna en sí
misma al escenario, en tanto que lo consideramos como realidad en sí
mismo y no como pintura de una Sociedad, relativamente a ésta.
Resumiendo esta discusión acerca del adjetivo veraz aplicado a la farsa
teatral, obtengo: Que sólo podemos llegar a concebir como farsa al Teatro
si efectivamente se da una «mención del escenario para sí mismo»: si
nosotros concibiéramos siempre al actor Hamlet como un símbolo, no
habría farsa o engaño; luego si lo hay es porque tomamos al actor
Hamlet como verdadero Hamlet. Pero esta «encarnación» de Hamlet, por
parte del actor, en tanto que es real y puede «ilusionar» al Espectador,
posee ya una verdad en sí misma, interna al escenario: entonces, si
queremos concebir al Teatro antes que como una «técnica de
autoengaño», puro ilusionismo psíquico, como algo más profundo,
verdadero, será preciso admitir que en el Teatro contemplamos antes lo
que de real en sí, y no de engañoso, tiene, y que es la «propia re-
presentación»; con ello, la veracidad del Teatro alcanza ya otro sentido
diferente: antes que ser la capacidad del actor para trasladarnos a
Hamlet, sustrayéndose a sí mismo, deberá concebirse como [129] la
capacidad del actor para presentarse a sí mismo identificado con Hamlet;
esquemáticamente, antes que hacerse él idéntico a Hamlet, es Hamlet
quien se hace idéntico a él. El aspecto de farsa que el Teatro siempre
envuelve sería necesario pero no originario y profundo, sino derivado de
un juego de perspectivas. Pero en esta hipótesis, el orden que guardan
los elementos del escenario debe también alterarse: ya no será lícito
considerar, v. gr., Actores y Escenografía en igual plano, cuanto a su
«veracidad»: lo verdadero es sólo el Actor; lo demás es sólo auxiliar de la
imaginación, e incluso puede ser simbólico (y el simbolismo puede
extenderse al propio actor: entonces ya el Teatro se convierte más en
narración, en juglaresco espectáculo).
Con esto llegamos ya a la Teoría formal del espectador teatral, que
corresponde a la Teoría formal del Teatro como un «estar-en-escena», un
re-presentar. En verdad, que si como esencia del Teatro habíamos
admitido el estar-en-escena, resulta de analítica evidencia que lo que el
espectador contempla en el Escenario no será sus contenidos plásticos o
un modo intencional mentado por él –tal como sostienen las «teorías
materiales»–, sino el propio estar-en-escena de los Actores.
Verdaderamente, sólo por presupuestos injustificados –el escenario
como conjunto de símbolos– podría empañarse la claridad de la
afirmación de que al estar-en-escena del Actor ha de corresponderle una
contemplación de ese estar-en-escena por parte del espectador.
Solamente cuando al estar-en-escena se le confiere un sentido simbólico,
entonces se hace dudoso que el espectador deba mirar el estar-en-escena
y no más bien lo que el estar-en-escena mentase. Pero si se deshace el
presupuesto sobre la naturaleza simbólica del escenario, la teoría formal
del espectador es evidente y analítica.
Según la teoría formal del Teatro, a la actitud del actor [130] –que se
describe con la expresión estar-en-escena– corresponde en el espectador
una contemplación de este mismo estar-en-escena: lo que el espectador
«busca» en el Escenario es el virtuosismo del comediante: hasta cierto
punto, la actitud del espectador teatral, en cuanto tal, es la del director
dramático: una actitud «técnica» –aunque sin el sentido técnico del
director de escena–. Así, cuando el espectador contempla el escenario, ve
al comediante antes que a Hamlet: Ve al comediante re-presentando el
papel de Hamlet. Reconozco que esta teoría puede parecer demasiado
forzada al aplicarla a la experiencia: pues para que fuese verificable,
parece que el espectador debería siempre observar una actitud reflexiva y
crítica ante la Escena, siendo así que más bien se deja llevar hacia el
mundo representado por los comediantes. Sin embargo, no puede menos
de reconocerse que el público posee una finísima sensibilidad para
apreciar cualquier error de interpretación; este error es para el
espectador de una significación mucho más grave que una errata en un
libro; la sensibilidad para el error demuestra que, de un modo
espontáneo, la actitud del espectador es crítica, en tanto que
constantemente está «midiendo» al actor con el Ideal que representa.
(Por ejemplo, cuando aplaude a los Actores.) Esto significa que el
espectador se halla en todo momento meditando no sólo los «papeles y
caracteres», sino la encarnación de los mismos en las tablas. Según la
Teoría formal, además, el objeto formal de la contemplación escénica es
precisamente esa encarnación a puesta-en-escena de los Caracteres o
Tipos dramáticos. Para que se entienda rectamente la Teoría formal que
estoy desarrollando, hay que tener presente que ella no defiende que el
estar-en-escena es el único y exclusivo contenido que el espectador contempla en
el Teatro. Antes bien, es necesario que el espectador vea también los demás
contenidos, tanto plásticos como intencionales [131] (en tanto que la
función simbólica resulta dialécticamente necesaria) y que todos juntos
constituyen la materia que ulteriormente se pone-en-escena; si ella
faltase, el estar-en-escena sería una forma vacía, sin contenido. Lo que
defiende, pues, eso sí, la Teoría formal, es que para que la contemplación
sea teatral, ha de ser preciso que la consideración del estar-en-escena sea
la que matiza a todos los demás. Y la que da origen a la función específica
del Teatro en la Sociedad, según trata de evidenciar este trabajo.
El Cine y el Teatro
De las ideas recién expuestas puede obtenerse un criterio para encontrar
la profunda razón de la distinción entre Cine y Teatro, cuyas relaciones
son toscamente conocidas por el público en general, pese a que es
vulgarísimo el afán de compararlas y proponer consecuencias, muchas
veces certeras, obtenidas de la comparación. Acaso la diferencia más
profunda entre Cine y Teatro, la que también posee un alcance
sociológico mayor, y la que, aunque suene a paradoja, permite
rigurosamente mostrar las profundas semejanzas entre Cine y Teatro, es
la que puede derivarse del distinto modo de mención intencional de las
imágenes del Escenario y de las imágenes de la Pantalla. Según la teoría
formal del Teatro, el espectador contempla la acción dramática toda como si
tuviese lugar en el escenario mismo; y ello supone que la acción misma está
ocurriendo en la propia escena, como lo demuestra la mímica de los
personajes; no en otro mundo simbólicamente mentado por ésta. J. J.
Engel ya había observado cómo el actor presenta en las tablas, como un
hic et nunc de nuevo vivido, lo recordado y el relato de lo ausente y ya
pasado. Como quiera que lo que efectivamente sucede en la escena es la
representación [132] de los actores, la voluntad de encarnar sus
Personajes –los Dramatis personae–, si existe una ilusión en el Teatro es
una ilusión metafísica en el sentido de que se trata de una ilusión brotada
del propio yo, que él mismo se ofrece a los demás como otro distinto a
quien representa. El escenario puede concebirse como un conjunto de
artificios que ayudan a la imaginación (y que pueden faltar); pero en sí
mismo, si él es símbolo, lo es sólo de la idea «espacio indeterminado»,
donde ciertos hombres pretenden realizar el experimento metafísico que
consiste en abandonar su personalidad para asumir la ajena. El elemento
esencial del Teatro es así el Actor, la persona que está-en-escena: el
elemento humano que representa; tal es lo real y auténtico del Teatro.
Todo lo demás es elemento subordinado (aunque inexcusable). El
Escenario, además, posee en sí mismo la capacidad de ser un lugar
espacial que plantea artificial y experimentalmente situaciones reales (en
el sentido behaviorista) para ciertas personas (los actores): en él, pues, la
metamorfosis de la persona es verdaderamente real y metafísica. El
Actor (el estar-en-escena) es lo esencial del Teatro; incluso cuando
leemos una obra dramática pensamos en situaciones escénicas. En el
Teatro radiofónico, seguimos hablando de «foros» y «proscenios» en
lugar de vivir las situaciones como en la novela. El Autor dramático es,
por paradójico que parezca, accidental en el Teatro. El público no lo
advierte, y para acogerlo, exige que se le presente como un Actor más,
saludando entre los demás actores. La «acción» tiene lugar siempre en el
Escenario porque la acción teatral es la representación de los Actores. Si los
telones representan Dinamarca, esto es una pura ayuda a la imaginación.
Lo esencial del Teatro es que Hamlet vive en el escenario mismo, gracias
al Actor; y así como el escenario era el símbolo indeterminado, abstracto,
del lugar de cualquier persona, así el Actor es el símbolo [133] de
cualquier persona, de la Persona indeterminada en general. Así, en el
Teatro veo al Actor a través de Hamlet, pero no a Hamlet a través del
Actor, como mero símbolo; lo que veo es al Actor en cuanto que se da en
Hamlet, y en el mismo lugar que se halla. Es como si Hamlet estuviese en
la propia escena encarnado en el Actor. Y esta encarnación es una
verdadera ilusión metafísica, no óptica, pues el propio Actor –como en el
Teatro clásico– puede anunciarnos lo que va a representar. Es lo esencial
del Teatro, es su verdad. Por eso, todo verismo teatral –que, en esencia,
sólo dispone de un mismo procedimiento: poner a la acción en el
escenario mismo (es el recurso de La Comedia Nueva de Tamayo; o el de
Pirandello, &c., cuando hace que del público actúen sobre los Actores,
para conseguir que éstos aparezcan no como símbolos, sino como reales
en sí)– es redundante: pues el verismo es la propia experiencia metafísica
que siempre se da en la Escena; todo lo demás –escenografía– no es, por
así decir, materia del verismo: puede ser accidental. Así, lo es también el
que la acción suceda en el escenario o fuera de él, o que los telones
representen castillos o se representen a sí mismos. En el Teatro, lo
esencial, que es la representación de los actores, siempre tiene lugar en el
Escenario.
Pero en el Cinematógrafo todo es distinto. Cierto que, desde el punto de
vista técnico de la edificación del film, también hay actores, puesta-en-
escena, «teatro». Pero consideremos la cuestión desde el espectador, que
a fin de cuentas posee la visión esencial, la visión de la obra acabada. Y
lo primero que debemos advertir es que la mención intencional del
Cinematógrafo jamás es la propia pantalla. Cuando contemplamos una
proyección cinematográfica, necesariamente pensamos en el mundo
intencional por ella representado. Aquí escenografía y Actores están ya
en el mismo plano significativo: todos son elementos de un [134] Mundo
objetivo con el que la Pantalla nos pone en comunicación: de aquí el
Naturalismo del Cinematógrafo. Pero este naturalismo no puede
considerarse como un simple avance en la misma dirección que el
Teatro, como un logro de verismo al cual la farsa jamás podría llegar. El
naturalismo del Cinematógrafo es de otro grado ontológico que el
naturalismo al que puede legítimamente aspirar el Teatro; acaso
pudieran diferenciarse diciendo que el uno consiste en una pura ilusión
óptica –una ilusión psicológica–, mientras que el otro consiste en una
ilusión metafísica –una voluntad de ser, aunque efímeramente, lo otro–.
La ilusión del cine opera en la retina; la del teatro en el yo más profundo.
El naturalismo del teatro se refiere al hecho metafísico mismo de ser
Actor, en cuanto es un ser real; todo lo demás puede ser simbólico,
artificial, «teatral». El naturalismo del Cine se refiere a la semejanza
fotográfica; por eso no se admite simbolismo y molesta en él lo «teatral».
Naturalmente, el cinematógrafo conserva muchos elementos teatrales, en
cuanto es fotografía de un Escenario, a saber, el del Estudio –pero no de
la Realidad–. Pero adviértase que el film de una representación teatral
sigue mentando algo distinto de la pantalla, que aquí es justamente un
escenario.
Sin embargo, todas estas diferencias entre el Cine y el Teatro pueden ser
borradas si nos elevamos al punto en el cual eso que es representado
intencionalmente por el Cine sea el propio estar-en-escena, como sucede
además generalmente; pues también en el Cine y justamente gracias al
modo formal de mentar fuera de la pantalla, contemplamos
principalmente actores –cuyas vidas son además conocidas por el
público–. Entonces el Cine es rigurosamente una fotografía del Teatro, es
un modo técnico de ver el Teatro; en el orden de las esencias, el Cine y el
Teatro sólo difieren en el Método de transmisión de las imágenes [135]
escénicas; la diferencia que existe entre oír a un orador directamente o
por un micrófono. Es cierto que el Cine tiene esenciales diferencias en el
«estar-en-escena»; pero éstas no significan nada en las Esencias; lo
importante es que también son actores que representan. Entonces el Cine
puede sustituir al Teatro como que es sustancialmente idéntico. El Cine,
como innovación en el Mundo teatral, no es algo más que lo que la
«Comedia Nueva» era para la antigua. Seguramente, al Cine le
corresponde en nuestra Sociedad una función de superior eficacia que al
Teatro. (Véase el profundo «artículo» de Correa Calderón: «Polémica del
Teatro y Cine». Escorial, Madrid 1949.)
Como conclusiones de interés práctico, advierto que la teoría formal del
Teatro introduce una ordenación entre los componentes teatrales en la
que se dan las siguientes relaciones esenciales:
1. Necesidad de Espectador y Actor, pero subordinación de aquél a éste
en cuanto a la contemplación teatral: el «protagonista» del Teatro es el
Actor. Esto no es incompatible con que sea el público quien, aplaudiendo
o silbando, «lleve la mano» al Autor que lo retrata.
2. Necesidad de Actores y Escenografía, pero subordinación de ésta a
aquéllos. El escenario no es un lugar adonde van a actuar los personajes:
sino unos personajes que se sirven del escenario para encarnar sus
papeles. Esto no excluye que sean necesarios, según tiempos y lugares,
técnicas de escenografía.
3. El Autor queda subordinado a los Actores. Hasta el punto que puede
afirmarse que el porvenir del Teatro depende más bien de los Actores
que del Autor.
La Ética desde la Izquierda

Gustavo Bueno

Planteamiento de la cuestión
Tesis I. La Ética es independiente de la Izquierda
§1. Sobre los fundamentos y los contenidos éticos y sobre la naturaleza de su
fuerza de obligar.
§2. En qué sentido la Ética es independiente de la Izquierda
1. Antítesis: la Ética depende de la Izquierda
2. Independencia de la Ética cuanto a los contenidos
3. Independencia de la Ética cuanto a los fundamentos
Tesis II. La Izquierda no es independiente de la Ética
§1. Un concepto funcional de Izquierda
§2. En qué sentido la Izquierda no es independiente de la Ética
1. Antítesis: la Izquierda es independiente de la Ética
2. Dependencia cuanto a los contenidos
3. Dependencia cuanto a los fundamentos
Tesis III. La izquierda se diferencia (y aún se bifurca) internamente según
los modos de dependencia de la Ética
§1. Sobre la diferenciación de la Izquierda en izquierdas
§2. Principio de una diferenciación de la Izquierda en función de la Ética
1. Antítesis: no cabe diferenciación interna de la Izquierda en función de la
Ética.
2. Diferenciación por los contenidos
3. Diferenciación por los fundamentos
Final

Planteamiento de la cuestión

na palabra metodológica al comienzo de mi conferencia. He elegido


como método de exposición de las tesis que debo proponer en
torno al tema titular la alternativa del enfrentamiento «con las cosas
mismas», tal como nos las presentan los fenómenos sociales, políticos,
religiosos del presente o del pretérito «pertinente»; he abandonado, por
tanto, la «alternativa doxográfico-crítica» habitual. No voy, pues, a
aproximarme al tema a través de la exposición de las últimas o las primeras
corrientes del pensamiento ético; quiero atenerme «a los hechos» (sin
olvidar que las opiniones de Wittgenstein o de Habermas, pongamos por
caso, serán ante todo, para nosotros, «hechos», pero «hechos ideológicos»).
2. Ahora bien, el enunciado titular que los organizadores de este Curso me
han propuesto y cuyo desarrollo he aceptado como un gran honor, sugiere
que las virtudes individuales (que la tradición aristotélica consideraba como
los contenidos mismos de la vida ética) y las orientaciones políticas, tal
como las que se representan en los conceptos de «Izquierda» o «Derecha»,
lejos de mantenerse sin conflictos, como cursos paralelos (es decir, sin
tocarse en ninguna parte), se intersectan, conflictivamente muchas veces, y
por varios puntos: los propios aristotélicos hablaron largamente de la virtud
de la prudencia, como prudencia política, no siempre bien armonizada con
la virtud de la justicia; por otro lado, un discípulo de Aristóteles,
Montesquieu, postuló que las diversas formas de gobierno, según su
naturaleza, debían mantener una relación interna con correspondientes y
diferentes «principios de acción» –es decir, con las virtudes («su naturaleza
es la que hace a cada gobierno ser tal; su principio el que le hace obrar»)–
tales como el honor, el temor, la moderación y la «virtud», por antonomasia.
Si, provisionalmente, consideramos a la Izquierda del lado de las
«repúblicas democráticas» (aunque la recíproca no pueda mantenerse
siempre) concluiríamos que la Izquierda, a través de la democracia, necesita
la virtud, y una virtud muy peculiar (distinta, y a veces opuesta, a la virtud
del honor, del temor, &c.). ¿Cual podría ser ésta virtud específica?
Montesquieu habla de la probidad. ¿No habría que pensar, sin embargo, en
otra virtud más específica? Algunos, con Genovessi, pensaron que la virtud
específica de la democracia sería la tolerancia. Más adelante tendremos que
volver sobre el asunto.
En cualquier caso, con lo que hemos dicho estamos reconociendo que la
ética «puede verse» desde una perspectiva distinta de la que cabría
considerar como propia de la Izquierda; es decir, estamos reconociendo que
la ética puede verse también desde las perspectivas de la «derecha» o del
«centro». Pues sólo así cobrará sentido hablar de la ética desde la Izquierda.
En el otro supuesto, el enunciado constituiría una redundancia o una
expresión vacía.
3. Por lo demás, el admitir que la ética pueda ser vista desde la Izquierda,
desde la Derecha o desde el Centro, no implica un postulado de invariancia
absoluta de la ética. Mucho menos implica un postulado de independencia
total de la ética como algo que hubiera que poner en un plano diferente de
aquel en el que se constituyen las perspectivas de Izquierda o de Derecha;
pues bastaría reconocer la necesidad alternativa (o disyuntiva) de estas
perspectivas para tener que admitir una cierta dependencia ligada a la
conexión «sinecoide» que la ética mantiene, sin duda, con la Izquierda, con
la Derecha o con el Centro. Pero, al mismo tiempo, si aquella ética «que se
ve desde la Izquierda» fuese algo totalmente distinto de la ética «que se ve
desde la Derecha», entonces no podríamos hablar siquiera de algo que «está
siendo visto» desde perspectivas diferentes. En este sentido, la ética debe
tener algún género de independencia respecto de las perspectivas desde las
cuales puede considerarse o utilizarse. Es esta una independencia acaso
relativa (o simplemente resultante de lo que permanece «invariante en las
transformaciones» que nos llevan de la Izquierda a la Derecha, o a la
inversa, pasando o no por el Centro), la que se nos hace patente en
observaciones populares similares a la siguiente: «El hambre no es ni
monárquica ni republicana»; y está en el fondo de la crítica a
comportamientos en función de principios fanáticos, como aquel que
Voltaire nos describe en su Cándido referido a la esposa de un pastor
calvinista: cuando Cándido llama a su puerta pidiendo pan se asoma la
esposa del pastor y le pregunta, «–¿Creéis que el Papa es el Anticristo?; –Yo
no creo ahora en nada más sino en que tengo hambre». El dar pan al
hambriento se nos presenta, en efecto, como un deber ético, tanto desde la
Izquierda deísta, como desde la Derecha calvinista.
Pero el postulado de independencia (sinecoide) de la ética respecto de la
Izquierda, ¿implica el postulado recíproco? No, porque las relaciones entre
los términos no son, ni tendrían por qué ser, simétricas. La Izquierda no es
independiente de la ética, al menos en el mismo sentido en el que la ética
puede considerarse independiente de la Izquierda.
4. ¿Y cómo determinar estas relaciones? Podríamos proceder, ante todo,
ateniéndonos a los métodos positivos de la Historia filológica o de la
Sociología. Ello nos llevaría a renunciar a comenzar a hablar (y acaso hablar
también después) de las implicaciones que, en general, puedan establecerse
entre Ética e Izquierda, a fin de circunscribirnos a campos mejor delimitados
que permitieran la aplicación de los métodos empírico-positivos. Por
ejemplo: «La Ética, vista desde la Izquierda en la España republicana: 1873-
74 y 1931-39». Estudiaríamos, desde el punto de vista émico, lo que se
entendía por Ética y por Izquierda –si es que existían los significados, aún
con otros significantes, en la época de la Primera República–; analizaríamos
las ideas constituidas sobre el particular a través de los Diarios de Sesiones
del Congreso de los Diputados, de los libros de texto o de las teorías de los
filósofos, &c. También sería posible, desde luego, un estudio ético (etic, en el
sentido de Pike) del mismo asunto, si bien éste ya nos comprometería con
ideas constituyentes, muy poco neutrales respecto de la Izquierda o de la
Derecha; pues el punto de vista etic implica en estos casos un cierto grado
de partidismo vinculado ya al mero significado sistemático de los términos.
Un partidismo que no excluye la consideración de la otra parte, pero sí su
consideración crítica o polémica.
5. Ahora bien, el enunciado titular nos invita a referirnos al análisis de las
relaciones de la Ética y la Izquierda, en general, o, si se quiere, en el presente
práctico (comprometido, partidista); invitación que no implica autorización
para poder desentendernos de las realidades empíricas recogidas en la
perspectiva emic (o, de otro modo, fenomenológicamente). En cualquier
caso parece evidente que para analizar el «postulado de independencia
relativa» de la Ética respecto de la Izquierda, tendremos forzosamente que
presuponer una cierta idea acerca de esta Izquierda, y para analizar el
«postulado de dependencia» de la Izquierda respecto de la Ética tendremos
que presuponer una idea de ética suficientemente precisa.
Estos presupuestos, que se concatenan en círculo, descartan, entre otras
cosas, la posibilidad de ajustar nuestra exposición al método axiomático.
Más adecuado se nos presenta el recurso al método dialéctico, en el cual los
axiomas (exentos y significativos por sí mismos, en cuanto se suponen
mutuamente independientes) son sustituidos por tesis (que cobran sentido
por relación a las antítesis correspondientes).
Organizaremos, en consecuencia, la materia de nuestra exposición en torno
a tres tesis, la primera de las cuales tratará de presentar las razones por las
cuales puede afirmarse que la ética es independiente de la Izquierda, así
como determinar el alcance de esta independencia; la segunda tesis girará
en torno a la dependencia que la Izquierda mantiene respecto de la Ética; y
la tercera tesis, por fin, propondrá las diferencias internas en la propia idea
de la Izquierda, en tanto que puedan ser determinadas en función
precisamente de sus diferencias en el modo de entender la ética.
Tesis I
La Ética es independiente de la Izquierda
§1. Sobre los fundamentos de la Ética, sobre sus contenidos normativos y
sobre la fuerza de obligar de sus normas.
1. Conviene comenzar advirtiendo un hecho cuya formulación resultará
seguramente para todos muy enojosa: que cuando la gente apela, en la vida
política, a la ética («lo que se necesita, para la democracia, es más ética»), no
sabe muy bien lo que quiere decir, políticamente hablando. Seguramente
quiere decirse que lo que se necesita es que los policías o los jueces sean
amables, que los funcionarios no sean prevaricadores, que todo el mundo
sea honrado y que «se de a cada uno lo suyo». Pero todas estas virtudes
también pueden pedirse en las sociedades esclavistas, o incluso en las
dictaduras fascistas. Y en ellas, cuanto más honrados fueran los hombres (por
ejemplo, cuando, en una sociedad esclavista, todos siguieran la máxima de
Ulpiano, suum cuique tribuere), más contribuirían a consolidar el esclavismo,
es decir, la definición político-jurídica de lo que es mío, de lo que es suyo o
tuyo.
2. Esto nos lleva a la necesidad de diferenciar, cuando nos referimos a la
ética, el plano de los fundamentos, y el plano de los contenidos (constituidos
principalmente por normas que no son jurídicas, ni tampoco morales).
Puede probarse aquella necesidad a partir de la consideración de la
posibilidad de que un mismo contenido ético esté fundamentado en principios
distintos y aun mutuamente incompatibles (prescindimos aquí de la
posibilidad de que un mismo fundamento, al componerse con otros, dé
lugar a normas diferentes). La norma ética que me prohíbe matar a otro,
puede parecer fundamentada en un único principio, a saber, el que nos
presenta al otro como hermano («no matarás a tu hermano»); sin embargo,
tras esta fórmula, aparentemente sencilla y común, se esconden
fundamentaciones muy distintas, puesto que «hermano» puede entenderse
en el sentido positivo de la institución de la familia, o bien en el sentido
metafórico zoológico de la familia como «género humano», o incluso en el
sentido teológico de la «familia de hermanos» constituida por los hijos de
Dios (y aquí habrá que determinar si se trata del Dios cristiano, de Yahvé o
de Oñancopón). La norma ética permisiva del aborto libre a noventa días
puede estar fundamentada en «el derecho de la mujer en cuanto tal a
disponer de su cuerpo», o bien, en la obligación que la mujer tiene, en
cuanto ciudadana, de cooperar al control de la natalidad. Por último, la
norma preceptiva de cuidar de la salud propia puede fundarse en nuestra
condición de miembros de un grupo social que nos necesita (y al que no
debemos ser gravosos) o bien en nuestra condición de criaturas de un Dios
con quien debemos cooperar en la obra de la Creación.
3. La diferenciación entre las fundamentaciones de los contenidos y los
contenidos éticos fundamentados (de sus normas preceptivas, permisivas o
prohibitivas) –una diferenciación paralela a la que media entre la
fundamentación de las normas jurídicas y las propias normas (entre la parte
justificativa o preambular y la parte dispositiva)– suscita la cuestión, de
naturaleza lógica, relativa a la conexión que hay que establecer entre
fundamentos y entre contenidos; una cuestión de la que no podemos
inhibirnos en el desarrollo de nuestra tesis. Podríamos distinguir dos tipos
de respuestas, que llamaremos unidireccionales (o inferenciales) y
coimplicativas.
Las respuestas unidireccionales, o bien siguen el sentido del progressus (de
los fundamentos a los contenidos) o bien el del regressus (de los contenidos a
los fundamentos). En el primer caso los fundamentos figurarían como
principios y los contenidos como conclusiones (que es el punto de vista
implícito en la teoría del silogismo práctico). Aquí, por tanto, los contenidos
se suponen dependientes de los fundamentos; sin estos fundamentos, todo
pierde su valor. Podría aplicarse al caso la regla que Platón da en el Menón
para las verdades especulativas: «Las proposiciones verdaderas son muy
bellas pero nada valen si no se vinculan a sus fundamentos».
En el segundo caso los contenidos se suponen dados «intuitivamente». Ellos
son lo valioso, los únicos puntos de partida, a la manera como los colores
son primeros respecto de las explicaciones que de ellos puedan ofrecernos
los físicos, a través de las frecuencias o de las longitudes de onda. Primero
los contenidos, y después los fundamentos. Primero los hechos y después
las teorías. Aquéllos se supondrán apodícticos, invariables; éstas
problemáticas: es lo que pensaba Epicuro. Lo importante es el «hecho»:
«Más vale sentir la compunción que saber definirla», decía Kempis; «La
libertad es un hecho, no una teoría», decía Boutroux; o Wittgenstein: «No
penséis, ¡mirad!». Muchas veces se ha dicho que la «crisis de fundamentos»
de las Matemáticas, en los comienzos de nuestro siglo, afectó muy poco a
sus teoremas.
Las respuestas coimplicativas suponen el reconocimiento de una
implicación recíproca en virtud de la cual los contenidos y los fundamentos
no pueden ser propiamente separados.
Daremos aquí por supuesta la irrelevancia de las alternativas
unidireccionales. Ellas nos meten en un pozo del que no es posible salir
cuando se siguen sus instrucciones. Y, por otra parte, sería muy difícil
defender la tesis según la cual un contenido o norma ética aislada sólo cobra
su sentido al subsumirla en un fundamento. No es necesario, sin embargo,
mantenerse en esta línea para poder llegar a comprender la conexión entre
los contenidos y sus fundamentos. Es posible alcanzar esta comprensión sin
comprometerse a establecer una relación inmediata entre un contenido y su
fundamento. La razón es que ningún contenido de la ética o de la moral se
da aislado; ni siquiera un bonum honestum puede considerarse como si
estuviese exento, refulgiendo solitario ante la conciencia: está siempre
codeterminado o concatenado con algún otro «bien honesto», así como con
otros «contenidos malignos». Y es a propósito de esta concatenación de los
contenidos éticos, mediante la cual unos bienes codeterminan a los otros y a
los males, como se hace precisa la consideración de los fundamentos y de los
criterios. En este sentido diremos que los fundamentos no pueden
considerarse enteramente extrínsecos a los contenidos, puesto que son, de
algún modo, internos (aun diaméricamente) a ellos. Por tanto, no es
concebible una «conciencia ética» que pudiese decidir atraída
intuitivamente por la fascinación de un bien honesto puntual, como
tampoco es concebible una «conciencia lingüística» que no tenga intercalado
un metalenguaje gramatical mínimo. La «conciencia moral» de los hombres
implica, por consiguiente, una filosofía mundana práctica así como,
recíprocamente, la filosofía mundana, en cuanto «legisladora de la razón»,
tiene como núcleo principal la conciencia moral.
Los fundamentos, en resolución, no serían extrínsecos a las normas y, por
tanto, simple materia de la ocupación académica, puesto que pueden
considerarse como implicados en las mismas normas en el momento en que
éstas se organizan según sistemas que no son necesariamente idénticos a
otros sistemas alternativos. De este modo concluiremos que la filosofía
moral, en su forma mundana, es un momento más de la conciencia moral, y
que quien actúa por intuiciones, aunque sean certeras, no puede ser
considerado como un sujeto ético, sino como un sujeto psicológico o
etológico: el sentido de la acción moral o ética, en cuanto tal, no se agota en
su cumplimiento sino en el «sistema disposicional» en el cual ese
cumplimiento debe estar insertado. Reanalizando los ejemplos precedentes:
la norma prohibitiva «no matarás» cambia enteramente de significado ético
si se fundamenta en la raza («nada de lo humano me es ajeno, pero los
individuos de las otras razas me son ajenos, no son hermanos míos, porque
no son hombres») o en el género humano (con lo que sería lícito matar a un
antropoide) o en los seres vivientes (en cuyo caso no sería ético matar a un
animal); y esa norma debe ir concatenada con la justificación de la acción de
matar a otro en legítima defensa, o con la justificación de la acción de matar
eutanásicamente al enfermo terminal, &c. La conciencia ética de quien no
dispone de un sistema capaz de coordinar todas estas situaciones a las que
nos enfrenta la norma del no matar es sin duda muy precaria. En cuanto a la
norma permisiva del aborto libre: es evidente que esta norma cambia
totalmente su sentido ético si se fundamenta en el «derecho de la mujer
como propietaria de su cuerpo a disponer de lo que en él se encierra» –pues
este derecho debiera también permitirle venderlo como cuerpo esclavo– o
cuando se fundamenta en la condición, aún no personal, del embrión,
porque entonces habría que preguntar: «¿porqué a los noventa y un días el
embrión se transforma en persona?». Otra cuestión es la de si toda norma
debe tener un fundamento o si acaso hay normas que no tienen ningún
fundamento, puesto que ellas se apoyan, más que en los principios, en las
consecuencias que de ellas pudieran derivarse (en cuyo caso las
consecuencias vienen a desempeñar el papel de principios o, al menos, han
de estar relacionadas con los principios de modo apagógico), o si se
autofundamentan (es decir, si no necesitan más fundamentos que su propia
supuesta exenta normatividad).
4. Los fundamentos que aquí buscamos tienden a diferenciar los contenidos
éticos, los morales y los jurídicos; diferenciación que toma en ocasiones la
forma de una diferenciación del signo normativo mismo que las diversas
fundamentaciones confieren a un mismo contenido práctico. La
«insumisión» (en el contexto de la objeción de conciencia al servicio de
armas) puede estar apoyada en fundamentos éticos, y, a la vez, puede estar
impugnada desde fundamentos morales, o bien, por último, regulada por
una ley que se impone coactivamente «desde fuera» y que, en cierto modo,
«resuelve» o «zanja» los conflictos que puedan surgir entre la «ética» y la
«moral».
Podría decirse que los deberes son, sobre todo, de naturaleza ética, mientras
que las obligaciones tienen, principalmente, un carácter moral. Las normas
jurídicas presupondrían, de algún modo, tanto los deberes como las
obligaciones características en un grupo social dado, así como sus conflictos,
y se orientarían en el sentido de la conciliación práctica y externa de los
conflictos, aunque no se agoten en esa función.
La diferenciación entre la ética y la moral, según esto, deriva de los mismos
contenidos normativos y de sus fundamentos correspondientes. Pero no en
el sentido de que la moral deba entenderse (como es hoy frecuente, desde la
perspectiva de la filosofía analítica) como un «conjunto de contenidos
normativos dados» y la ética como la reflexión académica sobre los
fundamentos (principalmente) de esos contenidos. Rechazamos
enérgicamente una distinción semejante entre ética y moral que, pese a su
naturaleza totalmente gratuita, desde el punto de vista de la tradición (por
ejemplo, la que opone a los estoicos y a los epicúreos{2}) y de las cosas
mismas, ha ido cristalizando entre los «profesores» de filosofía moral o ética
afines a esa llamada «corriente analítica» que tiende a ver la ética como la
«teoría filosófica de la moral»; visión que implica, de algún modo, una
disociación sustantivada de los «fundamentos teóricos» y de los «contenidos
normativos» (una «ética sin metafísica» en el sentido de Günther Patzig),
análoga a la disociación que el positivismo establece entre las «teorías» y los
«hechos». Semejante distinción, aparte de gratuita, envuelve una gran
confusión de conceptos, por ejemplo, entre la ética y la metaética, en el
sentido de A. Albert; supone una teoría intuicionista de la moral y además
una ideología gremialista orientada a fijar el lugar que pueda corresponder
al cuerpo de profesores de filosofía moral, y la determinación autocrítica de
sus límites.
La distinción que venimos utilizando entre ética y moral se apoya no tanto
en la diversidad de fundamentos, o de relaciones entre fundamentos y
contenidos, cuanto en la diversidad de contenidos de la acción práctica,
cualesquiera que sean los fundamentos que damos a esos contenidos. Por lo
demás, nuestro concepto de ética no quiere ser nominal-estipulativo;
pretende fundarse en una predefinición, que tiene que ver con el uso del
término «ética» que hace quienquiera que trata del asunto. ética y moral, en
efecto, son nombres que designan las normas y sus fundamentos que
orientan de modo sui generis (a saber, en orden a preservar la existencia de
los sujetos humanos, y yo entre ellos, en cuanto son sujetos prácticos,
actuantes) las acciones de los sujetos operatorios humanos en el momento
de poner en ejecución sus planes o sus programas, es decir, los proyectos
que incluyen un trato con las personas o con las cosas que forman parte de
su mundo entorno.
Ahora bien, las multiplicidades constituidas por estos sujetos humanos
operatorios, en tanto no se dan jamás en estado solitario, han de poder ser
analizados desde la perspectiva correspondiente a las dos dimensiones
lógico materiales propias de cualquier totalidad, a saber, la dimensión
distributiva y la dimensión atributiva. Esta distinción es dual, es decir, no
cabe una mera yuxtaposición de ambas perspectivas, puesto que siempre
desde una de ellas ha de contemplarse la otra. En función de esta distinción
entre las dos perspectivas conjugadas, definiremos la ética en el contexto de
los deberes del «sujeto distributivo» orientados a la preservación o
reproducción de la individualidad corpórea operatoria (y no sólo de la
propia) en cuanto tal, asignando, como campo de la moral, el de las
obligaciones que afectan al individuo en cuanto parte atributiva de un
grupo humano constituido (banda, familia, nación, partido político, clase
social) al cual pertenece. Por ello tanto las normas éticas como las morales
presuponen ya un notable desarrollo de la inteligencia (por ejemplo, un
desarrollo de conceptos abstractos tales como el de «individuo» en tanto que
es un invariante de diferentes contextos sociales). El significado etimológico
y la historia semántica de los términos ética y moral justifican esta asignación
de sentidos: ethos alude al comportamiento de los individuos según su
propio carácter (esta raíz se conserva incluso en el término más reciente
«etología»; en realidad ethos es una transcripción de dos términos griegos
diferentes –«con epsilon» y «con eta»–{3}); mos, moris alude a las
«costumbres» que regulan los comportamientos de los individuos en cuanto
miembros de un colectivo social, dotado de lenguaje articulado.
El fundamento trascendental atribuido a la ética permite fijar el sistema de
sus deberes: la fortaleza sería la principal virtud ética, en tanto va orientada a
la preservación de la existencia propia; acogiéndonos a la terminología de
Espinosa diríamos que la fortaleza (o «fuerza del alma») se manifiesta como
firmeza cuando la acción o el deseo de cada individuo se esfuerza por
conservar su ser y se manifiesta como generosidad en el momento en el cual
cada individuo se esfuerza en ayudar a los demás.
El fundamento trascendental atribuido a la moral permite establecer los
diferentes estratos y jerarquías de las obligaciones morales (familiares,
políticas, militares, &c.).
El mal ético por excelencia es el asesinato; también son males éticos de
primer orden la traición, la doblez, la mentira o, simplemente, la falta de
amistad (de generosidad). Las normas éticas, por ello, entran con frecuencia
en conflicto con las normas morales que obligan muchas veces a mentir, a
engañar o incluso a matar. La dialéctica que Kant encontraba, en términos
de contradicción, entre las leyes morales y las leyes naturales –entre los
estoicos, «para quienes la felicidad es la virtud», y los epicúreos, «para
quienes la virtud es la felicidad»– tendría que ser reinterpretada como una
dialéctica entre las normas éticas y las normas morales. Pero, para coordinar
la distinción propuesta con las escuelas tradicionales, citadas por Kant,
habría que decir que la perspectiva del epicureismo fue predominantemente
ética, mientras que la perspectiva del estoicismo habría sido
preferentemente moral y política. La ética se manifiesta sobre todo en la
medicina; cabría decir que la medicina es una profesión predominantemente
ética. De hecho Epicuro definió la ética como la therapeia tes psyches,
medicina del alma (y para Epicuro valdría, como para Espinosa, la
equivalencia: anima sive corpus).
Las normas éticas tienen un campo virtual de radio, en principio, mucho
más amplio (extensionalmente hablando) que las normas morales, puesto
que «atraviesan» las barreras de clanes, naciones, partidos políticos y aun
clases sociales; su horizonte es «la Humanidad», puesto que el individuo
humano corpóreo es la figura más universal del campo antropológico. De
hecho, los llamados «Derechos humanos», podrían verse principalmente
(salvo el punto 3 del artículo 16, que se refiere a la familia) como un
reconocimiento y una garantía de las normas éticas en la medida en que ellas
estén amenazadas por normas morales. Sin embargo, sería excesivo afirmar,
como única alternativa posible, que las normas éticas (al menos por su
estructura, o cuanto a su validez) son anteriores y, por decirlo así, a priori en
cuanto derivadas de la misma condición específica (en el sentido
mendeliano) de la «especie humana»; cabe también suponer que los límites
de esta especie (tanto filogenéticos como ontogenéticos) no están dados de
antemano, sino que van estableciéndose, consolidándose y ampliándose
dialéctica e históricamente y precisamente a través de las normas morales,
en tanto normas conjugadas con las normas éticas. En efecto, las normas
éticas sólo pueden abrirse camino en el seno de las normas morales (de la
familia, del clan, de la nación) y únicamente de este modo se configuran los
contenidos morales e históricos de la idea de hombre, como ser moral, que
suelen tomarse como fundamento de la ética, según el famoso lema,
procedente de Terencio: homo sum et nihil humani a me alienum puto (también
es verdad que Terencio utilizó su lema en un contexto de dudoso valor
ético, puesto que, al invocarlo, lo que hacía Menedemo era comprometer la
«privacidad» de Chremes). Porque lo humano presupone al hombre y, por
tanto, bastaría que alguien considerase «ajeno» a determinado sujeto o
norma para que, en virtud del mismo principio, ya no tuviera por qué
considerarlo como humano.
5. Además de las normas (o contenidos) y de los fundamentos, tenemos que
tener en cuenta el concepto de fuerza de obligar o impulso capaz de conferir
su vigencia a la misma norma. La determinación de la fuerza de obligar o
impulso, que confiere significado a una norma ética, tiene que ver ya con la
fundamentación de esa norma, pero teniendo en cuenta que la
fundamentación, como fundamentación del impulso, no agota la cuestión de
la fundamentación de la norma en el contexto de las demás. Las tesis
generales que presupondremos aquí a propósito de la fundamentación de la
fuerza de obligar de las normas son las siguientes:
(a) El impulso de las normas éticas es de índole etológico-psicológica y tiene,
por decirlo así, una naturaleza hormonal. Esto significa que el impulso ético
puede considerarse, hasta cierto punto, controlado por la educación o el
adiestramiento de los individuos, que, también hasta cierto punto, es
independiente de los contenidos. Es el individuo quien habrá de asimilar (a
veces se dice: «interiorizar») la norma ética, de suerte que ésta se identifique
con su propia voluntad individual práctica.
(b) El impulso de las normas morales procede, no tanto del individuo,
cuanto del control o presión social a través del código deontológico o de las
normas morales del grupo.
(c) El impulso de las normas jurídicas tiene la naturaleza coactiva propia del
Estado.
Estos tres tipos de impulsos han de suponerse dados conjuntamente, dentro
de una compleja dialéctica; por ejemplo, a veces, las normas morales
prevalecen sobre las legales (un escándalo «privado» –la revelación de las
relaciones de un político con su amante– puede en Inglaterra o en Estados
Unidos derribar a un gobierno); y la presión de la norma moral puede ser
más fuerte que el impulso ético (un grupo terrorista asesinará a un
individuo inocente, incluso a un familiar suyo, en nombre de la «causa» del
grupo).
La conclusión principal que quisiéramos sacar de las ideas que preceden
sería ésta: que la palanca de la conducta ética es principalmente la
educación, pues sólo mediante la educación puede un individuo («instintos»
aparte) identificarse con sus normas éticas. De aquí la paradoja de que la
ética suela necesitar la contribución de una coacción legal emanada de una
Ley de educación. Pues la fuerza de obligar asociada a la norma equivale a
la energía cinética (o térmica) capaz de acelerar a las partículas de un
sistema en estado inercial; los contenidos equivalen a las partículas o a las
disposiciones de las máquinas y el fundamento a su composición con otras.
Cuando un miembro de la «clase política» hace apelación a la ética «para
que la democracia funcione» es porque confunde, por vía idealista, el
contenido de las normas con su fuerza de obligar, es decir, con el impulso
que las vivifica. Este impulso se canaliza a través del aprendizaje, que tiene
lugar en los grupos primarios y también en la escuela; sin embargo, cabe
observar en nuestros días un fuerte recelo hacia lo que se llama
«adoctrinamiento» ético, y aquí otra vez se confunden los contenidos con su
fuerza de obligar. Porque el adoctrinamiento se refiere a los contenidos, al
juicio ético, pero la instauración del impulso (o la aplicación de otros
impulsos dados a la norma) tiene lugar por otros caminos y debe suponerse
ya establecida. El desconocimiento de la naturaleza etológica de la «fuerza
de obligar» puede conducir al necesario descuido de su «reforzamiento», en
nombre de una metafísica y espiritualista «conciencia subjetiva» (aquella
que aparece en la «objeción de conciencia»). Por otra parte, cuando alguien
denuncia la inutilidad de los códigos deontológicos de los grupos
profesionales (de médicos, de periodistas o escritores, en cuanto se oponen a
los editores) o los tacha de ser meras «declaraciones de principio», es porque
echa de menos su fuerza de obligar (al advertir la debilidad del impulso
ético de sus normas) y porque no advierte que su fuerza de obligar ha de
tomarla del grupo o colegio profesional que la suscriba, y no de la norma
misma.
§2. En qué sentido la ética es independiente de la Izquierda
1. Antítesis: la ética depende de la Izquierda
Comenzaremos construyendo la antítesis, en su forma más radical, de
nuestra tesis primera: «La ética depende de la Izquierda; fuera de la
Izquierda no hay ética (a lo sumo, sólo existe la moral)».
Cabría decir que es en el contexto de esta antítesis (que ha alcanzado cierta
presencia en algunos «profesores/as de ética», afectos a la socialdemocracia)
en donde alcanza un cierto significado una observación según la cual habría
una tendencia de la izquierda a preferir el uso del término «ética» respecto
del término «moral», que sería considerado como término de elección de la
derecha.
El sentido más radical de la antítesis viene a decir que la ética es, por sí
misma, izquierda. El paralelo, en Estética, de esta proposición radical
podríamos encontrarlo en una opinión de Sartre, en tiempos muy celebrada:
«Es imposible una buena literatura de derechas». Una novela que describa
episodios de la vida burguesa o proletaria, desde un punto de vista
derechista, ha de ser una obra estéticamente deleznable.
La antítesis podría referirse a una cierta interpretación de los postulados
kantianos; al menos algunos marxistas neokantianos (por ejemplo
Vorländer) entendieron la ética como una característica de la Izquierda.
Pues la ética supone autonomía «frente a heteronomía», que tendría una
estirpe religiosa; pero la ética, dada su condición laica, nos pondría en la
línea de la Izquierda. Una ética que no fuera de izquierdas no sería
propiamente ética. Podríamos argumentar la antítesis, también, a partir de
la consideración de la génesis del Código de los Derechos humanos, en la
medida en que convengamos que sus contenidos son predominantemente
éticos; pues este Código, al menos históricamente, ha sustituido a los
«Derechos cristianos»; y ha permitido a la izquierda disponer de un código
alternativo al código tradicionalmente invocado por la «derecha cristiana»
(de hecho la Declaración de los Derechos del Hombre fue ya condenada por el
papa Pío VI, en su Breve de 1791).
Nos limitaremos a enunciar las siguientes observaciones críticas respecto de
la antítesis.
Ante todo, la antítesis obligaría a subordinar la Izquierda a la ética, lo que
implicaría tener que desviar el concepto de Izquierda, que es político, hacia
contextos en sí mismos no políticos. O incluso, apolíticos, en el sentido,
sobre todo, del anarquismo.
La antítesis, en todo caso, se refiere a la fundamentación de la ética, desde
una perspectiva de Izquierda, más que a la determinación de sus
contenidos. También la Derecha tiene normas éticas, con una amplia franja
de intersección con las normas de la Izquierda.
Concluimos: la ética no es, en principio, una idea que pueda atribuirse a la
Izquierda, en sentido absoluto, y menos aún excluyente. Queda abierta la
cuestión sobre si existen, al menos, algunos contenidos éticos que no sean
independientes de la Izquierda, sino patrimonio de ella. Las normas
relativas al aborto, a la eutanasia, al suicidio, a la objeción de conciencia, ¿no
han sido muchas veces reivindicadas como normas éticas características de
la Izquierda? El análisis de estas circunstancias nos conducirá al
planteamiento de la propia crítica de los contenidos que muchas veces se
confunden con la crítica a los fundamentos desde el punto de vista de la
Izquierda o de la Derecha.
2. Independencia de la ética respecto de la Izquierda en cuanto a los
contenidos o normas éticas
No postulamos una independencia de modo absoluto, pues en ética no cabe
decir, como en Geometría, lo que Euclides dijo a Tolomeo: «No hay caminos
reales para aprender Geometría». Aunque hubiera algunos contenidos éticos
«de izquierda», hay otros que son comunes con la derecha o con el centro.
Esto nos obligará a reconocer que no cabe poner a la ética, como a la
Geometría, en un lugar enteramente neutral respecto de la Izquierda, de la
Derecha o del Centro. Bastaría que hubiese algún contenido común para
poder concluir la inconveniencia de establecer una dicotomía terminante
entre una ética de la Izquierda y una ética de la Derecha.
Existen, no ya contenidos, sino unos mismos contenidos éticos que son
independientes de la diferenciación entre izquierdas y derechas, y, si no
previos a ella, sí invariantes o reconocidos por todos. No es tan fácil
defender si estos contenidos éticos previos (históricamente conquistados,
como pueda serlo el habeas corpus) son independientes de toda moral o de
toda política. La ética del buen salvaje es una mera fantasía. Y con ello, no
queremos decir que la civilización sea el principio de la ética (es difícil dejar
de sonreír ante quienes hablan de una «derecha civilizada», en el sentido
pacifista, olvidando que es la civilización el escenario en el que se
desencadenan los mecanismos que más directamente atacan a los valores
éticos, a saber, las guerras en su más pleno sentido, la sedición o los
crímenes de Estado).
3. Independencia de la ética respecto de la Izquierda en relación con los
fundamentos
La independencia de la ética puede probarse simplemente teniendo en
cuenta que hay fundamentos «desde la derecha» de muchas normas éticas,
no de todas, que son comunes con las normas de la izquierda. Desde una
«fundamentación de derechas», se justifican contenidos muy similares –por
ejemplo, «no hacer daño gratuito a los otros», «ayudarles en su carrera»,...–
a los que pueden ser fundamentados desde la izquierda; por consiguiente la
fundamentación de los valores éticos no tiene por qué considerarse como
exclusiva de la Izquierda. Además, muchas veces ni siquiera cabe hablar de
fundamentos efectivos de algunos valores éticos propugnados por la
izquierda: para volver al ejemplo anterior, la «norma izquierdista» del
aborto a noventa días no tiene en realidad ningún fundamento racional, sino
meramente pragmático.
Tesis II La Izquierda no es independiente de la ética
§1. Un concepto funcional de Izquierda
1. Comenzaremos con una consideración destinada a subrayar la
importancia que debemos conceder a la elección del «formato lógico» en el
momento de definir un concepto mínimamente riguroso de «Izquierda».
Suponemos que todo concepto se configura según un determinado formato
lógico; sólo que, a veces, este formato aparece simplemente determinado por
los materiales constitutivos de la definición y otras veces esto no ocurre en
virtud de la complejidad del concepto o de la indeterminación respecto de la
forma posible de composición de los materiales. Este es el caso del concepto
de Izquierda. él depende, más que otros, del formato según el cual sean
concatenados los materiales denotados en la predefinición.
Cabe observar que, de hecho, y como de pasada (por no decir de modo
«inconsciente», desde un punto de vista lógico sistemático), quienes se
disponen a definir el concepto de izquierda comienzan, en general,
apelando a alguna forma lógica para, mediante ella, tratar de justificar la
definición que ofrecen referida a un definiendum denotativamente
presupuesto. Así, algunos comienzan subrayando (como si no lo
supiéramos) el carácter «relativo» de los conceptos de Izquierda y Derecha,
refiriéndose además al sentido topográfico de tales términos; pero con esto
no se sabe muy bien si se quiere subrayar que las ideas de Izquierda y
Derecha no tienen un contenido intrínseco, sino que son meramente
posicionales (algo así como las manos enantiomorfas, derecha e izquierda,
que flotan en el espacio vacío), o bien si, teniéndolo, mantienen alguna
relación correlativa que queda, por cierto, indeterminada. Algunos
comienzan subrayando la ambigüedad o el «carácter difuso» de la
«dicotomía» constituida por el par de conceptos Izquierda/Derecha. Este
introito podría ser interpretado como un trámite galeato, orientado a
justificar, mediante la apelación al formato de los «conceptos difusos» de
Zadeh, la borrosidad del concepto propuesto de Izquierda o de Derecha, en
tanto sus límites no han quedado establecidos de modo muy nítido (la
«extrema Derecha» puede estar a gran distancia de la «extrema Izquierda»;
pero el «centro Derecha» y el «centro Izquierda» se aproximan muchas
veces hasta confundirse en la práctica concreta de una votación
presupuestaria o de un reglamento). ¿Acaso la atribución al concepto de
Izquierda (o de Derecha) del formato de los conceptos borrosos tiene más
efectos que el de «justificar» la renuncia a llegar a definiciones precisas,
contentándose con la ambigüedad de las denotaciones históricas o sociales?
Además, esa «indefinición de fronteras» entre las denotaciones de los
términos, acaso quedaría mejor recogida acogiéndose al formato por el cual
se definen los términos contrarios. Con frecuencia, por cierto, se comienza
subrayando que Izquierda y Derecha son conceptos opuestos; se habla de
una dicotomía entre ellos, incorrectamente, porque la dicotomía implica
oposición contradictoria, que es la que no admite grados o posiciones
intermedias. Además la Derecha y la Izquierda ni siquiera forman una
disyuntiva, puesto que hay posiciones que no son propiamente ni de
derechas ni de izquierdas. Por ejemplo, la tribu de los aruntas –tal como
existe en el «presente etnológico»– no parece un espacio capaz de contener
la diferencia entre una Izquierda y una Derecha en sentido político. Y los
movimientos chiítas, ¿son de izquierdas o son de derechas, o más bien están
más allá de esta oposición? Si la oposición fuese de contrariedad, Izquierda
y Derecha no se opondrían como se opone lo negativo y lo positivo (a pesar
de la tendencia que se observa en nuestros días, en la clase política, a
simplificar, por una especie de pereza mental, todo tipo de oposiciones en
términos de la oposición «positivo» y «negativo») sino como se opone lo frío
a lo caliente. Sin embargo, el formato que la mayor parte de las veces es
invocado en el momento de definir nuestra oposición, es el concepto de
relación: Izquierda y Derecha, se comienza diciendo muchas veces, son
«conceptos relativos». Pero con esto no parece querer expresarse tanto su
correlación, en cuanto opuestos contrarios o contradictorios (que además no
es universal), sino que más bien ocurre que al decir que Izquierda y Derecha
son conceptos relativos se está pensando confusamente no tanto en que sean
correlativos, sino en que carecen de una connotación intrínseca, que las
notas que lo definen son cambiantes y que sus diferencias son coyunturales
y puramente posicionales. En cierto modo vendría a decirse que Derecha e
Izquierda, como ocurre con la mano derecha e izquierda antes citadas, son
iguales, sin perjuicio de que sean incongruentes; lo que sirve algunas veces
para concluir la conveniencia de «superar la oposición» entre izquierdas y
derechas. «Los términos derecha e izquierda –dice, por ejemplo, Alvin Toffler–
son reliquias del periodo industrial, que ahora ha pasado ya a la historia.
Derecha e izquierda tienen que ver con quién consigue qué: cómo se
dividieron la riqueza y el poder del sistema industrial. Pero hoy día la lucha
entre los mismos es algo parecido a una riña sobre unas tumbonas en un
transatlántico que se hunde.»{4}
Sin duda, la apelación al formato posicional podría apoyarse en la
etimología misma del concepto. Como es sabido, las denominaciones de
«izquierda» y «derecha», con significado político, se tomaron del lugar
relativo (pero en sentido topográfico) que en el Parlamento ocupaban los
«partidos» respecto del presidente de la Cámara. Según unos la inglesa, en
la cual, desde 1730, el partido gubernamental se sentaba a la derecha del
speaker; según otros la francesa, desde que en la Asamblea nacional de 1789
los moderados se sentaron a la derecha del presidente y los radicales a la
izquierda.
Fácilmente podrá pensarse, con todo esto, que la Izquierda podría haber
sido una denominación dada simplemente desde el partido opuesto. Sin
embargo, es obvio que una cosa es el reparto de nombres y otra son los
contenidos nombrados. Acaso el subrayar la posición topográfica que
ocupaba un determinado partido tuvo que ver con la connotación que, para
la «derecha», tomaban los que estaban a la «izquierda», representando lo
siniestro, lo heterodoxo (siendo ellos la derecha, lo ortodoxo, la «diestra del
Padre»). En todo caso, en España, las denominaciones de Izquierda y
Derecha, en el primer lugar en que las conocemos, se dieron previa una
definición de contenidos internos: «Creo que en estos momentos –dijo en
una sesión del Congreso de los Diputados, en 1871, el Ministro de la
Gobernación, don Francisco de Paula Candau– no hay más que dos
caminos, no hay más que dos puertas: o con la Internacional o contra la
Internacional; del lado de allá, los que están con la Internacional; del lado de
acá los que están con la sociedad en peligro: escoged» («Aplausos en la
derecha, murmullos en la izquierda», anota el Diario de Sesiones). En suma,
las apelaciones de Izquierda y Derecha estarían inspiradas en la
circunstancia de que determinadas posiciones de Izquierda (como podrían
serlo las de los «militantes izquierdistas» del PCUS antes de Gorbachov) se
convierten en posiciones de Derechas (o «conservadoras») cuando aparecen
terceras posiciones «revolucionarias», y no porque éstas se sitúen «más a la
izquierda», sino simplemente porque han representado el cambio en las
posiciones relativas del orden establecido. Otras veces, al atribuir al
concepto de Izquierda el formato de un concepto relativo, acaso se quiere
decir simplemente que tal concepto no es unívoco o fijo, que carece de
connotaciones estables y que es un concepto cambiante, puramente
histórico; propiamente no sería un concepto de contenidos, sino un término
equívoco en este sentido. Esto sería un modo de dar cuenta de la efectiva
«transformación» que los conceptos de Izquierda y Derecha van
experimentando: por ejemplo, la Derecha, que se definía en la Francia
revolucionaria por su defensa del Trono y del Altar, no puede aceptar hoy
semejantes definiciones. ¿Acaso hoy la Derecha francesa es monárquica?
¿Acaso no hay una Derecha republicana en Francia, en Italia, en Alemania?
Sencillamente lo que ha ocurrido es que la institución de la monarquía ha
dejado de ser punto de referencia en las Constituciones republicanas.
Sin embargo, nos parece que los conceptos de Izquierda y de Derecha no
son meramente posicionales, enantiomorfos, o meramente relativos, como si
no tuviesen connotaciones intrínsecas irreductibles. Por otra parte, el
tenerlas no excluye que puedan mantener relaciones de oposición y, por
supuesto, de correlación (un cuerpo caliente y otro frío, aunque puedan
cambiar por respecto a la sensibilidad de quien los toca, tiene diferencias
intrínsecas, según que sus moléculas estén en determinado grado de
movimiento o de reposo, y se oponen unas veces por contrariedad y otras
veces por contradicción, en el cero absoluto). Por otro lado el tener
«connotaciones intrínsecas» no quiere decir que hayan de ser conceptos
unívocos o rígidos, es decir, conceptos sustancialistas (para decirlo con las
palabras de Cassirer). No entenderemos, por tanto, la Izquierda (o la
Derecha) como un conjunto invariable de proyectos, planes y programas
«escritos desde siempre en el corazón de los hombres sencillos». La
Izquierda no es invariante en el tiempo en cuanto a sus valores. Pero su
variabilidad difícilmente puede ser recogida en un concepto sustancialista.
Un concepto sustancialista de «izquierda» o de «derecha», en efecto, es
sencillamente el que se ajusta al formato lógico-gramatical del «sujeto» que
soporta «predicados» uniádicos; predicados que, a su vez, serán entendidos
como determinaciones o adjetivaciones (cuando hablamos desde un punto
de vista gramatical) del sujeto. Según esto, Izquierda y Derecha serían
sujetos de predicados; y si la Izquierda se opone a la Derecha será porque
los predicados unívocos que ella recibe son opuestos (contrarios o
contradictorios) de los predicados que recibe la Derecha. Así, cuando se
dice, al menos en determinadas épocas (por ejemplo, en la España de 1931):
«La Izquierda es republicana, o se caracteriza por ser republicana, mientras
que la Derecha es monárquica»; o bien, como se decía en 1914: «La Izquierda
es internacionalista («¡abajo las armas!», de Liebknecht y Rosa Luxemburgo)
mientras que la Derecha es nacionalista». Ahora bien, el intento de definir la
Izquierda o la Derecha por medio de conceptos sustancialistas es inviable,
por la sencilla razón de que los predicados (al menos los que se nos ofrecen
a la apariencia) que se nos presentan en primer plano, tales como
«republicano» o «internacionalista», se aplican también a la derecha, aunque
no ya indistintamente, pero sí distinguiendo épocas o situaciones. Así, por
ejemplo, aunque la derecha del año 1931 en España se consideró, en parte,
monárquica, también comenzó a transigir, otra parte de ella, con la
República, particularmente dentro de la CEDA. Por contra, la izquierda
española, a partir de 1978, comenzó a transigir abiertamente con la
Monarquía, y en el presente, si no toda la Izquierda, sí su mayoría, defiende
la Constitución monárquica, es decir, es monárquica. ¿Se dirá acaso que los
predicados «republicano» o «monárquico» no son discriminativos de
Derechas o Izquierdas? Así lo dicen muchos y acaso en este contexto cabe
subrayar su inclinación hacia la famosa tesis de la «accidentalidad» de las
formas de gobierno (o lo que es lo mismo, acaso la tesis de la accidentalidad
depende muy estrechamente del pensamiento sustancialista). Pero ocurre
que esto mismo tiene lugar con otros predicados: si también consideramos
accidental la oposición internacionalista/nacionalista, o la oposición
anarquismo/estatalismo, y así sucesivamente, ¿no estaríamos vaciando los
conceptos de Izquierda y de Derecha, es decir, no estaríamos declarándolos
vacíos, o lo que es lo mismo, equívocos o inconsistentes? Ahora bien: ¿de
qué modo podemos recuperar el sentido esencial, y no accidental, de
predicados tales como republicano o monárquico, para la Izquierda o para
la Derecha, sin perjuicio de hacer concebible la transformación de un
predicado desde un signo hasta otro opuesto? Desde luego, esto es
imposible manteniéndonos en el formato de los conceptos sustancialistas.
Habrá que acogerse a otros formatos muy distintos, desde los cuales los
predicados «republicano» o «monárquico», pongamos por caso, dejen de ser
propiamente predicados de un sujeto, y puedan comenzar a verse como
valores de una función característica (valores que exigen, sin duda, variables
y parámetros).
Vamos a ensayar la interpretación de los conceptos de Izquierda y de
Derecha por medio del formato característico de los conceptos funcionales
(que Cassirer opuso a los conceptos sustanciales). Con ello, por de pronto, nos
será posible comenzar reconociendo la gran variedad y heterogeneidad de
las «acepciones» que pueden tomar los conceptos de Izquierda y Derecha a
raíz de sus posiciones políticas concretas. Sólo que esta variedad y
heterogeneidad no tendrá por qué ser vista como indicio de mera
relatividad coyuntural o de caos conceptual. Las acepciones diversas y
heterogéneas, y aun opuestas, podrían interpretarse como valores o posiciones
que «arroja» un mismo concepto funcional (de Izquierda, o de Derecha)
cuando son dadas las variables (independientes) y los parámetros de la
función. Por lo demás, damos por supuesto que un concepto funcional no es
necesariamente un concepto matemático, aun cuando las funciones
matemáticas sean las más fértiles. Una función, desde el punto de vista
lógico-material, es una operación que, aplicada a términos dados, o pares o
ternas... de términos variables, nos lleva «unívocamente a la derecha» a
otros términos que son los valores de la función (las funciones que regulan
las relaciones de paternidad, de matrimonio, &c. no son matemáticas, sino
sociales, aun cuando puedan formalizarse por medio de álgebras lógicas).
Ahora bien, para establecer un concepto político funcional de Izquierda o de
Derecha tenemos que partir de las posiciones empíricas de Izquierdas o de
Derechas, interpretándolas como valores de la característica de la función
buscada; sólo así (puesto que estamos ante conceptos materiales, de
semántica política) podremos determinar la materialidad semántica de los
conceptos de referencia. Por lo demás, estos valores empíricos pueden
desempeñar también el papel de fenómenos, que, al relacionarse entre sí, nos
conducirán a «estructuras fenoménicas», a partir de las cuales habrá que
regresar hacia una «estructura esencial» del concepto funcional.
2. Una función sólo puede ser definida a la vista del contenido de los
materiales sobre los que se aplican sus operaciones. La función «primo
cruzado» supone un material antropológico constituido por varones,
mujeres, matrimonios, relaciones de descendencia; la función «hipérbola
equilátera» supone un material geométrico constituido por planos, líneas,
distancias, parámetros, &c. Carece de sentido aplicar la función hipérbola a
un material no geométrico (otra cosa es la posibilidad de re-presentar
determinadas relaciones sociales o lingüísticas por hipérbolas equiláteras).
Los conceptos funcionales «izquierda» y «derecha» suponen un «material
político» y sólo sobre un campo de términos políticos podrían ser definidos.
Esta constatación tiene gran trascendencia, puesto que con ella no hacemos
otra cosa sino salir al paso de una tendencia (que se acentuó en los años de
la segunda postguerra mundial, en el contexto de los debates entre el
fascismo y el marxismo –Lukacs, Lefebvre, Rougemont– y que se renueva
hoy, precisamente en el momento de confrontar las ideas de izquierda y de
ética) a definir a la izquierda regresando más allá del tablero político, de
suerte que la idea de izquierda (o la de derecha, correlativa) parece tender a
ser presentada como una especie de «concepción del mundo» o como un
nuevo «humanismo». Aunque sea evidente que las posiciones políticas de
izquierda (o de derecha) hayan de insertarse forzosamente en algunas de las
pocas concepciones del mundo alternativas, o «actitudes primarias»
disponibles (la «democracia cristiana» es un partido político explícitamente
implicado en la concepción cristiana del mundo), esto no quiere decir,
recíprocamente, que las «concepciones del mundo» puedan caracterizarse,
en sí mismas, como de izquierdas o como de derechas; pues sólo a través del
marco político podrían recibir esta determinación, y, además, no siempre de
modo unívoco. ¿Cómo calificar de «derechas» a la metafísica de Parménides
y de «izquierdas» a la metafísica de Heráclito, sin perjuicio del paralelismo
que podríamos establecer entre la oposición inmovilismo/cambio de esas
dos metafísicas y la oposición clásica entre los «partidos inmovilistas de
derecha» y los «progresistas o revolucionarios de izquierda»? Sería preciso,
por lo menos, desarrollar las proyecciones políticas que tales concepciones
metafísicas pudieran haber tenido en las ciudades de Elea y de Efeso
respectivamente. De hecho, y refiriéndose a la oposición entre las
«concepciones del mundo» representadas por las teorías de la Mecánica
cuántica, se ha puesto repetidas veces en correspondencia la «escuela
realista» (Planck, Einstein, Ehrenfest) con la izquierda y la «escuela
positivista» (llamada también «escuela ortodoxa», la escuela de
Copenhague-Gotinga, la de Bohr, Born y sus discípulos Heisenberg y
Jordán) con la derecha; la escuela realista arraigó también, en principio,
entre físicos vinculados al materialismo dialéctico, aun cuando a partir de
los años setenta, en la Unión Soviética se generalizaron los puntos de vista
de la «ortodoxia cuántica»{5}.
Ahora bien, ni siquiera el «cuerpo político», tomado en general, constituye
una determinación suficiente para definir el campo de las funciones de
izquierda y de derecha, de manera análoga a como tampoco el espacio
geométrico, tomado en general, es suficiente para definir el campo en el que
se dibujan las funciones de la hipérbola y de la elipse: es preciso
circunscribirnos, dentro del espacio geométrico, al plano. La cuestión se nos
plantea, por tanto, como cuestión del criterio de determinación de la
naturaleza o escala del campo político que, dentro del concepto general de
«cuerpo político», resulte proporcionada precisamente para definir los
conceptos funcionales de izquierda y de derecha política tal como los
presuponemos{6}. Pues es evidente que en un cuerpo político, organizado
según la forma de una monarquía feudal, tiene poco sentido, salvo muy
analógicamente, definir las funciones de izquierda o de derecha política; ni
siquiera tiene sentido distinguir izquierdas y derechas en el reino español de
la época de Carlos I, porque ni los comuneros pueden llamarse de
izquierdas (pese a que algunos partidos los tomen como bandera) ni los
imperiales pueden llamarse de derechas; menos sentido tendría aún
interpretar, a propósito de las guerras civiles de Castilla del siglo XIV, a los
enriqueños, como la izquierda, frente a los realistas de don Pedro como la
derecha, o al revés; ni tampoco tendría sentido asignar a los azules
(asociados a los blancos) del hipódromo de Constantinopla un signo de
derecha frente a los que corrían en carros llevando librea roja (asociada a la
verde), y esto sin perjuicio de que azules y rojos formasen dos partidos
rivales (mere, factiones) con gran trascendencia política derivada del hecho de
que el emperador bizantino, a su advenimiento, solía «tomar partido» por
una u otra de las facciones, o demos, y de que los azules solían pertenecer a
la aristocracia, mientras que los verdes se reclutaban entre calafates u
obreros de las orillas del Cuerno de Oro.
Algunas veces se ha propuesto, como condición necesaria para poder definir
los conceptos de Izquierda y de Derecha, el presupuesto de un cuerpo
político estructurado en la forma de una democracia parlamentaria. Esta
propuesta cuenta con el apoyo positivo, filológico, por decirlo así, de que
efectivamente los nombres de «izquierda» y «derecha», como ya hemos
dicho, suponen la topografía de una cámara, en la cual los miembros
pudieran agruparse y oponerse en términos de izquierda o derecha respecto
de un punto de referencia. Sin embargo, este criterio, aun cuando fuese
aceptado desde el punto de vista de la «extensión» (que no lo es, en modo
alguno, puesto que en función de él habría que quitar todo el sentido y
referencia a autodenominaciones tales, en la época del XIV Congreso del
PCUS de 1925, como la de «oposición de izquierda» –la de Trotsky, Piatakof,
Preobazhenski– y la «corriente derechista» –la de Stalin o Bujarín, aunque
por diversos motivos–, a pesar de que a la sazón, no se podía hablar en la
URSS de un régimen parlamentario, según aquella fórmula atribuida a
Bujarín: «Bajo la dictadura del proletariado pueden existir dos, tres o incluso
cuatro partidos políticos, pero a condición de que uno de ellos se encuentre
en el poder y los demás en la cárcel») sería insuficiente desde el punto de
vista de la definición conceptual. Pues la razón política por la cual se
establece la diferenciación no puede obviamente reducirse no ya, desde
luego, al plano de la colocación topográfica, sino tampoco a las posiciones
históricamente concretas que esta colocación lleve asociada. Es precisa una
generalización; hay que tener en cuenta los contenidos políticos, pero no de
cualquier modo (que nos aleje, de nuevo, de la estructura asamblearia) sino
de modo tal que en él se mantenga la esencia de esa estructura asamblearia.
Una estructura que, por lo demás, podrá desbordar, desde luego, los límites
estrictos de las democracias parlamentarias, ampliándose a otros regímenes
diferentes, de tal suerte que la democracia parlamentaria pueda pasar a ser
un caso particular privilegiado (a la manera como los triángulos rectángulos
isósceles fueron los triángulos «privilegiados» en la demostración de la
relación pitagórica). Ahora bien, ¿cuál es la esencia política de una asamblea
más allá de sus formas empíricas de realización, como puedan ser una
asamblea directa por sufragio no censitario, una asamblea de representantes
o de comisarios, el sistema soviético con inclusión de los «sin partido» en el
cuerpo electoral (como en las elecciones al Soviet Supremo de la URSS de
diciembre de 1937)? Acaso podría tomarse como criterio necesario y
suficiente para establecer los límites de ampliación, dentro del cuerpo
político, de un campo capaz de soportar las funciones de Izquierda y de
Derecha, la institución de la asamblea legislativa, no ya como una mera
sinagoga, sino como una asamblea en la que se debaten planes y programas
diferentes, que han de ser elegidos a través de las unidades de esta
asamblea, entendidas como individuos corpóreos (y no por ejemplo como
ciudades, comarcas o departamentos, centurias o curias, órdenes militares o
estamentos, como ocurría en las Cortes de Castilla o bien en un Senado de
representación territorial). Sería secundario que esta asamblea de
ciudadanos fuese asamblea directa o representativa (no corporativa); sería
esencial en cambio que esta asamblea entendiese de planes y programas de
interés público cuyo contenido ha de ser, en principio, amplio e
indeterminado. Y no solamente de planes y programas circunscritos al
terreno legislativo, sino también al ejecutivo y al judicial. Lo decisivo es que
la determinación de los planes y programas propuestos alternativamente
pueda corresponder precisamente a la asamblea (un Consejo real no es
propiamente una asamblea, en la medida en que corresponde al Monarca la
decisión final).
Pero es absolutamente necesario tener presente que «asamblea», en el
sentido en que estamos tratando esta idea, no ha de reducirse a la institución
subjetiva (es decir, al terreno en el que actúan los individuos y los grupos)
sino que implica obligadamente la referencia de esa asamblea a la
«diversidad objetiva de opciones posibles opuestas entre sí». La elección
entre estas diversas opciones sólo puede determinarse según sus
consecuencias, retrospectivamente; en el momento de adoptarlas siempre
tiene que haber un coeficiente de incertidumbre en cuanto a sus
consecuencias. Pero si no existiesen estas opciones objetivas posibles no
habría propiamente asamblea, o ésta sería irrelevante desde el punto de
vista político. Una banda de aves no puede celebrar asambleas: la asamblea
política supone representaciones prolépticas de radio suficientemente
amplio y esto solamente es posible una vez en posesión de un lenguaje
fonético articulado, a partir de un cierto nivel histórico de desarrollo, cuya
anamnesis pueda ofrecer diversas alternativas. Lo importante es, por tanto, que
una asamblea tenga que decidir entre programas de direcciones objetivamente
opuestas (y, con esto, tenemos planteada la cuestión de si es legítimo
considerar como «asamblea» a una sinagoga que no se encuentre, de hecho,
ante la posibilidad de decidir entre planes y programas objetivamente
diversos). Con esto queremos también decir que es secundario, o de otro
orden, el sistema adoptado para tomar una decisión (minoría mayoritaria,
mayoría simple, absoluta, cualificada, unanimidad, &c.). Además, hay que
dar por supuesto que los planes o programas de los cuales hablamos no han
de entenderse como si fuesen proyectos originarios o axiomáticos (ya fuera
porque se supone que son los proyectos de una sociedad considerada en
estado natural –Rousseau, Rawls–, ya sea porque se supone que, tras hacer
tabla rasa o abstracción de todo proyecto, plan o programa históricamente
dado, es posible redefinir un sistema de planes y programas ex principiis).
Supondremos en cambio que los planes o programas de los que se habla son
aquellos que se proyectan in medias res de instituciones ya dadas (tales como
la familia, el trono o el altar, Europa o el impuesto sobre la renta); son planes
o programas que presuponen morfologías naturales y sociales ya dadas
(tales como los animales que nos rodean, los bosques y los ríos, o
instituciones que figuran como tales –familias, profesiones, ceremonias, ...–
y que contienen ya grabada en su estructura planes o programas de acción).
La asamblea se define por tanto, en cuanto asamblea política, no como
asamblea fundamental u originaria, ni siquiera como asamblea
constituyente, ni como «fundamento de la soberanía»; se define como
asamblea política que tiene que decidir entre planes y programas re-
expuestos, a su vez, dentro de la asamblea.
Acogiéndonos a esta idea de «asamblea objetiva» podemos desentendernos
de las exigencias, que consideramos muy estrechas, de quienes ponen como
condición para poder definir la oposición izquierda/derecha el contar con
asambleas propias de las democracias parlamentarias. Esta condición dejaría
fuera de toda posibilidad de polarización hacia la izquierda o hacia la
derecha a una asamblea en la que no hubiera oposición de partidos (o de
partes «parlamentarias»), como ocurría en la Unión Soviética cuando se
inspiraba en las tesis de abril de Lenin («no una república parlamentaria, sino
una república de los soviets de diputados, obreros, braceros y campesinos
de todo el país») que excluía del cuerpo electoral a quienes (por ser
propietarios, clérigos, &c.) no fuesen miembros de un soviet. Pero es
evidente que las asambleas soviéticas podían tomar y tomaron de hecho
direcciones opuestas; incluso en la época de la unanimidad estalinista más
monolítica, también el Soviet Supremo tenía que tomar decisiones
susceptibles de polarizarse hacia la Izquierda o hacia la Derecha. Incluso en
el caso de que estas decisiones se considerasen inspiradas por el déspota (sin
contar que, desde un punto de vista político –aunque no lo fuera desde el
punto de vista jurídico– el déspota más autocrático habría de considerarse
siempre como parte de un grupo de decisión, dentro de la «asamblea
objetiva»).
Es necesario, en resolución, tomar en cuenta la diferencia conceptual entre
los dos planos o situaciones en las cuales la «asamblea objetiva» puede
determinarse según direcciones o sentidos opuestos coordinables con las
funciones de Izquierda o de Derecha: el plano que llamaremos material (o de
situaciones materiales, en lo que concierne a las relaciones internas de
oposición) y el plano que llamaremos formal (o de situaciones de oposición
formal). Hablaremos, en consecuencia, de una oposición izquierda/derecha
según una acepción material y de oposición según una acepción formal.
I. En el plano material (de las operaciones materiales) las direcciones
tomadas por la asamblea no permiten (salvo aparentemente) dibujar una
oposición en su ámbito, entre sus partes o partidos, entre una Derecha y una
Izquierda. Pero la oposición entre una política de Izquierdas y otra de
Derechas puede establecerse en relación con las asambleas de otras
sociedades políticas o incluso con las direcciones virtuales, de signo
opuesto, que la asamblea de referencia pudo haber asumido. Advertimos
que la oposición entre Derecha e Izquierda puede adquirir en este plano su
pleno significado político, es decir, no tiene por qué ser trasladada al terreno
de las «concepciones del mundo» (en el cual, por lo demás, también pueden
entrar las Derechas y las Izquierdas en su sentido formal).
En este plano material podríamos reconocer diversas situaciones.
Atengámonos a las dos siguientes:
A. Situaciones en las cuales la asamblea real es unánime, no contiene
oposiciones de partidos (sea porque éstas no son reconocidas, sea porque el
consenso es pleno). En esta situación, las resoluciones de la asamblea no
podrían considerarse de derecha o de izquierda por relación formal a
partidos políticos interiores a su ámbito, aunque sí por relación a terceros
términos.
A'. Situaciones en las cuales la asamblea real no es unánime, pero el partido
mayoritario domina de tal modo (e indefinidamente) que puede decirse que
los partidos de oposición mantienen posturas meramente testimoniales o
simbólicas. Aquí sería posible hablar de resoluciones izquierdistas o
derechistas en un sentido formal (es decir, ateniéndonos a la oposición
interna entre los partidos); pero esta posibilidad tendría un alcance más
convencional que efectivo, puesto que la dirección de la «gravitación» real
de la asamblea habría que establecerla por su relación a terceros términos; y
en todo caso el partido mayoritario podría representar precisamente la
Izquierda y no la Derecha.
II. En un plano formal (o plano de oposición formal) la oposición entre la
Derecha y la Izquierda podrá ser dibujada en el ámbito mismo de la
asamblea, porque ahora las opciones significativas están asociadas a
partidos efectivos (una efectividad que obviamente, no sólo hay que medir
por su posibilidad de obtener la victoria: basta su capacidad o «peso» para
influir –limitando, desviando, &c.– el curso de un programa o plan del
partido opuesto). También en el plano formal caben situaciones muy
diversas. Atengámonos a las dos siguientes:
B. Que en el contexto de los programas alternativos se den franjas de
intersección entre la derecha y la izquierda respecto de los valores de las
variables (lo que suele llamarse «consenso ante cuestiones de Estado», por
encima de los intereses de los partidos, o sencillamente, «cuestiones
menores», de escasa significación política).
B'. Que, en el contexto de los programas o planes debatidos, no se den
franjas de intersección, es decir, que el desacuerdo sea generalizado y
disyuntivo.
Podemos afirmar que en las situaciones B la oposición entre la derecha y la
izquierda quedará neutralizada en el intervalo de los valores de intersección
(aunque subsista en general); mientras que en las situaciones B' la oposición
se mantendrá plenamente en toda la línea.
Si comparamos, en este respecto, el plano de las oposiciones materiales y el
plano de las oposiciones formales, concluiremos que, en el plano material, la
oposición puede no existir prácticamente, al menos subjetivamente; por
tanto, no existiría la posibilidad de considerar a la asamblea a la derecha o a
la izquierda, salvo que se postule gratuitamente el criterio de que por el
mero hecho de que una asamblea sea monolítica, por efecto de una
dictadura o por cualquier otro motivo, haya que considerarla de derechas, y
que, por el hecho de que una minoría esté en la oposición haya que
considerarla de izquierdas. En el plano formal cabrá hablar de una
oposición interna entre derechas e izquierdas, pero, en cambio, no
podremos apreciar oposición objetiva de valores en las franjas
neutralizadas. En un caso, no hay derechas o izquierdas internas, pero hay
valores de izquierda o de derecha; en el otro hay derechas o izquierdas
internas, pero no hay valores internos de derecha o de izquierda.
Vemos también que es necesario distinguir, sobre todo cuando nos situamos
en el plano formal, dos líneas de oposición funcional entre la Izquierda y la
Derecha, a saber, las líneas de las funciones y la línea de los valores de
resolución o valores resultantes de la aplicación de la función a las variables
que vayan siendo dadas. La oposición entre valores implica, en general,
oposición de funciones; pero no siempre recíprocamente, puesto que los
valores de resolución no solamente derivan de la función sino de las
variables y de los parámetros. Este es el motivo por el cual, como hemos
dicho, muchas veces los valores de resolución de la Izquierda y los de la
Derecha coinciden; es decir, que tanto la Izquierda como la Derecha, aun sin
«traicionar» a sus funciones, se ven conducidas a adoptar los mismos
valores de resolución. Podríamos ilustrar esta «paradoja» asimilando las
tareas inmediatas propuestas a la asamblea (aquellas que la realidad
cotidiana va proponiendo) al planteamiento de las funciones primitivas
y=f(x) y asimilando la adopción de posiciones de los partidos políticos de
izquierda y de derecha con la determinación de las funciones derivadas
(tanto en sentido positivo y'=f'(x) como negativo, -y'=-f'(x)). Es obvio que,
desde un punto de vista filosófico, podríamos poner en correspondencia las
funciones de la izquierda con las funciones derivadas de signo positivo –
«negar el Altar es afirmar la Razón»– o bien mantener la correspondencia
entre las fuerzas de la izquierda y las funciones negativas (con ello, la
izquierda, en el límite, estaría siendo concebida como una tendencia al
nihilismo o, por lo menos, a la «perpetua reivindicación» de los oprimidos
contra poderes supuestamente ineluctables).
Supongamos que hemos hecho corresponder la derecha a la función
derivada positiva de una función resolutiva inmediata, y la izquierda a la
negación de esa función. Si la función primitiva es ascendente, la función
derivada (digamos, la izquierda) tomará valores positivos; si es
descendente, tomará valores negativos (correspondería a valores de la
derecha). Pero si los valores de la función primitiva son constantes en un
intervalo [a,b] entonces la función derivada dará valores nulos a lo largo de
todo el intervalo [a,b] y otro tanto ocurrirá con sus opuestos: diremos que la
oposición entre «izquierdas» y «derechas» se anula o se neutraliza.
Nos veremos obligados, en resumen, a reconocer las situaciones de
«intervalos de valores [a,b]» en los cuales la oposición entre los valores de la
función derivada (por ejemplo la izquierda) y de su negación (por ejemplo
la derecha) se anula. En estos casos habrá que decir que tanto la Derecha
como la Izquierda eligen las mismas opciones, o, con terminología habitual,
que son «convergentes»; terminología muy incorrecta pues sugiere que son
las funciones las que convergen, cuando lo que ocurre es que es la oposición
en un intervalo de valores la que se neutraliza.
Por eso, hablamos de valores de «neutralización» más que de valores de
«convergencia». Puede ocurrir que la decisión de construir una carretera, o
la de extinguir un incendio o incluso la de una declaración de guerra, sean
opciones que habrían de adoptar tanto la Izquierda como la Derecha. La
oposición se neutralizará aquí en un intervalo de valores concretos; pero la
oposición funcional permanece e incluso cabrá suscitar si la carretera
gestionada por la derecha no se distinguirá de algún modo de la gestionada
por la izquierda, aunque sólo sea por la elección de algunos símbolos o
señales de tráfico. Y la oposición podrá volver a aparecer en cualquier otro
intervalo de valores, del modo más inesperado. Sin embargo, este
planteamiento permite suscitar una cuestión teórica de suma importancia, a
saber, la cuestión acerca de si cabe admitir una situación política tal en la
cual el intervalo de valores [a,b] que arroja constantes en la función
derivada, pueda ampliarse de tal manera que cubra «todo el campo
político». Esta posibilidad nos llevaría a una neutralización práctica
completa entre las resoluciones de la derecha y de la izquierda; su oposición
sería sólo epifenoménica, porque derecha e izquierda estarían siempre de
acuerdo «en la práctica», aun cuando mantuviesen su enemistad en el
lenguaje y en las fundamentaciones. Pero la cuestión es ésta: ¿estamos ante
una situación puramente especulativa, es decir, sin la menor probabilidad
de ser realizada alguna vez, o bien estamos ante la situación ordinaria? No
es fácil responder. Se podría decir que efectivamente esto ha ocurrido en
intervalos «tan importantes» como los suscitados por el Altar o el Trono, por
cuanto la oposición entre las izquierdas y las derechas se ha neutralizado, en
este intervalo, en la mayor parte de las sociedades democráticas. Más aún,
cabría acordarse aquí de la reiterada observación de que «una vez alcanzado
el poder», y en el mejor de los casos, la izquierda se ve forzada a hacer las
mismas cosas que hizo la derecha. En el límite, estaríamos en el caso de que
la izquierda y la derecha «responsables» o «solventes», manteniendo sus
planteamientos opuestos, llegarían sistemáticamente a los mismos
resultados. La oposición Izquierda/Derecha se mantendrá entonces,
únicamente, en el plano formal, ideológico, o, si se prefiere, en los
«imaginarios» de cada corriente. Cabría acogerse aquí también al sueño
racionalista de Leibniz: «una vez que todo el lenguaje haya sido formalizado
se acabarán las controversias; los antagonistas se sentarán cada uno enfrente
del otro en torno a una mesa y dirán: ¡calculemos!».
Ahora bien, el hecho de que la consideración de este límite nos haga sonreír
no autoriza a quitar importancia a la necesidad de reconocer amplios
intervalos en los cuales, aun con posibilidades de opción, la oposición se
neutraliza, y, si se mantiene, es por motivos puramente artificiosos. De otro
modo, plantear la oposición Derecha/Izquierda de un modo dicotómico y
constante es tan sólo un maniqueismo infantil.
Y, si pasamos ahora al plano de la oposición material, el planteamiento
funcional que venimos dando permite sacar otra consecuencia importante:
la de hacer posible considerar como legítimo el seguir hablando de
izquierda (o de derecha) en regímenes en los cuales no hay posibilidad de
aplicar funciones opuestas, por las razones que sean. Pues en este caso, la
función y'=f'(x) dará valores de izquierda, aunque no encuentre oposición, y
los de -y'=-f'(x) dará valores de derecha en las mismas circunstancias.
Estos presupuestos abren cuestiones muy variadas y difíciles relativas a la
determinación de si una asamblea históricamente dada debe o no
considerarse como una asamblea objetiva. La asamblea ateniense, en la
época de Pericles, aun cuando estuviera implantada en una sociedad
esclavista, ¿podría considerarse como una asamblea de ciudadanos? Los
Senados de las ciudades romanas de la época republicana y aun algunas de
la época imperial, ¿no desempeñaban también el papel de asambleas de
ciudadanos? Si la respuesta fuese afirmativa no constituiría un anacronismo
investigar si en su seno no se dibujaron corrientes de izquierda o de derecha
(los Gracos, Mario –frente a Sila– y, más tarde, Julio César, podrían ser
considerados «de izquierdas»).
3. La cuestión que nos queda es la de determinar las características materiales
que en los cuerpos políticos que reúnen las condiciones que hemos
esbozado, cuanto a la asamblea objetiva, puedan corresponder a las
funciones de Izquierda y de Derecha. Es evidente que una tal determinación
no puede ser estipulativa, sino que debe estar fundada en la «realidad
empírica». A estos efectos, el procedimiento de determinación más
expeditivo, desde una metodología empírica, sería el de establecer una
enumeración suficiente de instituciones opcionales, según planes o
programas vinculados a ellas, que pudieran interpretarse como variables
independientes sobre las cuales se obtuvieran valores diferenciales por la
aplicación de las funciones a definir. Pero también –y esto es indispensable–
tendríamos que considerar los procesos en virtud de los cuales las
posiciones o valores asignados a las supuestas funciones de la izquierda (o
de la derecha), en unas circunstancias determinadas, se deslizan o son
asumidas por la función opuesta y de qué modo la oposición se reproduce
en otro plano. Pongamos por caso otra vez: si en el siglo XVIII, a raíz de la
Convención francesa, la facción de «izquierdas» se hace republicana (frente
a la facción monárquica representada por los partidos de la monarquía
absoluta del Antiguo régimen) es a raíz de los sucesos posteriores (ligados al
18 Brumario, coronación de Napoleón, e incluso restauración de la
monarquía con Luis XVIII, Luis Felipe, &c.); la izquierda, por lo menos una
parte importante, se hace monárquica, pero según una redefinición de la
monarquía, como monarquía constitucional, que caracterizará a la Izquierda
frente a la derecha absolutista (también en España cabría llamar, aunque no
circulasen los nombres en estos momentos, izquierda y derecha a los
monárquicos doceañistas y a los monárquicos absolutistas, a los cristinos y a
los carlistas, &c.). Tomemos otro ejemplo: si en 1914 el internacionalismo
caracterizaba la izquierda marxista, frente al nacionalismo de la derecha
burguesa y aun de la socialdemocracia, en 1936 el nacionalismo aparece
como una reivindicación de la Izquierda, característica que se acentuará
mucho más después de la Segunda Guerra Mundial; pues fue sobre todo la
izquierda marxista (y no la derecha burguesa o fascista, es decir nacional-
socialista) la que asumió la promoción de los movimientos de liberación
nacional. En realidad, ya en la Guerra civil española, las Brigadas inter-
nacionales venían a España para defender la independencia de su
nacionalidad frente al «secuestro» al que la estaban sometiendo las
«potencias fascistas»; posteriormente es la izquierda (o por lo menos una
parte de la izquierda) la que en España apoya la autodeterminación de las
naciones, si bien éstas se suponen ahora presentes dentro del «Estado
español»; de suerte que puede afirmarse ahora que una parte importante de
la izquierda apoya el nacionalismo (sobre todo si este se llama nacionalismo
vasco o catalán, con tal de que no se llame nacionalismo español). ¿No
estamos ante una situación de confusionismo total? ¿Acaso el nacionalismo
de la izquierda no es meramente coyuntural, puesto que él habría
cristalizado contra el nacionalismo fascista de Hitler en tanto pretendía la
hegemonía política y colonial de Alemania frente a otras naciones?
La dificultad de principio radica, por tanto, en que los «valores empíricos»
que la Izquierda (o la Derecha) toma ante la mayor parte de las «variables
independientes» no pueden considerarse como indicadores seguros de la
característica de la función, y esto es debido no solamente a que los valores
adoptados no son siempre los mismos, según las circunstancias (lo que no
constituiría una dificultad insalvable de principio, pues cabe apelar a los
«parámetros») sino también a que los valores empíricos (adoptados por la
izquierda o por la derecha) podrán ser muchas veces resultado de una
aplicación «errónea» (por tanto, rectificable) de una función determinada.
Estas alteraciones en la determinación de los valores que toma la función de
Izquierda (o de Derecha) no comprometen, por tanto, en principio, la
posibilidad de una determinación de características funcionales definibles;
sencillamente ocurre que esta determinación se hace mucho más difícil. En
efecto, habrá que pensar (aun sin tener en cuenta los posibles errores) en
cambios de parámetros y aun en la influencia de otras variables sobre cada
variable dada. Si, aisladamente, una variable debiera conducir a un valor
determinado, sin embargo, en composición con otros valores que, a su vez,
puedan ir cambiando, las mismas variables podrán conducirnos a valores
diversos. Y son estas dificultades, sin embargo, las que nos ofrecen una
situación que, precisamente por su complejidad, podrá ofrecernos criterios
para establecer la objetividad de las características funcionales propuestas, y
confrontarlas con otras que se ajusten peor a la complejidad de los hechos.
En cualquier caso, será imprescindible comenzar explorando los valores más
significativos que, ante diferentes tipos de variables (de «líneas de
variables»), puedan atribuirse empíricamente a las funciones de Izquierda o
de Derecha. Estas líneas actuarán como «discriminadores semánticos» en los
test practicados al efecto; y solamente mediante la consideración de estos
discriminadores podremos esperar alcanzar el reconocimiento de una «línea
de tendencia» característica de la Derecha o de la Izquierda.
Hemos escogido veinte líneas diferentes de variables a partir de las cuales
comenzaríamos a explorar los «valores de la Izquierda», considerada como
una función cuya característica pretendemos determinar sobre la base de
estos valores. Las diez primeras líneas tienen un significado directamente
político, puesto que se refieren a instituciones formales (que son partes
formales, y no meramente materiales) de un cuerpo político. Las otras diez
líneas no pasan ya por territorios organizados por categorías estrictamente
políticas, aunque son partes materiales suyas; sin embargo son tales que
alcanzan, al menos empíricamente, un significado político en los programas
de los partidos. Además, las líneas de nuestro segundo bloque resultan
tener todas ellas un significado inmediato de índole ética, sin que por ello
queramos decir que las diez primeras líneas se mantengan al margen de los
problemas éticos y, por supuesto, morales. (Se advertirá que no hemos
introducido, como líneas específicas, «variables» tales como la «esclavitud»
o el «tercer mundo»; en un caso, debido al carácter de particularismo
histórico que conviene a variables como la citada y, en el otro caso, porque
el particularismo geográfico restringiría la contraposición Izquierda y
Derecha a marcos «eurocéntricos» o afines).
Por último, además de estos dos bloques de diez líneas cada uno,
agregaríamos otros conjuntos de líneas que aun no teniendo una incidencia
inmediata en las categorías políticas, ni como partes formales ni como partes
materiales, sin embargo inciden oblicuamente sobre las opciones de
izquierda y derecha, a título, por lo menos, de discriminadores semánticos.
La efectividad de estas líneas oblicuas en la polarización de las posiciones de
izquierda o de derecha pueden corroborar las tesis sobre el carácter
abstracto de esta oposición o, lo que es lo mismo, sobre el carácter abstracto
de las categorías políticas mismas (en cuyo ámbito se dibuja la oposición
Izquierda/Derecha) en el conjunto de la vida social e histórica. De aquí la
necesidad de reconocer la inserción efectiva de las categorías políticas en
«estructuras envolventes» más amplias y, por tanto, la posibilidad de
extender a estas mismas estructuras envolventes, en ciertas condiciones, la
oposición entre Derecha e Izquierda. Aquí residiría el fundamento de
quienes pretenden aproximarse a las ideas de Izquierda y Derecha a título
de «concepciones del mundo».
Líneas de variables discriminadoras de las funciones Izquierda/Derecha
Discriminadores semánticos formalmente políticos
Línea 1: el Trono. Se dice a veces que este criterio ha sido ya neutralizado, o
incluso que carece de sentido, en las sociedades políticas secularmente
consolidadas como repúblicas, en la mayoría de Europa y en la totalidad de
América. Sin embargo, esta objeción es muy superficial, desde un punto de
vista conceptual, porque históricamente los conceptos de Izquierda y de
Derecha se configuraron precisamente en función del trono; lo que significa
que no es posible reconstruir una idea funcional de Izquierda o de Derecha
poniendo entre paréntesis esta primera línea. En segundo lugar, desde un
punto de vista práctico, porque siguen existiendo Estados monárquicos que
tienen relaciones reales con los Estados republicanos y, por consiguiente, la
oposición entre Derecha e Izquierda no puede dejar de lado tampoco esta
línea discriminativa. Históricamente, desde luego, fue la cuestión del trono
la que polarizó a la Asamblea francesa en dos alas, la de la derecha y la de la
izquierda, ya en 1789, a propósito de la discusión del proyecto del diputado
Mounier del 4 de septiembre, para conceder al monarca el veto suspensivo
(«derecho de disolver la Cámara de diputados y decretar nuevas elecciones,
derecho indispensable para la existencia de la Monarquía»; la
muchedumbre gritaba: «¡Abajo el veto!»); polarización que cristalizó en la
Asamblea legislativa reunida en la Sala del Picadero el 1° de octubre de
1791, después de la tentativa de Luis XVI en Varennes: a la izquierda del
presidente se situaron los diputados no realistas y los jacobinos, Condorcet,
&c. (que, sin embargo, no pedían la eliminación de la figura del Rey, sino la
reducción de sus funciones a las de un mero presidente de una república
hereditaria); a la derecha se situaron los fuldenses, que alcanzaban el
número de 250; otros tantos en el centro. Cabría decir, en conclusión, que la
«función izquierda», ante la institución del trono, tomada como «variable
independiente», equivale a una operación de atenuación progresiva (por
ejemplo, según la fórmula de Thiers: «El Rey reina, pero no gobierna») cuyo
valor límite es la anulación de la variable, la clase vacía (la experiencia
histórica parece demostrar, con el ejemplo de los zares y de otras
monarquías renacidas de sus cenizas, que sólo la extinción física de las
dinastías monárquicas garantiza el logro de este valor límite); pero que no
cabe definirla, en principio, a partir de este valor límite, como función de
anulación, por la sencilla razón de que es más fácil pasar de la serie
decreciente de valores al cero que pasar del cero a los diversos valores de la
serie.
En consecuencia, habrá que decir que las «izquierdas» no comenzaron
impugnando el trono absolutamente; incluso lo aceptaron una vez
transformado en monarquía constitucional. El trono, por tanto, no es,
tomado en absoluto, una variable discriminadora, de modo simple, entre la
derecha y la izquierda. Pero nadie negará que es un criterio decisivo cuando
a esta variable se la concatena con la constitución democrática en tanto que,
a su vez, tiene vínculos internos, por ejemplo, con el altar, a raíz de la
interpretación tradicional de la sentencia de San Pablo: «Todo poder viene
de Dios» (todavía en los años setenta, las monedas acuñadas con la efigie de
Franco, llevaban como leyenda: «Francisco Franco Caudillo de España por
la Gracia de Dios»).
Línea 2: el Altar. Conseguir la emancipación de la sociedad política respecto
del altar ha sido una de las características de la Izquierda, mientras que la
Derecha ha tendido siempre a mantener algún tipo de conexión interna, sea
con el altar, sea con los libros canónicos sobre él depositados (desde el
Antiguo al Nuevo Testamento, el Corán, el Libro de Mormón o incluso el Popol-
Vuh). En este sentido, la derecha estaría representada por los partidos que se
inspiran, más o menos lejanamente, en alguna confesión religiosa, desde el
integrismo de los «neos» antiliberales, inspirados por Pío IX, hasta las
democracias cristianas que inspiró Pío XI. Nadie puede discutir la
trascendencia política de estas inspiraciones, que no son meramente
metafísicas sino que tienen incidencia inmediata en las partes de los
programas relativas a la forma de gobierno, a la propiedad privada, al
derecho de familia, &c.
Línea 3: el Estado. ¿Cabría decir que la Izquierda se define por su posición
extrema en la línea del debilitamiento del Estado y, en el caso límite, de su
extinción, es decir, el anarquismo? De este modo, la Izquierda, al menos en
sus valores más extremos, se caracterizaría por su triple negación del Trono,
del Altar y del Estado. Esta conclusión obligaría, sin embargo, a considerar a
los partidos socialistas de izquierda como una falsa izquierda (las
acusaciones que la Primera Internacional hizo a la Segunda giraban
principalmente en torno a esta cuestión); y no sólo a los socialdemócratas
sino a los comunistas leninistas-estalinistas de la Tercera Internacional
(aunque aquí el Estado siempre se consideró ambiguamente como una
situación transitoria que se encaminaba hacia su extinción).
Línea 4: la Constitución democrático-parlamentaria. La democracia
parlamentaria, ¿podría ser considerada como una característica distintiva de
la Izquierda? Muchas veces las reivindicaciones de la concepción
democrática parecen ir por este camino. Sin embargo, la derecha ha asumido
también el principio democrático parlamentario. Y, por otra parte, la
izquierda leninista asumió el principio de la dictadura del proletariado, la
cual fue considerada, sin embargo, como la más plena realización de la
democracia efectiva (no meramente procedimental o formal).
Esto nos lleva a la cuestión de la necesidad de distinguir diversos planos en
los cuales ha de entenderse la idea de democracia; pero la dificultad de
definirlos es muy grande. La mayor parte de los criterios utilizados son
metafísicos. Por ejemplo, cuando se distingue una «democracia
fundamental» (como «soberanía del pueblo, para el pueblo y por el pueblo»
de Lincoln) y una «técnica de la democracia» o «democracia procedimental».
Pues no es nada evidente (salvo petición de principio) que sea legítimo
considerar a las democracias procedimentales como la expresión de la
democracia genuina; en todo caso el leninismo tendría derecho a ser
considerado también como un procedimiento, entre otros, de democracia,
por cuanto el procedimiento de las elecciones de representantes a través de
las urnas, por sufragio universal, es uno más y en modo alguno puede
identificarse con el único modo existente de expresión del «pueblo
soberano» (y esto, aun en el supuesto de que los mecanismos electorales
funcionasen con el mayor rigor y transparencia imaginables). Pues lo que se
discute no es el sufragio sino quien elige y qué se elige. Es pura metafísica
identificar un pueblo soberano con treinta, cincuenta o cien millones de
«votos libres y conscientes» escrupulosamente recogidos. Lo que se discute
no es sólo si cada individuo puede ser «consciente» del alcance de su voto,
sino también si la suma de estos votos, aunque fuesen conscientes, pueda
identificarse con el «pueblo soberano autodirigiéndose». Por ello,
retirándonos de semejantes supuestos metafísicos, desde los cuales sería
imposible alcanzar, en principio, criterios diferenciales entre una izquierda y
una derecha, nos inclinamos a tomar en consideración la democracia en un
sentido material y no en un sentido meramente procedimental; nos
inclinamos a definir la democracia, a estos efectos, no ya por sus principios,
sino por su estructura metodológica. La característica de la estructura
metodológica, ligada a la materia, es la democracia representativa (lo que
obliga a evitar tener que ver a esta democracia «desde» la idea roussoniana
de la democracia directa). Pues la democracia representativa no estribaría en
ser una forma de «aproximarse lo más posible» a la democracia directa,
venciendo las dificultades derivadas del crecimiento del tamaño de la
sociedad: Aristóteles desaconsejaba la forma democrática (= republicana)
para las ciudades agrícolas «porque los labradores no acuden a la
asamblea». La representación, en efecto, no se hace necesaria tanto en
función de la magnitud del cuerpo electoral, sino cuanto de los problemas
objetivos que lo envuelven y resulta del hecho de que «todos no pueden
dirigir todo», ni siquiera en función de sus propios intereses, por lo que se
necesitan representantes para entender los planes y programas adecuados y
ejecutarlos. Por tanto, la cuestión estructural hay que retrotraerla a otro
lugar: al lugar, por así decirlo, de la intensión y no de la extensión. Por
ejemplo, a la cuestión de si los representantes son delegados o comisarios,
como decía Rousseau, que deben dar cuenta de su gestión (que no se limitan
a representar, puesto que les cabe también una misión de formulación y
resolución) en cada momento; si la democracia implica separación de
poderes o no; si la democracia ha de ser parlamentaria (con partidos
políticos) y si los representantes han de elegirse mayoritariamente (por
circunscripciones) o proporcionalmente; si el sistema ha de ser el de
oposición (llamado sistema Westminster) o de consenso. Es a propósito de
estas diferencias, y no a propósito de la democracia, en general,
metafísicamente definida, en donde pueden aparecer rasgos diferenciales
entre la Izquierda y la Derecha.
Línea 5: la Tolerancia. La libertad de opinión (de prensa, de cátedra, &c.) es
una de las reivindicaciones tradicionales de la izquierda, frente a la censura,
defendida por la derecha tradicional. Pero este criterio se vincula
directamente con la cuestión de la tolerancia, entendida por algunos como la
virtud por excelencia de la democracia, como respeto a las opiniones del
interlocutor.
La cuestión no puede tratarse tampoco in genere, o formalmente,
atribuyendo, por ejemplo, a cada ciudadano (como hace Sócrates
irónicamente en el Protágoras de Platón) el pleno uso de la razón política y,
por tanto, el derecho a expresar su opinión y que ella sea tolerada. Es este un
principio formal que suele ir vinculado al agnosticismo teológico o político;
en todo caso, el principio de la tolerancia tiene un campo de aplicación muy
limitado y más bien propagandístico. Kant (en ¿Qué es la Ilustración?)
distinguía ya el uso privado y el uso público de la razón (el individuo debe ser
sumiso a la autoridad). En realidad Kant viene a formular la misma situación
que definía Federico II: «Mis vasallos y yo hemos llegado a un acuerdo, ellos
dicen lo que quieren [podría decirse: tolero todo lo que ellos digan] y yo
hago lo que me da la gana». De hecho, la tolerancia es utópica y el diálogo
es una regla también utópica e ideológica: siempre hay un moderador o un
consejo editorial que corta el diálogo infinito por motivos extrínsecos al
diálogo (falta de tiempo en televisión, falta de espacio editorial, &c.). No hay
«tolerancia», salvo formal, ni puede haberla, por razones «topológicas»; lo
que encierra el peligro del subjetivismo, al no poder ser nunca razonadas las
propias opiniones (el principio de la tolerancia conduce a formular «como
opinión mía» tanto las verdades comunes, como delirios subjetivos).
Línea 6: la Nación y la Raza. La autodeterminación nacional, ¿es un principio
de la Izquierda? ¿No es también el principio del Nacional-socialismo, ligado
además a la raza? Esta variable, muchas veces tomada como discriminador
decisivo de la Izquierda o de la Derecha, no puede ser tratada aisladamente;
es preciso poner a la Nación, y aun a la Raza, en su concatenación con otras
variables.
Línea 7: el Poder Legislativo. La preferencia por el poder legislativo puede ser
invocada muchas veces por la izquierda como una característica suya, frente
al «judicialismo», que cabría ligar más bien a la derecha, dado el carácter
«conservador» que, por estructura, suele tener el poder judicial, al menos en
muchas constituciones. Los jueces tienen la misión de «dar a cada uno lo
suyo», pero «lo suyo» de cada cual es aquello que determina el Parlamento.
Muchas veces la preferencia parlamentarista suele oponerse también a la
preferencia por el ejecutivo, considerada por muchos como rasgo típico de
la Derecha; lo cual tampoco puede considerarse aisladamente, sino que es
preciso determinar las relaciones de estas preferencias junto con las de las
otras variables.
Línea 8: la Iniciativa popular. La actitud ante la institución llamada de
«iniciativa popular» suele ser reivindicada por la izquierda, como una vía
mediante la cual «el pueblo» puede directamente intervenir, sin mediación
de los partidos políticos y sin ajustarse a los plazos electorales, en el
planteamiento de una nueva norma legal. Sin embargo, hay que tener en
cuenta que, de hecho, la iniciativa popular puede ser también una vía
abierta para que por ella camine una corporación, o cualquier otra facción o
secta que, por sí misma, podría representar tanto valores de la Derecha
como de la Izquierda.
Línea 9: el Sindicato. Los sindicatos de clase, en principio, fueron
organizaciones privadas, no públicas, de signo izquierdista, pero han
llegado a ser, sobre todo a raíz del fascismo, instituciones públicas. La
izquierda ha solido distinguirse por su apoyo a los sindicatos obreros; la
derecha por su apoyo a la patronal (simbólicamente esta oposición se
representaba por la oposición de la cuchara y el tenedor; símbolos que
pasaron a formar parte de una versión popular de la Internacional, cantada,
en los años treinta, por los trabajadores españoles: «¡Arriba los de la
cuchara, abajo los del tenedor, marchemos todos reunidos, viva la
revolución!»). El sindicato, como criterio discriminador de la Izquierda y de
la Derecha, experimenta, en las últimas décadas, un importante
desplazamiento a raíz del fenómeno creciente del paro estructural; porque
los sindicatos, convertidos prácticamente en sindicatos de funcionarios o al
menos de trabajadores vitalicios, no pueden, por definición, representar a
los desempleados.
Línea 10: el Ejército. La izquierda ha solido reivindicar los valores
antimilitaristas, en relación con el pacifismo («¡Abajo las armas!», de los
espartaquistas); esta reivindicación ha vuelto a ponerse en primer plano en
nuestros días a propósito de la «objeción de conciencia» al servicio de
armas, y aun de la «insumisión». Sin embargo, tampoco parece posible
adscribir a la Izquierda el antimilitarismo, porque en esta hipótesis no
podría darse cuenta de las tendencias de la izquierda revolucionaria, no
solamente de la tradición leninista, sino también guevarista y, en general, de
los ejércitos de liberación nacional.
Observación. No hemos considerado como línea discriminadora de primer
orden a la cuestión del crecimiento económico (o del progreso económico, o
del progreso en general), a pesar de que esta cuestión no puede menos de
ocupar un puesto central en los programas políticos de la izquierda (y
también de la derecha). Sin embargo, acaso cabría afirmar que las opciones
de la izquierda (o de la derecha) ante las cuestiones del crecimiento o del
progreso, no se fundan tanto en la consideración del crecimiento económico
o del progreso «en sí mismo» (sólo cuando se adopta una perspectiva ética –
que suele ser llamada filosófica– invocando, ya sea un desarrollismo utópico
que conduciría al hombre del futuro, al modo de la Crítica al programa de
Gotha, ya sea, al modo de W. Harich, la conveniencia de una planificación
austera, ajustada a las necesidades básicas; puede decirse que tiene lugar
una polarización ante el crecimiento o el progreso, considerados por sí
mismos) cuanto en la consideración de las implicaciones sociales y
ecológicas de su proceso. Así, «la izquierda» apoyó la política del
crecimiento económico en porcentajes próximos al 10% del PIB en los
momentos del auge de la revolución científica e industrial (Bernstein,
Hilferding,...; así también, la consigna «soviets y electrificación de Rusia» de
Lenin), pero teniendo en cuenta que el crecimiento económico implicaba la
expansión de la clase obrera –que se traducía en una ventaja electoral– o
bien el fortalecimiento de la «Patria del socialismo». Sin embargo, una vez
advertidas, en la segunda mitad del siglo, las consecuencias sociales y
ecológicas del crecimiento económico indefinido y de su estructura, es decir,
«los costes del desarrollo económico» (para utilizar la fórmula de E.J.
Mishan), se ha ido consolidando una corriente izquierdista de opinión
favorable a una revisión de las políticas desarrollistas, ligadas a la idea del
progreso, en general (W. Harich, J. Herbirg, &c., por no hablar de la escuela
de Frankfurt o de la izquierda verde, &c.).
Discriminadores semánticos materialmente políticos
Línea 11: el Matrimonio. La institución del matrimonio suele también ser una
variable tomada por la izquierda como discriminador semántico de la
derecha. La derecha suele ser caracterizada por su defensa del matrimonio
indisoluble, &c.; mientras que la izquierda estaría asociada al divorcismo, a
la equiparación entre los hijos naturales y los habidos dentro del
matrimonio; también, según algunos, al igual que vimos ocurría con el
Trono, el Altar, el Estado, &c., en la anulación de la institución. Sin embargo,
este discriminador tampoco puede ser tratado aisladamente, salvo que se
mantenga un concepto puramente ideológico de la izquierda o de la
derecha.
Línea 12: los Sexos. Las cuestiones relacionadas con la diferencia de sexos
suelen también ser tomadas como discriminadores entre izquierda y
derecha; la Izquierda se caracterizaría por su reivindicación de la igualdad
de derechos, mientras que la Derecha tendería a mantener determinadas
diferencias. Sin embargo, este criterio sigue siendo muy ideológico puesto
que el concepto de «igualdad» es por sí mismo muy ambiguo y tiene que ser
definido en cada caso en términos políticos.
Línea 13: la Homosexualidad. También la Izquierda suele caracterizarse por su
respeto hacia las relaciones homosexuales y su reconocimiento público; la
Derecha se caracterizaría en cambio por su tendencia a no reconocer estas
situaciones, o considerarlas más en términos médicos que políticos.
Línea 14: la Eutanasia. Como discriminador semántico, cabría advertir una
tendencia de la Izquierda empírica hacia la defensa de la eutanasia, frente a
una tendencia de la Derecha hacia su limitación o incluso su total
prohibición.
Línea 15: el Aborto. En las últimas décadas el «derecho al aborto libre» ha
sido una reivindicación asumida por los partidos de la izquierda, frente a la
prohibición, total o parcial, que habría sido característica de los partidos de
la derecha. Este discriminador, sin embargo, constituye uno de los puntos
en donde los presupuestos ideológicos de la izquierda ofrecen las mejores
oportunidades para su análisis.
Línea 16: la Pena de muerte. Esta variable suele constituir un discriminador
muy característico de la izquierda, aun cuando las posturas abolicionistas
suelen también ser compartidas por la derecha en algunos países. El análisis
de esta variable, cuanto a su fundamento, ofrece también oportunidades
muy fértiles para determinar el significado de la oposición entre Izquierda y
Derecha.
Línea 17: el Manicomio. La política que tiende a la supresión de la institución
del manicomio ha solido también ser considerada como propia de la
Izquierda; lo verdaderamente importante aquí también, desde un punto de
vista teórico, es regresar hacia los fundamentos en los que se apoya esta
política.
Línea 18: el Diálogo. La contraposición entre procedimientos de diálogo para
resolver las discrepancias políticas o de otra índole y procedimientos
dogmáticos (o simplemente de intervención externa o factual en la toma de
decisiones), suele también servir de discriminador entre las posturas de la
derecha y de la izquierda; pero en cualquier caso este discriminador tiene
que ver con la cuestión de la tolerancia.
Línea 19: el Ecologismo. La «defensa de la Naturaleza», el comportamiento
ético ante los animales, &c., suelen ser variables discriminadoras de las
posiciones de Izquierda o de Derecha; también aquí es imprescindible la
consideración de los fundamentos. Una encuesta que se atuviese
exclusivamente a las posiciones prácticas ante estos problemas serviría de
muy poco a efectos de una diferenciación teórica entre Izquierda y Derecha.
Línea 20: la Redistribución de la riqueza. Englobamos en esta línea a todas las
instituciones que regulan la posibilidad de participar a los ciudadanos en
una riqueza o renta común (agrícola, industrial, &c.). Es esta variable una de
las más importantes desde el punto de vista teórico. ¿Por qué no
considerarla como formalmente política, puesto que atañe al núcleo de los
planteamientos de la política económica misma de los partidos políticos? La
razón es que esta «variable» no es por sí misma política, desde el momento
en que sus valores (al menos teóricamente) podrían establecerse en virtud
de mecanismos «apolíticos» (de mercado, de azar, &c.). Sin embargo, lo
cierto es que estos valores constituyen materia de principal significación para
cualquier orientación política; pues incluso la actitud «ultraliberal» de
quienes recomiendan dejar a las leyes del mercado o a la iniciativa privada
la resolución de los problemas relativos a las pensiones (contributivas o no
contributivas) de los ciudadanos, tiene un significado político. Un
significado que es, además, calificado de «derechas» (sin perjuicio de que el
partido considerado en España como conservador, o de centro derecha, el
PP, se haya distanciado de esta actitud con ocasión de la reunión en Madrid,
en octubre de 1994, del FMI, acusando incluso a la política del PSOE, en el
poder, de estar practicando de hecho las recomendaciones del Fondo, a
pesar de sus declaraciones retóricas en contra de ellas. La Izquierda suele
mantener en sus programas reivindicaciones más o menos precisas relativas
al Impuesto sobre la Renta, a la Seguridad Social, a las jubilaciones y las
pensiones, los subsidios regulares a los desempleados, y, en general, al
llamado «Estado de bienestar». Estas variables obligan a interconectar la
mayor parte de todas las restantes, incluyendo las que tienen que ver con el
Estado y con la democracia.
Discriminadores semánticos oblicuos desde el punto de vista político
Línea A: Teísmo/Agnosticismo/Ateísmo. El teísmo suele ir asociado a la
Derecha; el agnosticismo también suele ser marca de una derecha liberal,
pero también la socialdemocracia de izquierda ha incorporado bajo su
bandera el agnosticismo, precisamente en cuanto distinto del teísmo o del
ateísmo (adscrito a la Izquierda marxista).
Línea B: Violín/Guitarra. Podrían ser símbolos discriminadores de la derecha
elitista y de una izquierda populista; habría que extender estos símbolos a
las preferencias por la música popular, música de rock, &c. y la música
académica. Sin embargo, habría que tener en cuenta, por ejemplo, que el
ballet, acaso por la influencia de la Unión Soviética, tiende a ser
reivindicado como un «arte de izquierdas», rescatándolo de la tradicional
adscripción a las élites burguesas. La Opera, sin embargo, sigue siendo un
discriminador de la derecha o de la burguesía ascendente.
Línea C: Toros/Baloncesto/Fútbol. Es más probable la adscripción de la
preferencia por los toros (en los países hispánicos), acaso del boxeo (en los
anglosajones), a la derecha; el fútbol sería una preferencia de la izquierda y
el baloncesto pertenecería a una subsección que flota entre la derecha y la
izquierda (dada la vinculación del baloncesto a los deportes universitarios:
de hecho, el baloncesto fue inventado por un profesor para entretenimiento
de sus alumnos durante el recreo). Asimismo, la oposición entre golf y
petanca (o bolos) discrimina muy bien a la derecha y a la izquierda (y nos
referimos al golf a pesar de los intentos de la socialdemocracia de convertir
al golf en un deporte de masas). También la oposición entre tenis y frontón
constituye un discriminador muy probable entre la derecha aristocrática o
burguesa (sin perjuicio de que muchos campeones sean de extracción
popular; también los grandes músicos barrocos solían ser criados de
príncipes) y la izquierda populista. También la oposición entre ruleta y
bingo podrían constituir discriminadores eficaces. En cambio es interesante
observar la escasa función discriminativa de oposiciones tales como tresillo
y mus, dominó y parchís, damas y ajedrez, &c.
Línea D: Chalet/Piso. El chalet, incluso en la forma de «adosado de
urbanización», caracterizaría a la derecha, más bien social que política (dada
la tendencia de muchos socialdemócratas a buscar habitáculos en
urbanizaciones de rango medio o alto). El significado político de esta
variable está no solamente vinculado a las variables de renta, sino también a
otras muchas variables culturales (por ejemplo el éxito mundial de los
discos compactos de canto gregoriano no se explica al margen del parque de
equipos de alta fidelidad distribuidos en el salón de los miles de chalets
adosados).
Línea E: Whisky/Tinto. Las razones por las cuales la derecha se inclinaría por
el whisky no son difíciles de explicar, sobre todo si se tienen en cuenta las
circunstancias y modos de utilización de este líquido. Otro tanto se diga del
vino. Pese a la regresión actual del uso del tabaco, sería interesante seguir la
evolución de los hábitos de la izquierda y de la derecha ante el cigarro puro,
el cigarrillo con o sin filtro y el cigarrillo de picadura.
Línea F: Transporte privado/transporte público. Esta distinción, en otros tiempos
muy significativa, se desvirtúa con la generalización de los coches
utilitarios; sin embargo, subsiste como criterio de principio en relación con
argumentos ecologistas.
Línea G: Bigote/barba. En muchas épocas y países el bigote y la barba han sido
emblemas de identificación partidista, sobre todo en los miembros de la
clase política, tan eficaces como puedan serlo los carnets del partido (bigote
hitleriano, falangista, &c.; barbas fidelistas, socialdemócratas españolas,
&c.). Este criterio plantea la cuestión de si estos emblemas tienen un alcance
meramente coyuntural o si tienen raíces más profundas de índole
psicoanalítica (en este contexto sería interesante analizar las razones por las
cuales las ordenes religiosas, aparte de aquellas cuyos miembros se afeitan,
llevan barba –venerabilis barba capuchinorum, para utilizar la letra del célebre
motete irónico de Mozart–, pero no bigote).
Línea H: Corbata/sin corbata. La corbata va asociada históricamente (desde su
origen croata) a la derecha (acaso por su origen militar); el quitársela ha sido
y sigue siendo para muchos «seña de identidad» izquierdista. Es interesante
observar cómo los miembros de la clase política, que llevan corbata en la
vida urbana (sobre todo en oficinas públicas, ministerios, &c.), se la quitan,
sobre todo si son de izquierda, en época electoral, cuando tienen que
comparecer ante el pueblo soberano (el criterio de la camisa –camisados y
descamisados–, como el de la cuchara y el tenedor, son emblemas mucho
más circunscritos a países en vías de desarrollo). También tiene interés
profundizar en el simbolismo machista de la corbata, símbolo del pene, si
nos atenemos a la interpretación de algunos psicoanalistas.
Línea I: Amarillo/Rojo... Los colores eran los símbolos de los partidos
ecuestres en el imperio bizantino, como antes hemos dicho; la izquierda ha
propendido a elegir el rojo y el verde; el amarillo o el negro han sido
preferidos por partidos de derecha. El simbolismo político de las
preferencias cromáticas puede tener un fundamento muy primario o
meramente coyuntural; tampoco hay que descartar simbolismos de base
subconsciente.
Línea J: Escuela/Colegio. Esta oposición clásica entre escuela pública y colegio
privado (que en el terreno de las palabras intenta ser desvirtuada por la
nueva denominación oficial de «colegio» que han recibido las antiguas
escuelas públicas) sigue polarizando la derecha y la izquierda desde el
punto de las familias que eligen centros de estudios para sus hijos. Durante
el franquismo, sin embargo, la izquierda de élite tendió a fundar sus propios
centros privados de enseñanza; sin embargo, la izquierda popular siguió
enviando a sus hijos a las escuelas públicas, muchas veces por la única razón
de ser más baratas.
4. A la vista de una denotación tan abundante, y fluida de valores, como la
que nos ofrece la muestra de treinta líneas que hemos esbozado, habría que
suscitar la cuestión previa sobre la posibilidad de alcanzar la determinación
de algún tipo de unidad entre valores tan diversos y heterogéneos. ¿Qué
tiene que ver el trono con la eutanasia, o la abolición de la pena de muerte
con la guitarra?
Sin duda, hay correlaciones estadísticas entre las líneas, desde el punto de
vista de las preferencias de los diversos valores por parte de una población
dada. Por ejemplo, un alto cargo político (un socialista, Presidente del
Senado) se ha atrevido a hablar, en 1994, de un «nacionalismo españolista
que nunca ha superado la dimensión del trono y del altar y que encuentra
su fundamento y su rentabilidad electoral en la especificidad catalana o
vasca». Además, las correlaciones pueden rebasar el campo estrictamente
político; diremos que están asociadas o correlacionadas positivamente (en
mayor o menor grado) con las opciones políticas de Izquierda o de Derecha.
Así, preferir el vino a la cerveza puede estar correlacionado con la izquierda
o con la derecha, y otro tanto se diga con las preferencias históricas o
estéticas (preferir a Carlos V frente a los comuneros, o el patronazgo de
Santiago al de Santa Teresa, o a Pompeyo frente a Espartaco, o a Wagner
frente a Mahler).
Estas correlaciones entre valores o posiciones de izquierda y de derecha
manifiestan por lo menos la gran amplitud de estas opciones. A partir de
correlaciones empíricas podríamos establecer estructuras fenoménicas (de
tipo estadístico) del estilo de las llamadas «actitudes primarias» (Eysenck),
determinando, por análisis factorial, las líneas principales de correlación, las
composiciones necesarias, pero bifurcables (la derecha puede ser dura –
derecha fascista– y blanda –derecha democrática o liberal–; la izquierda
puede también ser dura –comunismo soviético– y blanda –la «izquierda
democrática»).
Pero, desde el punto de vista filosófico no es suficiente mantenernos en el
plano de estos conceptos fenoménicos (estadísticos), propios de la Sociología
política o de la Psicología social, porque nos interesan las razones de la
conexión entre los valores correlacionados (y a título de razones etic, y no
meramente emic). En cualquier caso, la característica de una función capaz
de conducir a cada valor (dadas las variables y los parámetros) y, más aún, a
las modificaciones en la polarización de los valores (a partir, desde luego, de
la inserción de una variable en contextos diferentes) requiere regresar a
conceptos muy abstractos, que no por ello han de tener que dejar de ser
rigurosos.
5. Vamos a ensayar la construcción de un concepto funcional de Izquierda
suponiéndolo conformado como una función de dos características
variacionales, que deben determinarse en planos muy abstractos a fin de
que puedan cubrir campos de variables muy diversas aun dentro de unas
coordenadas políticas. De este modo, la forma de la función «izquierda»
podría ilustrarse por la forma de la función «movimiento compuesto» de un
proyectil que gira sobre sí mismo al propio tiempo que se desplaza
siguiendo una trayectoria parabólica (por ejemplo, la función «revolución
planetaria», en tanto que movimiento compuesto por dos características, la
rotación sobre sí mismo y la traslación por su órbita en torno al Sol). Las
características variacionales que hemos elegido las llamaremos racionalismo
y socialismo; características que sería preciso redefinir y afinar, dada su
ambigüedad. Advirtamos que, en el presente, no es posible, por ejemplo,
definir a la izquierda por la «democracia», pongamos por caso, puesto que,
como hemos dicho, también la derecha ha incorporado a sus programas los
principios de la democracia parlamentaria.
Desde luego, considerar al racionalismo y al socialismo como notas
características constitutivas de la Izquierda no es nada exótico, sino
tendencia muy común, y no sólo en lo que concierne a la socialdemocracia,
sino, sobre todo, a la tradición marxista (Lukacs, por ejemplo, consideraba el
asalto a la razón como tendencia característica de la derecha burguesa). En
este lugar exponemos una visión de la Izquierda muy distinta, sin embargo,
a la que tiene la autodenominada «nueva izquierda» (incluyendo aquí, en
parte, a la escuela de Frankfurt, pero también a la escuela de Foucault o a
individuos como T. Negri, en Italia); entre otras cosas porque el concepto de
Izquierda lo centramos en el campo de la política práctica, más que en el
análisis antropológico o sociológico de nuestro tiempo. En efecto, la llamada
«nueva izquierda» (nombre que suele adoptarse por contraposición a la
izquierda marxista «tradicional», huyendo también de la socialdemocracia)
no atiende tanto a la socialización, como superación de la explotación,
cuanto a la descomposición del orden social de la «dominación» (en una
línea de cuño anarquista que contrapone Max Weber a Marx); es decir, la
descomposición de lo que Goffman llama «instituciones totales», de la
violencia, &c.; pero también desconfía la «nueva izquierda» de la razón, en
cuanto facultad fácilmente convertible en «razón instrumental» (como si,
alguna vez, la razón pudiera dejar de serlo, como si, alguna vez, el
comportamiento operatorio racional pudiera concebirse al margen de los
intereses o fines en los que van envueltas las operaciones).
En cualquier caso, el racionalismo no es una nota exclusiva de la Izquierda,
puesto que, a pesar de Lukacs, también hay un racionalismo de derechas.
Pero con el socialismo ocurre otro tanto: hay un socialismo de izquierdas,
pero también hay un nacional socialismo, considerado generalmente de
derechas, y esto sin contar con el socialismo real de la Rusia soviética, que
muchos consideran hoy como conservador. Asimismo los movimientos
socialistas, y aun colectivistas, de naturaleza teológica (islámica o cristiana)
difícilmente pueden llamarse de izquierda, en el sentido político,
precisamente por su componente irracionalista.
El racionalismo y el socialismo los interpretaremos, por supuesto, como
características variacionales, susceptible de determinarse según diversos
grados y no como notas rígidas. El concepto de Izquierda, o el de Derecha,
podrán ser así presentados como conceptos variacionales.
Además, es preciso redefinir racionalismo y socialismo, de tal modo que no
se nos den como dos características externas, la una respecto de la otra,
meramente yuxtapuestas; pues del hecho de que puedan variar
independientemente, en ciertos intervalos, y aun llegar a un límite nulo
alguna de ellas, subsistiendo la otra, no cabe deducir que su unión sea sólo
de mera yuxtaposición. Tampoco puede formularse su unidad como una
identidad analítica, puesto que, en tal caso, sería suficiente considerar a la
variable «envolvente». La identidad entre ambas variables puede ser
sintética, es decir, establecida a través de terceros componentes materiales e
históricos (entre ellos, los intereses de grupo, de clase o individuales) que
han de suponerse dados.
Podríamos, en todo caso, representar la función Izquierda por la recta
diagonal de un paralelogramo de fuerzas (z) cuyos lados representasen el
racionalismo (r) y el socialismo (s). Cuando el racionalismo se anula, o se
aproxima a cero, aun manteniéndose la componente socialista, la Izquierda
desaparece, y no ya necesariamente para convertirse en una derecha, sino
sencillamente en un «movimiento tercerista» (como pueda serlo el del
nacionalismo chiíta iraní, o el fundamentalismo argelino de nuestros días);
cuando la componente socialista desaparece, aun manteniéndose el
racionalismo, desaparecen también las posiciones de Izquierda,
reapareciendo ahora, con toda probabilidad, ciertas posiciones de derecha
(«burguesa», «liberal», «anticlerical»). La Derecha se dará, según esto, de
tres modos: (1) la que corresponde a los valores r=1, s=0 (la derecha liberal
burguesa podría caracterizarse por estos valores); (2) la que corresponde a
los valores r=0, s=1 (el nacional socialismo podría aducirse como ejemplo); y
(3) la que corresponde a los valores r=0, s=0 (es decir, la derecha
irracionalista y particularista, la derecha carismática que, por cierto, tiene
precedentes en la «geniocracia» de Fichte o de Nietzsche).
El racionalismo del que hablamos no se entiende en el sentido de esas
concepciones propias del espiritualismo subjetivista (el «yo pienso»), al
modo cartesiano, por ejemplo, según el cual la razón es la facultad de una
conciencia pura, en virtud de la cual ella tiene acceso a las verdades eternas
(y en cuyo contexto alcanza toda su fuerza la llamada objeción de
conciencia); tampoco es la racionalidad del «discurso formal» (en el contexto
de la llamada, por Apel, «ética del discurso»), ni una razón que pueda
considerarse «limitada» por los contextos «instrumentales» en los cuales se
aplica (siendo así que tales contextos son constitutivos de la razón y no
limitativos de la misma). Es la «racionalidad de las manos», el racionalismo
quirúrgico, y sólo por extensión, de los músculos estriados; una racionalidad
que sólo tiene sentido cuando trabaja con materiales ligados necesariamente
a intereses muy diversos y, por supuesto, no siempre compatibles entre sí.
Entendemos en efecto el racionalismo ligado a los sujetos corpóreos
operatorios, mediante operaciones con las cuales es posible componer y
separar objetos estableciendo relaciones y concatenaciones materiales de
identidad causal o estructural. Desde este punto de vista la distinción entre
el trabajo manual y el trabajo intelectual debe ser puesta en ridículo, en
tanto implica que cabe hablar de algún trabajo que no sea «intelectual». Por
lo demás, recalcamos que las operaciones han de suponerse orientadas,
originariamente, en un sentido práctico, operaciones orientadas a conseguir
la satisfacción de las necesidades o intereses más perentorios de índole
biológica y social. En este punto sería preciso plantear la conexión entre
racionalismo y verdad: la práctica no puede disociarse enteramente de la
verdad objetiva dada en función de los fines, aun cuando esta verdad sólo
pueda ser establecida retrospectivamente, y no en el momento de planear
las operaciones cuyas consecuencias no pueden conocerse plenamente por
quien ejecuta la acción. Sobre todo es imprescindible establecer la conexión
entre el racionalismo y el error.
Una pregunta fundamental que debe ser hecha es la siguiente: el error, ¿es
práctica preferida por la derecha o bien por la izquierda? ¿Acaso la mentira,
el engaño o la impostura (incluyendo en la impostura el acto de ofrecer
como verdades evidentes lo que son sólo verdades de fe o reveladas) no ha
sido práctica inveterada de la derecha? Toda política fundada en mitos
habría de ser considerada de derecha y no de izquierda. En una palabra, el
racionalismo del que hablamos no puede ser entendido en un sentido
formal, como si la conciencia individual fuese el tribunal supremo, al modo
como la entendió el cartesianismo o el liberalismo kantiano, o como lo
entienden en nuestro días los defensores de la llamada «objeción de
conciencia». No es el racionalismo del homo sapiens, sino el racionalismo del
homo faber. Pero si nos atuviésemos al concepto cartesiano o kantiano de
racionalismo, la izquierda definida sería la izquierda individualista liberal,
un paralelo del anarquismo, pero no toda la Izquierda. Es necesario
establecer la conexión entre el racionalismo y la verdad material, lo que nos
lleva necesariamente a los criterios operatorios necesarios para establecer las
verdades objetivas; la cuestión del dogmatismo, y sus implicaciones con la
intolerancia ante quienes se niegan a admitir los criterios racionales, son
muy delicadas y motivo de extravíos y confusiones incesantes.
Es de importancia fundamental, en todo caso, dar cuenta del nexo interno
que pueda mediar entre racionalismo y socialismo, elegidas como
características de la función Izquierda. No es suficiente, como hemos dicho,
considerar a estas características como meramente yuxtapuestas, un poco al
modo a como Bertrand Russell manifestaba las convicciones fundamentales
que constituyeron el argumento de su vida: «los motores de mi vida han
sido la pasión por el conocimiento y la pasión por la justicia». Pues no se
trata de fundamentar aquí un «socialismo de la benevolencia», o
simplemente la conexión empírica de dos características que pudieran ir por
separado desde su principio. Es preciso tratar de regresar hacia un punto en
el cual el nexo interno entre racionalismo operatorio y socialismo pueda ser
establecido, de suerte tal que las disociaciones puedan ser explicables desde
esa unión originaria. Desde las coordenadas del materialismo filosófico el
nexo entre el racionalismo operatorio y el socialismo hay que establecerlo a
partir de la igualdad originaria entre los sujetos operatorios que constituyen
los grupos sociales de la misma especie, a partir de un determinado estado
de desarrollo. Por ello, y no solamente en una perspectiva distributiva, sino
en la perspectiva atributiva del trabajo cooperativo del grupo. Desde este
punto de vista cabe afirmar que el racionalismo es originariamente
«democrático» (aunque dejando al margen el concepto de la democracia del
voto, o de la opinión), pues democrática es la igualdad en el logos
operatorio y manual de los miembros del grupo: lo que vale para mi
racionalmente, debe valer para los demás, y esto, no en virtud de ningún
presupuesto ético o humanista-formal, sino en virtud de presupuestos
materiales. Lo racional-causal es común a los diversos hombres de cada
cultura (y luego de las diversas culturas entre sí). También es el fundamento
por el cual puede decirse que unas culturas son superiores a las otras
(tomando como criterio de superioridad la capacidad de una cultura para
reconstruir en sus términos, racionalmente, a otra, teniendo en cuenta que
esta capacidad no es simétrica). En consecuencia será irracional el arrogarme
un privilegio individual o de grupo en cuanto a mis capacidades racionales,
en el sentido dicho. Según esto el socialismo no se deriva del racionalismo,
por cuanto éste, en cierto modo, implica a aquél, una vez que hemos
retirado los «velos» echados por el particularismo o el elitismo (velos que
tienden a entender la razón como efecto de un don divino o de una
inspiración angélica, o acaso como expresión de algún cerebro privilegiado
por la raza o por la historia).
Ahora bien, el socialismo, que consideramos constitutivo del racionalismo
operatorio, ha de entenderse en un plano esencial o estructural (no por ello
menos real), y no en el plano empírico o fenoménico. Se comprende
plenamente esta distinción desde premisas materialistas teniendo en cuenta
que los sujetos corpóreos racionales no están dados ex abrupto, por
emergencia de algún oscuro principio, sino que son resultado de una
evolución, y no sólo filogenética o histórica, sino también ontogenética y
biográfica (en la escuela primaria el dogmatismo racionalista toma contacto
con el mundo de los fenómenos). Una evolución que no es, por otro lado,
uniforme y homogénea, ni, menos aún, indefinida (como lo creyeron los
profetas del «progresismo»). Hay que partir, por tanto, no de una situación
de igualdad empírica originaria (al modo de Rawls) sino de una situación de
desigualdad, y no sólo inicial (prehistórica), sino recurrente. Cada vez que
nace un nuevo ser humano la desigualdad originaria se re-produce y su
transformación sólo puede tener lugar mediante la «socialización» del peor
dotado en un ámbito racional.
Dicho de otro modo: la situación de la que partimos no es tanto la de un
estado originario de igualdad real, del cual los hombres se hubieran
extraviado a lo largo de la historia; puesto que solamente puede hablarse de
un estado original de igualdad virtual, en función de un estado ulterior en el
cual los individuos y los grupos, diferentes entre sí por motivos ecológicos,
históricos o sociales, pueden, sin embargo, entrar en contacto recíproco
como miembros de un todo común (dada la transitividad de las relaciones
de igualdad). Contacto recíproco que, por cuanto parte de desigualdades de
principio y constantemente renovadas, tendrá una naturaleza conflictiva. La
igualdad es un resultado dialéctico, y no analítico, y comporta regularmente
la violencia, cualquiera que sea la forma en la que ésta se manifieste
(comenzando por la violencia en la educación infantil). Y la norma de la
igualdad racional ni siquiera tiene el sentido de «restituir una situación, que
es injusta, a sus verdaderos orígenes», puesto que las desigualdades dadas
no son siempre productos de injusticias (definibles en términos jurídicos)
sino de situaciones naturales o culturales que están al margen de todo marco
jurídico. (¿Puede llamarse injusta –salvo mantenerse bajo la inspiración de
una teología marcionista– a la Naturaleza que «ha instituido» la parte del
león como sistema de redistribución de la pieza cobrada?)
Si definimos la Izquierda por este racionalismo socialista que renuncia a
construir desde el principio, haciendo tabla rasa del pasado, y que sabe que
sólo puede construirse in medias res, a partir de materiales operables,
entonces habrá que admitir también que la Izquierda tiene un signo
predominantemente metodológico. Es de la mayor importancia constatar, para
el entendimiento del alcance de esta función, que su efectividad normativa no
depende de los valores extremos más altos que ella pueda arrojar: la función se
realiza igualmente en los valores intermedios que en los extremos. Dicho de otro
modo: la Izquierda, así definida, no tiene por qué entenderse como un
«proyecto de sociedad igualitaria y racional definitiva» (que podría ser
tenido por utópico); pero ni siquiera porque esta sociedad haya de
concebirse como un «ideal inalcanzable, pero de valor regulativo». No, al
menos desde la perspectiva de una idea funcional, sólo se requiere la
posibilidad de aplicación de la función en determinadas franjas del curso de
las variables. Una ley sobre el impuesto progresivo de la renta es de
izquierdas, aunque no suprima a los ricos. Con esto quiere decirse que la
razón por la cual esa ley del impuesto puede considerarse de izquierdas hay
que ponerla no tanto en el supuesto «milenarista» de que sus resultados
hayan de entenderse únicamente como estadios intermedios hacia la
«igualdad final», cuanto porque la misma ley del impuesto puede ser
considerada de izquierdas ya en el presente y al margen del ulterior curso
de los acontecimientos históricos. Advertimos que, en la otra hipótesis, no
sería posible hablar nunca, en términos positivos, de «valores de la
Izquierda». Por parecidos motivos por los que no podemos hablar, en el
proceso de las investigaciones científicas, de los «contextos de
descubrimiento» mas que cuando hemos alcanzado ya el «contexto de
justificación». En realidad, cabría incluso pensar que la sociedad actual,
dada in medias res, con la que se encuentra hoy la izquierda (800 millones de
habitantes con un nivel de vida «normal» y 5.200 millones de habitantes con
vida «infranormal»), es históricamente irreductible dentro de unos
intervalos de tiempo «manejables»; no por ello la izquierda, como fuerza de
acción, sería menos real. Ni siquiera creemos posible plantear cuestiones
sobre «condiciones de posibilidad» previas a toda materia, que pudieran
llevarnos a fingir algo que siendo «lógicamente posible» fuese «fácticamente
inviable», como algunos dicen del perpetuum mobile de primera especie; pues
no hay posibilidades lógico formales previas a las condiciones constitutivas
de una materialidad dada, ni hay «condiciones generales de posibilidad
para una ética del discurso» (en el sentido de Appel o Habermas), ni
«condiciones iniciales» (de Rawls). Sólo hay situaciones reales asimétricas en
las cuales la única relación es la de dominación y conflicto, y a partir de las
cuales habrá que definir la función de Izquierda (o la de Derecha).
Consideramos al «formalismo germánico», que se extiende desde Kant hasta
Habermas, como una última pulsación del idealismo.
La Izquierda, como actitud metodológica, no sólo no implica, por tanto, la
hipótesis de una igualdad de origen, sino que tampoco requiere la conquista
de una igualdad de término o final (lo que obligaría a definir a la Izquierda
en función de ese estado final igualitario de la Humanidad). La «disposición
izquierdista» no tiene por qué entenderse siquiera como comprometida en
el proyecto de una «Humanidad total» (que tampoco tiene por qué negar);
puede explicarse simplemente como resultante de la dinámica de la
«energía expansiva» de intereses canalizados por un racionalismo
socializado cuyo desarrollo, a partir de un cierto nivel histórico, se
encuentra con los obstáculos constantes del elitismo de los grupos
privilegiados, con las aristocracias de sangre o con las oligarquías, y procede
en el sentido de tratar de borrar esas diferencias sin necesidad, para ello, de
forjar planes universales de signo milenarista. La imposibilidad de construir
una máquina que sea perpetuum mobile no es motivo para desistir del intento
de construir máquinas de movimientos no perpetuos pero con el mayor
rendimiento posible.
La derecha, a diferencia de la izquierda vendría determinada, sobre todo,
por el particularismo (elitista, mesiánico, racista), consistente en que un
grupo, o una nación, o una iglesia, se considere como depositaria de las
facultades superiores de la Humanidad que, desde su punto de vista, han de
cifrarse en facultades de índole praeterracional (revelación, fe, intuición
salvadora). La derecha, sin embargo, no sólo se define por ese
particularismo, sino por la tendencia «metodológica» a mantenerlo de algún
modo como procedimiento prudente para lograr una selección social (lo que
no excluye que pueda incorporar muchas de las reivindicaciones, en un
momento dado, comunes a las de la izquierda). En el supuesto del
socialismo religioso o místico es evidente que nos situamos cerca de una
corriente comunalista que tampoco puede considerarse de izquierdas, en el
sentido dicho.
6. Ensayemos, aunque muy brevemente, algunas muestras de «obtención»
de valores concretos de la función Izquierda, cuando ello sea posible, a
partir de las características funcionales definidas, aplicándolas a las líneas
de variables que hemos considerado anteriormente. En general, habrá que
tener en cuenta que los valores concretos obtenidos no tienen por qué
considerarse como valores «unívocamente booleanos», valores 1 o 0, en el
sentido de que, ante un parámetro dado, por ejemplo, el trono, haya que
asignar a la Izquierda el valor 0 y a la Derecha el valor 1. Esto sólo sería
aceptable en algunos casos, a lo sumo. Hay que comenzar contemplando la
posibilidad de «cursos de valores» (que pueden disponerse en una
ordenación ascendente o descendente, o en zig-zag) determinados por las
codeterminaciones entre valores e diferentes líneas; cursos de valores que
habría que poner en correspondencia con las sucesiones de posiciones
históricamente recorridas por un partido político o corriente adscribible a la
función de Izquierda (o a la de Derecha).
Línea 1. Dada una sociedad política constituida como monarquía hereditaria,
sin perjuicio de la eutaxia que ella pueda comportar, se comprende que la
metodología de los grupos o partidos de Izquierda haya de orientarse, salva
prudentia, a alejarse lo más posible de la monarquía absoluta dinástica, y a
transformar, en el límite, la institución monárquica en republicana. En
efecto, el principio de la monarquía hereditaria es irracional tanto por la
desigualdad que él implica (el privilegio en favor de una dinastía) como por
el carácter gratuito de esta asignación. La monarquía constitucional suaviza
estas contradicciones y aun reduce teóricamente la monarquía al terreno
puramente ornamental, cuya justificación tiene que apelar a fundamentos
sumamente oscuros de índole estético, aunque en el fondo dependientes de
una concepción de la política (sobre todo internacional) como actividad
colindante con las prácticas de la taumaturgia, del engaño o de la
charlatanería ante terceras potencias o, simplemente, del disimulo de los
verdaderos «grupos de poder» que la Corona encubre.
Línea 2. La desvinculación, en grados diversos, del altar, es una
reivindicación de cualquier forma de izquierda, deducible inmediatamente
de las pretensiones praeterracionales o sobrerracionales asociadas a
cualquier iglesia o confesión religiosa. La izquierda, en este orden, será la
defensora de una constitución laica. Las gradaciones que aquí son posibles
son bien conocidas: desde un reconocimiento constitucional de una
dogmática determinada, hasta las relaciones establecidas por concordatos o
por una política puntual (relativa al patrimonio artístico, a la educación,
&c.). En este punto es en donde se plantea la cuestión de la posibilidad
misma de una izquierda cristiana o musulmana, y, por tanto, la cuestión de
la naturaleza política de los movimientos ligados a la denominada «teología
de la liberación». Sin duda, el adjetivo «cristiano» puede tener un
significado muy general (de «inspiración» más que de sumisión a las
directivas de una Iglesia positiva). En general, nos inclinaríamos a entender,
desde las coordenadas establecidas, que los componentes izquierdistas de
una corriente confesional tienen un carácter más bien social (por sus
tendencias comunitarias, de beneficencia, &c.) que político, o dicho de otro
modo, que este izquierdismo tiene un alcance más bien analógico y oblicuo.
Línea 3. La determinación de los valores que puede tomar la función
Izquierda ante el Estado es asunto de complejidad casi inabordable, dada la
diversidad de valores codeterminantes. Lo único que podremos decir aquí
es manifestar la posibilidad de concluir, al menos, desde nuestras
coordenadas, lo inconveniente de asociar sin más la Izquierda a los valores 0
dados en esta línea (es decir, de identificar sencillamente Izquierda con
anarquismo), considerando, por tanto, como valores de la derecha, abierta o
enmascarada, a los de cualquier posición que implique el reconocimiento
del Estado. Pues el Estado no es una institución abstracta («el poder») sino
determinada, de la que partimos (como Estado feudal, u oligárquico, o como
Estado socialista); y sólo a su través las características de racionalismo y
socialización pueden alcanzar, como hemos dicho, un significado político.
Lo que nos parece pura metafísica política es comenzar presuponiendo que
racionalidad equivale sin más a «juicio individual o subjetivo», o que hacer
tabla rasa de cualquier forma de reconocimiento de las configuraciones de
grupo o históricas es la única forma de mantener una posición racionalista y
libre; esto equivaldría a un formalismo muy próximo al que se presupone en
la teoría de la «democracia formal». Los valores de la Izquierda, en esta
línea, son muy diferentes según las variables de partida. Si un Estado está
controlado por una oligarquía nacional o multinacional, la izquierda, por su
variable socialista, tendrá que orientarse en el sentido de la estatalización de
las grandes empresas productoras o comerciales; si el Estado es socialista
(en cuanto al control de las grandes fuentes de producción y distribución) la
izquierda, por su variable racionalista, y en determinadas circunstancias (en
las cuales la socialización burocrática haya conducido a situaciones
«irracionales») podrá defender la privatización en algún sentido,
precisamente para devolver la posibilidad de que actúen otros mecanismos
de la razón dialéctica.
Línea 4. Es muy difícil, por no decir imposible, «deducir la democracia
parlamentaria» de la función de la Izquierda. Para plantear políticamente el
problema, creemos imprescindible situarnos en la perspectiva de la eutaxia
(pues la eutaxia de la sociedad política dada no tiene nada que ver con
ningún planteamiento doctrinario, utópico o apocalíptico, sino que se refiere
a la misma existencia de la sociedad política de la que partimos{7}). Ante
todo, hay que distinguir también aquí el plano en el que tiene lugar la
composición de los intereses subjetivos (individuales o colectivos) y el plano
en el que tienen lugar las composiciones de las líneas objetivas (que, por su
parte, contienen también entre ellas a las propias decisiones subjetivas, a la
«voluntad popular», en el mejor caso). La línea de las decisiones subjetivas
puede dibujarse, a veces, a contracorriente de las líneas objetivas atribuibles
a la eutaxia (la voluntad popular puede estar «equivocada» o «fanatizada»,
eligiendo, por ejemplo, plebiscitariamente a un Führer capaz de llevarle a la
ruina); pero la línea de las composiciones objetivas no puede ir a
contracorriente de las líneas subjetivas de quienes tienen que realizarla.
Pues esto convertiría aquellas líneas objetivas en líneas puramente virtuales
o utópicas. Ahora bien, es evidente que el sistema parlamentario no puede
considerarse como el único modo de expresión de la «voluntad general»; el
consensus omnium puede atribuirse también a una sociedad política de tipo
feudal, pues también allí hay un «plebiscito cotidiano», para utilizar la
expresión de Renan, hay un pacto social (o multitud de «contratos
sinalagmáticos»), si se tiene en cuenta que «pacto» no implica igualdad o
simetría entre los acuerdos de las partes contratantes. ¿Se diría que,
mediante la democracia parlamentaria todos los ciudadanos pueden
expresar su opinión y que, por tanto, este es el sistema más racional posible?
No, puesto que no se ha definido, en cada caso, la racionalidad política; y la
racionalidad política no puede entenderse, desde luego, al margen del poder
político (del mismo modo a como la racionalidad mecánica no puede
definirse al margen de las fuerzas gravitatorias o de las inerciales). Pero el
poder político tiene que ver, sobre todo, con las fuerzas subjetivas efectivas,
«fácticas» (que son de naturaleza social), por tanto, con sus intereses
(aunque estos tengan un fundamento imaginario). Si se defiende la
racionalidad política en función de la eutaxia objetiva, sólo en el caso en el
cual las decisiones subjetivas estuviesen de acuerdo con las líneas racionales
objetivas supuestas cabría hablar de racionalidad política; pero esto no tiene
por qué ocurrir, es decir, la «voluntad unánime» no es infalible. ¿Quien se
atrevería a defender la tesis de que la voz del pueblo es la voz de Dios? Es
por tanto pura metafísica, teológica o secularizada, suponer que las urnas
expresarán inmediatamente la racionalidad de una voluntad política del
pueblo. Y, en el caso ordinario de la multiplicidad de decisiones que
representan intereses diferentes, tampoco hay ninguna garantía para
afirmar que la mayoría (absoluta, simple, minoritaria) sea la más racional,
puesto que las minorías pueden tener también «muy buenas razones».
Luego la racionalidad de la democracia parlamentaria habría, en todo caso,
que ponerla en otro lado. No, desde luego, de un modo inmediato, en la
«razón de las fuerzas subjetivas, voluntaristas», pues no está demostrado
que la mayoría numérica, en una sociedad política dada, tenga por ello la
superioridad militar. El «criterio de la mayoría» debe tener otros
fundamentos funcionales (al margen de los ideológicos), y esto sin perjuicio
de que, simbólicamente al menos, la mayoría suela ser asociada
groseramente al mayor poder y fuerza. Probablemente el fundamento del
«criterio de la mayoría» tiene que ver, más que con su correlación con la
«fuerza militar», con la previa renuncia de las fuerzas políticas a la
violencia, dentro de una sociedad política que, a su vez, forme parte de un
sistema internacional de sociedades políticas democráticas. Esto supuesto, la
racionalidad de la democracia parlamentaria, en función de la eutaxia,
podrá darse como probada, pero sólo en virtud de una petición de principio,
a saber: que se esté dispuesto a atenerse a las decisiones de la mayoría
expresada cada cuatro, seis o n años; porque, si de hecho, la regla es
respetada, podrá asegurarse, en virtud de esa petición (tautológica) de
principio, que la eutaxia existe, y que no está amenazada, por ejemplo, por
una potencia exterior de dimensiones tales –derivadas de su poder militar o
demográfico– que comprometan la propia eutaxia de las sociedades que se
ajustan a las reglas democráticas. Podríamos llamar a esta fundamentación
de la democracia la «justificación tautológica de la democracia», pero
siempre que se entienda la tautología en un sentido sintético, y no analítico
(un sentido análogo al que suele atribuirse al principio darwiniano de la
«selección natural de los mejor dotados»). La democracia, en suma, no es en
estas circunstancias la causa de la eutaxia política cuanto el efecto o síntoma
de esta eutaxia (como lo era, en el sistema feudal, la ausencia de motines
campesinos o la ineficacia de los mismos). No se trata, por tanto, de que «el
pueblo soberano» exprese en las urnas su voluntad política sobre
determinados planes y programas que, en ningún caso, «él» ha formulado ni
puede entender en todo su alcance; que, además, ni siquiera acepta, por
«juicio propio», sino en virtud de un juicio que está determinado (aunque
no se considere coactiva esta determinación) por la propaganda electoral. Se
trata de que, por el hecho de aceptar los resultados de las urnas, al
manifestar su voluntad de mantener el status quo (lo que implica, a su vez,
que juzga posible mantenerlo y que considera, por tanto, cumplidas las
«condiciones mínimas») se actúa en el sentido de una reiteración de este
cumplimiento (reiteración que, a su vez, «refuerza» las probabilidades de
reproducción del ciclo). De otro modo, las democracias parlamentarias no
garantizan por sí mismas la eutaxia de las sociedades políticas que no
reúnan a su vez las condiciones mínimas cuanto a los problemas
económicos, jurídicos, religiosos, &c., propios y derivados del contexto
internacional. Por ello, en el «fundamento tautológico» de las democracias
parlamentarias habrá de incluirse la participación que corresponda a las
sociedades políticas colindantes, dada la interconexión social, comercial o
militar, que entre todas ellas existe regularmente. Una «sociedad de
naciones democrático parlamentaria» no puede admitir fácilmente en su
entorno la existencia de una sociedad política de otro género, aun cuando
cuente eventualmente con el consenso popular interno. La razón es que en
una sociedad no parlamentaria es preciso contar, por definición, con la
probabilidad de los procedimientos violentos que implican necesariamente
la complicidad de otros Estados; y ello dará lugar a que una sociedad no
democrático parlamentaria constituya siempre una especie de «agujero
negro» para la sociedad de naciones democráticas. Por consiguiente, y frente
a las ideologías democráticas radicales (tipo Fukuyama), que pretenden
deducir la «racionalidad» de las democracias parlamentarias del mismo
desarrollo de la conciencia política de la Humanidad, cuando ésta ha
alcanzado su madurez, la fundamentación «tautológico-funcional» de la
democracia parlamentaria que estamos exponiendo limita esa racionalidad
política a las condiciones en las cuales la renuncia a la violencia sigue siendo
compatible con la eutaxia. Y esto significa, en conclusión, que no es posible
deducir la democracia parlamentaria como una consecuencia interna,
incondicional y característica, de la «racionalidad izquierdista» y que, en
todo caso, también la derecha puede deducir, y, a veces, mejor que la
izquierda, la defensa del sistema democrático parlamentario de los Estados
del hemisferio norte o de sus socios.
Línea 5. Suele darse como un dogma de la izquierda democrática el «tomar
partido» por el diálogo, por la libertad de prensa y de cátedra y por el
«respeto» a las opiniones ajenas y aun a las acciones de los demás, que no
comprometan la eutaxia. Sin embargo, hay aquí muchas cosas confundidas,
sobre todo cuanto a sus fundamentos, que suelen estar formulados muchas
veces en un plano ético, a saber, en relación con la libertad de la persona
individual. Pero es el respeto a la persona el que puede llevarnos a no
respetar sus opiniones si estas son delirantes o gratuitas. Incluso se han
formulado ingeniosidades «paradójicas» que (aun presentadas por autores
tan prestigiosos, como pueda serlo Popper) no van más allá de una
vergonzante excursión por algún fragmento de una combinatoria
puramente formal, oscuramente intuida. «Hay que ser tolerantes contra la
intolerancia». Esta fórmula no tiene mucho más alcance que el que resulta
de las leyes algebraicas de los signos +, -, * («menos por menos igual a más»,
«más por menos igual a menos», «menos por más igual a menos» y «más
por más igual a más»): «la intolerancia de la intolerancia es la tolerancia»,
«la tolerancia de la intolerancia es la intolerancia» y «la intolerancia de la
tolerancia es la intolerancia» y «la tolerancia de la tolerancia es la
tolerancia». De donde resulta que la «intolerancia de la intolerancia» es
equivalente a la «tolerancia de la tolerancia». Estas simples consideraciones
algebraicas son suficientes, nos parece, para poner en ridículo la pretendida
profundidad de semejantes «sentencias paradójicas». La tolerancia,
sencillamente, no es una magnitud que pueda tratarse formalmente, sino
que depende de un marco de condiciones que hacen posible precisamente
su aplicación; este marco es el que no puede ser discutido, si el concepto
mismo de tolerancia puede mantener su sentido. Según esto no es la ética la
que debe ser tolerante, sino que es la tolerancia ética la única que puede
tener importancia: no se puede «tolerar», desde un punto de vista ético, que
alguien exprese su opinión sobre mis deficiencias físicas o intelectuales por
el hecho de ser verdaderas; pero es aquí la ética la que determina la
«intolerancia», puesto que la tolerancia no es la medida de la ética, sino que
es la ética la que debe constituirse en medida de la tolerancia.
Por otra parte, al establecer los límites de la tolerancia tanto en lo que se
refiere a las conductas como a las opiniones, no se trata de defender la
conveniencia o la necesidad de la «censura de los expertos», de suerte que
nada pueda ser publicado sin censura previa (y no ya política, sino
académica); aun cuando esto tampoco puede juzgarse en abstracto (en una
economía de mercado, un individuo que tiene opiniones delirantes sobre la
composición química de la Luna, podrá publicarlas a sus expensas, y nadie
podrá impedírselo; otra cosa es si, tras la aprobación de una «comisión de
cultura», las publica con dinero público). Lo que sí es necesario constatar es
que la tolerancia omnímoda es un concepto vacío y utópico y que, de hecho,
la «libre emisión de opiniones» está limitada económicamente, pero también
académicamente, por no decir políticamente. En cualquier caso, la tolerancia
no puede desconectarse de la verdad, como si cualquier opinión, por el
hecho de ser pronunciada o defendida (ya sea serenamente, digámoslo así,
en un Mi bemol representativo, ya sea apasionadamente, digámoslo así, en
un Sol mayor apelativo), haya de ser respetada. En cualquier caso ningún
respeto puede mantener una posición de izquierdas ante la mentira o el
error (un ciudadano o un grupo político militante que, en España, defiende
la opinión del «derecho a la autodeterminación» de Cataluña o del País
Vasco, basándose en la petición de principio de que dichas autonomías son
naciones y que además han tenido conciencia de tales desde por lo menos
los orígenes medievales de Europa, hasta el punto de pretender que el
«nacionalismo español» debiera considerarse «científicamente» como un
producto del siglo XIX, no merece respeto de la izquierda, o merece tanto
respeto como el que merecía la Iglesia romana cuando fundaba sus derechos
al dominio de la Tierra en la «donación» de Constantino).
Línea 6. ¿Que tiene que ver la Izquierda con los nacionalismos, con las etnias,
con las razas? De las características generales de la función Izquierda puede
obtenerse fácilmente una conclusión antirracista, puesto que la razón
materialista no puede fundarse en la raza, sino en la naturaleza operatoria
de los sujetos corpóreos, ligados al medio y a las condiciones históricas y
culturales más que a la raza. No es tan fácil obtener valores en el contexto de
la oposición nacionalismo/internacionalismo. La Izquierda es, en principio,
internacionalista, pero no puede oponerse al nacionalismo por motivos
formales (no-internacionalistas) como si al internacionalismo pudiera
llegarse desde una posición cero, y como si fuera una «cantidad
despreciable» la circunstancia de que es absolutamente imprescindible
partir de una nación, de una lengua o de una cultura históricamente dadas.
Lo que significa que la oposición nacionalismo-internacionalismo debe ser
transformada inmediatamente en una oposición entre naciones y naciones
en conflicto permanente. Y ello significa que no puede olvidarse el peligro
de renunciar a la propia nación, en beneficio de otra, y en nombre de un
internacionalismo formal (por ejemplo, un europeismo) que encubre los
intereses de otras naciones, puesto que esto no tiene nada que ver con la
«razón» ni con la izquierda. En el contexto de esta misma línea se plantea la
opción política ante la cuestión de los inmigrantes extranjeros que solicitan
el permiso de estancia por motivos laborales o por asilo político. La defensa
de la política de fronteras abiertas, sobre todo en el caso de la inmigración
laboral, suele estar ordinariamente a cargo de los partidos de izquierda,
mientras que los partidos de derecha suelen inclinarse hacia una política
restrictiva y, en el límite, hacia el cierre de fronteras. Lo que importa aquí
subrayar es que la argumentación izquierdista suele apoyarse, sobre todo,
en argumentos éticos, más que políticos (los derechos humanos de todo
individuo racional a buscar trabajo o refugio sin discriminación de raza,
sexo, &c.); la argumentación contraria, que no es tampoco monopolio de la
derecha, se apoya en fundamentos morales (referidos a la comunidad
nacional) declarando fuera de lugar a los argumentos de la izquierda (¿no es
irracional defender el derecho incondicional de inmigración a grupos de
personas en cantidades tales que lleguen a comprometer la posibilidad
misma de la vida de los ciudadanos del interior?; dicho de otro modo: ¿no es
pura retórica de «izquierda progresista de oposición irresponsable» la
defensa de la apertura incondicional de fronteras, puesto que ningún
partido de izquierdas, en el poder, podría defender tal política?).
Línea 7. En la medida en que exista la posibilidad de asignar diversas
distribuciones, compatibles con la democracia, de los pesos relativos de cada
uno de los «tres poderes» del Estado, cabría afirmar que la izquierda tiende
a inclinarse a dar el mayor peso posible al legislativo, mientras que la
derecha tendería al judicialismo (en tanto es, por naturaleza, conservador) y
sólo en coyunturas en las cuales el poder judicial constituya una muralla
contra las arbitrariedades irracionales de un ejecutivo de derechas, el
judicialismo podría ser una reivindicación de izquierda (generalmente
acompañada de la tesis de un «uso alternativo del Derecho»).
Línea 8. La defensa de la institución propia de algunos sistemas
parlamentarios conocida como «iniciativa popular» es reivindicada con
frecuencia por la izquierda, pero no nos parece posible fundamentarla
directamente «a partir de los principios». La iniciativa popular, amparada
en fundamentos «formales», puede recoger sus firmas de grupos de presión
de signo muy distinto y puede establecerse sobre contenidos corporativos o
confesionales, contrarios al principio del socialismo o de la racionalidad.
Línea 9. Las reivindicaciones de los sindicatos de trabajadores como
instituciones (que han llegado a tener un carácter público) con derecho a
participar en las funciones de gobierno, o incluso, en su calidad de tales, en
las funciones legislativas, ha sido mantenida por la izquierda una y otra vez,
y están en el origen del sistema soviético. Pero también son características
de la constitución fascista italiana y del «sindicalismo vertical». No nos
parece posible tampoco derivar directamente de los principios de la
izquierda una opción determinada sin que con ello queramos decir que no
cabría, según los casos, una argumentación en pro o en contra por parte de
socialismo izquierdista.
Línea 10. En nuestros días, el creciente «colectivo de insumisos», considerará
como derechista (suele decirse: «facha») a todo aquel que defienda de algún
modo el servicio militar obligatorio, o incluso, el servicio civil sustitutorio.
Parece evidente que el criterio que actúa en esta polarización tiene mucho
que ver con el valor «anarquismo» (el anarquismo político suele ser
mantenido también desde posiciones confesionales –«pacifismo cristiano»,
«objeción de conciencia»– o, dicho de otro modo, desde la crítica tradicional
que desde la Iglesia se ha llevado frente al Estado, en circunstancias
preconstantinianas, aunque conducidas a su forma más extrema). La
naturaleza metafísica (objeción de conciencia, autonomía absoluta del juicio
moral individual, utopismo cuasimilenarista de algunas propuestas) de las
ideologías pacifistas que alimentan a los movimientos de insumisos podría
tomarse como motivo para dudar del significado político formal (de
izquierdas o de derechas) de estos movimientos. Sólo de este modo podría
explicarse la admirable conjunción que estos movimientos suelen ofrecer de
un indudable «heroísmo ético» junto con un no menos indudable
«cretinismo político».
Línea 11. Tanto la derecha como la izquierda se polarizan, dentro de la
sociedad occidental, en el marco del matrimonio monógamo; ningún
partido de izquierda reivindica en sus programas la poliandria o la
poliginia; sin embargo, cabe descartar que un tal partido pudiera ser
clasificado entre los partidos de derecha. ¿Tendría por ello que ser
clasificado entre los de izquierda? Evidentemente no, salvo que se entienda
la oposición Derecha/Izquierda como oposición disyuntiva o dilemática. Y
esto corrobora la tesis de que la oposición Derecha/Izquierda no es una
disyunción universal. La opción se aplica pues, históricamente, al
matrimonio monógamo, ya sea según la propia existencia de la institución
(algunos partidos de izquierda han mantenido tradicionalmente que, si no la
abolición de la institución, es necesario admitir el abstencionismo en nombre
de una «unión libre»), ya sea según alguna modalidad suya, principalmente
referida la indisolubilidad del nexo (la izquierda ha propugnado casi
siempre la posibilidad del divorcio), por no hablar de la oposición entre
matrimonio civil y religioso. Es relativamente fácil dar cuenta de la actitud
de la izquierda individualista (en nombre del racionalismo del «contrato»)
ante el matrimonio religioso e incluso ante el divorcio (sin perjuicio de
«episodios» como el de la llamada «contrarrevolución familiar» que habría
tenido lugar a mediados de la década de los treinta en la Unión Soviética,
cuando el divorcio estaba «mal visto» en ambientes del Partido, que llegaba
a obstaculizarlo, mediante tasas). Pero no es tan sencillo fundamentar las
opciones civiles y acaso es preciso reconocer aquí una bifurcabilidad de la
Izquierda, según que se oriente en el sentido de la defensa de la institución
del matrimonio, o bien en el sentido abolicionista.
Línea 12. Podría dudarse de la pertinencia de plantear esta opción
(¿igualdad o desigualdad de sexos?) como una opción especial, puesto que
ella puede considerarse como un simple caso particular de derechos de
todos los hombres. Pero la cuestión no se plantea en este terreno jurídico
abstracto, sino en el terreno social, laboral y político, y se plantea en el
momento en el cual se reconocen las diferencias, no solamente fisiológicas
(con sus repercusiones sobre los derechos laborales) sino históricas. No son
cuestiones ante las cuales pueda considerarse indiferente la distinción entre
Izquierda y Derecha. La oposición Izquierda/Derecha se ha polarizado de
formas muy diversas en torno a estas cuestiones; por ejemplo, las corrientes
feministas de extrema izquierda han solido defender, en nombre de la
igualdad, incluso la necesidad de neutralizar la diferenciación sexual o, al
menos, la carga que para la mujer representa el embarazo, mediante una
política de fecundación in vitro. Sin embargo, sería gratuito considerar de
derechas a toda oposición que se oponga a este tipo de políticas
neutralizadoras del sexo; una tal consideración implicaría un entendimiento
disyuntivo de la oposición Derecha/Izquierda en un punto en el que cabe
defender que la racionalidad no es incompatible con el reconocimiento de la
diferenciación sexual. Otro tanto diríamos de las abundantes cuestiones
ligadas a diferenciaciones que tienen lugar en la vida laboral y política;
cuestiones en las que se suele pedir el principio considerando que la
liberación de la mujer equivale exclusivamente a su liberación relativa a
determinados modelos de sociedad o de cultura previamente definidos (los
trabajos propios del «ama de casa», que son valorados muy altos en algunas
sociedades, son considerados serviles o degradantes en otras; en todo caso el
concepto de «liberación de la mujer» debe distinguir en cada caso,
cuidadosamente, las perspectivas etic y emic, en términos culturales). No es
posible concluir, de modo terminante, que la derecha tienda al patriarcado y
la izquierda radical al matriarcado; o que el término medio racional esté en
un cincuenta por ciento.
Línea 13. La izquierda suele polarizarse en el sentido de la permisividad de
las relaciones homosexuales; si la derecha suele oponerse a esta
permisividad es debido a las conexiones indirectas que las relaciones
homosexuales, oficialmente reconocidas, puedan tener con la institución de
la familia u otros dogmas confesionales.
Líneas 14, 15 y 16. Sin perjuicio de sus grandes diferencias estas tres líneas
tienen en común su relación directa con la normativa que mira a la
preservación de la vida humana y, por consiguiente, han de considerarse
como cuestiones formalmente éticas, en el sentido que venimos dando a este
término. Además, son cuestiones que parecen polarizar a la izquierda y a la
derecha de un modo muy claro: la izquierda (en España, en Italia, en
Francia, en Holanda) ha solido mostrarse partidaria de la eutanasia y del
aborto (dentro de ciertas condiciones que, a su vez, la bifurcan) y contraria a
la pena de muerte; la derecha suele mantener las posiciones justamente
opuestas (condena del aborto y de la eutanasia y propensión hacia la
defensa de la pena de muerte). No nos encontramos ante una cuestión de
actitudes psicológicas, de hecho, sino ante cuestiones éticas. Desde este
punto de vista hay que reconocer la paradoja de la conjunción en un mismo
programa de posiciones incondicionalmente abolicionistas, ante la pena de
muerte, en nombre de la ética, por un lado, y de posiciones defensivas de la
eutanasia y del aborto por otro (siempre que se dé por descontado, de
acuerdo con la Genética, que el embrión, aunque tenga menos de noventa
días, posee ya prefigurada plenamente la morfología de su individualidad
adulta). Cabe afirmar que los programas de izquierda han utilizado, más de
lo debido, ante estas opciones éticas, las reglas de la disyunción booleana, es
decir, que se han polarizado en posiciones diametralmente opuestas de las
que suele defender la derecha. Sin duda, los fundamentos que la derecha
suele ofrecer para apoyar sus posiciones son metafísicos o teológicos, pero
esto no autoriza a situarse en sus antípodas por motivos meramente
«posicionales». La izquierda tiene también que regresar a sus propios
fundamentos y no ir sólo «a la contra»; incluso reconocer (por ejemplo, en la
cuestión del aborto) que los fundamentos son meramente convencionales
(¿por qué 90 días y no 110 o 75?). Es decir, que no hay fundamentos éticos o
que incluso se conculcan los derechos del nasciturus, de su padre o de sus
herederos, en nombre de los derechos éticos atribuidos en exclusividad a la
madre. En todo caso no deja de ser vergonzoso el espectáculo de una
izquierda que defiende apasionadamente el derecho al aborto libre como
evidente reivindicación «progresista y racional» (en lugar de, por lo menos,
limitarse a defenderlo ex consequentiis, como una conveniencia miserable
consecutiva a un error de principio). Tampoco son muy claras las razones
que suelen alegarse desde la izquierda en pro de la abolición de la pena de
muerte y acaso será preciso reconocer que aquí se abre una bifurcación ética
en la propia izquierda. ¿No puede concluirse que es racional, en nombre
precisamente de la ética, aplicar la pena de muerte al autor probado de
crímenes horrendos, cuya magnitud suponemos que no puede dejar fuera
de su radio de acción a la vida entera del asesino? En este supuesto, la pena
de muerte podría ser defendida precisamente en nombre de la ética por
motivos análogos, al menos, a los que se utilizan para defender la eutanasia:
la pena de muerte iría orientada a «descargar» al criminal de la insoportable
conciencia de su culpa; en la hipótesis de que el asesino fuese un «imbécil
moral» habría que tratar de hacerle comprender primero, mediante el
razonamiento, la magnitud de su culpa para poder pasar después a liberarle
de la carga que esa comprensión habría de entrañarle.
Línea 17. Esta cuestión, que tiene también un contenido predominantemente
ético, ha polarizado la oposición Derecha/Izquierda. La política de reclusión
manicomial sería característica de la derecha, mientras que la política de
reinserción de los locos (también de los deficientes mentales, &c.) en la vida
ordinaria de la ciudad, de la familia o de la escuela, sería característica de la
izquierda. Sin embargo, la complejidad de estas cuestiones, obliga también a
dudar sobre la posibilidad de un fundamento inmediato de polarizaciones
de naturaleza booleana.
Línea 18. Los procedimientos de intervención externa y aun la abolición de
todo intervencionismo externo en las relaciones interindividuales (cuestión
referida muy principalmente a las relaciones contraídas en la enseñanza
regularizada o en los debates públicos de televisión o radio) suele ser una
reivindicación de la izquierda; la cuestión está relacionada con la del
autoritarismo y el no dirigismo. El problema filosófico que subyace a esta
cuestión es el de la necesidad (o no necesidad) de los procedimientos
externos (incluso violentos: censura, disciplina, interrupción externa del
debate) en el proceso del discurso racional, lo que implica el regressus hacia
la materia, relativa a la naturaleza misma de la razón (lo racional, ¿es sólo
una propiedad del discurso lingüístico?). Tampoco aquí es posible una
deducción directa y absoluta a partir de las «funciones de la Izquierda».
Línea 19. La izquierda reivindica como propia la defensa de la Naturaleza, el
trato de amistad y aun jurídico con los animales (Bobbio). Pero también
alguna tradición medieval (el franciscanismo, sobre todo) tendió al
«respeto» ante la «Naturaleza». El papa Juan Pablo II dice, en 1994, que la
inseminación, con éxito, a una mujer de 64 años, ha significado una
desviación del «proyecto de Dios», lo que implica de paso identificar a la
Naturaleza con Dios. Es evidente que este tipo de deducción no puede ser
asumida por una izquierda aún afectada del naturalismo más radical. Por
otra parte, la izquierda progresista y tecnológica ha considerado durante
muchas épocas como fruto de la razón la manipulación de la Naturaleza y
su puesta al servicio de los intereses humanos; en todo caso es muy
diferente defender a la Naturaleza en función de estos intereses, que
defenderla «por sí misma».
Línea 20. Sobre las redistribuciones abiertas de la renta nacional, o de la
riqueza privada: la izquierda suele defender la institución del subsidio de
paro por cuenta del Estado, fundándose en motivos de solidaridad social.
Esta política está vinculada a la política de nacionalizaciones (o
estatalizaciones) de la industria pesada o de las infraestructuras, frente a la
política de privatizaciones atribuida a la derecha; el vínculo izquierda-política
nacionalizadora y redistribuidora (de la Seguridad Social, de Pensiones de
paro o de jubilación) es derivable obviamente del componente «socialista»
de la función «izquierda», aunque la vinculación no es siempre recíproca,
como lo demuestra la política estatalizadora del propio régimen español en
la época del franquismo. En general, hay circunstancias en las cuales a las
oligarquías soportadas en el capital financiero puede interesar la
nacionalización de las infraestructuras (autopistas, energía eléctrica de alta
tensión); por estos motivos no parece posible erigir, en general, en «seña de
identidad» izquierdista, a una política de nacionalizaciones, en cuanto
opuesta a una política de privatizaciones, aun cuando no es difícil percibir
los motivos por los cuales la izquierda tiende a defender la política de
nacionalizaciones y de redistribución de los subsidios de desempleo o de
jubilación. Más difícil le será a la izquierda defender las loterías nacionales o
privadas o la redistribución mediante sorteos o concursos venales, de sumas
escandalosamente importantes de dinero o de bienes. En la medida en que
una lotería confía al azar del bombo el derecho a recibir parte importante de
una riqueza, en todo caso, común –así como el calvinista confiaba en el
«azar» de una «voluntad divina» atrabiliaria– podría considerarse como una
práctica irracional o como una «regulación racional de la sinrazón»; pues la
«igualdad de oportunidades» de los jugadores –por lo demás utópica– está
calculada precisamente en función de la «desigualdad de los premios».
§2. En qué sentido la Izquierda no es independiente de la ética
1. Antítesis: la Izquierda es independiente de la ética
La antítesis mantendrá el principio de independencia de la Izquierda
respecto de la ética: un concepto político, público, como el de «Izquierda»,
no tendría en principio por qué interferirse con un principio privado, con
una cuestión «personal», como lo es siempre cualquier cuestión ética. Se
insistirá, por tanto, en que el orden político y sus valores se desenvuelve en
una escala diferente del orden ético y sus propios valores: que el orden
político está «más allá del bien y del mal» (en sentido ético); y se llevará el
principio hasta tal punto que nos permita reconocer, para decirlo con la
fórmula ya clásica, la paradoja de «cómo los vicios privados» (diríamos: la
falta de ética) pueden constituir un componente importante y aun
constitutivo del «bien público». El finis operantis no puede confundirse con el
finis operis: y cuando «la obra» es la eutaxia pública o la revolución no sería
posible olvidar que ella no puede tener en cuenta los intereses particulares
efectivos, pero también, que solamente puede llevarse a cabo en función de
esos mismos intereses sin los cuales desaparecería la materia misma de la
vida social. Ahora bien, esos intereses implican casi siempre acciones
contrarias a las virtudes éticas, tales como el engaño, la traición o la envidia,
y a veces, incluso, la acción terrorista: la ETA, que se autodenomina de
izquierda, asesina, secuestra y tortura, por lo que puede decirse que se
considera más allá del bien o del mal ético. Esta es la idea que, dentro de
unos límites más moderados, inspira la gran tradición del pensamiento
económico-político que va de Mandeville a Adam Smith: «empeñadas [las
abejas] por millones en satisfacerse mutuamente la lujuria y la vanidad... así
pues cada parte estaba llena de vicios, pero todo el conjunto era un paraíso».
Mandeville llega incluso a bosquejar la «teoría funcionalista» de la
corrupción política; pues la corrupción política (que es un vicio ético) sería
una práctica común, pero ella, como derivada de las condiciones reales
mismas de los hombres, debiera ser considerada como el motor, no sólo de
la dedicación seria de los funcionarios a la cosa pública, sino también del
progreso de las grandes obras de la república, sin las cuales los funcionarios
no podrían seguir enriqueciéndose. «Hablando de un modo general [no
creo, dice Mandeville] que los primeros ministros sean mucho peores que
sus adversarios, los cuales les difaman en su propio interés y al mismo
tiempo revuelven cielos y tierra para ocupar sus puestos». Sin embargo, y
empujado por su reductivismo psicologista (combinado con una confianza
en la «armonía espontanea de los opuestos») Mandeville tiende a borrar
toda diferencia entre los partidos políticos en función de los servicios que
ellos puedan ofrecer a la eutaxia de la República.
Sin embargo, la distinción entre una «razón de Estado» y una «razón ética»
es muy confusa, y, en todo caso, los contenidos de la ética ocupan un lugar
tan central en todos los programas políticos de derecha o de izquierda que
impiden hablar seriamente de la independencia de la política respecto de la
ética. La política de izquierdas necesita, en todo caso, contar con la ética (o
con la falta de ética) de los sujetos individuales a través de cuyas
operaciones la razón se desarrolla, y esto es tanto como decir que es absurdo
que un político, aunque sea de izquierdas, apele a la ética, cuando es algo
que debe dar por supuesto.
2. Dependencia cuanto a los contenidos
No hay, pues, una independencia de la Izquierda respecto de la ética en
cuanto a los contenidos. Argumentaremos, por brevedad, contra la antítesis,
partiendo dialécticamente del reconocimiento del supuesto de que el motor
de la conducta de los particulares es el lucro, el egoísmo, &c. (el «principio
de Le-Dantec»). Necesitaríamos además admitir que las conductas
particulares tienen, de cualquier modo, que dar lugar a riquezas públicas,
puesto que sólo de ellas podrán obtener los beneficios los particulares. Y es
entonces cuando podremos concluir que la conducta ética es necesaria para
la vida política, por lo menos como un principio de limitación del afán de
lucro o de la corrupción, pues ésta no debe ser tan desmesurada que
comprometa el afán de lucro de los demás (lo que constituye ya un principio
de actitud ética objetiva) y del conjunto (lo que constituye un principio de
actitud política). Ahora bien, si el funcionamiento de las instituciones
políticas requiere, por parte de todos los que intervienen en la vida pública,
un mínimum de componentes éticos limitativos (no destructivos) de los
«mecanismos naturales» del egoísmo particular, quienes se alinean a la
Izquierda, por definición, es porque están más próximos que nadie a la
evidencia de que es imprescindible la limitación de los mecanismos que
alimentan el egoísmo individual, de grupo o de clase.
De hecho, las líneas en las cuales se inscriben reivindicaciones
fundamentales tradicionales de la Izquierda son precisamente de naturaleza
ética.
3. Dependencia cuanto a los fundamentos
Tampoco es independiente la Izquierda de la ética en cuanto a sus
fundamentos. Recíprocamente, los fundamentos que, desde la perspectiva
de la Izquierda, pueda recibir la ética no son idénticos siempre a los
fundamentos que ofrece la Derecha y, si esto es así, cabe concluir que la
Izquierda no es independiente de la ética, al menos en cuanto a su
capacidad de fundamentarla.

Tesis III
La izquierda se diferencia (y aun se bifurca) internamente según los
modos de dependencia de la ética
§1. Sobre la diferenciación de la Izquierda en izquierdas
La Izquierda no tiene por qué ser homogénea. Todo el mundo reconoce que
la Izquierda no es única, y si se pide su unidad, sea con un alcance
definitivo, sea con un alcance coyuntural (en un Frente Popular o en una
coalición de partidos políticos de izquierda, en una «Izquierda Unida»), es
porque se da por supuesto que la unidad no existe. También daba por
supuesto el Manifiesto Comunista que los proletarios de los diferentes países
estaban separados en el momento de decir: «¡Proletarios de todos los países,
uníos!». La atracción mutua entre las fuerzas de la izquierda, no parece ser
por tanto una ley natural, puesto que necesita de cálculos y de arengas
intimatorias. Newton no dijo: «¡Planetas de todas las órbitas, atraéos!».
La Izquierda es diversa –en realidad habría que decir: las izquierdas– pero,
sin embargo, se procede una y otra vez como si tal diversidad fuese debida a
motivos accidentales, que podrían ser eliminados y no sólo en momentos
excepcionales de coalición ante terceros, en momentos de constitución de
bloques históricos. Suele darse muchas veces, por cierto, como si fuera
evidente, que, «en el fondo», entre las fuerzas de izquierda más alejadas
entre sí ha de haber siempre una mayor afinidad práctica que la pueda
mediar entre dos fuerzas, una de izquierda y otra de derecha. Por este
motivo, cuando dos fuerzas de izquierda se enfrentan a muerte entre sí
(como ocurrió en el Madrid del final de la Guerra Civil, con el
enfrentamiento de anarquistas y comunistas), se hablará de «irracional lucha
fratricida»; y cuando una fuerza de izquierda se coaligue con otra de
derechas, se hablará también de un «matrimonio o cohabitación contra
natura».
No se trata sólo de constatar las diferencias «empíricas» (fenoménicas,
históricas, factuales, anecdóticas) entre las fuerzas de izquierda, tales como
«izquierda moderada» y «extrema izquierda», «izquierda cristiana» o
«izquierda musulmana», «antigua» y «nueva izquierda», &c. Ni siquiera se
trata, dando ya un paso más, de reconocer que el concepto de Izquierda
puede dividirse en «especies» utilizando criterios de división que se cruzan
también con la Derecha, al modo, aunque sea sólo psicologista, de Eysenck,
del que antes hemos hablado (izquierda dura, izquierda blanda, &c.), puesto
que lo que importa es determinar el alcance político de esa división. O, de
otro modo, si en lugar de tomar como géneros la Izquierda o la Derecha y
como especificaciones suyas el carácter duro o blando, debemos tomar como
género ese carácter duro o blando (u otras notas pertinentes) y como
especificaciones suyas el izquierdismo o el derechismo. Desde muchos
puntos de vista se llega a pensar, por ejemplo, que el comunismo (entendido
como izquierda dura) está más cerca del fascismo (es decir, de la derecha
dura) que de la socialdemocracia (considerada como izquierda blanda). Se
trata, por tanto, nada menos, que de reconocer que, por los mismos motivos
por los cuales la oposición Izquierda/Derecha no es booleana siempre,
tampoco puede suponerse que el racionalismo social de la izquierda sea
unívoco. Lo que implica, a su vez, una crítica a fondo del «racionalismo
social unívoco» y por tanto, una gran prudencia en el momento de adscribir
como gentes de izquierda o de derecha a los individuos clasificados según
estos criterios.
Necesitamos, en resolución, regresar constantemente hacia la misma idea
original (esencial) de la Izquierda funcional (metodológica) para poder
encontrar, si es que existe, un principio de diferenciación interna y no sólo
empírica o fenomenológica (las diferenciaciones empíricas deben ser
reinterpretadas desde los mismos conceptos esenciales).
Ateniéndonos, como es lógico, a la idea funcional de Izquierda que hemos
esbozado en la tesis II, podemos comenzar constatando que las diferencias
de la Izquierda no tienen por qué considerarse, en general, como
accidentales, puesto que, desde una concepción dialéctica, no unívoca, de la
razón, ellas pueden aparecer en virtud del mismo proceso de desarrollo de
la idea izquierdista. Porque un tal desarrollo es precisamente una
diferenciación, y no precisamente de diferencias que puedan convivir en
«coexistencia pacífica», sino diferencias incompatibles en la práctica, pues
incompatibles son muchas veces los valores que toma la función cuando
cambian los parámetros en donde tienen que cambiar, a saber, en la práctica.
Pero esta es la única referencia pertinente tratándose de una idea
metodológica, o si se quiere, de una «teoría de la praxis». Porque hablar de
un «acuerdo en la teoría», como si esto fuera un consuelo, es hablar en vano;
el llamado acuerdo en la teoría es sólo un modo perezoso de referirse al
acuerdo en unos principios genéricos recogidos precisamente antes de su
diferenciación dialéctica. Ante la ineludible cuestión del Estado,
históricamente dado in medias res a los partidos de izquierda, se separaron
abismalmente (pese a su «acuerdo en la teoría») no sólo anarquistas y
marxistas, sino también, después, la Segunda Internacional (la izquierda que
se autodenominó marxista ortodoxa) y la Tercera Internacional (la izquierda
marxista-leninista). Pero no solamente ante la cuestión del Estado –cuestión
agravada en la situación de los Estados en guerra–, sino ante otras muchas
variables o piedras de toque (las colonias, las nacionalidades, las políticas de
desarrollo industrial, el matrimonio o el aborto, el Proletkult), las fuerzas de
la izquierda se diferenciarán profundamente entre sí y, al parecer, de modo
irreductible. La razón suficiente para que esta diferenciación se lleve a cabo
de formas discordantes –o si se prefiere, el motivo de las discordias– lo
pondremos, por nuestra parte, en la propia «naturaleza» de la Izquierda en
cuanto metodología funcional genérica que no puede considerar a priori,
como si estuvieran previstas, las líneas de acción o los materiales sobre los
cuales han de ejercerse sus operaciones, así como la composición con otras
variables imprescindibles para un desarrollo práctico. Pero además de esta
razón suficiente cabría hablar de una razón necesaria de la diferenciación
interna de la Izquierda, de una raíz de la diferenciación en virtud de la cual
la Izquierda no se diferencia sólo en el momento de enfrentarse a los
materiales dados por el curso histórico (por así decirlo, a posteriori), para
tomar posición ante ellos, sino también en el mismo modo de aproximarse a
los materiales, es decir, según una diferenciación de principio en cuanto a su
«estilo» y, por así decir, a priori.
En efecto, dada la naturaleza misma de la idea de un «racionalismo
socialista» de la que partimos como definición de la Izquierda,
comprendemos la dualidad originaria entre un racionalismo que, para
decirlo en una rápida fórmula, percibe a la sociedad desde el individuo y a
otro que percibe al individuo desde la sociedad. Hablamos, por ello, de
dualidad en un sentido parecido al que este término recibe por parte de los
geómetras cuando hablan de la dualidad originaria entre puntos y rectas, es
decir, por ejemplo, de la alternativa originaria con la que tenemos que
enfrentarnos o bien al entender a la recta como una «colineación de puntos»
o bien de entender al punto como una «intersección de rectas». Y esta
dualidad, como veremos a continuación, equivale a la dualidad de los dos
modos de «entender» la ética (si mantenemos el sentido expuesto en la Tesis
I); de una ética que es correlativa de una moral. Desde esta perspectiva sería
posible decir que la diferenciación interna de la Izquierda o, si se prefiere, su
bifurcación original en dos corrientes diversas (inconmensurables y a veces
incompatibles) tiene que ver con los modos según los cuales la Izquierda
depende de la ética. Podríamos llamar a estos dos modos la «Izquierda de la
igualdad originaria y de la solidaridad» y la «Izquierda de la desigualdad
originaria y de la fraternidad»; o quizá también, «Izquierda de la ética
dirigida a la moral» o «Izquierda de la moral dirigida a la ética». Para
abreviar, recurriremos a símbolos cromáticos, aun a sabiendas de los riesgos
que una abreviatura de este tipo comporta: llamaremos Izquierda blanca a la
izquierda de la solidaridad, e Izquierda roja a la izquierda de la fraternidad.
Huyendo del estilo prolijo, omitiremos los motivos que nos han
determinado a establecer estas correspondencias.
§2. Principio de una diferenciación de la Izquierda en función de la ética
1. Antítesis: no cabe diferenciación interna de la Izquierda en función de
la ética
La antítesis niega toda diferenciación, y tal negación encierra el peligro de
sustancialización de la idea misma de Izquierda. La crítica a la antítesis la
fundamos, sin embargo, en la dualidad de que hablamos. Pues aunque la
izquierda se regule siempre por el principio de un logos operatorio-social, el
reconocimiento del estado social cooriginario de los individuos se encuentra
con una dualidad también originaria, en el momento de establecer la
conexión con la racionalidad. En efecto: o bien el conjunto de los individuos
(del grupo, de la nación) se entiende originariamente como una totalidad
distributiva Tg, o bien se entiende como una totalidad atributiva T.
En la primera alternativa, la racionalidad habría de ser asignada por
estructura a los individuos, cualquiera que fuera la vía genética que conduce
a tal estructura (biológica, espiritual, &c.). Ontogenéticamente este principio
se traducirá, por ejemplo, en la tendencia a la eliminación de toda
«compulsión» en el proceso de transformación del recién nacido en un
sujeto racional (en la tendencia hacia una «educación no directiva»). Esta
alternativa, por tanto, comenzará atribuyendo a los individuos una situación
de igualdad originaria en el plano esencial o estructural, aun cuando en el
plano de los fenómenos (y aun descontando casos especiales, como los de
los hermanos siameses), ese estado de igualdad se considere como una
ficción o como resultado de una abstracción producida por el «velo de
ignorancia» del que ha hablado Rawls. Pero inmediatamente se introducirán
las relaciones de unos individuos con los otros: relaciones de simpatía, para
decirlo con Hume (dada la igualdad originaria desde el punto de vista de
«la especie»), a la que se dotará de la propiedad de la transitividad. La
simpatía conducirá, por tanto, a la solidaridad, para decirlo con Comte; una
solidaridad que se supondrá implicada en el contrato social (como si el
pacto social, pidiendo el principio, implicase la igualdad). La solidaridad,
según esto, entrará en escena como personaje posterior al amor propio o al
egoísmo, en el sentido de Le Dantec. Esto sitúa a la «Izquierda de la
solidaridad» muy cerca del epicureismo, porque la asfaleia, la seguridad que
el individuo necesita recibir de los demás, según Epicuro, para ser feliz,
camina muy cerca de la solidaridad. Las desigualdades que puedan
aparecer se nos mostrarán sobre el fondo de la igualdad originaria: esto es lo
que explica la práctica de apelar a la igualdad y a la solidaridad, como si se
apelase a la esencia misma de la humanidad, como si de la consigna «hay
que ser solidarios» pudiera seguirse algo con alcance práctico. Se
comprende bien la «insistencia ética» de la izquierda blanca ante cuestiones
tales como la abolición de la pena de muerte o de la conveniencia de edificar
murallas legales –por no decir también petreas– destinadas a proteger la
«privacidad». Y, desde el momento en que se parte de una igualdad
originaria, por tanto, de una igualdad que no necesita ser «reivindicada»,
será más fácil fijar como metas del socialismo práctico la igualación de los
ciudadanos, que ya son iguales en su sustancia, por la vía del consumo que
satisfaga las necesidades consideradas básicas: el «Estado del bienestar» y su
correlato, el «consumidor satisfecho», podrán constituir el esqueleto de un
modelo político de socialismo blanco que subestima las desigualdades que
puedan aparecer por encima del nivel suficiente de consumo que se juzgue
adecuado para la vida de un ciudadano feliz.
En la segunda alternativa la racionalidad habría de ser atribuida a los
individuos, pero sólo en la medida en que ellos son miembros de un grupo
(lo que tendrá como reflejo, por ejemplo, un cierto entendimiento
«directivo» de la disciplina escolar). Incluso, por así decirlo, ahora no se
parte de la igualdad originaria (ni siquiera de la terminal: «a cada cual
según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades») sino de una
desigualdad originaria («no hay dos cosas iguales», decían los estoicos). Que
es, ante todo, la desigualdad en la fratría (la «fraternidad»), la desigualdad
en la familia, constituida, tal como enseñó Aristóteles, sobre las relaciones
de desigualdad (la desigualdad que media entre varones y mujeres, padres e
hijos, viejos y jóvenes, y aun señores y siervos); una sociedad cuya unión se
funda no tanto en la díke (la justicia, ligada al Estado) cuanto en la filía. La
racionalidad se le atribuirá a los individuos –y, con ella, la igualdad–
partiendo de la situación de «desigualdad fraternal»; la solidaridad podrá
aparecer aquí como redundante; propiamente no tiene ella cabida en el
mapa práctico de la izquierda roja, puesto que su lugar está ocupado, desde
el punto de vista ético (si hablamos con Espinosa), por la generosidad.
2. Diferenciación por los contenidos
Desde un punto de vista abstracto (o bien: envueltos por un velo de
ignorancia) ambas alternativas parecen que podrían llegar al mismo
resultado: a la sociedad de individuos racionales en la cual la solidaridad y
la generosidad se identifican (por ejemplo, la izquierda blanca, ante una
cuestión de redistribución de las aguas de un río, dirá: «primero el consumo
propio, después la solidaridad»; la izquierda roja, en cambio, diría: «primero
el nosotros, después el yo»).
Sin embargo, una tal convergencia tiene lugar únicamente en el marco de
una pura abstracción, es decir, en el marco de la ignorancia. La metodología
puede ser muy diferente en ambos casos y sus resultados inconmensurables.
La alternativa primera no podrá menos de reconocer que en su despliegue
ha de tener lugar la formación ineludible de desigualdades (de clase, de
raza, de cultura, de lenguaje o idiosincrásicas); sólo que estas formaciones
intermedias serán interpretadas sobre el fondo de la igualdad y la
solidaridad, siempre que las «mantengamos a raya» (mediante una política
fiscal, por ejemplo), siempre que limitemos sus eventuales virtualidades,
tendentes a atenuar, incluso a borrar, a la igualdad entre los individuos ya
presupuesta.
En cambio, desde la segunda alternativa, el reconocimiento de las
formaciones de origen, desiguales entre sí, no permite «asegurar» la
constitución de los individuos racionales; la segunda alternativa tenderá a
ver la existencia misma de los individuos como algo que está
constantemente comprometido.
Una mujer que defiende el aborto libre «porque lo que ella lleva en su
cuerpo es suyo» es una mujer que podría ser incluida en las filas de la
izquierda blanca (pese a la escasa solidaridad para con su futuro hijo); una
mujer que defiende el aborto libre, no ya porque el embrión sea suyo (pues
pensará que, por lo menos, su mitad es también del padre) sino porque así
le conviene al grupo, podría ser una mujer de la izquierda roja. Parece que
llegan a lo mismo desde distintos fundamentos, pero esto no es así. ¿Qué
habría que decir en torno a la cuestión del abolicionismo de la pena de
muerte? La izquierda blanca fundamentará el abolicionismo en el principio
«no matar», como principio supremo y sin excepciones; en cambio la
izquierda roja podrá incluir a la pena de muerte «dentro de sus cálculos»,
cuando la vida de un individuo parezca incompatible con la vida del grupo.
No se llega a lo mismo necesariamente desde cada una de las perspectivas,
según las cuales suponemos que se bifurca la Izquierda. Se trata de dos
procesos dialécticos opuestos. En el primer caso, de la igualdad teórica se
pasa a la solidaridad entre los ciudadanos; en el segundo, de la desigualdad,
como punto de partida, se pasa a la fraternidad entre los hombres.
3. Diferenciación por los fundamentos
La izquierda blanca propende a ver la moral desde la ética, mientras que la
izquierda roja propende a ver la ética desde la moral.
La izquierda blanca, en cuanto izquierda de la igualdad y de la solidaridad,
puesto que parte de una situación originaria de igualdad, tiende a
considerar a las desigualdades advenientes como obstáculos que, sin
embargo, no pueden comprometer el fondo de la realidad humana;
propenderá a mantener una actitud «armonista», y no sólo ante las
desigualdades económicas de la libre competencia, sino también ante las
desigualdades políticas y sociales, confiada en que, por debajo de todas las
diferencias advenientes (de nacionalidad, de Estado, de cultura, de clase),
subsiste la igualdad y la solidaridad. Será suficiente una política de
limitación interna de los poderes intermedios por parte del Estado.
Asimismo convendría limitar a los propios Estados, abriendo la posibilidad
de la acción de las empresas multinacionales, porque ellas podrán dar lugar
al despliegue de la solidaridad entre los pueblos. Se estimarán en poco, o se
subestimarán, ciertas formaciones intermedias, porque la socialización se
supone que viene dada ex opere operato, dada la hipótesis de la igualdad.
Pero la izquierda roja, en cuanto Izquierda que cree estar pisando
continuamente sobre la desigualdad, mantendrá la visión de la pluralidad
como una pluralidad constitutivamente desigual y agresiva, en la que se
enfrentan unas clases a otras, unas culturas a otras culturas, unas razas a
otras, sin que pueda afirmarse como principio la «armonía» entre esos
enfrentamientos, y por tanto, la posibilidad de la propia libertad. Sin
embargo, es desde alguna de estas formaciones (estatales, nacionales, de
clase, &c.), desiguales entre sí, desde donde únicamente puede actuarse en
sentido racional; ni siquiera la violencia tiene por qué ser excluida a priori, ni
en la «ontogenia» ni en la «filogenia». Se desconfiará, por tanto, de la ética
individual y espontánea como recurso al que el político pueda apelar en
momentos en los cuales sus planes estén a punto de fracasar; pues no
supondrá que un comportamiento ético pueda darse como presupuesto
espontáneo y previo para el ejercicio de los planes y programas políticos.
Son estos planes y programas los que tienen que determinar, a través de la
moral, las propias conductas éticas.
Dos modos de la Izquierda que no tendrían por qué carecer de paralelos en
la Derecha. En efecto, la Derecha, tal como la hemos definido, también está
sometida a la dualidad de la que venimos hablando. O bien partirá de
individuos privilegiados, héroes de empresa o superhombres, genios «en los
que ha soplado el Espíritu», como individuos que tratarán de extender su
influencia benéfica a los demás; los héroes no se reclutan entre todos los
hombres, tomados al azar, sino en círculos de escogidos (muchas veces
secretos). A lo sumo, se referirá a los grupos privilegiados particulares
(razas, clases, culturas, iglesias, sectas, &c.) de cuya vitalidad podrán
beneficiarse los otros pueblos o clases dirigidos por ellos. No deja de tener
interés la posibilidad de poner en correspondencia estas dos modalidades
de la derecha con la «bifurcación» que el catolicismo de finales del siglo XIX
experimentó en Europa, a raíz de la cristalización de la corriente
denominada «catolicismo liberal», en cuanto opuesta al «catolicismo
romano»: «Parece [dice un autor que mereció la aprobación vaticana en
1887, don Félix Sardá, en su libro El liberalismo es pecado, libro que mereció
también una monumental edición políglota con versiones en español,
catalán, vasco, gallego, latín, italiano, francés y alemán] según dan razón de
la suya los católicos liberales, que hacen estribar todo el motivo de su fe, no
en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible [traduciendo esta
frase metafísica a un lenguaje más positivo: que hacen estribar el motivo de
su fe no en el magisterio de la Iglesia, «como único autorizado por Dios...»]
sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser
mejor esta creencia que otra cualquiera».
Estas dos modalidades de la Derecha se corresponden muy bien, cuanto a la
función asignada a la ética, con las dos modalidades que hemos distinguido
en la Izquierda, y se aclaran las unas por las otras. Cabría utilizar los
mismos símbolos cromáticos que hemos utilizado a propósito de la
Izquierda (blanco, rojo), aunque acaso sea preferible, para evitar
«contaminaciones», acudir a otros colores que mantengan análoga
proporción, aun cuando cada uno por separado suba un tono cromático más
alto; de esta manera a la «izquierda blanca» le correspondería una «derecha
amarilla», y a la «izquierda roja» una «derecha negra».
La situación podemos formularla así: la oposición Derecha/Izquierda se
cruza distributivamente con la oposición ética/moral. Cabría hablar por
tanto, no sólo de una izquierda que ve a la moral desde la ética, y de otra
izquierda que ve a la ética desde la moral, sino también de una derecha que
ve a la ética desde la moral, y de otra derecha que contempla a la moral
desde la ética. Por ello, la derecha negra puede marchar en la misma línea,
en muchos tramos, con la izquierda roja; así como con la izquierda blanca
pueden marchar, en tramos muy amplios, simpatizantes de la derecha
amarilla. Asimismo, cabrá decir, a veces, que la izquierda blanca se opone a
veces a la izquierda roja más aún que a la derecha amarilla. Podríamos
ejemplificar esta situación con la Asamblea francesa de 1789: allí se
dibujaron dos corrientes bien definidas (que no podemos confundir sin más
con la derecha o con la izquierda): la representada por diputados tales como
Lally-Tollendal, Mounier o Malouet (en la línea de Voltaire y de
Montesquieu) y la representada por Robespierre o Dupont (en la línea de
Rousseau y su doctrina de la «voluntad general»). La primera corriente, que
podría corresponder a una derecha amarilla, o acaso también a una
izquierda blanca, sostenía que, aun cuando la patria esté en peligro, no han
de restringirse los derechos individuales, sin riesgo de caer en la tiranía; la
segunda corriente (más próxima a la izquierda roja) estaría representada por
quienes invocaban la «salvación pública» como ley suprema, la de quienes
defendían, en nombre de la utilidad de todos, la vigilancia de las libertades
de algunos.
Final
Concluimos: la función «Izquierda» sólo puede tomar sus «valores» en un
campo político en el que puedan estar definidos proyectos opuestos
susceptibles de ser determinados por una asamblea (sea una asamblea
democrático-parlamentaria, sea un soviet de obreros y campesinos): fuera
de este campo no cabe hablar propiamente de Izquierda ni de Derecha,
salvo por extensión más o menos débil; como tampoco cabe hablar de
energía eléctrica, positiva o negativa, más que en las situaciones en las que
existen los campos eléctricos, y sólo por analogía o por metáfora podrá
decirse, por ejemplo, que un orador «electriza» a su público. Además, la
determinación del significado de la izquierda o de la derecha no puede
fundarse únicamente en la apariencia de los fenómenos, es decir, en la
trayectoria empírica de uno u otro partido; sobre todo, porque las decisiones
que un partido de izquierda haya podido adoptar de hecho son
significativas y diferenciales, en principio, en relación con muchas opciones
de valores concretos (koljoses o sovjoses, autopistas o ferrocarriles, &c.) pero
pueden estar «equivocadas» en relación con la función característica. Las
izquierdas, o las derechas, pueden extraviarse o desviarse en el modo de
elegir los parámetros en cada caso, y sobre todo, en el momento de
componer los valores de una línea dada, con los de las demás.
Hemos propuesto un modelo funcional de «ley esencial de la Izquierda» que
contiene la posibilidad de la variación de sus posiciones por la
codeterminación de los valores posibles. Más aún, hemos sugerido muchas
diferencias constatadas en las izquierdas (o en las derechas), que, según su
posición, no son explicables por circunstancias aleatorias, sino sistemáticas,
que hemos intentado concretar en criterios éticos. En función de estos
criterios o parámetros, la función de la Izquierda se modularía
habitualmente según direcciones bien diferenciadas que entran en conflicto
mutuo, a veces tan intenso como el que pueden mantener con respecto a las
posiciones de la Derecha.
Con esto estamos reconociendo que la función general de la Izquierda
propuesta no tiene capacidad suficiente para definir (o decidir) en todas las
líneas por igual, valores que puedan considerarse genuinamente de
Izquierda o de Derecha (lo que no quiere decir que la oposición entre
Izquierda y Derecha pueda considerarse como una mera reliquia histórica).
Y esto significa, por tanto, que muchos de los valores empíricos atribuidos a
la izquierda (pongamos por caso, la defensa de la eutanasia o la del aborto
libre) no pueden recibir una justificación terminante desde la idea general,
sino que tienen que irse determinando precisamente en la confrontación y
oposición a los valores de sus contrarios. Asimismo, tampoco las
discrepancias de la izquierda podrán atribuirse siempre a sus modulaciones
éticas.
Y esta incapacidad de reconstruir una posición dada a partir de principios,
aunque no significa necesariamente que la reconstrucción es imposible,
tampoco excluye esta posibilidad. Si esta se acepta tendríamos que atenuar
notablemente, en muchas líneas, las diferencias, que muchos quieren
atribuir a una oposición general, dicotómica y «maniquea», entre izquierdas
y derechas; y no sólo en función de la Realpolitik, sino en función de la
propia ética.
Concluiremos diciendo que las decisiones éticas y morales han de
considerarse, en gran número de casos, mucho más independientes del
hecho de estar insertas en una izquierda o en una derecha, al menos
empírica, de lo que pueden estarlo las izquierda o las derechas políticas,
respecto de las decisiones éticas o morales.
{1} El presente artículo constituye la base de la conferencia pronunciada por
el autor el 26 de julio de 1994, dentro del curso de verano titulado Ética laica
y sociedad pluralista (Valencia, 25-29 julio 1994) organizado por la
Universidad Internacional Menéndez Pelayo y dirigido por Victorino
Mayoral (en este curso intervinieron como profesores, por orden de
intervención: Victorino Mayoral, Manuel Núñez, Elías Díaz, Enrique Dussel,
Gustavo Bueno, Esperanza Guisán, Michel Morineau, Juan Gay Armenteros,
José Montoya, Rafael Calvo Ortega, Enrique Miret Magdalena y Miguel
Angel Quintanilla).
{2} En el sentido que dimos a esta oposición en La Metafísica Presocrática,
Pentalfa, Oviedo 1974, pág. 359.
{3} Cuyas implicaciones, para nuestro caso, se tratan agudamente en el libro
de Alberto Hidalgo, ¿Qué es esa cosa llamada Ética?, Cives, Madrid 1994, pág.
27-ss.
{4} Alvin Toffler, Avances y premisas (1983), Plaza&Janés, Barcelona 1983,
pág. 100.
{5} Véase F. Selleri, Die Debatte um die Quantentheorie, Wieweg & sohn,
Brauschweig/Wiesbadem 1983.
{6} Un desarrollo del concepto de «cuerpo político» en Gustavo Bueno,
Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja,
Logroño 1991, págs. 273, 285, 307.
{7} Una exposición del concepto generalizado de eutaxia en nuestro libro
antes citado, Primer ensayo..., págs. 177-ss.
La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva

Gustavo Bueno

(José Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la


teoría deductiva,
Biblioteca de la Revista de Occidente, Emecé Editores, Buenos Aires
1958.)
Este libro inédito de Ortega reúne, dentro de la bibliografía orteguiana,
características singulares. Es, con mucho, el libro más extenso de Ortega
(casi 450 páginas), pese a estar incompleto –le faltan los capítulos II y III,
precisamente aquellos destinados a exponer el tema titular de la obra–.
Es también un libro «técnico» tanto por su tema como por su ejecución.
En él asoman abundantes citas de escolásticos (Escoto, Aquasparta,
Suárez, Arriaga...) y de matemáticos (Euclides, Hilbert). Julián Marías ha
sentido la tentación de decir que este libro es el más importante de
Ortega, de todo cuanto escribió en su vida y, más aún, que es el libro
más importante publicado en lo que va de siglo. La segunda tentación es,
sin duda, hiperbólica, pero la primera está plenamente justificada.
Estas páginas críticas expresan algo del esfuerzo que un hombre
perteneciente a las generaciones de los que ya no recibieron directamente
el magisterio de Ortega, hace por comprender el significado de este
magisterio, a propósito de su obra más importante.
Este libro de Ortega, en efecto, redunda todas las peculiaridades de su
estilo. La palabra de Ortega, pese al tecnicismo del libro, aparece, como
siempre, rezumando modos felices, brillantes y eficaces de decir («el
existencialismo saca de sus jaulas todas las palabras de presa»; «cien
Voltaires comprimidos en una pastilla no bastan para ocasionar la menor
dubitación a un hombre de verdad creyente»; &c.). Como siempre,
también Ortega, en este libro, se nos aparece en primer plano con su
poderosa presencia. Acaso aquí las autorreferencias son más frecuentes e
intensas y alcanzan un gran interés autobiográfico. También se echa de
ver en este libro un reiterativo anhelo de señalar nuevos temas vírgenes,
levantar caza sin cesar, como si Ortega hubiese asumido y aceptado esta
tarea de «ojeador» que, desde el principio de su vida literaria, le señaló
la crítica. [104] También en este libro aparece, más abundante que
ninguno, la voluptuosidad que Ortega sentía como descubridor, el
entusiasmo de creerse el primero en ver, con ojos frescos, paisajes no
vistos y acaso tan obvios que «es una vergüenza que otros no hayan
caído en la cuenta» (páginas 166, 169, 176, 212, 227, 238, 244, 237...). Claro
está que nunca o casi nunca resulta Ortega haber sido el primero en caer
en la cuenta. ¿Acaso escolástica no es un término repetidas veces utilizado
como categoría superior al concreto significado que, por antonomasia,
recibe de la Edad Media occidental? Basta recordar los nombres de
Masson-Oursel, Scheler. ¿Acaso el optimismo de Leibniz no está
desarrollado sobre un fondo pesimista, si pesimismo es la ciencia de que
todas las cosas concretas son imperfectas y no por accidente, sino por
esencia? Y, sin embargo, oigamos a Ortega (página 424): «Leibniz no
dice, como los demás, que el ser es bueno. Parece no contentarse con ello.
Necesita decir que es el mejor y que es el óptimo. Esto nos hace caer en la
cuenta de que habla en comparativo, y ahora sí que nos sorprendemos.
Porque resulta que Leibniz, con todo su famoso optimismo, no afirma
que el mundo es bueno simpliciter, sino sólo que es el mejor de los
posibles, lo cual significa que los demás son menos buenos, por tanto,
que incluyen mayor mal, por tanto, que son peores. Y he aquí cómo, al
afirmar que nuestro mundo es el mejor posible, en rigor reconoce sólo
que es el mejor de los no buenos, por tanto, de los malos. Esto nos hace
colegir lo que menos podíamos sospechar: que el mundo no sólo no es
bueno, sino que un mundo simpliciter bueno, por tanto, sin maldad, es
imposible». Esta consecuencia «insospechada» que saca Ortega, la había
sacado ya el propio Leibniz. En su explícita concepción, la fuente del mal
es la imperfección inherente a todo mundo posible de seres finitos,
limitados: el mal metafísico consiste precisamente en la limitación del ser
finito; por tanto, el mundo de Leibniz es simpliciter malo, precisamente
por ser finito. El pesimismo es el bajo continuo del optimismo melódico
leibniziano. El bien metafísico, que lo abraza todo, es causa del mal,
como enseñó ya Crisipo, y los dualistas «se engañan al pretender que el
bien del todo esté exento del mal de las partes» (Teodicea, 199 y sigs.). En
estos términos se planteó la polémica con Bayle. Es posible que, alguna
vez, la fuerza de la melodía optimista se haya sobrepuesto un tanto al
bajo continuo pesimista; pero éste seguía sonando y muchas veces ha
sido escuchado. Es, por ejemplo, el caso de Pope. He aquí como lo
explica Paul Hazard, con giros idénticos a los que empleará Ortega: «De
Leibniz, Pope no tomaba todo; con Leibniz no coincidía enteramente».
«Todo está lo menos mal posible» &c. (traducción española de Julián
Marías, de El Pensamiento Europeo en el siglo XVIII, 1946, pág. 305).
Ortega ejercita deliberadamente en este libro «La razón histórica». Se
propone llegar a comprender hasta el fondo el significado del
principialismo de Leibniz: es decir, de la costumbre leibniziana de
formular principios y más principios generales. Ortega va encendiendo
las más variadas luces de la Historia: Platón, Aristóteles, los estoicos,
Euclides... ¿Qué eran los principios para estos hombres? ¿Acaso ha de
juzgarse que la sabiduría antigua se deriva de unos pocos principios?
¿Acaso, desde Aristóteles hasta Escoto, no se admiten decenas y decenas
de principios? Pues los géneros son incomunicables; los principios de la
Aritmética son distintos [105] de los de la Geometría. En rigor, cada
definición que se introduce es un nuevo principio.
Esto hace que el libro de Ortega resulte ser, principalmente, un conjunto
de análisis de las más variadas epistemologías, casi una miscelánea de
meditaciones históricas. Ortega nos descubre una auténtica erudición, un
conocimiento familiar de los textos, un esforzado afán por
comprenderlos en su significación histórica.
Un interés tan universal por las cuestiones histórico-lógicas y filológicas
está muy expuesto, por lo pronto, a vaguedades. Fundamentalmente, a mi
juicio, el libro de Ortega es un libro de vulgarización. El nervio de la obra
orteguiana es el concepto de principio, según Leibniz; la exigencia de
una prueba de los principios; lo que representan los principios en la
teoría de la ciencia antigua y moderna, &c. Un conjunto, en suma, de
cuestiones cuyo tratamiento riguroso se encuentra en obras y artículos
de sobra conocidos por los especialistas. Ortega, por cierto, no llega a
afrontar el tema titular a fondo –por ejemplo, no toca la cuestión decisiva
de la conexión entre los principios leibnizianos, especialmente el de
razón suficiente, y la mentalidad técnica del «homo Faber» (que fue el
tema de la conferencia de 25 de mayo de 1956 y del semestre de invierno
55-56, en Friburgo, bajo el título Der Satz vom Grund, de Heidegger),
aunque es muy probable que reservara estas cuestiones a los párrafos de
los capítulos II y III anunciados–. Otro tanto puede decirse de la
información concreta sobre la presencia de Leibniz en nuestros días.
Hubiéramos agradecido citas concretas que testimoniasen la actualidad
de Leibniz (por ejemplo, las obras de A. March, Natur und Erkenntnis;
Wolff, Theorethische Chemie). La amplitud y variedad de los temas
tocados por Ortega en este libro suyo es ocasión de incurrir en errores
importantes, en valoraciones discutibles, mal entendidos o desenfoques.
Este libro de Ortega se resiente de graves omisiones, silencios que, si
bien son plenamente legítimos en otras circunstancias, no lo son en el
nivel en que nos hallamos situados, precisamente gracias a Ortega
mismo. Por ejemplo, en el párrafo 17, echo de menos una referencia a la
teoría de la división de Plotino, cuando en la nota de la página 155 se
habla de Platón, y en párrafo 31 (pág. 370) se agradecería también una
cita del neoplatonismo, cuya es, en verdad, «esa idea magnífica e ins igne
ejemplo de cómo es posible entreverar la dialéctica y el mito». En el
párrafo 1, pág. 14, parece obligada una referencia a la famosa cuestión de
los principia-media de Bacon y Mill. En el párrafo 7, página 68, se
abreviaría mucho si Ortega utilizase la terminología habitual en lógica
de relaciones (relaciones conexas, simétricas, orden, &c.). En el párrafo
11, hacia la pág. 84, gasta Ortega mucha tinta en exponer distinciones tan
vulgares como la que media entre la pertenencia y la inclusión. En el
párrafo 14, pág. 126, debiera haberse citado explícitamente a las teorías
operacionalistas (ad modum Bridgman). El «practicismo teórico» de los
creadores de ciencia (nota de la pág. 126) no es ningún descubrimiento:
es una observación que se remonta ya al círculo socrático, hasta el punto
de que el «conócete a ti mismo», según muchos historiadores, iría
dirigido a esos prácticos científicos; y se mantiene hasta el Husserl de la
«Filosofía como ciencia rigurosa». En el párrafo 17, página 155,
simplificaría mucho la distinción, ya usada por Kant, entre «Canon» y
«Regla». En [106] el párrafo 18, pág. 177, se dice que en la exposición de
Santo Tomás el entendimiento vendría a ser una misma cosa con la
imaginación. En el párrafo 12 hay una confusión gravísima entre las
partes integrantes (los ángulos del triángulo) y las genéricas, con todas
las consecuencias que esta confusión arrastra. La exposición de la
deducción, según Aristóteles, corresponde más bien a la exposición de la
construcción de conceptos de Kant. En el párrafo 19, págs. 195 y ss., hay
un tratamiento excesivamente elemental y trivial del tema de la
inducción, y en la página 195, al hablar, de la definición, resultado de
una inducción, no se tiene en cuenta la distinción fundamental entre las
dos clases de la inducción en Aristóteles (la expone, por ejemplo,
Brunschwig: Las etapas de la filosofía matemática).
El anhelo irresistible en Ortega por ser el primero en descubrir las cosas,
esa conciencia, que Ortega parecía tener de que «comprender algo es
comprender el primero» le lleva constantemente a desfigurar los hechos,
a inventar, a ser víctima de ilusiones o errores. Para que no queden estas
afirmaciones en el aire, me atendré al análisis crítico de una muestra
concreta. No pretendo, en modo alguno, señalar errores concretos de
Ortega, cuanto llegar a comprender el mecanismo de su producción. Las
observaciones que acabo de hacer no tienen el sentido de un censo
pedantesco de errores, sino sólo el sentido de una «prueba de existencia»
de que estos errores se encuentran efectivamente en el libro de Ortega.
Como specimen del modo de proceder de Ortega, nos valdrá el párrafo 25
sobre la fantasía cataléptica de los estoicos. Aquí vemos a Ortega en su
más íntimo taller, en la plenitud de su artesanía. En medio de una fresca
erudición, se nos aparece su clara visión iluminando, de un modo nuevo,
tema tan antiguo. Porque nadie –viene a decir Ortega– ha comprendido
lo que la fantasía cataléptica significa para los estoicos. No es una suerte
de evidencia, inducida por los sentidos, que despóticamente dominasen
el alma entera del hombre. Es algo más profundo; algo que sólo gracias
al concepto de creencia –en cuanto contrapuesto a idea– puede sondearse
adecuadamente. La evidencia cataléptica no mana de los sentidos, sino
de la creencia en los sentidos. Y esta creencia, que es la fuente de la
evidencia, como lo es de los demás sentidos, incluso el de contradicción,
o de los principios de la fe, deriva de «la gente», del «se dice» –por tanto,
de su carácter tópico, en el sentido aristotélico–. Es la gente el manantial
de la catalepsia estoica. Por ello es la evidencia estoica un efecto de
naturaleza sugestiva, asunción ciega por sugestión colectiva (pág. 293). En
ella somos cautivados, como hipnotizados, casi a la manera como la raya
de tiza en la mesa del billar, hipnotiza al gallo. Es que esos principios,
que fraguan en nosotros de un modo mecánico y físico, configurando
nuestra mente en plena pasividad, nos sumen verdaderamente en un
«estado cataléptico», que es el estado de pensar ciego y mecánico
generado por sugestión e hipnotización colectiva (pág. 294). Y nada de
esto –sobreentiende Ortega en este capítulo– importa al verdadero
filósofo, y quien quiere como Leibniz, incluso probar los principios
evitando lo que les ocurrió a los estoicos, ser hipnotizado por ellos.
La exposición de Ortega –resumida muy libremente en las líneas que
anteceden– es sumamente brillante, fascinante. Ortega era, sin duda, un
[107] gran sugestionador que se dirigía «a la fantasía catalépt ica» de sus
discípulos. Conozco algunos de estos que parecen, cuando hablan de
Ortega, hipnotizados, más que racionalmente, persuadidos. Incluso los
que no hemos tenido la ocasión de sentir la fascinación directa del
maestro y sólo lo conocemos prácticamente por sus escritos (yo sólo una
vez he escuchado a Ortega) tenemos que dejar pasar un rato esperando a
que se encalme la vibración de la palabra orteguiana, para darnos cuenta
de que, en rigor, sus nuevas visiones sobre el estoicismo, no son visiones
sino invenciones, y lo que es más curioso, no son ni siquiera nuevas. Lo
único que ha ocurrido es que Ortega, arrastrado por la fuerza de
palabras tales como «catalepsia» o «creencia» ha desarrollado ante
nosotros un brillante quaternio terminorum, usando catalepsia en el sentido
de la Psiquiatría actual, y trasfiriendo esta acepción al pensamiento
estoico; o ha ensayado una terminología nueva para conceptos
conocidísimos. Nos ha encantado, nos ha divertido. Pero si tomamos al
pie de la letra sus enseñanzas (como parece tomarlas el mismo Ortega,
embriagado por sus propias artes) diríamos que nos había embaucado,
que había falsificado la significación del estoicismo y desfigurando el
alcance de su propia labor. Ortega, en ese capítulo, nos muestra como
descubrimientos suyos particularmente importantes en el conocimiento
del estoicismo, los siguientes: 1º, la caracterización de la fantasía
cataléptica como un estado de aceptación acrítica de ciertos principios de
naturaleza sugestiva y cuasi hipnótica; 2º, el descubrimiento de que la
energía cataleptizante no se circunscribe a los órganos sensoriales, sino
que alcanza a la inteligencia, y se funda en la opinión impersonal y
fascinante del común sentir. La energía cataléptica es la energía de las
creencias, que fundan sus raíces en la gente; 3º, el haber puesto en
relación, gracias a este concepto de creencia, el tema de la fantasía
cataléptica, con la problemática teológica acerca de la naturaleza de la fe.
Acerca del primer punto debo decir que es un error intolerable transferir
la significación actual del vocablo «catalepsia» al estoicismo,
interpretando la fantasía cataléptica como una función pasiva del sujeto.
Por cierto, tampoco Ortega nos descubre aquí nada nuevo, algo «no
entendido ni explicado jamás» (pág. 233); hace muchos años que ha sido
sostenida la concepción de que, según los estoicos, somos nosotros los
aprehendidos por los objetos y no los objetos por nosotros (véase el libro
de Barth sobre los Estoicos –cuya traducción se publicó precisamente en
la Revista de Occidente– Sección 3ª, capítulo 2º, nota 362). En su acepción
actual, catalepsia designa ciertamente –e impropiamente, como indica
Bleuler en su Tratado de psiquiatría (traducción española, pág. 113)–
aquella aptitud del sujeto tan sumamente pasiva que llega a la
«flexibilidad cérea». Esta acepción se funda en el valor que la
preposición κατα puede asumir para significar el «descenso espacial», la
«interrupción» o «cesación de algo», el «desandar lo andado». Pero en el
estoicismo el tecnicismo Katalepsis tenía otro matiz completamente
diferente, el que le confiere el valor de κατα en cuanto preverbio vacío,
preverbio que redondea, intensifica y ultima el sentido verbal, sin
expresar algún matiz peculiar lleno, material. Si creemos a Cicerón,
redundaba a λαμβανω en cuanto significa «capturar», «coger» «agarrar
por el cuello» «aprehender». Y esto precisamente en virtud del famoso
símil de la mano, debido al propio Zenón [108] La mano abierta,
simboliza a la fantasía; cuando ligeramente se cierran los dedos,
teníamos el símbolo, del asentimiento, o σνγκαταθεσις, que es como
una disposición a la evidencia, y por cierto, una disposición voluntaria y
libre, sin ser todavía la evidencia misma. Cuando la mano se cerraba
voluntariamente a modo de puño, agarrando la cosa firmemente,
entonces sobrevenía la comprensión, la evidencia: «quae ex similitudine
etiam nomen et rei, quod ante non fuerat, καταληψις, imposuit»
(Cicerón, Acad. pr. II, 47, 144). La fantasía cataléptica es, en los estoicos,
una operación activa, como muy bien vio Zeller o Uberweg. Ortega, en
una nota (página 296) no puede menos de conceder este sentido activo,
yuxtaponiéndolo al pasivo (yuxtaposición que fue ejecutada ya por
Heinze); pero en el texto no hace uso de esta intención activa, que q ueda
atrofiada y como paralítica, no elaborada. La fantasía cataléptica de los
estoicos, tal como nos la presenta Ortega, es una pura desfiguración, una
falsificación, obtenida por una gratuita aproximación a ciertos estados
psíquicos –el sueño hipnótico– que nada tienen que ver con ella. Para
justificar esta aproximación de la fantasía cataléptica al sueño hipnótico
en los estoicos, Ortega debiera, al menos, haberse enfrentado con las
concepciones que los estoicos tenían, por cierto, sobre estos estados.
Concepciones que se fundan precisamente en contraponer al estado de
actividad del hegemonikon otros estados más pasivos, estados de
relajación, como el sueño y, en último extremo, la muerte.
Por lo que se refiere al segundo punto de los tres que he señalado como
censo de las innovaciones orteguianas en la interpretación de los
estoicos, me permito advertir que es comúnmente sabido que, para los
estoicos, la fantasía cataléptica no era sólo una impresión de los sentidos,
sino también la comprensión de una verdad concluida de premisas
ciertas, o simplemente una verdad inmediata. Al cogito cartesiano, los
estoicos le hubieran llamado una evidencia cataléptica, es decir, una
impresión íntegramente, redondamente captada. El estado cataléptico lo
consignaban los estoicos, no a los sentidos, sino a la fantasía, y para los
estoicos la fantasía es un concepto que trasciende la distinción entre
sentidos e inteligencia. Los estoicos no han distinguido el conocimiento
sensorial del racional, al modo de Platón o del franciscanismo. Pero esto
no autoriza a decir que, según los estoicos, no hay en el hombre
inteligencia (pág. 291). Esta interpretación es falsísima: para ellos la
inteligencia es todo. Hasta el punto de que, como es sabido, los estoicos
tuvieron la intuición –muy de actualidad entre psicólogos
contemporáneos (nihil est in sensu quod prius non fuerit in intellectu, de
Pradines, o de Merleau-Ponty)– de la naturaleza racional de los sentidos,
que no es lo mismo que la naturaleza sensorial del entendimiento, como
ha sostenido el empirismo desde Estraton a Condillac. Por eso, más que
decir que, según los estoicos, no hay en el hombre inteligencia, habría
que decir que no hay en el hombre sentidos. Galeno enseña claramente
que es la misma parte principal del alma, el hegemonikon, la que oye y la
que ve. Los sentidos, dice Aecio, son como una emanación del alma,
como los tentáculos del pulpo. Por cierto que esta concepción de los
sentidos, es la que condujo a Gómez Pereyra y aun a Descartes, a negar
el alma a los brutos, por un modus tollens explícito: claramente dice
Pereyra que si se les concede sensación a las bestias, habría que [109]
concederles también razón y, por tanto, alma espiritual. A esta luz
resulta totalmente desenfocado lo que dice Ortega, pág. 297, acerca de
que la catalepsia no es función o facultad inteligente. Las críticas de
Arcesilao son de pura escolástica académica (la distinción de sentidos y
entendimiento) y nada prueban en favor ni en contra de la interpretación
de Ortega. Pero, sobre todo, es totalmente gratuito decir que los estoicos
fundaron la fuerza de la evidencia cataléptica en el consensus omnium, en
el «sufragio universal». Este era para ellos signo de gran probabilidad de
que lo comúnmente admitido es natural; por ser natural se manifiesta a
cada uno de los hombres y, por eso, lo natural es universal, como
Aristóteles mismo había enseñado, y no recíprocamente como Ortega
pretende, víctima de un sofisma de afirmación del consecuente. No es el
que lo digan todos, la gente, la razón de aceptar los principios comunes.
Es porque estos son evidentes por lo que son aceptados por todos. Y
cuando, en concreto, un principio es aceptado por todos, hay que
presumir que deriva de la misma fisiología humana; que es por
naturaleza y no por accidente: (dirían los aristotélicos), por lo que es
aceptado. Lo acepta nuestra naturaleza, que ve con evidencia esta
necesidad del Cosmos. Pero este fatalismo es una doctrina metafísica de
los estoicos que no debe confundirse con la doctrina epistemológica
estoica como Ortega sobreentiende (pág. 296). La naturaleza es la razón
de que el hombre, parte suya, tenga evidencias: Constriñe al hombre a la
evidencia, pero le constriñe por medio de la evidencia y no por la
aceptación ciega de algo que no comprende. En modo alg uno puede
asignarse a la gente la función de naturaleza que obliga al asenso ciego.
La naturaleza obra, en este caso, según los estoicos, a través del
individuo. Es un mecanismo análogo al de la libertad, como obligación
que nos impone la naturaleza, según el famoso símil del cilindro que
rueda, cuesta abajo, de Crisipo. Ortega ha instituido, con todo, una
suerte de psicoanálisis de los estoicos, acusándoles de que esta su
valoración de la opinión común es indicio de un respeto esclavizado del
estoico a la gente. Pero aun supuesto, y es mucho suponer, que este
diagnóstico fuese certero, no habría que confundirlo con la doctrina
estoica, con su doctrina consciente profesada. Esto sería tanto como si un
freudiano informase que San Juan de la Cruz enseñó la necesidad del
acto sexual. En una desfiguración igualmente intolerable incurre Ortega,
pues de su exposición sacará el lector no especialista la impresión de que
los estoicos eran hombres acríticos, sobrecogidos por las opiniones del
vulgo –de la gente– conservadores, gregarios... y esta imagen es
calumniosa y totalmente equivocada –yo la he sentido personalmente
como una ofensa–. Acuden aquellas famosas palabras de Séneca:
«Unusquisque mavult credere quam judicare» (De vita beata, I, 4). Y las
que siguen: «Pereceremos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si
nos apartamos del vulgo» (de la gente). Y aquellas otras noticias que nos
trae Cicerón y Sexto Empírico y que nos ofrecen una imagen del sabio
estoico, muy próxima, en su metódica circunspección crítica, nada menos
que a Descartes. El sabio estoico no podría decir nunca lo que una vez
dijo Lyell: «Lo creo porque lo habéis visto; pero si lo hubiese visto yo, no
lo creería». El consentimiento universal podrá ser un signo, un criterio
de verdad. Pero a condición de que su evidencia sea verificada en el
fuero interno del que medita. Tal y como prescribía Descartes, cuya
moral [110] sabemos que está fuertemente impregnada de estoicismo. El
sabio estoico no se precipitara nunca en dar el asentimiento
(σνγκαταθεσις) y considerará las cuestiones minuciosamente, tanto que
correrá el peligro de hacer bostezar a su interlocutor. Todo esto es muy
cartesiano. Pero todavía algo más: El sabio estoico sólo dará su
asentimiento a una impresión cataléptica, a una fantasía cataléptica, que
es aquélla tan clara y tan completa que sólo admite una teoría
lógicamente posible en cuanto a su origen (véase el fragmento 59 del vol.
I de von Arnim). ¿No estamos en una posición muy próxima al plan
cartesiano de no aceptar como evidentes más que aquellas proposiciones
cuyas contrarias resulten imposible, que no admitan otras opciones
lógicas? Los estoicos también exigían este requisito y precisamente
porque hay muchas impresiones que dejan lugar a alternativas, no le es
permitido al sabio concederles su asentimiento, sino seguir lo probable.
En ésta utilizaban la misma επωχη que los académicos. Se diferenciaban
de éstos en que todas las representaciones daban lugar a alternativas.
Recuérdese aquel test que Ptolomeo de Alejandría hizo a Sfero, discípulo
de Zenón y Cleantes. En un banquete le ofreció una granada de cera. El
filósofo intentó comerla y el rey le preguntó con ironía cómo había dado
su asentimiento a una impresión falsa. A lo que Sfero respondió: «Sólo
he dado mi asentimiento a la probabilidad de que el fruto ofrecido por el
rey Ptolomeo fuese auténtico» (Laercio VII, 177).
Por último, y respecto al tercer punto de los señalados –la conexión con
la problemática de la Fe–, me limitaré a advertir que las ideas
preconcebidas de Ortega desfiguran también la doctrina estoica y pecan
de imprecisión. Se le podría objetar también a Ortega, en este punto,
falta de información; parece –aquí y en otras ocasiones– como si Ortega
no conociese los textos en su totalidad, como si solamente hubiese leído
los que le interesaban. Lo cual es sumamente improbable. Lo más
verosímil es sospechar que Ortega mismo quedaba fascinado por sus
propias hipótesis, sufriendo, en su virtud, un auténtico «proceso
cataléptico», en el sentido que él atribuye a los estoicos y que le impedía
considerar otras opciones. Este mecanismo mental explica también los
lugares en que Ortega se escandaliza de que nadie haya visto, hasta él,
determinada hipótesis o relación. Ese nadie acaso fuera el último libro
que Ortega había leído sobre el tema; y la fuerza verdaderamente
ejemplar, por otra parte, de su propia reacción, la viveza de la propia
idea que se le ocurría (estimulada, las más de las veces, por la presión
subterránea de alguna idea ajena, profundamente asimilada), le
fascinaba de tal suerte que, estrechándole la franja de consciencia, le
hacía olvidar a los otros que anteriormente habían tomado presencia en
su espíritu. En nuestro caso: ¿cómo podía Ortega no haber leído la
multitud de pasajes en que los estoicos, o sus expositores, sin utilizar los
tecnicismos orteguianos, ponen en relación íntima la problemática de la
Fe con sus conceptos epistemológicos? Tertuliano, por ejemplo, aplica el
concepto estoico de sensación al conocimiento de Cristo, que se nos
revela precisamente por los sentidos (De Anima, 17). Y no es preciso
hablar de Clemente de Alejandría o de Marsilio Ficino en sus
fundamentaciones de la Fe, ad modum estoico, por el consenso universal.
Las inexactitudes, errores, vaguedades y presunciones contenidas en el
libro de Ortega son tan abundantes, que apenas puede quedar una de
sus [111] páginas con el margen en blanco; las de mi ejemplar están
completamente emborronadas y en esta reseña he escogido unas cuantas,
casi al azar, y frenado por el temor de hacer una nota excesivamente
amplia.
Y, sin embargo, el libro de Ortega es un libro magnífico, verdaderamente
una obra maestra. El libro de Ortega es un conjunto de lecciones
magistrales. Con esta frase quiero formular, con toda seriedad, una
opinión sincera.
¿Cómo es posible –me preguntarán– mantener esta opinión tan positiva
sobre el magisterio de un hombre que yerra en cada frase que
pronuncia? Es posible, y no por una ambivalencia puramente psicológica
y no elaborada. Me acogeré, para explicar brevemente tal posibilidad, a
la célebre paradoja de Poincaré: «La Geometría es el arte de razonar bien
sobre figuras mal hechas». Ortega, asimismo, en esta obra técnica y
magistral, dibuja mal, esboza, desfigura... Pero, a pesar de todo, «razona
bien», habla como maestro. Y esto, en dos sentidos: Primero, porque en
cada página, al lado de los mil errores, encontramos mil enseñanzas, mil
sugestiones, frases felices e iluminadoras. Segundo, porque escuchamos
una continuada lección acerca de la conducta que conviene adoptar, ante
la ciencia y la experiencia, al hombre que filosofa.
Por lo que hace a lo primero, los aciertos de Ortega son tan numerosos
como sus errores, y señalarlos sería reproducir aquí gran parte de su
obra. Por ejemplo, la exposición del sensualismo de Aristóteles (párrafo
17) es magnífica, así como el análisis de esa «deducción trascendental»
de los principios por Aristóteles (págs. 216-219); o la conferencia sobre el
optimismo leibniziano y las consideraciones etimológicas acerca del
empirismo (pág. 190 y sigs). Ortega es, en este primer sentido, un
auténtico «maestro». Esta es la categoría que encuentro más ajustada a la
real y efectiva significación de Ortega. Ortega es, por supuesto, un
egregio profesor de Filosofía que sabe informar de las últimas novedades
con una claridad asombrosa y, aunque no las domine a fondo (como
según probabilidades muy fundadas, le ocurría con las ideas relativistas,
o con las cuestiones centradas en torno al teorema de Gödel), lo cual no
hay por qué exigírselo a nadie, en nuestro siglo, tiene el exquisito tacto
de asumirlas con dignidad, barruntando su significación filosófica e
histórica y brindándolas a sus discípulos. Es un magnífico profesor de
Filosofía que sabe buscar los ejemplos más atractivos, los apoyos y citas
más brillantes, las asociaciones más ricas, propias de un espíritu
intensamente cultivado. Ortega es, sobre todo, un gran pedagogo de la
Filosofía actual. Yo no veo, no puedo ver en Ortega, a un creador o a un
sistematizador de gran estilo del pensamiento filosófico. Las ideas
orteguianas se incorporan fácilmente al curso del pensamiento europeo
actual y, a escala europea, no representan realmente ninguna fase
especial (como la representó Bergson, Husserl o Heidegger). Pero veo a
Ortega como a un maestro, un gran pedagogo cuya significación hay que
analizarla más que con conceptos técnico-filosóficos, con categorías
sociológicas, políticas e históricas. Y acaso, históricamente, la
significación de un maestro puede ser humanamente más profunda, en
un caso concreto, que la significación de un creador o de un sistematizador,
en el sentido dicho. En la Historia de España, la significación de Ortega
como maestro es incalculable: praeceptor Hispaniae es un [112]
sobrenombre que acaso no le iría desajustado. La labor de Ortega es, ante
todo, más que creadora, magistral, expositora, divulgadora, en el más
noble sentido de esta expresión y retirado todo juicio de valor. Ortega ha
sido durante treinta años el centinela del pensamiento europeo y la
Revista de Occidente fue para España una auténtica «Escuela de
Traductores de Toledo». En este libro de Ortega que aquí se comenta,
estas virtudes de «expositor», de vulgarizador magistral, se redundan,
porque Ortega reexpone sus propias obras anteriores. Cabría trazar un
paralelo entre La idea de principio en Leibniz, respecto de la restante
producción orteguiana, y el Kant und das problem der Metaphysik de
Heidegger, respecto de la suya. Ortega se acogió a Leibniz acaso,
sospecho, porque Leibniz fue para Ortega el modelo histórico que le
sirvió para comprenderse a sí mismo en su significación cultural: como
un «ciudadano de la república de las letras europeas...» Por cierto, la
valoración de la imaginación, como fuente o tronco común de la
sensibilidad y el entendimiento (pág. 354 y otras) así como la exposición
que hace del ser y del ente (págs. 171, 266, 336...), aproximan el libro de
Ortega aún más al libro de Heidegger arriba mencionado.
En segundo lugar, Ortega es un gran maestro –en este libro más que en
ningún otro– en el sentido más profundo de la palabra: no solamente por
su eficacia «informativa» como profesor, sino por su eficacia
estimuladora y configuradora de la actitud filosófica. Ortega es, en este
sentido, una especie de predicador. La arrogancia y el énfasis de Ortega
resultan, en esta perspectiva, agradables y significativos, pues dejan
traslucir mucho de esa actitud olímpica, magnífica, «jovial» que Ortega
ha predicado siempre como propia del filósofo. Por ello y en lo que a
este aspecto se refiere, casi es lo de menos que esta arrogancia se ejercite
sobre visiones erróneas o desenfocadas: lo importante es la actitud
misma. Ortega, en cuanto predicador, nos infunde unos desiderata más
que realidades positivas: nos comunica en sus obras el esquema de un
desideratum filosófico, a saber, el del pensamiento auténtico y original, a
la par que fluyente de la historia. Ortega nos transmite, más en concreto,
el esquema adecuado de conducta del filósofo ante los demás:
asumiendo textos, interpretándolos desde el juicio solitario y propio y no
simplista, sino resultante de la lucha y pulimentación en la mente de las
ideas eruditas entre sí. Lo que muchos clasifican en Ortega como mera
literatura debe consignarse, más adecuadamente, a esta actitud, no sólo
pedagógica, sino parenética del maestro. Una «frase brillante», una «cita
curiosa» (como la de la página 407, por ejemplo), un «ejemplo» no son
solamente virtudes expositivas. Un ejemplo es, a veces, más importante
que la doctrina recibida. Pues significa que el hablante ha recreado lo
que expone, lo ha calentado con su sangre, lo ha matizado y encarnado
en un mundo propio y, sobre todo, real, efectivo, viviente. A fin de
cuenta, la Sabiduría no existe en los libros, sino en la mente de los
filósofos que la cultivan.

Materia

Gustavo Bueno
III. Usos filosóficos del término «materia»
1. Nos referiremos, desde luego, a los usos filosóficos en el sentido estricto
de la filosofía que está dada dentro de una tradición cultural determinada, a
saber, la helénica; el sentido estricto de la palabra filosofía se corresponde,
pues, con la filosofía «académica». Es evidente que si utilizásemos el
adjetivo «filosófico» en un sentido lato (por ejemplo, el que los antropólogos
le atribuyen cuando hablan de la cosmogonía, teología o moral de los
«pueblos naturales») no podríamos establecer ninguna línea divisoria entre
los usos filosóficos del término materia (o de otros de su constelación) y los
usos mundanos (por ejemplo, religiosos) de los que hemos hablado en el §I.
Esto no implica que propugnemos la necesidad histórica de una selección de
usos o acepciones en virtud de la cual quedasen excluidos todos aquellos
que pudieran considerarse mitológicos, praeterracionales, &c. Semejante
selección desatendería al juego dialéctico que, en el caso del desarrollo
histórico de la idea filosófica de materia, pueda corresponder a usos que, en
sí mismos, son extrafilosóficos (por ejemplo, el concepto de [20] «cuerpo
glorioso de Cristo») pero que pueden adquirir un significado filosófico
intercalados en el proceso de desenvolvimiento de las ideas de la filosofía
griega (a través de la Teología cristiana, por ejemplo).
Para muchos, en cualquier caso, esta restricción del concepto de filosofía al
«área de difusión helénica» no sería otra cosa sino efecto de un
etnocentrismo acrítico. Sin embargo, tampoco es evidente que un
etnocentrismo tal pueda, sin más, ser considerado como acrítico, en tanto
que él puede, a su vez, verse como resultado de la crítica al relativismo
cultural. Por nuestra parte vinculamos la peculiaridad de la filosofía de
tradición helénica no ya meramente a unas determinadas tesis (muchas de
las cuales son comunes a otras culturas) sino precisamente a su relación con
el método científico racional puesto a punto precisamente en la cultura
antigua, a propósito de la creación del razonamiento geométrico y de la
demostración lógica. Es a partir de esta relación con la argumentación
geométrica (aplicada a la Astronomía, principalmente, en la época antigua)
como puede entenderse la peculiar naturaleza abstracta del pensamiento
filosófico «griego». Pues éste, incluso en la reconstrucción de conceptos
metafísicos similares a los que mantuvieron sus propios antepasados, exhibe
un método de proceder, un método discursivo, en el que, entre otras cosas,
han de ensayarse dialécticamente todas las alternativas lógicas disponibles
(lo que sólo es posible desde una perspectiva abstracta peculiar) y han de
desarrollarse sistemáticamente los valores límites de ideas dadas, desde
luego, en la cultura popular.
Aplicando estos criterios a nuestro asunto: los usos filosóficos, en sentido
estricto, del término materia no proceden de fuentes propias de alguna secta
privilegiada, sino de los mismos contenidos mundanos, tecnológicos o
científicos, sólo que tratados según el método filosófico.
2. El proyecto de dibujar una idea global de materia [21] dispuesta para
acoger en sus mallas a los usos filosóficos al menos históricamente
importantes, incluye tomar alguna decisión acerca del formato lógico que ha
de tener tal idea, puesto que ese formato está en función de las relaciones
que se estimen relevantes entre las diversas acepciones. ¿Son todas ellas
variaciones monótonas de un mismo concepto o, al menos, especificaciones
distributivas de una idea genérica única? Si la respuesta fuera afirmativa,
estaríamos concediendo que la idea global de materia se ajusta al formato de
un concepto unívoco. ¿No habrá más bien que reconocer relaciones entre las
diversas acepciones de la idea de materia que rayen incluso en la
incompatibilidad? En esta hipótesis, ¿cómo mantener la unidad de la idea de
materia si no es atribuyéndole un formato no unívoco, sino analógico, y
según analogía que permita entender el desenvolvimiento de sus acepciones
como si de un proceso dialéctico se tratase, a la manera como el concepto
matemático de «curvas cónicas» se desarrolla, más que como una idea
unívoca en especies unívocas, como un género dialéctico que conduce a
especies de-generadas, tales como el punto o el par de rectas? El tratamiento
de la idea de materia como si ella se ajustase a un formato lógico de tipo
unívoco es muy frecuente. En realidad, era la tradición escolástica, en tanto
consideraba a la materia o bien como un concepto unívoco incluido en el
género supremo o categoría de la sustancia (a saber, la sustancia material) o
bien como un concepto unívoco cuyas determinaciones se manifestasen en
el ámbito de otro género unívoco supremo, a saber, la categoría cantidad. Por
lo demás, las relaciones entre la materia-sustancia y la materia-cantidad
venían a reducirse, de hecho, al tipo de relación de todo a parte, pues el
accidente era una parte de la sustancia; de ahí, la expresión «cantidad de
materia», en el sentido de «porción de la sustancia material». Esta tradición
escolástica mantiene su influencia incluso en F. Engels, para quien la idea
general de [22] materia es sólo una «abreviatura abstracta» de las diversas
materias específicas: «el concepto de materia -dice en la Dialéctica de la
Naturaleza, pág. 519, tomo XX de la edición Dietz- es un concepto genérico
que contiene en su ámbito las más diversas especies de materia, a la manera
como el concepto de fruta no es otra cosa sino un concepto genérico que
contiene en su ámbito a las cerezas, peras y manzanas.» Por nuestra parte
consideramos inadecuado atribuir el formato de los conceptos unívocos a la
idea de materia, como si tal idea pudiera ser construida por generalización
inductiva de los diferentes contenidos materiales específicos o,
sencillamente, como si fuese posible presentar una definición conspectiva de
materia, global y previa a todas sus especificaciones. Los intentos en esta
dirección sólo han podido llevarse a cabo acogiéndose a definiciones de
materia tan vagas que sus fórmulas podrían ser aceptadas tanto por los
materialistas como por los espiritualistas radicales. Tal ocurre con dos
famosas definiciones generalísimas de la materia, de las cuales una tiene un
sentido más bien epistemológico mientras que la segunda tiene un sentido
más bien ontológico. Dice la primera: «Materia es lo que impresiona
nuestros sentidos» -a esta definición se aproximan las que hemos citado de
E. Ferrière o la de E. Mach. La segunda definición dice: «Materia es la
realidad de los entes que existen más allá de nuestro pensamiento» -a esta
definición se aproxima la de Lenin (Materialismo y empiriocriticismo, V,
2/1909) o la de R. Havemann (Dialectik ohne Dogma?, 1964, 3). La primera
definición de materia es insuficiente, porque pide el principio, suponiendo
que lo que impresiona a los sentidos es material (en contra de la tesis de
Berkeley, y sin tener en cuenta la «materia inteligible»). La segunda
definición es inaceptable, porque también puede ser aplicada por un
espiritualista a los entes que no son materiales (el Dios de Aristóteles o de
Santo Tomás es postulado como realidad extramental, pero inmaterial); [23]
además esta definición sugiere que la subjetividad no es material.
Si queremos ser respetuosos con la diversidad de acepciones o usos del
término materia en filosofía y, a la vez, alcanzar una idea capaz de anudar tal
diversidad de un modo interno, será necesario atribuir a esta idea un
formato no unívoco. Y será preciso también renunciar a la pretensión de
ofrecer una definición global de la idea de algún modo previa a todas sus
ulteriores especificaciones. Tampoco el concepto de número puede ser
expuesto en una definición conspectiva global: es preciso comenzar por los
números naturales y, gradualmente, ir rebasando el campo inicial hasta
alcanzar el campo de los números complejos, que envuelve a los
precedentes, pero no ya como un género abstracto (o negativo) sino como
un género combinatorio.
3. Como punto de partida para el «levantamiento del plano» de la idea de
materia ensayaremos el contexto tecnológico, que desempeñará, respecto de
la idea de materia, el papel similar al que desempeñan los números enteros
respecto de la idea general de número. El contexto tecnológico tiene,
además, el privilegio de hacerse presente tanto en las realidades mundanas
precientíficas que están siendo sometidas a un tratamiento operatorio
(racional) como en las realidades delimitadas por las ciencias. Tan racional
puede ser el sistema de útiles o herramientas preparadas por un agricultor
neolítico como el sistema de entrada y salida de señales de una
computadora.
La idea de materia que se nos da en su primera determinación tecnológica es
la idea de materia determinada (arcilla, cobre o estaño, madera... arrabio). Una
materia determinada precisamente por el círculo o sistema de operaciones
que pueden transformarla y, en principio, retransformarla mediante las
correspondientes operaciones inversas o cíclicas. El concepto de materia
comenzaría, según esto, ante todo, como concepto de aquello que es capaz
de transformarse [24] o retransformarse; por ello, es inmediato que en este
contexto tecnológico, la idea de materia se nos muestra como rigurosamente
correlativa al concepto de forma, a la manera como el concepto de reverso es
correlativo al concepto de anverso. Algo es materia precisamente porque es
materia respecto de algunas formas determinadas (el mármol es materia de
la columna o de la estatua). Las transformaciones tecnológicas dadas en un
mínimun nivel de complejidad comienzan a ser experimentadas por los
hombres en época muy temprana, sobre todo una vez dominado el fuego.
Las transformaciones de sólidos en líquidos y recíprocamente (congelación,
gelificación) o las transformaciones de líquidos en gases (evaporación, &c.)
constituyen la fuente de la ampliación de la idea de materia, i.e., aquello que
hace posible el desbordamiento del estado sólido inicial, y la extensión de la
idea de materia hacia el estado gaseoso (experimento de la clepsidra de
Empédocles). La materia determinada se nos ofrece de este modo como un
concepto distributivo que comprende «círculos operatorios» tales que
pueden ser disyuntos entre sí. Materia determinada, según su concepto, será
aquello que puede conformarse según las formas a,b,c,... o bien según las
formas m,n,r,... Este concepto no implica, pues, que la materia envuelva la
idea de unidad de sustrato de todas las materias determinadas, a la manera
como tampoco una relación de equivalencia E universal en un campo de
términos Q nos conduce a una clase homogénea, puesto que ella puede
llevarnos a establecer el conjunto de clases disyuntas, el cociente Q/E. Es
cierto que los pensadores jonios (de Tales de Mileto a Anaxímenes)
mantuvieron, al parecer, la tesis de la transformabilidad de una cierta
materia determinada (supuesto que el agua de Tales o el aire de Anaxímenes
no fueran ya aproximación al ápeiron de Anaximandro) en todas las
determinaciones formales posibles. Pero también es cierto que esta tesis fue
considerada gratuita por quienes se acogieron [25] a la idea de una
diversidad irreducible entre al menos algunos círculos de materialidad
física, los más señalados de los cuales fueron los círculos constituidos por
los objetos terrestres y los objetos celestes, por un lado, y los círculos
constituidos por los cuerpos inorgánicos y los vivientes por otro. Lo que
importa subrayar es que en estas diversas alternativas la idea de materia
determinada se mantiene: materia es aquello que es transformable dentro de
un círculo de formas definido.
Acaso la acepción de materia que, en la tradición filosófica, puede citarse
como más próxima a esta primera acepción de materia determinada, sea el
concepto escolástico de materia segunda, vinculado a la doctrina hilemórfica
aristotélica (en el De rerum principio, atribuido a Duns Escoto, se distingue
una materia primo-prima de una materia secundo-prima, sustrato de la
generación y la corrupción, y de una materia tertio-prima, que sería la
materia segunda, en cuanto algo que es plasmable). Debe tenerse en cuenta
que la materia segunda sólo es «segunda» por relación con la materia prima
aristotélica; pero este orden «escolástico» no debiera confundirse con el
orden, no ya sólo ontológico (ordo essendi) sino gnoseológico (ordo
cognoscendi). Porque la materia segunda, en tanto es materia determinada, será,
al menos en el sistema que estamos desarrollando, materia primera en el
orden gnoseológico.
Por último: aun cuando la materia determinada sea siempre correlativa a la
forma, esto no significa que la idea de materia, en esta su primera acepción,
tenga ya la capacidad suficiente para envolver a la idea de forma.
Precisamente se opone a ella: la forma no es materia, y esta circunstancia
puede servir de base a ciertas posiciones no materialistas (formalistas y
materialistas) que creen poder tratar a la materia como una idea no
equivalente, desde luego, al «ser», a «lo que hay». Tal es lo que, desde una
perspectiva materialista, podría llamarse la «paradoja particularista» [26]
del concepto tecnológico de materia. La ampliación de la idea de materia a
las propias formas correlativas, habrá que concebirla como resultado de un
proceso dialéctico cuyas líneas generales ensayaremos ofrecer más tarde.
4. La materia determinada no incluye, según hemos indicado, la unidad de
continuidad entre todas sus especificaciones, puesto que su concepto es
compatible con un universo constituido por materias determinadas
irreductibles, por círculos disyuntos de materialidad. Pero esto no significa
que estos diferentes círculos de materialidad (la materia corruptible y la
incorruptible o etérea de los antiguos) no puedan compartir notas o
catecterísticas esenciales comunes (genéricas), del mismo modo a como las
clases disyuntas constituidas por todos los números {x,y} congruentes al
módulo k (x ky) comparten la propiedad esencial (genérica, siendo n Z)
siguiente x-y=k.n.
Dos atributos esenciales, genéricos, caracterizan como connotaciones
conjugadas a la idea de materia determinada -por tanto a los círculos de
materialidades determinadas; dos atributos que, siendo correlativos (como
correlativo es lo pasivo respecto a lo activo, o incluso lo negativo respecto a
lo positivo) se complementan y se moderan, por decirlo así, mutuamente, a
saber, la multiplicidad y la co-determinación. Por la multiplicidad la materia (en
cada círculo de materialidad y por supuesto en el conjunto de los círculos)
se nos da, en una perspectiva eminentemente pasiva y aun negativa, como
una entidad dispersiva, extensa, partes extra partes; por la codeterminación, las
partes de esas multiplicidades se delimitan las unas frente a las otras,
eminentemente de un modo activo o, al menos, positivo. En su expresión
más sencilla o débil, la multiplicidad de la materia determinada se nos
manifiesta como mera extensión; en su expresión más fuerte, la
codeterminación se manifiesta como determinación causal de unas partes
respecto de las otras partes de su círculo. Pero, evidentemente, [27] las
modalidades de los atributos de multiplicidad o codeterminación no se
reducen a los citados y son mucho más variadas. La multiplicidad tiene que
ver con la cantidad, en tanto esta cantidad la entendemos como cantidad
determinada («cualificada») según unidades de referencia: cantidad de
calor, cantidad de presión, de volumen (sin olvidar que hay también
multiplicidades cualitativas). La inercia, así como la resistencia que unas
partes oponen a la «acción» de una dada, tiene que ver con la
codeterminación. La mejor expresión de la codeterminación en el contexto
de las multiplicidades físicas es, sin embargo, probablemente la misma
gravitación de las masas newtonianas y postnewtonianas, en tanto que es
propiedad genérica recíproca (afecta tanto a leptones como a los hadriones),
que termina identificándose con la inercia en la teoría general de la
relatividad; puesto que ahora el movimiento de un cuerpo se dice libre, es
cierto, respecto de las fuerzas gravitatorias newtonianas procedentes de
otros cuerpos, para estar determinado únicamente por la estructura del
espacio-tiempo. Pero es precisamente esa estructura la que, en rigor, se
convierte en una expresión física de la codeterminación, en tanto esa
estructura resulta de las ondas gravitacionales que, a la velocidad de la luz,
«deforman» la curvatura del espacio-tiempo en el que se desplazan
«libremente» los cuerpos de referencia. En cualquier caso, el atributo de la
codeterminación no implica la conexividad total o codeterminación mutua
de todas las partes de un círculo de materialidad dada, de acuerdo con la
idea platónica de la symploké (El Sofista, 259 c-e, 260 b): «si todo estuviese
comunicado con todo no podríamos conocer nada.» Este postulado de
discontinuidad se utiliza en nuestros días, por ejemplo, en la hipótesis de la
existencia de regiones del universo físico causalmente disyuntas, para el
caso de las regiones del fondo isotrópico de microondas (la radiación de A.
A. Penzias y R. V. Wilson) de direcciones diversas, entre las cuales no [28]
cabría hablar de interacción causal si es que mantienen una separación
espacial mayor que el producto ct.
La multiplicidad (multiplicidades) de términos constitutiva de la materia
mundana o extensa (partes extra partes) no es una multiplicidad pura,
indeterminada; es una multiplicidad determinada según contenidos
morfológicamente dados a una cierta escala, en «unidades» que tienen que
ver con los cuerpos humanos (nebulosas, planetas, organismos animales,
células, moléculas, átomos, electrones, ...). Las multiplicidades materiales
mundanas, en tanto comienzan dándose como multiplicidades
determinadas, se manifiestan siempre enclasadas (y cuando el
enclasamiento se desvanece -si la función Y de la Mecánica cuántica
representa el estado puro del sistema de referencia, como quería
Heisemberg, pero también si la función de onda sólo representa una mezcla
estadística, como quería Einstein- entonces también se desvanecerá la
determinación). La estructura enclasada del Mundo, tal como fue
descubierta por Platón, sería una estructura trascendental (y no empírica,
pero tampoco meta-física). El fundamento de esta trascendentalidad habría
que ponerlo en la interacción entre la isología, entre las partes de cada
multiplicidad mundana y la morfología de cada una de esas partes: si las
partes se determinan según una morfología es en función del «encuentro» con
otras partes isológicas; luego los términos de cada multiplicidad no estarían
determinados a una clase de modo absoluto, sino en la medida en que estos
términos se «encuentran» mutuamente, mediata o inmediatamente, y ese
«encuentro» es un modo abstracto de referirse a la codeterminación. Pero la
co-determinación entre los términos de las diversas multiplicidades no tiene
lugar sólamente dentro de los círculos de enclasamiento, sino también en la
intersección de diferentes círculos, lo que permite dar cuenta de la
complejidad de la relación de codeterminación, y de la [29] posibilidad de
incluir entre ellas a las relaciones aleatorias (por las contingencias derivadas
de los contextos inter-clases).
En cualquier caso, se comprende que cada uno de estos dos atributos que
acabamos de considerar como atributos conjugados que definen la idea
misma de materia determinada, haya sido tomado eventualmente, de modo
separado, como criterio para definir la idea de materia (y no sólo de materia
corpórea). He aquí la deficición (neoplatónica) de materia por el atributo de
multiplicidad acuñada en el siglo XII por Domingo Gundisalvo: «materia
enim contraria est unitate eo quid materia per se diffluit et de natura sua
habet multiplicari, dividi et spargi» (De Unitate et uno, 28-33). La apelación a
la idea de codeterminación (eminentemente causal) como contenido
significativo central de la idea de materia, la encontramos, por ejemplo, en el
concepto kantiano de naturaleza, cuando se toma en su acepción formaliter
(por ejemplo, naturaleza de la materia fluida, del fuego, &c.) significando
«la conexión de las determinaciones de una cosa según un principio interno
de causalidad» (K.R.V., Dialéctica, II, 2, 1). Esta connotación (la
codeterminación) de la idea de materia se encuentra de modo difuso
utilizada por gran número de científicos o de filósofos de la naturaleza.
Einstein, por ejemplo, dijo, para caracterizar el materialismo que a Max Born
atribuía su esposa: «lo que Vd. llama 'el materialismo de Max' es
simplemente la forma causal de considerar las cosas» (apud P. Formann,
Weimar Culture. Causality and Quantum Theory, 1918/1927, en Hist. Studies in
Physical Sciences, vol. 3, 1971).
5. El hecho de la variedad de diferentes especies de materialidades
determinadas suscita necesariamente la cuestión de la posibilidad de su
clasificación en géneros generalísimos. Desde luego, podríamos ensayar un
método de clasificación ascendente, inductivo. Pero ¿sería posible ensayar
un método descendente, a partir de algún criterio o [30] «hilo conductor»
que nos permitiera proceder de un modo «deductivo» y que algunos
denominarían a priori? Es evidente que, si este hilo conductor o criterio
deductivo existe, deberá estar vinculado al contexto mismo originario de la
idea de materia determinada, el contexto tecnológico transformacional.
Ahora bien, desde un punto de vista sintáctico, todo sistema tecnológico
comporta tres momentos o, si se quiere, sus constituyentes pueden ser
estratificados en tres niveles diferentes: el nivel de los términos, el de las
operaciones y el de las relaciones. Las transformaciones en cuyo ámbito
suponemos se configura la idea de materia determinada tienen siempre
lugar entre términos, que se componen o dividen por operaciones, mejor o
peor definidas, para dar lugar a otros términos que mantienen determinadas
relaciones con los primeros. En las transformaciones de un sílex en hacha
musteriense, los términos son las lajas, ramas o huesos largos; operaciones son
el desbastado y el ligado y relaciones las proporciones entre las piezas
obtenidas o su disposición. En las transformaciones proyectivas de una
recta, son términos los segmentos determinados por puntos A, B, C y D,
dados en esa recta; operaciones son los trazos de recta que partiendo de un
punto 0 de proyección pasan por A, B, C, D, determinando puntos A', B', C',
D', en otra recta; son relaciones las razones dobles invariantes (CA/CB) /
(DA/DB) = (C'A'/C'B') / (D'A'/D'B').
Ahora bien: si la idea de materia determinada se va configurando en el
proceso mismo de las transformaciones y éstas comportan
imprescindiblemente tres órdenes o géneros de componentes (términos,
operaciones, relaciones) sería injustificado reducir el contenido de la idea de
materia tan sólo a alguno de esos órdenes, por ejemplo, y por citar el de
mayor probabilidad, el de los términos, cuya inicial naturaleza sólida se nos
dibuja en las proximidades de la noción primitiva «cosista» de sustancia
material determinada (como pueda serlo la massa o máza, en su sentido [31]
originario de «pan de cebada»). ¿Por qué los segmentos o términos CA, CB
de nuestro ejemplo proyectivo habrían de ser, desde luego, materiales y no
las relaciones CA/CB interpuestas entre ellos? ¿Acaso estas relaciones son
inmateriales o espirituales? Pero otro tanto podrá afirmarse de las
operaciones consistentes en trazar rectas, intersectarlas con terceras, &c. En
suma, parece obligado concluir que la materia determinada, en el contexto
de las transformaciones operatorias, se nos ofrece como una realidad
sintácticamente compleja, en la cual se entretejen momentos de, por lo
menos, tres órdenes o géneros muy distintos, pero tales que todos ellos son
materiales. Y sin que el concepto de materia dado en esas transformaciones
pueda quedar confinado en alguno de esos órdenes o, menos aún, pueda
desprenderse como una «síntesis superior» de todos ellos. Más bien sucede
como si la idea de materia determinada apareciese inmediatamente
configurada en alguno o desde alguno de sus géneros componentes en
tanto, es cierto, en cuanto cada uno nos conduce a los restantes (a la manera
como ocurre, si no ya con tres órdenes, sí con los dos órdenes de
componentes, puntos y rectas, de las dualidades geométrico- proyectivas).
Habrá que decir, por tanto, que la materia determinada, con sus atributos
conjugados de multiplicidad y codeterminación, se nos resuelve
inmediatamente en alguno de los tres géneros, a la manera como, según los
escolásticos, el género generalísimo de la cantidad se resolvía
inmediatamente en los géneros de cantidad continua y cantidad discreta (F.
Suárez, Disputación 40, I, 5). La materia determinada se nos dará, bien como
materia determinada del primer género (por ejemplo, como una multiplicidad
de corpúsculos codeterminados), o bien como una materia de segundo género
(una multiplicidad de operaciones interconectadas), o bien como una
materia del tercer género (por ejemplo, una multiplicidad de razones dobles
constituyendo un sistema). Géneros entretejidos (la sumplokh' platónica),
[32] que no cabe sustancializar como si de esferas diversas de materialidad
(«Mundos», «Reinos»), capaces de susbsistir independientemente las unas
de las otras, se tratase; pero que tampoco cabe confundir o identificar y esto
siempre que sea posible segregar «figuras», dadas en cada uno de los
géneros, tales que puedan componerse con figuras del mismo género según
líneas esencialmente independientes de los otros, aunque existencialmente no
sean separables. Una onda gravitacional einsteniana (h=g-go), determinada
por una masa corpórea que, mediante ella, deforma el espacio, no será
propiamente corpórea ni másica (algunos físicos llegan a decir que es
inmaterial) y, sin embargo, es real, con una materialidad que clasificaríamos
en el tercer género, cuando se interpreta como la diferencia entre el tensor
métrico g del espacio-tiempo curvo que contiene la onda y el tensor métrico
go que expresa el espacio-tiempo de fondo en ausencia de la onda. Las
figuras poligonales (cuadradas, exagonales, triangulares...) que son
relaciones entre un conjunto de baldosas (términos) no pueden existir
independientemente de la sustancia química de estas baldosas (mármol,
cerámica, &c.); se sabe que no todas las figuras poligonales son aptas para
pavimentar sin resquicio un suelo dado: la composición de las figuras
poligonales se abre así camino en el tercer género de materialidad, y no en el
primero, puesto que si un conjunto de baldosas pentagonales de cerámica
no cubren el suelo, ello no será debido a su contenido de cerámica sino a su
figura pentagonal.
Ahora bien: los tres géneros de materialidad determinada, así obtenidos,
han de poderse poner de hecho en correspondencia biunívoca con tres
acepciones diferentes del término materia de reconocida significación en la
historia de la filosofía. Y si es conveniente subrayar este punto, e incluso en
ocasiones presentar este subrayado «como un descubrimiento», es debido a
la circunstancia, también innegable, [33] de que en la común tradición
filosófica hay escuelas que interpretan estos constituyentes de la materia
determinada de otros modos. Por ejemplo, considerando como materia, en
sentido recto y estricto, a la materia del primer género, pero poniendo en
correspondencia los constituyentes del segundo género con entidades de
índole inmaterial, espiritual o psicológico-subjetiva (las operaciones); o bien,
considerando a los constituyentes del tercer género como entidades
inmateriales, pero ideales y objetivas, equivalentes a las formas, esencias o
estructuras del platonisno convencional. Tres niveles u órdenes de la
realidad material que, hipostasiadas, llegarán a ser concebidas por algunas
escuelas como diferentes géneros de sustancias, o como «Reinos» o
«Mundos» diversos (como si el «Mundo» no estuviese dotado de unicidad, o
como si hablar de «mundos», o de «acosmismo», no fuese algo tan absurdo
en Ontología materialista como era hablar de «Dioses» o de «ateismo» en
Teología natural). Estamos así ante la Metaphysica specialis de las tres
sustancias de Ch. Wolff (Vern. Ged. von Gott, der Welt und der Seele des
Menschen, 1719); o ante la ontología de los tres reinos o mundos de G.
Simmel (Hauptprobleme der Philosophie, 1910) o de K. Popper (On the Theory of
the objetive Mind, Viena 1968; «Epistemology whithout a knowing Subject»,
en Proceedings of Third Int. Congress for Logic, Amsterdan, 1968).
Pero, sin perjuicio de reconocer la poderosa efectividad de estas
interpretaciones, tampoco nos parece legítimo olvidar o subestimar el hecho
de que también los constituyentes de la materia determinada, de los que
venimos hablando, han sido otras veces interpretados precisamente como
acepciones de la idea de materia. Dicho de otro modo, no es legítimo
históricamente olvidar o subestimar el hecho de que diversas acepciones
filosóficas de materia, históricamente relevantes, se corresponden, de modo
convincente, con los géneros de constituyentes que hemos derivado [34] de
la perspectiva sintáctica. Este hecho es de la mayor significación desde una
perspectiva materialista, principalmente porque él nos ofrece el punto de
partida para reinterpretar (o recuperar) gran parte de la Metaphysica specialis
de Wolff en el contexto de una ontología materialista.
Que los constituyentes del primer género de la materia determinada -las
multiplicidades de términos operables y, en particular, de cuerpos sólidos-
puedan ponerse en correspondencia con la idea de materia en su acepción
de materia física, es algo obvio, puesto que éste es el significado más
inmediato del término materia. No sólo en la tradición filosófico-realista,
sino también en la tradición del «idealismo material» inaugurado por
Berkeley, una tradición que repercute en Fichte o también en Croce o en
Gentile (cuando la materia del primer género aparece como natura inmanente
all'Io, para decirlo con la fórmula que Gentile utilizó en su Teoria Generale
dello spirito, 5ª ed. Florencia 1938, c.16, p.12). Otra cuestión es que esta
materia física o materia del primer género, se considere como una realidad
que se nos da en un concepto unívoco o bien como un conjunto de
realidades heterogéneas e irreducibles. Tal era el caso de la materia terrestre
(corruptible) y de la materia celeste (incorruptible) en la época medieval:
«materia non dicitur univoce de materia generabilium et de hoc corpore
celeste», dice Alvaro de Toledo en su comenterio al De substantia orbis de
Averroes (ed. de M. Alonso, CSIC, Madrid 1950). Y tal fue el caso de la
materia inorgánica y la materia viviente en la época moderna (Buffon había
defendido la existencia de unas «moléculas orgánicas» que serían vivientes
por naturaleza, una tesis que fue arruinada por el descubrimiento, en 1828,
de la síntesis de la urea por Wöhler).
Pero también los constituyentes del segundo género de materialidad (sin
perjuicio de que ellos hayan servido constantemente de referencia para la
construcción del concepto [35] de ser espiritual, en la línea del Fedon
platónico) han sido conceptuados reiteradas veces como materiales.
Citaremos, ante todo, a los filósofos epicúreos, cuyo materialismo radical no
significó un olvido de la diferencia entre la materia física (corpus) y la
materia espiritual (anima y animus de Lucrecio, vers. 140 y 360 sgts., del lib.
III; vid. lib. I, 53-56). El concepto epicúreo de una materia incorpórea-
intangible o psíquica se mantendrá a lo largo de toda la Edad Media, a
través de la materia spiritualis de Avicebrón (Fons vitae, ed. Baeumker). Los
escolásticos, en general, atribuyeron al entendimiento pasivo muchas veces
la función de materia, en tanto receptáculo de formas (Santo Tomás, S. Th.,
I/81/1). La concepción del alma como una multiplicidad de sensaciones o de
imágenes que interactúan entre sí, según leyes definidas, equivale de hecho
a un tratamiento del alma como materia psíquica, según el método
instaurado por los clásicos del empirismo inglés (particularmente John
Locke, An Essay Concerning Human understanding, 1690) y continuado por la
llamada «Química mental» de los psicólogos asociacionistas del pasado
siglo (por ejemplo, John Stuart Mill, apud Ribot, Le Psychologie anglaise
contemporaine, París 1875). Célebre fue también, durante la segunda mitad de
ese siglo, la polémica entre Rudolf Wagner y Karl Vogt, a raíz del congreso
de Göttingen de 1854, en el que Wagner afirmó la existencia de una
«sustancia psíquica etérea que agita las fibras del cerebro» -reclamando,
para las otras cuestiones metafísicas, «la fe del carbonero»- y que fue ocasión
de uno de los libros más famosos del materialismo reduccionista, a saber, el
libro de Karl Vogt, Kóhlerglaube und Wissenschaft. Eine Streitschrift gegen
Rudolf Wagner, 1855. Cabe citar, en esta linea, el concepto de energía psíquica
de W. Ostwald (Die Veberwindung des wissensschftlichen Materialismus, 1895).
Refiriéndonos a nuestro siglo, cabe aducir las doctrinas psicoanalíticas como
testimonio de la presencia influyente de [36] un concepto de materia o
energía psíquica que se comporta en su orden de un modo determinista o
causal. Y, en otro contexto, podemos recordar la interpretación
antropologista que del materialismo histórico ofreció Rodolfo Mondolfo (El
Materialismo de Engels y otros ensayos, Buenos Aires 1956), y Erich Fromm
(Marx' Concept of Man, cap. 2, Nueva York 1961), y según la cual la materia
de la «astucia de la razón», en términos de Hegel, se convertiría, en la obra
de Marx y Engels, en la verdadera realidad del mundo y de la historia.
Por último, por lo que se refiere a los constituyentes del tercer género
también sobre estos constituyentes ha vuelto una y otra vez el idealismo
objetivo de todos los tiempos, intentando apoyarse en ellos para ofrecer el
prototipo de una realidad no material y, en algún sentido, transcendente (N.
Hartmann, Zur Grundlegung der Ontologie, 1934, IV). Sin embargo, lo cierto
es que estos constituyentes ideales han sido conceptuados también como un
característico género de materialidad, desde la materia inteligible aristotélica,
hasta, sobre todo, el concepto de materia noética o noemática (u7lh nohth1)
de Plotino (II,4; III,4,1,5). También en nuestro siglo, los contenidos hiléticos o
noemáticos del fenómeno, en E. Husserl (Ideen, 1913, §88, 133). Por otra
parte, los teólogos escolásticos hablaron de un «constitutivo material de la
esencia divina», que Duns Escoto entendía como «infinitud radical», es
decir, como exigencia de la multiplicidad de todas las perfecciones posibles,
entre las cuales habría de hacerse además una distinción que de algún modo
sea previa a cualquier acto del entendimiento humano (Oxon, I, dist.2, q.7;
dist.8, q.4).
6. No podemos entrar aquí en el análisis de las diferentes posibilidades
según las cuales han sido entendidas las relaciones entre lo que venimos
llamando los tres géneros de materialidad determinada (ontológico-
especial). Tan sólo, como corroboración de la efectividad del significado
material inherente a cada uno de los tres géneros citados, haremos notar
cómo cada uno de tales géneros de constituyentes ha podido servir de punto
de partida para edificar posiciones reduccionistas (en rigor, formalistas)
muy heterogéneas entre sí, pero tales que han podido pasar por
materialistas.
La interpretación de los contenidos del primer género de materialidad,
como sentido fuerte de la idea de materia, constituye, en las condiciones
dichas, el sentido acaso más obvio del materialismo. Como prototipo suyo
puede citarse el De corpore, 1655, de Thomas Hobbes. El proyecto de reducir
todas las realidades a la condición de determinaciones de un principio
subjetivo que puede cobrar en ocasiones el aspecto de un materialismo
segundo genérico, puede ejemplificarse con la obra de A. Schopenhauer, Die
Welt als Wille und Vorstellung, 1819, I, §2, 21). Con razón Paul Janet pudo
hablar del «materialismo idealista» inspirado por la doctrina de
Schopenhauer (Le Materialisme Contemporaine, París 1864; cap.I, nota). En
nuestro siglo se ha abierto camino entre los físicos una tendencia (llamada a
veces platónica) a reducir el concepto de materia al horizonte de la
materialidad terciogenérica, considerando a la materia del primer género
como un conjunto de fenómenos (observables) en los que se manifestarían
determinadas estructuras matemáticas inmateriales (en el sentido
primogenérico) del tipo de los grupos de simetría: A. N. Whitehead, Process
and Reality, Cambridge 1929; B. Russell, The Analysis of Matter, Londres 1927;
H. Weyl, Raun, Zeit, Materie, Berlín 1918; W. Heisenberg, Wandlungen in der
Grundlagen der Natur Wissenschaften, 9ª ed. 1959. También John A. Wheler,
The Anthropic Cosmological Principle, Oxford 1985.
7. Hemos esbozado los diferentes principales «valores» o acepciones
filosóficas, en sentido estricto, que ha podido tomar la idea de materia
determinada; pero en modo alguno cabría pensar que la idea filosófica de
materia queda [38] agotada en la exposición de tales valores. En cierto modo
cabría decir que las acepciones o valores filosóficamente más aceptables de
la idea de materia han de esperarse después de que han sido expuestas las
acepciones de referencia, concernientes a la materia determinada, en tanto
puedan dibujarse, en el juego de estas acepciones, procesos de desarrollo o
ampliación dialéctica de la idea misma de materia determinada, a la manera
como las acepciones más importantes, en el terreno matemático, del
concepto de número aparecen en el momento en que pueden comenzar a
tener lugar los procesos de ampliación dialéctica del campo de los números
racionales. En efecto, la materia determinada es materia informada, pero se
configura conceptualmente como materia precisamente en el momento en
que puede perder sus formas y adquirir otras nuevas. Por este motivo, el
concepto de materia se nos ha dado como opuesto a forma, de suerte que
(«paradoja ontológica») la forma, a su vez, comienza dándosenos como algo
que, de algun modo, no es material.
Este modo de dibujarse el concepto de materia, que nos conduce a la
paradoja ontológica, podría considerarse como la raíz de los problemas
filosóficos ulteriores. Ante todo, el problema relativo al tipo de conexión que
habrá que poner entre las dos entidades de materia y forma. Asimismo, el
problema de su identidad en la sustancia material, la discusión de la
posibilidad de amplicación a la forma del mismo concepto de materia
(problema paralelo al que en la época moderna se suscita con el concepto de
«fuerza» -o de «energía» o de «movimiento»- en su relación con el concepto
de materia). Un problema que aún Descartes resolvía, dentro de la tradición
aristotélica del primer motor, apelando a la divinidad como dator motus, en
cantidad constante, a la materia.
Pero es la oposición o disociación conceptual entre materia y forma (o
movimiento y materia, o fuerza y materia, [39] o energía y materia) aquello que
instaura la posibilidad de dos desarrollos dialécticos del concepto de materia
determinada, dos desarrollos que se mueven en sentido contrario, el primero
de ellos en la dirección de un regressus que culmina, como en su límite, en
las formas puras o separadas; y el segundo, en la dirección de un regressus,
cuyo límite es la idea de la materia pura, materia indeterminada o materia
ontológico-transcendental (por oposición a la materia ontológico-especial).
No nos corresponde, en este lugar, tomar posición acerca del alcance
epistemológico que quepa atribuir a los resultados de estos desarrollos
límite de la idea de materia determinada. Pero tanto si se interpretan los
resultados en un sentido dogmático (según el cual, a las acepciones límite así
obtenidas se les otorgará un significado ontológico positivo) o como si se
interpretan en un sentido crítico, habrá que afirmar que las ampliaciones de
la idea de materia determinada, obtenidas por la mediación de tales
procesos dialécticos, alcanzan una ineludible significación filosófica.
Es en la línea dogmática en donde se configuraría, por primera vez, de un
lado, el concepto filosófico de Espíritu -que será en adelante el nuevo
correlato de la materia- y, de otro lado, el concepto filosófico de materia pura.
Subrayamos el carácter filosófico de los nuevos conceptos así construidos,
por oposición a los que deberíamos considerar conceptos prefilosóficos de
espíritu (por ejemplo, el espíritu como spiraculun vitae, del Génesis, II, 7) o de
la materia pura (como a1éra zoÍw'dh kaì pneumatw'dh según la cosmogonía
atribuida a Sanchunjatón, a través de Filón de Byblos, por Eusebio,
Praeparatio Evangelica, I, 10, 1-6). La negación crítica de la interpretación
positiva de los límites del desarrollo dialéctico de la idea de materia
determinada, tampoco puede hacerse equivaler a la negación de todo
conocimiento: la negación del perpetuum mobile de segunda especie no es
una negación del conocimiento, sino [40] un conocimiento crítico que arroja
luz abundante (como segundo principio de la Termodinámica) sobre las
transformaciones finitas ordinarias.
8. Consideremos, ante todo, el desarrollo, según el regressus de la idea de
materia determinada, en tanto en cuanto opuesta a las formas determinadas,
pero indefinidas o puramente potenciales, pueda desembocar, como en su
límite, en la idea de unas formas disociadas de toda materia, de unas formas
puras o formas separadas.
Desde una interpretación dogmática (y suponemos que inexcusable, en una
primera fase del desarrollo de la idea), estos desarrollos toman su punto de
partida de muy diversos estratos de la realidad mundana: uno de los más
importantes es el «estrato» constituido por los cuerpos que nos rodean; su
eliminación progresiva nos conduce al espacio vacio, como forma pura,
identificada con algún ser de naturaleza inmaterial (sensorio divino, de
Newton; forma a priori de la sensibilidad humana, de Kant). [El materialismo del
espacio-tiempo equivale a la negación del formalismo del espacio-tiempo
absolutos de Newton; un materialismo que, en Física, habría sido ejercitado,
en nuestro siglo, por la Teoría de la relatividad.] El límite del proceso nos
conduce precisamente al concepto de Espíritu, con el significado filosófico
estricto de sustancia inmaterial (significado al que se refiere, por ejemplo,
Francisco Suárez en su Disputatio 35: De inmateriali substantia creata). En
efecto, la interpretación dogmática de la que hablamos puede hacerse
equivalente a la sustancialización del límite, a la consideración de las formas
puras como sustancias separadas (de toda materia), lo que implicará, en
consecuencia, una negación o remoción de los atributos esenciales que
venimos predicando de toda materialidad determinada, a saber, la
multiplicidad o la codeterminación. Ahora bien, la negación de la
multiplicidad comporta la remoción del atributo de totalidad partes
extrapartes, y, por ello, según su concepto filosófico, las sustancias
inmateriales no incluirán la totalidad de cantidad, ni per se ni per accidens, ni
tampoco la de totalidad según su perfecta razón de esencia (Santo Tomás,
Summa Theologiae, I, q.8, 2). No por ello las sustancias espirituales son, sobre
todo en el caso del Ser finito, sustancias absolutamente simples, puesto que
en ellas se reconocerá la composición de potencia y acto, o de género y
diferencia; pero su diversidad sustancial, al no poder fundarse en la materia
(que la tradición tomista tomaba como principio de individuación) habrá de
entenderse como diversidad de especie y esencial (Suárez, ibid., sec.III, 43).
La remoción de la codeterminación, por su parte, nos conducirá al concepto
de un tipo de entes dotados de una capacidad causal propia, y de una
actualidad mucho más plena que la de las sustancias materiales, y que si no
llega siempre a alcanzar la condición creadora, sí alcanzará el nivel de una
libertad mucho mayor, de índole intelectual, pero dotada incluso del poder
de mover a los propios cuerpos celestes (Suárez, ibid, sec.VI, 15). En el límite
último llegaremos a la idea de un Acto puro, de un Ser inmaterial, que
llegará a ser definido, en el tomismo filosófico, como ser creador,
plenamente autodeterminado y según algunos, causa sui.
A nuestro juicio, es preciso reconocer a la perspectiva dogmática un interés
muy alto en orden a la delimitación del propio concepto de sustancia
material, y no sólo via affirmationis, sino también via negationis, puesto que el
concepto de sustancia espiritual viene a desempeñar la función de un
contramodelo de la sustancia material. Se advierte bien esta circunstancia en
la obra de Suárez que venimos citando: sólo después de exponer, en la
disputación 35, el concepto de sustancia espiritual, pasa a analizar, en la
disputación 36, el concepto de sustancia material, redefiniéndola
precisamente como aquella sustancia que consta de [42] forma y materia.
Así pues, el resultado principal que se nos depara, en conexión con la
dialéctica de constitución de la idea de materia, no es otro sino la
posibilidad de una ampliación de la idea de materia hasta un punto tal que
nos permita envolver en su esfera a su correlativa idea de forma, en el
concepto de sustancia material. Tanto la materia como la forma, en tanto
forman parte del compuesto, se comportan como materia del mismo,
mientras que es su unidad, el todo, el que se comporta ahora como forma
(Santo Tomás: «partes habent rationem materiae, totum vero, rationem
formae», Summ. Th. I/7/3/3; I/65/2/c; III/90/1/c).
Por lo demás, es evidente que las funciones de contramodelo, susceptibles
de ser desempeñadas por la idea límite de sustancia espiritual, podrán ser
mucho más abundantes y profundas desde la perspectiva crítica, es decir,
desde la perspectiva desde la cual parece necesario no ya sólo dudar de sino
negar la existencia (como ininteligible o irracional) de las formas separadas,
estableciendo la tesis de una materia universalis, es decir, postulando la
necesidad de mantener la materia como componente de todo género de
sustancias, incluyendo las angélicas y las divinas, tal como lo enseñó
Avicebrón (1020/1070) en su Fons Vitae (edic. latina, según la traducción de
Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo, de C. Baeumker, en Beitrage zur
Gesch. d. Ph. des Mitt, I, Hefte 2-4, 1822/1895). La negación crítica de la
realidad efectiva de los contenidos dados en este paso al límite que conduce
a las formas separadas, no sólo tiene alcance antimetafísico (como negación
de la tesis que impugna la existencia de un cosmos inmaterial) sino también
tiene un alcance intramundano. La crítica al límite de las formas separadas
equivale a la crítica a ese mismo límite cuando éste se interpreta como la
idea regulativa de los procesos normales de disociación que tienen lugar
entre determinaciones materiales genéricas y contenidos intramundanos
específicos que la soportan. De este modo, podemos [43] concluir diciendo
que la crítica a todo paso al límite es en rigor la crítica al formalismo, en
beneficio de un materialismo particularizado (es decir, referido a
particularidades dadas). Es así, como, en teoría de la ciencia, el materialismo
gnoseológico constituye una crítica del formalismo lógico, que pone en la
derivación formal de teoremas el núcleo de la actividad científica (los
Segundos analíticos de Aristóteles representan una crítica materialista al
formalismo implícito en los Primeros analíticos); es así como en ontología se
promueve la crítica materialista a la doctrina formalista de la causalidad de
Hume, doctrina que procede por la evacuación de los contenidos de las
relaciones causales en nombre de un formalismo de carácter lógico
(expuesto en la sección XV de la parte tercera del primer libro de A Treatise
of Human Nature, 1739/1740); es así también, como en la teoría moral se
considera insuficiente la fundamentación formalista de la moral de Kant,
apelando a la forma lógica de la ley moral, disociada de toda materia (Max
Scheler, Der Formalismus in de Ethik und die materiale Wertethik, 1913); por
último, en la teoría de la historia, también el materialismo histórico puede
considerarse como una crítica a un idealismo histórico que se resolvería en
rigor en un formalismo, en tanto atribuye una virtud causal propia a ciertos
componentes del proceso social (ideas religiosas, proyectos jurídicos, como
si fuesen formas separadas, cuando sólo son superestructuras, según el
célebre Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, de 1859,
de Karl Marx).
Concluiremos subrayando que, tanto en la perspectiva dogmática como en
la perspectiva crítica, la idea filosófica de materia no podrá considerarse ya
como independiente de la idea de espíritu, ni recíprocamente. Según esto, no
podrá ser una misma la idea de materia que se postule como realidad capaz
de coexistir con las realidades espirituales (o recíprocamente) y aquella otra
idea de materia que se [44] postule como una realidad incompatible con la
posibilidad misma del espíritu (o recíprocamente), tal como lo estableció J.
G. Fichte, al oponer el idealismo y el dogmatismo -en su terminología, el
materialismo es un dogmatismo- en su Erste Einleitung in der W., 1797, §5).
9. Consideremos, por último, el desarrollo dialéctico de la idea de materia
determinada en la línea del regressus hacia la materia pura. La remoción
reiterada de las formas concretas dadas en los diversos círculos categoriales
de transformaciones equivaldrá ahora, no ya a una eliminación de
codeterminación o de actividad, ni menos aún de multiplicidad, pero sí a
una «trituración» acumulativa de todos los materiales constitutivos de los
diversos campos de materialidad, en beneficio de una entidad que irá
adquiriendo crecientes potencialidades y cuyo límite último ideal se
confundirá con la idea de una materia indeterminada pura, una materia que ya
desbordará cualquier círculo categorial, por amplio que sea su radio y que
transcenderá a todos los círculos categoriales como materia transcendental.
La metábasis o paso al límite último que nos conduce a la idea de materia
transcendental, como metábasiV ei1V a5lloV génoV, tiende constantemente
a llevarse a cabo de un modo dogmático, es decir, de un modo según el cual
la materia pura o indeterminada viene a concebirse como una suerte de
sustancia absoluta o primer principio unitario que, precisamente por haber
reabsorbido en su infinita potencialidad todas las diferencias, puede
presentarse conceptualmente como plenitud actual o multiplicidad absoluta.
Que semejante proceso de constitución de la idea límite de materia absoluta
pueda parecer contradictorio, no significa que el concepto de este proceso
no pueda servir para reinterpretar ideas muy características de nuestra
tradición filosófica. En realidad éste sería el caso del monismo materialista
de todos los tiempos, en la medida en que el concepto del «materialismo
monista» pueda utilizarse como esquema [45] válido de concepciones
filosóficas por otra parte muy diferenciadas en cuanto a sus contenidos
concretos. Habría, según esto, algún fundamento para reinterpretar el tò
a5peiron de Anaximandro como una versión de esta materia absoluta o
multiplicidad pura tratada como unidad (Aristóteles, Physica, 4, 203 b 7);
pero también la unicidad del Ser eleático, si en su esfera se reabsorben todas
las diferencias (frag. 8, 38/39 de Diels). Seguramente el famoso tratado Della
Causa, principio et Uno (vid. cap. IV) de Giordano Bruno, es uno de los
lugares en donde con mayor nitidez podríamos apreciar los caminos
sustancialistas del paso al límite monista que identifica la potencia absoluta
con el acto absoluto, la materia prima con Dios.
El uso de la idea sustancializada de materia absoluta como contramodelo
(en razón de las contradicciones que tal idea encierra, y entre las que cabe
incluir las aporías de Zenón Eléata) permitirá redefinir al materialismo más
radical precisamente como la negación del monismo de la sustancia y a la
idea de materia transcendental como una multiplicidad pura que desborda
cualquier determinación formal positiva, por genérica que ella sea, en un
proceso recurrente de negatividad.
Desde este punto de vista, acaso no parezca excesivo ver en el concepto
aristotélico de materia prima (prw<th u7lh) una de las versiones más
próximas a lo que pudiera ser el paso al límite a la materia transcendental,
llevado a cabo de un modo crítico (no dogmático o sustancializado).
Decimos «una de las versiones más próximas» puesto que, aun suponiendo,
y ya es mucho suponer, que la materia prima se atribuya no sólo al mundo
de lo corruptible, sino también al mundo de los astros, es lo cierto que la
materia prima no se atribuye al Acto Puro, y, por consiguiente, no puede
decirse que sea transdendental a la omnitudo rerum. La materia prima
aristotélica presupone la unicidad del mundo, su finitud. Con todo, y
ateniéndonos al concepto de [46] materia prima que consta en los libros de
la Metafísica (puesto que en Phys. G 9, 192 a 31, 34, la materia aparece como
sustrato primero -hypokeímenon- a partir del cual algo deriva
esencialmente y no accidentalmente) cabe afirmar que Aristóteles ha
conocido críticamente las exigencias de una idea de materia pura al
utilizarla (actu exercito) de hecho como un predicado diádico («x es M para
Y») al declararla (actu signato) pura potencia y definirla de modo
estrictamente negativo (Met., Z, 3, 1029 a, 20/21: mh1te tì, mh1te posòn,
mh1te a5llo mhdèn légetai oi4V w7ristai tò o5n) haciéndola incognoscible en
sí misma (Met., Z, 10,1036, a). Incluso cabría decir que ha caminado en la
dirección, aún en contra de su voluntad, de preparar la aproximación de esa
prw<th u7lh desconocida con el ser que es nóhsiV noh'sewV, pero también
desconocido, puesto que sólo él sabe qué significa su pensar y cuales son sus
pensamientos («sólo Dios es teólogo»: Met. A, 2, 982 b; 983 a 7).
En cualquier caso, la idea de una materia prima como término límite único,
aunque múltiple en su contenido, de un regressus global también único (idea
que encontramos también en W. Wundt, System der Philosopie, I, V.T., I, 3,d,
Leipzig 1907), no agota las funciones ontológicas de la materia
transcendental. La idea de una materia transcendental puede también
entenderse como expresión universal de la estructura común analógica de
los más diversos tipos de regressus particulares que, partiendo de marcos
categorialmente conformados (biológicos, físicos, sociales, psicológicos),
alcanzan una materialidad abstracta y homogénea en el ámbito de su propio
contexto. Podría ejemplificarse esto con el concepto del llamado «caos
informático» en tanto no es un caos absoluto sino regressus mantenido
dentro de una colectividad de elementos, por ejemplo, 2 32= 4.294.967.296, tal
que con 32 bits de información quepa discernir una secuencia, un orden
dentro del caos. Las materialidades homogéneas contextualizadas son muy
diferentes [47] en cada línea regresiva y, precisamente por ello, sólo tienen
en común el mismo proceso regresivo indefinido, es decir, la materialidad
transcendental como un ideal regulativo de la razón. A partir de la
materialidad configurada por los planetas, estrellas o cometas, se inicia el
regressus que (cuando no acaba en el punto de la creación postulado por la
doctrina del big bang) termina en la materialidad cosmogónica de la
nebulosa primordial, plasma hidrogénico o polvo estelar, en el sentido que
ya le dió Kant (Naturgeschichte und Theorie des Himmels, 1755), de suerte que,
operando sobre una tal materialidad contextualizada, sea posible
reconstruir, aplicando las leyes físicas convencionales, las diferencias de
planetas, estrellas o cometas. J. G. Herder, en sus geniales anticipaciones
evolucionistas, está en realidad regresando desde configuraciones
morfológicas tan precisas como puedan serlo la boca de los vertebrados,
hasta una materialidad contextualizada en la cual la configuración de
partida se mantiene pero de un modo extendido e indiferenciado («todavía
la planta, si vale la exprexión, es boca toda ella», o bien: «los insectos en
estado de larva casi no son más que boca, estómago e intestinos»; Ideen zur
Philosophie der Geschichte der Menschheit, III,1; 1784-91); un proceso similar al
que reproducirá Balfour cuando proyectó reconstruir configuraciones
morfológicas tales como la tetrapodia de los vertebrados (aletas pares,
pectorales y pélvicas de ciertos peces) a partir del concepto de «repliegue
continuo». Hay también ejemplos abundantes en otros terrenos: «todos los
geómetras que consideraba (escribe H. Poincaré, La Valeur de la Science, 1905,
p. I, II, §1) tenían así un fondo común, ese continuo de tres dimensiones que
era el mismo para todos... En ese continuo, primitivamente amorfo, se
puede imaginar una red de líneas y de superficies... de este continuo amorfo
puede, pues indiferentemente, salir uno u otro de los dos espacios, el
euclidiano y el no euclidiano.» W. James, refiriéndose a las [48] expresiones
sonoras (The Principles of Psychology, 1890, I, 4) suponía que, originariamente,
el mundo del niño es «una completa confusión de ruidos». Por último,
cuando la «antropología termodinámica» establece los criterios de nivel de
desarrollo cultural según el orden de biocalorías consumidas por día (cien
mil, las bandas; un millón, las aldeas del bosque tropical; dos millones, las
aldeas neolíticas; cincuenta trillones, los modernos superestados
industriales) es evidente que regresa a una magnitud implicada en las
estructuras culturales, como materia genérica energética que, sin embargo,
sólo cobra su significado cuando se conforma del modo adecuado a cada
caso (M. Harris, Cultural Materialism, I, 2; 1979). [49]
Capítulo 2
Definición léxica del término «Materia»
1. Se trata de ofrecer una definición léxica, a los efectos del léxico referido a
una Enciclopedia de las disciplinas filosóficas dada, como la presente. Una
definición, por tanto, que, manteniéndose lo más «exenta» que le sea posible
respecto de las diversas escuelas filosóficas (materialistas, espiritualistas,
teístas, &c.), sin embargo acierte a recoger las notas imprescindibles del
término «materia» capaces de facilitar el acceso a ellas. No ya tanto en el
sentido que cobraría un concepto genérico y uniforme, que pueda cubrir de
una sola vez a todas las posibles acepciones, sino más bien en el sentido de
un concepto funcional que puede ir cobrando significados heterogéneos de
un modo sistemático. Con estos presupuestos introduciremos la definición
siguiente:
2. El término materia designará inicialmente a la materia determinada, es decir,
a todo tipo de entidad que, dotada de algún tipo de unidad, consta
necesariamente de multiplicidades de partes variables (cuantitativas o
cualitativas) que, sin embargo, se codeterminan recíprocamente
(causalmente, estructuralmente). La materia determinada comprende
diversos géneros de materialidad: un primer género, que engloba a las
materialidades dadas en el espacio y en el tiempo (a las materialidades
físicas); un segundo género que comprende [50] a las materialidades dadas
antes en una dimensión temporal que espacial (son las materialidades de
orden subjetivo) y un tercer género de materialidades, en el que se incluyen
los sistemas ideales de índole matemático, lógico, &c. y que propiamente no
se recluyen en un lugar o tiempo propios.
En una segunda fase, el término materia, al desarrollarse dialécticamente
mediante la segregación sucesiva de toda determinación, puede llegar a
alcanzar dos nuevas acepciones, que desbordan el horizonte de la materia
determinada: la acepción de la materia cósmica (como negación de la idea
filosófica de espíritu, en tanto el espíritu se redefine filosóficamente por
medio del concepto de las formas separadas de toda materia) y la acepción
de la materia indeterminada o materia prima en sentido absoluto, como
materialidad que desborda todo contexto categorial y se constituye como
materialidad transcendental. [51]

Capítulo 3
Referencia a Diccionarios, o Enciclopedias filosóficas
1. La variedad de diccionarios o enciclopedias filosóficas en circulación es
grande y se comprende que los enfoques que cada una de ellas da a la
exposición del término «materia» sean distintos. Sin perjuicio de lo cual
cada una de estas obras suele tener cualidades propias del mayor interés.
Unos preferirán la información copiosa y enciclopédica, en unos casos,
dando mayor peso a las corrientes actuales, otras veces a las escuelas
clásicas, o incluso ocupándose con parecida minuciosidad de todas ellas.
Muchas veces el foco de atención está fijado sobre las concepciones de los
filósofos, antiguos o modernos; en otros casos, parece como si se diera por
descontado que el término «materia» debe orientar la atención hoy hacia los
resultados de las ciencias físicas y naturales. Generalmente el tratamiento
que se da a la exposición quiere ser histórico, acaso contando con que, de
este modo, podrá ofrecerse una información amplia y exhaustiva (cuanto a
lo principal) y además neutral, libre de todo prejuicio capaz de
comprometer el crédito que lectores de muy diversa formación puedan
otorgar a la obra.
2. Por nuestra parte, dudamos de que una voluntad de neutralidad -una
voluntad de «entrega a los textos», sin [52] ningún género de compromiso,
desde un conjunto vacío de premisas- sea la mejor garantía de objetividad.
Porque este desprendimiento de todo compromiso, o bien abre el camino a
una mera rapsodia de citas (de acepciones) más o menos eruditas,
ordenadas cronológicamente y dejando al lector el cuidado de
interpretarlas, o bien sólo de un modo aparente se prescinde de toda
premisa. Así, las ventajas indudables que ofrece el sistema del ya veterano
Diccionario de Lalande, proponiendo definiciones separadas de diversas
acepciones del término de referencia (designándolas por letras A, B, C, D,...)
quedan neutralizadas por la misma desconexión y fractura del término en
estas sus acepciones, que rompen, por decirlo así, el término en cinco o seis
pedazos, cuando lo más importante es establecer sus conexiones. A nuestro
juicio, la claridad que el sistema de Lalande logra es una claridad de índole
más bien burocrática que filosófica. Nos parece necesario, aun a riesgo de
equivocarnos, utilizar una determinada arquitectura de la idea de materia
que permita establecer un principio de organización entre las diferentes
acepciones fundamentales, puesto que es en esta organización en donde, en
todo caso, pondríamos el centro del interés filosófico. Además, sólo desde
una idea dialéctica sistemática será posible emprender la tarea del análisis
histórico del desenvolvimiento de la idea de un modo crítico, dado que una
crítica a partir de un conjunto cero de supuestos, es imposible. En efecto:
¿cuál sería el criterio para la selección de los textos? ¿Por qué citar a
Parménides y no al Rig Veda? ¿Por qué citar a Plotino y no al Hermógenes
gnóstico del que habla San Hipólito (Refutatio, VIII, 17)? ¿Por qué citar las
acepciones que el término «materia» recibe de los textos de algunos físicos
comtemporáneos y no las acepciones que el término recibe de los textos de
los espiritistas, cuando hablan de materia óddica o del cuerpo astral? Es
evidente que la perspectiva materialista o espiritualista del autor, así como
el género de [53] espiritualismo o de materialismo mantenido, influirá
profundamente en la selección o interpretación de los textos. Una
perspectiva no materialista propenderá a ver en Parménides el testimonio
de una superación de la idea de materia como núcleo del ser («la materia, es
para Parménides, lo cambiante, el mundo sensible es pura apariencia»,
leemos en la Enzyklopadie Ph., Mannheim 1984, pág. 796), porque se
presupone acaso que la materia es «materia cósmica» y que la eu1kúklou
sÍaírhV (Simplicio, Fis., 146, 15) no tiene una referencia material, ni siquiera
geométrica, salvo acaso residualmente. La simple definición, aparentemente
obvia, del materialismo como «doctrina que pone la materia como primer
principio de toda realidad» (Enciclopedia de Fil., Sansoni, G. C. Florencia
1967, pág. 410) manifiesta, por su estuctura sintáctica («la materia como
primer principio» en singular) que se está procediendo desde una idea
restringida de materia, acaso la materia como sustancia material del
monismo y, eminentemente, la materia física; sólo de este modo se entiende
la exposición de la pág. 387 en la que se describe, sin mayores explicaciones,
el concepto de materia de Maxwell como una transformación de la energía
desde una parte a otra del espacio. Es incontestable que todo aquél que
presenta la teoría de las ideas de Platón como prototipo de una concepción
del mundo no materialista (espiritualista, o idealista) es porque está
operando, no desde la neutralidad objetiva, sino desde una idea de materia
que excluye de su ámbito a todas las acepciones de la idea de materia que
giren en torno a la idea de una materia inteligible.
Por nuestra parte, y sin ocultar la perspectiva materialista en la que estamos
situados, intentamos ofrecer una presentación dialéctica de las
interpretaciones opuestas y de las acepciones diversas, lo cual solamente
será posible si hemos logrado determinar una idea sistemática de materia
que comprenda en sí esas acepciones y oposiciones. [55]

Capítulo 4
Historia de la Idea de «Materia»
1. El proyecto de una «Historia de la Idea de Materia» es problemático,
sobre todo cuando nos referimos a la Idea de materia en su expresión
filosófico-académica. No es inmediato, en efecto, que esta idea tenga un
curso «exento» cuyas fases internas pudieran ser expuestas en un relato
histórico. Por el contrario, si reconocemos la influencia decisiva de factores
tecnológicos, económicos, sociales o religiosos y científicos en el proceso
histórico de formación de la idea de materia (¿cómo comprender el concepto
actual de la materia estelar al margen de la tecnología de los reactores
nucleares?), se comprenderá el fundamento de quien ve en la Historia de la
Idea de materia el peligro de una Historia-ficción. Una historia tal sólo
podría simularse interponiendo imaginarias derivaciones entre episodios o
acepciones que en realidad son fragmentos de procesos histórico-culturales
mucho más complejos, precisamente aquellos que han sido previamente
abstraídos. Sin embargo, de lo anterior tampoco se deduce que sólo nos
quede abierta la posibilidad de una yuxtaposición de conceptos puros de
materia, ordenados cronológicamente. Es suficiente que entre los diferentes
momentos de la idea exista un orden de sucesión, orden que no implica que
uno derive de [56] otro, es decir, que no sea imprescindible apelar a factores
convencionalmente llamados «extrínsecos». Y es obvio que, si no se dispone
de una doctrina mínima acerca de la ordenación lógico-dialéctica de las
acepciones o momentos internos de la idea de materia, será absurdo esperar
a obtener ese criterio de ordenación de una historia empírica. ¿Habría que
interpretar como meramente factual la circunstancia de que la Teoría de las
Ideas de Platón, interpretada como desarrollo de la Idea de Materia, hubiera
sido formulada con posterioridad, y no anteriormente a la Doctrina del Ser de
Parménides? Y, por supuesto, como ya hemos dicho, será imposible
interpretar el significado de la Teoría de las Ideas de Platón para la Historia
del Materialismo al margen de una doctrina sobre la idea de materia y sobre
el orden de sus partes. La clásica obra de F. A. Lange, Die Geschichte des
Materialismus und Kritik seiner Bedeutung in der Gegenwart (10ª ed., con
introducción de Hermann Cohen, 1921) es la mejor contraprueba: pues esta
Historia no es otra cosa sino el intento de reorganizar la historia de las ideas
partiendo del dualismo de la materia (entendida en un sentido naturalista) y
la conciencia (entendida en el sentido de un neo-kantismo psicologizante) y
en donde se da por supuesto, desde luego, que la conciencia no pertenece al
dominio de la materia.
2. Nuestra tesis histórica central se refiere a la conveniencia de distinguir
tres grandes fases en el desarrollo de la Idea de Materia (dentro de nuestra
tradición filosófica) cuando tomamos como horizonte de esta Idea, desde
luego, la materia corpórea, en tanto ella está exigida, como suponemos, por
motivos gnoseológicos (en relación con la naturaleza de las operaciones), en
cualquiera de las restantes acepciones. La primera fase comprenderá, según
esto, todos los desarrollos de la Idea de Materia que, de un modo u otro,
giren siempre en torno al supuesto de la necesidad ontológica de la materia
corpórea. (Decimos «de un modo u otro» [57] puesto que esta necesariedad
ontológica puede ser reconocida, no sólo por una doctrina materialista en su
sentido fuerte -la doctrina que niega la existencia de toda sustancia no
corpórea- sino también por una doctrina espiritualista que, sin perjuicio de
defender la realidad de otras sustancias inmateriales o simplemente
incorpóreas, defiende también la existencia de las realidades corpóreas
desde supuestos, por ejemplo, epistemológicos, en la línea del llamado
«Principio antrópico» antes citado). Por otra parte, hacemos corresponder
esta primera fase con la época antigua de la tradición filosófica, desde Tales
de Mileto a Plotino, considerados como piedras miliarias. La segunda fase
por la que habría atravesado el curso histórico de la Idea de Materia
corresponderá con la época medieval de la tradición filosófica, la época del
judaismo, del cristianismo y del islamismo. Lo más característico de esta
época, en lo que a la idea de materia corpórea se refiere, sería el haber
abierto el camino para una visión de la materia corpórea desde la
perspectiva de la sustancia espiritual -a la cual habría podido conducir, en
su límite, el desarrollo interno de la Idea de materia determinada, según
expusimos en capítulos precedentes. La materia corpórea podrá parecer
ahora como un ser contingente, no necesario -y esto particularmente en la
tradición judeo-cristiana (si es que la filosofía musulmana, Avicena o
Averroes, representa, más bien, la perpetuación del necesarismo aristotélico
de la materia corpórea, como contrapunto imprescindible). Ahora bien:
«contingencia ontológica» de la materia corpórea, y aún de la materia en
general no ha de sobreentenderse como un eufemismo de algún tipo de
acosmismo (así como tampoco el necesarismo corporeísta de la primera fase
equivalía a la negación del Espíritu, del Nous). Antes bien, y no sin alguna
paradoja, sería preciso afirmar que lo más característico de la idea de
materia, en esta segunda época -y una característica que se expresa, sobre
todo, en la idea cristiana [58] de materia- no se deriva de un proceso de
desatención hacia la materia corpórea, como entidad insignificante, casi una
nada, porque el Dios que la ha creado y la mantiene en el ser puede
aniquilarla en cualquier momento, sino que, por el contrario, se deriva del
interés mismo hacia esa materia corpórea. Que aunque es «vista desde el
espíritu», lo es en el sentido de una «recuperación de su valor» (de la
materia como realidad valiosa) y de sus momentos ontológicos más sutiles:
el momento de su sustancialidad, incluso como sustancia corpórea, aunque
inextensa, es decir, no signada por la cantidad. Nos encontramos, en efecto,
ante los intentos de conceptuación filosófica de los dogmas cristianos
centrales, que son precisamente aquellos que giran en torno a la carne, al cuerpo
humano. A saber: el dogma de la Encarnación del Verbo (eje en torno al cual
giró el Concilio de Nicea), el dogma de la presencia real del cuerpo de Cristo
en la Eucaristía, y el dogma de la Resurrección de la Carne (dogma que no
puede confundirse con la doctrina platónica de la inmortalidad del alma
espiritual), en forma de cuerpo glorioso. Es evidente, por otro lado, que los
conceptos asociados a semejantes dogmas no podrían figurar por sí mismos
en una Historia filosófica de la Idea de Materia. Ellos alcanzan a veces,
considerados fuera de su contexto, los límites de una irracionalidad
difícilmente presentable en nuestros días (pongamos por caso, la explicación
que da Santo Tomás, en Summ. Th., III, q.54, a 2, ad tertium, sobre la
resurrección de la sangre que salió del costado de Cristo y que, al parecer, se
conservaba en algunas iglesias como reliquia; o bien, la cuestión ulterior
sobre la reliquia del Santo Prepucio). Sin embargo, y precisamente en tanto
esos conceptos están intercalados en el proceso del desarrollo histórico de
una Idea que procedía de la filosofía griega, ellos pudieron alcanzar un
significado dialéctico cuya consideración es acaso imprescindible en una
Historia filosófica de la Idea de Materia. En efecto: la acción de estos [59]
dogmas cristianos en torno a la Carne (dogmas oscurecidos constantemente
por el docetismo, por el desprecio del cuerpo, ligado a los gnósticos, &c.) se
ejerció en toda la cristiandad durante más de un milenio. Ello autorizaría a
concluir, desde una perspectiva materialista, que el cristianismo ha
comportado, tanto o más que el descubrimiento del espíritu (y el olvido del
cuerpo), el descubrimiento del cuerpo humano como cuerpo individual y
«sobrenatural», meta-físico, cuerpo glorioso. Sería, por tanto, insensato pensar
que esta profunda impronta ha podido ser borrada en la época moderna, la
época del racionalismo y del naturalismo que, en una gran medida,
pretendió constituirse como un proceso sistemático de reducción naturalista
y racionalista del mundo sobrenatural del cristianismo. Más prudente
parece ver las cosas como si -y éste sería el contenido de la tercera fase de la
evolución de la idea de materia- el racionalismo y el naturalismo, que son
indudablemente componentes característicos de la época moderna, no
hubieran consistido tanto en re-poner las cosas en el estado en que se
encontraban en la Edad Antigua, en su re-generación (re-nacimiento, o bien
neo-epicureísmo, neo-estoicismo, neo-aristotelismo...) cuanto en
reconstruirlas más allá de sus propios límites, pero dentro de las
coordenadas en las que las había situado el pensamiento de la época
medieval. De este modo, lo verdaderamente característico y esencial de la
Idea de Materia en la Edad Moderna, y, sobre todo, a medida en que ésta
avanza hacia nuestros días, podría hacerse consistir en la tendencia a
entender la sustancia material corpórea, el cuerpo extenso, sin perjuicio de
dar por descontada, desde luego su prioridad gnoseológica (el método
matemático) no ya como una sustancia primaria, sino más bien como una
determinación derivada, aunque quizá por modo necesario, como un
fenómeno bene fundatum (Leibniz, Berkeley y luego Kant) de una realidad
que, acaso, podría ser ella misma material, pero ya no extensa e incorpórea:
[60] la fuerza (vis apetitiva, vis cognoscitiva) o la energía. Según esto, el
dinamismo o el energetismo del materialismo moderno podrían ser
considerados, en gran medida, como la reconstrucción racional y científica
del modo cristiano de entender el cuerpo, a saber, como un accidente que no
es otra cosa sino expresión de un principio él mismo material, pero
inextenso o, al menos, previo a la cantidad. Para decirlo en una fórmula
gráfica: las mónadas de Leibniz podrían considerarse como una
secularización de las formas eucarísticas, en las cuales también el cuerpo de
Cristo se hacía presente según el modo de presencia no circunscriptiva: las
«partes» de cada mónada estarán presentes en todas las demás, como en
cada partícula de la Hostia consagrada está presente la totalidad del Cuerpo
de Cristo (Monadología, §8, 61, 63, 64).
Si la concepción energetista o dinamista de la materia corpórea, que sigue
siendo el núcleo de las concepciones científicas de nuestro siglo, es algo más
que un mero producto cultural de la imaginación creadora (mitopoyética)
habrá que convenir en que la concepción en la cual ella se incubó
(principalmente, la dogmática cristiana) contenía ya, por sí misma, sin
perjuicio de su envoltura mitológica, un efectivo y objetivo desarrollo
dialéctico de la idea de materia -un desarrollo que, en todo caso,
corresponde explicar a la Historia materialista de las Ideas. Y sería mera
ingenuidad presuponer que esta Historia sólo puede dar cuenta de las
concepciones estrictamente materialistas, como si las concepciones
espiritualistas tuviesen ellas mismas una génesis distinta, espiritual o
irracional. No es cometido nuestro en esta ocasión. Tan sólo sugeriremos
cómo los desarrollos de la materia, a propósito del Cuerpo de Cristo o de la
Carne resucitada, no han de reducirse necesariamente a la condición de
meros efectos de un delirio dogmático, propio de sacerdotes (oratores) que
han dejado de vivir en contacto con las actividades manuales (laboratores).
También podríamos [61] ver en ellos modos oscuros, impuestos por los
nuevos contextos sociales (por ejemplo la crisis del esclavismo, la
cristalización de una nueva «conciencia corpórea individual» en el seno de
la Iglesia), de llevar adelante, por de pronto, la crítica del necesarismo
corporeísta antiguo.
3. Si nos atenemos a la interpretación de Aristóteles, la filosofía griega
comenzó (en la Escuela Jónica) como filosofía materialista: «...la mayoría de
los filósofos primitivos creyeron que los únicos principios de todas las cosas
eran los de índole material...». (tw<n dh> prw1twn ÍilosoÍhsántwn oi2
plei<stoi tàV e1n u7lhV ei5dei mónaV v1h'qhsau a1rcàV ei3nai pántwn,
Met., 983 b, 5-10). En consecuencia, es muy común hablar de un monismo
materialista al referirnos a la escuela jónica. Tales de Mileto, como
Anaxímenes, incluso Heráclito, habrían desarrollado la idea de una sustancia
primordial (el a1rch') en la que se resuelven todas las realidades mundanas y
habrían entendido esa sustancia en un sentido materialista, como el sustrato
de toda materia física determinada. Burnet reivindicó para sí el
descubrimiento según el cual el significado que en los primeros filósofos
pudo tener la pregunta por el principio (a1rch') habría sido el de la pregunta
por la sustancia primordial (ÍúsiV). Aunque esta interpretación ha sido
posteriormente discutida (Cherniss ha sostenido que los jonios, más que
preguntarse por la sustancia primordial, se interesaron por el origen de los
eclipses, de las mareas, de las lluvias) nosotros nos atendremos aquí a la
interpretación tradicional. Sin embargo, es preciso reconocer que esta
interpretación obliga a enfentarse con contradicciones flagrantes,
contradicciones que podrían, sin embargo, cargarse en la cuenta del propio
monismo de la sustancia. Ya en la exposición aristotélica la contradicción
aparece expresada en los propios términos aristotélicos -la doctrina de las
cuatro causas- al atribuir a los jonios la idea de una primera sustancia,
afirmando [62] a la vez que ellos se mantenían en los límites de la causa
material.
Pero, desde el punto de vista aristotélico, la materia (como causa material)
no puede ser llamada sustancia, puesto que la sustancia material ya
comporta una forma (sin contar con las otras causas extrínsecas). Dicho de
otro modo: los primeros filósofos se le aparecen a Aristóteles a la vez como
físicos (cuando su pensamiento es referido a la materia) y como metafísicos
(cuando su pensamiento es referido a la primera sustancia). Aristóteles
mismo se hace, en cierto modo, cargo de esta contradicción al conceder,
siquiera sea por hipótesis, lo que para él también era una contradicción: «si
las sustancias físicas fuesen las primeras entre todas las esencias, entonces la
física sería la filosofía primera» (Met., XI, 7, 1064 b).
Todas estas incoherencias tienen que ver, sin duda, con el método de
aproximación a la filosofía jónica por medio de la idea de una sustancia
primordial que además sea material y, más aún, que tenga parentesco
esencial con la materialidad física (agua, aire, fuego...). Esta idea -que sigue
siendo la del monismo materialista decimonónico- aplicada a los filósofos
jonios, consigue presentárnoslos como los instauradores del materialismo,
precisamente en el momento en que se les atribuye la pregunta por la
sustancia primordial (aun reconociendo que su respuesta fuese muy
primitiva: agua, fuego -y no helio o hidrógeno). Pero tal idea es ella misma
incoherente, según hemos dicho. La sustancia primordial, aparte de que
dejaría de ser sustancia, al absorber en sí a todas las demás cosas,
convertidas en accidentes, no podría ser material, puesto que la materia dice
multiplicidad y esa sustancia material única es un círculo cuadrado, el Ser
de Parménides. Además, la interpretación de la escuela jónica por medio de
esta idea de materia obligaría a entender sistemáticamente a todas las
restantes escuelas como movidas por la necesidad de liberarse de este [63]
materialismo monista, como movidas por la atracción hacia una visión no
materialista de la realidad. Pero si aplicamos la idea de materia que hemos
tomado como referencia, las cosas se nos ordenan de otro modo. Los
primeros filósofos de la escuela jónica serán materialistas, pero no por su
monismo, ni siquiera por sus respuestas fisicalistas a la pregunta por la
sustancia primordial. El monismo de los primeros filósofos podrá
interpretarse, por tanto, no ya como el punto de partida de su materialismo
sino, a la sumo, como un punto de llegada que, por otra parte, es
contradictorio con su propio materialismo; por tanto, un punto de llegada a
una situación inestable que obligaría a la necesidad de desbordar la
envoltura monista. En realidad, atribuir a los primeros filósofos la
investigación de la idea de materia como sustancia, es sólo una herencia
aristotélica. Los primeros filósofos no han hablado ni siquiera de materia y
la idea de materia que a ellos se les puede atribuir habrá que inducirla más
bien de su proceder, del ejercicio de su nuevo modo de pensar, que de su
representación en fórmulas explícitas. Suponemos, pues, que el racionalismo
de los primeros filósofos no se define tanto en función de la pregunta sobre
la sustancia única primordial, cuanto a partir del desarrollo de la
experiencia de las transformaciones tecnológicas, como modelos para
comprender la unidad entre las cosas del mundo que nos rodea, y a los
hombres en relación con ellas. Las contradicciones implícitas en un
monismo formulado en torno a una materia determinada (agua, aire, fuego,
&c.) tratarán de abrirse camino borrando las determinaciones de la sustancia
material (el a5peiron de Anaximandro) o bien, aumentando el número de
estas determinaciones, para que la materia tenga, por lo menos, los cuatro
elementos (aunque con posibilidad de un entretejimiento mutuo, al menos
temporal, caso de Empédocles) o incluso infinitos y, desde luego,
entretejidos los unos con los otros en la mi<gma de Anaxágoras. Tanto en
[64] un caso como en el otro, habrá que apelar a algún principio extrínseco a
las propias determinaciones, como responsable de la mezcla o de su
separación. Es así como, desde el racionalismo materialista de las
transformaciones, podemos entender que Anaxágoras llegue a postular un
principio al parecer no material, transcendente a la migma (Diels, Frag. 12), el
Nous. Interviene solamente como un principio de separación o de
clasificación de las cosas que, sin embargo, se mueven por sí mismas (y, en
este sentido, el Nous de Anaxágoras recuerda las funciones del «demonio
clasificador» de Maxwell). La idea de materia que Anaxágoras propicia, la
materia como mi<gma, no es ajena a la idea del Nous, puesto que es, más
bien, su contrafigura.
Las «musas itálicas», en expresión de Platón (El Sofista, 242, d) ¿inspiran una
forma de pensar distinta del de las «musas jónicas», una forma de pensar
que podría considerarse precisamente como no materialista? Desde esta
perspectiva interpretan muchos historiadores a los pitagóricos y a los
eléatas. Representarían estas escuelas precisamente la «liberación» del
materialismo, la apertura hacia un modo espiritualista o idealista de
filosofar. Así, Pitágoras habría enseñado la realidad de un mundo
armonioso, al cual las almas están destinadas, que está más allá del mundo
de los cuerpos, cárceles de las almas; y Parménides habría llegado a concebir
este mundo corpóreo como una apariencia del ser real y único, que ya no
sería material (pese a alguna determinación residual), sino prefiguración del
Acto puro aristotélico. Sin embargo, estas interpretaciones pueden parecer
muy estrechas cuando se cambian las premisas hermenéuticas. El «mundo
armonioso» de los pitagóricos difícilmente puede describirse, sin más, como
un mundo inmaterial. Pues aunque no sea un mundo físico o sensible,
¿cómo llamar espiritual o simple al mundo que se despliega en la forma de
una extensión inteligible, regida por las leyes de los números racionales? ¿Y el
Ser de Parménides? [65] No es, desde luego, material, en sentido primario; y
sólo cuando nos volvemos a él con ojos de teólogo aristotélico podremos
prefigurarlo como el «Ser inmaterial». Si miramos a la historia con mirada
materialista, podremos ver en el ser eleático precisamente el límite interno
de la envoltura monista dentro de la cual venía desenvolviéndose el
materialismo presocrático. Límite que permitirá declarar aparentes a las
mismas diferencias reales, negando con ello la posibilidad misma del
racionalismo de las transformaciones.
En adelante, el racionalismo filosófico tendrá que desenvolverse como una
rectificación del pitagoreísmo (de su principio monista de
conmensurabilidad aritmética de todo con todo) y del eleatismo; por tanto,
en función siempre de alguna suerte de pluralismo, capaz de rectificar el
límite alcanzado. Y si el materialismo sigue significando, ante todo, para
nosotros, un pluralismo, tendremos que conceder que son las escuelas
pluralistas aquellas en las cuales la Idea de materia podrá encontrar sus
desarrollos más ricos y profundos. Esto se confirma, ante todo, con el
atomismo de Leucipo y de Demócrito. El Ser se nos muestra ahora como Ser
corpóreo, múltiple, resuelto en la infinitud de corpúsculos eternos e
indestructibles. La materia es el Ser y el Ser son los átomos conformados
(redondos, puntiagudos, ganchudos...) y mutuamente trabados, co-
determinados. Pero al lado de la materia está el vacío (tó kenòn), que es el
no-ser (Aristóteles, Met., A, 4, 985 b 4), aunque mantiene un cierto género de
entidad que le permite ser utilizado como elemento (stoicei<on). En cuanto a
Platón, y a pesar de la arraigada tradición que ve en Platón al crítico por
excelencia del materialismo, diremos que, aunque hay términos precisos en
el corpus platonicum que se traducen por «materia» y que remiten a
conceptos que se aproximan a la mi<gma de Anaxágoras (mhtéra kaì
u2podoch>n de Tim., 51 a-b) o que prefiguran la prw<th u7lh de Aristóteles
(la materia como sustrato eterno capaz de recibir las formas por medio de
[66] las cuales lo moldeará el Demiurgo), sin embargo la presencia de la Idea
de materia no se circunscribe a tales términos. Es legítimo buscar, más allá
del radio de influencia de estos términos, la presencia de la Idea de materia
en el sistema platónico. Precisamente el mundo de las ideas, en tanto las unas
se determinan a las otras (aunque algunas estén disociadas de las restantes,
según se nos precisa en El Sofista, 259 c-e) cumple enteramente la definición
de materia determinada, puesto que cumple los atributos de multiplicidad y
codeterminación, en un horizonte del tercer género, pero tan rigurosamente
como pudiera cumplirlo en un horizonte del primer género. Más exacto
sería, pues, ver en Platón al pensador que, antes que Aristóteles, ha
desarrollado la materia determinada de sus precursores hasta sus valores
límites, a saber, la materia prima y las formas puras y que ha abierto con ello
los problemas filosóficos que se derivan de la definición de estos límites.
Entre los extremos del monismo y del pluralismo, Platón está, desde luego,
más cerca de Demócrito que de Parménides o incluso que de Anaxágoras.
Es a partir de Aristóteles cuando fragua el tratamiento de la idea de materia
en cuanto tipo de realidad que habrá que entender como coexistente con el
ser inmaterial, en términos absolutos. Aristóteles ha incorporado a su sistema
la idea de naturaleza material de la tradición jónica (el ser móvil) pero la ha
compuesto con la idea del ser inmaterial y trasmundano de la tradición
eleática. El cosmos material es el ser en potencia y está constituido por
sustancias hilemórficas, compuestas de materia y forma. La materia prima
no es una sustancia con existencia propia, es sólo potencia de formas
sustanciales y, supuestas éstas, de formas accidentales. La materia, en
cualquier caso, es eterna y sus conformaciones están codeterminadas según
un orden eterno (la tesis de la eternidad del cosmos -la tesis de la materia
informada eternamente según el orden del mundus adspectabilis- [67] es una
tesis nueva de Aristóteles, si nos atenemos a los resultados de W. Jaeger).
Ahora bien, este cosmos material eterno y finito, en perpetuo movimiento,
necesita de un motor o manantial inagotable, que ya no podrá ser finito
(corpóreo), puesto que él da lugar al movimiento eterno. Aristóteles ha
establecido explícitamente la idea del ser inmaterial, del Acto Puro, que es a
la vez el motor del ser material. Este, sin embargo, no brota de aquél en su
sustancia. El dualismo ontológico de Aristóteles (ser móvil o material/ser
inmóvil, inmaterial) se desplegará en el trialismo de las tres sustancias,
puesto que el ser móvil comprende tanto a las sustancias corruptibles como
a las incorruptibles. La unidad del ser aristotélico se nos aparece así más
bien como resultado de un postulado; encierra en el fondo una pluralidad
irreductible y suscita la cuestión de la conexión ontológica entre las tres
sustancias. La sustancialidad material del cosmos, y su unicidad, será
defendida después de Aristóteles, aunque por modos muy distintos, tanto
por los estoicos como por los epicúreos, siempre con una marcada tendencia
a refundir el acto puro en la materia eterna, dotándo a esta de movimiento
intrínseco y borrando el dualismo del ser aristotélico en términos de un
monismo materialista (lo que E. Bloch ha llamado la «izquierda
aristotélica»). El camino inverso, el que busca subrayar la transcendencia del
acto puro y el debilitamiento de la sustancialidad del cosmos material
(aunque no su eternidad, ni su necesidad) será, desde luego, el camino
seguido por el neoplatonismo. El dualismo o trialismo de las sustancias
coeternas desaparece en beneficio de una visión emanatista, en virtud de la
cual, no ya sólo el movimiento de la materia estará subordinado al acto
puro, sino su propia sustancialidad corpórea, reducida a la condición de
última «pulsación» degradada, debilitada, aunque, eterna y necesaria, del
Uno.
4. Durante el período medieval, la idea de materia se [68] desenvuelve en la
confluencia de dos corrientes de signo opuesto, pero en constante
interacción, que dará lugar a resultantes nuevas. La primera corriente
emana de la filosofía griega, y, en particular, del neoplatonismo, aunque
mezclándose con los nuevos principios de las religiones creacionistas y
dando lugar así a un peculiar reforzamiento de muchos de sus
componentes. La segunda corriente mana del núcleo mismo de estas
religiones creacionistas (judía, cristiana, islámica) y su choque y
confrontación con las ideas griegas (incluso con aquellas que se habían
cristianizado o islamizado) dará como resultante determinaciones de la idea
de materia que prefiguran los tiempos modernos, según hemos dicho en
párrafos anteriores.
El neoplatonismo implicaba el entendimiento de la materia como el
momento más débil de la realidad, del Ser, como el punto en el cual el Ser se
aproxima a la Nada, la luz a la sombra, a lo negativo, a lo malo. La materia
es ser, pero degradado, de-generado, casi un subproducto de la emanación
del Uno. Esta visión de la materia planeará constantemente sobre la
metafísica cristiana, no sólo en el terreno de la moral ascética, sino también
en el terreno de la metafísica. Nos referimos a la tendencia a entender la
materia en el sentido de materia amorfa (por ejemplo, en la escuela de
Chartres), pero, sobre todo, a la concepción de la materia propiciada entre
los musulmanes, particularmente cuando el pensamiento musulmán se
encuentra comparativamente lejos de la influencia de Aristóteles. Es el caso
de Avicena, al menos cuando lo comparamos con Averroes con un sentido
de las diferencias más agudo del que E. Bloch usó en su Avicenna und die
aristotelische Linke (Berlín 1952). Porque Avicena no es Averroes y no puede
olvidarse que Avicena ve a la materia, al modo neoplatónico, como una
entidad «de la que todo mal procede» (Al-Isq, El Amor, I, 69); ella es
semejante «a una mujer vil y deshonrada de la que nos compadecemos
porque su fealdad es bien notoria» [69] (Al-Isq, II, 72-73); y si se eleva es
porque recibe las formas ad extrinseco, de un dator formarum de quien
desbordan las formas que van a imprimirse en la materia (Al-Nachat, La
Salvación, 460-461).
Pero las religiones creacionistas, en tanto les sea dado ver a la materia como
creación de Dios, instaurarán una perspectiva totalmente diferente respecto
de la del helenismo y frontalmente opuesta a la del neoplatonismo. La
materia, en cuanto obra de Dios, difícilmente podrá entenderse como algo
intrínsecamente malo, feo, como un subproducto; el mismo neoplatonismo
tendrá que ser desbordado. El mismo Avicena, sin perjuicio de su principio
general ya mencionado, concebirá al cuerpo como resultante de una forma (la
forma corporeitatis), lo que equivale, en parte al menos, a levantar a la materia
la condena neoplatónica. Averroes, dentro del horizonte islámico,
representará la recuperación total del necesarismo de la materia eterna
aristotélica y de su condición potencial. Esto significará por tanto (contra la
doctrina aviceniana del dator formarum), que la materia contiene
intrínsecamente las formas, y esto sin perjuicio de que Averroes defienda,
por otro lado, la existencia de formas separadas (Com. menor a la M., ed.
Quirós, IV). Quizá sea Avicebrón, en su Fons Vitae ya citado, quien, desde
una óptica hebrea, haya llevado a cabo la mayor reivindicación posible de la
idea de materia, dentro del creacionisno, con su tesis de la materia universalis.
Es, sobre todo, en el contexto de la teología escolástica cristiana, que recibió
la influencia de Aristóteles, de Avicebrón, de Averroes, en donde la idea de
materia, y, en particular, de materia corpórea, encuentra, como ya hemos
dicho anteriormente, la posibilidad de sus desarrollos más originales. La
materia es obra de Dios y puede ser obra perfecta de Dios. El cristianismo
empujaba a esta conclusión (que extraerá, por ejemplo, el De rerum principio
atribuido a [70] Duns Escoto) a partir del dogma de la Encarnación del
Verbo, del Dios hecho carne. La propia dogmática cristiana hacía posibles
las posiciones heréticas de David de Dinant, identificando a Dios con la
materia prima (no precisamente con el cuerpo). Y es que ni Dios ni la
materia prima tienen formas en acto, aunque sí en potencia. Pero fueron los
dogmas de la resurrección de la carne, y, ante todo, de la resurrección del
propio cuerpo de Cristo, así como el dogma de la presencia personal del
cuerpo de Cristo en la Eucaristía, lo que obligará a desarrollar una
concepción del cuerpo glorioso que permita, sin perjuicio de su materialidad,
la liberación de los límites axiomáticos de la impenetrabilidad (un cuerpo no
puede ocupar el lugar de otro), o de la locación circunscriptiva (un cuerpo
no puede ocupar varios lugares a la vez). Santo Tomás (por ejemplo, en S.
Th., III, q.57, IV) suscita la objeción formal que al dogma de la resurrección
opone la filosofía aristotélica («quo corpora non possunt esse in eodem loco:
cum igitur non sit transitus de extremo in extremum, nisi per medium,
videtur quod Christus non potuisset ascendere super omnes coelos, nisi
coelum dividiretur, quod est imposibile») y responde por medio del
concepto de cuerpo glorioso; un concepto cuya realización Santo Tomás sólo
puede entender por vía milagrosa, pero que, como concepto, abre la
posibilidad de la ulterior utilización en una vía naturalista. (El éter
electromagnético, de Maxwell, se comportará en cierto modo como un
cuerpo glorioso, en tanto él es imponderable e incomprensible y a su través
circulan los astros «sin romperlo ni mancharlo» y ocupando
simultáneamente su lugar). Interpretación cuya necesidad metodológica
estaba, por otra parte, prefigurada por algunas corrientes medievales,
particularmente por el autor del Liber creaturarum, Raimundo Sabunde (ed.
de Deventer, con el título de Thelogia naturalis, 1484), al establecer la
identidad entre la revelación hecha por Dios a través de los libros sagrados
y la revelación divina [71] a través del libro de la naturaleza, entendida
como un libro «sin tachaduras».
5. Hace ya muchos años que, gracias a una pléyade de historiadores de la
filosofía y de la ciencia (desde Dilthey a Cassirer, desde Koyré a Crombie)
ha ido pasando a un segundo plano la tesis, aún viva (de Draper a
Farrington), que ve en la época medieval un mero paréntesis entre la Edad
Antigua y su re-nacimiento y desarrollo en la Edad Moderna. La Edad
Moderna, y esto se aplica sobre todo a la idea de materia que en ella se
desenvuelve, no podría contemplarse solamente desde la Edad Antigua
(neoaristotelismo, neoepicureismo, &c.); es preciso analizarla también desde
la Edad Media. No solamente son las ideas helénicas, sino también las ideas
medievales aquellas que van a moldear los contenidos mismos de los
diferentes desarrollos modernos de la idea de materia. Estas diferencias
pueden ser establecidas según muy diferentes criterios. Ateniéndonos,
dentro de un obligado esquematismo, precisamente a criterios históricos,
podríamos distinguir tres tipos principales según los cuales se habrían
reorganizado las ideas modernas en torno a la materia, con muchas familias
y variedades en cada uno de tales tipos:
Una primera reorganización que procede respetando, en lo posible, las
tradiciones escolásticas tradicionales (relativas a la separación del mundo
natural y el mundo espiritual, particularmente el mundo divino); un
segundo tipo de reorganización según el cual la separación de las sustancias
materiales y espirituales se atenúa, aun cuando en una dirección
marcadamente reduccionista, en beneficio de la materia corpórea (o, por lo
menos, en una dirección que respetará incondicionalmente su autonomía);
y, en tercer lugar, un tipo de reorganizaciones, también orientado a atenuar
la separación, pero de sentido opuesto al tipo segundo, puesto que ahora es
la materia corpórea, o sus componentes, aquello que será presentado como
expresión o emanación [72] de un ser inmaterial, es decir, incorpóreo. Esto,
aunque recuerda el neoplatonismo, no se confunde con él, precisamente por
efecto de la «revaluación ontológica» medieval de la materia.
La tenaz voluntad, presente a lo largo de los siglos modernos, de mantener
la separación y oposición entre el «Reino de la Materia» y el «Reino del
Espíritu» -y, en particular, del Espíritu divino- no significa que se hayan
extinguido los automatismos que llevaron a la reorganización de las ideas
heredadas en torno a la materia. La materia será irreductible al Espíritu, y,
sobre todo, a Dios. Pero, en cuanto obra suya, habrá de reproducir
analógicamente la esencia divina. La naturaleza material será, pues, de
algún modo, infinita; tendrá, por ello mismo, una estructura matemática,
puesto que Dios ya no es el Dios insondable de Aristóteles, vuelto
enteramente hacia sí mismo, sino que es el Dios creador del mundo, que lo
ha debido planear tal como él es, a saber, por ejemplo, sometido a la
legalidad matemática. Por ello Dios podrá ejercer el papel de cánon o
modelo desde el cual habrá que analizar el mundo. Ya no será Dios aquel
ser que sólo desde el mundo material podía ser contemplado; es el mundo
material aquello que debe ser contemplado desde Dios. Se trata de una
«inversión teológica» que hoy nos sorprende: «la segunda ley de la
naturaleza (material) es que todo es recto de suyo y, por eso, las cosas que se
mueven circularmente tienden siempre a separarse del círculo que
describe... la causa de esta regla es la misma que la de la precedente, a saber,
la inmutabilidad y la simplicidad de la operación con que Dios conserva el
movimiento de la materia», nos dice Descartes (Principia, XXXIX). «Dios, por
la primera de las leyes naturales, -el principio de la inercia- quiere
positivamente y determina el choque de los cuerpos...», dirá Malebranche
(Ouvres completes, ed. A. Robinet, t. III, pág. 217).
Pero si la materia es reflejo de Dios, se comprende que la materia pueda ser
considerada sistemáticamente como regla [73] para entender a Dios mismo
y al Espíritu -y, en esta línea, podrá llegarse, en el límite, a extender la
inteligibilidad material al mismo Dios o, por lo menos, a hacerla coexistir
con él. No ya necesariamente al modo del panteísmo materialista de
Giordano Bruno (la tesis de la ecuación entre Dios y la materia prima que
antes hemos citado) sino también al modo del corporeísmo operacionalista
de Hobbes o de Gassendi, o, incluso, al modo de B. Espinosa, para quien la
materia, como res extensa, comienza a ser un atributo, junto con la res
cogitans, de la sustancia (Etica, parte 2ª, proposiciones I y II).
Y, en tercer lugar, queda abierta la vía de reduccionismo inverso, total o
parcial: la vía que tiende a considerar a la materia, a la res extensa, como un
ser real, que no se reduce, es cierto, a una negación, pero que tampoco tiene
una sustantividad propia. Más exacto sería decir que la materia es ahora un
accidente (o un fenómeno) de una sustancia inmaterial o espiritual (divina o
humana), una determinación del Espíritu o de la Conciencia -y no
recíprocamente. En esta perspectiva se sitúa la filosofía clásica inglesa. Es la
perspectiva del empirismo de Locke y de Hume (la materia, como
construcción o hipótesis del espíritu subjetivo); es también la perspectiva del
idealismo material de Berkeley (la materia como contenido de nuestra
percepción y lenguaje divino). Incluso, a su modo, es la perspectiva
«neoplatónica» del propio Newton, cuando concibe al espacio infinito como
«sensorio de Dios» (Optics, III-I, q. 28).
Pero es también, aunque con otras coordenadas, la perspectiva «alemana»,
la de Leibniz y la del idealismo transcendental kantiano. Mientras que la
materia cartesiana, extensión tridimensional pura, debía recibir de Dios una
cantidad de movimiento constante, según el requerimiento aristotélico, la
materia de Leibniz recibirá su corporeidad extensa del mismo movimiento:
el espacio, como el tiempo, serán ahora solamente fenómenos, aunque
fenómenos [74] bene fundata (Carta de Des Bosses, apud Gerhardt, II, pág.
324). Y Kant considerará al espacio y al tiempo como formas a priori de la
conciencia, aquellas formas que hacen posible que las categorías de la
cantidad, y las de la relación (entre ellas, la de causalidad y acción recíproca)
moldeen la misma materia física (Kr.r.V., Estética, §8). [75]

Capítulo 5
Investigaciones en contextos no marxistas
1. La idea filosófica de materia se desenvuelve, en los dos últimos siglos, en
estrecho contacto con las ciencias positivas categoriales (naturales y
culturales) que justamente van constituyéndose y alcanzando su cerrada
madurez a lo largo de este período histórico, llamado a veces el período de
la «revolución científica e industrial». Ahora bien, acaso tenga algún sentido
distinguir dos grandes orientaciones según las cuales tenderían a
desenvolverse los contenidos de la idea de materia, orientaciones que
podríamos denominar respectivamente analogista y anomalista
(generalizando la tipología que los gramáticos griegos utilizaban para
clasificar los lenguajes, según que considerasen a los lenguajes naturales
como resultado de procesos similares o bien como constituidos por procesos
diferentes en cada caso y no por ello acausales). La orientación analogista, o
el desarrollo de una idea de materia con un sentido analógico, incluye,
desde luego, al monismo materialista, pero sólo como un caso límite
eminente; no excluye al pluralismo que reconoce las determinaciones
múltiples de la materia, la diversidad de círculos de materialidad, siempre
que esa multiplicidad de círculos se considere presidida por leyes
nomotéticas, isomorfas, &c. La orientación anomalista, por [76] el contrario,
subrayará las diferentes determinaciones de la idea de materia en la medida
en que son heterogéneas e irreductibles y, en el límite, en la medida en que
siguen líneas idiográficas, incluso indeterministas (lo que dará pie a algunos
para hablar de la tendencia a tratar a la materia incluso a las materialidades
naturales, con categorías afines a las utilizadas por las ciencias del espíritu).
Aun cuando la orientación analogista, así como la anomalista, pueden
apreciarse en todos los tiempos, sin embargo cabría afirmar que el
analogismo de la idea de materia es tendencia claramente dominante
durante el pasado siglo, mientras que el anomalismo (que comienza a
hacerse oir ya en los últimos años del ochocientos) llegará a ser, si no la
tendencia dominanate en el siglo presente, sí al menos una tendencia
efectiva y «reconocida» por muchas escuelas científicas o filosóficas.
2. El tratamiento analogista de la idea de materia se advierte ya en la
Enciclopedia de Hegel, en la cual la materia (y ello en contraposición con el
Espíritu) aparece como el reino de la necesidad, de la homogeneidad
nomotética. La idea de materia de Hegel, en sus diferentes niveles de
organización y sin perjuicio de la utilización del criterio neoplatónico de la
negatividad (la materia como Anderssein, y, precisamente por ello, puesto
que son los «seres otros», dentro del todo, aquellos que determinan a cada
parte), es en rigor la misma idea que mantendrá el materialismo posterior,
un materialismo que, en cierto modo se constituye, dentro del dualismo
hegeliano, al considerar al Espíritu como la clase vacía (Enzy., § 252, 247,
262). Una idea similar de materia, próxima a la idea de sustancia de
necesidad causal se dibuja, en estrecho contacto con las ciencias positivas, en
la obra de A. Schopenhauer (Ueber die vierfache Wurzel des Satzes von
zureichenden Grunde, 1813, §18). El analogismo es también el «horizonte»
desde el cual suelen ser interpretados por algunos filósofos, tributarios [77]
del evolucionismo de H. Spencer, los grandes descubrimientos o conceptos
de las ciencias naturales decimonónicas: hay una unidad de la materia que
puede deducirse de la transformabilidad de las distintas especies de materia
(inorgánica y orgánica) a partir de un estado inicial de homogeneidad
(Herbert Spencer, First Principles, 1862; Sum., 1-9). El desarrollo de la
Química asienta la legalidad nomotética de las transformaciones de los
cuerpos (leyes ponderales, tabla periódica de los elementos, &c.) y salva el
abismo entre la materia inorgánica y la orgánica. Así también, el desarrollo
de los métodos espectroscópicos permite establecer, sobre bases positivas, la
identidad de la materia terrestre y de la celeste (todavía A. Comte creía
poder definir la Química como «ciencia terrestre» Cours de Philosophie
Positive, 5ª ed., París 1907, tome premier, prèm. leçon, pág. 50). Pero acaso la
doctrina científica que mayor transcendencia tuvo en el pasado siglo en el
terreno de la filosofía fue la doctrina de la identificación entre las ondas
luminosas y las electromagnéticas tal como la desarrolló J. C. Maxwell. Esta
identificación constituyó uno de los principales apoyos para el
entendimiento de la materia física desde una perspectiva unitaria. El
«materialismo metodológico» implícito en el evolucionismo darwinista
abría también la posibilidad de hablar de la unidad no ya meramente
estructural sino genética de las diversas especies animales y vegetales, todas
ellas (junto con su medio) sometidas a una rigurosa co-determinación
procesual, a su escala propia. La aplicación del punto de vista evolucionista
(en una forma preferentemente unilineal) no solamente a las lenguas
humanas, sino también a las culturas en general (la obra de referencia es la
Ancient Society, 1877, de L. H. Morgan), significaba también una expansión
de la metodología materialista, de un modo no necesariamente
reduccionista (sino analógico), en el terreno de las Ciencias del Espíritu.
3. Ya en el siglo pasado comenzaron a advertirse las [78] consecuencias
filosóficas encerradas en la nueva ciencia, la Termodinámica, en orden a la
limitación de la concepción de una materia eternamente uniforme,
reversible o retransformable, según los antiguos principios de la
conservación. El «segundo principio» introducía una direccionalidad y un
sentido en el curso de las transformaciones de la energía (Principio de
Clausius), consecuencias que en las últimas décadas, están siendo
subrayadas por la termodinámica de los estados irreversibles (Ilya Prigogine
e Isabelle Stengers: La nouvelle alliance, 1979). Asimismo, el desarrollo de la
física atómica y nuclear ha conducido a descubrimientos inesperados
respecto del analogismo de la teoría atómica del siglo XIX. Ellos han
culminado con la física cuántica y sus interpretaciones en el sentido del
indeterminismo (M. Jammer: The Philosophy of Quantum Mechanics, Wiley,
Nueva York 1974).
La teoría teneral de la relatividad, en cambio, aún subrayando fuertemente
el determinismo de las leyes del espacio-tiempo, es sensible, sin embargo, a
su anomalía (frente al espacio-tiempo newtoniano). La Astrofísica,
simultáneamente, se ha desarrollado hasta un punto tal que nos abre la
posibilidad de plantear hipótesis sobre el origen de la materia que hubieran
sido inadmisibles, como tales, un siglo antes. Por ejemplo, la hipótesis de la
creación de la materia, o la hipótesis del Big-Bang. (Vid., v.gr., H. Bondi,
Cosmology, Cambridge University Press, Londres 1960). [79]
Capítulo 6
Investigaciones en contextos marxistas
1. Marx se ha referido casi siempre a la materia en contextos críticos, no sólo
frente al idealismo subjetivo (al modo de Fichte) sino también frente al
idealismo objetivo (al modo de Hegel) y, por supuesto, frente al
materialismo mecánico. Si frente el idealismo subjetivo Marx apela a la
materia, es para rebasar el subjetivismo, y aun el solipsismo -un
subjetivismo que, en todo caso, también quedaba desbordado por el
idealismo hegeliano. La «vuelta del revés» de Hegel, entre otras cosas,
contiene la crítica al formalismo de las ideas objetivas; formalismo que las
dota de una legalidad teleológica, independiente de los procesos materiales
y las refiere de hecho a una conciencia objetiva, «centro metafísico de la
realidad», por respecto de la cual la materia aparece como negatividad pura.
La «vuelta del revés» de Marx apela a realidades positivas -no negativas-
que co-determinan a la propia conciencia humana y a las ideas que la
conforman. Pero no por ello la materia representa para Marx la simple res
extensa cartesiana o atomística: la materia no es una realidad que pueda
dársenos como una entidad absoluta previa e independiente de la actividad
práctica humana, la que se lleva a efecto principalmente por medio de la
actividad industrial. Pues esta misma actividad [80] práctica (que incluye,
desde luego, la actividad operatoria) forma parte de la materia y esta
constatación obligará a concebir a la materia como inmediatamente
determinada en tipos o escalas diversas de organización, en interacción y
conflicto dialéctico incesante. En este contexto, son intercambiables los
términos (usados por Marx) de Materie, Natur, Naturstoff, Naturding, Erde,
&c., como ha señalado Alfred Schmidt, acaso inclinándose, excesivamente,
en su interpretación, por el momento de la subordinación de la idea
marxista de materia al trabajo humano (A. Schmidt, Der Begriff der Natur in
der Lehre von Carl Marx, Frankfurt 1962, p. 21). En cualquier caso, Marx no ha
escrito ningún tratado explícito sobre la materia, lo que no excluye que haya
utilizado (ejercitado) y desarrollado, de modos dialécticos muy
característicos y ejemplares, la idea de materia en contextos muy precisos,
especialmente los históricos. Cabría decir que en la idea de materia utilizada
por Marx actúan, y de un modo no siempre muy definido, tanto
componentes analogistas como componentes anomalistas. Y, según el peso
relativo que adquieran en cada caso, conformarán dos orientaciones o
tendencias similares o paralelas a aquellas que hemos analizado en el
capítulo anterior.
2. La orientación analogista, o, si se prefiere, los componentes analogistas de
la idea marxista de materia se hacen presentes, en el materialismo dialéctico
e histórico, principalmente por la tendencia a las fórmulas monistas, sin que
tengamos necesidad de entender el monismo como monismo de la
sustancia, y menos aún, como un reduccionismo fisicalista o mecánico. Es
decir, como un monismo del cosmos imfinito, del orden y concatenación
recíproca de todas las partes de un universo entendido como una totalidad
universal que se da, eso sí, en diferentes niveles jerarquizados, entre los que
median «saltos cualitativos», que recorren una escala que culmina en el
pensamiento -no ya sólo el humano sino acaso también en el pensamiento
propio de otros [81] seres inteligentes que pueblen astros desconocidos-. La
Dialéctica de la Naturaleza, de F. Engels, se aproxima a este límite monista.
Representa este límite monista el equivalente en el marxismo de lo que en la
filosofía no marxista pudo ser el energetismo jerarquizado de W. Ostwald o
el emergentismo de S. Alexander (Space, Time and Deity, 1920); al menos, los
«saltos cualitativos» pueden ponerse en paralelo con las «emergencias». Por
supuesto, este analogismo impulsa, en la teoría de la historia o de la política,
la tendencia hacia formas de evolucionismo unilineal y paralelo de las
diversas sociedades, sin perjuicio de las variantes locales; la confianza en los
resultados objetivos del desarrollo material de la producción, el
dogmatismo, en mucho casos. Por ello a veces se ha considerado como una
recaída en el idealismo objetivo, por lo que tiene de apelación a unas «leyes
de bronce», naturales o históricas, capaces de explicar de modo escolástico
cualquier situación, por peculiar que ésta sea. Caracterizamos con estos
rápidos trazos, a muchas posiciones del Diamat, comenzando por la obra de
G. Plejanov, Beiträge zur Geschichte des Materialismus: Holbach, Helvetius,
Marx, 1896. Robert Havemann ha señalado certeramente la presencia de
componentes idealistas en el Diamat (personificado a la sazón por Fataliev)
en unas célebres conferencias en la Universidad Humboldt de Berlín (1963-
64) publicadas bajo el título: Dialektik ohne Dogma?, 1964. Sin embargo, hay
que reconocer a Engels la brillante utilización de la tesis de la conexión entre
los conceptos de materia y movimiento, como principio para una
clasificación de las ciencias y la insistencia en la necesidad del tratamiento
conjugado de los problemas ontológicos y de los gnoseológicos que giran en
torno al concepto de materia (B. M. Kedrov, Clasificación de las Ciencias, tomo
I, Moscú 1974).
3. La orientación anomalista, es decir, la tendencia a considerar la materia
desde sus componentes anomalistas, [82] subrayando la necesidad de
atenerse en cada caso al análisis de las realidades concretas, a mantener el
sentido de las distancias entre los campos que se dan como cualitativamente
diferenciados, se prefigura ya también en Engels, que insistió en los peligros
derivados de aplicar los métodos de las ciencias naturales a las ciencias
sociales. Desde la perspectiva del anomalismo cobra un amplio significado
la definición de materia propuesta por Lenin («materia no significa en
gnoseología más que: la realidad objetiva, existente independientemente de
la conciencia humana y reflejada por ésta») y que, por sí misma, ha podido
ser considerada, aun reconociéndosele lo que ella contiene de crítica al
subjetivismo, como ambigua y poco rigurosa, en tanto que en esa definición
cabe también, por ejemplo, incluso el Dios de los tomistas -naturalmente,
supuesto que se admita su existencia-. Pero Lenin utilizó esa definición
precisamente contra ciertos reduccionismos propios del monismo
materialista cuyo fracaso pretendía ser presentado por algunos científicos
(L. Houlle Vigne, C. Pearson, «uno de los machistas más consecuentes»)
como testimonio de la «desaparición de la materia» del horizonte de la
ciencia. Lenin puntualiza: «'La materia desaparece' quiere decir que
desaparecen los límites dentro de los cuales conocíamos la materia hasta
ahora y que nuestro conocimiento se profundiza; desaparecen propiedades
de la materia que anteriormente nos parecían absolutas, inmutables,
primarias (impenetrabilidad, inercia, masa, &c.), y que hoy se revelan como
relativas, inherentes solamente a ciertos estados de la materia. Porque la
única 'propiedad' de la materia, con cuya admisión está ligado el
materialismo filosófico, es la propiedad de ser una realidad objetiva, de existir
fuera de nuestra conciencia.» (Lenin: Materialismo y empiriocriticismo, cap.V,
2). Algunos representantes del llamado «neokantismo marxista» llegaron,
por su parte, a rechazar la «abstracción confusa» que se designa como
«materia»; Marx [83] no tendría nada que ver con el materialismo metafísico,
y sí sólo, a lo sumo, con un «realismo crítico»: así, Max Adler, Kausalität und
Theologie im Streite um die Wissenschaft (1904), Marxistiche Probleme (1913).
En esta perspectiva anomalista cabría incluir a gran parte de los pensadores
marxistas euro-occidentales, desde J.P. Sartre (Critique de la Raison
Dialectique, 1960) y M. Merleau Ponty (Les Aventures de la Dialectique, 1955)
hasta K. Kosik (Dialéctica de lo concreto, 1963) o P. M. Grujic (Zur Ontologie des
Marxismus, 1972). Acaso la gran figura que mejor representa esta perspectiva
anomalista en el tratamiento de la materia sea Georg Lukács, quien ha
insistido (tomando pie en N. Hartmann) en la idea de complejidad como
característica ontológico-inmediata de todo lo existente, frente a cualquier
tipo de reduccionismo. La complejidad de lo real implica que existen
formaciones heterogéneas e irreductibles: las propias galaxias que hoy
descubren los grandes telescopios (dice Lukács) no serían homogéneas. Esto
significa que hay que reconocer la casualidad en el seno de la ontología
materialista. Así, por ejemplo, «el origen de la vida» (de los complejos
orgánicos) no es explicable sino en virtud de una casualidad singularísima
que no se puede derivar meramente de los elementos. La estructura del ser
(de la materia) constaría de tres niveles fundamentales: el inorgánico, el
orgánico y el social (vid. H. Heinzholz, L. Kofler, V. Abendroth: Gespräche
mit Georg Lukács, 1967). [85]

Capítulo7 Problemas abiertos


La idea de materia, tal y como la hemos presentado, se comporta como una
idea funcional, abierta en todas sus direcciones. Sus desarrollos dependerán
tanto de los «parámetros» como de las variables independientes que se
determinen en cada caso. Y esto equivale a reconocer que la idea de materia
alcanzará sus significaciones más precisas en el proceso de su desarrollo en
los diversos contextos que, por lo demás, tampoco cabe sustancializar.
Señalamos los tres siguientes.
1. Ante todo, los contextos gnoseológicos. Permanece aquí abierta la cuestión
de la conexión entre la idea de materia y la idea de razón. El racionalismo,
¿incluye siempre el trato con campos materiales constituidos por una
multiplicidad de términos co-determinados, o bien cabe un racionalismo
ejercido al margen de toda materialidad? Por otro lado, ¿puede sostenerse
que todo materialismo es racional, de un modo intrínseco y no sólo oblicuo,
formalista?
2. También, desde uego, en contextos ontológicos. La principal cuestión aquí
abierta, desde nuestro punto de vista, es la cuestión de las categorías de la
materia, la determinación de los campos materiales co-determinados, la
delimitación [86] de los géneros de materialidad y de sus conexiones
recíprocas.
3. Por último, los contextos históricos. En especial, la revisión de la «Historia
del materialismo» a la luz de una idea de materia filosóficamente adecuada y
que sea capaz, por ejemplo, de plantear la cuestión de la reivindicación
materialista de la Teoría de las Ideas de Platón.
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Principios de una teoría filosófico política materialista

Gustavo Bueno

Tema 1. Los principios de una teoría filosófico-política materialista


1. ¿Qué es una teoría filosófico política?
§1. Teorías teológicas, científicas y filosóficas.
§2. Estructura de los principios de la teoría filosófica. Principios primeros y
principios medios (principia media).
2. Los primeros principios de la teoría filosófico política materialista.
§1. Hombre y Mundo.
§2. Individuo y Sociedad.
§3. Sociedad, Cultura, Historia.
§4. Fines, Proyectos, Planes y Programas.
§5. Sociedad Política y Sociedad Civil.
§6. La propiedad privada y el Estado.
§7. Individuo flotante y Hombre «alienado».
3. Principia media de la teoría filosófico política.
§1. La distribución de la Humanidad del presente en sociedades políticas.
§2. Los tipos de relación fundamental de cada sociedad política con las
demás.
§3. Los tipos de relaciones fundamentales mutuas: tabla de situaciones.

4. Planes y Programas políticos.


§1. Planes y Programas políticamente determinados.
§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre
nuevo
[El texto que sigue recoge una primera exposición oral destinada a bosquejar
las líneas que desde el materialismo filosófico se supone que habría que
trazar para dibujar la estructura de una teoría política susceptible de ser
utilizada dialécticamente en confrontación con otras teorías políticas
alternativas que puedan ser aplicadas a la sociedad política cubana. En lo
que sigue se exponen únicamente las líneas más generales y programáticas
de esta teoría y en modo alguno se pretende ofrecer aquí y ahora un
desarrollo mínimamente adecuado de sus problemas. Buena parte de las
ideas aquí expuestas encuentran un desarrollo más preciso en Gustavo
Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las "ciencias políticas", Logroño
1991; y El mito de la cultura (ensayo de una filosofía materialista de la cultura),
Barcelona 1995]

1.1. ¿Qué es una teoría filosófico política?


§1. Teorías teológicas, científicas y filosóficas
1. El concepto de teoría cobrará diferentes significados según los términos a
los que se oponga. Los principales términos a los que se suele oponer son los
siguientes: praxis, verdad y modelos (hechos). En efecto, unas veces a la praxis
se contrapone la teoría, como contenido propio de una vida especulativa,
alejada o incluso contrapuesta a la realidad práctica (Kant examinó en un
conocido ensayo la cuestión: «Sobre el lugar común: esto puede ser
verdadero en teoría pero no lo es en la práctica»). Otras veces, teoría, en
cuanto opuesta a verdad contrastada, significa algo equivalente a hipótesis,
suposición, &c. (así ocurre en los usos del término «teoría» en contextos
policíacos: «el detective sostiene la teoría de que el asesino estuvo en
Londres el día antes del crimen»). Por fin, en otras muchas ocasiones,
«teoría» se opone a «hecho» o a «modelo» (una teoría suele implicar varios
modelos coordinados entre si: la teoría atómica supone la coordinación del
modelo de átomo de hidrógeno, del modelo de átomo de silicio, &c.).
Sin embargo, y sin perjuicio de estas contraposiciones semánticas, es preciso
reconocer que hay situaciones en las cuales tales disociaciones no se
producen ni pueden producirse: hay situaciones prácticas que carecen de
sentido al margen de la teoría (¿cómo podría llevarse adelante la práctica de
los vuelos espaciales al margen de la teoría mecánica y astronómica?).
También hay que subrayar enérgicamente que cuando la teoría alcanza su
plenitud es precisamente cuando alcanza su verdad (la teoría de la
evolución, que en la época de Darwin pudo ser entendida como una simple
hipótesis, hoy significa precisamente la verdad misma de la evolución; acaso
la primera teoría que en la historia de la ciencia pueda citarse como teoría
que sólo porque se tomó como verdadera --según la franja de verdad
correspondiente-- pudo rendir sus extraordinarios resultados prácticos, fue
la teoría de Eratóstenes sobre la longitud del perímetro terrestre, puesto que
esta teoría determinó los viajes colombinos gracias a los cuales, y
concretamente con el viaje de Elcano, logró ser verificada por primera vez
desde el punto de vista práctico y empírico). Por último las teorías, desde un
punto de vista gnoseológico, son efectivamente construcciones de un nivel
de complejidad mayor que el que corresponde a los modelos o a los hechos;
por otra parte hay consenso entre la mayor parte de las escuelas de teoría de
la ciencia en lo que concierne a la subordinación que todo hecho tiene con
respecto a alguna teoría (propiamente no hay «hechos puros» o aislados; el
«hecho» implica alguna teoría, implícita o explícita).
2. El campo de la política es un campo eminentemente práctico, sin duda,
pero tal que depende de multitud de presupuestos empíricos, ideológicos,
históricos, &c., contrastados en diverso grado, de modelos sometidos a
discusión, &c. Todos estos presupuestos, hechos, modelos o intereses
implican elementos muy heterogéneos y diversos, cuyas composiciones nos
llevan, por tanto, a teorías implícitas o explícitas y eminentemente, a teorías
que pretenden ser (dentro de la «franja de verdad» a la que puedan tener
acceso) verdaderas.
Ahora bien, una teoría no es una construcción que garantice, en cuanto a su
teoreticidad, la verdad; las teorías son muy diversas según el tipo de
principios, de modelos y de hechos con los cuales se tejen. Cabe distinguir
en realidad tres tipos o géneros muy diferentes de teorías, sin perjuicio de la
analogía que entre ellas pueda establecerse desde el punto de vista de su
estructura lógica. Los tres tipos que distinguiremos aquí son los siguientes:
las teorías teológicas, las teorías científico positivas y las teorías filosóficas.
No es fácil establecer las líneas de demarcación entre estos tipos de teorías, y
no faltarán propuestas que tiendan a reducir las teorías filosóficas a una
forma residual de teorías teológicas, frente a otras tendencias que intentarán
reducir las teorías filosóficas a la condición de teorías científicas, al menos
cuando se pretenda diferenciarlas de las teorías teológicas (tal fue elobjetivo
del «Manifiesto» de Husserl, La filosofía como ciencia rigurosa). Sin embargo la
tesis que aquí mantenemos insiste en la necesidad de distinguir entre estos
tres tipos de teorías, que pueden ejemplificarse objetivamente con multitud
de ejemplos históricamente contrastados. La «teoría de la
transubstanciación» de Santo Tomás de Aquino es evidentemente una teoría
teológica, que utiliza la doctrina aristotélica del hilemorfismo para exponer
el dogma cristiano de la eucaristía, según el cual los accidentes del pan y el
vino pasan a inherir en la sustancia del cuerpo de Cristo. La «teoría de las
ideas» de Platón es obviamente una teoría filosófica. La «teoría de la
relatividad especial» de Einstein es una teoría científica (física).
El criterio que utilizamos para distinguir las teorías teológicas de las teorías
filosóficas se basa, ante todo, en la idea misma de la racionalidad. Sin
perjuicio de que una teoría requiera el ejercicio muy amplio de los
procedimientos racionales de la deducción, la clasificación, la analogía; lo
cierto es que la teología (considerada muchas veces como una ciencia por los
propios teólogos escolásticos, cristianos, musulmanes o judíos) se
autopresenta explícitamente como dependiente de unos «principios de fe»
praeter rationales, es decir, incomprensibles por la razón humana (en el caso
del cristianismo: el principio de la trinidad divina, el principio de la
encarnación de la Segunda Persona en el Hijo de María y el dogma del
pecado original); según esto la teología no pretendería propiamente reducir
la fe a la razón, sino antes bien, utilizar la razón para mostrar hasta que
punto los dogmas de la fe la rebasan y qué situación ocupan estos dogmas
en relación con las verdades propias de la razón humana. El análisis del
carácter anti racional de la teología (pese a sus pretensiones de constituirse
como una ciencia) alcanza la mayor importancia política en el contexto de la
teología de la liberación; pues en la medida en que esta teología de la
liberación, por bien intencionada políticamente que ella sea, descansa en
principios sedicentes suprarracionales, corta la posibilidad de un verdadero
diálogo teórico con teorías científicas o filosóficas.
Las teorías científicas son teorías racionales ligadas a un material empírico,
y como criterio de cientificidad, en su grado límite, tomamos el del cierre
categorial (llamamos la atención sobre la ineficacia de criterios tales como el
del «correlato empírico de las teorías científicas», dado que los teólogos
suelen reclamar también sus propios correlatos empíricos, a saber, los
«milagros», como hechos o «experiencias» pretendidamente evidentes e
indubitables para quien tiene fe).
En función de la propia teoría del cierre categorial no podemos aceptar la
consideración de la filosofía como una ciencia, en el sentido estricto. Las
teorías filosóficas son teorías racionales --y en esto se diferencian de las
teorías teológicas--, pero no son teorías susceptibles de cerrar
categorialmente, dada la naturaleza del material sobre el que trabajan; un
material que por formar parte de diversas categorías solamente puede ser
tratado por procedimientos que, aun siendo racionales, ya no podrán ser
científicos en sentido estricto. Son los procedimientos que tradicionalmente
se llaman filosóficos. Esto no quiere decir que las teorías filosóficas puedan
desarrollarse vueltas de espaldas a las teorías científicas; la propia «teoría de
la ciencia» es una teoría filosófica (no puede ser científica, puesto que no hay
una ciencia de la ciencia, es decir una ciencia capaz de establecer
científicamente la estructura, unidad y relación de todas las demás ciencias)
que, evidentemente, no puede llevarse adelante sin la consideración
constante del estado que las ciencias alcanzan en el presente.
3. La teoría política no es una teoría científica en el sentido estricto; su
carácter eminentemente práctico (beta operatorio, según la teoría del cierre
categorial) determina esta circunstancia. De hecho ninguna de las teorías
políticas disponibles son teorías científicas, pese a sus pretensiones (de
carácter más bien enfático o propagandístico).
Existen sin duda muchas teorías teológicas de la política, desde San Agustín
a Santo Tomás de Aquino, desde Suárez hasta Filmer o, para citarlas de
nuevo, las diversas variantes que se engloban bajo la denominación de
teología de la liberación. Hay motivos muy fundados que nos obligan a
concluir sobre la naturaleza filosófica de cualquier teoría política que esté
racionalmente conducida. Desde una perspectiva crítica es de la mayor
importancia tener en cuenta la historia de la teoría filosófica política,
diferenciándola de la historia de las teorías teológico políticas. Nosotros
establecemos como cuestión de hecho (y desafiamos a quien niegue nuestra
tesis, que proponga hechos históricos alternativos) que las primeras teorías
políticas filosóficas (racionalistas) son las teorías de Platón y de Aristóteles
(ni siquiera poseemos documentos anteriores de otras escuelas filosóficas
griegas, por no referirnos a documentos orientales o de otras culturas). Es
también de señalar, como una corroboración de esta tesis histórica, que
encierra una gran significación pragmática, que la propia terminología de
las teorías políticas que en nuestros días manejamos está acuñada y
sistematizada precisamente en las obras de Platón y Aristóteles
(«democracia», «oligarquía», «anarquía»,...), a la manera como los propios
conceptos que hoy manejamos en la teoría geométrica («circunferencia»,
«polígono», «hipotenusa»,...) fueron por primera vez definidos y
sistematizados en las obras de los pitagóricos, de Teudio de Magnesia o de
Euclides.
La teoría política es teoría filosófica dada la multiplicidad de categorías que
ella tiene que atravesar (categorías sociológicas, económicas, antropológicas,
etológicas, ...). Suponemos también que una teoría político filosófica, aunque
«centrada» en torno al campo político, no es «exenta», y depende de las
coordenadas más generales de la filosofía que se presuponga: no será lo
mismo una teoría filosófico política desarrollada desde principios idealistas
que una teoría filosófica desarrollada desde planteamientos materialistas.

§2. Estructura de los principios de la teoría filosófica. Principios primeros y


principios medios (principia media)
Las teorías pueden clasificarse en teorías generales y teorías especiales;
distinción sin embargo ambigua porque la generalidad puede tener un
sentido distributivo o atributivo, y según que se tome en uno u otro sentido,
las relaciones de una teoría general con las teorías especiales serán también
diferentes. Como ejemplo de teoría general, en sentido distributivo,
citaríamos la Teoría general de los sistemas de Bertalanffy; la generalidad de
la TGS, dado su carácter distributivo, podría llamarse mucho más «pobre»
que las teorías especiales de los sistemas (por ejemplo, la teoría de los
sistemas termodinámicos o las teorías de los sistemas orgánicos). Como
ejemplo de teoría general, en sentido atributivo, citaremos la teoría general
de la relatividad de Einstein, cuyo contenido es más complejo y rico que el
que corresponde a la teoría especial de la relatividad.
Una teoría filosófica no tiene por qué ser necesariamente una teoría general;
la teoría filosófico política es sin duda una teoría especial, pero esto no
implica, según hemos dicho, que ella no dependa de principios más
generales de naturaleza filosófica.
Desde esta perspectiva la distinción fundamental que es preciso tener en
cuenta al referirnos a una teoría político filosófica (o una teoría especial
cualquiera) es la diferencia entre unos principios (explícitos o implícitos) de
carácter último (a veces también se llaman «primeros»: Primeros Principios,
en la obra de Herbert Spencer) y unos principios «medios». Por ejemplo,
como principios últimos de una teoría médica habrá que reconocer a las
doctrinas físicas actuales sobre los quarks, los gravitones o, en general, a las
teorías sobre el núcleo atómico, y, por tanto, a una muchedumbre de
principios astronómicos o cosmológicos; sin embargo parece obvio que
partiendo de estos principios últimos sería absurdo obtener ninguna
conclusión relativa al diagnóstico de una enfermedad o a la interpretación
de un síntoma; por parecidas razones a como sería imposible (para tomar un
ejemplo de Schròdinger) creer que ayudamos a nuestro sastre ofreciéndole
las medidas necesarias para nuestro traje en unidades amstrong.
El gran peligro reside por tanto en la tendencia a interpretar las relaciones
entre principios últimos y principios medios como un caso particular de las
relaciones que se mantienen entre las premisas y las conclusiones, propias
de una axiomática que va de los principios a las consecuencias. Los
principios medios no derivan deductivamente de los primeros principios, lo
que no significa que a estos no les corresponda un papel orientativo y
organizativo de los principios medios, a quienes determinarán a seguir un
curso u otro según su contenido. En el caso de la teoría política,
advertiremos que si partimos de primeros principios tales como «Género
humano», «justicia universal» o incluso «modo de producción», jamás
podremos llegar a configuraciones regidas por principios «medios», tales
como Francia, España, Cuba o Estados Unidos. No se trata de que aquellos
primeros principios sean nomotéticos, universales, y estos principios medios
se refieran a estructuras idiográficas o particulares; también el «género
humano» es una individualidad, una estructura única atributiva, cuando se
le considera desde la perspectiva de la teoría de la evolución; y, por su parte,
las configuraciones que llamamos intermedias, están también cruzadas de
relaciones nomotéticas.
Una distinción importante que conviene tener en cuenta es la que
tradicionalmente se establece entre principios incomplejos y principios
complejos o proposicionales. Los principios incomplejos se reducen
principalmente a las definiciones (a los conceptos o a las ideas); los
principios complejos se reducen principalmente a los postulados y a los
axiomas. Sin embargo es necesario tener en cuenta que los conceptos o las
ideas delimitados por una definición suelen estar previamente utilizados o
ejercitados en proposiciones muy diversas, y en cierto modo estas ideas o
conceptos no pueden ser considerados exentos de cualquier curso
proposicional, lo que no significa que no puedan ser abstraídos de ellas,
aunque no sea mas que por la circunstancia de que una misma idea o
concepto puede figurar en proposiciones de sentido opuesto, contrario o
contradictorio.

1.2. Los primeros principios de la teoría filosófico política materialista


§1. Hombre y Mundo
1. Sólo por desconocimiento del estado actual de la cuestión podría alguien
pensar que es impertinente o intempestiva la decisión de regresar, en el
momento de bosquejar la teoría filosófico política, como si se tratase de
regresar ab ovo, hasta las ideas mismas de Hombre y de Mundo. El análisis
de los diversos programas y planes políticos del presente demuestra que
estas ideas no sólo están presentes en la teoría política sino, lo que es aún
más significativo, que las diferencias entre planes y programas de diversas
sociedades y opciones políticas tienen que ver precisamente con diferentes
modos de entender las ideas de Hombre y de Mundo (o de su relación). Si
las ideas presentes en política fuesen uniformes podría omitirse mejor su
consideración, en cuanto «módulos» o factores comunes. De lo que tratamos
aquí, en consecuencia, no es tanto de plantear el análisis indeterminado de
las ideas de referencia sino de orientar el análisis en el sentido de buscar las
implicaciones diferenciales de estas ideas con los problemas políticos del
presente.
2. Desde muchos puntos de vista cabe afirmar que el regreso a las ideas de
Hombre y Mundo, como principios pertinentes de la teoría filosófico
política, constituye precisamente la alternativa paralela del regressus que la
teoría teológico política lleva a cabo constantemente hacia las ideas de
Hombre y Dios. Hablaríamos de una dualidad entre estas ideas. Sin
perjuicio de la complejidad de la cuestión nos atendremos al esquema recién
propuesto: lo que para la Teología política es el par de ideas Hombre/Dios,
para la Filosofía política es el par de ideas Hombre/Mundo. Según este
paralelismo la idea del Mundo estaría sustituyendo a la idea de Dios, en
principio (puesto que también tenemos que considerar la sustitución de
Dios por el Hombre), en la organización de la teoría política. Desde un
punto de vista histórico, además, la sustitución de la idea de Dios por la idea
de Mundo en la Epoca Moderna (sin perjuicio de sus precedentes antiguos,
sobre todo en la tradición estoica), habría sido ensayada principalmente por
Benito Espinosa, en su Tratado teológico político (si tenemos en cuenta la
identificación que Espinosa presupone entre Deus y Natura).
Sin embargo, nuestra perspectiva, en esta ocasión, no es histórico genética,
sino estructural. Por ello nos atendremos al paralelismo propuesto en
principio, al paralelismo entre los principios de la teoría teológico política
(en el sentido estricto de la Ontoteología, ya sea la de cuño medieval, ya sea
la de la actual Teología de la liberación) y los principios de la teoría
filosófico política materialista.
3. La oposición teológica Hombre/Dios implica diversos modos alternativos
de entendimiento, que oscilan entre las siguientes tres concepciones,
dotadas de caracteres políticos definidos:
a) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) del Hombre a
Dios: Teologismo político, cuya versión más importante, desde el punto de
vista histórico, en la tradición cristiana, es el llamado «agustinismo político»
(Alquié) y, en la tradición musulmana, el fundamentalismo chiíta.
b) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) de Dios al
Hombre: Antropologismo político o Humanismo trascendental; antropologismo
que viene a recoger el sentido del humanismo de Hegel, o el de Feuerbach,
pero cuya acción se deja ver también en algunas corrientes de la teología de
la liberación. (Interpretamos el sentido de la filosofía de Hegel más que
como una reducción de Dios al Hombre, como una reducción del Hombre a
Dios, pero no en el sentido de la Ontoteología, sino dando como referencia
de ese Dios al «espíritu humano» en su evolución). Una orientación análoga
cabe advertir en muchas corrientes de la Teología de la Liberación.
Parodiando a San Agustín (dice Boff, aunque desde las ideas de Joaquín de
Fiore) podemos afirmar sin reparos: «La Historia está preñada del Espíritu
Santo, en su vasta dimensión de pasado y presente en el cosmos, en los
hombres, en las sociedades, en las religiones y de forma soberana en la
religión cristiana». Algunos teólogos de la liberación, como Ronaldo Muñoz,
se guían por el silogismo teológico fundamental. Es el silogismo que parte de
una premisa mayor ofrecida por la fe y según la cual es el amor a los
semejantes, inseparable del amor de Dios, el que impulsa a ayudar a los
pobres y a liberar a los oprimidos. Pero sabiendo, entre otras cosas
(premisas menores de razón) que la resistencia a aquella exigencia amorosa
procede de los explotadores, concluye: «Luego el amor cristiano nos lleva
hoy en nuestra situación concreta a constituir el socialismo, por el camino de
la movilización popular y la lucha de clases».
c) El dualismo entre Dios y el Hombre, representado por la posición del
tomismo medieval y, en nuestros días, por las posiciones políticas de las
democracias cristianas. Esta tercera alternativa podría considerarse en cierto
modo como una posición ecléctica o mixta de a) y b).
Desde un punto de vista filosófico es necesario suscitar la pregunta sobre el
significado que al Mundo se le atribuye desde el principio teológico. Las
respuestas no son unívocas; destacamos aquí aquellas que tienden a ver al
Mundo como mero escenario de los problemas políticos derivados de las
relaciones entre el Hombre y Dios, incluso como campo de batalla entre
Dios y el Diablo (dentro de las coordenadas del llamado «pensamiento
reaccionario», representado en España por Donoso Cortés, cuando por
ejemplo, establecía supuestas correlaciones entre Anarquismo y Ateísmo,
entre Monarquía y Monoteísmo, &c.). También es importante señalar la
tendencia de la visión teológica de la política a considerar a la Naturaleza
como instrumento o jardín inagotable ofrecido por Dios a la Humanidad,
enteramente sometido a ella; en este sentido, la teología de la liberación
propiciaría una visión pre-ecologista de la Naturaleza (aunque habría que
exceptuar a las corrientes del franciscanismo).
4. En cualquier caso la transformación del dualismo teológico
(Hombre/Dios) en un dualismo filosófico (Hombre/Mundo, o bien, en el
dualismo que podemos considerar como una modulación suya, a saber, el
dualismo Cultura/Naturaleza) conlleva un traspaso a la Filosofía de los
esquemas teológicos, secularizados, a través de la identificación, explícita o
implícita, de Dios con el Mundo, o también, en otras ocasiones, con el
Hombre. La incidencia de estas opciones en la teoría política no deja de ser
sorprendente. Distinguiremos estas tres alternativas:
a) La subordinación o reducción, en el límite, del Mundo al Hombre
(sustituto, a veces, de Dios). Esta opción recoge las posturas del idealismo
absoluto de Fichte o de Hegel, así como también muchas posiciones
antropocéntricas actualmente renovadas en torno al llamado «principio
antrópico». Desde el punto de vista de la teoría política, esta alternativa
propicia una política «humanista» conducente al desarrollo creciente e
indefinido de una humanidad infinita, incluso cuando se la considera
demográficamente (la «colonización del Espacio»). Todo lo que existe se
pondrá al servicio del hombre.
b) La subordinación o reducción, en el límite, del Hombre al Mundo (que
ahora desempeñaría las funciones de Dios) tiene el sentido de una sumisión
del Hombre a la Naturaleza, tratada como si tuviese algo divino. Incluso en
ocasiones el Hombre llegará a considerarse como una entidad próxima al
demonio: consideración del hombre como una plaga, desde el punto de
vista de la ecobiología. «La especie humana en su relación con la Naturaleza
tiene en muchos aspectos el comportamiento de una plaga: es un hecho
frecuente que ciertas especies, en equilibrio hasta un determinado momento
dentro de un ecosistema, se conviertan en plagas al desaparecer los
controles o mecanismos feed-back que mantienen a la población dentro de
unos límites definidos» (J. Terradas). «A pesar de que nos resulte molesto el
admitirlo, la Naturaleza, antes de que se piense protegerla para el hombre,
debe ser protegida contra el hombre... El derecho del medio ambiente sobre
el hombre, no un derecho del hombre sobre el medio ambiente» (C. Levi-
Strauss). «La Naturaleza tiene cáncer y el cáncer es el hombre» (A. Greggs).
Desde el punto de vista político el ecologismo, los partidos verdes, &c. se
mantienen dentro de esta alternativa.
c) La alternativa ecléctica, en donde se mantiene la oposición entre el
Hombre y la Naturaleza como dos términos relativamente independientes
aunque correlacionados. El materialismo monista, en la tradición del
Diamat, se movía seguramente en esta concepción de la naturaleza, que
propicia el desarrollismo de los planes quinquenales soviéticos y la
previsión de un estado final de la Humanidad en el que el hombre se
reconciliaría con una naturaleza inagotable y que canalizada por la
tecnología humana haría posible la instauración de un comunismo final.
Cabría citar aquí también el movimiento internacional desencadenado a
propósito del llamado «proyecto Gaia» (J.O. Lovelock).
El dualismo que analizamos, sobre todo en alguna de sus variantes, puede
también ponerse en relación con el concepto de alienación del Hombre con
respecto a un estado originario (la comunidad primitiva) del cual habría
salido en virtud de un proceso que recuerda el mito de la caída del pecado
original.
5. El dualismo Hombre/Mundo, considerado desde los principios del
materialismo filosófico, debe ser disuelto, o triturado, en cuanto reliquia de
una visión teológica de la realidad. El procedimiento de disolución habrá de
desarrollarse en dos frentes:la disolución de la Idea de Hombre como
unidad metafísica, y la disolución de la Idea de Mundo (o, más
modestamente, de Gaia) propia del monismo armonista.
Por lo que se refiere al «Genero humano»: será preciso tener en cuenta que
no cabe hablar, desde el punto de vista antropológico, de un único «género»
semejante. Desde un punto de vista taxonómico-primatológico se distinguen
por lo menos tres o cuatro géneros de homínidas: australopitécidos,
pitecantrópidos, neandertalienses y cromagnones.
El Mundo, por su parte, tampoco es una unidad sustantiva; el Mundo, como
unidad, ha de ir referida al conjunto de los fenómenos con significado
«organoléptico».
La doctrina del dualismo del Hombre y el Mundo se sustituye, en el
materialismo filosófico, por la doctrina del espacio antropológico, que se
organiza según tres ejes: el eje circular, el eje radial y el eje angular. Desde el
punto de vista político el hombre habrá de ser considerado ante todo en el
eje circular. Es aquí donde el materialismo histórico tiene sus principales
efectos. Pero los contenidos incluidos en los ejes radial y angular no son en
modo alguno homogéneos, ni susceptibles de ser pensados mediante
categorías armonistas. Una biocenosis puede ser el mejor ejemplo del
significado de esa tan admirada «unidad» de la Naturaleza: una biocenosis
implica poblaciones de especies diversas conviviendo en una «armonía»
más o menos estable, pero que implica la «explotación» y aún la muerte de
los organismos que sean necesarios para la subsistencia de otros organismos
heterótrofos. Desde el punto de vista político la concepción dialéctica y no
armonista de la Naturaleza tiene un alcance de radio muy amplio, a la hora
de formular programas y planes políticas «seculares»; así como también la
consideración de los contenidos que se engloban en el llamado eje angular,
cuya significación política puede deducirse de la importancia medible en
términos de las inversiones económicas, atribuida no solamente en la
antigua Unión Soviética, sino también en las actuales primeras potencias, a
la investigación de los «extraterrestres» (proyecto Ozma, proyecto Seti).

§2. Individuo y Sociedad


1. He aquí un par de ideas que ha polarizado y aún polariza importantes
concepciones de la política, enfrentándolas entre sí. Nos circunscribiremos a
aquellas que suelen denominarse individualistas o colectivistas (a veces,
socialistas). Lo que queremos sugerir es que estas polarizaciones de las
doctrinas políticas han tenido lugar, en el terreno ideológico, precisamente
en función de la oposición dualista entre el individuo y la sociedad, como si
esta oposición fuese efectiva y real.
Las ideologías individualistas parten de la supuesta realidad del individuo
humano, como centro de intereses y derechos irrenunciables y primarios,
hasta el punto de que las demás entidades antropológicas, y muy
particularmente las clases sociales, serán consideradas desde la perspectiva
de un nominalismo radical («lo que existe es el hombre de carne y hueso, el
hombre concreto; las clases sociales son simples nombres inventados por
sociólogos o por la propaganda comunista»). Las ideologías individualistas
tenderían a entender la política como un conjunto de estrategias orientadas
a defender la naturaleza del individuo: el Estado, y sus leyes, se concebirán
en función del individuo; incluso se sostendrá que el Estado procede de los
individuos, iguales en su origen, y esto desde el Contrato social de Rousseau,
hasta la Teoría de la Justicia de Rawls. En su exasperación esta concepción
produce El único y su propiedad de Max Stirner. Desde el individualismo
radical se reconocerá, sin embargo, la necesidad que cada individuo tiene de
los demás, pero como una mera mediación hacia la edificación de su propia
individualidad: la asfaleia (seguridad) de los epicúreos, el egoísmo ampliado
de Le Dantec o incluso la ayuda mutua de Kropotkin, son ideas concebidas
desde una perspectiva individualista. Un individualismo difuso pero muy
activo está presente en nuestros días, en las sociedades industriales, que
reconocen como derecho inalienable humano, la llamada «objeción de
conciencia» (un concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente
teológico cristiana, y más concretamente protestante; porque la «conciencia»
a la que se apela no es la «recta conciencia» considerada por el tomismo
católico, sino la «conciencia subjetiva» erigida en un Tribunal Supremo que
reclama ante todo el respecto incondicionado de todos los demás).
Las ideologías socialistas o colectivistas, partiendo de este dualismo,
adoptarán la perspectiva opuesta al individualismo: el individuo es una
abstracción y lo concreto no es el individuo sino el grupo social o la
sociedad. La conciencia puede ser una conciencia errónea o una «falsa
conciencia», que no habría por qué respetar. El individuo aislado, incluso
como concepto, es imposible y Robinson es un círculo cuadrado. No será el
«yo», sino el «nosotros», el principio de todo planteamiento político.
2. Sin embargo Individuo y Sociedad son términos cuyas virtualidades
reduccionistas no impiden que puedan ser yuxtapuestos. La oposición
dualista entre estos términos, en la medida en que se les niegue su entidad
incluso conceptual, habrá que declararla ideológica y artificiosa, puesto que
no hay individuos sin sociedad, pero tampoco hay sociedad sin individuos.
Y esto en virtud de principios estrictamente lógicos: el individuo es siempre
el elemento de una clase lógica y la clase lógica (salvo la clase vacía) sólo es
concebible en función de sus individuos. El individuo lo es siempre, por
tanto, en función de una clase determinada: una célula es un individuo que
repite una estructura constitutiva de la clase de las células; pero el
organismo, como conjunto de células, es un individuo respecto de la clase
de los organismos de su especie, por ejemplo, de la especie humana (la
apariencia de disociabilidad que el concepto de clase distributiva parece
reclamar respecto del concepto de clase atributiva, o recíprocamente, se
reduce a la disociabilidad de una clase distributiva de determinada materia
respecto de una clase atributiva de materia diferente). Por lo demás las
clases son o bien distributivas o bien atributivas: para cada materia, estos
tipos de clases son dimensiones inseparables, conjugadas. Pero si son
conceptos conjugados tendremos que concluir que el individualismo es
únicamente un concepto reductivo mal formado, como lo es el colectivismo.
Es imposible una política de clase o de grupo que no cuente con los
individuos, dotados, en este caso, de un equipo etológico determinado. Son
conocidos los peligros de las políticas colectivistas que no han tenido en
cuenta los «intereses» y las exigencias «etológicas» y psicológicas de las
vidas individuales que han pretendido sacrificar «al Género humano» las
generaciones presentes de quienes creían en él. Las relaciones entre el
individuo y la sociedad, en Política, pueden equipararse a las relaciones
entre el punto y la recta en Geometría. Los puntos son abstracciones, al
margen de su condición de intersección de rectas, y las rectas son sólo
colineaciones de puntos. Y,en todo caso, rectas y puntos son componentes
abstractos de superficies y estas de volúmenes.
Por lo demás, el par abstracto Individuo y Sociedad es un dualismo que se
aplica preferentemente, antes que a la Antropología, a la Zoología y a la
Botánica, en donde tiene algún sentido distinguir entre los organismos y las
sociedades de organismos (poblaciones, comunidades y biocenosis). Es
cierto que las sociedades animales, particularmente las sociedades de
insectos, han sido muchas veces tomadas como modelos de las sociedades
políticas (Virgilio se refiere, en sus Geórgicas, a los enjambres de abejas como
modelo del Principado --el de Augusto-- propuesto al pueblo romano;
Mandeville ofreció también una famosa fábula que fue muy considerada por
Marx).
3. En el campo humano la relación Individuo/Sociedad cobra una
modulación peculiar: la sociedad humana transporta a los individuos
orgánicos a una esfera supraindividual, como es la sociedad humana,
particularmente conformada a partir de la constitución de las ciudades. En
este sentido puede afirmarse, con Aristóteles, que el hombre es un animal
político (pero siempre que el adjetivo «político» se traduzca como lo relativo
a la polis, es decir, a la ciudad, y no se traduzca por social, puesto que en este
caso la definición de hombre como «animal político» no lo diferenciaría de
las aves o de los insectos). El lenguaje humano demuestra hasta qué punto el
individuo humano en cuanto tal, considerado como una sustancia, es una
pura abstracción, puesto que ningún individuo humano habla
originariamente consigo mismo. El lenguaje y las normas en virtud de las
cuales los individuos se configuran existen originariamente en forma de
relaciones que sólo cuando lleguen a ser simétricas y transitivas podrán
también asumir la forma de la reflexividad («pensar es el diálogo del alma
consigo misma», decía Platón; aun cuando, desde un punto de vista
materialista, este «pensar reflexivo» ha de considerarse no como un proceso
originario, sino a lo sumo como algo que deriva continuamente de las
interacciones sociales entre los individuos).
En nuestra tradición esta nueva figura, que es el individuo que llega a
reflexivizar, en gran medida como consecuencia de una institución social,
las relaciones sociales, y que, por tanto, no podría considerarse como mero
elemento de un grupo (de una banda, de una población, &c.) sino una parte
responsable constitutiva de la sociedad política, es el individuo personal, o
la persona. Persona significa, en efecto, la máscara que, para hablar, se
ponían los actores trágicos; la idea de persona, sin embargo, fue
desarrollada por los Concilios católicos de Nicea y de Efeso, al tratar de
establecer las relaciones entre el individuo «hijo de María» y su
personalidad divina. La definición lógica más ajustada que el materialismo
filosófico puede dar de la persona humana tendrá en cuenta el proceso de
reflexivización de determinadas relaciones que han debido comenzar por
ser simétricas y transitivas (por tanto, sociales). La persona humana, por
tanto, no es ningún espíritu puro o ninguna conciencia sustantiva; es un
sujeto corpóreo que, en el proceso histórico, se convierte, por institución
histórica, en sujeto de derechos y de deberes, en cuanto sujeto racional
(racionalidad que está a su vez ligada a su estructura corpórea, a sus
manos). La persona humana, por tanto, es un «producto» histórico (no
podríamos referirnos al «hombre de Neanderthal» como «persona de
Neanderthal»); es una institución «artificial», lo que no quiere decir que
haya de ser, por ello, «inconsistente», en cuanto dotada únicamente de la
unidad extrínseca propia de un «todo per accidens». El dodecaedro regular
no es una figura natural, sino artificial, pero difícilmente podríamos
encontrar en la «Naturaleza» estructuras más trabadas y consistentes.
Por lo demás, todos los contenidos del individuo orgánico se recuperan de
algún modo, por anamórfosis, en la persona individual, cuya constitución
tiene lugar en la sociedad política. Sin embargo, los problemas de la Etica,
de la Moral y del Derecho aparecen en este punto.
Con frecuencia se tiende a equiparar los términos de Etica y de Moral, o bien
se establece una distinción enteramente gratuita, aunque muy extendida,
entre Etica y Moral, considerando a la Etica como el tratado «académico» de
la Moral. Esta distinción, además de gratuita, es muy peligrosa desde el
punto de vista filosófico, pues implica la tesis según la cual la conducta
moral puede mantenerse al margen de cualquier tipo de filosofía (mundana
o académica), que quedaría reservada a los profesores; en tanto que la «vida
moral» se entregaría a la intuición o al sentido inmediato de los valores (la
máxima de Wittgenstein, «No pienses, mira», puede ser enmarcada en esta
dirección). Pero los significados de Etica y de Moral, tal como la
investigación filológica y el uso que el lenguaje español actual confiere a
estos términos, impiden una distinción semejante. Cuando se pide que los
políticos o los ciudadanos se comporten «con ética» no se les quiere decir
que estudien tratados de moral, sino que desarrollen las virtudes éticas.
Desde el materialismo filosófico la Etica y la Moral incluyen normas que van
referidas a los individuos corpóreos, bien sea porque estos se consideran
desde una perspectiva distributiva (Etica), bien sea porque estos se
consideran como formando parte de un grupo o totalidad atributiva
(familia, clase social, nación, &c.). La Etica se refiere a la conservación y
elevación del individuo en su condición de sujeto corpóreo «distributivo»;
por consiguiente las virtudes éticas fundamentales, siguiendo la
terminología de Benito Espinosa, son la fortaleza, junto con sus dos
modulaciones propias, la firmeza y la generosidad. El mal ético por
excelencia es, según esto, el asesinato; un mal ético característico de las
sociedades políticas son las violaciones del habeas corpus (sin embargo, la
mentira puede tener una función ética positiva en determinadas
circunstancias). Las normas morales, en cambio, regulan el comportamiento
de los individuos en cuanto miembros del grupo; por consiguiente estas
normas atienden sobre todo a la conservación e incremento del grupo en el
contexto de los demás grupos o individuos. Las normas éticas y las morales
pueden entrar en conflicto: las consignas de una banda terrorista llevan a
veces al asesinato de ciudadanos con los cuales los asesinos no dejarán de
tener indudablemente compromisos éticos (a veces el asesino es miembro de
la familia del asesinado: Rómulo matando a su hermano Remo, por haber
violado la norma moral que estaba a la base de la fundación de la ciudad,
puede servir de símbolo al conflicto entre ética y moral). Los conflictos entre
las normas éticas y las normas morales de una sociedad intentarán ser
resueltos mediante las normas jurídicas. El Derecho, según esto, podrá
definirse como el conjunto de normas que, teniendo en cuenta las
costumbres (los mores, la moral, y, mejor dicho, las diferentes morales de los
diferentes grupos que integran una misma sociedad política) trata de
conciliar estas costumbres con las normas éticas, referidas a los individuos
personales (los llamados «derechos humanos» tienen preferentemente un
contenido ético cuya realización requiere la difícil abstracción de múltiples
normas morales actuantes ligadas a la raza, al sexo, a la cultura, a la religión,
&c.). En cualquier caso, al menos desde un punto de vista materialista, hay
que tener en cuentaque las virtudes éticas no pueden derivarse del supuesto
de una subjetividad pura, dado que la subjetividad ética, por su consistencia
material, necesita de un mínimum de condiciones de vida por debajo de las
cuales la degradación ética es inminente (es imposible, por ejemplo, esperar
y menos aún exigir una conducta generosa a quien está muriéndose de
hambre). En este sentido las condiciones para una conducta ética de los
ciudadanos han de ser puestas también, en cierto modo, por los propios
planes y programas políticos.

§3. Sociedad, Cultura, Historia


En el proceso evolutivo (anamórfico) por el cual los individuos, vivientes en
el mundo, se transforman en personas constitutivas de las sociedades
políticas, aparecen estratos o líneas categoriales relativamente
independientes desde el punto de vista esencial, aun cuando
existencialmente marchen entretejidas internamente las unas con las otras.
Independencia no significa, por tanto, «aislamiento», cuanto ritmo propio de
desarrollo, mantenido en medio del entrelazamiento. La teoría política no
podría volverse de espaldas a estas diversas líneas sobre las cuales la praxis
política tiene que operar.
1. Las estructuras «sociales» se desarrollan según ritmos propios que
dependen, en las sociedades humanas, de los intereses y determinaciones
ligadas a diversos subconjuntos del todo social (desde las clases por edad,
sexos, familias, profesiones, confesiones religiosas, &c., hasta aquellos
grupos o estratos que sustentan la llamada «opinión pública»). Los ritmos
sociológicos se definen, principalmente, como determinados por estos
«subconjuntos», en función de las interacciones sincrónicas entre ellos, a
partir de las cuales se constituyen como un «presente social».
2. Lo que suele englobarse bajo el rótulo de «cultura» (en al medida en que
pueda distinguirse de «sociedad») tiene que ver más con los ritmos y
determinaciones procedentes, no ya tanto de los intereses sociales del
presente, cuanto de las líneas objetivas de composición de los contenidos
supraindividuales y particularmente extrasomáticos, en la medida en que
estas líneas objetivas no tengan por qué plegarse puntualmente a los
«relieves sociológicos», como algunos pretenden («la cultura de una época
es un mero reflejo de la sociedad de esa época»; «cultura y sociedad son
como el anverso y el reverso de una hoja de papel carbón», decía Kròber).
Las pirámides escalonadas aztecas, o las mayas, no se agotan en su función
«expresiva» de la sociedad azteca o maya de hace siglos; tienen otras leyes
que nada tienen que ver con las leyes sociales. Mucho más habrá que decir
de los procesos tecnológicos más desarrollados. Podrá afirmarse, por tanto,
que las formas culturales no se agotan en su condición de expresión (o
símbolos expresivos) de la sociedad, puesto que a veces desbordan los
límites de la sociedad en la que se incubaron, contribuyendo incluso a
moldear esa misma sociedad. Tanto como decir que el Ford T fue la
expresión de la sociedad yanqui de principios de siglo podría decirse que la
sociedad yanqui del presente fue moldeada en gran medida por el Ford T
(algo similar habría que decir de la sociedad española, en la época del
franquismo, en relación con el Seat 600).
Los planes y programas de una sociedad política, jamás se establecen «en el
vacío», sino desde un estado determinado de una sociedad determinada y
desde unas líneas determinadas de la cultura objetiva. Esto significa que todo
plan o programa político, particularmente los programas revolucionarios,
que no tengan en cuenta las configuraciones sociales y culturales desde las
que dibujan (por ejemplo, porque proyectan sus planes o programas desde el
hombre, en general) son necesariamente utópicos y fatuos. En gran medida,
además, la acción política de una sociedad política estriba en coordinar,
consolidar o desviar una determinada conjunción de formas sociales o
culturales frente a otras formas sociales o culturales que se encuentran en
competencia con las primeras.
3. La «historia» abre una perspectiva sui generis ligada a la naturaleza
procesual de las sociedades humanas y de las formas calificadas de
«culturales». El curso de este proceso manifiesta de un modo peculiar el
alcance de esas formas sociales o culturales y dibuja líneas evolutivas o
trayectorias de desarrollo que son necesarias para interpretar el significado
de las formas sociales o culturales del presente. Y esto es especialmente
importante en relación con los programas revolucionarios, en la medida en
que la idea de revolución se dibuja precisamente en la perspectiva histórica
(más que en la perspectiva social o cultural, que aporta, sin embargo, los
contenidos a las «revoluciones sociales» y a las «revoluciones culturales»).
En efecto, las secuencias procesuales históricas no son meras secuencias que
tengan lugar en el tiempo astronómico sino que ellas se estructuran en un
tiempo causal interno, aquel en el que unas formas sociales o culturales
influyen en otras. Desde esta perspectiva cabe afirmar que las categorías
históricas más características, Pasado / Presente / Futuro, habrán de poder
redefinirse en función de estas relaciones de influencia. He aquí un esquema
posible para una tal redefinición: el conjunto de grupos o personas
susceptibles de influirse recíprocamente (aunque no necesariamente de
modo simétrico) las unas en las otras constituye el ámbito de un Presente
histórico; el conjunto de aquellas personas que influyen en un Presente (en
sus personas o en sus cosas) sin que éste pueda de ningún modo influir
sobre aquellas constituye el Pasado histórico de ese Presente; y el conjunto
de aquellas personas (o cosas) sobre las cuales desde un Presente dado
puede influirse determinadamente, sin que sea posible la influencia
recíproca, constituyen el Futuro histórico de ese Presente. Estas ideas
suscitan de inmediato la distinción entre los programas políticos que se
refieren al Futuro y los que se refieren al Presente; y sobre todo suscitan la
cuestión (en la teoría de la revolución) relativa a la posibilidad de
programas y planes políticos revolucionarios no referidos al presente
histórico.
La determinación de las líneas de los procesos del pasado en fases, épocas
(cíclicas o sucesivas), así como la progresión de las diferentes épocas
pretéritas tienen un significado político de primer orden y ninguna teoría
política podría desarrollarse a espaldas de estos principios de la filosofía de
la historia que, al mismo tiempo, se realimentan de los planes y de los
programas políticos. Especialmente cuando tenemos en cuenta que los
programas y los planes políticos para el futuro sólo pueden entenderse a
título de prolepsis fundadas sobre la anamnesis del pretérito. Nadie podrá
negar que los célebres períodos que el materialismohistórico estableció
(comunidad primitiva, modo de producción asiático, esclavista, feudal,
capitalista, &c.) están en función de premisas políticas (sabido es hasta que
punto la supresión que la política estalinista llevó a cabo del modo asiático
dependía de las peculiares premisas de la época estalinista). Otro tanto se
diga de la visión de la historia que propuso recientemente Fukuyama o del
propio concepto de «epoca postmoderna».
§4. Fines, Proyectos, Planes y Programas
Tradicionalmente el sentido fuerte de la idea de fin tenía que ver con el
designio de una mente (nous) que se proponía, por sus prolepsis o proyectos,
objetivos situados en un llamado futuro, a fin de pasar luego a su ejecución
(el adagio escolástico decía: «el fin es primero en la intención y último en la
ejecución»). El fin actuaba, de este modo, como una causa sui generis (causa
final o teleológica) concatenada con las causas eficiente, material y formal
(dentro de esta última solía incluirse a la causa ejemplar). El axioma
metafísico establecía que todo lo que existe y obra lo hace con arreglo a un
fin; de donde la necesidad de postular una Mente, o un Demiurgo, un Nous
divino, diseñador de los cielos y de la tierra, de los organismos y de
cualquier otro proceso teleológico, aunque este fuera incapaz, por su
naturaleza, de elevarse a la conciencia de sus propios fines, planes o
programas.
Ahora bien: aunque el materialismo niega la existencia de entidades
metafísicas, de mentes o de espíritus del mundo, del demiurgos o del Nous,
sin embargo no tiene por qué negar también las categorías teleológicas o
finalistas. Lo que se hace preciso, en cambio, es reinterpretar estas categorías
del modo más adecuado.
El materialismo filosófico propone la reconstrucción de las ideas
teleológicas, en sus más diversas modulaciones, a partir de la idea de
identidad. Según esto, finalidad dice identificación sintética entre un
proceso [o configuración] y su resultado [contexto] cuando este resultado
[contexto] se nos muestre como condición necesaria para la constitución de
la unidad del propio proceso [configuración] como tal; por tanto, gracias a la
finalidad, el referente se «auto-sostiene» (incluso se «re-produce») como tal,
lo que significa que la multiplicidad (procesual o configuracional) de partes
de que él consta, está ordenándose y de suerte que la ordenación sea
constitutiva de la unidad según alguna de las formas de alternativas
posibles (en el límite: una sola) por las cuales las partes de esa multiplicidad
podrían, desde luego, relacionarse (combinarse, componerse) entre sí o con
terceras partes (de otras multiplicidades del entorno). Desde esta
perspectiva, el fin se opone a lo des-ordenado, a lo in-definido o in-
determinado, a lo amorfo, caótico, al azar; y, ello, y a pesar de las
pretensiones del «arbitrismo» de la libertad de la voluntad, cabe reconocer
un nexo profundo entre la finalidad y la necesidad («donde quiera que haya
finalidad --dice Aristóteles, Física II, 200a-- las cosas no se mantienen al
margen del orden de la necesidad»). Otra cosa es que la necesidad hubiera
de ser concebida como absoluta o como unilineal. Es suficiente que la
necesidad sea sólo relativa a la unidad procesual o configuracional del
referente; es suficiente que la necesidad sea multilineal, es decir, no una
necesidad lineal pero si de «elección» entre alternativas diferentes
convergentes, una necesidad alternativa entre un subconjunto de
posibilidades (llamadas equifinales) que, sin embargo, constituyan una
selección dentro de un conjunto amorfo o desordenado de posibilidades
combinatorias. El orden de la finalidad (sobre todo de la procesual) es un
orden muy próximo al orden inherente a la idea de función (como
correspondencia aplicativa, es decir, «unívoca a la derecha», ya sea
pluriunívoca, ya se uniunívoca). Pues una aplicación dice una ordenación y
selección de una línea hacia un «punto terminal»; y, en la medida en que las
aplicaciones tienen lugar en los más diversos procesos causales, también la
finalidad (el tratamiento formal sintáctico de las aplicaciones se basa en la
abstracción de las conexiones materiales entre los conjuntos original y
terminal que se consideran dados; pero en el momento en el cual se
reconoce a un término como formando parte semántica del antecedente, la
idea de fin reaparece). Un «sistema dinámico» determinista es un sistema
de-finido (es decir, determinado según un cierto modo de finalidad); aunque
también un sistema «caótico determinista» puede --por su determinismo,
más que por su caoticidad-- considerarse de-finido siendo ahora los fines los
llamados «atractores» (por ejemplo, el «punto fijo») susceptibles de ser
dibujados en el espacio de fases del sistema. También para Aristóteles las
causas finales se caracterizaban por su capacidad «atractiva» --a diferencia
de la capacidad impulsiva de las causas eficientes-- (cabría eliminar las
connotaciones animistas de la idea aristotélica de fin teológico redefiniendo
al Acto Puro como el atractor que se dibuja en el espacio de fases de los
astros que se mueven eterna y circularmente).
Entre las diferentes modulaciones de la idea de fin destacamos aquí las que
llamamos modulaciones de la finalidad lógica y modulaciones de la finalidad
proléptica.
El sujeto operatorio interviene siempre en la génesis de los sistemas
finalísticos, sistemas que incluyen la idea de fin (puesto que las identidades
presuponen siempre un sujeto operatorio que interviene en la conformación
del referente). Pero aquí nos atenemos a las estructuras de tales sistemas
finalísticos, resultantes de la «composición» entre el referente y el fin. Y la
composición resultante puede inclinarse hacia una de estas dos opciones:
(a) Una composición que, en su estructura, no contenga el sujeto operatorio.
Cabría decir: una composición «inmediata» (respecto de la mediación
específica de un sujeto operatorio, animal o humano). Hablaremos, en estos
casos, de finalidad según el modo material, o también de finalidad lógica. La
idea de finalidad se aproxima ahora asombrosamente, otra vez, a la idea de
destino, incluso de «sino» de un proceso en marcha, cuyo término se supone
ya predeterminado. Cuando logramos recomponer un jarrón, roto en
pedazos, en todas sus piezas menos una, el conjunto de estas piezas con-
forman el contorno de la pieza que falta; cuando tomamos esta pieza y la
encajamos en el resto, decimos que ella está destinada a llenar el hueco, que
se adapta a su contorno vacío, que se conforma a él; para el jarrón
recompuesto, la pieza que falta es su fin, y no es propositivo, pues
suponemos que las líneas de fractura se produjeron al azar. La finalidad
atribuible a un rayo de luz que al incidir, con un ángulo dado sobre una
superficie se refracta, es la misma identidad de ese rayo de luz con el
refractado en tanto es una selección, según la ley de Snell entre otras
infinitas direcciones posibles. Decimos que el rayo incidente tiende o está
destinado a refractarse siguiendo una «direccionalidad» o finalidad que,
obviamente, carece de toda intención propositiva. La finalidad atribuida a
las alas del cuervo («para volar») carece también de todo significado
propositivo: al batir sus alas, el cuervo vuela,obedeciendo a su sino, según
una trayectoria de-finida; el nexo entre el referente (las alas del cuervo) y su
fin (el vuelo del cuervo) es un nexo lógico inmediato (respecto de cualquier
propositividad), inscrito en la misma estructura de las alas, cuyo concepto
no se hubiera conformado al margen del vuelo del ave (el vuelo tiene, con
las alas del cuervo, un nexo estructural en el plano procesual, del mismo
orden que, en el plano configuracional, mantiene la cabeza del fémur de
nuestro ejemplo anterior, con su acetábulo). La finalidad material o lógica
equivale, por tanto, a una recomposición de las partes o momentos de un
todo que previamente se había des-compuesto.
(b) Cuando la composición entre el referente y el fin tiene lugar por la
mediación de un sujeto operatorio, que es el que aplica el fin al referente,
entonces podemos hablar de fin proléptico. Pero un sujeto proléptico no tiene
por qué ser entendido como un sujeto capaz de representarse el fin futuro --
lo que es absurdo--; es suficiente que el sujeto se represente un análogo del
resultado [o contexto] del proceso [o configuración]. El hombre Neanderthal
que fabricó un hacha musteriense no se representaba el hacha que iba a
construir (y aún Marx, recayendo en un lenguaje mentalista, ponía la
diferencia entre el arquitecto y la abeja en que aquel «se representaba el
edificio antes de construirlo», mientras que la abeja no se representaba el
panal); pero tampoco sus manos empuñan unas piedras golpeándolas
contra otras al azar. Sus manos van dirigidas, pero no por el hacha futura,
sino por alguna forma pretérita: la prolepsis procede de la anamnesis. Dicho
de otro modo: no es la representación intencional del hacha futura lo que
dirige la ejecución de la obra («el fin es primero en la intención, último en la
ejecución»), lo que dirige la nueva hacha es la percepción del hacha pretérita
--o de la piedra cortante que hubiera sido ya utilizada como hacha--, es
decir, es el hacha pretérita aquella que dirige --como la regla al lápiz-- los
movimientos de las manos del artesano (demiurgo), a fin de reproducirse,
con las transformaciones consiguientes, en el resultado. (El análisis de la
idea de finalidad desde la perspectiva de la identidad esta desarrollado en
Gustavo Bueno, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis
Fukuyama)», El Basilisco, segunda época, nº 11, 1992, págs. 3-27.)
Desde el punto de vista de la teoría política importan principalmente los
fines prolépticos, aun cuando la finalidad lógica inscrita en los procesos
históricos de larga duración no podrá menos de ser tenida en cuenta si se
quiere evitar el utopismo y el aventurerismo.
La principal distinción entre los fines prolépticos que debemos introducir
aquí es la que media entre los planes y los programas. Los planes se definen
principalmente en función de las personas a quienes los fines establecidos
afectan; los programas se definen en función de los propios contenidos
(impersonales) de los fines propuestos. Por supuesto un fin, en su
significado histórico, es siempre un plan, y un plan implica siempre un
programa (político, económico, religioso). Pero la indisociabilidad real de
estas categorías no significa que no deban distinguirse.
En cuanto al criterio más homogéneo para distinguir de un modo
sistemático los fines, los planes y los programas al que podemos referirnos
es el que se funda en la oposición entre las ideas de todo y parte
convenientemente moduladas (según la distributividad o la atributividad)
en cada caso.
Según esto, los fines (intereses) los especificaremos inmediatamente o bien
como fines generales (podríamos decir: nomotéticos) o como fines
individuales (al menos, particulares, idiográficos). Un fin distributivo
general sería la conducta optimizadora o económica (en el sentido de
Bentham o de Stanley Jevons) que apreciamos actuante en el materialismo
cultural de Marvin Harris: todos los hombres (cada uno de los individuos
personales, en cuanto tales) se considerarán por el historiador o sociólogo
como conduciéndose según el fin de obtener el máximo beneficio con el
mínimo esfuerzo. Un fin particular individual será el proyecto según el cual
decimos que Hernán Cortés «calculó» la conquista de la Nueva España.
Correspondientemente los planes quedarán especificados como universales
(por ejemplo, intencionalmente al menos, el plan del que nos habla la Eneida
como definición de la política del Imperio romano: tu regere imperio
populos...) o como regionales (por ejemplo, el plan militar de desviación del
río Halis que, según Herodoto, habría propuesto y ejecutado Tales de
Mileto).
En tercer lugar, los programas se distinguirán según sean programas
genéricos (en el sentido total o tendiendo hacia el) o bien programas
específicos. Un programa genérico parece que habría de ser necesariamente
abstracto (tal sería el caso del programa contenido en la Declaración de
Derechos Humanos de 1789), mientras que un programa específico (aunque
sea utópico) tomará la forma de un programa concreto (por ejemplo, la
alfabetización acelerada de un determinado grupo social o de la
universalidad de los hombres al modo de los programas de la UNESCO).
Por otro lado podría pensarse que los fines generales deben darse a través
de los planes universales y de los programas genéricos para que todos ellos
pudiesen alcanzar un significado histórico universal. Tal sería el límite al
que tiende todo un complejo de concepciones de la historia que podríamos
denominar «irenistas-anarquistas», en tanto llevan asociada la doctrina de la
tolerancia universal hacia todo fin individual o hacia todo plan particular.
Por nuestra parte nos parece evidente que los fines particulares se asocian
con programas generales o estos con planes particulares, &c. El paradigma
dialéctico operatorio sería el siguiente: los planes universales suelen ser
fines particulares (incluso individuales) y programas especiales. Ello hace
posible la paradoja de que los idiomas universales o las religiones
universales (según su intención) carezcan de unicidad efectiva. «Id a todo el
mundo y predicad el Evangelio a toda criatura», propuso Cristo a los
apóstoles, según San Marcos (16,15). Pero entonces el plan universal
cristiano (que afecta intencionalmente a toda criatura y no a las de una raza
o pueblo) es un programa especial (predicar el Evangelio) y un fin particular
(asignado a los especialistas religiosos, apóstoles o sacerdotes sucesores).
(Estas cuestiones están más desarrolladas en Gustavo Bueno, El individuo en
la Historia, Universidad de Oviedo 1980, 112 págs.)
§5. Sociedad Política y Sociedad Civil
La distinción entre sociedad política y sociedad civil suele ser invocada en
nuestros días, una y otra vez, desde las más diversas instancias políticas
(tanto las que tienen una orientación socialdemócrata como las que
mantienen una tradición marxista y, desde luego, las que están afectas a las
llamadas democracias cristianas).
Sin embargo la distinción es sumamente oscura y confusa y en modo alguno
es una distinción de hecho, puesto que elladepende de las coordenadas
filosóficas desde las que se opere. Concebir esta distinción como «exenta»
demuestra un grado muy notable de ingenuidad filosófica.
Si nos atuviésemos a los componentes etimológicos de estas dos ideas nos
sería ya muy difícil percibir distinción alguna: sociedad política dice
referencia a la polis, que es la ciudad (y concretamente la ciudad-Estado);
sociedad civil es la sociedad que tiene que ver con la civitas, que es
precisamente la traducción latina del término griego polis. De hecho, en la
teoría política de Aristóteles la sociedad civil es necesariamente sociedad
política y recíprocamente; porque precisamente cuando los hombres
alcanzan su estado personal más maduro es en la ciudad, es decir, en la
sociedad política (independientemente de las formas históricas que el
Estado adopte). La tradición aristotélica, que recoge también el espíritu
platónico, se mantiene durante siglos y siglos a lo largo de las más diversas
escuelas.
Las consideraciones anteriores serán suficientes para advertir el carácter
problemático que tiene la distinción entre sociedad política y sociedad civil.
Si, desde las fundacionales coordenadas aristotélicas, sociedad civil y
política se identifican, ¿a qué puede deberse esa tenaz tendencia a su
distinción?
Nos parece evidente que la distinción se inspira, de un modo más o menos
encubierto, en la pretensión de reconocer la posibilidad de una sociedad
humana que mantenga el nivel de una «sociedad de personas» al margen
del Estado y por tanto de la sociedad política; más aún, la distinción estaría
vinculada, de un modo directo o indirecto, a la tendencia a interpretar al
Estado (o a la sociedad política en general) como un episodio pasajero,
aunque acaso necesario, en la evolución de la humanidad.
El primer problema que suscita la distinción es por tanto el siguiente: ¿cabe
hablar de una sociedad humana de personas previa a la constitución de la
sociedad política? Desde un punto de vista antropológico suele darse por
evidente esta posibilidad; el propio Morgan, considerado muchas veces
como el fundador de la Antropología, distinguió la sociedad gentilicia de la
sociedad política. Asimismo esta cuestión está vinculada con el debate en
torno a si la Ciudad es una creación anterior o independiente de la
constitución del Estado, o bien si la constitución de la Ciudad implica, de un
modo más o menos inmediato, la propia constitución del Estado.
En la Antigùedad, y como consecuencia de la crisis de la polis griega (una
crisis que no significó en modo alguno el fin de la sociedad política, sino por
el contrario, su gigantesco fortalecimiento, mediante la transformación del
Estado ciudad en los Estados helenísticos y muy particularmente en el
Imperio romano) podemos señalar dos fuentes distintas, pero
complementarias, en el origen de la distinción entre la sociedad política y la
sociedad civil: el epicureísmo y el cristianismo.
Frente a los estoicos, que propugnaron la identificación de la sociedad
humana con una sociedad política que estuviese orientada a la constitución
de un Estado único universal (una «Cosmópolis»), los epicúreos
propugnaron el repliegue de la sociedad política con objeto de constituir
comunidades «de derecho privado» en las cuales pudiese llevarse a cabo la
vida personal feliz. Estas comunidades estaban, sin embargo, instaladas
parasitariamente en las ciudades, como jardines o huertos que llegaron a
extenderse por todo el Mediterráneo. Este modelo epicúreo de sociedad no
política, tampoco familiar, sino más bien comunal, es una de los primeros
prototipos para la formación de la idea de una sociedad civil distinta de la
sociedad política (otra cuestión a discutir es hasta que punto las
comunidades epicúreas --y análogamente las comunas de nuestros días--
sólo son posibles en el marco de una sociedad política que las tolera como
tales y les suministra infraestructura y aun instrumentos de defensa ante
terceras sociedades externas).
En cuanto al cristianismo, y para citar lo más importante, la Iglesia romana,
particularmente después de Constantino, constituyó una sociedad inter-
nacional sin precedentes en el mundo antiguo, que no podría circunscribirse
a las coordenadas de una sociedad política, pero que tampoco podría
considerarse (pese a las relaciones metafóricas a través de las cuales era
representada la unión de los cristianos, a saber, las relaciones del Hijo con el
Padre, o las «relaciones fraternales» entre los «hermanos en Cristo») desde
las categorías antiguas de la familia (puesto que esta sociedad, en gran
medida, estaba formada por sacerdotes célibes, a partir del siglo IV y V). De
este modo la Iglesia católica, a medida que fue consolidándose en el
trascurso de los siglos, fue presentándose como una alternativa permanente
a las Sociedades políticas (a los Reinos) sucesoras del Imperio romano. La
mejor formulación de esta situación nos la ofreció San Agustín en su
contraposición entre las dos ciudades, la Ciudad terrena (Babilonia, Roma,
es decir, la Sociedad política) y la Ciudad celestial o Ciudad de Dios
(Jerusalén). Es precisamente esta Ciudad celestial --que, dicho sea de paso,
desde una perspectiva positiva, no tenía nada de celestial puesto que era
una «sociedad terrestre», aunque dispersa por el Imperio, y después por los
reinos sucesores, a saber, la Iglesia romana-- la que habrá que considerar,
por consiguiente, como el verdadero núcleo en torno al cual se formará el
concepto de sociedad civil. En este sentido el concepto de una sociedad civil,
en cuanto contrapuesto al concepto de la sociedad política, manifiesta
claramente las huellas de su estirpe teológica. Estas fuentes teológicas del
concepto de sociedad civil constituyen la inspiración permanente, incluso en
nuestros días, de las democracias cristianas y, en general, de la política
preconizada incluso por los teólogos de la liberación, que tienen siempre el
pensamiento puesto en la liberación del Estado opresor, del Estado causante
del «pecado colectivo», mediante la constitución de una sociedad apolítica
entendida como la sociedad verdaderamente viva y espiritual que sería la
sociedad civil (sobrentendiendo esta civilidad como la que es propia de las
personas que forman la sociedad de la Ciudad de Dios).
Por otra parte el anarquismo implícito en la tradición de la Iglesia (un
anarquismo muy peculiar, puesto que él mismo defendía la fortificación de
los Estados políticos siempre que ellos se dejasen guiar por inspiraciones
cristianas --eclesiásticas--, según las directrices del llamado agustinismo
político), una vez secularizado, aflorará una y otra vez en los ideales de una
sociedad civil «secular» (o «laica»), puesta en un futuro más o menos
próximo, entendido como resultado de una humanidad liberada de sus
«alienaciones» (idea a su vez estrictamente teológica y agustiniana, como
veremos más adelante) tras la extinción del Estado. En la propia tradición
marxista, la idea de una sociedad civil tiene mucho que ver con estas
inspiraciones teológicas secularizadas. Y desde luego la tesis de la
subsidiariedad de la política estatal, por respecto a la sociedad civil,
proclamada por las democracias cristianas y aceptada cada vez más por las
socialdemocracias de diferentes países, es una idea de inspiración
genuinamente cristiana, es decir, eclesiástica, aunque traducida a la forma
secular.
La distinción entre sociedad civil y sociedad política es, sin embargo,
sumamente problemática, y en cierto modo sólo pidiendo el principio de la
posibilidad de una sociedad civil subsistente al margen de toda sociedad
política, esa distinción puede mantenerse. Pero la cuestión es hasta qué
punto cabe sustantificar o hipostasiar la sociedad civil respecto de la
sociedad política y recíprocamente (como algunas veces ha llegado a
hacerse, incluso desde coordenadas marxistas, hablando de la posibilidad
de una sociedad política pura, es decir, concebida, aunque fuese a título de
aberración, a espaldas incluso de la sociedad civil). El punto principal de la
dificultad estriba en la idea misma de sociedad civil entendida como una
unidad armónica, que estuviese por sí misma asegurada al margen de toda
acción política, y a la cual la sociedad política sólo tuviese que tutelar o
asistir subsidiariamente (en el sentido, por ejemplo, del liberalismo político
y económico). Pero la sociedad civil es sólo un nombre confuso que cubre la
realidad de muy heterogéneos y contrapuestos grupos sociales (familias,
clases sociales, confesiones, etnias, &c.) que, sin embargo, conviven entre sí,
y que para convivir han necesitado precisamente de su constitución en
sociedad política. Desde este punto de vista resultaría que la sociedad civil,
así resultante, sólo tiene posibilidad de desarrollarse no ya frente a la
sociedad política, sino a través de esa misma sociedad política; y que el
llamado enfrentamiento entre la sociedad política y la sociedad civil es tan
sólo un modo engañoso de formular el enfrentamiento entre diferentes
grupos o estratos sociales, algunos de los cuales se ve favorecido o
perjudicado, en un momento dado, por el poder político. Por lo demás la
apelación que en las sociedades del presente suele hacerse, desde algunos
Estados, a una hipotética sociedad civil sana y fuerte en sí misma, viene a
ser no otra cosa sino la apelación que un grupo o estrato social que se siente
perjudicado en el seno de una sociedad política hace a una sociedad distinta
de la propia sociedad política, y está representada, muchas veces, no ya
tanto por la supuesta «sociedad interna» sana y fuerte, que busca una
atmósfera más respirable para desarrollarse por sí misma, cuanto por las
otras sociedades políticas del entorno planetario, a las que se contempla con
un cristal capaz de filtrar, por absorción, al Estado, ya tenga este cristal una
estructura religiosa o ya tenga sencillamente la estructura de las
multinacionales capitalistas.
§6. La propiedad privada y el Estado
La relación entre la propiedad privada y el Estado es uno de los puntos
centrales de la teoría política y de la propia práctica política, en el
planteamiento precisamente de los programas revolucionarios. La
tradicional tesis formulada por Morgan y recogida por Engels, en El origen
de la familia, la propiedad privada y el Estado, viene a subordinar la constitución
del Estado a la propiedad privada de los medios de producción detentada
por las clases privilegiadas que precisamente habrían instaurado el poder
político a fin de mantener sus privilegios, frente a las clases sometidas, así
como frente al exterior. Esta tesis genética crucial, desde el punto de vista
práctico, si se tiene en cuenta que la idea de revolución comunista ha solido
ser formulada precisamente como la restitución de esa supuesta originaria
propiedad privada al pueblo al que pertenece (lo que implicaría
precisamente la destrucción del Estado, al menos en su forma originaria de
Estado explotador), no puede en ningún caso ser presentada hoy como una
tesis empírica deducida de los datos de la Antropología o de la Historia
política.
El materialismo filosófico, reconociendo la conexión entre la propiedad
privada y el Estado, señalada por Engels, propone una «vuelta del revés» de
las tesis de Engels, en virtud de las cuales habría que decir que la propiedad
privada no es una institución que tenga sentido en un contexto previo a la
constitución del Estado, sino que es una institución que sólo es posible
precisamente a partir del Estado constituido. Con esto se quiere decir que el
Estado constituido no tendrá por qué ser reducido, en la teoría política, a su
función de mantenimiento de la propiedad privada de los medios de
producción y, en el límite, de los medios de uso y aun de consumo. El
reduccionismo del Estado a la función de sostenedor de la propiedad
privada puede considerarse como uno de los más peligrosos principios
políticos, en su aplicación; un principio cuyos efectos se han dejado sentir en
la evolución del llamado socialismo real. Ante todo y en primer lugar
porque el traspaso de los medios de producción al Estado soviético, en el
que se cifraba la clave de la revolución, no constituía, ni siquiera desde el
principio, una colectivización de estos medios, habida cuenta de que
semejante «socialización» se circunscribía a las fronteras del propio Estado
soviético, siendo así que todo Estado, por el hecho de circunscribir un
territorio, ya implica el principio de una apropiación de medios de
producción, con respecto a las otras sociedades colindantes. Por otra parte,
la distinción entre propiedad de los medios de producción y propiedad
privada de «bienes personales», discurre por fronteras sumamente
imprecisas, pero que están vinculadas precisamente a los propios contornos
que constituyen la individualidad personal. Puede considerarse como
enteramente utópica la posibilidad de la maduración de una individualidad
personal en un enjambre colectivista en el que toda huella de propiedad
privada exterior quedase abolida, habida cuenta de que la personalidad no
es un principio subjetivo o espiritual, sino un principio que emana de la
subjetividad corpórea que no puede definirse al margen de su relación con
las cosas del mundo que le rodea, y que ha de utilizar, por lo menos, como
instrumento de las iniciativas del individuo o del grupo. Como quiera, por
otra parte, que el traspaso de los medios de producción a la «sociedad» es,
según hemos dicho, ficticio (desde el punto de vista del «Género humano»
marxista) cuando se considera a un Estado como sujeto titular o
representante de ese Género humano, habrá que decir que la colectivización
estatal de los medios de producción de una sociedad política sigue
manteniéndose dentro del régimen de la propiedad privada, con los
peligros inherentes (de índole principalmente burocrática) a que esta
socialización pueda dar lugar, y ello sin contar con las dificultades
insalvables derivadas de los proyectos de «pleno empleo» en una economía
cerrada y compleja industrializada. Los mecanismos de socialización de la
propiedad privada, en resolución, no tienen por qué pasar necesariamente
por el traspaso de estas propiedades a manos de una burocracia estatal
incapaz de controlar los mecanismos que actúan dentro de sus propias
fronteras, y en una situación en la cual estas fronteras son cada vez más
artificiosas, desde el punto de vista económico.
No se trata, en resolución, de resolver en este lugar y momento el problema
de las relaciones entre la propiedad privada y el socialismo; problema cuya
complejidad impide un tratamiento uniforme y universal referido a las
diferentes sociedades políticas existentes; se trata de impugnar las relaciones
que la tradición engelsiana ofreció como un dogma para definir las
relaciones entre la propiedad privada y el Estado, en el contexto de la teoría
de la revolución comunista. Muy especialmente, será preciso discutirla
ecuación, que suele actuar de un modo más o menos solapado, entre
«comunismo» e «igualdad»; ni siquiera Marx, en su Crítica al Programa de
Gotha, se dejo guiar por una ecuación tan vaga como simplista y metafísica.
Con esto no pretendemos, en modo alguno, sugerir como una alternativa
posible tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, la vuelta al sistema
capitalista de la propiedad privada (ni siquiera acompañándola de las
medidas limitadoras preconizadas por la socialdemocracia). Pretendemos
simplemente expresar nuestro reconocimiento de la estructura dialéctica de
todas las sociedades de personas que existan o puedan existir «antes y
después de la revolución»; por tanto, de la necesidad de contar, en la teoría
política, con los conflictos interpersonales e intergrupos y, por último,
denunciar una vez más el carácter mítico y escatológico (por no decir vacío)
de los planes o programas políticos basados en la eliminación de la
propiedad privada como medio necesario (y en ocasiones suficiente) para
que brote la armonía y la paz perpetua entre los hombres.
§7. Individuo flotante y Hombre «alienado»
La idea de alienación ha jugado un papel decisivo tanto en las escuelas de
orientación marxista como en las escuelas existencialistas, de la primera
mitad del siglo que acaba. Sin embargo, desde la perspectiva del
materialismo filosófico, es preciso reconocer que la idea de alienación tiene
un formato claramente metafísico de estirpe teológica. La idea de alienación,
en efecto, procede del cristianismo agustiniano, y de su interpretación del
mito de la caída, consecutiva al pecado original; caída que implicaba la
enajenación del paraíso y la «conversión» hacia el mundo, a costa de salir
fuera de sí, de la propia vida espiritual que el «estado de gracia» deparaba al
hombre en su relación con Dios. En el estado de gracia los primeros padres
estaban, según San Agustín, «ensimismados» (en un «sí mismo» que,
paradójicamente, consistía en estar lleno de Dios). Por el pecado, los
primeros padres salen de ese sí mismo divino y, alienándose al salir fuera de
sí mismos, entran en el mundo histórico y real. En realidad el mito del
pecado original es paralelo al esquema metafísico neoplatónico que nos
presenta un ser originario, que saliendo fuera de sí mismo (alienándose en el
mundo), el pro-odos, termina volviendo de nuevo a sí mismo después de
recorrer su curso temporal (epistrofé, de Proclo). Este esquema neoplatónico
de la posición / alienación / retorno preside la mayor parte de las
concepciones teológicas medievales y renacentistas (citemos a Fray Luis de
León, por ejemplo), y a través del sistema de Hegel (el ser en sí, el ser fuera
de sí y ser para sí) pasa, de algún modo, a los fundamentos del marxismo
tradicional y, posteriormente, al existencialismo de los años 30 y 40. En el
materialismo histórico, la idea de una comunidad primitiva vendría a
desempeñar las funciones de la posición del ser humano en el «estado de
gracia», anteriormente a su caída; porque la alienación estará representada
ahora por la división o escisión de esa comunidad primitiva en clases
antagónicas consecutivas a la aparición de la propiedad privada y del
Estado; y el retorno, por la vuelta a la unidad o reconciliación del género
humano, que reexpondrá, en una escala superior, el modelo embrionario de
humanidad expresado por la comunidad primitiva. Esta «concepción de la
historia», desde el punto de vista del materialismo filosófico, no es otra cosa
sino un caso particular de los mitos neoplatónicos secularizados y su
estructura metafísica no tiene nada que ver con los datos de la Antropología
o de la Historia (entre otras cosas porque el «estado final», sin el cual no se
puede cerrar el curso, no es un concepto histórico: la Historia se refiere al
Pasado y no al Futuro).
El único concepto positivo de alienación que cabe admitir es el concepto
psiquiátrico; pero este concepto no tiene que ver directamente con las
cuestiones políticas, aun cuando contamina notablemente multitud de ideas
políticas sobre la naturaleza de ese hombre cuya estructura histórica quiere
hacerse equivalente a la estructura de una alienación.
Cuando no se dispone (como se dispone en el campo psiquiátrico) de
términos positivos de comparación, tanto a parte ante como a parte post, no
cabe hablar de alienación, puesto que los términos de comparación
utilizados son puras peticiones de principio. Desde una perspectiva
materialista filosófica la realidad histórica del hombre es la misma realidad
humana y no una realidad alienada respecto a no se sabe qué míticos
orígenes auténticos y a que utópicos términos finales. Las principales
críticas a ese humanismo que se define por la cancelación de la enajenación
se derivan principalmente de la condición metafísica de este concepto de
alienación. Otro tanto se diga de las ideas, muy celebradas en la postguerra,
acerca de ese hombre total, de ese hombre politécnico, que sólo poseyendo la
totalidad de las cualidades humanas podría considerarse «desalienado» de
la falta de posesión de cualquiera de ellas.
El materialismo filosófico ofrece una idea que puede desempeñar en
muchos casos las funciones que juega la idea del hombre alienado: es la idea
del individuo flotante. Porque el individuo flotante no es una figura pensada
a partir de una situación metafísica de alienación, sino a partir de las
circunstancias positivas que moldean la conformación de todo individuo
personal, y que son circunstancias históricas y sociales. El individuo
flotante, por esta razón, aparece en las sociedades políticas que han
alcanzado un determinado nivel crítico cuanto a su volumen y
heterogeneidad. El individuo flotante, sin embargo, no es el resultado
formal de la aglomeración ni del descenso del nivel de vida (las dificultades
del individuo que busca trabajo no producen normalmente la
despersonalización sino que, por el contrario, pueden constituir, dentro de
ciertos límites, un campo favorable para imprimir un sentido personal a la
vida de ese individuo). Las individualidades flotantes, en el seno de la gran
cosmópolis, resultarían no precisamente de situaciones de penuria
económica, ni tampoco de anarquía política o social (anomia) propia de las
épocas revolucionarias, sino de situaciones en las cuales desfallece, en una
proporción significativa, la conexión entre los fines de muchos individuos y
los planes o programas colectivos, acaso precisamente por ser estos
programas excesivamente ambiciosos o lejanos para muchos individuos a
quienes no les afecta que «el romano rija a los pueblos para imponer la
justicia». (La idea de «individuo flotante» está desarrollada en Gustavo
Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto
antropológico de heterías soteriológicas», en El Basilisco, primera época, nº
13, 1981, págs. 12-39.)
1.3. Principia media de la teoría filosófico política
Hemos dicho que los principia media de una teoría filosófica no pueden
considerarse derivados de sus principios últimos; en este sentido los
principia media se apoyan en el terreno cuasiempírico constituido por un
campo político, en un proceso histórico ya dado y al que nos incorporamos
«en marcha». Pero tampoco es correcto concluir que los principia media
constituyen un sistema autónomo, fundado en la «experiencia empírica». Y
no es correcto por estos tres motivos principales:
a) Que la experiencia empírica, efectivamente, nos ha de ser dada (o
proporcionada) por los «hechos históricos» (por ejemplo, es un hecho
histórico que en 1995 existan 226 Estados reconocidos con asiento en las
Naciones Unidas). Pero este material dado, como un hecho, podrá ser
«leído» o «estructurado» de muy diversas maneras, según la «acción» de
determinados principios primeros (en nuestro caso, reconoceremos la acción
de principios lógico materiales, holóticos, a saber, aquellos que distinguen
las totalidades distributivas --y las relaciones isológicas entre sus partes-- de
las totalidades atributivas --y las relaciones sinalógicas entre sus partes--);
distinción que comporta a su vez un modo de entender la conexión entre los
extremos distinguidos.
b) Los principia media, fundados en una experiencia leída desde principios
lógico materiales, aunque no derivan de los principios últimos, no son
tampoco independientes de ellos. Su dependencia (habida cuenta de las
alternativas reconocidas en cada uno de los principios últimos) es de índole
sinecoide. Esto equivale a decir que los principios medios de la teoría
filosófico política, aunque son independientes de cada una de las opciones
de principios últimos, no lo son de su conjunto.
c) El alcance de los principia media depende del sistema de alternativas de los
principios últimos escogidos. Cada uno de esos sistemas de alternativas
«moldea» los principia media según una morfología característica, e imprime
a dichos principios un sentido también característico (no es lo mismo
desarrollar los principios medios que establecen la denotación del conjunto
de sociedades políticas del presente desde coordenadas idealistas o
teológicas, o desde coordenadas materialistas).
§1. La distribución de la Humanidad del presente en sociedades políticas
1. ¿Qué entendemos por «Presente»? Cuando hablamos del Presente no nos
referimos al ahora, ni siquiera al hoy; nos referimos al presente en cuanto
categoría dada a escala histórico cultural que sólo puede delimitarse por
relación a categorías tales como «Antigùedad», «Epoca Moderna» o «Edad
Contemporánea». Definir el Presente implica, según esto, una «teoría de la
Historia», a la manera como definir el Cielo (en cuanto bóveda celeste de
nuestro espacio óptico) implica una «teoría de la Naturaleza». Ahora bien, a
nadie se le oculta la dificultad de definir el Presente. Existe una gran
variedad de concepciones o teorías del Presente y, lo que es más importante,
de teorías mutuamente entrelazadas aunque sea de un modo polémico; su
simple análisis autorizaría a instituir una suerte de disciplina particular que
denominamos Presentología. En efecto, se definirá unas veces el Presente
como la «Epoca Contemporánea» (en el sentido de Fichte), o bien como la
«Epoca Coetánea» (en el contexto de la teoría de las generaciones de
Ortega), o bien como la «Epoca Moderna», aunque otras veces el Presente
será definido como la «Epoca Postmoderna». Para algunos el Presente se
definirá como la época que nos pone en las vísperas del advenimiento del
Comunismo real, del final del Capitalismo; pero para otros el Presente
representará el Fin de la Historia, unas veces que se haya producido el
desarrollo victorioso de la Democracia parlamentaria y de la economía de
mercado (Fukuyama). Algunos definen el Presente como la «tercera ola»
(Alvin Toffler), como la sociedad postindutrial o como la época de los
«contactos en la tercera fase», o las vísperas del reinado del Anticristo.
Nosotros definiremos el Presente a partir de la idea de una sociedad
universal (planetaria) que ronda ya los siete mil millones de individuos. Una
sociedad, por tanto, que constituye un todo atributivo, cuya constitución,
como tal, comenzó propiamente, según señaló Marx, a raíz del desarrollo
del capitalismo mercantil, en la «era de los descubrimientos». Un todo
planetario cuyas partes, sin embargo, aunque no se relacionan precisamente
por vínculos de fraternidad o de armonía, no dejan de ser menos
interdependientes. La sociedad actual, en cuanto sociedad planetaria, sólo
puede subsistir como sociedad industrial (el concepto de sociedad
postindustrial es vano). Y como sociedad industrial que requiere
precisamente los servicios de las ciencias, y en particular de una gran ciencia
que crece exponencialmente y no ya logísticamente como crecía la pequeña
ciencia del pasado.
El presente que comienza a configurarse a partir del descubrimiento de
América se va configurando con la consolidación de los Estados nacionales
levantados frente a la Iglesia romana. Tras la Segunda Guerra Mundial el
presente está políticamente organizado como un conjunto de sociedades
políticas soberanas, de Estados, resultantes de la liberación progresiva (al
menos desde el punto de vista jurídico formal) de los Protectorados,
Fideicomisos y Colonias procedentes de los siglos anteriores. Por lo demás
los Estados que tienen hoy asiento en las Naciones Unidas tienen un alcance
muy diverso, que va, por ejemplo, desde la República de Seychelles (con 280
km² y 69 mil habitantes) hasta la República Popular China, que rebasa los
mil doscientos millones de habitantes. Las diferencias estelares en el terreno
económico, lingùístico, cultural y social no pueden ser subestimadas; ellas
obligan a reclasificar los dos centenares de sociedades políticas hoy día
reconocidas en grandes grupos, que tienen también, al menos
indirectamente, un significado político (hemisferio norte y hemisferio sur,
bloque de la Unión Europea, bloque de la OEA, primer mundo y tercer
mundo, países desarrollados y subdesarrollados, las tres grandes razas
consabidas: mongólidos, európidos y négridos). Juegan también un papel
importante para la teoría política la existencia, considerada residual desde
fuera, en visión que no es aceptada desde dentro, de sociedades políticas
preestatales, ejemplificadas por las tribus amazónicas, en conflicto con los
Estados envolventes.
En conclusión, la distribución política actual de la humanidad en los dos
centenares de sociedades políticas de referencia tiene fuentes muy diversas:
la génesis de las unidades políticas actuales es muy heterogénea, y se
extiende desde la continuación de unidades tradicionales seculares, hasta las
situaciones de liberación, emancipación o incluso creación «artificiosa» por
los demás Estados, como pueda ser el caso del Estado de Israel. Las
relaciones comerciales y sociales entre los Estados son también muy
heterogéneas, y en gran medida dependen de las relaciones políticas
formalizadas entre estos Estados (doble nacionalidad,federación, ligas, &c.).
Sin embargo, consideradas sincrónicamente las unidades políticas del
presente, y por abstracción, aunque con fundamento jurídico y objetivo,
podemos considerar a la Humanidad del Presente como una totalidad
distributiva íntegramente repartida en 226 sociedades políticas que es
preciso categorizar a título de partes distributivas. Otro modo de analizar
esta estructura política del presente será el considerar al «Género humano»
como la clase G de individuos humanos en la que están definidas ciertas
relaciones de equivalencia E (la «connacionalidad», en su sentido político),
relación universal pero no conexa; el cociente G/E es el conjunto de clases
sin elementos comunes, clases disyuntas, que constituyen cada uno de los
Estados (al menos en tanto no se admita la doble nacionalidad). La realidad
de esta estructura distributiva de la Humanidad se manifiesta sobre todo en
el plano jurídico del Derecho Internacional, y se refleja en las líneas
fronterizas que separan las diferentes sociedades políticas, así como el título
de soberanía propio de cada Estado.
2. La Humanidad, como totalidad distributiva, consta políticamente
hablando, de un conjunto de partes entre las cuales median relaciones de
isología (algo así como semejanza, igualdad o analogía). Isología establecida
respecto de una categoría material dada (en nuestro caso la Política).
Cuando el conjunto de partes distributivas, con relaciones establecidas de
isología, se comportan como una estructura abstracta respecto de las
relaciones sinalógicas (que son las relaciones de contacto, interacción,
influencia, intercambio pacífico o polémico) que las partes pueden mantener
(hasta el punto de dar lugar a una totalidad atributiva), hablaremos de
totalidades mixtas o isoméricas. Podemos ejemplificar esta situación con los
organismos: el organismo será un totalidad distributiva en cuanto sea
considerado como conjunto de células isológicas, en la medida en que
puedan abstraerse las relaciones de interacción mutuas (en teoría, la
tecnología científica actual permitiría hoy aislar físicamente cada una de las
células de un organismo); sin embargo, a la vez, las células de un organismo
están sinalógicamente interconectadas constituyendo un todo atributivo
(por sinapsis, por ejemplo). Por supuesto las células del organismo, sin
perjuicio de su isología, mantienen diferencias específicas que permiten
reorganizarlas en tejidos diversos, órganos, células nerviosas, conjuntivas,
&c.
Otro tanto ocurre con los Estados de la Sociedad Universal, y ello debido al
carácter de las unidades políticas que la componen, a su territorialidad, que
conlleva la necesidad de que cada unidad política esté vinculada a otras
vecinas y esto de modo recurrente y circular (dada la esfericidad del
planeta). De hecho se reagrupan en bloques, constelaciones (con astros y
satélites), círculos tipo kula (como podría serlo la Unión Europea), que, aun
definidos económicamente, tienen un reflejo político inmediato.
§2. Los tipos de relación fundamental de cada sociedad política con las demás
1. Una totalidad atributiva isomérica, como la Humanidad repartida en
sociedades políticas, podrá ser considerada desde la perspectiva de la
isología y desde la perspectiva de la sinalogía (que, como hemos dicho, han
de ir referidas a un fundamento material dado que puede cambiar
permaneciendo invariante la perspectiva conjugada). Desde cada
perspectiva habrá de poderse determinar la otra estructura, aunque en
grados diferentes.
a) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde una
perspectiva isológica, podrán disponerse con arreglo a alguna gradación
determinable en las relaciones sinalógicas entre sus partes; gradación que se
extiende desde los grados mínimos de sinalogía (límite nulo = 0) hasta los
grados máximos de sinalogía (=1). Supongamos, como ejemplo, una
multiplicidad isomérica de moléculas (totalizadas atributivamente en un
recinto dado) definidas por una relación de isología cuyo fundamento sea su
estructura química (moléculas de un mismo elemento químico, por ejemplo
el sodio, Na). Manteniendo esta isología (es decir, sin descomponer el sodio
en sus componentes nucleares) podemos tomar como fundamento de la
relación sinalógica entre las moléculas el contacto físico entre ellas; el grado
mínimo de sinalogía lo encontraremos en el estado gaseoso de esa
multiplicidad cuando el recinto es de gran volumen y poca presión. El grado
máximo de contacto sinalógico lo encontraremos en el estado sólido
cristalino.
b) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde la perspectiva
sinalógica, podrán a su vez disponerse según alguna gradación de las
relaciones isológicas entre sus partes, desde un grado mínimo de isología
(límite nulo = 0) hasta un grado máximo (=1). Supongamos como ejemplo la
multiplicidad de moléculas de agua en estado líquido depositadas en
diversos recipientes, y tomemos, como criterio de isología, la identidad
química de tales moléculas. Podemos ordenar estos recipientes atendiendo a
las relaciones de isología química, desde una isología mínima (que podemos
hacer consistir en la diversidad isotópica de las moléculas de agua de un
recipiente dado) hasta una isología máxima (cuando las moléculas de agua
sean todas ellas del mismo peso atómico o posean los mismos tipos de
«enlaces de hidrógeno»).
2. La multiplicidad de sociedades políticas del presente pueden
considerarse:
a) Como una totalidad distributiva, según las relaciones de isología política
fundada en la condición que sus «partes» tienen de Estados soberanos
independientes, por tanto, implicando la misma distributividad o
independencia en la participación estructural de la relación de soberanía
política.
b) Como una totalidad atributiva según relaciones políticas de sinalogía
entre Estados (relaciones políticas, no ya estrictamente económicas, sociales,
&c., sin perjuicio de su entrelazamiento real) que haremos consistir
fundamentalmente en la interacción política o influencia política de unos
Estados sobre otros. (Esta interacción puede tener lugar ya sea a través de
una intervención militar, capaz de mudar el régimen de un Estado
determinado, ya a través de la acción ejemplar que un Estado pueda ejercer
sobre otros de su entorno).
3. Ahora bien: las sociedades políticas, como partes de una sociedad
universal U, explícitamente interrelacionadas de modo político en la
Sociedad de las Naciones Unidas (ONU), dicen necesariamente relaciones
mutuas; por lo que, tomando cada unidad como terminus a quo de la relación
habrá que afirmar que cada sociedad tiene que mantener relaciones políticas
fundamentales (es decir, no circunstanciales o meramente coyunturales) con
las otras sociedades políticas de su entorno, entorno que, en el límite, está
constituido por todas las demás sociedades. Son pues relaciones uni-
plurívocas (para n unidades políticas habrá n-1 relaciones uni-plurívocas,
por tanto, (n-1)*(n-1)=(n-1)²=n²+1. Representaremos por (X,[Y]) estas
relaciones uni-plurívocas de X con cada uno de los demás Estados (no con
su conjunto).
La totalidad de estas n²+1 relaciones políticas uni-plurívocas, sin embargo,
no tienen por qué ser todas ellas homogéneas (simétricas, transitivas), como
podría deducirse (si nos atuviéramos únicamente al supuesto de igualdad
entre todos los Estados soberanos). La isología de la que hablamos se
fundamenta en caracteres más bien negativos, o que implican negatividad
(independencia de los Estados, soberanía); pero esto no implica que las
diversas sociedades políticas deban ser políticamente homogéneas, y no ya
sólo en sus constituciones internas (Repúblicas presidencialistas,
Democracias populares, Monarquías, ...) pero ni siquiera en la orientación
fundamental o norma que preside las relaciones de cada una con las demás.
Ya de la mera circunstancia de que la totalidad de las sociedades políticas se
considere subdividida, incluso jurídicamente, en los grupos reconocidos
como «grandes potencias» y «pequeñas potencias», o bien se agrupen en
ligas, alianzas, uniones o bloques, podría deducirse que las relaciones uni-
plurívocas no tienen por qué ser homogéneas. Lo que significa que será
necesario clasificarlas. Ahora bien, los criterios para esta clasificación son
múltiples, pero aquí nos atendremos, para mantenernos en nuestros
principios, al criterio más universal y formal posible, que es, sin duda, el
que está vinculado con la misma estructura holótica de la sociedad de
referencia, la Sociedad Universal.
Según esto, la tipología de estas relaciones uni-plurívocas fundamentales
que obtendremos, no por ser muy indeterminadas o abstractas dejan de ser
menos profundas o significativas. La indeterminación tiene que ver:
a) con la posibilidad constante de interpretar las relaciones en el plano emic
o intencional de la norma de cada Estado, y en el plano etic o efectivo, según
criterios de análisis pertinentes. En cualquier caso la intencionalidad
normativa no puede ser subestimada a pesar de sus constantes desviaciones
empíricas efectivas.
b) la dificultad de inscribir a un Estado determinado en una tipología dada,
y no sólo porque haya que tener en cuenta la posibilidad de su variación.
Tipología de las normas políticas fundamentales (intencionales)
que presiden las relaciones uni-plurívocas (X,[Y]) entre las sociedades
políticas

Grado de cada
tipo según la
disposición del
otro Grados mínimos Grados máximos
(límite = 0) (límite = 1)
Tipo holótico
de relación
política

I II
Isología de X con [Y] Isología de X con [Y]
con sinalogía política con relaciones de
Isología política mínima: coexistencia sinalogía política
simple; límite: máxima; límite:
norma del norma del
Aislacionismo Ejemplarismo

III IV
Sinalogía de X con [Y] Sinalogía de X con
con isología política [Y] con isología
Sinalogía mínima; límite: política máxima;
política norma del límite:
Imperialismo norma del
depredador Imperialismo
generador

Observaciones sobre la Tabla:


1. La tabla va referida a normas imputables emic a una sociedad, pero en la
medida en que tal normatividad intencional quede reflejada etic en algún
comportamiento objetivo. A veces la imputación de una norma a una
sociedad depende de sus relaciones con ella: una sociedad colonizada
tenderá a ver a la metrópoli como un Imperio depredador, aunque la
metrópoli no se considere como tal. La constatación de una normatividad
interna intencional, en una sociedad, no garantiza en ningún caso que en la
práctica empírica esa norma haya de ser seguida de un modo constante.
2. Cabe suscitar la cuestión acerca del orden histórico genético que pudiera
mediar entre las normas de la tabla, así como la cuestión de la
transformabilidad de las unas en las otras.
3. Ejemplos del tipo I: la norma del Aislacionismo podría simbolizarse en la
sociedad china de la dinastía Tsin (249-210), cuando el emperador Tse-
Hoang-Ti mandó construir la Gran Muralla y quemó todos los libros de
Confucio y de los letrados, a la par que abolió el sistema feudal. Sin
embargo es muy dudoso que la norma de Tse-Hoang-Ti fuese la del
aislacionismo.
Acaso los ejemplos de esta norma, en su grado límite, habría que ir a
buscarlos en las utopías autárquicas (generalmente situadas en islas: la isla
de Utopía, la isla de la Ciudad del Sol), que describen modelos de sociedad
política apartada de todas las demás, autosuficientes, &c. Sin embargo, y sin
llegar a este límite (que estará siempre mediatizado por la realidad de
losintercambios mercantiles, religiosos, ...) la norma de tipo I ejerce su
influjo en las políticas de co-existencia simple (pacífica) y en la norma de no-
ingerencia en los asuntos de cada Estado. Desde este punto de vista habría
que concluir que la norma de tipo I, cuando no se lleva al límite, es acaso la
que tiene mayor implantación en el conjunto de las sociedades políticas del
presente. Es obvio que esta norma está desmentida cada vez con mayor
frecuencia dado el incremento de las relaciones comerciales, tecnológicas,
ideológicas,... entre los diversos Estados de la sociedad universal.
4. Ejemplos del tipo II: la norma del ejemplarismo podrá considerarse muy
probable supuesto un campo de Estados equilibrados en poder y a la vez
relacionados comercialmente, o también de estados pequeños enfrentados a
la presión de las grandes potencias. Cada sociedad política tenderá a
constituirse como un ejemplo a seguir por las demás, al menos las de su
entorno. Tal sería el caso de la polis democrática ateniense, tal como nos la
presentó Pericles en el famoso Discurso en recuerdo de los muertos
transmitido o reconstruido por Tucídides.
En general la teoría política de Platón o de Aristóteles tiende a presentar a la
sociedad política desde este tipo de norma fundamental. La contraposición
entre Sócrates y Protágoras, en el diálogo platónico de este nombre, tiene
mucho de la contraposición entre una normatividad de tipo I (defendida por
Protágoras y considerada habitualmente como relativismo) y una norma de
tipo II (que sería la defendida por Sócrates).
5. Ejemplos del tipo III: la norma del imperialismo depredador propone a la
sociedad de referencia X como modelo soberano al que habrán de plegarse
las demás sociedades políticas y, en el límite, tenderá a anexionarlas bajo su
tutela. Es la norma del colonialismo. Las demás sociedades políticas sólo
existirán, para la de referencia, a título de colonias, susceptibles de ser
explotadas. La norma es poner a las demás sociedades al servicio de la
sociedad imperialista. Como ejemplo canónico en la Antigùedad cabría citar
el Imperio Persa de Darío. Como ejemplo de la Edad Moderna al
imperialismo inglés u holandés, en tanto que aquel se regía por la regla del
exterminio, en sus principios americanos, o por la del gobierno indirecto en
sus finales del imperio africano y asiático. Como ejemplo de la norma del
imperialismo depredador en la Edad Contemporánea es obligado citar a la
norma de la Alemania nazi del III Reich, basada en los principios de la
superioridad de la raza aria.
6. Ejemplos del tipo IV. La norma del imperialismo generador es la de la
intervención de una sociedad en otras sociedades políticas (en el límite: en
todas, en cuanto imperio universal) con objeto de «ponerse a su servicio» en
el terreno político, es decir, orientándose a «elevar» a las sociedades
consideradas más primarias políticamente (incluso subdesarrolladas o en
fase preestatal) a la condición de Estados adultos, soberanos. La norma del
Estado por tanto es generar Estados nuevos, y la dialéctica de esta norma es
que ella, o bien habrá de cesar al cumplirse su objetivo (transformándose en
una norma de tipo II) o bien habrá de cesar si se llega a la constitución de un
estado universal único, a la creación de la clase de un solo elemento, que
podría simbolizarse en la ciudad o Estado universal (la Cosmópolis de los
estoicos).
Los ejemplos más notorios en la Antigùedad que cabría citar son: el Imperio
de Alejandro Magno y el Imperio Romano (al menos en la medida en que su
norma fundamental se considere expresada en los célebres versos de
Virgilio: Tu regere Imperio populos, romane, memento). No es nada fácil
mantener esta norma emic como criterio de interpretación de la historia del
Imperio romano, que habitualmente suele ser interpretada, incluso desde el
materialismo histórico, como ejemplo eminente de imperialismo
depredador. Ni se trata de negar la justeza de la interpretación, según el tipo
III, de la historia de Roma en la mayor parte de su trayectoria; se trataría de
evaluar de qué modo influyó, sin embargo, la norma estoica (por ejemplo,
considerando la concesión del título de ciudad --con Senado, &c.-- a
diversos municipios del Imperio en la época de Caracalla).
El ejemplo más notorio de imperialismo generador en la época moderna es
el del Imperio español, y en ello cabría establecer la diferencia entre su
imperialismo y el imperialismo inglés coetáneo. Tampoco se trata aquí de
ignorar las prácticas depredadoras del imperialismo español, pero sería
absurdo considerarlas como derivadas de su norma fundamental, teniendo
en cuenta que estas prácticas fueron continuamente vistas como
transgresiones de la norma fundamental, ya desde la época de la Conquista
(Las Casas, Montesinos, Vitoria, Suárez).
Como ejemplos de sociedades políticas regidas en nuestro siglo por la
norma IV hay que citar, desde luego, a la Unión Soviética, por un lado (en
cuanto impulsora de los movimientos de liberación nacional, y esto sin
perjuicio de sus prácticas depredadoras) y a los Estados Unidos de América
por otro (en tanto se presentan como garantes de la defensa de los derechos
humanos y de las democracias, y esto dicho con las mismas reservas que
hemos aplicado a la Unión Soviética).

§3. Los tipos de relaciones fundamentales mutuas: tabla de situaciones


Los tipos de normas fundamentales establecidos en el §2 se refieren,
obviamente, a cada una de las sociedades políticas, pero abstrayendo las
relaciones recíprocas (sean simétricas o asimétricas) que las otras sociedades
políticas del entorno puedan mantener con la sociedad de referencia.
Relaciones recíprocas que pueden también ser muy variadas desde el punto
de vista empírico; sin embargo aquí nos importa examinar las situaciones
teóricas que puedan ser concebidas sin salirnos fuera del horizonte propio
de las relaciones entre las sociedades políticas en el sentido establecido. Se
nos abre aquí, por tanto, la posibilidad de trazar una matriz resultante de
poner en correspondencia cada tipo de norma fundamental de una sociedad
política X con los otros tipos de normas que presiden las sociedades Y que
tengan relación con la primera. La matriz comprenderá 4*4=16 situaciones,
que podremos disponer en una tabla autológica de doble entrada. Así pues,
mientras que la tabla del §2 se refiere a relaciones uni-plurívocas, la tabla de
situaciones de este §3 contempla las relaciones pluri-plurívocas entre las
sociedades políticas.
Tabla de situaciones susceptibles de ser ocupadas por las sociedades
políticas
orientadas según los tipos de normas fundamentales

Y I II III IV
Norma de Norma de Norma del Norma de
X
la la imperialismo imperialism
coexistencia coexistencia depredador generador
simple ejemplar

I
Norma de la
Situación 1 Situación 5 Situación 7 Situación 9
coexistencia
simple

II
Norma de la
Situación 6 Situación 2 Situación 11 Situación 13
coexistencia
ejemplar

III
Norma del Situación
Situación 8 Situación 3 Situación 15
imperialismo 12
depredador

IV
Norma del Situación Situación
Situación 16 Situación 4
imperialismo 10 14
generador

Observaciones a la tabla:
1. Las situaciones producto del cruce han sido numeradas teniendo en
cuenta las propiedades lógicas de la tabla:
a) Ante todo, los cuatro cuadros «diagonales» (de la diagonal principal) se
numeran correlativamente para subrayar el común carácter simétrico de las
situaciones por ellos representadas (por ejemplo, la situación 1 es la
constituida por dos Estados que se rigen por la norma de la coexistencia
política simple, en el límite, por la norma de un aislacionismo mutuo de tipo
«megárico»).
b) Las restantes situaciones son asimétricas; sin embargo entre ellas los
cuadros opuestos respecto de la diagonal principal son equivalentes (pues
es igual la relación X,Y que la relación Y,X). Por ello los numeramos de
forma que los cada dos cuadros homólogos tengan números consecutivos,
según las siguientes equivalencias: 5=6, 7=8, 9=10, 11=12, 13=14 y 15=16.
2. Teniendo en cuenta las equivalencias entre cada dos cuadros de los doce
distintos de la diagonal principal, es decir, reduciendo las doce situaciones a
las seis equivalentes, y agregando las cuatro situaciones diagonales,
obtenemos una clasificación de 6+4=10 situaciones fundamentales.
3. Las relaciones representadas en la tabla no son reflexivas; los cuadros
diagonales incluyen simetría entre X e Y, pero no reflexividad (X,X o Y,Y).
Tampoco hay transitividad. En la medida en que la relaciones pueden ser
simétricas o asimétricas tampoco puede hablarse de relaciones de
dominación, salvo parcialmente en situaciones encadenadas que puedan
representarse según matrices de dominación.
4. Cuanto a las situaciones diagonales (simétricas): no solamente en las
relaciones sociales etológicas o humanas, en general, suele cumplirse la
regla de que la competencia y el antagonismo surge más entre los iguales
que entre los desiguales. También entre las relaciones entre las sociedades
políticas, las relaciones simétricas (más próximas a la igualdad) pueden
implicar un antagonismo o incompatibilidad que a veces las relaciones
asimétricas no implican. Esto no significa que las situaciones simétricas
hayan de ser siempre antagónicas. Concretando: las situaciones 1 y 2 no son
por sí mismas antagónicas; las situaciones 3 y 4 son antagónicas por
principio (al menos en la medida en que quepa establecer una intersección
de su influencia sobre alguna tercera sociedad política dada). En la medida
en que sea posible establecer «zonas de influencia» disyuntas el
antagonismo disminuirá, y más en la situación 3 que en la situación 4.
Las situaciones 1 y 2 definen la situación genérica de la coexistencia pacífica;
las situaciones 3 y 4 definen una situación genérica de antagonismo
polémico, incluso de guerra virtual.
La situación 3 recoge la incompatibilidad de dos imperios depredadores
ante las mismas terceras sociedades políticas (por no citar aquí las
preestatales): podría ejemplificarse esta situación por el antagonismo de
Roma (si la interpretamos bajo la norma III) y Cartago (Delenda est Cartago).
Sin embargo, si mantenemos la interpretación de Roma desde la norma IV,
el delenda habría que inscribirlo en la situación 15.
La situación 4 podría ser ejemplificada por la guerra fría que después de la
Segunda Guerra Mundial se estableció entre EE.UU. y URSS, en realidad
hasta la caída de la «tercera Roma».
5. La situación 5 y 6 es la ocupada por dos sociedades políticas que
respetándose en sus soberanías mantienen una relación asimétrica
«ejemplarizante» de naturaleza política, que se llevará adelante por vía de
propaganda política, ideológica, proselitismo, &c., como pueda ser el caso
de la propaganda de las monarquías parlamentarias.
6. La situación 7 y 8 está constituida por una sociedad no agresiva y una
sociedad depredadora; aquella desarrollará estrategias de repliegue o de
resistencia. Es la situación a la que debe hacer frente toda política
colonialista.
7. La situación 9 y 10 es similar a la situación 7 y 8, sólo que la política será
diferente. También aquí habrá estrategias de resistencia, incluso más
intensas, por parte de las sociedades del tipo I; sin embargo cuando Francia,
en sus conquistas africanas del siglo XIX, buscaba elevar a los nuevos países
a la condición de diputados de la Asamblea francesa, desempeñaba una
política diferente a la meramente colonial.
8. La situación 11 y 12 es similar a la 7 y 8, pero en el momento en el que la
resistencia (rebelión o liberación) sea mayor; puesto que las sociedades
sometidas mantendrán una llamada «fuerza moral» derivada de su norma
constitutiva. Probablemente esta situación permitiría definir a la situación
de la Cuba revolucionaria frente a los EE.UU. (interpretados como potencia
depredadora).
9. La situación 13 y 14 implica también conflicto; si bien este conflicto se
atenuará en el caso en el que los modelos de constitución de X,Y sean
convergentes (caso de las guerras napoleónicas en Europa respecto de
algunas sociedades políticas, sobre todo alemanas). Pero el «imperio
generador» no podrá tolerar una sociedad ejemplar no convergente con la
suya; esta modulación de la situación 13 y 14 plantea un caso de singular
interés teórico, y obliga a analizar las causas de esta intolerancia: la situación
de los EE.UU. (interpretados emic como «imperio generador») frente a la
Cuba revolucionaria.
10. La situación 15 y 16 nos pone delante de un enfrentamiento total, que
podría simbolizarse en el antagonismo entre Alejandro y Darío: «así como
no puede haber dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos Darío y yo en la
Tierra».
1.4. Planes y Programas políticos
§1. Planes y Programas políticamente determinados
En esta sección se tratará de aplicar las ideas sobre los fines prolépticos, y la
distinción entre planes y programas, al campo político. Según esto un
conjunto de distinciones fundamentales habrían de ser desarrolladas: una
cosa serían los planes políticos universales y los regionales; unos serían los
fines (intereses) globales y los particulares; distintos serían los programas
genéricos y los específicos.
Los planes y programas se determinan políticamente cuando se aplican al
campo político; el punto previo que aquí se nos presenta es la distinción
entre planes y programas políticamente racionales y los planes y programas
utópicos. El materialismo filosófico rechaza determinantemente la utopía
del horizonte de los planes y programas políticos. La utopía es para la
política lo que la contradicción es para la matemática. Un programa o plan
utópico, en cuanto irrealizable, deja de ser programa o plan y se convierte en
mera especulación (otra cosa es que esta especulación pueda tener efectos
sociales de estímulo o de consuelo; en este caso la acción de los planes y
programas no tiene lugar en cuanto tales sino en cuanto instrumentos de la
propaganda política). Otra distinción fundamental es la que se refiere a la
región en la cual los programas y los planes deben ser aplicados en el campo
político: si esta región es la de las estructuras llamadas culturales, las
estructuras sociales o bien las estructuras políticas relativas a los aparatos
del Estado, a los contenidos de la capa conjuntiva, o cortical de la sociedad
política, &c. Y por último una distinción central es la que se establece entre
planes del presente (en el sentido histórico definido anteriormente) y los
planes para el futuro (histórico). Los planes del presente son planes (a corto
o medio plazo), es decir, son planes o programas cuya ejecución pueda ser
ensayada en el horizonte del presente; los planes y programas del futuro
forman parte de la llamada programación secular, que calcula a escala de
unidades que rebasan el horizonte del presente, hasta alcanzar un radio de
50, 200 o incluso 500 años. Es muy dudoso el sentido de cualquier
planteamiento de planes de futuro de un radio superior a un determinado
número de años (pongamos por ejemplo, el siglo). Esto es debido a que la
concatenación causal de los efectos determinados por nuestros actos no
puede ser dominada por nuestra ciencia, dados los componentes «caóticos»
(aunque deterministas) que constituyen los procesos del campo político.
§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre nuevo
La palabra revolución, como es sabido, se acuñó, en la época moderna, en
contextos astronómicos (De Revolutionibus Orbium, de Copérnico). La idea de
revolución astronómica, en cuanto idea geométrica, implicaba el
movimiento cíclico (circular), determinado por el giro de los astros que
ocupan posiciones diferentes alejándose y acercándose a un punto tomado
como referencia. No es fácil explicar la transformación de este concepto
cíclico (y, en este sentido, conservador) de la revolución astronómica en el
concepto de la «revolución política», en tanto que ésta implica, más que la
conservación, la transformación irreversible, tras una «vuelta del revés», del
estado de cosas anterior. Probablemente la transformación del concepto
astronómico en el concepto político de revolución tomó pie, en el contexto
de la ideología del progreso (Fontenelle, muy especialmente), en la
circunstancia de que el De Revolutionibus de Copérnico implicaba también
un «giro copernicano» (pero ahora en el sentido que Kant dio a esta
expresión) en cuanto a las relaciones entre el Sol y la Tierra, por respecto a la
astronomía de Tolomeo. De este modo entenderíamos có243;mo la
revolución copernicana, si bien es conservadora cuando se aplica al curso de
los astros mismos, es revolucionaria, ahora en el sentido lineal e irreversible,
cuando se aplica al curso de las teorías astronómicas (el sentido en el que
Kuhn la ha utilizado más recientemente). Por otra parte no puede olvidarse
que la misma «revoluciónconservadora» de los astros contiene ya el proceso
de la «vuelta del reves» del planeta que, aun moviéndose en la misma
órbita, está destinado a ocupar posiciones diametralmente opuestas, que
invierten las posiciones de sus relaciones internas.
Este es sin duda el sentido de «revolución» que pasó a la política cuando se
utilizó para designar aquellos cambios que implicasen una «vuelta del
revés» de determinadas relaciones políticas, como pudieran serlo el traspaso
de los poderes políticos controlados por el poder real al pueblo hasta
entonces sometido a este poder. Esto nos indica también que la idea de
revolución política es indisociable de los parámetros adoptados para
establecer la función del giro revolucionario.
En este sentido la idea de revolución política sólo puede precisarse cuando
va referida a un determinado orden establecido que se trata de subvertir, de
suerte que lo que está delante se ponga detrás o lo que se ponga arriba se
ponga debajo, o viceversa. Desde este punto de vista las revoluciones
políticas pueden tener sentidos precisos pero muy diversos entre sí. La Gran
Revolución de 1789 se mantuvo, sin duda, dentro de parámetros definibles
en lo que llamamos «capa conjuntiva» del cuerpo social. La idea de una
revolución más profunda, que afecte no solamente a una estructura
conjuntiva determinada, sino a la propia estructura basal, económica y aun
personal de la humanidad, está también, de un modo u otro, presente en las
grandes concepciones políticas modernas y contemporáneas, que ligan la
revolución política a las ideas de libertad, de desarrollo humano. Y esta es la
razón por la cual constituye siempre una cuestión capital la de discutir el
sentido que pueda tener la idea de una revolución profunda que no sea
revolución universal, es decir, una revolución que afecte a todos los
hombres, y no sólo a los hombres de una sociedad política determinada. Sin
embargo hay que tener en cuenta que el proyecto de una revolución
universal, que afectase sin duda a todos los hombres, no debe identificarse
con el proyecto de una revolución capaz de transformar por igual a todos
los hombres; puesto que la revolución universal podría ser pensada desde la
perspectiva de una sociedad política concreta que se propusiese, como
misión revolucionaria, conseguir el desarrollo espiritual y cultural más alto
posible de la humanidad a través de un grupo privilegiado, pero
reconociendo la necesidad de apoyarse en todos lo demás hombres a título
de servidores suyos, para cumplir su misión.
La idea de una revolución total, que aun actuando desde coordenadas
políticas afecte a la totalidad del hombre hasta el punto de dar lugar a la
aparición de un «hombre nuevo», parece exigir una concepción de la
política que habría de desbordar el horizonte de la acción en el Presente,
para enfrentarse con un Futuro histórico indefinido, en el cual un modelo
especulativo de «hombre nuevo» pudiera ser dibujado. El peligro de que
este «hombre pleno» planeado para el futuro no sea otra cosa sino una
especulación utópica, por no decir infantil, invita a plantear el problema de
un hombre nuevo en términos del Presente, más accesibles a la acción
política positiva. Esta acción será a veces concebida como una revolución
cultural, o como implicando una revolución pedagógica, o económica.
Todas estas definiciones de la revolución dependen enteramente de las
coordenadas según las cuales se defina la situación de cada sociedad política
actual en relación con las demás sociedades. El materialismo filosófico llama
la atención sobre los peligros a los que la idea metafísica de alienación da
lugar en el momento de definir la revolución orientada a la instauración del
«hombre nuevo». Si el «hombre alienado» sólo puede definirse en función
de un «hombre nuevo» cuya estructura suponemos indefinible, a su vez el
«hombre nuevo» no podrá ser definido en función de una «alienación» cuya
naturaleza metafísica damos por supuesta.
En este sentido y aplicando la doctrina de la conexión entre la prólepsis y la
anamnesis, desconfiamos críticamente de la posibilidad de dibujar el ideal
de un «hombre nuevo» del Futuro que no esté basado en las realidades del
hombre del Presente, de algún modelo humano cuyas características puedan
ser tomadas como modelo ejemplar --o como componente de ese modelo--
de «hombre nuevo» que un proyecto revolucionario tienda a consolidar y
desarrollar. Por esta razón los proyectos revolucionarios estarán siempre en
función de la naturaleza y estructura de la sociedad política en la que se
configuran; no puede ser idéntico el proyecto revolucionario de una
sociedad imperial depredadora que el proyecto revolucionario de una
sociedad política generadora (y no sólo de un modo intencional, sino
efectivo) o aislacionista. En cualquier caso habrá que mantener siempre la
alerta en torno a las diferencias que existen entre un proyecto meramente
poético o utópico y un proyecto político efectivo.
Gustavo Bueno
(15 de febrero de 1995)

¿Qué significa «cine religioso»?

Gustavo Bueno
«Cine religioso» es una expresión, o un rótulo (podría decirse) que se utiliza
ordinariamente, sin mayores dificultades, para designar a un cierto «género
cinematográfico» en el que se incluyen «series» o «conjuntos» de películas
de temática y orientación definida, sin duda, de un modo convencional. Por
eso, cuando abstraemos toda convención y nos atenemos al análisis de la
expresión «cine religioso», según su «estructura exenta», si la tiene, las
dificultades para asignar a la expresión de referencia un significado preciso
son poco menos que insuperables: baste tener presentes las múltiples
dimensiones que corresponden al adjetivo «religioso». Supongamos que
entendemos la religión como un nombre de las relaciones que los hombres
(incluso las criaturas en general) mantienen con un Dios infinito y que todo
aquello que no mantenga aquellas relaciones, aun queriendo mantenerlas,
habría de ser considerado como «supersticioso»; esto supuesto, ¿cómo
podríamos encerrar a Dios, no ya en el templo (como preguntaba
malignamente Eustacio de Sebaste, el iconoclasta) sino en un film? Dios es
ubicuo, está en todas partes, luego ¿por qué va a ser más religioso un film
que otro, o una «película religiosa» que una brizna de hierba?
Parece evidente que si la expresión «cine religioso» alberga significados más
precisos es porque ella se da concatenada en diferentes premisas, implícitas
o explícitas, que actúan en el momento de usar la expresión de referencia.
Toda una «constelación de premisas implícitas» ha de estar actuando para
que la expresión «cine religioso» pueda constituir un «instrumento
conceptual» útil, por ejemplo, para los programadores de las cadenas de
televisión, públicas o privadas, puesto que, por medio de ese concepto
pueden proceder a excluir, en las emisiones del período de «Semana Santa»,
a las películas «laicas», «profanas», «frívolas», &c., y, a la vez, pueden
proceder a incluir películas que figuran como «términos» de la clase «cine
religioso», tales como Los diez mandamientos, de Cecil B. de Mille{1}, o Jesús de
Nazareth de Zeffirelli{2}. También el público de televisión (como el público de
las salas de cine) sabe a qué atenerse, en principio, cuando considera los
programas de «cine religioso» que se le ofrecían en la época de lo que ha
venido a llamarse, por los historiadores de la España contemporánea,
«época del nacionalcatolicismo», pues estos programas eran ofrecidos con
exclusión de cualesquiera otros.
Pero la referencia a una «constelación de premisas» implícitas en un uso,
más o menos estable, de la expresión «cine religioso» no es un
procedimiento definitivo para determinar los significados de tal expresión.
Porque la «constelación de premisas» va cambiando y, con ella, los usos y
los significados. Una «constelación de premisas» que dice referencia a
«Semana Santa», nos contrae, desde luego, a los relatos evangélicos y, por
extensión natural, a los del Antiguo Testamento, siempre que, además,
según circunstancias, la representación de los relatos sea «ortodoxa»,
incluyendo a veces en la ortodoxia la «fidelidad histórica». Pero los criterios
de ortodoxia, o los de fidelidad, son, a su vez, muy variables. Por ejemplo,
en los anuncios de la prensa diaria sobre las programaciones de televisión
para la Semana Santa de 1992, se añadía, en referencia a la película Jesús de
Nazareth: «Obra maestra de Zeffirelli que narra fielmente la vida de Cristo.»
No se dice si la narración sigue el evangelio de San Marcos, o el de San Juan,
o si se atiene a algunos de los apócrifos; o si la [16] obra de Zeffirelli es
monofisita, o nestoriana, o cristiana. No se decía porque acaso no hacía falta.
Se presupone que «narrar la vida de Jesús» es narrarla conforme a las
premisas vinculadas a la norma de la ortodoxia vigente.
Según este criterio, la expresión «cine religioso», podría interpretarse como
una «regla de formación» de una clase inductiva, una suerte de «definición
por recurrencia»: «Es religioso todo cine (i. e. toda película) que se asemeja a
determinadas películas-patrón, tales como Los diez mandamientos, de Cecil B.
de Mille, o Jesús de Nazareth, de Zeffirelli, o bien que se asemeje a las
películas que se asemejen a éstas, así sucesivamente.»
Sin embargo, la definición anterior sólo en apariencia es rigurosa, porque la
semejanza no es una relación transitiva. Por consiguiente, la determinación
de la semejanza está en función de ciertos «imperativos de contexto», y son
estos imperativos los que hacen posible segregar, por decreto –un decreto
que se identifica muchas veces con la censura eclesiástica– a todas las
películas que no resultasen seleccionadas según la regla de recurrencia
puesta en manos del censor. Dicho de otro modo: el rigor de la definición
inductiva –encomendado, en la época franquista, a la Junta de Censura–
depende de un contexto extrínseco y cambiante y la definición «por el uso»
sólo se nos muestra como rigurosa en el intervalo de invariancia del
contexto. Cuando el contexto evoluciona, o, sencillamente, cuando nos
referimos a contextos culturales diferentes –musulmanes, budistas,
animistas...–, las «reglas de construcción» conducen a conjuntos diferentes.
Tendrían que incluirse dentro del «cine religioso» a películas de temática
religiosa, o veterotestamentaria, aunque se salgan de la ortodoxia y, por
respecto de ella, deban ser consideradas como antirreligiosas (pongamos por
caso: La vida amorosa de Cristo, de Thorsen{3}); a fin de cuentas, este proceder
no plantea problemas muy graves de clasificación, si admitimos que los
contrarios –lo religioso y lo antirreligioso– pertenecen al mismo género
(contraria sunt circa eadem). Porque la blasfemia, el pecado o el diablo son
categorías tan religiosas como puedan serlo la oración, la virtud, o Dios.
Pero, ¿en virtud de qué regla pasamos de la religión cristiana a otras
religiones? ¿Acaso también éstas han de considerarse como contrarias al
cristianismo, según aquel dicho de Jesús: «El que no está conmigo está
contra mí»? ¿O más bien las incluiríamos por razón de considerarlas, no ya
contrarias, sino equivalentes, como equivalentes eran los tres anillos de la
célebre alegoría que el emir Saladino propusiera a Natán, el sabio? Pues es
cierto que cabe incluir en la clase de películas del «cine religioso» a películas
que son blasfemas, o morbosas, o satánicas, desde una perspectiva ortodoxa
dada –La semilla del diablo{4} o Giordano Bruno, de Giuliano Montaldo{5}– sin
que por ello el programador tenga la intención blasfema o satánica (que son
«categorías religiosas»), sino simplemente «sociológica», o «etnológica»,
pongamos por caso. Pero entonces, ¿no nos hemos situado ya «fuera de la
religión»? Y, si es así, dada la neutralidad ante la ortodoxia y la blasfemia,
¿por qué hablar de «cine religioso»? La determinación «religioso» ya no
tendrá un alcance formal (positivo o negativo), sino meramente material,
cuando la aplicamos al cine. Una película será «religiosa» por su temática,
pero de parecido modo a como llamáramos «musical» a una película sobre
Beethoven en la época del cine mudo.
En resolución: En el momento en el cual el rigor de un contexto de ortodoxia
normativa muy preciso se aflojan –ampliándose, o transformándose–
también los usos de la expresión «cine religioso», se amplían o se
transforman y sus límites se hacen cada vez más borrosos. La «libertad»
(respecto de una regla de censura) convierte a la clase de películas del
género «cine religioso» en una suerte de «conjunto borroso», en el sentido
de Zadeh. La IV Semana Internacional de Cine religioso, de Valladolid –cuya
«apertura» se subrayaba ya en los tempranos años franquistas de 1959–
programa «la difusión y exaltación del cine que, armonizando lo bello con lo
bueno, sirva para afirmar y elevar la dignidad humana, para ayudar al
hombre a ser mejor». Parece que nos encontramos presenciando la
deliberada construcción de un concepto difuso; salvo que se adopte una
definición estipulativo-burocrática de esta índole: «Cine religioso es toda
película seleccionada para aspirar al Lábaro» (como si este trofeo, de cuño
religioso –en contraste con los trofeos laicos tales como Conchas, Goyas y
Oscares– fuese suficiente para imprimir al film un carácter religioso).
2. El concepto de «cine religioso» aunque agradece, desde luego, por su
estructura predicativa de «sustantivo y adjetivo» el formato de «concepto
clase», no se ajusta fácilmente a la condición de las clases unívocas.
Tampoco resulta muy útil tratarlo como un «conjunto borroso», pues,
aunque lo sea, el «momento extensional» del concepto «cine religioso» no
nos importa directamente, puesto que no estamos haciendo un catálogo de
ese conjunto. Lo que nos interesan son las variaciones del «momento
intensional» (a través, sin duda, de su desarrollo extensional) del concepto
«cine religioso». Y a este efecto, nos parece más [17] útil tratar a este
concepto en lo que tenga de concepto de relación, aunque sea a costa de
apartarnos del análisis gramatical. En cualquier caso, la interpretación
relacional se mantiene muy próxima a diversas expresiones que podrían
considerarse como paráfrasis del rótulo «cine religioso», como puedan serlo
las siguientes: «cine que tiene que ver con la religión», o bien, «es
comprensible que, en Semana Santa, los programas de las salas de
proyección, o de televisión, de un país de mayoría católica ofrezcan
películas relacionadas con la religión».
Asociaremos al concepto de «cine religioso» la estructura de una relación
binaria establecida entre los términos «cine» y «religión», lo que nos
permitirá redefinir el concepto clase correspondiente como la «clase
dominio» de esta relación es decir, como «el conjunto x de las películas que
tienen relación con la religión». Sería ingenuo esperar que la definición del
«cine religioso» llevada a cabo por medio de una estructura lógica tal como
ΛxR(x,y) suprimiría la ambigüedad del concepto; en realidad, la incrementa,
pero ofreciendo, al mismo tiempo, modos de analizar su variedad puesto
que deja patentes las fuentes de las que esta variedad mana, principalmente:
la diversidad de las relaciones que puedan ser ensayadas y la diversidad de
los contenidos y acepciones del término «religioso». (El concepto de «cine
religioso» se extiende, más allá de las películas de tema religioso o bíblico, a
películas de asunto mágico, moral, satánico, «etnológico» e incluso las
llamadas películas de tema «metafísico existencial» –tipo El séptimo sello de
Bergman{6}–, pero sólo si disponemos de algún criterio capaz de dar cuenta
de esta variedad, en función de una determinada idea de religión, podremos
reducir el aspecto caótico de las posibles colecciones de películas
«religiosas», sin tener que recaer en una rigidez puramente convencional.)
El análisis del sintagma «cine religioso» en términos relacionados ofrece
grandes ventajas (cuando se compara con otras alternativas), ante todo, en el
terreno metodológico. La primera es que incita a comenzar disociando al
adjetivo «religioso» del sustantivo «cine» y nos obliga a no dar por supuesto
el significado del adjetivo. Pues cuando nos referimos al término «religión»,
lo primero que hay que hacer –salvo proceder del modo más acrítico– es
resolverlo en una multiplicidad de capas y contenidos, cuya unidad se nos
da, en principio, como problemática. No nos podremos «conformar» con el
significado gramatical del adjetivo «religioso», tal como nos lo define el
diccionario de la Academia; es imposible alcanzar un concepto
mínimamente crítico de «cine religioso» al margen de todo compromiso con
una determinada Idea de religión (necesariamente polémica, puesto que una
Idea sólo se delimita frente al sistema construido por otras Ideas
alternativas).
La segunda ventaja metodológica tiene que ver con el tratamiento del
concepto mismo de «cine». En el sintagma «cine religioso», el sustantivo,
envuelto por un adjetivo tan pregnante como «religioso», parece repudiar
cualquier determinación concerniente a si la recepción del adjetivo tiene un
alcance «esencial» o «accidental», «necesario» o «contingente» («¿acaso –
podrá preguntar un panteísta– hay algún cine que no sea religioso?»;
«¿acaso la presencia divina no es ubicua?»; «si Dios anda entre los pucheros,
¿por qué no ha de andar también entre las películas, entre todas las
películas?»). O también, a si la recepción del adjetivo es «exclusiva» (o
específica) o «genérica». Todas estas indeterminaciones hacen al concepto de
«cine religioso» oscuro y confuso –pues la adjetivación prescinde de tales
determinaciones que habrán de quedar «neutralizadas» por el significado
global–. El formato relacional no suprime estas indeterminaciones, pero
facilita el que tomemos conciencia de ellas. Pues la pregunta que el formato
relacional hace insoslayable es ésta (referida al fundamento, en el
antecedente, de la relación): «¿Se apoya la relación de una película dada con
la religión en algún carácter específico –en alguna propiedad característica
fílmica– o bien en algún carácter genérico?» Pues pudiera ocurrir que la
razón formal (o fundamento) por la que un film es religioso fuera
precisamente del mismo género que la razón formal por la que se dice
religiosa una obra literaria, una novela, una obra teatral, o una obra poética.
Esta pregunta es tanto más pertinente en el momento en el que subrayemos
la circunstancia de que la mayor parte de las películas religiosas están
basadas en novelas, o en obras de teatro. La religiosa, de Jacques Rivette{7},
«se basa» en la novela de Diderot; Fabiola, en la obra de Wiseman; El
exorcista,{8} en la novela de William Peter Blaty; Jesucristo superstar{9} es «la
versión cinematográfica» de la ópera rock de Tim Rice (texto) y Andrew
Lloyd Webber (música).
3. La pregunta anterior nos lleva, sobre todo, a plantear la «cuestión
radical»: ¿Cabe hablar siquiera de cine que sea, por sí mismo, enteramente
inmune a toda relación con la religión? Las relaciones del cine con la
religión, ¿las contrae sólo en la medida en que comparte características
comunes con el teatro, con la novela o con la poesía? En cualquier caso, ¿no
será preciso reconocer en el cine características que lo relacionen
internamente con la religión? Si la respuesta fuera afirmativa, cabría hablar
de una «virtualidad cinematográfica» de índole religiosa y, lo que puede
resultar aun más chocante, de una «virtualidad cinematográfica» de las
mismas religiones (al menos, de algunos estratos o contenidos
genuinamente religiosos). Virtualidades que podrían coexistir con ciertas
incompatibilidades entre la estructura del cine y la religión, así como
también recíprocamente.
Estamos, con esto, tomando contacto, a propósito del «séptimo arte», con el
problema de los límites de las artes, tal como los planteó Lessing en su
Laocoonte{10} («sobre los límites de la pintura y de la poesía»). Pues la cuestión
de los límites de las artes no excluye la cuestión de las zonas de intersección
entre ellas y suscita el problema de la determinación de las virtualidades
propias de cada arte. Cuando Lessing escribió el Laocoonte no existía, desde
luego, el cine, pero sí la pintura y la escritura; y el cine comparte con la
pintura o la escultura la capacidad de representar apariencias de cuerpos
coexistentes. La poesía, en cambio –decía Lessing–, puede representar
«objetos sucesivamente consecutivos» y éstos son las acciones: a ellas se
consagra la Poesía (en la que se incluye el teatro); el cine, según esto, ¿sería
«poesía pintada» (teatro) o pintura poética? [18] En cualquier caso, no sería
correcto equiparar el cine y el teatro; y no ya porque los límites del cine
desborden ampliamente el «teatro filmado», sino, sobre todo, porque el
escenario teatral implica la presencia de actores «de carne y hueso»,
mientras que la pantalla elimina de raíz esa presencia (en su límite, en el
«cine de ordenador», incluso a los actores en los estudios); esto aproxima el
cine a la pintura, mientras que el teatro se aleja de la pintura y se acerca más
a la poesía, en cuanto «arte poético» (la presencia física de los actores
teatrales en el escenario no tiene un significado originariamente «poético», o
«pictórico», sino de otro orden etológico, que en esta ocasión tenemos que
dejar de lado). La imposibilidad que Lessing tuvo de contar con el cine, al
analizar los límites de la pintura y la poesía –las figuras escalonadas
dibujadas en las columnas de las salas hipóstilas, incluso las figuras
proyectadas por la linterna mágica del P. Kircher, de poco podían servirle–
puede considerarse como una fuente de distorsión de sus análisis, por otra
parte tan sutiles. «Los cuerpos, por sus cualidades visibles, son los
verdaderos objetos de la pintura; las acciones son el objeto de la Poesía.»
Pero si el cine es «poesía pintada» –pintura en acción– ¿no tendrá que
compartir los límites de la pintura? El dar acción (poesía) a la pintura ¿acaso
puede significar una ampliación de sus límites? ¿Acaso la pintura no debe
seguir siendo pintura? Los límites del cine, en relación con la religión,
parecen ser los mismos límites de la pintura, pues ni Dios, ni los ángeles –el
Dios y los ángeles del cristianismo más refinado– son «cuerpos con
cualidades visibles», susceptibles de ser representados. Sin embargo, esta
concepción del «cristianismo refinado», iconoclasta, es tesis común entre los
musulmanes («nadie puede ver a Dios cara a cara»), con un radicalismo que
se propaga incluso a los casos en el que ya no es Ala invisible, pero sí su
Profeta visible, el objeto de nuestra re-presentación (me refiero a la película
Mahoma{11} patrocinada por Gadaffi, en la que se evitó presentar la faz del
Profeta).
Sin embargo, no podríamos olvidar que, para los cristianos, Cristo es Dios y
su cuerpo no es (como pretendían los docetas) una especie de fulguración
aparente, casi una mera secuencia cinematográfica. Pascal llega a decir, en
su batalla contra el «Dios de los filósofos» –precisamente un Dios invisible, a
quien ningún artista podría pintar (ni siquiera un director de cine filmar)–
que «sólo podemos conocer a Dios a través de Jesucristo». Pero Jesucristo es
hombre y sus discípulos pudieron verlo y tocarlo, como se ve un actor en el
escenario, en primer lugar, y como se ve en una representación en un
retrato, más tarde. Y aun hubo (y hay) otro modo de verlo, que no es ni el
verlo como vivo, ni como pintado, sino como resucitado o como aparecido.
Lo que ya es más problemático es la posibilidad de filmar o «grabar» este
tercer tipo de visiones. Sin duda hubiera sido posible filmar a «Cristo
viviente», si hubiese habido cámaras (del mismo modo a como se admite la
posibilidad de una huella visible, en la Sábana Santa, o en la Santa Faz); y es
posible filmar el «Cristo pintado». Pero ¿podríamos haber filmado el Cristo
resucitado que «vio y tocó» el apóstol Tomás? ¿Podemos filmar el Cristo que
se aparece «de cuerpo presente», a cientos de personas en La Pedrera?
Podemos ver los fantasmas, podemos escuchar sus voces, pero ¿podemos
fotografiarlos? ¿Podemos grabar sus «psicofonías»? Tendría un gran interés
una encuesta, en torno a estas preguntas, con directores y guionistas
cinematográficos.
4. La cuestión de las relaciones entre el cine y la religión forma parte, según
esto, de la cuestión general de las relaciones entre los «medios de
comunicación artística» y la «religión». Pero los términos de esta relación
(en realidad: de sus múltiples relaciones) no son simples, sino muy
complejos y sólo penetrando en su complejidad podríamos decir algo con
alguna precisión.
Los «medios de comunicación artística» son mucho más, por un lado, y
mucho menos por otro, que «formas de lenguaje», como suele decirse con
impropiedad notoria (el «lenguaje cinematográfico», refiriéndose a las
secuencias de fotogramas, es decir, abstrayendo la banda sonora).
Impropiedad, puesto que las funciones representativas del cine –las
secuencias de fotogramas– no constituyen, por sí mismas, ningún lenguaje,
y ello aun cuando los lenguajes «articulados» tengan funciones «re-
presentativas» (la función Vor-stellung, de Bühler).
Y, desde luego, lo que designamos con el término «religiones» también es
un «todo complejo», en el que hay que distinguir partes físicas, de naturaleza
óptica, y partes no menos físicas, pero de naturaleza invisible, sino, por
ejemplo, acústicas, partes lingüísticas (las más vecinas al mito, si es que
«mito» dice originariamente «lo que puede ser contado, pero no visto por
quien escucha» –aunque hubiera sido visto por quienes lo cuentan, o por
quien se lo contó a quien nos lo cuenta). Las religiones contienen, sin duda,
partes físicas (icónicas), como puedan ser las ceremonias de genuflexión, de
elevación de los ojos al cielo, de danzas o de imposición de manos; las partes
físicas de las religiones no se circunscriben al terreno «ceremonial»
(conductual praxeológico), puesto que hay también muchos fenómenos no
humanos dados (real o intencionalmente) en el espacio-tiempo, que
reclaman una naturaleza física-icónica, empezando por el Fiat lux! del
Génesis y terminando por la «danza del sol» de Fátima. Y las religiones
contienen también una parte lingüística cuya importancia crece con el
desarrollo histórico de las propias religiones que, sin duda, es la que tantos
creyentes ponen en relación con la «experiencia interior», invisible (pues
suelen hablar de la «voz interior» –la vocación– aunque también otras veces
hablan de «visiones interiores» que el «ojo del alma» percibe en la «noche
oscura»). A la «parte lingüística» de las religiones pertenece, por ejemplo, la
«fórmula de Sirmio», el credo, la fórmula de la consagración, o el Pange
linguae.
Teniendo en cuenta estas premisas, se comprende que las afinidades, o las
repulsiones, entre el cine y la religión no pueden ser tratadas globalmente.
Ellas deberán ser consideradas desde muy diversos planos –que, sin
embargo, no tienen por qué desviarnos de una «visión de conjunto».
Atengámonos a la capa más específica del cine (cuando se le considere como
miembro de la «familia de las artes»), a saber, el cine en cuanto
representación de secuencias de imágenes ópticas (icónicas). Es evidente
(dirigiéndonos ahora al otro término de la relación) que no todos los
contenidos de una fe religiosa pueden ser representados icónicamente.
Muchos de estos contenidos (cuando nos atenemos a las «religiones
terciarias») se autoproclaman como [19] suprasensibles, como dándose fuera
del espacio-tiempo: son contenidos meta-físicos. Por tanto, y en el supuesto
de que no sean inefables, sólo podrán ser expresados por la palabra, por la
Poesía, y no por la imagen icónica. Una de las tesis más importantes de
Lessing, en su Laocoonte, es la que establece que la Pintura y la Poesía no son
dos medios alternativos para expresar lo mismo, sino que, sin perjuicio de su
posible interacción, cada una de estas artes tiene sus propias capacidades,
sus propios contenidos, y, por tanto, sus propios límites. (Desde las
premisas de Lessing, tendremos que considerar infundado ese dogma de la
«pedagogía de la comunicación» que dice que «una imagen vale por mil
palabras»; pues semejante dogma sólo tendrá aplicación si las palabras
quieren expresar lo que dice la imagen; en otro caso, habría que acudir a
otro dogma no menos importante: «mil imágenes no valen por una sola
palabra»). El análisis de Lessing tiene el mérito de quedarse circunscrito, al
examinar la cuestión de los límites de la Pintura y de la Poesía, al plano
estético –alejándose de un planteamiento generalizado al «plano de la
información», como decimos hoy. Y es por referencia a este plano estético,
como cobra toda su fuerza la tesis según la cual la Pintura (o la escritura... o
el cine) no puede representar todo lo que la Poesía (o el mito, o la religión)
nos dice. Ya Plinio (a quien Lessing no deja de citar), comentando el cuadro
de Timantes, en el que se representaba el sacrificio de Ifigenia (un sacrificio
que hubiera hecho exclamar a Lucrecio: Tantum religio potuit suadere
malorum!), decía: «Después de pintar [Timantes] el dolor de todos,
especialmente el del tío, y agotados todos los rasgos de la tristeza, veló el
rostro del padre porque no podía representarlo convenientemente» {12}. Sin
embargo, Lessing ofrece otro tipo de razones, que tienen que ver más con la
estética que con la ontología (con la posibilidad o imposibilidad de
representar pictóricamente contenidos supuestamente «interiores» como la
tristeza). Porque Lessing viene a decir que la pintura podría expresar, al
menos en este caso, la tristeza (podría, diríamos hoy, transmitir el «mensaje»
de la tristeza, «informar» sobre ella), pero a costa de la belleza. Aquí hay que
poner los límites a la pintura. No es que el arte –viene a decir Lessing, en
contra de una opinión de Valerio Máximo– no pueda expresar el carácter
acerbo de un gran pesar. «Por mi parte, yo en esto no veo ni incapacidad del
artista, ni incapacidad del arte. Los rasgos de la cara se marcan de un modo
un tanto más acusado cuanto más intenso sea el grado de afecto que
expresan; al grado máximo de ésta corresponden los rasgos más marcados,
y nada le es tan fácil al arte como el dar expresión a éstos. Pero Timantes
conocía las fronteras que las Gracias habían puesto a su arte. Sabía que la
desolación que le correspondía sentir a Agamenón, como padre, se expresa
por medio de las muecas y las contorsiones más extremas, que son siempre
feas. Llevó la expresión del rostro hasta el límite en que éste resultó
compatible con la belleza y la dignidad. De buena gana hubiera querido
pasar por alto lo feo, suavizarlo; pero, dado que su obra no le permitía hacer
ni lo uno ni lo otro, ¿qué otra cosa podía hacer sino velar esta fealdad? Lo
que no podía pintar dejó que el contemplador lo adivinara. En una palabra:
el hecho de tapar el rostro a Agamenón es un sacrificio que el artista hace a
la belleza». Lessing creía saber, en efecto –como dice al explicar el «dolor
tranquilo» que contemplamos en la estatua de Laocoonte– que el grito no es
algo que revele un alma innoble, pero sí es algo que deforma el rostro,
dándole un aspecto repulsivo: sólo el hecho de representar a una figura
humana con la boca completamente abierta, comporta en la pintura una
mancha y en la escultura una concavidad «que producen el efecto más
desagradable del mundo». «Imaginad un Laocoonte abriendo violentamente
la boca y decid qué os parece. Hacedle gritar y veréis qué ocurre. Antes era
una estatua que inspiraba compasión... ahora es una imagen fea y
monstruosa que nos hace apartar la vista, porque la visión del dolor
despierta en nosotros repugnancia.»
Lo que nos importa aquí destacar del análisis de Lessing, por la
trascendencia que él puede tener en el cine –en un cine que no quiere ser
meramente «expresionista»– es que la frontera en donde pone los límites de
los iconos no pasa por la supuesta línea de separación de lo «interior» y de
lo «exterior», sencillamente porque semejante línea es imaginaria: todo lo
que es «interior» ha de poderse ver desde la «exterioridad» (y no cabe
confundir la «visión del interior ajeno» con la «reproducción» operatoria de
una actitud que ya no será «vista», sino «experimentada»). De otro modo: el
gran cambio de perspectiva al que Lessing nos impulsa es el que va desde la
perspectiva «expresionista» (la perspectiva del «Ausdruck», de Bühler), en
el análisis de los iconos (pintura, escultura, cine), hasta la perspectiva
«apelacionista» (la perspectiva del «Appel», de Bühler): no se trata de que el
artista –el pintor, el escultor, el director de cine– intente ofrecer una imagen
de Laocoonte que exprese el momento religioso en el que lanza al cielo su
terrible grito –el clamorem horridum ad sidera tollunt, de Virgilio– sino que se
trata de con-formar una imagen capaz de producir en el espectador la
impresión de estar viendo a un hombre que «clama a los cielos». Y es aquí
donde advertiremos las enormes diferencias de los recursos de que
disponen la pintura y la poesía, y la ambigüedad de la equiparación de
Horacio (ut pictura poesis). [20]
«Homero ha tratado dos tipos de seres y de acciones: los visibles y los
invisibles», dice Lessing, pero sacando una consecuencia que no podemos
aceptar: «Esta diferencia [entre lo visible y lo invisible] no es capaz de darla
la pintura: en ella todo es visible, y visible de una misma y única manera».
Este último punto es el que tiene que ser removido, precisamente a
propósito del «cine religioso». Pues en la pintura –y en el cine– todo es
visible, pero no de la misma y única manera. Pues la tesis de la univocidad
de lo visible podría llevar a concluir que la pintura no puede representar «la
vida interior», si ésta es invisible, y la poesía sí; el mismo Lessing nos ha
venido a decir que la Pintura, o la Escultura, pueden representar, si quieren,
el más íntimo grito desgarrador –¿oración?, ¿blasfemia?– de Laocoonte
clamando al cielo. Pero lo que es aún más importante, si cabe, para nosotros:
Hay que evitar la tendencia a inferir, de la tesis de la univocidad de la
pintura, la conclusión de que este arte, como el arte cinematográfico, tiene
los mismos límites que circunscriben el orden de las «leyes naturales», como
si la pintura –o el cine– por atenerse a lo visible, debiera mantenerse
encerrada en el «mundo natural», en el mundo sensible, siendo impotente
para representar el «mundo sobrenatural», el mundo que se nos abre gracias
a la fe, y que encontraría su mundo propio de expresión, o de revelación, en
la palabra, en la Poesía. Una definición popular de la fe religiosa, con más de
cuatrocientos años a sus espaldas (los del catecismo del P. Gaspar Astete),
habituó a los españoles a poner la fe (tomando como criterio el aparato
óptico) en el terreno de lo invisible (por tanto de lo que es inaccesible, si
seguimos a Lessing, a la pintura, o a la representación icónica, en general).
«Fe es creer lo que no vimos.» Pero semejante definición, con ecos
iconoclastas (¿musulmanes?, ¿místicos?), nos obligaría a retirar cualquier
significado profundo a la expresión «cine religioso». Ahora bien, ¿en virtud
de qué fundamentos puede decirse que lo «sobrenatural» haya que ponerlo
en el terreno de lo invisible –de la Poesía– y que el terreno de lo visible no
pueda ser el lugar en donde lo «sobrenatural religioso» también se
manifieste, incluso el terreno a donde lo «sobrenatural» debe acudir para
manifestarse en primer lugar? Esto no excluye el reconocer que en las
religiones –sobre todo, en las llamadas «religiones superiores» (terciarias, en
nuestra terminología)– hay capas y contenidos que necesiten permanecer en
la oscuridad, que son invisibles, irrepresentables por la pintura, por la
escultura o por el cine: Llamemos por sinécdoque a estos contenidos
invisibles contenidos de una «fe no-cinematográfica». Pero simultáneamente
hay que reconocer también, y prioritariamente, la realidad de los contenidos
religiosos visibles (sobrenaturales o naturales) y, por tanto, la efectividad de
una «fe cinematográfica», que desmiente la definición tradicional; porque ya
no será posible decir que fe (cinematográfica) es «creer lo que no vimos»,
sino, por el contrario, «ver lo que creemos» o «creer lo que vemos»
creyéndolo precisamente porque lo vemos, porque (como dirá el escéptico)
«vemos visiones» cuando creemos con fe cinematográfica y, por ello,
podemos representar tales visiones en cualquiera de las artes icónicas:
pintura, escultura y, muy especialmente, cinematografía.
5. Hay contenidos o «artículos» de la fe que son, desde luego,
irrepresentables: Llamémoslos contenidos de la «religión metafísica» o
contenidos (dogmas, milagros... ) metafísicos de las religiones llamadas
«superiores». Entre estos contenidos, hay que citar, en primer lugar, el Dios
incorpóreo, Espíritu Puro, por tanto, incoloro (ese Dios «que está azul»,
como dice Juan Ramón Jiménez, no es un Dios metafísico, es, si acaso, la
bóveda celeste, el Zeus que estudió Petazzoni): Representar a ese Dios por la
imagen de un anciano con barbas, o –como hacen algunos directores de
películas llamadas «religiosas»– por un sol naciente en una lejanía de nubes
sonrosadas, es un paso ridículo, indigno de un artista adulto, apropiado sólo
para revelar el infantilismo y la cursilería del director (o su cinismo
mercantil). Tampoco son representables las «Inteligencias separadas»: Los
ángeles cristianos no son cinematográficos y cuando se los representa con
alas, o con cuernos, la película no podrá ser considerada como cine religioso
«terciario», sino, a lo sumo, «secundario», un cine adaptado a las «religiones
mitológicas» (que ya son, casi íntegramente, cinematográficas). Otra
cuestión, que no podemos debatir en este lugar, es la de si efectivamente es
posible una «fe no cinematográfica», es decir, si la «fe viva» es, sobre todo, la
«fe cinematográfica», de suerte que el concepto de una «fe no
cinematográfica» hubiese de considerarse como la clase vacía. (Si se repitiera
el célebre experimento radiofónico de Orson Welles, poniendo, en lugar de
«marcianos» o «extraterrestres» –que son contenidos «cinematográficos»– a
los ángeles, arcángeles, tronos o serafines de la teología metafísica, ¿se
conseguiría algún efecto? «Ojos que no ven, corazón que no siente.» ¿Quién
podría inmutarse ante las legiones arcangélicas invisibles e inaudibles?
¿Cómo podríamos saber de su existencia?). En cualquier caso, conviene
puntualizar que no son únicamente las entidades incorpóreas, los espíritus
puros, los que constituyen el relleno de esta «capa profunda» de la fe que
venimos llamando «no-cinematográfica». También la fe alberga, entre sus
contenidos intrínsecamente invisibles (metafísicos, no cinematográficos) a
entidades que reclaman una naturaleza corpórea y material. Que, en la fe
cristiana, estas entidades sean el resultado de un milagro, que reclama su
invisibilidad –se trata, por tanto, de un milagro que intrínsecamente es no-
cinematográfico– no significa que el contenido intencional de tal milagro no
sea corpóreo, material: Nos referimos al milagro de la transubstanciación,
que tiene lugar en el momento de la consagración, por el sacerdote, del pan
y el vino. He aquí, en efecto, un milagro no cinematográfico, en sentido
estricto, y no porque en su proceso intervengan entidades espirituales. Pues
la transubstanciación –según la explica Santo Tomás de Aquino– implica la
sustitución de la sustancia del pan y del vino por la sustancia del cuerpo de
Cristo (que es material, en cuanto cuerpo, y aún cuando se considere
despojado del accidente de la cantidad), permaneciendo «a la vista» los
accidentes. Pero son los accidentes del pan y del vino los que son
representables, «filmables»; de manera que si un director se propusiera (y se
lo han propuesto en múltiples ocasiones) representar el «milagro de la
eucaristía», tendría que hacer trampa. Tendrá que iluminar, en un halo ad
hoc, por ejemplo, la hostia recién consagrada, pero este recurso no es más
cinematográfico que el que consistiera en asociar a la escena una voz grave
en off que dijese: «Ahí tienen ustedes, señores espectadores, el cuerpo de
Cristo.» Este director de cine, con halos, o con voces auxiliares, no llegaría
en su arte mucho más allá de lo que, en el suyo, llegaba el pintor Illescas,
cuando escribía en el cuadro el nombre de la persona retratada, a fin de
«darlo a entender». [21]
La doctrina que estamos exponiendo sobre la efectividad de una «capa
invisible» de la fe (es decir, sobre la imposibilidad de un «cine religioso»
referido a la dogmática y los milagros «no cinematográficos») es una
doctrina común entre los doctores cristianos (por no decir también: judíos y
musulmanes); pero lo más curioso es que esta doctrina suele estar expuesta
por medio de metáforas ópticas, visibles, aunque llevadas a un límite
«paroxístico». Me referiré, por brevedad, únicamente al caso de San Juan de
la Cruz, en cuyas obras encontramos los «usos didácticos» de las metáforas
visuales más audaces de entre las que podríamos desear. ¿Qué mayor
audacia que la imaginación de esa vidriera (símbolo del alma) tan pura y
limpia que al recibir un rayo de luz se transforma, haciéndose perfectamente
transparente, en el mismo rayo divino?{13} Sería el caso de una pantalla de
cine tan pura y limpia, que se transformase en el mismo haz de luz que
proyecta la cámara –con lo que las imágenes cinematográficas
desaparecerían por completo, al menos a la visión ordinaria. Sin embargo,
enseña San Juan que las sustancias corpóreas (incluso el mundo físico en su
totalidad, aquél que llegó a ver San Benito –según nos cuenta San Gregorio–
con visión verdaderamente «panóptica») pueden ser vistas por «visión
espiritual» suprasensorial («sin medio alguno de sentido corporal»); pero las
sustancias incorpóreas sólo pueden verse por una visión espiritual aún más
alta, que se llama «lumbre de gloria». «Y así (dice San Juan, comentando el
Quodlibeto I de Santo Tomás{14}) estas visiones de sustancias incorpóreas,
como son el Ser divino, Angeles y almas, no son propias de esta vida, ni se
pueden ver en cuerpo mortal». Aplicado a nuestro terreno: la «lumbre de
gloria» no puede utilizarse eficazmente en la proyección de una película,
aunque sea religiosa; es absurdo, por consiguiente, todo intento de
producción de cine religioso orientado a representar sustancias incorpóreas
o corpóreas que sólo puedan ser vistas por medio de la «lumbre de gloria»,
o de visión suprasensorial.
6. Pero las religiones –y no sólo las primeras o las secundarias, sino también
las terciarias (en particular, el cristianismo)– poseen también una capa
dogmática y «miraculosa», acaso como capa básica, de naturaleza
intrínsecamente «cinematográfica». Capa básica: Porque sólo a través de ella
podríamos entender la posibilidad de comunicación de dogmas y de
milagros. Capa «cinematográfica»: Porque los iconos que contienen son
iconos en acción, que implican movimiento. Y lo implican incluso en las
situaciones en las cuales la pintura los representa; pues la imagen de un
apóstol caminando, sólo se «fija» en la apariencia. Si lo percibimos como
caminante, es porque insertamos la imagen instantánea del cuadro en una
trayectoria virtual que la precede y la sigue; de otro modo, no podríamos
percibirlo como caminante. Bergson{15}, utilizando las primeras impresiones
de una tecnología cinematográfica recién inventada, habló del «mecanismo
cinematográfico de la inteligencia», un mecanismo, en virtud del cual el
movimiento aparecería en la pantalla como efecto del movimiento que a la
sucesión de las imágenes fijas, inmóviles, comunicaría la inteligencia.
Diciéndolo a nuestro modo: Es como si Bergson hubiese intentado explicar
el cine a partir de la pintura, el movimiento icónico a partir de la sucesión de
iconos inmóviles. Pero ¿acaso estos iconos son ellos mismos inmóviles a la
percepción? ¿Acaso cada uno de estos iconos –es decir, cada cuadro
pintado– no está ya inmerso en un «halo» de movimiento? De otro modo
(que Lessing no pudo advertir), ¿acaso la cinematografía no es anterior a la
pintura, y, por consiguiente, los dogmas y los milagros «cinematográficos»
de las religiones positivas son anteriores, no solamente a los dogmas y
milagros «no cinematográficos», sino incluso a los dogmas y a los milagros
que, durante siglos, han sido representados por la pintura o por la
escultura?
El cine antes del cinematógrafo
7. La resistencia a admitir esta hipótesis puede proceder de la impresión de
anacronismo que, sin duda, produce la expresión «milagros
cinematográficos» referida a milagros (o dogmas) anteriores a la invención
del «séptimo arte». Pero esta impresión podría neutralizarse con un enfoque
distinto. Se trata de ver a la tecnología cinematográfica como la realización,
lograda en la época moderna, de «proyectos» prácticos mucho más arcaicos,
que resucitaba una y otra vez, después del séptimo arte, en la manera como
se admite que la aviación, lejos de poder entenderse como un proyecto
inédito, hay que verla (sin menoscabo de su originalidad) como la ejecución
de un «programa» práctico que aparece ya enteramente reflejado en el «mito
tecnológico» de Icaro. En el caso del cine, habría que regresar aún más atrás,
hasta la época de nuestros antecesores que poblaban las cavernas, y
desarrollaron, sin duda, durante milenios, la «conducta de ver las sombras»
que, con sus antorchas, se proyectarían en el interior, en las bóvedas rocosas,
incluso en paramentos lisos (que prefiguraban la «pantalla», tanto o más
como las alas de cera de Icaro prefiguraron las alas de nuestros aviones):
Estas «sombras» pudieron alcanzar un grado de realidad –como
monstruosos o benéficos númenes– muy similar al que convenía atribuir,
llegado el caso, a las «pinturas rupestres». Algunos historiadores del cine
citan, como curiosidad, a Platón, por su «mito de la caverna», entre los
«precursores de la idea del cinematógrafo»; pero se trataría de algo más
profundo. No es correcto decir que Platón «prefigure» el cinematógrafo; hay
que decir que el cinematógrafo ejecuta técnicamente una idea que
encontramos ya configurada, con todos sus detalles, en el libro VI de La
República{16}.
La «alegoría de la caverna» comienza por ponernos, en efecto, en una
situación que tiene, literalmente, la misma estructura antropológica que la
sesión cinematográfica: Unos hombres sentados miran las sombras que, en
la pared que tienen delante, proyectan figuras que van pasando tras sus
espaldas, y que son iluminadas por unos rayos de luz que también proceden
de detrás. Platón simboliza, con su alegoría, a la Humanidad, en general,
como al mundo, en general; pero es evidente que no podía haber extraído
[22] de esa Humanidad, ni del Mundo, la estructura de su grandioso mito:
Sólo podía haberlo obtenido de la consideración de los hombres actuando
en concreto, «situados en concreto» ante un ámbito también concreto (no el
«Mundo», en general, sino una «región conformada» de ese Mundo); pues la
«alegoría» no se produce (no puede producirse) en la dirección que va del
«Mundo y el Hombre» a «esta caverna con unos hombres encadenados»
(como parecen presuponer quienes interpretan la alegoría platónica como un
«recurso pedagógico» orientado a «explicar» la «Teoría de las Ideas»), sino
que se produce en la dirección que arranca de «una caverna, con hombres en
ella» y termina en el «Mundo», en general, y en la «Humanidad» en general:
Por decirlo así, la «situación de la caverna» es anterior a la propia «teoría de
las ideas» y es esta teoría la que debe considerarse como resultado de esa
dirección, ampliada y desbordada por un pensamiento poderoso. Y esto
obliga a plantear la cuestión del origen del mito. Y como sería un
despropósito poner el origen en las salas de cine a las que «pre-figura», sólo
nos queda ir a buscarlo hacia atrás, en situaciones que pudieron prefigurarlo
a él mismo; y es así como llegamos, en último extremo, a las «salas
cuaternarias», a las cavernas paleolíticas. Al menos, con esa hipótesis
daríamos cuenta de la inmensa «pregnancia» que el mito de la caverna tuvo
desde el principio, y con anterioridad al invento del cine (invento que, sin
duda, realimentó esa pregnancia). Mircea Eliade, en El mito del eterno
retorno,{17} considera a Platón, por su teoría de las ideas arquetipos, como un
pensador arcaico, que no hace sino formular, en el lenguaje nuevo de la
filosofía, estructuras precedentes de las «mentalidades más primitivas», y a
ello debería gran parte de su grandeza. Por lo que a nuestro asunto
concierne, también diríamos que el mito platónico de la caverna es un mito
arcaico, paleolítico, y con-formado por una situación nada subjetiva (o
«metafísica»), sino estrictamente objetiva. Y, lo que es aún más importante
(sobre todo, frente al «reduccionismo» crítico implícito en la tesis de Eliade)
una situación que, lejos de poder «dejarla atrás», como un mero recuerdo
prehistórico, se ha reconstruido inesperadamente en el mismo seno de la
sociedad industrial, en la que, no ya unas bandas de cazadores, sino
millones y millones de individuos permanecen «encadenados a sus
asientos» contemplando «sombras» que en las pantallas del cine, o de la
televisión, proyectan las Ideas de quienes las fabrican. Y porque Platón
ofreció una alegoría –que desbordaba ampliamente los límites precisos de
una situación susceptible de ser descrita en términos estrictamente
conductuales– por ello no es despropósito volver a Platón para analizar la
estructura del cine, en general, y del «cine religioso», en particular. He aquí
lo que consideramos más importante, para nuestro propósito, de la alegoría
platónica: Que las imágenes icónicas (eikasia) que, sentados en nuestra
caverna, vemos en la pantalla, las vemos, no sólo desde los «ojos», sino
desde las creencias, desde la fe (pistis), en las que estamos (socialmente,
culturalmente) inmersos; y que, sin embargo, todas esas vivencias aparentes
(propias de la doxa) que la pantalla nos proporciona incesantemente, son
sombras de conceptos y de ideas, y de sus conflictos, que sólo pueden abrirse
camino a través de tales «visiones».
Ver para entender y creer para ver visiones
8. Y esto tiene consecuencias inesperadas para el análisis de las
virtualidades del mismo cine religioso, una vez que hemos reconocido que
hay contenidos (dogmas, milagros, «artículos de la fe») que son
intrínsecamente irrepresentables, es decir, incompatibles con su
manifestación icónica, «no cinematográfica». La principal consecuencia es
ésta: Que, sin embargo, también habrá que reconocer la interna aptitud de
muchos contenidos de las religiones –y no ya de contenidos «prosaicos»,
«finitos»– para ser representadas cinematográficamente. Si las imágenes se
nos dan en el marco de las creencias, y de las ideas, habrá que dudar de la
distribución ordinaria (en la que arraigó el dualismo metafísico del cuerpo y
el espíritu, de los ojos y la mente) entre ver y pensar (o entender). Porque,
desde la alegoría platónica, tendremos que reconocer que «entender» es, casi
siempre, «ver», «percibir»; y que «percibir», o «ver» –ver una película–
significa simultáneamente «entenderla». Y, por consiguiente, ya no
tendremos que reservar, para la esfera de lo in-visible y de lo
irrepresentable, el tratamiento de los «misterios más profundos» de la fe –
como si el mundo de «lo visible» sólo pudiese albergar lo superficial, lo
trivial, o lo prosaico. Sencillamente, habrá que reconocer unos contenidos
religiosos (dogmas, milagros, «artículos de la fe») y que sólo pueden ser
formulados icónicamente, unos dogmas y milagros cinematográficos, en un
sentido interno. «Entender» estos dogmas y estos milagros –entenderlos
«religiosamente», es decir, como sobrenaturales– es verlos, re-presentarlos.
«Entender» el mito bíblico de la creación de Adán, y de la creación de Eva, a
partir de la costilla de aquél, es re-presentarlo con todos sus detalles
(«entenderlo alegóricamente» es tanto como destruirlo, negarlo). Otra cosa
es que ese entendimiento [23] –que obliga al pintor, o al director de cine, a
tomar decisiones sobre detalles tan «insignificantes» como el ombligo de
Adán– lleve demasiado lejos y convenga velarlo, no porque sean
irrepresentables sus condiciones, sino porque son demasiado visibles y
pueden ser insoportables, pero no ya en el nombre de la Belleza (como dice
Lessing) sino en el nombre de la Verdad.
Lo que nos importa ahora es constatar la posibilidad de lo visible –de lo
cinematográfico– para revelar, no sólo procesos naturales, sino
«sobrenaturales» y, recíprocamente, constatar el hecho de que muchos
procesos «sobrenaturales» sólo pueden configurarse como tales precisamente en el
campo visual. Se cuenta que Cagliostro salió un día de Basilea, en su coche
tirado por cuatro caballos blancos, por sus cuatro puertas a la vez. Esta
maravilla (salva veritate) sólo puede aparecérsenos en el ámbito del espacio
óptico. Es un prodigio de estructura cinematográfica (que la pintura, por su
distancia respecto del movimiento, sólo de un modo muy pálido podría
representar). Pero la mayor parte de los milagros –en tanto son «maravillas»
percibidas desde una creencia que nos lo presenta como «mensajes divinos»,
Signa Dei– son milagros cinematográficos, aunque se hayan producido antes de
la «época técnica» (aun cuando, sin duda, la educación masiva del público,
en nuestro siglo, como espectador de cine, o de televisión, podrá influir
notablemente en el «dibujo» de los milagros que tengan lugar en las
«sociedades industriales»).
Leibniz distinguía unas «verdades eternas», inconmutables, absolutamente
necesarias, puesto que sus opuestos implican contradicción (y ponía como
ejemplos las verdades lógicas, geométricas y metafísicas), de unas
«verdades positivas», porque son «las leyes que Dios ha tenido a bien dar a
la Naturaleza, o porque dependan de Él» (y ponía como ejemplos de las
verdades positivas a las leyes físicas: que los planetas giren a derechas, o
que sean sinistrógiros, es una ley positiva, que Dios podría cambiar en
cualquier momento). Porque Dios puede –añade Leibniz–, haciendo un
milagro, dispensar a las criaturas de las leyes que les ha prescrito.
Si hemos recordado la distinción de Leibniz es por la utilidad para analizar
el género de milagros que venimos llamando «cinematográficos», así como,
recíprocamente, para analizar la propia distinción de Leibniz por medio del
concepto de los «milagros cinematográficos». Porque Leibniz ha supuesto
una distinción muy nítida entre las «verdades eternas» y las «verdades
positivas» –es decir, entre las «verdades geométricas» y las «verdades
físicas», por ejemplo. Pero la nitidez de esta distinción se oscurece en el
momento en el que las «nuevas geometrías» muestran que algunas verdades
geométricas, tenidas por absolutas, dejan de serlo; y, contrariamente,
algunas verdades físicas, eran, en realidad, necesarias, «geométricas» (como
la ley de las órbitas elípticas de los planetas). Y, sobre todo, que los términos
de la distinción de Leibniz (verdades eternas/verdades positivas) no pueden
ponerse en correspondencia con los términos de la distinción que hemos
establecido («verdades»-dogmas, milagros-invisibles/«verdades» visibles, o
cinematográficas). Pues, como hemos dicho, en la pantalla son
representables no sólo las «verdades (intencionales) positivas», los
«milagros cinematográficos positivos», sino también los «imposibles
geométricos», es decir, los «milagros geométricos o metafísicos», como son
la «reversibilidad del tiempo» (una transgresión metafísica de la que Escher
nos ha ofrecido variadas versiones). Más aún: Cabría sospechar si la misma
«hipótesis imposible» de la reversibilidad del tiempo (el cambiar, en las
ecuaciones dinámicas, la variable t por -t) tuvo posibilidades de ser siquiera
pensada fuera de la pantalla cinematográfica. Desde luego, parece mucho
más claro que los milagros positivos más frecuentes, entre las religiones
secundarias mitológicas, o entre las «capas secundarias» de las religiones
terciarias, sólo admiten un desarrollo «cinematográfico». Todos los milagros
que implican multilocación (o presencias «no circunscriptivas») son
intrínsecamente cinematográficos. Cinematográfico es el milagro de los
panes y de los peces y puede ser representado con gran brillantez;
cinematográficas son las levitaciones y cinematográficas son las apariciones
de la Virgen en Fátima. Y, para referirnos a religiones precristianas: ¿Qué
mayores virtualidades cinematográficas podría pedir un director de cine
que las que se encierran en los «milagros de Epidauro», tal como los relatan
las tablillas votivas? Por ejemplo, tablilla XIV: «Un hombre con piedras en
las partes tuvo el siguiente sueño: le parecía que estaba haciendo el amor
con un hermoso muchacho que en sueños le cogía la piedra y la quitaba.
Cuando se marchó, tenía la piedra en las manos»; o bien, la tablilla XLII:
«Nicasíbula de Mesenia, esterilidad. En la incubatio tuvo este sueño: le
parecía que el dios, convertido en serpiente, venía a unirse a ella. Al cabo de
un año, tuvo dos hijos varones.»
Pero el análisis platónico de la caverna nos obliga a distinguir las apariencias
de las verdades, sin por ello dejar de lado las imágenes. Estas inducen el
engaño, no porque se disocien de las ideas (lo que es imposible) sino porque
se asocien (en principio o se asocien siempre) a otras ideas inadecuadas.
Podríamos formular la situación de este modo: Los contenidos icónicos –
digamos: los «hechos»– se dan siempre insertos en «sistemas de ideas» –
digamos: en «teorías»–. Y esto suscita la cuestión de la verdad: La verdad no
está «en los hechos», sino «en las teorías»; las «representaciones
cinematográficas» pueden tener contrapartidas de hechos positivos, sin
perjuicio de ser falsas las «teorías» en las que se recogen. Esto es evidente en
las «representaciones pictóricas» de los imposibles geométricos: Estas
representaciones son «maravillosas» en la medida en que se dan insertas en
teorías erróneas, pero sólo cuando estas teorías actúan, como si fuesen
verdaderas, la «ilusión» de la maravilla se mantiene. Es algo así como un
«argumento ontológico»: Sólo quien, al ver la aparición de la Virgen, cree
que es la Virgen «en persona» la que aparece, puede decir que ha visto el
«milagro» de la Virgen: La «imagen» de la Virgen (no ya la «Idea» de Dios)
implica su «correlato real excitante» (es decir, una «teoría» de esa visión),
para que pueda hablarse de la «aparición de la Virgen». En este contexto, el
perfeccionamiento de las técnicas cinematográficas –que pueden producir
una «ilusión de verdad» más intensa de la que muchos videntes logran
alcanzar en «experiencias de campo»– ha de considerarse como uno de los
instrumentos críticos más potentes que puedan ponerse en manos de la
gente contra las supersticiones que tienen lugar, como fenómeno de masas,
en las sociedades industriales. [24]
La sintaxis del cine religioso
9. La adscripción de la estructura relacional al concepto de «cine religioso»
nos invita a conducir su análisis según el criterio «sintáctico», es decir, a
considerar, por separado, no sólo los términos de la relación («cine»,
«religión»), y, por supuesto, la relación (las relaciones) que entre ellos
puedan establecerse por «estructura», sino también las operaciones que, sin
duda, es preciso suponer dadas, al menos en la perspectiva de la génesis de
aquella estructura relacional, para que una estructura, mejor que otra, haya
logrado abrirse camino.
La calificación de una película como «cine religioso» se nos muestra, de este
modo, como un proceso muy complejo, según una complejidad que en vano
se trataría de obviar.
Los términos formales del cine y la religión
10. Acerca de los términos, diremos tan sólo lo que nos parece más
imprescindible y pertinente, una vez que suponemos ya dados estos
términos en este su contexto relacional. El «criterio de pertinencia» es, en
principio, bastante claro: Habrá que destacar cualquier componente de los
«términos» que, a la vez, desempeñe un papel formal, en el momento en el
cual éstos aparezcan «inmersos» en el contexto de la relación (el momento
en el cual el cine aparece como religioso, y la religión como
«cinematográfica»). Aquellos componentes que no tengan un papel formal
(directo o indirecto, inmediato o mediato) podrían ser dejados de lado,
aunque no es nada fácil establecer las líneas divisorias entre lo que es formal
y lo que es material en el sentido dicho. Parece que pueden «dejarse fuera del
análisis», por no pertinente, todas las «partes materiales» del film, sus
soportes moleculares, los aparatos mecánicos y eléctricos, los haces
fotónicos (pues éstos no son ni católicos ni protestantes, ni musulmanes, ni
judíos; tampoco puede decirse, por ello, que sean ateos). En particular,
habrán de considerarse como componentes materiales todas aquellas
vinculaciones causales, existencialmente activas y relevantes, que editores,
guionistas, productores, incluso actores, puedan tener con la religión, pero
siempre que no trasciendan al film, que no se manifiesten «formalmente» en
la pantalla (¿cómo habrá que considerar a los posibles fotogramas
infraumbrales que una película religiosa pueda tener incorporados?).
Podrán ser ateos los accionistas de una productora de películas, pero éstos
tienen sus propios fines operis y, puesto que los negocios son los negocios, si
el mercado lo aconseja, los accionistas promoverán películas de elevada
religiosidad. Podrá un actor ser musulmán o ateo, pero como «profesional»
acaso sea capaz de encarnar el personaje de un santo católico, si nos
atenemos a la «regla de Diderot», mejor que si él mismo fuese católico, o se
convirtiese al catolicismo (como un nuevo San Ginés) en el curso del rodaje.
En cambio será ya más difícil considerar como partes materiales a las
características anatómicas, etológicas o físico-químicas de los actores. No es
irrelevante que el actor que encarne el personaje de Cristo sea apuesto o
jorobado –como tampoco es irrelevante que el actor que represente al
Sigfrido wagneriano sea negro, blanco o amarillo.
A. Cuando nos referimos al primer término de la relación, es decir, al
término «cine», estamos hablando, por tanto, de los fotogramas (como
unidades «morfológicas») y su concatenación sucesiva, en las «secuencias»
argumentales. Son estas apariencias efímeras, que duran décimas de
segundo, aquellos contenidos del cine capaces de constituirse en componentes
formales de la relación con la religión (en componentes «representativos»).
Sin embargo, es imprescindible tener en cuenta algunas diferencias en el
modo de intervenir estos «componentes formales» en la formación del
término antecedente. Desde luego, no es preciso suponer que estos modos
de interacción puedan determinarse partiendo de un film «absoluto»; no
hay petición de principio aun cuando partamos de la inserción de ese film
en una relación dada con alguna religión. Porque lo que importa es el
análisis regresivo hacia los modos de intervención o presencia de los
componentes formales en un mundo religioso.
Las distinciones más importantes al respecto acaso sean las siguientes:
1) Ante todo, la distinción entre una presencia (o intervención) episódica, o
parcial y una presencia (o intervención) ubicua (continua, total); distinción
que no debe confundirse con la que media entre una presencia accidental (o
secundaria) y una presencia esencial. Una presencia «episódica» puede, sin
embargo, ser «esencial» y el film quedaría distorsionado si ese episodio –que
irradia su influencia, no sólo hacia las secuencias ulteriores, sino también,
paradójicamente, hacia las anteriores coloreándolas y reinterpretándolas en
el curso de su «procesamiento» cerebral– fuese suprimido o mutilado.
Cabría citar como ejemplo la cena de Viridiana, de Buñuel,{18} cuyo
significado «religioso-positivo» (histórico) no se nombra, pero sí se ejercita
mediante los recursos de los que dispone el «arte cinematográfico» (en este
caso, a través del «refuerzo» de otras formas de arte religioso, que se
suponen conocidas extracinematográficamente por el gran público, a saber,
la pintura de Leonardo da Vinci, y la música del Aleluya de Händel). La cena
en Viridiana no es episódica; o, si se prefiere, el episodio es transcendental a
todas las otras partes de la película, tanto a las que preceden, como a las que
siguen al episodio. Sin embargo, ¿es suficiente este episodio para incluir a
Viridiana en el conjunto de las películas llamadas «cine religioso»?
Probablemente, la respuesta correcta debiera ser negativa. Pues además de
transcendental, el episodio debiera ser dominante; y, si no lo es, o no se
interpreta en ese sentido, habría que concluir que los motivos religiosos, en
esta película, intervienen en un plano subordinado al tema general, de orden
acaso más «político», «moral» o «social» que «religioso».
2) Sobre todo, por tanto, la distinción entre una presencia (o intervención)
dominante y una presencia (o intervención) subordinada (en grados que
pueden ser muy diversos), o indirecta, es fundamental, por cuanto equivale a
una distinción entre cine formalmente religioso, y [25] cine religioso en sentido
sólo material. Películas como El Cardenal,{19} o El nombre de la rosa{20} sólo
podrían (nos parece) considerarse como cine religioso por modo material;
formalmente estas películas podrían clasificarse como no religiosas, sino
biográficas, históricas; podríamos transportar casi íntegramente su
estructura a situaciones no religiosas («El Cardenal» podría transponerse en
«El General», «El Ministro», «El Emperador» o «El Contrabandista»; la
abadía benedictina, podría transponerse, no ya sólo a un templo faraónico,
sino también a un Castillo de templarios, o incluso a una escuela militar).
B. Cuando nos referimos al segundo término de las relaciones implicadas en
el concepto de «cine religioso», es decir, el término religión, se hace evidente
que sólo desde una idea de religión re-definida es posible intentar la
calificación de un film como «religioso» con un minimum de rigor crítico.
Quien no tenga, o no quiera forjarse, una idea de religión, sólo de un modo
ingenuo y estúpido –por mucha poesía que ponga en ello– podrá juzgar
sobre la naturaleza religiosa o laica de un film.
En el contexto de estos problemas, conviene llamar la atención sobre la
diversidad (a la que ya nos hemos referido, desde otra perspectiva) de
aptitudes que es preciso adscribir a las ideas de religión utilizadas a efectos
de determinar el terminus ad quem que buscamos. Una idea metafísica de la
religión como «religación del hombre con Dios como Fundamento del Ser»,
difícilmente podría servir para delimitar un conjunto de films como
religiosos; desde la perspectiva de semejante definición, todos podrían serlo
(incluso el «cine laico» habrá de considerarse religado al «Fundamento del
Ser»). Cabría aplicar aquí la misma objeción que Eustacio de Sebaste, el
semiarriano, dirigía contra los templos: «¿Cómo encerrar a Dios [ubicuo] en
un templo?» ¿Cómo encerrar el Fundamento del Ser en la pantalla? ¿Cómo
representar a Dios inmóvil, eterno, invisible, infinito en secuencias de
movimiento, temporales por tanto, visibles, y finitas?
Desde el punto de vista de la idea de religión que hemos desarrollado en El
animal divino, y en función del «contexto cinematográfico» que ahora nos
importa, las distinciones más importantes que habrá que tener presentes son
de dos tipos, según procedan del curso de las religiones, o bien del cuerpo de
las mismas.
Según el lugar que ocupan en el curso general, las religiones son, o bien
primarias, o bien secundarias, o bien terciarias. Según su cuerpo, las religiones
constan de muchas capas, estratos, instituciones (liturgias, ceremonias,
templos, castas sacerdotales, objetos sagrados, &c., &c.).
Si tomamos la Idea de religión en las determinaciones que le convienen
como religión primaria, hay que decir que sus «virtudes cinematográficas»
alcanzan sus valores más altos. Por ello, será obligado dar cuenta de la
escasa utilización de tales virtualidades por las «gentes del cine», de la
rareza de un «cine religioso primario». Por nuestra parte, sugerimos que la
explicación hay que buscarla en las operaciones del público (de las que
hablaremos en el punto siguiente), más que en la estructura objetiva del
término. Es el «público de una sociedad industrial» que acude a las salas de
proyección el que no estaría en condiciones para reinterpretar como
«religiosas» situaciones propias de la «religión primaria». Los animales, en
general, reciben un tratamiento cinematográfico de índole científica, o
estética, una vez que ha sido neutralizado su «coeficiente numinoso». Tan
sólo esporádicamente podemos esperar encontrar, de vez en cuando,
algunos ejemplos de «cine religioso primario» (un cine que, por otra parte,
ni siquiera suele ser calificado como «cine religioso»). En busca del fuego{21}
podría constituir un primer ejemplo de cine religioso primario; también Los
pájaros, de Alfred Hitchcock.{22} En Cuestiones cuodlibetales{23}, hemos ofrecido
un ensayo «hermenéutico», en términos de religiosidad primaria, de la
película de Jean-Jacques Annaud, El Oso.{24} Aunque la situación estricta de
religión primaria que en esta película se re-presenta sea episódica, sin
embargo no por ello habría que considerarla accidental. El episodio religioso
primario es tan decisivo en la trama general del film que puede decirse de él
que es «transcendental» a las secuencias que le preceden, y que le siguen.
El cine religioso relacionado con las «religiones secundarias», puede
considerarse hoy en auge, si es que como religiosas, en sentido secundario,
consideramos a la mayor parte de películas que se ocupan de
«extraterrestres», de «encuentros en la tercera fase», incluso de superman. Si
puede hablarse de una fe en creciente en esta nueva demonología mitológica
(secundaria), habrá que decir también que ha sido (o está siendo) el cine y la
televisión el principal instrumento de su propagación; habrá que decir que
[26] el cine no actúa, en este terreno, tanto como re-producción de una
religiosidad previa, como con-formador de la nueva religiosidad
demonológica.
Por último, y si mantenemos una mínima coherencia con nuestras premisas,
relativas al carácter «epilogal» de las religiones terciarias, nos veríamos
obligados a concluir que el cine religioso «terciario» es un concepto muy
próximo a la «clase vacía», pese a que este tipo de cine religioso cuenta con
el repertorio más copioso. La razón es la siguiente: Que, propiamente, son
los componentes secundarios (mitológicos, oblicuos a las religiones
terciarias) que se conservan residualmente, o se re-generan (según
morfologías antropomorfas) aquellos que se toman en cuenta por los
fabricantes de películas religiosas «por antonomasia». Asimismo, hay que
subrayar que los temas son extraídos antes del cuerpo de las religiones
terciarias (profetas, sacerdotes, templos, fetiches...) que de su núcleo.
El engranaje operatorio entre actor y público
11. La intervención de las operaciones debe considerarse (según hemos dicho)
como un momento decisivo en el proceso de construcción del cine religioso,
como tal (es decir, por tanto, en el proceso de enclasamiento de un film en la
clase de los films religiosos, en general, y en la de algún tipo dentro de esa
clase, en particular). Esto es debido a que las relaciones entre los términos que
consideramos son tan variadas y, a la vez, insertas (no exentas) en otros
sistemas de relaciones contextuales que envuelven el tejido estrictamente
fílmico, que sólo gracias a la intervención de operaciones capaces de
seleccionar, orientar, o «empujar hacia el fondo» otras relaciones dadas entre
los términos es posible delimitar una «estructura religiosa» en un film,
mejor que otra alternativa.
Todo el complejo sistema de factores que hacemos girar en torno a las
operaciones, puede polarizarse en dos sentidos, en cierto modo opuestos,
aunque internamente concatenados. Las operaciones que hay que adscribir a
los agentes del film, y las operaciones que corresponden en realidad al
público que lo interpreta (que lo «entiende viéndolo»). Habrá que suponer
que, normalmente, las operaciones de los agentes del film «engranan» con las
operaciones del público intérprete –es lo que se reconoce cuando se acude a la
metáfora del «lenguaje cinematográfico»–. Y, sin embargo, cuando
utilizamos esta metáfora, acaso el esquema más adecuado para aproximarse
a los mecanismos del «engranaje» fuera el esquema monadológico
leibniziano: Los agentes del film no conocen directamente, y en concreto, las
operaciones del público, no pueden recibir retroacción de este público (como
ocurre en el teatro); su causalidad es diferida. Por tanto, las secuencias
tienen que desenvolverse siguiendo un programa rígido. El público
tampoco puede intervenir en la película y tiene que movilizar sus propias
coordenadas para poder «engranar», de algún modo, con el film. Cierto que,
tras un largo aprendizaje de códigos simbólicos, agentes y público disponen
de abundantes rutinas que garantizan «engranajes» continuados; por ello
queda siempre un margen muy amplio en que ha de jugar el «engranaje
monadológico».
A. Las «operaciones de los agentes» son las que llevan la iniciativa. En todo
este asunto, la distinción entre la perspectiva emic y etic es imprescindible.
La perspectiva emic –la interpretación de la película desde el punto de vista
del «agente» (o de los «agentes», no siempre en armonía)– suele ser la
perspectiva sistemáticamente adoptada como criterio de un «buen
entendimiento» del film. El público suele disponer de información
extracinematográfica, a cargo de la crítica o de la propaganda, cuya misión
es dar las «claves hermenéuticas» emic de los agentes («película católica»,
«película protestante», a veces: «película financiada por la Iglesia anglicana,
por el Vaticano, o por una República islámica»).
Pero también las películas religiosas, según los fines operantis, pueden ser
apologéticas (de una confesión), o heterodoxas, o problemáticas, o críticas;
aun cuando los agentes objetivos no pueden quedar garantizados. La película
sobre «el Palmar de Troya»,{25} estrenada en los últimos ochenta, y
subvencionada por el Ministerio de Cultura, podría seguramente clasificarse
como «cine religioso» orientado obviamente en sentido crítico; pero ¿cuál
era el alcance y objetivo efectivo de esa crítica? Sin duda, la película
ridiculizaba la biografía del llamado Papa Gregorio XVII y, con él, a la
llamada «Santa Iglesia católica, apostólica, palmariana». Pero ya no es tan
fácil determinar si esta película podría clasificarse como «cine
antirreligioso», en el sentido de la Ilustración (la técnica de la ridiculización
es similar a la utilizada en panfletos y caricaturas de la época de la
Revolución francesa), o bien si esta película, según el finis operantis, había de
considerarse como «cine religioso», aunque polémico, es decir, cine católico-
romano que utiliza armas «racionalistas» para arremeter contra una secta
disidente, sin aplicarlas a la propia Iglesia (pese a las analogías tan estrechas
que pocos católicos dejaban de percibir).
También hay que tener presente la gran probabilidad de que los fines
operantis sean ambiguos, o contradictorios (el guión está escrito por varios
autores, corregido por otros o, sencillamente, un solo autor es arrastrado por
tendencias divergentes). La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese,{26}
puede servir de ejemplo. Se tiene la impresión de que en este film se nos
ofrece una yuxtaposición de líneas mal entretejidas, sin perjuicio de sus
calculados efectos de sorpresa y engaño. Dos interpretaciones opuestas del
cristianismo entrelazadas por «embotellamiento» de la una en la otra (como
en los fumetti) a través del truco del sueño. Se nos ofrece, en un principio
una exposición «ortodoxa» (católica, según el «Símbolo de Nicea») de Cristo
Hijo de Dios, del Dios-Hombre, aun llevando al límite sus componentes
humanos, al modo escotista (Cristo duda, pero, a fin de cuentas, Dios habla
por la boca del crucificado: «Cristo es Dios»). Pero el film contiene también
la interpretación «heterodoxa» (arriana) del Cristo-Hombre cuya
ejemplaridad habrá de hacerse consistir en su humildad, en su amor, en su
repliegue de la política –porque el cristianismo «ortodoxo» será presentado
ahora como una invención de Pablo (y Pablo, en el film, no hace sino repetir
ante Cristo la historia del Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov)–. La
«trampa» de la película de Scorsese consistiría en esto: en presentar como
relato directo y [27] continuo (acaso la presencia del ángel desempeña la
función de las «comillas», de un «coeficiente onírico»; por sí misma, esta
presencia, desde una perspectiva racionalista, es, simplemente, ridícula), la
«versión arriana», una vez relatada la crucifixión, para luego «embotellarla»
en una nube (el procedimiento de Scorsese nos recuerda el sermón de Fray
Gerundio: «'No hay Dios'... dicen los impíos...»).
B. La intervención del público es también decisiva para la constitución de un
«cine religioso» –como lo es para la constitución del «cine político–
Espartaco,{27} en los años sesenta de la España franquista, sonaba o brillaba de
un modo muy diferente a como puede sonar o brillar en los noventa. El
Palmar de Troya apenas existió, porque el público católico no necesitaba la
crítica y al público no católico le dejaba indiferente (incluso le molestaba su
parcialismo cerril). Es el caso de los Versos satánicos de Rushdie{28}. La
reacción del público chiíta le confirió un significado blasfemo que un
público cristiano, o agnóstico, no aprecia siquiera.
Relaciones de analogía entre fenómenos cinematográficos y religiosos
12. Vengamos, finalmente, a las relaciones. Como hemos dicho, son de muy
diverso orden y se asientan en muy diversos estratos de los términos;
estratos que pueden ser genéricos o específicos. (Por ejemplo, habrá que
considerar como genéricas las relaciones causales de un film con sus
eventuales efectos en las creencias religiosas del público –tanto si estos
efectos implicaban una destrucción, como si implicaban una «propagación»
de la fe– puesto que estas relaciones serían asimilables a las que derivan de
la propaganda o, para decirlo en lenguaje teológico, a las que se fundan en
la ocasionalidad del «don de la Gracia»). Y no es fácil determinar la
naturaleza de esas relaciones específicas, si es que existen. Acaso tenga que
ver con la misma virtualidad del medio cinematográfico en cuanto
generador de un mundo de imágenes que pueden ser ofrecidas, sea como
apariencias engañosas, sea como fenómenos que representan un mundo real o
revelan un mundo simbólico.
Las relaciones específicas serían, según esto, relaciones de analogía entre
fenómenos cinematográficos y fenómenos religiosos. Las religiones ofrecen,
por su parte, apariencias, fenómenos sui géneris, dadas en el mundo
ordinario (curaciones milagrosas, resurrección de muertos, levitaciones,
ceremonias litúrgicas, multilocaciones...), y esto explica el fundamento de
todas las analogías con los «fenómenos cinematográficos». Zeffirelli, en su
Jesús de Nazareth, nos ofrece imágenes «verosímiles» (¡!) del milagro de los
panes y los peces. La cesta con dos únicos panes, se llena una y otra vez de
nuevos panes, que fluyen en la pantalla sin cesar. ¿Qué se quiere re-
presentar? Desde luego, lo importante es la virtualidad del cine para re-
presentar el relato milagroso en el terreno mismo de los fenómenos ópticos.
Pero la cuestión es que las secuencias fílmicas de Zeffirelli están orientadas a
representar la visión emic (la alucinación) de los personajes (también
representada), o los objetos de esa visión, los panes y los peces vistos (vistos
como reales: otra vez el argumento ontológico). La pregunta tiene
importancia estilística, por cuanto en el propio film podemos advertir, sin
duda, muchas escenas representadas con un grado de intencionalidad de
primer orden, es decir, como «escenas realistas» (por ejemplo, la escena de
la oración del huerto); y hay que determinar si las secuencias milagrosas se
tratan con los mismos recursos del «primer grado» –en este caso, no habría
diferencia cinematográfica entre una secuencia material y una milagrosa y el
«realismo cinematográfico» sería una grosería estética– o bien si se tratan
con recursos de «segundo» o de «tercer» grado, en fin de no transferir al
terreno extracinematográfico la interpretación de una secuencia dada como
milagrosa.
Consideremos la serie que Televisión Española ofreció, en el año 1987, sobre
la vida de Santa Teresa de Jesús. En el momento oportuno, vemos la visita de
San Juan de la Cruz al locutorio del convento de la santa en secuencias
tratadas en «primer grado», realistas (saludos, pasos contados, indumentos,
ademanes...); y, sin solución de continuidad, en el mismo primer grado,
vemos, en un momento dado, cómo la imagen de Santa Teresa «levita», y
levita en el mismo espacio fílmico en el que se venían desenvolviendo las
secuencias de primer grado (no se introducen terceras personas como
testigos virtuales de la levitación, no hay huella de algún cambio de
iluminación, de sonidos, que ejerciese la función de las «comillas»). Es como
si el director confiase al espectador el cuidado de advertir el prodigio:
¿Acaso era necesario subrayarlo? Pero la cuestión es si el «subrayado» se
interpreta como redundancia, o como ironía crítica. Seguramente si el
director, o su asesor teológico-literario, no hubiese sido «creyente», y aun ex
clérigo, el tratamiento hubiese sido distinto.
La imposibilidad de un cine religioso neutral
13. Terminemos formulando algunas consideraciones sobre la imposibilidad
de un cine religioso «neutral», o, lo que es equivalente, sobre las relaciones
internas que mantienen el cine religioso con la verdad.
La tesis sobre la imposibilidad de un cine religioso neutral la derivamos de
la misma estructura intencional de las imágenes o apariencias fílmicas,
cuando ellas alcanzan un sentido definido. En su virtud, éstas actúan como
signos, deben ser interpretadas (es decir, insertadas en teorías,
«entendidas»), lo que implica una toma de partido en el intérprete. Un
partidismo que no tiene que confundirse con el parcialismo de quien sólo
alcanza en una sola interpretación (teoría) y, en consecuencia, no puede
tomar «disposiciones dialécticas» respecto de otras alternativas (que una
buena película debe haber tenido en cuenta, y reflejado en su estilística).
Kurosawa propuso, con su Rashomon{29} un experimento de neutralidad,
utilizado muchas veces como argumento en favor de un escepticismo
relativista (a pesar [28] de que no es lo mismo abstenerse, en epojé pirrónica,
de todo partido, después de haber recorrido todos los partidos alternativos,
que aceptar un partido, aunque éste sea indeterminado). Pero en el
«escenario religioso», la epojé moral, o estética, es imposible. Las cestas que
se llenan de panes y peces serán percibidas o bien como referidas a un
proceso «real» o como referidas a un proceso «alucinatorio» –o,
simplemente, como re-presentación de las habilidades de un prestidigitador
extraordinario–; la levitación mística tendrá que ser necesariamente
interpretada, o bien como un análogo de un movimiento real, o como
representación de una alucinación. Y no es necesario referirse a contenidos
milagrosos para probar la necesidad del partidismo. Partidismo existe ya, en
la película de Zeffirelli, simplemente desde el momento que optó por seguir
el relato evangélico de San Marcos, a propósito de Pilatos: En el film, Pilatos
quiere salvar a Cristo; quiere soltar a Barrabás, y son los judíos quienes
insisten en que sea Jesús el crucificado. Zeffirelli, como Marcos, toma
partido, echando la culpa de la muerte de Jesús a los judíos, a fin de
descargar de esa culpa a los romanos. Otras veces, la toma de partido es
mucho más explícita: Cristo guerrillero, Cristo místico, Cristo judío; o lo es,
sencillamente, por vía negativa. ¿No es extraño que los guionistas y
directores de cine no hayan aprovechado las virtualidades cinematográficas de
los evangelios llamados apócrifos? La comadrona que atendió a María –
leemos en uno de ellos– no podía creer en su extraño embarazo y, por ello,
Jesús, antes ya de nacer, castigó su incredulidad cortándole una mano; ya
niño, Jesús transforma en cabritillos a otros compañeros que no querían
jugar con él; y un día que el maestro le pega, en la escuela, hará que caiga
fulminado, por su insolencia.
¿Pueden considerarse externas a la «estética cinematográfica» las cuestiones
que tienen que ver con la verdad (según los planos en los que ésta se
establezca) del cine religioso? A nuestro juicio, no. Hay una conexión interna
entre los «valores cinematográficos» y los «valores de verdad», aunque sea
muy difícil, en muchos casos, seguir las líneas sutiles de esa conexión. La
cuestión que, hace cuarenta años, preocupó a Sartre, la cuestión de las
relaciones entre la Literatura y la Política reaccionaria («falsa») se reproduce,
a propósito del cine religioso, del modo más agudo, y, además, como
cuestión estética. ¿Puede hablarse de una «buena película» de cine religioso
(descontamos «fotografía», «oficio», &c.) con indiferencia de la cuestión de
la verdad? La razón fundamental de nuestra respuesta decididamente
negativa es ésta: El sentido del cine religioso está indisolublemente ligado a
la verdad de la «teoría interpretativa», al margen de la cual el sentido se
desvanece; el sentido cambia al cambiar la interpretación, y con él, cambia
también el valor estético. Por ejemplo: la mayor parte de las películas de
cine religioso «agonístico» –si utilizamos la expresión unamuniana– carecen
de sentido religioso para quien tome como regla de verdad una concepción
naturalista de la vida de Cristo (en rigor, lo que desaparece aquí es la misma
consideración de un film sobre «Cristo agonístico» como un film de cine
religioso, porque en realidad se habrá transformado en un film de «cine
psicológico», o «psiquiátrico»). Para un espectador racionalista, aunque no
sea psiquiatra, un film como El exorcista de William Friedkin (que se basa en
la novela de W. Peter Blaty) resultará ser una exposición tan ridícula e
infantil, que difícilmente podrá reconocerle la más mínima «calidad
estética». La decisión sobre la verdad cambia el sentido cinematográfico: El
tema del exorcista podrá ser tratado desde otras «perspectivas teóricas», en
beneficio del arte cinematográfico. Pues no podemos prescindir de toda
«teoría»: Si nos desentendemos de una es para acogernos a otra.
Y el partidismo no está reñido necesariamente con la verdad; por el contrario,
es condición de la misma. Sólo que las verdades se constituyen en muy
diversos planos, cuyas relaciones no son siempre conmensurables. La
película Escarlata y negro,{30} de Jerry London, es una película partidista
(provaticana) que quiere salir al paso de las acusaciones dirigidas contra Pío
XII, en cuanto simpatizante de los nazis; y probablemente contiene mucha
verdad en lo que se refiere a la representación de las gestiones bienhechoras
de un monseñor Hugh O'Flaherty, durante la ocupación de Roma por las
S.S.
Nuestra tesis relativa a la implicación entre el valor cinematográfico y la verdad
(en el cine religioso), no pide la recíproca: Puede haber películas verdaderas,
pero de escaso valor cinematográfico. En todo caso, la verdad se nos da en
«franjas» de anchuras muy diversas, y, por ello, no hay reglas únicas para
establecer su conexión con el valor y el sentido. En el fondo, la cuestión más
importante que nuestros planteamientos sobre las relaciones entre Verdad y
Valor obligan a suscitar podría formularse así: ¿Existe formalmente el cine
religioso? Que hay un cine religioso en sentido material es indudable. Pero
que este cine materialmente religioso sea también un cine formalmente
religioso (y no «formalmente» etnológico, o psicológico, o sociológico) ¿no
depende tan sólo de las operaciones del autor (de su finis operantis), o de las
operaciones del público que lo contempla, pero en tanto que estas
operaciones no pueden considerarse como internamente cinematográficas,
es decir, engranadas en la estructura objetiva de la película, en su finis
operis?
{1} Los Diez Mandamientos, Cecil B. de Mille, 1956.
{2} Jesús de Nazareth, Franco Zeffirelli, 1977.
{3} La vida amorosa de Cristo, Jens Jorgen Thorsen.
{4} La semilla del diablo, Roman Polanski, 1968.
{5} Giordano Bruno, Giuliano Montaldo, 1973.
{6} El séptimo sello, Ingmar Bergman, 1956.
{7} La Religiosa, Jacques Rivette, 1966.
{8} El exorcista, William Friedkin, 1973.
{9} Jesucristo Superstar, Norman Jewison, 1973.
{10} Teófilo Efraim Lessing, Laocoonte (1766), Tecnos, Madrid 1990 (edición
de Eustaquio Barjau).
{11} Mahoma, el mensajero de Dios, Moustapha Akkad, 1976.
{12} Plinio, Naturalis Historiae, lib. XXXV.
{13} San Juan de la Cruz, «Subida del Monte Carmelo», en Vida y obras
completas de San Juan de la Cruz, BAC (edición de L. Ruano), Madrid 1973,
Libro II, cap. IV.
{14} Santo Tomás, Quaestiones Quodlibetales, Marietti (edición de R. M.
Spiazzi), Turín 1956.
{15} Enrique Bergson, La evolución creadora (1907), Espasa-Calpe, Madrid
1971.
{16} Platón, La República, Libro IV, Alianza (edición de M. Fernández-
Galiano), Madrid 1989.
{17} Mircea Eliade, El mito del eterno retorno. Arquetipos y repeticiones (1951),
Alianza, Madrid 1985.
{18} Viridiana, Luis Buñuel, 1961.
{19} El Cardenal, Otto Preminger, 1963.
{20} El nombre de la rosa, Jean-Jacques Annaud, 1986.
{21} En busca del fuego, Jean-Jacques Annaud, 1981.
{22} Los pájaros, Alfred Hitchcock, 1963.
{23} Gustavo Bueno, Cuestiones quodlibetales sobre Dios y la religión,
Mondadori, Madrid 1989,
{24} El oso, Jean-Jacques Annaud, 1988.
{25} La de Troya en el palmar, José María Zabalza, 1983.
{26} La última tentación de Cristo, Martin Scorsese, 1988.
{27} Espartaco, Stanley Kubrick, 1960.
{28} Salman Rushdie, Versos satánicos, Seix Barral, Barcelona 1989.
{29} Rashomon, Akira Kurosawa, 1950.
{30} Escarlata y negro, Jerry London, 1983.

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