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dolencias-y trastornos
política sexual de la enfermedad
brujas,comadronas yenfermeras
historia de las sanadoras
dolencias.ytrastornos
política sexual de la enfermedad
Traducción:
Mireía Bofill y Paola Lingua
Diseño portada:
heneBordoy
ISSN: 0212-3371
ISBN: 84-85627-09-1
Depósito Legal: B.29.521-1988
Impreso en Romanya-Valls, S. A Verdaguer, l. Capellades (Barcelona)
NOTA EDITORIAL
1
REFLEXIONES SOBRE UNA EXPERIENCIA
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genitales desconocidos, nuestros pechos, considerados simplemente
como provocativos, nuestras matrices que sangran descontrolada
y desordenadamente avergonzándonos, nuestras vaginas demasia-
do estrechas para parir y demasiado obllgadas para producir
placer ...
No es tan fácil dejar de lado todas estas vivencias asumidas
desde tiempo, para rehacer una imagen de cuerpo en armonía, sano
y libre y, sin embargo, resulta indispensable para luchar contra el
poder médico buscar dicha armonía. Cuestionarnos punto por pun-
to nuestras «peculiaridades» con sus limitaciones y posibilidades, su
realidad y su parte imaginaria, debe ser un paso previo para sentir
nuestra biología. ·
No obstante, el amor y el respeto a nuestro cuerpo y la lucha
por su salud no debe suponer en ningún caso una idealización de
éste con todos sus procesos, considerándolos todos como naturales
y fácilmente controlables, ni caer en la hipocondría de la búsque-
da obsesiva de los niveles máximos de salud. Los grupos que in-
tentamos cambiar la realidad de la mujer debemos evitar una serie
de tópicos en nuestro avanzar que nos puedan convertir en apolo-
gistas de un nuevo tipo de salud rígido, estricto y con tantos veri-
cuetos científico-ideológicos que lo hagan difícilmente asumible por
la mayoría de mujeres.
Debemos considerarlo simplemente inmerso en un proceso evo-
lutivo donde se producen de forma normal deterioros lógicos.
Debemos tener en cuenta, entre muchos otros factores; que la
magia que envuelve la armonía o desarmonía de nuestro cuerpo,
es fruto de un total desconocimiento del mismo. Desconocimiento
que nos hizo, años ha, depender de tratamientos y diagnósticos que
hoy nos pueden parecer ridículos y nos hace. actualmente depender
de la magia que envuelve al saber médico con todos sus esoteris-
mos lingüísticos, medicamentosos y científicos. Esta dependencia
sólo podrá romperse a través del conocimiento, y más concreta-
mente del autoconocimiento, del estudio de nuestro cuerpo, tenien-
do en cuenta que su actividad biológica viene condicionada por
nuestra actividad social y que no tiene mucho sentido pretender
incidir en una, sin modificar la otra.
Queda claro, pues, que la institución médica nos ha sido siem-
pre desfavorable, a pesar de su aparente objetividad y cientifismo,
y no podemos esperar que en una sociedad como la actµal pueda
cambiar esta relación. Intentemos que nuestra lucha destruya este
poder, cambiando la sociedad hacia niveles mayores de armonía
y equilibrio en nuestras actividades, y, olvidándonos de objetivida-
des y cientifismos, escuchemos nuestro cuerpo.
Barcelona, 1981
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BRUJAS, COMADRONAS V ENFERMERAS
Las mujeres siempre han sido sanadoras.* Ellas fueron las prime-
ras médicas y anatomistas de la historia occidental. Sabían procurar
abortos y actuaban como enfermeras y consejeras. Las mujeres fueron
las primeras farmacólogas con sus cultivos de hierbas medicinales, los
secretos de cuyo uso se transmitían de unas a otras. Y fueron también
comadrones que iban de casa en casa y de pueblo en pueblo. Durante
siglos las mujeres fueron médicas sin título; excluidas "de los libros y
la ciencia oficial, aprendían unas de otras y se transmitían sus expe-
riencias entre vecinas o de madre a hija. La gente del pueblo las lla-
maba «mujeres sabi!ts»} aunque para las autoridades eran brujas o
charlatanas. La medicina forma parte de nuestra herencia de mujeres,
pertenece a nuestra historia, es nuestro legado ancestraL
Sin embargo, en la actualidad la medicina se halla exclusivamente
en manos de profesionales masculinos. El 93 % de los médicos de los
Estados Unidos son varones y casi todos los altos cargos directivos y
administrativos de las instituciones sanitarias también están ocupados
por hombres. Las mujeres todavía son mayoritarias en la profesión -el
70 % del personal sanitario es femenino--, pero se nos ha incorporado
como mano de obra dependiente a una industria dirigida por los hom-
bres. Ya no ejercemos autónomamente ni se nos conoce por nuestro
nombre y se nos valora por nuestro trabajo. La mayoría somos ahora
un simple peonaje que desarrolla trabajos anónimos y marginales: ofi-
cinistas, dietistas, auxiliares técnicas, sirvientas.
Cuando se nos permite participar en el trabajo médico, sólo pode-
mos intervenir en calidad de enfermeras. Y las enfermeras, cualquiera
que sea nuestra cualificación, siempre realizamos un trabajo subordina-
do con respecto al de los médicos. Desde la auxiliar de enfermera, cu-
yas serviles tareas se suceden mecánicamente con precisión de cadena
de montaje, hasta la eJ;Ifermera «profesional», que transmite a la auxi-
liar las órdenes del médico, todas compartimos la condición de sirvien-
tas uniformadas bajo las órdenes de los profesionales varones domi-
nantes.
Nuestra subordinación se ve reforzada por la ignorancia, una igno-
* Hemos traducido el inglés healers (de to heal: sanar o curar) por el ténnino sanadoras/es, esto
es, personas que sanan al que está enfermo, de uso tal vez meaos corriente pero con la ventaja
de estar libre de las connotaciones negativas, de superstición e ineficacia, que acompañan al con-
cepto de curandera/o. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que estas connotaciones son en
gran parte ideológicas y que ambos conceptos de hecho son equivalentes en su etimología. Así,
cuando en el texto se dice que los médicos son sólo un grupo concreto de sanadores, podría de-
cirse con la misma propiedad que son un grupo de curanderos, connotaciones negativas incluidas.
(N. de la T.}
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rancia que nos viene impuesta. Las enfermeras aprenden a no hacer pre-
guntas, a no discutir nunca una orden. «¡El médico sabe mejor lo que
debe hacerse!» Él es el brujo que mantiene contacto con el universo
prohibido y místicamente complejo de la Ciencia, el cual -según nos
dicen- se halla fuera de nuestro alcance. Las trabajadoras de la sani-
dad se ven apartadas, alienadas, de la base científica de su trabajo. Re-
ducidas a las «femeninas» tareas de alimentación y limpieza, constitu-
yen una mayoría pasiva y silenciosa.
Dicen que nuestra subordinación está determinada biológicamente,
que las mujeres estamos mejor dotadas por naturaleza para ser enfer-
meras que para médicos. A veces incluso nosotras mismas intentamos
buscar consuelo en la teoría de que la anatomía nos había derrotado ya
antes de que lo hicieran los hombres, que estamos tan condicionadas
por los ciclos menstruales y la función reproductora que nunca hemos
actuado como sujetos libres y creadores fuera de las paredes de nues-
tros hogares. Y además debemos enfrentarnos con otro mito alimenta-
do por la historia convencional de la medicina, a saber, la noción de
que los profesionales masculinos se impusieron gracias a su superiori-
dad técnica. Según esta concepción, la ciencia (masculina) habría sus-
tituido de forma más o menos automática a la superstición (femenina),
que en adelante quedaría relegada a la categoría de «cuentos de viejas».
Pero la historia desmiente estas teorías. En tiempos pasados las mu-
jeres fueron sanadoras autónomas y sus cuidados fueron muchas veces
la única atención médica al alcance de los pobres y de las propias mu-
jeres. A través de nuestros estudios hemos constatado además que, en
los períodos examinados, fueron más bien los profesionales varones
quienes se aferraban a doctrinas no contrastadas con fá práctica y a
métodos rituales, mientras que las sanadoras representaban una visión
y una práctica mucho más humanas y empíricas.
El lugar que actualmente ocupamos en el mundo de la medicina no
es «natural». Es una situación que exige una explicación. ¿Cómo hemos
podido caer en la presente subordinación, perdiendo nuestra anterior
preponderancia?
Nuestra investigación al menos nos ha permitido averiguar una
cosa: la opresión de las trabajadoras sanitarias y el predominio de los
profesionales masculinos no son resultado de un proceso «natural», di-
rectamente ligado a la evolución de la ciencia médica, ni mucho menos
producto de una incapacidad de las mujeres para llevar a cabo el tra-
bajo de sanadoras. Al contrario, es la expresión de una toma de poder
activa por parte de los profesionales varones. Y los hombres no triun-
faron gracias a la ciencia: las batallas decisivas se libraron mucho an-
tes de desarrollarse la moderna tecnología científica.
En esa lucha se dirimían cosas muy importantes. Concretamente, el
monopolio político y económico de la medicina, esto es, el control de
su organización institucional, de la teoría y la práctica, de los benefi-
cios y el prestigio que su ejercicio reporta. Y todavía es más importan-
te lo que se dirime hoy en día, ahora que quien controla la medicina
tiene el poder potencial de decidir quién ha de vivir y quién debe morir,
quién será fértil y quién estéril, quién está «loca» y quién está cuerda.
La represión de las sanadoras bajo el avance de la medicina insti-
tucional fue una lucha política; y lo fue en primer lugar porque forma
parte de la historia más amplia de la lucha entre los sexos. En efecto,
la posición social de las sanadoras ha sufrido los mismos altibajos que
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la posición social de las mujeres. Las sanadoras fueron atacadas por su
condición de mujeres y ellas se defendieron luchando en nombre de la
solidaridad con todas las mujeres. Y, en segundo lugar, la lucha tam-
bién fue política por el hecho de formar parte de la lucha de clases.
Las sanadoras eran las médicas del pueblo, su ciencia formaba parte de
la subcultura popular. La práctica médica de estas mujeres ha conti-
nuado prosperando hasta nuestros días en el seno de los movimientos
de rebelión de las clases más pobres enfrentadas con la autoridad insti-
tucional. Los profesionales varones, en cambio, siempre han estado
al servicio de la clase dominante, tanto en el aspecto médico como po-
lítico. Han contado con el apoyo de las universidaes, las fundaciones
filantrópicas y las leyes. Su victoria no es tanto producto de sus esfuer-
zos, sino sobre todo el resultado de la intervención directa de la clase
dominante a la que servían.
Este breve escrito representa sólo un primer paso en la vasta in-
vestigación que deberemos realizar si queremos recuperar nuestra his-
toria de sanadoras y trabajadoras sanitarias. El relato es fragmentario
y se ha recopilado a partir de fuentes generalmente poco precisas y de-
talladas y muchas veces cargadas de prejuicios. Las auto'tas somos mu-
jeres que no podemos calificarnos ·en modo alguno de historiadoras
«profesionales». Hemos restringido nuestro estudio al ámbito de la his-
toria de Occidente, pues.to que las instituciones con que actualmente
nos enfrentamos son producto de la civilización occidental. Todavía no
estamos en condiciones de poder presentar una historia cronológica-
mente completa. A falta de ello, hemos optado por centrar nuestra
atención en dps importantes etapas diferenciadas del proceso de toma
del poder médico por parte de los hombres: la persecución de las bru-
jas en la Europa medieval y el nacimiento de la profesión médica mas-
culina en los Estados Unidos en el siglo XIX.
Conocer nuestra historia es una manera de .retomar la lucha.
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BRUJERIA V MEDICINA EN LA EDAD MEDIA
... Dado que la Iglesia Medieval, con el apoyo de los soberanos, de los prín-
eipes y .de las autoridades seculares, controlaba la educación y la práctica de la
medicina, la Inquisición (caza de brujas) constituye, entre otras cosas, uno de
los primeros ejemplos de cómo se produjo el desplazamiento de las prácticas ar-
tesanales por los «profesionales» y de la intervención de estos últimos contra el
derecho de los «no profesionales» a ocuparse del cuidado de los pobres. (Tho-
inas Szasz, The manufacture of madness [Cómo se fabrica la locural.)
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Las dimensiones de este sangriento fenómeno histórico son impre-
sionantes. Entre finales del siglo xv y principios del xv1 se registraron
muchos millares de ejecuciones -en su mayoría condenas a ser que-
madas vivas en la hoguera- en Alemania, Italia, España y otros países.
Hacia mediados del siglo XVI, el terror se había propagado a Francia y
finalmente también se extendió a Inglaterra. Un autor calcula que en
algunas ciudades alemanas las ejecuciones alcanzaron un promedio de
600 anuales, aproximadamente dos diarias «sin contar los domingos».
En la región de Wertzberg, 900 brujas murieron en la hoguera en un
solo año y. otras 1.000 fueron quemadas en Como y sus alrededores. En
Toulouse llegaron a· ejecutarse 400 personas en un solo día. En 1585,
de toda la población femenina de dos aldeas del obispado de Trier sólo
se salvó una mujer en cada una de ellas. Numerosos autores cifran en
varios millones el número total de víctimas. El 85 % de todos los con-
denados a muerte eran mujeres: viejas, jóvenes y niñas.*
El mero alcance de la caza de brujas ya sugiere que nos hallamos
ante un fenómeno social profundamente arraigado y que trasciende
los límites de la historia de la medicina. Tanto geográfica como cro-
nológicamente la persecución más encarnizada de las brujas coincide
con períodos de gran agitación social, que conmovieron los cimientos
del feudalismo: insurrecciones campesinas de masas, conspiraciones po-
pulares, nacimiento del capitalismo y aparición del protestantismo. In-
dicios fragmentarios -que el feminismo debería investigar- sugieren
que, en algunas regiones, la brujería fue la expresión de una rebelión
campesina encabezada por las mujeres. No podemos detenernos aquí a
investigar a fondo el contexto histórico en que s~ desarrolló la caza de
brujas. Sin embargo, es preciso superar algunos tópicos sobre la per-
secución de las brujas, falsas concepciones que las despojan de toda su
dignidad y que descargan toda la responsabilidad de lo ocurrido sobre
las propias brujas y las masas campesinas a quienes éstas servían.
Por desgracia, las brujas, mujeres pobres y analfabetas, no nos han
dejado testimonios escritos de su propia historia y ésta, como ocurre
con el resto de la historia, nos ha llegado a través de los relatos de la
élite instruida, de modo que actualmente sólo conocemos a las brujas a
través de los ojos de sus perseguidores.
Dos de las teorías más conocidas sobre la caza de brujas son esen-
cialmente interpretaciones médicas, que atribuyen esta locura histórica
a una inexplicable explosión de histeria colectiva. Una versión sostiene
que los campesinos. enloquecieron y presenta la caza de brujas como
una epidemia de odio y pánico colectivos, materializada en imágenes de
turbas de campesinos sedientos de sangre blandiendo antorchas encen-
didas. La otra interpretación psiquiátrica, en cambio, afirma que las
locas eran las brujas. Un acreditado historiador y psiquiatra, Gregory
Zilboorg, escribe que:
.. .los millones de hechiceras, brujas, endemoniadas y poseídas constituían una
enorme masa de neuróticas y psicóticas graves ... durante muchos años el mundo
entero pareció haberse convertido en un verdadero manicomio ...
• Omitimos toda referencia a los procesos de brujerla realizados en Nueva Inglaterra en el siglo xv:ix.
Estos procesos tuvieron un alcance relativamente reducido, se sitúan en un momento muy tardío
de la historia de la caza de brujas y en un contexto social totalmente dístinto del que existía
en Europa en los inicios de la caza de brujas.
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Pero, de hecho, la caza de brujas no fue ni una orgía de linchamien-
tos ni un suicidio colectivo de mujeres histéricas, sino que siguió pro-
cedimientos bien regulados y respaldados por la ley. Fueron campañas
organizadas, iniciadas, financiadas y ejecutadas por la Iglesia y el Es-
tado. Para los inquisidores, tanto católiq¡is como protestantes, la guía
indiscutible sobre cómo llevar a cabo una caza de brujas fue el Malleus
Maleficarum o Martillo de Brujas, escrito en 1484 por los reverendos
Kramer y Sprenger («hijos dilectos» del Papa Inocencio VIII). Duran-
te tres siglos, todos los jueces, todos los inquisidores, tuvieron este sá-
dico libro siempre al alcance de la mano. En una larga sección dedicada
a los procedimientos judiciales, las instrucciones explican claramente
como se desencadenaba la «histeria».
El encargado de poner en marcha un proceso de brujería era el vi-
cario o el juez del distrito, quien debía hacer pública una proclama por
1a cual se
... ordena, manda, requiere y advierte que en el plazo de doce días... todo
aquel que esté enterado, haya visto u oído decir que cualquier persona tiene
reputación de hereje o bruja o es particularmente sospechosa .de causar daño
a las personas, animales o frutos del campo, con perjuicio para el Estado, deberá
ponerlo en nuestro conocimiento.
Las brujas no sólo eran mujeres, sino que además eran mujeres que
parecían estar organizadas en una amplia secta secreta. Una bruja cuya
pertenencia al «Partido del diablo» quedaba probada, era considerada
mucho más temible que otra que hubiese obrado sola y la obsesión de
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la literatura sobre la caza de brujas es averiguar qué ocurría en los
«sábats11 de las brujas o aquelarre8 (¿devoraban niños no bautizados?
¿Practicaban el bestialismo y la orgía colectiva? Y otras extravagantes
especulaciones ... ).
De hecho, existen testimonios de qu~ las mujeres acusadas de ser
brujas efectivamente se reunían en pequeños grupos a nivel local y que
estos grupos llegaban a convocar multitudes de cientos o incluso miles
de personas cuando celebraban alguna festividad. Algunos autores han
adelantado la hipótesis de que estas. reuniones tal vez eran actos de
culto pagano. Y sin duda alguna, esos encuentros también ofrecían una
oportunidad de intercambiar conocimientos sobre las hierbas medici-
nales y transmitirse las últimas noticias. Tenemos pocos datos sobre la
importancia política de las organizaciones de las brujas, pero resulta
difícil imaginar que no tuvieran alguna relación con las rebeliones cam-
pesinas de la época. Cualquier organización campesina, por el mero
hecho de ser una organización, atraía a los descontentos, mejoraba los
contactos entre aldeas y establecía un espíritu de solidaridad y autono·
mía entre los campesinos. · ..
Las brujas como sanadoras
Llegamos ahora a la acusación más absurda de todas. No sólo se
acusaba a las brujas efe asesinato y envenenamiento, de crímenes sexua-
les y de conspiración, sino también de ayudar y sanar al prójimo. He
aquí lo que dice uno de los más conocidos cazadores de brujas de In-
glaterra:
En conclusión, es preciso recordar en todo momento que por brujas o brujos
no entendemos sólo aquellos que matan y atormentan, sino todos los adivinos,
hechlceros y charlatanes, todos los encantadores comúnmente conocidos como
«hombres sabios» o «mujeres sabías» ... y entre ellos incluimos también a las
brujas buenas, que no hacen el mal sino el bien, que no traen ruina y destruc-
ción, sino salvación y auxilio ... Sería mil veces mejor para el país que desapa-
recieran todas las brujas, y en particular las brujas benefactoras.
Las brujas sanadoras a menudo eran las únicas personas que pres-
taban asistencia médica a la gente del pueblo que no poseía médicos
ni hospitales y vivía pobremente bajo el yugo de la miseria y la enfer-
medad. Particularmente clara era la asociación entre la bruja y la co-
madrona: «Nadie causa mayores daños a la Iglesia católica que las co-
madronas», escribieron los inquisidores Kramer y Sprenger.
La propia Iglesia contribuía muy poco a mitigar los sufrimientos del
campesinado: · ·
Los domingos, después de misa, multitudes de enfermos se acercaban im-
plorando socorro, pero sólo recibían palabras: «Has pecado y ahora sufres el
castigo de Dios ..·Debes darle gracias, pues así disminuyen los tormentos que te
esperan en la v.lda venidera. Sé paciente, sufre, muere. ¿No tiene acaso ya la
Iglesia sus oraciones para los difuntos?» (Jules Michelet, Satanismo y magia.)
Los sentidos son el terreno propio del demonio, el ruedo al que in-
tenta atraer a los hombres, apartándolos de la fe y arrastrándolos a la
vanidad del intelecto o a la quimera de la carne.
En la persecu_ción de las brujas, confluyen la misoginia, el antiempi-
rismo y la sexofobia de la Iglesia. Tanto el empirismo como la sexua-
lidad representaban para ésta una rendición frente a los sentidos, una
traición contra la fe. La bruja encarnaba, por tanto, una triple amena-
za para la Iglesia: era mujer y no se avergonzaba de serlo; aparente-
mente formaba parte de un movimiento clandestino organizado de
mujeres campesinas; y finalmente era una sanadora cuya práctica es-
taba basada en estudios empíricos. Frente al fatalismo represivo del
cristianismo, la bruja ofrecía la esperanza de un cambio en este
mundo.
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LAS MUJERES Y EL NACIMIENTO DE LA PROFESIÓN
MÉDICA EN LOS ESTADOS UNIDOS
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El «Movimiento Popular para la Salud»
Las historias tradicionales de la medicina suelen despachar el Mo-
vimiento Popular para la Salud (Popular Health Movement) presen-
tándolo como la culminación de la charlatanería y la superchería mé-
dicas en los Estados Unidos. Pero, en realidad, éste fue el frente mé-
dico de una insurrección social de carácter general, impulsada por el
movimiento feminista y el movimiento obrero. Las mujeres constitu-
yeron el núcleo central del Movimiento. Se crearon infinidad de «So-
ciedades Fisiológicas Femeninas» (Ladies Physiological Societies), equi-
valentes a nuestros cursos de autoconocimiento, que facilitaban ele-
mentales nociones de anatomía e higiene personal a un entusiasmado
público de mujeres. Se insistía sobre todo en la medicina preventiva,
contrapuesta a los criminales «tratamientos» empleados por los médi-
cos «regulares». El Movimiento propugnó la necesidad de bañarse con
frecuencia (muchos médicos «regulares» de la época consideraban el
baño como una depravación), el uso de vestidos poco ceñidos para las
mujeres, una dieta a base de cereales integrales, la temperancia y mu-
chas otras reivindicaciones próximas a las mu.ieres. Y cuando la madre
de Margaret Sanger * todavía era una niña, algunas mujeres del Movi-
miento ya abogaban en favor del control de la natalidad.
El Movimiento representó un ataque radical contra la medicina de
élite y una reafirmación de la medicina popular tradicional. «Cada
cual es su propio médico» fue el lema de un sector del Movimiento, y
dejaron bien claro que con ello se referían también a cada mujer. Se
acusaba a los médicos «regulares» de ser miembros de las «clases pa-
rasitarias no-productivas» que sobrevivían sólo gracias a la «depravada
afición» de las clases acomodadas a los laxantes y sangrías. Se denun-
ció a las universidades (donde se instruía la élite de los médicos «re-
gulares») como lugares donde los estudiantes «aprenden a desdeñar el
trabajo como una cosa servil y degradante» y a identificarse con las
clases pudientes. Los sectores radicales de la clase obrera se adhieren
a la causa, dirigiendo su ataque simultáneamente contra los «reyes,
curas, abogados y médicos», considerados como los cuatro grandes ma-
les de la época. En el estado de Nueva York, el representante del Mo-
vimiento en la asamblea legislativa fue un miembro del Workingman's
Party [Partido del Trabajador] que no perdía ocasión de denunciar
a los «médicos privilegiados».
Los médicos «regulares» se encontraron pronto en minoría y en
una situación comprometida. El ala izquierda del Movimiento llegó a
rechazar totalmente la idea misma del ejercicio de la medicina como
una ocupación remunerada y con mayor razón aún como profesión
excesivamente remunerada. El sector moderado, en cambio, engendró
una serie de m1evas filosofías médicas o sectas, que entraron.a compe-
tir con los «regulares» actuando en iguales términos, entre ellas el
eclecticismo, la homeopatía y otras de menor importancia. Las nuevas
sectas crearon sus propias escuelas de medicina (en las que se insis-
tía en los cuidados preventivos y las curas suaves a base de hierbas)
• Margaret Sanger (1883-1966) fue la principal impulsora del control de la natalidad en los Estados
Unidos. Inicialmente feminista y socialista, luego evolucionó hacia posturas integradoras, antife-
ministas, clasistas y racistas. (Para mayor información, véase pág. 73 de este cuaderno.) (N.
de la T.)
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y empezaron a ·conceder sus propios títulos de medicina. En este cli-
ma de agitación dentro del mundo de la medicina, los antiguos mé-
dicos «regulares» aparecían ya sólo como otra de tantas sectas, y con-
cretamente una secta cuya particular filosofía privilegiaba el uso del
calomel, las sangrías y demás recurso!! de la medicina «heroica». Re-
sultaba imposible establecer quiénes eran los «Verdaderos» médicos Y
hacia 1840 en casi todos los estados se habían abolido las leyes que
regulaban el ejercicio de la medicina.
El apogeo del Movimiento Popular para la Salud coincidió con los
albores de un movimiento feminista organizado y ambos estuvieron
tan íntimamente ligados que resulta difícil decir dónde empezada uno
y dónde acababa el otro. Según el conocido historiador de la medicina
Richard Shryoch «esta cruzada en favor de la salud de la mujer [el Mo-
vimiento Popular para la Salud] estuvo vinculada, como causa y tam-
bién como efecto, a la reivindicación general de los derechos civiles de
la mujer y ambos movimientos ---el sanitario y el feminista- llegaron
a confundirse en este sentido.» El movimiento sanitario se preocupó de
los derechos generales de la mujer y el movimiento feminista prestó
particular atención a la salud de la mujer y a sus pofilbilidades de ac-
ceso a los estudios de medicina.
De hecho, dirigentes de ambos grupos recurrieron a los estereoti-
pos sexuales frnperántes para argumentar que las mujeres estaban me-
jor dotadas que los hombres para el papel de médicas. «Es innegable
que las mujeres poseen capacidas superiores para practicar la ciencia
de la medicina», escribió Samuel Thomson, un dirigente del Movi-
miento Popular para la Sauld, en 1834. (Pero añadía que la cirugía y
la asistencia a los varones debía estar reservada a los médicos de sexo
masculino.) Las feministas iban más allá, como Sarah Hale que en
1852 declaró: «¡Pensar que se ha llegado a decir que la medicina es
una esfera que corresponde al hombre y exclusivamente a él! Es mil
veces más plausible y razonable afirmar [como hacemos nosotras] que
es una esfera que corresponde a la mujer y exclusivamente a ella.»
Las escuelas de medicina de las nuevas «sectas» de hecho abrieron
sus puertas a las mujeres, en una época en que les estaba totalmente
vetada la asistencia a los cursos «regulares». Harriet Hunt, por ejem-
plo, no fue admitida en la Escuela de Medicina de Harvard y en cam-
bio pudo hacer sus estudios académicos en la escuela de medicina de
una «secta». (En realidad, el claustro de la facultad de Harvard se
mostró favorable a su admisión, junto con la de algunos alumnos ne-
gros varones, pero los estudiantes amenataron con crear graves dis-
turbios si alguno de ellos pisaba los terrenos de la escuela.) La mis-
ma escuela «regular» (una pequeña escuela de medicina del inte-
rior del estado de Nueva York) que puede vanagloriarse de haber
licenciado a la primera médica «regular» de los Estados Unidos, Cles-
pués aprobó rápidamente: una resolución vetando la inscripción de
nuevas alumnas. La primera escuela mixta de medicina fue el «irre-
gular» Eclectic Central Medica! College de Nueva York, en Syracuse.
Y también fueron «irregulares» las dos primeras escuelas de medicina
únicamente para mujeres, una en Boston y otra en Filadelfia.
El movimiento feminista debería estudiar con mayor atención el
Movimiento Popular para la Salud, que desde nuestra perspectiva aC-
tual probablemente es mucho más imvnrtnnte que la lucha de las
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sufragistas. En nuestra opinión, los aspectos más interesantes del Mo-
vimiento Popular para la Salud son: J) El hecho de haber conjugado
la lucha de clases y la lucha feminista. Actualmente, en algunos am-
bientes se estila desdeñar las reivindicaciones exclusivamente femi-
nistas, tachándolas de preocupaciones pequeño-burguesas. Pero en el
Movimiento Popular para la Salud vemos confluir claramente Zas fuer-
zas feministas y obreras. ¿Ocurrió así porque aquel movimiento atraía
por su propia naturaleza a todo tipo de disidentes e inconformistas,
o bien existía una identidad de objetivos de carácter más profundo?
2) El Movimiento Popular para la Salud no fue únicamente un movi-
miento dedicado a reivindicar una mejor y mayor asistencia médica,
sino que también luchó por un tipo de asistencia sanitaria radicalmen-
te distinta. Representó un profundo desafío contra los mismos funda-
mentos de la medicina establecida, tanto a nivel de la práctica como
de la teoría. Actualmente, en cambio, tendemos a limitar nuestras
críticas. a la organización de la asistencia médica, casi como si consi-
derásemos intocable el substrato científico de la medicina. Pero tam-
bién deberíamos empezar a desarrollar una crítica general de la «cien-
cia» médica, al menos en los aspectos que afectan a los mujeres.
Los médicos pasan a la ofensiva
En su momento de máxima expansión, entre 1830 y 1840, eil Mo-
vimiento Popular para la Salud llegó a asustar a los médicos «regula-
res», antepasados de los médicos actuales, obligándoles a replegarse.
Más adelante, en el mismo siglo XIX, cuando el movimiento perdió
energía de base y degeneró en una multitud de grupos enfrentados en-
tre sí, los «regulares» volvieron a la ofensiva. En 1848, fundaron su pri-
mera organización nacional, presuntuosamente denominada Asociación
Americana de Medicina (American Medica[ Association) y empezaron
a reconstruir a nivel de cada estado y de distrito las sociedades médi-
cas que. se habían desmembrado durante el apogeo. de la anarquía mé-
dica de las décadas de 1830 y 1840.
A finales de siglo estaban preparados para desencadenar el ataque
definitivo contra los practicantes no titulados, los médicos de las sec-
tas y las mujeres en general. Los distintos ataques estaban interrela-
cionados: se atacaba a las mujeres porque apoyaban a las sectas y se
atacaba a las sectas porque estaban abiertas a las mujeres. Los ar-
gumentos esgrimidos contra las mujeres oscilaban entre el patema-
lismo (¿cómo podría desplazarse de noche una mujer respetable en
caso de emergencia?) y la pura misoginia. En su discurso inaugural
ante la asamblea general de la Asociación Americana de Medicina
(AAM), en 1871, el doctor Alfred Stille declaró:
Algunas mujeres intentan competir con los hombres en los deportes mascu·
linos ... y las más decididas los imitan en todo, incluso en el vestir. De este modo
pueden llegar a suscitar una cierta admiración, la misma que inspiran fodos los
fenómenos monstruosos, en particular cuando se proponen emular modelos inás
elevados.
30
pensos a utilizar técnicas quirúrgicas perjudiciales para la madre Y
el hijo. Por tanto, más bien se debería haber dejado el monopolio legal
de la obstetricia a las comadronas, y no a los médicos. Pero éstos te-
nían el poder y las comadronas no. Bajo la intensa presión de los
médicos profesionales se aprobaron, en ttldos los estados, leyes contra
las comadronas, en virtud de las cuales sólo se permitía a los médicos
la práctica de la obstetricia. Para las mujeres pobres y para las obre-
ras esto significó una peor o nula asistencia obstétrica. (Por ejemplo,
un estudio sobre la mortalidad infantil realizado en Washington pone
de relieve un aumento de la misma en los años inmediatamente pos-
teriores a la promulgación de la ley que prohibía la actuación de las
comadronas.) Para los nuevos profesionales médicos varones, el ale-
jamiento de las comadronas significó una reducción de la competencia.
Y las mujeres perdieron sus últimas posiciones independientes.
La dama de la linterna
La única posibilidad abierta a las mujeres en el campo de la sa-
nidad era hacer de enfermeras. La profesión de enfermera no existía
como ocupación remunerada, hubo que inventarla. A principios dél
sigle XIX, se denominaba «enfermera» simplemente a la mujer que
por casualidad asistía a otra persona, ya fuera un niño enfermo o un
pariente anciano. Ha~ía hospitales que contaban con sus propias en-
fermeras, pero los hospitales de aquella época tenían más bien la
función de asilos para indigentes moribundos y los tratamientos que
ofrecían eran meramente simbólicos. La historia relata que las enfer-
meras de los hospitales tenían muy mala reputación, eran propensas
a la bebida, la prostitución y el robo. Y las condiciones generales de
los hospitales muchas veces eran escandalosas. Hacia finales de la
década de 1870, un comité de investigación no consiguió encontrar ni
un trocito de jabón en todo el edificio del Bellevue Hospital de Nue-
va York.
Si bien el trabajo de enfermera no era exactamente una ocupación
atractiva para las mujeres trabajadoras, en cambio constituía un te-
rreno abonado para las «reformadoras». Para reformar la asistencia
hospitalaria era preciso reformar ante todo la actividad de las enfer-
meras y para dar a este trabajo un carácter aceptable para los médi-
cos y las mujeres de «buen corazón» era indispensable crear una nueva
imagen de la enfermera. Florence Nightingale logró introducir este
cambio en los hospitales de campaña de la guerra de Crimea, donde
sustituyó a las antiguas «enfermeras» que seguían a los ejércitos por
un batallón de disciplinadas y sobrias damas de mediana edad. Doro-
thea Dix, reformadora hospitalaria estadounidense, introdujo el nue-
vo tipo de enfermera en los hospitales de la Unión durante la Guerra
civil norteamericana.
La nueva enfermera -«la dama de la linterna»- que asistía desin-
teresadamente a los heridos causó impacto en la imaginación popular.
Inmediatamente después de finalizar la guerra de Crimera empezaron
a crearse auténticas escuelas de enfermeras en Inglaterra y también en
los Estados Unidos tras la guerra civil. Al mismo tiempo, comenzó a
ampliarse el número de hospitales para cubrir las nuevas necesidades
de la enseñanza médica. Los estudiantes de medicina necesitaban hos-
pitales para hacer sus prácticas; y los buenos hospitales, como empeza-
ban a descubrir los médicos, requerían buenas enfermeras.
31
De hecho, las primeras escuelas de enfermeras de los Estados Uni-
dos hicieron todo lo posible por reclutar sus alumnas entre las cl~s~s
acomodadas. Mis Euphemia Van Rensselear, perteneciente a ~a v1e1:i
familia de la aristocracia neoyorquina, honró con su presencia la pri-
mera clase de la escuela de Bellevue. Y en la Johns Hopkins Medica!
School, donde Isabel Hampton instruía a las elµ'ermeras en el Hos-
pital Universitario, la única queja que pudo formular un destacado
médico fue:
Miss Hampton ha tenido mucho éxito en el reclutamiento de aspirantes [estu-
diantes] de las clases superiores; pero desgraciadamente las selecciona sólo por
su atractivo físico y el personal del hospital se halla a estas alturas en un estado
lamentable.
CONCLUSIÓN
Vivimos nuestro propio momento de la historia y sobre él debemos
actuar; tenemos nuestras propias luchas. ¿Qué podemos aprender del
pasado que pueda sernos útil -en el contexto de un movimiento para
la salud de la mujer- en la actualidad?
Nosotras hemos llegado, entre otras, a las siguientes conclusiones:
- Las mujeres no hemos sido observadoras pasivas a lo largo de
la historia de la medicina. El presente sistema surgió de, y fue confi-
gurado por, la competencia entre sanadores y sanadoras. La profe-
sión médica, en particular, no es simplemente una institución más
que casualmente nos discrimina. Es una fortaleza pensada y construida
para discriminamos. Lo cual significa que el sexismo del sistema sani-
tario no es accidental, no es un mero reflejo del sexismo general de
los sanadores varones de clase acomodada y que nos relegó · a un
te. Tiene raíces históricas más antiguas que la propia ciencia médica;
es un sexismo institucional, profundamente enraizado.
35
los sanadores varones de clase acomodada y que. nos relegó a un
lugar subordinado; El sexismo institucional se apoya en un sistema
de clases que sustenta el poder masculino.
37
DOLENCIAS V TRASTORNOS
-{';;. ;:
_....,_,
40
INTRODUCCION
Anotaciones sobre el papel social de la medicina
42
Decidimos escribir este texto motivadas por nuestra experiencia de
mujeres, de usuarias de la asistencia sanitaria y de militantes en el
movimiento para la salud de la mujer. Al redactarlo hemos intentado
trascender nuestra experiencia personal (y nuestra rabia) y examinar
el sexismo de la medicina en tanto que fuerza social, que contribuye
a definir las opciones y papeles sociales de todas las mujeres.
Nuestro enfoque es principalmente histórico. En la primera parte,
intentamos describir la aportación de la medicina a la ideología sexis-
ta y la opresión sexual de finales del siglo XIX y principios del XX
(desde 1865 hasta 1920, aproximadamente, aunque algunos importantes
libros de medicina se escribieron antes de estas fechas). Hemos esco-
gido este período como punto de partida porque en ese momento se
produjo un importante cambio de actitud en la racionalización del se-
xismo, que abandonó las justificaciones religiosas por los argumentos
biomédicos, al mismo tiempo que se creaba la clase médica tal como
la conocemos en la actualidad, esto es, como una élite masculina que
detenta el monopolio legal del ejercicio de la medicina. Pensamos que
el período considerado ofrece una perspectiva fundamental para com-
prender nuestras relaciones con las modernas instituciones médicas. En
las dos últimas partes, intentamos aplicar dicha perspectiva a estable-
cer la conexión entre aquel pasado y nuestra presente situación y
al análisis de los problemas que actualmente nos preocupan.
Queremos dejar bien sentado que nuestra intención no era escri-
bir una historia social definitiva y completa de las relaciones entre
las mujeres y la medicina en los Estados Unidos, como tampoco he-
mos intentado hacer una valoración objetiva sobre el estado de salud
de las mujeres o sobre la calidad del tratamiento médico que recibie-
ron en el pasado y reciben en el presente. Nos interesan sobre todo
las concepciones de la medicina en lo tocante a las mujeres y en par-
ticular aquellas ideas y temas que a nosotras nos llamaron la aten-
ción y que consideramos importantes para llegar a comprender nues-
tra propia situación. Confiamos que nuestro trabajo no sea recibido
como un juicio definitivo y cerrado, sino como una invitación a con·
tinuar investigando.
En este texto nos hemos centrado en las mujeres y sus relaciones
con la práctica y 1as creencias médicas. Pero el contexto trasciende
el campo de la medicina y afecta también a todos los grupos de opri-
midos. En el período histórico estudiado, se invocó la ciencia de forma
generalizada para justificar las desigualdades sociales impuestas en
razón de la pertenencia a una clase social, una raza y también un sexo
determindos. La tecnología industrial, utilizando el trabajo de millones
de trabajadores, empezaba a crear la riqueza de la élite empresarial
que aún hoy gobierna los Estados Unidos. Y si la tecnología podía
dar riqueza y poder a algunos hombres, sin duda la ciencia también
debía poder justificar su poder. El sexismo, y tambjén el racismo, pa·
recieron abandonar el oscuro ámbito de los prejuicios para pasar a la
luz de la ciencia «objetiva». Se describía a los negros y los inmi-
grantes europeos como personas congénitamente inferiores a los blan-
cos anglosajones y protestantes, dotadas de un cerebro más pequeño,
músculos más desarrollados y muchas otras características sociales
«hereditarias». La opresión racial y de clase, así como la opresión se-
xual, no aparecían de este modo como prácticas sociales antidemocrá-
ticas, sino como simples hechos «naturales».
43
Durante este período de transición, la ciencia aún aparecía combi-
nada con la moral en la ideología de la ·dominación. Los científicos
creían que algunos defectos morales -como la supuesta pereza de los
negros o el carácter pendenciero de los inmigrantes irlandeses- eran
hereditarios. Los funcionarios de sanidad hablaban de «leyes sanita-
rias divinas» ·y los mismos médicos se consideraban guardianes de la
salud tanto moral como física de las mujeres. Actualmente la transi-
ción parece completa; la ciencia ya no necesita la ayuda del púlpito.
Cuando emite juicios sobre el coeficiente de inteligencia de los negros ·
o sobre la determinación prenatal de las diferencias psicológicas entre
. los sexos, dice hablar sólo en términos «Objetivos». Con la desaparición
de los últimos vestigios de moralismo religioso, la ideología científica
ha adquirido un carácter todavía más mistificador y ha incrementado
su·eficacia como instrumen:to potencial de dominación. Esperamos que
los datos históricos que a continuación expondremos nos ayuden a con-
fiar más en nosotras mismas y a ver qué se esconde detrás de las co-
berturas «racionales» y «científicas» del poder.
44
LAS MUJERES Y LA MEDICINA
A FINALES DEL SIGLO XIX Y PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
El contexto histórico
45
las privaciones no son la causa de la debilidad de las mujeres de nues-
tro país. Al contrario, ésta se debe al tipo de vida que llevan, condi-
cionado por la supuesta bendición de la riqueza y los refinamientos.»
Y un periodista de la época se expresó así en un artículo sobre la
falta de servidumbre publicado en The Nation (1912):
Barrer su habitación, hacer la cama, quitar el polvo del salón y preparar
la cena serían actividades realmente favorables para la salud de la mujer; pero
la civilización ha debilitado de tal forma sus energías físicas que se precisarán
un par de generaciones de vida deportiva, de golf, de piragilismo y de natación,
para que su sexo recupere el vigor que poseía antaño, cuando las virtudes do-
mésticas incluían la ejecución de las tareas del hogar.
46
LA MUJER ENFERMA DE LAS CLASES ACOMODADAS
49
modificarse las ocupaciones habituales ... En tales períodos deben evitarse a toda
costa los largos paseos, los bailes, ir de compras, montar a caballo y acudir a
fiestas .
. .. Otra razón que nos obliga a considerar que la mujer enferma una vez al
mes es que el flujo menstrual agrava cualquier molestia uterina previa Y
vuelve a avivar con. facilidad las llamas adormecidas del mal.
Análogamente, se consideraba que la mujer encinta estaba «indis-
puesta». Los médicos se opusieron a la intervención de las comadro-
nas, ale~ando que el embarazo era una enfermedad y como tal requería
los tratamientos de un verdadero médico. La menopausia, finalmente,
era la enfermedad definitivamente incurable, la «muerte de la mujer
dentro de la mújer».
La mayor propensión de la mujer a contraer la tuberculosis se con-
sideraba una prueba de la intrínseca debilidad fisiológica femenina. El
Dr. Azell Ames escribió en 1875: «Indudablemente la consunción ... tiene
su origen en el fallo de la función [menstrual] en la adolescente .. .lo
uno genera lo otro y viceversa.» En realidad, como sabemos ahora, la
tuberculosis puede tener como resultado la suspensión de las reglas.
En aquella época, en cambio, se pensaba que la consunción tenía su
origen en la naturaleza de la mujer y en su aparato genital. Cuando un
hombre enfermaba de tuberculosis, los médicos apelaban a factores
ambientales, como los abusos excesivos, para explicar la enfermedad.
Pero en la imaginación popular la consunción era siempre afeminada.
En general, en las novelas de la época sólo sufrían tuberculosis tipos
«degenerados» de varones como los poetas y los artistas y otros hom-
bres «incapaces» de empresas serias y viriles.
La conexión entre la tuberculosis y la innata .debilidad femenina
se veía confirmada por el hecho de que la tuberculosis suele ir acom-
pañada de trastornos emocionales diversos, lo que puede provocar en
el enfermo o la enferma un comportamiento inestable, con repentinas
crisis de excitación o de depresión. El comportamiento característico
de esta enfermedad se adecuaba perfectamente a la supuesta personali-
dad femenina y el aspecto físico se adaptaba muy bien a los cánones de
belleza femenina dominantes, que probablemente la propia enferme-
dad contribuyó a crear. La mujer tuberculosa no perdía su identidad
femenina; al contrario, la personificaba. Los. ojos brillantes, la piel
transparente y los labios encendidos eran sólo una exageración de la
bellea · femenina tradicional. Se creó rin mito romántico en torno· a la
figura de la mujer tísica, mito que se expresó en la pintura y en la
literatura. Un ejemplo es el dulce y trágico personaje de Beth en Mu-
jercitas. No sólo se· consideraba enfermizas a las mujeres, sino que la
enfermedad misma se consideraba femenina.
Evidentemente, el hecho de que los médicos creyeran que las muje-
res eran personas congénitamente enfermas no las hizo enfermar, ni las
convirtió en seres ociosos. Sin embargo, ofreció un argumento de peso
para no permitir a las mujeres ningún otro tipo de comportamiento. Se
utilizaron argumentos médicos para justificar la exclusión de las muje-
res de las escuelas de medicina (se habrían desmayado en las clases de
anatomía), de la enseñanza superior en general y del derecho a voto.
Un legislador de Massachussetts, por ejemplo, proclamó:
Dad el voto a las mujeres y tendréis que construir manicomios en cada dis·
trito y crear un tribunal de divorcios en cáda ciudad. Las mujeres son dema-
siado nerviosas e histéricas para permitirles acceder a la política.
50
Los argumentos médicos parecían eximir a la opresión sexual de
toda intención dolosa. Si se prohibía a las mujeres toda actividad o
empresa interesante, era sólo por su propio bien.
El interés de los médicos en las dolencias femeninas
El mito de la fragilidad femenina y el indiscutible cultivo de la hi-
pocondría femenina que parecía corroborar tal mito, favorecían direc-
tamente los intereses económicos de la clase médica. A finales del si-
glo XIX y principios del siglo xx, los médicos «regulares» de la Asocia-
ción Americana de Medicina [American Medical Association] (los ante-
pasados de los médicos de hoy) no detentaban aún el monopolio legal
de la práctica médica y tampoco tenían derecho a controlar el número
de personas que podían atribuirse el título de «doctor» o «dpctora». La
competencia de las sanadoras y sanadores no titulados y de los varones
con estudios formales de medicina, cuyo número consideraba excesivo
la Asociación Americana de Medicina, tenía alarmados a los médicos.
Buena parte de la competencia procedía de las mujeres. En efecto, las
sanadoras no tituladas y las comadrones dominaban en los «ghettos»
urbanos y en muchas zonas del campo y las sufragistas empezaban a
aporrear· 1as puertas de las escuelas de medicina.
Para los médicos oficiales, el mito de la fragilidad femenina cum-
plía, por tanto, dos propósitos: les ayudaba a descalificar a las muje-
res como sanadoras y, lógicamente, potenciaba su papel de pacientes.
En 1900, había 173 médicos (dedicados al cuidado directo de los pa-
cientes) por cada 100.000 habitantes, mientras que la proporción actual
es de 50 médicos por cada 100.000 habitantes. En consecuencia, estos
médicos tenían todo el interés en cultivar las dolencias de sus pacientes
y prodigarles frecuentes visitas domiciliarias y extravagantes «trata-
mientos». A un médico le bastaba tener unas cuantas señoras acomoda-
das como pacientes para asegurarse el éxito de una consuita urbana.
Las mujeres -al menos aquellos cuyos maridos podían pagar los hono-
rarios- llegaron a constituir una «casta natural de clientes» para la
naciente profesión médica.
En muchos aspectos, la mujér de clase alta y media alta era lapa-
ciente ideal. En efecto, sus enfermedades -y la cuenta bancaria de su
maridQ...,.... parecían casi inagotables. Además, solía ser una persona su-
misa, dispuesta a acatar todas las «órdenes del médico». En 1888, S.
Weir Mitchell, el famoso médico de Filadelfia, expresó en estos térmi-
nos la profunda estima de su profesión por la mujer enferma:
A pesar de su debilidad, de su inestable emotividad y de su propensión a
las perversiones morales cuando sufre prolongados desequilibrios nerviosos, la
mujer es una paciente mucho más fácil, es mucho más sencillo hacerla entrar
en razón y se adapta mejor que el hombi;e a su condición de paciente en
circunstancias relativamente parecidas. Las razones son tan evidentes que no
me extenderé en ellas y los médicos acostumbrados a tratar con pacientes de
ambos sexos podrán confirmar mis afirmaciones.
Para Mitchell, las mujeres no sólo eran pacientes más fáciles, sino
que veía en la enfermedad la clave misma de la feminidad: «El hom-
bre que no ha visto nunca a una mujer enferma, no conoce a las mu-
jeres.»
51
Algunas mujeres llegaron pronto a la conclusión de que al menos
parte de las dolencias femeninas tenían su origen en el interés de los
médicos. Elizabeth Garrett Anderson, una doctora estadounidense, afir-
mó que los médicos varones exageraban much() el grado de invalidez
de las mujeres y que las funciones naturales de la mujer .no eran en
realidad tan debilitantes. Las mujeres de las clases trabajadoras, obser-
vó, continuaban trabajando durante la :menstruación «sin interrupcio-
nes y, normalmente, sin efectos perjudiciales». (Naturalmente, las mu-
jeres trabajadoras no habrían podido pagar los costoso cuidados mé-
dicos que requería la invalidez femenina.) Mary Líver:more, una lucha-
dora por el derecho al voto, se opuso a la «monstruosa suposición de
que la mujer es una inválida por naturaleza» y denunció a «las contami-
nadas huestes de "ginecólogos" que parecen empeñados en convencer a
las mujeres de que sólo poseen un tipo de órganos, y que éstos están
siempre enfermos». Y la doctora Mary Putnam Jacobi expresó su ta-
jante juicio en 1895: «En detinitiva, pienso que el creciente interés por
las mujeres, y en particular su nueva función de lucrativas pacientes,.
difícilmente imaginable un siglo atrás, explican buena parte de las do-
lencias que las aquejan, dolencias recién descubiertas en nuestros
tiempos ... »
La explicación «científica» de la fragilidad femenina
En su condición de comerciante, el médico tenía un interés directo
en un papel social de la mujer que la incitara a considerarse enferma.
En su condición de médico, tenía a su vez la obligación de averiguar
las causas de las dolencias femeninas. Y el resultado fue que el médico,
en su condición de «científico», acabó proponiendo unas teorías médi-
cas que de hecho eran otras tantas justificaciones del papel social de
la mujer.
En aquella época, esto no planteaba mayores dificultades, pues na-
die tenía nociones demasiado claras sobre la fisiología humana. La for-
mación que recibían los médicos incluso en las mejores escuelas de los
Estados Unidos, ponía pocas trabas a su imaginación. En efecto, sólo
se les ofrecía una breve introducción a lo poco que se sabía de anato-
mía y fisiología y no se les preparaba para aplicar una rigurosa metodo-
logía científica. En consecuencia, los médicos gozaban de considerable
libertad para inventar cualquier teoría que les pareciese socialmente
apropiada. ·
En general los médicos atribuían las molestias femeninas a un «de-
fecto» congénito de las mujeres o bien a cualquier actividad -particu-
larmente sexual, atlética o mental -que saliera del marco de las más
ligeras tareas «femeninas». Así, la promiscuidad, los bailes en ambien-
tes demasiado caldeados y la sumisión a un marido excesivamente ro-
mántico se citaban como factores causantes de enfermedades, junto
con la desmesurada afición a la lectura, un carácter demasiado serio
o ambicioso y las preocupaciones. .
Estas ideas tenían su origen en una teoría médica de la debilidad
femenina basada en lo que los médicos consideraban la ley fundamental
de la fisiología: «la conservación de la energía». Según el primer pos-
tulado de esta teoría, cada cuerpo humano contenía una cantidad deter-
minada de energía 1 la cual se encauzaba en mayor o menor medida ha-
cia uno u otro órgano o función. En consecuencia, cada órgano o acti-
vidad sólo podía desarrollarse en detrimento de los demás, sustrayendo
52
energía a las partes que no se desarrollaban. En particular, los órga-
nos sexuales competían con los ·demás órganos por la utilización de
esta cantidad fija de energía vital. El segtindo postulado de la teoría
decía que la reproducción era el aspecto fundamental de la vida bioló·
gica de la mujer. Por tanto, en su caso, la competencia era muy desi-
gual y los órganos de la reproducción dominaban casi por completo
todo su cuerpo.
La teoría de la «conservación de la energía» tuvo importantes impli-
caciones en la determinación de los papeles masculinos y femeninos.
Examinémosla más detenidamente.
Es curioso observar que la misma perspectiva científica no llevaba
a considerar que los hombres pusieran en peligro su capacidad repro-
ductora cuando se entregaban a actividades intelectuales. Al contrario,
puesto que la misión de los hombres de· clase alta y media alta era
construir y producir, y no engendrar y reproducirse, debían procurar
que la sexualidad no sustrajera energías a sus «funciones más eleva-
das». Los médicos advertían a los hombres del peligro de «despilfarrar
su semen» (esto es, la esencia de su energía) y les instigaban a reser-
varse para las «tareas civilizadoras» que les eran propias, Se apartaba
celosamente a los estudiantes de las mujeres --con la sola excepción de·
algunas escasas noches de juerga en la ciudad- y con frecuencia se ala-
baba tanto la virginida~ del hombre como la de la mujer. Se conside-
raba que los «excesos» debilitaban el esperma, con el riesgo de engen-
drar enanos, criaturas enfermizas y niñas.
Por otra parte, puesto que la reproducción era el objetivo máximo
en la vida de una mujer, todos los médicos coincidían en afirmar que
las mujeres debían encauzar su energía física hacia dentro, hacia la
matriz, y debían moderar o interrumpir cualquier otra actividad du-
rante los períodos de m~imo consumo de energía sexual. Cuando apa-
recían las primeras reglas, se recomendaba guardar cama con frecuen-
cia a fin de concentrar la energía en la regulación d~ los períodos mens-
truales, aunque se requirieran años para lograrlo. Cuanto más tiempo
permanecía tranquilamente en cama la mujer embarazada, mejor para
ella. Y no era ra.ro que al llegar a la menopausia las mujeres fueran
confinadas otra vez en su lecho.
Médicos y educadores sacaron rápidamente la lógica conclusión de
que los estudios superiores podían ser físicamente perjudicales para las
mujeres. Un excesivo desarrollo del cerebro atrofiaría la matriz, de-
cían. El desarrollo del aparato reproductor era totalmente incompati-
ble con el desarrollo intelectual. En una obra titulada Sobre la debili-
dad fisiológica e intelectual de las mujeres, el científico alemán P. Moe-
bius escribía:
Si queremos que la mujer cumpla plenamente su deber de madre, no pode-
mos pretender que posea un cerebro masculino. Si las mujeres desarrollaran
sus capacidades en la misma medida que los hombres,. sus órganos materiales
sufrirían y las veríamos transformarse en híbridos repugnantes e inútiles.
En los Estados Unidos esta tesis fue sostenida con particular énfa-
sis por el doctor Edgard Clarke de la universidad de Harvard, quien
en su influyente libro Sex in Education [Sexo y educación] (1873) ad-
virtió que la educación ya estaba destruyendo la capacidad reproduc-
tora de las mujeres estadounidenses. -
Pero incluso la mujer que optaba por dedicarse a actividades inte-
53
lectuales u otras ocupaciones «no femeninas» tenía pocas posibilidades
de escapar al dominio de sus ovarios y su matriz. En su obra The Di-
seases of Women [Las enfermedades de las mujeres] (1849), el doctor
F. Hollick escribe: «No debe olvidarse que la Matriz [con mayúscula
en el original] es el órgano que controla el cuerpo femenino, pues es
el más excitable de todos y por tanto se halla íntimamente vinculado
a todas las demás partes del cuerpo a través de las ramificaciones de
sus numerosos nervios.» Otros teóricos de la medicina atribuían en
cambio el papel central a los. ovarios. El siguiente párrafo del doctor
W. W. Bliss (1870) es muy típico de la época, pese a su estilo altiso-
nante:
Si admitimos, pues, el gigantesco poder e influencia de los ovarios sobre
toda la econonúa animal de la mujer; si pensamos que son los agentes más
poderosos de todas las conmociones que afectan a su organismo y que de
ellos depende su reputación intelectual en la sociedad, su perfección física y
todo lo que da belleza a sus finos y delicados contornos, constante objeto de
admiración, así como todo lo que en ella hay de grande, noble y bello, todo lo
que es voluptuoso, tierno y seductor; si pensamos que su fidelidad, su devoción,
su perpetua vigilancia, su intuición y todas aquellas cualidades de la mente y
el carácter que inspiran respeto y amor, y la convierten en la más segura con-
sejera y amiga del hombre, tienen su origen en los ovarios, ¡cudl no serd la
irrfluencia y poder de estos órganos sobre la gran vocación de la mujer y los
augustos fines de su existencia cuando los ataca la enfermedad! ¿Cómo espe-
rar que la trayectoria de la mujer en el cumplimiento de su misión sobre la
tierra no sea una sucesión de penas, sufrimientos y múltiples dolencias, todas
ellas provocadas por la influencia de tan importantes órganos?
55
... todos los que han observado el alcance de la perversión moral en que
pueden llegar a caer las jóvenes... cuyos deseos libidinosos se han multipli-
cado con el uso del cáñamo indio y en parte encuentran satisfacción en las
manipulaciones de los médicos, no podrán negar que el remedio es peor que
la enfermedad. Yo... he visto jóvenes solteras de clase media, reducidas al
estado psíquico y moral de prostitutas por el uso continuado del espéculum, que
intentaban procurarse la misma satisfacción con la práctica del vicio solitario
y solicitaban a todos los médicos ... un examen ginecológico.
57
Aunque muchos médicos no eran demasiado partidarios de la prác-
tica de amputar el clítoris, todos tendían a coincidir en que esta ope-
ración podía llegar a ser necesaria en casos de «ninfomanía». (La úl-
tima clitoridectomía de que se tiene noticia en los Estados Unidos fue
realizada hace veinticinco años a una niña de cinco años como reme-
dio contra la masturbación.)
Más frecuente era la extirpación quirúrgica de los ovarios -ovario-
tomía o «castración de la mujer». Entre 1860 y 1890 se realizaron mi-
les d.e operaciones de este tipo. En su artículo «The Spermatic Eco-
nomy» [La economía espermática], Ben Barker-Benfield describe
cómo se inventó la «ovariotomía normal» o extirpación de los ovarios
como tratamiento contra dolencias no ováricas, invento realizado en
1872 por el doctor Robert Battey de Rorne, Georgia.
Entre los males para los que se recomendaba la intervención figuraban un
carácter dísolo y dificil, una excesiva afición a la comida, la masturbación, las
tentativas de suicidio, las inclinaciones eróticas, la manía persecutoria, la sim-
ple «maldad» y la dismenorrea. Entre la enorme variedad de síntomas para los
que los médicos tendían a recomendar la castración destacaba la manifestación
de fuertes apetitos sexuales por parte de la mujer.
58
medicinas, los balnearios medicinales -servía sobre todo para mante-
ner ocupadas a muchísimas mujeres en la tarea de no hacer nada. El
mito de la fragilidad femenina causó estragos incluso entre las mujeres
de clase media que no podían costearse los cuidados permanentes de
un médico y que no gozaban del tiempo libre necesario para abando-
narse plenamente a la invalidez, en cuyo caso sustituían los costosos
«tratamientos» de los profesionales por baratos medicamentos patenta-
dos (a menudo peligrosos).
Una consecuencia muy importante fue una mucho mayor dependen-
cia de las mujeres de clase media alta con respecto a los hombres.
Desde luego, las ociosas damas de las clases «bienestantes» ya depen-
dían económicamente de sus maridos. Pero el culto a la invalidez les
creó una dependencia de su médico y su marido para su misma su-
pervivencia física. Las mujeres podían estar cansadas de verse so-
metidas a custodia, podían anhelar una vida útil y activa, pero si es-
taban convencidas de hallarse gravemente enfermas o en peligro de
estarlo, ¿cómo podían atreverse a escapar? ¿Cómo podían pensar tan
sólo en sobrevivir sin los costosos cuidados médicos que les pagaban
sus maridos? Al final, posiblemente debían llegar a convencerse inclu-
so de que sus propias inquietudes eran «síntomas de su enfermedad»,
una prueba más de que debían llevar una vida recluida e inactiva.
Y si una mujer llegaba a superar la paralizante noción de la congénita
enfermedad femenina y empezaba a infringir las normas de comporta-
miento, siempre podía encontrarse un médico dispuesto a recetar el
retomo a la supuesta normalidad.
De hecho, los cuidados médicos dirigidos a estas mujeres constitu~an
un sistema de vigilancia que podia llegar a ser muy eficaz. Los médicos,
por su situación, podian detectar las primeras manifestaciones de re-
beldia e interpretarlas como sin tomas de una «enfermedad» que era
preciso «curar».
La subversión del papel de enferma
Sería un error suponer que las mujeres sólo fueron víctimas pasi-
vas de un reinado de terror médico. En algunos aspectos lograron
aprovechar ventajosamente su papel de enfermas, sobre todo como
una forma de control de la natalidad. Para la mujer «formal» que
consideraba realmente repugnantes las relaciones sexuales, al mismo
tiempo que creía su deber someterse a ellas, y también para cualquier
mujer que desease evitar el mbarazo, «Sentirse indispuesta» era una
escapatoria, y no había muchas más. Era prácticamente imposible te-
ner acceso a los métodos anticonceptivos y los abortos eran peligro-
sos e ilegales. A un médico respetable jamás se le habría ocurrido
dar consejos a una señora sobre cómo evitar el embarazo (suponiendo
que tuviera algún consejo que ofrecer, cosa poco probable). Y tam-
poco se ofrecería a realizar un aborto (al menos si nos atenemos a la
propaganda de la Asociación Americana de Medicina). De hecho, los
médicos dedicaron considerables energías a «demostrar» que los mé-
todos anticonceptivos y el aborto eran intrínsecamente perjudiciales
para la salud y que podían provocar enfermedades como el cáncer.
(¡Todavía no se conocía la píldora!) Pero el médico podia ayudar a
una mujer confirmando sus afirmaciones de que estaba demasiado en-
ferma para tener relaciones sexuales: podía recomendar la abstinen-
cia. ¿Quién sabe, pues, cuántas de las lánguidas tuberculosas y decaí·
59
das inválidas de la época eran en realidad mujeres sanas que fingían
estar enfermas para eludir el coito y el embarazo?
Y si algunas mujeres recurrían a la enfermedad como un medio
de control de la natalidad -y la sexualidad---,, otras sin duda la em-
pleaban para llamar la atención y obtener cierto grado limitado de
poder en el ámbito familiar. Actualmente todas conocemos el mito
(sexista) de la suegra cuyos síntomas se manifiestan muy conveniente-
mente cada vez que estalla una crisis famili¡;i.r. En el siglo XIX las
mujeres desarollaron, en proporciones epidémicas, un completo sín-
drome que incluso algunos médicos interpretaban a veces como un
instrumento de poder más que como una verdadera enfermedad. La
nueva dolencia era la histeria, la culminación del culto a la invali-
dez femenina en más de un aspecto. El mal afectaba casi exclusiva-
mente a las mujeres de clase alta y media alta, no tenía ninguna base
orgánica demostrable y era totalmente inmune a los tratamientos mé-
dicos. Ya sólo por estos motivos, merece la pena examinarla con c;:ier-
to detalle. Un médico de la época describió así la crisis histérica:
La paciente... pierde la habitual expresión de su cara y adquiere una mirada
ausente; se agita; cae al suelo si estaba de pie; sacude convulsivamente los
miembros; retuerce el cuerpo en toda suerte de violentas contorsiones; se golpea
el pecho; a veces se arranca los cabellos e intenta morderse y morder a los de-
más; y, aún siendo una mujer delicada, manifiesta una fuerza muscular que
a menudo requiere el concurso de cuatro o cinco personas para llegar a con-
tenerla.
La histeria no sólo se manifestaba en forma de convulsiones y des-
mayos, sino de todas las maneras posibles: pérdida histérica de la
voz, pérdida del apetito, toses y estornudos histéricos y, evidentemen-
te, gritos, risas y llantos histéricos. La enfermedad se propagó vertigi-
nosamente, aunque casi exclusivamente entre una selecta clientela
de mujeres blancas de la clase media y alta de las ciudades y de eda-
des comprendidas entre los quince y los cuarenta y cinco años.
Los médicos llegaron a estar obsesionados con esta «desconcer-
tante, misteriosa y rebelde enfermedad». En algunos aspectos, era la
enfermedad ideal para ellos: nunca tenía consecuencias mortales y re-
quería una cantidad casi ilimitada de cuidados médicos. Pero en cam-
bio no era una enfermedad ideal desde el punto de vista del marido y
la familia de la mujer afectada. La invalidez resignada era una cosa; los
violentos ataques de histeria eran algo muy distinto. De manera que
la histeria puso a los médicos en un brete. Para conservar su presti-
gio era esencial encontrar una causa orgánica de la enfermedad, y cu-
rarla, o bie ndesenmascarar su carácter de inteligente comedia.
Había abundantes pruebas en favor de este último punto de vista.
Con creciente suspicacia, los libros de medicina empezaron a observar
que las mujeres histéricas nunca sufrían ataques cuando estaban so-
las y siempre buscaban algún objeto blando sobre el cual desplomar-
se. Un médico las acusó de peinarse de manera que sus cabellos se des-
parramaran atractivamente cuando se desmayaban. El «tipo» de mu-
jer histérica empezó a caracterizarse como una «pequeña tirana» con
«ansias de dominar» a su marido, sus criados y sus hijos y también, si
era posible, a su médico.
Según la interpretación histórica de Carroll Smith-Rosenberg, las
acusaciones de los médicos tenían cierto fundamento: para muchas
mujeres, el ataque de histeria debía ser la única manera aceptable de
60
desahogar su rabia, su indignación o simplemente su energía, que les
estaba permitida. Pero sus posibilidades como forma de rebelión eran
muy limitadas. Por grande que fuera el número de mujeres que la
adoptaran, siempre sería un acto completamente individual: las histé-
ricas no se unen para luchar. Como confrontación de fuerzas, el ata-
que de histeria podía conceder una breve ventaja psicológica sobre el
marido o el médico, pero en última instancia favorecía a los médicos,
confirmando su concepción de la mujer como una persona irracional,
inestable y enferma.
Sin embargo, en conjunto, los médicos continuaron insistiendo en
que la histeria era una verdadera enfermedad, una enfermedad del
útero en realidad. (Histeria tiene su origen en la palabra griega que
designa el útero.) No cejaron en su convicción de que las visitas a
domicilio y los elevados honorarios que cobraban eran absolutamente
necesarios; pero al mismo tiempo los médicos adoptaron una actitud
cada vez más indignada y amenazadora tanto en sus tratamientos
como en sus escritos. Un médico escribió: «A veces es aconsejable co-
mentar en tono firme, en presencia de la paciente, la necesidad de
raparla o de darle una ducha fría si su estado no mejora.» Y a conti-
nuación ofrece una racionalización «científica» de este tratamiento:
«La influencia sedante del miedo puede calmar, según he podido ob-
servar, la excitación de los centros nerviosos ... »
Carroll Smith-Rosenberg escribe que los médicos recomendaban so-
focar a las mujeres histéricas hasta que cesaba el ataque, golpearles
la cara y el cuerpo con toallas mojadas y ponerlas .en ridículo ante
la familia y amigos. Cita esta recomendación del doctor F. C. Skey:
~Ridiculizar a una mujer de espíritu sensible es un poderoso recur-
so ... pero no existe emoción comparable al temor y la amenaza de
castigo corporal... Obedecerán entonces la voz de la autoridad.» Cuan-
to más aumentaba el número de mujeres histéricas, más acusada se
fue haciendo la actitud punitiva de los médicos hacia la enfermedad.
Y al mismo tiempo empezaron a verla por todas partes ¡hasta que
llegaron a diagnosticar cualquier acto independiente de una mujer, en
particular su actividad en favor de los derechos de la mujer, como
una manifestación «histérica».
Con la histeria llegó a su conclusión lógica el culto a la invalidez
femenina. La sociedad había destinado a las mujeres de clase acomo-
dada a una vida de reclusión e inactividad y la medicina había jus-
tificado este papel describiéndolas como personas congénitamente en-
fermas. Con la epidemia de la histeria, las mujeres estaban aceptando
su inherente condición de enfermas al mismo tiempo que encontra-
ban la manera de rebelarse contra un papel social intolerable. La en-
fermedad, que había llegado a constituir una manera de vivir, se
convirtió en una forma de rebelión y el tratamiento médico, que
siempre había tenido fuertes connotaciones coactivas, adoptó .méto-
dos abierta y brutalmente represivos.
Pero la histeria representa algo más que una anécdota singular
dentro de la historia de la medicina. La epidemia de histeria del si-.
glo XIX tuvo efectos duraderos porque introdujo una actitud «cien-
tífica» totalmente nueva en el tratamiento médico de las mujeres.
Mientras el conflicto entre las mujeres y sus médicos por la cues-
tión de la histeria seguía exacerbándose en los Estados Unidos, Sig-
mund Freud comenzaba a desarrollar en Viena un tratamiento que
61
sustraería por completo la enfermedad del ámbito de la ginecologia.
De un solo golpe, Freud resolvió el problema de la histeria y creó
una nueva especialidad médica. «El psicoanálisis --como ha señalado
Carroll Smith-Rosenberg-, es hijo de la mujer histérica.» El trata-
miento de Freud se basaba en una modificación de las reglas del jue-
go: en primer lugar, eliminando el problema. de si la mujer fingía o
no. El psicoanálisis, como ha puesto de relieve Thomas Szasz, insiste
en .que fingirse enfermo es una enfermedad y, de hecho, una enfer-
medad «más grave que la histeria». En segundo lugar, Freud deter-
minó que la histeria era una enfermedad mental. Proscribió los «tra-
tamientos» traumáticos y consagró una relación entre médico/a y en-
fermo/a basada excluivamente en la conversación. Su terapia consistía
en invitar a la paciente a confesar su resentimiento y rebeldía y acep-
tar finalmente su papel de mujer.
Bajo la influencia de Freud, el bisturí con que se diseccionaba la
naturaleza femenina pasó por fin del ginecólogo al psiquiatra. En
ciertos aspectos, el psicoanálisis representó una brusca ruptura con el
pasado y un auténtico avance para las mujeres: no era físicamente
dañino y permitía una sexualidad a las mujeres (aunque limitada a
las sensaciones vaginales, consideradas las normales en las mujeres
adultas mientras que las sensaciones clitorideanas eran «inmaduras»
y «masculinas»). Pero en otros importantes aspectos, la teoría freu-
diana de la naturaleza femenina fue la directa prolongación de la con-
cepción ginecológica que vino a substituir. Seguía afirmando que Ja
personalidad femenina era congénitamente imperfecta, esta vez a cau-
sa de la carencia de pene y no por la presencia dominante de la ma-
triz. Las mujeres siguieron siendo personas «enfermas» y continuaron
estando totalmente predestinadas a la enfermedad por su anatomía.
LAS MUJERES «PORTADORAS DE ENFERMEDADES»
DE LA CLASE TRABAJADORA
63
no 1~ permite soportar ese esfuerzo. Una muchacha... fue obligada a dejar el
trabajo en vistas de su mala salud, totalmente deteriorada por la permanencia
en el ambiente mal· ventilado dei taller, y se le impuso un descanso de ocho
meses; trabajó durante una semana estando incapacitada, pero lo dejó para
salvar su vida. Dice que tiene que trabajar casi hasta la muerte para obtener
la indemnización (actualmente 12 dólares .a la semana).
64
sido nunca tan. numerosos ni tan visiblemente distintos del resto de
la gente. Las oleadas de inmigrantes procedentes del sur y el este de
Europa habían creado una clase obrera con un lenguaje y unas cos-
tumbres diferenciadas. Hacia finales del siglo XIX los trabajadores in-
migrados eran más numerosos que los «norteamericanos autóctonos»
en las principales ciudades industriales: Nueva York, Cleveland y Chi-
cago. Ciudades que antaño fueran pacíficos dominios de la clase me-
dia se transformaron en escenarios de epidemias, vicios, corrupción
municipal y -lo más preocupante de todo- disturbios callejeros y
huelgas violentas. Los motivos del malestar obrero saltaban a la vista,
para todo aquel que quisiera verlos, pero era más fácil y más cómodo
culpar a los mismos pobres. Cuando se creó una cadena de disturbios
y represión, que alimentaba nuevos disturbios, las gentes acomoda-
das empezaron a sentirse asediadas en su propia tierra, sitiadas por los
sucios y turbulentos pobres «DO americanos».
La lucha de clases -desde la perspectiva de una clase media cada
vez más pagada de sí misma y más próspera- era antinatural, anti-
norteamericana, algo que sólo sucedía «allá», en la decadente Europa.
Por suerte la «ciencia» ofrecía una terminología que permitía hablar
de la polarización de clases sin menoscabo para el orgullo nacional. La
idea central -que los pobres eran «naturalmente» inferiores- pre-
senta un notable paralelismo con las teorías médicas sobre las mu-
jeres.
Primero apareció la teoría darwiniana de la evolución, que se
poptilarizó muy oportunamente en las décadas de 1860 y 1870, justo
a tiempo para explicar la creciente polarización entre las clases. El
hecho de que algunos tuvieran más que otros -más dinero, más tiem-
po libre, mejores casas, etc.- era simplemente un ejemplo más de
los efectos de la gran ley natural: la supervivencia de los más capa-
citados. Habría sido «anticientífico» considerar la pobreza como una
consecuencia de las injusticias sociales cuando era sólo el sistema ele-
gido por la naturaleza para apartar a los manifiestamente «incapaces».
Desde el punto de vista de los grandes proyectos evolutivos de la
naturaleza, la rebelión de los pobres era cuando menos corta de mi-
ras, aunque lo más habitual era considerarla una infracción de la
ley natural y, por tanto, una enfermedad. Las metáforas de la época
sobre la lucha de clases citaban tanto a la medicina como a Marx.
Por ejemplo, inmediatamente después de los disturbios de Haymarket
de 1886, un autor declaraba en una revista económica que la anarquía
era una «enfermedad de la sangre» a la que, aparentemente, sólo eran
inmunes los estadounidenses de ascendencia yanqui.
Eil 1885 un destacado clérigo recomendó abordar de un modo ra-
cional el malestar laboral, que tenía un origen fundamentalmente
«fisiológico». El mismo tratamiento se dispensaba a los problemas so-
ciales, con ejemplos tan extravagantes· como la teoría propuesta por
el doctor Samuel A. Cartwright antes de la guerra civil norteamericana,
la cual afirmaba que la tendencia de los esclavos a fugarse tenía su
origen en una anomalía congénita de la sangre, anomalía que dignifi-
có con la denominación latina «drapetomania» (curable, evidentemente,
mediante el trabajo .y los azotes). Así como los ginecólogos veían en
las inquietudes femeninas un síntoma de un trastorno ovárico funda-
mental, los observadores sociales también veían a los pobres como
una «raza» aquejada de tendencias rebeldes de origen patológico.
65
La guerra biológica entre las clases
El darwinismo social era una teoría reconfortante para las per-
sonas situadas en el extremo superior de la escala social, pero nunca
consiguió disipar totalmente el temor de que, por alguna ironía de la
hi~toria natural, los pobres acabaran triunfando en la nueva guerra
biológica entre las clases. Ante todo existía el peligro de contagiarse
de los pobres. La enfermedad se consideraba invariablemente como
algo venido de fuera, importada en los barcos de inmigrantes e incu-
bada en sus barrios. A mediados del siglo pasado, un ex-alcalde de
Nueva York escribió en su diario que los inmigrantes eran:
sucios, borrachos, ignorantes de las comodidades de la vida y sin ningún respeto
por las normas de convivencia... se amontonan en las pobladas ciudades del
oeste, llevando consigo las enfermedades engendradas en los barcos y exacer-
badas por las malas costumbres una vez en tierra, enfermedades que transmiten
a los habitantes de esas hermosas ciudades.
66
que las personas blancas afirman en la actualidad que no tienen nada
en contra del contacto con los negros en sí, pero les preocupa la cri-
minalidad (o las drogas).
El segundo frente de la guerra biológica entre las clases no se
centraba en los gérmenes, sino en los genes. Una lectura optimista de
Darwin sugería que las gentes de la «mejor» clase pronto serían más
numerosas y dominarían a las menos capacitadas. La pobreza llevaba
implícita su propia cura; las enfermedades epidémicas que aquejaban
a los pobres eran en última instancia un instrumento benigno de
selección natural. (En la década de 1870 un observador señaló que el
problema racial no tardaría en resolverse por sí solo. La abyecta mi-
seria en que vivían los esclavos liberados en las ciudades del norte
parecía en vías de provocar su rápida extinción.) Pero hacia finales
de siglo empezaron a aparecer indicios de que, por alguna monstruo-
sa aberración de la ley natural, las que parecían condenadas a la ex-
tinción eran las clases «buenas».
La tasa de natalidad entre los norteamericanos blancos de ascen-
dencia anglosajona y protestantes había disminuido continuamente
desde 1820 aproximadamente. Los inmigrantes y los negros, pese a su
mortalidad mucho más elevada, en apariencia se reproducían prolífi-
camente. Edward Ros&, un autor de principios de nuestro siglo, libe-
ral para su época, relacionó la fecundidad de los inmigrantes con «SU
burda filosofía campesina del sexo», «SUS riñas y sus placeres anima-
les». Todo eso repugnaba a las gentes delicadas, pero la perspectiva
de la extinción era igualmente espantosa.
Un tal profesor Edwin Conklin de Princeton escribió alrededor
de 1890:
Lo que es motivo de alarma es la disminución de la natalidad entre los
mejores elementos de una población, mientras continúa aumentando entre los
elementos más pobres. Los descendientes de los puritanos y los caballeros ... ya
se están extinguiendo y, dentro de un par de siglos como máximo, habrán ce-
dido su lugar a razas más fértiles ...
71
personas y no de los libros, las monedas o la atmósfera. Entonces los
propios funcionarios sanitarios empezaron a desempeñar funciones po-
licíacas,. persiguiendo y recluyendo eri cuarentena (como en el caso
de Mary, la tífica) a las personas sospechosas de transmitir enferme-
dades; El celo anticriminal de los funcionarios sanitarios queda bien
patente en un artículo publicado en The Nation en 1910, solicitando
que se concedieran atribuciones policiales a los funcionarios sanita-
rios para perseguir a un número de aproximadamente 20.000 tuber-
culosos «incontrolados»:
Es ·como si el enemigo se hubiera infiltrado en nuestras filas durante la no-
che y no tuviéramos policías ni soldadós para buscarlo. Los bacilos de la tubercu-
losis recorren la ciudad agitando sus alas silenciosas, burlándose macabramente
de los folletos y conferencias y obras de caridad dispersas cuya acción pueden
eludir con enorme facilidad.
Los apóstoles de la sanidad pública no ocultaban en absoluto su
interés de clase por la reforma. La Asociación Nacional para el Estu-
dio y Prevención de la Tuberculosis presentó detallados cálculos sobre
los costes de la tuberculosis de los pobres para la clase media ..-:en
términos de absentismo laboral, de asistencia a los huérfanos, etc. En
una vena más lírica, la señora Plunkett, la experta en higiene domés·
tica, se preguntaba cómo se podría resolver el problema de la miseria
y la enfermedad y respondía a su propia pregunta:
A través del egoísmo ilustrado... las 10.000 personas situadas en la cumbre
de la escala social están aprendiendo que su bienestar sanitario está indisoluble-
mente ligado al de los 10 millones que viven en los niveles inás bajos de la so-
ciedad y esta percepción de la realidad ha provocado la· «oleada de interés emo-
cional» por las condiciones de vida de las clases más pobres ... La clase que se
desea redimir reacciona ofendida ante la supervisión y no ·se preocupa por la
salud o la higiene hasta que se le enseña, pero ya se han logrado grandes y 'evi-
dentes progresos en algunos aspectos. · ·
72
Las médicas se incorporaron en proporción desmesurada a los
servicios sanitarios (en parte porque a una mujer le era más fácil tra-
bajar en la sanidad pública que abrir su propia consulta privada). Las
bases del movimiento en favor de la sanidad pública estaban integradas
en gran parte por mujeres (de clase media alta) y mantenían estre-
chos vínculos con el movimiento contra el consumo de bebidas alcohó-
licas y el movimiento sufragista.
La ofensiva de la clase media: el control de la natalidad
La sanidad pública siempre fue respetable, en cambio el ,movi-
miento en favor del control de la natalidad nació en la poco recomen-
dable compañía de anarquistas, socialistas y feministas extremistas.
Emma Goldman fue encarcelada por dar charlas sobre el control de
la natalidad y la joven Margaret · Sanger lo defendió en su revista fe-
minista socialista The Woman Rebel [La mujer rebelde]. Al princi-
pio,· otras reformadoras y reformadores de clase media veían el con-
trol de la natalidad como un perverso proyecto encaminado a «supri-
mir el castigo del vicio» y «degradar a la esposa a la categoría de
prostituta».
Pero cuando el movimiento maduró bajo la dirección personal de
Margaret Sanger y consiguió el apoyo de miles de mujeres de clase
media y clase alta, empezó a resultar francamente atractivo para los
intereses egoístas de la clase media alta. A finales de la década de
1910, Sanger ya atribuía a la superpoblación todos los problemas de
la humanidad -la guerra, la pobreza, la prostitución, el hambre, la
debilidad mental -y culpaba directamente de ella a las mujeres:
Al mismo tiempo que erigía inconscientemente los cimientos de las tiranías
y abastecía de material humano las conflagraciones raciales, la mujer también
creó inconscientemente los arrabales, llenó los manicomios de locos y los asilos
de otros deficientes. Reabasteció las filas de las prostitutas, proporcionó material
humano a los tribunales y presos a las cárceles. Su actuación no podría haber
sido más eficaz de haber planificado deliberadamente este trágico resultado en
términos de despilfarro y miseria humanas.
73
Mi familia desciende por ambas partes de antiguos colonos y pioneros y yo
he colaborado durante muchos años con la Coalición Americana de Sociedades
Patrióticas (American Coalition of Patriotic Societies) a fin de impedir el des-
plazamiento del pueblo americano por gentes de raza negra o extranjera, ya sea
como resultado de la inmigración o debido a una natalidad exageradamente alta
entre otras razas en nuestro país.
Otro promotor del control de la natalidad insistía en que «para
defenderse del llamado "peligro amarillo"», los Estados Unidos debe-
rían «difundir información sobre el control de la natalidad en el ex-
tranjero y reducir el número de habitantes de esos pueblos cuya re-
producción incontrolada es un peligro para la paz internacional».
Unos cuanto médicos con visión de futuro se unieron a la cam-
paña con la intención de lograr que los anticonceptivos fueran acep-
tados por la clase media a base de señalar su potencial como méto-
dos de control demográfico. En su discurso de investidura como pre-
. sidente de la Asociación Americana de Medicina, en 1912, el doctor
Abraham Jacobi se declaró partidario del control de la natalidad, que
justificó citando la elevada fertilidad de los inmigrantes y los costes
cada vez más elevados de los servicios sociales. El doctor Robert Di-
ckinson, un ginecólogo y uno· de los más firmes aliados de Margaret
Sanger entre la clase médica, en 1916 invitó a sus colegas a «ocuparse
de este asunto [el control de la natalidad] y no dejarlo en manos de
los radicales.» Con la ayuda de hombres como el doctor Dickinson,
la señora Sanger consiguió poner en marcha los primeros centros de
control de la natalidad, localizados -muy coherentemente- en los
barios bajos de la ciudad de Nueva York.
Los métodos anticonceptivos no quedaron legalizados hasta que
los tribunales dictaminaron en 1938 que los médicos podían importar,
remitir por correo y recetar dispositivos para el control de· la nata~
lidad. Esto representó un importante progreso para las mujeres y
gran parte del mérito por este avance corresponde a Margaret Sanger,
que luchó por él con gran valor y firmeza.
Queremos dejar bien clara nuestra postura sobre este tema. En
nuestra opinión todas las mujeres de todas las clases y grupos étnicos
deberían tener acceso al control de la natalidad sin restricciones. No
suscribimos la idea de que el control de la natalidad es liberador para
algunas mujeres, pero un «genocidio» para otras. Nuestras críticas van
dirigidas contra las posiciones que adoptó el movimiento en favor del
control de la natalidad para conseguir sus propósitos. Al haber adop-
tado una posición racista y clasista, incluso la victoria final del movi-
miento en favor del control de la natalidad resulta dudosa.
Sin embargo no podemos dejar de preguntarnos si el. movimiento
en favor del control de la natalidad podría haber salido adelante de
otro modo, ha dado el contexto de la sociedad estadounidense de la
época. ¿Si el movimiento hubiera defendido la anticoncepción con ar-
gumentos exclusivamente feministas, habría podido conseguir el poder
o la influencia necesarios para triunfar? Algo parecido podríamos
preguntarnos en relación al movimiento en favor de la sanidad pública:
¿Se habría logrado alguna reforma sanitaria si éstas no hubieran fa-
vorecido directamente los intereses dé los ricos y los poderosos? Evi-
dentemente es imposible responder a estos interrogantes, pero el dile-
ma que plantean pone de relieve la ambigüdad fundamental de las
reformas en una sociedad generalmente opresiva.
74
Las mujeres «redimen» a otras mujeres
El movimiento en favor de la sanidad pública nunca consiguó po-
ner en cuarentena a todos los habitantes cargados de gérmenes que
poblaban los barrios bajos y el movimiento en favor del control ·de
la natalidád tampoco vio cumplido su propósito de «purificar>? la raza.
De hecho, las medidas de sanidad pública hicieron más habitables
las ciudades, tanto para los pobres como para los ricos, y el control
de la natalidad, irónicamente, afectó sobre todo el crecimiento demo-
gráfico de las propfus clases medias y altas. Indiscutiblemente, debe-
mos muchísimo a las masas de mujeres que participaron en estos dos
movimientos cualesquiera que fuesen sus motivaciones. Lo triste es
que los movimientos de reforma contribuyeran a acentuar la divi-
sión de las mujeres según su pertenencia de clase: unas (las muje-
res de clase media y clase media alta) eran las reformadoras, las otras
(las ·mujeres de clase obrera) las reformadas.
Las reformadoras eran mujeres que ño aceptaban la vida de inú-
til ocio que se exigía a una «dama». Querían hacer algo, buscaban un
proyecto a la altura de su desaprovechada sensibilidad moral y preo·
cupación social. Para muchas este proyecto fue la gran tarea de «re-
dimir» a las mujeres trabajadoras. La sanidad pública y el control de
la natalidad eran los aspectos más impersonales de la campaña, pero
a través de ella muchas reformadoras túvieron contacto directo con
las mujeres pobres. Las mujeres integradas en la campaña contra el
vicio intentaron reformar a las prostitutas; las asistentas sociales acu·
dían a los suburbios para enseñar economía doméstica y los «valores
norteamericanos» a las mujeres pobres; los clubs de mujeres crearon
grupos de discusión sobre temas éticos para las jóvenes trabajadoras.
Según se desprende de los manuales de economía doméstica de la
época, incluso las mujeres que permanecían en sus casas tenían la
75
responsabilidad redentora de instruir a sus criadas en materia. de hi-
giene y moral y prepararlas para qué fueran «buenas esposas»;
. . Las activistas de clase :media alta de la última d~da del siglo XIX
y principios del xx muy poco tenían que ver con sus hermanas que
continuaban tendidas en sus divanes, recluidas en su cuarto de enfer-
mas o curándose en un balneario medicinal. Habían reehazado la ideo-
logía médica que las definía como personas enfermas y las condena-
ba a la inactividad. Pero todo .indica que .sólo obtuvieron su· «liber-
tad~ con la condición de que. siguieran manteniéndose fieles a los .in-
tereses de su clase y· adoptaran papeles sociales que en lo esencial
eran una, prolongación del papel de esposa y madre, ya fuera como
asistentas sociales o como «redentoras» voluntarias. En estos pape-
les .ck transmisoras del evangelio de la higiene, la sanidad pública, la
economía doméstica, etc., esas mujeres debían adoptar forzosamente
una actitud paternalista, y a veces antagónica; ·en sus relaciones con
las mujeres pobres.
El problema de la salud -la salud de las mujeres y la salud fami-
liar-, que podría haber unido a las mujeres de las distintas clases
sociales, acabó dividiéndolas en reformadoras por una parte y «pro-
blemas»· por otra. Las mujeres de clase media alta no se enfrentaron
con la profesión médica que las había aprisionado y había rechazádo
a las mujeres pobres; no se unieron con éstas para crear un movimien-
to capaz de reivindicar un solo criterio de salud y de asistencia sanita-
ria para todas las mujeres. En los movimientos en favor de la sanidad
pública y del control de la natalidad esas mujeres se aliaron con los
médicos contra el peligro que representaban los pobres.
Pero no queremos crear la impresión de que las mujeres de cla-
se media alta simplemente se dejaron «desviar», por consideraciones
ideológicas, de la tarea de crear un movimiento de salud para, y con
la participación de, todas las mujeres. Es cierto que las mujeres de
todos los grupos sociales pueden encontrar una factor potencial de
unidad en torno a las experiencias biológicas que les son comunes.
Y también en cierto que la ideología médica -tanto en forma de
teoría «científica» como de creencias populares- hizo todo lo posi-
ble por negar esa generalidad de la experiencia de las mujeres y las
dividió en enfermas (o vulnerables) y «portadoras de enfermedades»
(o peligrosas). Pero los hombres -o las mujeres- de las clases aco-
modadas no habrían aceptado nunca esta ideología si no hubiera te·
nido un fundamento en la realidad económica.
Las situaeiones de.las mujeres de las clases que hemos considerado
eran complementarias en muchos aspectos. Las mujeres de clase alta
y clase media no habrían podido gozar del tiempo libre necesario
para ser inválidas, o reformadoras, sin la explotación de las gentes tra-
bajadoras (incluidas· las mujeres y los niños); no habrían podido elu-
dir las tareas domésticas sin el trabajo de las sirvientas y de las
obreras de las fábricas de confección y de otros utensilios domésti·
cos que antes se hacían en casa. Los mitos médicos y los temores bio-
lógicos no crearon las diferencias de clases entr.e las mujeres; úni·
camente les dieron credibilidad «científica».
76
NOTAS SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL
77
Todavía subsisten profundas diferencias de clase en las relaciones
de las mujeres con el sistema médico. En el mercado de servicios mé-
dicos, millones de mujeres -muchas más que las clasificadas como
«pobres» en las estadísticas- no pueden costearse ni los servicios
preventivos más esenciales y no digamos ya los tratamientos de lujo.
La distribución fragmentaria de los servicios sanitarios para las mu-
jeres de bajos ingresos -un dispensario de enfermedades venéreas
aquí, un centro de planificación familiar allá, y casi en ninguna parte
un· centro general de salud a precios asequibles- demuestra que to-
davía se las cqnsidera más como problemas sanitarios que como se-
res humanos que requieren una atención médica individualizada. Esto
es particularmente cierto en el caso de las mujeres negras, portorri-
queñas y chicanas. Las mujeres del Tercer Mundo, que antes entra-
ban en la categoría de las «razas inferiores» conjuntamente con italia-
nas, polacas y otras inmigrantes, constituyen ahora casi el único blan-
co de medidas de control de población tales como la esterilización
involuntaria.
Podríamos continuar buscando similitudes entre los últimos años
del siglo XIX y los primeros del xx y nuestra época, pero todavía nos
parecen más chocantes las diferencias. La situación de los médicos
y también la de las mujeres ha cambiado drásticamente. Los tiem-
pos del ocio total han terminado para las mujeres, incluso para las
de clase media alta. Cada vez es mayor el número de mujeres que
trabajan fuera de casa y también ha desaparecido el servicio domés-
tico. La mujer que trabaja fuera de casa tiene dos ocupaciones, una
como trabajadora asalariada y otra no remunerada como ama de casa
y madre. Incluso el ama de casa más rica y «desocupada» debe mos-
trarse saludable y activa en todo momento, debe ser capaz de hacer
de chófer de sus hijos, administrar la casa y actuar como gentil es-
posa y anfitriona con las relaciones de su marido. Un ama de casa de
clase trabajadora resumió la situación en una frase que podríamos
suscribir casi todas: «A veces quisiera estar enferma, pero no tengo
tiempo», le dijo a un sicólogo.
Y los médicos tampoco parecen tener tiempo de ocuparse de nues-
tras enfermedades. Según criterios actuales, a finales del siglo XIX
había demasiados médicos en las ciudades. La competencia era encar-
nizada y existían poderosos motivos para exagerar los cuidados pro-
digados a las mujeres enfermas y para detectar enfermedades imagi-
narias en las mujeres sanas. Pero en la primera década de este siglo
la profesión médica obtuvq el derecho legal de controlar a quienes la
practicaban, imponiendo unos ciertos niveles a las escuelas de medi-
cina, cerrando las escuelas que no se ajustaban a sus criterios, etc.
(Véase la primera parte de este cuaderno, «Sobre brujas, comadronas
y enfermeras».) Al cierre de las escuelas de medicina en las décadas
de 1910 y 1920 siguieron varias décadas de presión parlamentaria de
la Asociación Americana de Medicina para impedir la concesión de
ayudas federales a las escuelas de medicina, que acabaron creando
una penuria de médicos de cabecera. Actualmente sólo un reducido
número de médicos basan su actividad en el cuidado íntimo de un
reducido círculo de gentes adineradas. La mayoría distribuyen sus su-
perficiales atenciones entre un amplio número· de personas de clase
media y clase obrera. El resultado es la consulta ginecológica de diez
minutos, el chequeo anual de quince minutos (éste es el tiempo fi-
78
jado para estos servicios en uno qe los consultorios colectivos mái.
importantes y con mejor reputación de la zona de Nueva York) y en
estas rápidas visitas se reduce al mínimo el diálogo entre médico y
paciente.
Por tanto, para la mayoría de nosotras, la relación íntima y pa-
ternalista entre médico y paciente característica del siglo XIX se ha
convertido prácticamente· en una curiosidad histórica. La enfermedad
ya no encaja con nuestros papeles sociales y tampoco existe la posi-
bilidad práctica de estar enfermas dada la escasez de médicos. Nues-
tra imagen médica ha dado un giro de _cas~ 1180" desde los tiempos
de la invalidez femenina. Dado que la esperanza de vida es mayor para
las mujeres que para los hombres, con menor incidencia de las afec-
ciones cardíacas, los infartos y el cáncer de pulmón, nosotras estamos
consideradas ahora como el sexo «más fuerte» y los manuales popu-
lares de salud nos prodigan consejos sobre la manera de mantener
vivos y sanos a nuestros maridos. Y como siempre, los cuidados mé-
dicos que recibimos contribuyen a reforzar nuestro papel social, sólo
que ahora nos corresponde trabajar (en las tareas domésticas o en
otras cosas) y no ser mimadas inválidas. ·
Cuando un médico no consigue detectar enseguida la causa orgánica
de una dolencia de una mujer, se apresura a sospechar un origen psi-
cosomático, es decir, -Una ~comedia». Un estudio realizado en 1973 por
dos médicos, Jean y John Lennane, y publicado en una prestigiosa re-
vista médica, llegaba a la siguiente conclusión:
La dismenorrea (dolores menstruales), los vómitos durante el embarazo, los
dolores del parto y las perturbaciones infantiles de la conducta se consideran
habitualmente como trastornos provocados o agravados por factores psicógenos.
Aunque los datos científicos existentes señalan claramente la intervención de cau-
sas orgánicas; la aceptación de un origen psicógeno ha desembocado en actitu-
des irracionales e ineficaces en el tratamiento de estos problemas. Toda vez que
se trata de trastornos que -sólo afectan a las mujeres, las confusas explicaciones
que caracterizan la bibliografía sobre el tema podrían estar determinadas por
una forma de prejuicio sexual.
• En los Estados UDidos, y también en Inglaterra y otros países, las madres solteras o abando-
nadas por el marido y que tienen clificultades económicas reciben una ayuda del Estado de
acuerdo con el número de hijos. a su cargo. Las concliciones impuestas para r<¡ocibir esta ayuda
(no tener relaciones, permanentes o esporádicas con ningún hombre, por ejemplo) han provocado
movimientos de protesta en los que ha participado el movimiento ·feminista. Al igual que otros
subsidios sociales (subsidio de paro), esta ayuda a las mujeres con hijos a su cargo es muy
criticada por los sectores conservadores. (N. de la T.)
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¿Y AHORA QUÉ?
Algunas concluslones
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Nota de agradecimiento
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BIBLIOGRAFIA
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2. Sobre el contexto histórico (incluimos los textos que nos han resultado es-
pecialmente útiles tanto por sus interpretaciones como por la información que
ofrecen):
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Libros de medicina del siglo XIX dedicado a las mujeres.
BLISS, W. W.: Woman and Her Thirty-Years'Pilgrimage. Boston: B. B. Russell,
1870.
CLARKE, EDWARD H., M.D.: Sex in Education, or, a Fair Chance for the Girls. Ja-
mes R. Osgood and Co., 1873. Reeditado en 1972 por Amo Press, Inc.
DIRIX, M. E .• M.D.: Woman's Complete Guide to Health. New York: W. A.
Townsend and Adams, 1869.
HoLLICK, F., M.D.: The Diseases of Woman, Their Cause and Cure Familiarly Ex-
plained. New York: T. W. Strong, 1849.
TAYLOR, W. C., M.D.: A Physician's Counsels to Woman in Health and Disease.
Spring:field: W. J. Hollanc;l & Co., 1871.
WARNER, LucrnN, C., M.D.: A Popular Treatise on the Functions and Diseases of
Women. New York: Manhattan Publishing Company, 1874.
Economía doméstica e higiene.
CAMPBELL, HEI.EN: Household Economics. New York: G.P. Putnam's Sons, 1907.
PLUNKETT, H. M.: Mrs. Women, Plumbers and Doctors, or Household Sanitation.
New York: Aplleton, 1885.
WRIGHT, JULRA McNAIR: The Complete Home: An Encyclopedia of Domestic
Life and Affairs. Philadelphia: P. W. Ziegler and Co., 1881.
Control de la natalidad.
Complete Works of Theodore Roosevelt. Vol. 19. New York: Charles Scribner's
Sons, 1926. Véase cap. 12, «Birth Reform from the Positive, Not the Negative
Side», pp. 152-66. . .
SANGBR, MARGARET: Woman and the New Race. New York: Brentano's Publishing
Co., 1920.
Otros temas.
REBBRBY, SusAN: Sex O'Clack in America: Prostituiion, White Slavery, the Pro-
gressives and the Jews (1900-1917). No publicado 1973. ·
SALMON, Lucv MAYNARD: Domestic Service. New York: Macmillan, 1911.
SOPBR, GEORGE A.: «The Curious Career of Typhoid Mary.» En la revista The Di-
plomate (diciembre 1939).
WALKER, STANLEY: «Typhoid Carrier No. 36.» In The New Yarker, 26 de enero,
1935.
WOOLSTON, HowARD B.: Prostitution in the U. S. New Jersey: Patterson Smith
Reprint Series, 1969 (copyright, 1921).
Education Department of the ILGWU, New York. Garment Workers Speak.
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