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Nueva Traducción
Lewis Carroll
Ilustraciones de John Tenniel • Traducido por Martín Monreal
Alicia empezaba a cansarse de estar sentada con su hermana junto al río, sin
nada que hacer; una o dos veces había espiado el libro que su hermana leía, pero
no tenía dibujos ni conversaciones, “¿Y de qué sirve un libro…”, pensó Alicia,
“…sin dibujos ni conversaciones?”
Por lo tanto estaba considerando en su cabeza (lo mejor que podía, porque el
calor del día la hacía sentirse somnolienta y tonta), si el placer de hacerse un collar
de margaritas valdría el esfuerzo de levantarse y recoger las margaritas, cuando de
pronto un Conejo Blanco de ojos rosados pasó corriendo a su lado.
O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio, porque tuvo tiempo
de sobra para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a ocurrir después.
Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde estaba yendo a parar, pero estaba
demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo y
observó que estaban cubiertas de alacenas y estantes: aquí y allá vio mapas, y
cuadros, colgando de clavos.
“¡Bueno!”, pensó Alicia. “¡Después de una caída como ésta, rodar por las
escaleras será como si nada! ¡Qué valiente me creerán en casa! ¡Pfff! ¡No me
quejaría ni aunque cayera desde el techo de una casa!” (Lo cual era altamente
probable).
Abajo, abajo, abajo. ¿Pero esta caída no terminaría nunca? “Me pregunto
cuántas millas habré descendido ya”, dijo en voz alta. “Debo andar bastante cerca
del centro de la tierra. Veamos: eso queda a cuatro mil millas de profundidad, si no
recuerdo mal...” (Porque, verán, Alicia había aprendido varias cosas de este tipo en
sus lecciones de la escuela, y aunque este no era un momento particularmente
oportuno para demostrar sus conocimientos, ya que no había nadie más para
escucharla, de todas maneras le servía de repaso) “Sí, esa es más o menos la
distancia… Pero entonces me pregunto a qué latitud y longitud habré llegado”.
(Alicia no tenía la menor idea de lo que era latitud, ni tampoco longitud en todo
caso, pero le parecían palabras bonitas y grandilocuentes para andar diciendo.)
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia empezó a
hablar de nuevo. “¡Dina me extrañará esta noche!” (Dina era la gata.) “Espero que
se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina, mi amor! ¡Cómo me
gustaría tenerte conmigo aquí abajo! No hay ratones en el aire, me temo, pero
podrías cazar algún murciélago, que es bastante parecido a un ratón ¿sabes? Me
pregunto si los gatos comerán murciélagos”. Y en ese punto Alicia empezó a
sentirse algo cansada, y siguió repitiéndose como en sueños: “¿Los gatos comen
murciélagos? ¿Los gatos comen murciélagos?” Y a veces: “¿Los murciélagos comen
gatos?” Porque, verán, como no sabía contestar ninguna de las dos preguntas, no
importaba mucho cual de las dos se formulara. Sintió que se adormecía, y apenas
había empezado a soñar que caminaba con Dina de la mano, y que le decía con
ansiedad, “Ahora, Dina, dime la verdad: ¿alguna vez te has comido un
murciélago?”, cuando de pronto, ¡pum! ¡pum!, aterrizó sobre un montón de ramas
y hojas secas, y se acabó la caída.
Había varias puertas alrededor de la sala, pero estaban todas cerradas con
llave; y cuando Alicia hubo dado toda la vuelta, bajando por un lado y subiendo
por el otro, probando cada puerta, caminó tristemente hacia el centro de la
habitación, preguntándose cómo se las arreglaría para salir alguna vez de allí.
De nada servía quedarse esperando junto a la puertita, así que volvió hasta
la mesa, casi con la esperanza de encontrar otra llave allí o, en todo caso, un libro
de instrucciones para doblar a la gente como telescopios: esta vez encontró una
botellita (“Que ciertamente no estaba aquí antes”, dijo Alicia), y atada al cuello de
la botella había una etiqueta de papel, con la palabra “BÉBEME” hermosamente
impresa en grandes caracteres.
Estaba muy bien eso de decir “BÉBEME”, pero la pequeña y sagaz Alicia no
iba a hacer eso a las apuradas. “No, primero voy a mirar”, dijo, “y fijarme si dice
‘veneno’ o no”; porque ella había leído unas cuantas lindas historias acerca de niños
que habían terminado chamuscados, o devorados por bestias salvajes, y otras cosas
desagradables, todo por no recordar las simples reglas que sus amigos les habían
enseñado; como por ejemplo, que un atizador al rojo vivo te quema si lo sostienes
por una rato largo; y que, si te haces un tajo muy hondo en el dedo con un cuchillo,
generalmente sangra; y jamás había olvidado que, si tomas demasiado de una
botella etiquetada “veneno”, es casi seguro que, tarde o temprano, no te sentará del
todo bien.
Sin embargo, aquella botella no decía “veneno”, así que Alicia se aventuró a
probarla y, encontrándola de su agrado (tenía, de hecho, un dejo de sabor a tarta
de cerezas, crema, ananá, pavo rostizado, caramelo, y tostada caliente
enmantecada, todo mezclado), se la terminó con total rapidez.
* * *
“¡Qué sensación tan curiosa!” dijo Alicia. “¡Debo estarme plegando como un
telescopio!”
Y de hecho, así era: ahora medía sólo diez pulgadas, y su cara brilló de
alegría al pensar que tenía el tamaño correcto para atravesar la puertita y entrar en
aquel hermoso jardín. Primero, sin embargo, esperó unos minutos para ver si
seguía encogiéndose aún más: esta posibilidad la puso un poquito nerviosa.
“Porque el asunto podría terminar”, dijo Alicia para sus adentros, “en que me
consuma completamente, como una vela. ¿Qué sería de mí entonces?” E intentó
imaginarse cómo luce la llama de una vela luego de que la vela se ha apagado,
aunque no recordaba haber visto algo así alguna vez.
“¡Vamos, llorar así no sirve de nada!”, se dijo Alicia no sin cierta severidad.
“¡Te aconsejo que termines en este instante!” En general solía darse muy buenos
consejos (aunque casi nunca los seguía), y a veces se reñía con tanta dureza que le
saltaban las lágrimas; incluso recordaba cierta vez en la que había intentado tirarse
de las orejas por haberse hecho trampa en un partido de croquet que jugaba contra
ella misma, pues a esta curiosa criatura le gustaba mucho pretender que era dos
personas a la vez. “Pero de nada serviría ahora”, pensó Alicia afligida, “pretender
ser dos personas. ¡De hecho, apenas queda suficiente de mí como para hacer una
persona respetable!”
Muy pronto su mirada fue a posarse en una cajita de cristal que estaba bajo
la mesa: la abrió y adentro encontró un pequeño pastel, sobre el cual se leía la
palabra “CÓMEME”, escrita deliciosamente con grosellas. “Muy bien, me lo voy a
comer”, dijo Alicia, “y si me hace crecer, podré alcanzar la llave; y si me encoje aún
más, podré escurrirme por debajo de la puerta: de una manera u otra entraré al
jardín, así que no importa lo que pase”.
Así que puso manos a la obra, y con toda rapidez se acabó el pastel.
Capítulo 2
EL CHARCO DE LÁGRIMAS
Y siguió planeando cómo iba a llevarlo a cabo. “Tendrán que ir por correo”,
pensó; “¡será graciosísimo eso de mandarles regalos a los propios pies! ¡Y qué raras
resultarán las direcciones!
“¡Debería darte vergüenza!”, dijo Alicia. “¡Una niña grande como tú…”
(ahora podía decir esto sin problema), “…llorando de esta forma! ¡Que pares, te
digo!” Pero siguió de todas maneras, vertiendo litros de lágrimas hasta formar un
charco inmenso a su alrededor, de unas cuatro pulgadas de profundidad y que
llegaba hasta la mitad de la sala.
“No soy Ada, estoy segura”, dijo, “porque su pelo es muy rizado y el mío no
tiene rizos ni nada parecido; y estoy segura de que no soy Mabel, porque yo sé un
montón de cosas y ella, bueno, ¡ella sabe tan poquitas! Además, ella es ella, y yo soy
yo, y —¡ay Dios, qué confuso es todo! Voy a probar si todavía sé todas las cosas
que sabía antes. Veamos: cuatro por cinco es doce, y cuatro por seis es trece, y
cuatro por siete es —¡Dios mío! ¡Así nunca llegaré a veinte! De todos modos, la
tabla de multiplicar no significa nada: probemos geografía. Londres es la capital de
París, y París la capital de Roma, y Roma —no, eso está mal. ¡Estoy segura! ¡Me
deben haber cambiado por Mabel! A ver, intentemos decir ‘Cómo hace la abejita‘”. Y
cruzando las manos sobre su falda, como si estuviese dando lección, empezó a
recitar, pero su voz sonaba ronca y extraña, y las palabras que salían no eran las
que deberían ser:
Les da la bienvenida”. [ 1]
“Me parece que esas no son las palabras”, dijo la pobre Alicia, y sus ojos se
llenaron de lágrimas otra vez. “Debo ser Mabel después de todo, y ahora tendré
que ir y vivir en esa casucha estrecha, y no tener casi ningún juguete para jugar, y
oh, ¡me quedarán por aprender tantas lecciones! No, ya lo decidí: si soy Mabel, me
quedo aquí abajo. Y que no vengan a asomar sus cabezas y a decirme ‘¡Ya puedes
subir, querida!’ Sólo miraré hacia arriba y diré ‘¿Quién soy yo entonces?
Respóndanme esto y después, si me gusta ser esa persona, subo: si no, me quedo
aquí abajo hasta que sea alguna otra’ —pero, ¡Dios mío!”, exclamó Alicia en una
súbita explosión de llanto, “¡Cómo me gustaría que asomaran sus cabezas aquí
abajo! ¡Estoy tan cansada de estar aquí sola!”
Al decir esto bajó la mirada hasta sus manos, y se sorprendió al ver que
mientras hablaba se había puesto uno de los pequeños guantes blancos del Conejo.
“¿Cómo puedo haber hecho esto?”, pensó. “Me debo estar achicando de vuelta”. Se
levantó y se acercó hasta la mesa para comparar con ella cuánto medía, y descubrió
que, por lo que podía decir, medía ahora cerca de dos pies de altura, y que seguía
encogiéndose rápidamente; al instante se dio cuenta de que la causa de todo esto
era el abanico que sostenía, y lo tiró al piso, a tiempo para salvarse de desaparecer
del todo.
“¡Esa estuvo cerca!”, dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio brusco,
pero muy contenta de ver que seguía existiendo. “¡Y ahora al jardín!” Y corrió a
toda velocidad hacia la pequeña puerta; pero, ¡ay!, la puertita estaba cerrada otra
vez, y la llavecita de oro yacía sobre la mesa como antes, “Y las cosas están peor
que nunca”, pensó la pobre niña, “porque nunca antes fui tan pequeña como
ahora, ¡nunca! ¡Y declaro que esto está muy mal, eso declaro!”
“¡No le gustan los gatos!”, gritó el ratón con voz apasionada y penetrante.
“¿Te gustarían los gatos si fueses yo?”
“Bueno, puede que no”, dijo Alicia en tono conciliador: “no se enoje. Y así y
todo me encantaría presentarle a nuestra gata Dinah. Si sólo la viera, creo que le
tomaría cariño a los gatos. Es una cosita tan preciosa y tranquila”, continuó Alicia,
hablándose un poco a sí misma, mientras nadaba perezosa por el charco, “y
ronronea dulcemente sentada junto al fuego, lamiéndose las patas, lavándose la
cara—y es tan suave cuando la abrazas—y es la mejor para cazar ratones —¡oh,
discúlpeme!”, exclamó Alicia de nuevo, porque esta vez al Ratón se le habían
puesto los pelos de punta. “No hablaremos más de ella, si usted no quiere”.
Ya era hora de salir de allí, pues la charca se había ido llenando de pájaros y
animales que habían caído en ella: había un Pato y un Dodo, un Loro y un
Aguilucho, y varias otras curiosas criaturas. Alicia los guió, y la comitiva entera
nadó hasta la orilla.
Capítulo 3
UNA ASAMBLEA APURADA Y UNA LARGA HISTORIA
Finalmente el Ratón, que parecía ser alguien con cierta autoridad entre ellos,
ordenó: “¡Siéntense todos y presten atención! ¡Yo los voy a secar en seguida!”
Todos se sentaron inmediatamente, formando un amplio círculo, con el Ratón en el
medio. Alicia mentenía sus ojos ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de
que pescaría un resfrío de aquellos si no se secaba en seguida.
“¡Ejem!”, carraspeó el Ratón con aires de importancia. “¿Están todos listos?
Esta es la historia más árida y seca que conozco. ¡Silencio, por favor! ‘Guillermo el
Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue muy pronto aceptado por
los ingleses, que necesitaban quien los guiara, y que últimamente se habían
acostumbrado a las conquistas y las usurpaciones. Edwin y Morcar, Duques de
Mercia y Northumbria—”
“¡Uf!”, dijo el Loro, con un escalofrío.
“Discúlpeme”, dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía.
“¿Decía usted algo?”
“¿Yo?¡No!”, se apresuró a responder el Loro.
“Me pareció que sí”, dijo el Ratón. “Prosigo. ‘Edwin y Morcar, Duques de
Mercia y Northumbria, se declararon a su favor; e incluso Stigand, el patriótico
arzobispo de Canterbury, encontró eso conveniente—”
“¿Encontró q ué?”, dijo el Pato.
“Encontró eso”, respondió el Ratón un poco irritado: “por supuesto, usted
sabe lo que ‘eso’ significa”.
“Sé bastante bien lo que ‘eso’ significa, cuando yo encuentro algo”, dijo el
Pato: “por lo general un sapo, o un gusano. La pregunta es, ¿qué fue lo que el
arzobispo encontró?”
El Ratón ignoró la pregunta y se apuró a continuar, “—y fue en compañía de
Edgar Atheling a encontrarse con William y ofrecerle la corona. Al principio la
conducta de William fue moderada. Pero la insolencia de sus normandos— ¿Cómo
estás ahora, querida?”, continuó, dirigiéndosa a Alicia.
“Igual de mojada”, dijo Alicia en tono melancólico: “no parece estar
secándome en absoluto”.
“En ese caso”, dijo solemnemente el Dodo, poniéndose de pie, “propongo
que se aplace la sesión, para pasar a la inmediata adopción de más enérgicas
medidas—”
“¡Habla en cristiano!”, dijo el Aguilucho. “No entiendo el significado de la
mitad de esas palabrotas y, más aún, ¡creo que tú tampoco!” Y el Aguilucho bajó su
cabeza para ocultar una sonrisa: que fue acompañada por las risas otros pájaros.
“Lo que yo iba a decir”, dijo el Dodo en tono ofendido, “era, que la mejor
forma de secarnos sería correr una Carrera Agitada”.
“¿Qué es una Carrera Agitada?”, preguntó Alicia; no es que le importara
mucho saberlo, pero es que el Dodo había hecho una pausa, como esperando que
alguien preguntara, y nadie más parecía dispuesto a decir nada.
“Muy bien”, dijo el Dodo, “la mejor manera de explicarlo es hacerlo”. (Y,
como quizá te gustaría intentarlo algún día de invierno, te diré cómo se las arregló
el Dodo.)
Primero trazó una pista, una especie de círculo (“la forma exacta no
importa”, explicó), y luego todos los presentes tomaron su lugar en el campo de
juego, algunos por aquí y otros por allá. No hubo ningún, “Preparados, listos,
¡ya!”, pero todos empezaron a correr cuando quisieron, parando cuando les daba
la gana, por lo cual era más bien difícil enterarse de cuándo terminaba la carrera.
Sin embargo, cuando ya habían corrido durante media hora o algo así, y ya estaban
perfectamente secos, el Dodo gritó súbitamente, “¡La carrera ha terminado!”, y
todos se amontonaron a su alrededor, jadeando, y preguntando, “¿Pero quién
ganó?”
Al Dodo le resultó difícil contestar esta pregunta sin entregarse primero a
largas cavilaciones, y por un largo rato mantuvo un dedo apretado contra su frente
(la posición en la que por lo general ves a Shakespeare, en sus retratos), mientras el
resto aguardaba en silencio. Por último el Dodo dijo, “Todos han ganado, y todos
deberán tener su premio”.
“¿Pero quién entregará los premios?”, preguntó un coro de voces.
“Pues, ella, naturalmente”, dijo el Dodo, señalando a Alicia con el dedo; y el
grupo pasó a amontonarse alrededor de ella, gritando confusamente, “¡Premios!
¡Premios!”
Alicia no supo qué hacer, y en su desesperación metió la mano en el bolsillo,
y sacó una caja de confites (por suerte el agua salada no había entrado en ella), y
los repartió a todos como premios. Había exactamente un confite para cada uno.
“Pero también ella debería recibir un premio, ¿no?”, dijo el Ratón.
“Por supuesto”, respondió el Dodo gravemente. “¿Qué más tienes en tu
bolsillo?”, continuó, dándose vuelta hacia Alicia.
“Sólo un dedal”, dijo Alicia con tristeza.
“Pásalo aquí”, dijo el Dodo.
Después todos se agruparon alrededor de ella una vez más, mientras el
Dodo le entregaba solemnemente el dedal, diciendo, “Te rogamos aceptes este
elegante dedal”; y, una vez finalizado este breve discurso, todo el mundo aplaudió
con entusiasmo.
A Alicia le pareció todo muy absurdo, pero todos lo tomaban con tanta
seriedad que no se animó a reir; y, como no se le ocurría qué decir, sencillamente
hizo una reverencia, y agarró el dedal con toda la solemnidad que le fue posible.
La siguiente tarea fue comerse los confites, lo cual causó cierto barullo y
confusión, ya que los pájaros más grandes se quejaban de no sentirles el gusto,
mientras los más pequeños se atragantaban y tenían que ser palmeados en la
espalda. Sin embargo, el asunto terminó finalmente, y todos se sentaron
nuevamente en círculo, y le pidieron al Ratón que les contara algo más.
“Prometió contarme su historia, ¿recuerda?”, dijo Alicia, “y por qué es que
odia a los—G y P”, agregó en un susurro, un poco asustada de ofenderlo de vuelta.
“¡Arrastro un peso largo y triste!”, dijo el Ratón, volviéndose a Alicia, y
suspirando.
“Nadie discute que su rabo es largo”, dijo Alicia, observando con
admiración la cola del Ratón; “¿pero por qué lo llama ‘triste’?” Y se distrajo
pensando acerca de esto mientras el Ratón hablaba, por lo cual la idea que se hizo
de la historia fue algo así:—
“Cierta Furia le dijo
a un ratón, que en su casa
encontró, ‘Juntos iremos
ante la ley; Yo te acusaré—
Vamos, no digas que no:
Tendremos un juicio,
Porque esta mañana, nada mejor
Que hacer tengo yo’.
El ratón respondió,
‘Este juicio, señor, sin jurado
ni juez, tendrá poco valor’.
‘Juez seré,
y jurado también’,
la Furia
explicó
con malicia:
‘Toda la causa
presidiré
y a muerte
te
condenaré’.”
Lo primero que oyó fue un coro general de, “¡Allá va Bill!”, después sólo la
voz del Conejo—“¡Atájenlo, allá, junto al cerco!”, luego silencio, y más tarde otra
confusión de voces—“Sosténganle la cabeza—Un trago de brandy—Sin
ahogarlo—¿Cómo fue la cosa, mi viejo? ¿Qué te ha pasado? ¡Cuéntanos todo!” Al
final se oyó una voz aguda y endeble (“Ése es Bill”, pensó Alicia), “Bueno, apenas
sabría qué decirles—Ya es suficiente, gracias; me siento mejor—pero estoy un poco
aturdido para explicarme—todo lo que sé es que algo me salta en la cara, como el
payaso de una de esas cajitas musicales, ¡y ahí voy para arriba como un cohete!”
“Fue exactamente así”, dijeron los otros.
“¡Tendremos que quemar la casa!”, dijo la voz del Conejo; y Alicia gritó con
todas sus fuerzas, “¡Si lo intentan, les suelto a Dinah!”
Inmediatamente se hizo un silencio de muerte, y Alicia se dijo, “¡Me
pregunto qué harán ahora! ¡Si tuviesen algo de cerebro, sacarían el techo”. Después
de uno o dos minutos, se pusieron en marcha nuevamente, y Alicia escuchó al
Conejo decir, “Una carretilla llena será suficiente, para empezar”.
“¿Una carretilla de qué?”, pensó Alicia. Pero el suspenso no duró mucho, ya
que al momento siguiente una lluvia de pequeños guijarros cayó repiqueteando
sobre la ventana, y algunos incluso le pegaron en la cara. “Acabemos con esto”, se
dijo Alicia, y gritó, “¡Les advierto que no vuelvan a hacerlo!”, lo cual produjo otro
silencio de muerte.
Alicia advirtió, con cierta sorpresa, que todas las piedritas que yacían en el
piso se estaban convirtiendo en pequeñas galletas, y le vino a la cabeza una idea
brillante. “Si me como una”, pensó, “seguramente provocará algún cambio en mi
tamaño; y, como es imposible que me haga crecer más, deberá hacerme más
pequeña, supongo”.
Dicho esto se tragó una galletita, y vió con alegría que empezaba a encogerse
al instante. Ni bien fue lo suficientemente chica para pasar por la puerta, salió
corriendo de la casa, y se topó con un grupo bastante numeroso de pájaros y
animalitos esperando afuera. Una pobre Lagartija, Bill, estaba en el medio,
sostenida por dos coballos, ocupados en darle de beber de una botella. Ni bien la
vieron todos se abalanzaron hacia Alicia; pero ella corrió tan rápido como pudo, y
muy pronto se encontró a salvo en un bosque espeso.
“Lo primero que debo hacer”, se dijo Alicia, mientras deambulaba por el
bosque, “es crecer hasta mi tamaño normal otra vez; y lo segundo, es encontrar la
forma de entrar en ese hermoso jardín. Creo que ése es el mejor plan”.
Sonaba como un plan excelente, sin duda, y presentado con toda claridad y
sencillez: la única dificultad era que Alicia no tenía la menor idea de por dónde
empezar; y mientras espiaba ansiosamente por entre los arbustos, un pequeño y
agudo ladrido sobre su cabeza la hizo alzar la vista bruscamente.
Un inmenso perrito la miraba desde arriba con enormes ojos redondos,
mientras alargaba tímidamente una pata, tratando de tocarla. “¡Qué cosita tan
preciosa!”, dijo Alicia, en tono cariñoso, y trató de silbarle; pero a la vez tenía un
miedo constante de que estuviera hambriento, en cuyo caso probablemente le
gustaría comérsela a pesar de toda su ternura.
Casi sin saber lo que hacía, Alicia recogió una pequeña rama, y la estiró
hasta el perrito: ante lo cual el perrito dió una voltereta con todas sus patas en el
aire, dando un alarido de contento, y se abalanzó sobre el palo jugando a atacarlo:
entonces Alicia se escabulló atrás de un cardo enorme, para evitar que la
atropellara; y, en el instante en que ella se asomó por el otro lado, el perrito volvió
a precipitarse contra el palo con tanto entusiasmo que terminó rodando por el
suelo; Alicia entonces, pensando que era parecido a jugar con un caballo, y
esperando a cada momento terminar aplastada bajo sus pies, corrió otra vez
alrededor del cardo: entonces el perrito inició una serie de ataques veloces contra el
palo, corriendo cada vez un poco hacia adelante y mucho hacia atrás, y ladrando
todo el tiempo como un desaforado, hasta que al final se sentó un poco más lejos,
jadeando, con la lengua colgando fuera de la boca, y sus gigantescos ojos a medio
cerrar.
Alicia vió que esta era una buena oportunidad para escapar; así que partió al
instante, y corrió hasta quedarse bastante agotada y sin aliento, y hasta que los
ladridos del perrito resonaron débiles en la distancia.
“Así y todo, ¡qué hermoso perrito!”, dijo Alicia, mientras se recostaba contra
una flor acampanada para descansar, y se abanicaba con una de sus hojas: “Me
hubiese gustado enseñarle algunos trucos, si—¡si tan sólo fuera del tamaño
correcto! ¡Ay, Dios! ¡Me estaba olvidando de que tengo que crecer de nuevo!
Veamos—¿cuál sería la mejor manera? Supongo que debería comer o tomar alguna
cosa u otra; pero la gran pregunta es, ¿qué?”
La gran pregunta, sin duda, era, ¿qué? Alicia miró a su alrededor, a cada flor
y cada hierba, pero no encontró nada que pareciera ser el bocado o la bebida ideal
en estas circunstancias. Había un hongo enorme allí cerca, prácticamente de su
misma altura; y luego de mirarlo por debajo, y a ambos lados, y detrás, se le
ocurrió que no había razón para no mirar arriba también y ver qué había encima.
Se estiró en puntas de pie, y espió sobre el borde del hongo, y sus ojos se
toparon de inmediato con los de una gran oruga, que estaba sentada encima del
hongo con los brazos cruzados, fumando plácidamente una larga pipa oriental, sin
prestarle la menor atención a Alicia ni a ninguna otra cosa.
Capítulo 5
CONSEJOS DE UNA ORUGA
* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *
“¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!” dijo Alicia con tono de deleite, el cual
se transformó en alarma al momento siguiente, cuando no pudo encontrar sus
hombros por ningún lado: todo lo que alcanzaba a ver, al mirar hacia abajo, era un
larguísimo pedazo de cuello, que brotaba como un tallo del mar de hojas verdes
que se extendía muy por debajo suyo.
“¿Qué serán esas cosas verdes?” dijo Alicia. “¿Y dónde están mis hombros?
Y, oh, pobres manos mías, ¿cómo es que no alcanzo a verlas?” Las estaba
moviendo mientras hablaba, pero con eso no conseguía resultado alguno, más allá
de un leve moviento entre aquella distante hojarasca verde.
Como no parecía haber chance alguna de llevarse las manos hasta la cabeza,
intentó bajar su cabeza hasta ellas, y se alegró al descubrir que su cuello se doblaba
fácilmente en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr hacerlo
descender en un gracioso zigzag, y estaba a punto de sumergirse entre las hojas,
las cuales no eran otra cosa que las copas de los árboles bajo los que había estado
deambulando, cuando un agudo chillido la hizo retroceder bruscamente: una gran
Paloma se había lanzado contra su rostro, y la golpeaba violentamente con sus alas.
“¡Serpiente!” gritaba la Paloma.
“¡No soy una serpiente!” dijo Alicia indignada. “¡Déjame en paz!”
“¡Serpiente, digo!” repitió la Paloma, algo dubitativa, y agregó con una
especie de sollozo, “¡Lo he intentado todo, y nada da resultado!”
“No tengo la menor idea de lo que está hablando”, dijo Alicia.
“Probé en las raíces de los árboles, y probé en los márgenes de los ríos, y
probé entre los arbustos”, siguió la Paloma, sin prestarle atención; “¡Pero esas
serpientes! ¡Nada les vine bien!”
Alicia estaba cada vez más perpleja, pero se le ocurrió que sería inútil decir
algo hasta que la Paloma hubiese terminado.
“¡Como si empollar los huevos no fuese suficiente trabajo!” dijo la Paloma.
“¡También tengo que vigilar las serpientes noche y día! ¡Seamos precisos: no he
pegado un ojo en tres semanas!”
“Lamento mucho que te hayan molestado”, dijo Alicia, que empezaba a
entender la situación.
“Y justo cuando había conseguido el árbol más alto del bosque”, siguió la
Paloma, elevando su voz en un chillido, “y justo cuando creía haberme librado de
ellas para siempre, ¡empiezan a caer culebreando del cielo! Serpiente, ¡puaj!”
“¡Pero no soy una serpiente, le digo!” exclamó Alicia. “Soy una—una—“
“¡Y bien! ¿Qué eres?” dijo la paloma. “¡Ya veo que estás intentando
inventarte algo!”
“Soy—Soy una niña”, dijo Alicia, algo dubitativa, mientras todas las
transformaciones del día le venían a la mente.
“¡Ah, qué historia tan tierna!” dijo la Paloma en un tono del más profundo
desprecio. “¡He visto una buena cantidad de niñas en mi día, pero jamás una con
un cuello tan largo como ése! ¡No, no! Eres una serpiente; es inútil negarlo. ¡Me
imagino que ahora dirás que nunca te comiste un huevo!”
“Por supuesto que he comido huevos”, dijo Alicia con toda honestidad;
“pero también las niñas comen huevos; no sólo las serpientes, ¿comprendes?”.
“No me lo creo”, dijo la Paloma; “pero si lo hacen—¡ahá!, entonces las niñas
son una especie de serpientes, es todo lo que puedo decir”.
Esta idea era tan novedosa para Alicia, que la dejó muda por uno o dos
minutos, lo cual le dió a la Paloma la oportunidad de añadir, “Andas buscando
huevos, eso lo sé muy bien; ¿y qué me importa a mí si eres una niña o una
serpiente?”
“Es bastante importante para mí”, se apuró a decir Alicia; “pero da la
casualidad de que no estoy buscando huevos; e incluso si estuviera buscando, no
querría los t uyos: no me gustan crudos”.
“¡Bueno, pues entonces, lárgate!”, dijo la Paloma exasperada, mientras se
acomodaba nuevamente en su nido. Alicia se agachó entre los árboles como pudo,
porque su cuello se enredaba constantemente entre las ramas, y tenía que parar a
cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato recordó que todavía tenía en sus
manos los pedazos de hongo, y se puso a trabajar con mucho cuidado,
mordisqueando primero uno y después el otro, y haciéndose a veces más grande y
a veces más pequeña, hasta que finalmente logró alcanzar su tamaño normal.
Había pasado tanto tiempo desde que tuviera algo remotamente cercano a
su estatura correcta, que le pareció bastante raro al principio; pero en unos pocos
minutos se acostumbró, y empezó a hablar consigo misma, como de costumbre.
“¿Ves? ¡La primera mitad del plan ya está hecha! ¡Qué desconcertantes son todos
estos cambios! ¡Nunca puedo estar segura de lo que seré al minuto siguiente! Sin
embargo, he recuperado mi estatura normal: el próximo paso es entrar en ese
jardín precioso—me pregunto cómo lo haré”. Mientras decía estas palabras, se
encontró súbitamente en un espacio abierto, con una pequeña casa de unos cuatro
pies de altura. “Sean quienes sean los que viven aquí”, pensó Alicia, “no sería
apropiado que me presentara ante ellos con este tamaño: es verdad, ¡les pondría los
pelos de punta!” Así que tomó un bocado del pedazo que llevaba en la mano
derecha, y no se aventuró a acercarse a la casa hasta que se hubo reducido a nueve
pulgadas de altura.
Capítulo 6
CERDO Y PIMIENTA
“¿Me diría, por favor…”, dijo Alicia, con cierta timidez, porque no estaba
segura de si era buena educación ser la primera en hablar, “…por qué su gato
sonríe así?”
“Es un gato de Cheshire”, dijo la Duquesa, “esa es la razón. ¡Cerdo!”
Esa palabra fue dicha con tanta violencia que Alicia pegó un salto; pero un
momento después vio que estaba dirigida al bebé, y no a ella, por lo cual tomó
coraje, y siguió hablando: “No sabía que los gatos de Cheshire sonreían siempre;
de hecho, no sabía que los gatos sonreían”.
“Todos pueden sonreír”, dijo la Duquesa; “y la mayoría lo hace”.
“No sé de ninguno que sonría”, dijo Alicia con mucha gentileza, complacida
de haber iniciado una conversación
“No sabes mucho”, dijo la Duquesa; “eso es un hecho”.
A Alicia no le gustó nada el tono de este comentario, y pensó que lo mejor
sería introducir otro tema de conversación. Mientras trataba de pensar en uno, la
cocinera sacó del fuego el caldero con la sopa, y al instante empezó a tirar todo lo
que encontraba a su alcance contra la Duquesa y el bebé—los hierros del hogar
fueron primero; después siguió una lluvia de sartenes, platos y bandejas. La
Duquesa no les prestó la menor atención, ni siquiera cuando le pegaban; y el bebé
aullaba tanto ya, que resultaba imposible decir si los golpes le dolían o no.
“¡Oh, por favor, fíjate en lo que haces!” gritó Alicia, saltando para todos
lados en una agonía de terror. “¡Oh, ahí va su preciosa naricita!” mientras una
sartén particularmete grande pasaba volando cerca del niño, y casi se la arrancaba.
“Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos”, dijo la Duquesa con un
gruñido afónico, “el mundo giraría bastante más rápido”.
“Lo cual no sería ninguna ventaja”, dijo Alicia, muy contenta de tener una
oportunidad para demostrar un poco sus conocimientos. “¡Imagínese qué enredo
se armaría con el día y la noche! Verá: la tierra tarda veinticuatro horas en hacer un
giro completo sobre su eje—”
“Hablando de ejes”, dijo la Duquesa, “¡córtenle la cabeza!”
Alicia miró a la cocinera con cierta ansiedad, para ver si se disponía a acatar
la orden; pero la cocinera estaba ocupada revolviendo la sopa, y parecía no estar
escuchando, así que empezó de nuevo: “Veinticuatro horas, me parece; ¿o eran
doce? Yo—“
“Ah, no me vengas con esas”, dijo la Duquesa; “¡Nunca soporté los
números!” Y después de decir esto se puso a mecer a su hijo de nuevo, cantándole
una especie de nana, y dándole un fuerte sacudón al final de cada verso:
Cáscalo al niñito
si se pone a estornudar;
una cosa está muy clara,
lo hace para molestar.
CORO
¡Guau!¡Guau!¡Guau!
A mi niñito le grito,
le pego cuando estornuda;
a él le gusta la pimienta,
de eso no cabe duda.
CORO
¡Guau!¡Guau!¡Guau! [3]
Alicia estaba empezando a pensar, “¿Y ahora qué haré con esta criatura
cuando llegue a casa?” cuando se oyó un nuevo sollozo, tan violento, que Alicia le
miró el rostro con cierta alarma. Esta vez no podía haber ningún error: era nada
más y nada menos que un cerdito, y le pareció que sería absurdo seguir cargándolo
en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintó un gran alivio al verlo trotar y meterse
lo más campante en el bosque. “Si hubiese crecido”, se dijo Alicia, “hubiese sido un
niño espantosamente feo: pero como cerdito es bastante apuesto, me parece”. Y
empezó a pensar en otros niños que ella conocía, a quienes no les quedaría mal
convertirse en cerdos, y estaba diciendo para sí, “Si tan sólo supiese la manera
correcta de transformarlos—“, cuando se sobresaltó un poco al ver al Gato de
Cheshire sentado en la rama de un árbol, un poco más adelante.
El Gato sonrió al ver a Alicia. “Parece manso”, pensó: pero así y todo tenía
unas uñas larguísimas y una enorme cantidad de dientes, por lo cual le pareció que
lo mejor sería tratarlo con respeto.
“Gatito de Cheshire”, empezó Alicia, con cierta timidez, ya que no sabía en
absoluto si le gustaría ese nombre: sin embargo, se limitó a ensanchar su sonrisa.
“Muy bien, por ahora parece contento”, pensó Alicia, y continuó. “¿Me dirías, por
favor, qué camino debería tomar desde aquí?”
“Eso depende en gran parte de a dónde quieres ir”, dijo el Gato.
“No importa mucho dónde—”, dijo Alicia.
“Entonces no importa qué camino tomas”, dijo el Gato.
“—siempre y cuando llegue a alguna parte”, agregó Alicia a manera de
explicación.
“Oh, eso ocurrirá, sin duda”, dijo el Gato, “si caminas lo suficiente”.
Alicia sintió que esto no podía negarse, y por lo tanto probó hacer otra
pregunta. “¿Qué tipo de gente vive por aquí?”
“En esa dirección”, dijo el Gato, haciendo un gesto circular con su pata
derecha, “vive un Sombrerero: y en aquella dirección”, blandiendo la otra pata,
“vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos”.
“Pero no quiero andar entre locos”, protestó Alicia.
“Oh, no puedes evitarlo”, dijo el Gato: “todos estamos locos por aquí. Yo
estoy loco. Tú estás loca”.
“¿Cómo sabes que estoy loca?” dijo Alicia.
“Debes estarlo”, dijo el Gato, “o no habrías venido aquí”.
“A Alicia no le pareció que esto demostrara nada; sin embargo, continuó,
“¿Y cómo sabes que estás loco?”
“Para empezar”, dijo el Gato, “un perro no está loco. ¿Estamos de acuerdo?”
“Supongo”, dijo Alicia.
“Bueno, entonces”, prosiguió el Gato: “veamos, el perro gruñe cuando está
enojado, y mueve la cola cuando está contento. Ahora, yo gruño cuando estoy
contento, y muevo la cola cuando estoy enojado. Por lo tanto estoy loco”.
“Yo lo llamo ronroneo, no g ruñido”, dijo Alicia.
“Llámalo como quieras”, dijo el Gato. “¿Vas a jugar al croquet con la Reina
hoy?”
“Me gustaría muchísimo”, dijo Alicia, “pero no he sido invitada todavía”.
“Me verás allí”, dijo el Gato, y se desvaneció.
Alicia no se sorprendió mucho; ya se estaba acostumbrando a que ocurrieran
cosas raras. Mientras todavía miraba el lugar donde había estado, el Gato apareció
de nuevo.
“A propósito, ¿qué fue del bebé?” dijo el Gato. “Casi me olvidaba de
preguntar”.
“Se convirtió en un cerdo”, dijo Alicia con toda tranquilidad, como si su
reaparición fuese de lo más natural.
“Sabía que terminaría así”, dijo el Gato, y desapareció otra vez.
Alicia esperó un rato, un poco esperando ver al Gato de nuevo, pero éste no
apareció, y luego de uno o dos minutos empezó a caminar en dirección hacia
donde se suponía que vivía la Liebre de Marzo. “Sombrereros ya conozco”, se dijo
a sí misma; “la Liebre de Marzo será mucho más interesante, y quizás, como
estamos en mayo, no esté completamente loca—al menos no tan loca como estaba
en marzo”. Mientras decía esto, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato otra vez,
sentado en la rama de un árbol.
“¿Dijiste cerdo o cedro?” dijo el Gato.
“Dije cerdo”, replicó Alicia; “y me gustaría que dejaras de aparecer y
desaparecer tan repentinamente: la haces sentir a una bastante mareada”.
“No hay problema”, dijo el Gato; y esta vez se desvaneció en el aire
lentamente, comenzando por el final de la cola, y terminando con la sonrisa, la cual
perduró un por un tiempo luego que el resto se hubo ido.
“¡Bueno! A menudo he visto un gato sin sonrisa”, pensó Alicia; “¡pero una
sonrisa sin gato!¡Es la cosa más curiosa que jamás he visto en mi vida!”
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada al jardín: sus rosas eran blancas,
pero la rodeaban tres jardineros, atareados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció
muy curioso, y se acercó para observarlos, y en el momento en que llegaba hasta
donde estaban oyó a uno de ellos que decía, “¡Cuidado, ahora, Cinco! ¡No me
andes salpicando con pintura!”
“No es mi culpa”, dijo Cinco, con fastidio; “Siete me empujó el codo”.
A lo cual Siete levantó la cabeza y dijo, “¡Claro, Cinco! ¡Siempre echándole la
culpa a los demás!”
“¡Tú mejor ni hables!” dijo Cinco. “¡Apenas ayer escuché a la Reina decir que
mereces que te corten la cabeza!”
“¿Por qué?” dijo el que había hablado primero.
“¡Ese no es asunto tuyo, Dos!” dijo Siete.
“¡Claro que es asunto suyo!” dijo Cinco, “y se lo voy a decir—fue por traerle
al cocinero bulbos de tulipán en vez de cebollas”.
Siete dejó caer su brocha, y había empezado a decir, “Perfecto. De entre
todas las cosas injustas—“ cuando su ojo reparó casualmente en Alicia, que estaba
parada mirándolos, y se calló en el acto.
“¿Me dirían…”, dijo Alicia con cierta timidez, “…por qué están pintando
esas rosas?”
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó a hablar en
voz baja, “Bueno, el hecho es, ya ve, Señorita, que este árbol de aquí debería haber
sido de rosas rojas, pero nosotros plantamos uno de rosas blancas por error; y si la
Reina se entera, terminaremos todos con las cabezas cortadas, ya sabe. Así que,
Señorita, ya lo ve, estamos haciendo todo lo posible, antes que ella llegue, para—”
En ese preciso instante, Cinco, que estaba vigilando ansiosamente el jardín, gritó,
“¡La Reina! ¡La Reina!” e instantáneamente los tres jardineros se tiraron al suelo,
aplastando sus caras contra el piso. Se oía el ruido de muchos pasos, y Alicia miró
a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados armados con picas; tenían la misma
forma que los tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies surgiendo
de las esquinas: después venían diez cortesanos, completamente adornados con
diamantes, y caminando de a dos, al igual que los soldados. Más atrás venían los
infantes reales; eran diez, y saltaban alegremente tomados de la mano, en parejas:
todos estaban adornados con corazones. A continuación venían los invitados,
Reyes y Reinas en su mayoría, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco:
estaba hablando de manera atropellada y nerviosa, sonriendo a todo lo que se le
decía, y pasó de largo sin verla. Siguiéndolos venía el Valet, la Sota de Corazones,
llevando la corona del Rey sobre un almohadón de terciopelo carmesí; y, cerrando
este magnífico cortejo, avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia dudaba de si debía postrarse o no como los tres jardineros, boca a bajo
en el suelo, pero no recordaba haber oído jamás de semejante regla para los
desfiles. “Y además”, pensó, “¿de qué serviría un desfile si nadie pudiese verlo por
estar tirado boca abajo?” Por lo cual se quedó quieta en donde estaba, y esperó.
Cuando la procesión llegó hasta el lado opuesto a donde estaba Alicia, todos
se detuvieron y la miraron, y la Reina dijo con severidad, “¿Quién es ésta?” Se lo
dijo a la Sota de Corazones, que sólo hizo una reverencia y sonrió por toda
respuesta.
“¡Imbécil!” dijo la Reina, alzando la cabeza con impaciencia; y, volviéndose a
Alicia, prosiguió, “¿Cuál es tu nombre, niña?”
“Mi nombre es Alicia, para servir a su Majestad”, dijo Alicia con toda
humildad; pero agregó para sí, “Bueno, después de todo son sólo un mazo de
cartas. ¡No hay por qué tenerles miedo!”
“¿Y quiénes son estos?” dijo la Reina, señalando a los tres jardineros que
yacían en torno al rosal; por que, ya ves, como estaban acostados boca abajo, y el
diseño en sus espaldas era el mismo que el de todas las cartas, no podía distinguir
si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
“¿Y yo qué sé?” dijo Alicia, asombrada de su propia audacia. “No es asunto
mío”.
La Reina se puso roja de furia, y, después de mirarla un momento como una
bestia salvaje, gritó, “¡Que le corten la cabeza! ¡Que le—!”
“¡Tonterías!” dijo Alicia, con decisión y en voz muy alta, y la Reina se quedó
en silencio.
El Rey apoyó la mano en su hombro, y tímidamente dijo, “Ten en cuenta,
querida: ¡que es sólo una niña!”
La Reina se apartó irritada de su lado, y le dijo al Valet, “¡Dalos vuelta!”
Así lo hizo el Valet, con mucho cuidado, usando un pie.
“¡Arriba!” dijo la Reina con voz fuerte y chillona, y los tres jardineros se
pararon de un salto, y empezaron a hacer reverencias al Rey, a la Reina, a los
infantes reales, y a todo el resto de los presentes.
“¡Basta con eso!” gritó la Reina. “Me marean”. Y luego, volviéndose hacia el
rosal, prosiguió, “¿Qué han estado haciendo aquí?”
“Con permiso de su Majestad”, dijo Dos, en un tono de completa humildad,
hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba, “estábamos intentando…”
“¡Ya veo!” dijo la Reina, que mientras tanto había estado examinando las
rosas. “¡Que les corten la cabeza!” y el cortejo reanudó la marcha, dejando tres
soldados atrás para ejecutar a los desafortunados jardineros, que corrieron hacia
Alicia buscando protección.
“¡No serán decapitados!” dijo Alicia, y los escondió en una gran maceta que
estaba cerca. Los soldados dieron vueltas durante uno o dos minutos, buscándolos,
y luego se alejaron tranquilamente a unirse al resto.
“¿Ya no tienen sus cabezas?” gritó la Reina.
“¡Sus cabezas se han perdido, su Majestad!” gritaron los soldados en
respuesta.
“¡Muy bien!” gritó la Reina. “¿Juegas al croquet?”
Los soldados guardaron silencio, y miraron a Alicia, ya que la pregunta
evidentemente iba dirigida a ella.
“¡Sí!” gritó Alicia.
“¡Muévete, entonces!” rugió la Reina, y Alicia se unió al cortejo,
preguntándose qué ocurriría a continuación.
“¡Es—es un día hermoso!” dijo una voz tímida a su lado. Estaba caminando
junto al Conejo Blanco, que examinaba su cara con ansiedad.
“Muy”, dijo Alicia: “¿dónde está la Duquesa?”
“¡Shh!¡Shh!” dijo el Conejo en voz baja y agitada. Miraba ansiosamente sobre
su hombro al hablar; después se puso en puntas de pie, acercando la boca a la oreja
de Alicia, y susurró, “Está esperando ser ejecutada”.
“¿Por qué razón?” dijo Alicia.
“¿Dijiste ‘¡Qué desazón!’?” preguntó el Conejo.
“No, para nada”, dijo Alicia. “No creo que a nadie le dé mucha pena. Dije
‘¿Por qué razón?’”
“Le dio un sopapo a la Reina—” empezó el Conejo. Alicia dio un leve
alarido de risa. “¡Oh, shh!” susurró el Conejo aterrorizado. “¡Te va a oir la Reina!
Verás, la Duquesa llegó un poco tarde, y le Reina le dijo—“
“¡A sus puestos!” gritó la Reina con voz de trueno, y todo el mundo empezó
a correr en todas direcciones, tropezándose unos con otros; sin embargo, luego de
uno o dos minutos, todo el mundo encontró su lugar, y el juego empezó. A Alicia
le pareció no haber visto jamás un campo de croquet tan raro; estaba lleno de
montículos y de surcos; las bolas eran erizos vivos, los martillos flamencos vivos, y
los soldados tenían que doblarse hacia arriba, apoyados en sus manos y sus pies,
para formar los arcos.
Al principio, la dificultad más seria con la que se topó Alicia fue el manejo
de su flamenco: no tuvo problemas en ajustar su cuerpo, con suficiente comodidad,
bajo el brazo, dejándole las patas colgando, pero por lo general, justo en el
momento en que lograba estirarle el cuello elegantemente, y estaba a punto de
golpear al erizo con su cabeza, el flamengo se daba vuelta y la miraba fijamente a
la cara, con tal expresión de extrañeza que Alicia no podía evitar estallar de risa: y
cuando lograba bajarle la cabeza, y estaba a punto de intentar de nuevo, no podía
evitar sentir cierta provocación al descubrir que el erizo se había desenroscado, y
estaba en el acto de huir arrastrándose: para colmo, siempre había algún montículo
o surco en la dirección en que ella quería lanzar al erizo y, como los soldados
doblados en el piso estaban siempre levantándose y y paseándose hasta otro lugar
del campo, Alicia llegó a la conclusión de que se trataba de un juego
evidentemente difícil.
Los participantes jugaban todos al mismo tiempo, sin esperar su turno,
discutiendo sin parar, y peleándose por los erizos; y al poco rato la Reina había
caído en un paroxismo de furor, y andaba pateando el suelo de un lado al otro, y
gritando, “¡Córtenle la cabeza! ¡Córtenle la cabeza!” una vez por minuto.
Alicia empezó a sentirse bastante incómoda: lo cierto es que todavía no
había entrado en ninguna disputa con la Reina, pero sabía que esto podía ocurrir
en cualquier momento, “Y entonces”, pensó, “¿qué será de mí? Están
horriblemente entusiasmados con decapitar a la gente por aquí, ¡lo raro es que
quede aún alguien con vida!”
Alicia empezó a buscar alguna forma de escape, y se estaba preguntando si
podría escabullirse sin que nadie lo notase, cuando vió una forma extraña en el
aire: al principio se sorprendió mucho, pero, luego de observarla por un minuto o
dos, se dio cuenta de que se trataba de una sonrisa, y se dijo a sí misma, “Es el Gato
de Cheshire: ahora tendré a alguien con quién hablar”.
“¿Cómo van las cosas?” dijo el Gato, en cuanto tuvo suficiente boca para
hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, e hizo una pequeña reverencia.
“Es inútil hablarle”, pensó, “hasta que vengan las orejas, o al menos una de ellas”.
Al minuto siguiente apareció la cabeza completa, entonces Alicia apoyó su
flamenco en el suelo, y empezó a contar cómo iba el juego, muy contenta de tener
quien la escuchara. El Gato pareció pensar que ya había dejado lo suficiente a la
vista, y no apareció nada más.
“Me parece que no juegan muy limpio”, empezó Alicia, con tono de queja,
“y sus peleas son tan terribles que uno no puede ni siquiera oirse hablar—y no
parecen seguir ninguna regla en particular; al menos, si lo hacen, nadie les presta
atención—y no te das una idea lo confuso que es que todas las cosas estén vivas;
por ejemplo, allá va el arco por el que tengo que pasar en mi próxima jugada,
caminando por el otro lado del campo—y podría haber desplazado al erizo de la
Reina hace un momento, ¡si no fuera porque huyó cuando vió venir al mío!”
“¿Qué tan bien te cae la Reina?” dijo el Gato en voz baja.
“Ni un poquito”, dijo Alicia: “es tan extremadamente—” Justo en ese
instante descubrió a la Reina parada atrás de ella, escuchando: así que continuó,
“—probable que ella gane, que apenas se justifica terminar el juego”.
La Reina sonrió y pasó de largo.
“¿Con quién estás hablando?” dijo el Rey, acercándose a Alicia, y mirando la
cabeza del Gato con gran curiosidad.
“Es un amigo—un Gato de Cheshire”, dijo Alicia: “permítame
presentárselo”.
“Su aspecto no me gusta nada”, dijo el Rey: “pero puede besar mi mano, si
quiere”.
“Preferiría no hacerlo”, contestó el Gato.
“No seas impertinente”, dijo el Rey, “¡y no me mires así!” Mientras hablaba
se puso atrás de Alicia.
“Los gatos pueden mirar a los reyes”, dijo Alicia. “Lo leí en algún libro, pero
no me acuerdo dónde”.
“Bueno, hay que echarlo”, dijo el Rey con mucha decisión, y llamó a la
Reina, que en ese momento pasaba por allí, “¡Querida! ¡Me gustaría que hicieras
echar a este gato!”
La Reina tenía una sola forma de resolver todas las dificultades, grandes o
pequeñas, “¡Que le corten la cabeza!” dijo, sin siquiera pararse a mirar.
“Yo mismo traeré al verdugo”, dijo el Rey con entusiasmo, y se alejó
corriendo.
A Alicia le pareció que lo mejor sería volver, y ver cómo se estaba
desarrollando el juego, mientras oía la voz de la Reina en la distancia, gritando
apasionadamente. Ya la había oído ordenar la ejecución de tres jugadores por
haber perdido el turno, y no le gustaba en lo más mínimo cómo lucían las cosas, ya
que el juego se encontraba en tal estado de confusión que nunca sabía si era su
turno o no. Así que fue en busca de su erizo.
El erizo estaba ocupado peleándose con otro erizo, lo cual le pareció a Alicia
una excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era que su
flamenco había cruzado hasta el otro lado del jardín, donde Alicia podía verlo,
intentando, un poco lastimosamente, volar hasta un árbol.
Para cuando hubo recuperado el flamenco y vuelto con él, la pelea había
acabado, y ambos erizos se habían perdido de vista: “pero no importa demasiado”,
pensó Alicia, “ya que todos los arcos han abandonado este lado del campo”. Así
que cargando al flamenco bajo el brazo, para que no se escapara de nuevo, se fue a
seguir la conversación con su amigo.
Cuando llegó junto al Gato de Cheshire, la sorprendió encontrar una enorme
multitud reunida a su alrededor: una ardua discusión estaba teniendo lugar entre
el verdugo, el Rey, y la Reina, los cuales hablaban al mismo tiempo, mientras el
resto guardaba silencio con gesto de ansiedad.
En el momento en que apareció Alicia, los tres acudieron a ella para que
decidiera la cuestión, y le repitieron sus argumentos, aunque, como todos hablaban
al mismo tiempo, a Alicia le resultó bastante difícil comprender lo que decían.
El argumento del verdugo era: que resultaba imposible cortar una cabeza si
no había cuerpo del cual cortarla: que nunca había tenido que hacer una cosa
semejante, y que no iba a empezar a hacerlo a esa altura de su vida.
El argumento del Rey era: que cualquier cosa que tenía una cabeza podía ser
decapitada, y que mejor se dejara de decir estupideces.
El argumento de la Reina era: que si la cuestión no se resolvía en menos de
un segundo haría ejecutar a todo el mundo. (Era esta última noción la que había
hecho que toda la congregación luciera tan grave y ansiosa.)
A Alicia no se le ocurrió nada que decir salvo, “Le pertenece a la Duquesa:
mejor pregúntenle a ella”.
“Está en el calabozo”, le dijo la Reina al verdugo: “tráela aquí”. Y el verdugo
partió como una flecha.
En ese instante la cabeza del Gato empezó a desvanecerse y, para cuando el
verdugo hubo retornado con la Duquesa, había desaparecido por completo; el Rey
y el verdugo empezaron a correr desaforadamete para un lado y para el otro en su
busca, mientras el resto de los presentes volvían a retomar el juego.
Capítulo 9
LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
“¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía!” dijo la
Duquesa, pasando su brazo afectuosamente por debajo del de Alicia, y
llevándosela de paseo.
Alicia se alegró mucho de encontrarla de tan buen humor, y pensó que quizá
había sido sólo la pimienta lo que la había puesto tan salvaje cuando se conocieron
en la cocina.
“Cuando yo sea una Duquesa”, se dijo a sí misma, (no muy esperanzada, sin
embargo), “no tendré ni una pizca de pimienta en mi cocina. A la sopa le va muy
bien sin ella—Quizás es siempre la pimienta lo que pone a las personas de mal
humor”, prosiguió, muy complacida de haber dado con esta nueva regla, “y el
vinagre lo que las vuelve agrias—y la manzanilla lo que las vuelve amargas—y—y
los caramelos y esas cosas lo que hace a los niños tan dulces. Ah, si tan solo la
gente supiera esto: entonces no serían tan amarretes, sabes—”
“Esta versión es distinta de la que solía recitar cuando era chico”, dijo el
Grifo.
“De hecho, nunca antes la escuché”, dijo la Falsa Tortuga; “y además no
tiene sentido en absoluto”.
Alicia no dijo nada; se había sentado con el rostro entre las manos,
preguntándose si alguna vez volvería a ocurrir algo nuevamente en forma natural.
“Me gustaría escuchar la explicación”, dijo la Falsa Tortuga.
“No puede explicarlo”, se apresuró a decir el Grifo. “Sigue con el verso
siguiente”.
“¿Pero qué pasa con los tobillos?” insistió la Falsa Tortuga. “Cómo es posible
que los doble con la nariz, querría saber”.
“Es la primer posición del baile”, dijo Alicia; pero estaba terriblemente
confundida con todo este asunto, y lo único que quería era cambiar de tema.
“Sigue con el verso siguiente”, repitió el Grifo con impaciencia: “el que
empieza: Al pasar por el jardín”.
Alicia no se animó a desobedecer, y aunque estaba segura de que saldría
todo mal, siguió recitando con voz temblorosa:—
¡Soo-oopa de la no-o-oche,
Hermosa, hermosa Sopa!
Capítulo 11
¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?
“El juicio no puede continuar”, dijo el Rey con una voz muy grave, “hasta
que todos los miembros del jurado se encuentren debidamente instalados en sus
lugares—todos”, repitió con gran énfasis, mirando severamente a Alicia mientras
hablaba.
Alicia miró hacia el estrado, y vio que, en el apuro, había puesto a la
Lagartija cabeza abajo, y que el pobre animalito blandía la cola melancólicamente,
con el cuerpo totalmente inmovilizado. Enseguida lo sacó de nuevo, y lo sentó
correctamente; “no es que haga mucha diferencia”, se dijo a sí misma. “Yo diría
que sería igualmente últil para el juicio estando de pie o de cabeza”.
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock de la caída,
y las pizarras y tizas fueron encontradas y restituídas a cada uno, todos se
pusieron con gran diligencia a escribir la historia del accidente, todos excepto la
Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresioanada para hacer algo
más que estar sentada con la boca abierta, clavando los ojos en el techo de la sala.
“¿Qué sabes tú de este asunto?” le dijo el Rey a Alicia.
“Nada”, dijo Alicia.
“¿Nada de nada?” insistió en Rey.
“Nada de nada”, dijo Alicia.
“Esto es muy importante”, dijo el Rey, volviéndose al jurado. Estaban
empezando a tomar nota en sus pizarras, cuando el Conejo Blanco interrumpió:
“Su Majestad quiere decir que no es muy importante, por supuesto”, dijo en un
tono muy respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole señas al Rey mientras
hablaba.
FIN
Parodia de “The Old Man’s Comforts and How He Gained Them” (El
Comfort del Viejo y Cómo lo Consiguió) de Robert Southey, que empieza: “Eres
viejo, Padre William”, dijo el joven. “Y tu pelo se vuelto ralo y gris; pero eres
robusto, Padre William, un hombre mayor y saludable. Te ruego que me digas la
razón”.
NOTA 3:
“Cáscalo al niñito
si se pone a estornudar;
una cosa está muy clara,
lo hace para molestar”.
NOTA 4:
‘Brilla, brilla, murcielagito
¿Qué te tiene tan ocupadito?’
Parodia de la canción de cuna “The Star” (La Estrella) de Jane Taylor, que
empieza: “Brilla, brilla, estrellita / ¡Cuánto me pregunto qué serás! / Tan alta por
encima del mundo / Como un diamante en el firmamento”.
NOTA 5:
“‘Apúrate un poquito’ le dijo el atún al caracol.
‘Hay un delfín muy cerca nuestro, pisándome el talón.
¡Mira a las langostas y tortugas, cómo avanzan rapidito!
Nos esperan en la playa—¿Bailarías un pasito?’
Parodia de “The Spider and the Fly” (La Araña y la Mosca) de Mary Howitt
y que empieza: “ ‘Entra en mi vestíbulo’, / le dijo la araña a la mosca. / ‘Es el más
bonito vestíbulo / que hayas visto alguna vez”.
NOTA 6:
“Es la voz de la Langosta; yo la oigo declarar,
‘Me has cocido demasiado, me tendré que azucarar’.
Y después, con su nariz, agujerea los botones
Dobla sus tobillos, y ajusta sus cinturones.
Parodia de “The Sluggard” (El Haragán) de Isaac Watts, que empieza: “Es la
voz del haragán; / yo lo oigo quejarse, / ‘Me has despertado demasiado temprano /
ahora tendré que araganear”.
NOTA 7:
“Hermosa Sopa, en la sopera
Tan rica y verde, nos espera.
¿Quién no querría probar una copa?
¡Sopa de la noche, hermosa Sopa!
¡Sopa de la noche, hermosa Sopa!
Parodia de “The Star of the Evening” (Estrella de la Noche) de James M.
Sayle, que empieza: “Hermosa estrella en el cielo brillante / Tan suave cae tu luz de
plata / Mientras te mueves tan ejos de la tierra / Estrella de la noche, hermosa
estrella”.
NOTA 8:
La Reina de Corazones preparó tartitas
En un día de verano:
Pasó el Valet, le parecieron bonitas
Y se las llevó en la mano.
Versión casi idéntica de “The Tarts” (Las Tartas) de Mother Goose.
NOTA 9:
Me dijeron que la has visto,
Y me nombraste al pasar:
Ella aprobó mi carácter
Aunque no puedo nadar.
Parodia de “Alice Gray” de William Mee, que empieza: “Ella es todo lo que
quería, es hermosa, es divina, / Pero su corazón es de otro y nunca será mío”.