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ACUÉRDATE DE TUS POSTRIMERÍAS Y NO PECARÁS JAMÁS.

LAS IMPLICACIONES DEL


MODELO DE LA BUENA MUERTE
Author(s): Fernando Martínez Gil
Source: Historia Social, No. 58 (2007), pp. 23-46
Published by: Fundacion Instituto de Historia Social
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/40657967
Accessed: 16-11-2019 21:19 UTC

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ACUÉRDATE DE TUS POSTRIMERÍAS Y NO
PECARÁS JAMÁS. LAS IMPLICACIONES
DEL MODELO DE LA BUENA MUERTE

Fernando Martínez Gil

1. Muerte e ideología

La historia de las actitudes ante la muerte ha experimentado un gran desarrollo en los úl-
timos treinta años, desde los estudios pioneros de Philippe Ariès y Michel Vovelle. En Es-
paña la andadura de este género historiográfico comenzó hace dos décadas, las que han
transcurrido desde la publicación de los primeros trabajos monográficos presentados al
// Coloquio de Metodología Aplicada celebrado en Santiago de Compostela a comienzos
de los ochenta. Desde entonces han ido y siguen apareciendo numerosas monografías refe-
ridas a muy diversas zonas de la geografía peninsular. En lo que respecta a la historia mo-
derna, la mayoría de los estudios se centraron en un principio en el siglo xvm, pero es ver-
dad que hoy en día contamos ya con un corpus apreciable sobre los siglos precedentes que
nos permite tener una idea global sobre las actitudes y comportamientos ante la muerte
durante todo el transcurso del Antiguo Régimen, echándose en falta, si acaso, un esfuerzo
de síntesis que conjugue todas estas aportaciones parciales.
En esta joven corriente historiográfica el testamento se ha constituido en la fuente pri-
mordial y, en algunos casos, exclusiva. A estas alturas nadie puede negar su extraordinaria
importancia, mucho más desde que Vovelle y Chaunu aplicasen a su explotación el trata-
miento cuantitativo, verdadero espaldarazo para una historia de las mentalidades por en-
tonces en busca de su identidad. Aunque no pocos investigadores combinan el testamento
con otras fuentes diversas, su reinado sigue siendo incuestionado, y creo que con razón,
pues su abundancia, serialidad y riqueza de posibilidades metodológicas mantienen intac-
tas sus potencialidades.
No obstante, y a medida que las monografías se multiplican, el lector interesado no
puede evitar una cierta fatiga, fruto sin duda de la reiteración de idénticas metodologías y
resultados. Se diría que la historia de las actitudes ante la muerte corre el riesgo de caer en
una especie de neopositivismo en el que el guión de los estudios viene marcado por el or-
den y articulación de las cláusulas testamentarias, que naturalmente son siempre las mis-
mas. Muchas investigaciones comienzan así considerando algunas de las ideas generales
acerca de la muerte, como su inevitabilidad y la incertidumbre de su llegada, contenidas
ambas en los preámbulos de las últimas voluntades; continúan analizando las fórmulas de
las protestaciones de fe y los intercesores, la recepción de los sacramentos, la configura-
ción del cortejo funerario, la elección de mortaja y lugar de enterramiento, para terminar

Historia Social, n.° 58, 2007, pp. 23-46. I 23

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deteniéndose en el número de misas estipuladas por el otorgante, la adjudicación de man-
das y legados, y en fin el nombramiento de albaceas y herederos. Toda esta información
posee desde luego un extraordinario valor, pero no en su mera descripción, sino en cuanto
contribuye a la mejor comprensión de los mecanismos de funcionamiento y evolución del
sistema social que la ha producido.
El testamento es, en función de estos objetivos, una fuente muy capaz. Pero en todo
caso parece mucho más conveniente complementar su utilización con la de otros docu-
mentos cuya información puede ser igualmente valiosa, aun cuando no sea posible en mu-
chos casos aplicarles el método cuantitativo. La literatura doctrinal se impone aquí, entre
otras opciones posibles, como una de las vías más prometedoras para hacer avanzar nues-
tros conocimientos sobre una cuestión tan inasible como es la de los sentimientos y actitu-
des ante la muerte que el ser humano tuvo en el pasado.
La propuesta supone no el estudio de un territorio aislado o autónomo, llámese historia
de la muerte, sino su encuadramiento en el marco ideológico que la explica y al que, del
mismo modo, ella también explica. Y el historiador, en vez de aislar la muerte, la religiosi-
dad popular o la cultura oficial, debería concentrar su foco de atención en el estudio del
cristianismo -en nuestro caso, el catolicismo pre y postridentino-, sin lugar a dudas la que
podríamos llamar superestructura ideológica más decisiva en los modos de producción vi-
gentes en occidente durante las edades media y moderna o, lo que es lo mismo, la ideolo-
gía que generó -y sirvió de referencia a- las distintas mentalidades que convivieron en la
sociedad del Antiguo Régimen.
Por lo general, el estudio del cristianismo ha estado fuera de los límites de la ciencia
histórica, como respetando los derechos plenos de la teología, una disciplina que trata de
Dios y de sus atributos y perfecciones. Si acaso cabe considerar la historia de la Iglesia, de
carácter fundamentalmente institucional, que goza de una larga tradición. Los historiado-
res han recurrido a ella con frecuencia, y en los últimos años la llamada historia de las
mentalidades ha abierto el frente de la religiosidad popular, un concepto sobre cuya vali-
dez aún está entablado el debate, pero que indaga sobre la lectura popular o la puesta en
práctica local de la religión oficial. Sin embargo, el historiador, inmerso en un sistema de
valores muy ligado todavía a sus propias creencias o descreencias, sigue mostrando cierto
pudor por emprender la, por otra parte, ineludible tarea de estudiar la historicidad ideoló-
gica de la religión cristiana, considerando las implicaciones económicas, políticas y socia-
les que toda ideología conlleva.
Para muchos, en la actualidad, el hecho religioso entra dentro del terreno de lo perso-
nal. No fue así, en modo alguno, en siglos anteriores. Por supuesto que, como todas las re-
ligiones, el cristianismo implicaba una serie de creencias que se interiorizaban, no sabe-
mos en qué grado y en qué forma en cada caso. En esta dirección recalaríamos en una
historia de la espiritualidad, sin duda de gran interés, pero solamente aplicable a una mino-
ría de autores cultos, religiosos, ascetas y místicos. Pero el cristianismo es -y era ante
todo- un sistema socializado de creencias, una ideología que enmarca una estructura de
mentalidades. Por eso, y además de las convicciones y actitudes personales, siempre ha en-
trañado implicaciones colectivas que con toda legitimidad pueden ser el objeto de estudio
de los historiadores sociales. En modo alguno se trata de juzgar sobre quién es Dios y si
existe, sobre si una religión es la verdadera, sobre la veracidad de sus dogmas y creencias;
lo que interesa al historiador es la forma en que esa ideología ha influido y condicionado
el sistema económico-social de cada momento histórico, la vida cotidiana, personal y co-
lectiva, de los hombres y mujeres que vivieron en el pasado.
I El estudio de la religión y de la religiosidad -católica, en nuestro caso- abre así al his-
I toriador dos frentes muy interrelacionados: en primer lugar, la religión entendida como un
I intento de respuesta frente al mal, el dolor y la muerte; pero también las repercusiones
24 I que, como tal ideología, tiene sobre el orden social.

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Es aquí donde puede apreciarse la extraordinaria importancia que adquiere el conoci-
miento de las actitudes ante la muerte. Porque hay que partir de la base de que, junto al pe-
cado, aquélla se halla en el mismo centro del cristianismo. El Génesis dejó bien claro que
la muerte tuvo su origen en el pecado de Adán y, según san Pablo, "como por un hombre
entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hom-
bres, porque todos pecaron".1 La grandeza del cristianismo estriba precisamente en la defi-
nitiva victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, "porque, como por un hombre vino la
muerte, así por un hombre la resurrección de los muertos. Y como todos mueren en Adán,
así también todos revivirán en Cristo".2 Aquí están los fundamentos del cristianismo y de
su concepción de la muerte, puesto que se responde a la más angustiosa pregunta humana,
el porqué del mal de la muerte, y se sustenta la fe en una segura victoria sobre tan incom-
prensible e irracional amenaza.
Estas citas del Génesis y de las cartas de san Pablo nos llevan a la última de las consi-
deraciones previas que aquí se proponen para la reflexión. Los sistemas educativos de los
últimos tiempos nos están alejando de nuestras raíces civilizatorias, sean las de la antigüe-
dad clásica o del judeocristianismo. El estudiante y el historiador novel que se adentran en
las mentalidades generadas en el seno del catolicismo se topan, por tanto, con cada vez
mayores limitaciones en su capacidad para interpretar adecuadamente los viejos textos re-
ligiosos, para lo que no basta una mera destreza metodológica. Al modernista que trata de
descodificar un texto de fray Luis de Granada o de Juan Eusebio Nieremberg, un manual
de confesores o un tratado sobre la oración, una historia hagiográfica incluso, le salen al
paso constantemente párrafos en latín y referencias a las fuentes más antiguas del cristia-
nismo que siguen siendo las piedras angulares que dotan de significado al discurso. La
tentación más fácil es entonces la de pasar por alto todo ese lastre farragoso que hace pe-
nosa la lectura, con lo que desechamos los fiindamentos de la ideología religiosa que estu-
diamos y equivocadamente atribuimos al pensamiento personal del autor lo que en reali-
dad es un sustrato ideológico ampliamente compartido.
Así pues, para comprender las actitudes y comportamientos ante la muerte en el perío-
do histórico que conocemos como Antiguo Régimen es preciso un estudio profundo del
catolicismo como una religión que responde a los problemas de la existencia humana y
como ideología que condiciona, y es condicionada por, un sistema social; y para ello no
basta con conocer la producción doctrinal de los siglos xvi-xvm, sino que hay que remon-
tarse a los fundamentos, a veces muy remotos, que dan significado a esos textos. En efec-
to, un tratado pre o post-tridentino sobre la muerte no sólo contendrá alusiones a los místi-
cos renano-flamencos, a movimientos como la devotio moderna o autores como Gerson,
Kempis o Dionisio Cartujano, sino también a obras tan fundamentales como la de santo
Tomás de Aquino o las de los llamados doctores de la Iglesia, especialmente san Agustín y
san Gregorio, verdaderos constructores de la casuística sobre el pecado y la escatologia
cristiana. Incluso podrán aparecer referencias ajenas al cristianismo pero igualmente influ-
yentes en él, como Séneca, el estoicismo o el mismo Aristóteles, con cuya famosa frase
sobre la terribilidad de la muerte solían comenzar los textos bajomedievales del Ars mo-
riendi? Y naturalmente una abundante serie de citas referidas no sólo al Nuevo sino tam-

1 Epístola a los Romanos, 5, 12.


2 ¡Corintios, 15,21-22.
3 "Quamvis secundum philosophum Tercio ethicorum omnium terribilium mors corporis sit terribilissi-
ma...", comienza el Ars moriendi editado en Heineken y reproducido por Alberto Tenenti en el apéndice C de
La vie et la mort à travers l'art du XVe siècle, Éditions Serge Fleury-L' Harmattan, Paris, 1983, p. 107 y ss.
También lo hacen los textos castellanos del Ars. Así empieza, por ejemplo, el manuscrito titulado Tratado de
bien morir, conservado en el Archivo Capitular de la Catedral de Toledo (BCT, ms. 17.25) y encuadernado sig-
nificativamente con obras de Aristóteles y Séneca: "Aunque la muerte del cuerpo es la cosa más espantosa25 del |

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bien al Antiguo Testamento, cuyo conocimiento -antes una obviedad; hoy creo que no tan-
to- se demuestra imprescindible.

2. Acuérdate de tus postrimerías...

Los lugares bíblicos en que se asienta la concepción cristiana de la muerte están espar-
cidos por la mayor parte de los libros que componen el Antiguo Testamento, pero son unos
pocos los que, durante siglos, se repiten con insistencia en los manuscritos y posterior-
mente en los textos impresos de la Edad Moderna. En el Génesis, como se ha dicho, en-
contramos la explicación del origen de la muerte en el pecado del primer hombre;4 en el
II libro de los Macabeos se sustenta el culto a los muertos y la oportunidad de los sufra-
gios;5 el Eclesiastés juega con la obsesión de las vanidades de la vida amenazada por la
inevitable muerte;6 el libro de Job es el de la paciencia frente a la adversidad, el invocado
para llevar al sufriente hacia la resignación; los Salmos y los Proverbios proporcionaron
numerosas sentencias y pautas de conducta. Pero el más rico en doctrina sobre la muerte
es quizá el libro del Eclesiástico, en cuyas páginas se descubren la mayoría de las ideas
que se convertirán en los lugares comunes más recurrentes: el origen pecaminoso de la
muerte,7 los tópicos testamentarios de su certeza8 y de la incertidumbre sobre su hora,9 la
ambivalencia de sus significados,10 la transitoriedad de la vida,11 la obligación de hacer
testamento,12 de enterrar y de llorar a los muertos.13 Pero estimo que la máxima más con-
tundente, repetida y cargada de implicaciones sociales es la que se halla en el capítulo 7:
"En todas tus obras acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás".14 Su impacto fue

mundo segunt dise el philósopho...". Así también el Arte y doctrina de bien morir de la Biblioteca de El Esco-
rial (Ms. h.III.8, ff. 132-148): "Como quier que la muerte del cuerpo sea muy más terrible que todas las cosas
terribles como dize el filósofo...".
4 Dijo Dios a Adán: "Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella
fuiste tomado, ya que polvo eres y en polvo te has de convertir", Génesis, 3, 19.
5 Habiendo descubierto Judas que sus soldados caídos en batalla habían sacrificado a los ídolos, hizo una
colecta entre los supervivientes para enviarla a Jerusalén "a fin de que allí ofreciesen un sacrificio por el peca-
do. Acción elevada, e inspirada en el pensamiento de la resurrección. Puesto que si él no hubiera esperado que
aquellos muertos habían de resucitar, vano y superfluo fuera orar por ellos. Mas, creyendo firmemente que está
reservada una gran recompensa a los que mueren piadosamente, idea santa y piadosa, por eso ofreció el sacrifi-
cio propiciatorio: para que fuesen libres de sus culpas". II Macabeos, 12, 39-45.
6 "Porque la suerte de los hijos del hombre, y la suerte de las bestias es la misma; la muerte del uno es
como la muerte del otro, ambos tienen un mismo hálito, y la superioridad del hombre sobre la bestia es nula,
porque todo es vanidad. Ambos van al mismo lugar; ambos vienen del polvo y ambos vuelven al polvo". Ecle-
siastés, 3, 19-20. Y también el lamento que aparece por doquier: "Vanidad de vanidades, y todo es vanidad".
Ibidem, 12, 8.
7 "Por la mujer comenzó el pecado, y por ella morimos todos". Eclesiástico, 25, 24.
8 "Poraue es lev eterna: has de morir". Ib.. 14. 17.
9 "Hijo, acuérdate que la muerte no tarda, y no te ha sido revelada su hora". Ib., 14, 12.
10 "¡Oh, muerte, qué amargo es tu recuerdo para el hombre que goza en paz en medio de sus bienes! [...]
¡Oh, muerte, qué bueno es tu fallo para el hombre indigente y falto de fuerzas; para el viejo cargado de años..!".
Ib., 41, 1-2.
11 "Como las hojas verdes de un árbol frondoso, que unas caen y otras brotan; así las humanas generacio-
nes, unas mueren y otras nacen". Ib., 14, 18.
12 "En el día último de tu vida, al tiempo de morir, reparte tu herencia". Ib., 33, 24.
13 "Hijo, llora sobre el muerto, y, como corresponde a quien sufre, entona lamentaciones, amortájale según
le corresponde, y no te olvides de enterrarlo". Ib., 38, 16. "Llora amargamente, suspira ardientemente, guarda
luto según su condición un día o dos para evitar la murmuración, y consuélate de tu tristeza". Ib., 38, 17.
14 Eclesiástico, 7, 36. Y en otro lugar: "Acuérdate de la corrupción y la muerte y guarda los mandamien-
26 tos". Ib., 28, 6.

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tan fuerte sobre las conciencias que dio lugar a un subgénero dentro de los tratados de me-
ditación sobre la muerte: el de los Novísimos o postrimerías del hombre.
Este género, muy relacionado con las artes de morir, se afianza, como tantos otros,
después de la aparición de la imprenta. En España se traducen e imprimen a fines del siglo
xv dos obras fondamentales, las de Dionisio Rickel, llamado El Cartujano,15 y Gerardo
Vliederhoven.16 En la centuria siguiente aparecieron pocas más, pero alguna de ellas,
como la de fray Luis de Granada, gozó de amplia difusión.17 Es en las cuatro primeras dé-
cadas del siglo xvii cuando el género de las postrimerías parece alcanzar su mayor éxito, a
juzgar por la proliferación de títulos que entonces salen a la luz. De la casi veintena de
obras que menciona Nicolás Antonio, más de la mitad se escalonan entre 1603 y 1639.18
La vinculación de estos tratados con el pasaje señalado del Eclesiástico aparece claramen-
te, pues el del Cartujano comienza precisamente con esa cita19 y aparece por doquier en el
resto. Así, por ejemplo, Luis de la Puente escribió que "Las meditaciones de las postrime-
rías del hombre... son eficacíssimas para movernos al aborrecimiento de nuestros pecados,
y al propósito eficaz de nunca más boluer a ellos. Por lo qual, dixo el Eclesiástico: En to-
das tus obras acuérdate de tus Postrimerías, y nunca pecarás".20
O Francisco Escrivá, proponiendo la consideración de la muerte como "antídoto y re-
medio contra el pecado", que paradójicamente fue causa de aquélla, redondea su argumen-
to con la inevitable cita, que vuelve a aparecer algunas páginas después: "Acordaos de la
Muerte, y no pecareys: y si huuiéredes pecado, dexareys de pecar";21 o fray Pedro de Oña,
para quien "no sólo la muerte, sino la memoria della es acíbar contra el pecado, le mata, le
destruye; no por un día, ni por dos, sino para siempre, y en cierta manera queda inmortal:

15 De las quatro postrimerías del hombre, de la que parece que ya hay una edición en 1487. Nicolás Anto-
nio cita tres ediciones más: una traducción anónima al parecer prohibida, el Libro de los Quatro Novíssimos de
Dionysio Cartesiano, publicado por Francisco Ramírez de Haro, en Madrid, 1630, y la obra de Lucas de Soria,
De las postrimerías del Cartujano, Sevilla, 1639. Biblioteca Hispana sive Hispanorum... de his agit qui post
annum... MD usque adpraesentem diemfloruere..., Romae, Nicolai Angeli Tinassi, 1672, 2 vols.
16 Libro de las cuatro cosas postrimeras o Cordial, traducido por micer Gonzalo García de Santa María,
Zaragoza, 1491. Nicolás Antonio cita otra edición en la imprenta complutense de Miguel de Eguía en 1526.
17 Entre las más tempranas hay que reseñar la curiosa obrita de Pero Mexía de Toledo en forma de diálogo
y titulada Muestra de la pena y gloria perpetua: con que se alcança la bienauenturança: juntamente con la de-
claración del Pater noster, Toledo, 1550. En 1588 aparecieron las de Nicolás Díaz, Tratado del juy zio final,
Valladolid, 1588, y la de fray Luis de Granada, De quatuor novissimis, Amberes, 1588, y Venecia, 1601. Dos
años más tarde registra Nicolás Antonio una obra del jesuíta José de Acosta, De temporibus novissimis, Roma,
1 590, que no he podido consultar.
18 Son los autores y obras siguientes: Pedro de Oña, Primera Parte de las Postrimerías del hombre, Madrid,
1603; Francisco Escrivá, Discurso de las quatro postrimerías, es decir, sobre los cuatro Novíssimos, Valencia,
en tres partes aparecidas en 1604, 1609 y 1616; Luis de la Puente, Primera y Segunda Parte de las Meditacio-
nes de los Pecados y Postrimerías del hombre, tomo I de sus Meditaciones espirituales, 1605, 1609 y 1613;
Francisco Ortiz Lucio, De los quatro Novísimos y remate de la vida humana, 1608; Mateo de Salcedo, Postri-
merías del hombre, y enemigos de la alma y alabanza del Santísimo Sacramento, Madrid, 1610; Alonso de He-
rrera, Consideraciones de las amenazas del juicio y penas del infierno, Madrid, 1616; Luis de San Bernardo,
Breves meditaciones sobre los quatro Novíssimos, Madrid, 1622 (al parecer, una traducción del italiano); Fran-
cisco de Salazar, Afectos y consideraciones sobre las quatro Postrimerías o Novísimos para los exercidos espi-
rituales de San Ignacio, Madrid, 1628; y Juan de Ayala Fajardo, Postrimerías del hombre, Madrid, 1638; a las
que hay que añadir las traducciones del Cartujano de 1630 y 1639, y una obra poética del portugués Francisco
Rollim De Moura, Dos Novísimos, Lisboa, 1623. A juzgar por los datos de Nicolás Antonio, aunque este es un
extremo que habría que comprobar, el género languidece en la segunda mitad de siglo, en la que no se reseña
más que la obra del jesuíta Sebastián Izquierdo, Consideraciones sobre las quatro postrimerías, Roma, 1672.
19 Véase, por ejemplo, el texto de la traducción de Lucas de Soria, Sevilla, 1639, ya citada.
20 Utilizo la edición de Barcelona, en la Imprenta de María Ángela Martí viuda, 1757. Véase la p. 81.
21 Discursos sobre los quatro Novíssimos, Muerte, Iuyzio, Infierno, y Gloria, Valencia, por Pedro Patricio
Mey, 1604, pp. 240-241, 251 y 263. 27

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Memorare nouissima tua, et in aeternum non peccabis".22 Pero la autoridad del Eclesiásti-
co va más allá del género de las postrimerías, siendo habitual encontrarla en toda clase de
libros doctrinales. Así en la Victoria de la muerte del beato Alonso de Orozco23 o en algu-
nas de las obras más importantes de fray Luis de Granada, como la primera parte del I li-
bro de la Guía de pecadores, que muy bien podría incluirse también dentro del género de
las postrimerías. La obra comienza exhortando a la virtud en correspondencia a los bienes
recibidos de Dios. "Mas porque la mayor parte de los hombres más se mueve por el intere-
se de la ganancia que por obligación de justicia", recurre en última instancia a las postri-
merías para persuadir de la necesidad de apartarse del pecado. Porque la muerte y el juicio
final "sirven mucho para amar la virtud y aborrescer el vicio, según aquello del sabio que
dice: Acuérdate de tus postrimerías y nunca jamás pecarás"}* Encontramos también la
vieja sentencia en las artes de morir barrocas en su versión reducida del memento mori,
una de las consignas más obsesivas de la época;25 en los sermones26 y hasta en la poesía re-
ligiosa.27
Los que la utilizaron la consideraron una eficaz llamada a la conversión, y así ha de
entenderlo en primer lugar el historiador.28 Pero su significado pudiera ser aún más com-
plejo. La sentencia apelaba a la obtención de la máxima sabiduría, la que enseñaba a pre-
venir la muerte para no temerla;29 y, en mi opinión, fue también utilizada como un espan-
tajo, como una coerción psicológica, por una pedagogía terrorista que pretendía prevenir y
extirpar cualquier conducta o actitud desestabilizadora.
Para entenderlo es preciso detenerse en el significado que escondían los dos conceptos
que pone en juego esta sentencia: los de "postrimerías" y "pecado". Respecto al primero
aclara poco la definición contenida en el diccionario barroco de Covarrubias: "Postrime-
ría, el fin y muerte".30 Pero el subgénero literario que antes se ha comentado insiste, aun

22 Fray Pedro de Oña, Primera parte de las Postrimerías del Hombre, por Luis Sánchez, Madrid, 1603,
p. 30.
23 Partiendo de la consabida máxima, Alonso de Orozco concluye que "todos los males que se comenten
nacen del olvido de aquel día espantoso de la muerte", en Victoria de la muerte, Gil Blas, Madrid, 1921, p. 47.
24 Guía de pecadores, en Obras, Atlas, Madrid, 1944, BAE VI, pp. 31-32. Fray Luis utilizó la sentencia del
Eclesiástico en numerosas ocasiones. En la primera parte del Libro de la oración y meditación {ibidem, BAE
VIII, p. 35) insiste en que la consideración de la muerte aprovecha "para apartarnos del pecado, según que lo
testifica el Eclesiástico, diciendo: Acuérdate de tus postrimerías, y nunca jamás pecarás. Gran cosa es no pecar,
y gran remedio es para esto acordarse el hombre que ha de morir".
25 Por ejemplo, en la obra del jesuita Francisco Arana, quien afirmaba que "para vivir bien, y evitar el peca-
do, que es el que haze mala la vida, es medio eficacíssimo la memoria de la muerte". Muerte prevenida o chris-
tiana preparación para una buena muerte, por Juan Francisco Blas de Quesada, Sevilla, s.a., p. 116.
26 La muerte es lo único que no es ocasión de pecado. Sería "loco o bruto" quien dijese: "Holguémonos,
pues hemos de morir". Luis de Rebolledo, Primera parte de cien oraciones fúnebres en que se considera la
vida, y sus miserias: la muerte, y sus prouechos, Herederos de luán íñiguez de Lequerica, Madrid, 1600.
27 Damián de Vega escribió hacia 1590 un poema "A la memoria de la muerte" que dice así: "Acuérdate de
la muerte / frecuentemente, y verás / cómo nunca pecarás; / si siempre del final día / te acordases, el pecado / de
ti no triunfaría, / según lo tiene avisado / la eterna sabiduría". BAE XXXV, p. 352.
28 "La meditación de la memoria de la muerte haze despreciar el mundo y su gloria y vanidad, y mata los
estímulos de la carne. Sacude de sí los bienes presentes... Destierra la soberuia, planta la humildad, corta todas
las vanidades del mundo, y abraça la templança... No teme la pobreza en este siglo, porque ama las cosas que
siempre han de durar. Lleua en amor de Christo todas las injurias, por el pago de la eterna remuneración. Des-
tierra las dissoluciones y liuiandades, y causa una saludable tristeza...". Miguel de la Guerra, Discurso de la me-
moria de la muerte, y Tratado que trata de cómo deuen ser ayudados los enfermos a bien morir, Valladolid,
1604, en Confortación y consuelo de pusilánimes, luán Godínez de Millis, Valladolid, 1607, p. 177.
29 "Finalmente, convinieron en esto todos los filósofos, que toda su filosofía era meditación de la muerte",
escribió Juan Eusebio Nieremberg, De la diferencia entre lo temporal y lo eterno, Atlas, Madrid, 1957, BAE
CIV, p. 9.
30 Sebastián de Covarrubias Horozco, Tesoro de la lengua castellana o española, por Melchor Sánchez,
28 Madrid, 1674. La primera edición es de 1611.

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en los títulos de las obras, en un aspecto muy a tener en cuenta. El fin del hombre es la
muerte, como dice Covarrubias, y éste es ya un extremo que llena al hombre de temor. La
realidad, sin embargo, es muchísimo más terrible, ya que la muerte, por horrenda que pa-
rezca, no es más que la primera de las cuatro postrimerías. Porque, en segundo lugar, viene
el juicio, un juicio inmediato a la muerte de cada uno en que el alma tendrá que dar cuenta
de todos sus pecados. Para infundir el deseado temor los predicadores recurrían a los para-
lelismos de la justicia terrena, de modo que la amedrentada alma que meditaba su fin se
veía ocupando el lugar de un malhechor, amenazada por los rigores de castigos más que
figuradamente físicos y violentos.31 De la sentencia de este juicio particular dependía la
suerte del alma, que al menos contaba con asegurarse el purgatorio, hasta la celebración
del Juicio Final en la culminación de los tiempos. Tanto el uno como el otro conformaban
la segunda de las postrimerías y conducían a la tercera y la cuarta, Infierno y Gloria, que
ya implicaban el espeluznante carácter decisivo e irreversible de la eternidad. Bien estaba
acordarse de la muerte para no pecar pero, al decir de Nieremberg, mucho mejor sería pen-
sar en la eternidad.

No sólo has de morir, sino que después de muerto te aguarda una eternidad. Acuérdate de que hay
Infierno sin fin, y ten memoria de que hay Gloria para siempre. Más poderosa cosa será para que
cumplas la ley de Dios acordarte de que eternamente has de pagarlo con dolores sin fin, que saber
que han de acabar contigo los bienes y males de esta vida. Acuérdate, pues, de la eternidad [...] Por-
que aunque la memoria de las cuatro postrimerías sea muy eficaz para reformar la vida, ésta de la
eternidad es como la quinta esencia, la cual en virtud contiene a todas.32

Por tanto, el temor del pecador iba mucho más allá de la ya de por sí horrible muerte;
tenía que ver nada menos que con la salvación eterna. El que pecaba ponía en muy serio
riesgo su salvación, de la que la muerte era el camino ineludible. Y no hay que olvidar que
a estas alturas, cuando alborea la Edad Moderna, la Iglesia ostenta ya un pleno control
"sobre el momento de la muerte, en el que la presencia de sus sacerdotes es ya imprescin-
dible; sobre el lugar de enterramiento, que empieza a confundirse con el interior del tem-
plo; sobre el cuerpo, al reprimir el duelo e imponer el hábito religioso como mortaja; so-
bre el triunfante purgatorio, pues la misa es el más eficaz de los sufragios; sobre la muerte,
en suma, que se convierte en instrumento fundamental de adoctrinamiento religioso me-
diante la intimidación de las conciencias".33 La clericalización de la muerte, la exclusiva

31 "Si nos espanta una sentencia de muerte de un juez de la tierra que nos priva de cuarenta o cincuenta
años de vida; ¿cómo no temeremos la sentencia de aquel juez que priva de la vida perdurable? Espántannos ver
algunas maneras de justicias rigorosas que se hacen acá en la tierra contra los malhechores, cuando vemos
cómo los verdugos los llevan por fuerza, cómo los azotan, descoyuntan, desmiembran, despedazan y abrasan
con planchas de fuego. ¿Pues qué es todo esto sino risa y sombra en comparación con los tormentos de la otra
vida? Porque todo esto finalmente con la vida se acaba; mas allí, ni el gusano muere, ni la vida fenesce, ni el
atormentador se cansa, ni el fuego se apagará jamás". Fray Luis de Granada, Guía de pecadores, p. 37.
32 Juan Eusebio Nieremberg, De la diferencia entre lo temporal y lo eterno, Atlas, Madrid, 1957, BAE
CIV, pp. 10-11. Distintos autores se propusieron insertar la memoria de las postrimerías en la vida cotidiana.
Así, fray Luis de Granada, en la primera parte de su Libro de la meditación y de la oración, aconsejaba dedicar
la noche del lunes a la meditación de los pecados, la del martes a las miserias de esta vida, la del miércoles a la
muerte, la del jueves al Juicio Final, la del viernes a las penas del infierno, la del sábado a la bienaventuranza de
la gloria, y la del domingo a los beneficios divinos.
33 Fernando Martínez Gil, La muerte vivida. Muerte y Sociedad en la Baja Edad Media, Diputación Provin-
cial de Toledo, Toledo, 1996, p. 129. Véase también mi artículo "Del modelo medieval a la Contrarreforma: la
clericalización de la muerte", en Jaume Aureli y Julia Pavón (ed.), Ante la muerte. Actitudes, espacios y formas
en la España medieval, Eunsa, Pamplona, 2002, pp. 215-255. Entre las conquistas del clero no hay que olvidar
la imposición oficial a todos los fíeles de la confesión anual obligatoria en el concilio de Letrán de 1215, que
30 Jean Delumeau considera "una decisión capital en la historia de las mentalidades y de la vida cotidiana", puesto

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gestión de los sacramentos en manos de la Iglesia y, en definitiva, su control de la llave de
la salvación, eran, pues, razones más que persuasivas para que las personas se abstuviesen
de pecar contra Dios y su Iglesia.

3. ...Y NO PECARAS JAMÁS

En este punto es imprescindible clarificar el segundo de los conceptos usado por la


sentencia bíblica que nos ocupa, o sea, la noción de pecado. ¿Era el pecado una ofensa a
Dios interpretable solamente en términos religiosos?
La mayor autoridad en la definición de ese concepto, vigente durante siglos, fue la de
san Agustín, quien en una de sus obras escribió que "Peccatum est dictum vel factum vel
concupitum aliquid contra aeternam legem" ("el pecado es un dicho, hecho o deseo contra
la ley eterna").34 Aunque algunos autores recurrieron a otras definiciones, por otra parte
semejantes,35 la inmensa mayoría partió de la agustiniana, a la que además hizo suya la
gran autoridad de santo Tomás de Aquino. Pero el dominico no se limitó a tomarla presta-
da, sino que la aclaró y explicito de un modo definitivo, entendiendo que no solamente
peca el que quebranta el orden de la razón divina, sino también el que va en contra de la
razón humana. De estos dos órdenes, el segundo contiene al primero y le excede, "pues
todo lo que está comprendido bajo el orden de la razón, está contenido bajo el orden de
Dios mismo".36 La naturaleza humana está subordinada en primer lugar a su propia razón;
en segundo lugar, a los que tienen el gobierno exterior en lo espiritual y en lo temporal, en
lo político y lo económico; y en tercer lugar, al que rige el universo. El pecado perturbaría
así a cada uno de estos tres órdenes, y de ahí que el pecador incurra "en una triple pena:
una viene de sí mismo, que es el remordimiento de la conciencia; otra, de los hombres; y
la tercera, de Dios".37
La definición de san Agustín aparece por doquier en las obras religiosas de los siglos
xvi y xvii, ya sea en las que tratan de las postrimerías,38 en los manuales de sacerdotes y
sumas de casos de conciencia39 o en los catecismos más al uso, como los de Astete y Ri-
palda.40

que "en adelante proporcionaba al clero un medio de presión considerable sobre las almas", en Le péché et la
peur. La culpabilisation en Occident. XIHe-XVIIIe siècles, Fayard, Paris, 1983, pp. 220-221. También en su
obra L'aveu et le pardon. Les difficultés de la confession, XIHe-XVIIIe siècle, Fayard, Paris, 1992 (Ia éd.
1964), p. 11.
34 En Contra Faustum. Véase el Diccionario Enciclopédico de Teología Moral, dirigido por Leandro Rossi
y Ambrogio Valsecchi, Ediciones Paulinas, Madrid, 1980 (4a ed.), p. 779. También Jean Delumeau, Le péché et
la peur, p. 214.
35 Fray Luis De Granada recuerda la de san Ambrosio: "Pecado es quebrantamiento de la ley de Dios, y
desobediencia de los mandamientos suyos". Compendio y explicación de la doctrina cristiana, en Obras, Atlas,
Madrid, 1944-1945, BAE XI, p. 114. También Jaime de Corella: "Pecado es transgressio legis, vel est recessus
a regula divina". Suma de la Theología moral, su materia, los tratados más principales de casos de conciencia.
Partes primera y segunda, Madrid, Imprenta de Antonio Román, 1695, p. 44; y Francisco Toledo, Instrucción
de sacerdotes y suma de casos de conciencia, por Luis Sánchez, Valladolid, 1605, p. 167.
30 Tomas de Aquino, Suma de Teología, BAC, Madrid, 1989, 5 vols. Véanse en la Parte I-II las cuestiones
71, art. 6, y cuest. 72, art. 4 en el segundo vol., pp. 557-564.
37 Ibidem, Parte I-II, cuest. 87, art. 1, en el vol. Il, pp. 669-670. Véase también Jean Delumeau, Le péché et
la peur, p. 217.
38 Por ejemplo, Primera parte de las Postrimerías del Hombre, de fray Pedro de Oña, p. 4 1 7. I
39 Aquí se han utilizado las de Francisco de Toledo y de Jaime de Corella, citadas en la nota 35; la de Ma- I
nuel Ambrosio de Filguera, Summa de casos de conciencia que se disputan en la Teología moral, por Melchor I
Sánchez, Madrid, 1671; Henrique de Villalobos, Manual de confessores, por María de Quiñones, Madrid, 1643; I
y naturalmente la muy difundida de Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, que contiene 31 '

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En cuanto a la interpretación de santo Tomás, gozó de una inmensa autoridad, pese a
lo cual el asunto no estaba cerrado ni mucho menos. Martín de Azpilcueta abogaba por
que la cuestión de "si todas las leyes justas humanas obligan a pecado" fuese debatida en
el concilio de Trento, pues las opiniones eran encontradas. El mismo doctor Navarro se in-
clinaba por la contraria y sostenía con cautela que, ante la duda, y mientras no declarase
otra cosa la Santa Sede Apostólica, era más razonable pensar que las leyes humanas no
obligaban a la eterna.

Y añadimos que (a nuestro parecer) la costumbre común de la gente popular, y aun la de los más
nobles, y doctos es, de no hazer conciencia, como de pecados mortales en el fuero interior de las
transgresiones de las leyes puramente humanas, que contienen alguna pena temporal en el fuero ex-
terior, que no presuponga culpa mortal, si no redundan en transgresiones de otras leyes divinas natu-
rales, o sobrenaturales.41

Sin embargo, la opinión de santo Tomás estaba también muy difundida.42 Siguiendo la
argumentación tomista, muchos seguían poniendo de relieve que, aun tomando en conside-
ración la ley eterna, no se excluye "que también sea pecado dezir, hazer o desear alguna
cosa contra la ley humana, porque ésta tiene toda su virtud y fuerça deriuada de la ley eter-
na: y assi el que peca contra la ley humana, peca consiguientemente contra la eterna, por
querer Dios que obedezcamos lo que se manda por el derecho natural y humano".43 Y se
apoyaban para afirmarlo en una cita de los Proverbios: "Por mí reinan los reyes, y los prín-
cipes decretan la justicia; por mí gobiernan los jefes y los soberanos juzgan toda la
tierra".44 Dios quería, pues, que el orden político y social impuesto por él se conservase,
de modo que quien lo amenazaba ponía su salvación en grave riesgo.
En una obra de carácter más secular, como es el diccionario de Covarrubias, nos en-
contramos con una definición latina de pecado que el autor también atribuye a santo To-
más: "peccatum, quod significai omnem deuiationem, vel declinationem a rectitudine ope-

quasi todas las dudas que en las confesiones suelen ocurrir de los pecados, absoluciones, restituciones, censu-
ras e irregularidades, por Francisco Fernández de Cordova, Valladolid, 1566.
40 Pecado es, según Jerónimo de Ripalda, "contravenir a la ley de Dios", mientras que pecado mortal es
"decir, hacer, pensar o desear algo contra la ley de Dios en materia grave". Gaspar Astete utiliza del mismo
modo la definición agustiniana de pecado: "Pensar, decir, o hacer, o faltar en algo contra la Ley de Dios". Cate-
cismos de Astete y Ripalda, edic. de Luis Resines, BAC, Madrid, 1987, pp. 368-369 y 160 respectivamente.
41 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, pp. 458-464. En principio, dice el doctor na-
varro, la ley humana puede obligar a pecado mortal "si la intención del legislador fuere de obligar a él". Pero
porque ninguno tuvo tal intención, "creemos que ningunas, o muy pocas delias, con quien no concurre ley diui-
na natural o sobrenatural o canónica obliga a pecado mortal". Y no lo dice por no desear que todas las leyes se
guarden, aunque sean las puramente humanas, sino por evitar que la ley cristiana sea excesivamente pesada y
condene a casi todos ("es impedir una intolerable carga de las leyes seglares"). Azpilcueta termina animando a
las autoridades eclesiásticas y seglares a imitar a los dominicos, que hacen leyes que no obligan a pena alguna
de alma y sí a penas graves de cuerpo, y que son "muy diligentes y rigurosos en castigar a los transgresores de
sus leyes en el fuero exterior, y blandos y misericordiosos en no querer embiallos por ellas a aquella cárcel in-
fernal y perpetua de que a todos nos guarde Dios, Amén, Amén". Ibidem, p. 465.
42 Entre los autores que defendieron esta posición cabe citar a Jean Gerson, Juan Bautista Viñones, Alonso
de Castro, Domingo de Soto, Manuel Ambrosio de Filguera o Francisco de Toledo. Soto decía claramente que
"las leyes humanas obligan debaxo de pecado mortal", pero siempre que la materia fuera grave.
43 Manuel Ambrosio de Filguera, Summa de casos de conciencia, p. 312. O Francisco de Toledo: "Entende-
mos por regla divina, no sólo el precepto sobrenatural, como de hazer actos de fe, de recebir los sacramentos, y
de otras cosas semejantes, sino también qualquier precepto natural, como los mandamientos de la ley de Dios y
de nuestros superiores, todos los quales se pueden llamar preceptos de Dios, en quanto proceden del, o mediata,
o inmediatamente; pues que la naturaleza también es de Dios, y el poder humano y Eclesiástico". Instrucción de
sacerdotes, p. 167v.
32 44 Proverbios, 8, 15-16.

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ri debita"; y la refuerza con una cita de Aristóteles, en cuya Física "monstra naturae vocat
peccata". La secularización del concepto constatable en este texto se clarifica aún más si
consultamos la voz "delito":

DELITO. Lat. Delictum, peccatum a delinquo. Is., quod qui peccai delinquit officium suum, que si
tomamos el vocablo en sumo rigor vale omission, quando uno faltó en hazer lo que deuía. Pero de-
lictum y peccatum, todo significa una cosa.45

Se impone como siguiente paso tratar de averiguar cuáles son los pecados que contra-
vienen a la vez la razón divina y la humana y entrañan una mayor carga de implicaciones
sociales o, dicho de otro modo, cuándo un pecado se convierte efectivamente en sinónimo
de delito. Para ello, y pese a su opinión discrepante en apariencia, puede ser de gran ayuda
el Manual de Confesores del mismo Martín de Azpilcueta, publicado en su primera edi-
ción en 1556.46 Después de tratar la penitencia, el pecado y la confesión, el Manual pasa
revista a todas clases de pecados con que pudiera encontrarse un confesor en el desempeño
de su labor, y los clasifica del siguiente modo:
a) Pecados contra los diez mandamientos.
b) Pecados contra los mandamientos de la Iglesia.
c) Pecados contra los siete sacramentos.
d) Los siete pecados capitales.
e) Pecados particulares de los estados.
f) Pecados en el artículo de la muerte.
Entre todos ellos hay algunos que conviene considerar en relación a la cuestión pro-
puesta. Merece la pena detenerse en los llamados pecados particulares de los estados, que
también tuvieron presentes los autores de las artes de morir en la tipificación de las últi-
mas tentaciones diabólicas a las almas de los agonistas.47 Azpilcueta individualiza los pe-
cados a los que son proclives diversos estados sociales y profesionales,48 situándonos en el
orden desigual, pero providencial, del gran teatro del mundo, de las danzas de la muerte y,
en definitiva, de la sociedad estamental. Fray Luis de Granada argumentaba que, puesto
que los distintos estados eran ordenados por Dios, "así también lo son las leyes y obliga-
ciones dellos, y por eso el que quebranta esta ley, resiste a la ordenación de Dios".49
Con el cambio de estado estaba muy relacionado el primero de los siete pecados capi-
tales, la soberbia, que Jaime de Corella define como el "appetitus inordinatus propriae
excellentiaé" y al que atribuye tres hijas: la presunción, la ambición y la vanagloria.50 La
casuística sobre estos subpecados rozaba frecuentemente con actitudes sociales. La ambi-
ción, por ejemplo, chocaba con la deseada estabilidad, ya que proscribía ciertas aspiracio-
nes de ascenso social, como la de "comprar algún señoríos con desordenada codicia de
más subir" o la de desear "oficios, principados y dinidades seglares", siempre que no sea

45 Sebastián de Covarrubias Horozco, Tesoro de la lengua castellana o española, pp. 582 y 303 respectiva-
mente.

46 Utilizó la edición de Valladolid, por Francisco Fernández de Córdova, 1566.


47 Alejo Venegas dedica el capítulo XVII de su importante obra Agonía del tránsito de la muerte, Toledo,
1537, al cuarto género de tentaciones "que nascen de la différencia de los estados".
48 Se ocupa en concreto de los reyes y señores; jueces, abogados y procuradores, acusador y denunciador,
reo, acusado y preso; testigos, escribanos, maestros y doctores, estudiantes, médicos y cirujanos, tutores y cura-
dores, clérigos, beneficiados, predicadores, etc.
49 Fray Luis de Granada, Libro de la meditación, p. 148.
50 Presunción: "est appetitus aggrediendi aliquid supra propriae vires". Ambición: "est inordinatus appeti-
tus honoris et dignitatis". Vanagloria: "est cupiditas inanis aestimationis" . Jaime de Corella, Suma de la Theo-
logía moral, p. 45. I 33

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para servir a Dios en mejor estado o cuando se antepone la ganancia a la conservación de
la justicia.51 En cuanto a la vanagloria, tenía también una amplia descendencia femenina
(nótese que todos los pecados capitales se formulan en este género), siendo sus hijas "ino-
bediencia, jactancia, hipocresía, contención, pertinacia, discordia, y presumpción de noue-
dades".52 Esta última se da cuando "alguno quiere mostrar algunas cosas admirables, por
alcançar alabança de otros: y porque las cosas nueuas suelen causar admiración, por esto
se dize este vicio inuención de nouedades".53 La novedad, sinónimo en términos sociales
de alteración, no era bien vista en un mundo regido por la tradición y el inmovilismo. Co-
varrubias definía el término como "cosa nueva y no acostumbrada. Suele ser peligrosa por
traer consigo mudança de uso antiguo".54 A los espíritus inquietos y rebeldes, y por lo ge-
neral de baja extracción, se les solía tachar con censura de "amigos de novedades", como
se hizo con los rebeldes comuneros que engrosaron las multitudes urbanas y radicalizaron
el movimiento de 1520.55 No cabía mayor pecado de vanagloria que el de quienes "preten-
dieron hacer cabeça por sí y querer reformar el mundo y con él a los que le gouernauan".56
En una obrita publicada precisamente en abril de 1521 el trinitario Alonso de Castrillo,
abusando del término, responsabilizaba de las alteraciones a hombres peregrinos y extran-
jeros a quienes "las nouedades y los consejos más escandalosos les parecen más saluda-
bles; hombres cansados de obedecer, por el camino de las nouedades desean subir a ser
yguales con los mayores"; faltándoles el amor de la república, "son amigos de nouedades,
y los amigos de nouedades son enemigos de la paz: y los enemigos de la paz son inclina-
dos a la perdición de los hombres y de los pueblos". Y el autor toma de Ovidio una fábula
en que la ambición y la vanagloria de los gigantes, que pretenden atacar el cielo poniendo
monte sobre monte para alcanzarlo, son castigadas por los rayos de Júpiter que parten en
pedazos los montes, "y cayendo los gigantes debaxo de los montes, allí peresció su fortale-
za juntamente con su soberuia". El aviso estaba muy claro en las circunstancias del mo-
mento, pero el autor no quiso dejar resquicio a la duda y creyó oportuno desvelar todos los
elementos de la parábola:

porque por los gigantes nascidos de la tierra y engendrados sin padres entendemos la gente común
de vaxos estados de cuya generación ni parece fama ni título ni memoria; y por la conspiración y
congregación destos gigantes contra el cielo y contra Júpiter, entendemos el concierto y la junta de
las comunidades, hecha contra la voluntad de su rey a lo que parece; y por los montes que juntaron
para combatir el cielo y derribar de su silla al dios Júpiter y hechar de sus casas a los otros dioses
menores, entendemos que juntando los pueblos sobrepusieron cibdad sobre cibdad y añadieron so-
beruia sobre soberuia para ofender la voluntad de su rey, según que se nos figura, y para hechar de

51 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, p. 470; Juan Bautista Viñones, Espejo de la
conciencia que trata de todos los estados: cómo cada uno en el suyo debe averse para bivir con limpia y pura
conciencia, Juan Cronberger, Sevilla, 1543, f. XII v.
52 Henrique de Villalobos, Manual de confessores, p. 378.
53 "Porque quando por este fin quiere hazer algunos hechos nueuos, y no usados, o sustentar o sacar nueuas
opiniones, es inuentor de nouedades". Francisco de Toledo, Instrucción de sacerdotes, p. 348.
54 Sebastián de Covarrubias Horozco, Tesoro de la lengua castellana o española, p. 565.
55 Prudencio de Sandoval dice de los rebeldes toledanos que promovieron un alboroto que "demás de ser
ellos de su condición amigos de novedades...". Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V, Atlas,
Madrid, 1955, BAE LXXX, p. 21 1. Los que movieron la alteración en Madrid fueron también, al decir de Jeró-
nimo de Quintana, "los plebeyos y gente ordinaria, al fin como amigos de novedades". A la muy antigua, noble
y coronada villa de Madrid. Historia de su antigüedad, nobleza y grandeza, Imprenta del Reyno, Madrid, 1629,
p. 301. Y el trinitario Alonso de Castrillo: "por esperiencia sentimos que toda voz de pueblo es amiga de noue-
dad y natural condición de los comunes es quexarse de los mayores". Tractado de república con otras hystorias
y antigüedades, por Alonso de Melgar, Burgos, 1521, cap. VII.
56 Jerónimo Román de la Higuera, Historia Eclesiástica de la Imperial Ciudad de Toledo y su tierra. Bi-
34 blioteca Nacional, Ms. 1.292, f. 95.

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sus casas a los otros dioses menores que son los caualleros; y por los rayos que Júpiter hecho del
cielo y por los montes que derribó sobre los gigantes, entendemos que Júpiter es el rey y el cielo su
alto imperio, y los rayos son su fuerça y su gran poder con que podrá derribar y destruyr los montes,
que son los pueblos, y oprimir los gigantes, que son las gentes comunes soberuias; porque este nom-
bre gigante assi significa soberuio como grande. Ciertamente ningún justo ni sabio debe dudar que
las gentes comunes en los principios pidiesen muy justa justitia, mas parece que se fazen indignos
de la justitia rompiendo la orden y el acatamiento con que se debe pidir la justitia.57

Soberbia, ambición, afán de novedades y vanagloria fiieron, pues, los pecados mortales
en que incurrieron los comuneros. Otra de las hijas de la vanagloria era, como se ha visto,
la desobediencia. En el tratado político que se acaba de comentar defendía Castrillo que
"no solamente es soberana y diuina la obedientia de los súbditos a los reyes, mas aun la
obedientia de los sieruos a los señores comunes y de los señores a otros mayores, y de los
mayores a otros más grandes, antes que lleguemos a los reyes".58 Desde la óptica religiosa,
incluso Azpilcueta contemplaba un supuesto en el que se pecaba mortalmente en caso de
contravenir "a la ley humana justa publicada y recebida, y no derogada, que obligaua a
mortal sin justa ignorancia o causa o dispensación, passado el tiempo que cumple para
obligar".59 Pero la desobediencia era sobre todo un pecado contra el cuarto de los manda-
mientos de la ley divina, que obligaba a honrar a los padres. El precepto salvaguardaba la
autoridad de los padres, a los que mandaba obedecer, socorrer y reverenciar, pero sobre
todo la del padre, verdadero señor en las relaciones familiares, y la del marido sobre la
mujer. Pecaba mortalmente el hijo que desobedecía a sus padres "en las cosas pertenecien-
tes al regimiento y gouernación de la casa y hazienda", "a las buenas costumbres y salud
de su alma, en se apartar de malas compañías, de los juegos vedados, de seguir mujeres,
y de gastar su tiempo en semejantes vicios", así como cuando se casare "contra la voluntad
de su padre y con mujer no conforme a su calidad".60 Al tratar las relaciones familiares,
los autores también aprovechaban para reforzar el poder del marido. Además de las ofen-
sas contra el sexto mandamiento, respecto al cual la mujer era altamente sospechosa, ésta
pecaba contra el cuarto si era "notablemente desobediente a su marido en las cosas que
pertenecen al gouierno de la casa y familia y buenas costumbres"; si no quería "seguir a su
marido, que se passaua a otra parte, porque es obligada a lo seguir so pena de pecado mor-
tal", y si menospreciaba "de ser subjeta a su marido, o quiso mandar sobre él".61
Pero el cuarto mandamiento sobrepasaba ampliamente la esfera familiar y se implicaba
con toda claridad en la conservación del orden social y político, ya que se incluía en la ca-
tegoría de padres no solamente a los biológicos, sino también "a los que tienen potestad
secular, quales son los Reyes, Príncipes, Duques, señores".62

Porque además de aquellos que nos engendraron, hay otros muchos a quienes debemos tener en lu-
gar de padres, o por razón de la potestad, o de la dignidad, o de la utilidad, o de algún cargo y oficio
honorífico.63

57 Alonso de Castrillo, Tractado de república, prólogo, f. II r. y v.


58 Ibidem, cap. VIII.
59 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, p. 455.
60 Ibidem, pp. 129-135; Francisco de Toledo, Instrucción de sacerdotes, p. 219v.; y adición de Gabriel
Menéndez al catecismo de Gaspar Astete, Catecismos..., pp. 134-135.
61 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, p. 138; Francisco de Toledo, Instrucción de
sacerdotes, p. 22 1 v. I
62 Ibidem, p.219.
63 Catecismo del Santo Concilio de
cido en lengua castellana por el P. M
del Papa Clemente XIII se 35
hizo en R

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El mandamiento, así, ensanchaba su radio de acción advirtiendo al creyente que peca-
ba mortalmente "si tuuo odio, o quiso algún mal notable a sus padres o a su patria, o a sus
reyes, o sus juezes, o al Papa, o algunos perlados, o curas, o curadores, y tutores suyos".64
A la pregunta de quiénes otros son entendidos por padres, además de los naturales, Ripal-
da hacía responder a su catecismo que "los mayores en edad, saber y gobierno", algo que
no debió satisfacer a los defensores del absolutismo regio a fines del siglo xvm, pues Juan
Antonio de la Riva añadió de su cosecha que, además de "los obispos y sacerdotes, y
aquellos que nos instruyen", había que obedecer, so pena de pecado mortal, "al Rey, que
está en lugar de Dios, y también a sus Ministros". Y concluía: "Encomiéndese la obedien-
cia, amor y lealtad debida al Rey nuestro Señor; el cual hace las veces de Dios sobre la tie-
rra, y es Padre Protector y Defensor de todos sus vasallos".65
En resumen, y tomando en consideración la doctrina más moderada de Azpilcueta, una
persona pecaba mortalmente contra el cuarto mandamiento:
a) "si dexó de cumplir las leyes y mandamientos justos de sus superiores, por le pare-
cer que en esta vida no tienen los unos poder sobre los otros, y aun heregícT .
b) "si dexó de cumplir las leyes y mandamientos justos de sus superiores por no que-
rerse someter a ellos, aunque creya que eran sus superiores, que es propio pecado de ino-
bediencia".
c) "si menospreció a sus superiores, o no les quiso dar la honra y acatamiento notable
que se les deuía, aunque fuessen malos".66
Este último extremo es también muy repetido en toda clase de obras. A no ser que el
rey o el superior fuesen en contra de la ley divina, única razón legítima para la inobedien-
cia, el vasallo le debía lealtad y obediencia absolutas, pues "aunque los Magistrados sean
malos, no reuerenciamos la peruersidad o malicia, sino la autoridad divina que en ellos
hay".67 ¿Qué le cabía, pues, hacer a un súbdito que sufría las exacciones de un señor o un
príncipe injusto sin violar el cuarto mandamiento? Al menos en los catecismos estamos
muy lejos de las teorías del tiranicidio. Bartolomé Carranza invocaba la paciencia de Job y
recordaba una sentencia que revertía las culpas sobre los propios vasallos, ya que Dios
"hace reinar a los malos y a los hipócritas por los pecados del pueblo".68 En todo caso, la
obediencia exigida en el orden providencial no debía ser cuestionada:

Si aconteciere que el príncipe o el gobernador sea malo y tirano en el ejercicio de su oficio, no por
eso habernos de rebelarnos contra él ni hacer sedición en el pueblo, por no turbar la paz pública; ni
debemos hablar mal de él ni menospreciar su persona. Los remedios legítimos que tenemos en este
caso son dos: El primero es que roguemos a Dios por él para que le dé su gracia, con la cual pueda
enmendar su vida [...] El segundo remedio es que los pastores eclesiásticos y predicadores que tie-
nen cargo de la doctrina pública, los enseñen en común y en particular, y los amonesten y reprendan
en público y en secreto, con discreción y modestia, para que enmienden la vida.69

64 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, p. 133. "Porque si amamos a los padres, si
obedecemos a los señores, si respetamos a los superiores en dignidad, todo esto se debe hacer por Dios, que es
su Criador, que quiso que presidiesen a los otros [...]. En lo qual veneramos también la providencia de Dios,
quien les encomendó el cuidado del gobierno público, y se vale de ellos como de Ministros de su potestad".
Bartolomé Carranza, Catechismo Christiano 1558, edic. de J.I. Tellechea, BAC, Madrid, 1972, pp. 239 y 243.
65 Catecismos..., pp. 305-306.
66 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, p. 139. Las cursivas son mías.
67 Catecismo del Santo Concilio de Trento, p. 243. En efecto, "la excelencia de la dignidad debe ser venera-
da de los hombres por ser imagen de la potestad divina. En lo qual veneramos también la providencia de Dios,
quien les encomendó el cuidado del gobierno público, y se vale de ellos como de Ministros de su potestad".
68 En la edición de J.I. Tellechea, vol. II, p. 19, se dice que la cita pertenece al libro de Job, 34, 30. Pero es
erròneo, pues dicho pasaje dice por el contrario que Dios sigue vigilando sobre naciones e individuos "para que
no dominen los impíos, los que al pueblo encadenan".
36 69 Bartolomé Carranza, Catechismo Christiano, II, pp. 18-19.

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En el acatamiento debido a los señores y príncipes se incluía, claro está, el pago de los
impuestos. Apoyándose en la autoridad del Evangelio de san Mateo, advertía el propio Ca-
rranza que pecan contra el cuarto mandamiento los que los defraudan "en los tributos y
rentas que justamente, por la disposición de las leyes del reino, se les deben".70 Como se
sabe, la Iglesia era también perceptora de tributos y, según el mismo catecismo, tanto pe-
caba mortalmente el que no obedecía a las leyes de su rey como el que no obedecía a las
leyes de la Iglesia.71 Los preceptos de oír misa, confesar, comulgar y ayunar no parecen te-
ner aparentemente implicaciones sociales directas, aunque sí las encontraríamos con facili-
dad si ahondáramos en el poder sobre las conciencias que su gestión confería a los sacer-
dotes. Fijémonos ahora solamente en el quinto de los mandamientos de la Iglesia, cuya
formulación tuvo que ajustarse a la actual, "ayudar a la Iglesia en sus necesidades", pero
que en tiempos del Antiguo Régimen era enormemente precisa: en palabras de Astete y
Ripalda, "pagar diezmos y primicias de la Iglesia".72 Aunque algunos autores situaban esta
exigencia dentro del séptimo mandamiento,73 la mayoría de ellos la incluían entre los de la
Iglesia, ya fuera en tercer o en quinto lugar. La costumbre local hacía que difiriesen las
cuantías y las formas de percepción, pero estaba claro que pecaba mortalmente quien, fue-
se rico o pobre, dejase de pagar los diezmos "en notable quantidad", el que no los pagase
en el tiempo que debía o el que no los quisiese llevar "adonde, y como deuía, por la cos-
tumbre de la tierra".74
El acto de pecar, en definitiva, no sólo suponía una ofensa a Dios en un plano mera-
mente espiritual y religioso, sino un atentado contra un orden -político, económico, so-
cial- por Él querido e impuesto providencialmente por medio de la jerarquización social y
de las autoridades eclesiásticas y temporales, sus vicarias en la tierra. De aquí que el temor
y el recuerdo de la muerte al que invitaba la sentencia del Eclesiástico, y su utilización
constante por parte de la ideología dominante, no afectasen solamente al terreno religioso,
sino que tendían a conjurar cualquier actitud desestabilizadora, de rebeldía o desobedien-
cia, de cuestionamiento o discrepancias, en todos los niveles de la existencia: en el perso-
nal, el familiar y el social; en las actitudes de los hijos con los padres, de las mujeres res-
pecto a los hombres, de los vasallos frente a sus señores, de los súbditos frente a sus reyes,
de los inferiores respecto a los superiores. El miedo a la muerte y a la condenación, muer-
te segunda y definitiva con carácter de eternidad, se constituyó de este modo en una de las
principales garantías de estabilidad para el orden estamental, así como éste, a su vez, faci-
litaba los medios para que la ideología religiosa del catolicismo tridentino se afianzase en
su hegemónico privilegio.

4. En grande paz y sussiego de espíritu...

Pero no encontramos este tipo de implicaciones sociales exclusivamente en la invitación


al memento mori, sino que aparecen en todo el proceso de la muerte, sobre todo cuando se
llegaba al dramático momento de la verdad en la cámara del agonista. La lógica última de
la relación pecado-muerte lleva a que, como quería el medieval Libro de los Enxemplos,

70 Ibidem, II, p. 27. La cita que fundamenta esta obligación es aquélla de "Dad al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios". Ml, 22, 21.
71 /òií/., II, pp. 13-14. I
72 Catecismos de Astete y Ripalda..., pp. 142 y 3 1 8 respectivamente. I
73 Por ejemplo, fray Luis de Granada, Memorial de la vida cristiana, en Obras, Atlas, Madrid, 1944-1945, I
BAE VIII, p. 232. I
74 Martín de Azpilcueta, Manual de confessores y penitentes, pp. 368-370. I 37

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"dulce es la muerte de los sanctos e dignos, e muy amarga de los pecadores malignos".75
La buena muerte era morir en la gracia de Dios y se identificaba "con la muerte normal, la
que tenía lugar apaciblemente en la cama habiendo cumplido todo el ceremonial que exi-
gía la costumbre, dejando bien atado todo lo que se abandonaba en este mundo y prepara-
da el alma para ser bien recibida en el otro".76 Era una muerte pretendidamente impregna-
da de naturalidad y aceptación, libre de desasosiegos y de dudas, en que el moribundo,
protagonista de la escena junto al religioso que le ayudaba a morir cristianamente, daba
muestras de su fe y proclamaba su adhesión a las creencias católicas para edificación y
ejemplo de los circunstantes. La buena muerte ideal era la de los santos, que una vez y
otra, con escasas variaciones en el modelo, era propuesta a los mortales lectores desde las
páginas de los libros hagiográficos. De san Vicente Ferrer dice su biógrafo que en su
muerte vinieron los ángeles a acompañar su alma al cielo, la que entregó a Dios "con
grande quietud y sosiego" mientras su cuerpo, por muchos días, "no perdió el color ni su
gracia".77 Santo Tomás de Villanueva dispuso que a su debido tiempo le fuesen administra-
dos los sacramentos, "para ejemplo a todos", y rindió el alma "sin verse en él turbación".78
En su enfermedad final san Juan de la Cruz parecía "en lo exterior con la misma mesura y
composición que solía tener estando sano, el rostro alegre y sereno, y parecía no tener do-
lor alguno, dissimulando con el semblante lo que el mismo rostro, ya casi difunto, publi-
caua". Cuando llegó el momento, besó el crucifijo, cerró ojos y boca y, "sin alborotos, vi-
sages ni agonías, sino con una tranquilíssima paz y sossiego de alma y cuerpo, entregó
blanda y suavemente su espíritu al Señor diziendo: In manus tuas Domine commendo spi-
ritum meum"' tras de lo cual "quedó su rostro hermoso y apacible, colorado y encendido
[...] y todo él tan compuesto que parecía no estar muerto, sino eleuado en orar".79
Muy pocos podían pretender que, como se contaba de los santos, su lecho de muerte
fuese honrado por la presencia de seres angélicos y bienaventurados o sus almas moribun-
das gozasen de los dones, privilegios y certidumbres con que Dios premiaba a sus elegi-
dos. La muerte cristiana, como cualquier otra, es un acto de fe frente a lo desconocido, que
por lo general genera en el que se enfrenta a ella un sentimiento de temor y un mar de du-
das que nada, sino la propia muerte, puede despejar. Y no era otro el estado de ánimo de
los que ponían sus ojos ávidos de respuestas en un moribundo del que se suponía que ya
se hallaba cara a cara con el misterio. La historia de los anacoretas alrededor de su herma-
no agonizante da buena idea tal vez de las expectativas de los circunstantes:

Poníanse al derredor de la cama del que moría, y con muy encendidos desseos, con rostros y pala-
bras dolorosas, le preguntauan diziendo: ¿Cómo te va, hermano? ¿Cómo se haze contigo? ¿Qué nos
dizes? ¿Qué esperança tienes? ¿Qué piensas que será de ti? ¿Has por ventura alcançado lo que
buscabas? ¿Has llegado a puerto de salud? ¿Hante dado alguna prenda de seguridad? ¿Has senti-

75 Al lecho del peregrino acuden los ángeles y los santos para que su alma "pueda salir del cuerpo sin traba-
jo e angustia"; en la muerte de un rico malvado, en cambio, "el diablo metió un fierro de tres dientes a las en-
trannas del corazón, e torciéndolas por grande espacio, arrancó el ánima con grand pena e levóla para el infier-
no". BAE, t. LI, p. 502.
76 Fernando Martínez Gil, Muerte y Sociedad en la España de los Austrias, Siglo XXI, Madrid, 1993, p. 163.
77 Juan de Marieta, Segunda parte de la Historia Eclesiástica de España: que trata de la vida de santo
Domingo, fundador de la Orden de Predicadores y de san Vicente Ferrer y otros santos naturales de España de
la misma Orden, en casa de Pedro del Valle, Cuenca, 1596, pp. 115-116.
78 Miguel Bartolomé Salón, Libro de los grandes y singularíssimos exemplos que dexó de sí en todo género
de sanctidad... Thomas de Villanueva Arçobispo de Valencia y religioso de la Orden de Sant Augustin, en casa
de Pedro Patricio Mey, Valencia, 1588, pp. 388-392.
79 Jerónimo de San José, Historia del Venerable Padre Fr. luán de la Cruz, primer Descalzo Carmelita...,
38 I por Diego Díaz de la Carrera, Madrid, 1641, pp. 753-785.

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Crisóstomo Martínez: Esqueletos y huesos, 1688.

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do dentro de tu coraçón alguna nueua luz? ¿Has oydo allá dentro alguna voz que te dixesse: rus pe-
cados te son perdonados? ¿O tu fe te hizo saluo? ¿O por uentura has oydo otra voz que te diga:
Desciendan los peccadores al infierno, y todas las gentes que se oluidan de Dios? ¿O atados de pies
y manos, echadlos en las tinieblas exteriores? ¿Qué nos respondes, hermano?*0

Una buena muerte proporcionaba muchas de estas respuestas en su sentido más conso-
lador. El alma del moribundo se ponía en camino de salvación por morir en la fe de Cristo,
y ésta se demostraba cierta y segura para los reconfortados circunstantes que acababan de
contemplar tan convincente y persuasiva lección. Sin embargo, los efectos podían ser otros
si las expectativas depositadas en el coraje y la fortaleza del agonista se veían defraudados.
Por eso era importante aprender a bien morir, tarea que dio lugar a todo un género literario
que evolucionó desde las antiguas artes moriendi del siglo xv hasta los tratados especiali-
zados del Renacimiento y del Barroco; y de ahí también que se insistiese en proponer el
modelo de la buena muerte no sólo a los clérigos sino también a la generalidad de los fie-
les. El agonista consciente de su responsabilidad sabía que, tomando como referencia tales
modelos, estaba llamado a desempeñar con acierto un último acto meritorio para su propia
salvación y para la edificación de los demás. Porque la pieza esencial de la "victoria sobre
la muerte" cristiana, más que en el consuelo de los vivos, estaba en el comportamiento tes-
timonial del que se encontraba en la agonía. De toda persona se esperaba una entereza y
una resignación que dejase un buen sabor de boca en los circunstantes y no infundiera en
ellos la menor duda o desasosiego respecto a la certeza de sus creencias. El acto final no
solamente era importante por lo que tenía de culminación de una vida cristiana, sino por el
ejemplo confortador que suponía para los vivos. Un agonizante podía contribuir de ese
modo, ya fliese la suya una buena o mala muerte, a disipar o, por el contrario, a agudizar
los temores, las incertidumbres y las inconformidades respecto de un sistema de creencias
y, por ende, de un orden social legitimado por aquél. Las constituciones ignacianas, por
ejemplo, apelaban a la responsabilidad de los miembros de la Compañía cuando les llega-
se la hora:

Como en la vida toda, así también en la muerte, y mucho más, debe cada uno de la Compañía esfor-
zarse y procurar que Dios nuestro Señor sea en él glorificado y servido, y los próximos edificados, a
lo menos del exemplo de su paciencia y fortaleza, con fe viva, y speranza y amor de los bienes eter-
nos que nos mereció y adquirió Cristo nuestro Señor...81

Para salir airoso de su prueba, el agonista contaba con la solidaridad de los vivos, en
especial los que le acompañaban alrededor de su lecho. Pero poco a poco fue adquiriendo
más y más importancia la figura de un especialista en las artes de bien morir que acabaría
constituyéndose en el verdadero protagonista del último paso: un sacerdote, cualificado y
convencido, que no sólo había de administrar los sacramentos como era menester, sino
conducir persuasivamente al alma temerosa y aun desesperada a la plena aceptación de la
voluntad divina, conjurando cualquier actitud turbadora, desagradable y poco edificante
para los que también habrían de morir algún día en las mismas creencias. El especialista
debía cumplir las veces tanto de un consolador espiritual como de un psicólogo, condu-
ciendo a su paciente hacia la resignación e instándole a controlar el dolor, los estados de
ánimo y las reacciones de desesperación o impaciencia.

80 Lorenzo Palmireno, El estudioso de la aldea, Valencia, 1568, cit. por André Gallego, "La meditano
mortis et la préparation a la mort dans l'oeuvre de J.L. Palmireno", en Augustin Redondo (dir.), La peur de la
mort en Espagne au Siècle d'Or. Littérature et iconographie, Publications de la Sorbonne, París, 1993, p. 25.
81 Ignacio de Loyola, Constituciones, 6a parte, cap. 4a, en Obras de san Ignacio de Loyola, edic. de Ignacio
40 I Iparraguirre, Cándido de Dalmases y Manuel Ruiz Jurado, BAC, Madrid, 1997 (6a ed.), p. 590.

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Su tarea era, a más de heroica, extraordinariamente delicada, pues debía enfrentarse a
situaciones muy difíciles en que la paz y el sosiego no eran precisamente la norma. Por un
lado existía la mala muerte que la tradición adjudicaba a los malos, y que por justicia tenía
que ser terrible, como la de Herodes, a quien "los gusanos en vida le comían sus carnes".
"Tal muerte merecía -comentaba Alonso de Orozco- quien tantas maldades había hecho,
y en vida y en muerte había de ser atormentado el que no consintió en la honra que le da-
ban de Dios siendo tan mal hombre".82 Esa era, para muchos, la explicación de las muertes
penosas y desastradas, tan alejadas del modelo ideal. Para fray Pedro de Oña, "las angus-
tias de los malos, y bramidos que dan los pecadores en la hora de la muerte" se debían a
que "la mala sangre de los pecados que en vida la tenían apartada del coraçón, y echada al
rincón del olvido fuera de su memoria, allí en la hora de la muerte se les va poco a poco
llegando al coraçón".83 En ese caso, o en cualquier otro en que la pérdida de la razón o de
la conciencia turbasen la forma de morir, era inconveniente la presencia de observadores
cuyas seguridades pudieran sufrir una dura prueba. Así, las Constituciones jesuíticas que
animaban a todos sus miembros a asistir a un compañero enfermo y a entrar a verlo morir,
no se olvidaban de incluir la siguiente salvedad: "a algunos enfermos por ser entrados en
frenesia y tener perdido el uso de la razón (donde no hay culpa ni mérito por cosas que di-
gan), o si alguno acaeciese ser que no tanto edificase en su enfermedad como convernía,
podrían ser asistentes pocos y de los más confiados".84
Era evidente que no siempre se podía establecer una correlación entre este tipo de
muerte y personas manifiestamente malas. Por eso algunos, más cautos, se explicaban el
desasosiego del que daba las últimas boqueadas simplemente por la pérdida de la razón,
los estragos del dolor o los rigores de la enfermedad.85 Pero la interpretación más difundi-
da, que evitaba todo tipo de contradicciones, era la de la agonía en su sentido literal, es de-
cir, la idea de que los últimos momentos de la vida de un hombre, que ya había sido "per-
petua milicia sobre la tierra", no eran otra cosa que una "batalla campal" que "cuerpo a
cuerpo" sostenía el moribundo con el diablo, deseoso de aprovechar la debilidad de la en-
fermedad para hacerle caer en la tentación e impedir en última instancia la salvación de su
alma.86 El demonio no necesitaba mostrarse físicamente; la mayoría de las veces lo hacía
en el pensamiento del enfermo, formando en su imaginación "formas feíssimas, sombras
pauorosas, imágenes diabólicas y extravagantes con que lo amenazan, lo horrorizan, hasta
conducirlo si pueden a la desesperación". De donde concluía Francisco Arana:

De semejante luchas se ven en los tales a las veces aquellas congoxosas fatigas y afanes del cora-
zón, aquellos sudores fríos, aquella inquietud en el lecho revolviéndose a todas partes, aquel mirar
con espanto hacia alguna parte, aquel sentarse repentinamente en la cama, aquel cubrirse el rostro

82 Alonso de Orozco, Victoria de la muerte.


83 Fray Pedro de Oña, Primera parte de las Postrimerías del Hombre, p. 806.
84 Constituciones..., en ob. cit., pp. 590-591.
85 "Ni porque en los cercanos a la muerte se vean algunos temblores, o semblantes extraordinarios y horri-
bles, se ha de entender que nacen de visiones del otro mundo: porque la fuerça de la enfermedad, los accidentes
de los dolores, el despedirse el alma del cuerpo suelen causarlos, sin que aya otra causa superior que los des-
pierte". Martín de Roa, Estado de las almas de Purgatorio, Sevilla, 1619, pp. 2-3.
86 La expresión "batalla campal" es de Pedro de la Fuente, Breve compendio para ayudar a bien morir, Se-
villa, loan Gómez de Blas, 1640, p. 233; la de la "batalla cuerpo a cuerpo", de Francisco Arana, Muerte preve-
nida o Christiana preparación para una buena muerte, p. 50. "La cama en que está agonizando un pecador se
ha de considerar como un campo de batalla en que Lucifer, con otros muchos espíritus malignos, puesto invisi-
blemente al lado derecho de la misma cama [...] le dará repetidos asaltos de fortíssimas tentaciones, para que el
pecador, que en vida fue su cautivo por la culpa, no se le escape en la muerte por medio de alguna confession
bien hecha, o de algún acto de verdadera contrición". Miguel Díaz, Espejo christiano del último instante entre
la vida y la muerte, Francisco Fernández, Madrid, 1718, pp. 128-129. 41

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para no ver aquellos ademanes de quien quiere huir, y otras acciones que llenan de compassion y es-
panto a los presentes.87

Por dispensación divina, y por razones solamente alcanzables a los planes de la provi-
dencia, algunas personas gozaban del privilegio de ser eximidas de este penoso trance y de
experimentar una tranquila y apacible muerte. En otros casos, la mayoría, el demonio tur-
baba al enfermo con tentaciones y llenaba de sufrimiento los últimos instantes de su vida.
Pudiera ser que la dureza en el morir fuese el castigo a una vida pecadora, pero no necesa-
riamente, pues Dios también ofrecía al justo e incluso al mediocre la oportunidad de mere-
cer en esta vida adelantándose a las penas del purgatorio y de salir victorioso y confirma-
do en su fe con vistas al juicio particular inmediato a la muerte.
La teoría de la agonia (del griego agon = lucha, contienda) desactivaba de este modo el
potencial corrosivo que para la fortaleza de la fe y de las creencias tenían el dolor y el
miedo a la muerte, todavía irracional y desconocida a pesar de las seguridades. Pero por
mucho que proporcionase una explicación convincente y tranquilizadora a los sobresaltos
de las muertes cotidianas, la lucha agónica con los demonios no tenía el mismo poder
ejemplarizador y edificante que una buena y apacible muerte. En consecuencia, los mode-
los propuestos a la imitación de los fieles siguieron siendo los de las muertes de los san-
tos, lo que llevó a los más conscientes de sus responsabilidades a una heroica autodiscipli-
na en la represión del dolor y de todo signo de turbación, y ello tanto en el momento de su
propia agonía como cuando les correspondía ayudar a bien morir. Contaba santa Teresa
que, frente al lecho de su padre moribundo, "tuue tan gran ánimo para no le mostrar pena
y estar hasta que murió como si ninguna cosa sintiera, pareciéndome se arrancaua mi alma
cuando vía acabar su vida, porque le quería mucho".88 El mismo control del dolor y de las
emociones era uno de los requisitos de la buena muerte de religiosos y santos. La monja
Mariana de San José "dio raro exemplo de sufrimiento y paciencia; porque siendo la enfer-
medad tan congoxosa y llena de accidentes penosos, no se le oyó un gemido, ni una quexa,
más que si fuera de mármol".89 En las hagiografías no es infrecuente toparse con pasajes
impresionantes en que la fuerza de la fe se impone a los dolores insoportables a fin de no
permitirse signo alguno de turbación. Así contaba fray Luis de Granada la muerte de Juan
de Ávila:

Era ya noche, y apretábale mucho el dolor, y decía a nuestro Señor: Bueno está ya, Señor, bueno
está. Llegó el dolor hasta las once o doce de la noche, y él perseveraba diciendo, aunque ya con la
voz muy flaca: Jesús María, Jesús María, muchas veces [...] En todo este tiempo ninguna mudanza
hizo en su rostro ni en los ojos de las que suelen hacer algunos enfermos; mas antes la serenidad de

87 Francisco Arana, Muerte prevenida o Christiana preparación para una buena muerte, p. 278. También
Martín Carrillo explicaba de esta manera las extrañas palabras y visajes de los agonistas, pues "es muy de ordi-
nario, y aun casi siempre, mostrarse los demonios a la hora de la muerte". Explicación de la bula de los difuntos
en la qual se trata de las penas y lugares del Purgatorio..., luán Gracián, Alcalá de Henares, 1615, p. 46v. La
atribución a los demonios de cualquier perturbación o desabrimiento en el agonista fue utilizada de forma abu-
siva, como lo denuncia la burla de fray Juan de Madrid: "qualquier ademán, visage o acción medrosa del enfer-
mo, la condenan luego a que ve al Demonio [...] y si ven que el enfermo clava la vista atentamente en algún lu-
gar, luego se persuaden de que allí ve al Demonio; y dizen al que ayuda a bien morir, eche Agua bendita azia
aquella parte. Pues qué si le ven cubrirse de presto el rostro con las manos o sábanas; o le oyen dezir eche de
allí alguna gente, persona o figuras, todos se amedrentan y congojan, pareciéndoles están ya rodeados de De-
monios". Milicia sagrada instituyda contra todo el poder del infierno, para socorro de las Almas en el Artículo
de la muerte, Antonio Francisco de Zafra, Madrid, 1697?, p. 113.
88 Teresa de Jesús, Libro de la vida, edición de Otger Steggink, Castalia, Madrid, 1986, p. 152.
89 Cit. en apéndice por José Luis Sánchez Lora, Mujeres, conventos y formas de la religiosidad barroca,
42 Fundación Universitaria Española, Madrid, 1988.

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su rostro, que siempre tuvo en la vida, conservó en la muerte. Y apenas estuvo un cuarto de hora sin
habla, y con esta paz y sosiego, dio su espíritu a nuestro Señor...90

La última enfermedad por la que pasó san Juan de la Cruz también fue penosa, pero
"jamás en ella le vieron quexarse de cosa alguna, ni de los dolores que eran muy intensos,
ni de la flaqueza, que era estremada [...] Mas no sólo estaua lexos de quexarse, sino de pe-
dir o admitir aliuios que pudiera en algún modo escusar".91
También los reyes y personas reales, conscientes de que el último acto de su vida pú-
blica era precisamente su muerte ejemplar, contribuían heroicamente, o al menos así lo ha-
cían creer los biógrafos áulicos, a la estabilidad político-religiosa de sus reinos. Como re-
cordaba Cervera de la Torre, citando a san Cesareo, en su obra sobre la muerte de Feli-
pe II, "los exemplos que más luzen y mueuen son los de personas grandes, señaladas, y de
Reyes, que como luzes puestas en candeleros, alumbran a los demás".92 Por supuesto que
los reyes españoles habían muerto "con exemplo notable de Christiandad", pero el autor
proclamó que la de Felipe excedía a todas, pues había sido "la muerte más santa, deuota y
pía que se sabe de Príncipe Cathólico de grandes años atrás". De ahí la necesidad urgente
de publicarla "para que se perpetúe su memoria, a gloria de nuestro Señor, honra de su
Magestad, y edificación destos sus Reynos". Aunque la muerte de Felipe II fue extremada-
mente penosa y cruel, Cervera asegura que en ningún momento perdió la compostura ni
dio voces o gemidos notables, ni siquiera cuando los cirujanos le abrieron un absceso en la
rodilla mientras le leían la Pasión de Cristo.93 Por el contrario, el rey más poderoso de la
Cristiandad reafirmó con la entereza de su muerte las certidumbres que habían guiado su
política y que ahora traspasaba a su heredero y al común de sus vasallos.

La última palabra que habló fue. Muero como Católico en la Fe, obediencia de la Iglesia Católica
Romana. Con este brío tuuo la vela, que significa la Fe viua, seys horas en la mano, tan firme que
aún después de muerto apenas se la podían sacar della.94

La confianza y firmeza del rey no sólo parecían certificar que había alcanzado la sal-
vación, sino que Dios, en opinión de los predicadores, le había favorecido con una muerte
ejemplar para que con su "Christiandad quedassen los Hereges de nuestros tiempos con-
fiissos, y aun confundidos: y los Católicos tuuiessen dechado para enseñarse y disponerse
a bien morir".95

90 Fray Luis de Granada, Vida del Venerable Maestro Juan de Ávila, Atlas, Madrid, 1945, BAE XI, p. 486.
91 Jerónimo de San José, Historia del Venerable Padre Fr. luán de la Cruz, p. 746. Cuenta este autor que
soportó sin inmutarse una terrible cura en que le cortaron desde el empeine hasta la espinilla, "aunque no consta
si el Venerable Padre estuuo del todo arrobado al tiempo desta cura, sin sentirlo, o recogido y atento (como yo
lo creo) para sentirla más". Ibidem, p. 749.
92 Antonio Cervera de la Torre, Testimonio auténtico y verdadero de las cosas notables que pasaron en la
dichosa muerte del Rey N.S. Don Felipe II, por Luis Sánchez, Madrid, 1600, prólogo "Al letor".
93 "Estraño caso, que passe un hombre tan enfermo, tan debilitado y flaco, por un acto tan doloroso, sin
arrojar un suspiro ni dar muestra de sentimiento, parece impossible, sin muy particular socorro del cielo. ¿Era
aquella carne de piedra? ¿Era de azero? ¿O era insensible? ¿Dónde están los afectos de la passibilidad que te-
nía? [...] Entran a un mismo tiempo la Diuina palabra por el oydo, y el hierro de la lanceta por la rodilla; y de tal
manera se absorbe en lo que está oyendo, que no se acuerda de lo que padece...". Ibidem, p. 72.
94 Sermón de fray Alonso de Cabrera, en Sermones funerales, en las honras del Rey nuestro Señor Don
Felipe II..., luán íñiguez de Lequerica, Madrid, 1601, p. 66v. Y fray Alonso de los Ángeles aseguró que Felipe
"murió con grande seguridad, y sin demonstraciones de temor". Ibidem, p. 169.
95 Ibidem, p. 124v., en un sermón del doctor Luis de Montesinos en las Honras que predicó en la iglesia
colegial de San Justo y Pastor de Alcalá de Henares en 1598. El predicador Alonso de Cabrera afirmó que Dios
había ordenado que la muerte del rey "fuesse exemplo a toda la Christiandad". Ibidem, p. 67. I 43

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Aunque también las muertes de sus sucesores son narradas con el mismo tono heroico
y cuasi hagiográfico,96 ninguna alcanzaría la popularidad y difusión de la del Rey Pruden-
te. Para encontrarle parangón hay que examinar el comportamiento de las reinas, ya que si
la fortaleza era una virtud eminentemente masculina, la del paciente sufrimiento convenía
más aún a la mujer según había sido educada. De la mayoría de las reinas de la Casa de
Austria se cuentan también actitudes heroicas y conmovedoras en su afán de reprimir el
dolor y de dar la imagen que se esperaba de ellas, y no sólo en el último trance. De la Em-
peratriz Isabel se contaba

que estando en el conflicto de aquel venturoso parto (el de su hijo Felipe) auiendo la Emperatriz
mandado matar las luzes, porque si la fuerça del dolor la hiziesse torcer o mudar el rostro, no fuesse
notada ni vista, y no se quexando más que si no fuera ella la que aquellos dolores padecía, díxole la
comadre, quéxese vuestra Magestad, y dé algún grito, que aún esto ayudará al mismo parto, res-
pondió la Emperatriz en su lengua portuguesa: Naon me faléis tal, miña mae, que yo morrerei, ma
naon gritarei. Esto es de Emperatrizes y Reynas, y de valerosas mugeres.

Al parecer, la reina Margarita de Austria habría tomado como ejemplo a su antecesora


para afrontar sus propios partos e incluso los sufrimientos de su última enfermedad, pues
para morir apenas dio "dos boqueadas sin ninguna descomposición de su semblante, el
qual quedó como de un Ángel".97 Con la misma apariencia apacible falleció Isabel de Bor-
bón, que "sin perder el sentido casi hasta perder el aliento, con el sossiego de una Alma di-
chosa dio el espíritu a su Criador".98 Y de María Luisa de Orleans se equivocaron los que
creyeron que el dolor físico podía llevarla a la debilidad de lamentarse.99 Pero si hay que
señalar, entre las femeninas, una muerte paradigmática en la exacerbación de la autodisci-
plina, ésa es la de doña Mariana de Austria, viuda por muchos años de Felipe IV y a quien
un predicador consideraba una de las más heroicas mujeres que ha tenido España en su
trono, pues "enseñó a reynar; y después enseñó a morir, haziendo Cátedra de su Real le-

96 Véase, por ejemplo, esta anécdota referida al fallecimiento de Carlos II: "Estando en lo más fuerte y últi-
mo de su enfermedad, padecía gran sed: llegóse el tiempo de ministrarle la bebida, y admitiendo que venían a
darle aquel aliuio, dixo: No quiero. Preguntóle un Religioso: Por qué no quiere beber V. Magestad? Y respon-
dió el Católico Rey: Por mortificarme. Qualis vita, finis ita. Axioma tan común, como cierto. Estaua acostum-
brado a padecer, y aún le parecía poco lo que sufría en su prolongada enfermedad; y en el continuado martyrio
de tantos y tan penosos remedios". Bernardino de Madrid, Oración fúnebre en las reales exequias que a nuestro
difunto Católico Monarca D. Carlos II, que está en gloria, consagró la siempre leal, Imperial, Coronada Villa
de Madrid, en el Conuento de Santo Domingo el Real, el día 17 de Diziembre de 1 700. Respecto a su padre,
"no huuo señas que no nos persuadiesen a su salvación; repetidos los sacramentos; tanta paciencia en sus dolo-
res, tantos actos de resignación; con tales circunstancias de tiempo executadas las preuenciones de su muerte, y
el último aliento de su vida, que dexan (en lo que se le permite a la piedad) sin sospecha esta confiança". Pedro
Rodríguez de Monforte, Descripción de las honras que se hicieron a la cathólica Magestad de D. Phelippe
quarto, Madrid, por Francisco Nieto, 1666, p. 22v.
97 Tanto la anécdota de la Emperatriz como la muerte de la reina Margarita en la obra de Diego de Guzmán,
Reyna Católica: vida y muerte de D. Margarita de Austria reyna de Espanna, por Luis Sánchez, Madrid, 1617,
pp.223v.-224y233.
98 Pompa funeral, honras y exequias en la muerte de la muy alta y católica señora doña Isabel de Borbón,
Reyna de las Españas y del nueuo mundo, que se celebraron en el Real Conuento de San Gerónimo de la villa
de Madrid, por Diego Díaz de la Carrera, Madrid, 1645, p. 6. De su plena resignación ante la muerte dan idea
las palabras que habría confiado a su confesor: "Padre, hallóme con tanta quietud interior, que sentiría mucho
no me morir. Porque siendo tan grande Don de Dios, podrá ser que en otra ocasión de enfermedad no le me-
rezca". Ibidem, p. 69v.
99 "Poco después, formando un quexido, juzgaron que naciesse de alguna intensa aflicción, y la pregunta-
ron: Qué siente V. Magestad? A que respondió: El auer ofendido a Dios, pues temo su santo juizio; esto siento,
y esto temo". Juan de Vera Tassis y Villarroel, Noticias historiales de la enfermedad, muerte, y exequias de la
44 esclarecida Reyna de las Españas Doña María Luisa de Orleans..., por Francisco Sanz, Madrid, 1690, p. 9.

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cho".100 En la muerte de doña Mariana se dieron, en efecto, las dos circunstancias que
adornaban una buena muerte: la disciplinada victoria sobre el dolor y la conquista de una
expiración apacible, lo que desde la interpretación agónica más tradicional pudiera inter-
pretarse respectivamente como la lucha contra los hostigamientos del diablo y el pleno
triunfo final. Los panegiristas subrayan en primer lugar su completa resignación, cualidad
que generalizadamente era apreciada como "el primer passo y aparejo para una buena
muerte"101 y de la que la reina madre hizo gala durante todo el proceso de su agonía;102 se
pondera también el celo de la enferma por seguir por sus pasos y con plena conciencia y
obediencia el proceso que lleva a la buena muerte que se espera de una reina, como lo re-
velan sus preocupadas preguntas sobre si estaba desempeñando correctamente su papel;103
y en fin su impresionante autodisciplina, tanto en lo que concierne a sus afectos "preguntó
si podía ser desagrado de Dios amarlos tanto (se refiere a su hijo y su nuera) y desear ver-
los. Porque si lo era, les suplicaría que no la viesen más",104 como a sus terribles dolores:
"La tarde antes de el día en que murió, preguntó a los Religiosos que la assistían si auría
alguna culpa en tomar corto aliuio de quexarse. Respondiéronla que no; y entonces exaló
un suspiro, que fue el único que se le oyó en dolor tanto".105
Los predicadores vieron precisamente en esta ejemplar resignación y disciplina "la
causa de aquella paz y grande sossiego de espíritu en que, hasta espirar, se mantuvo, sin
que por acción o palabra alguna se pudiesse inferir que sentía la muerte".106 En uno de los
sermones funerales se argumentaba que "por auer velado tan diligentemente en vida, fue
su muerte un sueño agradable; que así mueren los grandes alientos: pagando Dios con un
éxtasis suave las tareas penosas de una larga vigilia";107 en otro se afirmaba con rotundi-
dad que "assi murió, Señores, nuestra Reyna. No dio malas señales de su predestinación
en su apacible, sufrida y feliz muerte".108

100 Fray Joseph de Madrid, Treno Sacro, Panegirico funeral, que en las reales exequias de la Reyna Ma-
dre, nuestra Señora, Doña María-Ana de Austria, que está en el cielo, de orden y en presencia del Rey nuestro
Señor, que Dios guarde, dixo en el Real y Religiosíssimo Monasterio de la Encarnación de esta Corte..., p. 28.
101 En expresión de Jerónimo de San José en su vida de san Juan de la Cruz, Historia del Venerable Padre
Fr. luán de la Cruz, p. 773.
102 Cuentan que decía en su lecho: 'Wo avéis de pedir a Dios que me dé salud, sino que sea de mí lo que su
Santíssima voluntad quisiere. En lo más recio de la enfermedad no se le quitauan de los labios estas palabras:
Hágase la voluntad de Dios. Lo que Dios quisiere...". Jorge de Pinto, Llantos imperiales de Melpomene Regia.
Llora la muerte de la ínclita Reyna Señora Doña María- Ana de Austria, Madre de Carlos II..., por Antonio de
Zafra, Madrid, s.a., p. 51.
103 En la agonía alternaba la esperanza con el temor de sus culpas. "Téngole de mis grandes pecados, repe-
tía muchas vezes su Magestad. En otras hazía esta ponderosa pregunta: Voy bien?". Fray Joseph de Madrid,
Treno Sacro..., o. 26.
104 Jorge de Pinto, Llantos imperiales..., p. 52.
105 Fray Manuel de León, Tercera oración fúnebre, en las exequias de la Reyna Madre nuestra Señora
Doña María-Ana de Austria, que celebró el Real conuento de las Señoras Descalzas..., Madrid, 1696. Otro pre-
dicador, fray Joseph de Madrid, se refiere a la misma anécdota del siguiente modo: "Dudó tal vez, y más de una
vez lo dudó, si la sería lícito arrimar un barro humedecido a los labios, abrasados a la actividad de la sed. Hasta
de si podría suspirar, hizo su Magestad consulta a alguno de los Religiosos que la asistían, el qual no pudo sin
muchas lágrimas responder a consulta nunca quizá propuesta aun en los Claustros, en que se aya hecho más
continuada y sangrienta guerra a los apetitos". Treno Sacro..., p. 26. Tal fue la impresión que produjo el acto
heroico de la reina que hasta los poemas escritos para sus exequias se hicieron eco del mismo, como el siguien-
te romance: "No llegó a vuestro semblante / De los ayes interiores / El eco menor, que diera / Leve indicio de
los golpes". Jorge de Pinto, Llantos imperiales..., p. 21.
106 Ibidem,?. 51.
107 Don Juan de las Hebas, Panegirico fúnebre en las honras de la Reyna Madre nuestra Señora, Doña
María- Ana de Austria, en la iglesia de la Santa Hermandad del Refugio de esta Corte, día 30 de junio del año
1696, en la Imprenta de Antonio Román, Madrid, 1696, p. 24. I
108 Benito Martínez Pedernoso, Fúnebre panegirica oración, en las exequias que a la gloriosa y exempla- I
rissima memoria de la sereníssima Señora Doña María- Ana de Austria nuestra Reyna y Señora... celebró la
Santa Iglesia Catedral de Sigüenca, en 17 de julio del año de 1696, en la Imprenta de Antonio Román, Madrid, I
1696, p. 32. | 45

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5. Recapitulaciones

Los reyes, las personas reales, los religiosos, no podían permitirse el morir transpa
tando sus incertidumbres. Hubiera sido una catástrofe no sólo para sus reputacion
también para la credibilidad de las seguridades en que descansaban las creencias re
del catolicismo (resumidas en la victoria sobre la muerte) y el orden político y so
Antiguo Régimen. De ahí que tan importante como aprender a gobernar -o a procu
cendencia en el caso de las mujeres-, fuese también aprender a morir. En sus re
chos, rodeados por religiosos y cortesanos, pero también por los ojos expectantes
súbditos, estaban en juego la lucha contra el demonio de la subversión o de la desc
la edificación general y la reafirmación de las seguridades que, conjurando cualqu
tación de cuestionar la Verdad, garantizaban la estabilidad de la monarquía y de l
dad estamental por medio de la fórmula "¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!".
En el presente trabajo sobre las actitudes ante la muerte no se han utilizado los
mentos ni el método cuantitativo, cuya importancia no se quiere menoscabar en m
guno. Únicamente se ha pretendido mostrar la extraordinaria variedad y riquez
fuentes que el historiador tiene a su disposición para acercarse a un tema tan delicado
fícil de aprehender. Del mismo modo se ha intentado demostrar que el estudio de l
te no es un fin en sí mismo, sino que cobra su razón de ser cuando se le integra en un
toria social entendida como un estudio de "la dinámica de las sociedades humanas"
afán totalizador, pero sin que por ello haya que perder de vista la articulación de los di
tos niveles en que se hace inteligible la complejidad de la realidad. De este modo s
jaron, en una primera parte, algunas de las fuentes-raíz de la ideología cristiana y
junto a obras teológicas, meditaciones de las postrimerías, catecismos, manuales de
sores y casos de conciencia, diccionarios y tratados políticos; y en la segunda part
madas artes de morir se complementaron con hagiografías, constituciones religios
cripciones de muertes y exequias reales y sermones fúnebres. Con todo este mate
han intentado desvelar algunas de las implicaciones político-sociales de, por un
utilización consciente o inconsciente del miedo a la muerte, la exhortación barroca
mento mori; y, de otro, la imposición teórica de un modelo de bien morir que, priman
función ejemplarizadora y edificante, exigía ante todo resignación y férrea autodi
Ambas estuvieron claramente comprometidas con la reafirmación y estabilidad d
certidumbres religiosas y de un orden social que se apoyaban mutuamente, y q
muerte salvaje y desbocada, abierta a especulaciones diversas, hubiera puesto en s
ligro de desarticulación. Así como en las precarias estructuras demográficas del A
Régimen, también en las ideológicas la muerte estaba en el centro de la vida social
que, después de todo, la muerte ocupe así mismo el centro de la historia.

46 109 Pierre Vilar, Introducción al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica, 1982, p. 43

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