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Su evolución desde la lírica principiante de “Por el envés del tiempo” –más bien
balbuceos, aunque con versos ya memorables-, después del cual ya será siempre una
poeta correcta y considerable, practicando una “poesía objetiva” en la pinacoteca y una
“poesía subjetiva”, bajo el signo de Safo, en Luna, Lied y Si el neón no basta, para
encontrar una voz verdaderamente madura en “El hilo del invierno”, donde aborda los
principales asuntos humanos con urgencia, seriedad, y callada emoción.
CODEX [Radiohead]
Cámara
Detrás de un maquillaje
de pájaros afónicos
cuánto nos hemos soñado, tú y yo,
quebrados cómplices, testigos mudos
de cómo se desangra este silencio.
Apenas quedarán unas manos manchadas
por la caja de música
que en la niebla ninguno de los dos acertó a abrir.
Y el diafragma se cierra
y se encuentran nuestros ojos,
pero esta luz ya duerme en la humedad
y su página rota.
Con la mordaza sonreímos dolor.
El flash nos compadece, y de qué sirve.
No sé qué haremos con tanto recuerdo
muerto en líquido amniótico.
Tras la indolencia
I focus on the pain, the only thing that’s real (Trent Reznor, “Hurt”)
CHELSEA HOTEL
(L.Cohen)
No podré recordar vacíos insondables,
vasos que rivalizan a frialdad con los besos
o perchas donde cuelga el amor en desuso.
HELIO
tan sólo
FLOR DE MÁRMOL
[ Arnulf Rainer ]
ARMONÍA NATURAL
frente al invierno.
SUMMER SUNSET
Veintiséis grados,
mar.
Lejos
Y el sol se pone y no
Luna Turbia”, donde ordena los poemas por las fases del satélite. Esa es la razón de que
cuando la luna engorda y se hace bola salgan a la luz los poemas más intensos,
composiciones que se quitan las complicaciones en el momento en que ella mengua.
Es por eso que en la adolescencia de la escritora aparecieron los Ángel González,
García Lorca, Gil de Biedma y la generación del 27 como fuentes de disfrute, pero
también de inspiración. De los que cogió recortes, igual que de Cortázar para crear su
pequeño universo literario
Peter Cameron
De él está leyendo el libro “Coral Glynn”
Mencionada por:
Miguel Floriano
Menciona a:
Diego Álvarez Miguel
Adriana Bañares
Javier Temprado
Poética
Poesía como indagación, como horizonte, como unos ojos restaurados hacia el mundo;
poesía como ancla de lo que somos y como la libertad de seguir siéndolo; poesía como
cristal que hiere y que al fin proyecta algo de luz para salvarnos; poesía como vínculo
con el otro, poesía como abrazo tallado en la palabra; poesía como trinchera, como
refugio, como viaje y como vuelta a casa.
Lied de lluvia para una piel ausente es un libro, cuanto menos, peculiar. El título
nos brinda, en efecto, algunas someras pistas sobre lo que pudiere ser posible hallar en
el interior del volumen. Ante la intransigente y agria ausencia del ser amado, conjetura
uno, la palabra y la declinación verbal son el único amparo posible para la voz de la
añoranza, cuyo incesante emanar acabará por inscribir los contornos de esa ausencia
evocada por la poeta. Así, el volumen se abre con una cita en inglés cuya autoría,
deducimos, pertenece a la propia autora, y, página después, con tres sugerentes versos
(Bajo su gabardina, / Leonard Cohen también quiere erigirte / en un arpegio de agua
interminable), que, deducimos también, son fruto de la más que aguda inventiva de la
joven vate. Estos tres versos ya nos previenen, mediante una refinada metáfora, de lo
que nos aguarda páginas adentro: cadencias interminables como torrentes,
acompasamientos largamente acaudillados por la voluntad del pensamiento y el espejo
sensóreo.
Lied de lluvia para una piel ausente es un libro, no hay ninguna duda, que
encierra interminables secretos semánticos, y del que se podría hablar con bastante más
profundidad. Son versos escritos con sangre, en aras de la inclemente certeza de una
ausencia efectiva. Son poemas que no dan tregua, que se hunden más allá del pecho del
lector para viajar hasta la memoria. No aptos, en fin, para lectores que busquen tras la
lectura una ruta de sosiego y templanza.
Miguel Floriano
concluir
[...]
pues sé que lo atraviesa para siempre
lo sé como se sabe la verdad más profunda
que se engarza al oxígeno
y acaricia el final de la piel y los pulmones
es la misma verdad
que viaja en estas notas
tan quebradas a veces disonantes
jugando a camaleones
en la cadencia negra de la lluvia
que cae cae y no
se cansa este metal desafinado
el ruido ya me pinta
de su color la sangre
el color de que tú no estés conmigo
creando este horizonte
que se guarda callado
la ruta que me lleve hasta tu cuerpo
y que arrojó en la niebla
partido y sin retorno
el punto inalcanzable
en donde dejarías de dolerme
El año literario llega a puerto y una de las características más relevantes de su
trascurso ha sido la proliferación de antologías para dar voz coral a la primera
generación del siglo XXI. Casi todas han mostrado un paisaje plural. Sin embargo, las
selecciones son parciales y han dejado fuera de página a itinerarios singulares que antes
o después se afianzan como travesías renovadoras. Así sucede con el corpus lírico de
Raquel Vázquez (Lugo, 1990), Licenciada en Filología Hispánica por la universidad de
Santiago de Compostela y autora de Por el envés del tiempo, Pinacoteca de los sueños
rotos, Luna turbia, Lied de lluvia para una piel ausente, Si el neón no basta y la entrega
que ahora comentamos, El hilo del invierno, un nutrido equipaje en un lapso temporal
que apenas sobrepasa el lustro.
En su última entrega, la poeta se acoge a un paratexto enjundioso: Cortázar, Bekett,
Faulner, que no clarifica demasiado las sombras tutelares, así que corresponde ir
desgranando El hilo del invierno, sortear referentes culturales y hallar las líneas
cromáticas de su visión estética. El poema de apertura, “Sapere aude” postula una
situación de desamparo y soledad en la que la voz poemática está frente a sí misma;
busca sentido a ese recorrido por lo transitorio que postula incertidumbre: “Saber que
cada roce / de piel, cada palabra es un milagro / insuficiente, azaroso, ya efímero. / Y lo
es del mismo modo que nosotros: /esa película, la eternidad. / Y su fundido en negro. /
Existe vida – y no / apenas simulacro - / solo en los ojos que no niegan a la muerte”.
Existir es caminar sin tregua hacia la última costa y solo aceptando esa premisa alcanza
el tiempo su encaje mudable.
Pero la voz del sujeto nunca se formula a espaldas de un trayecto colectivo, recoge
pasos que comparten senda y contingencia, que van apurando los signos de identidad de
una época en crisis, donde se han ido asentando en los diccionarios de la angustia
sustantivos de complejo significado. De esa llamada social se nutren poemas como
“Recortes” con un cierre magnífico: “Recortarán la luz / y diremos que nunca había
amanecido.”; o “Sufijos telefónicos” que muestra la cronología sucesiva de la barbarie
en Guernica, Nagasaki, Sarajevo, Basora o Alepo, esos topónimos escritos con sangre
que tallaron el mármol de la muerte y que imponen su evidencia en la conciencia de
todos. Son sitios malditos, inútiles andenes de un cauce paradójico, en el que que sigue
manando el mismo miedo y la sombra tenaz del silencio y la noche. Cada lugar es un
punto de inflexión y de impotencia en el que se van apagando luces y esperanzas. Con
ese mapa de carreteras desplegado en tantos sitios dispersos, es difícil aspirar a que
crezcan semillas de esperanza y buscar todavía sueños que aspiren a cumplir su
amanecida. El bagaje del apartado inicial está marcado por las coordenadas del dolor.
En el paisaje interior de “Hilván de cielos”, apartado central del libro, el sentimiento
amoroso constituye un andén de llegada; la ausencia del otro vuelve amarga la luz,
clausura el estar diáfano del mediodía y deja entre los dedos la sensación desapacible de
un tacto de nieve. De ese estar en el desamparo nace un abismo que va creciendo dentro
como un páramo en el que las palabras reinician titubeos con perseverancia: “Pero no es
nada fácil saber qué permanece, / nombrar lo fugitivo. / Cuando mi mano está /
irremediablemente acostumbrada / a la siempre presente caricia de tu ausencia“.
Unos versos de Roberto Juarroz clarifican el título de la sección de cierre, “Hilván de
saltos”: “Hay que dar un salto. Pero todo salto vuelve a apoyarse. / Habría que ser un
salto”. Es una manera de dejar sitio a la voluntad que va dejando una caligrafía
esperanzada en las palabras. La evidencia está ahí, con su piel de óxido, como están los
muros que cortan los sueños de los sin papeles que buscan sitio en las ciudades del
progreso, como están en la imaginación del náufrago las costas acogedoras de una isla
cercana: “Al menos si el sonido es luz que se levanta, / quedará alguna voz donde
permanecer, / hacer de cada sueño / tinta: palabra a la que aferrarse. / Antes de ese
final / que ya mismo comienza. / Que poco a poco traza el hilo del invierno”.
Sin duda, la percepción crítica sobre los trazos que deja la poesía joven necesita
distancia cronológica. Su proceso creador debe abordarse con elementos objetivos que
confirmen las vibraciones iniciales y el hecho natural del crecimiento. Y así lo refrenda
El hilo del invierno por su sentido orgánico, por el acierto en elegir residuos y
connotaciones sombrías de nuestro tiempo y por la intensidad y consistencia que emiten
sus símbolos e imágenes. Por tanto, no especulo cuando digo que Raquel Vázquez es
uno de los nombres de confianza del espacio poético actual, una de sus realidades más
logradas.
El año literario llega a puerto y una de las características más relevantes de su
trascurso ha sido la proliferación de antologías para dar voz coral a la primera
generación del siglo XXI. Casi todas han mostrado un paisaje plural. Sin embargo, las
selecciones son parciales y han dejado fuera de página a itinerarios singulares que antes
o después se afianzan como travesías renovadoras. Así sucede con el corpus lírico de
Raquel Vázquez (Lugo, 1990), Licenciada en Filología Hispánica por la universidad de
Santiago de Compostela y autora de Por el envés del tiempo, Pinacoteca de los sueños
rotos, Luna turbia, Lied de lluvia para una piel ausente, Si el neón no basta y la entrega
que ahora comentamos, El hilo del invierno, un nutrido equipaje en un lapso temporal
que apenas sobrepasa el lustro.
En su última entrega, la poeta se acoge a un paratexto enjundioso: Cortázar, Bekett,
Faulner, que no clarifica demasiado las sombras tutelares, así que corresponde ir
desgranando El hilo del invierno, sortear referentes culturales y hallar las líneas
cromáticas de su visión estética. El poema de apertura, “Sapere aude” postula una
situación de desamparo y soledad en la que la voz poemática está frente a sí misma;
busca sentido a ese recorrido por lo transitorio que postula incertidumbre: “Saber que
cada roce / de piel, cada palabra es un milagro / insuficiente, azaroso, ya efímero. / Y lo
es del mismo modo que nosotros: /esa película, la eternidad. / Y su fundido en negro. /
Existe vida – y no / apenas simulacro - / solo en los ojos que no niegan a la muerte”.
Existir es caminar sin tregua hacia la última costa y solo aceptando esa premisa alcanza
el tiempo su encaje mudable.
Pero la voz del sujeto nunca se formula a espaldas de un trayecto colectivo, recoge
pasos que comparten senda y contingencia, que van apurando los signos de identidad de
una época en crisis, donde se han ido asentando en los diccionarios de la angustia
sustantivos de complejo significado. De esa llamada social se nutren poemas como
“Recortes” con un cierre magnífico: “Recortarán la luz / y diremos que nunca había
amanecido.”; o “Sufijos telefónicos” que muestra la cronología sucesiva de la barbarie
en Guernica, Nagasaki, Sarajevo, Basora o Alepo, esos topónimos escritos con sangre
que tallaron el mármol de la muerte y que imponen su evidencia en la conciencia de
todos. Son sitios malditos, inútiles andenes de un cauce paradójico, en el que que sigue
manando el mismo miedo y la sombra tenaz del silencio y la noche. Cada lugar es un
punto de inflexión y de impotencia en el que se van apagando luces y esperanzas. Con
ese mapa de carreteras desplegado en tantos sitios dispersos, es difícil aspirar a que
crezcan semillas de esperanza y buscar todavía sueños que aspiren a cumplir su
amanecida. El bagaje del apartado inicial está marcado por las coordenadas del dolor.
En el paisaje interior de “Hilván de cielos”, apartado central del libro, el sentimiento
amoroso constituye un andén de llegada; la ausencia del otro vuelve amarga la luz,
clausura el estar diáfano del mediodía y deja entre los dedos la sensación desapacible de
un tacto de nieve. De ese estar en el desamparo nace un abismo que va creciendo dentro
como un páramo en el que las palabras reinician titubeos con perseverancia: “Pero no es
nada fácil saber qué permanece, / nombrar lo fugitivo. / Cuando mi mano está /
irremediablemente acostumbrada / a la siempre presente caricia de tu ausencia“.
Unos versos de Roberto Juarroz clarifican el título de la sección de cierre, “Hilván de
saltos”: “Hay que dar un salto. Pero todo salto vuelve a apoyarse. / Habría que ser un
salto”. Es una manera de dejar sitio a la voluntad que va dejando una caligrafía
esperanzada en las palabras. La evidencia está ahí, con su piel de óxido, como están los
muros que cortan los sueños de los sin papeles que buscan sitio en las ciudades del
progreso, como están en la imaginación del náufrago las costas acogedoras de una isla
cercana: “Al menos si el sonido es luz que se levanta, / quedará alguna voz donde
permanecer, / hacer de cada sueño / tinta: palabra a la que aferrarse. / Antes de ese
final / que ya mismo comienza. / Que poco a poco traza el hilo del invierno”.
Sin duda, la percepción crítica sobre los trazos que deja la poesía joven necesita
distancia cronológica. Su proceso creador debe abordarse con elementos objetivos que
confirmen las vibraciones iniciales y el hecho natural del crecimiento. Y así lo refrenda
El hilo del invierno por su sentido orgánico, por el acierto en elegir residuos y
connotaciones sombrías de nuestro tiempo y por la intensidad y consistencia que emiten
sus símbolos e imágenes. Por tanto, no especulo cuando digo que Raquel Vázquez es
uno de los nombres de confianza del espacio poético actual, una de sus realidades más
logradas.
ied de lluvia para una piel ausente»
X. F.
Redacción / La Voz 16/08/2014 07:00 h
Libros Poesía
Si el neón no basta
Raquel Vázquez
Los cincuenta textos de Si el neón no basta están distribuidos en tres apartados. El título
de todas las secciones incluye el vocablo “neón”. La escritora lo identifica con el
arpegio, la afasia y la palabra. Entre las citas que abren el poemario, dos versos de René
Char resumen la literatura de Raquel Vázquez: “No alcanzamos lo imposible, / pero nos
sirve como linterna”. La pasión amorosa, con su carga de deseos, insatisfacciones y
goces, figura en la mayoría de las líneas del libro. Los objetos, las partes del cuerpo
humano y la Naturaleza se convierten en símbolos de los cambios de ánimo. A un lado,
el refugio, la escalera, el horizonte, la boca. Enfrente, el humo, las sogas, el naufragio,
los semáforos rotos. También son evocados el cubo de Rubik y los vuelos de Ícaro y el
avión Concorde. Los nombres de varias estrellas musicales (Pink Floyd, Bonnie Tyler,
Radiohead, Simon & Garfunkel) acompañan a la poeta. Como si fuese una huella de
estos artistas, una decena de composiciones se titula en inglés. A veces Vázquez
aprovecha su gusto por la música y crea una imagen surrealista: “Trescientos gramos de
paloma en llamas / latiendo como la cuarta cuerda al aire de un bajo”.
@FJIrazoki
Hilvanar imágenes
Jesús Cárdenas • Miércoles 24 de octubre de 2018
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El hilo del invierno
Raquel Vázquez
Poesía
Hiperión
Madrid, 2016
ISBN: 9788490020852
74 páginas
Uno de los rasgos que venían acusando las poetas del siglo XXI era el alejamiento con
los parámetros de la poesía tradicional. En su afán por renovar, dejaban atrás la
prosodia, entendida como la disciplina que se ocupa de la distribución de acentos, es
decir, la métrica. Sin embargo, un grupo de poetas están revalorizando, junto con los
temas, el componente musical de la poesía. Raquel Vázquez (Lugo, 1990) tiene buena
parte de esta culpa pues, después de Por el envés del tiempo (2011, Premio Poeta Juan
Calderón Matador), Pinacoteca de los sueños rotos (2012), Luna turbia (2013, Premio
de Poesía Gloria Fuertes), Lied de lluvia para una piel ausente (2014, Premio de Poesía
Granajoven) y Si el neón no basta (2015), hasta la publicación El hilo del invierno,
demuestra que sabe cómo lograr el ritmo en sus composiciones poéticas.
El hilo del invierno, publicado por Hiperión, por una de las mejores editoriales de
poesía española, se hizo con el Premio “Nueva Valencia” otorgado por la Institució
Alfons el Magnànim. Acompañan al título las citas tan dispares como Cortázar, Beckett,
Maillard o Faulkner. Lo que nos ayuda a hacernos la idea de que Raquel es una ávida y
experimentada lectora de la mejor literatura universal. Pero esta saturación paratextual
no nos debe distraer de la peculiar voz de la poeta, plena de imágenes tanto visuales
como sonoras de inigualable belleza.
El primer apartado está marcado por el dolor que provocan las hostilidades y los propios
individuos que se dejan arrastrar por pequeñas libertades. Podríamos encajar, de hecho,
en una gran parte de lo que se conoce como poesía de la conciencia, pues la poeta
gallega critica distintos aspectos de la sociedad posmoderna y conduce a los lectores a
reflexionar sobre nuestro tiempo y cada una de nuestras ataduras, falsas promesas de
una libertad pervertida. Como rasgo característico de esta corriente, el sujeto se diluye
desde el yo hasta el nosotros; de él a ellos. Y es desde esta perspectiva como se presenta
uno de los mejores poemas, “Sufijos telefónicos”, que muestra la cronología de la
barbarie en Guernica, Nagasaki, Sarajevo, Basora y Alepo, topónimos con los números
en la conciencia de todos, lugares en los que se hace imposible la comunicación, tan
sólo el silencio. Cuenta Raquel en las dedicatorias del libro que varios poemas, uno de
ellos es el citado, “surgieron inspirados por el trabajo fotográfico de Gervasio Sánchez”.
Démosle, entonces, también los lectores, las gracias a que la poeta haya recogido esas
extraordinarias imágenes en su interior y haya explorado con los contornos del alma
humana:
En tantos cementerios,
lápida a lápida se va tallando
un final repetido
a modo de punzante sufijo telefónico.
El otro gran poema de la primera parte es “Tejer la noche”, texto especialmente crítico
con la propuesta de la posmodernidad de grabar, cámara en mano, cada instante con los
flashes. La crítica a nuestro sistema urbano burgués se recoge en la composición
musical “Mapa de carreteras”, o en “Cuesta abajo”, que cierra con una brutal
conclusión: “Es esta la colina que soñabas: / nieve gris, nieve roja, nieve muerte”.
Raquel Vázquez ha urdido hilván a hilván en El hilo del invierno un tejido musical
rico en imágenes.
Las cicatrices están ahí, no se ocultan; se van desvelando. El modo en que estamos y
sentimos se parece más a una partida o a una vida virtual que otra cosa, como se sugiere
en el poema “Insert coin” (“la vida, una partida deshecha en simulacro”). Y la avalancha
de imágenes junto al desaforado uso del smartphone se pone en tela de juicio en “Vidas
de vapor” (“Cuando el mundo es tan líquido / que toca estar mirando a cada instante).
La propuesta que surge, entonces, no es ver, sino contemplar; en lugar de hablar
mirando la pantalla, hablar con el otro, abrazarlo, acariciarlo, tenerlo en cuenta, saber
que existe… He ahí el quid de la cuestión. Aunque, en ocasiones, las palabras no
lleguen a ser balsámicas. De acuerdo con el crítico abulense José Luis Morante:
Es una manera de dejar sitio a la voluntad que va dejando una caligrafía esperanzada en
las palabras.
La propuesta de El hilo del invierno puede verse lograda o trazada como camino,
nuevamente, de perpetua búsqueda —alfa y omega de la creación—; corresponde al
poema con el que culmina, “El camino de la escritura”, del que escojo un manojo de
versos:
Al menos si el sonido es luz que se levanta,
quedará alguna voz donde permanecer,
hacer de cada sueño
tinta: palabra a la que aferrarse.
Antes de ese final
que ya mismo comienza.
Para Raquel Vázquez, la poesía no es obstinado rigor —como lo fue la pintura para Da
Vinci— ni como la lluvia inclemente capaz de germinar palabras en terreno árido, sino
como indagación, como horizonte, como unos ojos restaurados hacia el mundo; poesía
como ancla de lo que somos y como la libertad de seguir siéndolo; poesía como cristal
que hiere y que al fin proyecta algo de luz para salvarnos; poesía como vínculo con el
otro, poesía como abrazo tallado en la palabra; poesía como trinchera, como refugio,
como viaje y como vuelta a casa.
Reseña biográfica
Textos recientes
Jesús Cárdenas
Escritor español (Sevilla, 1973). Ha publicado los libros de poemas La luz de entre los
cipreses (Ediciones en Huida), Mudanzas de lo azul (Vitruvio), Después de la música
(Cuadernos del Laberinto), Sucesión de lunas (Anantes), Los refugios que olvidamos
(Anantes) y, junto a las imágenes de Jorge Mejías Garrón, Raíz olvido (Maclein y
Parker). Algunos de sus poemas han sido reconocidos con algunos premios. Ha
publicado ensayos sobre importantes escritores españoles y ha colaborado como crítico
en distintas revistas literarias. Pertenece al Circuito Literario Andaluz. Algunos de sus
textos se han traducido al inglés, al francés y al italiano.
Una de las leyes más conocidas de la informática es la llamada ley de Moore, vigente y,
hasta hace poco tiempo incuestionable, desde hace medio siglo. Este principio expresa
que, aproximadamente cada 18 meses, se duplica el número de transistores en un
microprocesador: un crecimiento exponencial para el que, sin necesidad de un
conocimiento profundo en este campo, bien puede suponerse que no será sostenible
hasta el infinito. Es, en realidad, la misma lógica a la que obedece el crecimiento
económico, y que apenas vuelve explícito lo innegable: que la tecnología acaba por
estar puesta al servicio de los intereses del capital. Como apunta el colectivo Tiqqun
en La hipótesis cibernética, “el capitalismo cibernético tiende a abolir el propio tiempo,
a maximizar la circulación fluida hasta su punto máximo, la velocidad de la luz […]”.
Sólo hace falta tener en cuenta los postulados del marxismo clásico para comprender
que, cuanto menores sean los tiempos en el movimiento del capital, más breve será la
duración del ciclo y, por tanto, mayor la acumulación.
En tal vez uno de los capítulos más memorables de Nocilla dream, Agustín Fernández
Mallo vierte sobre la página un hecho evidente en el que no siempre se repara: mientras
estamos vivos, somos oscuridad por dentro; “asusta pensar que existes porque existe en
ti esa muerte, esa noche para siempre. Asusta pensar que un PC está mas vivo que tú,
que adentro es todo luz”. Sólo un cuerpo enfermo o descompuesto recibe algo de
claridad, al igual que un ordenador, inorgánico, también está expuesto a la
transparencia. El problema es que ese “imperativo de transparencia”, como acuñó el
filósofo Byung-Chul Han hace unos años, también se traslade, o al menos pretenda
hacerse, a nuestros comportamientos y costumbres, pues “todo lo que no se somete a la
visibilidad” termina por volverse “sospechoso”. En uno de sus ensayos más recientes,
Psicopolítica, el autor surcoreano emplea una imagen todavía más inequívoca para
hablar de este proceso: “también a las personas se las desinterioriza”. Es decir, no
podremos abrir los cuerpos a la luz, pero sí la memoria y la peripecia vitales. Todo
lo que no es comunicable carece de valor: tenemos que mostrarnos.
Por una parte, esta exhibición tiene lugar en forma de imágenes. Otro concepto de
Byung-Chul Han es esa “coacción icónica” que cada vez induce a más gente a sacar la
cámara —ya casi siempre la que se incluye en la tablet o smartphone— para conseguir
la prueba del instante, por si ese momento pudiera desdibujarse o quizá no haber
siquiera existido si falta el testimonio gráfico. Como una evolución tecnológica de la
mítica frase grabada en pupitres, aseos o monumentos, “<nombre correspondiente> was
here”. Pero aún mejor si el verbo se traslada al presente: los vídeos de Periscope, cada
segundo que juega en contra a la hora de subir una imagen en Instagram. La confianza
ya no tiene validez, tan sólo lo exhibido, lo tangible, la acumulación sin filtros sobre
una mesa que acaba tomando apariencia de muladar. Es el mismo mecanismo que
permite la tolerancia generalizada a la corrupción: el escándalo de hoy será tapado por
el del día siguiente, la montaña crece y nadie ahonda en ella. Pero quién iría a meter su
mano en la basura.
Además de las imágenes, las opiniones también funcionan bajo la misma violencia
de la exposición. La lucidez de Gilles Deleuze le llevó a percatarse de ello hace más de
dos décadas: “Las fuerzas represivas no impiden expresarse a nadie, al contrario, nos
fuerzan a expresarnos. ¡Qué tranquilidad supondría no tener nada que decir, tener
derecho a no tener nada que decir […]!” Existe esa obligación latente de opinar, de
posicionarnos acerca de cualquier asunto. Geopolítica, medicina, economía,
lingüística…; cada día afloran expertos en un tema que, horas más tarde,
camaleónicamente ya lo serán de alguna otra cosa. Pero lo importante es opinar:
marcar territorio como los animales, aunque se trate de un espacio virtual, lleno de
ruido, donde la preocupación por hacerse con esos milímetros ficticios, por gritar más
alto, pueda llevar —con mayor frecuencia de lo deseable— a contradicciones
insostenibles. Por ejemplo, este verano en España: la misma gente que condena que
alguien se alegre del fallecimiento de una persona lanza amenazas de muerte a quien
hace pública esa celebración. También se llega a acosar, a linchar a una escritora
porque, según lecturas parciales o directamente no hechas, supuestamente uno de sus
personajes de ficción no se pone del lado de la víctima en el acoso escolar. Los casos
del torero Víctor Barrio o de la autora María Frisa protagonizaron numerosas líneas y
kilobytes hace unas cuantas semanas, en una explosión de posicionamientos, de
opiniones que, así como emergieron de repente como asunto del día y casi cualquier
timeline del país participaba de ellos, a estas alturas se han despeñado ya hacia el
olvido.
Pero ése, volviendo al inicio de estas líneas, no es nuestro paradigma, nuestro tiempo. Y
ni siquiera nos conviene: frente a esas mediciones, siempre perdemos. La verdadera
velocidad de la vida abarca la contemplación, la demora, el tiempo sin relojes. Incluye
esos instantes que se sustraen al tiempo, y hacen el acontecimiento posible. Para Alain
Badiou, se trata de las cuatro esferas en las que ocurren los procedimientos de verdad:
amor, ciencia, política y poesía. Porque el momento de la verdad, el momento del
encuentro —con una persona, con la palabra— no cabe en un reloj, no se mide en
cifras. Y sin embargo un ordenador sólo entiende el transcurso temporal desde el
recuento. Cada segundo es un bit. Desde el 1 de enero de 1970, la mayor parte de los
sistemas computacionales cuentan al unísono: el denominado Tiempo Unix. Y, por
supuesto, no pueden saber que también existen eternidades. Que también hay instantes
sin tiempo.
El ser humano, en cambio, sí puede vivir fuera del tiempo. Nosotros, al contrario que las
máquinas, conocemos algo más que el bit, que el dígito. Además de contar, podemos
narrar. Frente a la fragmentación del número, del tuit, del megusta, tenemos como
herramienta la narración, que, como indica Byung-Chul Han, se opone a la mera
adición. Puesto que “la aceleración total tiene lugar en un mundo en el que todo
deviene aditivo y se pierde toda tensión narrativa, toda tensión vertical”, narrar devuelve
la pausa necesaria a la realidad para llevarla de nuevo a una escala humana y, en
oposición a la acumulación de datos, también haya lugar para el pensamiento.
Raquel Vázquez (Lugo, 1990) deja en el pórtico de su libro Si el neón no basta unas
cuantas citas que apuestan por un suelo cultural diverso; en ellas conviven desde el
icono musical de Simon y Garfunkel hasta las política poética de Jorge Riechmann,
paradigma del escritor comprometido con el tiempo histórico. No creo que sea un gesto
gratuito sino una advertencia previa al lector donde se subraya que la sensibilidad
individual del poeta es el resultado de un continuo aporte, una linterna en préstamo.
La lírica de Raquel Vázquez como pauta formal elige el poema breve, con escuetos
elementos enunciativos que muestra una dirección concreta hacia el final aforístico. En
cada poema la voz verbal plantea una incisión que busca un interlocutor activo en la
recepción. Así arranca el primer apartado con el poema “Simbiosis”: “Nos muerden
unos ojos / tan adictos / a escribir esta redada del tiempo. / Que nuestras manos sean / el
único refugio que nos arde”. De entrada, aparece como enfoque argumental el discurso
amoroso, un asunto clásico que siempre amanece renovado y repleto de matices
colaterales. El sentimiento como impulso del ser existencial da voz a la evocación, a
preservar en la memoria esa felicidad introspectiva que da sentido a lo temporal, como
si los sueños y el tacto del deseo nunca estuviesen sometidos a ese ciclo estacional que
traza inexorable la caligrafía del discurrir. Lo abstracto así se convierte en claridad
figurativa, en lumbre y luz, aunque ese puente hacia el otro no sea tangible en el entorno
de lo real y únicamente sea una mirada amable y esperanzada.
El enfoque diáfano del apartado inicial, donde el neón –la luz- era música, se torna
afasia y mudez en los poemas centrales; el yo cobra conciencia de su extrañamiento y
soledad y vuelve a formularse en el yermo diario un pensar dubitativo y monocorde,
hecho de incertidumbre y piel ausente: “Ya nos abrazan demasiadas sogas, / somos dos
lápices que afila el tiempo / así que al menos dime / quién nos leerá en tanto papel en
blanco”. El dolor y el frío se transforman en sensaciones tangibles que van jalonando el
hilo argumental; todo se apaga y traza su negación sin ruido, su asiento en los rincones
de la memoria como si fuese una estela mínima destinada a borrarse.
El tramo final es una reflexión sobre la pérdida. Aunque las palabras conceden un
techo habitable a los recuerdos, un tablero donde seguir los pautados movimientos del
pensar, la voz se torna elegía; el diálogo común entre los cuerpos es solo un signo de
otros días, un mensaje cifrado que guarda detalles sin regreso.
En Si el neón no basta Raquel Vázquez da un paso más en su ya poblado itinerario
creador y nos deja una poesía capaz de sustentar una notable carga metafórica donde la
contingencia amorosa se aborda desde la placidez inicial hasta el desvelo de la pérdida.
Poesía intensa, que confía en la evocación para dar presencia a las galerías del deseo y
al encuentro con los sueños, palabras que ponen el amor en los relojes.