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Las metamorfosis eróticas del sujeto girondino

Por Trinidad Barrera (Universidad de Sevilla)


Desde el comienzo al final de su producción poética, Girondo mostrará una pulsión erótica presente no solo
en algunas de las composiciones de su primer libro, sino en las imágenes que lo ilustran. En Veinte poemas
para ser leídos en el tranvía (1922)1, Duarnenez «tiene un olor a sexo que desmaya» («Paisaje bretón», 35); la
camarera de «Café-concierto» le trae «en una bandeja lunar sus senos semidesnudos» (38); el sol de «Río de
Janeiro» ablanda «las nalgas de las mujeres» (43); en «Milonga», las mujeres son «hembras con las ancas
nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas y los ojos demasiado aceitados» (46), lugar donde el bandoneón
«imanta los pezones» (46); a los badajos del campanile de San Marco se les antojan «los falos más llamativos y
de una erección precipitada» («Venecia», 49); las chicas de Flores «aprietan las piernas, de miedo de que el
sexo se le caiga en la vereda» («Exvoto», 50); las negras de «Dakar» tienen «ubres» de las que se puede
ordeñar chocolate (52); la señora del casino de Biarritz tiene «unas tetas que saltarán de un momento a otro del
escote» (59); en «Plaza», los hombres «enloquecen a las amas de cría y les ordeñan todo lo que han ganado con
sus ubres» (66), mientras que en «Sevillano», a las mujeres se les «licúa el sexo» (72) al contemplar la imagen
de un crucificado. Son solo algunos ejemplos que, ya desde 1922, remiten a un erotismo sin límites donde los
tabúes no existen, y donde el sexo y sus atributos son los principales protagonistas. Un erotismo cosificado,
centrado en determinadas partes del cuerpo que adquieren independencia por sí mismas como si estuvieran
regidas solo por la libido. El sexo es pulsión incontrolada en la que juega un papel importante la mirada, la
pupila, y donde el humor alcanza la caricatura con facilidad. Interesan sobre todo los símbolos de una
sexualidad en su aspecto más carnal, poco importa llamar a cierto atributo femenino tetas, senos o ubres, pues
no hay que olvidar que el proceso de animalización no es ajeno a la perspectiva. Las mujeres son hembras y se
describen por sus atributos sexuales e interesan por ellos, son objetos de atracción o de libido para el macho en
función de ellos, y ellas mismas manifiestan sus deseos sin filtros. Una llamada a la cópula que preanuncia el
poema 12 de Espantapájaros.
Eso sí, la mirada es siempre la misma, la del sátiro que observa y articula lo que ve en función de sus deseos,
descompone la realidad, la fractura, la fracciona, la vampiriza a placer para luego devolverla en esos frágiles
armazones de poemas en prosa. Veinte Poemas y Calcomanías (1925) le sirven a Girondo de gimnasia mental
para lo que vendrá después, a partir de Espantapájaros (1932) su visión se oscurecerá, este libro significó una
temporada en el infierno, y ya no volverá a brillar ese humor desenfadado que aún se podía apreciar en sus
comienzos.
Pero, ¿de dónde viene esa pulsión erótica? El fin de la primera guerra mundial, como ha comentado Octavio
Paz2, supuso, entre otras muchas cosas, una liberación de las costumbres eróticas. Si Neruda escribió  Veinte
poemas de amor y una canción desesperada (1924), Girondo, dos años antes, con su manera transgresora,
desmitificadora e irreverente, escribe otros veinte poemas pero no de introspección amorosa, estáticos cantos-
súplicas a las enamoradas del joven poeta de Temuco, sino veinte poemas para ser leídos en movimiento
porque son fruto de una escritura en movimiento tanto física como intelectualmente. Girondo en su primer libro
es el reverso nerudiano, el grotesco girondino frente al trágico nerudiano. Y ambos son poetas eróticos.
No hay que olvidar que uno de los ejes del surrealismo fue el erotismo y precisamente uno de los frentes
bretonianos en el combate por el amor fue el de las prohibiciones religiosas y burguesas, bandería que asume
plenamente Girondo desde el principio y de forma totalmente abierta en Espantapájaros, pero los postulados de
Breton van más allá, por ejemplo, en la diferencia entre amor y erotismo. El sujeto alienado bretoniano se
puede apreciar en Espantapájaros. Dice Paz:
La alienación consiste en el sentimiento de estar ausente de nosotros mismos; otros poderes (¿otros
fantasmas?) nos desalojan, usurpan nuestro verdadero ser y nos hacen vivir una vida vicaria, ajena.
No ser lo que se es, estar fuera de sí, ser otro sin rostro, anónimo, una ausencia: esto es la
enajenación. Para Hegel la alienación nace con la escisión (141).
Es justamente el retrato del yo poético que atraviesa el libro de Girondo:
Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de
personalidades.
En mí la personalidad es una especie de forunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa
media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el
consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el
corredor, en la cocina, hasta en el W. C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo
de que me pertenezcan (150).

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El yo se separa de sí mismo para convertirse en espectador («desde que estoy conmigo mismo»), no solo se
desdobla, sino que se fragmenta, se multiplica babélicamente, el sujeto alienado se escinde, y la unidad
identitaria se pierde. Y continúa Paz: «Desde que apareció sobre la tierra el hombre es un ser incompleto.
Apenas nace y se fuga de sí mismo. ¿A dónde va? Anda en busca de sí mismo y se persigue sin cesar. Nunca es
el que es sino el que quiere ser, el que se busca» (143). Metamorfosearse en lo que encuentra para trasladarse a
otras vivencias, un yo en fuga constante:
A unos les gusta el alpinismo. A otros les entretiene el dominó. A mí me encanta la transmigración.
Mientras aquéllos se pasan la vida colgados de una soga o pegando puñetazos sobre una mesa, yo me
lo paso transmigrando de un cuerpo a otro, yo no me canso nunca de transmigrar.
Desde el amanecer, me instalo en algún eucalipto a respirar la brisa de la mañana. Duermo una siesta
mineral, dentro de la primera piedra que hallo en mi camino, y antes de anochecer ya estoy pensando
la noche y las chimeneas con un espíritu de gato.
¡Qué delicia la de metamorfosearse en abejorro, la de sorber el polen de las rosas! ¡Qué
voluptuosidad la de ser tierra, la de sentirse penetrado de tubérculos, de raíces, de una vida latente
que nos fecunda… y nos hace cosquillas! […]
Por eso a mí me gusta meterme en las vidas ajenas, vivir todas sus secreciones, todas sus esperanzas,
sus buenos y sus malos humores.
Por eso a mí me gusta rumiar la pampa y el crepúsculo, personificado en una vaca, sentir la
gravitación y los ramajes con un cerebro de nuez o de castaña, arrodillarme en pleno campo, para
cantarle con una voz de sapo a las estrellas.
¡Ah, el encanto de haber sido camello, zanahoria, manzana, y la satisfacción de comprender, a fondo,
la pereza de los remansos… y de los camaleones!… […]
Yo, al menos, tengo la certidumbre que no hubiera podido soportarla sin esa aptitud de evasión, que
me permite trasladarme adonde yo no estoy: ser hormiga, jirafa, poner un huevo, y lo que es más
importante aún, encontrarme conmigo mismo en el momento en que me había olvidado, casi
completamente, de mi propia existencia (171-172).
El yo aparece como un sujeto cambiante al que le gusta dejarse arrastrar por sus impulsos desintegradores,
porque es consciente de la imposibilidad de reducirse a un único ser. Ese deslizarse es fruto de un movimiento
discontinuo entre presencia y ausencia del ser, lo que se traduce en muchas ocasiones en el binomio
vida/muerte.
En ese proceso metamórfico hay que referirse a una especie de «falsa autobiografía», al estilo de la que
entregó a Pedro Juan Vignale para su Exposición de la actual poesía argentina (1926). También aquí
el yo poético se desmembra, como operación previa a la fuga de sí mismo, realiza una selección metonímica
cargada de tintes macabros para autopresentarse: «mis nervios», «mi digestión», «mi riñón derecho e
izquierdo», exalta su capacidad de vuelo: «Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes
de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero» (Girondo, 146);
«Soy políglota y tartamudo. He perdido a la lotería hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta
matrimonial, me di cuenta de que me había casado con una cacatúa» (147). Los tintes negativos son continuos
desde su vocación homicida («En ese cuarto de hora, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos» [146]), a
la suicida que cierra el texto («En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de
dinamita y encender, con toda tranquilidad un cigarrillo» [147]), pasando por un descriptivismo que lo acerca a
la minusvalía, al desastre humano físico y psicológico, con un humor negro que no deja resquicio: «Hasta las
ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro» (147). Pero la información
seudoautobiográfica no termina aquí, solo después de haberse parcelado puede iniciar las metamorfosis
deseadas. El desconcierto de la personalidad viene acompañado de una serie de mudanzas de aficiones o gustos
por otros, tan absurdos los primeros como los segundos: «Abandoné las carambolas por el calambur, los
madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados» (141),
palabras de parecida fonética y disímiles significados se hace intercambiables, como trajes diferentes del sujeto.
Lo mismo ocurre con la sombra, el yo se separa de su sombra, se desdobla, y la contempla, no en su forma
tradicional, sino como una especie de ángel de la guarda con el que mantiene una relación de «dulce
compañía», pero con los papeles invertidos, es el individuo el que tiene que cuidar a esa sombra, al atravesar las
calles o subir las escaleras para que no sufra ningún percance. La sombra, como la jirafa o el vuelo, es otra de
sus máscaras. El sujeto poético deviene así un actor teatral de múltiples papeles.
Pero la metamorfosis del sujeto es imparable y no se limita al yo, abarca además el árbol familiar. Girondo
se burla de un pasado genético que incide en el individuo y repasa a unos familiares encarnados, a veces,
gracias a un proceso de trasmigración, en los más variados especímenes de la escala zoológica, vegetal o
geológica, en una especie de panteísmo familiar que conecta con el proceso transmigratorio de la prosa 16. Si la
familia es copartícipe, si la personalidad es un cóctel, si la trasmigración es un proceso frecuente, si la
metamorfosis es imparable, la descomposición del sujeto es tal que no debe extrañar que se apunte al anhelo de
destrucción de ese yo, que no tiene nada optimista que sustentar: «Hay días en que yo no soy más que una
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patada, únicamente una patada» (163). La consecuencia lógica es, pues, liarse «a patadas» con el mundo. A
través de estos textos se han ido diseñando las máscaras, pero también se ha ido marcando un programa, o si se
quiere, una particular filosofía de la vida marcada por la escisión fundamental del ser.
Es precisamente el texto 14, donde una «abuela» le aconseja unos principios de actuación al protagonista
para enfrentarse a la vida y a las mujeres: «Las mujeres cuestan demasiado o no valen la pena. ¡Puebla tu sueño
con las que te gusten y serán tuyas mientras descansas!» (165), el que desencadena las manifestaciones del
erotismo más llamativo. Si bien es conocida su apología de la mujer-aire, angélica casi ya que sabe volar:
No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo;
un cutis de durazno o de papel de lija. [Sigue una larga enumeración de defectos y concluye] ¡pero
eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no
saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme! (133).
El valor simbólico del «vuelo» permite abrir una trascendencia erótica que se acerca a los presupuestos
surrealistas bretonianos. Cuando en 1926 Breton encuentra a Nadja por la calle, y le pregunta quién es, ella le
responde «el alma errante», a partir de aquí se está desencadenando un juego de actitudes que parten de la
disponibilidad del espíritu ante lo imprevisto maravilloso, el encuentro fortuito con personas «mágicas»,
encuentros trascendentes, iluminadores, fugaces. Ese don, símbolo del misterio femenino, es propuesto en otro
momento del libro por una mujer a su terrenal y aburrido marido, incapaz de despegar su imaginación de la
cotidianidad más rutinaria que existe.
En la estética surrealista el acto sexual es una experiencia mística. Breton también advirtió el parecido que
su concepción del amor guardaba con las corrientes místicas: «quizá no sea inútil convencerse de que esta idea
del amor único procede de una actitud mística» (El amor loco, 20). «Durante kilómetros de silencio
planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras anidábamos en una nube, como
dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo» (Girondo, 134). Se
podría hablar de una personal divinización del acto erótico que lo va a conducir, en correspondencia con la vía
unitiva de la mística, a la fusión con el Absoluto, llevada a cabo a través del acto sexual. Concluye el texto de
Girondo:
«Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más
empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el
amor más que volando» (135).
Este acto sexual aéreo simboliza la plenitud erótica y posee claramente también una faceta humorística.
Por otra parte, podemos apreciar otra progresión ascendente en el texto en lo que se refiere a alcanzar el
ideal. María Luisa lo hace todo volando, pero lo que hace se va ennobleciendo a lo largo de la composición.
Primero se alude a las tareas domésticas: «Desde el amanecer volaba del comedor a la despensa. Volando me
preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres» (134); a continuación, el paseo
por las nubes, y como final, el espasmo. Visto desde otro ángulo, la mujer voladora también podría relacionarse
paródicamente con la mujer-hechicera, «depositaria del misterio». El amor, dice Paz, «es la experiencia de la
total extrañeza: estamos fuera de nosotros, lanzados hacia la persona amada; y es la experiencia del regreso al
origen, a ese lugar que no está en el espacio y que es nuestra patria original» (143). El amor suprime la escisión,
de momento, pero en Girondo resulta difícil hablar de amor sin recurrir a lo erótico.
El sexo obsesiona a Girondo desde sus primeras creaciones, y aquí encuentra su plasmación en el texto 12
que, compuesto exclusivamente por formas verbales, reproduce el acoplamiento sexual hasta cinco veces en un
movimiento continuo de atracción, plenitud y descanso para reiniciar, a renglón seguido, el mismo proceso:
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan (161).
Este poema es un acto de amor físico perpetuo apuntado en la escritura. Consiste en la enumeración de
sinónimos que describen el proceso de la cópula, incluso crean la sensación de movimiento pendular,
acercamiento y alejamiento de los protagonistas. Como viene siendo habitual, Girondo no repara en tabúes: «se
penetran, se chupan, se demudan, / […] / se mastican, se gustan, se babean» (161). En este sentido, hay casos
en que la visión del amor llega a cosificarse, presentado la relación entre los amantes como acciones entre
objetos: «se perforan, se incrustran, se acribillan, / se remachan, se injertan, se atornillan» (162). Esta visión del
amor concibe la existencia como un ciclo en que vida y muerte se suceden, pues la vida acaba con la muerte,
que a su vez genera nueva vida: «se confunden, se acoplan, se disgregan, / se aletargan, fallecen, se reintegran, /
[…] / se desgarran, se muerden, se asesinan, / resucitan, se buscan, se refriegan» (161-162). Es una visión de la
vida y la muerte como complementarios, eros y thánatos, el yin y el yang.

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Por otra parte, hay también en el poema visos de esa trascendencia absoluta a la que conduce el amor. Puede
verse en los verbos: «se iluminan, se fascinan, resplandecen» (161-162). En definitiva, nos encontramos ante el
ciclo erótico donde se aprecia la idea de fatalidad del amor, fuerza natural de la que el hombre no puede huir
por más que lo intente; y es que, según Breton, «La suficiencia perfecta que tiende a ser la del amor entre dos
seres no encuentra […] ningún obstáculo» (El amor loco, 87). Ese ciclo es eterno, como el amor, ya que puede
repetirse innumerables veces, de ahí la estructura circular del poema.
Frente a la mujer que vuela o propone el vuelo está la mujer-tierra, la devoradora de hombres, ya sea por su
capacidad vampírica, por su sexo prensil o por ser mujeres eléctricas, todas significan un peligro para el varón:
«Me estrechaba entre sus brazos chatos y se adhería a mi cuerpo, con una violenta viscosidad de molusco»
(Girondo, 189). Los consejos para protegerse de una y otra rozan la comicidad más patética que alcanza su
punto máximo cuando habla de estas últimas:
Insensiblemente, a través del tiempo y del espacio, nos van cargando como un acumulador […]. Es
inútil que nos aislemos como un anacoreta o como un piano. Los pantalones de amianto y los
pararrayos testiculares son iguales a cero. Nuestra carne adquiere, poco a poco, propiedades de imán
(189-190).
Por muy dolorosa y desagradable que sea la relación, el sujeto no puede escapar de ella, pues parece
abocado fatalmente a copular con ese ser monstruoso que lo fuerza:
Era inútil que le escupiese en los párpados, en las concavidades de la nariz. Era inútil que le gritara
mi odio y mi desprecio. Hasta que la última gota de esperma no se me desprendió de la nuca, para
perforarme el espinazo como una gota de lacre derretido, sus encías continuaban sorbiendo mi
desesperación (174-175).
En este sentido, Breton también señala el carácter fatal y aun teleológico del amor carnal que se convierte en
la finalidad de la vida del hombre: «Amor, el único amor que existe, amor carnal, yo adoro, nunca he dejado de
adorar tu sombra venenosa, tu sombra mortal» (El amor loco, 87). La visión de la mujer como femme fatale que
absorbe al hombre está además en el imaginario humano desde la Antigüedad clásica, como puede comprobarse
en la Odisea de Homero con las sirenas o en la figura de Circe, la hechicera. Así Nadja se vincula a veces con
la Esfinge o con Melusina, ser monstruoso mitad mujer y mitad serpiente. Más adelante, escribe:
Desde el primero hasta el último día, tuve a Nadja por un genio libre, algo así como uno de esos
espíritus etéreos a los que determinadas prácticas de magia permiten atraerse momentáneamente,
pero que de ninguna manera podrían ser sometidos (Nadja, 192).
Parece que subyace la idea de que la entrega amorosa exige un sacrificio: el hombre es absorbido
violentamente por la mujer con la consiguiente pérdida de su identidad, pero esto es necesario si se quiere
alcanzar esa plenitud tan ansiada y restaurar momentáneamente la escisión. El sujeto poético vuelve a mostrar,
como en la composición anterior, repulsión ante la mujer, pero no se trata solo de una mujer-monstruo que
causa asco, esta vez el miedo del yo se focaliza en el sexo femenino y en el acto sexual. Los factores que
pueden hacer fracasar la unión amorosa remiten, en este caso, al temor del hombre. En efecto, el acto sexual y
la vía al Absoluto suponen una fusión de los dos seres que participan en él. Así lo hace constar claramente
Breton en El amor loco:
Gira bajo estas manos resplandecientes y haz que centelleen todos mis semblantes. Sólo quiero
formar contigo un solo ser de tu carne, de la carne de las medusas, un solo ser que sea la medusa de
los mares del deseo. Boca del cielo al tiempo que de los infiernos, te prefiero así de enigmática, así
de capaz de transportar a las nubes la belleza natural y englutirlo todo (108).
Sin embargo, es evidente que esa simbiosis tiene un precio y exige un sacrificio por parte de los amantes: la
pérdida de la identidad a la hora de diluirse con el otro. Esto es lo que causa el terror del  yo en la prosa de
Girondo. Tenemos así un sujeto que se muestra tan atraído como burlescamente pavoroso ante el sexo. Se
puede apreciar una intensificación de ese temor en tanto que cada nuevo tipo de mujer que va describiendo
implica una mayor lejanía respecto al yo. Así las mujeres vampiro son las únicas que, de alguna manera, entran
en contacto físico total con el hombre:
«La imposibilidad en que se encuentran de hundirnos su lanceta en silencio, disminuye, por otra
parte, los riesgos de un ataque imprevisto. Basta con que al oírlas nos hagamos los muertos para que
después de olfatearnos y comprobar nuestra inmovilidad, revoloteen un instante y nos dejen
tranquilos» (Girondo, 188-189).
Amor, erotismo, muerte, que culminan en la burla del amor en todas sus variantes, como si de un menú
culinario se tratara. La palabra amor, que se repite hasta treinta y dos veces. Esto provoca que la palabra se
vicie y quede vacía semánticamente, no solo por la insistencia con que se repite, sino también por los contextos
lingüísticos sin sentido en que aparece: «Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de
puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas» (149).
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De este modo, lo que queda vacío de significado acaba siendo no solo la palabra amor, sino también el texto
mismo. Esta burla del amor puede interpretarse en dos sentidos. El primero es la burla del concepto de  amor en
su faceta más superficial y tradicional, es decir, en el sentido romántico, si tenemos en cuenta lo empalagoso y
aun cursi de algunas frases, como «Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas…» (148). Una segunda interpretación es, sencillamente, la negación o burla del amor
en sentido general, ya sea de su faceta más prosaica o de su lado más trascendente, parodia de la expresión: «El
amor es el motor que mueve al mundo», y que se encuentra formulada, con otras palabras, en El amor loco de
Breton: «La recreación, la recoloración perpetua del mundo en un solo ser, tal como se realiza por medio del
amor, alumbran anticipadamente con mil rayos la marcha de la tierra» (91).
La desemantización de la palabra amor se consigue a base de la constante repetición del vocablo y de la
creación de expresiones sin sentido. Por lo que respecta a la repetición, es en el último párrafo donde se repite
más veces (hasta doce). Se trata de una manera de culminar la prosa, de intensificar su carácter demoledor
exagerando el procedimiento de la repetición al final de la misma: «Amor impostergable y amor impuesto.
Amor incandescente y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente,
amor. Amor y amor… ¡y nada más que amor!» (Girondo, 149).
Y en cuanto a las expresiones inventadas, se pueden señalar dos tipos de construcción. La primera consiste
en, a partir de una expresión sintagmática, construir una nueva en la que la voz amor ha sustituido al término
original. Esto tiene una función cíclica desemantizadora: amor pasado por agua en vez de verduras o huevos
pasados por agua, por ejemplo; amor de cartón piedra por objeto de cartón piedra; o amor con sus faltas de
ortografía en lugar de texto con faltas de ortografía. Estas frases van perdiendo sentido y haciéndose cada vez
más absurdas a medida que avanza el texto: «Amor que incendia el corazón de los orangutanes» (149), y van
dando paso al segundo tipo de construcción que consiste en el mero juego de palabras, normalmente basado en
el parecido fónico de los vocablos o en la paronomasia: «Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas,
que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada» (149). Se trata de un proceso
de desintegración semántica del texto (que va convirtiéndose, poco a poco, en un simple juego de palabras),
paralela a la desemantización y desacralización que sufre la palabra y el concepto que, al acabar siéndolo todo,
termina por no ser nada: «Amor y amor… ¡y nada más que amor!» (149). Una vuelta de tuerca a la
trascendencia. Y es que Girondo es muchos Girondo.
El poeta argentino hace suya la propuesta de Elías Canetti en lo referente al rol del escritor como custodio de
la metamorfosis (357). El lenguaje se ha pulverizado igual que el mismo sujeto, siempre en fuga constante. Una
pérdida de orientación que parece compensarse en el encuentro erótico amoroso que momentáneamente repara
la escisión inicial del hombre. Y es que la vida se compone de instantes irrepetibles.

Notas: (1) Usamos la edición de Calcomanías de Oliverio Girondo. Sevilla: Renacimiento, 2007. Dicha edición incluye
los libros Veinte poemas para ser leídos en el tranvía (1922), Calcomanías (1925) y Espantapájaros (1932). 
(2) Cfr. el iluminador estudio de Octavio Paz: La llama doble (amor y erotismo). Barcelona: Seix Barral, 1997. 

Obras citadas: Breton, André (1997). Nadja. Madrid: Cátedra.


------ (2000). El amor loco. Madrid: Alianza Editorial.
Canetti, Elías. (1981). La conciencia de las palabras. Ciudad de México: F.C.E.
Girondo, Oliverio. (2007). Calcomanías. Ed. y pról. de Trinidad Barrera. Sevilla: Renacimiento.
Paz, Octavio. (1997). La llama doble (Amor y erotismo). Barcelona: Seix Barral.

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