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Teresa Duran

Leer antes de leer

Selección bibliográfica
y reseñas: Raquel López

Traducción: Goretti López


I

¿Qué es leer?

«Papá ha escrito una O. Sobre un fondo negro y brillante de aza-


bache, una circunferencia de un blanco magnífico. Y ha preguntado:
—Salometa: ¿qué letra es esa?
Y la niña:
—¡No es... ietra! ¡¡La iuna, es!! ¡¡¡La iuna!!!».

Joan SALVAT-PAPASSEIT: Els nens de la meva escala


Barcelona: Leteradura, 1979

Tradicionalmente se entiende por lectura el acto de desco-


dificar lo escrito. Pero lo escrito es solo una parte del mate-
rial que se lee.
Así nos lo da a entender el diccionario cuando define el
verbo leer como el hecho de «distinguir en un texto escrito o
impreso los sonidos figurados por las letras; adquirir de este
modo conocimiento de lo que dice un texto escrito; ir di-
ciendo en voz alta lo escrito que vamos recorriendo con la
vista». Y agrega, refiriéndose a leer en sentido figurado: «adi-
vinar los pensamientos, sentimientos, etc., de alguien por su
actitud, semblante exterior, etc». En la misma línea, otro dic-
cionario añade: «distinguir, interpretar, lo que se representa
con signos gráficos, sean cuales sean».
Históricamente, leer es un hecho humano —exclusiva-
mente humano— que ha ido creciendo paulatinamente, no
solo en cuanto a la cantidad de lectores sino, y en este caso

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sobre todo, en cuanto a las acepciones y modalidades que de


él se derivan. La semiótica —teoría general de los signos— y
la semiología —ciencia que estudia el uso de los signos en la
vida social— se han apropiado del verbo leer y han amplia-
do su diámetro aplicándolo a cualquier función comunica-
cional. Desde este punto de vista, hay lectura cuando se es-
tablece comunicación. Y este fenómeno tiene múltiples
consecuencias, particularmente interesantes para el objetivo
de este escrito.
Los signos seguirán existiendo y produciéndose mientras
el mundo sea mundo. La atribución de significados a los sig-
nos solo persistirá mientras existan receptores. La retransmi-
sión de estos significados y, por consiguiente, el feed-back * co-
municativo, es un fenómeno social que afecta a cualquier
persona. Precisamente por este motivo nació la educación
como cadena de transmisión que encadena el pasado con el
futuro, o el presente con el futuro.
Desde hace unos años, y todavía hoy en día, se realza la
importancia de la escuela arguyendo: «Es el lugar donde se
aprende a leer y a escribir». Muchos padres animan a sus hi-
jos a ilusionarse por esta institución diciéndoles: «¡Cuando
vayas a la escuela aprenderás a leer!», como si fuera el no va
más de los deseos humanos. Y tal vez así sea, porque también
conocemos a una niña muy pequeña y vivaracha, que dos
días después de ir a la escuela no quería volver «porque te
han engañado, mamá, todavía no me han enseñado a leer».
¿Cómo se puede dar a entender a los más pequeñines que lo
que se espera de ellos entre los cuatro y los cinco años es el

* En inglés, en el original. (N. de la T.)

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resumen y el compendio de un proceso en el que la humani-


dad ha invertido millones de años?
En términos claros. Hace unos diez millones de años que
existe el ser humano. Hace solo seis mil que escribe. Qui-
nientos que imprime. Y acabamos de estrenar los nuevos so-
portes tecnológicos.
El niño que nace actualmente en nuestra cultura tiene a su
disposición el habla, el libro, el vídeo, el walkman, el ordena-
dor, la televisión, la realidad virtual, los multimedia, además
de todas las artes que la humanidad ha ido acumulando has-
ta ahora —literatura, pintura, arquitectura, danza...— y que
se van adaptando a los nuevos soportes para recibir y com-
placerse en la comunicación. Comparado con las infinitas po-
sibilidades que ofrecen estas herramientas, el tiempo de
aprendizaje lector de este niño es muy breve. ¿Será capaz, se-
remos capaces de entender que leer es la clave para sacar pro-
vecho de una riqueza que se multiplica sin cesar?
Hace seis mil años que la humanidad inventó la escritura.
Durante los 9.994.000 años anteriores, el hombre se comu-
nicaba a través del habla. No sabemos cuán larga era, enton-
ces, la vida de una persona. Ni cuántas vidas tuvieron que
acumularse hasta que de una experiencia repetida nació un
nombre, una advertencia, un refrán, una creencia... que me-
recieron ser transmitidos de generación en generación. El ser
humano hablaba, interactuaba con su medio, transmitía un
habla... y moría. Su hijo hacía lo mismo. Y cada generación
volvía a iniciar el ciclo. Pero, en definitiva, el saber del hom-
bre era prisionero de las coordenadas del tiempo y del espa-
cio. Nadie podía esperar transcender estas coordenadas, es-
capar a la condena de ser efímero.

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No obstante, las personas gozaban de otra facultad: dejar


su impronta en la tierra mediante signos visuales voluntarios
y significativos. ¡Qué maravilla, la mano abierta, manchada
de tinta roja, en las paredes de una cueva prehistórica! No
sabemos qué significa, pero sabemos qué nos dice. Nos dice
que hace millares de años hubo allí un hombre o una mujer
que, intencionadamente, se comunicó con los demás, y si-
gue comunicándose con nosotros, más allá del tiempo y del
espacio que le tocó vivir. Y esta mano era diestra: podía di-
bujar sobre la arena, perfeccionar ese dibujo casual hasta
convertirlo en ornamental, utilizar herramientas como el
pincel y manipular tintes. Más que eso, al ejercitar ese dibu-
jo rítmico, ornamental, podía llegar a «representar». Así sur-
gieron los bisontes, los caballos, las figuras... Así surgieron
los signos.
Los primeros alfabetos, hace solamente seis mil años, eran
pictogramas —todavía existen culturas, como la china, cuyo
alfabeto se basa en pictogramas, evidentemente sometidos a
una evolución refinada—. El ser humano reproducía, estili-
zaba, reducía a un código de común denominador lo que
veía, y lo dotaba de significado hasta convertirlo en un signo,
para transmitirlo. Pero eran necesarios un sinfín de signos
para transmitir todo el saber acumulado durante tantos años:
desde los conceptos concretos, hasta los conceptos abstrac-
tos, los valores simbólicos, las síntesis, además de... la difi-
cultad de codificar y descodificar correctamente esta escritu-
ra. Porque la escritura era importante, aunque en aquel
tiempo solo estuviera al alcance de unos pocos. Suponía —y
supone— la revolución y el orgullo del hombre que se per-
mite el lujo de transmitir su indiscutible inteligencia más allá

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—infinitamente más allá— del tiempo y del espacio en el que


le ha tocado vivir. La escritura es la victoria de la humanidad
sobre el tiempo.
Hace aproximadamente tres mil años los fenicios exten-
dieron por el Mediterráneo el esfuerzo más democratizador
del saber que jamás se ha producido en la historia. Los sig-
nos de su revolucionario alfabeto no representarían más el
concepto de lo que significaban, sino los sonidos con que se
articulaban. Y estos sonidos eran pocos. No llegan a treinta.
Son fáciles de codificar y descodificar. Y con ellos puede
transmitirse absolutamente todo. Lo concreto y lo abstracto,
lo sublime y lo profano. De este alfabeto se derivan la escri-
tura hebrea y la arábiga, la griega, la cirílica y la latina, con
nuestro abecedario.
Para que lo aprendan, para que con unos treinta signos se
apropien del universo, del pasado y del futuro, llevaremos a
nuestros hijos a la escuela. A los cinco años, tantos como los
dedos de una mano, ya estarán preparados para hacerlo.
A pesar de todo, poner por escrito esta constatación da es-
calofríos. Apenas cinco años y toda la historia de la humani-
dad fluye por su mente. Apenas cinco años y ya poseedores
del habla. Apropiándose el dominio de la mano y de las he-
rramientas, el dibujo ornamental y de la representación. ¡Y el
código alfabético del saber!
Como adultos, como padres y educadores, ¿somos plena-
mente conscientes y nos damos cuenta de todo lo que signi-
fica leer? ¿De lo que supone leer en el siglo XXI?
Hasta ahora, en un lenguaje que la humanidad no pudo
enriquecer más porque no disponía de más herramientas, un
lector era una persona que estaba en posesión del código al-

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fabético. Un buen lector era una persona que devoraba los li-
bros como si de brescas de miel se tratara. Hasta aquí nada
demuestra lo contrario. En el siglo XXI puede que un buen
lector no sea la persona que devore más libros, sino aquel
que se muestre más receptivo a los mensajes, que podrán lle-
garle en cualquier tipo de soporte. Podemos reducir fácil-
mente los soportes a dos tipos de percepción: la auditiva y la
visual que, no lo olvidemos, ya estaban presentes en los orí-
genes del alfabeto.
Antes de saber «leer» se ha de saber «sentir». Lo mejor es
que nacemos sintiendo. Más que eso, sentimos antes de na-
cer, según dicen los especialistas. Así pues, la mitad del tra-
bajo ya está hecho. Sentimos, percibimos los signos de nues-
tro entorno. Y tenemos la facultad de organizarlos siguiendo
un orden significativo que puede ser valorado positivamente
o negativamente, es decir, emotivamente y, por consiguiente,
de manera afectiva.
Los niños son iniciados al habla hasta que, en un momen-
to dado, se invierte el orden y la escritura prevalece sobre el
registro oral. La escuela es el organismo social responsable de
esta inversión de términos. Pero ya hablaremos de este tema
más adelante. A pesar de todo, el habla, la palabra, resiste y
seguirá presidiendo nuestras necesidades más comunicacio-
nales, especialmente las afectivas. Amamos a quien nos habla
y, también y sobre todo, a quien nos escucha. Igualmente, sin
duda alguna, amamos la imagen de quien nos habla y nos es-
cucha.
Porque la imagen es también comunicación, una comuni-
cación muy especial que se transforma en conocimiento. Ver
equivale a saber. «Lo sé porque lo he visto» es una frase que

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sintetiza uno de los fenómenos más complejos del cerebro


humano. La visión es un fenómeno de una extraordinaria ra-
pidez y agudeza selectiva que se transforma en conocimien-
to inmediato. Gran parte de lo que sabemos lo sabemos por-
que lo hemos visto. Y son muchas más las cosas que hemos
visto que las que hemos leído. Incluso hemos visto cosas que
la vivencia no nos enseñará nunca y que van desde un dra-
gón alado de siete cabezas hasta las erupciones solares o in-
cluso una bisectriz. No dudamos de que son así, porque «lo
hemos visto», es decir, porque «lo sabemos».
Y lo hemos visto porque un dibujante, un pintor, un fotó-
grafo o un cámara lo han materializado, lo han puesto a nues-
tro alcance sobre un papel, una pizarra o una pantalla, del
mismo modo que tenemos a nuestro alcance una maceta de
geranios, la cara de la maestra, o el libro que tenéis entre las
manos y cuyas páginas vais pasando.
No pasaríais las páginas si no lo hubiérais aprendido. Y no
lo habríais aprendido si desde pequeños alguien no os hu-
biera sentado en su regazo y no hubiera depositado un libro
en vuestras manos. Si con el dedo no hubiérais repasado
aquellos extraños dibujos que representaban letras. O los
otros dibujos que nos decían que eran un perro, o una luna,
o... si no hubiérais rasgado tantos libros o papeles con vues-
tras manos antes de descubrir que estaban cargados de histo-
rias. Antes de descubrir que eran herramientas, como el lá-
piz, o el martillo, o el mando a distancia.
De este modo, nuestros sentidos, especialmente la vista, el
oído y el tacto, forman parte del núcleo más importante de la
información del ser humano, de su formación y de su trans-
formación en transmisor comunicacional, es decir, en lector.

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La captación de los signos sensoriales, el aprendizaje de su


significado, en un primer momento, y la posterior adquisi-
ción de la habilidad para transmitirlos sin interferencias o
equívocos son el fundamento del intercambio comunicacio-
nal afectivo que el cachorro humano necesita para vivir y cre-
cer sano y fuerte. Y no solamente los niños en su más tierna
edad. ¡Rechacemos toda comunicación afectiva que no inter-
cambie signos sensoriales!
Leer sería, pues, la capacidad humana para ordenar signi-
ficativamente los signos sensoriales —que nos llegan a través
de los sentidos— implicando en ello nuestra emotividad.
Mucho antes de que nuestro cerebro adquiera la pericia o
la habilidad material para «discernir en un escrito los soni-
dos representados por las letras», nuestros hijos «leen». Por-
que, aunque suene un poco cursi, leer es amar, es decir, in-
tercambiar: mi experiencia enriquecida por la tuya. Por eso
existen tantos defensores del «placer de leer», de la «pasión
de leer». Tal como declara Pennac: «no podemos obligar a
leer del mismo modo que no podemos obligar a amar»1. Por-
que, por increíble que nos parezca, siempre estamos leyen-
do, aunque no se trate en todos los casos de libros. Porque
siempre interactuaremos con nuestro entorno, positiva o ne-
gativamente. Que los medios de comunicación nos ofrezcan
más soportes comunicativos no significa que debamos dar la
batalla por perdida, sino que se han multiplicado los mensa-
jes, lo cual nos obligará a repensar o a sumar las estrategias.
Que socialmente la prueba determinante de la capacidad
lectora de los niños radique en el hecho de interpretar de

1
Pennac, Daniel: Como una novela. Madrid, Anagrama, 1993.

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modo adecuado los grafismos alfabéticos del papel impreso


como sonidos inteligibles es otro asunto, que dice más sobre
la cerrazón de las normas por las que nos regimos que sobre
el potencial real del ser humano.
Muchos niños «deficientes» que nunca sabrán que b y a
hacen ba, «leen» y «escriben» interactuando de modo co-
rrecto y útil con el entorno. Su incapacidad reside en el ma-
nejo de los anillos transmisores entre el tiempo pasado y el
tiempo futuro, pero no en el presente2.
No obstante, el proceso que nos lleva a la lectura «oficial»
es largo e imprevisible. La hazaña que llevan a cabo los niños
entre los tres y los cinco años requiere un esfuerzo enorme
de concentración y un grado de abstracción más elevado que
cualquier otra operación que realice nuestro cerebro a lo lar-
go de los años que dure nuestra vida. Y solo en esta tierna
edad somos capaces de llevarla a cabo satisfactoriamente.
¡Qué maravilla!
Debemos tomar conciencia de que este prodigio se realiza
de modo anónimo todos los días por doquier y que, aunque
la escuela sea la responsable oficial que vela por su feliz con-
secución, la sociedad entera ha de facilitar, percibir y contri-
buir al desarrollo de las condiciones óptimas para este apren-
dizaje.
Un aprendizaje tanto más rico cuanto la pluralidad, am-
plitud y riqueza de las lecturas que se ofrecen a los niños en
nuestro horizonte cultural es enorme, y debemos vigilar que
2
Dos pedagogos en los que la autora tiene una confianza ciega le han pedido
que aclare este punto porque les parece un campo de trabajo interesante, pero la
autora confiesa que, en esta área, desgraciadamente solo puede apuntar intuicio-
nes, y no experiencias.

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no se pierda un potencial lector al dar prioridad a unos sig-


nos frente a otros.
La didáctica velará para que el aprendizaje de las letras sea
correcto. Pero la sociedad entera debe comprometerse para
que la lectura de los demás signos que leerá el niño le llegue
de manera limpia y clara. Eso implica que debemos contro-
lar que la lectura del entorno sea buena y transparente desde
el punto de vista urbanístico y ecológico; que la lectura de las
imágenes televisivas y cinematográficas sea atractiva, brillan-
te y enriquecedora; que la lectura de los sonidos que nos ro-
dean sea pura y distinta, plural y contrastada; que los con-
tactos afectivos de los niños con quienes están a su alrededor
puedan manifestarse plenamente y sin interrupciones, etc.
Puesto que únicamente la inteligibilidad del entorno ayuda y
compromete la lectura.
Un lector no es tan solo una persona que sabe descodifi-
car los signos alfabéticos, sino un individuo que «sabe» que
los signos, alfabéticos u otros, pueden ser entendidos y com-
prendidos —del latín cum-prendere, que quiere decir tomar
en sí, para sí, en cierto modo, incorporar.
Efectivamente, hace siglos que existen los libros. Y este li-
bro que tenéis entre las manos habla de libros, precisamente
en un momento en el que el futuro del libro está en entredi-
cho, justamente en la década en la que las nuevas tecnologías
transforman los parámetros de nuestra sociedad. Quizá sea
cierto que vivimos en una época de grandes cambios, en una
especie de retorno a la barbarie, porque recibimos una gran
cantidad de mensajes y nuestra capacidad lectora es dema-
siado reduccionista. Pero tratemos de ser optimistas. El niño
que nace hoy en día será más rico que nosotros si nos esfor-

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zamos en fijarnos en las pequeñas cosas que el entorno pone


a nuestro alcance: el habla, que es la herramienta para pen-
sar —y que también es la música que da origen al alfabeto—;
la vista, ese fenómeno tan difícil y complejo de describir y tan
fundamental para conocer, con imágenes, el mundo real y
para crear, en los entresijos de la mente, los mundos irreales;
y el dedo, que señala, que instrumentaliza, siempre dispues-
to a actuar, a hacer, a pulsar, unido a una mano de pequeñas
dimensiones que hemos de coger en la nuestra para introdu-
cir al niño en este mundo cultural multiforme, en movi-
miento, plural, cuyas claves poseerá antes de los seis años.

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