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UNA LLAMADA A RENOVAR LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD

Estamos viviendo en estos días, en los diversos países en que vivimos y


trabajamos, una emergencia sanitaria sin precedentes por la pandemia del
coronavirus. La rapidez con que se expande por la facilidad del contagio, el alto
número de infectados, los millares de personas que ya han muerto, las medidas
drásticas que se están implementando en casi todas partes, obligan a dejar las
ocupaciones habituales, a entrar en cuarentena, a modificar o abandonar
muchos planes.
De pronto nos hemos encontrado con que esta humanidad contemporánea,
tan orgullosa de sí misma y tan autosuficiente, que prescinde de Dios como de
una etapa total y definitivamente superada de la historia humana, que vive
como si Dios no existiera, que ha vuelto al antiguo ideal pagano de pan y circo,
y que se cree por fin del todo libre y omnipotente para llevar el mundo al
progreso mediante el dinero, la ciencia y la tecnología, ahora se encuentra
derrotada por un pequeño virus gripal que no puede detener, ni controlar ni
dominar: las economías se hunden; a los políticos se les mueve el piso; la
educación se paraliza; las empresas paran; el comercio se detiene; el
transporte cesa; las estructuras sanitarias colapsan; el deporte se cancela; los
templos se cierran y el culto público se suspende; la gente libre se encierra; el
pánico y la desesperación se apoderan de los ánimos. El pequeño virus parece
haberse coronado como rey del mundo y trae en jaque a todas las naciones y
continentes. Ha dejado al descubierto la debilidad, fragilidad y fugacidad de las
“sólidas” estructuras humanas. Ha cambiado la vida.
El mundo vive hoy en estado de alarma por la expansión del Covid-19.
Evidentemente, debemos actuar con responsabilidad y prudencia poniendo en
práctica todas las medidas que puedan ayudar a evitar el contagio, curar a los
enfermos y detener la pandemia. Sin embargo, llama la atención que no haya
alarma por otras pandemias mucho más destructoras de la humanidad. El
coronavirus no es el virus más peligroso: solo daña o destruye el cuerpo
humano. Hay otros “virus” más peligrosos que destruyen lo específicamente
humano: el ateísmo teórico y práctico que priva al ser humano de la relación
fundamental con el Creador y Redentor; la soberbia autosuficiente de un
humanismo ateo que se cree señor del mundo; las ideologías perversas que
destruyen la vida y la familia para construir un nuevo proyecto de hombre y de
mundo; las mentiras que gobiernan el nuevo (des)orden mundial; la corrupción
moral instalada en todas las estructuras e instancias humanas, incluidas las
religiosas; la subversión cultural que convierte a una nación de raíces cristianas
en un país que produce 300 abortos diarios, elimina a sus ancianos y corrompe
a sus jóvenes. Pero esto no alarma: se considera “progreso”.
Esta realidad nos apremia a reflexionar. Necesitamos encontrar el sentido de
lo que está sucediendo.
1. Una llamada a renovar la fe en nuestro Padre Dios.
Creemos firmemente que Dios es el Señor de mundo y de la historia.
Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia
desconocidos. Solo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento
parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (Cf. 1 Co 13, 12), nos serán
plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de
los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación
hasta el reposo de ese “Sabbat” (f. Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual
creó el cielo y la tierra (Catecismo de la Iglesia Católica, 314).
A pesar de tantas tragedias, a Dios no se le escapan los hilos de la historia.
Tampoco en la presente situación. El mundo ha tenido su origen en Dios, y Dios
mismo conduce a la humanidad hacia la comunión plena y definitiva con Él. Una
comunión de vida y amor que Jesús describe en el Evangelio como un
banquete de fiesta. Para eso envió el Padre a su Hijo. Y si en ese camino
permite el mal físico y el mal moral, respetando la libertad de su criatura, es
porque Él sabe y puede sacar un bien de las consecuencias de un mal (Ib., 311-
312).
Todo coopera al bien de los que aman a Dios (Rm 8, 28). Lo han
comprendido muy bien esos hombres de fe que fueron los santos: “Nada puede
pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos
parezca, es en realidad lo mejor” (Santo Tomás Moro).
Solo la fe da el horizonte último que unifica las miradas parciales. El
creyente no tiene todas las respuestas, pero conoce a quien sí las tiene. Lo
conoce y sabe invocarle, para que le ayude a vivir esta hora con sentido (José
Granados, El coronavirus, desde la providencia: llamada al amor creativo).
Una pregunta que asalta a muchas personas en estas circunstancias
dramáticas es: si Dios es Padre Todopoderoso, Creador de un mundo ordenado
y bueno, y tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué permite estas
calamidades? Una respuesta a esta pregunta es: porque las necesitamos. Las
necesitamos para derribarnos de los pedestales de nuestro orgullo, de nuestra
autosuficiencia, de nuestro sueño de ser como Dios, pero sin Dios, antes que
Dios y no según Dios (San Máximo el Confesor). Las necesitamos para
despertarnos de nuestra somnolencia, para destruir nuestras falsas
seguridades, para destrozar los ídolos del poder, del tener y del placer a los que
la humanidad se postra con suma facilidad. Las necesitamos para expiar el
pecado propio y del mundo uniéndonos a la expiación salvífica de Jesucristo.
Las necesitamos para experimentar nuestra radical indigencia y necesidad de
Dios. Porque el mal más grave de nuestro tiempo es la ausencia de Dios en el
corazón humano y en las estructuras sociales, culturales, económicas y
políticas
Entonces, la crisis provocada por la pandemia es una llamada apremiante
para que este ser humano, que hace tiempo se fue de la casa del Padre como
el hijo pródigo de la parábola y anda extraviado y herido en su alma y en su
cuerpo, vuelva a Dios. Necesitamos orar más intensamente, levantar la mirada
humilde y confiada a nuestro Padre Dios, experimentar su misericordia infinita
que perdona el pecado, nos cura de las heridas del egoísmo, y que nos permite
de nuevo vivir como hijos suyos y hermanos unos de otros.

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2. Reencender la esperanza en Jesucristo.
En un momento en que cunde en el mundo el miedo y la desesperación,
porque parece derrumbarse todo lo que se creía sólido y fuerte, el cristiano
renueva su esperanza. No se trata de una actitud optimista ante el presente y el
futuro. La esperanza no es una actitud, sino ante todo una Persona: Jesucristo.
Él es el Hijo amado que el Padre ha enviado al mundo para redimir a la
humanidad del pecado y de todas sus consecuencias. Él es el Pastor que Dios
Padre ha dado a sus hijos los hombres para que nos guíe, acompañe, alimente,
cure, defienda, y entregue su vida para tener vida plena.
El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo (Sal 22, 1-4). El verdadero
pastor es Aquel que conoce también el camino que pasa por el valle de la
muerte; Aquel que incluso por el camino de la última soledad, en el que
nadie me puede acompañar, va conmigo guiándome para atravesarlo: Él
mismo ha recorrido este camino, ha bajado al reino de la muerte, la ha
vencido, y ha vuelto para acompañarnos ahora y darnos la certeza de que,
con él, se encuentra siempre un paso abierto. Saber que existe Aquel que
me acompaña incluso en la muerte y que “con su vara y su cayado me
sosiega”, de modo que “nada temo”, era la nueva “esperanza” que brotaba
en la vida de los creyentes (Benedicto XVI, Spe Salvi, 6).
Ser cristiano es haber descubierto que este Pastor que el Padre Dios nos ha
enviado para salvarnos no es una creación del inconsciente para escapar de los
miedos de la vida, ni una ilusión de la imaginación para sentirse protegidos, ni
una sugestión psicológica para huir de los problemas sin solución, ni un ser
lejano que vive más allá de las estrellas. Ser cristiano es experimentar que este
Pastor me conoce, me ama, ha dado su vida por mí para salvarme, y ahora está
vivo, me acompaña y está a mi lado todos los días para iluminarme, para
fortalecerme, para liberarme. Él es el gran Amor, la verdadera riqueza de la
existencia humana. Y por ello es también la gran esperanza. Cada uno
podemos decir: yo soy definitivamente amado, suceda lo que suceda; este gran
Amor me espera. Por eso mi vida es hermosa (cf. ib., 3). Entonces, ser cristiano
es aprender a vivir siempre con Cristo, en una profunda amistad personal con
Él, en un diálogo constante con Él, haciendo lo que Él quiere, porque su
voluntad es nuestro verdadero bien.
Así, pues, podemos vivir en esta pandemia, sanos o enfermos, amenazados
por un posible contagio o habiendo sido ya infectados, en esta amistad con
Cristo, experimentando su amor de Pastor, dejándonos acompañar y guiar por
Él, en diálogo con Él; abrazándonos a su voluntad salvadora; uniendo nuestras
dificultades y alegrías, nuestras limitaciones y sufrimientos, nuestros trabajos y
penas a su pasión salvadora. Y con la certeza de que este estar con Cristo no
termina en esta vida terrena, sino que continúa de manera más plena y
definitiva después de la muerte, en la fiesta y banquete al que El nos ha
invitado.
Por tanto, nuestra gran esperanza es Jesucristo, que nos acompaña en
todas las vicisitudes de nuestra vida, en la cañada oscura de nuestra muerte y
en toda la eternidad. En este Amor que nos acompaña siempre, podemos
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experimentar aquella característica de la esperanza cristiana que describe
santa Teresa de Jesús: Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no
se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: solo
Dios basta.
3. Reavivar el amor que el Espíritu Santo infunde en nuestros
corazones.
Aunque nos dicen que hemos de quedarnos encerrados en nuestra casa y
aislarnos unos de otros para evitar contagiar y ser contagiados, las
circunstancias actuales son una ocasión estupenda para ejercitarnos en el
amor, para descubrir cuánto nos necesitamos unos a otros, y para desarrollar la
creatividad de la caridad.
El sufrimiento de nuestros hermanos, de nuestro prójimo, cuando no se pasa
de largo por él ni se mira para otro lado, suscita en nosotros la compasión, el
padecer-con, el amor, y la solicitud que de él se deriva. El dolor nos une. El
sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer
obras de amor al prójimo (San Juan Pablo II, Salvifici Doloris, 30).
El sufrimiento y la enfermedad es una visita de Dios en la que Él abre una
puerta y un camino hacia Sí para cada ser humano. Pero este hijo enfermo
necesita siempre un hermano, una mano amiga, que esté presente, lo
acompañe, lo asista, lo consuele y dé ánimos. Jesús es el Buen Samaritano
que se ha bajado de su cabalgadura para asistir, cargar y pagar por el hombre
apaleado y malherido al borde del camino. De Él debemos aprender. El amor
siempre requiere olvido de sí, sacrificio, generosidad, entrega. Y se ejercita en
los mil pequeños detalles de la vida cotidiana. A veces puede requerir gestos
heroicos, pero siempre requiere la heroicidad de los pequeños servicios de
cada día. Pensar más en el bien del otro que en la comodidad propia. Estar
prontos a cambiar de plan, atentos a las necesidades de los demás.
Este amor creativo llevará a los padres de familia a convivir más con sus
hijos, a descubrir nuevas posibilidades de actividades formativas con ellos, a
inventar quehaceres y juegos para los más pequeños, a experimentar que la
vida es bella y alegre si hay amor, aún en las dificultades y privaciones que
puedan sobrevenir. Inspirará a las familias a animar y orientar a otras familias
en sus diversas situaciones. Llevará a los profesores y maestros a no
interrumpir su labor educativa, que no se reduce a impartir instrucción, quizá
ahora de manera virtual, sino sobre todo transmitir el arte de vivir, en la verdad
y en el amor. Llevará a los sacerdotes en la Iglesia a no encerrarse en sí
mismos, sino a orar más intensamente por su comunidad, a meditar más
profundamente la Palabra de Dios, a explorar el inagotable y santificador
misterio de Cristo mediante el estudio teológico, y a no dejar de alimentar al
rebaño que Cristo les ha confiado con las diversas posibilidades que cada uno
disponga, haciéndoles llegar la predicación, la catequesis, la orientación, el
consejo, el aliento hacia una vida cristiana cada vez más plena y madura; los
impulsará a auxiliar a los enfermos de la comunidad y a dar la vida por sus
feligreses. Motivará a los jóvenes a ser apóstoles dando testimonio y amistad a
sus compañeros, y vida a los grupos en formación para que lleguen a la
madurez de Cristo.
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A San José, esposo de María y padre nutricio de Jesús, encomendemos en
esta hora la humanidad y la Iglesia.

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