PRIMERA PARTEAtardecer PapalPlanes impecables…UNOEn el Vaticano, a
principios de mayo, a nadie le sorprendíaque su santidad se dispusiera a emprender todavía otravisita pastoral al extranjero. Sería, después de todo, unamás de las muchísimas visitas que habría hecho hastaahora a unos noventa y cinco países de los cincocontinentes, desde su elección en 1978.A decir verdad, desde hacía ahora más de diez años, aquelpapa eslavo parecía haber transformado su pontificado enun largo peregrinaje por el mundo entero. Lo habían visto uoído, en directo o por medios electrónicos, más de tres milmillones de personas. Se había reunido, literalmente, condocenas de dirigentes gubernamentales, sobre cuyospaíses e idiomas poseía unos conocimientos inigualables.Había impresionado a todo el mundo por su carencia degrandes prejuicios. Dichos gobernantes, así como loshombres y las mujeres por doquier, lo aceptaban tambiéncomo dirigente, como hombre preocupado por losindefensos, los indigentes, los que no tenían trabajo y losdevastados por las guerras.Un hombre preocupado por todos aquellos a quienes se lesnegaba el derecho a la vida: los niños abortados y losnacidos sólo para morir de hambre y enfermedad. Unhombre preocupado por los millones de seres humanos quesólo vivían para morir del hambre provocada por los propiosgobiernos en países como Somalia, Etiopía y Sudán. Unhombre preocupado por las poblaciones de Afganistán,Camboya y Kuwayt, en cuyos territorios se habíansembrado indiscriminadamente ochenta millones de minas.En definitiva, aquel papa eslavo se había erguido como unespejo cristalino ante el mundo real, donde se reflejaba elauténtico sufrimiento de todas sus gentes.Comparado con dichos esfuerzos sobrehumanos, el viajeque el papa se disponía a emprender aquel sábado por lamañana sería breve: una visita pastoral al santuario deSainte- Baume, en los Alpes marítimos franceses. Allí elsumo pontífice dirigiría las plegarias tradicionales en honorde santa María Magdalena, en cuya cueva, según laleyenda, dicha santa había pasado treinta años de su vidacomo penitente.Por los pasillos de la Secretaría de Estado del Vaticanocirculaban rumores irónicos sobre «la nueva excursiónpiadosa de su santidad». Pero eso, en aquella época, eracomprensible dado el trabajo adicional -ya que así seinterpretaba- que exigía el constante deambular del papapor el mundo.El sábado en que el papa debía emprender su viaje aSainte-Baume amaneció fresco y claro.Cuando el cardenal Cosimo Maestroianni, secretario deEstado del Vaticano, salió con el papa eslavo y su pequeñocortejo por uno de los portales traseros del palacioapostólico, para cruzar los jardines en dirección al 2. 30. helipuerto, no manifestaba indicio alguno de burla ni ironía.El cardenal no se distinguía por su sentido del humor. Sinembargo, se sentía aliviado, ya que después de asegurarsede que el Santo Padre había emprendido su viaje a Sainte-Baume, como sus obligaciones y el protocolo lo exigían,dispondría de unos valiosos días de descanso.Maestroianni no se enfrentaba realmente a ninguna crisis.Sin embargo, en aquel preciso momento el tiempo eraimportante para él. Aunque todavía no se había hechopública la noticia, por acuerdo previo con el papa eslavo, elcardenal estaba a punto de abandonar su cargo comosecretario de Estado.Pero aun después de su jubilación, no se alejaría de lacúpula de poder del Vaticano; él y sus colaboradores sehabían asegurado de ello. El sucesor de Maestroianni, yaelegido, era un hombre de conducta pronosticable; no era lapersona ideal, pero sí la más manejable. No obstante, erapreferible resolver ciertos asuntos cuando todavía ocupabasu alto cargo. Antes de abandonar la Secretaría de Estado,su eminencia debía ocuparse de tres tareas en particular,cada una de ellas delicada por diferentes razones. Las treshabían llegado a un punto decisivo. Le bastaría con avanzarun poco por aquí y dar unos toques por allá para estarseguro de que su programa sería imparable.Lo esencial ahora era ajustarse al programa. Y avanzabainexorablemente el tiempo.Aquel sábado por la mañana, rodeado por losomnipresentes guardias de seguridad uniformados,seguidos de los acompañantes del sumo pontífice en aquelviaje y de su secretario personal, monseñor DanielSadowski, que cerraba la comitiva, el papa eslavo y elsecretario de Estado del Vaticano avanzaban por el caminoarbolado como dos hombres unidos por lazosinquebrantables. Su eminencia, que con sus cortas piernastenía que dar dos pasos apresurados por cada uno delSanto Padre, enumeró rápidamente los compromisos delsumo pontífice en Sainte-Baume, antes de retirarse con lassiguientes palabras: -Pídale a la santa que nos colme degracia, santidad.De regreso a solas hacia el palacio apostólico, el cardenalMaestroianni se concedió unos momentos de reflexión enaquellos hermosos jardines. La reflexión era algo naturalpara alguien acostumbrado al Vaticano y al poder global,especialmente en la víspera de su dimisión. Tampoco erauna pérdida de tiempo. Sus reflexiones eran útiles, en tornoal cambio y a la unidad.De un modo u otro, su eminencia consideraba que todo ensu vida, todo en el mundo, había estado siemprerelacionado con el proceso y el propósito del cambio, y conlas facetas y usos de la unidad. A decir verdad, con lasagacidad propia de la visión retrospectiva, su eminenciaconsideraba que incluso en los años cincuenta, cuandohabía ingresado como un clérigo joven y ambicioso en elservicio diplomático del Vaticano, el cambio había entradoya en el mundo como constante única.Maestroianni dejó flotar la mente hasta su última yprolongada conversación con el cardenal Jean Claude deVincennes, su mentor durante mucho tiempo. Había tenidolugar en aquellos mismos jardines, un buen día a principios 3. 31. del invierno de 1979. De Vincennes estaba entoncessumergido en los planes para la primera salida del Vaticanodel recién elegido papa eslavo, que conduciría alinesperadamente nombrado sumo pontífice a su Polonianatal.Para la mayoría del mundo, tanto antes como después dedicho viaje, se trataba del regreso nostálgico de un hijovictorioso a su país de origen, a fin de despedirse de formadigna y definitiva. Pero no para De Vincennes. AMaestroianni le había parecido curioso el estado de ánimode De Vincennes durante aquella remota conversación.Como solía hacerlo cuando tenía algo particularmenteimportante que comunicarle a su protegido, De Vincenneshabía iniciado lo que parecía casi una conversaciónentretenida.-El día uno -dijo De Vincennes para referirse a su época alservicio del Vaticano durante el largo y agobiante período dela guerra fría.Lo curioso era que su tono parecía deliberadamenteprofético, como si en más de un sentido pronosticara el finde «aquel día».-A decir verdad -prosiguió De Vincennes confidencialmentecon Maestroianni-, el papel de Europa durante este día unoha sido el de un peón supremo, aunque indefenso, en elmortífero juego de las naciones: el juego de la guerra fría.Siempre ha existido el miedo a que, en cualquier momento,empezaran a arder las llamas nucleares.Incluso sin la retórica, Maestroianni lo había comprendidomuy bien. Siempre le había apasionado la historia. Además,desde principios de 1979, había adquirido experiencia deprimera mano en su trato con los gobiernos de la guerra fríay las cúpulas mundiales de poder. Sabía que el temor de laguerra fría afectaba a todo el mundo, dentro y fuera de losgobiernos. Incluso las seis naciones de Europa occidentalcuyos ministros habían firmado el tratado de Roma en 1957,configurando con gran valentía la comunidad europea, asícomo sus planes y sus actos, estaban sometidaspermanentemente al presagio de la guerra fría.A juzgar por lo que Maestroianni había visto en aquellosprimeros días de 1979, aquella realidad geopolítica que DeVincennes denominaba «un día» no había cambiado enabsoluto. Lo primero que le desconcertó, por consiguiente,fue la convicción de De Vincennes de que «aquel día»estaba a punto de terminar. Más desconcertante todavíapara Maestroianni fue la expectativa de De Vincennes deque aquel intruso eslavo en el trono de San Pedro seconvirtiera en lo que denominó «ángel del cambio».-No se confunda -insistió categóricamente De Vincennes-,puede que muchos lo tomen por un torpe poeta filosóficoconvertido en papa por error. Pero mientras come, duerme osueña, no deja de pensar en la geopolítica. He visto losborradores de algunos de los discursos que piensapronunciar en Varsovia y Cracovia. Me he preocupado deleer algunos de sus discursos anteriores. Desde 1976 no hadejado de hablar de la inevitabilidad del cambio, laemergencia inminente de las naciones en un nuevo ordenmundial.Tal fue el asombro de Maestroianni, que se quedó paradojunto a De Vincennes. 4. 32. -Sí -declaró De Vincennes desde las alturas, con la miradafija en su diminuto compañero-, me ha oído ustedperfectamente. Él también anticipa la llegada de un nuevoorden mundial. Y si no me equivoco en la interpretación desus intenciones durante esta visita a su país de origen,puede que sea el precursor del fin del «día uno». Si estoyen lo cierto, el «día dos» amanecerá con mucha rapidez. Ycuando eso suceda, si mi intuición no me engaña, esenuevo papa eslavo se habrá situado en cabeza de lamanada. Pero usted, amigo mío, debe correr con mayorrapidez que él. Debe colocarse a este Santo Padre en lapalma de la mano.Su doble confusión dejó atónito a Maestroianni. Confusión,en primer lugar, en cuanto a que De Vincennes parecíaexcluirse a sí mismo del «día dos», parecía hablarle aMaestroianni como si diera instrucciones a su sucesor. Yconfusión, en segundo lugar, en cuanto a que De Vincennesconsiderara que ese eslavo, que tan inadecuado parecíapara el papado, pudiera jugar un papel clave en la políticade poder mundial.Había cambiado mucho hasta el día de hoy Maestroianni,cuando esperó un poco más antes de entrar por el portalposterior del palacio apostólico. La voz de De Vincenneshabía permanecido acallada durante los últimos doce años.Pero esos jardines, que seguían siendo los mismos, erantestigos de la precisión de su profecía.El «segundo día» había empezado con tanta sutileza, quetanto los líderes orientales como los occidentalesdescubrieron sólo lentamente lo que De Vincennes habíavislumbrado en los primeros discursos de aquel eslavo, queocupaba ahora el trono de San Pedro. De forma paulatina,los más lúcidos entre los hijos del dios de la avariciaempezaron a atisbar lo que aquel sumo pontífice les repetíaen su estilo, aunque persistente, desprovisto derecriminaciones.Con su viaje a su país de origen y su reto victorioso a loslíderes orientales en su propio terreno, aquel papa habíadesencadenado la energía de uno de los cambiosgeopolíticos más fundamentales de la historia. No obstante,a los gobernantes occidentales les resultaba difícil discernirhacia dónde señalaba el papa eslavo. Hasta entonceshabían estado convencidos de que el centro mundial delcambio radicaría en su propio y artificial diminuto deltaeuropeo. Parecía increíble que el epicentro del cambio seencontrara en los territorios ocupados, entre el río Oder dePolonia y la frontera oriental de Ucrania.Pero si las palabras del sumo pontífice no habían bastadopara convencerlos, lo lograron por fin los acontecimientos. Ycuando estuvieron convencidos, no hubo quien detuviera elalud para unirse al nuevo flujo de la historia. En 1988, laantes diminuta comunidad europea abarcaba ya doceEstados, con una población total de trescientos veinticuatromillones, que se extendía desde Dinamarca, al norte, hastaPortugal, al sur, y desde las islas Shetland, al oeste, hastaCreta, al este. Era razonable esperar que en 1994 hubieraningresado otros cinco Estados en la comunidad, con otrosciento treinta millones de habitantes.Pero incluso entonces Europa occidental seguía siendo untestarudo pequeño delta sitiado y acechado por el temor deque «la madre de todas las guerras» aniquilara su antigua 5. 33. civilización. El enemigo ocupaba todavía sus horizontes yfrustraba sus ambiciones.Pero por fin, con la caída del muro de Berlín a principios delinvierno de 1989, desaparecieron las cortapisas. Loseuropeos occidentales experimentaron la sensación visceraldel gran cambio. A principios de los años noventa, dichasensación se había transformado en una profundaconvicción sobre sí mismos como europeos. La Europaoccidental en la que habían nacido había dejadoirremediablemente de existir. Su larga noche de miedohabía concluido. El «segundo día» había amanecido.Inesperadamente, la fuerza de la nueva dinámica en Europacentral arrastró a todo el mundo a su órbita, con laconsiguiente preocupación por parte de su competidororiental: Japón. Afectó también a ambas superpotencias. Aligual que el mensajero en las tragedias clásicas griegas,que aparece en el escenario para anunciar la accióninminente ante un público incrédulo, Mijaíl Gorbachovemergió en la escena política como presidente soviéticopara comunicarle al mundo que su Unión Soviética«siempre 2había sido una parte integral de Europa». Amedio mundo de distancia, el presidente estadounidenseBush afirmaba que su país era «una potencia europea».Entretanto, en la Roma pontificia, el «segundo día» tambiénhabía amanecido, aunque su albor pasaba inadvertido en elbullicio del cambio, que fluía como un torrente candente enla sociedad de las naciones. No obstante, otra corriente decambio todavía más diligente y fundamental, de la manohábil de Maestroianni y sus muchos colaboradores, afectabael estado y el destino terrenal de la Iglesia católica, y de lapropia Roma pontificia.La Roma del viejo papa que había soportado la segundaguerra mundial había desaparecido. Ya no existía aquellaorganización rígidamente jerárquica. Aquellos cardenales,obispos y sacerdotes, las órdenes e instituciones religiosasdistribuidas por diócesis y parroquias en el mundo entero,unidas entre sí por su obediencia y fidelidad a la persona delsumo pontífice, formaban ahora parte del pasado.También había dejado de existir la Roma eufórica del «buenpapa», que había abierto las puertas y ventanas de suantigua institución para que por sus salas y pasillos circularael viento del cambio. Su Roma pontificia habíadesaparecido, víctima de los propios vientos que él habíainvocado. Nada quedaba de su sueño, a excepción dealgunos recuerdos distorsionados, imágenes confusas, y lainspiración que había generado en hombres comoMaestroianni.Incluso la turbulenta Roma pontificia del lamentable papaque había tomado el nombre del apóstol habíadesaparecido. Ni siquiera quedaba rastro alguno deemoción, de las ineficaces protestas de aquel Santo Padreante la descatolización gradual de los que en otra épocahabían sido considerados como los misterios más sagradosde la Roma pontificia. Gracias a De Vincennes, y a ciertoscapacitados y dedicados protegidos como el propioMaestroianni, entre otros, cuando el sumo pontífice recibióla llamada de Dios después de quince años en el trono deSan Pedro, emergía ya una nueva Roma. Un nuevo cuerpocatólico se estaba elaborando. 6. 34. Aquella fresca mañana, cuando el cardenal Maestroiannilevantó decididamente la mirada para contemplar losjardines y el firmamento, pensó en lo apropiado que era, yen que suponía incluso un buen augurio, que no quedararastro ni ruido del helicóptero en el que se había marchadoel papa. La nueva Roma no era sólo contraria al papaeslavo, sino decididamente antipontificia. Y no meramenteantipontificia, sino consagrada al desarrollo de una Iglesiaantipapal.Una nueva Iglesia, en un nuevo orden mundial. Ése era elobjetivo de la nueva Roma, la Roma de Maestroianni.No dejaba de ser una curiosa casualidad para Maestroiannique el único impedimento importante para la consecuciónde dicho objetivo hubiera resultado ser aquel papa, aquienes muchos consideraban «una mera reliquia delpasado». Es lamentable, reflexionó Maestroianni, porque enlos primeros días de su pontificado el papa había alentadoal cardenal con su conducta. Se había proclamado a símismo defensor del «espíritu del Concilio Vaticano II» o, enotras palabras, promotor de los amplios cambiosintroducidos en la Iglesia en nombre de dicho concilio. Porejemplo, había dado personalmente su visto bueno alnombramiento de Maestroianni como secretario de Estado.Y había dejado al cardenal Noah Palombo en su poderosocargo. Había consentido también al ascenso de otros queaborrecían aquella religiosidad de su santidad. Tampocohabía molestado a los buenos masones que trabajaban enla cancillería vaticana. Todo parecía un conjunto de indiciosesperanzadores como mínimo del consentimiento papal, sino de su complicidad. Y el panorama global era prometedor.No sólo en Roma, sino en todas las diócesis católicas, unavoluntariosa falange de clérigos había tomado la dirección.Y florecía ya un nuevo catolicismo.Evidentemente, para propagarlo se evocaba a la autoridadromana, y aquél era el valor de la función de Maestroiannien dicha faceta de la ilusión. Además, para inculcar suspreceptos, se recurría al Derecho Canónico debidamenterevisado. Ahí jugaba Maestroianni un papel fundamental, enlo concerniente al personal del Vaticano. Pero en todomomento el propósito era fomentar un catolicismo que noreconociera ningún verdadero vínculo con el catolicismoanterior.Sin lugar a dudas, el cardenal De Vincennes habíaconducido ya un buen tramo de dicho proceso de cambio.Lo que quedaba por hacer ahora era convertir al propiopapado en un complaciente servidor, incluso coadyuvante,de la nueva creación. Un nuevo hábitat en la Tierra. Unnuevo orden mundial auténticamente flamante. Cuando secompletara dicha transformación, el «tercer día»amanecería en un paraíso terrenal. Por consiguiente, como toda persona razonable esperaría,aquel papa que de un modo tan deliberado había activadolas fuerzas geopolíticas escondidas que habían precipitadoa las naciones a un nuevo orden mundial sería la personamás indicada para completar la transformación de la Iglesiacatólica, convertirla en un fiel servidor del nuevo ordenmundial y alinear perfectamente la institución religiosa conla globalización de toda la cultura humana. Sin embargo,tanto el cardenal como sus colegas dentro y fuera de la