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Religión en la Antigua Roma

La religión romana consistía, igual que entre los griegos, más en un conjunto de cultos que
en un cuerpo de doctrinas. Había dos clases de cultos: los del hogar, que unían
estrechamente a la familia, y los públicos, que estimulaban el patriotismo y el respeto al
Estado. En la época imperial se añadiría el culto al emperador. En términos generales, se
trataba de una religión tolerante con todas las religiones extranjeras, pues los romanos
acogieron a dioses griegos, egipcios, frigios, etc. También era una religión contractual, pues
las plegarias y ofrendas se hacían a manera de pacto con los dioses, es decir, para recibir
favores, y si el creyente entendía que la divinidad no le cumplía, dejaba de rendirle culto.

Orígenes.-

No es posible rastrear los orígenes exactos de la religión romana, puesto que no existen
datos arqueológicos y documentos lo suficientemente confiables. Sin embargo, los orígenes
míticos de la ciudad en 753 a. C., según Varrón, tienen algunas confirmaciones
aproximadas de la arqueología. De acuerdo a las versiones legendarias, no se puede decir
que la religión romana sea «primitiva», en tanto que los fundadores, venidos de Alba Longa,
reivindicaron con el tiempo su origen ilustre (como descendientes de Eneas y
pertenecientes, por tanto, a la tradición de los poemas homéricos), y se declararon colonos
a las orillas del Tíber. No se puede decir tampoco que fuera una religión «inicial», puesto
que el lugar de la fundación ya había sido frecuentado, antes de la llegada de los
fundadores, y de acuerdo con el mito, por los dioses latinos Marte y Juno, y en las orillas del
Tíber se levantaba un altar al héroe griego Heracles (que para los romanos pasaría a ser
Hércules). Finalmente, tampoco se puede decir que fuera una religión «compacta», puesto
que, si bien es cierto que a Rómulo se le atribuyó la consagración de los lugares sagrados
de Júpiter, será solo Numa Pompilio, su sucesor, quien, según la leyenda, establezca una
religión coherente. En síntesis, esta religión aceptaba lo procedente de tradiciones
anteriores, se formaba como una construcción voluntaria, y por tanto, estable en sus
esquemas, pero a la vez progresiva en lo teológico y capaz de acoger fuerzas divinas
externas.[2]​

La mayor parte de las tradiciones religiosas de la península itálica, sobre todo las de Etruria,
se remontaban bien a las de Tracia y la isla de Samotracia, bien a las de Tesalia y Dodona.
En dichas tradiciones dominaba una especie de fetichismo religioso, o atribución de
cualidades sobrenaturales a objetos inanimados, y en algunos casos, también animados.
Por ejemplo, para los sabinos, una lanza (quir) clavada en tierra, era el dios Mamers,
Mavors o Marte, el fuego era Vulcano, etc. En la confederación de los etruscos, las
divinidades eran de dos tipos: generales (adoradas por toda la comunidad), o particulares
(patronos o númenes específicos de cada poblado).[3]​
Los especializados ritos religiosos etruscos estaban codificados en varias colecciones de
libros escritos bajo el título latino genérico de Etrusca Disciplina. Los Libri Haruspicini
trataban de la adivinación por medio de las entrañas de animales sacrificados; los Libri
Fulgurales exponían el arte de la adivinación mediante la observación de los rayos; una
tercera colección, los Libri Rituales, abarcaban la codificación de la vida política y social así
como las prácticas rituales. Según el escritor latino del siglo IV Mario Servio Honorato,
existía una cuarta colección de libros etruscos, que trataba de los dioses animales. Durante
el siglo V las autoridades cristianas consideraron a las obras de religión romana como
paganas y por lo tanto las quemaron; el único libro superviviente, el Liber Linteus
Zagrabiensis, fue escrito sobre lino, y sobrevivió únicamente al ser utilizado para envoltura
de momias.

Los primeros romanos rendían culto a fuerzas y seres sobrenaturales de carácter indefinido
llamados numina («presencia»; singular: numen) como Flora, Fauno, etc. Los de la vivienda
familiar eran los Forculus (que guardaban las puertas), los Limentinus (que guardaban los
umbrales), Cardea (de los goznes), etc. Roma en un principio tuvo dos divinidades
principales: Vesta y Palas troyana, a las que pronto se sumaron Júpiter, cuyo culto se
estableció en el Monte Capitolino; Jano, el de los comienzos y los finales; Marte, gran
inaugurador del tiempo y del antiguo año calendárico, y finalmente, Rómulo, hijo de Marte,
identificado con Quirino, como fundador de la Urbe y del Estado.[4]​ Se cree que los
romanos no construyeron templos ni estatuas sino hasta pasados unos doscientos años
después de Numa Pompilio, por influencia, principalmente, de etruscos y griegos.[5]​

Los bosques sagrados Editar


Es probable que los bosques sagrados (Luci), fueran los primeros lugares destinados al
culto de los dioses hasta que se erigieron altares, pequeñas capillas y, por último, templos a
cuyo alrededor se plantaban bosques, los cuales eran tan sagrados como los mismos
templos. Los romanos solían ir en los días festivos a los bosques sagrados, donde podían
bailar y tomar meriendas, siempre y cuando hubieran colgado ofrendas en las ramas de los
árboles, que así dispuestos se llamaban coronatos ramos, porque los adornaban con las
teniae (vendas de lana, lino o seda), cuyas cintas podían luego adornar las estatuas de los
dioses dentro de los templos. El respeto que se guardaba a los bosques sagrados fue tal,
que se consideraba sacrílega a la persona que cortara uno de sus árboles, si bien se podía
rozar la hierba y podar las ramas de los arbustos. Asimismo, los bosques sagrados fueron
considerados asilos, al igual que los templos, donde las personas perseguidas por cualquier
motivo podían refugiarse.[6]​

Los bosques sagrados más importantes en Roma fueron:

·El Bosque de Diana, en el camino de Aricia.


·El Bosque de Egeria, en la Vía Appia.
·El Bosque de Juno Lucina, al pie de las Esquilias.
·El Bosque de Laverna, próximo a la Vía Salaria.
·El Bosque de las Musas, en la Vía Appia.
·El Bosque de Vesta, al pie del monte Palatino.
El cristianismo.-

En la época final del Imperio romano, y sobre todo durante los siglos III y IV, el cristianismo
fue ganando cada vez más adeptos. El emperador Constantino I convocó el Primer Concilio
de Nicea en 325, que otorgó legitimidad legal al cristianismo en el Imperio romano por
primera vez. Se considera que esto fue esencial para la expansión de esta religión, y los
historiadores, desde Lactancio y Eusebio de Cesarea hasta nuestros días, le presentan
como el primer emperador cristiano, si bien fue bautizado cuando ya se encontraba en su
lecho de muerte. Posteriormente, hubo un intento de renovación de la religión romana
tradicional a cargo del emperador Juliano II, llamado por los cristianos «El Apóstata», quien
fue el último emperador «pagano», pues tras su muerte el cristianismo terminaría de
consolidarse. Finalmente, el 27 de febrero de 380, el emperador Teodosio I declaró el
cristianismo en su versión ortodoxa la única religión imperial legítima, acabando con el
apoyo del Estado a la religión romana tradicional y prohibiendo la adoración pública de los
antiguos dioses.

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