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Emergencia

El Estadio Azteca apagado y solitario. Los estacionamientos de los grandes


centros comerciales —el de Perisur, por ejemplo—, absolutamente,
desconcertantemente vacíos. Los grandes edificios de oficinas con pisos
enteros sumidos en la oscuridad. Colonias con calles desiertas, en las que solo se
ve, desde lo alto, el parpadeo rojo y azul de una patrulla.

A las 18:30 un helicóptero del Grupo Cóndor de la Secretaría de Seguridad


Ciudadana inició ayer un sobrevuelo de dos horas en la ciudad más extensa y
poblada de México. Pedí autorización para abordarlo y hacer desde las alturas un
esbozo de la ciudad que entraba en emergencia.

Es posible hacer un libro de los días en que la capital del país ha vivido en
emergencia. Por guerras, por inundaciones, por temblores, por eclipses, por
epidemias. Por auroras boreales y otra clase de fenómenos celestes.

Esos días en que los habitantes se encierran a esperar lo peor o a que pase lo
peor. El paso del cometa Halley, cuyos gases iban a envolver la Tierra, según los
rumores, y harían perecer a los habitantes en medio de horribles convulsiones de
asfixia.

O la víspera de llegada de los zapatistas, a fines de 1914, que Francisco Ramírez


Plancarte narra espléndidamente en su libro sobre la ciudad de México durante
los días de la revolución:

“A primeras horas de la noche, el aspecto que presentaban las calles era de los
más pavoroso y siniestro que pueda concebirse. Las pocas personas que por
alguna circunstancia se aventuraban a transitar por las lóbregas calles y plazas, lo
hacían apresuradamente, apartándose de los transeúntes que encontraban a su
paso, como si temieran inopinadamente ser víctimas de algún percance.

“Tal parecía que toda señal de vida se había paralizado… Ni un solo tranvía o
coche interrumpía con su ruido trepidante el silencio sepulcral, ni la luz de los
fanales lograba romper la penumbra en que estaba sumergida la ciudad.

“Las vecindades y residencias particulares cerraron sus zaguanes escuchándose


solamente, de tiempo en tiempo, el débil eco de pasos de alguno que otro
transeúnte que se alejaba lleno de zozobra…”.

De manera inevitable, los días del Covid-19 habrán de formar parte de esa
antología.

Un hombre solo estaba sentado en un parque sin gente. A las afueras de varias
estaciones del Metro había decenas de puestos de comida, pero ninguna
persona. Varios sitios de taxis se hallaban sin clientes, o definitivamente cerrados.
Pasaban micros y metrobuses en los que solo iban uno o dos pasajeros. Había
estacionamientos públicos deshabitados.

En uno de los pisos de una torre oscura, al lado del Periférico, un velador leía algo
bajo la luz de una lámpara de mesa. Al ver su silueta solitaria recordé que horas
antes había visto un letrero en la librería Jorge Cuesta, a media cuadra de donde,
en otros días de emergencia, una chusma incendió la casa del presidente
Francisco I. Madero: “Lecturas de Supervivencia: 30 y 50% de descuento”.

El helicóptero pasaba por cerros, barrancas y colonias devorados por la soledad.


Atravesó los oscuros canales de Xochimilco y las zonas boscosas del Ajusco.
Pero pasó también por vías atestadas de movimiento y tráfico, incluso de
congestionamientos: Hangares, Ermita, Churubusco, Circuito Interior, Ignacio
Zaragoza, Rojo Gómez y Viaducto…

No era la ciudad de todos los días. Pero tampoco era aún la ciudad paralizada y en
estado de emergencia.

“No conozco a nadie con coronavirus, esa chingadera es un invento”, me había


dicho un enojado vendedor del Metro Tacuba que en una semana pasó de vender
150 tortas diarias a solo 60.

Un poco así se ve desde lo alto la ciudad que ahora se hunde en la noche, y cuyo
pulso no cesa a pesar de la recomendación: “Quédate en tu casa, quédate en tu
casa, quédate en tu casa”.

Ahí vienen los zapatistas. Pero la vida en las calles todavía no se detiene.

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