Díaz, “Música popular, investigación y valor”, 2011
Según ha observado Raymond Williams (1980 y 2003), la tradición de las humanidades concibe la cultura como el conjunto de las obras “espirituales” que constituyen los mayores logros de una sociedad y, en una perspectiva más universalista, de la humanidad. Estas obras son pensadas como portadoras en sí mismas de un valor de carácter ahistórico y universal. Se puede decir, entonces, que desde el punto de vista de esta tradición, forman parte de la “cultura” todas las “grandes” obras científicas, artísticas, filosóficas, religiosas, musicales, etc., cuyo valor es universalmente reconocido y que por lo tanto deben ser conservadas y transmitidas a las nuevas generaciones. Y su valor es universal porque llevan en sí mismas un conjunto de cualidades que las hacen perdurables. Como se puede ver, esta tradición implica no solo un sistema de inclusiones y exclusiones, sino también una fuerte jerarquización de los productos incluidos en la noción de cultura. Si bien esta manera de entender la cultura tiene raíces antiguas, se siguió desarrollando de diferentes maneras durante los siglos XIX y XX, y opera todavía en los debates actuales. Podemos encontrarla en la noción de “canon” (literario o musical), pero también en las diferentes variantes de los análisis formalistas de obras de arte que postulan criterios intrínsecos de valor, y en muchas políticas culturales del estado que consisten en poner la “cultura” (música clásica, muestras de arte, teatro, literatura) al alcance del pueblo. Sigue operando también en los discursos que distinguen, por ejemplo, personas o grupos “cultos”, es decir, competentes en el conocimiento de las obras que constituyen la “cultura”, y personas o grupos “incultos” que carecen de esa competencia. En muchos juicios de valor sobre la música se puede ver cómo operan criterios fundados en esa concepción. Supongo que es algo de esa naturaleza lo que quiere decir Diego Fischerman cuando afirma que «en esa forma de concebir el arte que persigue la condición de abstracción –de música absoluta–, son esenciales los valores de autenticidad, complejidad contrapuntística, armónica y de desarrollo, sumados a la expresión de conflictos y a la dificultad en la composición, en la ejecución e, incluso, en la escucha» (2004, p. 26). Dicho en otros términos, hay una relación entre valor y rareza, valor y dificultad de acceso. Vistos desde este punto de vista aquellos rasgos inmanentes que hacen canónica una obra de arte según la tradición de las humanidades (complejidad, dificultad, trabajo formal, etc.) adquieren otro sentido. Desde el punto de vista sociológico esos rasgos formales son necesarios para producir la rareza que está en la base de la valoración social. Cuanto más inaccesible es una obra, más valor tiene. Y también adquiere otro sentido que esos rasgos, convertidos en criterios de valor, sean adoptados para la legitimación de la música popular. Es necesario agregar algunos conceptos más en relación con los criterios de valor socialmente construidos. Por una parte, se trata de un sistema objetivo, en tanto socialmente construido, pero vivido subjetivamente en la medida en que los criterios de valoración se internalizan y naturalizan. Por otra parte, no es un sistema estático, puesto que la legitimidad y el valor no solo son objeto permanente de disputas, sino que, en la actividad artística, son precisamente aquello por lo que se lucha. La definición y redefinición de lo valioso están siempre en el ojo de la tormenta.