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Juan Stam*
El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden; en cambio, para los que
se salvan, es decir, para nosotros, este mensaje es el poder de Dios... Ya que Dios, en
su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría
humana, tuvo a bien salvar, mediante la locura de la predicación, a los que creen...
Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos, y es locura para los gentiles, pero
para los que Dios ha llamado, es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. Pues la
locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es más
fuerte que la fuerza humana... Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el
testimonio de Dios, no lo hice con gran elocuencia y sabiduría. Me propuse, más bien,
estando entre ustedes, no saber de alguna cosa, excepto de Jesucristo y de éste
crucificado (1 Co 1:18-2:2).
El griego del NT emplea básicamente tres términos para la predicación. El más común
es kêrussô (proclamar), y su forma substantivada, kêrugma, ambos derivados de kêrux
(heraldo; cf. 1 Tm 2:7; 2 Tm 1:11; 2 P 2:5). En el vocabulario teológico moderno se ha
creado también el adjetivo "kerigmático", lo que tiene que ver con la proclamación del
kêrugma. Otros conjuntos semánticos son euaggelizô (anunciar buenas nuevas), junto
con euaggelion (evangelio) y euaggelistês (evangelista) y kataggellô (anunciar) también
de la raíz aggelô (llevar una noticia; Jn 20:18) y aggelos (ángel, mensajero). En todos
esos vocablos se destaca el sentido de proclamar una noticia o entregar un mensaje. La
predicación no consiste esencialmente en comunicar nuevas ideas sino en narrar de
nuevo una historia, la de la gracia de Dios en nuestra salvación, y esperar que por esa
historia Dios vuelva a hablar y a actuar.
Aunque el tema del reino es menos presente en Pablo y en el cuatro evangelio, por las
nuevas circunstancias culturales y políticas de su misión, sigue siendo muy importante
(cf. Jn 3:3,5; 18:36). La labor misionera de Pablo se describe como "andar predicando el
reino de Dios" (Hch 20:25), y en la fase final de su misión, ya como preso en Roma,
Pablo "predicaba el reino de Dios y enseñaba acerca del Señor Jesucristo" (Hch 28:31).
Es más, Jesús mismo, en su sermón profético, anuncia que "este evangelio del reino se
predicará en todo el mundo" hasta el fin de la historia (Mt 24:14).
La expectativa del reino mesiánico pertenecía hacía siglos a la tradición judía; lo
novedoso del evangelio del reino consistía en anunciar su inmediata cercanía (Mt 3:1;
4:17). Para Jesús, el reino no sólo está cerca sino que, en su persona, el reino se ha
hecho presente (Mt 12:28; Lc 4:21; 11:20). Los apóstoles también proclamaban que los
tiempos del reino habían llegado (Hch 2:16; 1 Cor 10:11; 1 Jn 2:18). Por eso, predicar
es "decir la hora" para anunciar que el reino de Dios ha llegado ya. La predicación es la
proclamación de este hecho para interpretar bajo esta nueva luz el pasado, el presente y
el futuro. "La predicación pone siempre en presencia de un hecho que plantea una
cuestión" (Léon Dufour 1973:711). Esta nueva realidad exige una respuesta específica:
arrepentimiento, fe y la búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mat 6:33), o en una
palabra, la conversión.
Aquí vale para nuestra predicación la doble consigna de la Reforma de tota scriptura y
sola scriptura. Pablo nos da el ejemplo de proclamar "todo el consejo de Dios" (Hch
20:20,27; Col 1:2), sin quitarle nada, y tampoco añadirle "nada fuera de las cosas que
los profetas y Moisés dijeron..." (Hch 26:22). Quitamos de las escrituras cuando sólo
predicamos sobre ciertos temas o de ciertos libros y pasajes de nuestra preferencia. En
ese sentido, predicar desde el calendario litúrgico tiene dos grandes ventajas: obliga al
predicador a exponer toda la amplísima gama de enseñanza bíblico, y liga la predicación
con la historia de la salvación (no sólo navidad y semana santa, sino ascensión, domingo
de Pentecostés, etc.). Pero esa práctica no debe desplazar la predicación expositiva de
libros enteros, teniendo cuidado de incluir en la enseñanza los diferentes estratos y
géneros de la literatura bíblica.
El humor debe tener su debido lugar en la predicación (la Biblia misma es una fuente
rica de humor), pero siempre en función del texto y no como fin en si mismo. El humor
debe iluminar el mensaje del texto. Jugar con la palabra de Dios es pecado, como lo es
también volverla aburrida. Los predicadores tienen que saber moverse entre la
frivolidad por un lado, y la rutina seca y el aburrimiento por otro lado. La jocosidad
frívola puede ayudar para el "éxito" del sermón y la popularidad del predicador, pero
será un obstáculo que impida la eficacia del sermón como palabra de Dios. Hay dos
peligros que evitar en la predicación: la frivolidad, y el aburrimiento.
Pasa con la predicación igual que con la profecía: la predicación fiel siempre va
acompañada por la predicación falsa, que busca complacer a la gente, se dirige por las
expectativas del público y les enseña a decir "Señor, Señor" pero no a hacer la voluntad
del Padre celestial (Mt 7:21-23). Por eso, la iglesia debe vigilar su púlpito con todo celo
en el Espíritu. No debe dejar a cualquiera que "habla lindo" ocupar ese lugar sagrado
sino sólo a los que se han demostrado maduros, bien centrados en la Palabra y
consecuentes en sus vidas. No cabe duda que el descuido en este aspecto ha producido
desviaciones y aberraciones en las últimas décadas, produciendo daños muy serios en la
iglesia.
La predicación y el Espíritu de Dios: Por todo lo que hemos expuesto hasta ahora, queda
claro que la predicación es una tarea muy seria, sin duda mucho más grande de lo que
solemos pensar. Con razón observa Karl Barth, en su tratado sobre nuestro tema, que la
predicación es una tarea imposible; para ella, observa, todo ser humano es incapaz e
indigno (1969:48,52). Es aun imposible que sepa de antemano qué está pasando en la
predicación, porque depende enteramente de Dios (1969:48). Tenemos que exclamar
con San Pablo, "¿Quién es competente para semejante tarea?" (2 Cor 2:16).
Pero gracias al Señor, la palabra de Dios nunca corre sin que la acompañe el Espíritu
divino que la ha inspirado. Un tema constante en la teología de los Reformadores fue el
de "La Palabra y el Espíritu". La palabra sin el Espíritu conduce a una ortodoxia muerta;
el Espíritu sin la palabra llevaba, en la frase de ellos, al "entusiasmo" desordenado. Los
Reformadores enseñaban también el testimonium spiritus sancti, sin el que la letra
escrita es letra muerta. En un brillante estudio de este tema, Bernard Ramm afirma que
fue con esta doctrina que los Reformadores evitaron un concepto cuasi-mágico de la
eficacia de la Biblia que podría compararse con el ex opere operato del tradicional
sacramentalismo católico. La palabra escrita no opera sola sino vivificada por el Espíritu
de Dios.
En nuestro tiempo, Karl Barth ha reformulado esta doctrina en términos muy
impresionantes. La palabra de Dios, para él, ocurre en su sentido pleno cuando Dios
habla y el pueblo escucha (1969:71). La predicación hace presente a la palabra en forma
viva; "cuando se predica el evangelio, Dios habla" (1969:19) y entonces, en la frase de
Lutero, "La palabra trae a Cristo al pueblo" (1/1 61). En ese acto de Dios, el "Dios que
habló" del pasado se convierte en un presente "Dios que habla", siempre por las
escrituras. Por la acción del Espíritu Santo, la Palabra toma vida, como si fuera una
resurrección del texto.
Por otra parte, nunca tomaremos la promesa del Espíritu como un pretexto para la
pereza. Convencidos del inmenso privilegio de ser instrumentos del Espíritu,
estudiaremos las escrituras con mayor ahínco y prepararemos los sermones con todo
cuidado y pasión. El texto favorito de algunos predicadores, "no se preocupen de qué
van a decir; el Espíritu Santo los enseñará lo que deben responder" (Lc 12:11-12), no se
aplica a la preparación de sermones ni al estudio sistemático de las escrituras sino a
casos de arresto y persecución, cuando uno no tiene tiempo para preparar su defensa. La
exégesis bíblica no aparece entre los dones carismáticos de la iglesia. El Espíritu Santo
nos acompañará con su luz en nuestro estudio de la palabra, pero sólo si de hecho la
estudiamos (2 Tim 2:15; 1 P 3:15; Hch 17:11; 1 Tes 5:21; Mat 22:37).
Ahora para corregir este abuso, lo primero es saber que la comunidad cristiana nunca
debe reunirse, sin que ahí la misma palabra de Dios sea predicada y que se hagan
oraciones... Por eso, donde no se predica la palabra de Dios, sería mucho mejor ni cantar
ni leer ni aun reunirse... Sería mejor omitir todo lo demás, menos la palabra., porque no
hay nada mejor que dedicarnos a ella.
Se puede decir que en la Biblia los primeros predicadores, y no sólo maestros de la ley,
fueron los profetas en Israel. Aunque hoy tenemos sus profecías en forma escrita,
originalmente ellos pronunciaron sus incendiarios discursos en plaza pública. Y hoy, si
nuestra predicación es palabra de Dios, como hemos afirmado, entonces toda
predicación debe tener algo de carácter profético. Eso es la falta más común y más seria
en la mayor parte de la predicación; de hecho, a menudo la predicación en muchas
iglesias es anti-profética y alienante. Tal predicación es infiel a la vocación con que
Dios nos ha llamado.
La palabra "profecía" es uno de los términos bíblicos que peor se entienden. Se suele
entenderla como esencialmente predicción del futuro, como revelación sobrenatural de
información secreta, o como una palabra divinamente autorizada que nadie debe
cuestionar. ¡Todo equivocado! El vaticinio de eventos futuros constituye una mínima
parte del mensaje profético. El profeta no lo era por predecir, ni dejaba de serlo si no
predecía. En segundo lugar, el AT prohíbe y condena la adivinación, a lo que
corresponde un gran porcentaje de supuestas "palabras proféticas" hoy. Y lejos de
otorgarles a los profetas una autoridad incuestionable, casi divina, Pablo dos veces
exhorta a los fieles a examinar las profecías con discernimiento crítico (1 Tes 5:21; 1
Cor 14:29).
Un aspecto del significado del día de Pentecostés, pocas veces reconocido, es que aquel
día marcó para siempre la naturaleza carismática y profética de toda la iglesia, sin
distingo de género, edad o condición social (Hch 2:17-18). Eso significa un llamado
profético especialmente para los y las líderes de la iglesia y una responsabilidad ante
Dios y la historia de no traicionar esa vocación. Una iglesia que no encuentra su voz
profética, sobre todo en momentos de crisis histórica, es simplemente una iglesia infiel.
La palabra viva de Dios exige obediencia en medio del pueblo y de la historia. Una
predicación que semana tras semana no conlleva exigencia profética, y no tiene cómo
obedecerse en todas las esferas de la vida, de seguro no es Palabra de Dios. Se dedica a
ofrecer un menú variado de productos de consumo religioso pero no nos llama a tomar
la cruz y seguir al Crucificado en discipulado radical (Mt 16:24).
Nuestros tiempos nos han traído, junto con infinidad de voces anti-proféticas, otras
voces que valientemente proclamaron las buenas nuevas del Reino de Dios y su justicia,
del Shalom de Dios y del gran Jubileo con su programa profético de igualdad. Los tres
más destacados -- Dietrich Bonhoeffer, Martin Luther King y Oscar Arnulfo Romero --
sellaron su testimonio con su sangre. Dios nos los envió, en el más auténtico linaje de
los grandes profetas de los tiempos bíblicos.
Bibliografía:
*Juan Stam
Misionero en Costa Rica por más de 45 años. Doctor en Teología
por la Universidad de Basilea, Suiza. Profesor, por muchos años,
del Seminario Bíblico Latinoamericano, hoy Universidad Bíblica
Latinoamericana en San José. Escritor, autor de varios libros y
artículos Entre aquellos se destaca el Comentario del Apocalipsis en cuatro volúmenes.