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Sir Galahad (2002), de Oscar Marcano (1958, Venezuela)

Estaba absorto tras el volante, viendo pasar a Batman, al Zorro y a otros superhéroes
tomados de la mana de su mamá. Y hubiese querido declarar que cuando vi al motorizado
sacar el arma y encañonar a la señora del Daewood rojo en el semáforo, fue cuando del
segundo carro, que me pareció un Caprice viejo pero bien conservado, azul, grisáceo, no
podría precisar, salió aquel tipo, aquella especie de caballero sangre fría, abrió la puerta
sigilosamente, montó el arma, un pistolón inmenso, se volvió hacia nosotros y a través del
parabrisa nos dijo: "es mío" (o al menos eso nos pareció leer en sus labios) y, sin alertar al
delincuente, lo encañonó por la espalda y lo detonó en mitad del casco.
Hubiese querido explicar que con pasmosa tranquilidad dio unos pasos hasta el auto
de la señora, se aseguró de que ésta se encontrase bien y, sin ánimo de ocultar su rostro, se
agachó junto al cuerpo del atracador que se ahogaba entre vómitos de sangre y espasmos
para tomarle el pulso. Diligentemente y teniendo como único melindre el evitar hacer
contacto con la sangre, le separó el casco, le bajó el cierre de la chaqueta negra de cuero
para ventilarlo o ayudarlo a bien morir, y le dijo algo. Todavía confundido y respirando con
dificultad, el delincuente miró al cielo. Debió ver pasar una nube o dos. Antes de volver a
apuntarlo, el caballero tuvo el escrúpulo de esconder con su cuerpo el siguiente acto,
cuidándose de dar completamente la espalda a la señora que estaba al lado, en trance de
desarrollar una crisis de nervios.
Porque la luz seguía en rojo los peatones cruzaban atentos, con la mirada vuelta a la
escena, pero sin detenerse. Padres y superhéroes, alguna que otra bailarina de vientre,
odalisca o princesa apresuraban el paso. No obstante, todos querían ver. Una mujer tiró de
la mano a su niña disfrazada de conejo que se había distraído con los movimientos
disparatados del malherido. Aunque me temblaban las piernas, pude detallar el error en los
bigotes de la niña, seguramente trazados con lápiz de ceja. Daba la impresión de que no los
controlaba, de que cada uno de sus miembros, cuando saltaba o se contraía, la hacía por
cuenta propia. Más que movimientos parecían tics. Tics nerviosos absolutamente
descompasados. El desfile de personajes enfundados en el colorinche sintético del satén no
paraba de fluir por el rayado del semáforo, siempre de la mano de sus mayores.
Yo no sé si alguien más percibió el sonido de aquella tensión, el grave olor de aquel
momento y hasta la luz que especialmente se hizo para signar recalcitrantemente los
hechos. Estoy seguro de que mañana olvidaré el regusto que aún tengo en el seco paladar,
pero estimo que me quedará grabado en algún sitio y lo reconoceré si alguna vez volviere a
repetirse, así como se hará indeleble el timbre acerado del grito que profirió el vengador
fracciones de segundos antes de tirar por segunda y última vez del gatillo en una
ensordecedora detonación contra el pecho abierto del infeliz. Sólo sabemos que el cuerpo se
sacudió en el asfalto, y que el verdugo bajó el arma y la cabeza, cerrado los ojos en un
gesto de sincero pesar. Luego se irguió y miró su reloj. Yo también vi mi reloj y otros
también vieron los suyos en una suerte de mimesis automática. ¿Qué hora era? Quién sabe.
Qué importa. Los que vimos el reloj no vimos la hora. Acaso el hombre, que se volvió y,

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con el rostro severo, casi consternado, caminó serenamente hacia su auto, lo encendió y
salió confiada y anónimamente de la fila perdiéndose en el tráfico.
Porque un caballero es hoy la más desdichada criatura del mundo y la más
menesterosa, y mañana tendrá dos o tres coronas de reino que dar a su escudero, me
hubiese gustado suministrar unos cuantos datos falsos para confundir, para enredar a la
policía. Abrumarla con señales equívocas, contradictorias, para que nunca diese con el
homicida. Cómo me hubiese complacido acordar con otros testigos para encubrir al
caballero vengador y errante que inmutable ejecutara su espontánea sentencia un mediodía
de treinta y siete grados en una arteria congestionada de la ciudad un lunes de carnaval.
Cuánto me hubiese encantado. Mentir sobre la matrícula. Dar pistas erradas sobre la marca
del auto, sobre sus facciones o su indumentaria. Falsear la hora que nadie recuerda.
Disfrazarlo incluso. Declarar que traía yelmo. Armadura y espada. Decir que vestía de
hidalgo. De los de lanza en astillero. Adarga antigua. Rocín flaco y galgo corredor. Pero no
hubo oportunidad. Ni Caprice viejo, ni caballero andante. Sólo otra mujer asaltada en su
carro delante de todos, diagonal al templete del rey Momo, en pleno semáforo de Parque
Central.

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